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Gabriel volvió a asomarse. Una buena parte de Jerusalén podía verse desde la ventana de su habitación. Cualquier otro edificio de la ciudad era insignificante comparado con el Templo, tan blanco, que de día alumbraba la ciudad como si fuera un segundo sol. Miró la explanada, ahora desierta y pensó en los miles de judíos que todos los días la transitaban orándole a Yahvé y, de paso, admirando la gigantesca construcción donde Él moraba. Luego levantó la vista y tras los muros, vio la torre Antonia, la insolente fortaleza donde se acuartelaban los invasores romanos. Pero esta vez no la contempló con disgusto porque ahí estaba la estrella, tras siglos de ausencia. El astro que alumbrara el nacimiento del rey David, el monarca más grande de los judíos, había regresado y brillaba con la misma majestad de ese anterior Mesías que liberó a los judíos e hizo de Israel un reino magnífico. La señal era inequívoca, tanto como la Profecía de la Alianza que la había anunciado. Entonces el sacerdote, que tenía el mismo linaje de aquel monarca, se puso su capa negra y salió de su habitación. Escabulléndose en la oscuridad, fue sorteando pasillos, patios y recintos hasta que, con la respiración agitada, llegó a la caverna donde se guardaba el antiguo cofre de oro y madera de acacia. Sin quitar su vista de dos querubines de oro macizo que, posados sobre su tapa lo custodiaban, fue acercándose a la reliquia. Y cuando estuvo frente a esta, se quitó el collar que ocultaba bajo sus ropas. De este pendía una estrella de seis puntas.

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Page 1: Gabriel volvió a asomarse. Una buena parte de Jerusalén · Los sacerdotes del dios Amón-Ra habían entrado a su palacio y la habían torturado hasta arrancarle una confesión

Gabriel volvió a asomarse. Una buena parte de Jerusalén podía verse desde la ventana de su habitación. Cualquier otro edificio

de la ciudad era insignificante comparado con el Templo, tan blanco,

que de día alumbraba la ciudad como si fuera un segundo sol. Miró la explanada, ahora desierta y pensó en los miles de

judíos que todos los días la transitaban orándole a Yahvé y, de paso,

admirando la gigantesca construcción donde Él moraba. Luego

levantó la vista y tras los muros, vio la torre Antonia, la insolente fortaleza donde se acuartelaban los invasores romanos. Pero esta vez

no la contempló con disgusto porque ahí estaba la estrella, tras siglos

de ausencia. El astro que alumbrara el nacimiento del rey David, el monarca más grande de los judíos, había regresado y brillaba con la

misma majestad de ese anterior Mesías que liberó a los judíos e hizo

de Israel un reino magnífico. La señal era inequívoca, tanto como la

Profecía de la Alianza que la había anunciado. Entonces el sacerdote, que tenía el mismo linaje de aquel

monarca, se puso su capa negra y salió de su habitación.

Escabulléndose en la oscuridad, fue sorteando pasillos, patios y recintos hasta que, con la respiración agitada, llegó a la caverna

donde se guardaba el antiguo cofre de oro y madera de acacia. Sin

quitar su vista de dos querubines de oro macizo que, posados sobre su tapa lo custodiaban, fue acercándose a la reliquia. Y cuando

estuvo frente a esta, se quitó el collar que ocultaba bajo sus ropas.

De este pendía una estrella de seis puntas.

Page 2: Gabriel volvió a asomarse. Una buena parte de Jerusalén · Los sacerdotes del dios Amón-Ra habían entrado a su palacio y la habían torturado hasta arrancarle una confesión

Contempló unos momentos ese símbolo, hecho también de

oro; y respirando profundo, lo insertó en la ranura que había en el milenario cofre. Tras una serie de solemnes movimientos; sin

equivocaciones o no viviría para contarlo, el sacerdote escuchó el

ruido que le indicaba que ya podía retirar la tapa. Cuando lo hizo, el ancestral conocimiento atesorado dentro quedó ante sus ojos.

Pensó en sacar las doce tablillas y volverlas a extender en el

suelo. Quizás esta vez lograría encontrar una manera distinta de agruparlas y así cambiar el futuro que éstas le vaticinaban. Llevaba

cientos de noches en vela haciéndolo y, como fuera que las ubicara,

su porvenir era siempre el mismo. Pero como no tenía sentido

desperdiciar su última noche en esa desesperante tarea, decidió dejarlas dentro del cofre. Y cuando estuvo a punto de cerrarlo,

resolvió que al menos leería el manuscrito que también se atesoraba

allí: El ocaso de mi vida ha llegado. Pero antes de ir a

encontrarme con mi dios, quiero dejarle a mi sucesor estas

palabras. Quizás así logre evitar el final que la Profecía le ha

vaticinado…

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Con su habitual avidez, Gabriel continuó leyendo: Era demasiado dolor para una sola vida y aquella última

noticia fue la estocada final. Mi esposa predilecta, la que más amé, estaba muerta. Ya no tenía nada más que perder… salvo mi vida.

Por más que intentaron convencerme, sabía muy bien que no había

sido la peste. Los sacerdotes del dios Amón-Ra habían entrado a su

palacio y la habían torturado hasta arrancarle una confesión.

Seguramente ya sabían que yo no estaba muerto y tarde o temprano

me encontrarían. Mi única escapatoria estaba en ese símbolo que,

cada noche desde la funesta noticia, me asaltaba en sueños. Al

principio creí que era un ankh, señal de la vida eterna.

¡Y cuánto hubiera dado porque fuera así! Pero no. Este

signo era mucho más sencillo. Tan sólo dos líneas que se cruzan.

