francisco romero y el nuevo mundo
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FRANCISCO ROMERO Y EL NUEVO MUNDO*
Ninguna manifestación de la cultura surge de improviso ni espontáneamente. Su
nacimiento requiere de una prolongada gestación de una verdadera fecundación espiritual
que no llega a producirse, ni menos aún a perdurar, si las condiciones ambientales no son
propicias para el aclimatamiento y desarrollo de los gérmenes que provocan su inicial
estímulo. Semejante metáfora a pesar de su indudable filiación biológica puede aplicarse
perfectamente al caso de la filosofía, cuya génesis y desenvolvimiento en un nuevo
escenario resultan imposibles si, aparte del entusiasmo y fervor de sus jóvenes cultores, la
actitud espiritual que ella exige en la búsqueda del saber esa suerte de ingenua
perplejidad, duda o azoramiento ante lo inmediato y comprensible de suyo no se encuentra
respaldada por la seriedad, el rigor y la buena fe que deben caracterizarla, y cuya enseñanza
habría de ser la primera lección a trasmitir por quienes sean los responsables de
transplantarla o injertarla en un nuevo medio.
Pero si ello no sucede volviéndose la filosofía negocio de charlatanes y sofistas su
cultivo y difusión no sólo se transforman en una pintoresca farsa, sino en pingüe negocio
donde aventureros intelectuales de toda laya encuentran fáciles presas y ocasión de fama,
sobre todo si están exornados de pomposos y litúrgicos títulos otorgados por academias
extranjeras, cuya sola mención parecería ser suficiente para acallar todas las críticas y
concederles patente de ilimitada explotación sobre los indígenas…
Más de una vez se ha vivido esta situación en nuestra América… y es por ello que la
actitud de Francisco Romero en la Argentina precedido por notables maestros como
Alejandro Korn, y, aún más allá, por Andrés Bello en Chile, Enrique José Varona en Cuba,
Carlos Vaz Ferreira en Uruguay, Alejandro Deustúa en el Perú y Antonio Caso en México no
constituye sólo un ejemplo, sino un modelo o paradigma que nuestro continente todavía en
medio de aquel proceso de normalización y aclimatamiento filosófico que al comienzo
mencionamos no debería olvidar ni perder de vista en las actuales circunstancias. Pues si
bien es cierto que, durante los últimos veinte o treinta años se ha progresado mucho, no
faltan en nuestro tiempo egregios aventureros que, escudados en la ignorancia de un medio
* Este ensayo forma parte del compendio de una serie de trabajos dedicados a la vida y obra del filosófo argentino Francisco Romero, reunidos por José Luis Speroni bajo el título El pensamiento de Francisco Romero, Buenos Aires, 2001, págs. 279-288. El texto fue publicado asimismo como prólogo del libro Francisco Romero. Maestro de la filosofía latinoamericana, Sociedad Interamericana de Filosofía, Caracas, 1983, págs. 5-16, para el cual colaboraron destacados filosófos como Arturo Ardao, Angel J. Cappelletti, Risieri Frondizi, Jorge J.E. Gracia, Alain Guy, William J. Kilgore, Francisco Miró Quesada, Juan Carlos Torchia Estrada y Leopolodo Zea, entre otros.
donde no existe una sólida y exigente crítica, se permiten toda clase de abusos, fraudes y
bufonerías intelectuales, medrando gracias a la cómplice indiferencia y/o complacencia que
exhiben los organismos académicos e institucionales.
Es indudable que todo proceso de injerto o trasplante de la filosofía a un nuevo medio
resulta fuertemente impregnado no sólo por el signo de las corrientes y sistemas que
prevalecen en la respectiva época, sino incluso por la óptica y perspectiva que imponen las
figuras más sobresalientes de la misma, cuyas ideas y enfoques personales se encuentran
muchas veces matizados por apreciaciones axiológicas, fundamentos metafísicos, o
supuestos teóricos incontrolados, que sólo el posterior análisis de sus obras pone de relieve
y acusa en su importancia. En tal sentido puede afirmarse que todo proceso de aclimatación
de la filosofía en un nuevo medio tiene un comienzo signado por la pasividad doxográfica, la
repetición, comunicación y difusión del saber recibido, sin que en ello se destaque un
elemento de innovación o crítica apreciable.
