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Finalistas del concurso de Micro-Jareño-Relatos www.bne.es Actualizado 11/02/2013 Página 1 FINALISTAS DEL CONCURSO DE MICRO-JAREÑO-RELATOS ArquiLOVta Francisco Jareño, destacado arquitecto, se enamoró al instante de Pilar Arquivolta, joven castiza de sonrisa volteada. Para ganar sus favores, la adornó con flores que ahuyentaron cualquier sombra lúgubre de su mirada. Ella, coqueta, le invitó a entrar. Él disfrutó recorriendo cada curva de su cuerpo esculpido de gozosos relieves. Entonó ditirambos sobre su piel uniforme. Y, en un alarde de paroxismo, la multiplicó en arcos concéntricos tras los que custodiar todos los saberes del mundo. Esa fue la primera noche que durmieron entrelazados. Belleza soñada. No está seguro de si todavía duerme o si ya está despierto. La siente, la ve ante sí: carne, piel, aliento en estado gozoso, frisando el paroxismo. Es todo belleza, conjunto uniforme y afinado de proporciones áticas, una diosa subyugadora y dispuesta, un deseo encarnado en piedra. No, no quiere despertar, quiere permanecer en esta Arcadia donde todo lo ve, donde todo encaja: fuste y moldura, arquivolta y frontis, capitel y entablamento... La obra se alza rotunda ante sus ojos, piedra sobre piedra. “Jareño”, se dice, “es la hora”. Y todavía sumido en el duermevela, se levanta por fin de la cama, toma el carboncillo y, a la luz promisoria del amanecer, comienza a trazar su sueño en piedra. Sin título Me enamoré por primera vez en el Instituto Cardenal Cisneros. Cada mañana subía perezosa por su escalera de película, me dejaba tragar por el pasillo lúgubre de las aulas de 1º y alisaba las tablas de la falda del uniforme antes de entrar en clase. El profesor se entregaba a su paroxismo diario, generaciones de escritores y otros deleites convertidos en derroche a mis ojos de novicia. Al final de la hora pasaba lista, quería comprobar nuestro gozoso aprovechamiento y con las gafitas azuleando en la punta de su nariz llegaba invariablemente a la J. “Jareño”, vocalizaba como un locutor de radio, "cuánto me hubiera gustado conocer a su abuelo". Y la arquivolta de mis cejas le sonreía a punto siempre de decir algo.

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Finalistas del concurso de Micro-Jareño-Relatos

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FINALISTAS DEL CONCURSO DE MICRO-JAREÑO-RELATOS

ArquiLOVta

Francisco Jareño, destacado arquitecto, se enamoró al instante de Pilar Arquivolta, joven castiza de sonrisa volteada. Para ganar sus favores, la adornó con flores que ahuyentaron cualquier sombra lúgubre de su mirada. Ella, coqueta, le invitó a entrar. Él disfrutó recorriendo cada curva de su cuerpo esculpido de gozosos relieves. Entonó ditirambos sobre su piel uniforme. Y, en un alarde de paroxismo, la multiplicó en arcos concéntricos tras los que custodiar todos los saberes del mundo. Esa fue la primera noche que durmieron entrelazados.

Belleza soñada.

No está seguro de si todavía duerme o si ya está despierto. La siente, la ve ante sí: carne, piel, aliento en estado gozoso, frisando el paroxismo. Es todo belleza, conjunto uniforme y afinado de proporciones áticas, una diosa subyugadora y dispuesta, un deseo encarnado en piedra. No, no quiere despertar, quiere permanecer en esta Arcadia donde todo lo ve, donde todo encaja: fuste y moldura, arquivolta y frontis, capitel y entablamento... La obra se alza rotunda ante sus ojos, piedra sobre piedra. “Jareño”, se dice, “es la hora”. Y todavía sumido en el duermevela, se levanta por fin de la cama, toma el carboncillo y, a la luz promisoria del amanecer, comienza a trazar su sueño en piedra.

Sin título Me enamoré por primera vez en el Instituto Cardenal Cisneros. Cada mañana subía perezosa por su escalera de película, me dejaba tragar por el pasillo lúgubre de las aulas de 1º y alisaba las tablas de la falda del uniforme antes de entrar en clase. El profesor se entregaba a su paroxismo diario, generaciones de escritores y otros deleites convertidos en derroche a mis ojos de novicia. Al final de la hora pasaba lista, quería comprobar nuestro gozoso aprovechamiento y con las gafitas azuleando en la punta de su nariz llegaba invariablemente a la J. “Jareño”, vocalizaba como un locutor de radio, "cuánto me hubiera gustado conocer a su abuelo". Y la arquivolta de mis cejas le sonreía a punto siempre de decir algo.