Pero tenían tanto poder, que me expulsaban del sueño y me

arrojaban en mi lecho, agitado y con el cuerpo bañado en sudor.

Después quedaba insomne, contemplando el cielo en busca de esa

respuesta que me diera sosiego.

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Finalmente, en una de mis tantas noches en vela, apareció

una estrella que no reconocía. Entonces recordé que ellos me

dijeron que esa sería la señal.

Frenéticamente, hurgué entre mis viejas pertenencias, hasta

que encontré el símbolo de oro que me dieran años atrás. Una

estrella de seis puntas.

En ese mismo instante, todo comenzó a cobrar sentido. El

ankh, la estrella, la cruz…

No lo dudé. Debía volver allí, donde todo había comenzado. Reuní a mis discípulos y les dije que mantuvieran su fe en mí. Había

llegado el momento de cumplir con la promesa de libertad que les

hiciera cuando era poderoso. Dejé las tierras donde los esclavos

hebreos me protegían tras mi ocaso y navegué por el Nilo. Después

de varias jornadas de a pie, llegué a la ciudad de Gizeh.

Cubierto con una túnica vieja y polvorienta, caminaba

velozmente. Debía llegar a la Gran Pirámide, la de Keops, antes del

amanecer.

La imponente Esfinge de piedra, me salió al cruce. El Señor

del Miedo, como se la conoce desde tiempos inmemoriales, quiso

interponerse en mi camino. Me detuve frente a ella y la desafié con

mi mirada… y también con lo que quedaba de mi corazón. ‘Miedo. Ese es el significado que te otorgan los malditos sacerdotes de

Amón-Ra’, le dije con una sonrisa y la Esfinge me devolvió una

mirada de complicidad. «Siempre pensarán que eres un enorme

vengador que algún día cobrará vida y engullirá a quien halle en su

camino… ¡Si supieran que en tus entrañas ya no hay más que

piedras y arena!»

Seguí caminando y sólo me detuve cuando estuve frente a la

pirámide. Mientras la observaba, repasé por última vez el sueño

tantas veces repetido. Ahora el significado estaba muy claro para

mí: ese reino perfecto… todo oro, jaspe y fruta. Sin dolor. Rebosante

de vida y gloria infinitas… no era otra cosa que el más allá. Entonces, la cruz tenía que representar el cruce de caminos entre los

dos mundos: el terrenal y el divino. La estrella había sido la señal

que me había conducido hasta aquí y la pirámide me conduciría a…

Una súbita felicidad me invadió. «¡La eternidad me

espera!», pensé.

Traté de ver la punta de la Gran Pirámide, pero no pude.

Estaba muy arriba, lejana.

Y luego de cerciorarme de que nadie me veía, comencé a

escalarla. No necesité subir mucho para sentir que los años también

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habían pasado por mi cuerpo. Ya no era aquel joven y desafiante

faraón que un día conociera a cuatro sabios que venían de muy

lejos.

«Los sabios», repitió Gabriel, melancólico. «¡Cuánta

falta nos harían ahora!», pensó. Luego siguió con el relato escrito por Akenatón:

Habían venido a contarme la verdad sobre la Esfinge. Una

verdad que cambió mi reinado… y mi vida. Gracias a ellos accedí a

un conocimiento oculto por miles de años y comprendí que sólo

había un único y omnipotente dios, cuyo verdadero nombre es

impronunciable. Pero para que los hombres pudiésemos alabarlo,

decidí llamarlo Atón y en honor a Él, yo cambié mi nombre. Y desde

ese momento, Egipto me conoció como Akenatón. Como los sacerdotes de las otras deidades se negaron a

creer en Él, cerré sus templos y los despojé de las riquezas que

habían amasado gracias a sus falsos dioses. ¡Ni siquiera la

poderosa casta del dios Amón-Ra se salvó de mi castigo!

Un nuevo orden nacía en Egipto y yo lo regía, como Faraón

y como Sumo Sacerdote.

Pero los sacerdotes no se quedaron de brazos cruzados y

mientras estuve en Tebas, la capital de Egipto, ellos me hicieron la

vida imposible.

…Y cuando todo parecía perdido, Atón me iluminó con su

sabiduría una vez más.

Con las riquezas que les expropié a los sacerdotes, construí una nueva capital, lejos de Tebas y su corrupción. ¡Que ellos se

quedaran allí, como gusanos que se alimentan de la pudrición!

La segunda revelación de aquellos cuatro sabios, fue que

Atón hizo iguales al hombre y a la mujer.

Entonces, bajo la mirada réproba del pueblo, hice que mi

esposa reinara conmigo y Egipto volvió a la senda de la prosperidad

y me amaron… Nos amaron.

Pero los sacerdotes de Amón-Ra nunca se dieron por

vencidos. Con la certeza del áspid y la paciencia de la araña fueron

tejiendo la tela de mi ocaso. Primero asesinaron a mis sabios. Sólo

uno logró escapar y se llevó la tablilla más importante, la de Luz y Sombra. Luego quemaron todos los papiros de mi biblioteca. ¡Pero

nunca pudieron encontrar el Arca! Si lo hubieran hecho… «Este mundo sería un páramo oscuro y desolado», susurró

Gabriel, imaginando las consecuencias. Luego le echó una mirada al

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cofre y le pareció que los querubines cobraban vida. El vello de los

brazos se le erizó, pero aún así decidió continuar con la lectura: Con el miedo que ellos sembraron, el caos brotó junto con

las espadas levantadas en nombre de ambos dioses. Y mientras mi Atón retrocedía ante los embates de Amón-Ra, el dolor y la miseria

avanzaban sobre mi pueblo.