No obstante, sea porque había sido precedido por notables maestros como era el
caso de Alejandro Korn, o porque su propia formación lo capacitaba para ello, el caso de
Francisco Romero, desde que comenzó su extraordinaria labor filosófica en Buenos Aires,
presenta una fisonomía distinta. En lugar de ser un simple exégeta del pensamiento europeo
de su tiempo, o de contentarse con trasladar y repetir en Argentina las intelecciones que en
sus días sacudían a la filosofía occidental, fue un pensador que lentamente comenzó a
espigar un repertorio de observaciones verdaderamente originales y críticas sobre los
problemas que abordaba, esclareciendo y cuestionando de manera específica las raíces y
fundamentos desde los cuales, primariamente, se había iniciado el desarrollo de su propio
pensamiento. Parecía valga la audacia que al hallarse ante un nuevo continente, que
albergaba inéditas e insospechadas posibilidades creadoras para el hombre y la cultura,
hubiese comprendido que su auténtica y raigal responsabilidad intelectual no podía ni debía
reducirse a repetir y reiterar saberes ajenos, sino a utilizar los esquemas traditados para
emprender la apasionante tarea de transformarlos en instrumentos interpretativos de las
nuevas realidades que su propio entorno le ofrecía y proponía, como un reto o desafío, al
que debía atenderse insoslayablemente. Europeo de origen, pero transterrado desde muy
joven a un nuevo continente, Romero revive en sí, transitando la hora estelar de su
madurez, lo que ha debido ser la emoción de los descubridores… y el reiterado prodigio que
a todo hombre le ofrece el Nuevo Mundo si sabe contemplarlo con amor: “La emoción de la
primera hora nos dice en su ensayo titulado Influencia del descubrimiento de América en
las Ideas Generales, hecha ante todo de maravilla y de estímulo para la curiosidad y la
aventura, se cambia poco a poco en algo más profundo y consistente, en una emoción de
otra índole, cuya plenitud vendrá mucho más tarde, pero cuyos comienzos fueron
indudablemente tempranos. América es el espacio abierto, el campo propicio para todo libre
esfuerzo, la posibilidad, la esperanza”1.
Sería exagerado, sin embargo, afirmar que Romero se propuso desarrollar un nuevo
modo o estilo de filosofar que pudiera calificarse de latinoamericano. Ello falsearía, o al
menos entorpecería, la genuina comprensión de los auténticos propósitos que guiaban su
fecundo ideario filosófico, así como las ambiciosas metas que postulaba para el paralelo
programa pedagógico que debía acompañar a aquél. Era Romero, en verdad, un convencido
defensor de la universalidad de la filosofía y toda su obra, así como su infatigable labor y el
propio desarrollo de su pensamiento, lo atestiguan y confirman de manera inconfundible.
Pero lo que no es aventurado sostener es que, dada la conciencia histórica que tenía acerca
de la marcha seguida por esta disciplina a lo largo de los siglos, de su íntima e indisoluble
conexión con los incentivos y módulos de cada cultura, así como de las vicisitudes y azares
que matizan su sentido epocal sin desvirtuar su universalismo, haya avizorado la posibilidad
de que en Latinoamérica al igual que en Europa o en la India, en China o en el Islam la
filosofía pudiera alcanzar, con el correr del tiempo, una plena, madura y reflexiva
originariedad, donde sus cultores, en lugar de simples repetidores de saberes ajenos,
pudieran ser auténticos pensadores cuyas reflexiones brotasen del enfrentamiento y
comprensión de los cruciales problemas históricos-culturales que les planteaba su propio,
originario e intransferible mundo.
