fernando vallejo - barba jacob, el mensajero[1]

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Camino de la muerte, en México, conocí a EdmundoBáez que me habló de Barba Jacob. Me dijo que se lopresentó una noche Juan de Alba en un café de chinosde la calle de Dolores que el poeta frecuentaba, en elCanadá por más señas. Edmundo acababa de llegar a laciudad de México de su tierra Aguascalientes aestudiar medicina, y era el año treinta y cuatro y teníaveinte años. Juan de Alba veintidós y un falodescomunal. Con la palabra griega me lo diceEdmundo y con la palabra griega aquí lo escribo, lotranscribo, en grafía castellana. Este idioma clericalcarece de palabras adecuadas para expresar tantascosas de la vida, y así anda uno hablando en griego yeufemismos y perífrasis, de maromero del lenguaje porlas ramas, por las copas de los árboles que en idiomatubnibita, el que inventó Juan de Alba, se llamaban«frondanébula». ¡Qué le vamos a hacer!

Fornido y apuesto, de San Luis Potosí y familiaaristocrática, vivía Juan de Alba con los suyos en unacasona inmensa de la calle de Colima con la avenidaInsurgentes, en esta fea, insulsa, inefable ciudad deMéxico, en este moridero. A tantas cualidades juntas,que juntas tan pocas veces se dan, Juan terminó porsumarles la última, la suprema, la locura: loco murió,con una enfermedad suya propia que el eminentepsiquiatra doctor Salazar Viniegra le clasificó comoparafrenia, la unión de la paranoia y la esquizofrenia.Los últimos doce o quince años de su desvirolada vidalos pasó en otra casa grande, el manicomio, unmanicomio de monjas (regentado por ellas, quiero

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decir). Inventó un idioma, el tubnibita, que se hablabaen Túbniba, rival de Roma, basado en el sistema deabsorción literomental, que él también inventó,mediante el cual se tramaban dos o más palabras en unasola como en una cópula, de suerte que la copa de losárboles se llamaba en tubnibita «frondanébula», ysobre la «verdisoltristada pradera» caía tubnibitamentenuestro padre el sol. En memoria de Juan de Alba aquíles transcribo estos versos suyos de uno de sus másdementes poemas: «Y otra agua lúgubre gime oculta enel misterio de una casa sorda, y la ánima de un pájarorojo y loco, loco y tenebroso, tenebroso y sonoro,sonoro y monótono, y el pájaro se llama triste y tierno:el pájaro se llama corazón». El conocer a Barba Jacobha debido de ser para él una revelación: Barba Jacobque inventaba extrañas combinaciones de palabras:«minúsculo adminículo lumínico». Barba Jacob quealucinaba con los nombres mayas: Chichén, Kabán,Labná, Tulum, Copán, Quiriguá. Barba Jacob quedeliraba con los nombres del tarasco: Querétaro,Cóporo, Carácuaro, Nucuntétaro, Acámbaro,Yuririhapúndaro, Tzaráracua,Panragaricutirimicuaritiro… El forjador de«Acuarimántima» que de niño maldecía por loscorredores de su casa de Angostura llevado por lasondas coléricas, en el enloquecido idioma que ledictaba el arrebato de su furia: «La galindinjóndi júndi,la járdi jándi jafó, la farajíja jíja, la farajíja fó. Yásodéifo déiste húndio, dónei sópo don comiso,¡Samalesita!»

En el diario que llevaba Juan de Alba de muchacho,en el que contaba las cosas más escabrosas con la mástierna naturalidad, Edmundo Báez leyó un breveepisodio que se refería a Barba Jacob y que decía algoasí como esto: «Hoy conocí a Barba Jacob.Deslumbrante. Al poeta le gustó mi falo. Posesión». Nosé cómo se diría falo en tubnibita. Hace muchísimosaños que murió Juan de Alba, y no hay forma depreguntárselo, y no hay forma de saber.

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Tampoco sabremos quién lo presentó con el poeta.Lo que yo sí sé, porque Avilés mismo me lo dijo, esque otro que le presentó Juan de Alba a Barba Jacobfue René Avilés, a quien he ido a buscar, a entrevis tar,a la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, apreguntarle por el asunto ese de que anduvo hablando,escribiendo, veintitantos años atrás en un periódicohabanero, en una serie de artículos sobre el poeta quereprodujo El Nacional de México: que Barba Jacob nose privó en su desorbitada vida ni del asesinato.

En la Sociedad Mexicana de Geografía yEstadística, cuyo boletín dirige, me recibe RenéAvilés. Deja en la antesala unos capitanes de barcoesperándolo, y en una estancia invadida de maquetas denavíos y mapas se encierra conmigo a evocar al poeta:sus ademanes, su voz, su paso, lento, largo, inseguro.«No trate de acordar su paso con el mío –le decía–. Mipaso es desigual y tiene un ritmo propio»: caminaba deun modo tan irregular que era difícil apareársele. Y lavoz, la voz imponderable, como de anacrónico aurigaun poco ebrio, entre silbatos y claxons, rumbo a suhotel por la calle Ayuntamiento, como guiando sobre elasfalto unos caballos. «Nunca podré olvidar esa voz.Era un encanto más en su conversación, en la magia delas ideas y los ademanes». Ya sé a qué hotel se referíaAvilés: al Sevilla, de que tantos me han hablado. Pero,¿por qué evocar los caballos? ¿Reminiscencia literariaacaso del cuento de Rafael Arévalo Martínez sobre elseñor de Aretal, «El hombre que parecía un caballo»?Estamos en 1976 hablando del año treinta y cuatro otreinta y cinco, cuando Juan de Alba le presentó aBarba Jacob, «que era homosexual y marihuano, ¡y lopregonaba a los cuatro vientos!», y el pobre Avilés,maestro de escuela, casado y padre de un hijo y quevicios no tenía, no conocía, ingresó aterrado al círculode degenerados que rodeaba al poeta: borrachos,homosexuales, marihuanos. Y Rafael Heliodoro Valle.¿También? También del círculo vicioso. «Cojeaba delmismo pie de su amigo» y le gustaban los muchachos, o

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más exactamente los marineros. Si bien, la verdad seadicha, por lo menos Rafael Heliodoro no fumabamarihuana. Y entonces Avilés se abre a mí y meconfiesa, como si me confesara la más terrible verdadde su vida, que él mismo, él, Avilés, el maestro deescuela casado y padre de un hijo, «llegó a fumarmarihuana con Barba Jacob y los que le rodeaban».

De ese pecado, señor Avilés, yo lo absuelvo. Ego teabsolvo. La marihuana hace tiempo que pasó de moda.Incluso se está volviendo a poner… Pero no se lo digo:lo pienso. Es mi opinión que los santos se hacen santosa fuerza de remordimiento. Dunque, lasciamo stare.Que el alacrancito del remordimiento le sigacosquilleando el alma…

Pero hablando de marineros… Avilés me cuenta unahistoria que les habré de oír en adelante a muchos, enMéxico y Cuba por donde Barba Jacob anduvopregonándola: su aventura con Federico García Lorcauna noche, en el malecón de La Habana, donde dejó as u joven amigo español esperándolo mientras parahacerle una obra de caridad iba a conseguirle unmarinero. Cuando regresó con el objeto de su búsquedaya no encontró al otro, que atemorizado se habíamarchado. Y se tuvo que ir él mismo con el marinero.De lo cual el desvergonzado poeta concluía: «Nadiesabe para quién trabaja». Lo usual, en verdad, era queal pobre Federico lo dejaran esperando. Neruda lodeja en sus Memorias a mitad de la subida de una torrevigilando, mientras él arriba se acuesta con unamuchacha. ¡Y Federico se rueda por la escalera!

De lo que Avilés me cuenta y yo recuerdo, recuerdouna tarde en que el joven visita a Barba Jacob en suhotel y se ponen a charlar sobre los poetas de México.«No muy convencido de su importancia» el jovenmenciona a Enrique González Martínez, y para suasombro Barba Jacob, «el ángel de las palabrasencendidas y diabólicas», al conjuro de ese nombresanto suavizó su expresión, se humanizó, y por unmomento pareció recobrar la serenidad. ¿Pero santo,

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señor Avi lés, en este mundo de los hombres, en estatierra que gira? Amigos míos y admiradores suyos mehan contado que después de que murió su mujer, y yade viejo, se encontraban a don Enrique consiguiéndosecriaditas en los cines. Como las pasiones morbosas deBarba Jacob, la vida limpia, ordenada y constructivade González Martínez era un lugar común. Que no sóloAvilés el ingenuo, sino Barba Jacob el perverso setragó. Barba Jacob que lo trató por treinta años, y quevivió cincuenta y ocho bien vividos, haciendo inclusouna que otra obra de caridad. Ni tan diablo pues eldiablo ni tan santo pues el santo. Hombres simplementede dos patas y materia vil. Lo que Barba Jacob seconseguía eran «boleritos», limpiaboticas, pero no enla piadosa oscuridad del cine (que no le gustaba), sinoa plena luz de la plaza. ¡Y Morelia o La Piedad oChilpancingo ponían el grito en el cielo!

Luego Avilés pasa a contarme de cuandoacompañaba a Barba Jacob (Avilés en la pobreza yBarba Jacob en la miseria) a comer en fonditashumildes de la calle de Dolores o de San Juan deLetrán. Su arrobamiento ante la comida mexicana quepasaba con el pulque, «el vino del Anáhuac». Que porno claros motivos huía del poeta para terminarvolviendo a él, al personaje deslumbrante, encandiladopor la luz del mal que lo atraía como a la chapola lallama. Que dejaron de verse con la frecuencia de antescuando Barba Jacob empezó a escribir en ÚltimasNoticias, y el poeta que se moría de hambre seconvirtió en un periodista «virulento y aunmalintencionado pero bien pagado». ¿Y del asesinatoqué? Del asesinato nada. Que se lo dijo Tallet: JoséZacarías Tallet, años ha, veintinosecuantos, en LaHabana, y a lo mejor Tallet ya ni existe. Que en laFrontera Norte, que no sé cuándo, que a no sé quién…Pero mi querido amigo Avilés, andar por estas tierrasmalpensadas, sugiriendo con la pluma deslenguada queBarba Jacob fue un asesino «porque se lo dijo Tallet»a mí me pone los pelos de punta. ¿Le estoy siguiendo

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entonces la pista a un asesino? ¿O a un poeta? ¿O qué?Extraño personaje Avilés y más extraña su relación

con Barba Jacob. Ese mirar del joven fascinado, desdeel borde hacia el fondo del abismo, arriesgándose acaer… En el alma de nadie, tal vez, haya quedado lahuella del poeta tan profundamente grabada como en lasuya. ¿En la de Arévalo acaso, que lo retrató en elseñor de Aretal? Es que el espíritu une por sobre lamoral pasajera. Barba Jacob, que era el escándalo, erael sol.

Al despedirnos Avilés me regala, dedicada, unaantología de poemas de Barba Jacob que él editó consu dinero. Y con un prólogo suyo y la vera efigie delpoeta grabada por Leopoldo Méndez. Hablando en eseprólogo de abismos y caballos desbocados. Lo dichopues, pero con más atildadas razones o comedidaspalabras.

A principios de 1980, cuatro años después de estaentrevista, charlando sobre Barba Jacob en elSanborn’s de la calle Madero con Elías Nandino, ésteme informa que Avilés murió seis meses atrás. Otroscuatro años han pasado y otros cuatro y hoy, ante estamesa negra, en el aquí y ahora, vuelvo a pensar enAvilés, recordando sus recuerdos. De baja estatura talvez, de complexión débil tal vez, de algo más desesenta años… Su aspecto exterior se desvanece, se meborra, pero su espíritu no: perdura en mí. ¿Qué lellevaba a editar esos poemas ajenos con su dinero? ¿Ymuerto tantos años atrás quien los compuso, unextranjero? Quería, me parece, preservarlos delhuracán del Tiempo. Edmundo Báez, Tallet, Avilés, elseñor de Aretal, González Martínez, Leopoldo Méndez,Nandino, Arévalo… Mil novecientos treinta y cuatro,treinta y cinco, cincuenta y dos, setenta y seis, ochenta,ochenta y ocho… Perdón por los nombres. Perdón porlas fechas. Son las tablas de salvación en el naufragiodel olvido.

Miguel Aparicio, un viejo periodista que trabajaraen El Mundo y uno de los fundadores de la Escuela de

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Periodismo cubana (la primera que hubo en América),me da la noticia al llegar yo a Cuba de que Tallet aúnvive: que lo vio pocos días antes en la filmación de undocumental sobre él y la vieja Habana, en losalrededores del edificio donde funcionaba elperiódico, en el lugar donde estuvo el famoso café delmismo nombre, el Café El Mundo, centro de reunión deintelectuales y bohemios, cuando aquí habíaintelectuales y bohemios. Y periodismo. Y Cuba teníael periódico más antiguo de la América Española, elDiario de la Marina, y diez o más periódicos, yrevistas literarias como El Fígaro que durócuarentipico de años, y no estábamos circunscritos loscubanos, como hoy, como ahora, al pasquín delGranma: cuatro hojas de panfleto que no llegan ni aperiodiquillo de secundaria. En fin…

El apartamento de José Zacarías Tallet es ruinoso ytriste como toda la isla. ¡Qué! ¿No tiene estarevolución miseranda ni para pintarle la casa a unprecursor? ¿Y nonagenario? ¿De dos o tres que seinventaron el único que queda? ¿Y ya para morir? ¿Sellevaron los gusanos y los marielitos hasta los tarros depintura? ¡O qué! ¿No les dan suficiente limosna losrusos? ¡Con que esto es la revolución, nivelar por lamiseria! Apuntalar los edificios que les dejó elcapitalismo con estacas hasta que se caigan de viejosporque la revolución es incapaz de construir nadanuevo. Y a seguirse limpiando el hocico revolucionariocon las servilletas raídas de los restaurantes y hotelesde Batista, mezcladas las de unos con las de los otros,todas patrimonio nacional. Es que la revolución apenaslleva quince años, veinte años, treinta años, y treintaaños no son nada compañeros porque como dice unavalla inmensa a la salida del aeropuerto habanero: «LaRevolución es eterna».

Pero en mi encuentro con Tallet no hablamos deestas cosas, evitamos el tema. Por obvio, por sabido,por padecido. La revolución dio el zarpazo y basta. Elenfermito se murió. Además, ¿qué puede decir Tallet el

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precursor, sobre quien filman documentales? ¿Talletque anduvo con Julio Antonio Mella y Rubén MartínezVillena? ¿Que se casó incluso con la hermana de éste,Judith? Ese par de fanáticos lunáticos, por si usted nolo sabe (laguna inmensa), fundaron el partidocomunista cubano a mediados de los veinte, en tiemposde Machado, cuando Barba Jacob andaba con ellos ycon Tallet, y Machado, con mano firme y garrote duro,les daba palo. Inveterado huésped de hoteles yhoteluchos y pensiones y hospitales sin pagar, BarbaJacob se había instalado con su hijo Rafael en la«cueva roja», la vetusta casona de la ciudad colonial,en Empedrado y Tejadillo, donde en asocio de uncontingente de obreros y verborreros e ilusos, y losvenezolanos exiliados de Juan Vicente Gómez, Mella yMartínez Villena fraguaban la revolución: en un recintoen forma de zaguán, largo, estrecho, oscuro, en elabandono, iluminado a medias por candiles de petróleode que ha hablado Barba Jacob, cubiertos sus altosmuros por cuadros obscenos de hombres y mujeres yyeguas copulando de que me han hablado otros. Talletno recuerda los cuadros, pero sí que solían pintar dosde los del grupo: José Manuel Acosta y Luis LópezMéndez, exiliado venezolano. Pues ellos, amigo Tallet,los pintaron. ¿Quién más? Y el retrato que usted tieneen la pared lo pintó Carlos Enríquez: me recuerda unode Barba Jacob de ese pintor, que ilustró lasCanciones y elegías. Pero si reconozco al pintor no séa quién representa su retrato. «A mí –me contestaTallet–. Carlos Enríquez me pintó, y al día siguiente aBarba Jacob, en casa de Alberto Riera». Así que elviejo que tengo ante mí es el hombre esbelto, defacciones nobles, de cabellos negros y vívidos ojosazules del retrato. La nobleza de las facciones quedapero la estatura se ha reducido, el cabello se hatornado blanco y el azul de los ojos se ha apagado. HoyTallet tiene noventa años, y al compararlo con el quefue, por un fugaz instante siento que cuando yo salga lamuerte va a entrar por la misma puerta. Mientras llega,

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mientras tanto, hablemos de Barba Jacob.Que se lo presentó Eduardo Avilés Ramírez,

nicaragüense, en un café de la Plaza del Polvorín.¿Avilés? ¿Otro Avilés? Le pregunto entonces por elAvilés que yo conozco, el mexicano, y no lo recuerda.Y me lo explicó: veinticinco años son muchos para elrecuerdo cuando uno es viejo y ya va a morir. Pero nocincuenta: mientras más lejanos brillan mejor losrecuerdos. Además, ¿cómo olvidar a Barba Jacob?

Jefe de Redacción de la revista Chic y colaboradorde El Heraldo «negro», como llamaban a su periódico,Eduardo Avilés había conocido a Barba Jacob enCentro América. Llamó por teléfono a Tallet y le dio lanoticia: «Está aquí Arenales». ¡Claro, Arenales!Porque si Eduardo Avilés conoció al poeta en CentroAmérica, y antes de 1922, al que conoció fue a RicardoArenales, no a Porfirio Barba Jacob, quien suplantó alotro en ese año. Ahora, en 1925, y después de años sinverse, Eduardo Avilés no podía saber de lasubstitución. Por eso la frase del recuerdo de Tallet, el«Está aquí Arenales», es la frase exacta, la quepronunció Avilés por el teléfono. En «Arenales»palpita la exactitud del recuerdo.

Y es que al contrario de Eduardo Avilés, Tallet noconoció a Ricardo Arenales, que estuvo en Cuba en1908 y 1915, sino a Porfirio Barba Jacob, su sucesor, elque volvió en 1925 con el nombre cambiado:exactamente el lunes veinte de julio en el Atlántida, unbarco proveniente de Nueva Orleans que esperaban enLa Habana desde el seis pero que llegó retrasado,según puede constatarse en las «Noticias del Puerto»d e El País de esas fechas que anunciaron su arribo«con trece pasajeros y carga general». Entre esospasajeros anónimos venían Barba Jacob y su hijo.

Enfermo, y desde el hotel en que se alojó, un hotel«en la desembocadura de la calle que subía de laciudad vieja hacia el nuevo palacio presidencial y laantigua Plaza del Ángel», el poeta mandó llamar aAlfonso Sánchez de Huelva, amigo de su anterior

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estadía en La Habana, quien en un artículo de periódicoha rememorado el reencuentro. Que subió a su cuarto yse abrazaron. Sin los descomunales bigotes de antes,escuálido, amarillento, los ojos desorbitados, RicardoArenales andaba descalzo sobre el azulejo. «Quieroque sepas –le dijo– que tengo un hijo, que vengo delejanas tierras y que me llamo Porfirio Barba Jacob».Acto seguido le presentó a un mancebo de ojoshumildes, al que empezó a reñir con voz autoritariapara demostrar que era su padre.

Lo mismo ha debido de explicarle a Eduardo AvilésRamírez, quien, me dice Tallet, no se acostumbraba alnuevo nombre, y seguía llamándolo Arenales por lafuerza de la costumbre. Tallet no sabe del hotel quemenciona Sánchez de Huelva: recuerda que en elmomento en que Avilés se lo presentó, en el café de laPlaza del Polvorín, Barba Jacob fumaba dos cigarros ala vez: uno blanco y otro negro.

Si por Eduardo Avilés Barba Jacob conoció aTallet, por Tallet conoció a Martínez Villena, y porMartínez Villena a Mella: Julio Antonio, un mocetónmulato, fornido, atlético. Donde dice en el diccionario«fanático» está su foto. Primero en tren, después enbote, después a nado, burlando la prohibición deMachado llegó subrepticiamente al Vorovsky, elprimer barco ruso que anclaba en las costas cubanas,en la bahía de Cárdenas, a estrecharles la mano a loscamaradas. Cuando en un cafetín cercano a la catedralMartínez Villena le presentó a Barba Jacob, Mellainopinadamente le preguntó a éste: «¿Es ustedcomunista?» «Pertenezco a la senectud de izquierda»,le contestó Barba Jacob que no era de izquierda, ni dederecha, ni de arriba, ni de abajo, ni del centro, ni tanviejo: tenía cuarenta y dos años. La intempestivapregunta de Mella lo retrata de un plumazo: fanático.Lo cual, en mi opinión, en la oposición está bien: perono en el poder. Mella no llegó al poder (el sueñomáximo de los de su especie) porque después de lahuelga de hambre que le hizo a Machado, el tirano lo

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sacó de Cuba y lo mandó matar. El que sí llegó fueotro, décadas después, verborreico como Mella ydéspota y asesino como Machado: un granuja de barbay voz chillona, con el fenotipo, tras la barba, delcastrado. Entonces la pobre historia de Cuba, la islabella, se partió en dos: antes de la revolución, despuésde la revolución. Así miden el tiempo allá, en la cárcelde esa isla. Treinta años han pasado con su lenta calma,y apagado el huracán la revolución sigue ahí, incólume,como mojón de término. Hoy a las costas cubanasllegan los barcos rusos y se van, con el capricho de labrisa. Allá ellos. Aquí el tiempo se mide muy distintoporque aquí las cosas son distintas, valen distinto. Semide así: antes de Barba Jacob, después de BarbaJacob.

Mella y Martínez Villena no alcanzaron a ver susueño realizado, hecho desastre: murieron antes. Otrosque andaban con ellos, y con Barba Jacob, síalcanzaron: lo vieron y lo hicieron: Raúl Roa, cancillersempiterno de las barbas del tirano; Alejo Carpentier,su embajador en Francia; y Juan Marinello, su ministrode no sé qué, redactor de la constitución de la Cubasocialista (también tienen), y miembro hasta su muertedel Comité Central del Partido Comunista cubano, quepresidía cuando ascendió al poder el tirano.

Del hotel de la calle en pendiente y nombre olvidadoBarba Jacob se mudó con su hijo Rafael a la «cuevaroja». Él mismo, en unos artículos de periódico, la harecordado, y las acaloradas discusiones que entrebotellas de ginebra y ron Bacardí se suscitaban con loscamaradas. Una en especial, una noche, a las dos de lamadrugada, cuando se discutía si la UniversidadPopular (la tercera de su vida, humo como lasanteriores y de marihuana) debía expedir títulos o no.«Es que usted –le decía un camarada iracundo,blandiendo un alón de gallina en la mano convulsa–usted procede como un burócrata, igual que si estuvieraorganizando la enseñanza para ganar sueldo, y no parallevar al pueblo a la revolución». «Pero, ¿qué es lo que

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hacemos aquí, señores? –argüía Barba Jacob y hacíavacilar las botellas vacías con sus ademanes–.¿Pretendemos inculcar cultura revolucionaria en lasmasas a fin de hacerlas aptas para un movimientofuturo, o estamos organizando una barricada paracombatir en las calles dentro de unas horas? Si de estoúltimo se trata…» Julio Antonio intervenía entonces, selevantaba de la mesa cubierta de botellas y exponía suteoría sobre lo que debía ser la táctica revolucionariaen América y particularmente en Cuba. Lo de siempre,lo que ya sabemos, la verborrea del marxismo-leninismo en que años después el granuja barbudoenredó a su patria. Que el capitalismo, que elimperialismo, que la burguesía, que la plusvalía… Queel matrimonio entre estudiantes y obreros… ¿Qué hacíaBarba Jacob ahí, el antiguo soldado conservador, el exmaestro de escuela, el poeta, el invertido, elcorrompido, el marihuano, entre estos neologismoshumanos de América, hablando en jerga? Se habíainstalado a vivir, simplemente, con Rafael, en uncuartito al lado del zaguán oscuro mientras afuera, enlas noches mecidas por palmeras, ardía en fiesta elpaís del choteo. Y en un viejo fogón apagado desdehacía años y ahora rehabilitado (como jerarca rusocaído en desgracia y vuelto a desempolvar), encendíalos cigarros de marihuana. Este hombre de quien eldoctor Aldereguía (otro de la «cueva roja»)diagnosticaba que «tenía enfermos casi todos losórganos del cuerpo», se tomaba, según Tallet, un litrode coñac y se fumaba dieciséis cigarros de marihuana«como si nada». Vívidamente recuerda Tallet eltrayecto alucinado desde la calle de Empedrado y porla calle del Obispo hasta la casa de su novia el día enque Barba Jacob le dio a probar uno de susendemoniados cigarros. A los apasionados camaradasse les debía de confundir la dialéctica marxista en lacabeza con el humo anárquico de la marihuana delpoeta…

Heredero de aquellas discusiones idealistas de la

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«cueva roja» fue el movimiento que el primer día de1959 llevó al poder al bribón de barba. La inmensacárcel de desesperanza y tiranía que hoy es Cuba segestaba treinta y tres años antes en ese recinto largo,estrecho, en forma de zaguán oscuro, donde unosmuchachos ilusos jugaban, con un poeta cínico, a larevolución.

De la «cueva roja» los nuevos apóstoles se fueron alos sindicatos, de los sindicatos a los barrios, de losbarrios a los pueblos a predicar el nuevo evangelio.¡Que el proletariado! ¡Que la revolución! ¡Que lareacción! ¡La concientización! ¡Los medios deproducción! Los nombres mágicos, sagrados delmarxismo-leninismo, nunca antes oídos en la pobre isladespreocupada y castiza, caían como pedradas deMarte sobre el anonadado auditorio.

La reacción de Machado no se hizo esperar: unapersecución implacable se desató contra los revoltososintroductores de cizaña y neologismos y la «cuevaroja» se dispersó. Y Barba Jacob y Rafael se fueron aldiablo volviendo a lo de antes, al recorrido sempiternode hoteles y hoteluchos y pensiones sin pagar.Caminando por las inmediaciones de la Plaza delPolvorín vieron uno, de muchos pisos, elegantísimos,el Hotel Mi Chalet (antiguo Hotel Mac Alpin), y lesgustó. Les estaban enseñando un apartamentito de lospisos altos con espléndida vista al mar cuando sepresentó el propietario, un viejo coronel negro de laguerra de independencia que había luchado al lado deMaceo. Advirtiendo el acento extranjero de BarbaJacob entabló conversación con él, y al enterarse deque era colombiano le preguntó por el nombre de unpoeta de Colombia que había compuesto unos versosque decían: «Hay días en que somos tan móviles, tanmóviles, como las leves briznas al viento y al azar…»Una sobrina suya, que era declamadora y vivía enParís, los había traducido al francés. «Ese poeta esPorfirio Barba Jacob y soy yo», respondió Barba Jacobpresentándose. El coronel le manifestó que para él era

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un honor hospedarlo en su hotel, y como Barba Jacoble contestara que carecía de todo dinero para pagarle,replicó: «¡Pero si nadie está hablando de dinero!». Yno sólo les hospedó gratuitamente sino que les asignóuna pensión a cambio de que Barba Jacob fuera a sucuarto los sábados a recitarle poemas. Con whisky ymarihuana lo esperaba el primer sábado el bondadosocoronel negro a quien Barba Jacob llamó «el mirloblanco». Su nombre debió haber sido José Galves oJosé Morales.

Entonces Barba Jacob y Rafael vivieron uno de losperíodos más felices de su miserable existencia. Depantalón blanco y saco negro se veía al poeta en loscafetines portuarios, en especial el Café El Mundodonde tenía cuenta Tallet. «Joven –entraba diciéndolesa los mozos–, pregúntenos qué vamos a tomar». Joven,con ese vocativo tan usual en México para llamar condelicado trato a jóvenes y viejos por igual… A Rafaelle hablaba de «usted», para extrañeza de los amigoscubanos y mexicanos, y a Martínez Villena lo llamaba«príncipe», tratamiento afectuoso que aún hace unosaños subsistía en Colombia. Y al marcharse del café,invariablemente sin pagar, gritaba al aire:«¡Apúntenselo a Tallet!» Allí, en ese café que ya noexiste más que en el recuerdo de unos viejos, círculosde asombrados oyentes le oyeron referir sus historias,truculentas, fantasiosas, desvergonzadas historias de unpasado que engrandecía su memoria. Remontándose«por los cauces del tiempo», iba del marinero de ojosverdes que había raptado en un buque del Pacífico, aese remoto viaje de su niñez a Sopetrán, a cuyo regresoflorecieron en la casa de la abuela las astromelias. Leoían Tallet, Marinello, Serpa, Mañach, José ManuelAcosta, Eduardo Avilés Ramírez, Alfonso Camín,Andrés Eloy Blanco… Por las fechas en que BarbaJacob se marchó al Perú Eduardo Avilés se fue aFrancia y nunca más se volvieron a ver. A Tallet, medice éste, Avilés le siguió escribiendo por años, hastaque dejó de hacerlo «pensando que tal vez me hubiera

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muerto». Se hizo en Francia un hombre muy rico. Enjunio de 1976, cincuenta años exactos después de que sefue de Cuba, envió desde París a El Nacional, unperiódico de Caracas, su crónica «Las plumas del pavoreal», rememorando a Barba Jacob y su palabraencantada. Fue el primer periódico venezolano que leí:lo abrí por la página del artículo. Creo que fui aVenezuela sólo al encuentro de ese periódico. Anotabaen su crónica Avi lés que en ciertos salones ya no serecibía al poeta porque, aun sentado modestamente enun rincón, terminaba por convertirse en centro de ungrupo de atentos e intrigados oyentes, que crecía ycrecía para desesperación del dueño de la casa quienveía, celoso pero impotente, cómo aquel señordesconocido, llevado sin duda por un amigo sinhaberle pedido permiso, se robaba la fiesta. Se diría«un imán» que se cubría con veinte o treinta personascomo si fueran moneditas de plata, incapaces dedespegársele. Pero la improvisación verbal,reflexionaba Avilés, no puede separarse del gesto, dela actitud física, del timbre de la voz, del brillo de losojos, del ademán. Menos iluso que Manuel JoséJaramillo, ese amigo colombiano de Barba Jacob queintentó recuperar en un libro sus palabras, Avilés sabíaque cuanto dijo el poeta se había apagadodefinitivamente en el olvido como los fuegos deartificio en la noche de la fiesta. Que llevaba el cielo yel infierno en la lengua le decía Avilés, y Barba Jacobse reía.

No conocí a Eduardo Avilés, ni conocí a Marine llo,ni a José Manuel Acosta, ni a Mañach, ni a Serpa, ni aAndrés Eloy Blanco. A Alfonso Camín sí, en España,en el teatro de Oviedo: de pie, en el palco contiguo almío en el momento en que el público ovacionaba a losreyes. Escueto, casi incorpóreo, de unos cien años yuna palidez espectral, como un fantasma lejano ni oíani veía. Una cancerbera gorda, de medio siglo menos ycien kilos más le acompañaba: su mujer: la cuarta oquinta o sexta mujer. Hablándole a gritos por sobre los

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aplausos le dije a través de la susodicha que venía deMéxico, que escribía un libro sobre Barba Jacob, queconocía a algunos de sus amigos de Excélsior, quequería entrevistarlo. La cancerbera gorda le repetía aloído mis palabras que resonaban en su cerebro vacío.Cuando oyó «Excélsior» la perra dijo tajantemente«No». Fue un «no» rotundo, como el golpe seco de lareja de una cárcel al cerrarse, y lo aisló de mí. Fui aldía siguiente a su casa del pueblito de Porceyo abuscarlo y abrió la condenada y acompañó el nuevo«¡No!» inmenso con un portazo.

Algo después murió Alfonso Camín sin que pudieravolver a verlo, sin que le preguntara por Barba Jacob.Pero de lo que hubiera podido contarme de BarbaJacob no me privó su mujer ni me privó su muerte: meprivó su olvido. Me dicen que ya don Alfonso se habíaliberado del fardo de la memoria. En cuanto al horrorde la palabra «Excélsior» se debía a que en eseperiódico mexicano trabajaba su hijo, «al que noquería volver a ver. Nunca más». Puedo jurar aquí quede ese rencor don Alfonso también se había liberado,porque si los fantasmas ya no tienen recuerdos, ¿dedónde van a sacar rencores? El rencor no se alimentadel olvido. Con el poeta asturiano Alfonso CamínBarba Jacob coincidió no sólo en Cuba sino enMéxico. Dos veces me los vuelvo a encontrar juntos enMéxico, dos comprobadas: en una fiesta, en lasMemorias de Leonardo Shafick Kaím; y en un entierro:el de Barba Jacob. Allí estaba don Alfonso, en elPanteón Español, la tarde luminosa y fría del miércolescatorce de enero, entre el reducido grupo de los quefueron a decirle su adiós y echarle las paletadas detierra del olvido.

Pero volvamos a Cuba, a Tallet. Que Mañach, medice, se fue al exilio «al triunfo de la revolución» ymurió en San Juan de Puerto Rico. Que también se fueEnrique Labrador Ruiz, y no hace mucho, a España, amorir en la añoranza: arrastrado por su mujer que no seaguantaba más a los «Comités de Defensa de la

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Revolución» espiándola. Y no me pregunten de quiéndefienden a la pobrecita, edificio por edificio y cuadrapor cuadra. Del pueblo imbécil será, que los subió.

Fue Enrique Labrador Ruiz de los amigos de BarbaJacob en su última estadía en la isla, la cuarta, la delaño treinta, cuando todo el mundo en Cuba lo daba pormuerto y de improviso apareció. Al anochecer del díamismo de su regreso se presentó en casa de Tallet, quese estaba bañando. Tocó el picaporte y Tallet salió aabrir, mirándolo con ojos aterrados: a raíz de suenfermedad en Colombia y un cable de la United Press(«No vive por unos días»), la prensa cubana habíadado la noticia de su muerte anticipándola en onceaños… Venía sonriente, contando las últimas historias,las de su regreso a Colombia, hablando de su hermana«Mercedes Karamázov», que para curarse en salud «leprendía una vela a Dios y otra al Diablo», y les rezabaa los santos para que le ayudaran a robarle a su marido.Y el encuentro desgarrador con Teresa, la novia dejuventud, al cabo de una ausencia de veinte años. Quela encontró desdentada. Que los dejaron solos en uncuarto y se echaron a llorar. Que encontró a Colombiaasolada por una plaga de poetas…

En esta estadía es cuando coincidió con GarcíaLorca y Carlos Enríquez le pintó el retrato. La revista1930 (que pensaba cambiar de nombre con el año encurso pero que de ése no pasó) ofreció en el HotelBristol una cena de bienvenida y de despedida: debienvenida para el pintor cubano Carlos Enríquez quevolvía de Nueva York; y de despedida para el escritorguatemalteco Luis Cardoza y Aragón, el musicólogoespañol Adolfo Salazar y el poeta granadino FedericoGarcía Lorca, que se marchaban de Cuba. La cena laofreció Mañach y de ella informó la Revista de Avanceen breve nota que registró a los asistentes, unaveintena, entre quienes figuran Tallet y Barba Jacob.No figura sin embargo Raúl Roa que años después(muchos) escribió un largo artículo recordándola. QueGarcía Lorca recitó sus más populares poemas «en los

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postres», y que entonces alguien le pidió a Barba Jacobque dijera sus versos. Deslumbrador, transfigurado,Barba Jacob dijo poema tras poema, tal una«centelleante cascada de piedras preciosas». Sobre lasalva de aplausos aún flotaban, como un maleficio, lasestrofas de la «Canción de la noche diamantina»…Según Tallet Barba Jacob recitó la «Elegía de Sayula».Concluida la cena y cuando todo el mundo se marchó,Barba Jacob y García Lorca se quedaron solos y sefueron al malecón. Al día siguiente, hablándole deFederico y del final de la noche, Barba Jacob le decíaa Tallet: «Hacia el amanecer me entregó su alma». Ésaes la noche del marinero, la de la historia del marineroque Barba Jacob les contó a tantos en México: a RenéAvilés, a Marco Antonio Millán, a Fedro Gui llén, aAlfredo Kawage, quienes a mí me la han repetido. Perono era un marinero sino dos, según Tallet, y al noatreverse Federico a irse con ninguno, Barba Jacob sehabía tenido que ir con ambos. De lo cual concluía:«Nadie sabe para quién trabaja». El día de eseamanecer García Lorca se marchó de Cuba: haciaArgentina, hacia España, hacia la muerte.

Se habían conocido los dos poetas en el despacho deMarinello, que estaba en una vieja calle del centro. Ahíse reunían los redactores de 1930 y sus amigos una vezpor semana para preparar el nuevo número. Unamañana Marinello llamó por teléfono a Luis Cardoza yAragón y le avisó que la reunión de la tarde seríagrandemente interesante porque asistirían FedericoGarcía Lorca y Porfirio Barba Jacob, quien llevabaunos cuantos días en La Habana. Cuando Cardoza yAragón llegó a la oficina ya estaban allí Barba Jacob yGarcía Lorca charlando con Mañach, Francisco Ichazoy alguien más. Entonces Cardoza y Aragón conoció alpoeta colombiano: «Federico, como siempre,centralizó la conversación. Nos hizo reír y nos encantócon su donaire y su talento. Barba Jacob callaba,seguro de que su silencio tenía más valor en aquellaconversación. De vez en cuando, con su voz más lenta y

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ceremoniosa, después de sorber profundamente sucigarrillo nunca apagado, abandonaba palabrascáusticas, cínicas o amargas». Lo anterior lo ha escritoLuis Cardoza y Aragón en un artículo de 1940 en losCuadernos Americanos. En otro artículo, de 1979, parael diario mexicano Uno más Uno ha referido lacontinuación: «Cuando él, García Lorca y Barba Jacobsalieron del despacho de Marinello se fueron a unacervecería. El calor era intenso y Cardoza y Aragónllevaba un parche en el ojo porque al despertar sehabía puesto una gota de yodo en vez de colirio y lelastimaba la luz habanera. De pie, en el mostrador,pidieron tres grandes vasos de cerveza. Un mocetóngallego les atendió: de camisa de manga corta abierta,descubriendo el pecho piloso. Cuando su brazodesnudo se puso al alcance de Barba Jacob al servirle,éste, sin poderse contener, lo mordió. El mocetónapenas si se apoyó en el mostrador y se lanzó haciaellos. Y en tanto Cardoza y Aragón le decía: “Me losllevo en el acto, me los llevo” y trataba de contenerlo,el mocetón les gritaba enfurecido: “¡Fuera de aquípartida de maricones!”»

Claro que lo anterior no lo podía escribir Cardoza yAragón en 1940, vivo Barba Jacob y muerto hacía pocoGarcía Lorca. En 1979, casi cuatro décadas después,muerto Barba Jacob también y en un mundo menoshipócrita, ya la cosa era otra cosa. ¿Pero a quién leimportaba entonces la historia de la cervecería? A mí.Para mí la escribió Cardoza y Aragón sin saberlo. Esla recompensa de esperar uno cuarenta años en elpolvo de las hemerotecas desenterrando periódicosviejos, hasta que por fin, en el del día, los viejosacaban por decir lo que han callado. Salieron los tresde la cervecería y en la puerta se despidieron. BarbaJacob se fue con Federico y Cardoza y Aragón por sulado. «Quién sabe qué incidentes vivieron después»,escribe. Los incidentes son los ya dichos, los de lanoche del marinero o los marineros.

Según Cardoza y Aragón los dos poetas no

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simpatizaron. Pero Enrique Labrador Ruiz, amigo deambos, sostiene lo contrario: que Federico tuvo engrande estima a Barba Jacob, de quien solía decir queera «el mejor loco del mundo» y «el primer lírico delprimer cuarto de siglo americano». La verdad es que«solía» requiere cierto tiempo, mayor acaso que losefímeros días de fines del mes de mayo en que los dospoetas coincidieron, o mejor dicho, las efímerasnoches del mes de mayo, noches de ron y de guitarras.

Debo advertir ahora, llegados a este punto, que elnoventa por ciento de los que en este libro semencionan son poetas: Juan de Alba, Edmundo Báez,Alfonso Camín, Arévalo Martínez, Martínez Villena,Nandino, Riera, Serpa, Tallet, Avilés, Marinello,Andrés Eloy Blanco… Y el noventa por ciento de esenoventa por ciento son borrachos. De vez en cuando,pasajeros, fugaces, cruzan por estas páginas (que condificultad no salen rimadas), uno que otro jugador dedado, un chulo, un golfo, un albañil. Para evitarconfusiones entonces, el alto nombre de poeta lo voy areservar para Barba Jacob: los demás son verseros.

Mañach lo presentó. Era la noche del viernes quincede enero de 1926 y el salón de actos del ConservatorioFalcón estaba colmado. Apareció de frac, y ante elreverente silencio de la sala empezó su recitalhablando de los maravillosos fenómenos que le habíasido dado presenciar en el palacio episcopal deMéxico, su «Palacio de la Nunciatura», donde habíavislumbrado la clave de su poesía, a las puertas delmisterio. Después, introduciéndolos por una exégesispreliminar, fue recitando sus poemas: la «Canción dela vida profunda», el más famoso, que había compuestojustamente allí en La Habana: en el kiosko del malecóndonde desemboca el Paseo del Prado, frente al mar. Yla «Nueva canción de la vida profunda» que compusoen Texas, el comienzo de «Acuarimántima» quecompuso en Monterrey, la «Balada de la loca alegría»que compuso en México, la «Canción de un azulimposible» que compuso en Guadalajara, «La infanta

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de las maravillas» que compuso en Guatemala, y «Elsón del viento» en fin, que compuso en ese «Palacio dela Nunciatura», su palacio alucinado. La extensa reseñadel acto, a tres columnas, de El País, finaliza diciendoque tras el recital un grupo de amigos le obsequió alpoeta una copa de champaña en el bohemio Café Martí,y que la celebración terminó con el alba. Lo desiempre, todos los recitales de Barba Jacob son así:alguien lo presenta y él se presenta borracho omarihuano, con un frac alquilado, y habla de cosas muydistintas de las que decía que iba a hablar y luego, conuna breve explicación de dónde y cómo los compuso,entre dichos y declamados va recitando sus poemas,con esa voz profunda suya de resonancias inefables, lasmanos largas, descarnadas marcándoles rumbo a laspalabras. Tras el recital una gran borrachera, y otras enlos días sucesivos en las que se gasta lo que le hanpagado. Así fue antes, en los recitales que dio añosatrás en el Salón Espadero de la misma Habana, en elTeatro Colón de Guatemala o en el Teatro ManuelBonilla de Tegucigalpa. Y así fue después, en losnumerosos recitales que habría de dar luego, andandoél y andando el Tiempo y sus desgracias: en Lima, enGuayaquil, en Manizales, en Armenia, en Ibagué, enMedellín, en Yarumal, en Sonsón, en Caldas, enRionegro, en Barranquilla, en Bucaramanga, en Bogotá,en Panamá y de nuevo en La Habana. Y los últimos, enfin, lamentables, en las ciudades y poblachos deMéxico acercándose por sus terregales a la muerte,cuando el mundo había cambiado y ya no era tiempo depoetas.

Tres días después del recital del ConservatorioFalcón dio otro: en el Club Universitario presentadopor Marinello. Y otro tres días después en el periódicoEl País, presentado por su director, Manuel Aznar: lasescaleras, los corredores y el pequeño salón de actosdel edificio atiborrados por la numerosa concurrenciaque se agolpaba obstruyendo las entradas. Queda unafotografía del acto publicada en El País del día

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siguiente, en que aparece Barba Jacob de traje negroimpecable, con pañuelo blanco en el bolsillo del saco,y de pie, al centro de una larga mesa de asistentessentados: los ministros de España y Colombia, eldirector de El Fígaro don Ramón Catalá, Marinello,Martínez Villena, Mañach, Serpa, Juan Antiga, elviolinista Falcón… La reseña, del sábado veintitrés,menciona otros asistentes: la hermana de MartínezVillena, Judith; Tallet, José Antonio Fernández deCastro, Alejo Carpentier, José Manuel Acosta, y losredactores, administradores y reporteros del diario.Uno de esos reporteros tomó la foto, la única de unapresentación de Barba Jacob que se conozca: entrequienes le rodean sentados a la mesa hay un personajeno identificado, en el extremo izquierdo, idéntico alpoeta. Idéntico a tal grado que no se puede saber siBarba Jacob es quien habla, de pie, en el centro, oquien escucha, en el extremo izquierdo, sentado.

Andaba entonces con el cuento de irse a España,anunciándolo en cartas, allá y a México. Que se iba enel vapor de la Trasatlántica que partía el tres de enero.Que le escribieran a Madrid, a la Legación mexicana.Que lo encomendaran a los dioses. ¡Qué se iba a ir!Puro cuento, puro sueño. Llegó el tres de enero y elvapor y se fueron y él se quedó. Dio los recitales parapagar el viaje y se gastó el dinero. Y cuando por fin,tras un cable providencial, el primero de abril se fuede Cuba, no se fue a Europa: se fue al Perú, en segundaclase, en el Essequibo. Se marchó debiéndolequinientos pesos al dueño del Hotel Crisol, al que lefirmó cien pagarés de a cinco pesos, «para írselospagando desde el extranjero». A su regreso a Cuba enel año treinta Tallet le preguntó por el dueño del Crisoly los pagarés, si se los había pagado, y Barba Jacobrespondió: «No. Debe de haberlos vendido comoautógrafos».

A ese Hotel Crisol (de las calles de Neptuno yLibertad) fue a dar con Rafael después de una casa dehuéspedes y del Hotel Mi Chalet, de donde los

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corrieron a la muerte del bondadoso coronel negroGalves o Morales, a quien, de inoportuno, le dio porenfermarse y morirse, dando al traste con la efímerabonanza de sus despreocupados huéspedes. Losherederos, los nuevos dueños, pasito a paso en un meslos corrieron: no reponiéndoles las toallas sucias, lassábanas, las fundas de almohada… Entonces sepasaron a la casa de huéspedes (en la calle deCompostela) siguiendo a Tallet que allí se habíamudado no hacía mucho: cuando en plena cacería decomunistas lo despidieron de su empleo de cajeroauxiliar del Presidio Nacional. A ése, y de huéspedes,por poco van a dar el día en que Tallet, Barba Jacob yAvilés, sin un centavo, fueron a darle un sablazo aldoctor Antiga, y en las inmediaciones de su casa unpolicía se acercó a detenerlos tomándolos porladrones.

En el Hotel Crisol había vuelto a coincidir con JulioAntonio Mella: allí trasladaron al muchacho, las ruinasdel muchacho, tras su huelga de hambre que doblegó aMachado. Las cosas, sucintamente, ocurrieron así: Afines de noviembre explotaron unos petardos en elTeatro Payret y en los portales del Prado cerca delDiario de la Marina, y la policía de Machadoencarceló a Mella y a unos líderes obreros acusándolosde sedición y de violar la ley de explosivos. El cincode diciembre y desde su celda de la cárcel Mella sedeclaró en huelga de hambre en protesta por sudetención que juzgaba injusta. Dieciocho días después,ante la presión popular, Machado se vio forzado aponerlo en libertad, cuando el joven ya estaba a unpaso de la muerte. Entonces el doctor Aldereguía, quelo atendía, y sus amigos lo llevaron al Hotel Crisol.Queda una «Carta abierta contra el encarcelamiento deMella» publicada el trece en El Día, y dirigida aMachado por una veintena de periodistas y escritoresque encabezaba el eximio Enrique José Varona, y entrelos que figuraban Barba Jacob y sus amigos JuanMarinello, Juan Antiga, José Tallet, Enrique Serpa,

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Eduardo Avilés, José Fernández de Castro, RubénMartínez Villena, José Manuel Acosta y GustavoAldereguía. La carta, que encolerizó al mandatario,terminaba diciendo que en caso de morir el joven losabajo firmantes dejaban al menos el testimonio de suprotesta para salvar la dignidad de Cuba. La huelga dehambre de Mella fue el gran momento de su vida y eltema central, dramático, de las páginas que en sumemoria escribió Barba Jacob en el Excélsior deMéxico. Convertido décadas después en héroe nacionalpor la revolución castrista, Mella ha sido motivo deuna película, varios libros e infinidad de artículos,ensayos y discursos. Nada tan magistral, sin embargo,como lo que sobre él escribió Barba Jacob, que no seconoce en Cuba.

Eduardo Avilés era Jefe de Redacción de la revistaChic y escribía en El Heraldo; José Antonio Fernándezde Castro en el Diario de la Marina y la Revista de LaHabana; Marinello en la Revista de Avance; MiguelBaguer y Mañach en El País; Tallet en El Mundo; donRamón Catalá dirigía El Fígaro… Los amigos deBarba Jacob… Pero estoy mezclando las estancias delaño veinticinco y la del treinta y los periódicos. Hetenido acceso a esos periódicos por obra y gracia ytrampa del empeño.

En mi primer viaje a La Habana, cuando fui a laBiblioteca Nacional y solicité una lista depublicaciones del año ocho, del quince, delveinticinco, del veintiséis, del treinta, donde sabía osospechaba que había cosas de Barba Jacob, mecontestaron: «No se puede. Hay que sacar permiso delMinisterio de Cultura. Son de antes de la Revolución».En el planeta de los simios todo es «No». Tienen el«No» en la boca, la palabrita más socorrida. Y todo loarregla ese «No» con su cerrazón monosilábica. Es el«No» de la muerte que también lo arregla todo. Nopedí el permiso del Ministerio de Cultura porque parael permiso necesitaba una foto, y para la foto diez díasde cola, cinco más de los que me concedieron,

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compañeros. Y me fui. Diez años después volví y volvía la Biblioteca, y con esta convicción mía que no mefalta afirmé: «Estoy escribiendo la historia de JulioAntonio Mella y de esta Revolución eterna. Necesitotales y tales publicaciones, compañera». Y el «No»obstinado, inmenso, insalvable, como globo pinchadopor alfiler se desinfló en el aire y se convirtió en un«Sí». Pero no un «Sí» pronunciado: un breve gesto deasentimiento con la cabeza. Al «Sí» seco le tienenterror. Entonces volví a hundirme en el vasto mar de laletra impresa, la memoria del olvido, a buscar a BarbaJacob: en El País, El Día, El Mundo, El Fígaro, ElHeraldo, 1930, Archipiélago, Letras, la revista Chic, laRevista de Avance, la Revista de La Habana,Alrededor de América, el Diario de la Marina… Y aencontrar por todas partes su huella: un poema, unaentrevista, una nota, una mención… Las caricaturas quele hicieron José Manuel Acosta y Maribona. Su recitalen el Teatro de la Comedia, que anunció Chic a finesdel veinticinco y se realizó casi cinco años después. Suconferencia en la Hispano Cubana de Cultura, el recitalque dio en Cienfuegos. La reseña de esa conferencia,en la Revista de Avance, que él mismo escribió:llamándose «gran poeta de Colombia y deHispanoamérica», «artista de la palabra», y hablandode sus «divagaciones finísimas», sus «aciertosverbales», sus «sugestiones inusitadas», las del«hombre impar –vaya– que nos mira desde cadapalabra de Barba Jacob». Y la entrevista que leconcedió a Gerardo del Valle para Alrededor deAmérica, hablando de su reciente visita a Colombiatras de treinta años de ausencia (que en realidad fueronveinte), de la Tierra Futura y de su patriaIndoiberoamérica, diciendo las cosas más lúcidas conla sintaxis más dislocada: «¿A dónde está la vida?¿Qué cosa es y hacia dónde se dirige? No la vaya usteda buscar en los libros ni en las declamaciones falsas delos poetas. La vida son dos partes que hay que saberdividir con astucia: una, para engañar a los hombres –

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la Humanidad es otra cosa–, y otra para servir a laTierra Futura que existe en el insignificante número deseres humanos y animales que nos comprenden en elmisterio de las cosas que nos queremos decir conpalabras. Buscar lo complejo y lo difícil de la vidareal es caminar hacia la neurosis y el suicidio. Seausted el hombre vulgar de todos los días y con arregloa un programa, diciendo a cada circunstancia loslugares comunes más brillantes. Cuando termine su díavulgar, se esconde en su cuarto y se hace su café. Y sesumerge en la verdadera belleza de la vida leyendo yescribiendo en los libros que nadie lee y las cosas queson para una multitud de lectores que están en lasombra, invisible en un horizonte lejano: en elPorvenir». Aunque el joven Gerardo del Valle no sedio cuenta ni Barba Jacob se lo dijo, estabacompletamente borracho o marihuano. Y esa fotomisteriosa de El País en que Barba Jacob no es unosino dos…

E n 1925 cuando conocieron a Barba Jacob, Mellatenía veintidós años, Martínez Villena veinticinco,Marinello veintiséis, Mañach veintisiete, Avilésveintinueve, Tallet treinta y dos. Mella, el más joven,murió primero, en enero de 1929 en México, asesinado:por un esbirro a sueldo de un señor Trujillo, jefe de lapolicía secreta de Machado. Martínez Villena cincoaños después, a su regreso a Cuba de su exilio enRusia, asfixiado por la tuberculosis como Barba Jacob,y como Barba Jacob y Mella en enero, atendido por eldoctor Aldereguía, el médico de la «cueva roja». Peroesto es crónica de la pre-revolución, de los tiemposheroicos. En la Cuba de hoy los papeles de mártires yverdugos se han trocado, y el rufián de barbas, que porsu aferramiento a la vida ya se ganó el honroso títulode «anciano», sigue desgañitándose, ladrando «¡Patriao Muerte!» con su voz chillona, convencido de que esel dueño de la verdad, de su rigor dialéctico, de quehabla muy bien y todavía es un jovencitorevolucionario. ¿Y dónde vive, dónde duerme? Si usted

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se lo pregunta al guía le contesta: «¡Cómo va a saberuno dónde duerme el Jefe de la Revolución! ¿Acaso enColombia o México ustedes saben dónde duerme elpresidente?» Si es un guía menos pendejo o másentrenado le contesta: «En el corazón de todos loscubanos». Ah… Cuando no está en su yate ahí duermeFidel.

Volviendo a las edades (que es la única forma desaber cuándo es quién), Raúl Roa tenía veintidós añosen 1930 cuando conoció a Barba Jacob. Lo conoció latarde del día siguiente al del regreso del poeta a la isla,en El Mundo, en el despacho de Tallet: narrando sushistorias. En el momento de entrar el joven estaba en elcrimen del Aguacatal en Antioquia. Venía luego el delHotel Humbolt en México, donde él se alojó: en elcuarto contiguo al suyo aparecía un hombre asesinado,con la puerta cerrada por dentro sin que hubiera formade explicar el misterio… Tallet, Alberto Riera, JoséManuel Valdés Rodríguez y Rafael Suárez Márquez leescuchaban subyugados. Suárez Márquez, en voz baja,les comentaba a los otros: «El asesino ha debido de serél». Y en el cafetín de la esquina de El Mundo seguíacon sus historias: la del marinero Pis Pis de ojosverdes, que se había raptado en un buque en elPacífico. Que todos los ojos verdes, de hombre omujer, lo trastornaban. Y la historia del «Indio Verde»,el Secretario de Gobernación de Carranza que paraadular al caudillo le encargó su biografía pagándole adiez pesos la página, que él subcontrataba por uno. Yla del manifiesto político que le redactó en no sé dóndea no sé quién, en párrafos breves, «a lo Maeterlinck»,con un acróstico: «Esto me lo escribió RicardoArenales», que toda la ciudad leyó.

Como nunca hablaba de su paso por la FronteraNorte, en La Habana desde el año veinticincoempezaron a conjeturar que allí había sido el asesinato.«¿Pero cuál asesinato amigo Tallet?» El de«Acuarimántima», el del pasaje a Imali, que meacordara: «Y mi mano sacrílega se tiñe de tu sangre, oh

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Imali, oh vestal mía. Mas no fue mi ternura, fue unfuror: si de nuevo a mis ojos resurrecta te pudieseinmolar te inmolaría», etcétera, etcétera. Y luego:«¡Asesino! ¡Asesino! Susurraba y se iba el viento…»¡Ah, eso! Si vamos a hacer caso de eso… Del vientode un poema… También dijo en otro poema: «Los queno habéis llevado en el corazón el túmulo de un dios nien las manos la sangre de un homicidio…» También,amigo Tallet, ¿quién que haya vivido, por ejemplo, enParís y se respete no ha matado, por ejemplo, unaconcierge? La concierge es el espécimen más feo de lafauna humana seguida del burócrata y el policía. Peroesa cosa es otra cosa, y además Barba Jacob nuncavivió en París, ni salió de América, si bien estecontinente le estaba quedando más bien chico. El viajea Europa sí lo planeó, «en el vapor de la Trasatlánticaque partía el tres de enero», pero como tantas cosassuyas se le quedó en proyecto, se esfumó, se lo bebió, yllegó el tres de enero y el vapor y se fueron y él sequedó, y usted, amigo Tallet, lo siguió padeciendo enCuba. ¡Cómo me conmueve su credulidad! Que se hayacreído el mentiral de Barba Jacob y se lo haya repetidoa Avilés, el mexicano, que también se lo creyó y a míme lo repitió, con un mar y un desierto de por medio, yotro mar, el mar del Tiempo. Barba Jacob andaba porel desierto de la Frontera Norte, por Chihuahua,Ciudad Juárez y El Paso, a fines de 1919, diez añosdespués de que compusiera en Monterrey sus«Tragedias en la obscuridad», el germen de«Acuarimántima», en las cuales se dice: «Y afano asíla marcha con la intensa y mortal inquietud del asesino:un rayo del Señor abre la densa noche que me circuye yse derrama suavemente a lo largo del camino». ¿Es queel poeta vislumbraba lo que iba a suceder con unadécada de anticipación, como si viera en día clarodesde arriba las curvas del camino por el que yaempezaba a bajar, barranca abajo rumbo al infierno?Claro que Barba Jacob tuvo el don profético (y piensoen los vaticinios cumplidos de sus «perifonemas»,

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como el del asesinato de Trotsky), pero su antecesorRicardo Arenales en Monterrey no: andaba alucinadoentre «la densa noche» del humo de la marihuana y lasoscuridades de sí mismo: en brazos de su «Dama delos cabellos ardientes», su nueva amante, que acababade conocer y a la que le fue fiel hasta el final: lamarihuana.

Le puedo decir con precisión la fecha: el veintinuevede agosto de 1909 en la noche, cuando se desató latromba que desbordó el río Santa Catarina que inundóla ciudad. Esa noche Ricardo Arenales fumó marihuanapor primera vez. Y le voy a decir cómo lo supe: élmismo lo escribió, en esas páginas autobiográficas quecon el pomposo título de «La divina tragedia» lepublicó, sin su consentimiento, Arévalo Martínez enGuatemala: «Yo celebré mis nupcias con la Dama decabellos ardientes. Fue una noche de tormentahorrísona cuando la ciudad se había inundado hacia losbarrios obreros y seis mil cadáveres pregonaban lainocencia de la catástrofe. Y la obscuridad seentenebreció». Lo que usted nunca sospecharía es quiénera la Dama de Cabellos Ardientes. Yo tampoco, perorevisando la serie de reportajes sensacionalistas sobrelas drogas heroicas que escribió el poeta en ElHeraldo de México, sin firma o con el pseudónimo de«Califax» (pseudónimo de Ricardo Arenales que a suvez era un pseudónimo precursor de otro pseudónimo),el primero de esos artículos está consagrado a lamarihuana y se titula: «La dama de los cabellosardientes se bebe la vida de sus amantes». Dunque…También designó con la misma expresión a la lujuria:«Ahora acabo de dar los postreros toques a La Damade Cabellos Ardientes, dedicado a usted; se trata deNuestra Señora la Voluptuosidad, o, más claramente,de nuestra tirana la Lujuria», le escribe a Arévalo, alpuritano de Arévalo en Guatemala, en carta desde LaCeiba de Honduras, «La Ceiba de Atlántida» comopomposamente llama a ese pueblito mierda de la CostaNorte hondureña adonde ha llegado huyendo de la

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nieve de Nueva York. Pero «La dama de cabellosardientes» no es un poema sensual, es un poemadelirante, compuesto al ritmo de un pulso alucinado.Entre sus versos, de improviso, surge un paisaje irreal,un espejismo: «Ya en los juegos del Tenche, cuandollena olor sensual la bóveda enramada, vuela un mirlo,arde un monte, muere un día; o en la aldea de inciensosahumada, donde el melodium en el templo suena y elalma vesperal responde Ave María. O en San Pablo, deguijas luminosas, no visto pez, guayabas ambarinas,platanares batidos con lamento y un turpial que en lahondura se ha callado: en cada instante mío, en cadamovimiento, su cabellera un fuego desatado y ondeandoal viento, ondeando al viento, Ella estaba a mi lado…»Son las montañas del Tenche y del San Pablo en suAntioquia lejana donde el abuelo Emigdio tenía unasfincas de ganado y caña de azúcar, El Algarrobo y LaRomera, donde vivió Miguel Ángel, el poeta, de niño yde muchacho, y donde fundó su primera escuelita conunos cuantos niños campesinos: Miguel Ángel OsorioBenítez, en verso de arte mayor, en decasílabo como elcura lo bautizó, el presbítero Francisco AntonioMontoya, coadjutor, en la iglesita parroquial de SantaRosa de Osos el tres de agosto de 1883, cinco díasdespués de que el poeta viniera «al torrente de la vidaen Santa Rosa de Osos, una media noche encendida enastros de signos borrosos. Tomé posesión de la tierramía en el sueño y el lino y el pan, y moviendo a lasnormas guerra fui Eva y fui Adán…» Pero ése es otropoema y otra alucinación. En La Ceiba de HondurasMiguel Ángel Osorio se llama Ricardo Arenales, y allísólo él sabe qué es un turpial: un pájaro que canta.Muchos, pero muchos años atrás, en ese paisaje remotode Antioquia «un turpial en la hondura se ha callado».

Cuando al cabo de diez años volví a Cuba, mi gransorpresa fue que Tallet aún vivía. La Muertechocarrera me lo preservó para que constatara unacosa: la curiosa memoria de los viejos. A mí, porsupuesto, no me recordaba (como diez años atrás no

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recordaba a René Avilés), pero todo lo de Barba Jacobme lo repitió punto por punto, sin quitar ni poner nicambiar una coma. Barba Jacob se le había grabado enla memoria como con cincel en la piedra.

En la Calle F número 113, entre Quinta y Calzada,cerca al Vedado, vive ahora Tallet. La revolución le haasignado un apartamentito limpio, recién pintado, loúnico pintado en la isla. Lo preside su retrato, el que lehiciera Carlos Enríquez: el hombre de faccionesnobles, de los ojos verdes mirándome desde el pasado,desde La Habana alegre y despreocupada por cuyascalles libres transitara Barba Jacob. Volvemos a hablardel Café El Mundo, del doctor Antiga, de GarcíaLorca, del marinero… De los quinientos pesos enpagarés de a cinco al dueño del Hotel Crisol, el últimoen que vivió el poeta en el año veintiséis, y delsuntuoso Hotel Roosevelt, de las calles de Neptuno ySan Miguel, donde se alojó en el treinta a su regreso deColombia y Panamá sin un centavo, registrándose comojoyero internacional: la enorme cuenta de trescientospesos la pagó con un cheque sin fondos, que de nointervenir Valdés Rodríguez y el generoso doctorAntiga lo iba a mandar a la cárcel. Cuando dejaba elhotel, el administrador le pidió el autógrafo. «Habrásevisto mayor descaro –comentaba Barba Jacob–.Pedirme el autógrafo… ¡Qué más autógrafo que el quele firmé en el cheque!» Pero éstos no son sólorecuerdos de Tallet: también de Roa. En el largoartículo que escribió Raúl Roa sobre Barba Jacob,Tallet está una y otra vez mencionado. Son recuerdoscompartidos. Y a juzgar por las coincidencias exactasde los del uno y los del otro, han debido decomentarlos más de una vez en estos últimos diez oveinte o treinta o cuarenta o cincuenta años en que porobra y gracia de una revolución milagrosa el Tiempose detuvo en Cuba.

El recital del Teatro de la Comedia, en que lopresentó Valdés Rodríguez, lo dio medio borracho,después de beber todo el día. Y la reseña elogiosa del

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mismo la escribió él mismo (para El Heraldo tal vez),como también escribió la de su conferencia en laHispano Cubana de Cultura. Con el dinero de esaconferencia y de un recital en Cienfuegos se compró untraje blanco de dril, «del dril número cien», y le envióa Rafael, al que había dejado en Panamá de rehén en unhotel, con qué se viniera a Cuba. Llegó el muchacho alHotel Roosevelt, a ayudarle a aumentar la kilométricacuenta.

Del Roosevelt, y con Rafael, se mudó al HotelCrespo, en la calle del mismo nombre, un hoteluchoinfame donde enfermó. Allí fueron Tallet y Roa avisitarlo un atardecer: en la penumbra de la sórdidahabitación, envuelto en un ropón verde y con unpañuelo anudado en el cuello, sudoroso sobre la camarenqueante Barba Jacob deliraba. Les palpó con lamano viscosa como si tratara de reconocerlos… Roahabla de un previo colapso cardiaco que le motivó unexceso de marihuana, del cual lo salvaron ValdésRodríguez y Alberto Riera administrándole a tiempo unron Bacardí.

Al recobrarse de su enfermedad Barba Jacob lesmanifestó a sus amigos (los pocos que le quedaban) suintención de marcharse de Cuba, y entre ellos seorganizó una colecta: se la bebió. Cuando ya todoscreían «haberle endosado a México su gravosapresencia» se lo encontró Tallet. «¡Cómo! –exclamóTallet–. ¿No se marchó usted? ¿Y el dinero?» «Me logasté en tres deliciosas parrandas», fue su respuesta.Se recurrió entonces al expediente de una nuevacolecta nombrando a Riera tesorero. «Riera –le dijo–,de ese dinero mío que me tienes dame tres pesos».«Ese dinero no es tuyo –le contestó Riera–. Si no te vashabrá que devolvérselo a sus dueños».

Hacia el quince de septiembre, dejando a Rafael derehén en el Hotel Crespo «en prueba de que volvería apagar la cuenta», en un barco de nombre ignorado semarchó. Tallet y Riera fueron al muelle a despedirlo.Le subieron a la pasarela y le entregaron el pasaje y

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veinticinco pesos que habían sobrado de la colecta. Yun abrigo que Tallet le regaló para el invierno. Él a suvez le dejó a Tallet un libro de poemas de GonzálezMartínez que Enrique, un hijo de éste, le había dado enjulio a su paso por la isla, y una fotografía suya,dedicada: «A Tallet. Su amigo, Barba Jacob». Zarpó elbarco y nunca más volvieron a verlo.

Ocho años habían pasado desde que el generalCalles, Secretario de Gobernación, lo expulsó deMéxico por sus virulentos editoriales de Cronos contraél, el gobernador Gasca, el procurador Neri yRaimundo y todo el mundo. Las gestiones delembajador mexicano en La Habana Adolfo Cienfuegosy Camus ante la Secretaría de Relaciones Exteriores leabrieron de nuevo las puertas de la república. Ya enMéxico y años después, Barba Jacob habría de tenerelogiosas palabras para ese embajador en sus«perifonemas» de Excélsior. Busco el nombre deAdolfo Cienfuegos y Camus en la guía telefónica y loencuentro. Marco el número. Me contesta unamuchacha. Le explico que estoy escribiendo labiografía del poeta colombiano Porfirio Barba Jacob aquien don Adolfo conoció, y que me gustaríaentrevistarlo. «¡Ay por Dios! –oigo que exclama al otrolado de la línea la muchacha–. ¡Pero si mi abuelomurió hace veinte años!» Cuelgo avergonzado. Diezaños después el nombre de Adolfo Cienfuegos y Camussigue figurando en el directorio. En el piadosodirectorio telefónico de México no muere nadie, y enCuba no corre el tiempo. Las calles están igual, iguallas plazas, igual las casas, desmoronándose. Lamáquina prodigiosa que soñó Wells para viajar alpasado es la revolución. En Cuba las cucharitas conque uno toma el helado (no con que le pone azúcar alcafé porque la revolución ya decidió por uno y el cafétiene azúcar) son de plomo, dúctiles, maleables,flexibles. Se doblan para acá, para allá, y uno puedehacer con ellas lo que quiera: un muñequito o unprendedor. En Cuba ya olvidaron la aleación. De año

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en año, paso a paso, Cuba viaja hacia atrás, rumbo a laEdad de Piedra. Ineluctablemente.

Es un día de fines de septiembre de 1930 y RenatoLeduc acaba de regresar a México de Guatemala. Estáahora en el despacho del poeta Rafael López, en elArchivo General de la Nación que éste dirige, en elPalacio Nacional, visitándolo. Don Rafael le preguntasi no se ha tropezado en Guatemala con su viejo amigoPorfirio Barba Jacob, ex Ricardo Arenales, y Leduc leasegura que por allí no ha pasado, que de ello puededar fe el actual director de la Biblioteca Nacional deGuatemala Rafael Arévalo Martínez, a quienprecisamente le oyó hablar del paso años atrás por supaís del poeta colombiano. Arévalo a su vez le habíapedido noticias de Barba Jacob suponiéndolo enMéxico, y temiendo por cierto volver a encontrárselo.En este punto de la conversación entra al despacho undependiente y le presenta a don Rafael una tarjeta devisita. Rafael López lee la tarjeta: «Porfirio BarbaJacob solicita verlo». En esta situación de tan grandecoincidencia conoció Leduc al poeta. En su casa, en lacolonia de los periodistas, me cuenta lo anterior. Medice que Barba Jacob no le prestó la menorimportancia y que se limitó a hablar con don Rafael, suamigo del pasado. Nunca simpatizaron. Leduc, sinembargo, habría de editar algo después sus Cancionesy elegías, con Edmundo O’Gorman y JustinoFernández. Por eso fui a buscarlo. Que Barba Jacobvolvía a México, me dice, hablando de la plaga depoetas que había en Colombia. Que en Bogotá cuandodos amigos se encuentran sacan sus versos y se dicen,el uno al otro: «Si me lees te leo». Yo me río porqueLeduc, que me lo está contando, también es poeta. Ydon Rafael. O mejor dicho don Rafael «fue»: ya murió.De suerte que si por Colombia llueve por aquí noescampa. En Churubusco justamente, el periódicoincendiario que publicó Arenales cuando esto ardía, enplena revolución, Rafael López dio a conocer su másfamoso poema, «La bestia de oro», contra los gringos.

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Pero de eso usted Leduc no sabe. Cuénteme de lo quesabe.

Un miércoles santo Leduc se lo volvió a encontrar,por la Avenida Insurgentes. Caminaba Leduc cuando uncoche se detuvo. Venía manejando su amigo Ci riacoPacheco Calvo y le acompañaban Barba Jacob y unmocetón fornido: Leonardo Shafick Kaím. Ciriaco, quehabía sido líder del movimiento estudiantil de 1929,tenía por las fechas del encuentro veintitrés años, yhabría de morir unos cuantos después. Invitó a Leduc aque subiera al auto y reemprendieron la marcha. BarbaJacob, dice Leduc, continuó en lo que estaba:abrazando a Shafick y diciendo «alguna mariconería»del estilo de que «tan lindo cuello merecería serdecapitado». La mala impresión que tenía Leduc delpoeta –la del primer encuentro– llegó entonces alcolmo, y muy molesto le pidió a su amigo que sedetuviera y descendió del auto.

Y eso que usted no sabe, amigo Leduc, lo que mecontó Tallet que le contó Eduardo Avilés que le contóBarba Jacob: que se había pasado la noche entera, laanterior, «tocando el cornetín» en pleno baile delcarnaval, allá en La Habana… Se bajó pues usted delauto ¿y qué pasó? ¿Cuándo se volvió a encontrar a esedesvergonzado poeta?

Meses después, cuando los periódicos daban lanoticia de que se hallaba gravemente enfermo y en laextrema pobreza, se lo volvió a encontrar, en la cantinaLa Copa de Leche, acompañado de nuevo por CiriacoPacheco Calvo. Que «ni estaba tan enfermo ni en tanextrema pobreza», le dijo en esa ocasión Barba Jacob,y sin embargo algo después se internó en el HospitalGeneral. Pero antes el joven Ciriaco consiguió querecibiera a Leduc en su casa, y allí fue éste encompañía de Edmundo O’Gorman, quien estabafundando la Editorial Alcancía con Justino Fernández,a proponerle, para ayudarlo económicamente, laedición de sus poemas en la nueva editorial. «Prendadode O’Gorman que era un muchacho muy bien

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parecido», Barba Jacob les entregó un cerro enorme desus escritos. Entonces empezaron los problemas. Seinternó en el hospital, y allí debían llevarle las pruebasdel libro. Nada le convencía, nada le gustaba… Saliódel hospital y siguieron los problemas. No le parecíabien la encuadernación, le parecía mal el papel. Y elprólogo… A Leduc le había pedido que escribiera elprólogo, acaso por agradecimiento, pero cuando loconoció empezó a gesticular indignado: «¡A quédiablos –decía– hablar de modas si mis poemas sonintemporales!» Y otras cosas por el estilo. Leduc,enojado, le contestó que pusiera un prólogo suyo, queun libro de versos no necesitaba presentación de nadie.Barba Jacob le puso entonces su prólogo «Claves»,que él mismo había escrito para una reciente, y fallida,publicación de sus poemas en Monterrey, tal cual, conuna simple alusión a Alcancía: «Amigos insignes, de lamás alta representación en la literatura continental –Ramón López Velarde, Alfonso Reyes, EnriqueGonzález Martínez, Silvio Villegas, José SantosChocano, entre otros– me han instado con afectuosasolicitud, en el curso de luengos años, a reunir mi obralírica, que anda dispersa en revistas y periódicos, y apublicarla en una de esas colecciones “que siquiera sedejen leer”. Accediendo al honroso estímulo y a mispropias urgencias entrego a la casa editorial deAlcancía los originales de algunos de mis poemasescritos entre 1908 y 1929, y que forman parte delvolumen “Antorchas contra el viento”…» Esas«Antorchas contra el viento» era otro título, otro entremuchos, del mismo libro quimérico, el definitivo, elque se pasó la vida haciendo y que nunca acabó dehacer. Cuando murió Barba Jacob, su hijo adoptivoRafael y sus amigos borrachines, creyendo que iban ahacer el gran negocio del siglo para seguir bebiendo,con tinta y papel regalados y limosnas y sablazos aquíy allá publicaron otra colección de sus versos con eltítulo de Poemas intemporales y un breve prólogo, nofirmado, de Leduc. El prólogo «Claves», el de Barba

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Jacob, termina diciendo: «Mi verdadera plenitudempieza ahora, más allá de las tres dimensiones. Y, alo que parece, luz primaria y silencio polifónicoinundan de nuevo el éter y señalan, delante de mí, rutasinnumerables». Las rutas innumerables a que aludía noeran ya las del mar y de la tierra que tanto habíatransitado, eran las del misterio. «Dame ¡oh Noche! tusalas de Misterio para volar al cielo de losMonstruos…» empieza diciendo uno de sus últimospoemas, que se ha perdido. Sólo que el poeta noavanzaba hacia la luz primaria que creía vislumbrar ensu prólogo. Oculto tras los hechos externos de su vidaiba ascendiendo, palmo a palmo, como barquilla sinlastre, hacia el cielo oscuro de sus Monstruos,adentrándose en el Atardecer.

Dice Leduc que cuando aparecieron las Canciones yelegías Barba Jacob invitó a sus jóvenes editores a unalmuerzo que preparó él mismo en su casa paracelebrar el acontecimiento. Vivía en un cuartuchomiserable en las inmediaciones de la calle de Regina,callejuela de prostitutas de la cual, al salir con susinvitados, Barba Jacob le comentó a EdmundoO’Gorman: «Antigua calle de la buena muerte, hoy dela mala vida». El almuerzo, sin embargo, pienso yo, hadebido de realizarse antes de lo que dice Leduc, pues ala aparición de las Canciones y elegías, según hellegado a establecer, ya hacía tiempos que Barba Jacobhabía dejado la vivienda de la calle de San Jerónimo,la única que tuviera cercana a la calle de Regina.Andrés Henestrosa, por su parte, me ha hablado de otroalmuerzo en el cual, por mediación suya, Barba Jacobles entregó a los editores de Alcancía los originales desu libro. Deben de estar hablando del mismo almuerzo.