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Sin título Frente a mí un hombre de aspecto lúgubre, con una gabardina que parecía un uniforme de la Segunda Guerra Mundial Buenos días, ¿qué desea? —Me llamo José Jareño y soy el dueño de este edificio. —¿Cómo? Perdone pero esto es la Biblioteca Nacional. —Sí. Soy el tataranieto del arquitecto —dijo en tono gozoso— y como no le pagaron lo establecido en el contrato, la obra es mía hasta que me abonen su salario más los intereses. ¿Ve esa arquivolta? Dibujada por mi tatarabuelo. —¿Y cuánto dice que le debemos? —Catorce millones de euros. —Pues no sé si vamos a disponer de tanto dinero en efectivo. —No se preocupe, los del Arqueológico me han dicho que me lleve la Dama de Elche. ¿Ustedes de Cervantes tienen algo? Voluptuosidad Nunca pensé que el bedel de la Biblioteca, tan guapo, con su uniforme gris, me llevaría al paroxismo esa misma noche, apoyada en los estantes de los libros eróticos. Por la mañana, mientras buscaba la ficha de un libro que me interesaba, se me acercó y al levantar mis ojos me encontré con el ser más perfecto de la creación, que sonreía. Quería ayudarme, yo perdí el habla, apoyó su mano en mi brazo, me invitó a ver la Biblioteca de Paco Jareño, le dije que no en un susurro, insistió, me negué, a las nueve, dijo. Pero su hablar castizo, simpático y el paquete que mostraba su pantalón a punto de estallar, me decidió a quedar con él y allí entre los anaqueles y en la penumbra tuve el polvete más gozoso de mi vida.

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Sin título

De niños nos producía miedo la casa junto al acantilado; su aspecto lúgubre, sus ventanas ojivales y la impensable arquivolta sobre la puerta principal se conjugaban para inspirarnos un temor que llevábamos al paroxismo en ritos de oscura histeria infantil en los que nos imaginábamos atroces crímenes que ensangrentaban la finca.

Al anunciarse la demolición de la casa -obra del arquitecto Jareño- para construir un hotel, todos nos alegramos, siendo Pedrito el que resumió el sentir de la pandilla con un castizo y gozoso ditirambo: “¡Viva el genial hotelero y la madre que lo parió!”.

Ahora que soy adulto, al pasar frente al desangelado y uniforme hotel, extraño aquel estremecimiento de mi infancia.

α & Ω “¿Quién va?” —grita Jareño. Le responde el eco de huecos ditirambos engarzados en la grupa de un demonio que en el paroxismo de su cabalgar deja tras de sí bajo las arquivoltas una estela sibilante que hiende el lúgubre silencio del pasadizo siniestro.

es La Hora

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Epifanía A pesar del fragor de la batalla, la mirada lúgubre del teniente Jareño estudiaba con parsimonia los grabados de la arquivolta del templo. Nadie sabía el origen de la inscripción, pero los lenguajes esotéricos aprendidos de su abuela le habían permitido descifrarla casi por completo: era la historia de su pueblo. El teniente intuía que de la resolución total del enigma dependía el fin de la guerra. Y tuvo razón: una mueca se dibujó en su rostro y, por un instante, fue gozoso e infeliz: la espada que le atravesó el uniforme a la altura del corazón era la pieza faltante del puzzle.

Epitafio Cabizbajos y tristes, como toros obedientes, en trote uniforme al matadero, las personas asisten al funeral a llorar, en ocasiones, lagrimas ajenas. El aire se vuelve denso, y las expresiones se dibujan como arquivolta, en torno a la curva descendente de la boca, como si una mueca prefabricada fuera muestra suficiente de dolor. ¿Qué pensaría el difunto? Nunca creí o entendí por qué decir adiós en un ambiente lúgubre o en parcas modernistas de influencia gótica. Yo, Jorge Jareño, gozoso de la vida, nunca imagino morir y hoy, en mi funeral lo reconozco: todo es muy parecido a lo que pensaba.

Ditirambo. Ella solo me reconocía vestido de militar. Cada mañana al levantarme, yo, Emilio Jareño, sacaba el uniforme gastado por el tiempo y me lo ponía como si de un ritual se tratase. Entonces ella sonreía y me miraba, llegando incluso al paroxismo, con los mismos ojos enamorados de cuarenta años atrás. Yo me acercaba y la besaba gozoso, con cariño, con ternura, con ese amor verdadero que ni siquiera el alzheimer había podido llevar al olvido.