«La paciencia de Amón-Ra se acaba y pronto despertará a

la Esfinge… ¡Aquél que no crea en nuestro dios, conocerá su

venganza!», amenazaban los malditos sacerdotes. Aquello fue

suficiente para que corrieran los rumores que ésta revivía por las

noches. «¡Con un solo zarpazo! ¡Donde había un hombre, quedaba

un charco de sangre! ¡Lo engulló de un bocado! ¡No le dio tiempo ni

a gritar!», murmuraba mi asustado pueblo.

Mis enemigos comenzaban a multiplicarse y sabía que tarde

o temprano acabarían con mi vida. Pero mi amada Nefertiti tuvo

una gran idea. Todavía recuerdo que, cuando terminó de contarme su plan, lloró tan profundo como el pozo que contiene toda la

tristeza del mundo. La única manera de salvarme de los sacerdotes

sería usando sus mismas artimañas. Primero corrió el rumor de que

yo agonizaba, enfermo de un mal incurable. Tras asegurarse de que

la noticia se había esparcido lo suficiente, Nefertiti se presentó ante

ellos y les dijo que Amón-Ra me estaba haciendo pagar por mi

herejía. Entonces, para evitar que la ira del dios también se

descargara sobre ella y nuestro pequeño hijo, se arrepintió frente a

los sacerdotes. Después de unos días, los más largos de su vida,

anunció mi muerte. Para que le creyeran, exhibió una momia que

ella misma adornó con mis joyas faraónicas. Ellos nunca estuvieron convencidos del todo y vigilaban cada uno de sus movimientos.

«¿De qué le sirvió? A mi pobre heredero, Tut-ankh-Amón,

lo mataron cuando apenas empezaba a reinar. Y ella terminó sus

días recluida en un palacio. ¡Si hubiera visto el futuro…!», pensé,

con mis ojos llenos de lágrimas.

«Yo sé que ella nunca perdió la fe en Atón, en cambio

yo…», y mi corazón se agrió. Había tenido que pagar demasiadas

consecuencias por ese dios a quien tanto le diera a cambio de nada.

Cuando volví a preguntarme si Atón existiría, un hilo de duda quiso

filtrarse, pero no se lo permití. «¡No!», me respondí en voz baja. Si

Él hubiera existido, mi magnífica capital no estaría en ruinas,

Nefertiti y mi hijo estarían vivos… y yo no sería el fugitivo en que me había convertido.

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A pesar de que el desánimo quiso torcer mi voluntad,

continué escalando la Gran Pirámide. Su cima me estaba esperando

y ya no tenía vuelta atrás. Recordé entonces una leyenda que decía

que quien intentara escalar esta pirámide moriría y -en ese mismo

instante- mi raída túnica me entorpeció y casi caigo al vacío. Tuve el

impulso de quitármela y arrojarla con furia, pero me contuve.

«Esta leyenda es tan cierta como la existencia de Atón, de

Amón-Ra y de cualquier otro dios», pensé. «Los dioses no existen.

Cada hombre es el dios de sí mismo», concluí. Aquel razonamiento hizo que me sintiera libre por unos

momentos, pero luego, una espantosa sensación de vacío me trituró

el alma.

Mis manos, que comenzaban a acalambrarse, me obligaron

a hacer una pequeña pausa. Mientras las descansaba, sacudiéndolas

y abriéndolas y cerrándolas en rápidas intermitencias, pensé que

tenía que estar equivocado.

…Y en ese momento sentí que mi amada me acompañaba,

dándome unas fuerzas que nunca hubiera creído tener.

Respiré hondo y continué ganando altura, frenéticamente,

clavando mis ya maltrechos dedos en las hendiduras que iba

encontrando en la piedra. Cada resbalón dejaba un arañazo púrpura en la aún caliente superficie… pero el dolor ya me era

ajeno. Cuando llegué a la cima estaba extenuado. Mi vista estaba

nublada y mi corazón era un tambor a punto de despedazarse. Con

mis brazos temblorosos, me aferré a la cúspide y así me quedé.

Apenas recuperé el aliento, me paré sobre aquella

minúscula plataforma. Recuerdo que apenas podía separar mis pies.

Una violenta ráfaga de aire intentó arrojarme al vacío,

pero sólo pudo arrebatarme la túnica, dejando mis viejos atuendos

de faraón al descubierto. «Si voy a morir, que sea como tal», pensé.

Desde donde estaba, la vista era bellísima. Incluso la

esfinge parecía brillar con luz propia. Poco a poco fui tomando confianza y cuando por fin estuve

seguro, cerré mis ojos. En ese momento, sentí un impulso y abrí mis

brazos, bien extendidos y en línea con los hombros. Ahora yo era

una cruz ¡Una cruz viviente! Entonces, una sensación que creía

olvidada volvió a mí, pero esta vez era más intensa. Aquella delicia

que se apoderaba de mi cuerpo cuando yo entraba en mi amada,

ahora se había multiplicado y mi goce no conocía otro límite que el

de la eternidad. Comenzaba derramándose sobre mi cabeza y de allí,

hacia cada rincón de mi ser. Tenía la potencia de una catarata y a la

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vez era tan inconsistente como el aire. ¿Frío, caliente; seco,

húmedo?, no lograba percibirlo. Quizás era todo eso a la vez.