Andrés Henestrosa figura en el directorio telefónicode México, pero vivo está. Vivo y dueño de una de lasbibliotecas privadas más grandes de este país, dondelas hay bien grandes. Lo conozco en el Sanborn’s de lacalle de Madero donde me ha citado, y adonde llegaacompañado del arquitecto Ruvalcaba, otro que

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conoció a Barba Jacob. Y no sólo a Barba Jacob: alinefable Leopoldo de la Rosa, poeta insigne y señor delsable. Pero no voy a permitir que el arquitectoRuvalcaba o Henestrosa les presenten a Leopoldo. Lopresento yo: de traje negro y sombrero negro, gafitasredondas y bastón. Solemne, engreído, envidioso,sablista, perezoso, místico y según Felipe Servín,«maricón como él». Pero a mí Arqueles Vela me hacontado que andaba muy enamorado de una de las«Mañicas», una artista de bataclán de ese Teatro Colónque hizo famoso María Conesa. Para conciliar estasopiniones encontradas, digamos con soluciónsalomónica que era lo uno y lo otro. Innumerablesveces y en los más impensados sitios, Leopoldo secruza con Barba Jacob. Se conocieron en Barranquillaen 1907, en un banco de un parque; se encontraron enMonterrey en 1911, en México en 1912, en Tegucigalpaen 1917, en México en 1918, en Barranquilla en 1928, enLa Habana en 1930 y en México en 1931 y a lo largo detoda la década. Vivieron juntos y viajaron juntos;compartieron el mismo techo, la misma mesa, losmismos barcos, los mismos amigos, y lo que es peor:los mismos vicios y los mismos versos. Así queterminaron peleándose. Por un muchacho primero;luego por una dedicatoria. Lo del muchacho fue enBarranquilla en 1928. Lo de la dedicatoria en 1933 enMéxico, cuando la aparición de las Canciones yelegías. Leopoldo publicó una carta indignada enExcélsior inculpando a Barba Jacob de plagio yllamándolo «vampiro». Lo acusaba de robarle ladedicatoria a Colombia del libro, una «meditación»titulada «La sed», e infinidad de versos sueltos con losque apuntalaba sus poemas. Se cogieron un odioterrible. Dejaron de hablarse. Leopoldo hasta quisogolpear al otro con el bastón. Ya al final, cuando BarbaJacob agonizaba en México en un apartamento sinmuebles de la calle de López, Leopoldo fue a verlo, abuscar la reconciliación. Lo encontró en agonía:acababan de ponerle la extremaunción y tenía

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conectados unos tubos de oxígeno. Leopoldo, apoyadoen el marco de la puerta, le dijo: «Hermano, vengo averte porque me han dicho que estás muy malo…» Nopudo decir más. Barba Jacob se incorporó paragolpearlo con un crucifijo que tenía en el pechovociferando insultos de la peor clase: «Saquen a estetal por cual», gritaba enfurecido. Cuando coincidieronla segunda vez en Barranquilla, en el año veintiocho, sereunían en un café de la parte alta de la ciudad, El GatoNegro. Barba Jacob se alojaba en un hotel de la callede San Blas, y Leopoldo acababa de pasar seis mesesbajo los vagones del ferrocarril trabajando en unpoema en que aspiraba a que floreciese la angustia delos humildes. Pero debe de ser la primera vez enBarranquilla cuando pasa lo de la noche estrellada deque le contara Barba Jacob a Henestrosa, a raíz de lapelea del plagio: que iban Leopoldo y él caminandobajo la noche estrellada, y que Leopoldo (¡el granpendejo!) había exclamado: «¡Ah, Ricardo, qué grandees el infinito!» A lo que él contestó: «Ni tanto, nitanto». Como tampoco Henestrosa conoció a RicardoArenales, ese «Ricardo» de su recuerdo es el de BarbaJacob. La noche estrellada ocurre entonces en laprimera estancia del poeta en Barranquilla, en 1907justamente, cuando se cambió su nombre de pila deMiguel Ángel Osorio por el de Ricardo Arenales,quien se marchó y regresó veintiún años después,nuevamente con el nombre cambiado: llamándosePorfirio Barba Jacob.

Leopoldo mismo le contó a Laura Victoria, quien amí me lo ha contado, que cuando fue a pedirleexplicaciones a Barba Jacob por el plagio de susversos, éste le contestó que con su nombre al menoshabrían de ser conocidos porque con el de Leopoldo nolos leería nadie, y a Horacio Espinosa Altamirano, enuna entrevista, a la pregunta por los atentados queRicardo Arenales había cometido con su poesía lerespondió: «Lo primero fue una dedicatoria queapareció en Canciones y elegías; lo segundo, una

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“meditación”, que se llamaba “La sed”. La ira que paséfue espantosa; casi no dormía; bajo los ojos de EnriqueFernández Ledesma le escribí una carta llamándole“vampiro”. La carta la publicó el periódico Excélsioren la sección editorial. Pero Porfirio, multifacéticohasta en sus mil y una agonías, se hallaba convalecientey la amistad continuó. Muy cínico me leía sus poemasapuntalados con versos míos; y también muy sincerome decía: “Mira Leopoldo, cuando te guste un verso oun poema mío, aprópiatelo; autorízame a hacer lomismo”. Me cogió un odio terrible. Era un loco. Alcortar el diálogo, y rectificando asperezas y pasionesmomentáneas, Barba y yo nos influimos mutuamente».Por qué le tomó ese odio terrible es lo que ya nadiesabe. La carta de Excélsior es una preciosidad: «Mi yaperdido amigo –empieza diciendo–: Vengo de verte enesta mañana de luz, bella y triste para mí, en que llevéa tus ojos, ciegos de vanidad, la salvación de tu honorde poeta, de tu honra de artista, que tú mismo,insensatamente, has mancillado, traicionando nuestraheroica amistad. Declaro, ante todo, en esta cartapública, que te debía inmensa gratitud», etcétera,etcétera. Y luego: «Has abusado, lo digo con ardienteamargura, has abusado de mi gratitud, acibarandonuestra amistad, que al fin hoy concluye, por demenciatuya, en la tierra. Has puesto la mano, insensatamentesacrílega, sobre el tesoro más preciado de mi madre,muerta ya para el mundo: en la dedicatoria de toda laobra de mi vida, del libro inédito de mis poemas, paraElla. Mutilada por ti aparece, al frente de tu recientelibro Canciones y elegías, esa sacra dedicación, que túconviertes en la tuya para la Patria: “A Colombiaporque me dio la vida y me infundió el amor a labelleza”. Mi dedicatoria dice: “A mi madre porque medio la vida, me reveló el amor y me infundió mi fe en labelleza”. Está así, al frente de mis originales, queconserva en Colombia una hermana mía». Después loacusa del robo de su «Meditación primera», que«publicaste íntegro, con tu firma de Ricardo Arenales,

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en El Ateneo de Honduras», y de la apropiación delverso «a una íntima, abscóndita armonía», que emigróde su poema «La amiga» a la «Acuarimántima» delotro. «Y otros más que podría ir citando». Y despuésde compararlo a «los vampiros que rondan por lastumbas» al haber «profanado el tesoro espiritual de mimuerta», y de amenazarlo con la justicia divina y «laespada que brota de la boca del Verbo» terminadiciendo: «El Tiempo es el gran plagiario del ser:parece vida, y es continua agonía. No puede ni siquieradetener con sus ilusorias y letales alas, las epopeyasmísticas de los santos, ni las chispas de luz que caen ala Eternidad desde el cobre desbordante de los genios.Bajo esas alas, todo es muerte y polvo, polvo de locaalegría. Como tú dices en tu inmortal poema: “Lamuerte viene, todo será polvo bajo su imperio; polvode Pericles, polvo de Codro, polvo de Cimón!”»

La carta, jadeante de indignación y de comas,terminaba con esos versos de la «Balada de la locaalegría», precisamente a él dedicada en las Cancionesy elegías. Ricardo Toraya conserva un ejemplar dellibro, el que perteneció a Barba Jacob, en el cual el«Envío» del poema, a Leopoldo de la Rosa, ha sidotachado por la propia mano del poeta.

La «Meditación primera» (que también se llamó«Nocturno XVI») fue el mejor poema de Leopoldo de laRosa. Con la firma de Ricardo Arenales en efecto, lopublicó El Ateneo de Honduras en agosto de 1923,tomándolo del octavo número de la revista Vida, de LaCeiba, del quince de mayo de 1918. Un ejemplar de ElAteneo fue a manos de Miguel Rash Isla, amigo comúnde los dos poetas, quien «asombrado de lainconcebible acción» se lo entregó a Leopoldo enBogotá. Ricardo Arenales se apoderó prácticamente delo poco que servía de Leopoldo. Lo demás de pocomás servía, y el Tiempo, «el gran plagiario del ser», selo tragó.

Con Henestrosa se enojó a fines del treinta y siete,cuando la polémica de los diarios cardenistas contra

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Últimas Noticias a raíz de la guerra civil española.Últimas Noticias era partidaria de Franco, y desde suscolumnas Barba Jacob defendió a los españolesfranquistas radicados en México, cuyos comercios ynegocios eran asaltados por turbas de fanáticosinstigadas por el comunismo y la prensa afecta aCárdenas, a su gobierno, irrestricta como la actual alactual gobierno y aduladora como ésta, lambiscona,abyecta. En respuesta a un violento artículo de BarbaJacob contra Alberti, que juzgó injusto, Henestrosaescribió otro en El Nacional contra su amigo: «BarbaJacob, organizador de agonías», sosteniendo que elpoeta las simulaba para sacarles dinero a los ingenuos(por esas fechas Barba Jacob se hospedaba en elHospital de los Ferrocarrileros). Disgustado conHenestrosa Barba Jacob le llamó en adelante «el señorRedríguez», aludiendo en burla al apellido de su examigo, que es con «i» en Colombia, no con «e»:Hinestrosa, lo correcto.

Imposible conocer el artículo de Barba Jacob contraAlberti: faltan en la hemeroteca de México y en losarchivos de Excélsior y su vespertino Últimas Noticiaslos ejemplares de varios meses de los años de lapolémica. A Alberti lo conocí en Roma, una noche, ensu apartamento de la plaza Campo dei Fiori dondequemaron a Giordano Bruno. Yo era un muchacho. Quéiba a imaginar entonces que mi ilustre anfitrión hubierapasado, así fuera tan pasajeramente, por la vida deBarba Jacob. En fin, como al maestro Caso no lequedaba la posibilidad de vender su biblioteca (lavendía sacándola en cajones a la calle, obligado en supobreza, y la compraban sus amigos para volvérsela aregalar), a Barba Jacob tampoco le quedaba ya laposibilidad de agonizar. Había agonizado demasiado.Y de esa imposibilidad se dolía: «Ya alguien dijo enun artículo que yo agonizo frecuentemente. Y aquí, enlos diarios comunistas y cardenistas, que hasta hacepoco me atacaban sin misericordia, se ha estampadoque yo finjo “agonías” para explotar la candidez del

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público. Si entre mis amigos de Colombia me dirijo a ties porque me consta la estimación que siempre me hastenido y porque sé que juzgas con sencillez y rectitudlas tragedias de los poetas». Es una carta a JuanBautista Jaramillo Meza.

Queda una foto de Barba Jacob con Henestrosa. Ycon Rafael Heliodoro Valle además y Ciriaco PachecoCalvo y otros dos que no logro identificar: acaso ciertodoctor Flores Rosa y cierto general Umaña. La foto notiene fecha y llegó a mí por distinto conducto al deHenestrosa, quien la conservó. Sin que Henestrosa melo haya dicho, ni nadie, la puedo sin embargo fechar, ydecir quién la tomó. La tomó cierto fotógrafo Márquezel primero de enero de 1932 en la mañana, en casa deRafael Heliodoro Valle, en su casa de San Pedro de losPinos del barrio de Tacubaya. Tres años después, en unartículo, «Barba Jacob, el príncipe sombrío», RafaelHeliodoro Valle recordaba esa mañana de año nuevoen que reunió a un grupo de amigos en su casa para queescucharan a Barba Jacob, y sostenía que si el arte deconversar no existiera Barba Jacob lo habríainventado. Estaban con ellos a la mesa, entre otros, eldoctor Flores Rosa, el fotógrafo Márquez, el generalUmaña, y los jóvenes Henestrosa y Ciriaco PachecoCalvo. Con sus modales de gran señor de que hacíagala cuando quería (tan ajenos a sus desvergüenzas ysus desplantes), cautivador como nunca, Barba Jacobirradiaba esa mañana confianza y optimismo. Pocasveces le vieron así sus amigos. Todos acercaban lassillas para escucharlo. Habló de viajes, de islas, devolcanes, de caminos, de barcos; de las aventuras ygentes que le salieron al paso, de los proyectos quehizo y deshizo. Habló de Mella y de la UniversidadPopular de La Habana, de su hermana Mercedes y suesposo millonario, de su última permanencia en sutierra la fabulosa Colombia: «¡Me trataron tan mal esasgentes que por poco me muero de hambre!» Habló decuando se hizo a la mar en Barranquilla, de su poemajuvenil «La tristeza del camino» que le elogiaron en

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Costa Rica, de su llegada a México, de El Espectadorde Monterrey y don Ramón Treviño, del perversoRicardo Arenales, en fin, fusilado en una de tantasrevoluciones centroamericanas… Con esa vanidadinfantil tan suya de ser el centro de una conversación,el motivo de un agasajo, iba evocando paisajes,inventando leyendas. Y sus sueños humildes de una pazcampesina: «Nada tan hermoso como pasarse unosquince días en el monte, sin hacer nada, sin leerperiódicos, vigilando todas las mañanas a la cocineramientras guisa y sugiriéndole lo que debe hacer paraque todo le resulte mejor…» ¿Qué recordaba? Quizásus días en Antioquia, a su regreso a Colombia, con latía Rosario… Las cosas y los sucesos cotidianosempezaban entonces a transmutarse por la magia de supalabra.

No dice Rafael Heliodoro en su artículo que sehubiera tomado una foto en su casa, pero sí que estabaa la mesa un fotógrafo, «el gran fotógrafo Márquez».Pues él la tomó. Hoy detrás de una foto puede estarcualquiera: se toman solas. Pero detrás de una tomadaen 1932 no: habrá siempre un fotógrafo de profesión. Ydonde hay fotógrafo hay foto. No se necesita serSherlock Holmes para descubrir estas cosas, miquerido Watson. En cuanto a la fecha, ¡quién olvida lamañana de año nuevo con Barba Jacob! RafaelHeliodoro en la foto parece un espectro; Henestrosa yCiriaco, unos inditos patarrajados; ídem los otros. Perola foto descolorida por el tiempo y esas presenciasopacas se ilumina en un lampo con Barba Jacob, con suaura luminosa.

En ese año que empezaba Rafael Heliodoro Valleadoptó el pseudónimo de Miguel Ángel Osorio, unomás entre sus muchos, pasajeros pseudónimos. Desdesu casa de San Pedro de los Pinos, barrio de Tacubaya,donde vivía desde hacía algunos meses y donde vivióen adelante sepultado entre libros, cartas, revistas,periódicos, por años, hasta su muerte, le escribía aAlfonso Reyes a finales del año: «Lo curioso del caso

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es que en Honduras hay un auténtico Miguel ÁngelOsorio como lo verá usted por el recorte que le envío».Todavía en un libro reciente sobre el escultorcolombiano Rómulo Rozo radicado por largo tiempoen México perdura la broma: se transcribe en él unviejo artículo de ese año atribuyéndoselo a BarbaJacob porque lleva la firma de Miguel Ángel Osorio,su nombre de pila, siendo así que en este caso MiguelÁngel Osorio designa a su amigo, Rafael HeliodoroValle.

Con un tiro de cuatrocientos ejemplares, constabanlas Canciones y elegías de treinta poemas, dedicados acuarenta y cuatro personas. Algún poema estabadedicado a tres a la vez, y asimismo estaban dedicadaslas cuatro secciones en que se dividía el libro:«Rumbos», «La vida profunda», «La colinaensangrentada» e «Iluminaciones». Con que cada unode los agraciados comprara diez ejemplares, y se agotóla edición y faltó. Con Leopoldo el enfurecido no habíaque contar, ni con el Ministro de Colombia en MéxicoJulio Corredor Latorre, muerto de un ataque de anginade pecho estando el libro en prensa. En la larga lista denombres de las dedicatorias figuran varios que ya hanpasado por estas páginas, y otros que pasarán. Allíestán los editores del libro Renato Leduc, EdmundoO’Gorman y Justino Fernández; los cubanos JuanMarinello, Jorge Mañach y Enrique Serpa; elnicaragüense Eduardo Avilés Ramírez, el hondureñoRafael Heliodoro Valle, el colombiano Rómulo Rozo,el guatemalteco Rafael Arévalo Martínez, losmexicanos Alfonso Reyes y Enrique GonzálezMartínez, y otros mexicanos y guatemaltecos ycolombianos y peruanos… Sólo Tallet no figura. Lagratitud del poeta sin darse abasto, abrumada, lo habíaolvidado.

En las Canciones y elegías las «Iluminaciones»están dedicadas al licenciado Manuel Rueda Magro,«amigo incomparable en la adversidad», y el poema«Los niños» al licenciado Romero Ortega. Son las diez

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de la noche cuando reviso las dedicatorias y encuentroambos nombres en el directorio telefónico. Decidoposponer para el día siguiente mis llamadas, y llamo enla mañana. Primero al licenciado Rueda Magro y mecontesta un dependiente, de su despacho: «Ellicenciado –me dice– falleció anoche». Cuelgo y marcoel otro número, el del licenciado Romero Ortega, ycontesta, llorando, una mujer: «Soy su hermana –medice entre sollozos–. ¿Para qué lo quiere?» Le explicolo de siempre, que estoy escribiendo la biografía delpoeta Porfirio Barba Jacob, de quien acaso ellicenciado hubiera sido su amigo. «Mi hermano –medice– acaba de fallecer. Estamos llamando a lafuneraria». Entonces sentí que nunca, después de tantosaños de buscarlo y por más que lo buscara, encontraríaal hijo adoptivo del poeta, Rafael Delgado, nirecuperaría nunca a Barba Jacob. Mi empresa era unacarrera contra la muerte y la tenía perdida.

Cuando Barba Jacob moría en el apartamento sinmuebles de la calle de López estaban a su lado su hijoadoptivo Rafael Delgado, la esposa de ésteConcepción Varela, y una enfermera. La enfermera erala mujer de Armando Araujo, compañero del poeta enExcélsior, un reportero. Por meses lo busqué por todoMéxico y cuando por fin, en Excélsior, después demucho explicar y rogar me dieron su dirección y corrí averlo, hacía una semana había muerto. En su cuartuchomiserable de vecindad en las inmediaciones delMercado de La Merced, invadido de basura y mueblesviejos, la vecina que me recibió, al mencionar yo elperiódico Excélsior, tomándome por un empleado deéste exclamó: «¿Excélsior? ¡Ya era hora! Lo que vayana dar a mí me toca, porque en estos últimos meses yofui la que lo atendí». Le pregunté si no había dejadodon Armando entre sus papeles unos pliegos largos,amarillos, de papel rayado con el título de «Niñez»:los recuerdos de su infancia que al final de su vidaestaba escribiendo Barba Jacob y que debieron de ir adar, a su muerte, a manos de alguno de sus amigos. «Él

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no dejó nada», me contestó la mujer. Eché un vistazopor el cuarto a ver si descubría algo. Nada. La muerteenredada en las telarañas.

En enero de 1983, cinco años después de mi primerllamada, marco de nuevo el 5741351 (de Orizaba 215), elteléfono del licenciado Manuel Rueda Magro, a quientodavía no borran del directorio, y me contesta sunieto. Le explico que ya sé que su abuelo murió, peroque llamo para pedir informes de alguien que debió dehaber sido su amigo, el poeta Porfirio Barba Jacob.No, ni lo han oído mencionar. Me dice el joven que suabuelo, el licenciado, efectivamente murió hace cincoaños, de ochenta y nueve, y que era uno de los sociosde La Mutualista de Seguros S. A. «Yo tenía entendidoque era el dueño o el director», le comento (en esacompañía de seguros trabajó Barba Jacob). «Ya ni sé»,me contesta.

«La Mutualista de México, Compañía de Segurossobre la Vida, S.C.L.»: tal exactamente el nombre. Hayuna carta de Barba Jacob a Rafael Heliodoro Valleescrita en papel con ese membrete y aludiendo alpuesto: «Me he convencido, por una evidenciaindisputable como las pólizas de la Compañía deSeguros en que trabajo, de la utilidad y eficacia de loseruditos, de los bibliómanos, de los recopiladores…Cuando yo desesperaba de poder conseguir una copiade “Acuarimántima”, me envías tú –¡oh predilecto delos Dioses! ¡oh providencial Heliodoro!– una hoja deperiódico de Costa Rica donde se contiene mi poema,lindamente adicionado con 385 errores de imprenta. Locopié, te lo devuelvo corregido y erigiré un monumentoa la progenie de los archiveros, con el mármol y elbronce de mis canciones (pero no en forma dehemiciclo)… Quiero que vengas a visitarme a mi fría,lóbrega y destartalada mansión de San Jerónimo 113,planta baja, pocilga número 1». A la izquierda dellóbrego pasillo de entrada al edificio de cuatro pisosestá la pocilga en cuestión: tiene una sola pieza con dospuertas, una pequeña cocina y una ventana a la calle.

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Cerca está la calle de Regina, la «antigua calle de labuena muerte, hoy de la mala vida». Su «hoy» esentonces. Hoy ya ni eso: una calle más en un millón decalles de una ciudad perdida de sí misma.

La carta es de mayo. De agosto es un artículo deperiódico de Alfonso Taracena dando cuenta de queacababa de encontrarse, en los corredores de laSecretaría de Educación Pública, con Carlos Pellicerquien le había informado que Barba Jacob tenía losdías contados: había solicitado verlo y Barba Jacob lemandó decir que no recibía a nadie ni quería sabernada de nadie, para acabar aceptando luego que lovisitara a una hora determinada. Pellicer va a ver al«moribundo»: habita una vivienda «que le cede eldoctor Rueda Magro», quien al mismo tiempo le pasacien pesos mensuales. Un médico llega a inyectarlo unavez a la semana. Le acompaña un joven que dice serhijo suyo. Dos sirios van diariamente «a contemplarlocomo en un rito». Está tendido en una recámaraherméticamente cerrada. Es algo pavoroso su cuerpoesquelético, consumido por la tuberculosis. Ya casi notiene ojos. Cuando Pellicer entra Barba Jacob le pideque le hable del Bósforo. No quiere saber nada deciertos escritores… Tal lo dicho en el artículo deTaracena, reproducido diez años después en sucolumna «Ayer y hoy» de Novedades. Los dos siriosdeben de ser libaneses, y uno de ellos Shafick, y eljoven «que dice ser hijo suyo» Rafael. En cuanto aPellicer, un hombre que se equivoca en las fechas pordiez o veinte años, en 1976 de lo anterior ya no recuerdanada. No recuerda, vaya, ni siquiera, que estuvoconmigo hace tres meses en mi casa, hablando deBarba Jacob. Ahora estoy en la suya (donde se acabanLas Lomas), admirando su colección de piezasarqueológicas y cuadros de José María Velasco, la másespléndida colección de sus paisajes: pocos mesesdespués de mi visita se la robaron, y de la pena moralmurió Pellicer. Dicen que se la mandó robarEcheverría. Dicen, porque lo que soy yo ni lo afirmo ni

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lo niego sino todo lo contrario. ¿Un presidente deMéxico ladrón? ¡Dios libre y guarde de semejanteafirmación!

Por lo demás Echeverría, Luis, también tuvo que vercon Barba Jacob: de jovencito, un jovencito infatuado:se lo llevaron a su hotel, al Hotel Sevilla: y BarbaJacob le dio a fumar marihuana para tomarle el pelo.¡Qué se iba a imaginar Barba Jacob que décadasdespués Luisito le iba a tomar el pelo a México! ¡Yvaya si se lo tomó! Presidente de México, a LuisEcheverría el uso omnímodo del poder y la palabra letrastornó la cabeza. Un delirio verbal incontenible leacometió al final de su mandato, y habló, habló, hablópor días, por semanas, por kilómetros, mientras el paísestupefacto le oía hablar, hablar, hablar sin freno, sinrazón, sin término. Habló como sólo pueden hablar eneste mundo los presidentes de México. Cuando paró dehablar y se acabó su mandato volvió al silencio, delque nunca debió haber salido. Luis Echeverría fue laprimera víctima de una extraña enfermedad psiquiátricaaún no catalogada, que yo denomino el síndrome del finde sexenio, un miedo abismal al silencio que seapodera en aquel país del presidente saliente, y que sele contagia a su sucesor a los seis años.

A Cárdenas lo puso Calles, y lo traicionó. A Ávi laCamacho lo puso Cárdenas, y lo traicionó. A Mi guelAlemán lo puso Ávila Camacho, y lo traicionó. A RuizCortines lo puso Miguel Alemán, y lo traicionó. ALópez Mateos lo puso Ruiz Cortines, y lo traicionó. ADíaz Ordaz lo puso López Mateos, y lo traicionó. AEcheverría lo puso Díaz Ordaz, y lo traicionó. En estalarga cadena del traidor traicionado, a Luis Echeverríalo traicionó José López el perro, su sucesor, al quepuso, como a él lo pusieron, por dedazo. La mismaverborrea brutal de Echeverría le acometió a López «elperro» (así lo bautizó México, no yo), pero aumentadaa la cien. Lo que dijo, lo que gritó, lo que golpeó notiene madre, no tiene nombre. «Defenderé el peso comoun perro» es su frase cumbre: la pronunció manoteando

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furioso en la televisión: tres días después devaluó y depaso se quedó con los depósitos bancarios. México loveía hacer aterrado. Después se contentó con ladrarle,en el aeropuerto, en los restaurantes, donde se loencontrara, y con una leyenda en una barda:«Defenderé el peso como un presidente», y firmado «elperro». Se fue impune: dejándole a su pobre patriamontada la deuda externa más grande del mundo (lainterna se la habría de montar su sucesor, su traidor).Pero la verdad sea dicha: después de parrandearse ysaquear al país a su antojo, en su último discurso lepidió perdón. Y lloró. El perro se había convertido encocodrilo…

¿Y a qué hablar de estos granujas, mierda de laHistoria? Es que en el México suyo, el nuestro, siguevivo el de Barba Jacob. Cincuenta, setenta años y nocambia. Y si no oigan este retrato suyo de don PabloGonzález, general y caudillo de la revolución, ycandidato a la presidencia: «Figura singular, toda desombra, no se ilumina más que por los relámpagos desu despecho. Sonríe y destila hiel. Sus ojos miranzigzagueando, cual si temiesen quedar de hito en hitocon su lealtad. Su adhesión es como la charamusca,melosa y quebradiza. Y sus pensamientos de codicia seenredan en una trama punzante y tenebrosa y le hacentraición. Calderonianamente, don Pablo podría serllamado “el traidor a sí mismo”. En el momento en quecomienza la gran revolución vindicadora contra loscrímenes de Huerta, don Pablo parece un ser degeneración espontánea: no tiene antecedentes. Pobrehombre que mal lee y peor cuenta la onda delentusiasmo se lo lleva y lo pone en manos de laFortuna. Se eleva rápidamente a los puestos más altosdel Ejército, mas no porque hayan crecido un ápice suaptitud y su conciencia de las responsabilidades. Peroel ala de la derrota muda todas las reglas de la lógica yal revés le erige un monumento al héroe adventicio:sobre una montaña de oro, el cadáver de EmilianoZapata; en los bajorrelieves, don Pablo huyendo, don

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Pablo disputando a Guajardo la gloria del asesinato,don Pablo jurando sujeción constitucional y afectuosa aCarranza, cuya mano fue para él mina inagotable…,don Pablo traicionando a Carranza… Posee haciendas,palacios, hoteles, depósitos en los bancos. ¿Cuál deesas campiñas ha regado con el sudor de su frente, cuálde esos ladrillos representa un esfuerzo honrado, cuálde esos millones vino por el rigor de su inteligencia enlucha con la vida? La riqueza de don Pablo tambiénparecería de generación espontánea, si no fuera porqueaún claman justicia las manos que la amasaron apartículas. Obscuridad, reveses militares que nointerrumpe ni una diana de gloria, traición, riquezasallegadas en río revuelto, cobardía moral, ingratitud,actos felones consumados ante la estupefacción de todoel país… Y, sobre todo ello, a guisa de poderosocendal político, aquella literatura meliflua y retocada,erudita en los programas, conmovedora en losmanifiestos, elevada en las renunciaciones, ardiente ycuasi cuajada de lágrimas en los llamamientos aldesinterés… ¡Pero siempre falsa!… Y es este hombre,don Pablo, quien ahora lanza otra vez manifiestos,quien se pone a la cabeza de la rebelión y brindajusticia y paz. Ya no es la paloma bíblica la que portael ramo de olivo: lo trae un cuervo. Es éste el hombreque habla de restablecer el imperio de la Ley Suprema,de vengar la sangre de Tlaxcalantongo. Este es, en fin,el hombre que al iniciar su jefatura en una revoluciónde opereta invoca una vez más un patriotismoincorruptible como la nieve y un leal amor a susprincipios, firme como los signos del zodíaco». Escritoen El Demócrata en 1921, el penetrante retrato de donP a b l o González bien vale para sus sucesores:generales, diputados, líderes sindicales, alcaldes,jueces, gobernadores, procuradores, senadores,ministros, presidentes, que llenan con su palabreríavana y su desvergüenza, con su ineptitud y suservilismo, con su corrupción y su arrogancia, lahistoria del México contemporáneo forjado por la

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revolución. Don Pablo González, traidor, criminal,ladrón, mentiroso, que parece un estereotipo pero queexistió algún día, aún existe: es el político mexicano.

Pero decía que Pellicer me decía, de Barba Jacob…Que nunca, por más que quiso, logró sostener unaconversación seria con él. Varias veces lo visitó conesa intención, pero en vano. O nunca tuvo la suerte oera imposible. Sabía que los hombres más importantesde México le rodeaban, que era siempre el centro de laconversación y que acaparaba la atención de todos.Pero por lo que a él respecta era de una gran vanidad ysólo le oyó historias escabrosas, como esa de losquince soldados que lo violaron en Guatemala, narradacon exceso de detalles y complacencia.

Cuatro años después de la muerte de Barba Jacob ungrupo de poetas y periodistas colombianos vino aMéxico a repatriar sus cenizas. En una copa de platamexicana se las llevaron. Pellicer, comisionado por elSecretario de Educación, les acompañó en su regreso.Tal el motivo de que le buscara.

Me habló de su afecto por Colombia donde estudióde muchacho, en Bogotá, en el viejo Colegio delRosario. Me habló de la noche en que acompañó aVasconcelos, Secretario de Educación de Obregón, avisitar a Ricardo Arenales en el lujoso hotel de la callede Madero donde vivía. Era entonces un periodistamuy bien pagado y Vasconcelos, quien consideraba supoesía como la más intensa que se hubiera vertido enlengua española, para ayudarlo le dio un magníficoempleo, pero se lo hubo de quitar al cabo de unosmeses en que el poeta sólo se presentó a cobrar elsueldo. Me habló de otra noche, de veinte añosdespués, la última que le viera, la última del poeta: enel apartamento sin muebles de la calle de López, a lasdoce. Director de Bellas Artes, Pellicer asistía a unarepresentación de ballet cuando le anunciaron lainminente muerte del poeta. Dejó el Palacio de BellasArtes y caminó las pocas cuadras que lo separaban delapartamento de López: lo encontró «conectado a una

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máquina de oxígeno, con dos presillas en las fosasnasales». Estaban con él su hijo adoptivo y la mujer deéste y una enfermera. El embajador colombianoZawadsky y su esposa Clara Inés se acababan demarchar. Cuando se marchó Pellicer entró la muerte.

La última carta de Barba Jacob fue al embajadorZawadsky y termina diciendo: «Ruégole saludar en minombre a Clara Inés y decirle que procure aplazar lavisita de Pellicer hasta que yo me haya trasladado a unlugar decente, pues me da pena que ese caballero tanpulcro y que tan pocos nexos de amistad tiene conmigome vea en el horrible zaquizamí donde hoy estoyviviendo. Perdóneme usted la rigidez de esta carta,pero yo no sé dictar mis pensamientos a otra persona.Le estrecho la mano cordial y agradecidamente,Porfirio Barba Jacob». El horrible zaquizamí era elHotel Sevilla, el último, el de sus últimos años, unhotel de chulos y prostitutas: el que dejó para irse amorir en el apartamento sin muebles de la calle deLópez.

De la visita de Vasconcelos a Arenales me hanhablado otros: Manuel Ayala Tejeda, Felipe Servín,Toño Salazar y Alfonso Taracena, y juntando susrecuerdos podría reconstruir la escena como quienarma un rompecabezas. Según oyó contar AyalaTejeda, los tremendos editoriales no firmados deArenales en Cronos iban dirigidos no sólo contraObregón y Calles, las cabezas del gobierno, sino contrael propio Vasconce los, por quien estaba empleado.Enterado Vasconcelos de qué pluma provenían fue alcuartucho en que vivía a buscarlo y lo encontróacostado con un muchacho. «¡Mira quién viene! –ledijo Arenales sin inmutarse al muchacho–. ¡El dictadorde la cultura en México!» Y con tremendas palabrasechó a Vasconcelos del cuar to. Pero Servín me cuentael episodio algo distinto: que Arenales pasaba por unaépoca de prosperidad y vivía en un hotel de Madero ocerca: en momentos en que estaba en la cama con unmuchacho desnudo separando las semillas de un

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paquete de marihuana llamaron a la puerta. «¿Quiénes?», preguntó Arenales. «José Vas concelos», lecontestaron de afuera. El muchacho de inmediato quisovestirse pero el poeta se lo impidió, y en el estado enque estaban recibieron a Vasconcelos y susacompañantes. Toño Salazar, por su parte, me di ce quecuando Arenales se fue a vivir al Hotel Colón de lacalle Madero, el ministro Vasconcelos fue a visitarloen compañía de su secretario Torres Bodet y dePellicer. Toño se hallaba con Arenales, y acaso conalguien más, fumando marihuana, cuando Vasconcelosy sus acompañantes llamaron a la puerta. En el curso dela visita Vasconcelos le pidió a Arenales que recitaraalgo, y él dijo su «Balada de la loca alegría». Alterminar el poeta Vasconcelos comentó que «Habríaque ir a la poesía inglesa para encontrar algosemejante». Por ese «acaso con alguien más» de surelato Toño Salazar no es el muchacho desnudo de losotros. Pero bien pudo serlo. Ahora es un hombrecasado y viejo y estamos hablando de RicardoArenales en su casa de las afueras de San Salvador,barrio de Santa Tecla. Que Arenales, me dice, tuvo quesalir huyendo de ese Hotel Colón por no poder pagar lacuenta. Allí dejó cuanto tenía. Toño y Rafael HeliodoroValle fueron entonces a rogarle al dueño que lespermitiera sacar la valija del poeta, y se las arreglaronpara substraer las hojas de papel timbrado («Palaciode la Nunciatura, Redacción de la Vida Profunda») enque estaban escritos sus poemas. Cuando el generalCalles expulsó de México a Arenales por losdemoledores editoriales en Cronos contra su imperialpersona, Toño fue a acompañarlo hasta el ferrocarril.Allí el poeta se despidió diciéndole: «Me voy aelogiar presidentes de América».

Rafael Heliodoro Valle ha escrito recordando elnombramiento de Vasconcelos a Arenales de«Inspector de Bibliotecas»: de las pequeñasbibliotecas de los parques que estaba fundando paradifundir los clásicos. Cinco pesos diarios le pagaban y

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Vasconcelos en broma le preguntaba por las florecitasde esos parques, y en especial las amapolas, aludiendoa las costumbres del poeta de ir regando por todaspartes semillas de marihuana para que las dispersara elviento, el suave viento de la fama que pregonaba sunombre. A Alfonso Taracena, que en esa época habíaescrito un cuento titulado «Mi trágica amistad», RafaelHeliodoro le decía que él también tenía una trágicaamistad: la de Ricardo Arenales. Y le hablaba de lacarga que significaba para él su amigo, insaciablementenecesitado de dinero. Le contó que un día en que lereprochaba a Arenales el que no hubiera sabidoconservar el puesto que le dio Vasconcelos, aquél lecontestó: «Yo no soy esclavo», como si tuviera queserlo el otro. Era la cómoda posición de quienescudado en la poesía se permitía insultar a laburocracia. Y como Rafael Heliodoro le negó entoncesel dinero que le pedía, Arenales le decía:«Despreciable criatura, te aborrezco», en cuantaocasión se encontraban. Y sólo superaba el descaro deArenales la indolencia de su paisano Leopoldo de laRosa, a quien también Vasconcelos para ayudarlo ledio un empleo, cuya única función era darle cuerda a unreloj de muro que había en la Secretaría de EducaciónPública, y que siempre estaba parado. Tan paradocomo siempre siguió el reloj, y cuando Vasconcelos lereclamó a Leopoldo éste le respondió que era muypoco los seis pesos diarios que le pagaban.Heroicamente Leopoldo nunca trabajó. De su paso porMéxico y por la vida dejó una huella mendicante.Horacio Espinosa Altamirano oyó decir que cuandoLeopoldo intentó matarse disparándose un tiro, la balaque le atravesó los intestinos no lo infectó porqueestaban limpios después de varios días de no comer.Por la época en que la comisión colombiana vino aMéxico a repatriar los restos de Barba Jacob,Leopoldo andaba por las calles muerto de hambre,hecho un cadáver: entonces Novo, el poeta SalvadorNovo, funcionario del gobierno, les dijo a los

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comisionados colombianos con su marica lenguaperversa: «Señores comisionados colombianos: ¿porqué no se llevan también los restos de Leopoldo de laRosa?» En fin, para terminar con esta historia de lavisita al hotel de Madero, Alfonso Taracena, amigo ybiógrafo de Vasconcelos y amigo de Pellicer me hacontado algo que el mismo Pellicer le contó: quecuando fueron con Vasconcelos a visitar a Arenales,éste, en su ir y venir por el cuarto recitando, cada vezque pasaba cerca al joven Pellicer, para hacerloavergonzarse le acariciaba la cara.

Alfonso Taracena lo conoció frente al edificio de ElPueblo: hablando de negocios de millonesrelacionados con el ricino y con pozos petroleros. Hizograndes aspavientos cuando los presentaron porqueTaracena expresó que no tenía el honor de conocerlo.¿Pero es que alguien podía no conocer a RicardoArenales?

Estamos hablando de 1918 en 1982, saquen cuentas.Del apogeo de Ricardo Arenales, cuando RicardoArenales era más Ricardo Arenales que nunca.Acababa de regresar a México de Quintana Roo y deBelice y Honduras y El Salvador, etcétera, etcétera, yhabía entrado a trabajar en El Pueblo, «diario liberalpolítico» y órgano oficial del gobierno de Carranza.Constaba de sólo seis páginas y lo dirigía el profesorGregorio A. Velázquez, tras de quien estaba el propioSecretario de Gobernación de Carranza, ManuelAguirre Berlanga: éste es el «Indio Verde» de que lecontó a Tallet que le encargó la biografía del caudillopara adularlo pagándole a diez pesos la página, que élsubcontrataba por uno. Pero el asunto era más sutil queeso: no era la biografía de Carranza: era la «Historiade la Revolución Mexicana», que sería publicada comofolletín del periódico según la idea de Arenales. De lalúcida cabeza alucinada de Arenales el proyecto pasóal profesor Velázquez, del profesor Velázquez allicenciado Aguirre Berlanga, y del licenciado AguirreBerlanga al presidente Carranza, quien, puesto que

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inevitablemente debería figurar en ella, en esa historia,en la Historia, la aprobó. Pagado a cinco pesos porcuartilla Arenales inició su empresa: cada sábadoentregaba un episodio, y con el dinero recibidoorganizaba una juerga. De episodio en episodio y dejuerga en juerga transcurrieron varios sábados sin queel historiador llegara siquiera a don Francisco Madero.Don Gregorio Velázquez, impaciente pues su idea eraempezar la publicación del folletín cuando tuviera en lamano lo relacionado con el Plan de Guadalupe deCarranza, empezó a urgir a Arenales, quien le explicóentonces que la Revolución Mexicana tenía «hondasraíces históricas» que se remontaban a 1906, aVillarreal y a Aguilar. «Pero apre súrese usted –le dijodon Gregorio– porque al paso que llevamos nollegaremos al Congreso Constituyente de Querétaro».Otras semanas más transcurrieron en que los episodiosse multiplicaban al ritmo de las juergas, hasta que donGregorio terminó por preguntarle disgustado al poeta:«Pero, señor Arenales, ¿cuándo va usted a terminar ellibro?» «Cuando termine la revolución», le contestóArenales. La Revolución Mexicana aún hoy noconcluye: se levanta de cuando en cuando comofantasma de su letargo: cada fin de sexenio en que unpresidente bandido la invoca para cubrir los robos ydesastres de su administración y realizar en su nombre,al abrigo de su bandera –negra bandera de humo–,algún nuevo robo o una nueva y heroica expropiación.Lo que precede sobre la historia de la revolucióninterminable se lo contó Roberto Barrios, compañerode Arenales en El Pueblo, a Rafael Heliodoro Valle.

Ese mismo «Indio Verde» le financió su pequeñoperiódico Fierabrás y nada más, del que salieron unoscuantos números y no quedan copias. El historiadormexicano Jorge Flores me dice que constaba de cuatrohojas impresas en muy buen papel y escritas en sutotalidad por Arenales, cuyos terribles artículosestaban destinados a zaherir y vapulear a losdesafectos al régimen, y a los literatos y poetas que no

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eran de su agrado. Paradójicamente, de ese efímero yterrible periódico lo único que queda es una opiniónelogiosa: de Arenales sobre «El hombre que parecía uncaballo» de Arévalo. ¡Claro, si el protagonista de «Elhombre que parecía un caballo» era él! La familia deArévalo, en Guatemala, me ha mostrado el recorte.

Cuatro años exactos después de Fierabrás y nadamás, y en vísperas de su expulsión de México, con esaingrata desfachatez olvidadiza que era tan suyaArenales escribía en Cronos: «En la época deCarranza, y cuando ya dizque se había restablecido elimperio de la Constitución y de las leyes, la sañacontra los escritores independientes corrió pareja conla munificencia con que se trató a los que servían bajola coyunda oficial. Recuérdense aquellos largos yescandalosos actos de secuestro, mal llamados “viajesde rectificación”, y, al propio tiempo, evóquense lostorrentes de oro que derramaban los Secretarios deEstado –Aguirre Berlanga a la cabeza– ya paramantener empresas cuya dependencia del presupuestoera ostensible, ya para subvencionar de maneraclandestina periódicos y periodicuchos de filiacióngermanófila. Tan oprobiosa se había tornado la antiguainmoralidad, que los hombres de Agua Prieta, una vezque hubieron escalado el poder, creyéronse obligadosa declarar que ni perseguirían a la prensa libre nitolerarían la prensa oficiosa». Lo anterior para seguirdiciendo que los hombres de Agua Prieta, que habíansubido al poder desconociendo a Carranza, pese a susbuenas intenciones y declaraciones habían vuelto a lomismo. Pero, ¿acaso El Pueblo cuando en él escribía,no «servía bajo la coyunda oficial»? ¿Acaso Fierabrásy nada más no fue publicado gracias a «los torrentesde oro que derramaba Aguirre Berlanga»? ¿Acaso unoy otro periódico no eran prensa «subvencionada»,empresas «dependientes» del presupuesto? Y sinembargo algo antes de lo dicho en Cronos, en carta aRafael López desde Monterrey, escrita con motivo delasesinato de Carranza y Aguirre Berlanga en

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Tlaxcalantongo, sobrecogido por el horror de latragedia le decía: «Yo me hallo fuera de mí. Mispensamientos son un vértigo. Creo que no volveré aconocer nada que me conmueva tan profundamente.Voy a confesarte una cosa: me he decidido, sobre losdespojos de Carranza, a pedir inmediatamente mi cartade ciudadanía de mexicano. Este es mi país… Creo queEl Heraldo de México se ha manejado inicuamente altratar al Presidente Carranza como lo trata. Aún nocomprendemos a Carranza en todo lo que tuvo degrande. Era un solitario. Erró, sin duda; pero suserrores no son sino virtudes que se invierten…» Y másadelante: «Admirable la actitud de Palavicini.Decididamente, es el primer periodista que heconocido en nuestra América. Sereno y fuerte, lo veoreprimir su emoción y no dejar que se advierta sino encuanto traduce el sentimiento nacional. Ni unadestemplanza, ni un juicio prematuro, ni una solapasión baja. El Universal tiene una tersura y unaclaridad de espejo; pero al reflejar la grantragicomedia la reflejó con majestad y con noble dolor.Ya sé que a Palavicini le molesta mi nombre; porfortuna, yo no necesito de él sino para admirarlo. Voy,pues, a escribir un artículo acerca de su brillante ypoderosa personalidad. A ti te lo enviaré muy pronto».¿A qué se refería con eso de que «a Palavicini lemolesta mi nombre»? Es que cuando Arenalestrabajaba en El Pueblo se fue a ofrecer a Félix F.Palavicini, director y propietario de El Universal(fundado dos años antes), para regresar a su periódicoa hacerse subir el sueldo con la amenaza de irse a lacompetencia donde le ofrecían más dinero. Lo anteriorme lo ha contado don Jorge Flores, y que cuandotiempo después el poeta olvidó el asunto y porintermedio de alguien volvió a pedirle trabajo,Palavicini contestó por el mismo conducto: «Dígale aese señor que Félix F. Palavicini no perdona hasta lacuarta generación». Me dice don Jorge que en adelanteArenales no perdió ocasión de congraciarse con él: que

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debió de haberle hecho gracia su respuesta en lugar deofenderlo. Y aunque a Tallet en Cuba Barba Jacob lecontaba que había escrito una serie de artículos contraPalavicini titulados «El loco», lo cierto es que en ElDemócrata, y aun en Cronos a un paso de su expulsiónde México, de él se expresó siempre en los másencomiosos términos. Una foto de Palavicini a lostreinta y tres años (tenía dos más que Arenales) muestraun hombre de cincuenta, de expresión adusta tras lacual se adivina la voluntad inamovible de quien enefecto no perdona hasta la cuarta generación. Sin quese sepa por qué dejó El Pueblo, pero debió de seguircolaborando de alguna forma con el régimen imperante,pues en un artículo de fin de año sobre Leopoldo de laRosa, Camouflage recordaba que años atrás éste vivíaen un hotel de mala muerte con su amigo Arenales,«hoy sostén literario-político del Señor Ministro dePrensa y Elecciones».

Conocí a don Jorge Flores por una vieja noticia deperiódico que daba su nombre entre los asistentes alentierro de Barba Jacob. Jefe del Archivo Histórico dela Secretaría de Relaciones Exteriores, allí fui abuscarlo. Fue al primero que le oí referirse al poetacomo Ricardo Arenales: «Nunca pensé que nadie,algún día, fuera a llorar por Ricardo Arenales» fue loque me dijo, al iniciar yo la conversación aludiendo asu presencia en ese entierro. Se refería a que cuandobajaron el ataúd a la fosa, un pobre hombre soso,insignificante, insubstancial, anodino rompió a llorardesconsoladamente: su «hijo adoptivo» Rafael, a quienel poeta conociera como un joven de una notablebelleza. Ricardo Arenales, ese hombre indelicado,egoísta, ególatra… Me lo decía un hombre muy viejo,casi ciego, que sesenta y cinco años atrás, demuchacho, le veía llegar a su casa acompañando a supadre, Esteban Flores, con quien redactó el efímeroPorvenir del reyismo: en 1911, cuando el tornado de larevolución.

Arenales… Claro que sabía yo quién era Ricardo

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Arenales: otro de los pseudónimos del poeta, me loenseñaron en la escuela. Pero nadie en Antioquiaconoció a Ricardo Arenales. El que se fue de joven eraMiguel Ángel Osorio, y el que volvió veinte añosdespués Porfirio Barba Jacob. Y como Barba Jacob leconocimos en adelante, cuando volvió a marcharse,hacia la muerte y la existencia intemporal de los sereslegendarios. Así que cuando don Jorge pronunció«Arenales» sentí que me arrastraba a las brumas de unpasado muy remoto, transcurrido en países ajenos,substraído a nuestra ingenua curiosidad deprovincianos de Antioquia, y a nuestra imaginación quelo engrandeció. Arenales… Había empezado adescorrer el velo de la leyenda.

Al llegar de Cuba a México (por primera vez deCuba a México), de veintitantos años, debiópermanecer en Veracruz un mes sin un centavo, hastaque logró conseguir un boleto de segunda en tren paracontinuar el viaje. Volvió al hotel de ínfima categoríaen que se había alojado a despedirse del dueño, unespañol que le retenía el baúl de la ropa, a rogarle queaceptara le enviara el pago de lo debido desde lacapital. Como el español se negaba, Arenales se dio amaldecirlo, a él, a su mujer y a sus hijos, con tanterribles palabras que el hombre, muy pálido, lepermitió que retirara el baúl para parar la tempestad deinjurias. Lo anterior se lo contaba riéndose a EstebanFlores, y don Esteban se lo contó a su hijo y su hijo amí. De la capital se fue a Monterrey, y a su regreso donEsteban y Jorge le conocieron.

El veinticinco de mayo de 1911 renunció PorfirioDíaz a la presidencia de México tras de gobernartreinta y cuatro años con poderes absolutos, y semarchó a Europa. Se marchó en el Ipiranga, eso eshistoria patria. Menos que historia patria, pobrecrónica de poetas, es la coincidencia de que en esevapor alemán a fines del año anterior se embarcara enCuba Rubén Darío, el más famoso poeta de América,rumbo a París, gracias al giro que desde allí le enviara

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el general Bernardo Reyes. Y ahora que don Porfirioiba camino a Francia, al exilio, volvía de su exilio enFrancia el general Reyes: del exilio suavizado,disimulado, que le impuso el dictador en pago de sulealtad y sus servicios. Alejado del poder el dictador,el santo de sus devociones, el general podía aspirar areemplazarlo sin remordimientos y oponérsele aMadero: con un día de diferencia respecto a éste llegóa la capital. A Madero lo recibió la multitud; al generallos militares y sus amigos, y los andenes de la estacióndonde llegó quedaron cubiertos de claveles rojos. Díasdespués una fiesta del reyismo en la Alameda eradispersada por las hordas maderistas, que irrumpierongritándole mueras al general. El general tuvo querefugiarse en la fotografía Daguerre (donde se habríade refugiar también Madero, andando el tiempo ycambiando el viento de su fortuna), mientras la «porra»lo hostigaba y lo vejaba por el solo delito de haberaceptado su candidatura a la presidencia, a raíz de unarevolución que dizque venía a reivindicar los derechospolíticos conculcados por la dictadura. ¿EstabaRicardo Arenales entre los reyistas de la estaciónferroviaria y la Alameda? Imposible saberlo. Erareconocido partidario del general, y en Monterreypersistió por años la tradición oral de que habíapermanecido sin inmutarse en una acera mientrasdesfilaba ante él una manifestación de exaltadosmaderistas. El historiador de Monterrey José P.Saldaña ha recogido ese testimonio de su valor civil yde él me ha hablado. Y cuando el general Reyes enviódesde su exilio de París su renuncia a la gubernatura deNuevo León, el estado que por tantos años gobernara,en la primera plana del viejo Espectador, ahora deArenales, éste publicó el retrato del nuevo gobernador,el general José María Mier, partido a la mitad. Poréstas y otras insolencias de mayor y de menor cuantíalo mandaron cinco largos meses a descansar a lacárcel, de donde lo sacó la revolución. De ElEspectador no queda ni rastro. Ni un solo ejemplar de

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sus archivos. La revolución arrasó con él como arrasócon todo. Lo del retrato partido por la mitad se lo contóAlfonso Junco a Manuel Ayala Tejeda, y éste a mí.Queda una foto del general Reyes tomada en México asu regreso del exilio con el Club Reyista AquilesSerdán, entre cuyos integrantes creo reconocer aRicardo Arenales. Lo sabido en fin, con certeza, es queel poeta colaboró en El Porvenir reyista, que durócuatro meses y se publicó en la capital. En él conoció aEsteban Flores, y por Esteban Flores a su hijo Jorge.

Tras la efímera aparición de El Porvenir EstebanFlores y Arenales viajaron por tren a San Antonio deTexas, convertida en la meca del reyismo al trasladarsea ésta el general. Allí Arenales participó en laredacción del Plan de Soledad, Tamaulipas, queproclamó a Reyes. Lo corrigió y lo redactó en parte, enasocio del licenciado David Reyes Retana, secretariode don Bernardo, y de Rodríguez Peña, fusilado tiempodespués cerca de Puebla. El manifiesto fue impreso porJosé H. Ludick, ex impresor de El Porvenir, en laimprenta de El Faro, de San Antonio. Esto me lo hacontado don Jorge Flores, y que en una casa de dosplantas situada en San Pedro Avenue, 904, quepertenecía a Miguel Quiroga de Monterrey, amigocercano del general, se habían alojado éste en la plantaalta, y Esteban Flores (y acaso Arenales) en la plantabaja. Un asistente armado montaba la guardia. En esacasa se redactó el manifiesto y se reunieron lospolíticos reyistas a repartirse el gabinete: Rodolfo, unhijo del general, sería el secretario de guerra; el degobernación Manuel Garza Aldape; Fernando Anciraen hacienda… Aunque bien sabía el general que unacampaña militar se hacía con militares, o hasta conbandoleros, pero no con licenciados, nadie en Méxicoacudió a su llamado cuando lanzó su proclama alEjército Federal. Los tiempos gloriosos delDivisionario ya habían pasado y, para colmo de males,si a su llegada a San Antonio, entre el medio millar departidarios que le recibieron incluyendo delegaciones

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de la Gran Logia de la Masonería Mexicana el mismoalcalde Callagham le había dado la bienvenida oficial,tal situación favorable al reyismo habría de invertirseal ascenso de Madero a la presidencia. Bajo laacusación de violar la ley de neutralidad de EstadosUnidos el general Reyes fue arrestado, su equipomilitar confiscado, y sus seguidores detenidos pordondequiera: en San Antonio, en El Paso, enBrownsville, en el río de la frontera. El general salióde prisión bajo fianza, y disfrazado y con la solacompañía de David Reyes Retana y Miguel Quirogacruzó el río y abandonó los Estados Unidos. EnLinares, Nuevo León, unos guardias rurales loapresaron.

Arenales, que venía de Brownsville (pues allí estáfechado su «Poema de las dádivas»), se internó enMéxico por Nuevo Laredo. A punto de cruzar lafrontera, en medio de la desbandada reyista, se cruzócon Ludick y le pidió el favor de que fuera al hoteldonde se había alojado a recuperarle el maletín de suropa. Ludick se lo recuperó y se lo llevó hasta elferrocarril. Años después, al regreso de Arenales deCentro América a México, volvieron a encontrarse y elpoeta, olvidando al amigo de los difíciles tiempos deNuevo Laredo, fingió no reconocerlo. Esto se lo refirióel propio Ludick a don Jorge Flores. La explicación dedon Jorge para este extraño comportamiento es obviadada la opinión que tiene del antiguo amigo de supadre: Arenales actuaba así porque era undesagradecido que sólo se tomaba la molestia deconsiderar a quien pudiera servirle. ¿No se hizo amigode Jaime Torres Bodet, uno de los que en su Fierabráshacía víctima de sus sarcasmos? ¡Claro! Porque cuandoVasconcelos nombró a Arena les «Inspector deBibliotecas», el joven Torres Bodet era el jefe delDepartamento de Bibliotecas de la Secretaría deEducación. Por eso. Por los altos puestos que empezó aocupar el joven y por el interés malagradecido deArenales. Con eso de que estaba convencido de ser el

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mejor poeta… Con eso de que a Esteban Flores ledecía que pensaba publicar un libro de poesías con eltítulo, insufrible, de «Poemas excelsos» o «supremos»o algo por el estilo («Poesías perfectas» segúnArqueles Vela me ha dicho)… El objetivo de lafracasada expedición de Texas era derrocar al débil einepto gobierno de Madero y reemplazarlo por unofuerte que pudiera mantener la paz y el orden con baseen la justicia. Poco de esto ocurrió. A Madero sí loderrocaron (otros), y lo asesinaron, unos días despuésque al general Reyes, en la «decena trágica», pero larevolución pasó sobre sus cadáveres como soldaderaborracha, quemando toda ilusión de paz y dehonestidad y de justicia en la gran fiesta de trenesdescarrilados, haciendas incendiadas, iglesiassaqueadas, doncellas violadas y mezcal y tequila ytiros y fuegos de artificio que vino luego. Madero eldemagogo prendió la mecha y el barril de pólvoraexplotó.

Dieciséis años tenía Torres Bodet cuando conoció aArenales: en casa de González Martínez, calle deMagnolia, colonia Santa María de la Ribera. Lo haescrito en sus memorias. Y que en los altos de esa casatenían lugar los domingos unas tertulias literarias a lasque asistían Arenales y su amigo De la Rosa, EstebanFlores, Rafael Heliodoro Valle, Ramón LópezVelarde… Vecino de esa casa, en la misma calle, eraEsteban Flores, y también vecino Arenales, quienrentaba, en la cercana calle de Naranjo, un cuarto enuna casa de familia. Desde su casa don Jorge Flores leveía llegar, acompañado de Leopoldo de la Rosa, a lade González Martínez: allí solían ir a comer cuandoArenales se quedaba sin trabajo. Leopoldo no, porquecomo Leopoldo nunca trabajó, decir que Leopoldo sequedaba sin trabajo sería una sandez o imposibilidadmetafísica. Postulaba entonces Arenales su doctrina del«trascendentalismo», una poesía trémula y humana queno se quedara en la exterioridad de las palabras comola de Darío o Lugones. Cuando Torres Bodet le

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conoció no tardó en comprender que entre ellos selevantaría una barrera insalvable: de prejuiciosburgueses, decía Arenales; de sensibilidades opuestas,pensaba él. Pero su intolerancia para con los vicios delhombre no conseguía disminuir en nada su admiraciónpor el poeta. Oyéndole declamar algún fragmento de«Acuarimántima», o los endecasílabos admirables dela «Lamentación de octubre», se preguntaba el joven,estupefacto, cómo le había sido posible a Arenalesexpresar en una forma de tan clásico molde verdadestan originales, y sin embargo tan simples y tan augustas.Una observación de Proust habría de revelarle, añosmás tarde, la clave del enigma: la de que casi siemprelos «aunque» son en verdad «porque»: así Arenales noera profundo aunque rebelde, sino que porque erarebelde era profundo; y no era generoso aunqueviolento, sino que porque era violento era generoso.Embajador de México en muchos países, director de laUNESCO, doctor honoris causa de infinidad deuniversidades, Jaime Torres Bodet era el Secretario deEducación cuando vinieron los comisionadoscolombianos por las cenizas de Barba Jacob. Fue élquien envió a Pellicer con ellos a Colombia. A él letocó entregarlas en la urna de plata. Era una mañanaluminosa, en la Rotonda de los Hombres Ilustres deMéxico. Ante un pequeño grupo de mexicanos ycolombianos reunidos cerca de las tumbas de SalvadorDíaz Mirón y Amado Nervo, Enrique GonzálezMartínez dijo las palabras de la última despedida, laque ya no podía escuchar el indetenible viajero.

De Guadalajara lo corrieron «por sus escándaloshomosexuales» según la versión de don Jorge Flores,de la que Rafael Heliodoro Valle no supo, o no quisosaber, cuando escribió sobre el asunto. Escribió, enuno de sus artículos sobre la movida vida del poeta,que éste había acompañado al gobernador Vadillo ensu caída. Pero se equivoca. Cuando el Ayuntamiento deGuadalajara tumbó a Vadillo, ya hacía uno o dos mesesque Arenales estaba de vuelta en la capital escribiendo

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e n El Demócrata: sus reportajes espeluznantes sobrechinos poseídos por indecibles vicios chinos, opio,antros, golfos, garitos, salteadores, impostores, El GatoNegro, el «Palacio de la Leche», fakires, y los deliriossiniestros de los marihuanos, los morfinómanos, losheroinómanos, los toxicómanos, magos, misas negras,fenómenos de diabolismo, de satanismo, deespiritismo, delitos contra el Espíritu Santo, posesióndemoníaca y adeptos al culto de Satanás, con lospseudónimos de Juan Sin Tierra y El CorresponsalViajero.

Accediendo a los ruegos epistolares de RafaelHeliodoro Valle, su ex compañero de la EscuelaNormal, el gobernador de Jalisco Basilio Vadillohabía nombrado a Arenales Director de la BibliotecaPública del Estado, cargo que a los cuatro meseslarguitos, con pesar del alma, le hubo de quitar.¡Cuántas cosas no dirían si pudieran hablar las paredesde esa augusta biblioteca! Cosas que humanos ojos novieron para atestiguar, pero que se pueden deducir. Porejemplo: allí, entre esas venerables paredes, estuvocon Ricardo Arenales nadie más ni nadie menos que elinsigne forjador del marqués de Bradomín, elfunambulesco, el tremendo, el esperpéntico don RamónMaría del Valle Inclán, de noble estampa y figura delGreco, sin un brazo, fumando marihuana. Era unsábado. Los periódicos de Guadalajara dieron cuentade la visita del ilustre huésped a la biblioteca, pero node lo que pasó allá adentro. Alfredo Kawage me locontó. Que pedagogo por naturaleza, Arenales leenseñó a fumar marihuana al maestro. Pero exagera: yadon Ramón había estado años atrás en México: ¿nosería entonces cuando aprendió? A su regreso a Españade esta segunda visita, don Ramón se llevó una silla deobispo rellena de marihuana. Unos dicen que el rellenose lo regaló el poeta colombiano; otros que el generalObregón. Este general Obregón, presidente, también sinbrazo, lo único que había leído en su vida eran lasobras de José María Vargas Vila, mi paisano, lo cual

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encuentro muy bien, para qué más. Luchó en muchasbatallas que le dieron fama y la presidencia pero que lecostaron el brazo. Al brazo cercenado aquí le hicieronsu monumento. Pronunció una frase célebre que haresistido, vaya a saber Dios por qué, los embates delTiempo: «No hay general de la Revolución Mexicanaque resista un cañonazo de veinte mil pesos». Algunosdicen que eran cincuenta mil… En fin, don Ramón seembarcó en Veracruz con su sillón de obispo yprofiriendo palabras injuriosas contra el monarca de supaís don Alfonso XIII. Muy merecidas. Don Alfonsoera un pelotudo, un semitarado infantil. ¿Qué necesidadtendrá España de andar consecuentando imbéciles?

Saliendo ahora de esa biblioteca, a campo abierto,lejos de sus eruditas paredes, pocos días después deasumir su cargo hizo Arenales un alegre viaje con elgobernador Vadillo a Sayula, a inaugurar los trabajosde una carretera. Bajo el sol recién bañado y el airepuro, camino de Sayula departían alegremente elgobernador y su bibliotecario: el gobernador hablandode que al concluir su período tendría ahorrados docemil pesos, exactos para comprar un linotipo y unaprensa para fundar un periódico. Él, Vadillo, seencargaría de las cuestiones políticas; Arenales de lasliterarias… El gobernador hablando, soñando, y elpoeta asintiendo, escuchando. Puros sueños. Laprobidad administrativa del gobernador Vadillo,escándalo intolerable en el México de la revolución,dio al traste con su gobierno: lo depusieron. Algoantes, aterrado por la conducta de Arenales, su excompañero de viaje, el mismo que lo nombró hubo depedirle que se marchara. Por lo pronto, en Sayula,Arenales compuso uno de sus más bellos poemas: la«Canción del día fatigado», que luego llamó «Elegía deSayula», y que dedicó a Vasconcelos: «Por campos deJalisco, por predios de Sayula, donde llovía a cántarosensueños fui a espigar…»

Hay en este país un loco, un loco pretencioso, que hadicho, escrito, que el único que desafinaba en la

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segunda edición de Laurel, antología de la poesíamoderna en lengua española editada en México eraBarba Jacob. Ese loco pretencioso es un poetilla sosode nombre insulso, al que también, como a Echeverría,le llevaron a Barba Jacob al Hotel Sevilla. Quién sabequé le haría. Se llama Paz, dizque Octavio Paz. ¿Paz eneste mundo en guerra? ¿La paz octaviana? En quécabecita hueca cabe ponerse semejante pseudónimo…«Por campos de Jalisco, por predios de Sayula, dondellovía a cántaros ensueños fui a espigar…» ¿Cuándo tevas a escribir unos de éstos, Octavio? «Sayula está defiesta porque llovió; la luna sublima los magueyes, medan vino, y… ¡México es tierra de elección! –Mipadre, dice un joven, tiene cinco yuntas de bueyes.Cruzan la honda noche ráfagas de maizales, y un júbilode júbilos nos llena el corazón». Y no te digo más,hombre Paz, léete todo el poema a ver si eres tú o él elque desafina.

«Aquí, hoy, este año. Querido Salazar: Llegué hoy,malísimo, después de dos días de excursión a Sayula.Mañana entraré al sanatorio del doctor C. Barrieradonde seguramente me tendrán que operar. ¿Será ésteel principio del fin? Haga los más fervientes votos, nosólo por mi salud, sino por mi bienestar en el horribleabandono en que me encuentro. El Gob. Vadillo meayuda; pero ¿puedo creer que un hombre que no meconoce me ayude hasta lo último? Me consuelo en misversos. Tomo Pater-admirabilis, y siembre un cipréssobre la tumba de Mari-Juana. Abrazos a los amigos aquienes en verdad les interesa mi persona. Hastadespués. Yo». La carta anterior, no fechada (pero sicomo dice la escribe llegando del viaje a Sayula,«hoy» es el doce de septiembre del veintiuno), es aToño Salazar, el muchacho que ya conocimos desnudoen Hotel Colón con Arenales, recibiendo aVasconcelos. Y quedan otras cartas y otras tarjetas delmismo remitente al mismo destinatario: las conservóRafael Heliodoro Valle, en quien tomó forma y personala manía humana de conservar. Su biblioteca llegó a

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ser más grande que la del Estado de Jalisco, la que separrandió Arenales. Más incluso que la de AlfonsoReyes, que la de Henestrosa. Y sin contar cartas,recados, fotos, artículos, papeles… A su muerte fue adar a la Biblioteca Nacional de México, que se laincorporó. O mejor dicho: la enterró. Cinco, diez,quince, veinte años lleva allí arrumbada en cajas conuna simple etiqueta: «Acervo Rafael Heliodoro Valle»y basta. Infinidad de cosas debe de haber en esas cajas,de Barba Jacob y sobre Barba Jacob. Un mes, dosmeses, cinco meses, ocho meses le rogué al Director deturno que me permitiera consultarlas. Imposible. No sepuede. «¡Quién saca esos libros de esas cajas!» «Yo».«No, no vaya a ser la de malas que se pierda algo, quese lo roben». Y su «no se puede» fue no se pudo. Cayódel puesto por indignación del cielo, y entonces pasé arogarle a su sucesor, a su sucesora, una Directora. Queiba a ver… Y mientras vio cayó, la quitaron. Y asíquitaron a otro Director y a otra Directora. Sólo miconstancia es más necia que mi ingenuidad que creeque un simple ser humano de dos ojos y dos pataspuede vencer a la burocracia. Cuando yo esté en otracaja quizás, quizás entonces esas cajas las abrirán…Cuando Barba Jacob se haya muerto tres veces y ya anadie le importe, en el tricentenario… Y a propósito deEcheverría y el combativo Paz: lo mandó paracalmarlo, para tranquilizarlo, para apaciguarlo comoembajador a la India. Abierto a cuanto pudieran captarsu sensibilidad y la permeabilidad de su espíritu, tres ocuatro meses se quedó allá, en el subcontinenteprofundo donde se respetan las vacas. Y volvió aMéxico más hindú, más rumiado, más en paz que unavaca de la India. El hondo Paz, el transparente Paz…

Más errático este libro que la vida de Arenales,¿dónde iba, qué decía? Iba en sus «escándaloshomosexuales», en que don Jorge Flores me decía…Que asombrado por la prodigiosa intuición del poeta,quien acabando de llegar había escrito un gran artículosobre la ciudad, el gobernador le consiguió, para

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ayudarlo, unas clases en el Liceo de Varones, masaterrado por su conducta escandalosa hubo de pedirlepronto que se marchara. Ítem más: le tuvo que dar parael pasaje de regreso a México.

El gran artículo sobre la ciudad de Guadalajara nolo he encontrado. Pero en mi humilde opinión laversión de don Jorge es la correcta. En lo esencial.Cl a r o que éste estaba en México y el otro enGuadalajara, pero las noticias vuelan, vuelan comovuelan las palomas en un repique de campanas…Consultando El Informador de Guadalajara he llegadoa descubrir, tras una inocente polémica, una perversaintención. La polémica era del periódico contra elpoeta. O mejor dicho: contra la pared sorda del poeta.«Como el señor Director de la Biblioteca es extranjero–decía, aconsejándole, el periódico–, ignora muchasintimidades y secretos que sólo conocen los que son dela tierra, motivo por el cual nos vamos a permitir darleun consejo: Sabemos que tiene usted, señor Director, elproyecto de abrirle tres puertas más a la Biblioteca,por los otros costados del edificio. ¿Para qué?… ¿Paraponer más porteros, más vigilantes y más empleados, ypara dar lugar a que escapen con más facilidad algunoslibros? La Biblioteca Nacional de México, veinteveces más grande que ésta, no tiene más de una puerta.Por la única puerta de nuestra biblioteca se puedecontrolar mejor la entrada y salida de los lectores, ysin el riesgo y la atención de tres puertas más: loslibros y los empleados quedan mejor vigilados. Porcien años más seguramente que no se necesitará abrirotra puerta. Los libros que se han perdido de labiblioteca han salido por esa puerta, y si usted, señor,abre tres más, saldrán tres veces más libros. ¡Podremosdarle a usted nombres de más de cien importantesbibliotecas que no tienen más de una sola puerta!» Selas abrió. Lo que ignoraba el inocente editorialista deEl Informador era que si las puertas no le servían a labiblioteca, mucha falta le hacían a Arenales: paradarles trabajo a sus muchachos de la Escuela Normal

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de Varones donde, en efecto, daba unas clases: losmiércoles a las seis, como parte de los cursos de su«Universidad Popular», inaugurada en noche de fiestapor el «ciudadano gobernador», con la Banda de laGendarmería y discurso de Arenales. Habló el poeta-orador de la «Defensa de la autonomía espiritual deMéxico merced a la educación»; de «Las universidadespopulares como medio de ilustrar la inteligencia ylevantar el carácter de nuestro pueblo»; y de «El deberde los intelectuales y los gobiernos». Remató sudiscurso enarbolando la bandera del arte y la cienciapara defender a México de la amenaza yanqui,«creando una unidad en la sublime armonía de lospueblos todos de la tierra». Ovación. Ovacióncompacta. Ovación cerrada. Y a continuación, en elancho patio atestado de la Normal de Varones en cuyasdependencias habría de funcionar la UniversidadPopular, puestos de pie los presentes, el «CiudadanoGobernador» declaró inaugurada la susodicha. Pero noeran unas simples clases, amigo don Jorge, las quedictó allí Arenales: eran conferencias.

Y he aquí, para terminar, una información de Ideas yNoticias de poco antes de la destitución velada delconferencista-orador-director-poeta: «Por disposicióndel Ciudadano Gobernador del Estado, los jóvenesAlfonso López Núñez, Isidoro Lomelí, Jesús Sigala,Manuel Asencio y Felipe de Jesús Robles, alumnos dela Escuela Normal, han empezado a prestar susservicios para la entrega de libros y periódicos y eldespacho de boletas, en la Biblioteca Pública deJalisco». Y nada más. Deduzca usted lo demás.

Se vino a la capital con Jesús López, alto, moreno,cuyo hermanito Baudelio habría de ser, andando eltiempo, uno de los más fervientes, devotos, nobles,ingenuos admiradores del poeta. De los mencionadospor Ideas y Noticias nada sé. No figuran sus nombresen el directorio telefónico. Nietos de ellos quedarán…

Iba Esteban Flores con su hijo en un tranvía la últimavez que le vio. Subió Arenales y en la conversación

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que sostuvieron durante el trayecto sobre sus violentoseditoriales en Cronos (que sostenían las compañíaspetroleras), Esteban Flores le aconsejó más prudenciay le recordó que como extranjero no debía intervenir enlos asuntos internos de México. Arenales, muy enojado,descendió del vehículo y en tal momento terminó lavieja amistad que los unía. Poco después expulsaron aArenales de México y Esteban Flores no le vio nuncamás: la muerte se lo impidió. En cuanto a su hijo Jorge,alguna vez se lo volvió a encontrar, años después, trassu regreso a México con el nombre cambiado,llamándose Porfirio Barba Jacob. Era editorialista deÚltimas Noticias de Excélsior, donde escribía susfamosos «perifonemas». Pero el antiguo amigo de supadre no lo saludaba, o porque lo había olvidado oporque le guardaba rencor.

No sé en qué bando andaría Esteban Flores cuandoCronos y el incidente del tranvía, si con el gobierno ocon quien. No se me ocurrió preguntárselo a don Jorge,y ahora que se me ocurre don Jorge ya murió. Perocuando Arenales, el extranjero, publicaba en su diarioEl Espectador el retrato del general Mier partido a lamitad y se iba cinco meses a la cárcel, cuandodesafiaba a una multitud maderista en Monterrey desdeuna acera, cuando escribía con Esteban Flores ElPorvenir reyista, cuando participaba con el mismoEsteban Flores en la malhadada expedición de Texas yredactaba el Plan de Soledad Tamaulipas, ¿no estabainterviniendo en los asuntos internos de México? ¿Oqué? Arenales, que era absolutamente coherente en suaparente incoherencia, tenía sobrados motivos parabajarse del tranvía enojado. Con estúpidos no se podíatratar. «Que se metieran su patria por el culo».

«Goza tu instante, goza tu locura: todo se ciñe alritmo del amor, y son sólo fantasmas de la vida el bieny el mal, la sombra y el fulgor. Fía tu corazón al vientoloco; álzalo a las manzanas del jardín, dáselo al mar,llévalo al monte puro y vive intensamente, porque… enfin…» Tal el comienzo de la «Primera canción

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delirante» que Arenales compuso en Guadalajara, quepublicó en el pequeño boletín Ideas y Noticias de labiblioteca de Jalisco por él fundado, y que nunca másvolvió a publicar y que olvidó. Un poema de malosconsejos en imperativo, dedicado a Toño Salazar, deesos que en el Renacimiento escribían Malherbe yRonsard exaltando el efímero gozo de la vida. ToñoSalazar se le ha convertido por entonces en suinterlocutor callado, una especie de alter ego al que leescribe desde San Antonio Texas, desde Guadalajara,desde la misma ciudad de México donde bien podríacaminar hasta su casa a verlo. Las cartas y las tarjetaslas ha conservado Rafael Heliodoro Valle, el granrecogedor de papeles y basura. Que cobre «susdecenas», que saque sus valijas del último hotel, quepague la cuenta, que se las retenga hasta que él mandepor ellas, que saque de esas valijas los cartapacios desus escritos –prólogo, apuntes, borradores–, que hagacon el conjunto un paquete y se lo remita por expresocertificado a Guadalajara, pero ya, sin dilaciones, quesin sus «mamarrachos literarios bajo la almohada» nopuede dormir tranquilo, que se le acabó el dinero quetraía, que le quedan dos solos pesos para una solanoche en el cuarto del hotel. Que Rafael HeliodoroValle le escriba a su gran amigo el gobernador Vadilloquien carta no ha recibido y aún no le da el puesto, queurge, que le telegrafíe, que está muy enfermo,enfermísimo, que estas fatigas horribles, que estoshorribles dolores (los que padecía hace siete años),que se va a morir… Que si no se muere escribirácantos de Vida y Esperanza y seguirá fumandomarihuana… Que qué hace él en México, que se irá aNueva York, que lo que a él le hace falta es extendersehacia España y el resto de América, que en él haycanteras que no han sido trabajadas, que necesita unatribuna y amigos entusiastas de espíritu superior…

Regresó a México, a El Demócrata, en el que yahabía estado dos veces escribiendo. La primera,cuando la serie de reportajes espeluznantes sobre «Los

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fenómenos espíritas en el Palacio de la Nunciatura».Cinco fueron y aparecían en primera plana, ilustrado elque inició la serie con el dibujo macabro de unacalavera y las manos de un esqueleto apresando unedificio. Una foto del autor-protagonista reproducidaen el periódico mostraba a Ricardo Arenales consombrero, traje y chaleco oscuros, y corbata oscura derayas blancas.