A este respecto, en carta dirigida a Alfonso Reyes, donde en cálida remembranza
evoca los diálogos que junto a Pedro Henríquez Ureña sostenían sobre la realidad y
contextura de nuestra América, Romero le confiesa al gran humanista mexicano su firme
creencia en la novedad que encierra la experiencia de nuestro continente, así como lo
inapropiado que resulta la aplicación de esquemas y saberes tradicionales para aprehender,
comprender e interpretar la misma. Refiriéndose a la posibilidad de restituir la aproximación
y conexión de nuestros países bajo la idea de una grande y única nación así como a la
diferencia histórico-cultural que semejante hecho significa y patentiza frente a la consolidada
realidad europea, Romero expresa: “La copia o aceptación mecánica de ciertos esquemas
tradicionales ha perjudicado a la adecuada conformación del tipo inédito de realidad político-
social que es América”. Y a renglón seguido, volcado ya hacia la tarea de precisar lo
verdaderamente nuevo y originario de esa realidad que conforma el horizonte
latinoamericano, afirma sin vacilaciones: “Pero al punto, encarada así la cuestión, se
advierte la radical diferencia del hecho americano frente al europeo. En lo excelente, lo
mediano y malo, hay en lo americano una uniformidad primaria, proveniente de la casi
1 Sobre la filosofía en América, Editorial Raigal, Buenos Aires, 1952, pág. 132.
coetánea implantación de la cultura occidental en los vastos escenarios nuevos (una especie
de fórmula provisional sería: occidentalidad más espacio libre). La diferencia entre la
América de lengua inglesa y la de cepa hispano-lusitana, muy considerable sin disputa, se
establece a partir de ese suceso unificante primario; dentro de la América de habla española
y portuguesa, las diferencias se originan en muchos motivos raciales, geográficos y tocantes
a sucesivas incorporaciones y asimilaciones, pero persiste como vínculo un conjunto
ancestral de ideas, sentimientos e instituciones comunes, y también un haz bastante
homogéneo de problemas; porque tanta importancia como a la unidad sustancial y en cierto
modo estática, concedo a la unidad dinámica de los problemas engendrados por la originaria
manera de ser, unidad esta última actuante y prospectiva y aún, si se quiere, dramática,
pues consiste en una fraternidad en tareas flanqueadas de dificultades y peligros: pero me
parece más justo encarar la cuestión en términos optimistas, no de un optimismo
desbordado sino prudente y condicional, y destacar que se trata de una comunidad bastante
sincrónica de deberes y faenas, cuyos riesgos son grandes, pero no superiores en magnitud
a los habituales en los asuntos de mucha amplitud y trascendencia humana, y con la
favorable perspectiva de que podrán ser afrontados solidariamente por todos nuestros
países, cuando todos se reconozcan como miembros de un gran cuerpo único”2.
Ese “gran cuerpo único” América Latina constituye lo que nosotros hemos llamado
un Nuevo Mundo. Y semejante Nuevo Mundo, en cuanto realidad histórico-cultural, se halla
estructurado prospectivamente por el vínculo de “un conjunto ancestral de ideas,
sentimientos e instituciones comunes” valga decir, de un ethos cuyas primigenias raíces se
afincan en la “unidad dinámica de los problemas engendrados por la originaria manera de
ser”. Romero, de tal modo, apunta al meollo del asunto: el latinoamericano, en cuanto
hombre y habitante de un Nuevo Mundo, posee y exhibe una “originaria manera de ser”: un
modo de enfrentarse, dialogar y comunicarse con su entorno que resulta distinto y
radicalmente diverso, desde un punto de vista histórico-cultural, a cualquier otro, incluso al
de sus progenitores más cercanos los europeos, la occidentalidad con el cual no puede ni
debe confundirse. La tarea de la filosofía, de tal manera, a pesar de su innegable
universalidad, tiene que ser encarada desde semejante perspectiva: “occidentalidad más
espacio libre”.
