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Formularse esta pregunta, luego de tres décadas de la “vuelta a la democracia” en América Latina, tiene que ver con ese conjunto de rasgos del funcionamiento de los regímenes con origen electoral que han llevado a llamarlos “democracias limitadas” o “de baja intensidad”, u otras figuras retóricas que aluden a sus insuficiencias. La pregunta la ha formulado FLACSO-España a un grupo de científicos sociales que estudian la región y las respuestas publicadas en Latinoamérica Análisis merecen un examen. Importa notar que las insuficiencias de las democracias realmente existentes no son secundarias y corresponden no sólo a los derechos sociales, prometidos constitucionalmente e incumplidos en los hechos. También en el terreno de los derechos civiles, la mayor parte de las democracias latinoamericanas exhiben un saldo insatisfactorio. Si a los abusos policiales sistemáticos e impunes se suma la respuesta tardía e insuficiente de los sistemas de justicia a demandas y denuncias, debe admitirse que el estado de derecho es un bien distante en la región. Más grave aún, en una parte acaso mayoritaria de los países de la región no se ha logrado implantar, o mantener, el control del Estado en todo el territorio. La ausencia del Estado o su colonización por intereses particulares ha permitido, y permite, la impunidad, la subsistencia de múltiples formas de discriminación y la veloz multiplicación de la corrupción.

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Formularse esta pregunta, luego de tres décadas de la “vuelta a la democracia” en América Latina, tiene que ver con ese conjunto de rasgos del funcionamiento de los regímenes con origen electoral que han llevado a llamarlos “democracias limitadas” o “de baja intensidad”, u otras figuras retóricas que aluden a sus insuficiencias. La pregunta la ha formulado FLACSO-España a un grupo de científicos sociales que estudian la región y las respuestas publicadas en Latinoamérica Análisis merecen un examen.

Importa notar que las insuficiencias de las democracias realmente existentes no son secundarias y corresponden no sólo a los derechos sociales, prometidos constitucionalmente e incumplidos en los hechos. También en el terreno de los derechos civiles, la mayor parte de las democracias latinoamericanas exhiben un saldo insatisfactorio. Si a los abusos policiales sistemáticos e impunes se suma la respuesta tardía e insuficiente de los sistemas de justicia a demandas y denuncias, debe admitirse que el estado de derecho es un bien distante en la región.

Más grave aún, en una parte acaso mayoritaria de los países de la región no se ha logrado implantar, o mantener, el control del Estado en todo el territorio. La ausencia del Estado o su colonización por intereses particulares ha permitido, y permite, la impunidad, la subsistencia de múltiples formas de discriminación y la veloz multiplicación de la corrupción.

En el terreno de la desigualdad, tampoco las insuficiencias son menores. Si la democracia es un medio y no un fin en sí misma, su gran deuda pendiente corresponde al rubro de la desigualdad de oportunidades. Con servicios públicos en degradación tanto en el terreno de la educación pública como en el de la salud, acceder a ambos bienes mediante organizaciones privadas tiene un precio que es alto para muchos y, en buena parte de la región, casi inalcanzable para las mayorías. Como resultado, para un sector de población creciente el camino a disposición es el del delito, que en América Latina aumenta en las diversas modalidades del crimen organizado.

En cuanto al funcionamiento del régimen político, las instituciones representativas sufren un notable deterioro; en particular, los

mecanismos electorales se ven contaminados por la financiación desigual de los mismos, cuando no por su carácter ilegal, y los organismos donde se da la representación clásica se encuentran muy alejados de los ciudadanos. Como resultado, las encuestas muestran periódicamente los niveles existentes de insatisfacción con la democracia, no sólo con “la calidad de la democracia” sino con el régimen democrático. Las razones probablemente tienen mucho que ver con esos rendimientos insuficientes que ofrecen, uno tras otro, los gobiernos elegidos en las urnas.