Repentinamente, mis ojos se abrieron de manera

involuntaria. Imágenes de mi vida comenzaron a sucederse

vertiginosamente. Primero mi infancia. Luego mi juventud y así

hasta llegar al mismo instante que estaba viviendo. Mi mente quedó

en blanco, mi cuerpo se tensó y comencé a temblar. Finalmente, el

futuro corrió frente a mí, con la velocidad de los dioses. Me ví en

perspectiva, minúsculo y solo, pero a la vez pleno como nunca antes. Tras un primer parpadeo, sentí el impulso de arrojarme al

vacío. Al siguiente, incontrolables deseos de volar. Luego, de reír;

después, de llorar… cada abrir y cerrar de ojos me arrastraba de la

emoción más desesperante a la más sublime a un ritmo que apenas

podía soportar. Cuando las imágenes de mi porvenir cesaron sentí

que, después de tantos años, Atón me había hablado.

Llevé una mano a mi pecho y la puse sobre la estrella de

oro que aún estaba ahí. La aferré con fuerza y le grité

«¡Ilumíname!» a ese dios en el que había dejado de creer. Miré al

cielo y allí estaba Él, revelándome el horizonte con sus rayos

solares.

Recordando la Profecía, miré hacia abajo. Y como me vaticinaron las tablillas, ví la cruz de mis sueños. Tallada en la

piedra, era la señal que desde tiempos remotos había aguardado por

mí.

La agitación volvió a mi mente, pero ahora, la lucidez se

apoderaba de mí como nunca antes. El ankh, la estrella, la cruz…

¡Todo cobraba sentido! Y lo celebré con una carcajada que agitó mi

pecho. Nunca me había sentido tan poderoso.

Entonces no lo dudé y pensando que «como es arriba será

abajo», me dejé caer. Podía sentir cómo mi cuerpo iba golpeándose

contra la pirámide, pero no me importaba. Lo había visto todo.

Pasado, presente y futuro eran un solo cordel de la madeja que acababa de desenredar.

…Antes de estrellarme contra el suelo, Atón me ordenó que

gritara el nombre de mi sucesor.

La última imagen que tuve fue la de mis discípulos. ¡Ellos

habían venido por mí!

«Como es arriba será abajo», me dijo mi dios,

conmoviendo mi alma con su voz de trueno.

…Y como vaticinaba la Profecía, ambos sellamos la

Alianza…

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Gabriel interrumpió la lectura. Hubiera querido seguir, pero

el Maestro esenio llegaría en cualquier momento.

Mientras guardaba el milenario manuscrito dentro del cofre, pensó que era cierto. La historia se repetía y ahora era a él a quien le

tocaba dar otro paso, aunque no el definitivo.

«Para salvar a todo un pueblo, él cometió la osadía más grande», pensó mientras volvía a poner la tapa sobre el milenario

cofre. Luego, volvió a insertar la estrella en la ranura y cuando

escuchó el suave crujido, suspiró aliviado.

«Esta vez, para salvar a Israel, quizás necesitemos una hazaña aún mayor», les susurró a esos dos querubines que quedarían

ocultos por muchos años en las sombras.

Y un escalofrío lo recorrió desde la cabeza a los pies…

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El líder esenio, el Maestro, llegaba finalmente al lugar de encuentro. Su caminar sigiloso y su túnica de inmaculado blanco le

conferían un aspecto angélico.

Al final del largo y oscuro túnel lo esperaba Gabriel, el sacerdote.

—¿Está todo listo? —le preguntó el esenio cuando estuvo

frente a él.

—Sí. Finalmente. Aunque debo decir que no me será sencillo.

A pesar de que la respuesta era esperable, el Maestro se

relajó. Ambos coincidían en que lo que estaban por hacer no era nada fácil.

Gabriel no dejaba de pensar en la inesperada complicación.

«Si él lo supiera…» Aún así, prefirió callar. El futuro de los judíos

estaba en juego. Era hora de acabar con la opresión de Roma. Pero para eso,

Israel necesitaba de un Mesías, un rey magnífico que liberara a su

pueblo del yugo invasor… Un nuevo David que sería concebido como aquél, mediante el Matrimonio Sagrado y bajo la misma

estrella que lo vio nacer.

Como el sacerdote que era, Gabriel sabía muy bien que ese ritual herético estaba terminantemente prohibido. ¡Y celebrarlo en el

Templo, era como meter la cabeza del cordero en las fauces del león!

Pero Israel agonizaba. Y si nadie se arriesgaba a desobedecer

los preceptos, el futuro de los judíos…

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—La estrella ha aparecido en el cielo —dijo el esenio.

—Sí, la he visto.

—Es la señal, así está escrito. Sólo estará nueve lunas y al final de la novena brillará como nunca. Luego desaparecerá… y con

ella, la oportunidad de nuestro pueblo.

—¿Y si la Profecía de la Alianza estuviera equivocada? Recuerda que falta una tablilla…

—¡No Gabriel! Tú y yo comprobamos que eso es finalmente

una leyenda. Las tablillas son doce, como las tribus de Israel —le

respondió—. Y sino señálame algún momento de la historia en que esta se haya equivocado.

Hizo una pausa, pero como el sacerdote no pudo contestarle

nada, el Maestro continuó: —¡Confía Gabriel! Esa es la estrella que mil años atrás

alumbró el nacimiento de nuestro glorioso David. Si ha aparecido en

el cielo, es porque nos indica que es el momento de invocar al nuevo

Mesías. ¡Debes celebrar el Matrimonio Sagrado! —Lo haré, aunque sepa que…

—No es bueno lo que te sucederá —le interrumpió el esenio

al cabizbajo Gabriel—. En tu lugar sentiría lo mismo. Pero sólo alguien que lleva la sangre de David en sus venas, como tú, es capaz

de ejecutar el mandato de la Profecía.