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Sin título José Jareño vivía en una aldea llamada Mala Umbría. Siempre vestía uniforme militar y no se separaba de un puñal con forma de cruz, decían que había enloquecido en la guerra. Iba de bar en bar bebiendo vino sin parar y entre ditirambos y canciones se le oía murmurar: —No me cogeréis. A mí no me cogeréis. Todas las noches serpenteaba hasta casa por el mismo camino, pero aquel día varió su itinerario y se paró a mear en la farola que iluminaba la lúgubre puerta de la iglesia, cuando levantó la vista el miedo desencajó su cara: miles de espectros con forma de diablo salieron de las arquivoltas del pórtico y le arrancaron la sombra de cuajo, José reaccionó, pero ya era tarde, cuando lo hizo su faca atravesó un corazón sin alma.

Desde la alcoba Por nombre Manuel, apellido Jareño, castizo y buen mozo, gozoso de tenerte en mis brazos – le dice justo antes de besarla con pasión.- No pienses que soy un cualquiera, que aquí estoy yo, tan viril como siempre moza. Eres más bella que la arquivolta que jamás contemplé, tu escultural figura, que acaba en esas piernas tan perfectas y hermosas. Uniforme, bien formada, como Dios te trajo al mundo. La besa pasional, y cuando acaba su interpretación se sienta a verla postrada en la silla, la desinfla y la guarda – Mañana más cariño, es inevitable tener estos encuentros fugaces.

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Edifiqué mi vida sobre cimientos de vanidad. Yo tuve otra vida antes de ahora, pero la riqueza inesperada me sumió en un paroxismo que me llevó a edificarme otra existencia. Arquitecto ciego y presuntuoso, cambié atuendo, casa y costumbres, pero no pude cambiar mi corazón. Vestido de forma lujosa, aprendí danza, retórica y latín. Encargué un escudo de armas de mi propia invención, con criaturas imaginarias que entonaban el ditirambo que refería gestas prodigiosas de mi familia. Mudé mi vida uniforme, mi aire castizo y el humilde cobijo por un palacio ornado de arquivoltas que el mismo Jareño hubiera alabado…pero sigo siendo un hombre de semblante lúgubre que añora el gozoso bienestar de la simpleza.

El bibliotecario enamorado. En el lúgubre pasillo que nos une y nos separa, dibujo con la mente arquivoltas de luz en las que esculpo, cual poeta griego enamorado, ditirambos de versos exaltados. Gozoso invoco a Jareño en cada paso, arquitecto genial de este camino, que dirige mi amor al paroxismo. ¡Ay Jareño! No tuviste en cuenta en tu diseño, este triste pasillo sin retorno: yo le ofrezco amor profundo y uniforme, y ella quiere pasión castiza de zarzuela.

El lápiz de Jareño Las pinceladas gozosas de Sorolla son trazos frescos en mi rostro. Su mediterráneo paroxismo, aquí sentado ante él, me fascina. Me pide quietud y me aferro a mi lúgubre lapicero. Sí, mi lápiz (el lápiz de Jareño, dirán) se ha vuelto extremadamente luctuoso. En otro tiempo ínclito trazador de rigurosos pensamientos convertidos en monumentales líneas, ahora, se siente cansado. ¿Dónde han quedado las racionalizadas arquivoltas, columnas y pórticos? ¿Dónde, los limpios alzados, planos y proyectos? Su grafítico trazo fundamentado en el arte de edificar ha cesado. Se ha quedado sin punta.

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Sin título Casa de la moneda, 1970, Madrid —¿Ha oído eso Isabel?, cuánto tiempo hacía. —Mucho me temo, mi querido y simpático escudillo. Antes de que su republicano uniforme nos acompañara, llevaba mi persona sin acuñación, en este lúgubre depósito, más de cincuenta años. —¿Quiere eso decir, que se anuncia algo siniestro? —Jamás hubo moneda que volviera del exilio. Nuestro valor se agota entre estos muros de Jareño. Una bola de hierro gigantesca, se abre paso derrumbando la arquivolta de la entrada. Cientos de monedas olvidadas, se pierden entre los escombros. Colón, gozoso, piensa: “ya tengo otra plaza”

No es cierto que vaya vestida de negro Llegué a esta Villa cuando empezaba a amanecer. Mientras caminaba por sus calles, fui a parar delante de la excelente arquivolta diseñada por Gustavo Jareño. Incluso a mí me pareció un poco lúgubre. Continué después, enfundada en mi uniforme, acabé mi trabajo gozoso y me largué rápido de allí. Más tarde, los medios de comunicación hablaron de una epidemia espantosa. Mentira: todos estaban en mi lista.