¿Qué han respondido los siete interpelados por la provocadora pregunta? Cada quien aporta elementos a la reflexión y resulta difícil agruparlos en categorías. Así, Francisco Leal Buitrago observa que, al reemplazar a “las dictaduras militares, los gobiernos se han autoproclamado democracias, aunque algunos han alterado los principios que las definen”. En particular, destaca que los países miembros “del ALBA se han caracterizado por gobiernos autoritarios” y observa la paradoja del caso colombiano: “único país en la región sin populismos ni caudillismos” que, al mismo tiempo, “es el único país que aún mantiene las guerrillas que surgieron hace varias décadas en la región”. En suma, “en América Latina han surgido diferentes regímenes políticos autodenominados democráticos, aunque varios lo son así de manera formal”, dado que “La globalización, la prolongación de la transición hacia un nuevo orden mundial y el auge de grandes empresas transnacionales han debilitado la democracia liberal”.

Para Manuel Antonio Garretón, el surgimiento de las democracias latinoamericanas fue parte de “un proceso refundacional de las relaciones entre Estado y sociedad, cuyo sentido fundamental era apartarse de las políticas neoliberales y resolver el problema de la desigualdad”. Según el autor, diversos países han producido “un retroceso o una descomposición del modelo Estado/sociedad que intentaron” y añade, sin elaborar la idea, que “Bolivia es sin duda el caso más exitoso”. La pérdida de legitimidad de las instituciones se ha extendido en la región y “Los procesos electorales, más que definir la distribución del poder, aparecen como mecanismos de protesta y, más que decidir sobre cómo se resuelven los problemas, son mecanismos para mostrarlos y denunciarlos”. No obstante, “la cuestión no es básicamente un déficit democrático o la existencia de democracias de baja intensidad o de tipo delegativo, sino un asunto más profundo”,

correspondiente a un cambio de época, en el que “lo político deja de identificarse con la política; en el que ni las instituciones ni los partidos resuelven el problema de la representación, y donde nuevos sujetos y actores sociales se expresan en parte a través de las instituciones pero en parte significativa no, generando nuevas formas de expresión y auto-representación”. En ese nuevo escenario, la democracia resulta devaluada: “el problema de la democracia en nuestros países es mucho menos la amenaza del Estado, que su desaparición como espacio y referente de la acción colectiva y actor dirigente, al caer en manos de los poderes fácticos económicos y mediáticos, transnacionales y nacionales. La democracia (…) deja de ser la forma de organización y distribución del poder político, porque éste se halla en otra parte. Es decir, la gran cuestión es no la calidad de la democracia, como argumentan muchos, sino su relevancia”. De cara al futuro, su prognosis no parece optimista: de no producirse un cambio en las relaciones Estado/sociedad en torno a la igualdad, “es probable que la democracia institucional en América Latina, la representativa y la participativa, siga perdiendo legitimidad y apoyo y que se multipliquen tanto el aislamiento individualista de tipo consumista como el rechazo a cualquier política, o se incrementen las formas de democracia continua, movilizada o contrademocracia, en un díálogo de sordos con las instituciones y la política formales”.

De inicio, Alberto Vergara declara: “los problemas que atraviesan las democracias latinoamericanas son de distinto tipo y soy escéptico de la posibilidad de encontrar un adjetivo común para calificarlas” pero, con respecto al cuestionamiento propuesto, advierte: “cuanto más conceptualicemos la democracia como un ‘medio’, más se nos aparecerá deficitaria; cuanto más la veamos como un ‘fin’ menos severamente la evaluaremos”; en otras palabras: “Debemos tener cuidado de no exigirle a la democracia más de lo que es capaz de brindar”. Para el autor, “la yugular de la democracia, las elecciones como forma de acceder al poder, está a salvo y goza de una continuidad inédita”, lo que prueba que la democracia no está en recesión. El problema, más bien, reside en “las expectativas desmedidas que los estudiosos poseen respecto de las posibilidades de democratización de los países”; esto lo lleva a sostener que a la democracia “hay que evaluarla por aquello que está en sus dominios”. Y “durante tres décadas las elecciones han perdurado y se han fortalecido”, aunque “en muchos casos las votaciones no son libres y

Justas”. En suma, “los países han construido sus propias virtudes y deficiencias democráticas. Acaso la clave de ellas descanse más en sus propias trayectorias nacionales que en patrones continentales. Y predomina el claroscuro”.