Porfirio Hernández «Fígaro», periodista hondureño yamigo desde los tiempos de El Imparcial y ElIndependiente en que escribió Arenales después de ElPorvenir reyista, ha escrito que el poeta a su regresode Monterrey y San Antonio Texas a la capital fue averlo y le comunicó que había conseguido un buentrabajo pero que estaba sin un centavo y necesitaba lehiciera un servicio. Pensó Fígaro que se trataba dedinero pero no: «No necesito que me preste nada; sóloque escriba lo que le voy a dictar». Fígaro tomó papely lápiz y Arenales le dictó lo siguiente: «Señor RicardoArenales: he venido a buscarle para entregarle losquinientos pesos y no lo encontré». «¿Qué quiere deciresto?», preguntó Fígaro. «Que estoy desde hace quincedías en una pensión y la dueña ya empezó a ponermemala cara. Hoy, para que no entrara, me cerró la puertacon candado. Vaya usted a buscarme. Al preguntarusted por mí ella saldrá muy enojada. Entonces le pideun papel y escribe lo que le acabo de dictar. Esto estodo». Cuando Fígaro fue a preguntar por Arenales, lapatrona, como el cínico había previsto, le contestó muyenojada: «No está ni creo que vuelva. Pero aquí letengo sus cosas encerradas y no se las entrego hastaque me pague lo que me debe». Fígaro hizo entonces loque Arenales le había indicado y a su regreso horasmás tarde a la pensión el poeta encontraba su cuartoabierto y un jarrón de flores sobre la mesa. Treintaaños después de que Fígaro escribió su artículo me di abuscarlo. Di con su paradero el día que RicardoToraya me lo indicó: el cementerio. Hacía dos semanasque Fígaro había muerto. En fin, de la pensión de su

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artículo Arenales se mudó al «Palacio de laNunciatura», donde habría de depararle grandessorpresas el Misterio.

El «Palacio de la Nunciatura» no era tal: era unacasona de cuatro pisos en la quinta calle de Bucarelique pertenecía a María Ramírez, hija de un ministro delderrocado emperador de México Maximiliano deHabsburgo; la habían acondicionado para alojar alNuncio apostólico, pero el Nuncio nunca llegó,invitado a no llegar por el gobierno anticlerical deCarranza, y la casa entonces fue rentada a variosinquilinos, entre ellos Arenales, quien la bautizó conese pomposo nombre y ocupó los aposentos del últimopiso, los que iban a ser los del Nuncio: un vasto salónde altos techos, claro y sobrio, con dos balcones quedaban a Bucareli, una antesala y un baño; en algún murose veía, tallado en piedra, el escudo del Vaticano, y enla antesala había un armario de sacristía con casullas,albas, estolas, sobrepellices y sotanas. Arenales tuvoallí un criado indígena, Espiridión, y asiduamente lovisitaban Leopoldo de la Rosa y dos jóvenessalvadoreños a quienes había conocido en El Salvador:Toño Salazar y Juan Cotto, Juan «Joto» como lellamaban en México: «joto»: maricón. Alguien hadicho que éste se vino a México deslumbrado porArenales pero exagera. Mocetón fuerte de dieciochoaños, cara de angelote y exuberancia primaveral, queentonaba salmos en latín con unciosa voz de barítono,Juan Cotto había estudiado en El Salvador en elcolegio jesuita de Santa Tecla, y de paso porGuatemala, camino a México, se había alojado en laaustera casa de Rafael Arévalo Martínez, donde lapública murmuración le atribuía a su glotonería las mástremendas diabluras. La primera impresión que tuvoArévalo de su huésped, dice, fue compleja: por unaparte de juventud, de ingenuidad y de vida; por otra depecado y de dolor. Llevaba objetos robados a su casa,no le importaba mentir ni engañar al amigo y protector,y contraía deudas que nunca podría pagar. Cualidades

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todas estas que sumadas a la de que hacía versosprometían hacer de Juan Cotto, con un poco de tiempoy escaso esfuerzo, un émulo del gran Ricardo Arenales.Una noche llegó temblando a la casa de Arévalo conlos ojos desorbitados y la lengua fuera de la bocaabierta por el terror, hablando de una criatura infernalque lo perseguía; otra, hallándose con éste en laoscuridad de una habitación cerrada, tuvieron la visiónde un niño vestido de blanco que penetraba en ella sinhaber abierto la puerta. Pero, ¿qué diablos hacíaArévalo con el angelito ese, glotón y mentiroso, en unahabitación cerrada a oscuras? El aldabón de hierrocomenzó a golpear rudamente la puerta y la habitacióna moverse sacudida por un temblor de tierra. Cottoacabó por irse de Guatemala huyendo de Arévalo y dela puritana sobriedad de su casa, y llegó a México,donde se lo presentaron al general Barragán, jefe delEstado Mayor de Carranza: agregado al mismo siguióal caudillo coahuilense en su retirada a Veracruz,asistió al desastre del Tren Amarillo, y tras elasesinato del presidente en Tlaxcalantongo se escondióen Puebla para acabar regresando a la capital. Estapotencia sin igual de simulación, que en el decir deArenales «vestía con el ropaje de la infantilidad másencantadora un egoísmo bajo y feroz», vivía con ToñoSalazar en la calle de López cuando el poeta se mudóal Palacio de la Nunciatura. Con tanto como tenían encomún y de qué hablar Cotto y Arenales, escomprensible que aquél se convirtiera en el asiduovisitante de éste, y de su asiduo visitante en su huésped,y de su huésped, según Toño Salazar, en su amante. Yel joven Cotto, que tenía la propiedad de trastornar lasfuerzas de la naturaleza, acabó por trastornarle lacabeza a Arenales: como Arévalo, el poeta empezó aver visiones. A la presencia del joven Cotto en elPalacio de la Nunciatura le atribuyó siempre Arenalesla causa de los inusitados fenómenos que allíocurrieron durante las noches del seis al diez de agostode 1920, de que dio cuenta el mes siguiente en la serie

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de reportajes para El Demócrata, y de que siguióhablando el resto de su vida. Con base en estosreportajes y en lo que les contó el poeta a muchos, yque muchos me han contado, se puede establecer losiguiente: El seis de agosto en la noche Toño Salazarllegó a visitar a Arenales «con el ánimo de queleyéramos juntos algunas páginas mías dedicadas aHispanoamérica»; luego llegó Leopoldo de la Rosa,luego el joven Cotto «y con él cuatro artistashispanoamericanos que suelen visitarme»: veníaexultante, dando la noticia de que le había elogiadounos versos González Martínez, quien a punto de partirpara Chile le alentaba a perseverar en el nobleejercicio de la poesía. Dijo esto y se retiró a la cocina–al sitio adaptado como cocina– a preparar unchocolate. Los que se quedaron en la sala embebidosen la conversación oyen de súbito un tremendo alarido,e irrumpe ante ellos una figura corpulenta cubierta conuna capucha, maldiciendo en latín: era Cotto el angelitotravieso, que los estaba asustando… Disuelta lareunión a la una de la mañana Cotto se quedó a dormir,como tantas otras noches antes «en un lechoimprovisado en la antesala», dice Arenales. Y éste,plácidamente, con un libro de geología y su maníaenciclopédica se metió en la cama. Al empezar a leerempezó el prodigio: a levantarse en el aire y a volar enuna danza frenética todos los objetos y muebles delvasto salón: floreros, libros, cuadros, almohadas,trajes, lápices, mesas, sillas, todo volaba entre eltintineo de los hilillos de vidrio de una lámparacolgante y el angustioso batir de las puertas. Cotto, queya dormía, se levantó de su lecho y corrió a la estanciade Arenales para caer a sus pies con la faz horrorizada,articulando entre balbuceos incoherentes una palabradiabólica: «¡Súcubo! ¡Súcubo! ¡Súcubo!» El discoluminoso de un espejo de mano cruzó la estancia y fuea estrellarse contra un muro haciéndose añicos, y enpos del espejo se fue el libro de geología y las cajas defósforos y las jaboneras y los frascos de esencias,

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chocando las unas contra los otros, contra las sillas,contra las mesas, contra el enloquecido torbellino quepartiendo de la antesala inundaba ahora el gran salónd e sotanas, albas, casullas, estolas y sobrepellices,girando, girando, girando en su propio vértigo, hastaque la mano invisible que desataba la rebelión de lasleyes y de las cosas acabó por lanzarles al asustadopoeta y a su huésped, para cerrar con broche de oro laespléndida fiesta del desquiciamiento, una lluvia deagua salobre y caliente: «¡Orines! Eso es lo que eran:orines –me dice Arqueles Vela–: Todo eran burdaspatrañas de Arenales». En la escuela secundaria de laciudad de México que él dirige, a más de medio siglode distancia de aquellos sucesos, Arqueles Vela–«Urkeles Vega», como le designa en sus crónicasArenales– revive para mí esas noches en el Palacio dela Nunciatura en que entre humaredas de cáñamo índicoel depravado poeta y sus acólitos pretendían iniciarloen el culto de la «Dama de ardiente cabellera» y susmisterios. Guatemalteco, de diecinueve años entonces,Arqueles Vela asistió a tres al menos de las sesionesde espiritismo que presidía Arenales en lo quepomposamente llamaba su «Palacio de la Nunciatura».La hierba de la secta de los «hachidis», asesinosbebedores del hachís, estaba a punto de convertirseentonces en México, bajo el pontificado de Arenales,en institución nacional. En la redacción de El HeraldoGonzález Martínez había presentado el año anterior aljoven Vela con Arenales. Hoy, en su recuerdo, losextraordinarios sucesos del Palacio de la Nunciaturano fueron más que burdas orgías de homosexualismo ymarihuana, en que los asistentes se orinaban y lanzabanlos orines al techo, entre carcajadas estentóreas. Esoera todo: patrañas y falacias que continuaron hasta eldía en que los echaron del edificio. Toño Salazartendría entonces veintitrés o veinticuatro años; era deuna gran cultura literaria y simpatía pero «de doblejuego». Como Leopoldo de la Rosa por lo demás, asídijera Leopoldo estar enamorado de una de las

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«Mañicas» del Teatro Colón… Y como el jo ven Cotto,protagonista de los trucosos relatos de Arenales,desorbitado y envejecido por los vicios, «forastero devarias casas» que había venido a México desdeGuatemala estimulado por Arévalo Martínez: aquí loacogieron González Martínez y Vasconcelos «a quienle gustaban los muchachos, al estilo de los griegos».Me dice, en fin, el señor Vela, que Arenales seproponía suprimir de su obra poética la influencia deltiempo y que pretendía editar un libro de «Poesíasperfectas» presentadas por este verso de Darío comoepígrafe-advertencia: «La adusta perfección jamás seentrega…»

La segunda crónica de Arenales, «Anuncios de unanoche terrible», reseña la noche del siete en que estánreunidos con él «Urkeles Vega», Toño Salazar, Cotto,Leopoldo de la Rosa y Gerardo Hernández, «unsimpático aventurero»: cuando Toño Salazar se retiró al a s tres de la mañana los elementos desquiciadosvolvieron a empezar su fiesta. Lapidados por unatromba de menudos objetos y bañados por el aguasalobre y caliente, Arenales y sus visitantes se vieronobligados a abandonar el recinto hechizado e irse a laAlameda. En el Café de Tacuba amanecieron. Lassiguientes crónicas, que reseñan los fenómenos de losdías ocho, nueve y diez, se titulan «Satanás en acción»,«El encanto se deshace» y «Artículo quinto y últimodel hombre doble». El once se reunió en el Palacio dela Nunciatura un grupo de espiritistas, parapsicólogos ycultivadores de las ciencias ocultas que en vanobuscaron determinar la causa de los portentososfenómenos. El doce en la noche un militar, huéspedtambién del palacio, cuya mujer en el decir deArenales «a la sazón malparía», irrumpió en sushabitaciones pistola en mano y les intimó la fuga a él ya sus acompañantes si no querían perecer en el acto.Esa noche Arenales se mudó al Hotel Nacional,«trufado de chulos y prostitutas», y se separó de JuanCotto. Nunca más desde entonces volvieron a repetirse

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los extraños fenómenos que Arenales pudo atribuir a supresencia.

Cuando a su regreso de un viaje a El Salvador miamigo Luis Basurto volvió hablando de que allí habíaconocido al caricaturista salvadoreño Toño Salazar meturbó el sueño. ¡Cómo! ¿Aún vivía? Yo lo daba pormuerto desde hacía mucho. Más aún: nunca se meocurrió que hubiera estado vivo, que hubiera sido másque una sombra, un fantasma en la locura de la vida deArenales. Y entré en verdadero estado de conmoción.Cuando uno empieza a apostar carreras con la Muertees más terrible saber que vive uno que uno creíamuerto que lo contrario, que un vivo se murió. Loesperable a estas alturas del partido es que todo elmundo esté muerto. Que Toño Salazar aún viviera seme hacía intolerable, un desafío a la fuerza degravedad que me trastornaba el sueño y la ley de lasesferas. Entonces supe que tenía que ir a El Salvador ysin dilaciones.

Iban mis ojos apurados adelantándose al avión porentre nubes, y rebasando luego al carrito por lacarretera florecida de buganvilias que me llevaba deSan Salvador a Santa Tecla, apresurando más que laMuerte. En el vasto jardín de su espléndida mansiónme recibió: próspero, sonriente, opulento en un país depobres. Miré en torno mío temiendo descubrir entre losaltos árboles y los rosales de su jardín, agazapada, a lasegadora de guadaña. ¡Qué va! Contradiciendo el versode Horacio no se atrevía a entrar la desarrapada a lacasa del rico. Pallida mors, aequo pulsat pedepauperum tabernas… «Pálida muerte que llamas apatadas a las puertas del pobre…» Eso sí. Me presentóa su mujer, una francesa. Como había sido tantos añosembajador en París… Todos los lujos de esta vidaAntonio Salazar se los dio. Hasta el de ser amigo deRicardo Arenales padeciendo la bohemia. Y se puso ahablarme de él, a evocarlo.

A más de medio siglo del «Palacio de laNunciatura», de esa casona de la calle de Bucareli que

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ya no existe (que acaso no existiera en su viva verdadmás que en la quimera de Arenales), en su mansión deSanta Tecla, antiguo pueblo y hoy barrio de SanSalvador, Antonio Salazar cierra los ojos para evocaral poeta. Lo ve de noche, los tirantes colgándole a ladoy lado, diciendo sus poemas en medio de la alucinaciónde su palacio hechizado. Lo ve escribiendo en máquinasus versos, con dos dedos, en hojas de buen papel quearriba y a la izquierda tienen impreso: «Palacio de laNunciatura, Redacción de la revista La VidaProfunda». Recuerda el lugar: el último piso deledificio de ventanales góticos que dan a Bucareli.Recuerda a Gerardo Hernández, colombiano, asiduovisitante de Arenales, inteligente y leal aunque ajeno ala poesía. Recuerda al sirviente Espiridión. Recuerdaal poeta López Velarde, ingenuo y provinciano, quealguna vez allí se presentó, y que veía a Arenales comoquien ve al demonio… Recuerda «El són del viento»,el poema que Arenales compuso allí: «El són delviento en la arcada tiene la clave de mí mismo: soy unafuerza exacerbada y soy un clamor de abismo… Vine altorrente de la vida en Santa Rosa de Osos, una medianoche encendida en astros de signos borrosos. Toméposesión de la tierra mía en el sueño y el lino y el pan;y, moviendo a las normas guerra, fui Eva y fui Adán…»¡Claro! Lo que no podía saber Arqueles Vela cuandome hablaba de lo mismo, desde su cáscara de huevo,era que ese viento frío que pasaba por las estancias delPalacio de la Nunciatura entre el fragor que aturdía y ellargo y angustioso batir de puertas conmoviéndolo todoera el són del viento, el ala negra del misterio de la«Canción innominada»: «Ala bronca, de nocheentenebrida, rozó mi frente, conmovió mi vida y envastos huracanes se rompió…» Lo que no podíacomprender Arqueles Ve la era a Arenales: aquellatempestad dentro de un palacio era la tempestadinterior.

En el Hotel Nacional que sucedió al Palacio de laNunciatura Arenales escribió sus páginas

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autobiográficas «La divina tragedia». En ellas aparecepor primera vez la palabra «Acuarimántima», con laque designó en adelante al más ambicioso y extenso desus poemas, las viejas «Tragedias en la obscuridad»,que durante veinticinco años pulió y repulió y quenunca concluyó. Toño Salazar me dice que él inventó lapalabra y que Arenales le dedicó el poema. Y quepasado algún tiempo le dijo: «Mira Salazarcito, ¿teacuerdas del poema “Acuarimántima” que yo tedediqué? Me lo devuelves porque se lo voy a dedicar aun general». Después se fue a Monterrey con uncolombiano de apellido Moreno, gran falsificador demoneda recién llegado a México. Alquimista porintuición, había encontrado los aditamentos químicosque le daban gran dureza a sus aleaciones, y susmonedas al caer sonaban con el timbre vibrante de laslegítimas. Era su especialidad la moneda de cincodólares, pero sólo fabricaba las precisas para vivir.Arenales le hacía fabricar algunas más, las necesariaspara que un poeta pudiera pasar la vida decentemente ycomprarse al menos un sombrero. Moreno obedecía yfabricaba monedas… Y he aquí que al poeta se le abreun vasto mundo de perspectivas y se va con elfalsificador a Monterrey, donde tenía amigos, a montarel negocio de la falsificación en grande. Pasó un messin que Toño Salazar recibiera una línea de Arenales,mes y medio, dos meses… Hasta que repentinamenteapareció el poeta de nuevo por México diciendo:«Moreno es un hombre genial: se robó el dinero delnegocio y desapareció».

Después se fue a Guadalajara, después volvió a lacapital, después lo expulsaron de México. A ToñoSalazar, que fue a la estación ferroviaria a despedirlocuando unos agentes «de cara patibularia», por órdenesdel general Calles, se lo llevaban en un tren rumbo aGuatemala, le dijo: «Me voy a elogiar presidentes deAmérica». Partió el tren y fue lo último que le dijo.Toño Salazar se marchó a Europa, a Nueva York, secasó, y doce años transcurrieron. De paso Toño por

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Méxi co, camino de Buenos Aires, volvieron aencontrarse. Barba Jacob fue a buscarlo al hotel en quese hospedaba, se dieron cita y comieron juntos.Rememorando el reencuentro Toño Salazar me diceque el poeta era una persona muy distinta de la que élen su juventud había conocido. Quizás él también lofuera, quizás fueran ambos los que habían cambiado.Se sintieron extraños, distanciados. Habían tomadocaminos divergentes y ya no se produjo entre ellos lacomunicación alegre y efusiva, la cálida amistad deantes. Fue un encuentro triste, sin trascendencia. Toñorecuerda en especial que Barba Jacob se molestómucho cada vez que él, en la conversación, le llamóRicardo, el viejo nombre con que lo había conocido,cuando fueron amigos. La vida, que une, tambiénsepara. No volvieron a verse. Atrás quedarondefinitivamente sepultados en el alud del tiempo, losmágicos y despreocupados días del «Palacio de laNunciatura» y sus fantasmas. Atrás quedaba esa«Primera canción delirante», de malos consejos,espléndida, y sus once estrofas portentosas que lededicó Ricardo Arenales. Ya se apagaban sus últimosversos, lejanos, huecos, vacíos, en el vacío hueco ylejano del olvido: «Ama el tumulto báquico, los juegosaleatorios, el brillo del puñal, y los viajes absurdosque no tienen ruta fija ni punto cardinal. Y, en fin, puesque te llama la locura, corre a su voz, penetra en sujardín, embriágate en sus brazos peligrosos y goza tuinstante, porque… en fin…» Los fantasmas del palacioencantado se esfumaban en las borrosas sombras delpasado… Se habían conocido en San Salvador, en elHotel Nuevo Mundo donde se hospedaba el poeta,siendo Toño un jovencito que dibujaba y presentabaentonces su primera exposición. Arenales lo estimuló avenirse a México. Una de las varias cartas del poeta aél dirigidas (las que conservó Rafael Heliodoro Valle)terminaba diciéndole, desde San Antonio Texas:«Adiós amigo; un poco más lejos geográficamente,pero siempre en el primer puesto en mi corazón entre

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mis amigos». Toño Salazar no recuerda esta carta, nilas otras, ni que Ricardo Arenales le hubiera escrito…

Podría reconstruir día a día, paso a paso, laexpulsión de Ricardo Arenales de México: cómo se labuscó, qué temerariamente y con riesgo de su vida.Primero desde El Demócrata, con sus virulentosartículos contra el gobernador Gasca y el procuradorNeri. Luego desde Cronos, que fundó Jesús Rábago,viejo periodista que había dirigido El Mañana opuestoa Madero. Arriba, a la izquierda, en primera plana,desde el primer número empezaron a aparecer loscorrosivos, insolentes, insultantes editoriales deArenales de oposición al gobierno. Una veintenaalcanzó a escribir, formidables, como pocos se hanescrito en el periodismo en este idioma, hasta que leagotó la paciencia al todopoderoso Secretario deGobernación general Calles, el más connotado blancode sus ataques. Plutarco Elías Calles, derrocador degobernadores, ladrón de elecciones, matacuras,iletrado, granuja, y andando un poquito el tiempo y sincargar mucho la tinta, asesino: la mente criminal de losasesinatos de Huitzilac, y otros que Dios sabrá. Aunquea Ricardo Arenales no lo asesinó: se limitó a aplicarleel Artículo 33 de la Constitución y a expulsarlo del país«por mezclarse en política», una fórmula tan simplepero tan rotunda como la que años después le aplicó aél mismo el presidente Cárdenas, quien lo mandó aldestierro «por motivos de salud pública». El poeta y elgeneral venían a coincidir así al cabo de los años: unoy otro, cada quien a su modo, no dejaban gobernar.

E n Cronos la emprendió, para empezar, contra la«prensa oficiosa», los periódicos gobiernistas. Siguió,para continuar, con el general Calles, al que no bajabade «hombre audaz y sin escrúpulos» y «cabecilla deyaquis», aprovechando para cantarle de paso a lacorrupta y cínica Revolución Mexicana sus verdades:sus coyotajes y peculados y cohechos y latrocinios yabyecciones y adulaciones y claudicaciones y terminar,nada más ni nada menos, que con el Artículo 33 de la

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Constitución, el mismísimo, el que facultabaprecisamente al ejecutivo para expulsar del país a losextranjeros perniciosos, y del que dependíaprecisamente su permanencia en México, y el queprecisamente le aplicaron. Se lo aplicaron tal y cual yexactamente como él lo pronosticó: «Basta unadelación, una suspicacia, una calumnia, para que elArtículo 33 cumpla su acción, inexorable como un rayo.Eso sí, jamás ha caído sobre un yanqui ni sobre uninglés. De este modo esa prescripción constitucional seha trocado en un arma de despotismo que ningún paísculto puede tolerar. Se prescinde de toda investigación,de todo precedente, se niega todo recurso para ladefensa, y se da el golpe». Así ocurrió. Loaprehendieron al amanecer, lo incomunicaron para quese ignorara el hecho, y sin que «pudiese acudir ni aun ala amistad de Vasconcelos», según él mismo escribió,ni darle tiempo para arreglar equipaje, versos, libros,ropa, escoltado por «un homicida-gendarme y otropajarraco que tenía el vientre cosido a puñaladas», loecharon a rodar en un tren: cinco días en que losangelitos, con manifiestas intenciones de bajarlo encualquier punto para terminar por la vía rápida tanfatigoso viaje, lo llevaron hasta la frontera deTapachula y le hicieron cruzar el Suchiate. Lo que él nosupo es que si él no pudo hablar con Vasconcelos síhabló Rafael Heliodoro Valle, quien al saber queagentes de la policía reservada habían detenido a suamigo Arenales se comunicó de ugencia con TorresBodet y con éste acudió al ministro para pedirle queinterviniera ante Calles: «Yo no hablo con eseasesino», fue lo que les contestó Vasconcelos.

Por los días que precedieron a la expulsión y se loencontraran Esteban Flores y su hijo en un tranvía, selo encontró también Fernando Ramírez de Aguilar, elperiodista, en un café. «Felicíteme –le dijo Arenales–:desde ahora soy materia fusilable». Se refería a quehabía pasado de la calidad de «expulsable», la de lossimples extranjeros a quienes cuando estorbaban se les

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mandaba a la frontera, a la de «fusilable», la de losmexicanos a los que con un rifle treinta-treinta semandaba al panteón. Y el día del último artículo sepresentó en casa de Alfonso Sánchez de Huelva, en lacalle de Capuchinas, y le dijo: «Vengo a estar contigo ya despedirme. Todo lo tengo preparado paraencaminarme a mi tierra. A las cinco publico unartículo furibundo y poco después me acompañará lapolicía hasta el barco. Lo malo es que aquí no dan ni larueda de cigarrillos a los deportados, como sucede enLa Habana». Es lo que Sánchez de Huelva ha escrito.¿Pero barco y La Habana? Al informar los periódicosgobiernistas que a Ricardo Arenales se le habíaaplicado el Artículo 33 «por haber aprovechado sutalento en pro de las malas causas» hablaban de que sele iba a deportar a La Habana. Acaso ésa fuera susecreta intención, que lo embarcaran de gratis enVeracruz rumbo a Cuba. No se le hizo: lo mandaronpor tierra a Guatemala, donde ya había estado, entiempos de Estrada Cabrera, y adonde no quería volveren tiempos de Orellana, «ese lugarteniente y procónsulde la política de Washington», «fantoche dócil a suamo y que le pone cara de sargento a su pueblo»,«encaramado al poder por las escaleras del crimen»,«encumbrado por un crimen de media noche» segúnhabía escrito, y hacía poquito, en sus editoriales de ElDemócrata. Menos mal que los periódicos de Méxicono cruzaban, como él, arremangados, la frontera del ríodel Suchiate porque si no, si Orellana hubiera conocidosus editoriales, Ricardo Arenales se hubiera tenido quequedar en mitad del río. Imposibilitado para volveratrás a México y para seguir adelante a Guatemala,¿qué habría hecho entonces el desventurado poeta? Porla magia de Aladino se habría tenido que esfumar en elaire. Pero qué iban a saber en Guatemala de lo deafuera de su cáscara de huevo… Dicen que almarcharse de México había exclamado: «A mí podrándesterrarme de México, pero a México no lograrándesterrarlo de mí», y que a punto de cruzar el río, en un

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gesto simbólico, había cortado unas flores o recogidoun puñado de tierra mexicana para llevárselo consigo.Lo que en realidad se llevó de México, según le contóél mismo a Manuel Gutiérrez Balcázar y éste a mí,fueron unas semillas de marihuana que sembró en elJardín Botánico del vecino país, que germinaron, seconvirtieron en plantas, y dieron nuevas semillas que élsolía dispersar, durante sus paseos y caminatas por lascarreteras de Guatemala, en los campos de las orillas.

Julián Marchena, el poeta nacional de Costa Rica,hoy es un hombre viejo. Era un muchacho cuandorecién llegado a México conoció a Ricardo Arenales yentró a trabajar de corrector de pruebas en Cronos. Ensu despacho de la Biblioteca Nacional costarricenseque él dirige, en San José, adonde he ido a buscarlo,me cuenta del poeta colombiano. Que estaba enfermo amenudo, me dice, y que tenía en su cuarto un esqueletocolgado de un resorte que lo hacía balancear y al quellamaba Muelarte: la muerte, con esa manía que habíatomado de trastrocar las palabras. Cuando la policía sepresentó a expulsarlo por los editoriales de Cronos leentregó a Julián sus cigarros de marihuana.

Como a un genio que se nos hubiera escapado de labotella estoy tratando de recuperar a Ricardo Arenales:cierro las manos para apresarlo y agarro humo demarihuana. ¿Y qué más, señor Marchena? Y nada más.Que clausuraron después a Cronos y no volví a saberde su paisano.

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Cronos se puede consultar en la hemeroteca deMéxico, entre niños, que son los que la frecuentan yvan a hacer allí sus tareas. Y El Imparcial, ElIndependiente, Churubusco, El Pueblo, El Porvenirde Monterrey, El Heraldo, El Demócrata, losperiódicos en que escribió Arenales o que él fundó. ElPorvenir reyista y El Espectador no, desaparecieron.Sepultado en el alud de letra impresa de los que seconservan yace Ricardo Arenales periodista, y granperiodista entre los grandes del periodismo escrito eneste idioma. Firmados o no firmados, para reconocersus artículos da igual. Nadie en el periodismomexicano escribía como él. Más aún: diría incluso queen el largo siglo que iba corrido de periodismo enlengua española sólo Mariano José de Larra se lepuede comparar. Ni siquiera Varona. Los artículos deLarra y de Varona están recopilados en libros: los deArenales sepultados en el olvido polvoso de lashemerotecas. De todos modos no les daba importancia:los escribía con dos dedos tecleando en una máquina,de prisa, sin releer, sin corregir; los daba a la imprentay se olvidaba de ellos. Si se me permite en este puntode mi humilde narración mi humilde opinión, diría queRicardo Arenales fue expulsado de México más quepor su oposición al gobierno, por lo bien escritos desus artículos: la lucidez de su inteligencia, laperfección de su prosa, la desmesura de su cinismo…Con él no sabían a qué atenerse. Un día, en unperiódico, amanecía llamando a Emiliano Zapata «elAtila del Sur». Otro en otro le llamaba «patriotasuriano», «modesto agricultor indígena», «luchadorincansable», «defensor de la democracia», «invencibleCayo Sempronio Graco del ideal agrario». En ElIndependiente, en su editorial «Delenda est Zapata»,de por las fechas en que surgió el bandido, decía: «Lashordas de Emiliano Zapata han arrojado cien vidas alfondo de una barranca para darse el placer felino deaspirar el vapor de la sangre, y entregarse, airadas ysañudas, a la satisfacción bestial de las torturas

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dantescas. Para los intelectuales trufados de quimerassocialistas, Zapata es la encarnación del grito devenganza y guerra de los oprimidos, es la protestairacunda contra la vejación agraria, es el brazo armadode todas las miserias y de todos los dolores que seretuercen en el fondo oscuro de la gleba. Para nosotros,Zapata es un industrial del crimen. Ningún gobiernocivilizado puede pisotear el derecho de propiedad paraaplacar las iras de una banda de forajidos. Si Zapata esun Espartaco, que libre el gobierno la batalla deSílaro». Y en El Demócrata, en su editorial «Elsacrificio de Emiliano Zapata no ha sido estéril»,escrito a raíz del asesinato del angelito: «La pasiónpolítica trató en vano de coronar la cabeza de estesincero y abnegado luchador con la corona repelentedel desprestigio: era el incendiario, el salteador decaminos, el arrasador de pueblos, la hiena sedienta desangre humana, el ángel exterminador del apocalipsis.¡Mentira! Era un caudillo de conciencia honrada dentrode la coraza de un patriotismo saludable y su causa nofue la de la ambición, sino la del bienestar popular».Arenales se gritaba «¡Mentira!» a sí mismo. Y paraterminar, para cerrar con broche de oro en Cronos,desdiciéndose de lo desdicho volvía a lo ya dicho: adenunciar «los crímenes monstruosos de la Cima y deTucumán, consumados por las hordas sin camisa deEmiliano Zapata». Hoy llamaba a Madero«demagogo», mañana «glorioso apóstol». Sobre el granbandido de Francisco Villa escribió en San AntonioTexas un folleto glorificándolo, haciendo del criminalsaqueador de haciendas un heroico muchacho delpueblo que tomó las armas para vengar el honoragraviado de su hermana, y que arriesgando su propiavida fue a cumplir el sagrado deber de cerrarle losojos a su madre muerta: dos ediciones de veinte milejemplares de este folleto vendió la casa editora.Arenales era un genio. La única forma dedesenmascarar esta revolución de cínicos era con elcinismo. Cantarle a la revolución de opereta el aria de

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la locura. ¡Y cómo se la cantó! Enredando en suslegalismos de colombiano los subterfugios de susleguleyos. Quitándoles la careta. Poniéndoles enfrenteun espejo para que se vieran, para que se viera eladefesio: fea Revolución, sucia Revolución, asesinaRevolución, vándala, indolente, corrompida, abyecta,lambiscona, mentirosa, perezosa… Don Porfirio, eldictador caído, empezaba a resurgir como un santo desu tumba fresca.

¡Claro que lo expulsaron, cómo no lo iban aexpulsar! Vivo salió y es mucho cuento. De Tapachulale envió un telegrama a Arévalo: «Llegaré a ésa depaso para El Salvador mañana». Decía «de paso» paraque no le impidieran la entrada a Guatemala. Llegó alas cinco de la tarde, en el tren de Ayutla. A Arévalo lelatía el corazón alborozado. No pudo reprimir unmovimiento de zozobra al ver descender de los carrosa todos los viajeros salvo a su amigo. De improvisoapareció: venía hacia él iluminado, con su burlonasonrisa. En la biografía de su padre Teresita Arévaloha escrito que Arenales apareció como siempre: bienvestido, archielegante, con el traje de rigor en unviajero y un flexible junquillo de puño de oro que solíaempuñar como un cetro aunque no era más que unbastón. De ser así, o sus amigos le llevaron su ropa a laestación de México, o Ricardo Arenales era mago.Arévalo lo condujo a un hotel, y como cuando seconocieron ocho años antes, se pusieron a hablar,largo, interminablemente.

Tras la sombra de Arenales he venido a Guatemala adar con la de Arévalo: a los noventa y tres años,escasos meses antes de mi llegada, murió. Una vez másla muerte se me adelantó en la carrera. A falta entoncesde su testimonio me conformo con el de su viuda doñaEva y el de su hija Teresita. Teresita Arévalo es unamujer soltera, y soltera en Guatemala lo cual ya esdecir: decir que ha tenido todo el tiempo de este mundopara perder. Ella ha empleado ese tiempo vacío en unaempresa de devoción filial, en una obra pía: escribir,

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en dos volúmenes gruesos gruesos, la lenta, larga vidade su padre Rafael Arévalo Martínez, mal poeta, malcuentista, mal novelista, buen hombre. Para Arévalo,que conoció y trató y admiró a Darío y a Chocano,Ricardo Arenales fue el personaje de su vida: su«personaje inolvidable» como dirían las Seleccionesdel Reader’s Digest . A él le debe el momentofulgurante de su mediocre existencia: cuando escribió,como si se lo dictaran desde el cielo, «El hombre queparecía un caballo», una joya de la literaturaamericana, y este prosista insignificante, este poetainsulso con olor a jabón cuya obra cumbre hastaentonces había sido el soneto «Ropa limpia», de lamedianía literaria que era y que volvería a ser, seconvirtió en lo que siempre quiso, un gran escritor,aunque sólo fuera por el breve y único instante de eserelato. Pero digo mal, «El hombre que parecía uncaballo» no es un relato, es un retrato: el del señor deAretal, «el señor de los topacios», Arenales: perverso,diabólico, inhumano. Él es. Arévalo lo captó, conintuición prodigiosa, en su prístina esencia.

Lo conoció recién llegado a Guatemala, cuandoArenales estuvo la primera vez. Venía huyendo de larevolución mexicana, y más concretamente de:Carranza, Villa, Obregón y Pablo González, blanco delas ironías de su pluma y sus ataques desde superiódico Churubusco, que en los estertores delrégimen de Huerta le patrocinó el licenciado JoséMaría Lozano, gran orador y ministro de no sé qué. Deéxito resonante desde el primer número, Churubuscoera un discurso: un panfleto escrito casi en su totalidadpor Arenales, en frases largas, patrioteras, indignadas,incendiarias, piedras retóricas lanzadas aquí y allá conuna catapulta de fuego. ¿Contra quién? Contra todos.Contra Raimundo y todo el mundo. Contra los yanquisque nos robaron a Panamá y que nos acaban de invadira Veracruz. Contra los susodichos bandidos o jefesrevolucionarios. Contra los alzados en armas y los queno. Y finalmente, ve ladamente, maliciosamente, como

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quien no quiere la cosa, de rebote y de pasón, contra elmismísimo Huerta, el patrocinador del patrocinador,asesino de ojo ciego que no sabía qué pensar. Que porqué le decía Huerta a secas le reprochaba elursurpador al poeta, con voz sorda y ojos que echabanchispas, rodeado de esbirros, en un palco del TeatroPrincipal. «Me ha suprimido en su periódico el títulode presidente y eso no me molesta porque ese título melo dieron, pero me suprime también el de general y ésesí, créamelo, me ha costado mucho ganarlo». «Le digoHuerta –contestaba el desgraciado poeta– como quiendice Napoleón». «Con Huerta o sin Huerta pero todoscontra el yanqui» se titulaba uno de sus editorialescabrones: «Si para los revolucionarios –sostenía–Huerta es el peor de los hombres y el más culpable delos gobernantes, una vez que él empuña la banderanacional para ir a luchar, no contra los mexicanos sinocontra los yanquis, dejará de ser un hombre para sersolamente un símbolo». Tal era la tesis central delperiódico, surgido a raíz de la invasión de Veracruzpor los gringos, que ya habían despojado a México dela mitad de su territorio. Y lo repetía y lo repetía eninagotables formas y largas cláusulas retóricas.«Victoriano Huerta puede ser reo de todas las faltaspropias de quien ejerce el mando supremo en época enque el odio preside los espíritus; pero él no hatraicionado a la Patria vendiendo su territorio alenemigo tradicional, ni puede invocarse el rencor quese le tenga como excusa para renunciar derechos quehan conquistado a costa de su esfuerzo y de su sangrenuestros antepasados». «Nuestros», en plural, comocuando te dice el dependiente de la tienda «Notenemos», como si también fuera dueño. ¡Qué! ¿Nosabía Arenales que era extranjero? «Nuestro» es paral os mexicanos, amigo señor poeta, mientras estemosaquí.

Caído Huerta y avanzando Zapata y Villa sobre lacapital, todavía seguía el atrevido desafiándolos, y enprimera plana de su Churubusco publicaba una

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«profesión de fe personal» o declaración firmadadiciéndoles, en pocas palabras, «Aquí los espero,bandidos». «Quizás dentro de cuatro, seis u ocho díaspudieran flaquearme las piernas o se me trabara lalengua. Hoy no experimento ninguna de esas incómodasdebilidades», y les chantaba la firma. ¡Qué los iba aesperar! Antecitos de que llegaran traspasó la empresay se esfumó. Se esfumó en compañía de Carlos WyldOspina, su más asiduo colaborador en Churubusco, unjovencito guatemalteco con sangre colombiana quehabía conocido en El Independiente. Veracruz, enmanos de los «yanquis», les estaba vedada, imposibleembarcarse. Y el Norte en poder de losrevolucionarios… ¿Para dónde tomar? Pues para elSur. ¡Y a Guatemala! Materializada su cínica personaal cruzar el Suchiate, la línea divisoria entre México yGuatemala, el río de la frontera, pasándolo vio unzopilote paradito en una islita en mitad del caucemirando filosóficamente correr el agua, y exclamóexultante: «¡He ahí un zopilote internacional!» Llevabaya en el alma, y lo repetía a menudo, el verso «La vidaes clara, undívaga y abierta como un mar», que habríade incorporar algo después en la «Canción de la vidaprofunda», su más famoso poema. Lo del zopilote se loha debido de contar Carlos Wyld Ospina a su paisanoArévalo, quien se lo contó a su hija, quien lo escribióen su libro y me lo repitió a mí.

Para darlo a conocer en su tierra el joven Carlos leorganizó, en unión de sus amigos, una velada literaria.En un salón improvisado cerca al Teatro Colón tuvolugar. Archielegantemente vestido, a la última moda,Arenales habló de poesía y declamó sus versos y losde su amigo y compatriota Leopoldo de la Rosa, elfuturo ingrato. A instancias del joven Carlos leacompañaban en el escenario Alberto Velázquez yArévalo Martínez, éste deslumbrado escuchando. Fueentonces cuando Arévalo le conoció. Antes habíaconocido a Chocano y después conoció a Rubén Daríoy a Gabriela Mistral: ni ellos ni nadie dejaron en él tan

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honda huella como el poeta colombiano. Su encuentrocon Arenales marcó su vida. La atracción hacia él, lamás fuerte que sintiera, fue inmediata. No era físicapues no hallaba nada físicamente atractivo en Arenales:toda la impresión en este sentido en un comienzo fue lade que era un hombre prieto, de fisonomía repulsiva,pero al oírlo empezó a experimentar una gozosaangustia y por primera vez lo que los romanos llamaronel «raptus», el vuelo de su espíritu más allá de símismo. Un año menor que Arenales, Arévalo habría desobrevivirle casi cuarenta, y morir, como ya dijimos,muy anciano, pero cada día la figura de su lejano amigose agigantaba más y más en su recuerdo. «Lo creo elpoeta más grande de América –decía al final de susdías–. Rubén murió en tinieblas que no supo disipar suintuición. Barba Jacob sí las disipó. Él sabía desdemuy joven todo lo que un hombre puede saber… Yosupe tanto como él muy tarde: a los sesenta y cincoaños». Bueno, cree él que supo… Conoció a Arenalesy empezó a brillar como brilla un satélite con la luz desu estrella. A reflejar los destellos del otro.

Joseph Anthony Lonteen escribió una tesis sobre laextraña amistad de Arévalo con el poeta colombiano,amistad a primera vista imposible o fuera de larealidad, cuya transposición literaria fue «El hombreque parecía un caballo». Un hálito de misterioatraviesa esas páginas llenas de la presencia delinquietante personaje. El guatemalteco, el narrador, eratímido, miope, medroso, delicado; el colombiano, elpersonaje, era sarcástico, insólito, imprevisible,burlón. De este lado de acá del mundo, del mío, elsuyo, está Arévalo, quien habla, quien dice yo; del otroél: monsieur le diable.

Al Hotel España donde se alojó el poeta (pagandoesta vez, pienso yo, pues traía dinero de México) fueasiduamente a visitarlo Arévalo. Se presentaba atempranas horas de la mañana, y allí seguía a medio díacuando acompañaba a comer a Arenales, y al caer de latarde, cuando se disponía a marcharse. Entonces

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Arenales decía, a la puerta del hotel: «Corro por misombrero. Iremos hablando hasta su casa». Caminandopaso a paso sin detener la charla llegaban a la casa deArévalo, y en la acera seguían conversando. «Tengoque irme a comer», decía al fin Arenales, y regresaba asu hotel, pero acompañado del otro. ¿De qué hablabaArenales? De literatura, de poesía, de sus proyectos.De su «Filosofía del lujo» en que por entonces seempeñaba y que no llegó a escribir nunca. De su ansiade conocimientos. Le contó a su asiduo amigo quedespués de dos años de querer leer el Esquema de unamoral sin obligación ni sanción de Guyau, cuando alfin pudo hacerlo ya la obra no le proporcionó nadanuevo: «Meditar durante ese tiempo sobre el librocondensado en las ocho palabras de su título traducidoal castellano bastó para anticiparme su contenido».Este hombre de mirada arrogante que le hacía recogerel mentón con el gesto arisco de un brioso corcel,centro de la atención de cuantos le rodeaban, era «elseñor de los topacios», el señor de Aretal cuya moralsimplista cabía en la del título de Guyau, era RicardoArenales, «El hombre que parecía un caballo».

El cuento lo compuso Arévalo a raíz de unadesavenencia con su amigo, al que le había entregadoel manuscrito de su novela autobiográfica «ManuelAldano» para que lo leyera y lo corrigiera, pero que elotro relegó al cajón del olvido. Cuando Arévalo, alcabo de los días, quiso llevárselo, Arenales reaccionóviolentamente y le dijo que no había acabado de leerloy que si se lo llevaba dejaban de ser amigos en eseinstante. Y lleno de furia le advirtió: «Si traspasa ustedla puerta con esos originales, no vuelva a poner lospies aquí». Arévalo abandonó la habitación con elmanuscrito y no volvió a visitarlo. Pero el rompimientoprodujo una honda herida en su espíritu sensible. Sintióque su vida volvía a la oscuridad que había alumbradopor un momento el sol de Arenales, e imbuido por surecuerdo, para llenar su vacío, compuso entonces «Elhombre que parecía un caballo». Lo escribió

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fluidamente, sin un tropiezo, como si alguien le llevarade la mano. Con la precaria simbología de lasdeleznables palabras, Arévalo había trazado el retratoportentoso, la más profunda semblanza del poeta.Asustado el pobre al leer lo que había escrito ycostándole creer que el cuento fuera suyo, envanecido,olvidándose de su disgusto con Arenales corrió alHotel España a mostrárselo. Dice Arévalo queArenales sufrió una intensa conmoción al oírlo; que selevantó de su asiento como presa de una crisis nerviosay empezó a pasearse por la habitación y a hacerle laconfesión de su vida y de sus vicios, que hasta entoncesel otro había ignorado. Dice que en esos momentosrecordó que meses antes, al llegar de visita a esamisma habitación, había visto salir de allí a un bellomuchacho, y que a su observación de que parecía unamujer Arenales había replicado, sin darle importancia:«Así son todos los muchachos en la adolescencia».Como si un relámpago le hubiera iluminado por breveinstante un paisaje sombrío en la noche cerrada,Arévalo había vislumbrado lo más recóndito del almade su amigo.

Pero empecé hablando de la segunda visita deArenales a Guatemala y he acabado en la primera.Culpa suya, de su ir y venir desordenado por lageografía de América en busca de una patria mejorcitapara reemplazar la mala que Dios nos dio. Va él en elespacio y yo detrás de él en el tiempo, poniéndoleorden por lo menos a la cronología. A su concienciano, ésa no tiene remedio. Que rinda cuentas comomejor pueda en el más allá que en el más acá yo no soyjuez de nadie, ni biógrafo piadoso. Objetivo sí, en elfiel de la balanza, ni le cargo ni lo exculpo, digo lo queme dicen. Y me dicen los de El Imparcial que llegó ytransformó el periodismo centroamericano. De ElImparcial de Guatemala estoy hablando, que aúnsubsiste, no de El Imparcial de México en el quetambién trabajó y que desapareció antes que él.

Volvamos pues al Suchiate, a cruzar el río. Amigo

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Heráclito, no volveremos a bañarnos en las aguas delmismo río dice usted. Pero sí a cruzarlo, digo yo.Como ocho años antes, cuando el esplendor deChurubusco, volvió Ricardo Arenales a cruzar elSuchiate. Ya no venía huyendo de Zapata y Villa, deCarranza y Huerta y demás granujas y asesinos,difuntos porque existe Dios, sino expulsado por Callesel ateo que se le olvidó. Crucemos pues el río, sigamosen el tren a Guatemala, bajémonos en la estación yaconocida y constatemos que el tiempo gira en redondocomo la tierra, con su misma redundancia.

Ha venido Arévalo a recibirlo y la amistad sereanuda. «El hombre que parecía un caballo» ha sidoimpreso en Quezaltenango y empieza a recorrer loscaminos de la fama. El cuento y su personaje. A loscambiantes nombres que el poeta se pone hay quesumarle ahora el del «señor de Aretal» que le puso elotro. ¿A cómo estamos, amigo Arévalo? A diecisietede julio de 1922. Pues hoy nos saludó El Imparcial enprimera plana: «Ricardo Arenales, ilustre huésped deGuatemala» rezaba el titular en grandes letras. ¿Así defamoso era el poeta? O así de ociosa Guatemala.Artículos elogiosos de Arévalo y Wyld Ospina dándolela bienvenida acompañaban una fotografía suya sinbigotes, misteriosa, vanidosa.

En flagrante contradicción con la ley primera de estelibro según la cual al que yo busque se muere, vivencuatro de El Imparcial que conocieron a Arenales:Antonio Gándara Durán y su hermano Carlos, RufinoGuerra Cortave y David Vela, hermano éste de eseArqueles Vela del «Palacio de la Nunciatura» queconocí en México y que antes de que yo pudiera abrirla boca de entrada me advirtió que él era mexicano, noguatemalteco. Guatemalteco tal vez su hermano…¿Será tanta la ventaja, o mucha la diferencia? En fin, nosólo viven los cuatro que digo sino que, comocincuenta y cuatro años atrás, siguen en el periódicoespectral, y él con ellos envejeciendo. Y de ser elprimer diario de Centro América en que lo convirtió

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Arenales, El Imparcial está ahora a un paso de ser elúltimo.

He dejado la casa de Teresita Arévalo para irme aEl Imparcial a llevarme sorpresas. La primera: quealguien antes que yo pasó por ese periódico buscandoal mismo. «¿Quién?», le pregunto a Rufino Guerraasombrado. «Alguien que tiene su apellido». Ímprobosesfuerzos de la memoria nos llevan a establecer que fueManuel Mejía Vallejo, el novelista, quien hacia 1952,veintitantos años atrás, pasó por Guatemala, y fue alperiódico a preguntar por el poeta.

Carlos Gándara Durán, que había conocido aArenales en el periodismo de México, lo presentó enEl Imparcial, al que entró a trabajar de inmediato.Fundado por Alejandro Córdova un mes atrás,Arenales habría de transformarlo en pocos días. Lonombraron Jefe de Redacción (al parecer «con un granesfuerzo económico» del propietario) y al díasiguiente, viejo truco de su Porvenir de Monterrey,saltó la numeración en mil números: del 46 al 1047, conlo cual le daba de entrada al periódico lo que no tenía:tradición. Otro que no fuera yo que conozco a Arenalescomo la palma de mi mano podría pensar, al revisarlos archivos de El Imparcial y ver que faltan sin faltarmil números, que se le movió la tierra y se desfasó auna dimensión desconocida. ¡Qué va! Malicias delmalicioso. Creó también una página literaria y lanzó elprimer «Extra» (el primero de El Imparcial y sospechoque del periodismo centroamericano), dando cuenta engrandes titulares de los levantamientos de la nocheanterior en San Lucas Sacatepéquez, que sofocados porel gobierno condujeron a la captura de su cabecillaFrancisco Lorenzana, luego a su condena a muerte porun consejo de guerra, luego a su ejecución. Arenalesentrevistó al prisionero en su celda y narró sufusilamiento. Es la famosa crónica sobre el último díade vida de Lorenzana y de cómo se cumplió lasentencia, cuyo antecedente en la carrera periodísticade Arenales es la que publicara años atrás en el Diario

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del Salvador, «Últimos momentos de un condenado amuerte», sobre la ejecución de Diego Martínez por elasesinato de un niño. Arenales viajó entonces en tren aSanta Tecla, en las cercanías de San Salvador, dondese llevó a cabo la misma, y la narró con el dramatismode un testigo presencial en el periódico. Mayordramatismo aún tiene su relato de El Imparcial que esuna página maestra: del periodismo y la literatura. Másaún: tras el detallado, magistral, conmovedor relato deArenales hay oculta una formidable protesta: uniendolas letras mayúsculas con que comienza cada aparte dela narración se forma esta frase: UN ASESINATOPOLÍTICO. En el ejemplar conservado en El Imparcialalguien ha subrayado las mayúsculas en cuestión con unlápiz: UN ASESINATO POLÍTICO. Y la protesta oculta ladescubrió todo Guatemala. El Imparcial acababa deimponerse como el primer diario del país y se iniciabala era del periodismo moderno guatemalteco.

Antes de la llegada de Arenales en Guatemala sólohabía gacetillas de literatura ampulosa, que losintelectuales del país llenaban de suficiencia ypedantería con sus crónicas a la Gómez Carrillo. Elperiodismo era un cuerpo inerte y sus redactores noadmitían indicaciones ni consejos. Frente a los sucesossangrientos de los tiempos de Orellana los reporterosse limitaban a buscar la información en el Ministeriode Guerra, cuyas circulares firmaba Ubico, así, con elapellido solo, como quien dice ahora Napoleón oBolívar. Arenales les mostró el camino: fue en personaal escenario de los hechos y sobre la sangre humeantede Lorenzana escribió sus cuartillas que llenaron devergüenza a los hombres del gobierno. En El Imparcialse burló de todos y les enseñó a trabajar. A su directory propietario Alejandro Córdova lo trató de ignorante ymercachifle, y un día en que le reclamó por haberlemandado al bote de la basura un artículo suyo en quedestruía a un contrincante, le dijo: «Sus querellaspersonales no le interesan a nadie. Si quiere que yohaga de El Imparcial un periódico de primera me va a

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dejar entera libertad para elegir lo que se publique».«Formen ese artículo en el acto –le ordenó Córdova aljefe de imprenta–: saquen de la página editorial lo quesea del caso y sustitúyanlo con mi trabajo». Arenalesse puso el chaleco, el saco, el sombrero, y sin deciruna palabra tomó el bastón de la empuñadura de oro yel camino de salida. Lo llamaron para que volviera yaceptó pero exigiendo plena autoridad, y una mañana,reloj en mano, al mismo Alejandro Córdova le llamó laatención porque llegaba retrasado al diario. Iba, venía,subía, bajaba, escribía editoriales, crónicas, artículos,páginas literarias, formaba los encabezados, pedíaalmuerzos y coñac, eliminó los sociales de la primeraplana y los anuncios, modernizó el formato, introdujoel reportaje y la entrevista, los grandes titularesllamativos… El Imparcial se convirtió en el grandiario guatemalteco. Transcurridos cincuenta años,cuando ya ha dejado de serlo y ha vuelto a ser uncuerpo inerte, anquilosado, sus viejos redactoresrecuerdan al gran poeta y periodista colombiano queles enseñó a trabajar y los pasados tiempos deesplendor. Recuerdan cómo sacó a patadas delperiódico a «Chicuco Palomo», Héctor Quiñónez, unreportero principiante que le había dado unainformación inexacta sobre el descarrilamiento de untren de ganado acerca del cual Arenales escribió comosi se tratara de un tren de pasajeros («Un accidente enel ferrocarril del sur»); cómo hacía que Carlos Flores,un jovencito simpático de El Imparcial, le llevaralibros a su hotel con perversas intenciones; su cercanaamistad con el joven y apuesto escritor costarricenseRafael Cardona, llegado al país por la misma épocaque Arenales, y a quien el poeta hizo, junto con WyldOspina, editorialista del periódico… Y el día en queArévalo le felicitó por el gran triunfo de El Imparcialle respondió jactancioso: «¡Bah!, todavía no empleomis cañones de largo alcance». «¿Por qué?», lepreguntó Arévalo. «Porque los reservo para destruireste periódico desde las columnas de otro cualquiera si

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Córdova me traiciona». Por sobre cuantas noticiashubiera, el escandaloso y estrafalario poeta era con susvicios y sus ocurrencias la gran noticia en la aburrida ychismosa Guatemala.

Una noche de mediados de septiembre de ese añoveintidós, por capricho de los astros o extravaganciasde su naturaleza, Ricardo Arenales se transmutó enPorfirio Barba Jacob. Desapareció heredándole alsucesor sus vicios y sus versos. Dice la leyenda(alimentada por él) que se hubo de transmutar al bordedel fusilamiento, cuando confundido con el licenciadoAlejandro Arenales, director del Diario Nuevo ydefensor de los reos procesados por los levantamientoscontra Orellana, fue detenido por orden del Consejo deGuerra que los juzgaba para aplicarle la misma recetaque le aplicaron a Lorenzana. Y que a un paso elinocente del otro mundo se aclaró la confusión: que noera a «Ricardo» al que buscaban sino a «Alejandro».Ricardo era nadie menos que el autor de la «Canciónde la vida profunda»… En 1976, en Guatemala, no sólovivía el licenciado Alejandro Arenales, sino que poruna de esas coincidencias de que está llena mi vidanecia yo me alojaba en la casa de su nieto Jorge.Bastaría entonces con haberle preguntado al licenciadoArenales si en septiembre de 1922, en tiempos deOrellana, de veras lo iban a fusilar y lo estuvobuscando un Consejo de Guerra. Sólo que el licenciadoArenales padecía ya de ese mal, o virtud, tan usual enpueblos y naciones: había perdido totalmente lamemoria. Yo que por momentos tengo destellos deFunes el memorioso y recuerdo cuándo se movió talhoja y a qué horas le dio de canto el sol, no lo podíacreer. Ni aceptar. Ni tolerar. Y una y otra y otra vez lerogué a mi amigo Jorge que me llevara con su abuelo,así no recordara quién fue ni cómo se llamaba, así nofuera más que una tapia desmemoriada, para poder porlo menos decir aquí, contar aquí, consignar aquí que loconocí y que respiraba. Y una y otra y otra vez miamigo Jorge se negó avergonzado, como si la

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enfermedad del olvido fuera sífilis. A quien conocí, encambio, en México, fue a Fedro Guillén que measeguró que el licenciado Alejandro Arenales (cuandoaún no se había quitado de encima el fardo de lamemoria) le contó en Guatemala que Ricardo Arenalesse cambió su nombre, en efecto, tras de que la policíaguatemalteca lo detuvo confundiéndolo con él. Hubierahabido o no confusión con el cuasihomónimo y riesgode muerte, lo cierto es que el poeta también se quitabasu nombre de Ricardo Arenales «por viejo, gastado,sucio e inútil» según le dijo a uno en una entrevista, y«por empolvado» según le dijo a otro en otra. NemesioGarcía Naranjo, su amigo de Monterrey que desde lacaída de Huerta vivía en el exilio y con quien, segúncalculo yo, debió de coincidir fuera de México en SanAntonio de Texas, se lo volvió a encontrar enGuatemala acabadito de cambiarse el nombre.Entonces Barba Jacob le leyó una sentida elegía aRicardo Arenales en la que pintaba su cadáver con lasmanos atadas por un cordel, tendido sobre un túmulobajo la luz oscilante de los cirios. Rafael HeliodoroValle y otros amigos recibieron entonces en Méxicounas esquelas fúnebres con orlas negras, en que undesconocido, Porfirio Barba Jacob, les participaba eldeceso de su amigo común Ricardo Arenales,«rogándoles que rezaran por el eterno descanso de sualma, y que no volvieran a pronunciar aquel nombremaldito». Años después, en la reunión en casa deRafael Heliodoro Valle la mañana esa de año nuevo deque he hablado, uno de los asistentes le preguntó aBarba Jacob: «¿Y usted conoció en Centro América aRicardo Arenales?» Y Barba Jacob le contestó: «Loconocí, claro que lo conocí. Era uno de los hombresmás perversos de que hablan las historias.Afortunadamente lo fusilaron en una de tantasrevoluciones centroamericanas».

¿Cómo se le ocurrió la extravagancia de semejantenombre? Es que no se le ocurrió: lo tomó de larealidad, ésa es mi tesis. A unos les dijo que fue así y a

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otros que fue asá y a ninguno le dijo la verdad. Yo ladescubrí con mi manía de cotejar versiones y ordenarfechas. Pero vamos por orden. Santiago de la Vega, suviejo amigo, le preguntó en una entrevista para ElUniversal Ilustrado de México que por qué habíaescogido ése y no otro pseudónimo, y Barba Jacob lerespondió: «Eso me lo han preguntado muchos. Tú eresel único que vas a obtener una contestación categórica.El nombre se me ocurrió indudablemente por lacreencia que yo he tenido siempre de que mimentalidad es un poco alejandrina, neoplatónica. Elprimer apellido lo escogí porque sugiere cierta idea devirilidad, de fuerza, de brío; el segundo, para que hayaen la simple enunciación de mi nombre una sugerenciade eso que se llama… ¿cómo?» «La escala de luz». YTeresita Arévalo ha dicho en la biografía de su padreque éste le sugirió el «Porfirio» como nombre de pilaen vez del «Pórfiro» que el otro quería cuando molestocon tantos Arenales que había en Guatemala decidióponerse ese nombre raro que nadie habría de llevarmás que él, «luengo como una barba judía, extraño ymisterioso» de Barba Jacob.

La verdad es que Barba Jacob yo lo he encontradoen los libros y en la vida: en la suya, pero antes de quesoñara ponérselo. En el libro tercero, capítulo sexto des u Historia de los heterodoxos españoles MarcelinoMenéndez y Pelayo reseña una sentencia de 1507 de laInquisición catalana dictada por dos frailes dominicosy el Vicario de Barcelona Jacme Fielle contra MossénUrbano, natural de la diócesis y ciudad de Florencia,hereje y apóstata famosísimo que publicó una y muchasveces que un cierto Barba Jacobo era el Diosverdadero omnipotente, en Trinidad Padre, Hijo yEspíritu Santo, que era igual a Jesucristo, y que asícomo Jesucristo había venido a dar testimonio delPadre, así Barba Jacobo, que era el Padre, venía a dartestimonio del Hijo; y del mismo modo que los judíosno reconocieron a Cristo, así ahora los cristianos noreconocían a Barba Jacobo. En el infinito mundo de las

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probabilidades la lógica de Mossén Urbano eraimpecable, pero la Inquisición, que atizaba sushogueras de leña seca con la lógica, no admitíaargumentos en contrario, y le entregó al fuego del brazosecular: el viernes cinco de mayo de 1507 verificóse lasentencia y Mossén Urbano y su verdad recalcitrante sequemaron en la plaza del Rey.

Sostenía Mossén Urbano, entre otras cosas, que él noestaba obligado a prestar obediencia al SumoPontífice, ni a prelado alguno, si no se convertiríanantes a la enseñanza de Jacobo. Que estaba próximo elfin del mundo y que Barba Jacobo sería el verdadero yúnico pastor, y que juzgaría a los vivos y a los muertos(«E que axi ho creu ell, e que li tolen lo cap milvegades e nel maten, que may li faran creure locontrari»). Que Barba Jacobo era el ángel delApocalipsis y todo el ser de la Iglesia plenísimamente,y que sin haber aprendido ciencia alguna, puesto quehabía sido rústico pastor en Cremona, sabía todas lascosas. En fin, que el pecado de Adán no habíaconsistido en la manzana sino en la cópula carnal conEva. Y ampliando la bendición cris tiana del Padre y elHijo y el Espíritu Santo a toda la parentela: «In nominePatris et Matris et Filii et Spiritus Sancti et SanctaeTrinitatis, filioli et filiolae et compatris et comatris, etde lo fratre ab la sorore et de lo cosino et de lacosina». En La Habana, en 1915, Ricardo Arenales leíaa Menéndez y Pelayo pues en sus artículos de entoncese n El Fígaro lo cita; si pasaron ante sus ojos esaspáginas de los Heterodoxos consagradas a BarbaJacobo, ha debido de quedar fascinado con el testarudoy misógino de Mossén Urbano, que más que hacerseexpulsar de los países se hacía quemar en la hogueracon su promesa de esa segunda Iglesia a cuyoadvenimiento «las hembras concebirían y parirían sinobra de varón». ¿Pero leyó en efecto esas páginas delos Heterodoxos? Es lo que nunca sabremos.

Y ahora dejemos los libros eruditos y pasemos a lavida que es la que importa. Hay un poema de Ricardo

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Arenales compuesto en Barranquilla por la época enque adoptó ese pseudónimo, que se conoce con lostítulos de «Carmen» o «Mi vecina Carmen»: aparecióen El Siglo de esa ciudad en marzo de 1907 y luego, enjunio, en La Quincena de San Salvador. Es el queempieza: «Esta noche tengo miedo de estar solo. Entrela sombra hay un fantasma que cruza de mi pobre sueñoen pos…» Una vez más lo publicó Arenales: en ElUniversal de México, en agosto de 1918, y con lasindicaciones de cuándo y dónde fue compuesto: eldiecisiete de septiembre de 1906 en Barranquilla,Colombia. Pero ahora con el siguiente título: «En lamuerte de Carmen Barba Jacob». ¿Barba Jacob? ¿Porqué este apellido? Cuando reproducía el poema en ElUniversal con el título anterior a Ricardo Arenales nose le pasaba por la cabeza el cambiarse de nombre. Yen «Los desposados de la muerte», que fueron escritosen Ciudad Juárez en 1919 y publicados en MéxicoModerno el año siguiente, el segundo de los seismuchachos del poema es Emiliano Barba Jacob: asíestaba en la versión original, si bien luego, en lasCanciones y elegías, cambió a Emiliano Atehortúa.¿Qué pensar de todo ello? «¿Acaso su mismo nombre –se preguntaba Santiago de la Vega en su reportaje–vendrá a ser, violentando un poco las sospechas, elmejor y más dorado despojo de sus burlas?» «No –respondía Barba Jacob–. Mi pseudónimo es unapequeña trampa para que en ella caigan los quecarezcan de agilidad. Mis amigos podrán salvar,elásticamente, ese obstáculo». Ni Santiago de la Vegaque se lo preguntaba, ni Rafael Heliodoro Valle quequiso escribir su biografía, ni Rafael Delgado que leacompañó veinte años, ni quienes más supieron de suvida y sus andanzas y más notas periodísticasescribieron sobre sus aventuras a su muerte pudieronsalvar el obstáculo. A nadie le confesó el poeta dedónde sacó el nuevo nombre. Entremos pues, pornuestra parte, en el camino de las suposiciones que esel que queda ya que no hay forma de preguntar a los

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muertos. Barba Jacob, de no ser un apellido real (unapellido compuesto, o dos apellidos simples peroreales) es una extravagancia: no un nombre poético. Yla extravagancia iba bien para quien cuando se cambiósu nombre de bautizo de Miguel Ángel Osorio por el deRicardo Arenales estuvo pensando (se lo contó aArévalo) si no le quedaría mejor el de Juan MaríaTerremoto o Centellas o Tormentas, y para quien alfinal de su existencia pensaba cambiarse el de PorfirioBarba Jacob por el de Juan Pedro Pablo. Pero ¿a quiénse le ocurre apellidar a la joven de un poema BarbaJacob? Menos inusual el primero que el segundo,ambos apellidos se dan en la vida real. ¿Alguna vezexistieron juntos? A Marco Antonio Millán, uno de susmás cercanos amigos en sus últimos años, Barba Jacoble contó, y Millán a mí, de una amante de ocasión quetuvo en su juventud en Barranquilla: una muchacha dequien se enamoró y a quien mataron en una riña deburdel, la noche misma que tenía con él una cita deamor. Al llegar a la cita se encontró con su velorio.Llevaba algo de comida y una botella de licor que concuanto dinero tenía encima hubo de dejarles a losdeudos. Por ello los versos del poema: «Esta nochetengo miedo de estar solo. Me acongoja el recuerdo deuna breve historia del corazón… ¡era que la pobrejoven tenía la boca tan roja!… Esta noche tengo miedode estar solo. Me acongoja el ritmo del corazón…» Yluego: «Iba cayendo la tarde cuando murió mi vecina…en la sala de la casa borbota un foco de luz… estánrezando el rosario… y una comadre ladina, reza, másalto que todas, y con los brazos en cruz». Escomprensible que al publicar en Barranquilla su poema«Carmen» Miguel Ángel, o Arenales, lo llamara así,simplemente, prescindiendo del apellido o losapellidos por consideraciones de orden personal. Y esque: «Todos en el barrio saben la historia de mivecina, es una historia fragante de risueña juventud…por sus flancos, por sus ojos y por su boca divina…todos en el barrio saben la historia de mi vecina… de

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esa pobre joven muerta que duerme en el ataúd…» EnMéxico en 1918, cuando la separación geográfica ytemporal de aquellos hechos era grande, y cuando aúnno entraba en sus planes adoptar el insólitopseudónimo, bien podía llamar al poema como le fueraimposible llamarlo en Barranquilla: «En la muerte deCarmen Barba Jacob». Después en sus narracionessaturadas de alucinaciones y mentiras, decía que BarbaJacob era el apellido de una amante persa, la mujer quemás intensamente le había amado. Y a RafaelHeliodoro Valle, cambiando «son» por «somos» ledecía: «Los Barba Jacob somos una numerosa famliade judíos que se refugiaron en Colombia». El carácterautobiográfico de los poemas «En la muerte de CarmenBarba Jacob» y «Los desposados de la muerte» esinnegable. Ahora bien, dos personas con el apellidocompuesto, o con los dos apellidos de Barba Jacobsólo pueden ser hermanos. Su insólita unión lo impone.¿Es ir demasiado lejos en el camino de lassuposiciones el pensar que Carmen y Emiliano BarbaJacob fueron dos hermanos a quienes Miguel ÁngelOsorio (acaso ya para entonces Ricardo Arenales)conoció en Barranquilla? De aceptarlo así lasuposición iría aún más lejos: según se desprende delos poemas a ellos consagrados, ambos fueron susamantes.

Salió a pie de su pueblo rumbo a la Costa Atlántica,y al llegar a un río se embarcó en una lancha de caña.Es lo que le contó en México a Manuel GutiérrezBalcázar, y también le contó, y éste a mí, que llegandoa Barranquilla conoció a Leopoldo de la Rosa en unparque. Leopoldo tenía dieciocho años, cinco menosque Miguel Ángel. El río, cuyo nombre no tenía por quésaber ni menos recordar Gutiérrez Balcázar, es elNechí, que va al Cauca que va al Magdalena que va almar, al mar de todos libre de las mezquinas patrias.Antes de irse por las rutas de ese mar generoso, enBarranquilla se cambió el nombre de Miguel ÁngelOsorio con que lo habían bautizado por el de Ricardo

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Arenales, tomando el «Ricardo», según ha escrito JuanBautista Jaramillo Meza, de su amigo RicardoHernández, y el «Arenales», según ha contado Arévalo,razonando que Arenales era una extensión de arena y laarena era el desierto y el desierto era su alma.Dieciséis años llevó ese nombre con que se hizofamoso en Cuba, México y Centro América, con quefirmó sus mejores poemas, y que ahora se quitaba enGuatemala.

El nombre de Porfirio Barba-Jacob aparece porprimera vez en El Imparcial: firmando el artículo«Sueño de una noche de septiembre». De septiembre,el mes en que ocurre el cambio. Porfirio Barba-Jacob,así, como Valle-Inclán con la raya en medio, la que élsiempre le puso y que aquí, sin razón, yo le quito. Porunos días figuró en el indicador del periódico comoJefe de Redacción Porfirio Barba-Jacob seguido entreparéntesis de Ricardo Arenales. Un día desapareció elparéntesis. Y otro, en primera plana, apareció esteanuncio: «Cambio de nombre: Por convenir así a misintereses particulares hago saber públicamente que apartir de hoy no usaré el nombre de Ricardo Arenalescon que se me conoce desde hace diez y seis años, sinoel de Porfirio Barba-Jacob, con el cual responderé detodos los compromisos que he contraído o contrajereen lo sucesivo. Para que esta determinación tenga elvalor que deseo darle, tramito en la actualidad loconducente ante las autoridades a quienes correspondelegalizar mi cambio de nombre». Guatemala a díastantos del año tal, y firmando Arenales, el difunto.

La primera hazaña de Barba Jacob estrenandonombre calculo yo que sea una que Arévalo hareferido: Rodeado de un grupo de estudiantesuniversitarios Barba Jacob los invita a que lo insultenofreciéndoles un premio al que mejor lo haga. Como nologran complacerlo a satisfacción los convida a unacorrería por la ciudad. Entran a una fonda de losarrabales, se sientan a una mesa, y a la matrona gorda ymal encarada que los atiende Barba Jacob le pide de

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beber. A la tercera copa le dice: «Traiga más licor,pero no en estos sucios vasos que nunca ha limpiado».Y cuando ella trae lo pedido le pregunta: «¿Secó losvasos con sus cochinas enaguas?» La matrona estallaen una explosión de insultos y le pide al poeta que lepague y se marche. Barba Jacob le dice que no tienedinero, que por favor le apunte las bebidas a su cuenta.Los insultos de la matrona llegan entonces a lo heroico.Sale ella y regresa con un policía. Frente a uncaballero tan bien vestido como el poeta el policíaempieza por sentir respeto, y el respeto va en aumentopor lo que ve y lo que oye: «¿Cuánto le debo,honorable señora?», le pregunta beatíficamente BarbaJacob a la matrona. «Dieciséis pesos». Barba Jacob lepaga con un billete de a cien. «¡Oh! –exclama ellaasombrada–. No tengo vuelto». «Guárdeselo –respondeBarba Jacob–. Los dieciséis pesos son por los tragos, yel resto en pago de los insultos». «¿Lo insultó estapícara vieja? –le pregunta al poeta el policía–. Siquiere me la llevo presa». «No –le detiene BarbaJacob–: le estoy muy agradecido. En cuanto a usted,tome por la buena intención», y le da una generosapropina. Episodio que corroboran las siguientespalabras de una carta del poeta a Alejandro Córdova:«Raras veces, como no procediera de almasperturbadas por el odio, miré escrita ni oí habladasiquiera una apreciación que no me fuera en algúnsentido favorable: el talentoso, el inteligente, el ilustre,el admirable, el conocido, el desconocido… Aludo aesto porque sin duda es una realidad; porqueprobablemente yo, que me he despreciado tanto, que hedespreciado tanto la naturaleza humana, que me hetenido asco y se lo he tenido a los demás en lo materialy en lo moral –porque, si vamos al fondo, todos somosgrosera materia– tengo algún valor, estoy dignificadopor algo que es puro, me siento compelido a algunaacción grande». Y algo más adelante: «No se meolvida que tengo el mundo delante de mí, que existen lacuarta y la quinta dimensión, que la vida esplendente

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será en el tiempo y en el espacio, que alguien mecomprenderá algún día cabalmente…» Bueno, a unosiempre le queda esa posibilidad, que alguien algún díalo comprenda cabalmente, y a él le quedaba esta otra:«Y al fin quietud… el mortuorio túmulo, loas lúgubres,flores, oro póstumo, y en mármol negro el numendesolado. Con sus manos violáceas, en la tarde riente,ya mi ansiedad la Muerte apaciguó. Alguien diga en minombre, un día, vanamente: ¡No! ¡No! ¡No! ¡No!» Es laestrofa final de ese poema desencantado y portentosode la «Canción de la noche diamantina» que compuso ala muerte de Ramón López Velarde, cuyas estrofasterminan todas con la negación obsesiva. LópezVelarde, hoy el poeta nacional de México, tímido yocasional visitante de Arenales en su palacio alucinadode la Nunciatura, empleado público y que murió másbien joven de una forma indigna: de un resfriadoagarrado en un aguacero. Lo velaron en la Universidady lo enterraron por cuenta del gobierno…

Barba Jacob dejó El Imparcial y se fue deGuatemala rumbo a Colombia. Pero no llegó. Seatrancó en el camino. Juan Felipe Toruño me hacontado en San Salvador que le contaron los de ElImparcial que Barba Jacob estuvo acarreando bultosen el puerto de San José sobre el Pacífico. Laocupación es cierta, el lugar inexacto. Lo que handebido de contarle los de El Imparcial a Toruño es lomismo que le contó Arévalo, aunque muchos añosdespués, al embajador de Colombia en GuatemalaGustavo Serrano Gómez: que sin dinero y colmado deangustias causadas por el alcohol y la marihuana BarbaJacob se dirigió por tren a Puerto Barrios, donde cargóracimos de banano como bracero para los buques de laUnited Fruit Company. Un periodista hondureño allí selo encontró y al reconocerlo le contrató para superiódico en Tegucigalpa y le anticipó mil dólares, queel poeta de inmediato se bebió con los braceros.Alcanzó no obstante a llegar a Honduras (en un barcode la misma United Fruit Company), a la Costa Norte

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donde ya había estado, pero para quedarse brevetiempo y acabar regresando a Guatemala. De la CostaNorte debió de ser el periódico que dice SerranoGómez que le dijo Arévalo, y no de Tegucigal pa, puesen Tela, en la Costa Norte, su «Tela de Atlántida», estáfechado, por él mismo, el primer poema que compusocon su nuevo nombre de Barba Jacob: ese poema «Lareina», que es la muerte, tan desolado como la«Canción de la noche diamantina» pero en el cual elNo se ha convertido en Nada: «Y a ritmo y ritmo elcorazón parece decir muriendo: Nada… Nada…»

Según el Diario Comercial de San Pedro Sula, en unnúmero de 1950 consagrado a la vecina ciudad de LaCeiba, entre cuyos visitantes ilustres contaba a BarbaJacob, de La Ceiba se fue Barba Jacob a PuertoBarrios «con diez monedas que manos cariñosaspusieron en su bolso». Según le escribió Barba Jacob aJaime Torres Bodet en una carta, regresó enfermo aGuatemala, «entre la vida y la muerte». Según RufinoGuerra, de la ciudad de Guatemala se fue aQuezaltenango en busca de un mejor clima. SegúnMiguel Antonio Alvarado igual: se fue a Quezaltenangocuyo clima frío y seco le habían aconsejado para suarruinada salud, y allí trabajó en el periodismo ycompuso el poema «La ciudad de la estrella». SegúnCarlos Mérida, en Quezaltenango vivió en casa deAdolfo Drago Bracco, con quien tuvo un periódico, ydirigió el Diario de la Tarde . Pero como ya el poetahabía estado en Quezaltenango ocho años atrás, yCarlos Mérida tiene más de noventa, y la memoriaconfusa, y no logra aclararla ni a punta de coñac, niprecisar si fue en la primera o en la segunda estadía delpoeta en Quezaltenango cuando lo conoció, sillamándose Arenales o llamándose Barba Jacob, y delDiario de la Tarde ya no quedan ejemplares, ni del quetuvo con Drago Bracco, y de éste ni siquiera el nombre,y Drago Bracco ya murió, las dos estadías del poeta enQuezaltenango, pese a su aire limpio y puro, y a lotransparente y sano, se quedan en el limbo de la

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confusión. Lo que sí tiene muy claro Carlos Mérida esque cuando el poeta se marchaba (la primera o lasegunda vez), una ilustre dama de Quezaltenango lepreguntó qué era lo que más le había gustado de suciudad, y el poeta le respondió: «Ese caminito desalida para irme a la chingada». A la dama dicha fraseno podía, por supuesto, hacerle mayor sentido. Porque¿qué sería «chingada»? ¿Una falda «plisada»? ¿Unasenaguas? No señora: cuando Barba Jacob decía«chingada» estaba pensando en marciano, en mexicano.En fin… «Abejas zumbadoras, maíz que está granando,canciones a la tarde, cuando se sueña, y cuando elpolvo de los astros fulgura en el vacío…» ¿Oíste,Octavio? ¿Entendiste, Paz? Son versos de «La ciudadde la estrella», de donde sale un caminito que te lleva ala chingada.