Ese “espacio libre” cuya dimensión onto-antropológica, más allá de toda metáfora
física, tiene que ser concebida como una frontera desplazable que debe ser conquistada a
medida que avance y se profundice prospectivamente la conciencia de vivir en un Nuevo
Mundo es lo que le permite al genuino pensador no ser un simple repetidor ni reiterador de
2 “Carta a Alfonso Reyes”, 1955, en el volumen de homenaje de la Universidad de México.
fórmulas, esquemas y saberes, sino arriesgarse a buscar nuevas perspectivas, o incluso a
cuestionar los propios fundamentos de donde ha emergido su pensar. “En la elaboración del
ideal de una perfectibilidad humana que ha de lograr en la vida terrena una permanente
superación, un estado cada vez más acorde con las supremas exigencias del hombre, la
parte de América es ingente. Abre el Nuevo Mundo sus vastos horizontes a toda fuerza
comprimida, a todo ímpetu sofrenado, así al afán de felicidad o de aventura, como al
disconformismo religioso o político. La amplitud permite una relación más cómoda y holgada
entre los hombres; el estar todo por hacer y deber hacerse todo atrae las energías
existentes y suscita otras nuevas. Una incomparable impresión de su poder recibe el hombre
al ver cómo crece ante sus ojos el resultado de su esfuerzo”3.
Pero semejante tarea, en lugar de ser desarrollada con ingenuidad o inocencia (fruto
de la ignorancia o de la farsa filosófica) debía ser preparada y fecundada por un copioso y
enérgico trasplante de savias filosóficas, a fin de que los latinoamericanos dominando el
horizonte general de esta disciplina pudieran desarrollar eficazmente una labor semejante a
la que, en cualquier época o lugar, debe realizarse para lograr el implante y desarrollo de la
filosofía en un nuevo medio: en un Nuevo Mundo… Así lo exponía, con transparente claridad
y convicción, en las palabras que pronunció al inaugurar, en 1940, la Cátedra “Alejandro
Korn”: “Un pensamiento autónomo y genuino en filosofía supone una mente adulta, formada
en disciplina rigurosa y dueña de las grandes conquistas del pensamiento. Por lo tanto,
todos los propósitos enunciados antes servirán de antecedentes y prepararán el terreno para
futuras realizaciones propias. Todo lo que sea buscar fórmulas propias ignorando las ajenas,
se convertirá en definitiva en pérdida de tiempo, porque la historia de la filosofía representa
la marcha de la humanidad hacia una superior conciencia de sí misma, y renunciar a esa
masa ingente de riqueza ideal sería más o menos como despreciar el acopio secular del
saber técnico y ponerse trabajosamente a inventar la rueda. No es infrecuente en filosofía
que se salga inventando la rueda por carencia de un conocimiento suficiente de lo que se ha
aclarado antes”. Y añadía a continuación: “Para que se logre una expresión peculiar y
autónoma en filosofía, acaso lo primero sea renunciar a una laboriosa búsqueda y
persecución de la originalidad. En general, la originalidad buscada por ella misma vale poco
en cualquier dominio de la cultura, y sólo acarrea éxitos falaces. La filosofía busca la verdad,
y cuando se la busca con sinceridad y fidelidad a la propia índole del que la busca, la
originalidad viene de por sí, naturalmente, y esta originalidad, producto de lo hondo y
genuino del esfuerzo, es la única digna y válida. La Cátedra Alejandro Korn procurará alentar
3 Sobre la filosofía en América, págs. 134, 135.
cualquier expresión de nuestra propia índole en filosofía, por este camino de la fidelidad a
nuestro propio espíritu”4.