El enfoque de Luis Verdesoto y Gloria Ardaya es bastante distinto al anterior. Para ellos, la democracia “requiere de un procesamiento permanente de la desigualdad social, como condición de sustentabilidad de la igualdad política” y, en el caso latinoamericano, su “gran deuda pendiente corresponde al rubro de las desigualdades de arranque y de oportunidades”. Además, observan, “Las instituciones representativas sufren un notable deterioro” que incluye la manipulación electoral y “El gobierno es solamente una prolongación de la campaña electoral pasada y prolegómeno de la siguiente”. “El resultado es la insatisfacción/desafección con la política y en particular con la democracia, en la forma de su régimen y en la calidad de sus procesos y resultados”. En los casos de Venezuela, Ecuador y Bolivia, “Grandes procesos (y expectativas) ‘revolucionarias’ han terminado pariendo solamente un ‘recambio’ en la elite política” que “no es uniforme” pero “se caracteriza por la sumisión al nuevo liderazgo caudillista”. Principalmente en estos países, “El clientelismo y el patrimonialismo se refuerzan como formas de mediación, en especial ante el predominio de la política pública como gasto”, al tiempo que “las fuerzas armadas se han convertido en objetos de cooptación”. En resumen, “la generalización de la modernización conservadora (bienes económicos y tecnológicos) bloquea la modernidad en tanto equidad en el sistema de oportunidades democráticas”.

En el caso de Centroamérica, Edelberto Torres-Rivas distingue tres “modalidades” de aquello que prefiere denominar Estado democrático: el modelo post-conflicto, en el que ubica a Nicaragua y El Salvador, donde “funcionan formas participativas relativamente avanzadas en relación con sus historias previas”; los casos de “Honduras y Guatemala, que tienen Estados democráticos débiles, poco representativos, permanentemente al borde del colapso”; y el de Costa Rica, donde “funciona con normalidad lo que se puede calificar como el Estado liberal avanzado”. Si se aparta el siempre excepcional caso costarricense, este autor encuentra que los otros cuatro países comparten ciertos rasgos. El primero es la continuidad electoral de las

últimas tres décadas. El segundo “es que se trata de democracias pobres, muy pobres y con tasas de crecimiento que en el largo plazo parecen padecer de un cierto estancamiento. La democracia no se apoya en una infraestructura económica que crece y alimenta a los sectores medios, sino en profundas desigualdades que en los hechos producen ciudadanos miserables que ciertamente ya adquirieron el hábito de votar, pero muchos que todavía lo hacen por los espejitos que reciben”. El tercero es la inestabilidad –“una fragilidad que aparece reiteradamente”–, que relativiza la continuidad democrática: “Parecen estar en transición permanente”. El cuarto rasgo es la baja, de la condición de actores políticos, “de las fuerzas armadas como corporación y estructuras operativas”. Finalmente, el quinto rasgo es la gravitación de Estados Unidos en la situación interna de cada país, “resultado de una vinculación dependiente, pero no colonial”.