Ese poema lo publicó en El Imparcial, dedicado aAlberto Velázquez. Como Alberto Velázquez, pornotable que se me haga, aún vive cuando visito aGuatemala, dejando El Imparcial voy a buscarlo. Nadamás fácil que encontrarlo en la pequeña ciudad deGuatemala; nada más imposible que entrevistarlo: sufamilia lo guarda, como a doncella islámica, bajo sietecandados. Como si la enfermedad del olvido de quetambién él sufre fuera un tesoro, la virginidadrecobrada de la memoria. La tabula rasa primigenia,sin amores, sin rencores. Para cuando acabe de escribirestas líneas y se publiquen Alberto Velázquez harámucho que se haya ido, con sus recuerdos, con susolvidos. Originario de Quezaltenango, allí llegó con elpoeta, a quien había conocido en la capital, y lo alojóen su casa. Solía entonces Arenales proclamar ante élque «sólo tenía la moral indispensable para subsistir».Sé que años después redactaron juntos el Boletín de laUniversidad Popular de Guatemala, que en asocio deotros fundó Arenales: fundó y al punto olvidó. Sé quemás años después, desde el Hospital General deMéxico, Pabellón Número Once, Barba Jacob leescribió una carta: a él y a Arévalo, a raíz del libro que

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Arévalo, «para allegarle fondos» aunque sin suconsentimiento, publicó de sus versos: un libro del quecuando Barba Jacob lo conoció comentó que parecíade cocina, pero que en realidad parecía de burdel, deburdel triste al estilo de Pierre Loüys o de Vargas Vila,con su lúgubre título y su fea portada de una mujerdesnuda pudibunda cubriéndose los senos con lasmanos y con rosas en las manos: Rosas negras, quecasi acaba con la vida del poeta. Para incorporárselocomo prólogo a ese libro entrometido, AlbertoVelázquez «rescató por alto precio» el largo recuentoautobiográfico de «La divina tragedia» que habíaescrito Arenales poco antes de su expulsión de México,y que se le quedó a su sucesor Barba Jacob enGuatemala tras su expulsión de Guatemala. Todo estosé de Alberto Velázquez, quien sin embargo siguesiendo para mí un nombre vacío, el de un espectro.

Tras la cura de altura y aire frío en Quezaltenango yde regreso a la capital, Barba Jacob se dio a soñar conuna gran revista «de altas letras», y a vivir del sueño:de mayo a mayo y de mayo a agosto según mis cálculosvivió del cuento, año y tres meses durante los cualesacumuló, según los cálculos de Miguel AntonioAlvarado, deudas por seis mil quetzales. Agotada sucapacidad de crédito y endeudamiento se hizo expulsarde Guatemala. Y de Guatemala se fue a Guatepeor.

La gran revista «de altas letras» iba a ser unsemanario gráfico y a salir los sábados. Iba a tenerentre cuarenta y ocho y cincuenta y seis páginas conilustraciones en blanco y negro y a todo color de losmás talentosos pintores y caricaturistas deHispanoamérica y la madre patria, y colaboraciones delos máximos literatos de tierra firme y de allende elmar. Se iba a llamar «Ideas y Noticias», y a competir, arivalizar, con nada más ni nada menos que con laRevista de Revistas de México, y El UniversalIlustrado de ídem igual. Iba, iba, iba, todo en «iba»porque en «iba» se quedó: vendió anuncios por variosmeses y subscripciones por varios más (a cuarenta

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pesos la serie de cuatro números), todo cobrado poranticipado, pero como lo expulsaron, ¡cómo podíapagar! Y a cuanto «ilustre intelectual» hubiera o nohubiera en Guatemala lo invitó a colaborar,sabliándolos de paso claro está. Es a saber porejemplo: como el licenciado Antonio Villacorta, JefePolítico del Departamento. O el coronel DanielHernández, Director General de la Policía. O elMinistro de Agricultura don Salvador Herrera. A éste,según me contó Antonio Gándara Durán, fue a pedirleque colaborara en su revista «con su magnífica pluma»,y de paso dinero prestado. Que cuánto, le preguntó elMinistro. Que mil pesos. Y el Ministro halagado lehizo un cheque por dos mil. Barba Jacob en recuerdose guardó la pluma con que el Ministro le firmó elcheque, la «magnífica pluma», que nunca le devolvió.A este Antonio Gándara Durán también le pidiócolaboración, por carta. Y muchas de esas cartas enigual sentido les dirigió a sus amigos escritores o noescritores, de las cuales una al menos queda y conozco:a Carlos Wyld Ospina, escrita a máquina en papel conel siguiente membrete: «Ideas y Noticias, SemanarioPopular Independiente, Director-Fundador yPropietario Porfirio Barba-Jacob, Apartado deCorreos No. 100, Edificio San Marcos, Guatemala».

Al Edificio San Marcos, su «Palacio de SanMarcos», fue a dar después de la pensión de ClementeMarroquín Rojas donde lo visitaba Miguel ÁngelAsturias, y el Hotel Iberia donde coincidió conBenavente: don Jacinto Benavente de la calva marfilinae indiscriminado gusto por los muchachos, el mismosuyo pues, el de su servidor el poeta. Dos premiosNobel como quien dice y en unos meses: uno que yaera, y otro que habría de ser… Gustavo AlemánBolaños, paladín divulgador en Guatemala de los«vicios nefandos» de Arenales, los cuales sabrá Diospor qué le inquietaban tanto, al llegar de visita a supaís el ilustre escritor hispánico corrió a entrevistarlo,y lo primero que le preguntó fue: «Dígame por qué es

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usted tan pederasta». A lo cual don Jacinto no supo quéresponder, tal vez porque el esquimal no tiene elconcepto de la nieve, ni el beduino el concepto deldesierto. La lengua de este personaje Alemán Bolaños,también poeta, pesaba sobre la pequeña ciudad deGuatemala como el volcán sobre San Salvador.Cultísimo él, un día le comentó a Arenales que leencantaban los «Diálogos» de Plutarco, y Arenales conironía le contestó que él prefería las «Vidas paralelas»de Platón…

¿Y El Imparcial? El Imparcial acolitando. Se ibaBarba Jacob, y lo despedía. Volvía, y lo saludaba. Quelas puertas del periódico le estaban siempre abiertas,que era su casa. Y haciéndole la publicidad gratis. Queya iban a salir las «Ideas y Noticias», el prodigiográfico, el magazine. Pero hoy no como anunciamos,sino mañana. Y de mañana en mañana… Y reportajescon el Director-Fundador-Propietario. Y fotos. Y enprimera plana la mejor foto que conozco del poeta, lamás mentirosa: guapisísimo se ve, con su traje negro deanchas solapas, recogido el mentón y la mirada oblicuae iluminación de enigma.

Del Hotel Iberia se mudó a la pensión de ClementeMarroquín Rojas, o mejor dicho de su mujer, casonafresca y vieja en la Décima Calle Poniente, entre laPrimera y Segunda Avenidas. Allí compuso ese poema«Futuro» que es tan famoso y que es el que empieza:«Decid cuando yo muera, ¡y el día esté lejano!…» Dela pensión se mudó a los apartamentos del Edificio SanMarcos (trocado en su recuerdo en el «Palacio de SanMarcos») donde compuso el poema «Imágenes»: «Algoqueda del hombre antiguo que hubo en mí, tan cercano,tan lejano…» La pensión tenía un patio y en el patioflores y jaulas de pájaros y niños correteando por losamplios corredores donde mujeres morenas de pelonegro se mecían en sillas de balancín… El mundoantiguo del hombre antiguo que había en él… Y quenunca más volverá.

Dos le quedaron por sabliar en Guatemala según mis

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cálculos: el presidente Orellana y su Ministro deGuerra Ubico, quien con la anuencia de aquél loexpulsó. Ubico, el Calles guatemalteco, ladrón, granujay asesino también… Cuando el poeta llegó por segundavez a Guatemala, expulsado de México, hacía medioaño que gobernaba Orellana: José María Orellana,quien había depuesto a Herrera y Luna, quien habíadepuesto a Estrada Cabrera, el tirano de la primeravez. A Orellana lo mataron, como habían matado alpredecesor de Estrada Cabrera, Reyna Barrios. Leaplicaron la tercera fórmula de la políticacentroamericana que consta de tres: encierro, destierroo entierro. Al poeta la de en medio, tras de sumemorable discurso contra el gobierno en la feria deJocotenango. El discurso se lo llevó el viento, peroalgo de lo que entonces dijo se recuerda aún enGuatemala…

La famosa y concurrida feria de Jocotenango teníalugar en agosto, en el barrio de ese nombre y susaledaños, y venían a ella ganaderos y hacendados detodo el país y de las vecinas repúblicas de Honduras yEl Salvador. En ese agosto del año veinticuatro BarbaJacob era el orador oficial de la feria. Miguel AntonioAlvarado me ha contado en Honduras que élacompañaba al poeta cuando el discurso; él y elprofesor Morazán y Alejandro Córdova, el director deEl Imparcial. Rufino Guerra por su parte me ha dichoque el tema del discurso fue la cuestión monetaria, elasunto de la supresión del dólar y el peso y la adopcióndel quetzal, que entonces se debatía apasionadamenteen Guatemala. En un momento de su discurso BarbaJacob exhibió una de esas viejas monedas que elpueblo llamaba «carreras», valiosas monedas de oroque había troquelado con su efigie el caudilloconservador Rafael Carrera, para compararlas con losdevaluados billetes del presente. Carrera, que no sabíaleer y se firmaba «Carrara», fue valiente y gran military gobernó por treinta años a Guatemala, durante loscuales el país vivió una era de paz, de honradez y

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seguridad. La paz, la honradez y la seguridad se fueronal traste con el ascenso al poder de Justo RufinoBarrios y su secuela de corruptos gobiernos liberales,que recogieron las monedas y pusieron en circulaciónlos billetes. Heredero de esos gobiernos liberales erael de Orellana.

Como la expulsión de México, la de Guatemala se labuscó él mismo. El discurso de Jocotenango no era suprimera intervención pública. Ya a los vecinos yobreros del barrio de Lavarreda les había dado unaconferencia instándolos al ennoblecimiento de susdestinos y a la superación por el esfuerzo, en la cualevocaba la figura de su bisabuelo paterno, uncampesino y hombre sencillo del pueblo, igual aquienes le escuchaban, abierto desafío al oscurantismoimperante. Y a otra conferencia suya ha aludido en unartículo Alberto Velázquez, pronunciada la mañana deun domingo en el Teatro Venecia, en la Calle Real delGuarda Viejo. Su tema, «No matarás», había sido el deuno de sus editoriales de Cronos que en México levalieron el destierro. La memorable y encendidaprédica del Teatro Venecia parecía, según su amigo,tomada de una epístola de San Pablo, y «habría podidoser pronunciada desde un púlpito». Hacía el poeta suspinitos de entrenamiento para su posterior oficio decura, cura con sotana y con tonsura, que con el nombrede Manuel Santoveña y trescientos lempiras de sueldopara empezar, y mil dólares para continuar, habría deejercer un año escaso después, en la Costa Norte, enHonduras, contratado por el administrador de uningenio: por bananeras y cañaverales, de campamentoen campamento iba predicando contra el homicidio yen pro del respeto a la vida ajena entre lostrabajadores de la región, un público de salvajes quelos días de pago se emborrachaban y se bajaban lascabezas en peleas a machete: como cortando caña,como en Colombia pues. Pero esto es luego, enHonduras, andando el tiempo y andando él. Volvamosatrás, a Guatemala, al escenario-púlpito del Teatro

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Venecia donde con tono grave y convincente vozpredicaba la conciliación y el amor al prójimo. Elpúblico que se agolpaba en el recinto le oíaconmovido. Dice Alberto Velázquez que un revueloextraordinario acompañaba a sus palabras, y que«muchas conciencias sórdidas y opacas se sintierontraspasadas por un rayo de luz». Dice, pero lo dudo yo.

«Agarraron al ratero del ex presidente LuisEcheverría», anunciaba hoy un titular enorme deperiódico, y me dio un vuelco el corazón. Pero no, eraun titular errado: al que agarraron fue a uno que le robóa él. ¿Y qué le dieron? ¿Cuántos años de perdón?Perdón por las intromisiones contemporáneas yretomemos el hilo del discurso, el de Jocotenango.Arrastrado por las deudas como por la fluidez de suspalabras, después de mostrar el carrera de oro BarbaJacob la emprendió contra el prócer del partido liberal(el del poder, el de la sartén por el mango) JustoRufino Barrios, «villano, matarife y ladrón» como lehabía anunciado a Arévalo que iba a decir, y su madrey su memoria. «Si dice eso lo expulsan», le advirtióArévalo. «Es precisamente lo que quiero –replicóBarba Jacob–. ¿No ve que estoy preso en el fondo deeste pozo de paredes lisas, de este agujero que se llamaGuatemala donde nadie puede ganarse la vida deninguna de las tres únicas maneras decentes: haciendoperiodismo, política o estafando?» Arévalo, escribe suhija Teresita, le aconsejó entonces prudencia, un tonocalculado de suerte que lo expulsaran pero sin irlo amatar, ni a apalear. Prudencia en tiempo de matonesera prudente palabra. ¿Pero un tono calculado? Sería elcálculo del que baila en la cuerda floja sobre el abismode las serpientes, Sandokán… Lo buscado, sinembargo, sucedió, Barba Jacob fue expulsado y siguiósu camino, y Arévalo y él nunca más se volvieron aver. Algo antes o algo después de este úl timo encuentrocon Arévalo, Barba Jacob se presentó en la casa deJosé Domingo Carrillo, y al encontrarse con que suamigo estaba ausente de la ciudad, le ofreció a su joven

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esposa Carmen su bastón de empuñadura de oro poruna mínima suma que necesitaba para viajar alextranjero. Sin recibirle el bastón ella le dio el dineroque le pedía. Doña Carmen aún conserva una fotografíadel poeta, que su hijo me ha enseñado: es la misma deltraje negro que publicó El Imparcial, con la siguientededicatoria manuscrita fechada el doce de septiembrede 1923: «Para el Doctor José Domingo Carrillo, entestimonio de amistad, la sombra de este viajerotempestuoso».

¿Cuántas veces no he tomado la máquina del tiempoque inventó Wells para ir a buscarlo? Y me he bajadoen Costa Rica, en El Salvador, en Colombia, en milnovecientos siete, diecisiete, veintisiete. Señor delTiempo y el Espacio he pasado en noviembre de 1907por San José de Costa Rica, por la casa de huéspedesde doña Julia Dee donde se ha alojado y donde, dice,«sirven los mejores bistecs del mundo». Y en 1916,aterrizado en tierra, me he ido de La Ceiba a Belice yde Belice a Payo Obispo en misión de espionaje trassus huellas. Payo Obispo, la nueva capital del territoriode Quintana Roo (porque la antigua, Santa Cruz deBravo, una sublevación de indígenas la destruyó), es unpoblacho: unas cuantas casas de tablones y láminas dezinc, estación inalámbrica de torre para descifrar lavoz del viento, y el viejo reloj que salvaron de laantigua capital instalado en un poste, como un loro:todo, todo, todo se lo llevó un ciclón. El treinta deseptiembre de 1916, con femenina furia caprichosa, elviento desmelenado alejó el mar de las playas y secó labahía durante horas y de Payo Obispo no dejó nada,todo se lo llevó: las casas de tablones y láminas dezinc, el viejo reloj de Santa Cruz de Bravo, la estacióninalámbrica y la torre, y el loro del poste y el poste delloro. De Payo Obispo el viento se llevó hasta elnombre y lo borró del mapa, y hoy la tercera capital deQuintana Roo es Chetumal, a la que le tiene puesto elojo otro ciclón. ¿Qué hacía Ricardo Arenales consemejante tiempo y en semejantes lugarejos? Lo dicho,

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espiando. Espiando para el general Monterroso queespiaba para Estrada Cabrera. Comandante del puertohondureño de La Ceiba y máxima autoridad deldepartamento de Atlántida de la misma nacionalidad,este general Monterroso (Antonio María o Vicente, yano se sabe), pese a ser guatemalteco gobernaba para elpresidente de Honduras doctor Francisco Bertrand,pero era agente secreto del tirano de GuatemalaManuel Estrada Cabrera, y más falso que suconciencia. Al poeta le patrocinó en La Ceiba supequeño diario Ideas y Noticias (del mismo título delsemanario que años después intentó fundar enGuatemala), periodiquito del que no quedan más queunas cuantas noticias de carambola: las que dio,justamente, paradójicamente, El Cronista deTegucigalpa, a cuyo director Paulino Valladares sededicó a atacar Arenales para darle con la polémicacirculación a su diario. El Cronista, de la capital, solíareproducir en su sección «Noticias departamentales»informaciones extractadas de los diarios de laprovincia. Por eso en los pocos ejemplares de ElCronista que quedan queda una mísera huella de lasquimeras del poeta. Por ejemplo: «La Ceiba, viernes27 de octubre. Tempestad, grandes lluvias, mar furioso,frío intenso. Hay consternación. Ideas y Noticias». Oesta otra: «La Ceiba, sábado 28 de octubre. Violentooleaje impidió vapor Yoro atracar mue lle. Ideas yNoticias». Pero vámonos de aquí que tras el ciclón elmar nos tiene puesto el ojo. Volemos, aterricemos.¿Dónde? ¿Cuándo? El siete de junio de 1917, jueves deCorpus, en el Hospital Rosales de San Salvador,adonde llegó Arenales en compañía de Miguel AntonioAlvarado, y al que corrió a alojarse el muy cínicollegando llegando, pero un terremoto lo recibió. Elfamosísimo terremoto de 1917 con acompañamiento deincendio que arrasó, quemó, demolió a la inocenteciudad que no pudo salvar ni el que le daba el nombre.¡Tres mil construcciones quemadas o derruidashaciendo tabula rasa! La Logia Masónica, el Instituto

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Salesiano, el Café Nacional, el Café El Fénix, laFarmacia de la Cruz Roja, la casa del presidente, elMonumento a la Libertad, la Escuela Politécnica, elTeatro Colón, el Diario del Salvador, el Lion d’Or,¡qué incendio, qué esplendor! Las llamas decoloraciones fantásticas, producto de las respiracionesmefíticas de la tierra, lumbre quemando azufre,pasaban del verde pálido al violeta y del violeta alrojo sangre. Y Arenales de un lado al otro sobre latierra bamboleándose, yendo, viniendo, viendo, y donCarlos Meléndez, el insigne presidente, que un díamandó por él a sacarlo de un burdel y pagó la cuenta,consolando a la multitud. Vámonos también de aquí,volvámonos a Guatemala que no es tan mala, a probarel brebaje diabólico que prepara Meme Diéguez en sucantina, o mejor la «arenalina», el coctel enloquecidode bebidas alcohólicas que inventó Arenales y quesirven en su honor en Guatemala, y que como la«Canción de la vida profunda» le dio fama y nombre…Arenales convocaba ciclones, marejadas, incendios,revoluciones, sacudimientos de conciencia y tierra,terremotos. Pasaba y arrasaba. Una estelita de humonos dejaba al irse como cuando pasa el tren, pero demarihuana…

He medido la tierra en sus mismos trenes y el mar ensus mismos barcos. En un tren llegué de Santiago a LaHabana; en otro de Veracruz a México; en otro de LaUnión a San Salvador. Los trenes no tienen nombrepero los barcos sí: en el vapor italiano Venezue la partíde Puerto Colombia, Barranquilla, el martes veintidósde octubre de 1907 al amanecer. «Iba mi esquife azul ala aventura, compensé mi dolor con mi locura, y nadieha sido más feliz que yo». Entre los treinta y cincopasajeros de camarote o cubierta venían en ese vapordos locos, y con ellos el poeta o sea tres: Franco yMarín, músicos ellos y antioqueños como él. Tambiénde Antioquia la Grande, que el tiempo también setragó. Franco era un nombre cambiado pues no sellamaba tal sino Pelón Santamarta como lo puso el cura

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de bautizo, apelativo que se hubo de quitar cuandomató a un cristiano, a no sé quién por no sé qué. Poreso venían los dos en el barco huyendo, o mejor dichomedio huyendo: huyendo el uno y el otro haciéndolesegunda voz. Formaban un dueto, con tiple y guitarra, yse desgranaban en bambucos, pasillos, guabinas,redovas. Traían en la voz el alma de Colombia y en elbolsillo una botellita de aguardiente, visto lo cual seles unió el poeta, a tomar, a añorar, a beberse lanostalgia. Y de canción en canción y puerto en puerto ytrago en trago llegaron a Costa Rica, Jamaica, Cuba,México. Después se separaron. Después volvió elpoeta a coincidir con Franco en Guatemala, pero añosdespués. Hoy viernes veinticinco de octubre de 1907 alas siete de la mañana estamos anclando,desembarcando, del Venezuela en Puerto Limón CostaRica, según puede constatar usted, si no lo cree, en laguía portuaria de El Noticiero, de San José. Ahífiguran los tres nombres aunque como si fueran dos porun error de imprenta: Miguel Ángel Osorio y FrancoMarín; falta la «y»: Franco y Marín: León Franco yLuis Adolfo Marín. ¿Dónde los conoció Arenales?¿Dónde se les unió? ¿En Barranquilla? ¿O en el barco?No lo sé. La máquina del tiempo no es gitanaembaucadora que inventa todas las cosas. Lo que sé esque el Venezuela además de los treinta y cincopasajeros traía «cuatro sacos de correspondencia,veintiún canastas y veinticinco paquetes en la carga».También podría decir que el Venezuela hizo escalas enCartagena y en Colón juzgando por la duración delviaje: del martes veintidós al viernes veinticinco. Masno lo digo pues no soy de esa ralea de biógrafossuponedores. Que salió el martes veintidós lo puedeconstatar usted en la «Crónica local» de Rigoletto,diario de Barranquilla. Estos barcos que salían de lospuertos los recibe hoy uno en las hemerotecas, enperiódicos amarillentos, como si al hacerse a la mar, ala mar de agua, hubieran tomado el mar del Tiempo.

Lo despido pues en un periódico de Barranquilla

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Colombia, y lo recibo en otro de San José Costa Rica:en El Noticiero, que el domingo veintisiete, llamándoloahora con el nombre de Arenales que él se puso, y nocon el de Miguel Ángel Osorio que le pusieron, le dabala bienvenida: «De Colombia acaba de llegar el poetade La Tristeza del Camino Ricardo Arenales. Es elalma de un libro jubiloso que adivinó la fuerza de losvocablos y aprendió la música de los conceptosnuevos: su verso jugoso ha iniciado una era artística, yla novísima generación literaria de su país le consagrómaestro en una hora de triunfo. Ahora ha recibido unamisión especial del gobierno del Atlántico (Colombia)para estudiar la estadística, los sistemas educativos yla organización judicial de estos países. Ello es que enArenales hay un pensador, un hombre de acción y delucha y un poeta. Lo saludamos cordialmente». ¿Misiónespecial del gobierno del Atlántico Colombia? ¿Paraestudiar estadística, organización judicial, sistemaseducativos? ¿Y en Centro América? ¿Y en el año siete?Jua jua. Permítame que me ría. Eso les diría él paraque le abrieran crédito. ¡Qué le iba a dar el gobiernode Colombia nada! Colombia es el país más roñoso ymezquino. Por eso se iba. Además ¿por qué le tenía quedar? Que se jodan los poetas.

Mes y medio largo después, el domingo quince dediciembre, el mismo Noticiero que lo saludó le daba ladespedida: «Ayer salió para Cuba Ricardo Arenales,el delicioso artista cuya figura intelectual descollará enbreve entre la juventud indolatina. La hermosa Antilladará campo al amigo que nos deja, y no nossorprenderá saber muy pronto de su triunfo definitivo».Se embarcó en un vapor inglés de carga, en elReventazón, que llegó a Kingston Jamaica entre lamedia luz del amanecer, «una mañana fragante como elbeso de América en la frente de Colón el descubridor».Las «Tragedias en la obscuridad», el germen de su«Acuarimántima», traen la siguiente dedicatoria: «A lamemoria de aquel amigo silencioso con quien departíuna vez en Kingston, sobre las ruinas de la ciudad y en

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una playa del Océano; que no pide lógica a la emocióny sabe que la unidad del pensamiento perteneceexclusivamente al poeta». ¿Que «no pide» y «sabe», enpresente? ¿Entonces por qué «a la memoria»? En fin, loque importa es Jamaica. En el relato de ArévaloMartínez hay un episodio en que el señor de Aretal,encendido por el alcohol, empieza a hablarle de cosasbajas a su púdico amigo. A contarle de una legión denegras de Jamaica, lúbricas y semidesnudas, quecorrían tras él ofreciéndosele por unos centavos. «Mehacía daño su palabra –dice el narrador– y pronto mehizo daño su voluntad». Es el momento en que Arévalovislumbra en el alma del extraño personaje, dondeantes viera reflejarse a Dios, al Demonio.

Y henos aquí de vuelta a Guatemala con Arévalo, aGuatemala de donde nos fuimos sin darnos cuenta yadonde nos devuelve la máquina del tiempo para queUbico nos pueda expulsar. La máquina de Wells escaprichosa, va y viene, avanza y retrocede al menorcambio de brisa o de imaginación… Estaba a la mesacenando con el escritor salvadoreño Adolfo PérezMenéndez de quien era huésped (y amigo desde suestancia en El Salvador), cuando se presentó la policíaa detenerlo, a notificarle unos agentes que debíaacompañarlos por orden del Ministerio deGobernación y de Justicia, sin indagaciones inútiles.Como cuando Calles pues. La Universidad Popular, lascrónicas en El Imparcial con claves ocultas, lasconferencias, el discurso, le habían colmado la copa dela paciencia al general Ubico. Como a Calles pues.Calles lo expulsó de México por reaccionario; Ubicolo expulsaba de Guatemala por bolchevique.

Alberto Velázquez, que salía de un cine a las once ymedia, se encontró al licenciado Pérez Menéndez enplena noche y desesperación, reuniendo con apremiodinero entre los amigos para Barba Jacob, al queacababan de detener y ya iban a expulsar deGuatemala. A la mañana siguiente, con doscientoscincuenta pesos y un sentimiento de acerba

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consternación, en la estación ferroviaria de Escuintlaesperaban a Barba Jacob sus amigos. Apareció entregendarmes, y cuando le tendieron la exigua suma seacercó a recibirla insultando a voz en cuello a los altospersonajes del gobierno «que en esa forma lecorrespondían a sus afanes por difundir las luces de lacultura entre los obreros». Con infinita pena y sordaindignación le vieron partir. Lo anterior lo han contadoen artículos de periódico Pérez Menéndez, AlbertoVelázquez y José A. Miranda quien agrega que al partirel tren Barba Jacob le dijo a gritos: «Guatemala es unpaís muy bello pero sus gobernantes no dejan vivir enél». ¿Vivir? ¿No dejan? Gracias debía dar de que salíavivo…

En la Dirección de Correos de San Salvador leconoció Manuel Barba Salinas una mañana: sentadotranquilamente esperando a que el director, don RamónUriarte, acabara de despachar la correspondencia.Uriarte los presentó y le pidió a Barba Jacob querecitara algo. Manuel Barba Salinas escribe queoyendo de labios del poeta sus propios versos tuvoaquella mañana la misma sensación del hombre excelsoy misterioso tocado del genio de que hablabaVasconcelos. Juan Felipe Toruño le conoció en el CaféNacional, en el inmenso mostrador donde estaba encompañía de un joven bachiller que después habría deser poeta (para variar) y escribir versos a la manera deLugones, Augusto Castro, quien los presentó. BarbaJacob tenía chaleco y portaba un bastón. El doctorToruño, nicaragüense, que radica en El Salvador desdehace más de cincuenta años, tenía veintiséis cuandoBarba Jacob llegó a este país por segunda vez, entiempos del presidente Quiñones. Ahora tiene setenta yocho y me advierte, con presunción candorosa cuandovoy a visitarlo, que él ha escrito treinta y cinco libros yque su nombre figura en la Enciclopedia Británica (elmío ni en el directorio telefónico). Luego me cuentacómo conoció a Barba Jacob, que venía del puerto deSan José donde estuvo acarreando bultos. Pero no.

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Venía sí del puerto de San José, en el Pacífico, pordonde lo expulsaron, pero los bultos los acarreó en elAtlántico, en Puerto Barrios: antes. Es que Barba Jacobestuvo en todas partes, como un brujo. En fin, mecuenta el doctor Toruño que a Salvador Salazar Arrué,«Salarrué», de veinticinco años, empleado de laDirección de Sanidad, que ni fumaba ni bebía y que sehizo llevar a conocer al poeta, en el momento en quelos presentaron Barba Jacob le ofreció un cigarrillo, yel otro se lo fumó por cortesía: de marihuana. Y«Salarrué» salió de la cantina en que se hallabanenloquecido, a echarle la puerta abajo a su mujer.Como Echeverría. Luis Echeverría a quien, me diceFedro Guillén, también le dio a fumar marihuana BarbaJacob, aunque a Echeverría el humo de labarbajacobina yerba sólo se le subió a la cabezatreintaitantos años después con la presidencia, cuandole dio por tumbarle la casa a México. Sobre lo quedejó después un perro se orinó. O algo peor…

Nadie supo en El Salvador, según Toruño, cuándo semarchó. Ignora que hubiera sido expulsado; antes bien,cree que por deferencia el presidente Quiñones loinvitó a la inauguración de una escuela. Pero no, elpresidente Quiñones sí lo invitó, con deferencia, pero asalir del país: por uno de sus más autorizadosconductos le hizo llegar al escandaloso poeta lanotificación de que su presencia en El Salvador no leera grata. Tres meses se pasó esta vez, bebiendo yhaciendo diabluras. La anterior nueve según dicen estosversos que, parodiándole un estribillo suyo quepuntuaba su relato del terremoto, por entonces lecompusieron: «Este Ricardo Arenales, que nuevemeses cabales, estuvo en San Salvador, ¡qué horror!,¡qué horror!, ¡qué horror!»

Su folleto El terremoto de San Salvador, narraciónde un sobreviviente lo escribió, según le contó aLeonardo Shafick Kaím en México, en el curso de unmes, y le dejó una ganancia de veinticinco mil dólares,que se gastó en menos de otro. Lo imprimió en las

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prensas semidestruidas del Diario del Salvador, y selo dedicó al «insigne» presidente Carlos Meléndez, elque le mandó a pagar la cuenta del burdel donde loretenían las prostitutas. Encerrado en el burdel encompañía de un amigo y varias de las susodichas,desde allí enviaba diariamente su artículo para elDiario del Salvador, donde ganaba mucho. Un fin desemana recibió un telefonazo del presidenteinformándose por él. Le contestó que unas mujeres lotenían secuestrado porque les debía quinientos dólares,y el presidente se los envió en el acto con su chofer.«Cuando me presenté en palacio a saludarlo loencontré en un pequeño salón discutiendo con sugabinete. Me disculpé por interrumpirlos e iba aretirarme pero el presidente me detiene y me dice:“Más vale estar solo que mal acompañado. Me voy conusted porque usted al menos no es aspirante a lapresidencia como estos que ve aquí sentados”, y nosfuimos a otro salón donde se nos trajo una botella decoñac, que nos bebimos conversando hasta las cuatrode la tarde». A Shafick le habló también de un jovenalbañil, fuerte y hermoso, que dirigía una construcciónfrente a la casa donde él vivía. Un día el poeta sedecidió a hablarle, para descubrir con asombro que eljoven conocía sus poemas y conservaba conadmiración sus artículos, «recortados y pegados encartones». Se hicieron amigos. Embebido en suspalabras el joven se convirtió en su asiduo visitante.Lo que yo me pregunto, y que nadie me podráresponder, es si ese joven albañil fuerte y hermoso erael amigo del burdel…

Burdel o prostíbulo, ramera o prostituta, uno de esosaspirantes a la presidencia de la anécdota era elvicepresidente Alfonso Quiñones Molina, solapadopropulsor de la desunión entre los paisitoscentroamericanos, en contra del gran proyecto delpresidente Meléndez, y del presidente de HondurasFrancisco Bertrand, de restaurar la antigua RepúblicaFederal Centroamericana, el sueño de Morazán, y el de

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Arenales: de sus editoriales y su memorable discursoimprovisado desde los balcones de su hotel, el NuevoMundo, ante unos cuantos partidarios y una turba decontrarios. La noche del jueves seis de septiembre(faltando nueve días para cumplirse un siglo de que sefirmara en Guatemala el acta de Independencia de loscinco pequeños estados de Centro América, queentonces formaron uno solo) dos delegados delpresidente hondureño trataban de hablar desde elbalcón del segundo piso del hotel hostigados por laturba de opositores que ahogaba sus voces condenuestos y disparos, cuando apareció el poeta en laplaza. Mientras avanzaba de regreso a su hotel porentre los mueras a Centro América, al Diario delSalvador, al presidente de Honduras, a su propuestaunionista, a sus delegados, alguien reconoció al poeta yempezó a pedir que hablara. La multitud, integrada porlos dos bandos, se dio a secundar el pedido, unos enburla, otros en serio. Arenales subió entonces al balcóny desde allí pronunció su famoso discurso en pro de launión, que por años se siguió recordando en ElSalvador: el conmovedor discurso improvisado por unextranjero sin patria que abogaba por una gran patriaajena. Del discurso, por supuesto, supo elvicepresidente Quiñones, el actual presidente. Lo quenunca supo es que el poeta se refería a él como «elsórdido señor Quiñones». Pero se lo sospechó. Y sinentrar en muchas averiguaciones lo expulsó. Y cayó enNicaragua, realidad forzosa. Polvosa, terregosa,tórrida.

Nicaragua es el culo del mundo. Vaya y vea. Dejadade la mano de Dios la mantiene ardiendo el Diablo ensu forja. A veces la tierra se sacude tratando dequitarse a los nicaragüenses de encima, pero no, seaferran como hormiguitas sobre un mapamundi. Allá loestable no es la tierra, son las tiranías: los Somozas,los sandinistas, que se eternizan. Yo nunca digo «pobrepaís», «pobre fulano». Los países se merecen susgobernantes y la gente su destino: Cuba a Castro,

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México al PRI, Colombia a sus leguleyos. Y el pobre sumugre y sus tugurios… Salido de Guatemala y cayendoen Guatepeor, Barba Jacob desembarcó en PuertoMorazán Nicaragua con el marinero de ojos verdes PisPis, según le contó a Tallet y según les repito yo.Surcando el mar océano en un vapor por el Pacífico seenamoró de esos ojos verdes que lo trastornaban. Trasuna discusión con un viejo decidió abandonar el buque,y en el primer puerto desembarcó con el marinero:Puerto Morazán, Nicaragua. De Puerto Morazánsiguieron a caballo a Chinandega, y de Chinandega portren a León. Recordaba Barba Jacob que enChinandega consiguieron con dificultad dónde pasar lanoche, y la extrañeza de las gentes porque pidieronnaranjas.

«Mes de rosas van mis rimas en ronda a la vastaselva, a recoger miel y aromas en las floresentreabiertas…» Es el comienzo de Azul el librojuvenil de Rubén Darío, que en el traqueteo de unacarreta de bueyes voy recitando para refrescarme delcalor. Él es el poeta nacional de Nicaragua, su únicabrisa, y nació en León y murió en León pero vivió muycampante afuera: en París, bebiendo, de librea, deembajador. Al llegar Barba Jacob a León se entera deque el viejo del barco ha dado aviso a la policíaacusándolo de haberse raptado al marinero, por lo queadelantándose a toda acción policial compra unacorona de flores, reúne a un grupo de jóvenes, y va conellos a depositarla en la tumba de Darío. Tal gesto, lesdice a sus atentos oyentes habaneros del Café ElMundo, le gana la simpatía de los leoneses y ya nadiepiensa en detenerlo. ¿Pero una corona de flores? ¡Dedónde flores, qué va! Como no fueran las de los versosde Darío… De su imaginación… Del delirioprovocado por el calor… Lo que ha contado AgenorArgüello es más preciso: que él y Andrés Rivas Dávilalo acompañaron a visitar la tumba de Darío y lascantinas de las barriadas.

León tenía luz eléctrica, dos o tres automóviles que

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circulaban por sus calles empedradas entre las carretastiradas por caballos, y dos periódicos: ElCentroamericano que dirigía Abaunza, y El EcoNacional que redactaban Agenor Argüello y AndrésRivas Dávila. En un artículo de 1930 escrito a la muertede su compañero, y modificado ligeramente doce añosdespués a la muerte de Barba Jacob, Agenor Argüelloha recordado la mañana en que conoció al poeta. RivasDávila, que era obeso, cabezón, narigón, de medianaestatura, se presentó muy temprano en el diarioacompañado de un personaje alto, flaco, aindiado, decabeza metida un tanto entre los hombros, con el quecontrastaba en lo físico pero con el que coincidía en labohemia incurable. Salían de una juerga nocturna a laque puso fin la luz de la mañana. «Te presento –ledijo– al hombre que parecía un caballo». «¿El hombreque parecía un caballo?», repuso sorprendido Argüellotratando de descubrir en el desconocido al señor deAretal. «Sí hombre –confirmó Rivas Dávila–, PorfirioBarba Jacob, el asesino de Ricardo Arenales». Y elpoeta burlón le extendía la mano. Aquella mañana, enlas oficinas de El Eco Nacional, sus dos nuevosamigos le oyeron hablar de que el ambiente de pecadodel mundo era demasiado estrecho para él. Contó cómodio muerte a Miguel Ángel Osorio y su recientehomicidio de Ricardo Arenales: había llegado a unpaís desconocido, sin un centavo, con el solo traje quellevaba puesto por todo equipaje: «Ya que no llevabanada conmigo, nada en absoluto, quise despojarme delo único que me acompañaba: mi nombre. Y una vezmás el acero de mi voluntad asesinó mi propio yo». Lepreguntaron cómo había personalizado su nuevo yo yrepuso: «Lo formé como se forma el protagonista deuna novela. Lo dediqué a nuevas actividades y hastaconcebí para él nuevos vicios. Lo único que no pudedejar de ser fue poeta».

El Centroamericano publicó toda una páginapresentando a Barba Jacob, por la cual le conocieron yrodearon los intelectuales leoneses: Eloy y Agustín

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Sánchez, Eduardo y Norberto Salinas… Con Abaunza,el del periódico, le llevaron a la cercana playa dePoneloya a emborracharse, y pasaron allí la noche enel Hotel Lacayo. A su regreso a León Barba Jacobconoció a un muchacho muy apuesto de nombre RafaelDelgado a quien habría de cambiarle la vida. Porcoincidencia lo conoció en la calle, a unos pasos delHotel Esfinge donde se hospedaba, pero porcoincidencia irremediable: por una de esasanticipaciones caprichosas del destino que ya le teníadispuesto que se lo volviera a encontrar en la casa desu reciente amigo Eloy Sánchez, donde Rafael vivíadesde niño como criado. Hijo de padre cabrón yhuérfano de madre, a Rafael lo habían recogido Eloy ysu mujer, María de Lourdes Ayón, de pequeño. Elpasado mes de agosto Rafael ha cumplido dieciochoaños (estamos a principios de diciembre) y sigueviviendo con el matrimonio y sus dos niños cuandoirrumpe Barba Jacob en León y en su vida. Diecisieteaños anduvieron juntos, de error en error, de tren entren, de barco en barco, por Nicaragua, Honduras,Cuba, Perú, Colombia y México. Cuando se conocieronRafael era un muchacho de una notable belleza; cuandoBarba Jacob le dejó para emprender su último viaje, elque se hace solo, el sin retorno, Rafael seguía a sulado, devotamente, míseramente viéndolo partir, perode su juventud y belleza ya no quedaba nada: era elhombre insignificante, fofo de que me habló Pellicer yque puede verse, de pie, de negro, cabizbajo, junto alféretro, en la foto que tomó esa fría madrugada unreportero de El Universal Gráfico, el primero de losdiarios mexicanos en anunciar la muerte del poeta,dando a Rafael como su hijo adoptivo. El que llorabadesconsoladamente pues, según me contó Jorge Flores,cuando bajaban el ataúd a la fosa… «Yo nunca penséque nadie fuera a llorar algún día por RicardoArenales» fue lo que me dijo.

Oí hablar de Rafael Delgado por primera vez enMedellín una tarde ya lejana en que el doctor Antonio

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Osorio, primo hermano del poeta, me contaba delregreso de Barba Jacob a Colombia tras de veinte añosde ausencia. Me dijo que Rafael venía con él. Que erasu hijo. Que era hondureño. Un muchacho fornido,apuesto, del bajo pueblo. «A lo mejor no era su hijo –aventuré– sino su amante». Sentí que una súbita luz sehacía con mi observación en su recuerdo, y que en ellapso de un instante le aclaraba muchas cosas,infinidad de cosas. Claro, su amante… Pero tambiénsentí que tras la revelación el asunto le era tan, tanlejano que ya poco más le importaba. Como si seestuviera diciendo: ¡Ya qué más da lo que fuera alcabo de tantos años! Medio siglo exactamente: de 1928a 1978, en que el mundo ha cambiado tanto… «Sí –repuso pensativo–. Dicen que Barba Jacob erahomosexual. Sin embargo lo que yo recuerdo es otracosa: que una noche, al final de una gran borrachera enque fuimos a dar a un burdel, cuando todos nosmarchábamos Barba Jacob nos dijo: “Váyanse ustedes,yo me quedo con esta mujer”».

He dejado la casa del doctor Osorio y tomado lascalles pendientes de su barrio de Prado mirando aMedellín abajo. Mirando y lamentando, lo mucho queha crecido, lo mucho que ha cambiado, los estragos deltiempo. Que lo que cincuenta años atrás pudiera ser unescándalo hoy fuera tan anodino… Mi pequeñaMedellín a la que él volvió y en la que yo nací, que nosabía qué hacer con su alma. Y hoy la ciudad inmensa,ajena, de barrios y más barrios desconocidos, denombres nunca oídos, cubriendo el valle y lasmontañas. El valle antaño idílico por dondeserpenteaba un día –entre sauces e ingenios y quintas ycañaverales– un río terso y diáfano que hoy es unacloaca.

Cuando Miguel Ángel el poeta vino por primera veza Medellín a estudiar, de su pueblo, era casi un niño yvivió por unos meses en la casa de su tío Eladio:Eladio Osorio, el padre de Antonio quien aún no habíanacido. Medellín entonces no tenía luz eléctrica ni

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tranvía, y candiles de petróleo alumbraban sus nochesde serenata. Se dormía la pequeña ciudad arrullada porlas sombras con acompañamiento de bandolas, y en lacasa grande un loco: Epifanio Mejía, el más grandepoeta que tuvo Antioquia antes de Barba Jacob, y conquien inauguraron el manicomio. Cuarenta años lotuvieron allí encerrado, alucinantes, interminables,vacíos. A él que había compuesto el canto de la raza,ese que empieza: «Nací libre como el viento de lasselvas antioqueñas, como el cóndor de los Andes quede monte en monte vuela…» Luego, en homenaje, trassu muerte, le pusieron su nombre al salón de actos delColegio San Luis de Yarumal, en el que Barba Jacobhabría de dar dos recitales: cuando regresó a Antioquiade su largo viaje por las rutas de América, con Rafaely el nombre cambiado, y le conoció su primo Antonioque ya terminaba la carrera de medicina, y Medellíntenía luz eléctrica y tranvía aunque le seguían dandoserenatas. Ya nunca más.

De regreso del largo viaje y de tantas cosas, BarbaJacob se dio a visitar tumbas y espectros, «en unaperegrinación de lágrimas» como le dijo a unperiodista. Entonces fue a Yarumal, el pueblo dondevivía, y vivió toda su vida y murió soltera, diez añosdespués que él, Teresita Jaramillo Medina, la novia desu juventud. El jueves once de octubre de ese añoveintiocho, como he podido determinar por unperiódico, una multitud entusiasta le esperaba en laplaza para aclamarlo. Venía solo, sin Rafael, y al díasiguiente inauguraban la carretera de Yarumal aAngostura, el pueblo de su niñez y de sus abuelos, y secumplía el vigésimo tercer aniversario de una boda enque el joven Miguel Ángel dijo unos versos deocasión: la de su amigo Ricardo Hernández, de quientomó el «Ricardo» para su «Ricardo Arenales», y JuliaJaramillo Medina, hermana de Teresita. OfeliaHernández, hija de Ricardo y Julia, y que como su tíanunca se casó, tiene un almacencito de hilos y botonesen Yarumal, al que he ido a buscar la. Ella me contó de

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los recitales, de los que les oyó hablar a sus padres, yque éstos arreglaron el reencuentro de Miguel Ángelcon Teresita. En la sala de la vieja casa pueblerinatuvo lugar. Allí dejaron solos a los antiguos novios,solos con sus recuerdos… De ese encuentrodesgarrador con Teresa, la novia de juventud despuésde veintidós años de no verse, le habló Barba Jacob aTallet en La Habana: que la había encontrado casidesdentada, que se echaron a llorar… Y a su regreso aMedellín de Yarumal, cuando Antonio Osorio lepreguntó: «Primo, ¿y no te dieron ganas de casarte conTeresita?», me dice el doctor Osorio que Barba Jacoble contestó: «Eso sería asesinar el amor». TeresaJaramillo Medina murió en 1952, soltera, en ese pueblode Yarumal donde la pretendió Miguel Ángel el poeta ydonde pasó su vida. Que poco antes de morir, me dicesu sobrina Ofelia, quemó las cartas que Miguel Ángelle había escrito desde Barranquilla y México en losmeses siguientes a su partida, y que ella conservabaatadas con una cinta azul.

Por esa carretera que se inauguró el doce de octubrese fue Barba Jacob de Yarumal a Angostura. Infinidadde veces había recorrido ese trayecto, de muchacho, apie o en mula, por el camino de herradura: cuando sellamaba Miguel Ángel y tenía en Yarumal una novia…Ahora una carretera nueva le llevaba de prisa, de prisa,de vuelta a su más remoto pasado: al pueblo, a la casa,a los afectos que llenaron su infancia. El pueblo loencontró desierto, como si el huracán del tiempohubiera pasado por él y se los hubiera llevado a todos;la casa la encontró en ruinas, cubierta de musgo, comouna casa de espectros; los afectos los encontróenterrados en un cementerio invadido por la hierba.Había muerto la abuela Benedicta, la madre-abuelacomo siempre la llamó. Había muerto el abueloEmigdio. Los tíos y los primos o habían muerto o sehabían marchado. El hombre de cuarenta y cinco añosque volvía se sentía extraño, irreal. Se lo dijo a JoséNavarro en Monterrey, México; se lo escribió en una

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carta a Rafael Arévalo Martínez, a Guatemala.Caminando por ese pueblo espectral donde le salían alpaso los fantasmas del irrevocable pasado, se encontrócon Francisco Mora Carrasquilla, un amigo de lainfancia. A Francisco Mora Carrasquilla, añosdespués, Barba Jacob le escribió una carta desdeMéxico pidiéndole unos datos para cierto libroautobiográfico que, como buena parte de su vida, se lequedó en proyecto. Es una larga carta escrita en elHospital de los Ferrocarrileros donde entonces sehospedaba, en la cual alude a su breve tránsito por elpueblo de su niñez y al reencuentro, y que comienza:«Si no me engaña la memoria, es la primera vez que teescribo en el transcurso de cerca de treinta años, masno por ello he dejado de recordarte y de quererte». Sinembargo, en el medio centenar de cartas que conozcode Barba Jacob hay otra, la más remota, dirigida almismo destinatario: de 1903, de mediados de junio, unabreve misiva de despedida que firma Maín (esto es,Maín Ximénez, el primer pseudónimo de Miguel ÁngelOsorio, que le acompañó dos o tres años), escrita conuna de esas plumillas metálicas de manguillo con queyo aprendí a escribir, y retórica antigua y errores deortografía y hablando de que se va. ¿Para dónde se iba?No lo dice y no se sabe. Tal vez para Bogotá, pero noera en todo caso la primera vez que se iba, ni habría deser la última. Su vida fue un inútil irse de todas partespara invariablemente regresar luego, como un fantasmapueblerino que vuelve a desandar los pasos.

La misiva la ha conservado Alfonso Mora Naranjo,más una carta de buenos consejos dirigida a él, deRicardo Arenales, que Arenales le escribió desde LaCeiba de Honduras cuando Alfonso era un muchacho;más unos versos, en la memoria, de Miguel ÁngelOsorio, que éste le hacía repetir cuando Alfonso era unniño: allá en Angostura, en la Escuela de la Iniciaciónque fundó el poeta, justamente en los meses quepreceden a la misiva: «La neblina perezosa vasubiendo allá, y en jirones impalpables viene y va; y en

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los ramajes, blancos y trémulos, las gotas de agua seven caer. Como un hilo de plata los arroyuelosmurmuradores, murmuradores, pasan sobre la grama delas llanuras besando flores, besando flores…» Pero alcabo de tantos años don Alfonso no recordaba porcompleto el poema. Otro niño que aprendió a leer enesa misma escuelita campesina, en esa pobre escuelitadonde aprendieron tantos, fue Jaime un primo delpoeta, de seis años, Jaime Cadavid Osorio. Ochenta ydos años tiene don Jaime cuando voy a visitarlo en sufinquita de las afueras de Medellín, a preguntarle porsu primo Miguel Ángel, el que después fuera el famosopoeta Porfirio Barba Jacob.

Llegué con dos botellas de aguardiente para avivarlelos recuerdos, y lápiz y papel para anotarlos. Y él fuediciéndome la continuación del poema: «… besandoflores, besando flores. Y en el límpido cristal, y en elterso manantial, se retratan los collados y los prados, ysus montes con su túnica de tul y la magnificencia delazul. Las palomas se van, con su arrullo de miel…» Yahí se interrumpió su recuerdo, en los dos versos máshermosos. El hombre de barba blanca volvió a empezary trató de continuar, como un niño… Inútilmente. «Laspalomas se van, con su arrullo de miel…» repitió yvolvió a detenerse. El niño ya era un viejo…

En el Café Pensilvania pasó Barba Jacob su últimanoche de Bogotá: con Silvio Villegas, Ricardo Rendón,Ramón Barba y Jaime Barrera Parra, a quienes ustedsin duda no conocerá, ni habrá oído siquieramencionar, pero que en sus días y en su tierra fueronmás bien famosos. Otros amigos del diario ElEspectador donde él había trabajado y unos jóvenesestudiantes completaban el grupo. Charlando todos yentre copa y copa recitando poemas. Todos menos él.A él se le veía ausente y preocupado. A pedido deBarrera Parra dijo su poema «Los desposados de lamuerte», en el tono más neutro, sin énfasis alguno. Selevantó luego de la mesa y desapareció sin despedirsede nadie. A uno de los estudiantes, Alfonso Duque

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Maya, quien ha referido el episodio, le dejó comorecuerdo, autografiada, la «Canción de la vidaprofunda». Bajo la firma hay una fecha: agosto catorced e 1928: la de su partida rumbo a Antioquia, últimoobjeto del retorno. Con Rafael y una maleta en queguardaba sus versos, en el tren de carga de lamedianoche se marchó de Bogotá.

En un pueblo caluroso sobre un ancho río dejaron eltren y se embarcaron. A Antioquia, que está deespaldas al mar entre montañas, curiosamente sellegaba por agua: en barco de rueda por el ríoMagdalena que tenía caimanes: caimanes aletargadosen los bancos de arena de las orillas despertándose alpaso de los barcos… Ya no existen los caimanes delrío Magdalena, ni existen sus barcos de rueda, ni el ríoes el ancho río que era entonces, pero la imagen de loscaimanes despertándose al paso de los barcos perduraen el recuerdo de alguien en León, Nicaragua, donde ene l anodino presente ese viaje de otros tiempos por elcaudaloso río de una tierra extranjera resplandece conaureolas de aventura: en el recuerdo de RafaelDelgado, de quien hizo el viaje con el poeta. Viajandorío abajo hacia el norte, sobre la margen izquierda hayotro pueblo caluroso: Puerto Berrío, adonde llegaba elFerrocarril de Antioquia y donde desembarcaron y sealojaron en el Hotel Magdalena, de altos árbolesinvadidos en ese mismo recuerdo por bandadas deloros y golondrinas al atardecer. Al día siguiente, en eltren del Ferrocarril de Antioquia continuaron el viaje.Al tomar ese tren que lo llevaba de regreso a su tierraBarba Jacob emprendía, veintidós años después dehaberla escrito, su propia «Parábola del retorno»:«Señora, buenos días, Señor, muy buenos días…Decidme, ¿es esta granja la que fue de Ricard? ¿Noestuvo recatada bajo frondas umbrías? ¿No tuvo unnaranjero, y un sauce, y un palmar?»

La compuso en Barranquilla, de jovencito, acabandode dejar su pueblo de Angostura. Veintidós años habíanpasado y ahora tomaba el tren del regreso. Se diría que

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esperó tan largo tiempo para poder vivir él mismo supoema. «El viejo huertecito de perfumadas grutas,donde íbamos… donde iban los niños a jugar, ¿no tieneahora nidos y pájaros y frutas? Señora, ¿y quién recogelos gajos del pomar?» Avanzaba el tren lentamente,subiendo y bajando montañas. Deteniéndose en laspequeñas estaciones de muros blancos de tapia y techosbermejos: Caracolí, Cisneros, Girardota,Copacabana… «Decidme, ¿ha mucho tiempo que searruinó el molino? ¿Y que perdió sus muros, suacequia, su pajar? Las hierbas, ya crecidas, ocultan elcamino. ¿De quién son esas fábricas? ¿Quién hizopuente real?» Bajaron en Copacabana y se dirigieron alpueblo. Con la maleta de los versos, indagando por lacasa de Rosario Osorio de Cadavid. Adel LópezGómez ha recordado la tarde memorable en que ungrupo de noveles escritores de Medellín había viajadohasta Copacabana «a recibir dignamente» al gran poetaPorfirio Barba Jacob que regresaba a su tierra.Ninguno lo conocía. Sin más identificación del viajeroque el retrato literario del señor de Aretal del cuentode Arévalo Martínez, Romualdo Gallego y AugustoDuque subieron al tren a buscarlo. Tras una breveespera, los que quedaron en el andén vieron apareceren la plataforma del tren, flanqueado por ellos, a unhombre alto y magro que sonreía y a un muchacho conuna maleta. El hombre venía a buscarse a sí mismo enlos restos de su pasado. «El agua de la acequia,brillante y fresca y pura, no pasa alegre y gárrulacantando su cantar; la acequia se ha borrado bajo lafronda oscura, y el chorro, blanco y fúlgido, ni riela nimurmura… Señor, ¿no os hace falta su músicacordial?» El irrecuperable pasado… María delRosario Osorio de Cadavid, hermana de Antonio Maríasu padre, era la querida tía Rosario de la infancia.Casada con Raimundo Cadavid tuvo nueve hijos, peroel pequeño Miguel Ángel, abandonado en la casa de losabuelos fue para ella como uno propio. «Dejadmeentrar, señores… ¡por Dios! Si os importuno, este

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precioso niño me puede acompañar. ¿Dejáis que yo lobese sobre el cabello bruno, que enmarca, entrecaireles, su frente angelical?» Un niño del lugar lesguió hasta la casa que buscaban: tenía delante un viejojardín de clavellinas y rosales. Tocaron a la puerta yabrió una viejecita. Barba Jacob se echó en sus brazosy ella no lo reconoció en un primer instante,desconcertada. «¡Soy yo, Miguel Ángel, tu sobrino!»,le decía él con palabras entrecortadas por el llanto.«Recuerdo… Hace treinta años estuvo aquí mi cama;hacia la izquierda estaban la cuna y el altar…Decidme, ¿y por los techos aún fluye y se derrama, denoche, la armonía del agua en el pajar?» Queda unacarta de Miguel Ángel Osorio enviada desde NuevaYork a su tía María del Rosario Osorio de Cadavid,quien aún vivía en Angostura, Antioquia. Es una largacarta de doce años antes del reencuentro, en que lecuenta de la nieve, de su soledad, de sus viajes, de susdesventuras, y que termina diciendo: «Si puedes,mándale esta carta a mi tía Jesusa para que ella lloreotra vez por mí, y vea que nunca la olvido, y que suamor está vivo en mi corazón. Ella y tú sois laspersonas a quienes más quiero en el mundo después deaquel dos de diciembre en que se fue para siempre ladulce Benedicta, la que era madre común de todosnosotros. Ahora, voy a llorar por ella, por ti, por mi tíaJesusa y por todo lo que está allá lejos. ¿Qué ha sidode Teresita Jaramillo Medina? ¿Se casó? ¿Con quién?Señora doña Rosario: ya sabes que se prohíbe morirsesin volver a ver al sobrino a quien le ponías la batagulunga. ¿Te acuerdas?… Tu viejo, que ya está viejo ytriste, Miguel Ángel Osorio». Teresita, ya sabemos,nunca se casó; en cuanto a la tía Jesusa, María de JesúsOsorio Parra, murió antes de su retorno. Losrecuerdos… Los recuerdos se le agolpabanatropelladamente entre las lágrimas. «Recuerdo…Eramos cinco… Después, una mañana, un médico muyserio vino de la ciudad; hizo cerrar la alcoba de Toniay la ventana… Nosotros indagábamos con insistencia

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vana, y nos hicieron alejar». Los recuerdos… Losrecuerdos… Doña Benedicta, su abuela… La casa deanchos corredores que a su muerte se llenaron demendigos… Y él de niño, corriendo, corriendo,flotando la ancha bata azul que le habían puesto, la bata«gulunga»… Y la tía Rosario diciéndole que se parecíaal cungo, un pájaro de cola azul como el quetzal…«Tornamos a la tarde, cargados de racimos, depiñuelas, de uvas y gajos de arrayán. La casa estaballena de arrullos y de mimos: ¡y éramos seis! ¡Habíanacido Jaime ya!» Jaime es Jaime Cadavid Osorio, unode los nueve hijos de Rosario. Su primo, a quien leenseñó a leer, a quien he conocido ya de viejo en sucasita de campo de las afueras de Medellín, en elcamino, justamente, de Copacabana. ¡Quién iba aimaginar que ese viejo de larga barba blanca que teníaante mí, en el corredor de una casita campesina, fuerael niño que nació al final de esa estrofa, ya acabándosela «Parábola del retorno», uno de los más bellospoemas que compuso Antioquia!

A don Octavio Paz, Mallarmé criollo, se le hará muypoca cosa este pobre poema anecdótico. ¡Se le hacíapoca cosa al propio Barba Jacob que era tan humilde yque lo borró de su obra! Pero Antioquia no de surecuerdo, y lo siguió recordando, recitando, que espara lo que son los poemas, en los clubes de los ricos,en las cantinas de la barriada, en las fonditas de lamontaña. Claro, Octavio, que el tema del retorno no esnada nuevo. Nihil novum sub sole, ¡qué le vamos ahacer, si el hombre sigue siendo el mismo hombre! YUlises retornando a Ítaca desde hace tres mil años, pormares encantados de sirenas, de isla en isla desafiandonaufragios, en hexámetros, desde los comienzos denuestra literatura, sin más objeto que la vuelta a Ítaca lapatria, que se aleja entre las ondas como marinoespejismo. La patria para Barba Jacob, si es que algunatuvo, era Antioquia, la tierra de su infancia. Y cuandoél regresó él ya era otro, y Antioquia otra, que es loque siempre pasa.

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En el corredor de su casita de campo en las afuerasde Medellín, meciéndose en su mecedora, a los ochentay dos años Jaime Cadavid Osorio recuerda… Recuerdael lejano día en que regresó Barba Jacob de su largoviaje y se presentó en la casa de Copacabanaacompañado de un muchacho. Y más atrás, mucho másatrás, recuerda cuando era un niño de cinco años yvivían en las haciendas del abuelo don Emigdio, ElAlgarrobo y La Romera, en las montañas de Angostura,con el primo Miguel Ángel. Pero el recuerdo erarecíproco. En la carta de Nueva York a la tía Rosariole decía Miguel Ángel: «Anoche soñé con Jaime: lovolví a ver de cinco años, con sus ojos azules y aquellavena que tenía en la frentecita: estaba vestido con unablusa de dril aplomado y jugando con unos monigotesde plátano…» Ahora, al regreso de Barba Jacob aAntioquia, Jaime tenía treinta y un años y eraconstructor de carreteras. «Señora, buenos días. Señor,muy buenos días. Y adiós… Sí, es esta granja la quefue de Ricard, y éste es el viejo huerto de avenidasumbrías, que tuvo un sauce, un roble, zuribios y pomary un pobre jardincillo de tréboles y acacias… Señor,muy buenos días. Señora, muchas gracias». El viejo debarba blanca recordaba, e iban y volvían los recuerdosal vaivén de la mecedora. Recordó la inspección a laescuela del visitador local don Santos Balvín y aMiguel Ángel, el maestro travieso y vivaz queenseñaba en juego, yendo detrás de él, en plena clase,imitándolo en su modo de caminar algo encorvadomientras los niños hacían lo imposible por contener larisa. Recordó el día en que murió la abuela, doñaBenedicta, y que la casa se llenó de mendigos: losmendigos a los que todos los martes les daba de comer,en los corredores, la caritativa señora. Tantos fueronlos mendigos que acudieron que a los deudos les fueimposible pasar al interior para asistir al velorio.Recordó la casa, en una esquina de la plaza deAngostura, a la que volvió a vivir Miguel Ángelcuando los abuelos se quedaron solos al casárseles

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todos los hijos. Cuatro meses después de la muerte dela abuela, don Emigdio, que enviudaba a los ochenta ytres años, se casaba por segunda vez, con JesusitaArboleda, vieja también, según se lo había anunciado adoña Benedicta poco antes de que ésta muriera. Esperóese término por imposición del cura, pero elmatrimonio lo quería realizar de inmediato, acabandode pasar el entierro. En sus últimos tiempos cuidabahasta veinticinco vacas en la pesebrera de su casa.Murió de noventa y siete años, cuando ya hacía muchoque Miguel Ángel se había marchado. Se marchóescasos meses después de la muerte de la abuela, enlos cuales fue director de la escuela pública deAngostura.

De su paso por esa escuela quedan cuatrotestimonios milagrosos, o sea, conservados por obra ygracia del milagro en este mundo cuya ley primeraquiere que todo desaparezca: uno, el acta de posesiónde su cargo ante el alcalde Constantino Balvín, «sinestampilla por no haber en la oficina»; dos, una cartasuya al Honorable Concejo informándoles que el techode la escuela, el cielo raso, se está cayendo; tres, otracarta suya al alcalde enterándole de lo mismo: que «losdichos cielos» están por venirse abajo, sostenidos conrejos que trozaron las ratas, que los hagan revisar ycuando menos los amarren con alambre; y cuarto, eltajo de una navaja en un pupitre. Tiempo después deque muriera Barba Jacob en México, su primo AntonioOsorio fue nombrado Director de Educación enAntioquia. Pasando por Angostura en ejercicio de sucargo, en la escuela municipal le mostraron un pupitreq u e se decía era el de Miguel Ángel cuando fuemaestro en ese pueblo en los años de su juventud. DonAntonio lo hizo trasladar a Medellín, al Museo de Zeadonde ahora se encuentra. Sobre la autenticidad de queel pupitre fuera el que usó el poeta se suscitó unapolémica periodística. Un día, me dice don Antonio, unseñor cuyo nombre ha olvidado lo fue a visitar a laDirección de Educación, a contarle que había sido

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discípulo de Miguel Ángel en Angostura, y que podíasacarlo de la duda sobre la autenticidad del pupitre: enla parte posterior del mismo, la que miraba hacia losalumnos, debía haber un tajo hecho con navaja, con lanavaja que él, siendo un chiquillo, le había lanzado almaestro cuando éste «le arreó la madre». Fueron a verel pupitre y, en efecto, en él quedaba aún la huella deesa remota escena de absurda violencia que el tiempono había borrado.

Más inquietante que un tajo de navaja desafiando losaños es que quede un telegrama, un telegrama quetransmitido se perdió en el viento. Este que digo haquedado, en el original, porque hacía parte de lo mássagrado de esta tierra, la burocracia, que abriga susdocumentos con su manto polvoso. Lo puso MiguelÁngel en Angostura el veinticinco de diciembre de1901, y dice así, con su bella caligrafía, de su puño yletra: «Comisario Pagador S. Rosa. A las ocho de es tanoche sale expreso. Suplícole muy encarecidamentedígame si puédense hacer gastos sal, panela para tropa,y cómo legalizarme. Afmo. Habilitado M.A. Osorio».Escrito por el poeta a los dieciocho años, es eltestimonio más remoto de su paso por la existencia. Ah,y la partida de bautizo, aunque ésa no la escribió élsino el cura, y la autenticó el notario. Ah, y losrecuerdos, los recuerdos sobre él ajenos, los dequienes le conocieron, tan vagos, tan imprecisos…Escribir vidas de santos con base en los recuerdos escomo tejer con hilos de humo. ¿No se me equivocabaPellicer hasta en veinte años en lo que me contaba? Enfin… De algo después del telegrama, del cinco demayo del año siguiente, es un parte que publicó elRepertorio Oficial del Departamento de Antioquia, elpormenorizado relato de una pequeña acción de guerradirigido al coronel Julio C. Gamboa, «Comandante delas fuerzas estacionadas en Santa Rita», por MiguelÁngel Osorio, «Capitán ayudante mayor del BatallónSanta Rosa No. 2». ¿Capitán ayudante mayor? ¿Encuatro meses? ¿De «Habilitado»? ¿Cómo? Disparando.

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Disparando contra el enemigo liberal las balas de supalabra. A las fuerzas del gobierno, a losconservadores, los llama en ese parte «restauradoresde la República»; a los liberales, «turba de asesinoscobardes y miserables, cuadrilla de malhechores». Yhe aquí por qué, según ha recordado el escritorguatemalteco Gustavo Martínez Nolasco, en el recitalque dio recién llegado por primera vez a Guatemala derepente se escucharon vociferaciones en la sala, gritosde «¡Viva el partido liberal! ¡Abajo el godo! ¡Mueranlos conservadores!» Eran los liberales colombianosradicados en Guatemala, que ni aun en el extranjeropodían olvidar las aversiones sectarias de su tierra y lerecordaban a Arenales la filiación de su antecesorMiguel Ángel, allá en Colombia, allá en la guerra:godo, o sea conservador. Arenales bajó de la tribuna yexclamó por todo comentario: «Es Colombia. Asísomos. Vagamos con nuestros ensueños y nuestrasfobias. Soy igual a ellos».

Lo que no podían saber Martínez Nolasco ni losliberales gritones de la sala era la movilidad volublede l poeta: «Hay días en que somos tan móviles, tanmóviles, como las leves briznas al viento y al azar…»dice su «Canción de la vida profunda», y consecuentecon ella, en el año que precede a su primer viaje aGuatemala se escribió, en El Independiente deMéxico, toda una serie de artículos y editorialeshaciendo profesión de fe liberal «a fuer de buencolombiano», y despotricando contra los veintiochoaños de infausto gobierno conservador en Colombiaque le costaron al país tres revoluciones, amén de lasangrienta última guerra en que él participó, que durómás de tres años, con «más de tres mil escaramuzas ysetecientos combates». Asesorados por los arzobispos,el Nuncio y los curas, los conservadores ensotanaron laeducación, y la enseñanza de la física, la química, eldibujo y la higiene la reemplazaron por la delcatecismo, y la de la Historia Universal por la delAntiguo Testamento. Bajo el régimen conservador

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Colombia era un espantoso desastre: «No hace muchotiempo, los locos del manicomio de Bogotá fuerondespedidos a la calle porque no había dinero del erariopara darles alimento y abrigo. El partido conservador,tutoreado por los primates del catolicismo, ha llevadoa aquella nación a la ruina».

¡Quién oyera a este matacuras jacobinoescribiéndole en su anterior reencarnación al coronelGamboa, en su parte contra los liberales! «¡Pero quémucho si a los que, cobijados por la banderarepublicana y llevando en el corazón la fe delCrucificado, vamos a luchar por la defensa de nuestroshogares y por la conservación del orden socialcristiano, se nos llama retrógrados, y como porsarcasmo se nos dice camanduleros!» Por sarcasmo ycolombianismo: camandulero viene de «camándula»,rosario, y significa en Colombia rezandero.

En el ir y venir caprichoso del poeta por las rutas dela ausencia, las olas del mar y las tiranías de Américalo empujaron de regreso a Colombia. Volvía del Perúpor Buenaventura, tras de caer en desgracia con eldictador Leguía por haberse negado a escribir subiografía «haciendo de cuenta que fuera la de Bolívar»,como el señor presidente, muy comedidamente, «paradarle una idea» le sugirió. Bolívar para Barba Jacob, ypara muchos en estos países febriles del trópico, eraalgo aparte, la gran cosa. No un Leguía, un Rosas, unMelgarejo, un García Moreno, un Guzmán Blanco, unTrujillo, un Batista, un Machado, un Castro, un Ubico,un Somoza, un Estrada Cabrera, un Porfirio Díaz, unJuan Vicente Gómez, un doctor Francia, enfermitos depoder, del bajo instinto, muy daditos a identificar susviles, ruines personitas con el destino de millones, denaciones. No el ambicioso de poder, de fama y gloriaamasada con sangre ajena. No el Disociador pues, sinoel dizque Libertador. Y en consecuencia le respondió:«Señor presidente, yo puedo con gusto escribir labiografía de Augusto Leguía y basta. Bolívar ya es otracosa». Fue la última vez que puso los pies en palacio.

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Guillermo Forero Franco, su paisano, que lo habíatraído al Perú de Cuba a dirigir La Prensa, el órganodel gobierno, le pidió su renuncia «porque elpresidente se había disgustado con su respuesta». Y demes en mes y cuartucho en cuartucho y tugurio entugurio, sin que nadie en Lima osara acercárseles niayudarlos, tras un año exacto de estadía en el Perú, tangris y opaco como el cielo de El Callao, con el mismoRafael con quien llegara y la misma maleta de losversos, en El Callao se embarcó. El embajadorcolombiano Fabio Lozano Torrijos les dio para elpasaje en cubierta: se desencartaba de él y se loendosaba a su patria.

¿A qué volvía? A nada. O a constatar que todocambia. Que había cambiado él y cambiado Antioquia,y que cambiando ambos, cada quien por su lado, sehabían ido alejando, doblemente alejando. De los tresaños que duró su regreso, llenos de pequeñas glorias ymiserias, sobran los testimonios. Luego se marchó, porla segunda y definitiva vez, para no regresar más queen una urna de cenizas vuelto leyenda.

El sábado nueve de abril de 1927, a las doce,partiendo el sol el día, se fue de El Callao el SantaCruz de la Grace Line, con carga y pasajeros deprimera clase y de cubierta, y destino final NuevaYork. La reseña portuaria de un diario de Lima da lalista de los pasajeros de primera clase, entre los que nofiguran, por supuesto, ni Barba Jacob ni RafaelDelgado, pero también se anuncian, como bultos, sinnombrarlos, «diecisiete pasajeros de cubierta». Entreéstos venían ellos. El vaporcito hizo escala en lospuertos de Salaverry y Guayaquil antes de llegar aBuenaventura. En Guayaquil, en el curso de lascuarenta y ocho horas que duró la escala, Barba Jacobdio un recital en el diario El Telégrafo , en un calorsofocante. El martes doce el Santa Cruz fondeaba enBuenaventura, ciudad de negros sobre las sucias aguasdel Pacífico, y en previsión de la viruela negra loponían en cuarentena. Colombia estaba enfrente. Había

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regresado. Años y años atrás, también un martes,desafiando refranes, se había marchado en un vaporitaliano por el Atlántico, en plena juventud y con dosmúsicos borrachos, sin más posesión que el traje quellevaba encima pero con el corazón palpitando deilusiones. Ahora volvía por el otro mar de Colombia, alos cuarenta y tres años largos, a las puertas de lavejez, con un muchacho centroamericano, bello cuantoabsolutamente inútil, y una maleta de versos, igual debellos e inútiles. El traje supongo que fuera otro. Encuanto a las ilusiones, las había ido dejando regadaspor el camino. La «Parábola de los viajeros» habíaconcluido y empezaba la del «Retorno».

En un trencito que partía de Buenaventura alamanecer se marcharon. Iba la «carrilera», la víaférrea, por los despeñaderos y montañas del cañón delDagua, y la locomotora arrastrando el tren, lenta,dificultosamente, fatigada, coronando cumbres,resoplando. Por entre plantaciones de caña de azúcar ypotreros tomaron el valle extenso donde se levanta Caliy se acaba el Ferrocarril del Pacífico. En Cali dejaronel tren y siguieron hacia el norte en mula, por caminosenlodados por la temporada de lluvias y una ruta depueblos y pequeñas ciudades: Palmira, Tuluá, Sevilla,Buga, Zarzal, Cartago, Pereira, Santa Rosa de Cabal,Manizales, donde interrumpieron el viaje. Vivía enManizales Juan Bautista Jaramillo Meza con quien elpoeta había coincidido doce años atrás en La Habana.Desde entonces y hasta su muerte, Juan Bautista habríade vivir deslumbrado por ese insólito paisano que elazar había cruzado en su camino en una isla extranjera,en los días luminosos de su risueña juventud. Cuandouna tarde del año veintisiete Barba Jacob se presentóen su casa de Manizales acompañado de un muchacho,Juan Bautista en un principio no lo reconoció. Haescrito que Ricardo Arenales llegó en silencio,mirándolo hondamente, muy cambiado, y que sólo suspalabras inconfundibles le recordaron al amigo deantes. Su esposa, que a fuerza de oírlo hablar de

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Ricardo Arenales compartía sus entusiasmos por elpoeta aun antes de conocerlo, ha evocado asimismo esatarde apacible de provincia en que llegó a su casa unhombre cenceño, desgarbado, con un mechón lacio enla frente, unos ojos de mirada casi agresiva y laelegante fatiga de un lord inglés desterrado. Con másdevoción que informaciones, a la muerte de BarbaJacob, Juan Bautista, su amigo de La Habana yManizales, intentó una biografía del poeta. Pero elpoeta, como fantasma inasible, se le escapó de lasmanos. «Y vosotros, rosal florecido, lebreles sin amo,luceros, crepúsculos, escuchadme esta cosa tremenda:¡He vivido! He vivido con alma, con sangre, connervios, con músculos, y voy al olvido…» ¿Cómorecuperar los pasos, desde la lejana Manizales, dequien había andado por toda América inventandoleyendas y embrollando las pistas, en un ir y venirincierto, para que nadie se atreviera a contrariar losversos de su poema?