El programa filosófico y pedagógico de Romero, en tal sentido, era perfectamente
consciente de sus exigencias y propósitos. Su meta no era otra que preparar y provocar el
advenimiento del permanente enfrentarse del hombre desde el escenario y perspectiva que
ofrece ese Nuevo Mundo con los inagotables, reiterados y universales problemas de la
filosofía. Constituyendo aquel Nuevo Mundo una categoría eminentemente cultural y
entusiasmado Romero por las nuevas posibilidades que la filosofía de la cultura aportaba en
contraste con las de la indagación tradicional acerca de la naturaleza su pensamiento creyó
encontrar en ella la vertiente más prometedora y adecuada para asumir el gran desafío:
comprender e interpretar, utilizando las herramientas e instrumentos de un saber universal
y riguroso, los problemas “más próximos y entrañables”, esto es, aquéllos “que más de
cerca tocan a nuestra vida y a nuestro destino”. Así, directa y rotundamente, lo afirma en su
ensayo titulado Los problemas de la filosofía de la cultura, donde expresa textualmente:
“Con el planteo de los problemas de la cultura en la filosofía actual, se abren nuevos y
dilatados horizontes. Indagadas largamente por el pensamiento tradicional (lo que no quiere
decir que estén resueltas) las cuestiones referentes a la naturaleza, se inicia el examen de
un nuevo orden de temas, apasionantes y vírgenes; temas que nos son los más próximos y
entrañables, los que más de cerca tocan a nuestra vida y a nuestro destino”5. O como lo
había expresado aún con mayor profundidad en el contexto de las palabras inaugurales
antes mencionadas: “Contra lo que superficialmente se cree, el aporte propio y original no
debe limitarse a reelaborar con sentido propio los temas últimos. Para la filosofía, desde
principios de nuestro siglo, hay un nuevo y gran problema, que es la filosofía misma. La
filosofía es la más elevada forma de la conciencia de la humanidad, y tal conciencia se va
logrando progresivamente a lo largo de la historia. Pero la filosofía, como creación histórica,
es conciencia a veces ingenua, dogmática, imperfecta: de ahí que vuelva de continuo sobre
sí misma, que se convierta siempre de nuevo en tema de reflexión para sí misma, para
ponerse en claro, corregirse, desentrañar intenciones ocultas en sus primeros intentos,
avanzando luego apoyándose en un pasado visto cada vez con mayor amplitud y
profundidad. Por lo tanto, ningún trabajo de tipo histórico-crítico en historia de la filosofía se
restringe a obra de erudición, sino que se eleva a logro de libre y auténtica filosofía, de
personal y a veces de personalísima filosofía”6.
4 Ventidós años de labor, Colegio de Estudios Libres, Buenos Aires, 1952, págs. 14, 15. 5 Filosofía contemporánea, Editorial Losada, Buenos Aires, 1944, págs. 152, 153. 6 Op. cit., pág. 15.
Desde semejante base, con propósitos y metas muy precisos, al par de su fecunda
tarea como pensador, Romero desplegó con inusitada eficacia un programa pedagógico,
destinado a cumplir su ambicioso proyecto. Por ello, desde un primer momento, sus
iniciativas e ideas tuvieron aceptación no sólo en el ámbito argentino, sino multiplicada y
fecunda resonancia en todo el continente. Consciente de la diversidad que, con respecto al
nivel filosófico, existía entre los distintos países de América Latina, Romero sabía que su
labor debía ser también múltiple y varia, abarcando desde el estímulo a lo más elemental
hasta el rescate y reconocimiento de aquellas manifestaciones en que ya se vislumbraba un
prometedor despertar filosófico. De allí que, en el citado Discurso, expresara: “Ya se filosofa
mucho en Iberoamérica; en algunos países la meditación sistemática ha arraigado y cuenta
con representantes valiosos y hasta eminentes; en otros se dan los primeros anuncios de
futuras cosechas. En general, creo que ninguno de los países del continente y sus islas es
ajeno a la preocupación filosófica. Se impone ya una tarea de comunicación e intercambio, y
vamos a contribuir a ella en lo que nos sea posible. Al propender a que en todas partes se
sepa lo realizado y lo en marcha en todo el continente, se apresurará la creación de un clima
filosófico que rinda justicia a lo obtenido, lo aproveche integralmente, facilite y estimule las
fuerzas nuevas y aun las suscite. Con la aparición de tal clima se habrá favorecido la
solidaridad filosófica, y ello será un paso para que la unidad latente de la espiritualidad de
Iberoamérica se torne operante y manifiesta”7.