En el caso del Perú, Julio Cotler observa que el “insólito crecimiento económico” del país no ha impedido el “progresivo deterioro del aparato estatal”: “Ese deterioro y el recorte de las atribuciones y de los recursos correspondientes incapacitan al Estado para cumplir con funciones básicas: controlar el territorio, penetrar la sociedad haciendo cumplir la ley, arbitrar los conflictos, atender las necesidades y expectativas sociales”. En ese marco, no obstante la periódica realización de elecciones, se mantiene una “distancia y extrañeza del Estado con los segmentos populares, entre otras razones, porque sus intereses no se encuentran entre los prioritarios de los tecnócratas; de ahí que la inversión pública en educación, salud y seguridad se encuentre ente las más bajas de América Latina”. Como “el Estado no cuenta con los medios institucionales para atender las demandas sociales, ni para arbitrar los conflictos sociales, (…) los reclamos derivan con frecuencia en protestas violentas, propias del ‘desborde popular’, con fatales consecuencias”, al tiempo que “Vastos espacios del territorio están en poder de grupos dedicados a actividades ilegales”. El autor llama la atención sobre el hecho de que no tenga expresión en términos políticos la insatisfacción existente entre un importante sector de población “con el diseño neoliberal aduciendo que desnacionaliza y privatiza la economía en beneficio de pocos y en perjuicio de muchos peruanos”. En conclusión, “La desafección al Estado y al régimen político es consecuencia de la crisis de representatividad social y política que vive el país desde fines de la

fatídica década perdida y que se prolonga a raíz de las transformaciones experimentadas desde entonces”.

El texto de Laurence Whitehead advierte en el título: “No un modelo, ni dos, sino un caleidoscopio”, para graficar la diversidad de los regímenes considerados “democracias latinoamericanas”, que no convergen hacia un modelo liberal sino “sugieren una tendencia centrífuga o, al menos, el potencial para la emergencia en la región de varios tipos alternativos de democracias parciales, semi-democracias o incluso seudo-democracias”. Se puede intentar distingos, de manera “muy imperfecta”, diferenciando los gobiernos “del estilo ALBA” de “las democracias más despersonalizadas y con autoridad institucional” que el autor encuentra en Chile, Costa Rica y Uruguay. Pero, admite, “Hablar de modelos alternativos puede evocar una imagen de coherencia y de estructura ordenada que resulta desmentida por la diversidad a lo largo del subcontinente”. El problema para entender la existente variedad reside en haber asumido que todos los procesos políticos de la región desembocarían en un mismo tipo de régimen “consolidado”, para lo cual deberían “incorporar todos los rasgos aprobados de la plantilla democrática liberal”. Se reconoce un conflicto subyacente a la relación entre democracia y mercado o, en otros términos, a la contraposición de los derechos de propiedad con el valor de la solidaridad y su representación por el Estado, conflicto que genera demandas volátiles en torno a redistribución, a ser procesadas “en un contexto democrático flojo” en el que “el estado de derecho está devaluado”. Debe agregarse que “debido a razones históricas, la ‘configuración’ de actitudes y prácticas heredades en la mayor parte de la región incluye una tendencia marcada a aplicar de manera selectiva y errática las reglas formales y la disciplina institucional”, lo que, junto a las tensiones en torno a las desigualdades, “incrementa la probabilidad de que muchos regímenes continúen cambiando ‘caleidoscópicamente’ de un patrón a otro, y luego de vuelta”.

Manuel Alcántara, director de FLACSO-España, ha añadido unas reflexiones sobre las siete respuestas recogidas. Lo primero que ha considerado necesario notar es que “el presente tiene poco que ver con el escenario que se estaba dibujando tras las transiciones a la democracia de las décadas de 1970 y de 1980”. Desde entonces, nos han sorprendido “el fin de la historia” sugerido por la caída del llamado “campo socialista”, la mundialización del mercado y la entrada en él de

la economía china, la desregulación y “el imperio de una visión donde no se percibía a la sociedad sino a un conjunto de individuos aislados”, anota Alcántara. En ese marco, “se constató que las condiciones de la representación eran profundamente disímiles ya que el demos resultaba ser muy distinto al que existía hace tres décadas”, al mostrarse sensiblemente afectados “los procesos de intermediación y de agregación de preferencias”. Adicionalmente, las historias y los procesos nacionales –el “peso del pasado en el presente, que a veces los analistas cuando hacen estudios comparados no tienen en cuenta”– condujeron a la heterogeneidad en las democracias resultantes. En definitiva, no es pertinente “usar categorías de un tiempo periclitado para analizar el momento presente” y nos encontramos frente a “un estado de la democracia hoy ante el que la pregunta requiere de nuevos instrumentos de análisis”.