Aparte de los brumosos recuerdos, los de JuanBautista y su esposa y otros, quedan dos testimoniostangibles, incontrovertibles, del paso de Barba Jacobpor Manizales: un impreso que circuló por la pequeñaciudad invitando a un recital suyo en el Círculo delComercio, y una placa alusiva a la conferencia que dioen el Instituto Universitario cuyo director, AlfonsoMora Naranjo, allí la hizo poner, en el Aula Magna.Alfonso Mora Naranjo, discípulo de niño de MiguelÁngel Osorio en su escuelita de la iniciación enAngostura, y destinatario, de muchacho, de esa cartaque Ricardo Arenales le envió desde La Ceiba deHonduras, de buenos consejos, de esos que el poeta eratan dado a prodigar pero no a poner en práctica: «Seacasto, luche, sangre, fatíguese, gima; pero no seentregue jamás en brazos de la concupiscencia. Nadahay peor, nada hay más feo, nada hay más indigno de unalma. Sólo en la castidad está la fuerza». Y lea esto,lea lo otro, aprenda latín, aprenda inglés, aprendagriego… Tras la muerte de Barba Jacob don Alfonso

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hizo publicar la carta como si fueran dos, dividida: unaenviada desde La Ceiba y otra desde Monterrey,México, con una fecha en que el poeta allí no estaba,para hacer aparecer su relación con él más estrecha delo que en la realidad hubiera sido, y para embrollarmeaún más las pistas. Muerto ya don Alfonso y pasadosmuchos años, me entero de que un hijo suyo vive enMedellín, frente a mi casa, la de mis padres. Cruzo lacalle y voy a pedirle las cartas: es una sola, de variospliegos, muy larga, escrita en una máquina inglesa de laUnited Fruit Company a la que le faltan las tildes y laeñe española, que el poeta agregó con tinta, y enviadaen respuesta a otra que desde Angostura le dirigió elmuchacho, a quien poco más recordaba: uno de lostantos niños a los que les había enseñado a leer yescribir en su escuelita rural de las montañas deAntioquia. Diez años pasaron desde la escuela hasta lacarta; otros diez desde la carta hasta la llegada deBarba Jacob a Manizales; quince más hasta que murióel poeta y Alfonso Mora Naranjo hizo publicar la carta;treinta y siete más en los que el destinatario murió y eloriginal llegó a mis manos, y pude resolver el enigmade que el poeta estuviera en Monterrey cuando noestaba; diez más desde entonces hasta ahora en que eltiempo, en asocio del olvido, ineluctable, siguehaciendo sus estragos. Cuando Barba Jacob pasó porManizales y volvió a encontrarse con su discípulo, yaAlfonso era un hombre, casado y con hijos, y maestro asu vez. Su vida entera la vivió de acuerdo con losconsejos de esa carta, buenos consejos, puritanosconsejos de una moral antigua que quien le dio nuncasiguió.

De improviso y a caballo como habían llegado, sefueron de Manizales sin despedirse de nadie: el día enque Rafael se acostó con la mujer de un finquero, queenfurecido juró matarlo. Las hazañas erótico-amorosasde este donjuanito irresponsable fueron varias. EnBogotá, cuando Barba Jacob entró a trabajar como Jefede Redacción de El Espectador, alquilaron la parte

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baja de un apartamento en las inmediaciones de laPlaza de las Aguas. Se la alquilaba Ricardo Castillo,un cantante, que ocupaba la parte alta con sus doshermanas. Adquirieron buena ropa, una máquina deescrbir y algunos muebles, entre los cuales dos camas,y empezaron a vivir como la gente decente. En unaausencia de Barba Jacob y el cantante, Rafaelito juntólas dos camas, y sobre las dos camas las dos hermanas,y se entregó a la concelebración. A las diez y media dela noche, estando el trío orgiástico-incestuoso en plenoaquelarre, apareció Barba Jacob que había canceladosu proyectado viaje a Ibagué por sentirse muy enfermo.«Rafael, vengo enfermo» entró diciendo, pero dándosecuenta de la situación añadió con delicadeza: «Dentrode media hora regreso». La máquina de escribir, labuena ropa y los escasos muebles incluidas las doscamas se los robaron completitos la noche que Rafaelsalió a acompañar a una muchacha dejando la puertaabierta como si estuviera en Suiza. Pero no: enColombia estaban que es un país de ladrones. CuandoBarba Jacob regresó a su casa de El Espectador, a lasdiez, cansadísimo, y la encontró vacía, simplementedijo: «Entonces vamos a dormir en el suelo tapándonoscon periódicos». Y así fue. Y en una boda por Anorí oAmalfi, en Antioquia, la de Leonel Cadavid Osorio,hermano de Jaime y sobrino del poeta, a la queRafaelito fue enviado por éste en su representación, lanovia se enamoró de él y tuvo que marcharse sindecirle adiós a nadie, a pie y sin un centavo eldesgraciado. Salir huyendo. Y vaya a saber Dios sientre los dos algo hubo o hubo algo… Y de la pensiónde la calle de Luis Moya 59, en esta mismísima ciudadde México, donde rentaban un cuarto (el del balcón deen medio de los tres de la segunda planta que daban ydan a la calle), y donde como en un remanso por dosmeses sin pagar vivieron, hubieron de marcharse el díaen que la patrona sorprendió a su hija, en ese cuarto delbalcón de en medio, blusita abajo con Rafaelbesándole apasionadamente los senos. «¡Bandidos –les

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gritaba–, no sólo no me pagan sino que me quierenviolar a mi hija!» «Quieren», en plural, como si elpobre Barba Jacob también anduviera. Y la patronaenfurecida los echó a la calle. Que no fue culpa suyasino de la muchacha que entró a su cuarto a buscarlo,alega hoy ya de viejo el angelito. Y agrega muyinocente que había enfrente una joyería o relojería deun matrimonio joven que tenía en grande estima alpoeta: Tomás García Herrera y Enriqueta Carmona deGarcía, que se le escapó. A Concepción Varela, sumujer, que puso a trabajar para él, la hizo abortar. Perotuvo en cambio una hija con Glacira Mancera, inocentecriatura a la que no le dio ni su Delgado nombre. Se lallevó, eso sí, recién nacida a Barba Jacob a que laconociera. Etcétera, etcétera, etcétera. Inútiles eran lasamonestaciones de éste en calidad de «padre adoptivo»y en nombre de la moral, la decencia, la higiene, lareligión, lo que fuera, para enderezar al torcido. Que seenderezara él primero y dejara de fumar marihuana ytomar alcohol del cuarenta y acostarse con limpiabotasy soldados, que por lo menos él, Rafael, no fumaba nitomaba ni se acostaba. Al trote del caballo ysoplándoles en la cara el viento se fueron de Manizaleshuyendo. Rumbo a Ibagué donde vivía, según BarbaJacob se había enterado, su hermana Mercedes, laúnica que le quedaba.

En León, Nicaragua –pobre tierra de Darío asoladapor los terremotos, los Somozas y la langosta delcastrismo que les habrá de caer luego–, a los setenta ycinco años de edad bien cumplidos Rafael Delgadorecuerda a la lejana Colombia del lejano poeta, allá enlos días despreocupados de su irresponsable juventud.Yo, removedor de sombras, cazador de recuerdos,jamás he presenciado otra derrota más feliz ni másconmovedora del olvido que su memoria. Por sobre eldoble abismo del espacio y el tiempo Rafael Delgadosonríe y recuerda. Recuerda los hoteles, las pensiones,los hospitales, los restaurantes, las calles, las plazas,los barcos, los trenes, las caras, las casas, las rutas, las

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fechas, los precios… La precipitada partida deManizales cuando se acostó con la mujer del finquero.Y el recital que dieron en Armenia camino de Ibagué.Y la comitiva de ilustres ciudadanos a las puertas deaquella ciudad esperándolos para darles la bienvenida.Y acompañándolos un tramo del camino en ladespedida. Y luego el ascenso solos, a caballo, de labrumosa cordillera: el alto de La Línea entre ventiscas,el aire frío y el descenso entre el rugir del viento. Lanoche en la posada La Losa. Y el amanecer azulsiguiente abriéndose en un valle, un ancho valle entresuaves colinas y un río que corría por tierra calientearrastrando témpanos de hielo, y antes del río uncaserío, donde se apearon.

A un kilómetro del Combeima, el río del Tolima, enun caserío se apearon. Barba Jacob bajó del caballo yentró a una fonda a afeitarse, «porque no quería que suhermana Mercedes lo viera tan viejo». Pasando el ríoestá Ibagué, el término del viaje. En una de lasprimeras calles Barba Jacob detiene a un muchachoque pasa, fornido y apuesto, y le pregunta porMercedes Osorio de Castro. «Esa señora es mimadre», contesta el muchacho. Es Salvador, uno de loshijos de Mercedes. Barba Jacob se presenta como eltío Miguel Ángel, el muchacho lo abraza y lo conducehasta su casa. Curioso encuentro que precede a laemoción de la llegada: Miguel Ángel y Mercedes seabrazaron llorando. Se habían dejado de jovencitos enuna ciudad extraña: treinta años después, en otra ciudadextraña se encontraban. Cuando Miguel Ángel vio a suhermana por última vez en Bogotá, antes de 1900,Mercedes era una muchachita soltera. La hallaba ahoracasada y con catorce hijos, de los cuales el mayor teníaveinticinco años. En el largo tiempo transcurridohabían muerto los abuelos, los padres, los hermanos.

Había en esa casa de Mercedes niños y muchachosde todas las edades: Efraín, Aníbal, Salvador,Guillermo, Ema, Alicia, Alcira, Blanca, Hugo,Roberto, Arturo, Ricardo, Alfonso… De esa larga lista

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de los hijos de Mercedes he olvidado a alguno y heconocido a tres, en Colombia, y antes que a RafaelDelgado: a Alcira, Alicia y Blanca. A Alcira enMedellín, en el barrio Domingo Savio. A la madreAlcira, Alcira Castro Osorio, su nombre de pila antesde ser esposa del Señor. El barrio es una ciudadperdida, terregosa, en la pendiente de una montaña, sinluz, sin agua, sin esperanza. Ella es hermanita de lacaridad y dirige una pequeña comunidad religiosa quese dedica a la «acción social». Alegre y expansiva, elcascabeleo de su risa llena de luz el cuarto estrecho, depiso de tierra, donde día a día prepara en un grancaldero la sopa para los pobres. Justamente lo que haceahora cuando llego a visitarla. Y mientras el humo delcaldero asciende al techo, ella se pone a hilvanarrecuerdos de Porfirio Barba Jacob. Era una chiquillade catorce años a lo sumo cuando llegó a Ibagué, a sucasa, de improviso el tío desconocido. Venía de muylejos, acompañado de un muchacho hondureño, buenmozo y fuerte, que decían era su hijo. La noche de sullegada hubo una gran fiesta de bienvenida, y en lacasona inmensa de seis patios e incontableshabitaciones donde la familia de Salvador Castro yMercedes Osorio vivía en la opulencia, les asignaron alos huéspedes un cuarto cercano al comedor. DonSalvador, un hombre riquísimo, tenía la concesión dela Lotería del Tolima, sesenta casas en Ibagué y unagran finca ganadera. Luego habrían de llegar los malostiempos y la bonanza de la familia venirse a pique porculpa de la política: porque don Salvador,conservador, era partidario del general Vázquez Cobo,y al ganar las elecciones Olaya Herrera, liberal, tuvoque gastar cuanto poseía en pagar los premios de lalotería, lo cual lo llevó a la quiebra. Y en medio deestos reveses de la fortuna, Barba Jacob viajó aSogamoso a firmar unos papeles ante un notario,haciéndose pasar por don Salvador Castro, su cuñado,para librarlo en parte de la ruina.

Con las dos hermanas de Alcira de Bogotá, Alicia y

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Blanca, he precisado y ampliado estos recuerdos.Alicia tenía dieciséis años, Blanca doce cuando llegóBarba Jacob con Rafael del extranjero a vivir conellos. Instalados en el cuarto cercano al comedor losdos huéspedes se levantaban tarde y comíandesmesuradamente: los niños se reunían a su alrededora verlos devorar gallinas enteras que se hacíanpreparar por la servidumbre de la casa. Barba Jacobescribía mucho y algo publicó en el periódico deIbagué; tenía valijas enteras de papeles y recortes deperiódicos… En cuanto a Rafael, un muchacho buenmozo y callado que no era adicto a la bebida niacompañaba a Barba Jacob en sus correrías por loscafetines de la ciudad, era sin embargo un inútil quevivía a costa de su padre adoptivo, quien a su vez vivíadel que se le cruzara en el camino. Don Salvador hizocuanto pudo por ayudar a su cuñado, porque llevara unavida ordenada y de trabajo y le ofreció instalarlo enuna oficina y hasta financiarle un periódico. Peropronto comprendió que luchaba contra la inestabilidaddel viento y se olvidó del asunto… Había en la casa unpiano. Y Barba Jacob, siempre de buen humor ybromeando siempre, se acercaba sigilosamente pordetrás del niño que estuviera tocando, lo levantaba porel aire y se lo llevaba a jugar a los patios. O se sentabaél mismo a tocar en juego, remedando la ejecución deun gran pianista con ostentosos ademanes, paraalborozo de los pequeños que lo apodaron «Barbas deescoba» y le tomaron un gran cariño. Era un niño entrelos niños y un personaje insólito entre los mayores:entraba a las tiendas de Ibagué a preguntar los preciosde los más diversos artículos, y acababa comprando unsimple paquete de cigarrillos. Sólo en una ocasiónrecuerda Alicia haberlo visto enojado: en Bogotá, en elHospital de San José donde se había internado, yadonde ella fue acompañando a su madre a visitarlo.Mercedes le pidió a su hermano que recibiera al cura,y Barba Jacob, perdiendo el control y verdaderamenteenojado, comenzó a patalear y a gritar que si algún cura

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ponía los pies en su habitación lo sacaba a botellazos oa patadas… En cuanto al viaje a Sogamoso, allí fue, enefecto, a firmar unos papeles por encargo de donSalvador ante un notario, haciéndose pasar por él, perome asegura Alicia que al marcharse Barba Jacob deIbagué y Colombia definitivamente, don Salvador aúnestaba en plena prosperidad económica. Dos mesesviviría con ellos, a lo sumo, dispersos entre ausenciasprolongadas. Y un amanecer, con gran pesar de losniños, acompañado de Rafael y llevándose una máquinade escribir de la casa y ropa de Salvador el chico, eltío maravilloso se fue rumbo a Buenaventura y semarchó para siempre. Nunca más, desde entonces, niMercedes ni los suyos volvieron a saber de él.

Hay entre los recuerdos de la madre Alcira unapequeña historia que ella me cuenta sin darle másimportancia que la de una anécdota graciosa, pero queme habrá de llevar a descubrir luego, medio siglodespués de los sucesos y en León, Nicaragua, elsecreto de la famosa Lotería del Tolima. Es la historiade una fracción de un billete de esa lotería que Alcirale sustrajo a su padre y que acertó el premio mayor.Temerosa de entregársela a don Salvador, la niñarecurrió al tío para que se la cobrara, y éste así lo hizopero se gastó todo el dinero del premio. Y cuando laniña lo interrogaba y le preguntaba por su dinero, él lerespondía con infantiles evasivas: que la taquilla de lalotería estaba cerrada, que el cajero estaba ocupado,que se negaba a pagarle… Y en fin, que en vista de loimposible de cobrar el premio, había optado porromper el billete y echado a volar los pedacitos por elaire.

Cuando le comento esta historia a Rafael enNicaragua me da una explicación asombrosa: es que enla casa de los Castro Osorio los billetes de loteríaganadores abundaban. Mercedes, inteligente yambiciosa, fue quien le consiguió a don Salvador laconcesión de la Lotería del Tolima. Ésta jugabasemanalmente un premio mayor de cinco mil pesos, que

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luego fue subido a diez mil. Y a Mercedes se le ocurrióla forma de apropiarse de los premios que caían enpoblaciones alejadas de Ibagué a las que no llegaba elperiódico: comunicaba por telégrafo un número falso yenviaba luego una lista falsa en la que hacía imprimirel número telegrafiado, que la familia poseía ycobraba. El gerente de la lotería era don Salvador yEfraín el administrador. De aquí las sesenta casas deIbagué y la gran finca ganadera y la casona inmensa deseis patios y las criadas y los criados.

El revés de la fortuna vino cuando Efraín, el hijomayor, orgulloso y soberbio (por contraste con suhermano gemelo Aníbal, que era seminarista y lasantidad misma), golpeó al telegrafista de Ibagué enuna disputa por cuestiones de política, y el telegrafista,que había observado algo extraño en los mensajes deMercedes, se dio a revisar sus telegramas viejos ydescubrió que ocultaban una clave: que detrás de lascomunicaciones inocentes del tipo de «el niñoamaneció bien… o mal» estaba el robo de los premios,y que los mensajes significaban que éstos podían o nocobrarse. Y en venganza denunció el fraude.

Don Salvador y Efraín huyen y Mercedesenloquecida, a punto de que le rematen los bienes de sumarido, va a pedirle ayuda a Barba Jacob a Bogotá.Para estas fechas, comienzos del año treinta, BarbaJacob está definitivamente disgustado con su hermana.Sin embargo acepta ayudarla. Se pone a imitar la firmade don Salvador, y cuando logra hacerla con facilidadviaja a Sogamoso, un pueblo de Boyacá donde nadielos conoce ni a él ni a los Castro, y allí fingiéndoseenfermo de muerte y haciéndose pasar por SalvadorCastro, ante un notario le traspasa a Mercedes losbienes de éste. Así la salva del embargo y de la ruina.Mercedes, en agradecimiento, le da algún dinero, conel cual habrá de marcharse por segunda y última vez deColombia. De aquí el recuerdo de Blanca y Alicia deBarba Jacob dejando su casa al amanecer con el pesarde los niños y llevándose la ropa y la máquina de

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escribir. Cuando Barba Jacob llegó por cuarta vez a LaHabana venía contando historias de Colombia y de suhermana «Mercedes Karamázov», que le robaba dineroa su marido, y que ansiando ser rica y tener a la vez unhijo cura, le prendía una vela a Dios y otra al Diablo.

Iniciado en el Hospital de San José por lo del cura,el disgusto con Mercedes llegó al colmo, alrompimiento, el día en que Salvador el chico lesustrajo a su padre un billete premiado de lotería, yapagado y contabilizado en Ibagué, y viajó a Bogotá aque Rafael, por una ridícula suma, se lo cobrara en lasucursal de la capital de la lotería de su familia, la delTolima. Don Salvador le robaba pues al público, y sushijos a él… Cuando el viejo y Efraín descubrieron queun billete había sido pagado dos veces, consultaron consus oficinas de Bogotá, y la respuesta fue que se lohabían pagado al hijo de Barba Jacob. Sin sospechar laculpabilidad de su propio hijo, el viejo Salvadorenfurecido ordenó que hicieran detener a Rafael deinmediato. Detenido Rafael y enterado Barba Jacob,éste en el colmo de la indignación llamó a Mercedes aIbagué y la amenazó furibundo con hundirla a ella y atoda su familia en la ruina denunciando el fraudecontinuado de la lotería si no ponían en libertad almuchacho en el acto y suspendían el proceso. Asítuvieron que hacerlo, pero en lo sucesivo quedarondisgustados de parte y parte. No volvieron más aIbagué ni Barba Jacob ni Rafael, como solían,ocasionalmente, en sus primeros tiempos de Bogotá.Sólo Aníbal, el seminarista, conservó el gran cariño desiempre por su tío, y en las malas épocas de éste en lacapital le ayudaba con dinero que recogía, aescondidas, entre los suyos. ¡Y pensar lo bien quehabían empezado las relaciones con el retorno, conlágrimas en los ojos y una alegre cena de bienvenida!Y don Salvador el viejo, el rudo, el tosco, maravilladopor la inteligencia de su cuñado y colmándolo deatenciones…

Se hizo internar en el Hospital de San José, recién

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inaugurado, y dos meses se quedó allí muy sereno, muycalmado, sin pagar, o pagando El Espectador, bañadode luz y de aire puro, rodeado de árboles nuevos ygozando de la novedad limpiecita. Allí fue LuisEduardo Nieto Caballero, de El Espectador, avisitarlo, y lo encontró leyendo la Biblia, cómodamenteinstalado: «¡Qué libro –le dijo–, es pura poesía!» ¿Quétenía? Tuberculosis de la piel, le diagnosticaron laseminencias médicas colombianas. ¡Qué tuberculosis dela piel ni qué diablos! Sífilis y en tercer grado, cual ledescubrió un curandero del barrio Egipto, el «doctor»Cala, que se hizo llevar por Eduardo Castillo aconocer al poeta y vino a ponerlos en ridículo a todos.En el curso de la conversación, advirtiendo el cuerpoulcerado de Barba Jacob, le preguntó si no habíapadecido alguna enfermedad venérea antes. DiceRafael, testigo de la escena, que Barba Jacob recordóentonces que trece años atrás, en La Habana, habíatenido de querida una prostituta, Olga, que le habíacontagiado una sífilis. «¡Eso es lo que usted tiene,poeta –exclamó el doctor Cala–, y en tercer grado!» Eldiagnóstico resultó acertadísimo: le hicieron lareacción de Wasserman y le salieron más cruces que aun cementerio. Es natural: las mujeres son transmisorasnaturales de la sífilis y otras roñas. Son su natural«réservoir».

Lo curaron con salvarsán pero a medias pues lasulceraciones le reaparecieron tiempo después enMéxico: en 1932, cuando se hizo internar en el HospitalGeneral; y en 1937, cuando se hizo internar en elHospital de los Ferrocarrileros. Ya para entonces a lasífilis merecida se le había venido a sumar unainmerecida tuberculosis. Pero el poeta seguía viviendomerced a que, como decía Rafael Heliodoro Valle,«los microbios de una y otra enfermedad secombatían». Y henos aquí de vuelta a México conBarba Jacob en su último regreso, cuando entra Shaficken su vida y él en el Hospital General.

A Shafick ya lo presenté: un miércoles santo, en un

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carro, por la Avenida Insurgentes. Ciriaco PachecoCalvo, que venía manejando, se detuvo a recoger almalgeniado de Leduc que cuadras adelante descendiómolestísimo, por el simple hecho de que Barba Jacobestaba abrazando a Shafick. Leonardo Shafick Kaím, defamilia rica libanesa, quien por entonces estudiabaarquitectura. Graduado de arquitecto, su vida se agotaen uno que otro edificio que construyó, mediochambones, de apartamentos, y en la devoción por dospoetas a los que separaban la geografía y el idioma: ellibanés Gibrán Jalil Gibrán, y el colombiano PorfirioBarba Jacob, cuyas biografías escribió. O intentó. Parala primera viajó incluso al Líbano, a documentarse. Dela segunda él mismo hizo parte: me cuenta FelipeServín que Shafick conservaba cinco cartas de amorque Barba Jacob le escribió.

Supe de Shafick, antes que por Leduc y Servín, poruna vieja noticia de periódico que anunciaba que aquélestaba escribiendo un libro de sus recuerdos de BarbaJacob. Una fotografía suya acompañando al poetailustraba el artículo. La fotografía, sin fecha, calculo yoque sea de unos meses antes de la muerte de BarbaJacob, y a juzgar por unos tinacos de agua que sealcanzan a distinguir al fondo, fue tomada en unaazotea. Shafick se ve en ella alto, fuerte, saludable;Barba Jacob enjuto, débil, acabado: de traje grisholgado de solapas anchas, sombrero claro con cintanegra, una copa en la mano y la otra mano en elbolsillo, parece tan insubstancial que da la impresiónde que se lo fuera a llevar el viento, con todo y copa.

Tras la noticia me di a buscar a Shafick, paraenterarme de que hacía un año había muerto. Entoncesme di a buscar a su viuda, Felisa, y a rogarle cuando laencontré que me permitiera consultar el libro inédito desu marido y las cartas que le había escrito BarbaJacob. Que me aguardara, me decía, que el libro loiban a publicar en seis meses. Seis meses me aguardé,y seis años, y el libro de Shafick seguía tan inéditocomo el difunto lo dejó. Y la condenada mujer que ya

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ni me pasaba al teléfono. Y la muerte rondando…Entonces empecé a urdir un plan maestro, digno deMaquiavelo y el gran Houdini, para substraerle de sucasa el libro. Un golpe de suerte vino a librarme de uncalificativo más de los muchos que ya me habránpuesto: el de ladrón. Guillermo Rousset Banda, de laEditorial Domés, donde yo buscaba que publicaran mibiografía de Barba Jacob, me facilitó, en pago de unpequeño servicio, una copia fotostática del libro deShafick, que también Felisa buscaba que le publicaran.Trémulo lo empecé a leer, y no era sólo un libro de losrecuerdos de Shafick de Barba Jacob sino el intento desu biografía. Intento, pues Barba Jacob –como antes aJuan Bautista Jaramillo Meza, Manuel José Jaramillo,Lino Gil Jaramillo y Víctor Amaya González, quetambién fueron sus amigos– también a Shafick se leesfumó, en los aros de humo de su marihuana. A mí no.Como si su vida fuera la mía, llegué a saber de él másque nadie. Más que Rafael Heliodoro Valle, que lotrató por treinta años; más que Rafael Delgado, quevivió con él dieciocho y lo acompañaba en el instantede la muerte. Yo que sólo coincidí con él sobre estatierra ese instante, ese único instante en que él se iba deesta comedia en México y yo venía en Antioquia. Bajocielos tan distintos los dos sucesos… Pero naciendo yocomo él bajo el mismo cielo. Y para las payasadas deldestino y los cálculos de los astrólogos ese cielo es elque cuenta. «Vine al torrente de la vida en Santa Rosade Osos, una medianoche encendida en astros de signosborrosos», dice «El són del viento» en su locura ysigue: «Tomé posesión de la tierra mía en el sueño y ellino y el pan, y moviendo a las normas guerra fui Eva yfui Adán…»

Ni a Shafick, ni a Juan Bautista Jaramillo Meza, ni aManuel José Jaramillo, ni a Lino Gil Jaramillo, ni aVíctor Amaya González se les dio escribir la biografíade Barba Jacob, aunque lo conocieron, porque unabiografía no se puede escribir desde el cómodoescritorio de la casa con los solos propios recuerdos, y

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hay que salir a la calle a preguntar, a preguntar losajenos. Es que el prisma no es una sola cara delprisma.

En cuanto a las cartas de amor a Shafick, ¡quéingenuidad esperar que se fueran a conservar! A lachimenea debieron de ir a dar. Al fuego que es eldestino natural de las cartas de amor. En cambio RafaelHeliodoro Valle, que no tiraba papel al cesto de labasura, conservó las cartas que Barba Jacob leescribió desde Monterrey, y en todas ellas hayalusiones a Shafick, al amor del poeta por Shafick.

Supongo que fue Rafael Heliodoro quien se lopresentó, y la noche en que introdujo al poeta al círculodel maestro Escobar, que Shafick frecuentaba. José U.Escobar, «el maestro», presidía una especie deAcademia griega de bellos muchachos, en la que se«cultivaba el cuerpo a la par que el espíritu». No sépor qué dije «griega». Acaso por eufemismo, por unadelicadeza tomada de los recuerdos de Shafick, dealgún pasaje de Shafick evocando a ese Sócrates calvoy cabezón que había fundado las Tribus deExploradores Mexicanos. La noche en que RafaelHeliodoro le llevó a Barba Jacob a su casa, un grupode muchachos rodeaba al «maestro»: Shafick y suprimo Ricardo; Ricardo Gutiérrez, Ignacio Rodríguez,Lorenzo Favela… «El poeta –escribe Shafick– mostróun entusiasmo singular a la vista de los jóvenes, paraquienes tuvo frases hermosas y halagüeñas al apretar lamano de cada uno entre las suyas». Shafick teníaentonces veinte años y acababa de pasar unasvacaciones en Cuba donde por coincidencia conoció aRafael Delgado aunque no a Barba Jacob, quien yahabía regresado a México dejando a su «hijo adoptivo»con Tallet en la isla mientras conseguía con quécomprarle el pasaje para que se le reuniera. AhoraShafick tenía al poeta enfrente y le oía contar lahistoria de su cambio de nombre en Guatemalaconfundido con el licenciado Arenales y al borde delfusilamiento, y la de un fulano de apellido Colón a

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quien sus padres tuvieron la infame ocurrencia de darlepor nombre Cristóbal, y quien al crecer hubo decambiarse el Colón por Colín. Relato que Barba Jacobremataba diciendo, con toda la fuerza que tiene enMéxico la palabra: «El número de los pendejos esinfinito».

La velada en casa del maestro Escobar se prolongóhasta el amanecer. A las cinco de la tarde del díasiguiente, en la cantina Royalty de la Avenida Juárez eIturbide, Shafick volvía a verse con Barba Jacob.Tanto el joven como el poeta acudieron puntualmente ala cita. Barba Jacob, escribe Shafick, entró a la cantinacomo a su casa: no había parroquiano que no lesaludara. La conversación, según la ha recordadoShafick, versó sobre los nuevos amigos del poeta: «–Ydígame, Shafick, ¿se reúnen con frecuencia en casa delmaestro Escobar? –Una o dos veces a la semana,excepto Favela que desde niño vive con él. –Precise:¿qué hace ahí? –Las más de las veces oír al maestrodisertar sobre filosofía, literatura, historia, poesía…Otras veces jugamos a un juego chino, mahjong, que élmismo nos enseñó. En otras ocasiones nos lee poemassuyos o capítulos de una novela que él lleva añosescribiendo y que se llama El David de Miguel Ángel.Otras veces nos lee Calamus de Walt Whitman opoemas de usted. En fin, siempre la pasamos muy agusto en compañía suya. –¿Y nada más eso hacen? –Nada más. –Y si permanezco en México, ¿cree quesería bien aceptado por el maestro Escobar? –Seguramente. –Y dígame, cómo conoció al maestro, ¿enla escuela o dónde? –Con el grupo de muchachos de lasTribus de Exploradores Mexicanos. –¿Y qué tannumeroso es el grupo? –Empezó con pocos y ahora yacuenta con unos dos mil entre niños y jóvenes. –¿Ytodos acuden a su casa? –No, muy pocos, como los queusted vio anoche y casi siempre los mismos. –¿Y noasisten personas mayores? –Muy rara vez». Y elperverso interrogatorio continuó hasta que irrumpieronen la mesa del poeta Santiago de la Vega y otros

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periodistas. Ante el asombrado Shafick, Santiagoconsagró el tiempo que estuvo con ellos a elogiar laobra de Barba Jacob, sosteniendo que era el poetamáximo de América. Llegada la hora de retirarse,Santiago pagó la cuenta. Barba Jacob se fue a cumplircon un trabajo que tenía pendiente, y Shafick «a ver asu novia».

Tres días después, el sábado, volvieron a verse: enla elegante casa de Shafick donde le habían preparadouna espléndida cena. Shafick les había advertido a lossuyos que traería a cenar a un príncipe. Llegaron elmaestro Escobar y Lorenzo Favela; luego llegó «elpríncipe»: con el mismo traje negro, viejo y arrugadoque Shafick le conocía, con toda su fealdad y supobreza. La impresión que de entrada causó fuepésima. Después la impresión fue cambiando, cuandoempezó a hablar, arrastrado por una euforiadesbordante que le producía la marihuana que sin dudahabía fumado antes, y al calor de varias copas de arak.La magia de su palabra empezó a trocar el despreciode los ricos familiares de Shafick en admiración:Barba Jacob, en efecto, era el príncipe que el joven leshabía anunciado. Tras de la cena libanesa, instalado enun sofá mientras fumaba un narguile que adornabanpétalos de rosa y perfumaba un agua de azahar, BarbaJacob declamó para sus cautivos anfitriones la «Elegíade un azul imposible» y la «Parábola del retorno».Entonces de improviso un niño de diez años, sobrino deShafick, preguntó si el poeta era tan bueno comoAmado Nervo. Tras de la risa general que saludó laocurrencia Barba Jacob le contestó: «Cuando tengasmás años y hayas leído muchos versos, tú mismo sabrásquién de los dos es mejor poeta». A la media noche,acabada la cena, Shafick llevó a Barba Jacob, almaestro Escobar y a Favela a dar un paseo enautomóvil por la ciudad y sus alrededores.

Pocos días después Barba Jacob acompañó aShafick a la Academia de San Carlos donde el jovenestudiaba arquitectura. De paso, en una librería de la

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Avenida Cinco de Mayo, Barba Jacob le compró unlibro de Wasserman, que le dedicó: «A Shafick, queaún lleva la antorcha en la mano», alusión al verso deLucrecio. Cruzaron luego la Plaza Mayor, el «zócalo»,y tomaron por la calle de la Moneda. Ya en laAcademia de San Carlos, en el vestíbulo que sigue alpatio adornado con esculturas griegas y renacentistas,Shafick les presentó con orgullo al poeta a varios desus condiscípulos. Después se despidieron, y al díasiguiente Barba Jacob se marchó de la capital aMonterrey.

De Monterrey han debido de ser las cartas de amorde que me ha hablado Servín. Las dos que Shafickconservó del poeta dirigidas a él son posteriores, de laciudad de México, y bien distintas: tratan de unamáquina de escribir. Una que Shafick le prestó y queBarba Jacob vendió o empeñó. Cuando Shafick se lareclamó, Barba Jacob le contestó con una carta firmadapor un tal César E. Pólit, dizque su secretario,diciéndole que ya había terminado de pagar en abonosuna Remington portátil para reemplazarle la suya, quele habían robado. No se sabe qué respondió Shafick,pues al día siguiente Barba Jacob le escribía al joven,pero firmando ahora con su nombre: «El último párrafode su carta al señor Pólit contiene alusiones a hechosque resultan para mí completamente incomprensibles;es probable que se relacionen con rumores y chismesde un ambiente poco serio y poco varonil, y no puedodetenerme a refutar tonterías. Para su gobierno, lemanifiesto que se equivoca cuando cree que yodesdeño a los amigos bondadosos tan sólo porque noson hombres ricos o genios andantes. Quizá la personaque más útil me ha sido en México es un joven queapenas me conoce, que no me visita nunca, que no tienetalento, y tan pobre que carece de trabajo y lleva lospantalones rotos por las nalgas; pero es un muchachode buena voluntad, que cree en mí ardientemente,dispuesto a servirme, que no conoce la cobardíapersonal ni socialmente, y al cual le bastó desatar una

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chispa para crear un incendio. No puedo recordar eneste momento ni a ricos ni a genios que hayan estado entorno mío. Mi casa está siempre abierta de par en parpara usted, a cualquiera hora del día o de la noche, yme será muy grato recibirlo cuando usted guste, en elconcepto de que para conservar serenidad y alegría, lomejor será no hablar de las cosas pasadas, de losamigos cobardes y de los chismes que proliferan enciertas zonas palúdicas de la vida social mexicana.Como le dijo el señor Pólit en su carta, está adisposición de ustedes la factura de la máquina quetienen en su poder. Le estrecha la mano como hace unaño, Porfirio Barba Jacob».

Como hace un año no: como hace medio, si acaso.¿No ve que su carta es del veintitrés de enero del añotreinta y tres, y el miércoles santo del treinta y dos ibausted con él en un carro por la Avenida Insurgentesabrazándolo, y el dieciséis de mayo salieron juntos desu casa de la calle de San Jerónimo (usted en un estadodeplorable) y un perro callejero les ladró, y elveintitrés de junio se fueron a comer juntos adondeJesús López, ese muchacho que usted trajo deGuadalajara y que ya se había hecho un hombre, y elcuatro de julio él, Shafick, volvía de visita a SanJerónimo, y los días siguientes? Acuérdese y verá.Después usted se internó en el Hospital General al queya sí no sé si iría o no a visitarlo. Yo llevo las cuentasde su vida mejor que usted. Las que se me han hecho unembrollo son las de la mía.

Ayudándose sin duda de un viejo diario, a juzgar porla precisión de las fechas, Shafick evoca en su libroinédito sobre el poeta esos días aciagos de 1932.Evoca, por ejemplo, un día de marzo en que fueron acomer al Hotel Regis. Barba Jacob, ameno y vivaz,platicaba más de la cuenta; hacía chistes sobre lasmeseras, hablaba de proyectos, de folletos contraMonterrey y Puebla en las que acababa de pasar unatemporada desastrosa, de una edición de sus versos yde la publicación de una revista homosexual. Shafick

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aprobaba y prometía ayudarle. Entonces Barba Jacoble hizo una confidencia: le confesó que a pesar de suenfermedad, de su agotamiento, de su fastidio, de suscalamidades, de su pobreza, estaba perdidamenteenamorado de un muchacho «de tercera mano» que sellamaba Joaquín. Recordó un paseo que habían hechoal Bosque de Chapultepec y habló del desencanto delmuchacho ante la vida, de su escepticismo y de suindiferencia. Tres días después, sin embargo, lecontaba a Shafick que Joaquín había ido a visitarlo, yque viendo entonces en él a un joven tonto y vulgar lohabía corrido de su casa. Al final de la comida en elRegis Barba Jacob se puso triste y quejumbroso, y alsalir del hotel, fatigado y sin poder caminar, hubo desentarse en un banco de la Alameda mientrasrecuperaba las fuerzas. Ya de regreso a la vivienda deSan Jerónimo, Barba Jacob se acostó con fiebre yShafick, tras de llamar al médico, se quedó con elpoeta «vigilándole el sueño». Volvieron a comer juntosa mediados de marzo, «en un mal lugar donde mal losatendieron» después de haber recorrido, sin decidirse aquedarse, algunos restaurantes. Barba Jacob estuvohablando entonces con encomio del licenciado RuedaMagro, de su bondad y su cariño. El licenciado RuedaMagro, a quien no alcancé a conocer por unas horas,las que se me anticipó la muerte.

El dieciséis de mayo salió Barba Jacob de su casaacompañado de Shafick y en un estado deplorable.Abrumado por el alcohol y los excesos de la gula, suestómago, decía, rechazaba todo alimento. Muyenfermo, había ido a consultar a un especialistaeuropeo que pretendía haber curado de su mal a más detres millones de personas, pero el viejo bandido, elmuy canalla y majadero, el especulador ruin habíaquerido cobrarle setenta y cinco pesos. Ahora elaspecto de Barba Jacob era aterrador. Cuando cruzaronel lóbrego pasillo y salieron a San Jerónimo un perrocallejero los miró, miró al poeta y comenzó a ladrarle.Barba Jacob levantó el bastón para golpearlo, abriendo

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su boca de dientes horribles, amenazante, con sus ojosde muerto y sus manos huesudas. «Ahora comprendoque estoy terriblemente feo», comentó, porque el infelizanimal se fue huyendo. Débil la voz, turbios los ojos,con el pensamiento poco lúcido, Barba Jacob maldecíade Rafael y de la vida. Rafael el vanidoso, el tonto, elharagán impertinente se quejaba ahora de que sucatarro se debía al Flit que Barba Jacob usaba paramatar mosquitos. ¡Y temía morir de eso! Shafickacababa de presenciar una de esas escenas dedemencia cotidiana. Barba Jacob había tenido «quedecirle a su Rafael algunas groserías de alto calibre»por las mil tonterías que el joven había soltado acercadel homosexualismo y por su estúpido concepto de loque era un hombre de verdad. Degenerados sonaquellos que no trabajan, que sólo viven para ir al cine,para sacarse fotografías y jugar billar o acostarse conlas prostitutas a las que roban y les cuentan mentirasinfames: y le pintó su vívido retrato. El cínico joven,acostumbrado, no oía, y el chaparrón de insultos yreprimendas del poeta rebotaba sobre el paraguas de sucinismo. Entonces Silvestre, el cocinero, les trajo unacazuela de barro muy caliente con chorizo, y alrecibirla Barba Jacob se quemó los dedos: furioso selevantó de su asiento y maldiciendo al cocinero que eraincapaz de servirle el chorizo en un plato rompió lacazuela contra el piso.

El veintitrés de junio fueron a comer a la casa deJesús López en la calle de Revillagigedo, una viviendade vecindad me imagino, en cuyo patio adornado demacetas se aferraba a la existencia una humilde plantitade marihuana que el poeta sembró. Jesús vivía con sumujer y tres niños. Dice Shafick que después de habercomido en exceso Barba Jacob se sintió desfallecer yquiso acostarse; pero entonces oyó el radio de lafamilia y rompió a maldecir. «La música, el baile y elcanto me producen un displacer definitivo», decía. «Elque canta es un vanidoso, un inútil, un sinvergüenza, yde un cantante profesional sólo pueden esperarse las

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peores cosas. Ninguno me inspira confianza. Todo enellos es repugnante. Les tengo un asco y unapredisposición inaudita. La peor recomendación quepueden hacerme de un individuo es decirme que canta obaila. Ocupación de marranos».

Y el cuatro de julio en que Shafick volvió a visitarlole oyó despotricar contra el imbécil mundo moderno,una civilización degradada de ciegos que iban porsobre la faz de la tierra arrastrándose como cerdos.«¡Dios mío, sólo hasta ahora que me estoy muriendome doy cuenta de los cambios! Shafick querido, leaconsejo que sea un hombre de acción y de negocios yno pierda su tiempo escribiendo o escoltando a poetasy artistas, que somos ya de otra raza. No debemosexistir en el futuro». Había convocado a Shafick parapedirle informes de Rafael, a quien había corrido y nopensaba volver a admitir en su casa. Mejor pagarle uncuarto en tanto el haragán conseguía trabajo. La silla enque estaba sentado Shafick estaba sucia, y sucia lacama en que estaba acostado el poeta: «sucia y llena demanchas de saliva y sangre y demás asquerosidades».«¡Qué horror –sigue escribiendo Shafick–, verlosiempre matando moscas!» Dice Shafick que ese día lehizo un retrato de perfil al poeta, recostado a medias ensu cama, el cual tiempo después reprodujeron lasrevistas. En la visita del día siguiente Barba Jacob leestuvo hablando de sus viejas hazañas en El Imparcialde Guatemala, y después volvió a Rafael, el haragánfrecuentador de prostitutas. «Desde que Rafael está ami lado un solo poema no he escrito. Él ha matado miMusa. Los sacrificios que por él he hecho me hantomado mucho tiempo. Mi pensamiento estaba siempreen Rafael vistiéndolo, dándole dinero constantemente.Casi puedo asegurar que mi fracaso en Monterrey sedebió a Rafael. Cuanto dinero conseguía tenía queenviárselo. Jamás dejé de pensar en él, le enviabaveinticinco dólares semanales. Si ahora Rafael seconsiguiera un trabajo, aunque fuera de mozo de billar,y se ganara unos pesos diarios y no tuviera que

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preocuparme más por él, creo que volvería a escribirpoemas. Desde que Rafael está a mi lado nada hehecho. Todo ha sido fracaso, miseria, abandono y vidainútil». Dos días después era un muerto que hacía elintento de conversar con los amigos que llegaban avisitarlo. Le encontró Shafick con la cabeza vendada yun aspecto cadavérico. «Movía las manos lentamente,manos descarnadas, negras, sin sangre, las venasresaltadas, los dedos largos con las uñas largas ysucias, que no se cortaba porque decía que lesangraban y le producían dolores en todo el cuerpo».En la mañana, decía, le había visto un médico ancianoque le prohibió toda comida salvo leche con calcio:pero él, por hoy, iba a comer de todo aunque se lollevara la muerte. Y comió mole verde con carne, carnede puerco con grasa, muchas tortillas, mucho arroz conplátanos fritos, huevos, camarones, postre, café.Imposible convencerlo de que comiera menos. Yterminó fumando marihuana con deleite.

Después calculo que dejaran de verse. Despuésinternaron a Barba Jacob en el Hospital General,aparecieron las Canciones y elegías, y Leopoldo de laRosa publicó su demente carta en Excélsior acusando aBarba Jacob de plagio. Antes de publicarla, dizqueagotando el último recurso fue a visitar a Shafick «paratratarle un asunto muy delicado que concernía alprestigio de Barba Jacob en el campo de la poesía». Loque pretendía el loco, el místico, el envidioso, era queShafick interviniera ante Barba Jacob para convencerlode que le pidiera perdón y confesara sus errores,librándose así de la carta pública que habría de exhibirante el mundo «sus vergonzosos plagios». CuandoShafick fue donde Barba Jacob a plantearle el asunto,el poeta sonrió con dulzura y le dijo: «¿Qué se puedeesperar de semejante holgazán que sólo me buscacuando sabe que tengo unos centavos para ayudarle?No debería de abrir nunca la boca más que para darmelas gracias». Publicada la carta en Excélsior, BarbaJacob comentó: «Así que el perro ese cumplió su

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promesa…» Shafick le pidió que respondieraponiéndole en su lugar, pero Barba Jacob le dijo:«Hijo querido, Shafick bondadoso, en otros tiemposnadie se hubiera atrevido a desafiarme como lo haceeste mentecato. Ya no tengo humor para entablarpolémicas de esta índole. La posteridad colocará acada quien en su lugar. No se preocupe por mí ni sesienta molesto. Ya verá cómo nadie le hará caso». Y,en efecto, así ocurrió. Nadie le hizo caso. Ni antes nidespués ni nunca nadie le hizo caso.

Leopoldo de la Rosa pasó por este mundo como unasombra mendicante. Como un espectro vestido denegro, siempre de negro, muy compuesto, de gafitasredonditas y bastón. El horror que le producía eltrabajo llegó en él a lo heroico. Fue el haragánsupremo que nunca trabajó. Y cuando digo nunca esnunca. Por un tiempo lo sostuvo Ricardo Arenales,cuando bailaba en la cuerda floja entre la vida y lamuerte, acometido por la tuberculosis y la manía delsuicidio. La tuberculosis casi se lo lleva en mayo de1913, casi lo difumina. Tan, tan mal se puso, quetemiendo su muerte en breve término sus amigoshubieron de trasladarlo del cuarto que ocupaba en elHotel Lafayette al Hospital General, y del HospitalGeneral al Americano a causa de un enjambre demoscas que lo perseguía. Allí lo salvó el doctorJoaquín de Oliveira Botelho, médico brasileño,inyectándole aire en los pulmones: el «pneumotórax»,un tratamiento suyo que había traído a México a finesdel año anterior, y que sólo en Leopoldo dio resultado.La primera inyección le fue aplicada en presencia delos cónsules de Colombia y Venezuela, de sus amigos yde los periodistas. De lo anterior informaba«Almafuerte» en su artículo de El Independientetitulado «Un gran poeta herido por la fatalidad entierras de México». ¿Almafuerte? ¿Pedro Palacios, elargentino? No, ése fue otro que usó también el mismopseudónimo. Almafuerte ahora en México eraArenales, Ricardo Arenales el colombiano.

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Sacaron a Leopoldo del hospital convaleciente y selo llevaron a la casa de la Cuarta Calle de NuevoMéxico número 41 donde, según noticia del mismo«Almafuerte» en el mismo periódico, vivía Arenales.El uno decía que el otro vivía ahí, mandando al diabloel principio de identidad pues el uno era el otro:Almafuerte era Arenales. ¿Y Arenales quién? Es en loque me he pasado media vida tratando de averiguar. Lamejor respuesta que tengo ahora es que Arenales era engermen Barba Jacob: «en potencia propincua» comodiría él. O mejor dicho «ellos». Como dirían ellos.

En esa casa de la Cuarta Calle de Nuevo Méxicodebe de ocurrir la escena que le describía, añosdespués, Barba Jacob a Alberto Velázquez enGuatemala: «Tenía yo en cierto país y en determinadaocasión un compañero de andanzas que lo era tambiénde cuarto. A veces saltaba de la cama antes que yo ydirigiéndose a la ventana descorría los visillos paradarse cuenta del tiempo que hacía afuera, y si lamañana se presentaba lluviosa y aborrascada solíaexclamar: “Está el día como para arrojárselo a losperros”. Pues bien, amigo mío, mi juventud ha sido, asu vez, algo tan escabroso como para arrojárselo a losperros».

Luego se fue Leopoldo a Colombia y luego regresó.Luego, en 1917 (calculo yo que a fines de mayo),andaban los dos por Tegucigalpa. Los dos más unomás: José Santos Chocano el inefable. ¿Qué hacían ene s e poblacho miserable donde las ruedas de lascarretas no tenían radios, ni vidrios en las casas lasventanas, esa Santísima Trinidad de poetas? Arenalesvenía de La Ceiba, la de los ciclones, de hacerestragos. En ese puertecito de la Costa Nortehondureña había fundado su periodiquito Ideas yNoticias, e insultado en él a todo el mundo. Al profesorAbel García Cálix, director de Pabellón Latino en lasusodicha Ceiba, su colega, de buenas a primeras loempezó a atacar para darle circulación a su diario. Ycomo el inocente seguramente respondió, Arenales le

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lanzó una andanada de artículos, de los cuales unollevaba este epígrafe: «Nadie puede impedir que unperro callejero se orine en el monumento másglorioso», con lo que quería significar que elmonumento glorioso era él y el perro callejero GarcíaCálix. Y según la misma fórmula de vender atacando,la emprendió contra el otro periodiquito de La Ceiba,uno que había fundado y dirigía el procurador judicialdon Juan Fernández Valenzuela, y para ampliar elámbito de Ideas y Noticias a toda Honduras, contra ElCronista de Tegucigalpa. Pero el director de ElCronista, Paulino Valladares, permaneció mudo, y sólocuando Arenales abandonó el país –o sea saliendo deTegucigalpa hacia Amapala con los dos de que vengohablando– al día siguiente de su partida se atrevió aescribir, en un editorial, que el gran periodistacolombiano Ricardo Arenales lo había buscado paraentrar en polémica y que él no había aceptado porque asu entender los asuntos políticos de Honduras debíanser tratados exclusivamente por los hondureños:«Arenales le buscó la punta al huevo y no se laencontró».

De La Ceiba, según José C. Sologaistoa que allí leconoció («en octubre de 1916, mientras la goleta en quevino reposaba en el abra después de un azaroso viajedesde Payo Obispo»), se tuvo que ir porque si bienIdeas y Noticias, con su amplia publicidad,subscripciones y ventas, se había convertido en unnegocio apreciable, sus imprudencias de manirroto lollevaron a la quiebra. Burlando las asechanzas de sus«viles acreedores», se embarcó entonces en secreto enuna lancha orillera, y fue a abordar en alta mar unagoleta que iba rumbo a Puerto Cortés; luego continuópor tierra hacia Tegucigalpa y Amapala. EnTegucigalpa se encontró con Leopoldo y con Chocano,que es lo que estoy diciendo. ¿Qué hacía enTegucigalpa el gran Chocano, José Santos, gran poeta?Lo de siempre: alabando y estafando. Y espiando. Afines del año anterior, en diciembre, andaba por La

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Ceiba «en prácticos negocios concesionales»:gestionando, para él solito, la concesión de todo elbanano de la Costa Norte que pensaba reducir asuculenta harina de pescado para darle de comer a losEstados Unidos. Pero la pública murmuración decíaque no, que no era cierto, que en sus continuos viajes aHonduras Chocano no tenía más negocio que espiar alpresidente Bertrand por cuenta de Estrada Cabrera. ¿YLeopoldo qué hacía en Tegucigalpa? Eso sí ya no lo sé.No sé qué haría allí el haragán.

Se fue el trío de poetas de Tegucigalpa porque segúnme ha explicado Miguel Antonio Alvarado el grupo deFroylán Turcios les hizo mala atmósfera. Y pienso quetenga razón: con un poeta por cada millón de habitanteshay más que suficiente, y Tegucigalpa ni llegaba a lostreinta mil, quiero decir habitantes porque poetascalculo entre cien y cinco mil, o diez mil, quepublicaban en las siguientes revistas literarias: Esfingey El Ateneo de Honduras, que dirigía Turcios; Helios yGerminal. Se fueron rumbo a Amapala, saliendo delmismo infierno.

A la sombra de una montaña donde la imaginaciónpopular ha escondido el tesoro del pirata Morgan, en laisla del Tigre del Golfo de Fonseca se encuentraAmapala, el único puerto hondureño del Pacífico. Notiene muelle, pero a sus tranquilas aguas llegan de latierra firme, tras algunas horas de navegación,gasolineras y balandros. Miguel Antonio Alvarado (elculpable de que Arenales fundara Ideas y Noticias enLa Ceiba pues allí le había presentado, acabando dedesembarcar el poeta, al general Monterroso, el dueñode la imprenta) se hallaba ahora en Amapala, donde supadre era Administrador y Comandante del puerto.Sorprendido y complacido de ver llegar a los trespoetas, los llevó a alojarse «en el hotel de mamaChepa». Al día siguiente los poéticos viajeros sesepararon: De la Rosa se embarcó para Panamá,Chocano para Guatemala, y Arenales, sin saber quérumbo tomar, desconcertado, se quedó en el puerto.

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«¿Y yo hacia dónde voy?», le preguntó a Alvarado trasde despedirse de sus amigos. El joven le contestó quepodía elegir entre El Salvador y Nicaragua, pero que asu modo de ver sería mejor recibido en El Salvadordonde había dinero y no sobraban los poetas. Dos díasdespués, en una gasolinera de la Aduana, me diceAlvarado que él mismo llevó a Arenales al puertosalvadoreño de La Unión, y de La Unión le acompañóen tren hasta San Salvador. Llegando los agarró elterremoto.

Lo del terremoto ya lo conté; sigamos con lascoincidencias de Arenales con Leopoldo sobre estatierra. Un año después de Honduras volvieron aencontrarse en México, refugio de forajidos, consuelode sus andanzas. Entonces se dieron a frecuentar lacasa de Enrique González Martínez (para variartambién poeta), en la calle de la Magnolia, coloniaSanta María de la Ribera: a comer allí. A sesenta añosde esa casa en la colonia más elegante de México, quefuera el centro de una brillante tertulia literaria y quehoy no son más que sus ruinas en una colonia venida amenos, el doctor Héctor González Rojo, hijo deGonzález Martínez, recuerda que siendo un niñoempezaron a frecuentar su casa dos extraños personajesque a fuerza de costumbre y con el correr del tiempo sefueron haciendo familiares: Ricardo Arenales yLeopoldo de la Rosa, que eran paisanos. Llegaban acomer y a hablar interminablemente de poesía. Hombrede modales bruscos, Arenales tomaba las tortillas delcesto y se las iba repartiendo a los demás comensalescon la mano. El otro era tímido, y si llegaba tarde a lacena y los encontraba a todos a la mesa, cuando loinvitaban a comer respondía que ya lo había hecho,para irse luego a la cocina a confesarle a doña Luisa, elama de la casa, que en verdad no había comido, y ellase veía obligada a prepararle algo especial. Cinco añosmenor que Arenales, Leopoldo era de una pereza y deuna haraganería inconmensurables. Vivían bajo elmismo techo y Arenales, convencido del gran valor de

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su amigo en contra de la opinión de los literatos de sutiempo, lo sostenía y lo estimulaba a escribir losversos que tenía en la cabeza y que la desidia leimpedía pasar al papel. Se volvieron inseparables. Dela casa de González Martínez pasaban a la de EstebanFlores, de la de Esteban Flores a la del poeta Urbina,de la de Urbina a la de Antonio Caso donde se reunía aveces el Ateneo de la Juventud, que acabó llamándoseel Ateneo de México.

Por entonces le entró a Leopoldo la manía delsuicidio. Varias veces intentó librar al mundo de suharagana presencia envenenándose, pero tomando cadavez las precauciones debidas para que sus amigosllegaran a tiempo de salvarlo. Una vez se le fue lamano y se disparó un tiro: en la cadera, insólito lugarpara quitarse uno de en medio. Lo del tiro me lo contóel doctor González Rojo y lo he confirmado en losperiódicos de la época: en El Heraldo de México. Quetras aviso telefónico, personal de la Cruz Roja setrasladó «con la premura que el caso requería» a lacasa de habitación del señor poeta, en calle de laAcademia, número 32, a recogerlo en estado de coma.«No obstante su gravedad el señor De la Rosa pudomanifestar que la herida había sido accidental, puestoque al sacar el pañuelo de uno de sus bolsillos, en elque también guardaba un pequeño revólver calibre 32,se disparó el arma hiriéndose en el vientre». ¿Calibre32? ¿Como el número de la casa? Ajá. «El poeta, hoy alborde de la tumba, había estado la mañana de ayer enel consulado de su país, extendiéndole el señoringeniero don Julio Corredor Latorre, cónsul deColombia, un pasaporte para los Estados Unidos adonde pensaba marchar el señor De la Rosa». Y lo quedice el periódico es la santísima verdad pues en losarchivos de la Embajada colombiana en México heencontrado un documento revelador: la constancia deque se le ha expedido a Leopoldo de la Rosa, denacionalidad colombiana y de profesión «bellasletras», un pasaporte sin estampillas porque el

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interesado no tiene con qué pagarlas. No se murió deltiro porque, según me ha explicado Horacio EspinosaAltamirano, tenía las tripas limpias tras varios días deno comer. Por eso no hubo infección. En cuanto almotivo de su viaje a Estados Unidos es evidente:Arenales se hallaba allí por esas fechas, en SanAntonio de Texas. Iría a reunírsele.

Herido Leopoldo por la fatalidad de su mano nopudo irse de México, pero Arenales regresó yvolvieron a encontrarse. Luego expulsaron a Arenalespor sus editoriales en Cronos, pero volvieron acoincidir en la patria, en Barranquilla, donde segúnRafael Delgado tuvieron un primer agarrón por unmuchacho. Aunque este testimonio hay que ponerlo enagua tibia pues Rafael no viajó con Barba Jacob aBarranquilla: se quedó en Medellín jugando billar. Eldisgusto, el grande, en mi humildísima opinión, fue porlo del plagio, así haya quien afirme que los dos poetassiguieron viéndose y que el rompimiento definitivovino después, mucho después, por un motivo que sabráDios cuál fue. Ya irreconciliablemente disgustados,Barba Jacob le contaba a Felipe Servín que se odiabana muerte, si bien antes habían sido grandes amigos, yque en una ocasión Leopoldo llegó hasta levantar subastón para pegarle, aunque al final de cuentas no sehabía atrevido a tanto.

Incontables testimonios, orales y escritos, atestiguanel paso del fantasma de Leopoldo de la Rosa por estemundo. Shafick escribe que lo conoció en un café delcentro. Solo, sin introducciones ajenas, Leopoldo se leacercó al joven a presentarse. Andaba con los cincosentidos alerta para descubrir los nuevos protectoresde Barba Jacob, y a ellos, sin vergüenza alguna, tendíasuavemente la mano. Cuando Shafick le contó a BarbaJacob de este encuentro con su viejo amigo, el poeta lehabló del horror que le inspiraba a Leopoldo elhomosexualismo, del miedo con que vivía de que lotomaran por homosexual por vivir bajo el mismo techocon Ricardo Arenales. Era un mujeriego empedernido

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que gustaba de exhibirse con mujeres por las calles, yque jamás, por el contrario, permitió que leacompañara ningún joven. ¡Quería llamarse ViriloViril! Entonces Arenales le tranquilizaba: ¿No eransuficiente prueba de su hombría sus poemasconsagrados a la mujer y sus masculinas parrandas?¿Quería más? Pues para evitar toda duda, para quenadie lo fuera a tomar por marica, bien podía andar conlos órganos genitales al aire en plena calle. Y ahoraBarba Jacob remataba diciendo (¿era su caso?) que alfin y al cabo todos los mujeriegos acabanconvirtiéndose en homosexuales.

Manuel Gutiérrez Balcázar lo conoció el día en quese presentó a su edificio a preguntar por el cuartito dela azotea, el que en México suelen ocupar las criadas,que Leopoldo quería rentar porque dizque le gustabanlas estrellas y se dedicaba a la astrología o a laastronomía. Aunque no le dijo entonces su nombre,Manuel lo reconoció por las descripciones que de él lehabía hecho Barba Jacob: muy solemne, muycompuesto, de gafitas redonditas, traje negro y debastón. ¡Leopoldo de la Rosa, quién más iba a ser! YRafael Delgado lo recuerda como un hombrecilloorgulloso y fatuo, corroído de la envidia por lasuperioridad de Barba Jacob; alguna vez los visitó enla casa de la calle de Córdoba; después lo perdieronde vista; después, hacia 1939, se lo volvió a encontrarRafael y vivía con un muchacho. Ése es el año en quelo conoció María Duset, recién llegada de España: yaestaba disgustado para siempre con Barba Jacob yandaba con una Biblia citando pasajes referentes alJuicio Final y al fin del mundo. Terminó predicandolos domingos en Xochimilco y otros pueblos de lasafueras de la capital, para una secta protestante que ledaba de comer. Adquirió una fama terrible de sablista.Don Jorge Flores me cuenta que una mañana en queestaba desayunando en un café del centro con el doctorManuel Mestre y el periodista Mariano Díaz deUrdanivia, se les apareció Leopoldo con su Biblia, y a

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cada uno, uno por uno y por turno le sacó dineroprestado. Y el doctor González Rojo me dice que teníala costumbre de ir a visitar a sus víctimas en susoficinas para sabliarlos, previa introducción ypreámbulo de una hora durante la cual tocaba todos lostemas políticos y literarios del momento; luego, perosólo luego, venía la petición del préstamo; y se ofendióirreconciliablemente con el presidente de la AcademiaMexicana de la Lengua, Alejandro Quijano, cuandoéste quiso abreviar el procedimiento ofreciéndoledinero antes de que se lo pidiera. Y Andrés Henestrosay el arquitecto Ruvalcaba me hablan de una noche enque la patrona de la pensión en que vivía lo echó a lacalle con su ropa y con sus cosas porque no le pagaba;indignado, envuelto en una sábana, Leopoldo fue hastauna delegación de policía a levantar un acta contra ella,y en ese atuendo un reportero le tomó allí una foto quesalió a la mañana siguiente en el periódico. La últimavez que Fedro Guillén le vio llevaba la Biblia en unapetaquilla. Vivía en el Hotel Isabel y al decirloaclaraba: «No el lujoso sino uno de barriada». Amediodía visitaba las barras de las cantinas del centrodonde algunos le conocían. Cuando Fedro le preguntópor su disgusto con Barba Jacob no quiso responderle.Viendo lo molesto que se mostraba al oír el nombre desu antiguo amigo, Fedro cambió de conversación ypidió otra copa. Leopoldo de la Rosa murió hacia 1962,veinte años después que Barba Jacob. Dicen que alfinal de su vida de extrema pobreza recibió unapequeña herencia, de una hermana, y que se la gastó enel acto.

Descansando pues Leopoldo y nosotros de él,pasemos a otra cosa. A un archivo que hay en laEmbajada colombiana aquí en la ciudad de México, dedocumentos supersecretos que ni el Padre Eterno puedeconsultar. Exhumador de papeles y vejeces lo heconsultado yo, simple mortal con mis mañas. Y entrepliegos y más pliegos de basura oficial con sellos, deinfamia, me he encontrado toda una correspondencia

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referente a Barba Jacob, a su internación en el HospitalGeneral en el año treinta y dos: una serie de cartaslimosneras en las que se expresa en su más deliciosa ygenuina verdad Colombia. La primera es del veintitrésde febrero y se la dirige el ya mencionado JulioCorredor Latorre, cónsul cuando se dio el tiroLeopoldo y ahora Encargado de Negocios de laLegación colombiana, al presidente de la Junta de laBeneficencia Pública de la ciudad de Méxicosolicitándole que le concedan a Barba Jacob el ingresoen el «departamento de distinción» del pabellón detuberculosos del Hospital General, «mediante la cuotamínima posible» pues «el gran poeta carece de loselementos pecuniarios para cubrir la pensión que allíse exige». (¿Elementos pecuniarios? ¡Dinero, granpendejo!) El mismo día el secretario de laBeneficencia, doctor Alfonso Priani, le contesta aldiplomático colombiano que por acuerdo del señorpresidente de la Junta se le concede al poeta undescuento del cincuenta por ciento. Pero Barba Jacobmejoró y no hubo necesidad de internarlo, ni de lalimosna. Pero en octubre empeoró y volvieron alcuento. Del trece de este mes peligroso en que Libra laequilibrada pierde el sentido y se trueca en eldesequilibrado Escorpión, es otra carta del susodichoCorredor Latorre, quien de Encargado de Negocios haascendido a «Enviado Extraordinario y MinistroPlenipotenciario», ahora a Barba Jacob, interno ya enel Hospital General. Diciéndole que: «Hoy he mandadocubrir diez pesos en ese hospital por concepto de sietedías de alojamiento de usted. No ha sido posible llevara término la subscripción de que usted me habló porfalta de tiempo mío, pues es asunto del que tengo queocuparme personalmente. En el curso de la semana congusto me ocuparé del caso. Ayer recibí de El Porvenirde Monterrey un giro postal por ciento diez pesos,cantidad destinada a usted y que procederé a cobrar enla oficina de Correos para ponerla a su disposición.Por lo pronto, y a cuenta de esa suma, me complazco en

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remitirle diez pesos. En calidad de consejo de amigome permito decirle que convendría destinar buena partede esa remesa a cubrir la pensión de usted en elHospital. En todo caso, sírvase decirme si la conservoen mi poder, a título de cajero de usted, para entregarlas cantidades que sucesivamente me pida, o se laremito íntegra». Íntegra debió de habérsela remitido,como era de esperar tratándose de Barba Jacob y comolo confirma otra carta del diplomático, del dieciocho,al director de El Porvenir (periódico que fundóArenales), don Jesús Cantú Leal, quien de Monterreyenviaba el giro, «para manifestarle que la cantidad deciento diez pesos le fue entregada al estimable amigodon Porfirio Barba Jacob, para quien venía destinada yquien se encuentra actualmente en el Hospital Generalde esta ciudad». El veintiuno Corredor Latorrereanudaba sus cartas a la Beneficencia Públicasolicitando que subsistiera el descuento del cincuentapor ciento concedido al poeta en febrero pasado,cuando no se internó en el hospital «por habermejorado, pero habiéndose enfermado nuevamente sele trasladó allí, y actualmente se encuentra en elpabellón número 11, mediante la cuota de uno concincuenta diarios». Ante la nueva solicitud, y como unadeferencia hacia la Legación colombiana, la junta de laBeneficencia determinó que no se le cobrara cuotaalguna al poeta. Pero se la siguieron cobrando a juzgarpor otra carta, del treinta de noviembre, ahora delcónsul de Colombia Carlos Casabianca al señorRoberto Pesqueira, vocal de la Beneficencia: «Meinforman de la Legación que probablemente por unaequivocación la dirección del Hospital General se hadirigido varias veces al Ministro solicitando el pagode la pensión del poeta Arenales; así pues, ruego austed muy atentamente se sirva poner en conocimientode la citada Dirección, la gentil disposición acordadapor esa honorable Junta de Beneficencia, la cual hasido dignamente apreciada por la Legación de mi paísy por el suscrito». Al día siguiente el cónsul le escribía

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al ministro enviándole copia de la carta anterior,escrita «en cumplimiento de sus instrucciones», y elseis el ministro le escribía al cónsul pidiéndole queinsistiera, porque «hasta la fecha no ha llegado laorden de exención de pago al administrador delhospital». Las cartas cruzadas entre los diplomáticosmendicantes iban y venían de la avenida Uruguay 35 ala calle Liverpool 17, sedes respectivas del consuladoy de la embajada. El diez de diciembre, por fin, elcónsul le transcribía al ministro otra carta, de PatricioF. Hearly, de la Beneficencia, quien le daba laseguridad de que la situación ya había sido arreglada yen consecuencia el señor Ministro de Colombia novolvería a ser molestado con el cobro del dinero.

Hay tres cartas más en la Embajada colombianasobre el caso de Barba Jacob a finales de año, queilustran muy bien dos cosas: una, qué plaga son lospoetas; dos, lo lamentable que es Colombia. De las trescartas dos son del cónsul y la otra del ministro. El temaya no es la cuota del hospital, asunto solucionado, sinola repatriación del poeta, que no se sabe quiénpromovió. Y así el quince de diciembre CarlosCasabianca, cónsul colombiano en México, le escribe aGermán Olano, cónsul colombiano en Nueva York:«Señor cónsul: En respuesta a su telegrama de fechaprimero de los corrientes en el cual me indica quepuedo girar por ciento cincuenta y dos pesos con treintacentavos para la repatriación del señor Miguel ÁngelOsorio, me permito significarle a usted lo siguiente:Creo que el señor Miguel Ángel Osorio a quien ustedse refiere debe ser el poeta colombiano que tieneademás de este nombre el de Ricardo Arenales, y hoypor hoy Porfirio Barba Jacob. Si efectivamente es elmismo, se encuentra actualmente recluido y muygravemente enfermo en el Hospital General de estaciudad, en donde se ha podido conseguir pordeferencia a la Legación y al suscrito que se le atiendaen la categoría de distinción sin cobrar lacorrespondiente cuota. En mi concepto es imposible

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que pueda emprender viaje al país y creo que al recibiryo el dinero de su repatriación, el señor Osorioinsistiría en que éste le fuere entregado para atender aotros gastos que no fuesen los indicados en su cable.De todas maneras ruego a usted muy atentamente sesirva darme nuevas instrucciones después de haberrecibido esta información. Del Señor Cónsul Generalatento y seguro servidor» y la firma. La carta lleva laindicación en el archivo de «correspondenciaconfidencial».

A Carlos Casabianca, y esto me lo ha contado RafaelDelgado, Barba Jacob lo tuvo siempre por un amigo.No era tal, era un burócrata. Lo que a CarlosCasabianca le preocupaba terriblemente era que el girodestinado a la repatriación no fuera a desviarse engastos de hospitales, así su paisano, por la vía gratis,se repatriara al otro mundo. Cuatro días después de lacitada carta el cónsul Casabianca le daba cuenta delasunto del cable al ministro, quien el veintisiete,devolviéndole la pelota, le contestaba: «En relación aeste asunto comunico a usted que el señor PorfirioBarba Jacob me ha expresado sus deseos de que eseConsulado le entregue la cantidad a que se refiere elcable citado, pero no con el objeto de repatriarse, sinocon el de atender a su salud, muy quebrantada comousted sabe. He dicho al mencionado compatriota que yase dirigió usted al Consulado en Nueva York sobre elparticular y que espera respuesta de un día a otro. Mepermito suplicar a usted que estando este asunto enmanos de ese Consulado General a su digno cargo, sedigne entenderse directamente con nuestro compatriotapara los efectos a que haya lugar».

Nueve años anduvieron con el cuento de larepatriación hasta que por fin la lograron: lorepatriaron en una urna, vuelto cenizas. Para más fueLeopoldo que les aventó el dinero que le daban para lasuya en la cara porque sólo cubría el pasaje de ida, sinviáticos ni regreso. ¡Salirle con semejante miseria a él!A principios del treinta y tres, estrenándose el año

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nuevo, el ministro Corredor Latorre murió a causa deun ataque de angina de pecho en esa residencia de lacalle de Liverpool, sede de la Legación, de la quesalían y a la que llegaban tantas cartas. Descansó depoetas, de repatriaciones y de paisanos. Cuando élmurió, había registrados en la Legación, comoresidentes en México, cincuenta colombianos. Más quesuficientes. A él estaba dedicada en las Canciones yelegías (que no alcanzó a ver impresas) ese viejomusical poema de la «Elegía de septiembre» queRicardo Arenales había compuesto tantos años atrás enLa Habana y que empieza: «Cordero tranquilo, corderoque paces tu grama y ajustas tu ser a la eterna armonía:hundiendo en el lodo las plantas fugaces huí de miscampos feraces un día. Ruiseñor de la selva encantadaque preludias el sol abrileño: a pesar de la fúnebreMuerte y la sombra y la nada, yo tuve el ensueño…»

Voy a cerrar este archivo de polvo y olvido yburocracias repitiéndome que los países son como laspersonas, incorregibles. Colombia –que tiene elporvenir en trámite, empantanado en papel sellado– haexpedido leyes y leyes y más leyes; leyes por millonesy nunca ha conocido la Ley. El seis de octubre de 1941,con Congreso en pleno dio una destinando la suma decinco mil pesos para la repatriación y asistenciamédica «del altísimo poeta Porfirio Barba Jacob».¿Cinco mil pesos? ¡De dónde! Si nu hay ni pa tapar losbaches públicos… Barba Jacob se murió soñando conesos cinco mil pesos. A tres mil kilómetros de ese paíspobretón, criminal, burócrata, envidioso, codicioso,loco. Lejos, lejos, lejos.

Unos nombres me llevan a otros nombres y todos alpoeta. A Felipe Servín lo conocí por Abelardo Acosta;a Abelardo Acosta por Manuel Ayala Tejeda; a ManuelAyala Tejeda por Marco Antonio Millán; a MarcoAntonio Millán por María Duset; a María Duset por unamigo… María Dolores Duset Durán, «la señoraLolita» como la conocen en la Casa del Lago delBosque de Chapultepec, vino a México en el treinta y

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siete, de treinta y dos años: el treinta de septiembre de1937 exactamente. Cómo olvidar la fecha si parte suvida en dos, su vida que antes transcurrió en España ydespués en México… Vino con Jesús Sansón Flores, elpoeta, y aquí se fue quedando, quedando, con él,después sin él, meses, años, décadas, sin saber muybien por qué. Tal vez porque ya no tenía a qué volver aEspaña… Sopló un viento de irrealidad que agitó lashojas de los árboles y pensé en mí mismo y comprendíque México, país marciano, era una trampa de laexistencia: en el lapso de un instante lo comprendí,como si un relámpago me lo revelara en la nochecerrada con su súbita luz. Era sin embargo pleno día,brillando el sol.

María Duset es una mujer dulce, sola, vieja. Decuando la conocí han pasado ya diez años y dudo deque viva aún. Ochenta y cuatro, sacando cuentas, son unalbur. Si ya murió mi amigo que me sugirió ir a verla, alos treinta y tantos… «Ve a verla –me dijo– porque lehe oído hablar muchas veces de ese poeta tuyo queestás buscando, ¿cómo se llama?» «Barba Jacob». «Sí,Barba Jacob: dice que con él fue a Morelia».

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El viaje a Morelia fue una alucinación. Se fueron lostres, los cuatro, a poner un restaurante: Barba Jacob yRafael; Sansón Flores y María. A Sansón Flores, BarbaJacob lo conocía de tiempo atrás, por lo menos desdeel treinta y tres cuando en diciembre hicieron un primerviaje a Michoacán: ellos y un grupo de amigos entrelos cuales el bromista de Santiago de la Vega quien enel viaje, tras de pasar por varios pueblos michoacanosde nombres esdrújulos, hizo anunciar en una parada deltren, por el empleado que iba gritando las paradas, laestación de Acuarimántima. Con sobresalto BarbaJacob oyó el nombre de la ciudad ideal de su poema,que no existe. El «chino» Flores, como le decían, erade Michoacán, paisano y amigo del gobernador delEstado y próximo presidente de México general LázaroCárdenas. Y muy amigo acabó sien-do del poeta, y elúnico entre los jóvenes que lo rodeaban que tuvo elprivilegio de tutearlo. Acaso porque además del viciode los versos compartían el de la marihuana. Y losvicios unen. A Rafael Delgado le contó Sansón Floresque en ese primer viaje a Michoacán, a Morelia, fuecon Barba Jacob y su grupo a visitar al general a sumansión y con él allí estuvieron fumando marihuana.De ser así, sería el único rasgo humano que le conozcoa ese marciano, paradigma de los defectos más oscurosde su raza. Unos días después de esa visita, en el mesde enero, el general inició en la ciudad de Morelia sucampaña a la presidencia, campaña tan superflua comotener madre pero muerta, pues al que aquí ungencandidato oficial del partido oficial virtualmente espresidente: entra en acción la trituradora electorera quemontó Calles para lo eterno, y lo que no ganan se loroban. Después dan un manotazo aquí, otro allá,expropian cualquier cosa y dizque pasan a la Historia.

Subido Cárdenas, al «chino» Flores lo nombraronPrimer Secretario de la Embajada en España.Quinientos dólares le mandó desde allí a Barba Jacobsegún me cuenta Rafael Delgado, ¡y cómo olvidarlos!Pero la representación diplomática mexicana ante la

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España gobiernista fue cesada en masa por expedir yvender pasaportes falsos, y Sansón Flores hubo deregresar a México, acompañado de María. Barba Jacobacababa de pasarse una temporadita en el HospitalFerrocarrileros (sin ser ferrocarrilero), y vivía ahoracon Rafael y la mujer de éste, Concepción Varela, enuna casa de la calle de Naranjo, colonia Santa Maríade la Ribera. Allí le llevó Sansón Flores a María Duseta presentársela.

Con el dinerito que traían de España, el matrimoniorecién llegado se instaló en un lujoso apartamento adisfrutar. Acabádose el dinero y el empleo enRelaciones Exteriores con que le reemplazaron aSansón Flores su secretaría de embajada, yencaminándose el gobierno de su paisano Cárdenas asu fin, quedó el chino tan en la pobreza como BarbaJacob el poeta. Entonces los dos en un arranque dealucinación decidieron irse a montar un restaurante aMorelia. Con eso de que Barba Jacob eragastrónomo… Y tan buen cocinero… A mí ElíasNandino me ha contado, tomando café en un Sanborn’s,que le prestó a Barba Jacob doscientos pesos «para elpuesto de chiles rellenos que proyectaba poner en elmercado de Morelia», pero en la finalidad delpréstamo se equivoca: no era para un puesto de chilesni en el mercado: era para un lujoso restaurante en elcentro.