—No es que me preocupe morir. Lo sabes bien. De lo contrario, no me habría enfrentado a los saduceos. Si Anás no me ha

matado aún, es porque sabe que Judas de Gamala es mi aliado y no

querría a un zelote abriéndole el cuello con su afilada sica.

Descubrirme esta herejía sería un regalo del cielo para él. Simplemente convocaría al Sanedrín y, de acuerdo a la Ley,

ordenaría mi lapidación. Así me quitaría definitivamente de su

camino, sin ensuciarse. —¿Entonces a qué le tienes miedo?

—A lo que le pueda suceder a ella. No quisiera que pague las

consecuencias. —¡No pienses en eso! Tú, tu futura esposa y tu hijo también

estarán bajo nuestro cuidado. Y si para lograrlo tuviésemos que

olvidar nuestras diferencias y aliarnos con los zelotes, así lo

haríamos. – y sin poder con su genio agregó— ¡…aunque ellos sean unos bandidos sin rostro ni nombre!

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—Ser tan radical te ciega. Ellos, al igual que nosotros,

buscan la libertad de Israel.

—Sí, es cierto. ¿Pero cómo confiar en alguien a quien nunca le has visto el rostro? ¡Ni siquiera sabemos si Judas de Gamala es su

verdadero nombre!

—Si te sirve de consuelo, muy pocos conocen su verdadera identidad. Además, ¿cuántos saben que tú y yo estamos aquí

reunidos, en esta parte del Templo que sólo nosotros conocemos?

¿Será que por buscar el bien de todos a veces debemos ocultar ciertas

cosas? Esta vez fue el maestro quien quedó en silencio. Gabriel

quizás tenía razón.

—Podríamos discutir el resto de la noche – agregó el sacerdote —pero Israel espera. Si esta es mi misión, ¡así la cumpliré!

Sólo les pido que cuiden de ellos. Si algo me pasara, hablen con mi

hermano José. Ha enviudado hace poco y no es bien visto que un

hombre rico esté sin mujer. Él sabrá cuidarla. Además, ustedes saben que los sacerdotes saduceos, que manejan con sus garras el Templo,

tienen especial afinidad con la gente próspera – y le hizo una sonrisa

cómplice. —Tienes nuestro juramento de que nada les ocurrirá. Gracias

a ti, Israel volverá a ser como antes. Ha llegado el momento de que

celebres el ritual. Tu linaje te llama. ¡Yahvé esté contigo! El sacerdote asintió con un silencio tan opaco como lo que

avizoraba…

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Mientras el Maestro esenio se perdía en las sombras, una sensación de absoluto desamparo invadió a Gabriel. Si algo fallaba,

ni esenios ni zelotes podrían evitar el zarpazo definitivo de Anás, el

Sumo Sacerdote. «¿Y cuándo fue distinto? La historia siempre se repite». Ese

pensamiento lo acompañó en su camino hacia el dormitorio de la

escuela del Templo. Allí descansaba su prometida junto a los demás

alumnos. En la escuela del Templo sólo podían estudiar los hijos de las

familias nobles, cuyo linaje se remontaba a esas doce tribus que,

junto a Moisés, escaparon de Egipto y vinieron a la Tierra Prometida de Israel.

Los varones que estudiaban allí serían sacerdotes o doctores

de la Ley. Las mujeres podían permanecer hasta los catorce años, a

menos que «sangraran» antes. En ese mismo instante dejaban de ser niñas y, siendo impuras, debían alejarse de la casa de Yahvé.

En ese momento el Templo se encargaba de casarlas con

hombres de importante posición: sacerdotes, doctores de la Ley o cualquiera cuya riqueza y linaje fuera satisfactorio.

Antiguamente, a la rama davídica le correspondía ejercer el

cargo de Sumo Sacerdote por descender del gran héroe de Israel, el rey David. Pero cuando los judíos regresaron del exilio impuesto por

Babilonia, su segundo opresor, la rama saducea rompió la tradición y

se apropió de ese derecho.

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Gabriel había intentado recuperar el cargo con el apoyo de

los zelotes, pero sólo logró ganarse la enemistad irreversible de

Anás. Y si aún no lo había castigado, era porque tenía temor de las represalias de «estos criminales», como solía llamarlos.

Tras atravesar el patio más amplio del Templo, Gabriel se

detuvo a mirar la estrella. Le pidió que le diera el coraje suficiente para no torcer los últimos pasos que lo separaban del dormitorio y

siguió caminando.

Por estas horas todos dormían, excepto él… y Caifás, un

aspirante a sacerdote. El joven venía del dormitorio, con expresión de saciedad. Acababa de cobrarle su silencio a una alumna que hoy

había cometido una falta. «Nada más sublime que una niña

temblando de miedo», pensaba, mientras recordaba con deleite el coito forzado.

Al ver que Gabriel venía en su dirección, Caifás se ocultó

tras una enorme columna. Si el sacerdote lo descubría, estaría en

problemas. “Veo que no soy el único que anda a estas horas por aquí”, pensó mordazmente mientras lo veía pasar.

Cuando Gabriel llegó al dormitorio, golpeó la puerta muy

suavemente y enseguida salió una de las qdeshas, mujeres consagradas al Templo que se encargaban de los quehaceres

domésticos.

El sacerdote y la mujer se apartaron unos pasos de la entrada y comenzaron a conversar. Miraban a su alrededor, cerciorándose de

que no hubieran testigos y, de tanto en tanto, ella se asomaba al

interior del recinto. Estaban tensos y parecían hablar de algo delicado

en extremo. Pero Caifás, por más que se esforzaba, sólo lograba captar un ininteligible murmullo.