La actividad desplegada en tal sentido por Romero es de todos conocida y no nos
detendremos a comentarla detalladamente dada la brevedad de estas palabras prologales.
Baste decir que, desde la cátedra hasta la editorial, desde la revista hasta la conferencia, su
labor era constante e infatigable. Quizás uno de los aspectos más fecundos de toda ella
aunque, a su vez, el menos conocido, por ser también el más callado fue su extraordinaria
correspondencia con todos los estudiosos de la filosofía en nuestro continente. Su propósito,
a este respecto, era perfectamente claro y definido: se trataba de poner en contacto y lograr
un recíproco conocimiento entre todos aquellos que no importa cuál fuese la dirección o el
aspecto filosófico a que se dedicasen tuviesen interés en el cultivo y estudio de estas
disciplinas. Si todavía a la altura de nuestro tiempo, en Latinoamérica, existe un palpable
desconocimiento entre quienes se dedican a la filosofía, en aquellos días semejante actividad
se estrellaba ante abismos y fronteras verdaderamente asombrosos e inexplicables.
Francisco Romero realizó un inmenso y continuo esfuerzo para reducir tales barreras. Su
empeño era tender hilos de comunicación espiritual entre todos los países, a fin de propiciar
el conocimiento, la amistad y el intercambio de obras entre los aislados pensadores,
7 Ibidem.
estudiosos o simples aficionados, que en ellos cultivaban la filosofía. Sus cartas, esquelas o
brevísimas líneas, el incesante envío de catálogos y recortes de prensa, el suministro de
nombres, señas y datos acerca de quienes, en cualquier país latinoamericano, pudieran
estar interesados en recibir o enviar las obras que se publicaban… era una labor cotidiana
que realizaba con milagrosa energía, siempre nimbada de una admirable y ejemplar
cordialidad. Fue por ello no sólo un auténtico pensador, sino un verdadero apóstol y maestro
de la filosofía en América, que convencido de su altísima misión, hallaba en el cumplimiento
de la misma una fuente inagotable de alegría que llenaba de generosidad y entusiasmo su
vida.
Pero como auténtico maestro discípulo en ello de la más genuina tradición socrática
su existencia fue ejemplar en un último y elevado sentido: en el del sacrificio que impuso la
consecuente e inflexible defensa de sus propias convicciones ciudadanas y éticas: el credo
de la democracia y de la insoslayable libertad y dignidad del hombre que aquélla exige como
principio y fin de su asunción y praxis. Por defender ese credo, sin quejarse, sin mostrar la
menor flaqueza ni debilidad, sufrió prisiones, vejaciones, y fue destituido de su cátedra en la
Universidad. Pero el ejemplo de su rectitud y honestidad integral no ha sido baldío ni puede
olvidarse fácilmente. Hoy, América latina, el continente que entresoñó como una grande y
única nación en cuyo seno convivieran todos los hombres del Nuevo Mundo, reconoce en
Francisco Romero a uno de sus indiscutibles maestros y a un guía que le señala el más
fecundo y prometedor de los caminos que pueden imaginarse para enfrentar las vicisitudes y
desafíos de los tiempos que se acercan.
Este volumen recoge una serie de trabajos de quienes, desde diversas posiciones y
perspectivas del quehacer filosófico, tuvimos el privilegio de conocerlo, de ser sus amigos, o
recibir la huella de sus invalorables enseñanzas. Con ello sólo queremos testimoniar, a los
veinte años de su muerte, la admiración y el respeto que en nosotros evoca su memoria.
E.M.V.
Caracas, octubre de 1982