Vendiendo sus dos máquinas de escribir, sus libros yalgunos trajes viejos reunieron hasta mil pesos, y conel «hijo adoptivo» del uno y la mujer del otro y encamión, y llevando Barba Jacob en el camión una sillamecedora amén de sus cartapacios de versos, partieronlos muy ilusos rumbo a la antigua Guayangareo oValladolid alias Morelia, capital del muy ilustreEstado de Michoacán de Ocampo (en este país estadosy ciudades por igual andan casados). Morelia estácamino de Guadalajara y no a la inversa: pues sefueron a la inversa, rodeando por Guadalajara, tal vezpara evitar el camino común, trillado. Un par de días

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alucinados se quedaron en Guadalajara en casa deBaudelio López, el hermano de Jesús, difunto amantedel poeta, y al llegar a Morelia se alojaron en unhospedaje de la Calle Mayor; luego rentaron una casade dos plantas en la callecita en pendiente de Tagle. Lacasa, me cuenta María Duset, empezó a llenarse devisitantes y la terraza de macetas de marihuana. Cuandoella se enteró de qué eran las macetas que con tantoesmero cuidaban los dos poéticos botánicos y se lasdestruyó, no oyó sin embargo de parte de ellos ningúnreproche. Pasó luego a descubrir colillas de marihuanabajo los muebles, entre los libros, entre los versos, porlos rincones, por todas partes. Ubicuas pues. Instaladoen su mecedora frente a una ventana de la segundaplanta que miraba hacia la cúpula de una iglesia, BarbaJacob pulía y repulía con paciencia infinita sus versos,que tenía distribuidos en varias carpetas. Hombre decarácter fuerte, de bastón, caminaba algo encorvado.Muy respetuoso siempre con ella. ¿Y Rafael? Muyinútil, muy simpático. Y entre tanto visitante, ¿nollegaban a buscar a Barba Jacob muchachos?Pensándolo bien sí, ahora no descarta la idea. Pero lodicho, muy respetuoso siempre con ella. A Rafael, cosaque a ella le extrañaba, lo trataba de usted: nada habíaentre los dos y si algo hubo fue en el pasado.

Tal la versión de viva voz de María Duset. He aquíla versión escrita de su difunto esposo. Escribe SansónFlores que reunidos los mil pesos en México, BarbaJacob, dizque «porque su socio para asuntos de dineroera más tarambana que él», se adjudicó el derecho aadministrarlos. Los tres primeros días en Moreliatrabajaron con el mejor empeño: consiguieron casapara vivir y local para el negocio, y el poeta leencomendó a Sansón Flores que comprara diezportaviandas «para las comidas a domicilio». El relatode Sansón Flores de lo que sigue es de un cinismodigno de un poeta: «Pero así como el Señor en lacreación de los mundos descansó al séptimo día,nosotros en la del restaurante descansamos al cuarto».

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Con cerca de seiscientos pesos en el bolsillo BarbaJacob le dijo: «Hermano, justo es que echemos hoy unacanita al aire», lo cual, muy del agrado del otro, hizoque se lanzaran «contra una noche de Morelia plena deluceros». Fueron a dar a la cantina del Hotel Moreloscuyo propietario, don Germán Figueredo, admirador dela poesía de Barba Jacob, emocionado destapó de subodega la mejor botella de cognac. Liquidada labotella Barba Jacob, «que jamás admitía dádivas sincorresponder a ellas», al oído le pidió a su socio elconsentimiento para tumbarle al capital el valor de otrabotella, a fin de «revirar». La barra se fue llenando deintelectuales y bohemios y poetas, y las invitaciones ylas «reviradas» se sucedieron en una saturnal que duróhasta el amanecer. Al salir de la cantina a la cruda luzdel día, del capital no les quedaba nada. Solos los dos,afuera, con la inmensidad del remordimiento y deldelito, Barba Jacob le dijo al joven Sansón Flores,triste pero tranquilamente: «Hermano, hay días másazules que otros. Ve a vender los portaviandas parapoder comer».

Para poder comer, Rafael salía con el bastón deBarba Jacob a las canteras de las afueras a cazarconejos. Nadie aparte de él y el poeta sabía que esebastón ocultaba el cañón de un fusil y que accionadopor el mango disparaba un tiro. Habilitado el bastóncomo medio de subsistencia y Rafael el inútil comocazador utilísimo, pudo Barba Jacob por fin entregarsea pulir sus versos: ponía uno aquí, quitaba otro allá,cambiaba de lugar una palabra para acabarrestituyéndola al primer sitio, como un niñoempecinado en un mecano inextricable y eterno.Obsesivamente. Y si obsesivamente remontando lasturbias aguas del Tiempo volviera a Morelia, ybajando a 1940 subiera a la segunda planta de esa casade la callecita en pendiente de Tagle donde él, alvaivén de su mecedora, mira por la ventana la cúpulade la iglesia y pasar las nubes, tan indecisas como susversos, y le llamara, ¿me respondería? ¿O se esfumaría

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en el espejismo? Me dice Antonio Mayés Navarro quese lo encontró en Morelia acompañado de Jesús SansónFlores y el diputado David Arizmendi. Que supo que sehizo amigo del poeta de Jipilpa Ramón MartínezOcaranza. Que anduvo por pueblos de Michoacánatizando su leyenda…

El restaurante de Morelia no llegó ni a lo que ElíasNandino imaginaba, ni a puesto de chiles en elmercado. Dieron un recital en el Teatro Ocampo y fueun fracaso. Un giro de doscientos dólares que le envióel presidente Santos de Colombia, providencial,decidió el regreso a México. Clara Inés de Zawadsky,esposa del embajador de entonces Jorge Zawadsky, lecuenta a José Gers en un reportaje que cuando leanunciaron a Barba Jacob la llegada del giro aMorelia, regresó a la capital «en el término de ladistancia». Compareció en la Legación colombiana conlas manos en alto, «la actitud profética que tanto locaracterizaba», diciendo: «¡Ministro, vengo por midinero!» Pese a la advertencia presidencial de que eldinero se lo fueran dando poco a poco para evitar susdispendios, el embajador hubo de entregarle la sumaentera. Y sigue recordando la señora de Zawadsky elgesto conturbador, como de anatema, de las manosalzadas a la altura del rostro, una más baja que la otra,con los dedos hacia atrás formando casi un ángulo, yque luego hablaba fijando los ojos afiebrados como enun objeto invisible. Eran «sus momentos estelares», susgrandes momentos que venían después de apurar mediabotella de cognac.

De Julio Corredor Latorre, el viejo diplomáticocolombiano en México muerto de angina de pecho,heredaron los Zawadsky la Embajada, y con laEmbajada a Leopoldo de la Rosa y a Porfirio BarbaJacob. Para un diplomático colombiano que podríavivir tan en paz en el extranjero, colombiano en elextranjero es una amenaza a su paz: se emborrachan yvan a dar a la cárcel de donde hay que ir a sacarlos;piden prestado y no pagan, y como hay que servirles de

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fiador, pagar cuando no pagan. De no mediar estaanimadversión mía por los burócratas, a cónsules yembajadores hasta les tendría compasión. Pero no.Privado o público el colombiano es una plaga.

Llegaron los Zawadsky a México en mayo del treintay nueve y Barba Jacob se apresuró a saludarlos conuno de sus «perifonemas» de Últimas Noticias deExcélsior. A él ya lo conocía; a ella la conoció aquí enMéxico. Lo conocía a él desde Colombia, desde Calidonde el inocente editaba un prestigioso diario, ElRelator, que Barba Jacob puso a tambalear por nuevedías con su periodiquito improvisado La Vanguardia .Nueve días pues al décimo, enloquecidos por eltriunfo, él y su socio impresor se bebieron el triunfo enuna gran borrachera. Y con el triunfo el porvenir: losobreros indignados por no recibir su pago lesdestrozaron la pequeña imprenta. De La Vanguardi a,por supuesto, no queda ni una huella; qué va a quedar sini queda de El Espectador de Monterrey que se editótreinta años… Apenas si perdura La Vanguardia en elrecuerdo de Rafael Delgado, y en un relato de SimónHenao Rodas, cómplice en esa fugaz empresa de BarbaJacob. Dice Simón Henao que La Vanguardia sóloduró lo dicho, nueve días, «porque nos aplastaron losoligarcas». Y que Barba Jacob se fue de Cali sinanunciárselo a nadie, sin despedirse de nadie, yllevándosele sus libros. Le dejó una nota que decía:«Adiós. Me llevo estos libros porque usted no losentiende. Y no olvide que vale más el oro del sonidoque el sonido del oro». Llegó a Bogotá diciendo queCali «era un garaje con obispo»…

Y volviendo a Clara Inés, la esposa del embajadorZawadsky, esta bella y joven mujer habría de meter entremendo lío a su marido, quien por ella mató a no séquién. O algo así. Fue escándalo público que salió enlos periódicos. Pero esto es posterior a Barba Jacob yno interesa, volvamos a él, a ella: «¿Qué impresión ledio a usted entonces el poeta, cuando lo conoció?», lepregunta José Gers en su reportaje, y Clara Inés le

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contesta: «Creo que la figura de Barba fue siempreimpresionante, pero en aquellos días creí que la vidadel ilustre colombiano se aproximaba a su fin. El colorcetrino, como terroso; la voz honda; la endeblez casitrágica; los ojos hundidos, y sobre todo las manossarmentosas, de largos dedos móviles. En fin, suestampa toda de tuberculoso en último grado, me dio lasensación de que fallecería dentro de uno o dos meses.Eso me produjo cierta emoción dolorosa…» Peroerraba en su optimismo la señora de Zawadsky: viviótres años, casi tres, que lo tuvieron que soportar. Enfin, no le quitemos la palabra a una dama: «Ya que noes posible desvincular al poeta de su propiapersonalidad humana, el Barba que yo conocí no era elBarba de los fecundos años poéticos, sino un hombrevencido, amargado y maldiciente. La poesía en aquelmomento estaba muy lejos de su ánimo y sólo quedabala descarnada realidad de la vida».

Conocí a la señora de Zawadsky en Roma, demuchacho, cuando aún no buscaba a Barba Jacob eignoraba que se hubieran cruzado sus existencias. Yvaya si se cruzaron. Saliendo los Zawadsky delapartamento de la calle de López en que Barba Jacobagonizaba, y despuesito de ellos Pellicer, entró por élla muerte. Pellicer venía de Bellas Artes; losZawadsky iban para una fiesta. De vuelta a laEmbajada de la fiesta, un telefonazo de Rafael les diola noticia, y regresaron al apartamento de López paraencontrarse con el féretro: son ellos los que aparecenacompañándolo, con Rafael y Conchita la mujer deéste, y una enfermera, cabizbajos, en esa foto que lestomó un reportero de El Universal Gráfico en la fríamadrugada y que se publicó al día siguiente.

Más de veinte años después de mi estancia en Romasupe en México que allí seguía la señora de Zawadsky,y de cónsul colombiana como la conocí. Le escribí deinmediato preguntándole por los últimos tiempos delpoeta. Al cabo de los meses me contestó: que ya sabíayo lo insoportable que era el verano en Roma, y que

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para qué hablar de miserias. Miserias las que le contóa José Gers en Colombia, en su reportaje. Volvámos lea dar la palabra: «Tenía ratos de tregua. En uno deellos pronunció: “Díganle a Clara Inés que quierocomer pandeyuca colombiano”. El deseo fue cumplido.Cuando me acerqué a ofrecérselo, me dio las graciascon aquellos ojos inolvidables. Se comió tres,ávidamente. Y éste fue su último aleteo goloso de lavi da… Sin embargo, y como episodio curioso ydesconcertante, le voy a contar algo que nos dejóperplejos: ocho días antes de expirar y cuando aúnpodía articular palabras y frases en sus momentos decalma, hizo comparecer al pie de su lecho a un cronistade Novedades, periódico de las derechas, que circulamucho. Al día siguiente apareció en el periódico agrandes títulos la noticia: “El gran poeta colombianoBarba Jacob perece en la miseria abandonado de supatria”. El director del periódico, René CapistránGarza, por cierto muy buen amigo nuestro, excusó suresponsabilidad alegando que no había visto lainformación, y que al leerla la creyó cierta por tratarsede un cronista serio. El embajador prefirió, condelicadeza, eludir la correspondiente rectificación, quehubiera exhibido en forma desairada, de falsedad, alinmenso poeta que agonizaba». Yo, sin embargo, herecogido numerosos testimonios del abandono en quetuvo la Embajada colombiana a Barba Jacob. Pero¿qué obligación tenían? Ninguna. Mucho cuento eranlas visitas del embajador Zawadsky con su mujer y elcónsul Casabianca a verlo morir y los tres pandeyucas.En cuanto a la lejana Colombia, ¿no dio pues una leypara repatriarlo? Otra cosa es que no hubiera con quéhacerla cumplir. Los países pobres no tienenobligación con sus pobres poetas. Lo que haya es parapagar burócratas. Además, ¿no había escrito él mismo,Barba Jacob, en sus «perifonemas», clarividentespalabras cuando murió Villaespesa, en condicionesruinosas y después de haber vivido sus últimos años dela caridad pública? «El Estado tiene demasiadas cosas

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para ocuparse de un poeta. Tal vez, ahora, cuando no lonecesita para nada, se le tributen honores. FranciscoVillaespesa, por lo demás, no es sino otro en la tristelista de los bardos que mueren en la indigencia despuésde haber derramado el oro de su inspiración».Entonces ¿de qué quejarse? La misma señora deZawadsky con claridad lo ha dicho: «Padeció angustiaseconómicas, como todo el que no es rico y tiene quevivir de su trabajo. Pero estuvieron atenuadas por lasconsideraciones que siempre le tuvieron sus patronesmexicanos. Desde el principio Jorge se dio cuenta delas condiciones en que se hallaba Barba Jacob, y en lamedida de sus posibilidades estuvo siempre adisposición del poeta. Iba frecuentemente a laEmbajada y tanto Jorge como yo (mucho más él que yo)hicimos lo que pudimos para hacer menos duro elcamino erizado de dolor que el poeta recorrió en losúltimos tiempos. Dolor físico, pues su enfermedad eracruel e irremediable. Tal vez algún día me decida acontar minucias y detalles, el contraste que existía entrelo que él pregonaba como el abandono de Colombiaante su situación y la desnuda verdad, que era bienotra». Nunca lo hizo, porque en esas mismasdeclaraciones lo estaba haciendo. No le quedó minuciani detalle por contar. Por lo demás, de Zawadsky,según Marco Antonio Millán me ha dicho, Barba Jacobhablaba horrores, «pero sin embargo logró sacarlealgún dinero»… Y en car ta a Juan Bautista JaramilloMeza, tras de informarle que el presidente Santos lemandó doscientos dólares, se refería al ministroZawadsky quien le había ayudado «con toda su cortalargueza». «He vendido –le dice– mi biblioteca, mimáquina de escribir, mis trajes, cuanto tenía…» ¡Cuálbiblioteca! ¡Cuál máquina de escribir! ¡Cuáles trajes!¡Y qué tenía! A mí me ha contado Abelardo Acosta,que le servía de mensajero y amante en sus últimosaños, que cuando conoció a Barba Jacob, pese a lobien que le pagaban en Últimas Noticias sólo tenía untraje; uno solo, negro, ceremonioso, que le daba la

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impresión de un enterrador, y que para mandarlo a latintorería lo obligaba a quedarse en ropas menores enla cama. Y lo que los golfos y «boleritos» se lellevaban (los que él metía al Hotel Sevilla, su casa) eracualquier cosa: una pluma estilográfica por ejemplo. Elmuchacho ese de Zacatecas que tuvo viviendo con éldos semanas, también se marchó robándole. Pero esosrobos le caían muy en gracia; tan en gracia como losataques indignados de El Popular y Futuro acusándolode homosexual y degenerado, leña seca para la hoguerade su desvergüenza. Lo que pasa señora de Zawadsky,con su perdón, es que usted no entendió nada de nada.Usted vivió en el radio exacto de la seguridadadministrativa, a la sombra del presupuesto, tan ciertacomo el salir del sol; él fuera de órbita, al azar de lavida.

Derrotados regresaron de Morelia al Hotel Aída, dedonde Barba Jacob se había marchado. «HermanoPorfirio –le preguntó Sansón Flores–, ¿te gustó mitierra?» Y él dulcemente le contestó: «Hermosa ciudad.¡Esos crepúsculos, esas noches encendidas que labañan! ¡Lástima de Morelia con tanto moreliano!» Aese hotelucho de la calle de Aranda que ya handerruido, antes o después del viaje a Morelia lo fuerona visitar algunos: Abelardo Acosta, Felipe Servín,Raúl E. Puga, Manuel Gutiérrez Balcázar. Este último amí me ha contado que fue a visitarlo a su cuarto oscuroy frío del segundo o tercer piso y que Barba Jacob lorecibió diciéndole: «Pase a mi palacio de invierno»,con clara alusión a Verlaine y su destino. Y Raúl E.Puga ha escrito recordando su visita al mismo hotel: lapalidez sucia y mortal del poeta, su debilidad extrema,los ojos hundidos, la barba crecida, la desnudez delcuarto, su profundo abandono. Cuando entró BarbaJacob se incorporó ligeramente sobre las revueltasropas de la cama. No quería que lo vieran, como situviera el pudor de su enfermedad y su miseria. Elvisitante lo tranquilizó, lo acomodó en las almohadas yle humedeció con agua los labios. Él entonces empezó

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a hablar, a transfigurarse. Habló de la vida, de lamuerte, de su poesía, y la sórdida habitación seiluminaba al conjuro de su palabra. El visitante lo viocircundado por un aura luminosa durante el tiempo queduró el portento. Luego el poeta se abatió, se apagaronlas luces irreales y volvieron a reinar la oscuridad y sumiseria.

¿Es la visita de Raúl E. Puga anterior o posterior alviaje a Morelia? Imposible determinarlo. Desde queAbelardo Acosta lo conoció, en el año treinta y seis,Barba Jacob siempre estuvo enfermo; siempre echósangre por la boca; siempre bebió alcohol y tequila;siempre fumó marihuana… Del Hotel Aída BarbaJacob se mudó, con Sansón Flores y María, al Sevilla,en el que también ya había estado. Rafael volvió con sumujer, Concepción Varela, que vivía entonces en unavecindad de la calle de Luis Moya, en lasinmediaciones de ambos hoteles.

Acomodando y desacomodando testimonios como élsus versos, he llegado a establecer que Barba Jacobvivió en el Hotel Sevilla en dos ocasiones, dos largasocasiones: una en los años treinta y cinco y treinta yseis; otra en el cuarenta y el cuarenta y uno. De susincontables alojamientos, en ninguno se quedó tantocomo allí: cuatro años en total, o casi, interrumpidospor breves ausencias a La Piedad, a Jalapa, aTenancingo, a algún hospital… El dos de enero de 1942,doce días antes de la definitiva transfiguración, BarbaJacob fue trasladado del Hotel Sevilla a unapartamento sin muebles de las inmediaciones, en lacalle de López, a recibir la muerte.

Ocupaba en el Sevilla un amplio cuarto del segundopiso, sin baño pero ordenado y limpio, y con dosventanas, las dos de la derecha entre las cinco quedaban a la calle. O que dan, mejor dicho, pues el hotelsigue, como sigo yo: de tercera pasando a cuarta y decuarta a quinta, bajando con la vejez de categoría,ineluctablemente. Es el destino de muchos y de loshoteles, venirse a menos. Algún hotel se escapa y se

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vuelve «de tradición», como ciertas familiasaristocráticas, de zánganos, con las que no barre eltiempo. En fin, éste no es un tratado de hotelería: es labúsqueda de la quintaesencia del poeta. Don Ramón, eldueño del Sevilla, un español franquista al que BarbaJacob le abonaba de tanto en tanto algo de su larga yatrasada cuenta, le reservaba siempre ese cuarto, y sinatreverse a cobrarle a lo sumo le enviaba tímidosrecados con alguno de sus visitantes. ¡Pero cuándo seha visto en este mundo que pague un poeta! Uno deverdad, quiero decir… Al estallar la guerra civilespañola Barba Jacob escribió alguno de sus«perifonemas» en favor de Franco, y con él dio porfiniquitada la deuda con don Ramón: para lo presente,para lo pasado y lo porvenir.

En un comienzo el cuarto tenía dos camas: unagrande del poeta y una pequeña de Rafael, y unachaise-longue para los huéspedes ocasionales. Y ni unasilla. Margarita Besserer me ha contado que en eltreinta y cinco o en el treinta y seis (siendo ella unajoven de veinte años recién casada), cuando iba con suesposo el periodista Jorge Grotewold Samayoa avisitar a Barba Jacob, éste salía a algún cuarto vecino apedir dos sillas prestadas. Y dos pesos prestados lepedía luego, invariablemente, a Jorge cuando semarchaban. Después la habitación tuvo una sola cama.José Martínez Sotomayor recuerda entre el mobiliariodel hotel pobre esa cama única, una mesita de noche ysobre la mesita una escupidera, y un ropero. Paraentonces ya debía de haber sillas, pues era la época enque llegaban a reunirse hasta diez personas en lahabitación. Había además un reverbero de alcohol enque Barba Jacob cocinaba: en el que preparaba unmagnífico sancocho y el agua de panela caliente que, afalta de algo mejor, mezclada con el alcohol delreverbero formaba un coctel infame. Pero estoyhablando de la segunda estancia, tras el regreso deMorelia.

David Guerra, un joven estudiante de medicina que

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hacía versos, amigo de Shafick, por mediación de ésteconoció a Barba Jacob la noche que fueron al Sevilla averlo. Me dice el doctor Guerra, en el Club Suizo,recordando esta visita, que como no había qué tomar,ni en qué, Shafick bajó a la calle a comprar una botellade licor y unos vasos, mientras Barba Jacob (que vestíacompletamente de negro, hasta con los calcetinesnegros) salía del cuarto a vaciar una bacinica. Mesesdespués, otra noche, en una cantina del centro el jovenGuerra se tomaba unas copas con Gabriel Guerrero yuna bella muchachita de origen italiano, compañerossuyos en la Escuela de Medicina, y hablaban de poesía,y de improviso decidieron ir a visitar al poeta.Recuerda el doctor Guerra que a la muchachita BarbaJacob la recibió diciéndole «Querubín de oro y azul».Su estado era tan lamentable entonces que las copas yel entusiasmo de los visitantes se apagaron. En el cursode este encuentro Barba Jacob les dijo una frase sobrela cual, años después, el doctor Guerra escribió unartículo en una revista mexicano-libanesa: «Yo cambiotoda mi obra poética por una cama de hospital». Unatercera visita le hizo David Guerra al poeta: con AnuarMehry, otro amigo de Shafick y de familia libanesa, ycon Fedro Palavicini. Barba Jacob les dio a fumarmarihuana, que ninguno de los tres conocía, y Anuarempezó a saltar enloquecido por sobre los muebles. Enese mismo Hotel Sevilla también le dio a fumarmarihuana a Luis Echeverría, jovencito infatuado yfuturo hombre público, según me contó Fedro Guillén ycomo ya dije, y a los jóvenes de la revista Barandal,según me contó Emilio González Tavera: a RobertoGuzmán Araujo, Efrén Hernández, Rafael VegaCórdova, y un poetilla envidioso de nombre insulso,Octavio Paz.

Paz salió anoche en la televisión pontificando.Sentado en su ortofónico culo, permeado de electrones,diciendo, afirmando, manoteando. Me fui al bañoacometido de ese malestar metafísico, cósmico, que miviejo conocido Sartre llamó la náusea, el vértigo de la

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vomitiva existencia, a vomitar. Cuando regresé ahíseguía, y un año después, y dos y tres… Solemne,adusto, triste, arrugado, cuarteado,descuaragilombeado, viejo, con voz de vieja, sin que laMuerte se decida a acogerlo en su asilo de silencio ycerrarle el pico. Parece que le pagan. Arbiterelegantiae, maestro del ars petandi, Octavio Paz(pseudónimo de Cayetano Cagat) publica desde hacedécadas una revista de altas letras para ocuparse de él.«Yo no aspiro a jerarquía de ninguna clase –dijo BarbaJacob cuando aún se llamaba Ricardo Arenales–: lasjerarquías las da la posteridad después de que hanpasado tres o cuatro modas sobre el nombre de uno».

Volviendo a la marihuana que ensancha el alma (a«la escala de Barba Jacob» como la llamaban, paracomplacencia suya, con bíblica denominación), lasembraba según Abelardo Acosta en macetas, quesacaba a sus balcones de Ayuntamiento a tomar el sol.Ayuntamiento, la calle del Sevilla… Aunque segúnRafael Delgado no: no era cierto que la sembrara enmacetas como afirman muchos: la guardaba seca bajoel colchón. Según Felipe Servín iba a conseguirla a laplaza de Garibaldi; según Abelardo Acosta lo enviabaa él a comprarla, advirtiéndole que si llegaban apescarlo dijera que Barba Jacob lo mandaba. Y el díase llegó en que de tanto ir el cántaro al agua se quebróy pescaron a Abelardo, en un pueblito de las afueras deMéxico, La Piedad (no La Piedad, Michoacán, dondeBarba Jacob también estuvo). Cuando el joven sedisculpó diciendo lo que Barba Jacob le habíaindicado, el agente de la policía secreta que lo deteníale respondió: «Llévesela a ese cabrón que ya loconozco, y usted váyase a la chingada». Muchos de losagentes, me dice Abelardo, conocían «al maestro» delas cantinas. Pontífice Máximo de la inefable yerba eneste país de agaves y terregales donde crece impúdicacon reverdecido vigor, sin cuidarse de nadie nipreocuparse por nada (¿y por qué se habría de cuidar ypreocupar con esa presencia suya que se imponía a

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todo el mundo?), fumaba la marihuana tranquilamentepor las calles. Me dice Jorge Villaseñor que BarbaJacob fue la primera persona que él vio fumarmarihuana en público; y con devoción enternecedora,en privado, Marco Antonio Millán me confiesa que elpoeta se la enseñó a fumar, siendo él, Millán, unmuchacho: de diecinueve tiernos años en el año treintay cuatro, sin sospechar que llegaría al setenta y ochocon sesenta y tres bien cumplidos fumándola, día a día,como «perifonema», en memoria del gran poeta que losinventó. Porque ha de saber usted que los«perifonemas» de Últimas Noticias los inició BarbaJacob, y que han seguido saliendo sin falta hasta el solde hoy. No todo pues es humo. Algo queda de lo que seva. Y ahogando la tos de la tuberculosis en humo,Barba Jacob fumó marihuana hasta el final, y a Millánle aconsejaba que cuando estuviera completamenteborracho y creyera imposible tomarse una copa más,que se tomara dos porque en esos momentos empezabael viaje maravilloso. Me dice Millán que hoy que es unhombre mayor de lo que era Barba Jacob cuando seconocieron, en el año treinta y cuatro, comprende porfin tantas cosas del poeta que su juventud de entoncesle impedía entender. Así es, ami go Millán, así pasa,nos pasamos la vida entera sin entender y cuandoempezamos a entender ¿ya para qué? «Yo no sabía queel azul mañana es vago espectro del brumoso ayer…»¿Sí recuerda la «Lamentación de octubre»? Y elritornelo que va diciendo, cambiando: «Pero la vidaestá llamando» (o «pasando» o «acabando») «y ya noes hora de aprender». La vida cabe entera en un poema.

Entre asiduos y ocasionales, los visitantes de BarbaJacob en el Sevilla son incontables: poetas, pintores,escritores, periodistas, limpiabotas, choferes,papelerillos, borrachos, marihuanos… Y una infinidadde amigos michoacanos: estudiantes, senadores,diputados… Toda la fauna humana pasando por esecuarto. Hasta diez reunidos en una noche. Allí se podíaencontrar usted –tomando, fumando, delirando– a un

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golfo como Abelardo Acosta; a un borrachín perdidocomo Felipe Servín; a un prófugo del seminario comoManuel Ayala Tejeda; a un señor muy compuesto comoAlejandro Reyes, o a un prosista excelso como suhermano Alfonso. A Rómulo Rozo, escultorcolombiano; a Rubén Bernaldo, poeta cubano; a JoelRocha, millonario de Monterrey; a Rubén deMontesgil, pianista; a Carlos de Negri, periodista. Alsanto de Shafick. Al novelista mexicano JoséRevueltas, a la poetisa colombiana Emilia Yarza, alpoeta republicano español Pedro Garfias. Alnicaragüense Paco Zamora, al costarricense AlfredoCardona Peña, al hondureño Rafael Heliodoro Valle…A ese Adolfo López Mateos que dirigía los TalleresGráficos por esos años y que merece párrafo aparteporque con el correr del tiempo ascendió al tope de lainfamia, la presidencia de México. Como LuisitoEcheverría pues… Médicos pasaban por allí como eldoctor Baltazar Izaguirre, o como el médico-poeta opoeta-médico Elías Nandino, veneriólogo, que se pasóla mitad de su larga vida entre dos aguas: del soneto alconsultorio y del consultorio al soneto, rimando enconsonante y curando sífilis con salvarsán. Y pasabapor allí Lopitos, viejecito borrachito paisano de BarbaJacob, «que contribuía siempre para el alcohol», segúnAbelardo Acosta; y Avalitos, un jovencito andrajosoque hacía versos, se acostaba con el poeta y acabóvolviéndose loco: seis puñetas se hacía en público «alhilo», según Felipe Servín. Y Jorge de Godoy, de laedad de Barba Jacob y como Barba Jacob borracho:borracho en grado tal que, según le contaron a AyalaTejeda, para hacer en vivo el poema de su amigo «Ladama de los cabellos ardientes» le prendió fuego a sumujer y le quemó la cabeza. Y Jesús Sansón Flores yJesús Arellano y Julito Barrios y Alicia de Moya yLuis Palencia y Fedro Guillén y Jorge Villaseñor…Pero a qué decir más nombres si usted ni los habráoído mencionar. Ni a Alfonso Reyes apuesto… Así eseste negocio, la vida es así: uno, que un día fue todo un

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joven, todo un hombre, todo un viejo, enfundado en susaco y pantalón y con figura humana sobre el esqueleto,acaba descorporizado, sin edad, sin rasgos, en unnombre vacío: después del hueco en un nombre hueco.Pero éstas son filosofías de borracho, amigo Millán,tomémonos otra. Tomemos y fumemos y olvidemos.Lejos de la prosaica realidad, caldeado por el humo dela marihuana, el cuarto del Sevilla perdía peso yempezaba a flotar, como globo aerostático.

Alejandro Reyes le presentó a Millán en el añotreinta y cuatro. A mí no me lo presentó nadie: fui abuscarlo, cuarenta y tantos años después, cuando supepor María Duset que había estado ligado a la vida delpoeta. En unas oficinas desmanteladas me recibió, conamabilidad, diría que hasta con afecto (los fantasmasunen). De algo más de sesenta años, el tiempo noparecía pasar por él con su atropellada prisa; acasoporque fuera de Michoacán y algo tuviera de sangreindígena, y los indios envejecen lento, con su lentituddesidiosa. Aparte de esta vaga impresión deintemporalidad, a más de diez años nada recuerdo deél, su cara se me esfuma en el fondo del recuerdo.Recuerdo en cambio cuanto me contó de Barba Jacob,palabra por palabra. Y lo que importa más, lo queBarba Jacob le contó de sí mismo y de su niñez. Lo quevoy a pasar ahora al papel son pues recuerdos derecuerdos de recuerdos. Haga de cuenta usted esascajitas chinas que van saliendo unas de otras, en serie,burleteras. ¿Y en la última qué habrá? ¡Qué va a haber!El polvaderón del Tiempo.

Por la callejuela polvosa de su pueblo (un pueblocuyo nombre Millán ignora), va el niño mientras ensentido contrario al suyo viene un hombre huyendo,herido de una cuchillada de muerte. El hombre tropiezacon el niño y lo derriba y le cae encima. El niño esMiguel Ángel y tendrá tres o cuatro años, y el pueblo,cuyo nombre Millán en México no tiene por qué saberni recordar, es Angostura, el pueblo de la infancia delpoeta y de sus abuelos. Según Millán en tal suceso, que

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era su primer encuentro con la muerte y su más lejanorecuerdo, creía Barba Jacob encontrar la clave delorigen de su homosexualismo. Yo no lo creo, no creo alpoeta tan tonto. Ésos son cuentos de psiquiatra; de lospsiquiatras que le llevaban por esos tiempos alHospital de los Ferrocarrileros a conocerlo como a unave rara: al Hospital de los Ferrocarrileros en el quese internó por los buenos oficios de Millán justamente.¿No me contó pues Felipe Servín que a ese hospital lellevó a Barba Jacob, con su consentimiento, al doctorAlfonso Millán (otro Millán) que se moría porconocerlo? Alfonso Millán Maldonado, de Sinaloa,recién llegado de París con título de psiquiatra. A éste,en presencia de Servín, Barba Jacob le contó quedesde hacía largos años no tenía relaciones sexualescon mujeres. Cándidamente el doctor lo interrogóentonces sobre su comportamiento homosexual, yconsiderándolo un caso interesantísimo para lapsiquiatría y la ciencia, le ofreció que se fuera a vivir asu casa. Barba Jacob, muy interesado, en un principioaceptó, pero acabó declinando la invitación apenassupo que la casa del doctor era el manicomio, diciendoque no se atrevía a sumarle a su fama de degenerado ytoxicómano la de loco… Volviendo al otro Millán, aMarco Antonio y sus recuerdos, yo francamente no veola relación del episodio de Angostura con perversiónsexual ninguna. Perversiones sexuales no las hay, niexiste el Diablo. Veo en cambio en ese terriblerecuerdo la vocación criminal de Colombia, deAntioquia, en su prístino horror. Que el más lejanorecuerdo de Barba Jacob fuera un hombre acuchilladocayéndole encima, con todo el peso de la muerte…Años llevo preguntándome por qué el pueblo deColombia será tan asesino, y he llegado a la conclusiónde que no es por el aguardiente, sino por el anís que leechan.

Otro recuerdo de Barba Jacob referido a Millántiene que ver con su padre: Antonio María Osorio, elex seminarista irresponsable y borrachín a quien

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apenas conoció. Lo nombraron alcalde o personero desu pueblo, y el señor para celebrar se entregó a unagran juerga; al salir de una cantina una mujerzuela loempujó, mandándolo al caño de los desagües: el pueblolo vio caer y levantarse bañado en la inmundicia. Esamisma noche Antonio María, sin haber tomadoposesión del cargo, se marchó para siempre dejándoleal niño en la memoria ese recuerdo imborrable.

Y otro recuerdo tiene que ver con la madre: PastoraBenítez, esa mujer austera tocada de santidad o locura,que lo abandonó de niño con los abuelos paternos, y aquien Miguel Ángel nunca quiso. De vuelta al puebloun día la señora va a la escuela a visitar al pequeño (alque sus compañeros llaman «Miguel perra»),llevándole unos dulces que reparte entre los demásniños. Éstos, al marcharse la señora, le inventan unverso infame que el poeta nunca olvidó: «Vino lamadre de Miguel perra, Pastora Benítez: alza la pata yorina confites». ¿Confites? En la palabra está la pruebade la veracidad del recuerdo. Millán es mexicano y notiene por qué saberla: en México no se dice confites, sedice dulces. Confites se dice en Antioquia, y con losconfites han soñado siempre los niños antioqueños.Millán, que recuerda el dístico afrentoso, no sabe delas resonancias de ensueño de la palabra confites. Yosí las sé y Barba Jacob también las sabía. La palabra,que se había vaciado de sentido al pasar del suyo aotro recuerdo, vuelve a adquirirlo al volver al mío.

Y un recuerdo más de Barba Jacob, de Millán, tieneque ver con los abuelos: don Emigdio Osorio y doñaBenedicta Parra a quien Miguel Ángel, libre del lugarcomún del santo amor a la madre, quiso más que anadie en este mundo. Diez años menor que su marido,al que no eligió ni amaba ni comprendía, doñaBenedicta le fue fiel sin embargo hasta la muerte. Élno; a los cuatro meses de muerta ella, y siendo él unviejo de ochenta y tres años, volvió a casarse, conJesusita Arboleda, otra vieja. Medio siglo había vividocon doña Benedicta y levantado con ella una numerosa

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familia de nueve hijos e infinidad de nietos. Y he aquíel recuerdo, en las palabras de Millán: que el abueloenojado con la abuela trató de golpearla, y que ella,que estaba partiendo leña, levantó el machete paraparar el golpe y le voló dedo y medio. «¡Oh madre míaabuela Benedicta –escribió Miguel Ángel cuando yaera Ricardo Arenales–, Benedicta Parra de Osorio,hija de Antoñito Parra y Eugenia Giraldo, y muerta enla gracia de Dios el dos de diciembre de 1905! ¡Quélágrima te daría yo que encerrara todo cuanto queda depuro en mí! ¡Qué libro te compondría yo que mereintegrara en la pureza de mi corazón, sin los pasadosextravíos! ¡Qué canción en cuyas estrofas no vibrara elrugido de Satanás! ¡Qué verso fraguado con otraspalabras, las palabras con que tú despertaste en mí elamor a la vaga poesía del mundo!» Después de esafecha, que fue sábado, sábado en que la casa se llenóde mendigos que impedían el paso al velorio, MiguelÁngel quedaba libre para marcharse: de Angostura, deAntioquia, de Colombia, de sí mismo, y no volver. Yno volvió. Volvió por él, en su lugar, veintidós añosdespués, Barba Jacob: otro. A constatar que el yo y lapatria son espejismos, que todo cambia, que todo pasa,y que es imposible el regreso. No regresa el que se fueni regresa a lo que dejó.

E n 1944, dos años después de la muerte de BarbaJacob, Juan Bautista Jaramillo Meza, su amigo de unosdías en La Habana y otros en Manizales, escribió subiografía. O mejor dicho la intentó, en un librito tandevoto como apurado por salir del paso consuposiciones e inventos. Sin embargo entonces aúnvivía buena parte de la familia del poeta; vivía suhermana Mercedes, vivía su tía Rosario. Bastaría conhaberles preguntado… Pero Juan Bautista, el biógrafo,no se tomó el trabajo, y hoy todos –el poeta, elbiógrafo, los familiares– yacen bajo la misma tierracon sus recuerdos. ¡Qué le vamos a hacer! Nadie tieneobligación de estas cosas. En Cuba sin embargo, y enNicaragua y en México, algo queda de Miguel Ángel y

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su Antioquia en unos recuerdos extranjeros.En Cuba, medio siglo después de que Barba Jacob

se la contara, me ha repetido Tallet la historia de lasastromelias que el niño y la abuela trajeron de Sopetránadonde habían ido a visitar un pariente. La abuela lassembró en el patio y nunca florecían. Una noche, porfin, alguno de la familia descubrió que habíanempezado a brotar las flores y se apresuró a darles alos demás la noticia. Y en medio de un gran regocijocorrieron todos a ver el prodigio. Pero en Cuba no hayastromelias, ni nadie en Cuba tiene por qué saber deese pueblito de Sopetrán perdido en las montañas deAntioquia donde florecen. Que a medio siglo dedistancia y en una isla remota Tallet supiera, ése paramí es el prodigio.

Cuando Ricardo Arenales andaba por San Antoniode Texas compuso un poema donde están la abuela, lasflores y el pueblo: «La abuela había podado el huerto,brotaban flores las astromelias de Sopetrán. Yotremulante, de tiernos años, entre mis ángeles y missollozos, oía el tiempo, de las campanas en el dindán:suena una hora y anda un caballo, traque que traque,como aquel día en que volvieron de Sopetrán. Cuandotú crezcas harás un viaje al Cauca hondo, duérmeteniño batagulungo, al Cauca hondo, con los botines en elhatillo o en el zurrón. Navegaremos en un barquito¡batagulungo! Y traeremos al abuelito en el caballo delTipitón…» ¡Claro, batagulungo! La palabra está alfinal de esa carta que le escribió a su tía Rosario desdeNueva York a Angostura: «Señora doña Rosario: yasabes que se prohíbe morirse sin volver a ver alsobrino a quien le ponías la bata “gulunga”. ¿Teacuerdas? Tu viejo que ya está viejo y triste, MiguelÁngel Osorio». Y en Nicaragua Rafael Delgado me hacontado otro episodio oído de labios del poeta: Quecorre de niño con una bata azul por los corredores desu casa y que la tía Rosario le dice al verlo que separece al cungo, un pájaro de cola azul como elquetzal. Como quien sólo puede entender ese poema de

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Verlaine que empieza: «Le ciel est par dessus le toit sibleu, si calme» sabiendo que Verlaine está detrás deunas rejas, preso, así yo alcanzo a ver, tras los versosde Barba Jacob, la escena: por el vasto corredor de lacasa de Angostura, amplio, inmenso, flotando la bataazul corre el niño batagulungo: corre, corre, corre ycorriendo emprende el vuelo y se va: como el pájarocungo que tiene cola de quetzal. Volviendo atrás porlos cauces del Tiempo, yo también de niño fui aconocer el mismo río al mismo pueblo: el Cauca hondoque pasa cerca de Sopetrán y que tiene una «u» enmedio… Fue mi primer viaje. Mío y de mis hermanos.Recuerdo que nos despertaron al amanecer. Pero quédigo despertaron, si esperando la partida ni habíamosdormido… Diez años han pasado de mi viaje a Cuba enque conocí a Tallet, quien sin duda ya no vive; y unsiglo de ese otro viaje que hicieron ellos. Un siglo y enSopetrán, como en los versos del poeta, aún hoyflorecen las astromelias: «En mi llanto las casas y elpueblo se han hundido… Tal vez las astromeliasflorecerán mañana… En un árbol que canta un mirloforma el nido… Va un príncipe a buscarlo, el mirlo yase ha ido… Y mi madre me arrulla y estoyadormecido…» Pero ésos son versos de otro poema,compuesto en Guatemala.

La sífilis, me dice Servín, se le había convertido encerebral, y durante un mes que vivió con él en elSevilla le oía en las noches delirar, recitandoobsesivamente: «Quién, quién, quién, y quién conmigono. La mujer de la capul en el camino llegó». ¿La mujerde la capul? ¿En qué camino y en qué lugar del caminole esperaba la muerte? Viviendo en el Hotel Sevillasegún ha escrito Villenave, o en el Hotel Aída segúnme ha dicho Servín, tiene lugar una insólita escena queel propio Barba Jacob, en un artículo póstumopublicado por Excélsior pocos días después de sumuerte, ha contado: Ha dejado su habitación y bajado ala calle a comprar un paquete de cigarrillos en elpuesto de la esquina. Son las siete de la noche y

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empieza a encenderse el alumbrado público. «¿Decuáles quiere, señor licenciado?», le pregunta la jovenrubia que con una pequeñuela en brazos atiende elpuesto. «Rusos con boquilla de algodón. Y ya te hedicho que no me llames así; yo no soy abogado: soyartista». En ese momento «se adelanta una manovaronil, ancha y fuerte, y toma otra caja de cigarrosrusos con boquilla de algodón. Veo el antebrazo: esrequemado y lo constelan, como hilillos de broncefundido en la luz ambigua, vellos castaños. Alzo losojos. Veo un sweater guinda, una estatura vigorosa, uncuello atlético, un rostro juvenil de óvalo perfecto, unaboca de labios pulposos de exquisita modelación; yalumbrándolo todo una mirada verde, adormecida,falaz». El poeta palidece, tiembla y se apoya en elposte inmediato: es Rafael Ángel, su hermano, muerto acomienzos del siglo en la guerra civil. «Tiene su colormoreno, sus facciones, su cabello en ondas doradas, suritmo, su aura…» Sin poder reprimir la emoción lointerroga: «¿Cómo se llama usted, joven?» «RafaelÁngel», responde, «con el propio acento, con la mismatónica con que hablaba él, y que ninguna voz humana yningún instrumento musical hubiera hecho resonarjamás, en los milenios; la tónica y el acento que no oíayo desde que se apagaron en una tumba, en mi paíslejano, hace treinta y cinco años». La imagen ilusoriaqueda atrás cuando empieza a caer la llovizna y elpoeta regresa a su habitación «flotando los recuerdoscomo jirones». El artículo, aparecido en la columna«La fimbria del caos» que sólo salió ese día, se titula«Predestinación», pero el título debe ser«Alucinación», salvo que los muertos vuelvan. Desdeel fondo de la muerte, en todo caso, empezaban ajalarlo los fantasmas.

Un día, de improviso, se presentó en Angostura suhermano Rafael Ángel, el mayor, a quien no conocía,con el designio de llevárselo de vuelta a sus padres ala lejana Bogotá. Engañados por las optimistas noticiasdel muchacho de una ilusoria prosperidad de Antonio

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María el borrachín, los abuelos consintieron, y MiguelÁngel, a los trece años, emprendió con su hermano eselargo viaje de días y días por caminos fragososvadeando ríos y subiendo y bajando montañas a lacapital, que entonces era una hazaña. Lo anterior RafaelDelgado, en Nicaragua, me lo ha contado, y que altérmino del viaje, al llegar los dos hermanos a la casapaterna sucios y empolvados (a la casa paterna que porlo demás Antonio María ya había abandonado), sedesarrollaba allí una de las usuales tertulias literariasde doña Pastora. Ésta entonces conoció al hijo quehabía dejado de pocos meses con los abuelos, y para suasombro y de los presentes Miguel Ángel recitó unpoema compuesto por él. Pero Rafael por un lado estáconfundiendo, y por el otro está fabulando: ya MiguelÁngel conocía a su madre, y en prueba el recuerdo deMillán: desde la visita de ella a la escuela deAngostura cuando ella todavía vivía en Antioquia,aunque en otro pueblo. En cuanto a la escena de latertulia y el poema, la ha debido de haber tomadoRafael de alguna de esas biografías de Darío, que sonbiblias en Nicaragua, o de cualquier otra vida de santo.Las que no pongo en cambio en duda son las palabrasde Miguel Ángel a su prima y compañera de la infanciaAna Rita Osorio al marcharse él esta primera vez deAntioquia, recordadas por ella a los noventa y dos añosy poco antes de morir, en una entrevista que le hizo J.Emilio Duque en Medellín. Con ese viejo lenguajeantioqueño que hablaron don Emigdio y doñaBenedicta, y mis abuelos, en los felices tiempos en queno se estilaba el género, el género necio de andarmedio mundo entrevistando al otro medio, le cuentaAna Rita al periodista que le preparó a Miguel Ángelel fiambre para el camino, y que él «fue saliendo» sindespedirse de ella y que después «se devolvió» y ledijo: «No nos dimos el abrazo de despedida… Pero esmejor así. ¿Para qué nos abrazamos? Para llorar… Ypara llorar, primita, vamos a tener mucho tiempo».

Rafael Ángel Osorio murió en Cundinamarca durante

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la guerra civil a causa de una fiebre maligna, y cuandohabía alcanzado un grado militar «más bien alto»; algoantes el padre España, un cura que habría deprecederlo en la muerte por pocos días en el curso deun combate, se había quitado su escapulario paraponérselo al joven. Otro Rafael Ángel, Rafael ÁngelMonsalve Osorio, su sobrino, y del poeta, me locuenta, haciendo eco sin duda de una tradición familiarpues cuando ocurren los sucesos, hacia 1900, él aún nohabía nacido. Algo similar le contesta Barba Jacob ensu relato de Excélsior al joven del puesto de cigarroscuando éste, al decirle su nombre, a su vez lo interroga:«¿Por qué me lo pregunta?» Y Barba Jacob leresponde: «Se parece usted de modo extraordinario aun hermano mío que me amó y a quien amé con amorprofundo, y que murió cuando yo era un adolescente.También se nombraba Rafael Ángel, como usted…Tenía veintidós años, es decir, siete más que yo. Eracoronel del ejército, músico y matemático. Cuando lollamaba el gobierno a la capital de la República paraconferirle el grado de general por méritoextraordinario de valor en campaña, le dio una fiebremaligna y sucumbió a ella… Pero, perdóneme usted,joven, la indiscreción… Hasta otra vista». En la cuentade las edades hay dos años o más perdidos. Y es que siRafael Ángel tenía siete más que el poeta y murió deveintidós, nació en 1876 y murió en 1898. Pero en 1898aún no había estallado la guerra: la sublevación delpartido liberal contra el gobierno de los conservadoresque se convirtió en la guerra «de los mil días» se inicióa fines de 1899.

Rafael Ángel Monsalve Osorio recuerda haberconocido de niño a su abuela doña Pastora, quien muriópor 1907 «en olor a santidad» según se decía en lafamilia (aunque otros parientes me han dicho que«tocadita del cerebro», lo cual por lo demás no viene ahacer mucha diferencia). Frente a la casa donde murió,la de su hija María, madre del señor Monsalve, pasabaun río… Menos borroso que ese recuerdo de su abuela

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que se lleva el río es una foto que el señor Monsalveconserva en el álbum familiar, casi un daguerrotipo, deun muchacho de fin de siglo, de labios gruesos y bozoincipiente: Miguel Ángel o su hermano Rafael Ángel,no se sabe, y ya no queda a quién preguntarle que nossaque de la confusión.

Una segunda foto conserva el señor Monsalverelacionada con esta historia, y es de alguien a quienyo, ganándole por lo menos esta partida a la muerte,habré de conocer, andando el tiempo, en Nicaragua:Rafael Delgado. Esta foto, me dicen el señor Monsalvey su esposa Maruja, fue tomada en Bogotá, el diez deabril de 1928 durante su boda, a la cual Barba Jacob nopudo asistir por hallarse enfermo, «si bien envió en surepresentación a su hijo Rafael». Que estaba enfermoya lo sé sabiendo la fecha: en el Hospital de San Josédonde se había internado hacía un mes escaso. Encuanto a que enviaba a Rafael en su representación, sibien era la primera vez no habría de ser la última: ¿nolo mandó pues a esa otra boda en Anorí, Antioquia, lade su sobrino Leonel, al que Rafaelito casi le vuela lanovia? En la foto de esta otra boda aparece rodeado demuchachas, con el pelo engominado y de patillas largasal uso de la época. Se diría que como la foto mismahasta su belleza de entonces la ha acabadoamarilleando el tiempo. Diez días después de la bodael señor Monsalve y su esposa se marcharon aldepartamento de Santander y nunca más volvieron a veral poeta.

Reclutado por el gobierno conservador en esa guerraen que murió su hermano, Miguel Ángel fue asignado alos generales del gran Estado Mayor de una columna demil quinientos hombres «que llevaban el bigote oliendoa gallina frita» según él mismo escribió. Y «de llanos amontes, de montes a montículos» anduvo en campañacabalgando en una mula cargada de cacerolas y bultosque le ganó el apodo de «teniente Líchigos»: líchigosque en Colombia antaño significaba bultos y que hoy yano significa nada. Esa guerra, que llamaron «de los mil

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días», fue una guerrita de pacotilla; de marchasinterminables sin ver al enemigo y de pequeñasrefriegas. Los ejércitos se perdían en la vastedad deColombia. Cuando se aproximaban, los generalescontrarios se mandaban recados: que cómo habíanpasado la noche, que qué noticias tenían de la mujer ylos niños. Dizque era una guerra cristiana. Algún tiroateo daba en el blanco. Barba Jacob le contó a Millán,y Millán a mí, que andando en su mula con los arnesesllenos de ollas y cacerolas en busca de avituallamientopara la tropa, conoció al azar de los caminos a un viejoque tenía una tiendecita de víveres en lo alto de uncerro. Al aparecer un cliente el viejo palmeaba con lasmanos y al instante venía un niño a atenderlo. En unarefriega mataron al niño y el viejo, que era la pulcritudy la corrección mismas, al enterarse enloqueció, y a lasombra de un vivac en la noche se dio a bailar y aromperse las ropas gritando: «¡Me cago en la dignidadhumana!» Cuarenta años habían transcurrido y laimagen y la frase perduraban, insidiosas, en la memoriadel poeta. Como perduró esta otra estampa de laguerra, consignada en un recuento autobiográfico porRicardo Arenales cuando le soplaba el viento delmisterio en el Palacio de la Nunciatura: «En elambiente hay un olor de guanábanas. Estamos a orillasdel bajo Combeima, y soldados de Cundinamarca sebañan desnudos. Reverbera el sol en las aguas quietas,tersas, blandas, claras, límpidas». Serán límpidas lasaguas pero algo enturbia el recuerdo. Un cuarto desiglo después, a su regreso a Colombia con Rafael,camino de Ibagué y de la casa de su hermana, BarbaJacob habría de volver a cruzar ese mismo río delCombeima. De 1901 a 1927, ¡cuánta agua de años nohabía arrastrado el río!

En México, y al término de su vida, Barba Jacobempezó a escribir un libro sobre su infancia enAntioquia –su doblemente lejana Antioquia, lejana enel tiempo y en el espacio– con el título de «Niñez» y enunos pliegos largos de hojas rayadas amarillas, de que

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me han hablado muchos. A Manuel Gutiérrez Bal cázar,devoto visitante suyo en los hotelitos de paso de susúltimos años, le leyó algunas páginas. Una imagen, unasola, recuerda Manuel vívidamente del relato: elabuelo, el padre-abuelo como lo llama el poeta,escondiendo durante la guerra civil una olla demonedas de oro en el interior de un muro. Los largospliegos rayados amarillos se han perdido, pero laimagen queda. Como queda un episodio más de esaguerra en la memoria de Tallet: el joven Miguel Ángelque termina montado en un caballo distinto al suyo trasun susto, sin encontrarle explicación posible al suceso.

Qué brumosa, qué remota vista desde aquí, desdeeste México del presente, esa guerra civil colombianade los tiempos felices fragmentada en recuerdos, enunos cuantos pobres, ajenos, desdibujados recuerdos.Qué remoto también y qué brumoso el hombre que lavivió, que la contó. Y sin embargo a él, como a nadie,no le quedaba otra forma de perdurar que contándose.El hombre, el yo, son sus recuerdos. Y en la medida enque se conserven (en el papel o en la memoria ajena),menos definitiva es su muerte. Barba Jacob lo sabía.Por eso su prodigarse aquí y allá en anécdotas ehistorias de su vida. ¿O es que acaso al contarseevitaba la dispersión manifiesta en sus múltiplesnombres? Bach decía que era muy fácil tocar elclavecín: que bastaba pulsar la nota justa en elmomento justo con la intensidad justa. Yo tambiéntengo la fórmula para recuperar a Barba Jacob:sumando, recobrando la totalidad de sus recuerdos.

Todo cuanto dejó al morir cabía en una valija. Unavalija vieja a la que alude Hugo Cerezo en un artículode periódico consagrado a recordar su visita a BarbaJacob al Sevilla el trece de octubre de 1941: en lahabitación semioscura y pobremente amueblada vio lavalija, y Barba Jacob le dijo que guardaba en ellapoemas inéditos y correcciones a los ya publicados,tras de lo cual le expresó su anhelo «de un poco más detiempo» para revisar todo aquello, sintiendo ya la

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proximidad de la muerte. De esa valija cree RafaelDelgado que el embajador colombiano Zalamea, el quesucedió a Zawadsky, le sustrajera tiempo después de lamuerte de Barba Jacob algo valioso e inédito.Asimismo sospecha que cuando fumigaba después delentierro el apartamento de la calle de López donde elpoeta había muerto de tuberculosis, y ordenaba suslibros y escritos desplegados en el piso, Felipe Servínse llevara el relato autobiográfico «Niñez», que eramuy extenso, de cincuenta o cien pliegos, paravenderlo. Según Servín los pliegos eran unos cuantos yRafael, que a la muerte de Barba Jacob vendía suslibretas y papeles, se los dio al poeta Enrique GonzálezMartínez por una bicoca. Ayala Tejeda cree lo mismo:que se los diera a González Martínez o a RafaelHeliodoro Valle. Pero el hijo de González Martínez, eldoctor Héctor González Rojo, me asegura que su padresólo conservaba de Barba Jacob las cartas que leescribió, que él a su vez ha conservado. En cuanto aRafael Heliodoro, su inmenso archivo y bibliotecafueron a dar a su muerte a la Biblioteca Nacional deMéxico, donde treinta años después yacen celosamenteenterrados en cajas, bajo la custodia burocrática de sussucesivos directores. Y yo, con toda mi fe en el hombrey mi optimismo, confieso sinceramente que veo másfácil sacar a Lázaro del fondo de la muerte que lospapeles de Rafael Heliodoro de esas cajas. Laburocracia mexicana pesa más que una lápida.

Buscando a ciegas en el inmenso basurero devanidades y olvido de las hemerotecas encontré enGuatemala, en la Hora Dominical del cinco de febrerod e 1967, un artículo reproducido de Novedades deMéxico en que Guillermo Ochoa da cuenta del hallazgode una libreta «del hombre que se suicidó tres veces»,Barba Jacob: una libreta de tapas rojas atiborrada deapuntes y de borrones que tenía cerca cuando sumuerte, veinticinco años atrás. Entre direcciones,posibles títulos de libros y de revistas, frasesdispersas, cuentas de un día cualquiera (lotería dos

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pesos, tequila veinte centavos, doctor cincuentacentavos, comida veinticinco centavos), hay en lalibreta un breve poema inédito: «El hijo de mi amor,mi único hijo, lo engendré sin mujer y es hijo mío; meescribe a la distancia: estoy tan triste, me faltas tú. Temiro en el esfuerzo por mí, por ti, por el retorno delpolluelo a la sombra familiar; no tengo un pan ni unlecho que me cubra; hoy habito los muros de la mar».Ana Rita Osorio, en la entrevista esa que le hicieron altérmino de su matusalénica vejez, recordaba unahistoria relacionada con este mismo tema del hijo, yuna estrofa. La historia es que ella y Miguel Ángelrecogieron de niños a un niño recién nacido cuyamadre, de nombre Pastora, murió al darlo a luz; fueronsus padrinos de bautizo y lo tomaron a su cargo hastalos ocho meses en que el niño murió. Miguel Ángelentonces le compuso un poema diciendo que su alma,como una palomita, volaba al cielo. Y Ana Ritarecordaba esta estrofa: «Como paloma blanca quevuela sin mancilla, de la desierta orilla al tibiopalomar, cual copo de neblina que sube en las mañanasallá de las lejanas orillas de la mar». Tan confusa ycomplicada esta indagación como la vida misma delpoeta, que tampoco iba hacia ninguna parte, no puedodejar de advertir sobre las coincidencias exteriores (lamadre del niño abandonado que se llama Pastora, comola de Miguel Ángel, abandonado también), la profundaunicidad del yo en la persistencia del recuerdo: que laprimer estrofa conocida de Miguel Ángel termine comola última conocida de Barba Jacob… Con la rimarotunda de la mar. El mar ambiguo de«Acuarimántima», masculino y femenino.

Dos frases, en fin, de la libreta reproducía elcronista de Novedades: una dedicada a Joe Louis: «¡Séhombre, hijo mío!» Otra dedicada, según el cronista, talvez a alguno de aquellos jovencitos que formaban lacorte de quien decía que le gustaba la carne de cerdopara la cena y la de hombre para el amor: «Tú eres laacción, el rapto, la energía, y yo soy la molicie

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delicada». Alí Chumacero, quien no conoció a BarbaJacob pero sí a Rafael, me ha contado que éste lepermitió el acceso a los papeles del poeta, «que a sumuerte habían quedado guardados en una valija».Supongo que de esa valija provenga la libreta quedescribió Novedades. Y las varias libretas, perdidas,de que me ha hablado Ayala Tejeda, en una de lascuales recuerda haber leído esta frase: «Se lo llevaronpreso sus palabras».

Preso se lo llevaron a él también, a la cárcel delCarmen, la noche en que coincidió con él RicardoToraya en una cantina del centro. A Ricardo Toraya lohe ido a buscar al periódico El Día cuando me dicenque conoció al poeta: lo conoció, en efecto, en el añotreinta y cuatro siendo Toraya un muchacho dedieciséis años que acababa de entrar a El Universal,donde Barba Jacob tenía numerosos amigos. Añosdespués, una noche, se lo vuelve a encontrar en lacantina del centro: en una mesa vecina tomando tequilacon un joven oficial del ejército por el que brindarepetidamente como si éste fuera Marte, el dios de laguerra. Horas más tarde, en El Universal, Toraya seentera de una llamada telefónica hecha desde unacomisaría: llaman de parte de Barba Jacob que estádetenido y busca a su amigo Santiago de la Vega. En suausencia, del periódico envían a otro de sus amigos, aJulio Barrios, el hermano de Roberto el poeta. CuandoJulio llega a la comisaría se encuentra con que BarbaJacob, detenido, por ningún motivo se deja requisaralegando «que es pederasta pero honrado», con esa vozsuya de trueno que se impone a todo el mundo. A JulioBarrios Barba Jacob le cuenta entonces que cruzandola Alameda, o una callejuela vecina, no ha podidocontenerse ante la belleza del dios de la guerra y le hahecho alguna propuesta a la que el miserable,considerándola indecorosa, ha respondido con unescándalo. Y ahí lo tienen, en la delegación. Loanterior, según Toraya, ocurre cuando Barba Jacobacaba de salir de un hospital. ¡Claro, del Hospital de

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los Ferrocarrileros del que se mudó al Hotel Jardín,calle de Pensador Mexicano número 1, inmediacionesdel actual Teatro Blanquita! Hacia el hotel se dirigían;por eso venían cruzando la Alameda: venían del otrolado, de una cantina de Ayuntamiento o Dolores. AlHotel Jardín Ayala Tejeda recuerda haber idoacompañado de un profesor de apellido Zavala quetenía gran interés en conocer al poeta y le llevaba unabotella de tequila de regalo: lo encontraron con Millánfumando marihuana. «Oiga, Ayalita –le dijo BarbaJacob cuando se marchó el profesor, con el que nosimpatizó–, no me traiga ejemplares tan raros que noestamos en Michoacán».

De que Barba Jacob estuvo detenido en unadelegación Rafael Delgado dice no saber nada, y me loexplico porque en los tiempos del Hotel Jardín vivíanseparados. Pero Alicia de Moya recuerda haber oídocontar que lo llevaron a una delegación por borracho,piadoso eufemismo de las malas lenguas: lo metieronsegún Servín a la cárcel del Carmen porhomosexualismo, «y allí lo encueraron, lo bañaron y selo cogieron», aunque estuvo muy feliz según él mismocontaba, anotando de pasada que los presos al verlocomentaban: «¡Ahí viene Drácula!» Según AyalaTejeda Barba Jacob dejó entre sus papeles a su muerteun artículo o ensayo consagrado al sistema carcelario yla criminalidad en México, «La fimbria del caos», locual le hace pensar que se hubiera hecho encerrar en lacárcel del Carmen deliberadamente para escribir sobreel tema. Nada de eso, el carcelazo no fue deliberado:fue, según mis cálculos, en diciembre de 1937, y ya enenero del treinta y cinco, en un reportaje sobre losescritores y artistas de México y sus proyectos para elnuevo año, Próspero Mirador daba cuenta de queBarba Jacob tenía casi terminado el manuscrito de algoque aún no sabía si iba a ser relato, novela, oreportazgo periodístico, el libro «La fimbria del caos»,respecto al cual el poeta le comentaba: «Ahora lo quefalta es un editor que se atreva a publicarlo. Lo único

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que le puedo prometer es que se hará rico». El relato,novela o reportazgo periodístico de «La fimbria delcaos» se perdió. Armando Araujo, el periodista deExcélsior cuya esposa atendía a Barba Jacob en susúltimos días, debió de haberse quedado con él segúnAyala Tejeda. Pero cuando lle gué a la casa devecindad en las inmediaciones del mercado de LaMerced donde me enteré, después de meses debuscarlo, de que Araujo vivía, hacía una semana habíamuerto. La comadre que me atendió (y que lo cuidó alfinal según me dijo creyendo que yo era un empleadode Excélsior que venía a darle en pago algún dinero), ami pregunta sobre si el señor Araujo había dejado algo,algunos papeles, un escrito de Barba Jacob titulado«La fimbria del caos» u otro titulado «Niñez» en unospliegos así y asá, largos, rayados, amarillos, mecontestó: «Él no dejó nada». Eché un vistazo por elcuarto semioscuro de muebles desvencijados, raídos, yen efecto nada había, un rayito apenas de solespejeando en la muerte polvosa. En fin, laconfirmación de que Barba Jacob hubiera estado en lacárcel del Carmen (remitido de la delegación), la heencontrado por escrito en la revista Futuro, esepasquín de la prensa cardenista que en enero de 1939(cuando su polémica con Excélsior y demás diarios dela calle de Bucareli) llamaba a Barba Jacob «eleditorialista invertido de Últimas Noticias», y enfebrero acusaba a este periódico de reclutar a susredactores y editorialistas en los garitos, en lastabernas, en las cantinas, «y hasta en la galera dehomosexuales de la cárcel del Carmen»: ¡quién más sino Barba Jacob el de los «perifonemas» de ÚltimasNoticias de Excélsior, la columna más leída de Méxicoy la mejor prosa que aquí se haya escrito! CuandoExcélsior publicó póstumamente el artículo«Predestinación» en que Barba Jacob refiere suencuentro con su hermano muerto, ese título aparecebajo «La fimbria del caos», como si éste fuera elnombre de la columna. Pero la columna sólo salió ese

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día. Había pues una confusión. «La fimbria del caos»debió de ser simplemente otro de los títulosproyectados para ese mismo relato o novela de «Elprófugo de Cayena» que Barba Jacob escribía en susúltimos años y del que me ha hablado Millán, en elcual, según Millán recuerda, el protagonista en algúnmomento recita: «¡Oh quién yacer pudiera, con el uno,con el dos o con quien fuera!» Periódicos dehemeroteca que se me deshacen en las manos,recuerdos empolvados… En una de esas míseraspulquerías en que habrá de terminar sus días, FelipeServín me ha dicho los títulos y comienzos de algunosde los últimos poemas de Barba Jacob, alucinantes,inéditos, perdidos: uno titulado «La bestia», queempieza: «¡Ah cómo corren desatentados los garañonestras de las yeguas por la montaña!… ¡Viva la bestia!¡Viva la bestia! ¡Viva la bestia!» Otro titulado «Losmonstruos», que empieza: «Dáme oh Noche tus alas demurciélago para volar al cielo de los monstruos…»Otro, en fin, de título olvidado que empieza: «En buscadel tiempo perdido me voy…» Pero según Millán loúltimo que compuso Barba Jacob fue esa estrofa conque sus piadosos y póstumos editores cerraron susPoemas intemporales: «¡Oh viento desmelenado querompiste la arboleda: ya que nada, si viví, he fundadoni ha durado, llévate aún lo que queda: llévame a mí!»

Como en vida Rosas negras, las Canciones yelegías y La canción de la vida profunda y otrospoemas, los Poemas intemporales los editó ladevoción de sus amigos: póstumamente esta vezevitándole al autor la contrariedad de las erratas, queen aquellas anteriores ocasiones, aunadas a la sífilis ya la tuberculosis, casi apresuran su tan temido viaje ala tumba. Don Tomás Mier regaló el papel; Millán y ellicenciado José Martínez Sotomayor dieron o reunieronel dinero; y en los Talleres Gráficos de la Nación, alos que había entrado a trabajar de tiempo atrás porrecomendación del poeta, Manuel Ayala Tejeda losimprimió, basándose fundamentalmente en los papeles

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que Rafael le facilitó, sacados de la maleta. Tan, tanbruto sería Rafael me dicen, y tan ignorante, que sinsaber distinguir nada de aquello pensaba, por ejemplo,que fueran de Barba Jacob unos versos escatológicosde Sansón Flores que el poeta guardaba con lospropios…

De los Poemas intemporales hablo con AyalaTejeda en una primera ocasión solos, en su cuarto devecindad de la calle de Artículo donde vive. Aunque«vive» es un decir, motivado por hablar en presente:ho y es ayer, hace diez años, y dudo de que AyalaTejeda aún viva: cuando lo fui a conocer, después demeses de buscarlo por la ciudad de México como aArmando Araujo, estaba ciego: por su mísero cuartoandaba a tientas, a punto de tropezarse a cada paso conla roñosa muerte. Ese pobre cuarto de Artículo, en lasinmediaciones de Ayuntamiento y Dolores, «losrumbos del poeta», me ha recordado el otro, miserable,del Sevilla, donde vivió sus últimos años Barba Jacob.Pero Barba Jacob por lo menos murió rodeado deconsideraciones y lamentaciones, y una infinidad deartículos periodísticos de todo el continente lloró sumuerte. Y cuando una comisión de poetas y escritorescolombianos vino a México a repatriar sus restos, en laRotonda de los Hombres Ilustres dos secretarios deEstado los entregaron, y con discurso. La muerte encambio con que se va a tropezar Ayala Tejeda es lamuerte de las muertes, la muerte anónima.

Que Ayala Tejeda hubiera editado los Poemasintemporales me bastaba para buscarlo. Un motivo mástenía, sin embargo, y de más peso: que se me habíaconvertido en la última posibilidad de encontrar aRafael Delgado. Según María Duset, antes demarcharse Rafael de México, a Nicaragua, para novolver, compartía con Ayala Tejeda el cuarto en quevivía con su mujer, «en una privada por el rumbo delParque España». En 1948 se marchó, y estábamos en1976: casi tres décadas y el terremoto que destruyó aManagua. «Y nunca más volvimos a saber de él», me

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dijo María Duset, y en ese plural en que se incluía ella,fui incluyendo a Ayala Tejeda, a Felipe Servín, aAbelardo Acosta, quienes de más cerca conocieron aRafael o fueron sus amigos. Me quedaba por incluir asu mujer, Concepción Varela, a la que dejó abandonadaaquí en México. Sólo que Concepción Varela, de vivir,pasaría de los ochenta años, y ya sé que la muerteimpaciente no acostumbra esperar tanto.

A fines de 1937, estando Barba Jacob en el Hospitalde los Ferrocarrileros, Rafael había conocido aConcepción Varela, «Conchita», quien le llevabavarios años y a quien hizo su amante; en la florería dela hermana de ella en Ayuntamiento, la calle delSevilla, la conoció. Y Barba Jacob, pensando que unamujer les serviría para ordenarles un poco laexistencia, tuvo la idea de que vivieran los tres juntos,y tras el hospital y el Hotel Jardín que le siguiótomaron una casa de dos plantas en la calle de Naranjode la colonia Santa María de la Ribera; en la calle deNaranjo justamente, en la que diecinueve años atrás yahabía vivido Ricardo Arenales. En adelanteConcepción Varela habrá de estar ligada a la vida delpoeta, y lo que es más, a su muerte: es ella quien está asu lado en su último instante. Ella sola, cuando elpoema «Futuro» se hizo presente: «Decid cuando yomuera, y el día esté lejano…» Y horas después, en lafoto que tomaron del Universal Gráfico, aparece ellacon Rafael y los embajadores Zawadsky velando elféretro. Esa fría madrugada…

La última vez que María Duset vio a Conchita,todavía vivía en la privada del Parque España.«¿Cuándo?» «Hará veinte años». Entonces, en mioptimismo desesperado, le propuse a María Duset quefuéramos a buscar la privada. Y fuimos y no laencontramos. Una «privada» en México es unacallejuela ciega, cerrada, de pequeñas viviendas algomenos miserables que las de una vecindad. La delParque España no aparecía, y no porque la hubieranderruido pues el vecindario estaba intacto; se diría que

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se esfumó. Meses pasaron, y el reloj ineluctable queseguía descontándole arenita al tiempo… Un día, porfin, localicé a Ayala Tejeda, y sus indicaciones dedónde estaba la privada me llevaron a insistir y avolver a buscarla y a encontrarla: en las inmediacionesdel Parque España efectivamente, en las calles de loscadetes por donde varias veces, sin verla, María Dusety yo habíamos pasado. Tan gris sería que se nosborraba ante los ojos teniéndola enfrente.

Una vecina me atendió. Le pregunté por ConcepciónVarela y me contestó: «Se está muriendo, se lallevaron». Me dio un vuelco el corazón. Hubierapreferido que me dijera «No la conozco», o «Se fuehace mucho» o «Murió hace tiempos». Si con alguienno quiero apostar carreras es con la muerte. Así puesque todavía vivía, y vivía allí… Después de veinteaños de que la vio María Duset, después de treinta deque la dejó Rafael… «¿Y adónde se la llevaron?», lepregunté a la vecina. Y sabía al preguntárselo que nome iba a contestar. ¿Por qué informarle nada a unentrometido, a un intruso? Y pensé en Felisa la viudade Shafick y en su negativa a facilitarme los papelesque dejó su marido, y presentí que nunca encontraría aConcepción Varela, ni a Rafael Delgado, ni a BarbaJacob. Iba a dar media vuelta para marcharme cuandola vecina me respondió: que se la habían llevado acasa de su sobrina, Ingreed Matheson de Hernández, yme dio su número de teléfono. Ingreed Matheson deHernández, conque era ella, su sobrina… El nombrefiguraba entre los asistentes al entierro de Barba Jacobque enumeró Excélsior, pero no en la guía telefónica.¡Y cómo pensar que con ese apellido inglés fuerasobrina de Conchita! Ya en mi casa marqué el númerode su teléfono. Ingreed me contestó. Le expliqué lo quetenía que explicarle y aceptó en el acto que fuera avisitarlas. Me dio su dirección: en el parque México.Los cuartos posteriores de mi apartamento, que está enla avenida Amsterdam, dan al parque México, que veodesde mi ventana: a través de las copas de los árboles

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alcanzo a divisar el edificio de Ingreed. Y pensar quebusqué por años a Concepción Varela en la inmensaciudad de México, y que me bastaba ahora paraencontrarla cruzar un parque… Crucé el parque, subí laescalera, llamé a la puerta; Ingreed me recibió: en unviejo sofá de la sala, arropada en unas frazadas estabaConchita. Me dijo que había estado a punto de morir deuna pulmonía y que empezaba a recuperarse. Mientrasle oía, trataba de ver en esa mujer de más de ochentaaños los rasgos de aquella otra que había aparecido enla foto de El Universal Gráfico en compañía deRafael, de una enfermera y de los Zawadsky,acompañando un féretro, cabizbajos, y sólo constatabalos estragos del tiempo. Nos pusimos a hablar deBarba Jacob, de Rafael, de infinidad de cosas. Una enespecial me conmovió: oír en sus sencillas palabraslos últimos momentos del poeta. Sólo estaba ella a sulado; ni estaba la enfermera, ni estaba Rafael que habíabajado por algo a su casa de Artículo y Luis Moya, lacasa de vecindad de dos pisos donde vivían ellos, a unpaso del apartamento de la calle de López en queagonizaba el poeta. «¿Qué hace Rafael que no viene?»,preguntaba insistentemente Barba Jacob, y ella lecontestaba que había ido a su casa y que estaba porregresar. «Ya, por favor, ya», repetía diciéndoselo alcrucifijo que tenía enfrente, y cerró los ojos. Murió contoda su lucidez, sin asfixia, muy tranquilo, sin estarutilizando el oxígeno. Estaba acostado en el sentidocontrario de la cama, mirando hacia la cabecera desuerte que la pared y el crucifijo le quedaban enfrente.Así murió Barba Jacob, no estando presentes ni Rafaelni nadie más aparte de ella, que le acompañaba sentadaa alguna distancia. Muy poco después llegó Rafael yella le dijo: «¡Por qué te vas! ¡Mira, el señor ya semurió!…» Dice que Rafael se puso a dar gritos y allorar. «Cállate –le decía ella–, que los vecinos teoyen». «¡Ah, no me importa que me oigan losvecinos!», le contestaba Rafael llorando como un niño.Concepción Varela tenía entonces cuarenta y cuatro

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años, y conocía al poeta desde hacía cuatro. Elrecuerdo que de él le queda es el de un hombre muynoble y muy bueno. En cuanto a Rafael… En 1948 elembajador colombiano Jorge Zalamea le dio parte deldinero que había aprobado el Congreso de Colombiaen auxilio de Barba Jacob: cuatrocientos o quinientospesos, una bicoca, y con ellos, un mes después, semarchó a Nicaragua. Se marchó prometiéndole aConchita llevársela a su país para la fecha de su santo,promesa que no cumplió: la abandonó definitivamente,con enorme ingratitud, después de haber vivido conella por once años. Ni siquiera le escribió una carta.Años después un hermano medio de Rafael que vivíaen Chicago, Edmundo Delgado, pasó por México peroninguna noticia le pudo dar de aquél. Conchita no secasó con Rafael temiendo que, puesto que él era másjoven que ella, un día la abandonara, como de hechoocurrió. El matrimonio, por lo demás, habría sido bienvisto por Barba Jacob. Ahora una cosa me pedíaConcepción Varela: que si Rafael aún vivía y llegaba averlo en Nicaragua no me tomara el trabajo demencionársela. Le respondí que en ese país asoladopor los Somoza y los terremotos era improbable queviviera, y que de vivir era improbable que loencontrara. Una pasajera alusión de Conchita al lugarnatal de Rafael Delgado en Nicaragua me permitió, sinembargo, encontrarlo. Había nacido en La Paz Centro,me dijo ella, y no en Niquinohomo como le habíacontado él a Ernesto Mejía Sánchez, presumiéndoleque era de la tierra de Sandino. Rafael DelgadoOcampo no figuraba en la guía telefónica de lasciudades de Nicaragua, pero entre los diez teléfonosdel pueblito de La Paz Centro uno correspondía aalguien de apellido Ocampo: el alcalde, su primo,quien me dijo cuando le llamé de México que Rafael,«el mexicano», aún vivía, en la ciudad de León.