Finalmente, la qdesha entró para regresar luego con la

prometida del sacerdote. Gabriel la tomó gentilmente del brazo y se marcharon.

Al aspirante, la situación comenzaba a parecerle extraña y

decidió que los seguiría. Cuanto más tuviera para contarle a Anás, mejor para sus aspiraciones.

Cuando Gabriel y la alumna habían recorrido un buen trecho,

ella se detuvo, temerosa. Acababa de reconocer hacia donde se

dirigían…

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Las mujeres tenían prohibido el acceso al Lugar Santo y por ello, María estaba paralizada por el temor. La restricción se perdía en

la oscuridad de los tiempos y teñidas de esa misma oscuridad, serían

las consecuencias para la osada. —No tienes nada que temer —le dijo Gabriel. Y tomándole

la mano, agregó—: Confía en mí, pronto seré tu esposo. Si no me

crees ahora…

…No sólo que no pudo articular ni una palabra más, sino que se arrepintió de haber dicho esto último.

Afortunadamente para él, su prometida estaba demasiado

asustada como para hablar de algo. Una súbita tristeza le anudaba la garganta a Gabriel. Toda su

vida había evitado el sufrimiento de enamorarse, parapetándose tras

murallas de conocimiento. Pero finalmente, como si fuera un castigo

divino, el amor golpeaba a sus puertas en el peor momento. Si había aceptado casarse, era porque así estaba escrito. Todo

cambió cuando las qdeshas le señalaron a quien sería su prometida.

Ahí supo que la pantomima del casamiento le sería mucho más difícil de lo que había pensado. Ya no se trataba de desposar a la

mujer que sería la madre de su hijo; y así cumplir con la Profecía de

la Alianza. Desde el mismo momento en que la vio, su corazón había

dado un vuelco. La juventud que no había tenido tiempo de vivir,

parecía ofrecerle una nueva oportunidad. Sus días se tornaron más

frescos, brillantes, perfumados. Si no fuera por el entorno, podría

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darse el lujo de recuperar la inocencia que debió perder desde niño,

cuando su padre le mostrara por primera vez aquel milenario baúl y

su contenido. Una punzada en el alma lo volvió a la realidad.

Si las tablillas del Arca estaban en lo cierto, hoy sería la

última vez que la vería. Sólo él sabía de sus noches en vela, buscando la alternativa salvadora. Pero la Profecía de la Alianza era

tan antigua como inevitable.

Repentinamente, el miedo de ella y el dolor de él los

encontraron abrazados. Cuando se percataron, se miraron a los ojos y sonrieron ruborizados. Un hilo de cosquillas tejía en sus vientres la

sensación de que el peligro los había sumergido en un juego muy

excitante. Ella sintió una extraña atracción por él. Era la primera vez

que estaba a solas con quien dentro de dos días, tras la boda,

compartiría el resto de la vida. Un calor en sus pechos le exigía que

esta noche se dejara llevar por sus impulsos. Mientras seguían caminado, volvió a mirarlo furtivamente,

como siempre desde hacía años. Conocía cada rincón del rostro del

sacerdote y había visto cómo el tiempo se le iba asentando sin que pudiera mermar la belleza que desde niña la cautivaba.

¡Yahvé por fin había escuchado sus ruegos y la entregaba a

las manos de su hombre anhelado! Sintiendo que el miedo le daba paso a una seguridad que

nunca antes había experimentado, ella sondeaba su interior, sin dejar

de asombrarse por la forma en que su vida había cambiado de la

noche a la mañana. Desde que él decidiera desposarla, había dejado de ser una

alumna más y en el Templo volvían a llamarla por su nombre, María.

Además, la señalaban como la prometida del sacerdote más importante después de Anás, el Sumo Sacerdote.

Finalmente ingresaron al Lugar Santo, el edificio que estaba

en el centro del Templo. Sin detenerse, se dirigieron al Velo Sagrado, con el eco de sus pasos poblando la espaciosa sala.

Cuando cruzaron la inmensa cortina, varias veces más alta

que ellos, el ambiente cambió.

Una atmósfera, tan pesada como la oscura tela del Velo, reinaba en esa pequeña sala que se ocultaba detrás.

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El Lugar Santísimo, como se conocía, era el sitio más sacro y

prohibido del Templo. Sólo el Sumo Sacerdote podía cruzarlo una

vez al año, durante la Fiesta del Perdón. Caifás, que aún los seguía, quedó desconcertado. Según las

Escrituras, la ira de Yahvé se descargaba sobre quien profanase aquel

lugar. «¡Si ellos pudieron cruzarlo, yo también lo haré!», pensó.

Pero se detuvo. ¿Y si la muerte no fuese instantánea? Se sentó en un

rincón muy oscuro, desde donde podía observar sin ser descubierto.

«¡Mátalos pronto! ¡Haz que estos herejes sientan tu castigo!”, le pidió a Yahvé con su pensamiento. Detrás de un

profundo y sostenido bostezo, intentó ocultarle al dios sus

intenciones: “Así tendré más que contarle a Anás…» e imaginaba la cara de sorpresa con la que el Sumo Sacerdote lo escucharía por la

mañana…

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Tras el Velo, la habitación era muy sencilla y despojada.

Sólo había un bloque de piedra que oficiaba de altar y una menorah,

el candelabro de siete brazos que representaba la perfección de Yahvé.