Sin título Era octubre. Llovía un agua menuda y opaca. La voz de Jareño quedó atrapada en el embozo. Mascullaba febrilmente las palabras Rosell y depósito. En su débil imaginación aparecía la guardia de alabarderos en uniforme de gala alineándose en la escalinata. Entonces pasaba la regente María Cristina bajo la arquivolta central y los notables de los distintos países y sus comitivas se apretaban inquietos en el vestíbulo. El arquitecto lloró blandas lágrimas que enfriaron sus mejillas mientras miraba las gotas que se escurrían en la ventana. Aquel inminente gozoso centenario, un día lúgubre para él…

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Sin título La archibailada arquivolta de Jareño se jalona de versos vertientes sin sinécdoques. El paroxismo de los poetas ilumina inviernos de ditirambo y didascalias y sibila Selene con su risa de olor morel de sal. Y mientras tanto el lendel lúgubre del papel oxidado y las teruvelas pintan con la lengua los isoyetos en las estanterías llenas de árboles jubilados. Y gracias a eso, gracias a toda la lluvia, aún se erosionan los sillones leyendo y las miradas temblando.

Sin título Jareño en su sillón hojeaba libros con fotografías, fotografías de edificios. En su otra vida los creó. Vida con piernas ágiles y memoria gozosa. Su memoria se perpetuaba en los edificios, que soñó en otra época. Época de lenguaje castizo en sus manos. Época uniforme de sus pasos. Época lúgubre de enfermedades. Su imaginación seguía creando. Creaba con sus dedos. Dedos que garabateaban: arquivoltas, frisos, arcos, dovelas, cúpulas, contrafuertes, tímpanos. Dedos que diseccionaban en el silencio fotografías. El silencio siempre llega, el silencio es voz de piedra. La piedra de Jareño.

Indumentaria Manolo Jareño, General jubilado, rompió, gozoso, el uniforme que usó durante cuarenta años. Después, lúgubre, tomó la pistola y apuntó contra la propria cabeza. Miróse, entonces, en el espejo… y tuvo un paroxismo de risa. Todavía estaba usando el sujetador de su esposa…

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Sin título

Pálido y castizo universo el que desde los barrotes de este mental presidio contemplo con dulzura, de una mirada tan viva como la llama antaño apagada en un corazón que no distingue la vida de la inexistencia. Es negligente y gozoso, casi prohibido, pensar más allá de lo que solo puedo ver, dicen, maldicen las voces que hablan. Mi mente anhela atravesar aquellas nubes que bajo el viento uniforme se mueven, de color carmesí y violeta. Oscuro, lúgubre, abandonado está mi cuerpo, esta prisión que oprime anhelos e ideales que aún no he creado. El cielo es infinito para el ave entre rejas. Jareño.

Pantalones Como diría el castizo, y para castizo un Jareño, la verdad por delante. Y puestos a ser sinceros, si algo convirtió a Sara, tan dada al arrumaco y al ditirambo durante el primer y gozoso periplo de nuestro matrimonio, en el más feroz de mis enemigos, fue la eterna discusión sobre quien llevaba en casa los pantalones. Supongo que por eso apenas me sorprendió encontrarme, aquella lúgubre tarde de invierno en que regresé a casa antes de lo previsto, con un individuo que ni mucho menos llevaba puestos los suyos.

Sin título

A unos veinte metros de profundidad apareció otra arquivolta. La crucé a rastras –es el sino de los arqueólogos- y caí por una cloaca lúgubre. Tras unos segundos eternos un cuerpo vestido con un uniforme deshilachado amortiguó el impacto. Una vez repuesto ajusté la luz de mi casco y él gritó gozoso mientras agitaba su antorcha.

—¡Por fin vienen a buscarme! Soy el sargento Jareño. Mi tío el arquitecto me encerró aquí cuando estaban terminado el edificio. No quería que me involucrara en la Gloriosa revolución de 1868. Pero deme alguna noticia… ¿sigue en el trono la reina Isabel?

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Vida Vivida

Aquel muerto esperaba en suspenso. Como todos. No tardarían en llegar Los que vienen. Con flores; que ponen a secar entre las piedras antes de irse. —Desde aquí los muertos nos divertimos con el ritual de Los que vienen. Tan castizo y lúgubre que da pena. Los muertos viejos ya me lo habían advertido: Cuidado con los domingos -dijeron- y el Día de los Muertos: ellos parecen uno, con su rostro uniforme, su único ditirambo. Entiendo que necesita usted mi apellido para ese relato que escribe. Ponga Jareño, faltaba más. Suerte en el concurso y por favor, antes de irse ¿no se llevaría estas flores?