Avanzaba el carrito por un paisaje tórrido dealgodonales hacia León, Nicaragua «la tierra de RubénDarío» como anunciaban al país en el radio. Puro

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cuento, no era tal, era la tierra de los Somozas, unosgranujas asesinos, a quienes años después habrían dereemplazar otros granujas asesinos que la empezaron aanunciar como «la tierra de Sandino». Así es eltrópico. De la resequedad de la tierra brotan frondosaslas tiranías. Pero ésta no es la historia de Nicaragua,tan mezquina y asesina como Colombia o casi casi.Tampoco la de Rubén Darío, que escribió EdelbertoTorres y que está enterrado en la catedral de León,donde el tiempo se detuvo. Es la historia delmensajero. Por el paisaje tórrido avanzaba el carritoveloz, ligero, levantando copos de algodón, haciendobrisa, dejando atrás unas pobres, lentas carretas tiradaspor bueyes y la muerte estúpida. Esta vez voy a llegarprimero y a encontrar a Rafael Delgado esperándome,sonriente, rozagante, burlándose de ella.

Lo primero que supe de Rafael Delgado lo supe enMéxico: que a la muerte de Barba Jacob andaba porlos cafés del centro vendiendo sus papeles y luego losPoemas intemporales como si se tratara de una ediciónde tiraje muy limitado, que no era cierto. Me lo dijoErnesto Mejía Sánchez, nicaragüense, y que aunqueRafael pretendía ser de Niquinohomo, la tierra deSandino, a lo mejor ni era de Nicaragua: era unmitómano. Muchos otros después me hablaron deRafael Delgado, en Colombia, en Cuba, en México, ypaso a paso fui reconstruyendo su figura, como un niñoarma un rompecabezas juntando fichas. En opinión deAlfredo Kawage –que lo conoció en la casa de la callede Naranjo donde vivía con su mujer y el poeta, quienllamaba a ésta Solveig, la heroína del Peer Gynt– novalía un centavo. Se le perdía a Barba Jacob portemporadas y volvía cuando se enteraba de que teníaalgún dinero. Según Kawage fue el amor de su vida. YRafael, el haragán, el pobre diablo, pensaba enconsecuencia que los demás jóvenes que rodeaban aBarba Jacob eran amantes transitorios sin que le dierala cabeza para comprender que esos jóvenes lebuscaban llevados por la admiración al artista y no en

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razón de sus vicios. Alí Chumacero me describe aRafael como una buena persona, analfabeta, vendiendolápices y refiriéndose a Barba Jacob cariñosamentecomo «al viejo». Carlos Pellicer lo recuerda como unhombre agradable aunque (o «porque») sin mayorcultura. Cuando Pellicer lo conoció ya habíaengordado, pero daba la impresión de haber sido unhombre bello en otra época. Debió de haberabandonado el país tras la muerte de Barba Jacob… Enopinión de Manuel Gutiérrez Balcázar, Barba Jacobquería en verdad a su hijo adoptivo: de él se expresabacon gran ternura y hablaba de su empeño en que secasara con Conchita, pensando que necesitaba unamujer responsable que lo sacara adelante, si no es quelo mantuviera. Conchita era morena, nada bonita,mayor que Rafael y de modesta presencia. Especialistaen asuntos de belleza, por lo que, según Manuel tieneentendido, Rafael y ella proyectaban establecer unsalón «de esas cosas»… En el concepto de Millán,Rafael era un don nadie. Debió de ser el amante delpoeta en un comienzo, pero en los últimos tiempos eraAbelardo Acosta, a quien Rafael no quería, y quien hoyen día anda en pulquerías y cantinas, por si lo queríabuscar… Pero según Ayala Tejeda el sentimiento eramutuo: Rafael y Abelardo no se llevaban muy bien;ambos servían al poeta llevándole el traje a latintorería o sus artículos al periódico, o prestándolepequeños servicios de esa índole. Rafael llamaba aBarba Jacob «padre», y el poeta por su parte lo tratabade «Rafaelito», «y lo reñía cuando fumaba marihuana».El dinero aprobado por el Congreso de Colombia parala repatriación de Barba Jacob le tocó a Rafael, quiencon ese dinero se marchó a Nicaragua. Al final, cosaque ya sabía por María Duset, Ayala Tejeda vivía conél y Conchita en la privada cercana al Parque España.En cuanto a Conchita, me dice Ayala Tejeda que deella Barba Jacob le había comentado «que parecía unbarril con patas», aunque ese mismo comentario se lohizo a Abelardo Acosta de una muchacha con quien

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éste se hizo tomar una foto en algún pueblo de México,el día que Abelardo le mostró la foto. Cuando lepregunté a Conchita por Abelardo Acosta me dijo queRafael no lo quería, y que lo corría de la casa del poetasi se lo encontraba allí, de lo cual Barba Jacob «nodecía una sola palabra». Aunque lo usual era que elotro se marchara por su propia iniciativa tan prontocomo aparecía Rafael. Que Rafael, en fin, me diceConchita, quería mucho al poeta… Y Felipe Servín medice que Abelardo Acosta vivió seis años con BarbaJacob, a quien le quitaba dinero. De Huetamo,Michoacán, Abelardo tendría veinticuatro años por1936, cuando empezó a andar con el poeta, y su relacióncon él fue sola y tristemente de explotación. Hoy esjugador de dado.

Cuando (anticipando los sucesos de esta historia)conocí a Rafael Delgado en Nicaragua y le mencioné aAbelardo Acosta me dijo que era un hombre vulgar quetenía relaciones sexuales con el poeta sin sospecharque éste estaba enfermo de sífilis. Que Barba Jacob lotuvo de amante al final y por él tuvo un disgusto conRafael Heliodoro Valle. Era un muchacho cualquieradel pueblo que iba con el poeta tan sólo por su dinero.Y en la gravedad final de Barba Jacob desapareció. Yni asistió a su entierro… Y el reverso de la medalla: enopinión de Abelardo Rafael era un vago, un pobrediablo que vivía a la sombra de Barba Jacob con lapretensión de someterlo a una vida tranquila y honesta,mientras se pasaba la suya jugando billar. «¿Y tú crees–le decía Barba Jacob a Abelardo– que este pendejova a cambiar mi manera de ser? Sería como detener unrío desbordado». Y corría al gran tonto cuando leestorbaba para sus cosas sexuales…

En el mísero cuarto de Ayala Tejeda y a mi pedido ypor su mediación conocí a Abelardo Acosta en una demis visitas. «Perdóneme que no me quite el sombrero»,me dijo Abelardo al levantarse de la silla desvencijaday mugrosa para estrecharme la mano. Calculé que si en1936 tenía veinticuatro años, ahora se acercaba a los

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setenta. Un amigo común michoacano, me dijo, le habíapresentado a Barba Jacob en una cantina deAyuntamiento; entonces el poeta ya vivía en el HotelSevilla y empezaba a escribir sus «perifonemas» enÚltimas Noticias de Excélsior. Luego se disculpó porno haber asistido al entierro de Barba Jacob y meanticipó que sólo había sido un «office boy» suyo, unmandadero que le llevaba sus artículos a losperiódicos y el traje a la tintorería, pese a lo cual él lepidió que lo llamara «taita» y no «don Porfirio» comole llamaban todos. Pero, ¿por qué se disculpabaconmigo? ¿Si cuando murió Barba Jacob yo ni habíanacido? Hablando de él, recordándolo, evocándolo,nos tomamos esa noche la botella de brandy que yo lellevaba a Ayala Tejeda de regalo. Algo vago,indefinible me conmovía entonces hallándome reunidocon ellos. Después pude precisar la razón delsentimiento: que al cabo de cuarenta años siguieransiendo amigos, y que hubieran llegado a serlo a travésde Barba Jacob. Volvimos a hablar del Sevilla, de lasfondas de San Juan de Letrán, de los cafés de chinos alos que iban a comer con el poeta. Hablamos de la casade Naranjo, del apartamento de San Cosme, de Servín,de Rafael, de Concha… Nada tuvo que ver Servín conla edición de los Poemas intemporales, me dicenambos. Ayala Tejeda fue el único editor, sin la ayudade nadie, y menos de Servín que con indelicadezaandaba pidiéndoles dinero a quienes habían sidoamigos del poeta con el cuento de que trataba definanciar la edición. Servín, según recuerda Abelardo,logró sacarle hasta quinientos pesos a un señorimportante con uno solo de los ejemplares que leregaló. Sólo Rafael colaboró facilitando los papelesque Barba Jacob dejó al morir, de los que no sabíadistinguir nada: pensaba, por ejemplo, que fueran deBarba Jacob unos versos pornográficos de SansónFlores porque el poeta los guardaba con los propios.Cuando semanas después pude conocerlo, Servín measeguró que había ayudado en la edición de los

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poemas, y que fue Ayala Tejeda quien no cumplió lapromesa que le había hecho de darle trescientosejemplares. Y un día, al amanecer, me llamó porteléfono para decirme que se iba a no sé dónde y quenecesitaba dinero: que me dejaba un ejemplar de losPoemas intemporales en pago. En cuanto a RafaelHeliodoro Valle, según Abelardo Barba Jacob lollamaba «la señora recatada». Vivía en una casona deSan Pedro de los Pinos, barrio de Tacubaya, sepultadoentre libros y más libros y más libros y periódicos ypapeles y revistas y cartas y fotos y más cartas y másfotos y más papeles y más periódicos y más revistas,de todo el mundo, basura. Un día en que Barba Jacobenvió a Abelardo a que le pidiera de su parte dinero,Rafael Heliodoro le puso al joven la aburrida tarea deabrirles con un cortapapel las hojas de sus librosnuevos. ¿Sería a raíz de esta visita el disgusto de BarbaJacob con su viejo amigo hondureño de que después mehabló Rafael Delgado? En un momento de laconversación Ayala Tejeda se levantó y a tientas salióal patio a vaciar una bacinica. Regresó y seguimostomando. Entonces se hizo el prodigio: en ese míserocuarto de muebles sucios y desvencijados en que mehallaba con un pobre hombre viejo y ciego y ese otropobre hombre acabado que con vanidoso pudor «no sequitaba el sombrero», evocando dolorosamente aBarba Jacob sentí que yo era él y que el mísero cuartodel presente, el del Sevilla, empezaba a flotar, a flotar,alucinante, expandido por el humo de la marihuana, sinlastre, soltadas las amarras. Tripulantes de una frágilnavecilla perdida en la bruma del tiempo nos íbamos alcielo de los monstruos…

La casa, de piso de tierra, había sido improvisada.La levantaron de prisa, en unos cuantos días, almudarse a León tras el terremoto que destruyó aManagua. Sobre el piso había, alineados, numerososfrascos y cajas de cosméticos, esmaltes para las uñas ylápices labiales. «Es lo que vende Rafael», me dijo sumujer, una humilde mujer del pueblo. Después fueron

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llegando los hijos, Salomón entre ellos, un muchachillomoreno de unos diecisiete años. Después llegó Rafael.Era 1976 y tenía setenta y un años: le vi llegar abrumadopor la vida. De rasgos nobles en que se había trocadosu antigua apostura, irradiaba una sensación ambigua,mezcla de mansedumbre y bondad. «Yo sabía –medijo– que algún día alguien habría de venir hasta mí apreguntarme por Barba Jacob». Décadas habían pasadoy el día y yo habíamos llegado. En 1948, con unpequeño auxilio del embajador colombiano JorgeZalamea, y tras de que el secretario de Gobernaciónmexicano Héctor Pérez Martínez (quien había sidocercano amigo de Barba Jacob) le hubiera arregladosus papeles migratorios y la situación irregular en quevivía desde su entrada al país en 1931, abandonando aConchita y cortando con todo su pasado Rafael semarchó de México a Nicaragua, a intentar una nuevavida desde cero. En su humilde pueblo de La PazCentro se casó y empezó a formar una familia. A unode sus hijos le llamó Salomón, en recuerdo del poetanicaragüense Salomón de la Selva, y a otro le llamóMiguel Ángel, con el nombre desconocido de ciertoconocido y escandaloso poeta. En un principiosubsistió por la caza y por la pesca, actividades quesiempre le gustaron (los conejos que cazaba enMorelia…); luego se trasladó con su familia aManagua, la capital, donde vivieron hasta la noche delterremoto, en que en medio del terror y el caosabandonaron la ciudad y la casa en ruinas. Trescientasfueron las víctimas en su calle y sólo en su casa no lashubo porque los hijos estaban fuera, y a él y a su mujerlos protegió la plancha de la segunda planta, que sederrumbó inclinada. Allí, bajo los escombros,quedaron las fotos, las cartas, los poemas, los papelesque aún guardaba de Barba Jacob. A su hermano medioEdmundo (el que pasó por México viniendo deChicago según Conchita me contara) lo asesinaron esanoche unos desconocidos para robarle. Y él, dejandoatrás los incendios, el pánico y el saqueo de la ciudad

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arrasada, esa noche de horror se trasladó con su mujery sus hijos a la ciudad de León, adonde yo he ido abuscarlo. Su vecina, la caritativa señora que les dierael terreno para levantar, improvisar la nueva casa,coincidencialmente había muerto la víspera de millegada. Y en la risueña mañana en que conocí a RafaelDelgado se disponían a enterrarla. Yo asistí a eseentierro: mientras seguíamos paso a paso el cortejo,hablando en voz baja entre los rezos, íbamos Rafael yyo compartiendo recuerdos de Barba Jacob. «Tú,Rafael, estuviste en tal sitio, en tal boda, en tal casa, ental año –le decía–, y conociste a tales y tales personasen México, en Honduras, en el Perú, en Colombia, enCuba…» ¿Cómo podía un extraño saber tanto, y tanoculto, de su vida? Su ingenuo asombro asentía y mispalabras le provocaban una avalancha de recuerdos.

Nunca, ya lo dije, he presenciado otra derrota másesplendorosa del olvido que su memoria. Todo cuantovivió con Barba Jacob lo recordaba. Las casas, losmuelles, los barcos, los puertos, los amigos, losenemigos, los hoteles, los hospitales, los recitales.Todo, todo. Desde el día de fines de noviembre de 1924en que se conocieron, en la calle, a tres cuadras delParque Central y a unos pasos del Hotel Esfinge dondeBarba Jacob se alojaba, en esta ciudad de León adondenos ha vuelto a remitir el tiempo. Barba Jacob estabaen la acera, y Rafael al pasar, intrigado por su aspectoextraño, «se le quedó mirando». Entonces Barba Jacoble llamó y le pidió un favor absurdo: que fuera acomprarle unas aspirinas, para lo cual le dio un billetegrande si bien valían unos centavos. Y cuando elmuchacho regresó trayéndoselas no le recibió elcambio alegando que nunca lo hacía. Esa noche Rafaeltuvo extraños sueños, premoniciones de un cambio queiba a ocurrir en su existencia. Soñó con un militar quevenía a matarlo con un yatagán… Soñó con las torresde una catedral de una ciudad desconocida… Soñó consu padre y que discutía con él por un desconocido quea su vez era su padre… Bueno, éste es el sueño que él

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m e cuenta pero para mí que son inventos, ingenuasinterpretaciones suyas retroactivas, salvo que enNicaragua la gente sueñe a posteriori. Según Rafael, eldesconocido era Barba Jacob, que iba a ser su nuevopadre. En cuanto al fisiológico, el señor Delgado, eralo que por estos lados se llama un reverendo cabrón:abandonó a su mujer en La Paz Centro (una aldea queni llegaba a pueblo) con tres niños, uno de los cualesRafael; y a aquélla, cuando éste apenas si habíacumplido el año, se le ocurrió morirse, pasando elpobre niño al cuidado de unas tías. Cuando Rafael vinopor primera vez a León tenía diez años, y Leónalumbrado público de gas inyectado con mecha: unacuadrilla de hombres públicos (pagados por elmunicipio quiero decir) subían y bajaban las lámparascon cables. Tal el prodigio. Y el otro prodigio eraRubén Darío a quien Rafael también vio: lo vioentrando a su casa vestido de gala, con librea deembajador. Días después, de vuelta a La Paz Centro,oye el insistente tañir de las campanas y alguien lecuenta que acaba de morir el gran poeta de su patria. Yvuelta de nuevo a León a andar descalzo por las calles.La familia Cortés lo recogió como criado en su casa,de la cual pasó a la de Eloy Sánchez, un ricachón quese interesaba en la literatura. De esa época queda unafotografía suya con sombrero, corbata y traje de rayas,a los dieciséis años. Dos después, o sea a losdieciocho (y no a los doce como le contó a Conchita)irrumpió Barba Jacob en León y en su vida, y tras elreferido encuentro en la calle se lo vuelve a encontraren la casa de Eloy Sánchez, a la que el poeta fue devisita. Allí Barba Jacob le prometió llevárselo arecorrer el mundo. Que como dizque el dinero que traíade El Salvador se le había acabado y el periodismoleonense no le ofrecía ninguna perspectiva, habíadecidido marcharse a la capital, de donde habría deescribirle al muchacho enviándole con qué fuera areunírsele. Barba Jacob, que ha permanecido en Leóncinco días, bebiendo, se marcha, y Rafael se queda

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esperando la carta que nunca llega. Entonces decideabandonar la casa del millonario y se dirige a ladesconocida capital en busca del extraño personaje.Me dice Rafael que cuando se presentó en el HotelPrimavera donde se alojaba Barba Jacob, se loencontró rodeado de un grupo de intelectuales fumandomarihuana. Marihuana, como habría de saber luego. Alas siete de la noche, cuando se retiraron los visitantesy se quedaron solos se decidió a hablarle: «Señor,esperé su carta en León pero nunca llegó». Sólo en esemomento Barba Jacob recordó al muchacho y supromesa. «¡Qué barbaridad! –exclamó–. ¡Cómo se leha ocurrido venirse! Mañana le consigo el pasaje deregreso». El muchacho pasó la noche en el cuarto delpoeta, quien a la mañana siguiente le preguntó aldespertarse: «¿Qué va a comer el elefante del ríoEufrates?» Y Rafael salió a la calle y en la esquina leconsiguió pan y pinol, una bebida de Nicaragua. DiceRafael que a Barba Jacob le complacía su buenavoluntad, y la compañía se fue prolongando día a día,en la trampa mutua. Lo que sigue es una historia de lapicaresca, un ir y venir por este mundo sabliando atodo el mundo. Instalado apaciblemente en su HotelPrimavera fumando marihuana, quien añitos despuéshabrá de ganarse en Bogotá el honroso apodo de «elterror de los hoteles» entrena ahora al muchacho demensajero y le enseña el difícil arte del sable, del queera experto: y a sabliar amigos y conocidos empezandopor los de Managua, para practicar. A diferencia deLeón donde no lo conocía nadie, en Managua por lomenos conocían a Barba Jacob de nombre: Juan RamónAvilés, director de La Noticia, fue a buscarlo, lededicó una página entera y le dio algún dinero por unascuantas colaboraciones o poemas. Pero La Noticia nopodía darse el lujo de pagarle un trabajo estable alpoeta, y llegó el momento en que éste no tuvo con quéliquidar su cuenta en el hotel y la dueña los echó a lacalle. Al salir con su valija del Primavera Barba Jacobrecordó que en León Norberto Salinas, que se hallaba

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ahora en Managua, había prometido ayudarle; sehallaba hospedado en el Hotel Lupone y hacia allí sedirigieron, a pedirle comida y dormida. En el hotel lesdicen que el señor Salinas no ha llegado y ellos sequedan esperándolo afuera. Al cabo de las horas sinque aparezca el huésped alguien les hace saber que haentrado desde hace mucho por la puerta posterior parano encontrárselos. Le estaban, como quien dice,aplicando una fórmula que habría de hacer muy suyacon los taxistas de Medellín luego: se bajaba frente aalgún edificio del centro de doble puerta y los dejabaesperando: que iba a hablar con el gerente, que yavolvía. ¿Volvía? Entraba por una puerta y salía por laotra. Y como dicen en Antioquia, «hasta el sol de hoy».

Obligados por las tristes circunstancias pasaron lanoche tristes en una banca del parque Rubén Darío,hasta cuyos muros llegaba el lago. Rafael llenó unabotella de agua, se sentó al lado del poeta, y sintiendola brisa que venía del lago se quedaron dormidos. Diceque se recostó al poeta y que le pasó un brazo porsobre los hombros, «abrazándolo sin darse cuenta».Estamos en febrero de 1925 y la noche del abandono enel parque puede ser la del día veintidós. Barba Jacob yRafael han vivido casi tres meses juntos, y juntos, sinotra compañía, han pasado la navidad del año anterioren el Hotel Primavera. En Managua ya le han hecho elvacío al poeta so pretexto de sus vicios, y Barba Jacobestá tan solo como el muchacho. Dice Rafael que esanoche de desamparo consolida el cariño mutuo y que elpoeta decidió unir su destino al suyo. Cuando amanece,Barba Jacob le promete que no habrán de pasar nuncamás otra noche tan miserable (no sabe que les esperaColombia) y va en busca del doctor Medrano, el únicoque, según Rafael, les ayuda cuando en la ciudad todoel mundo les ha vuelto la espalda.

Al mismo doctor Medrano, Antonio, y al HotelPrimavera, alude Agenor Argüello en su artículonecrológico sobre Rivas Dávila y Barba Jacob. Que enuno de sus viajes de León a la capital fue a ese hotel de

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la barriada a visitar al poeta. Lo encontró en unasituación exasperante: enfermo y maldiciente, sucia lacama, negándole la patrona los alimentos ante logrande de la cuenta y lo pequeño de las esperanzas depago. Barba Jacob le habló de sus deseos de abandonarel país y regresar a Colombia porque lo rondaba lamuerte. Entonces Agenor Argüello acudió a un amigocomún, el doctor Medrano, y le expuso la tristesituación. «Ya la conozco –le contestó el doctor–, perosólo él tiene la culpa. Le hemos ayudado de todas lasmaneras en el afán de levantarlo, pero su bohemiaincurable lo arrastra a lo peor». Le prometió, sinembargo, ir una vez más en su auxilio, «con la precisacondición de que abandonara el país», y entre losintelectuales de Managua le reunió doscientos dólares.

Medio siglo después de estos sucesos, volviendo alLeón de ahora, Rafael me lleva a visitar a un hijo deldoctor Medrano. A su casa de baldosines rojos yamplios patios por los que sopla la brisa vamos apreguntarle por la relación de su padre con BarbaJacob, pero de la misma no sabía nada. Sabía, porsupuesto, qué gran poeta había sido Barba Jacob, y lecausó enorme asombro que ese pobre paisano suyo tanhumilde como desconocido de Rafael Delgado supieratanto del poeta colombiano, de cuya vida hablaba comopuede hablar uno de la propia. Nicaragua es la tierrade Rubén Darío, y de los incontables biógrafos einvestigadores de Darío. Otros países hay que los llenala figura de un pintor, de un músico, de un novelista, deun filósofo. Nicaragua se agota en un poeta. El paso deotro gran poeta, Barba Jacob, por el país, no podía porlo tanto ser ignorado. Nadie, sin embargo, sabía enNicaragua de la estrecha relación que existió entre eltormentoso y diabólico Porfirio Barba Jacob y elhumilde y bondadoso señor Delgado. A nadie Rafael lehabló de ello. Ni a su mujer ni a sus hijos. Y cuandome presenté en su casa me vieron llegar con asombro,vieron llegar con asombro a ese señor extranjero quevenía desde tan lejos a buscar a su padre por un motivo

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ignorado. El cortejo había llegado paso a paso,ineluctable, al cementerio.

Cuando bajaron el ataúd a la fosa nos apartamos, ycaminando sobre la maleza de unas tumbas, yendo yviniendo, Rafael me contó la historia de la Lotería delTolima, la del fraude continuado de Salvador Castro yMercedes Osorio al ingenuo público que pone susesperanzas en Dios y el premio mayor, y comprabilletes de lotería y enciende velas. ¡Conque ése era elasunto! Ésa la fuente de las sesenta casas de Ibagué y lacasona inmensa de seis patios y la finca ganadera.Claro que la madre Alcira, que aquí en la tierra en elperdido barrio Domingo Savio de Medellín como en elcielo es una santa, no me iba a contar la verdad de lahistoria. ¡Quién dice que papi y mami son rateros!Según ella, la caída de don Salvador vino por razonesde política, porque don Salvador era conservador ytriunfaron los liberales, por los cambios de lostiempos. ¡Qué cambios ni qué tiempos! Por lo dicho:porque se apropiaban de los premios que caían fuerade Ibagué anunciando números falsos y cobrándolos, yel telegrafista de Ibagué les descubrió el fraude y losdenunció. Y cuando la ruina se les venía encima, BarbaJacob hubo de ir a Sogamoso (donde nadie los conocía,lejos del Tolima) por encargo de su hermana, y allí,fingiéndose enfermo de muerte y haciéndose pasar pordon Salvador Castro, le traspasó los bienes de éste aMercedes ante un notario. En pago del servicioMercedes les dio con qué se fueran de Colombia. Deahí el recuerdo de las Castro Osorio de Barba Jacob yRafael marchándose un amanecer con el pesar de losniños, rumbo a Cali, Buenaventura y el ancho mar parano volver. Por donde habían venido se iban: por Cali,que Barba Jacob despreciaba y llamaba «un garaje conobispo», y por Buenaventura, la ciudad de negros conun muelle largo de madera. Habían llegado el doce deabril de 1927 en el Santa Cruz de la Grace Line con unamaleta llena de versos, y se iban el seis de mayo de1930 en el Cali, con la misma maleta de versos más una

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máquina de escribir y ropa de Salvador el chico quesegún me contaron las Castro Osorio se llevaron de lacasa de Mercedes, lo cual por cierto a todos les hizomucha gracia… Y también por cierto (pero ahora noson las Castro Osorio quienes hablan sino RafaelDelgado) que la última navidad que pasaron enColombia, algo antes del «mandado» de Barba Jacob aSogamoso, la pasaron en Bogotá en la calle, en la fríacalle, sin qué comer ni dónde dormir, yendo y viniendopara no congelarse mientras Mercedes, que se hallabaen Bogotá, celebraba esa noche en el elegante HotelSavoy una gran fiesta aristocrática sin importarle unhigo la suerte de su hermano. Esta mujer orgullosa yostentosa cuando venía a Bogotá se alojaba en losmejores hoteles y pagaba en los periódicos capitalinosgacetillas que anunciaran su llegada. Deambulandodesamparados por la Carrera Séptima y otras calles delcentro, Barba Jacob y Rafael van a dar al barrio bajode San Victorino donde una mesera (eufemismo estavez por prostituta) de nombre Olivia, que estáenamorada de Rafael, les da cinco pesos para pagar unhotelucho donde amanecen. Al día siguiente BarbaJacob recibe quinientos o seiscientos pesos de ElEspectador y en agradecimiento le envía cien a lamuchacha con una tarjeta de navidad. A esa navidadmiserable alude Barba Jacob la navidad siguiente enuna carta dirigida a Rafael desde Monterrey a LaHabana (donde lo había dejado de rehén en un hotel),carta que otro Rafael, Rafael Heliodoro Valle,conservó y publicó: «Le digo que hice muchasevocaciones; me acordé muy claramente del tristeamanecer que tuvimos hoy hace un año, en Bogotá,mientras mi hermana Mercedes gozaba entre losúltimos esplendores de su riqueza de lotería. La vida esasí, una sucesión de cambios; particularmente lanuestra, que parece dirigida por un prestidigitador,según las sorpresas que nos depara. Confío en Dios queahora sí vamos a serenarnos, es decir, a quedarnosquietos en alguna parte, para ver si echamos raíces, por

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lo menos mientras mi hijito aprende a trabajar que esm i gran preocupación…» Ni se serenaron nunca, ninunca se quedaron quietos, ni echaron raíces en ningunaparte, ni Rafael su «hijito» aprendió a trabajar. Lo queBarba Jacob estaba formulando en la carta era ni másni menos que su deseo de lo imposible: de no ser él.

Pero no nos atranquemos en miserias de nochesfrías. Ya íbamos navegando en ese barquito del Calirumbo a Colón, Panamá, alejándonos en la nocheoscura de la mezquina Colombia, cuando un pasajerose suicidó tirándose al mar por la borda. Dieron avisotelegráfico a Colombia, y al enterarse Teresita CadavidOsorio, temió que el pasajero fuera Rafael, de quien sehabía enamorado. Y tanto que había arrastrado a sufamilia a Bogotá en pos de él. Prima hermana del poetay un año menor que Rafael, Teresita era hija deRosario (la querida tía Rosario de la infancia delpoeta), y hermana de Jaime y Leonel y otros diez. Suamor debió de haber nacido cuando Barba Jacob y elmuchacho vivieron con ellos en una casa de la calle deBolivia, en Medellín. Dice Rafael que el amor erarecíproco. ¡Pero él tuvo tantos! Que a punto demarcharse a Bogotá Barba Jacob le había dicho que sequedara y se casara con ella, pero él, renunciando unavez más a sus sentimientos, prefirió seguirlo. Y dice ydecimos «una vez más» porque ¿no se había queridocasar pues con él una muchacha riquísima en Lima quele habría podido hasta financiar un periódico al poeta?¿Y no se enamoró también de él una hija de un expresidente de Colombia, tal vez Pedro Nel Ospina,viajando en tren a Cartago, huyendo él de Manizales yel finquero al que le sedujo la mujer? Y he aquí queahora Teresita se les aparecía en Bogotá con la tíaRosario y Leonel y respectiva esposa (los de la bodade Anorí, la boda en que la novia se enamoró de Rafaela punto de darle al otro el «sí» y lo hizo salir huyendo),y se iban a vivir los cuatro con Barba Jacob y su hijoen una casita de Chapinero, en despoblado, dondeterminaba la ciudad y empezaba la sabana. Pero si la

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pasión de Teresita por Rafael seguía encendida, la dela novia de la boda de Anorí se había apagado. Eltiempo cura la locura. Luego se hubieron de mudar aotra casa, en las inmediaciones de «La morada delAltísimo» (donde el par de destrampados ya habíanvivido, en una buhardilla) y Teresita puso un taller decostura. Después se apareció Mercedes por Bogotá,buscando a Barba Jacob enloquecida por el escándalode la Lotería del Tolima. Después Barba Jacob fue aSogamoso a traspasarle ante el notario los bienes de sumarido. Después, un día, sin despedirse de la tía ni deTeresita ni de nadie, Barba Jacob y Rafael se fueron deBogotá, a Ibagué, Cali, Buenaventura, para marcharsedefinitivamente de Colombia. Y a propósito depasiones encendidas o apagadas: cuando dejábamos elcementerio Rafael recordó que le había dado un beso aAlcira, entonces una chiquilla. «Conque Alcira hoy eshermanita de la caridad…», comentó. Y leí en los ojosdel pobre viejo lo que estaba pensando: que un risueñodía de medio siglo atrás, en una casona inmensa de seispatios, abusando de la hospitalidad de la casa ungranuja había besado a una niña, futura esposa delSeñor.

Era Managua (ya no lo es porque la destruyó elterremoto) una ciudad de calles no pavimentadas,caliente, polvosa, chismosa, mezquina. Salía en lasnoches (Barba Jacob lo ha escrito) un loco que gritabade esquina en esquina, con voz estentórea, obsesiva:«¡Cállate gritón, que no dejas dormir!» A pie, con lavalija en la mano, bajo el sol ardiente de lamezquindad calcinando la ciudad infame, Barba Jacoby Rafael tomaron al fin un día la Avenida del Porvenir,así llamada acaso porque conducía a la estaciónferroviaria, a la salida. En el andén, a punto de tomarel tren a Corinto, se presenta el padre de Rafael, elabnegado señor Delgado a quien el muchacho apenas siconocía, y llamándolo aparte le advierte: «Nosotroslos Delgado podemos ser bebedores y mujeriegos ytodo lo que se quiera: menos maricones». La fama

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negra de Barba Jacob se había extendido a todaManagua… Tras del encuentro enojoso aparecieron losguardias. Atemorizado, a lo único a que acierta BarbaJacob es a entregarle a Rafael su valija y decirle que seescape. Se llevan preso a Barba Jacob, y Rafael,temeroso por lo que le ha dicho su padre y lo sucedido,se marcha a Corinto con la idea de embarcarse sinBarba Jacob y con su equipaje.

Pero a Barba Jacob no lo detenían por lo quesospechaba, porque andaba con el muchacho: lodetenían porque el Jefe de la estación ferroviaria,sobrino de la dueña del Primavera, había dado aviso ala policia de que el poeta se marchaba de la ciudad sinpagarle a su tía la deuda del hotel. El Embajador deColombia doctor Manuel Esguerra, un anciano que enalguna ocasión le había enviado dinero a Barba Jacobcon Rafael, indignado por la humillación que leinferían al poeta se apresura a intervenir ante lasautoridades nicaragüenses y cancela la deuda. Puestoen libertad Barba Jacob se dirigió de inmediato aCorinto. Al saber de su llegada al puerto, Rafael, queno ha conseguido tomar un barco, busca escapársele,pero en un lugar tan pequeño por fuerza se encuentran.«¿Qué pasa con usted? ¿Qué le he hecho? ¿Por qué mehuye?», le reprocha Barba Jacob. El muchacho lerepite lo que se dice de él, lo que él mismo dice en supoesía. «Si mi poesía dice eso la rompo y usted seviene conmigo». «No hay necesidad, de todos modosnos vamos». Tal el diálogo según lo recuerda Rafael,patético e inverosímil. Yo que conozco a Barba Jacobmás que él, más que nadie, me río cuando me lo cuenta.«Mi vaso lleno –el vino del Anáhuac– mi esfuerzovano –estéril mi pasión– soy un perdido –soy unmarihuano– a beber, a danzar al són de mi canción…»¿Serían ésos los versos a que aludía el ingenuo? Dudode que por un muchacho Barba Jacob fuera a quitarleuna coma a un verso…

Lo que sigue es la ruta del destino: Amapala, SanLorenzo, Sabanagrande, Tegucigalpa, Zambrano,

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Comayagua, Siguatepeque, Jicaral, Potrerillos, SanPedro Sula… Puertecitos, rancherías, poblachos,cerros calcinados por el sol, brechas sepultadas en elpolvo, camiones desvencijados, vaporcitos, trenes,esteros, bahías, lagos… Navegando a Jicaral en unalancha se los quiso tragar el lago de Yojoa, de oleajeturbulento. En Zambrano se habían alojado, porinvitación de su hijo, en la casa del futuro dictador deHonduras Tiburcio Carías. Y en Tegucigalpa, lacapital, «el afamado poeta colombiano» dictó unaconferencia en el local de las sociedades obreras, unade esas inefables conferencias suyas sobre lo inefable:«El desinterés y la voluntad de sacrificio como base dela educación», la cual, por desocupación y falta denoticias, reseñó, y con comentario elogioso, ElCronista de Paulino Valladares, gra tuito blanco antañode los ataques de Arenales. Y quien en San Salvadorera capaz de escribirse, tecleando con dos dedos en lamáquina, de corrido, sin parar, un editorial sobre elcultivo del plátano, proyectaba una segundaconferencia hondureña, en el Teatro Manuel Bonilla,con el tema de «El amor, las mujeres y la vida». Losestudiantes de derecho se la estaban organizando, comoacto de homenaje al gran poeta a la vez, e iba a contarel acto «con la participación de numerosas señoritas ycaballeros de la alta sociedad de Tegucigalpa» segúnanunciaba El Cronista, más discurso solemne deAugusto Coello, el autor del himno nacional deHonduras. Iba, pues una de las muchachas que debíabailar un número del programa se dislocó un pie, y losestudiantes decidieron posponer la velada. «“Y a quiénvan a agasajar –les preguntó Barba Jacob furioso–: ¿alpoeta, o a las muchachas?”, y los mandó al carajo».Según Miguel Antonio Alvarado oyó contar, BarbaJacob dejó la ciudad enfurecido, bajo un granaguacero, diciendo que en Tegucigalpa en vez de aguadebería llover albardas para amarrar a tanta bestia.Pero según Rafael lo oyó, y con sus propios oídos, loque dijo fue que «debería llover mierda».

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Ya en la Costa Norte, en las bananeras, eltransfigurador se transmutó en cura, y su hijo enacólito, y pagado en dólares por el gran ingenio LaLima, de cerca al río Chamelecón, el reverendo padreManuel Santoveña y su monaguillo anduvieron decampamento en campamento y de plantación enplantación ensotanados predicando entre loscultivadores de caña, unos salvajes asesinos, elprecepto bíblico «¡No matarás!»

En la zona del río Chamelecón se encuentra unpoblado, Santa Rosa de Copán, en cuyas inmediacionesestán unas famosas ruinas mayas. Hay un poema deBarba Jacob, la «Elegía del marino ilusorio», que llevapor subtítulo «Fragmento del delirio de la noche enCulpan». Culpan no existe. ¿Es Copán acaso?Dedicado en las Canciones y elegías a RosarioSansores, una poetisa loca que conoció en La Habana ylo cuidó en una de sus agonías, del poema nada más sesabe. Termina así: «y la ilusión, de soles diademada, yel vigor… y el amor… fue nada, nada? ¡Dáme tu miel,oh niño de boca perfumada!» Ya con mil dólares en losbolsillos, el ex cura y su ex acólito se embarcaron enPuerto Cortés rumbo a Cuba vía Nueva Orleans.

A fines de 1948 Abel Arturo Valladares publicó enEl Día de Tegucigalpa un artículo escrito en San Joséde Costa Rica en que refiere que siendo GuardiaMarítimo y Subcomandante local en Oak Ridge, entiempos del presidente Paz Baraona, entre lospasajeros de una gasovela proveniente de La Ceiba yde Roatán desembarcó un hombre algo avejentado,erguido en su modo de caminar, que portaba una valija,vestía un traje arrugado y daba la impresión de unagente viajero. A diferencia de los restantes pasajerosera un extraño en el puerto, donde no conocía a nadie.Movido por sentimientos humanitarios y como únicaautoridad del lugar, Valladares se puso a las órdenesdel desconocido, y éste le dio explicaciones de dóndevenía, del rumbo que llevaba y del estado en que seencontraba: sin un centavo para pagar un pasaje, una

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comida o un alojamiento. Se hallaba en La Ceibacuando el gobierno del presidente Paz Baraona le habíaordenado que abandonara el país. «Aquí no perecerá,ha r é lo que me sea posible por usted», le dijoValladares y lo invitó a que lo acompañara a casa deuna familia amiga donde le daría alimentos, y a otradonde le proporcionarían un cuarto. Durante los ochodías que permaneció el desconocido en Oak Ridge sólosalió de ese cuarto a tomar sus alimentos, y el resto deltiempo permaneció a puerta cerrada. Un día Valladaresle anunció que había embarcación rumbo a Guanaja yle entregó diez dólares y una carta de recomendaciónpara un capitán de barco que en esos días hacía unviaje a México, pidiéndole que llevara al portador sincobrarle un centavo. Al despedirse, el desconocido ledio a Valladares una hoja de papel en que estabaescrito un poema. «Es con lo único con que puedopagar sus favores», le dijo. En 1942, comentandoValladares con el hijo de Augusto Coello, que seencontraba en Costa Rica, sobre autores literarios,mencionaron a Barba Jacob, quien acababa de morir.Dice Valladares que entonces descubrió que eldesconocido de Oak Ridge era el gran poetacolombiano. Pero se equivoca: no era Barba Jacob.Ése era otro fantasma. Barba Jacob nunca estuvo en lasIslas de la Bahía. Nunca tampoco fue expulsado deHonduras, ni en tiempos del presidente Paz Baraonaestuvo en La Ceiba, ni en 1925 se marchó de Hondurassolo: se marchó con el joven nicaragüense con quienhabía llegado, con Rafael Delgado, embarcándose enPuerto Cortés en un buque de la United Fruit Company,el Igueras, con mil dólares, rumbo a Cuba por NuevaOrleans. Más aún: en Puerto Cortés les habían recibidolos maestros. En uno de esos buques de «la flotablanca» que venían de La Habana cargados de barrilesde ron Bacardí y que en la Costa Norte hondureña yguatemalteca recogían cargamentos de banano y unoscuantos pasajeros con destino final Nueva York, semarcharon pues de Honduras. Atrás se quedaban

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Honduras y Nicaragua, como se habrían de quedarluego Cuba, el Perú, Colombia, México, reverberandoen el recuerdo.

Dos semanas permanecieron en Nueva Orleans, en elHotel Saint Charles; luego se embarcaron hacia Cubaen el Atlántida. Ese barco, que se esperaba en LaHabana para el lunes seis de julio según puede leerseen las «Noticias del Puerto» de El País habanero, sólollegó hasta el lunes veinte, en que la misma columnaanunció su arribo proveniente de Nueva Orleans. Ahíestán las dos semanas del recuerdo de Rafael: ¿quémás tenían que hacer en Nueva Orleans sino esperarque zarpara un barco? La memoria de Rafael Delgadoes un milagro: sus barcos llegan y se van en surecuerdo en las fechas exactas de las guías portuariasque he ido a consultar en periódicos de mediocontinente, a constatar en ellos la derrota del olvido.Temblando de emoción ¿no he visto llegar pues elEssequibo al puerto de El Callao en un periódicoperuano, el miércoles siete de abril de 1926, el díaexacto que recordaba Rafael? He visto zarpar elEssequibo, de la Pacific Steam Navigation Company,compañía holandesa, del muelle San Francisco de LaHabana, y de periódico en periódico he seguido suruta, su estela, borrándose en la espuma del mar: elviernes dos de abril pasó por el puerto de Colón,Panamá, cruzó el canal, y a mediodía dejó a Balboarumbo al Sur. Tocó en los puertos de Esmeraldas,Paita, Chimbote y Salaverry, y el miércoles sieteexactamente, en la fecha recordada, atracó en el puertoperuano de El Callao, con pasajeros de primera y detercera, carga general y seiscientos sacos decorrespondencia, a las seis de la tarde. Desde lacubierta del buque se divisaban, miserables, en elatardecer gris de El Callao, los inditos y las chozas delpuerto. Viniendo de la gran capital que era La Habanael poeta y el muchacho no pudieron menos queexclamar: «¡Dios mío, a qué país llegamos!»

En La Habana, en una situación que se tornaba día a

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día más angustiosa y desesperante, soñando con irse aEspaña pero temiendo que allí le fuera imposibleconseguir trabajo, sin un centavo, Barba Jacob recibeun cable como llovido del cielo, providencial: de supaisano el periodista Guillermo Forero Franco (a quiendebió de haber conocido en México por donde ésteanduvo) ofreciéndole desde Lima situarle un dinero enLa Habana y mil libras por hacerse cargo del periódicoLa Prensa, que él dirigía, durante el tiempo de unproyectado viaje suyo a Europa. Doscientos treintadólares costaba el viaje Habana-Callao en elEssequibo en primera, y ochenta en tercera. En tercerase fueron, llevándose dos linotipistas de la isla, deapellidos Taupier y Rueda, cubano el uno y el otrocolombiano. Al dueño del Hotel Crisol, como ya contéque me contó Tallet, Barba Jacob le firmó cien pagarésde a cinco pesos «para írselos pagando desde elextranjero», ¡y a la mar! Lo que ya no sé es por quéTallet me decía que los dos linotipistas que se llevabaBarba Jacob al Perú (contrariando el sentir de susamigos) eran unos rompehuelgas. ¿Acaso porqueestuviera en huelga La Prensa limeña? ¿El órgano delgobierno de Leguía? ¡Qué iba a permitir huelguistas eldictador! En fin, ahí estaban en el puerto de El CallaoForero Franco y unos enviados de Chocano, el poeta,recibiéndolos. Un corto viaje en tranvía y llegamos a lacapital. Entonces Rafael vio realizarse, en Lima, susueño de León: imponentes, entre nubes, en penumbra,venían a su encuentro las torres de la catedral soñada.

Cree Rafael que Barba Jacob apenas conoció aChocano en Lima pero se equivoca: ya se habíanencontrado años atrás en Tegucigalpa, y juntos y conLeopoldo de la Rosa habían viajado a Amapala.Miguel Antonio Alvarado me lo contó, y que él, enAmapala, recibió a los tres poetas y los alojó «en elhotel de mama Chepa», y que al día siguiente sesepararon. Lo que pasa es que Rafael, que tambiénestuvo en Tegucigalpa y Amapala, estuvo en 1925 conPorfirio Barba Jacob, no en 1917 con Ricardo Arenales.

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Rafael no conoció a Arenales. Alvarado sí, y yo aAlvarado, en una casa de esas de tablones de maderade Tegucigalpa, que tenía los cuartos atestados delibros. Y calculo incluso que antes de Tegucigalpa yahubiera coincidido Arenales con Chocano en La Ceibapues anunciaba su llegada al puertecito en sus Ideas yNoticias, y antes de Honduras en México, en elperiódico El Imparcial de que era editorialistaArenales y al que Chocano le concedió una entrevista:«Yo no podría ser amigo de ningún imbécil», decía enella deshaciéndose en elogios al déspota de GuatemalaManuel Estrada Cabrera. Luego pasaba a presumir desus negocios de minas y demás transaccionescomerciales que había llevado a cabo en sus doce añosvividos en ese país a la sombra del tirano: «Yotambién sirvo, con ser poeta, para lo que sirven losdemás hombres. Sólo que mis esfuerzos comonegociante no se limitan a obtener utilidades de cienpesos al mes, sino que pongo mi potencia intelectual enlos negocios para ver de obtener millones». Y con sutono infatuado, tratando de la evolución de su obrapoética: «En mi arte caben todas las escuelas». Conrazón el joven poeta norteamericano George SylvesterViereck decía por esa época que «la noble tarea dehacer versos produce locura, infatuación e ignorancia yes madre de muchos vicios». En México, en esaocasión, Chocano estuvo a punto de ser expulsado porel propio presidente Madero por andar agitando a losestudiantes en contra de los Estados Unidos. Loexpulsó al año siguiente Huerta, pero regresó y dijo dePancho Villa una frase que embriagó al bandolero: «Enel general Villa existe la materia prima de un grandehombre», y a partir de aquel día vivió a la sombra delbandido. En Europa había sido defensor con sueldo fijode Estrada Cabrera: si un periódico de cualquier parteseñalaba un crimen del tirano, ahí estaba el poetapresuroso a encontrar siempre un eufemismo parajustificarlo. En Madrid estafó al Banco de España y sevio obligado a huir de la península a la medianoche,

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disfrazado de cura. En México estuvo involucrado enuna venta de cañones y ametralladoras a donVenustiano Carranza, quien se acababa de alzar enarmas en el estado de Coahuila. Pese a la intervencióndel gran orador Jesús Urueta y de los miembros delAteneo ante Huerta, hubo de salir expulsado haciaCuba. Dejó los periódicos del país inundados deversos… ¿Pero tiene importancia que se hayanconocido o no Barba Jacob y Chocano? ¡Claro! Es lacoincidencia, interferencia en el tiempo y el espacio dedos astros, un eclipse.

Formidable este José Santos Chocano, cantor deAmérica, adulador de tiranos, villano, que no se privóde nada, ni de poner su granito de arena incluso en elcontrol demográfico, tan necesario en estos tiemposque corren posteriores al salvarsán, y el treinta y unode diciembre de 1925 (vale decir cuatro meses antes dela llegada al Perú de Barba Jacob, a quien le tocaronlas cosas fresquecitas), en el hall de El Comercio, deun tiro a quemarropa, mandó al otro mundo a descansaral periodista Edwin Elmore por grosero. ¡Se habíaatrevido el atrevido a darle una bofetada en el rostro aun poeta!

Dice Rafael que a Chocano lo tenían preso en Limaen un palacio, al que fue acompañando a Barba Jacoben dos ocasiones a visitarlo: allí estaba el granChocano entre criados de librea, guardias de smoking,esposa guatemalteca, alfombras de ensueño… ¡Qué va!Magnificaciones del recuerdo. La prisión-palacio delrecuerdo de Rafael se convierte en la biografía deChocano que escribió Luis Alberto Sánchez en unhospital-prisión: el Hospital Militar de San Bartalomédonde el poeta disponía de dos habitaciones con bañoprivado, que la tolerancia de Leguía le había otorgadopese a no ser militar ni estar enfermo. El que sí vivíaen un palacio era Leguía, Augusto, y desde 1919 en quederrocó al presidente Pardo, ya expirando su mandato.Desde entonces gobernaba al Perú con mano férrea.Toda garantía y libertad individual o colectiva, todo

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atisbo de vida democrática, toda oposición militar opolítica habían sido reprimidas por la fuerza. Con unCongreso incondicional a su servicio y sin tolerar otraprensa que la sumisa, Augusto Leguía detentaba elpoder sin límites. Sesenta y dos años tenía cuando loconoció Barba Jacob, al mes de su llegada, almarcharse Forero Franco a Europa dejándole a sucargo La Prensa. Su visita fue el seis de mayo, lavíspera de tomar bajo su dirección el periódico. Dicenque Leguía tenía en su sala de audiencias dos sillas:una alta y suntuosa para él, y otra baja e incómoda parasus visitantes, a los que les hablaba desde lo alto. ABarba Jacob en cambio lo recibió con especialdeferencia: con el más fino whisky y una bandeja demarihuana. Charlaron cordialmente el dictador y elpoeta, y al día siguiente éste entraba a La Prensadándose una entrevista en primera plana: «El Perú en1926 juzgado por un periodista extranjero», en la queexpresaba sus propósitos de radicarse en el país demanera definitiva, y hablando de lo que le parecíanLima y el Perú del presente vaticinaba para el futuromaravillas (que no se cumplieron, hoy el Perú es unaruina). Fumaba un cigarro «Inca» peruano, y citó estafrase de Margall que le obsesionó muchos años: «Sóloel espíritu vive y resplandece y todo lo demás essombra». El entrevistador le acompañó hasta suapartamento, y allí le dejó entre mapas e historias delPerú, rimeros de libros y cuadernos, memorias de losdistintos ministerios, informes técnicos sobre aguas,minas, bosques, caminos, obras de irrigación…«embebido en la realidad nacional que quiereconocer». El estilo del reportaje sin embargo me hacepensar que el entrevistador y el entrevistado fueran unosolo, que se entrevistó a sí mismo.

Nunca más se vuelve a mencionar el nombre deBarba Jacob en La Prensa, pero durante las semanasque siguieron encuentro por todas partes su huella: lapágina «Realidad y fantasía» (la misma que RicardoArenales había publicado en los periódicos de

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México), que apareció un par de veces; el «Suplementopara las damas», y artículos de Torres Bodet, FroylánTurcios, Rafael Heliodoro Valle, Rafael Cardona, susamigos de México y Centroamérica, artículos que sinduda traía en la maleta. En la biblioteca pública deLima voy hojeando el periódico, temblando ante lapresencia del fantasma.

Vocero del gobierno de Leguía, La Prensa era unperiodiquito de estilo anticuado, tan anticuado comolos restantes periódicos peruanos. Barba Jacob llegó aél con infinidad de proyectos: hablando de introducirnuevas secciones, de crear una página editorial que noexistía y otra de amenidades e informaciones literariasy científicas; de ampliar el material gráfico ytranscribir las opiniones de los diarios extranjerosreferentes al Perú… Proyectos, sueños, que intentó porunos días y que su natural inconstancia dejó en el aire.La misma historia de siempre, la de su Porvenir deMonterrey, de su Churubusco de México, de sus Ideasy Noticias de La Ceiba, de su Imparcial de Guatemala,de la Universidad Popular de Guatemala, de laUniversidad Popular de Guadalajara… Universidades,periódicos, todo igual, empezado, abandonado,inconcluso. De ahí ese viento desmelenado con queterminan los Poemas intemporales y se los lleva («yaque nada, si viví, he fundado ni ha durado»), de ahí suproyectada «Historia de las nubes y de los sueños»,que por supuesto nunca escribió porque de hacerlohabría contradicho el título…

Mes y medio escaso permaneció en La Prensa. Elveintinueve de mayo apareció su editorial sobreLeguía, firmado con el pseudónimo «Junius»:«Incansable y eficaz organizador, le ha dado al Perú lamejor administración que ha conocido desde laconquista hasta nuestros días, y eso que para ello fuenecesario alterar la armazón misma del Estado. Comootros hombres de su clase, como Mussolini y comoHindenburg, Leguía no es vehemente; sólo se exalta, siacaso, en los trances mínimos. En las grandes crisis, en

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las horas de prueba decisiva, de inminente y gravepeligro, o frente a complicaciones inesperadas, suserenidad y sangre fría podrán tener iguales pero nosuperiores». ¿Se había convertido el poeta en aduladorde dictadores, en émulo de Chocano? Para el veintidósdel mes siguiente, cuando Chocano es condenado trasun proceso que ha conmovido al país y que en susúltimos días ha tenido un gran despliegue periodístico,Barba Jacob ya ha abandonado La Prensa; el periódicovuelve a su anterior concepción, a su estilo anticuado ydesaparecen la página editorial y demás innovacionesdel poeta, y del fantasma todo rastro. Me dice Rafaelque el tiro de La Prensa había subido en pocos días dequince mil a treinta y ocho mil ejemplares, y queLeguía, encantado con Barba Jacob y el triunfo de superiódico, lo había recibido varias veces en palacio.Entonces ¿qué ocurrió? Lo primero, que regresó ForeroFranco de Europa como estaba previsto. Lo segundo,ahora o un poco más adelante, que Barba Jacob cayó endesgracia con el dictador.

Al llegar Barba Jacob y Rafael a Lima se habíanalojado en un hotel cercano a la catedral, el SanFrancis, con un carro a su disposición y ganando elpoeta cuatrocientas libras peruanas; del hotel setrasladaron a una suntuosa residencia del barrio deChorrillos en la que vivieron seis meses maravillosos,los días más espléndidos que hubiera de ofrecerles lavida. Según Rafael el sueño y la prosperidadterminaron cuando al dictador se le metió en la cabezaque el poeta escribiera su biografía, y a través deForero Franco (que ya estaba de regreso de Europa) selo comunicó dándole cita una noche en palacio. BarbaJacob acude a la cita y Leguía lo recibe tan cordialcomo siempre. Le felicita por los éxitos obtenidos y lesuplica que escriba su biografía, pero indicándole quelo haga como si se tratara de la de Bolívar, «para darleuna idea». Sigue lo que ya conté, la respuesta de BarbaJacob y la reacción del tirano: el bloqueo absoluto aquien se había atrevido a contrariar a su imperial

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persona. Supongo que la biografía la empezó a escribiry que el rompimiento vino luego; si no ¿cómo seexplican los seis meses maravillosos en la mansión deChorrillos? ¿No había empezado también la deCarranza en México? Otra cosa es que fueranbiografías aduladoras. También uno puede escribir labiografía de un granuja, de un asesino, de un tránsfuga.En el género biográfico cabemos todos, como en el artede Chocano todas las escuelas.

Caídos pues de la gracia del dictador, el poeta y suhijo fueron de tugurio en tugurio sin que nadie en Limaosara acercárseles ni ayudarlos. Por excepción, unmuchacho que vendía enlatados por las calles lesllevaba furtivamente refrescos y galletas para que noperecieran de hambre. Con uno de esos enlatados, unacaja de sardinas, Barba Jacob se intoxicó y hubieron dellevarlo de urgencia al Hospital San Juan de Dios losde la Cruz Roja. Dice Rafael que iba musitando en eltrayecto los versos de su poema «La hora suprema»:«Mas al rodar al tenebroso abismo, aún clamaré con miúltima energía, firme en mi ley, seguro de mí mismo:Mi hora no ha llegado todavía…» Finalmente elembajador colombiano Fabio Lozano Torrijosconsiguió repatriarlos. Y al año y dos días de haberllegado, en el mismo puerto de El Callao seembarcaron, en el Santa Cruz de la Grace Line, rumboal país de los conservadores y los liberales, de losdoctores, ladrones e hijueputas.

Fantásticos estos barquitos de Rafael Delgado quellegan y se van en su memoria puntuales como lasestaciones. Qué me importa que los papeles de BarbaJacob se hayan perdido una noche bajo los escombrosde un terremoto. Qué me importa que las bellezasenvejezcan y desaparezcan y se vuelvan polvo. Sonreemplazables. Otras vendrán. Barba Jacob no. Tal vezpor eso no soporto que la memoria se vuelva olvido.Ése es la muerte. Y Rafael me va recitando barcos,pueblos y ciudades con la seguridad con que un curadesgrana jaculatorias. Barba Jacob el hombre

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irrepetible palpita en su recuerdo.Varios días me quedé en León con Rafael

recordando. Salíamos en un carrito que manejabaSalomón su hijo, el muchachito, a los pueblos de losalrededores a vender cosméticos. Creía Rafael que elgobierno de Colombia me pagaba por ir de terregal enterregal buscando los papeles de Barba Jacob, y queríaque Salomón se viniera conmigo a México, tal vez paraque se repitiera conmigo, en otro mundo, en otrotiempo, su irrepetible, enloquecida historia con BarbaJacob. De lo que me contó en esos días ya di cuentadetallada en otro libro que titulé como éste. O al revés,éste lo titulo como aquél. Como prefieran.

En adelante todas mis partidas con la muerte se lasgané. Pero no voy a envanecerme ni a ponerme apresumir; la verdad es que seguí sintiendo siempre, encada nuevo encuentro con cada nuevo conocido que enmayor o menor grado, por un motivo u otro, hubieratenido que ver con Barba Jacob, la misma viejaincómoda sensación de lo imposible, de que vivieranlos muertos. Ni más ni menos lo que sentí cuando mefue dado conocer a los eminentes doctores FernandoRébora y Donato G. Alarcón, neumólogos, tanrepetidamente mencionados en las últimas –pobres,tristes, desconsoladas– cartas de Barba Jacob, y que enlos treintas y cuarentas y cincuentas, en el oscuro cielode las dolencias humanas, eran estrellas. Entonces loscirujanos del pulmón eran lo que hoy en día son loscardiólogos, los taumaturgos de turno, las grandeseminencias milagreras. A los neumólogos empero laquimioterapia y los antibióticos los destronaron, losjubilaron, y no volvieron a operar, y charlatán que noasusta y cirujano que no opera haga de cuenta usted quese murió. Pero el doctor Donato G. Alarcón vivía y elsaberlo, el tropezarme con una carta pública suya en el«Foro» de Excélsior (la vieja «Voz del ágora» de lostiempos de Barba Jacob), así, de sopetón, hojeando esepasquín que antaño fuera un gran periódico y hoy unperiodicucho lambiscón, arrodillado al gobierno y

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mamando de sus corruptelas, me cayó como un baldede agua fría. Me palpé repetidas veces el cuerpo y mesentí fantasmal, un espectro en la noche de los muertosvivos. Conque el ilustre doctor Alarcón vivía, el quedirigía el hospital de tuberculosos de Huipulco en losúltimos años del poeta… Yo lo daba por muerto desdehacía veinte o treinta y en consecuencia no me habíatomado el trabajo de buscarlo. Ahora se quejabaamargamente del servicio postal mexicano que lecobraba, sólo porque llevaba dedicatoria manuscrita,como correspondencia de primera (más cara) lo que ensu concepto era de tercera (más barata): el envío de unlibro de que era autor, un tratado de neumología, a unauniversidad de Barcelona. ¡Qué forma era ésa deapoyar la ciencia y el intercambio de las ideas! Sudirección y teléfono aparecían en la carta pública bajola firma: Félix Berenguer 126, Virreyes, Lomas deChapultepec, y cinco cuarenta veintisiete veintinueve.Le hablé en el acto. Y le pregunté por Barba Jacob. Sí,vagamente lo recordaba… Yo en cambio a él, al doctorAlarcón, sí que lo recordaba, y muy pero muy bien: sunegativa obstinada a recibir al poeta en el Hospital deHuipulco alegando que no era mexicano, que estabamuy viejo y que era incurable. Que no era mexicanoacepto, Barba Jacob fue en todas partes extranjero.Pero que estaba muy viejo un hombre de cincuenta ytantos años, dicho entonces por quien ahora le calculoque pase de los cien, me ha hecho sonreír y pensar quela enfermedad más incurable y más cabrona de estavida es la vejez.

Discípulo del doctor Alarcón en la Escuela deMedicina era David Guerra, a quien conocí en el ClubSuizo por insinuación de Alfredo Kawage, y quienconoció a Barba Jacob por mediación de Shafick. Yahablé de sus tres visitas al poeta. A raíz de la segunda,cuando fue con su compañero Gabriel Guerrero yBarba Jacob les dijo que «cambiaba toda su obrapoética por una cama de hospital», los dos jóvenes,estudiantes del cuarto o quinto año de la carrera,

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intervinieron ante su maestro el doctor Alarcónrogándole que aceptara al poeta en su Hospital deHuipulco; y el doctor les contestó que estaba al tantodel caso y que según la ley mexicana no era posiblerecibir en los hospitales a los enfermos desahuciados.Como en los bancos pues, que sólo les prestan a losricos que no necesitan, en los hospitales mexicanossólo se recibe a los sanos. Que salgan enfermos ymoribundos ése ya es otro cantar… «Es claro –le decíala señora de Zawadsky hablándole de Barba Jacob aJosé Gers– que sus circunstancias de tuberculoso locolocaban en una situación embarazosa. No seresignaba a ir al Hospital de Incurables que funciona enMéxico y en un sanatorio era dificultosa su admisión,precisamente por su carácter de incurable. Quedabaentonces la cuestión de su alojamiento, porque al máslerdo de los arrendatarios no se le podía ocultar lagravedad de su cliente. En realidad, ésta fue la partemás difícil de la vida de Porfirio, su tragedia». No esque no se resignara a ir al «Hospital de Incurables»:era que no lo recibían. En una de las varias cartas quele escribió Barba Jacob a Jaramillo Meza, ya al finalde su vida, le dice: «La curación de mi enfermedad,que parece no ser imposible, se ha hecho difícil porhaber carecido de la atención que requiere un “caso”como el mío; no tengo familia ni servidumbre y moroen el corazón de esta metrópoli, en un cuarto de hotelestrecho y mal ventilado. Todos los médicos me dicen:“hospitalícese”; pero México, el vasto y opulentoMéxico, no cuenta por ahora sino con un sanatoriooficial donde admiten tuberculosos –que es el deHuipulco– y con uno particular, el de la colonia yanqui,donde la cuota de admisión es muy alta. Si logro vermecon algún dinero, no vacilaré en recluirme en eseestablecimiento. El ministro Zawadsky hizo un esfuerzopor ver si le era posible que se me internara en algúnsanatorio u hospital dependiente del gobierno y alefecto habló con alguno de los secretarios de Estadopero no logró sino vanas promesas. Yo luché también

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por ingresar a Huipulco, pero su director, el eminentedoctor Alarcón, no obstante que había sido mi médicoparticular, me dio una negativa rotunda, fundándose enestos tres hechos: que soy extranjero, que tengo más decincuenta años, y que mi enfermedad es de evoluciónlenta…» A la señora de Zawadsky, tan jovencita, yaempezaba a fallarle pues la memoria cuando leconcedió su reportaje a José Gers, y ya empezaba aembrollar las cosas. Su propio esposo intervino paraque recibieran a Barba Jacob en Huipulco, como DavidGuerra y su amigo: infructuosamente.

La carta en cuestión a Jaramillo Meza empieza:«Dicto esta carta desde mi cama de enfermo, en la cualestoy postrado hace siete meses víctima de terribledolencia contraída durante mi viaje a Medellín y queha hecho de mi vida un verdadero martirio a lo largode los últimos diez años. Ante todo, te daré algunosdetalles acerca de esto. Mi enfermedad (complicadacon otra no menos funesta) es una tuberculosispulmonar que empezó por ser de carácter fibroso, peroque ha evolucionado peligrosamente. Estoy afectado demodo más alarmante en la parte superior del pulmónderecho. Me han tratado los más eminentesespecialistas de esta metrópoli, entre ellos el famosodoctor Alarcón, director del hospital de Huipulco. Estemédico declaró hace año y medio que mi mal no eracurable ya por ningún recurso terapéutico y que loúnico que podía salvarme era la operación llamada“apicolisis”; pero yo tuve informes fidedignos de quetal operación es tremenda y de que obliga al paciente apermanecer en el lecho a veces hasta un año, inmóvil,boca arriba y sin almohada, pues el menor movimientocausa insoportables dolores». Le leo lo anterior aldoctor Alarcón para refrescarle la memoria y mecomenta: «Imaginación de poeta». Entonces recuerdaque sólo vio una vez a Barba Jacob en su consultorio, yque luego éste no entró a Huipulco por no tener quedejar de tomar y fumar. Que la apicolisis no era tanterrible como escribía y que en una semana sus

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pacientes sometidos a ella estaban fuera de problemas.La carta continúa: «Otro especialista, el doctor

Fernando Rébora, menos pesimista o más animoso,ensayó el pneumotórax con mal éxito, pues hayadherencias pleurales que lo hacen inútil. Réboraquiere ahora hacerme la frenisectomía, operación nodolorosa ni peligrosa y de técnica muy sencilla». ¿Eldoctor Fernando Rébora? Otro vivo que siempre dí pormuerto. ¡Qué iba a pensar que era un hombre jovencuando trató a Barba Jacob! Siempre lo imaginé comoun viejo… Y ahora que el doctor Alarcón me sacabade mi error, iba a visitarlo a su casa de la calle GabrielMancera, colonia de Coyoacán.

La calle, convertida en eje vial, le ha partido en dosel jardín y se le ha llevado la mitad. El alegre jardíndonde me recibe y hablamos de Porfirio Barba Jacob,su paciente… Recuerda su figura de dar lástima, elaliento alcohólico, los vómitos de sangre, la impresiónque le dio desde un principio de que tenía pocasesperanzas de vida. Por año y medio o dos años leatendió –sin saber de su importancia ni de la altaconsideración que se le tenía en México– en suconsultorio de la calle de Gante al que solíapresentarse acompañado de un muchacho que, segúnentiende, le fue fiel hasta su muerte. Hombre refunfuñóny malgeniado poco se sujetaba a las disciplinas deltratamiento, y contra la prohibición expresa del médicoque venía a ver, en su propia antesala, delante de susecretaria, fumaba cigarros. Ella debió de haber tenidoocasión de conversar más ampliamente con él, ya queel doctor Rébora sólo le trató en plan profesional.Antes le había tratado por breve tiempo el doctorAlarcón, director del Hospital de Huipulco, pero comoa paciente particular pues en Huipulco sólo se recibía alos enfermos curables, no a los muy avanzados queincluso debían ser operados en otros hospitales. Tal larazón de que el poeta no entrara a Huipulco, y no porser extranjero. Como lo anterior me lo dice el doctorRébora sin que yo se lo pregunte, deduzco que el tema

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de que Barba Jacob además de incurable fueraextranjero sí se discutió en el hospital cuando seconsideró, y rechazó, su ingreso. Como el doctor Catpor quien le pregunto (pues Barba Jacob lo mencionaen sus cartas), el doctor Rébora era entonces médico enel Hospital de Huipulco. Aún sigue siéndolo, y entre1948 y 1952 fue su director. De aquí que el tema deBarba Jacob y el reglamento siguiera tan presente en sumemoria… En algún momento Barba Jacob llegó amejorar algo, y al final el doctor Rébora acabóperdiéndolo de vista. Tal vez el doctor HermógenesFernández le tratara luego… Cuando murió, de laEmbajada colombiana le llamaron para pedirle quecobrara sus consultas, que el poeta no debió de haberlepagado dada su miseria; sólo entonces el doctor seenteró de quién era en realidad su paciente. Tiempodespués el muchacho que solía acompañarlo le regalóuna recopilación de su obra, los Poemas intemporales,que el doctor aún conserva.

Por un instante el doctor Rébora se ausentó y medejó solo. Cuando regresó traía el ejemplar de losPoemas intemporales que le había regalado Rafael.Entonces le pregunté si Barba Jacob no le había dichoque lo que fumaba, y muy en especial, era marihuana.Jamás se lo dijo, hasta ese momento se enteraba. Sabíaque se entregaba a la bebida y que fumaba tabaco, perono marihuana. «Bueno –dije–, ya lo sabe, pero qué levamos a hacer, ya no hay nada qué hacer», y me reí. Encuanto a la sífilis, a petición del propio Barba Jacob sele hicieron las reacciones serológicas que detectabanla enfermedad y siempre resultaron negativas. Si lahabía tenido antes, me dice el doctor, ya para entoncesse la habían curado: a la manera antigua, conneosalvarsán, con arsénico o bismuto, inyecciones debismuto que se ponían tres veces a la semana, y que sino mataban a las espiroquetas daban cuenta por lomenos, rapidito, del paciente.

Barba Jacob tenía una tuberculosis pulmonar muyavanzada que en sus tiempos se combatía con

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medicinas como las sales de oro, de las que hoy sesabe a ciencia cierta que de nada sirven, o con elcolapso o compresión del pulmón por el pneumotórax,que por el contrario era eficaz. Como esto era lo únicobueno de lo conocido entonces, el doctor Rébora se loaplicó en el lado derecho del pulmón con la esperanzade cerrar sus excavaciones para actuar sobre elizquierdo. En el Sanatorio Rangel (de la calleConcepción Béistegui, colonia del Valle) le hizoademás una pleurolisis o sección de adherencias, pesea lo cual las lesiones del lado izquierdo continuaron.

Sé que después de esas intervenciones de que me hahablado el doctor Rébora Barba Jacob se fue a Perotey poco después regresó para someterse a lafrenisectomía. Lo operaron en una clínica dematernidad de la avenida Chapultepec, adonde fueronAyala Tejeda y Felipe Servín a visitarlo. Y alasombrarse, me cuentan, de que el poeta hubieravenido a dar a tan impropio lugar y al cuarto 41, demalicioso sentido en México, Barba Jacob lescontestó: «Misterios de la predestinación». SegúnManuel Gutiérrez Balcázar hubo de ser operado allíporque en otros hospitales no lo aceptaron por causa desu tuberculosis. Dos semanas permaneció en la clínica,y según Concepción Varela la dejó por su impaciencia.Se fue al Hotel Sevilla, y del hotel, convaleciente, conGutiérrez Balcázar a Tenancingo, pueblito del Estadode México a ciento cincuenta kilómetros de la capital,en busca de un clima más propicio para su enfermedad.

Operación hoy proscrita, la frenisectomía consistíaen una incisión de dos o tres centímetros en el cuello,tras de la cual se cortaba el nervio frénico con el fin deque inmovilizara el diafragma impidiéndole ascender.Ahora bien, el doctor Rébora me asegura que nunca lepracticó esa operación a Barba Jacob, ni nunca looperó en el Hospital de Maternidad de Chapultepec(que por lo demás, según él, contaba con los mediosquirúrgicos necesarios), y de las estancias del poeta enPerote y Tenancingo a continuación de las operaciones

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a que fuera sometido nada sabe. Supone que lehubieran recomendado un lugar más bajo que la ciudadde México, pues era una recomendación usual para lasinsuficiencias respiratorias muy severas… Y sinembargo el doctor Rébora sí operó a Barba Jacob de lafrenisectomía. Anunciada la operación en la carta aJaramillo Meza, en otra carta al mismo destinatarioBarba Jacob le confirma que se la realizaron: «De misituación te doy los siguientes detalles: El tres deoctubre me fue practicada la operación de lafrenisectomía por el doctor Rébora y el doctor Cat. Apesar de lo que me habían anunciado, la tal operaciónduró hora y media, me causó indecibles dolores y unaenorme pérdida de sangre. En fin, salí de ella,permanecí algunos días en el hotel mientras cicatrizabala herida, y luego me marché a una ciudad campesinadel Estado de México llamada Tenancingo…» Y másadelante, en la misma carta: «El médico, aunque medice palabras optimistas, no cree mucho en que puedaevitarse un desenlace fúnebre a causa de este mal. Locreo así porque me dijo que cuando me repusiera unpoco más, sería necesario hacerme otra operación; sóloque no estoy dispuesto a permitirla, pues prefiero morirpoco a poco. Así como así ESO ha de ocurrir al fin yal cabo…»

No sé cuál ni sé dónde, pero esta nueva operaciónpienso que se la hicieron, medio año después de lacarta: Rafael me contó que el doctor Rébora le habíadicho, después de operar una vez más a Barba Jacob,que con esa operación le regalaba ocho meses de vidaal poeta, predicción que se cumplió. Aunque BarbaJacob no menciona la nueva operación en sus cartas, niel doctor Rébora hoy la recuerda ni haber hecho elpronóstico, es demasiado especial el recuerdo deRafael para que no sea exacto. ¡Cómo olvidar unpronóstico de tal naturaleza que se cumple! Tampoco eldoctor Rébora recuerda haberle hecho la frenisectomíaa Barba Jacob, y sin embargo Barba Jacob la mencionaexpresamente en sus cartas. Y si el doctor Rébora me

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ha dicho que al final perdió de vista a Barba Jacob,todavía el veintisiete de octubre de 1941, fecha de unade las últimas cartas de Barba Jacob, escrita a dosmeses y medio de su muerte y dirigida a Antonio J.Cano, seguía tratándolo: «Mi salud ha seguido de malen peor. Después de la complicación del hígado, se mepresentó, el domingo doce de este mes, un ataque dehemoptisis que me duró hasta el domingo diecinueve yque por poco acaba conmigo. Sólo merced a infinitosesfuerzos de los médicos fue posible contener lahemorragia. Ahora me encuentro débil y en laimposibilidad absoluta de moverme y hablar. El doctorRébora cree que con dos meses de reposo ysuperalimentación podré recuperar lo perdido en esasemana fatal. Piensa sujetarme después a un tratamientonuevo ensayado con muy buen éxito en el Hospital deHuipulco. A es ta ficha estoy jugando toda miesperanza». El «tratamiento nuevo», cualquiera quehubiera sido, ya sí no alcanzaron a ensayarlo con él. Lopuedo asegurar porque los dos meses y medio quesiguen son los que he podido reconstruir con mayorprecisión. Y es natural: son los que preceden a lamuerte, cuando todo el mundo recuerda «la última vezque lo vio», o conserva todavía su última carta. Cuandoabundan, vívidos, los testimonios.

Hay en el archivo supersecreto de la Embajadacolombiana en México, que mi constancia oimpertinencia ha logrado consultar, tres cartas másreferentes a Barba Jacob que no he citado, y que tienenque ver ya no con su internación en el Hospital Generaldel año treinta y dos, que se logró, sino con la delHospital de Huipulco del año cuarenta, que se volvióun imposible. De fines de marzo y principios de abrilde este año, son ligeramente posteriores al regreso delpoeta de Morelia, y anteriores en unos meses a susviajes a Perote y Tenancingo. La primera, delveintinueve de marzo, se la dirige el «doctor y general»José Siurob, de la Embajada, al Secretario mexicanode Asistencia Pública doctor Jesús Díaz B., para

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recordarle una reciente solicitud del MinistroPlenipotenciario de Colombia Jorge Zawadsky en elsentido de que ordenara la internación de Barba Jacoben el Sanatorio Antituberculoso de Huipulco. Lasegunda, del dos de abril, es del propio ministroZawadsky al licenciado Miguel Vargas Solórzano, dela Asistencia Pública, agradeciéndole que hubieraatendido a Germán Pardo García, de la Legacióncolombiana, quien había ido a tratar con él el asunto deBarba Jacob. «Tomo nota –le dice– de que usted seservirá enviar hoy mismo, de ser ello posible, unmédico dependiente de esa Secretaría, a practicarle unexamen minucioso al señor Barba Jacob, cuyodomicilio, según le indicó a usted el señor PardoGarcía, es en las calles de Artículo 123, número 158,interior 5, examen, según usted tuvo la bondad dehacérmelo saber, del cual depende la inmediatahospitalización del poeta». Una anotación manuscritasobre la copia de la carta dice: «Hasta el sábado seisno había ido el médico a examinar al paciente». Y elmismo dos de abril el mismo Zawadsky le escribía alMinistro de Relaciones Exteriores de su país, LuisLópez de Mesa, dándole cuenta de la razón por la queen el caso de Barba Jacob había tenido que intervenirla Embajada: porque los encargados del Hospital deHuipulco se negaban a recibirlo considerándoloincurable. Y nada más de qué hablar: Barba Jacob noentró a Huipulco, y aunque murió rezando y confesado,dudo de que tampoco hubiera entrado al cielo.