Leídas y releídas con cuidado estas siete respuestas y las acotaciones formuladas a ellas, no obstante los múltiples elementos de interés que ofrecen, subsiste en el lector algo de un apetito insatisfecho. Quizá es el uso excesivo del contexto y del decurso histórico como elemento explicativo. Acaso es que recurriendo a meandros varios se ha esquivado la pregunta central: ¿estamos ante democracias o sólo ante regímenes que tienen un origen electoral, no siempre transparente? En otras palabras, aparte de la periódica oportunidad electoral, ¿hasta qué punto, la democracia realmente existente ofrece al ciudadano latinoamericano bienes valiosos?

Sólo Alberto Vergara impugna abiertamente ese modo de plantear la pregunta; pero su propuesta resultaría difícilmente convincente para el ciudadano medio. ¿Qué significa una democracia considerada exclusivamente como fin? Es una opción filosófica que viene a ser difícilmente apropiable por ciudadanos que, con derecho, albergan la expectativa de una vida mejor y han creído –sí asistidos por la teoría disponible– que la vía política –específicamente, al dar ocasión de escoger entre opciones– podía ser la manera de acercarse a ella. La democracia como medio para alcanzar fines perfectamente legítimos –plenos derechos civiles, igualdad de oportunidades, etc.– aparece cuando menos como insuficiente, sino como fracaso, al cabo de 30 años de elecciones continuas en la región.

De allí el acierto de Whitehead al apuntar que las tensiones redistributivas subyacen a diversos conflictos sociales que los politólogos prefieren traducir como “problemas de representación”. Son las demandas que los llamados populismos han encarado mediante fórmulas de reparto no sostenibles y muchos gobiernos han soslayado, abandonando sus promesas. Como resultado, la trayectoria del elector latinoamericano está marcada por ilusiones traicionadas y promesas incumplidas.

Garretón pone un marco importante a la discusión cuando señala que el problema de “calidad de la democracia” –que ha entretenido durante largos años a los politólogos– esconde uno de relevancia. Esto es, han ocurrido mutaciones atingentes “el lugar” del poder, que han desenfocado el papel del régimen democrático. Pero, claro está, eso ha ocurrido también en las llamadas democracias consolidadas que, no obstante, no padecen las insuficiencias y los fracasos que las nuestras. Situar a éstas en un marco compartido por toda democracia, hace perder de vista sus particularidades que probablemente son en cierta medida nacionales, como argumentan varios de los consultados, pero tienen en común los “no logros” y la insatisfacción ciudadana.

Es significativo que ninguno de los consultados haya utilizado las categorías “izquierda” y “derecha” para ubicar a los regímenes existentes ni para diferenciar conceptualmente los contenidos de las democracias existentes. Leal califica a los gobiernos “estilo ALBA” como autoritarios, al tiempo que Verdesoto y Ardaya ven en ellos un simple recambio dirigente que “bloquea la modernidad en tanto equidad en el sistema de oportunidades democráticas”. Probablemente Whitehead alude a ellos cuando se refiere a “seudo-democracias”, uno de los componentes de la diversidad existente.

A la hora del balance, resulta certera la crítica de Whitehead a un modelo conceptual finalista que, sin decirlo de esa manera, sugirió una suerte de camino fijo a seguir hasta llegar a la “democracia consolidada”, noción que aludía discretamente a Estados Unidos y Europa. A partir de esa noción, los científicos sociales hemos pensado los problemas existentes más como insuficiencias respecto del modelo que como derechos ciudadanos incumplidos. Han sido las encuestas periódicas las que se han encargado de mostrar el malestar social con el producto de la democracia, que existe en un ciudadano promedio

que no ha leído a los teóricos de la democracia “consolidada”. Ese malestar nos ha devuelto a la realidad vivida en la región, descrita sin eufemismos por los textos de Torres-Rivas y Cotler.