Sobre ese altar de hosca piedra, reposó alguna vez el Arca de

la Alianza que Moisés trajo durante el Éxodo. En el interior de ese cofre se atesoraban las tablas que Yahvé le entregara con los diez

mandamientos, base de la Torah, la Ley.

Un día, el objeto sagrado desapareció misteriosamente.

Algunos decían que el rey Salomón le había regalado el cofre en secreto a su amante predilecta, la reina de Saba. Otros

argumentaban que ella se había llevado una copia y el original siguió

en el Templo hasta la invasión de los babilonios. Ellos lo habrían tomado como botín de guerra. Como fuere, los judíos habían perdido

su rastro.

Gabriel, al ver la decepción en el rostro de María, le dijo: —Te imaginabas otra cosa.

—No lo sé, puede ser. ¡Es que se cuenta tanto de este lugar!

—Aquí en el Templo, nada es lo que parece —le contestó,

irónico. Sonrieron nerviosamente. La sensación de lo prohibido les

ahondaba los latidos del corazón.

—Hay algo que quiero mostrarte. Pero debes jurarme que esta noche no existirá en tu memoria —agregó el sacerdote.

Hipnotizada por esa mirada, tan amenazadora como cargada

de deseo, María asintió con su cabeza y él comenzó a deslizar el altar. Una entrada en el piso quedó al descubierto.

María quedó boquiabierta. Gabriel, que la observaba, sentía

que la luna le arrojaba un manto de luz y la convertía en una diosa

asombrada. Cuando miró hacia la pequeña ventana de donde provenía la

luz, el sacerdote se emocionó. ¡La estrella de la Profecía estaba allí

animándolo a seguir! Se acercó a María y le preguntó: «¿Ves allí?». Mientras le

señalaba ese punto brillante en el cielo, le rodeó con el otro brazo su

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cintura, tímidamente. Hubiera querido contarle tantas cosas acerca

del astro; debió contenerse y decirle:

—Allí está tu hijo. Al oírlo, una extraña felicidad se apoderó de María,

haciéndole brotar una lágrima. Comenzaba a sentirse mujer y la

sensación era deliciosa. «Que Yahvé bendiga nuestra unión», pensó Gabriel y

volviéndole a tomar una mano, que temblaba como un ave atrapada,

la ayudó a bajar por la angosta escalera.

Con las rodillas flojas por tanta ansiedad, fueron bajando los escalones hasta que en el último Gabriel le pidió que se quedara allí.

Usando la lámpara de aceite que traía, fue cortando la oscuridad

hasta llegar a la antorcha que estaba en una de las paredes. La encendió. Un gradual fulgor fue revelando la magnitud de

la cueva, cuyas paredes parecían susurrar un mensaje que databa de

tiempos remotos.

Con avidez, María recorría la inmensa cavidad con su mirada, hasta que un árbol, tallado en la piedra, le llamó la atención.

Sabiendo lo que ella contemplaba, Gabriel encendió un

enorme incensario de oro. Enseguida, el aroma dulzón se apoderó de la atmósfera,

envolviéndolos en un sutil mareo.

Mientras el sacerdote seguía con preparativos que parecían de un ritual, ella lo observaba en silencio. Cuanto más lo hacía, más

se agitaban sus entrañas. Sus pechos comenzaban a endurecerse y un

calor que nunca había sentido, cubría su pubis.

Las mariposas que revoloteaban en su vientre eran cada vez más; ya no podía dejar de desear que Gabriel la rodeara, no con un

solo y tímido brazo, como arriba, sino con los dos… y que la

estremeciera. Ya no podía estarse quieta. El humo dulzón le zarandeaba la

cabeza y las entrañas; y el murmullo de mujer que sentía salir del

árbol, la empujaba al desenfreno. —¿Qué significa? —le preguntó ella, señalándoselo.

Gabriel se volvió hacia María y notando que lo estaba

provocando con la mirada, le contestó.

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—A este lugar lo descubrió Salomón. Era una cueva donde

se le rendía culto a Ishtar. Por eso es que está tallado el árbol. Es el

símbolo de la diosa. —¿¿¿La diosa de la fertilidad??? —exclamó María, entre

asombrada y horrorizada.

—Al rey le pareció que, si bien esa diosa no existía y su culto era una herejía, su mito de traer vida y fertilidad era hermoso –

justificó—. Ya demasiada muerte y castigo tenía su pueblo con el

justo de Yahvé —terminó ironizando.

Aquella respuesta le arrancó una sonrisa a María, que se quedó pensativa. Por algo Salomón había sido tan sabio, concluyó.

—«Debajo de un manzano te desperté…» —dijo ella y se

tapó la boca, avergonzada por el descuido. —¡Con que conoces «El cantar de los Cantares»! – exclamó

Gabriel, con una mirada cómplice—. No te preocupes, nadie debería

haberlo prohibido. Salomón le escribió al amor hasta el final de sus

días. Este era su lugar preferido. Aquí venía a concebir sus hijos y a componer sus versos… También a recordar un tiempo en que el

amor implicaba libertad y no castigo. ¿Quieres que te recite mi parte

preferida? —¡Sí!

—«Hermosa eres tú, oh amiga mía, como Tirsa; /De desear,

como Jerusalén; /Imponente como ejércitos en orden. /Aparta tus ojos de delante de mí, /Porque ellos me vencieron. /Tu cabello es

como manada de cabras /Que se recuestan en las laderas de Galaad.

/Tus dientes, como manadas de ovejas que suben del lavadero,

/Todas con crías gemelas, /Y estéril no hay entre ellas…» Mientras María lo escuchaba, su respiración se aceleraba.