Al final debe destacarse otro hallazgo significativo: entre los participantes no hay propuestas claras para salir de la situación. Ciertamente, el debate no podía agotarse con este ejercicio propuesto desde FLACSO-España. Sí se ha logrado fijar algunos de sus términos y, al solicitar respuesta para una pregunta planteada de modo descarnado, probablemente se ha contribuido a ahondar una discusión que importa a todos.

LUNES 10 DE FEBRERO DEL 2014 | 07:21

"¿Tiene futuro el quechua?", por Richard WebbLa desaparición del quechua significaría una pérdida irrecuperable

RICHARD WEBB

Director del Instituto del Perú de la USMP

El quechua es una lengua en peligro de extinción. En un lapso históricamente corto ha pasado de ser la lengua mayoritaria del país a ser el idioma de una pequeña minoría. En 1940, dos de cada tres peruanos lo hablaban. Hoy, apenas quince por ciento de la población dice haberlo aprendido en su niñez, y con seguridad muchos de ellos han dejado de practicarlo de adultos.

Según la UNESCO, durante el siglo actual desaparecerá la mitad de las siete mil lenguas que existen. Este proceso se aceleró durante el siglo pasado, por efecto de la modernización, el desarrollo económico y de la creciente globalización. Antes, la población mundial vivía aislada por la dificultad del movimiento de un lugar a otro y el poco contacto e intercambio protegía los idiomas. La actual masiva mortalidad lingüística y cultural es un producto directo de la masificación del contacto humano. 

Además de ser una herramienta práctica para la comunicación, el idioma es el alma de una cultura, depositario de valores, modo de racionalidad, historia, sentido de humor, y de las poesías de un pueblo. En cada lengua quedan estampadas, como huella digital e identificación, las idiosincrasias de un pueblo, las que continuamente refuerzan el conjunto de

creencias y valores que definen su personalidad. La desaparición de una lengua es mucho más que la pérdida o sustitución de un instrumento práctico, como sería la desaparición de un sistema de teléfono obsoleto, sino más comparable con la de una expresión humana. La desaparición del quechua significaría la pérdida irrecuperable de una gran parte de lo que ha sido la vida del pueblo peruano.  

Ya en el Perú se considera que de más de trescientos idiomas que alguna vez se usaron en el territorio, quedan unos noventa. De ellos, dieciséis estarían al borde de la desaparición y otros treinta en problemas inminentes. En toda probabilidad, el proceso de desaparición se está acelerando por efecto de la continua urbanización y del extraordinario avance de las comunicaciones en el territorio peruano y con otros países. Pero entender el proceso es ponerse en los zapatos de la típica familia quechuahablante, cuya empobrecida vida se ha visto limitada a una pequeña comunidad humana. Es así que la ambición largamente dominante de esa familia es la de permitir que sus hijos puedan vivir en un mundo más amplio. Y, salir de ese hueco, en el que se encuentran entrampados, significa hablar castellano. O inglés. 

Los esfuerzos oficiales y de las ONG dedicadas a la protección de la cultura, que levantan la bandera del quechua y ensayan programas de educación bilingüe, parecen condenados al fracaso por esa poderosa lógica del quechuahablante. La antropóloga María Elena García documentó esa lógica con gran claridad. Luego de asistir a una reunión organizada por activistas de la educación bilingüe en una comunidad del Cusco, una pareja de campesinos, los supuestos “beneficiarios” de la educación bilingüe, explicaron por qué habían asistido: “Asistimos porque no queríamos que nuestros hijos fueran a la escuela para aprender el quechua. Si permitimos que eso suceda, nuestros hijos seguirán viviendo en este país sin ser parte de él.”