Empezaba a experimentar el deseo carnal. Ahora comprendía aquello

que las qdeshas decían a escondidas: «El deseo es más fuerte que cualquier palabra de Yahvé».

Él podría haber seguido recitando. Pero la boca entreabierta

de su prometida, como jugosa fruta madura, le pidió sin palabras ese beso ávido que los envolvió y ninguno quería acabar.

Cargándola, con las piernas de ella envolviéndole su cintura,

Gabriel la llevó hasta el lecho que había preparado horas antes. Se

dejaron caer, con suavidad, en el mullido territorio del deleite.

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Montados en desbocados caballos de pasión, recorrieron cada rincón

de sus cuerpos con instinto primitivo.

«Es cierto» pensó él en un momento, mientras un torrente de placer bullía en su interior, «Yahvé habita en este lugar y hoy me

muestra su mayor gloria».

Finalmente, ambos quedaron rendidos y un dulce sopor los durmió abrazados. Fue por poco tiempo…

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Un ruido constante le arrebató el sueño a Gabriel. Muy suavemente, fue apartándose de María hasta que pudo

incorporarse sin despertarla. Cuidando de no hacer ruido, fue

siguiendo el eco de aquella respiración profunda. Venía de arriba.

Subió la escalera y cuando cruzó nuevamente el Velo

Sagrado lo encontró, durmiendo en un rincón.

Lo conocía bien, era Caifás, uno de los peores alumnos de la escuela. Las quejas sobre él ya lo tenían harto, pero éste siempre se

las ingeniaba para evitar su expulsión del Templo.

Mientras Caifás dormía plácidamente, la cabeza de Gabriel era un torbellino. Pensó en matarlo, pero sería peor. La sola idea de

un asesinato en el Lugar Santo le provocó un escalofrío.

De ninguna manera debía hacerlo. Lo que ahora ocurría

estaba escrito en la Profecía de la Alianza. Lo acababa de recordar. De repente, sus ojos se abrieron de par en par. Sólo había

algo que podía hacer. Era mínimo, pero aún así significaría desafiar a

la misma Profecía, algo que nadie se había atrevido. Mientras analizaba si lo haría o no, se puso en movimiento.

Tenía que actuar rápido o se arruinaría todo.

Regresó por su prometida. Debía sacarla cuanto antes de allí. Nadie debía saber de la Cámara de Salomón. Su existencia era un

secreto conocido por tres personas además de él… y ahora cuatro

con María. Demasiada gente para su gusto.

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Mientras caminaba a paso largo, volvió a mirar hacia la

ventanilla del Lugar Santísimo. La estrella aún estaba allí y con su

parpadeo parecía pedirle auxilio desesperadamente. «No será aquí, en esta vida, que yo sea feliz», pensó. Se dejó

de lamentos. Ahora lo importante era salvar la vida de María.

Cuando por fin llegó hasta el lecho donde habían retozado, vio que ella continuaba durmiendo.

Contemplándola en silencio, volvió a pensar: «No será en

esta vida». Y esas palabras, como gélidas astillas, se clavaron en su

corazón. Todo lo que ocurría estaba vaticinado, lo sabía, ¡pero cómo

le dolía!

Como si quisiera despertarla sin hacerlo, Gabriel le tocó el hombro suavemente. Igualmente ella despertó sobresaltada,

recordando partes de un mal sueño.

Salieron del Lugar Santo escabulléndose entre los últimos

jirones de la noche, mientras Caifás seguía durmiendo profundamente.

Tan rápido como pudo, Gabriel dejó a María en el dormitorio

de las alumnas y luego fue al suyo. Una vez dentro, cerró la puerta y respiró profundo. Se acercó

a la amplia ventana y miró hacia afuera. Como siempre, admiró la

magnificencia del Templo, pero esta vez lo hizo con gesto opaco. Hoy sería la última vez que lo hacía.

Pero su vida nada valía en comparación con la de miles que

se salvarían.

La libertad de los judíos estaba en juego y la Profecía de la Alianza era el único recurso que tenían.

Meditando sobre ello, rezó una plegaria. Sacó una pequeña

vasija de un mueble. Se acercó nuevamente a la ventana y con su pensamiento le habló a Yahvé:

—Yo no sé si has permitido que mi semilla haya sido

sembrada hoy —comenzó a decirle mientras quitaba el tapón del recipiente—. Y si bien sé que nadie puede alterar la Historia que

escribes, al menos te ruego que me dejes cambiarle algunas palabras.

—De un solo trago bebió todo el contenido—. Confía en mí como

confío en Ti —concluyó. Y arrojó la pequeña vasija con todas sus fuerzas.

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Siguiendo la trayectoria, su vista se topó con la Torre

Antonia.

—Sé que caerás —le dijo entre dientes al vecino bastión de la Bestia romana, lamentando no poder gritárselo.

Cuando Gabriel vio que la vasija había traspasado la muralla

del Templo, sintió su último y más grande alivio. Yahvé le había dicho que sí.

En un instante, su vista se nubló y a los tanteos pudo llegar

hasta su cama, donde cayó pesadamente.

Los dolores eran cada vez peores. Y a pesar de que debía seguir apretando sus dientes para no gritar, una sonrisa se asomaba

de tanto en tanto.

Acababa de hacer algo que no estaba predicho en la Profecía de la Alianza. Quizás no habían sido tan en vano las noches que trató

de encontrar un orden distinto en las tablillas.

***

En ese mismo momento, María daba vueltas en su cama.

Aún era temprano para comenzar el día y trataba de dormir, pero no podía. El sueño que había tenido en la Cámara de Salomón

volvía a su mente una y otra vez.

Esa cruz era mal presagio…