Se fue a Perote por recomendación de su viejoamigo el doctor Margáin, en busca de su clima frío yseco y menor altura que la ciudad de México, queentonces lo hacían considerar como un lugar ideal paraconstruir un hospital de tuberculosos. En ese poblachotriste y semidesértico del Estado de Veracruz, dondesopla un vientecillo que remueve el polvo de los años,de los cientos de años en que en él no pasa nada, estabael dieciocho de agosto de ese año cuarenta segúnnoticia de El Nacional en sus «Columnas del

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periquillo», y allí se lo encontró Rogelio Cantúviniendo de Veracruz y le dio algún dinero. A RogelioCantú lo he ido a conocer a Monterrey, a El Porvenir,que le heredó su padre y que fundó Arenales. Fundó ydejó a los tres meses, en pleno éxito, entregándoselo alpadre de Rogelio, don Jesús Cantú Leal, en cuyapequeña imprenta de tipos móviles lo editaba. Rogelio,que entonces era un niño, recuerda a Arenales en elquicio de su casa, donde funcionaba la imprenta,lanzándoles una lluvia de monedas a los papelerillosque vendían el periódico. Y el mismo recuerdo lo tieneel historiador de Monterrey José P. Saldaña, a quien heconocido en su ciudad y que en los tiempos deArenales, siendo un muchacho y vecino de la casa delos Cantú, vio también en el quicio de esa casa aTlaloc manirroto lloviendo dinero del cielo. ¡Claro quetenía que quebrar! A los licenciados Santiago Roel yGalino P. Quintanilla, y al doctor Agustín GonzálezGarza y a don Nicéforo Zambrano, que habían aportadoel capital de veinticinco mil pesos para fundar elperiódico, les dejó el encargo de entregárselo a suimpresor en pago de la gran suma de dinero que leadeudaban. Las generosidades excéntricas de Arenaleshabían dado al traste con las finanzas del periódico, yuna segunda vez se tenía que marchar de Monterreycomo llegó, sin un centavo, y haciendo de su Porvenirpasado. Se marchó, según Rogelio, hacia el Golfo ohacia Tampico con unos trovadores colombianos cuyosnombres ha olvidado: Justiniano Rosales y Jorge Áñezpienso yo, pues Franco y Marín ya hacía tiempo que sehabían separado. En El Porvenir de Monterrey,presidiéndolo, hoy queda la foto de su fundador, conesos enormes bigotes arenalescos que Barba Jacobnunca usó, de traje oscuro y camisa con cuello depajarita. Y en sus archivos la huella traviesa de supaso: fundado el treinta y uno de enero de 1919, ElPorvenir empieza en el número mil uno por ocurrenciade su fundador, para darle tradición. El Porvenir quehoy subsiste está pues adelantado en mil números.

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Como El Imparcial de Guatemala, que está adelantadotambién en otros mil, por la misma ocurrencia delmismo señor. Pero han pasado tantos, tantos años porlos dos periódicos, que como a viejas actrices del cinemudo ya mil números ni les quitan ni les ponen. JoséNavarro, escribiendo sobre Arenales y su Porvenirdice que el primer ejemplar lo vendió Manuel GarzaArteche, pero lo que cuentan en Monterrey es queRicardo Arenales salió a la calle con los periódicosrecién impresos, congregó a la multitud, y les lanzó unalluvia de monedas para que con ellas los compraran, enlugar de repartirlos como publicidad. Ahora, pasandopor Perote rumbo a la capital, Rogelio volvía aencontrarse al fundador de su periódico, hecho unaruina, vencido por la mano inexorable de Cronos, y ledaba una limosna.

En cuanto al viaje a Tenancingo, lo hizo porsugerencia de su amigo de Últimas Noticias ArmandoAraujo, quien tenía en ese pueblo del Estado deMéxico unos familiares dueños de un hotelito. ManuelGutiérrez Balcázar, que lo acompañó en ese viaje, meha referido las circunstancias en que lo realizaron.Temprano en la mañana, en la terminal de camiones delmercado de La Merced intentaron tomar uno que salióatestado de pasajeros y de animales. Barba Jacobestaba resignado a viajar en él dada su extremapobreza, pero Manuel, previo regateo, logró contratarun taxi por setenta pesos, y partieron sin tener el choferni ellos la menor idea del viaje que les esperaba:ciento cincuenta kilómetros de los cuales más de lamitad, a partir de Toluca, eran de carretera noasfaltada, un terraplén polvoso de piedras filudas, enpésimas condiciones. Salieron a las diez de la mañanay llegaron a las tres de la tarde. Sólo una nochepermaneció Manuel en Tenancingo acompañando aBarba Jacob, y tras dejarlo instalado en el hotelito delpueblo regresó al día siguiente a México. ¿Era elhotelito el de los familiares de Araujo? Conchita me hacontado que Rafael y ella se le reunieron

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posteriormente a Barba Jacob en Tenancingo, y que porcerca de un mes vivieron con él «en la casa dehuéspedes de don Naciano». Rafael me dice que elembajador Zawadsky fue a visitar a Barba Jacob aTenancingo, y la esposa de Zawadsky, Clara Inés, lecuenta por su parte a José Gers en su reportaje que enel curso de una excursión a ese pueblo y alrededores encompañía de un grupo de diplomáticos, exiliadosespañoles y amigos mexicanos se hospedaron en laposada de don Chano, «famosa por sus platillosregionales». Don Chano, o sea don Naciano… «DonChano servía él mismo la mesa a sus huéspedes yescuchaba su conversación. Así se enteró de que entreel grupo había una colombiana. “¡Ay Dios –exclamó– apoco la señora es paisana del señor Barba Jacob! Conlo que le gusta a él pasarse sus temporaditas por acá”.Los comensales enmudecieron ante la idea de cuálsería, de entre nosotros, el ocupante del cuarto dondehabía habitado Barba, con su avanzada tuberculosis.Don Chano comprendió su indiscreción y se apresuró arectificar: “Ni modo que vayan ustedes a tener ahorareparo; el pobre es recuidadoso, viaja con sucuchillería y sus platos, y yo le tengo destinado esecuartito chiquito (y señaló uno en el fondo) que no loalquilo a nadie sino a él”. Y se deshizo en elogios delo rebonitos que eran los versos de don Porfirio…»«Temporaditas», en plural, es mucho: Barba Jacobsólo estuvo una vez en Tenancingo. En cuanto a sucuchillería y sus platos… ¡Qué iba a tener! Pero lo queen verdad me asombra en el recuerdo de la señora deZawadsky son los mexicanismos del habla de donChano. La señora era toda una embajadora; tan pocotiempo que pasó en México y salió hablando yrecordando en mexicano: «a poco», «ni modo»,«recuidadoso», «cuartito», «rebonitos»… Mi únicaobjeción es que don Chano no habría dicho «loalquilo» sino «lo rento»… Después el periodista lepreguntó: «Ustedes que llevaron varias veces al poetaa comer a su casa, ¿no sintieron escrúpulos?» Y la

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señora de Zawadsky le respondió: «Ni por parte mía nipor la de Jorge hubo el menor reparo porquetomábamos las elementales precauciones higiénicas. Encambio, mis hijas –entonces muy niñas– sentíansiempre ante el poeta cierta inquietud temerosa».

A la señora de Zawadsky, ya lo dije, la conocí enRoma, acabando ella de llegar de cónsul y siendo yo unmuchacho. Hasta hace poco conservaba un pasaporteque me expidió, que un invierno mandó a la chimenea.Recuerdo el trazo de su firma, las letras grandes,levantadas, seguras, ocupando espacio. ¡Qué iba aimaginar en Roma que ella había pasado por la vidadel poeta, y que el poeta acabaría apoderándose de lamía! En fin, en los papeles de Shafick encontré unacarta de Barba Jacob enviada a éste desde Tenancingopor conducto de Rafael, reprochándole que lo hubieraolvidado. En sus Memorias sobre el poeta Shafickaduce que acababa de casarse y su vida se le habíaenredado en complicaciones. (Se casó, ya lo sé, conFelisa, ¡a quien le dejó las Memorias!) Y conozcoademás, escrita en Tenancingo, una breve misiva deBarba Jacob a Manuel Gutiérrez Balcázar, de la queéste nunca me habló pero que encontré luegoreproducida en un periódico viejo: agradeciéndole elenvío de unos libros. «Mi hijito Rafael le dará másnoticias acerca de mí», le dice en ella.

La fisonomía de Gutiérrez Balcázar se me haborrado; no así el reconocido afecto que me inspiró esatarde en que fui a visitarlo a su casa de la colonia delos periodistas, a preguntarle por Barba Jacob a raíz deque su nombre figuraba en la lista de los asistentes alentierro del poeta que dio Excélsior. Un sentimiento degratitud me embargaba oyéndole hablar del poeta y sushistorias, las que Barba Jacob le contara en lasrepetidas, devotas visitas de Manuel a sus hotelitos depaso y alojamientos de sus últimos años: el Aída, elSevilla, la casa de vecindad de Artículo y Luis Moyadonde vivían Rafael y Concha, el apartamento, en fin,sin muebles de la calle de López al que se mudó del

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Sevilla a recibir la muerte.Una tarde, en el Sevilla, Gutiérrez Balcázar lo

encontró en compañía de Alejandro Reyes, el hermanode Alfonso el gran escritor mexicano, iracundo,demudado. De clavel rojo en el ojal y trajes biencortados, sombrero de fieltro en el invierno o de pajaen el verano, de bastón o paraguas, este Alejandro erala viva imagen de la bonanza, por contraposición aBarba Jacob que vivía enfermo y moría en la máslamentable penuria… Manuel presenció entonces unacuriosa escena: cómo Barba Jacob, frenético, echabacon malas palabras al otro de su cuarto. «Estás muyalterado, Ricardo –comentaba el doctor Reyesllamándole como le llamaban sus más antiguosamigos–. Más bien me marcho». «Vete –le contestóBarba Jacob– y no vuelvas». Cuando salió AlejandroReyes Manuel creyó también del caso marcharse, peroBarba Jacob lo detuvo con el mejor humor del mundo,como si cuanto acababa de presenciar el joven no fueramás que una comedia y él un actor cínico. Haciéndoleque se quedara le dijo que el otro sólo venía a pasearante él su prosperidad y su bonanza, mientras sutacañería de buena gente de Monterrey se olvidabasiempre de traerle algo en alivio de su pobreza.

En una nueva visita otra tarde Manuel le encontró demal aspecto, de un color amarilloso en el rostro, con elpelo revuelto y en el mayor desarreglo. Tenía puesto unsweater rojo de lana y cuello de tortuga, y leía un librode poemas que continuó leyendo en voz alta para elvisitante, transfigurándose: era de su amigo antioqueñoLeón de Greiff, a quien había conocido años atrás, a suregreso a Medellín. Esa tarde le narró a GutiérrezBalcázar lo que tantas veces y en tantas ciudades ypaíses les había narrado a otros: los mágicos sucesosdel Palacio de la Nunciatura, de cuya verdad le habíaacabado por convencer el tiempo.

El sweater lo han mencionado otros: Fedro Guillén,en una entrevista que le hizo a Barba Jacob para ElImparcial de Guatemala el veintinueve de agosto de

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1941, en el Sevilla. Cuando Fedro preguntó por él a laentrada una comadre que lavaba ropa dijo en voz alta:«¡Buscan al taita!» Un pasadizo lleno de macetas conflores le condujo hasta su cuarto, a cuya puerta vigilabaun perro soñoliento. De sweater gris, lanzando volutasde humo azulino en la penumbra, Barba Jacob le tendióla mano animoso. Hablaron de El Imparcial, deArévalo, de los amigos comunes, de Guatemala. Laslíneas de su cara aparecían y desaparecían en lasemioscuridad cada vez que avivaba el fuego delcigarro con frenéticas chupadas. Hablaba con voz lentay ademanes nerviosos, y todo en el ambiente parecíahaberse detenido por virtud de su palabra. Fedro lerecordó los tiempos en que visitaba la finca de supadre, Flavio Guillén, en el campo guatemalteco,donde gustaba de morder guayabas tiernas que cortabacomo un chiquillo fugado de la escuela, y la alarma quecausaba en el comedor de la casa con sus extrañasmezclas de café y mantequilla por ejemplo, orepartiendo antes de marcharse esos cigarrillosembadurnados de cierta substancia que hacía echarchispas al que los fumaba…

Semanas después de la visita de Fedro, el trece deoctubre, a las once de la mañana, fue al Sevilla HugoCerezo acompañando a Bernardo Casanueva avisitarlo. Rememorando en un artículo necrológico lavisita, Hugo Cerezo menciona asimismo el sweater.Los visitantes cruzaron el patio, subieron la escalera yavanzaron por el corredor de las macetas florecidas.En éste una mujer llamó a gritos: «¡Taita!», y lapalabra que trajo Barba Jacob de Colombia a México yque ya Fedro Guillén había oído antes volvió a resonaren la casona antigua de corredores con barandales ynumerosos cuartos a tal hora desiertos: «¡Taita!» Losrecibió Rafael. Algunos momentos transcurrieron antesde que los visitantes empezaran a distinguir las formasen la semioscuridad del cuarto. Entonces Hugo Cerezovio por primera vez al poeta: «materialmente perdidoen la ropa de la cama». Vestía un sweater rojo,

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desteñido, y el cuerpo casi no ocupaba espacio en lacama angosta. Una gran tristeza invadió al nuevovisitante. Después llegaron otros. Había en lahabitación frascos amontonados y una valija en la que,según Barba Jacob les dijo, guardaba poemas inéditosy correcciones a los ya publicados. Les expresó elanhelo «de un poco más de tiempo» para revisaraquello, y les agradeció la visita…

El sweater, según Rafael, era de cuello alto y decolor amarillo. Lo tenía puesto la noche de navidad deese año cuarenta y uno, su última navidad, en elSevilla, a dos semanas de la muerte. Me dice Rafaelque le acompañaban él, Conchita y Margarita deAraujo, y que tomaban chocolate caliente. A BarbaJacob, por su debilidad, se le cayó la taza y el líquidose le derramó encima, pero el grueso sweater de lanalo protegió de quemarse.

En cuanto al libro de León de Greiff, GutiérrezBalcázar me ha dicho que Barba Jacob se lo prestó,«con cierta reticencia por tenerlo en gran estima».Llevaba el libro una dedicatoria del autor: «ParaPorfirio Barba Jacob, poeta colombiano, con mi cariñopaisa». Felipe Servín por su parte me ha hablado delmismo libro, las Variaciones alrededor de nad a, que ala muerte de Barba Jacob Rafael le regaló, y que él asu vez regaló a la Biblioteca Pública de la ciudad deMérida, cuya dedicatoria a Barba Jacob terminabadiciendo «con mi cariño paisa». Paisa, que enColombia significa antioqueño. Las palabras de unadedicatoria, el incierto color de un sweater, indecisosentre el recuerdo y el olvido…

Muerto Barba Jacob, León de Greiff quedó brillandosolo como el último gran poeta de Colombia. Despuésde él nada, nadie: poetillas por nubarrones como laplaga de la langosta, enfilando verticalmente frasescortadas, sus dizque versos, a las que nunca nadiejamás les hará el homenaje de la memoria… En lacomisión de periodistas y escritores que envióAntioquia a México a repatriar las cenizas de Barba

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Jacob venía León de Greiff. Él y Emilio Jaramillo,también de la comisión, presenciaron en el PanteónEspañol la exhumación de los restos. Era el añocuarenta y seis, el nueve o diez de enero. Añosdespués, muchos, León de Greiff le contó a JavierGutiérrez Villegas en una entrevista el suceso:«Llegamos a la fosa señalada con una pequeña lápidade mármol que decía Miguel Ángel Osorio. Mientrasdos hombres sacaban tierra, todos se retiraron menosEmilio Jaramillo y yo. La caja se encontró como acinco metros de profundidad y luego de traerla y deabrirla mostró un puñado de huesos carcomidos y detrapos deshechos. Todo pasó al horno crematorio pororden de las autoridades de higiene y a los minutos deun calor como de fragua retiraron unos puñados de unamateria como maíz tostado. La echaron en una hermosacopa de plata y uno de mis compañeros le agregó unpoco de tierra que había recogido de la sepultura…» Yno dejó de aludir León de Greiff en su entrevista alescándalo por derroche que se había suscitadoentonces en la generosa Antioquia porque venían cincoa traer de vuelta lo que podía cargar uno.

A León de Greiff lo conocí en Bogotá: lo vi pasarpor una calle del centro con su boina, su barba, su largapipa, comiendo bizcochos viejos que se sacaba delbolsillo del saco. Entonces frecuentaba el Café ElAutomático, que tenía a la entrada, encallada, la proade un buque. Dicen que pasó sus últimos añosencerrado en un cuarto, poniendo en un tocadiscosmúsica clásica a un volumen atronador para que nollegaran hasta él los ecos de la estupidez humana.Cuando murió yo estaba en Cuba en mi segunda visita ala isla. Esta vez, burlando a los esbirros de Castro,pude consultar en la Biblioteca José Martí de LaHabana los viejos periódicos y revistas del año ocho,del quince, del veinticinco, del treinta, donde quedabanhuellas de Barba Jacob: les dije a los «compañeros»que estaba escribiendo la biografía de Julio AntonioMella, el mulato loco precursor de esta revolución de

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infamia que dizque es «eterna», como Dios. En fin, aldiablo Cuba y su negra suerte: eso quisieron, esotuvieron. El pueblo imbécil.

El diez de enero del mencionado año cuarenta y seis,a las once de la mañana, y a pocos pasos de las tumbasde Díaz Mirón y de Nervo en la Rotonda de losHombres Ilustres, los secretarios de Educación yRelaciones Exteriores de México Jaime Torres Bodet yFrancisco Castillo Nájera le entregaron a la comisióncolombiana la urna con las cenizas de Barba Jacob, laurna de plata. González Martínez, que con AlfonsoReyes había hablado años atrás en el entierro de BarbaJacob, volvió a tomar la palabra para evocar a suamigo. Luego se dirigió a los concurrentes el periodistaantioqueño José Mejía y Mejía de la comisióncolombiana y de La Defensa de Medellín, un periódicoen el que por entonces trabajaba mi padre. Luego eljoven poeta mexicano Jorge González Durán leyó dospoemas de Barba Jacob, y luego el secretario deRelaciones Castillo Nájera dio término a la ceremonia:«México entrega los restos amados, con el pesar de undesprendimiento que lastima el alma. El poeta fue suyo,también, íntegramente. Nuestras ciudades, la metrópolimás a menudo, le vieron combatir, en el curso de unaexistencia múltiple, contradictoria y dramática,intentando la conquista de un ideal poético…» Sehallaban presentes el nuevo embajador colombianoJorge Zalamea, Carlos Pellicer y una veintena dediplomáticos y hombres de letras. También RafaelDelgado y Julio Barrios, proyectando según Rafael mecontó en Nicaragua robarse las cenizas de Barba Jacobpara dispersarlas en la tierra mexicana y que novolvieran a la mezquina Colombia. Pero no seatrevieron y el fantasma vuelto cenizas regresó en lacopa de plata. El trece de enero, en el «campo deaviación» de Medellín donde años atrás se matóGardel y al que tantas veces yo habría de ir de niño conmi tío Ovidio a ver incendiarse aviones, aterrizó elavioncito con la comisión y su encargo. Pellicer venía

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con ellos por designación del secretario Torres Bodet.Tanto el uno como el otro habían sido amigos, en loslejanos tiempos de Cronos, del tempestuoso RicardoArenales… Cuando se detuvieron los motores delavioncito se vieron correr entonces por los camposadyacentes, hacia el pequeño aeropuerto, hombreshumildes del pueblo y mujeres cargadas de niños quevenían a recibir al poeta. Fue su único viaje en avión:muerto, si bien lo quiso hacer vivo. Daniel SamperOrtega, que pasó por México en los primeros días deagosto del año cuarenta y uno y encontró a Barba Jacobal borde de la muerte, con un pulmón completamenteperdido y respirando dificultosamente con el otro,reunió a su regreso a Colombia, entre los amigos delpoeta de Medellín y Bogotá (como Antonio J. Cano,Gabriel Cano y Fabio Restrepo) y su primo Luis FelipeOsorio, seiscientos pesos para repatriarlo por avión,por Avianca; pero enterada la compañía, por unanoticia de El Espectador tomada de un periódico deManizales, de que el pasajero se hallaba en el últimogrado de la tuberculosis, le hizo saber al señor SamperOrtega que no vendería el pasaje a menos que se lepresentara el certificado de un médico de Méxicodeclarando que Barba Jacob no padecía ningunaenfermedad contagiosa: que entonces la Panamericande aquella ciudad le expediría el boleto. EnteradoBarba Jacob de estas gestiones, en carta del veintiséisde septiembre le decía a Antonio J. Cano, de Medellín,que había estado dispuesto a tomar el avión, pero quese alegraba de que Avianca no hubiera queridovenderle el pasaje pues estando como estaba,respirando con un solo pulmón, congestionado, el viajehabría sido según los médicos funesto. Imposibilitadopues de volver por avión, y mucho menos por barco,que le mandaran el dinero… Entonces al Congreso deColombia, tan generoso, tan oportuno, se le ocurrió laperegrina idea de dictar una ley destinando cinco milpesos para la repatriación y asistencia médica «delaltísimo poeta Porfirio Barba Jacob», cuyo

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cumplimiento, por los tortuosos y pantanosos caminosde la burocracia y el papeleo, habría tomado, segúnmis cálculos e íntimo conocimiento, padecimiento, delpaís, hasta no menos del año dos mil, y Barba Jacobmurió tres mesecitos después de la ley, en enero delcuarenta y dos: sin la colecta de sus amigos pues sehizo innecesaria al ocuparse de todo la ley, y sin la leypues en Colombia la Ley no existe: es pura palabrería.Allá la Ley siempre hace el mal, hasta cuando quierehacer el bien. Es como Cristo o Nazarín: bien o malintencionada donde mete su entintado hocico todo se locaga. Por lo demás el leguleyo Congreso de Colombia,roñoso y vil, se ha venido superando en su indignidadcon los años, y hoy en día es una banda bicolor, azul yroja, de forajidos analfabetos y venales. Todo lo que sediga de su infamia es poco. E inútil. Así que volvamosa Barba Jacob y su viaje en avión: volvió en cenizas,menos que muerto.

En enero del veintiocho, cuando era Jefe deRedacción de El Espectador de Bogotá, había escritocon intuición luminosa, a raíz de la llegada aBarranquilla, Colombia, de los aviadores Costes y LeBrix, el artículo «La epopeya del aire (divagaciónincoherente a propósito de un vuelo)», de proféticaspalabras sobre la aviación: «La llegada de los jóvenescapitanes nos da una suerte de universalidad con queacaso no habíamos contado. Un día las estupendasproezas de la aviación vienen a probarnos que elmilagro es ya un hecho cotidiano y a sugerirnos que lasrutas del aire pueden llegar a ser mucho menospeligrosas que las rutas del suelo. La aviación consumaapenas sus primeras victorias definitivas, pero nos dejaentrever mil admirables posibilidades cercanas. Ellaprestará matemática seguridad a sus naves; sabráponerlas a cubierto de las mutaciones de lameteorología; les dará ensanche acorde con lasexigencias del turismo, de la industria, del comercio.Se hará tal vez más rápida, de suerte que llegue areducir las distancias. ¿Será así? Algo se resiste en

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nosotros a la admisión de una realidad que tiene tanvivas trazas de cercanía en el curso de los años…» Talel comienzo. Y he aquí las palabras finales: «Pero aunen las magníficas epopeyas del aire, cruzando losocéanos y los continentes a una velocidad que suscitael vértigo, en medio del orgullo de su nuevadominación, el hombre no se habrá redimido de suvieja inquietud, de la tristeza que se esconde en laoscuridad de sus orígenes y de sus destinos. En estecanto magnífico vuelve a torturarnos el dolor, elirreductible dolor humano. Y es que la certidumbre denuestra limitación, de estar eternamente presos en estesaco que es nuestra piel, reaparece y se aviva por elcontraste de la miseria propia con esa visión de gloriaimposible, de vuelo ilimitado, de júbilo que ningúndios pudo sentir jamás». Pero ya años antes habíaalzado el vuelo en un poema compuesto en Guatemala:«No hay nada del hombre antiguo en mí. Mi aeroplanoveloz, triunfal, sonoro, con motor de diamante, conhélice de oro…» Es el poema «Imágenes», queempieza: «Algo queda del hombre antiguo que hubo enmí, tan lejano, tan cercano…» Ya el avioncito habíadejado atrás a Guatemala, sus «cielos vagos y vuelosde quetzales», sus volcanes y sus lagos, y el poetaahora, desandando los pasos, regresaba por la última ydefinitiva vez a Antioquia. El cortejo se dirigió porentre la multitud del aeropuerto a la Universidad, alcentro de la ciudad, y en la mañana del catorce, cuartoaniversario de aquella oscura madrugada fría deMéxico, la urna de plata fue llevada de la Universidada la Catedral Metropolitana, y de la catedral alCementerio Universal. Allí quedó, a la sombra de susaltos pinos, protegida bajo la tierra por varias losas demármol y placas con inscripciones del departamento deAntioquia y del municipio de Angostura, el pueblito desu infancia. Pero si los restos del poeta habíanregresado en la urna de plata, su intrincada vida vividaen tantos países se sustraía a la curiosidad de suspaisanos antioqueños. Entonces surgió su leyenda.

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Fedro Guillén escribió en México un artículorecordando a Barba Jacob en el primer aniversario desu muerte. Y otros escribió en el quinto, en el décimo,en el vigésimo. Jamás lo olvidó. Un día pudo conocer aColombia y vino a Medellín, a visitar en el CementerioUniversal la tumba de quien había sido amigo de supadre en Guatemala y su amigo, ya al final de su vida,en la ciudad de México, y la encontró invadida por lahierba y la maleza. La leyenda se había apagado en elolvido…

Crucé el patio, subí la escalera y tomé por elcorredor de las macetas florecidas. Una comadre quelavaba ropa abajo gritó hacia lo alto: «¡Buscan altaita!», y su voz resonó en la vasta casona del HotelSevilla, por sus corredores de barandales y susnumerosos cuartos a esas horas desiertos. Un perrosoñoliento parecía vigilar echado a unos pasos de supuerta. La puerta estaba entreabierta y pasé. Un haz deluz polvosa se filtraba por una hendidura de la ventanaque daba a la calle. Fueron precisos unos momentospara que se me acostumbraran los ojos a la oscuridadreinante. Vi la vieja valija de los versos en el piso; visu cama amplia; vi la cama angosta de Rafael y lachaise-longue de los visitantes; vi el reverbero dealcohol en una mesa; vi el ropero y la mesita de noche,y sobre la mesita de noche muchos frascos de remediosy una escupidera. Entonces, entonces le vi: deespaldas, fumando, balanceándose, en la mecedora quellevó a Morelia. Un leve chirrido pautaba el balanceo ylas volutas de humo azuloso del cigarro se deshacíanen la penumbra de la estancia. ¿Cómo llamarlo? Nadiehabía llegado a saber tanto de él como yo, y no sabíacómo llamarlo. «¿Don Porfirio?» aventuré, y mi vozsonó tumbal y hueca. Entonces se volvió y en la tenueluz azulina pude distinguir su rostro adusto, volteriano.Iba a decirme algo, iba a hablar, iba yo a escuchar porfin su voz imponderable cuando otra voz, una voz deespañol cerril resonó a mis espaldas: «¿Es el cuartoque va a tomar?», preguntó el gallego. Y en ese instante

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el hechizo se rompió. Desapareció el poeta,desapareció la silla, desapareció el reverbero,desapareció la cama angosta y la cama ancha y lachaise-longue y el ropero y la mesita de noche con laescupidera y los remedios. Afuera, abajo, enAyuntamiento empezó a sonar un estrépito de claxons yla luz vulgar del día inundó el cuarto: un simple cuartode hotel de prostitutas y de rufianes. Bajando laescalera encontré el hotel cambiado: la escalera lahabían mudado de lugar y ya no estaban las macetasflorecidas, ni el perro soñoliento, ni el lavadero, ni lacomadre, y don Ramón, el hombre bondadoso ycomprensivo que me había recibido hacía un instante,se había trocado en un español cerril, groseroadministrador de un hotel de paso. Don Ramón, medicen, murió en estos últimos años, antes de que yoalcanzara a saber de su existencia. Cuando dejé el hotelya el tranvía no arrastraba afuera su fatigado estrépitode hierros viejos y su tintineo de campanas: no habíatranvía. Y los pregones de los vendedores deperiódicos en la calle de Dolores anunciando noticiasde la segunda guerra se habían silenciado. Grandestitulares infames daban cuenta en cambio de grandesfraudes infames… El México de los López Portillo ylos Echeverrías…

Y sin embargo en la calle de Dolores aún existen loscafés de chinos adonde solía ir a comer el poeta, y enÚltimas Noticias siguen saliendo los «perifonemas».¡Cuántos los habrán escrito en el curso de estas cuatrodécadas largas que hace que los dejara! México es unaextraña mezcla de persistencia y olvido. Aquí el tiempoa la vez que corre se detiene. Las canciones pasan demoda… y se siguen oyendo. En una emisora de esasque transmiten desde el otro tope del túnel del tiempo¿no he oído el fox-trot de Rubén de Montesgil«Quédate pensando»? En 1940, cuando su autor solíavisitar al poeta, era un disco de éxito. Rubén deMontesgil, joven pianista al que Barba Jacob conocíadesde Monterrey y uno de sus visitantes del Sevilla,

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marihuano, y de quien nada más sé, ni cuándo se murió.De los que sí sé cuándo murieron es del licenciado

Francisco Ramírez Villarreal y don Jesús RomeroFlores, antepenúltimo y último de los constituyentes deMéxico, quiero decir sobrevivientes de los doscientosdieciocho diputados del Congreso Constituyente deQuerétaro que el cinco de febrero de 1917 firmaron laCarta Magna que hoy rige a este país, la Constituciónvaya, más o menos cotidianamente burlada. Muerto ellicenciado Ramírez Villarreal y el penúltimo de la listaque ya no recuerdo, a don Jesús le tocó, más de sesentaaños después de la fecha memorable, la botella dechampaña que don Venustiano Carranza ofreció en taldía para el último que los sobreviviera. Homenajeadosen sus últimos años por todos, por todos recordados yadmirados dada su persistencia en el vivir, ellicenciado y don Jesús murieron paradójicamenteenvueltos en la nube de su propio olvido: no sabían yani quiénes eran ni cómo se llamaban. Entes fisiológicosdesconectados de la engorrosa máquina de la memoria,modelos de mi más soñado ideal… Pero vamos porpartes, por orden cronológico siguiendo paso a paso lavendimia de la muerte, su matazón. Coordinado conella conocí primero al antepenúltimo, después alúltimo.

Al licenciado Francisco Ramírez Villarreal me fuedado conocerlo por amable mediación de FedroGuillén, su amigo de viejos tiempos, una risueñamañana de domingo en que fui con éste y su mujer aCuernavaca, a la caza de los fantasmas. Vivía ellicenciado en el barrio de Acapantzingo, afueras de laciudad, con una criadita sensual, Imelda, e infinidad degatas y gatos lujuriosos, en un conjunto de casonasviejas, desmanteladas, fantasmagóricas, circundadaspor un inmenso jardín de ciruelos, zapotes, guayabos,mameyes, manglares… Todo ahogándose ante elavance del descuido, la suciedad, la reproducción y lamaleza. Instalados nosotros, los visitantes, bajo losaltos árboles y ante una mesa metálica, corroída, del

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jardín, en tanto Imelda va a llamar, a despertar allicenciado en su buhardilla, he aquí una sucintapresentación del santo: Nacido en 1890 en Saltillo,Coahuila, y compañero de escuela del ilustre AlfonsoReyes, Francisco Ramírez Villarreal se unió de jovenal movimiento constitucionalista de don VenustianoCarranza, fue miembro del Estado Mayor del generalDiéguez, gobernador de Colima, gobernador deNayarit, director de periódicos, diputado constituyente,anticlerical furibundo, subsecretario de Gobernación.Sus gatos dormitan ahora bajo el sol borracho deCuernavaca, y él en su buhardilla de cuento de brujas.La criadita no lo logra despertar, así que va Fedro porél. Y helos aquí descendiendo, paso a paso, lentamente,cautamente por la escalerita metálica, de la buhardillaal jardín. Él es un hombre bajito, regordete, lujurioso,que babea, como personaje de Crommelynck. Unviejito verde. Le hemos traído una botella barata de ronde Chiapas para avivarle los recuerdos, y al sentarse ala mesa le preguntamos por Ricardo Arenales. Ellicenciado escupe, maldice, llama a gritos a Imelda yse toma la primera copa. Parece que Arenales vivióallí, en una de esas casonas, con el licenciado y sumadre. O bien en una casa de Puebla, no queda claro.«Hijo –le dijo un día la madre al licenciado–, ¿quévamos a hacer con el señor Arenales que no semarcha?» «Pues envenénelo», le contestó él. Y eso estodo. A nada más de cuanto le preguntamos en adelantesobre el poeta nos puede dar respuesta el licenciado.Mis palabras resonaban en su cerebro vacío como eleco del viento en una calabaza hueca. El licenciado setoma otra copa y otra y otra y va diciendo: «AlfonsoReyes, muy amigo mío, ya murió, hace veinte o treintaaños. Ricardo Arenales, también amigo mío, ya murió,hace más de treinta años. Y el licenciado FernandoAncira, también murió, hace una infinidad de años. YManuel José Othón y Manuel Múzquiz Blanco y MaxHenríquez Ureña… ¡Todos muertos!» Se detuvo uninstante, pensativo, y levantándose tambaleante nos

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preguntó: «¿Y el licenciado Francisco RamírezVillarreal, está vivo o está muerto?» Y el licenciadoFrancisco Ramírez Villarreal era él…

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Abrumado por el peso invencible de su olvido ellicenciado volvió a sentarse, y en tanto decidía sipertenecía al mundo de los vivos o al mundo de losespectros se sirvió otra copa. Tiempo después, cuandoel licenciado Ramírez Villarreal también había muerto,encontré en la Biblioteca Nacional de México, en unpaquete de recortes de periódicos sobre Barba Jacob,un viejo artículo de Raúl Leiva sin fecha, pero escritosin duda veinte o más años atrás, dando cuenta de unavisita al licenciado Ramírez Villarreal a esa mismacasa de Cuernavaca. A juzgar por la lista de ilustresvisitantes que el cronista menciona, el licenciado aúnvivía una época de esplendor. «Sin embargo esteluminoso domingo de marzo estamos solos con ellicenciado Ramírez Villarreal y lo aprovechamos pararecordar a Porfirio Barba Jacob, el poeta colombiano aquien nuestro amigo trató en su juventud, en Monterrey.La alerta memoria de Pancho se hunde en el pasado(más de medio siglo, primera década del XX) y nosretrotrae la imagen viva del en ese entonces RicardoArenales, ya brillando como un astro en el opacopanorama de la provincia mexicana». ¡La alertamemoria de Pancho! ¡Quién dijera! Entonces ellicenciado le contó a Raúl Leiva de cuando, siendo unjovencito, conoció al poeta en Monterrey: «ConRicardo Arenales –le dijo– disfruté de una amistacordial. Aprendí con él a concederle más valor a lascosas del espíritu que a las materiales; él despertó enmí el amor a la poesía y al arte. Yo tenía entoncesquince años. Él era un hombre sereno, controlado,agnóstico. Una vez me dijo Ricardo: “La poesía es lareligión de los pueblos cultos. Si en lugar de adorar aJesús amáramos a Homero, la humanidad no sufriríatanto”». Y a la pregunta de Raúl Leiva por los amigosdel poeta el licenciado recordó a Alfonso Reyes, aFernando Ancira, a Max Henríquez Ureña, a ManuelJosé Othón, a Manuel Múzquiz Blanco. «El poetacolombiano siempre fue el centro, el más popular, elque lograba reunirlos. En ese entonces era un bohemio

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que bebía mezcal y fumaba cigarrillos de hoja. Semantenía lúcido y sereno, sin permitir que el alcoholllegara a dominarlo. Era un hombre modesto, sinexigencias, sin mayores necesidades. Se contentaba conpoco: tener dónde vivir y cómo alimentarse. Vivía enla calle de Zaragoza». Luego le contó de cuando leencarcelaron «acusado de injurias a las autoridadespor los ataques que había publicado en El Espectadorcontra los malos manejos de la Compañía de Agua yDrenaje», y aludiendo a El Porvenir recordó queescribía en una máquina Oliver «de aquellos tiempos»,y que no le gustaba hacerlo a mano porque, segúndecía, «su pensamiento trabajaba más aprisa que lapluma». «Ricardo Arenales –dijo el licenciado al finalde su reportaje– jamás sonreía. Era un hombre noble ymisterioso, un gran poeta lleno de ternura para con sussemejantes».

Ricardo Arenales… En Antioquia no conocimos aRicardo Arenales: quien se marchó era Miguel ÁngelOsorio, quien regresó Porfirio Barba Jacob y así lehemos designado en adelante. Fue a don Jorge Floresen México a quien por primera vez oí llamar al poetaArenales, y una sensación de extrañeza entonces meinvadió, sentí que se refería a un personaje extraño,distinto a quien yo buscaba. Otros luego, como donJorge, habrían de hablarme asimismo de Arenales puesasí le conocieron: en México, en Honduras, en ElSalvador, en Costa Rica, y con todos mi sensación deextrañeza persistió. Sólo al cabo de los años de tratarde recobrar al poeta entendí un día, de improviso,como una revelación, que por sobre la aparenteextravagancia su empeño en cambiarse de nombreocultaba una profunda realidad: él había intuido lafalacia del lenguaje que es designar en igual forma alniño, al joven, al hombre y al anciano, y que en elcorrer de la vida el nombre sólo da una ilusoriacontinuidad. Tiempo antes de su confesión con el padreMéndez Plancarte de que me han hablado tantos, delfinal, y cuando aún no se traicionaba a sí mismo, estuvo

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tentado a cambiarse por la postrera vez el nombre yllamarse Juan Pedro Pablo, suprema lucidez, supremaburla, para jugarle una broma a la muerteanticipándosele, hundiéndose en la vaguedad anodinadel nadie. Al final, empero, mientras se disponía acruzar el umbral de la última puerta, creyó habervivido equivocado, que era verdad la falacia y que porsobre la diversidad aparente él había sido siempre unomismo: Miguel Ángel Osorio, como le bautizaron en laiglesita de Santa Rosa de Osos. Era entonces cuando seequivocaba: Miguel Ángel Osorio no era más que unfantasma entre muchos de un remoto y ajeno pasado.

Pero por andar teorizando sobre Ricardo Arenalesme he desviado de los ilustres constituyentes,sobrevivientes. Volvamos a don Jesús Romero Floresque nos falta. Lo conocí por casualidad en un banco; levi llegar a un escritorio a tratar algo referente a sucuenta bancaria, y me produjo la sensación de quehabía vivido tantos años que ya no sabía ni en quémundo andaba. Cuando a la empleada que lepreguntaba sus datos le dio su nombre y su teléfono losanoté, convencido de que su vida se había cruzado conla de Barba Jacob. Le llamé por teléfono en la noche asu casa y me dijo que efectivamente había conocido alpoeta. Concertamos una cita y al día siguiente fui avisitarlo a la Biblioteca del Senado de México que éldirige. Una mujer impertinente, su secretaria, que estáhablando de infinidad de vacuidades, le pregunta entreotras cosas a don Jesús por los padres de uno de susnietos, y como él no recuerda ella se extraña, a lo queel viejo le replica: «Todo se olvida, niña, todo seolvida». Por ejemplo que yo estoy ahí. Luego recordóque el nieto por el que le preguntaban era hijo deManuel, su primogénito, el primero de los muchos hijosque tuvo en sus dos matrimonios y a quienes en laactualidad vagamente recuerda. Advirtiendo entoncesmi presencia, mi olvidada presencia, se levantó y sedirigió a las estanterías de la biblioteca por un libro,los Poemas intemporales, pero volviéndome a olvidar

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en el camino de regreso y que por mí había ido atraerlos, se da a leérselos a su secretaria. Llega luegoun mensajero a recoger unos libros que, según dice,don Jesús debe enviarle a un profesor amigo, entre loscuales uno que don Jesús acaba de editar y que escribióen el año cincuenta y cinco a raíz de un viaje a Rusia.Don Jesús va a ponerle una dedicatoria pero olvida elnombre de su amigo. Se marcha el joven de los libros yentra sin dar tregua una muchacha que está haciendo sutesis sobre la prostitución en México. La secretariacomenta otra sarta de necedades sobre el tema, y donJesús le dice a la estudiante que nada sabe al respecto:que recuerda vagamente haber visto unas putas «porahí»… Se va por fin la muchacha, la secretaria pidepermiso para ir a cobrar el sueldo y entonces me quedosolo con don Jesús. Entonces me habló de su ocasionalencuentro con Barba Jacob en La Piedad Cabadas,Michoacán, su pueblo, y también el pueblo como bienlo sé de Ayala Tejeda y de Servín. A mi pregunta porsus paisanos don Jesús, que nació en 1885 y tienenoventa y cinco años cuando mi entrevista, se extrañade que Felipe Servín, que anda por los setenta y cinco,aún viva. En cuanto a Ayala Te jeda no lo recuerda.¡Ah, sí, sí lo recuerda! Alguna vez viene a esa oficinade la Biblioteca del Senado a visitarlo: era hijo delfotógrafo de La Piedad y también solía tomarfotografías. Y he ahí la clave de una fotografía deBarba Jacob tomada en ese pueblo, que Rafaelconservó y me mostró en Nicaragua. Barba Jacob, detraje y corbata oscura de rayas claras oblicuas y con uncigarrillo en la mano, aparece en el centro de la fotoflanqueado por Rafael y Felipe Servín, ApolonioGuízar y alguien más no identificado, pero sin AyalaTejeda, que también tenía que estar y no está. ¡No estáporque él tomó la foto! Sobre la misma, con tinta negray una bella caligrafía que bien podría ser la del poeta,alguien ha escrito: «Porfirio Barba Jacob en La Piedad,Mich. 1-2-3 y 4 de junio de 1935». En 1935, vive Dios,no pululaba aún por este mundo la plaga de los turistas

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con cámara prodigando fotos, ociosas fotos, muertasfotos de gentes y ciudades. Lo que había entonces erafotógrafos profesionales, estáticos fotógrafos de oficio,herederos del daguerrotipo.

Pocos episodios de la vida del poeta he podidoreconstruir con mayor precisión que su alegre viaje aLa Piedad. Quedan las fechas, quedan los testimonios,queda la foto. El viaje según Felipe Servín se organizócuando él y su hermano Rafael se encontraron conBarba Jacob y Rafael lo invitó a su pueblo y le dio eldinero del pasaje. Como Barba Jacob se negaba a ir sinFelipe y éste tenía que viajar con su mujer y sus niños,hubieron de comprar pasajes de segunda para todos.Dice Ayala Tejeda que conoció a Barba Jacob antesdel viaje a La Piedad, aquí en la ciudad de México.Dice Servín que a Ayala Tejeda lo conoció BarbaJacob en La Piedad, donde aquél trabajaba en lamercería de Apolonio Guízar «el pollito». No tieneimportancia. Tampoco que el recital-conferencia que leorganizó Ayala Tejeda y en el que lo presentó Servínno tuviera ningún éxito. ¡Cuántos recitales sin éxito nohabía dado por los terregales de este mundo! Pese alfracaso del recital (si es que uno puede fracasar en LaPiedad, Michoacán) Barba Jacob se quedó, segúnAyala Tejeda, cinco días felices en el pueblo,hospedado en el Hotel Central de don Porfirio Álvarez,«puto como él» (o sea como Barba Jacob), quien loalbergó como a un rey y al final le cobró muy poco.Don Luis Guzmán, agente del Ministerio Público, fuecon Ayala Tejeda a ese hotel a conocer al poetallevándole, pues lo precisaba para el recital, unejemplar de sus Canciones y elegías, y de paso unabotella de coñac y dos kilos de marihuana. Dice AyalaTejeda que a Barba Jacob le fue tan bien en su puebloque hasta un muchacho le consiguieron, y que empezó aescribir un poema, el «Soliloquio en La Piedad», quenunca terminó. De don Luis Guzmán, el procuradoralcahueta, me ha contado por lo demás don JesúsRomero Flores, en nuestra inefable entrevista, que era

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«un muchacho riquito que tenía un rancho cerca alpueblo, El Guayabito de Pedroza»; que se dedicaba ala literatura, que fue suplente suyo en el Senado y queen la ciudad de México le presentó a Barba Jacob, aquien don Jesús en La Piedad tan sólo había vistopasar.

Tres semanas según Servín se quedó Barba Jacob enLa Piedad haciendo estragos. Servín regresó a Méxicoobligado por su trabajo, y el poeta se quedó instaladomuy a gusto en el pueblo, en el hotel de ese PorfirioÁlvarez con quien coincidía en el nombre y en elhomosexualismo. Después le contaron a Servín que elpoeta se pasaba interminablemente las horas en eljardín central haciéndose lustrar los zapatos «parameterle mano a los boleros»: a los limpiabotas pues.Hasta que Rafael Servín y demás amigos le reunieroncon dificultad cien pesos más el pasaje para que semarchara. De los cien pesos Barba Jacob se guardódiez para una botella de tequila, y el resto lo repartióentre los mozos del hotel. Algo después de su regresoapareció Ayala Tejeda por la capital, y con unarecomendación del poeta consiguió trabajo en losTalleres Gráficos: allí seguía tras la muerte de BarbaJacob y allí editó, póstumamente, los Poemasintemporales.

Tres semanas o cuatro días o lo que se hubieraquedado, para el quince de junio ya estaba de regresod e La Piedad en la ciudad de México: en esa fechaShafick lo vio saliendo, pasada la media noche, de unacantina de la calle Dieciséis de Septiembre cayéndosede ebrio. «Daba asco verlo» escribe en sus Memorias,en esas memorias suyas sobre el poeta que nuncaterminó. Alejándose de la «escena repulsiva» Shafickle rehuyó esa noche, pero para volverlo a ver el treintade junio después de haber recibido una llamadatelefónica suya. Comieron juntos, y de la borrachera deesa noche Barba Jacob le contó que le había llovidoalgún dinero y que se lo había gastado todo en ella. Leestuvo hablando de La Piedad, de los muchachos que

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allí se consiguió, de lo mucho que bebió obsequiadopor el pueblo, de la mucha marihuana que fumó, y de laconferencia que dio, según él la mejor de su vida. Lemostró una serie de fotografías en que aparecía con susamigos de La Piedad: en algunas sentado «perdido deebrio», en otras de pie fumando, en otras comiendo ybebiendo, en otras al lado de sus amigos, «surgiendocual un fantasma de un segundo término oscuro». Ypensar que una de esas fotografías que vio Shafick la viyo en Nicaragua, cuarenta años después, cuandoShafick ya había muerto… Al final de la comida sepresentó Rafael para anunciarle a Barba Jacob lamuerte de Jesús López. Llorando Barba Jacob contóentonces que lo había conocido en México en 1911,cuando Jesús tenía dieciséis años: era un bellomuchacho que estaba enfermo de sífilis, la cual élconsiguió que le curaran; lo tomó a su cargo duranteocho años y lo quiso como quería a Rafael. Jesústerminó convirtiéndose en un alcohólico empedernido yal morir dejaba a su familia en la miseria. «Jesúsalcohólico y Rafael mujeriego, raro destino de los quese educan conmigo», se dolía Barba Jacob entre sullanto. Jesús murió de una congestión aguda elveintiocho de junio, día de su santo. «Se lo llevó susanto», comentó Barba Jacob, y al advertirle Shafick, apropósito de la coincidencia, que se cuidara delveintinueve de julio, el poeta le respondió: «Yo vivoconservado en alcohol y desde hace muchos años llevouna perica sobre el hombro: mi compañera la muerte».Recordó luego que una de las hermanas de Jesús,Matilde, había sido su novia…

Pero si en los papeles de Shafick se dice que elpoeta conoció a Jesús López en 1911 en México, a míRafael me ha contado que lo conoció en Guadalajara,de donde se lo trajo a la capital: una década por lotanto después del año indicado. Vaya Dios a saber. NiShafick ni Rafael existían entonces en la vida delpoeta. Lo que sí está claro es que en la lista de losasistentes al entierro de Barba Jacob que dio Excélsior

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figuran María Antonieta V. viuda de López, que nopuede ser otra que la viuda de Jesús, y el hermano deéste, Baudelio, quien en Guadalajara en 1921 era unniño, y quien a fines de 1931 en México, cuando BarbaJacob enfermó en el Edificio Muriel, lo cuidaba segúnRafael abnegadamente. En ese edificio de las calles dePino Suárez y República del Salvador donde serentaban cuartos, vivieron Barba Jacob y Rafael sinpagar, varios meses, gracias a que pertenecía a unafundación administrada por Enrique GonzálezMartínez. Allí iba Shafick a visitar a Barba Jacob enlas mañanas. «Se pasaba la mayor parte del tiempo enla cama –escribe en sus Memorias–, y sus amistades lehuían, se le escondían para evitarse la pena de negarledinero». ¡Claro! Barba Jacob se había convertido enotro Leopoldo de la Rosa: sablazo fijo. ¡Pobre poeta!Shafick lo acompañaba adonde un viejo amigo, eldoctor Margáin, que lo atendía gratis, o adonde eldoctor Baltazar Izaguirre. Por justicia burlona de arribao paradojas de esta vida, ambos médicos habrían demorir antes que su desahuciado paciente, probando asíque la muerte no respeta médico y que es muy capaz,como en este extraño país ha ocurrido, de llevarse decáncer al mismísimo director de Oncología.

Mas no nos dispersemos en médicos ni en sussombríos pronósticos, volvamos a Shafick y susMemorias, sus inconclusas e inéditas Memorias.Recuerda en ellas, entre sus incontables encuentros deentonces con Barba Jacob, una noche concreta, la delcuatro de septiembre de 1931, en casa del maestroEscobar, para cuyos jóvenes discípulos Barba Jacobestuvo declamando poemas. Al día siguiente y «en suhotelucho de la Fundación» (o sea en el EdificioMuriel), Barba Jacob le confesó a Shafick que esavisita le había dejado más enfermo que antes, enfermodel alma. «Poeta –replicaba el joven para confortarlo–,usted tiene su poesía que vale más que todo». «No,Shafick –respondía Barba Jacob–, vale más,infinitamente más el amor. ¿Por qué nadie me ha

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amado?» ¿El amor, dice usted, poeta? Signo evidentede confusión mental o decrepitud. Usted el másoriginal, el más lúcido, ¿hablando con semejanteslugares comunes? ¿O es que Shafick el bobo tergiversósus palabras? El amor es un necio espejismo. Cree ver,quiere ver quien lo padece en su sed un charco deagua… Escribe Shafick que el poeta guardó unmomento de silencio y que luego escondió su rostroentre las manos y permaneció quieto, pensativo,conteniéndose para no llorar. Por fin le dijo: «Shafickquerido, váyase que necesito estar solo. No quierolastimarlo ni causarle el menor daño. Váyase y perdonea este viejo loco». ¿Viejo un hombre de cuarenta yocho años? Loco tal vez… Escribe Shafick que Rafaelhabía salido antes, «a casa de Jesús López donde leslavaban la ropa».

A la casita de Jesús López «donde les lavaban laropa» (en las calles de Aldaco y La Esperanza, cercaal convento de las Vizcaínas) había llegado Rafael deCuba siguiendo instrucciones del poeta, que se hallabaen Monterrey. En Cuba, por una de esas coincidenciasdel destino que enredando y desenredando los hilostraza a veces extravagantes historias en el tapiz, Rafaelhabía conocido a Shafick, a quien semanas después lehabrían de presentar en México a Barba Jacob: en casadel maestro Escobar, acaso la noche misma de unrecital que dio el poeta en el Teatro de la Secretaría deEducación Pública. ¿Hablarían los nuevos amigos deCuba y de Rafael? No lo creo. Había demasiadoshermosos jóvenes esa noche en esa casa de esemaestro, y Barba Jacob se hallaba demasiado ocupadodeslumbrándolos a todos con sus poemas y sushistorias. No hacía mucho Shafick había regresado desus vacaciones en la isla, y en la isla seguía Rafael, derehén en el Hotel Crespo, «en prueba –y son suspalabras– de que el poeta volvería a pagar la cuenta».Meses pasaron hasta que Barba Jacob pudo enviarle,desde Monterrey, con qué huyera de las deudas y seviniera a México: desembarcó en Veracruz, y llegando

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llegando a la capital recordó que en La Habana Shafickse había ofrecido a servirle cuando estuviera en supaís, así que sin tardanzas acudió a la casa de suamigo. No estaba, estaba ausente. Pero a la madre deShafick que lo recibió Rafael le informó delofrecimiento de su hijo en el extranjero y le pidiódinero prestado. «¿Cuánto?» preguntó la señora. Por lacabeza del desvergonzado joven cruzó ladesvergonzada idea de que pedirle unos cuantos pesosera un insulto al decoro de su hijo: ¿Cómo Shafick tanrico iba a tener amigos en semejante miseria? Y porrespeto al amigo ausente le pidió una gran suma, que laseñora le dio en el acto. ¿Y los consejos del poeta?¿Los cariñosos consejos que le daba en esas cartas queyo conozco, escritas a La Habana desde Monterrey?«No olvide mi hijito querido –le decía el cínico– quetendrá que trabajar, y que todo trabajo, por blando quesea, tiene durezas…» Mas como el poeta predicabacon la palabra y se desdecía con el ejemplo…Orgulloso se habría sentido de su discípulo depresenciar la escena. El aprendiz de sablista de lostórridos tiempos de Managua, su asistente, ya era unmaestro.

Y mientras el haragán de Rafael Delgado cortejabamujeres en La Habana y se rascaba la panza, ¿qué hacíasu padre adoptivo, su poético padre en Monterrey?Vivía con toda su alma el fracaso de su último sueño:«Atalaya». «Atalaya» se iba a llamar lo que primeroiba a ser una revista y después un diario, y lo que a lapostre acabó siendo nada. Una serie de cartas: aEnrique González Martínez (que me enseñó su hijo), aRafael Arévalo Martínez (que me enseñó su hija), aRafael Heliodoro Valle (que me facilitó una caritativabibliotecaria) y a Alex Mayorga Rivas (que publicó elDiario del Salvador) atestiguan ese sueño y su fracaso.«El gran semanario de la Frontera, Director-Gerente:Porfirio Barba-Jacob, Subgerente apoderado: RodolfoTreviño» dice el membrete del papel de «Atalaya» enque están escritas las cartas. Rodolfo Treviño, su

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compadre, quien había sido el administrador de suefímero y granuja Churubusco, y a quien debió dehaber conocido según mis cálculos desde su llegada aMonterrey, añísimos años atrás…

De esa serie de cartas obsesionadas por el sueño de«Atalaya» que se irá trocando de una en otra, paso apaso en fracaso, las dirigidas a Rafael HeliodoroValle, ocho en total, están llenas además del nombre deShafick: «Shafick adorable», «Shafick ardiente»,«Shafick encantador», «Shafick maravilloso», «Shafickmío»… La distancia lo había puesto a delirar, así pasa.Pero la primera de las cartas a Rafael Heliodoroempieza con una frase que me ha hecho dar un vuelcoal corazón: «Nada he vuelto a saber de ti, como no seaque vives, que irradias desde las páginas de Excélsior,y que continúas tu letal empeño de hurgar bibliotecas yarchivos para captar fugaces e inseguros detalles de lasgentes y las cosas que fueron». Diez años me he pasadohurgando bibliotecas y archivos para captar fugaces einseguros detalles de las gentes y las cosas que fueron:de él. De él, Barba Jacob, que tenía adivinacionesasombrosas: que previó desde El Espectador deBogotá el asesinato de Sandino, y desde susperifonemas de Últimas Noticias el de Trotsky; queanticipó desde esta misma columna, con lucidezportentosa, lo que iba a ser por décadas el destino deCuba y Nicaragua, sus sucesivas tiranías… Comoaugur antiguo penetraba las brumas del porvenir.

Tampoco Rafael Heliodoro lo hacía mal de adivino:en sus respuestas a Barba Jacob (de las que suociosidad conservó copias en su archivo) le vadiciendo, advirtiendo: «He comenzado a desbaratar lamala fama que tienes como fundador de revistas y dediarios. Sobre todo, ayúdame a desbaratarlapublicando cuanto antes Atalaya. Va más de un mes yno sale, y aquí todos muy inquietos. ¿Qué pasa enMonterrey? ¿Es que se acabó la tinta?… El amigoShafick muy cortés. Los asuntos de Barba Jacob sonpara él cosas del más allá. Su hermanito es alumno mío

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de Historia de México en la Preparatoria. Estuve acenar el otro día con el señor Escobar y le dejé mitesoro: es decir tus poemas recogidos de todos losrumbos… Hablemos de tu Atalaya, que me parece noecha alas en firme. Lo deploraríamos todos. Estásjugando tu última carta como hombre de acción. Nadamás eso te digo». Y no había nada más qué decir. Laadvertencia de Rafael Heliodoro habría de revelarseprofética: en la primera mitad de 1931, en Monterrey,Barba Jacob se estaba jugando con su ilusoria revistala última carta de su última partida. Y la perdió. Otracosa es que sobreviviera diez años a la muerte de susueño, arrastrando su mísera vida. De la penúltimacarta de esta serie que lleva el membrete de Atalaya,dirigida a Rafael Arévalo Martínez, a Guatemala, voy acopiar unas palabras reveladoras: «Confío en lavictoria aunque tengo la seguridad de que la victoria esuna cosa perfectamente inútil, una majadería». Bonitafrase para ponérsela de epígrafe a una biografía deChurchill, pero quien la escribió ya era un derrotado.La carta a Arévalo es del quince de mayo; las cartas aRafael Heliodoro son del veintiuno de enero, el doce yel dieciséis de febrero, el cuatro y el veinticinco demarzo, el seis de abril, el seis de mayo, y el doce dejunio en fin de 1931, año en gracia del Señor. Yconsigno aquí las fechas a sabiendas de que a nadie leimportan porque me importan a mí. ¡Atalaya! Quesegún le explicaba a Rafael Heliodoro en sus cartas ibaa estar dirigida a «Su Alteza Pendejísima yVulgarísima la Muchedumbre», cortada a su suciogusto y sobre medida.

Dejando por un momento los fracasos permítasemeechar a rodar un poco hacia atrás la rueda del tiempopara vivir un instante, uno solo aunque sea, deesplendor. Es el jueves cuatro de diciembre de 1930 yya ha anochecido. En la estación ferroviaria deMonterrey un tren se detiene y entre los fatigadosviajeros desciende el poeta: el que se fue llamándoseRicardo Arenales en pleno vigor de la vida y regresa,

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más viejo pero transfigurado, como Porfirio BarbaJacob. La multitud que se ha congregado desdetempranas horas en los andenes para esperarlo le da labienvenida. Hay allí representantes de las sociedadesculturales, mutualistas y obreras, comisiones de laSociedad Recreativa Acero de Monterrey, de losFactores Mutuos del Comercio, de la SociedadMutualista de Tranvías y Luz, del Círculo MercantilMutualista, de la Unión de Comerciantes al Menudeo yPequeños Industriales de Monterrey, de la Alianza deFerrocarriles Mexicanos y de las Escuelas Normales…Las principales instituciones de la ciudad allí estánrepresentadas. Y allí, confundidos entre obreros ymaestros están sus viejos amigos y compañeros,testigos de las hazañas de sus días de juventud. Allíestá Rodolfo Treviño que fuera el administrador de suChurubusco; los profesores Joel Rocha y FortunatoLozano que escribieron en su Revista Contemporánea;Jesús Cantú Leal y Federico Gómez que recibieron desus manos El Porvenir; Miguel Ángel Tinoco a quienestarán dedicadas las «Iluminaciones» de susCanciones y elegías… Todos acudían a abrazarlo y aestrechar su mano… ¿Qué estaba ocurriendo? ¿A quévenían tales demostraciones de afecto y simpatía?Simplemente Monterrey recordaba su obra social y decultura: su revista literaria, sus periódicos, su campañaen pro de las sociedades mutualistas y de lamexicanización de los ferrocarriles, su labor caritativaen los días aciagos de la inundación del río SantaCatarina, y acudía a darle la bienvenida. Nunca antes nidespués fue el poeta objeto de muestra tan efusiva deafecto y de cariño como la de aquella noche. Al fin y alcabo, y por extraño que parezca, en la Monterreylaboriosa el poeta respondía a la imagen de un hombrede trabajo y de bien… En la oscuridad del cuarto,revisando en la pantalla las tiras del microfilm (elmicrofilm al que han pasado los viejos ejemplares deEl Porvenir antes de mandar su amarillento papel alfuego), avanzando y retrocediendo a mi capricho el

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tiempo me he tropezado con el número del cinco dediciembre de 1930 que da cuenta, en primera plana, delo referido, la espontánea recepción que Monterrey lehabía dispensado el día anterior al poeta. En lasMemorias de Shafick me había despedido de BarbaJacob en México: en los archivos de El Porvenir lorecibo ahora en Monterrey. «El ilustre poeta nodisimuló su emoción al pisar Monterrey. Abrazó atodos y a todos recordó, como si no hubieran pasadolargos años de ausencia. Para todos tuvo una sonrisa yun significativo apretón de manos, como si a quienes lerodeaban en aquellos instantes hubiera dejado deverlos el día anterior. El Porvenir, que guarda hacia suilustre fundador la devoción a que él es acreedor y lagrata memoria de su espíritu sutil que pasó por lasiniciales ediciones de este diario, le envía uncordialísimo saludo de bienvenida con el entusiasmo,la estimación y el afecto de los que trabajamos en estacasa, y asimismo expresa la cabal satisfacción decontar como huésped de la ciudad al hombre depositivo valer mental que para la lírica hispana y elpensamiento contemporáneo significa la personalidadde Porfirio Barba Jacob». Conmovido, agradecido, enla penumbra, he ido copiando de la pantalla en uncuaderno las líneas luminosas. Luego informaba ElPorvenir que Barba Jacob, acompañado de sus amigos,s e dirigió de la estación al Hotel Iturbide, donde sealojó. Desde ese hotel escribió las dos cartas a RafaelDelgado, a La Habana, que Rafael Heliodoro Valleconservó y publicó. La segunda termina así: «Adiós mihijito, hasta mi próxima carta. Manéjese muy bien,cuídese mucho, defienda su moral y su salud, no pierdatodo el tiempo, lea cuanto pueda y confíe en que, aprincipios de enero, le mandaré con qué venga ajuntarse a su padre adoptivo, a quien tanta falta le hace.Entre tanto, no deje de escribirme; si diariamente memanda aunque sea una tarjetica, mucho mejor. Midirección, siempre, Hotel Iturbide. Lo bendice y loabraza Porfirio Barba-Jacob». ¿Defienda su moral?

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¿No pierda «todo» el tiempo? ¿Lea? ¿Su padreadoptivo? ¿Lo bendice? Bueno, si el señor cura lodecía, lo escribía… Desde ese Hotel Iturbide…

En sus fallidas, inconclusas, inéditas MemoriasShafick me ha conservado una carta del administradordel Hotel Iturbide, del veintidós de octubre de 1932,dirigida desde Monterrey a México, a Barba Jacob:«Muy estimado y fino amigo: El señor Miguel A.Tinoco nos ha entregado su grata carta de fecha 5 deseptiembre próximo pasado, en la que autoriza a dichoseñor a tratar con nosotros lo relativo a su adeudo connosotros y recoger su equipaje. Como usted recordará,su cuenta en este hotel ascendía a la suma de $797.45,pero habiéndome enterado por el mismo señor Tinocoy por la prensa de que usted se encuentra desde hacetiempo enfermo, lo cual lamentamos sinceramente, ydeseosos de servir al ilustre amigo dentro de nuestrasposibilidades, decidimos arreglar con el señor Tinocode que únicamente nos diera, para saldar su cuenta, lacantidad de cien pesos, de los cuales incluimos a ustedcuarenta pesos en giro 135070 de este Banco de NuevoLeón a su favor y contra el Banco Nacional de Méxicode esa capital. Hoy mismo hemos tenido el gusto deentregar al señor Tinoco sus libros y efectos personalesy deseando vivamente que recupere usted pronto lasalud y con la satisfacción de haberle podido servirsegún sus deseos, nos es grato repetirnos de ustedafectísimos atentos amigos y seguros servidores, HotelIturbide, Alfredo Garza Nieto, Administrador».

¿Del veintidós de octubre de 1932 es la carta?Entonces le retuvieron el equipaje por lo bajito año ymedio, porque Barba Jacob ya había regresado a lacapital a mediados del treinta y uno, y a lo mejor desdemucho antes de su regreso ya había abandonado elHotel Iturbide… ¡Setecientos noventa y siete pesos concuarenta y cinco centavos! Esos cuarenta y cincocentavos, tan perdidos como los pesos, me ponen adelirar. Pero no, no tan perdidos los pesos: sesentapesos, sacando cuentas, recuperó el Hotel Iturbide

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gracias a la generosidad del señor Tinoco, a quien yavimos entre los de la estación del ferrocarril, y a quienhabría de dedicarle Barba Jacob, como ya dije, las«Iluminaciones» de sus Canciones y elegías, que porlas fechas de la carta estaban en trámite de edición.

Soy partidario de que el biógrafo se limite a citar sininterpretar, a un humilde abrir y cerrar comillas departidas de bautismo, cartas, memorias, partidas dedefunción. Y que el lector saque cuentas e interprete, yque arme paso a paso, ficha a ficha el rompecabezashasta que se le vaya configurando, como un milagro, elsanto. Así que a propósito de cartas y cuentas les voy acitar otra, otra joya, ahora de Barba Jacob. Es deldieciséis de marzo de 1939 y se la dirige al licenciadoJosé López Alcar, abogado de los Ferrocarriles deMéxico, en cuyo Hospital de Colonia había estado dosmeses dos años atrás. La escribe en respuesta a dosreclamaciones recientes del Departamento Legal de lossusodichos recordándole a Barba Jacob (o a Excélsior)el adeudo, por la atención médica e internacion en elsusodicho, de mil ciento setenta y un pesos concincuenta centavos. ¡Otros cincuenta candorososcentavos! «La culpa –responde a las reclamaciones conexcelso cinismo el excelso poeta– de que yo no hubierapagado mi asistencia en el Hospital de losFerrocarriles Nacionales se debe exclusivamente a lamala dirección, el desorden y la negligencia que habíaen ese establecimiento cuando yo estuve allá. Creooportuno relatar a usted aunque sea muy sucintamente,las circunstancias en que entré al hospital y en que hubede abandonarlo. Al terminar el mes de abril de 1937pedí al señor gerente de Excélsior, don GilbertoFigueroa, una carta de recomendación para el ingenieroMadrazo con el fin de ver si era posible que se meadmitiera en el hospital pagando una cuota compatiblecon mis modestos recursos o a cambio de publicidad,para la cual el periódico me había ofrecido toda clasede facilidades. El ingeniero Madrazo encargó a susecretario el señor Farías que hiciese sobre el

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particular lo que fuera pertinente, y dicho señor Faríasme recomendó a las atenciones del doctor GutiérrezMejía, que figuraba como director del Hospital. Eldoctor Gutiérrez Mejía me trató con excesivaamabilidad, me dijo que como él había sido siempremuy amigo de los periodistas haría que por ser yo de laempresa Excélsior se me diera un precio especial, yme prometió que tan pronto como me hospitalizara iríaa visitarme. En vano esperé la visita de GutiérrezMejía durante algunas semanas, pues ni fue ni dioninguna orden con respecto a lo que yo debería depagar ni la forma de hacerlo. Entonces me dirigí a élpor escrito, y en una larga carta en la que le daba lasgracias por lo que habían hecho por mí en el Hospitalle pedí definiera mi situación, insinuándole queordenara se me dieran los datos que yo pidiese paraescribir unos artículos sobre el hospital y publicarlosen Excélsior. Como no recibí contestación ni verbal niescrita, me dirigí nuevamente al doctor Gutiérrez Mejíaen carta fechada el 7 de junio, cuya copia acompaño austed, suplicándole tenga la bondad de devolvérmela.Como usted comprenderá, no soy responsable de nohaber llegado a un arreglo oportuno satisfactorio ydecoroso. En la actualidad ese arreglo es punto menosque imposible por mi enfermedad, que ha disminuidoen un noventa por ciento mis capacidades de trabajo yque probablemente me obligue a sujetarme en estosdías a una delicada operación quirúrgica. Si llego arestablecerme, me será muy grato tratar con usted esteasunto y liquidar mi deuda, sobre la base de una cuotareducida y de que se me acepten a cuenta los trabajosde publicidad que ofrecí desde el principio. El hospitalbien vale la pena de que se le dé a conocer en todo loque es y en lo que significa como esfuerzo del gremioferrocarrilero y como justa causa de orgullo paraMéxico». ¡Qué cantidad de mentiras! Él, todo, México,esta vida. En las citadas líneas los estoy viendo a él y aeste país en su prístina figura, pintaditos tales cualesson… Otra diferencia entre la biografía y la novela:

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que la novela es mentira, pero la biografía estáabrumada de nombres y fechas, y eso le exige alperezoso lector que recuerde nombres, ate cabos, saquecuentas, y así la mentirosa novela se ha convertido enel gran género literario de hoy. ¡Qué le vamos a hacer!El hombre en su gran mentira quiere que le inventen.¿De dónde saqué la carta de Barba Jacob? Ya ni sé.

En honor a la verdad y a la memoria del poeta deboanotar aquí que en sus últimos días en Monterrey (a laque tan bien recibido llegó y con tan buenospropósitos) con el fracaso de Atalaya volvió a ser élmismo, el mismo irresponsable de siempre. Y tomo lapalabra de las últimas líneas de su última carta deMonterrey, a Rafael Heliodoro Valle: «Shafick me haescrito cartas deliciosas. En una de ellas me cuenta tuvisita con un joven poeta yanqui a la casa del maestroEscobar y el rato que pasaron. Yo también me divierto.He logrado reconquistar mi antigua salud, y, sobretodo, un poco de mi antigua irresponsabilidad, de miantigua libertad: he vuelto a entregarme al deleite todopor entero, sin tristeza, sin remordimiento, en plenitudde alegría, y sin que la visión de Señora Muerte meperturbe. Señora Muerte ya no es mi enemiga. Ahoramismo estoy dictando esta carta desde mi ancha cama,en mi ancho cuarto, que tiene siete puertas, frente a misespejos queridos, en un rincón que si supiera hablar delo que en él he soñado y he gozado…» Esa cama de esecuarto de espejos y siete puertas ¿estaría en el HotelIturbide? «Tengo versos nuevos. Van rezumando comogotitas de la pena, cristalinos, simples, musicales, sinresabios ni de ayer ni de hoy. Te saluda cariñosamente,Porfirio Barba-Jacob».

A Rafael pudo haberle enviado con qué se viniera aMéxico gracias a unas conferencias radiofónicas quedio «por la difusora del ingeniero Cámara», apropósito de las cuales, en un artículo, José Navarrorecordaba «una bella página dedicada a las madres» y«la original controversia con el escritor EutiquioAragonés». ¿Y si el loco Asúnsulo que vive en

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Cuernavaca y que anda rastreando, en su maquinitapara recobrar las voces del pasado, la voz de Cristo enel Sermón de la Montaña, se contentara con algo demenos envergadura pero con menos interferencias ymás reciente, y me permitiera oír esas transmisiones deesa emisora del ingeniero Cámara? En un teatro deMéxico y durante el Primer Festival del Bambuco, oícon escalofríos el primer bambuco grabado sobre estatierra: «El enterrador». Lo grabaron Franco y Marín, eldueto colombiano que anduvo con Ricardo Arenalespor Cuba y México. Y lo grabaron cuando andaban conél. En el viejo disco sus voces ni se entendían de lolejanas, de lo rayadas, lejanas como ultratumba yrayadas por tanto girar del tiempo. Espero que cuandovaya a Cuernavaca a pedirle el favor al señorAsúnsulo, su maquinita suene más clara y nítida, o almenos menos fantasmal.

Con la misma ingenua esperanza con que habré de iralgún día a Cuernavaca a buscar al señor Asúnsulo enpos de Barba Jacob, me presenté la noche delveintinueve de julio, aniversario del nacimiento delpoeta, en casa de Madame Hortense Donadieu, dignasucesora de la Blavatsky, de Mesmer, Miss Cook,Allan Kardec y demás cazadores de fantasmas, a cuyocírculo de espiritistas había logrado asomarme graciasa las influencias de un amigo de un amigo de un amigomío político (ladrón). Médium polidotada: escribiente,transferente, moviente, percutiente, subyugada, obsesa,y capaz de generar, como esos grandes médiums queflorecieron a fines de la pasada centuria, espíritusectoplásmicos que le surgían de la boca o del oído,esta vieja dama temblorina que entraba en trance deconvulsiones y babas y hablaba con las eres líquidasfrancesas acentuándolo todo en agudo a lo De Gaulle,quizá para curarse en salud y no contrariar a los astros,había elegido la noche del natalicio del poeta paraconvocarlo. Astrológicamente la noche estuvo bienelegida, pero meteorológicamente resultó un error: fueuna de esas noches relampagueantes de tormenta

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horrísona en que el viento rabioso bate puertas yventanas e infla los cortinajes blancos como enpelícula de Julio Bracho. Empezó con una lloviznita ochipichipi bajo la cual llegué, con paraguas pero sindogmatismos ni ideas preconcebidas, a las siete enpunto, la hora señalada, a la casona sombría de la viejacolonia de Coyoacán, ciudad de México, casa dehabitación de Madame Donadieu. Abrió Madame enpersona y ya habían llegado varios. Allí estaban, en elamplio salón frío y lúgubre de piso negro de mármol eiluminación de velas, el doctor Morones, deascendencia francesa; Stephan Marcato y su mujerRuth; Guillermina Higaredo de Martino, MargaritaLópez P. (Páez), el arquitecto Luis Barragán, el doctorPapanicolau, un filósofo republicano español en elexilio cuyo nombre siempre olvido, Alfonsina Frías yalguien más. Los faltantes, los impuntuales que nuncafaltan, en el curso de la media hora siguiente fueronllegando: un viejo director de orquesta con mal deParkinson, cierto joven feminoide de cara pálida…Hasta ajustar trece. Trece a la mesa. Y sentados lostrece a la gran mesa redonda y negra, negra como lanoche de afuera, uniendo nuestras frías manos encadena concentramos toda nuestra energía psíquicapara hacerla mover. «Hoy vamos a convocar a… a…a…» empezó diciendo Madame olvidando el nombredel poeta. «Ah, sí, a Porfirio Barba Yacob». Así dijo,«Yacob», incapaz de pronunciar la jota española, lalarga jota árabe que baja por Andalucía soleada y seinfla con plenitud sonora hasta la judería de los barriosproscritos de Toledo. Un relámpago tras los vidrios delas ventanas rajó la noche negra, y por un momentosentí que por fin iba a recuperar al poeta. Colándosepor las rendijas de las ventanas las ráfagas del vientorabioso volcaron un candelabro, incendiaron unacarpeta y se fueron a rugir al patio. Entonces, en laoscuridad repentina, sin esfuerzos, de sopetón,Madame Donadieu entró en trance y tendió su puente alMás Allá: el blandiblú del periespíritu abandonando su

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cuerpo arrugado de vieja (aunque siempre unido a élpor un cable coaxial o cordón de plata que le surgía delombligo) se alargaba, se alargaba, se alargaba, eignorando el techo de la habitación ascendía hastaextremos inconcebibles. Una figura barrigona,regordeta, entonces se insinuó, se medio corporizó enel ectoplasma. ¿Quién? ¿Quién será? «Sono il duce»,informó por la voz de Madame Donadieu vuelta deeunuco, por interpósita persona. «Il duce?» repitióMadame con la suya propia, automáticamente. «Certo:Benito Mussolini», agregó el espectro. «¡Mierda!»exclamé, y levanté las manos rompiendo la cadena. Yel frágil puente al Más Allá se disipó. Y mientrasMadame salía de su trance mediúmnico y entraba en unverdadero estado de convulsiones y babas, yo,atropelladamente, le explicaba a la concurrenciaatónita, disculpándome, lo que no lograban entender:que el veintinueve de julio de 1883, el mismo día y a lamisma hora de la misma noche, simultáneamentenacieron Benito Mussolini y Miguel Ángel Osorio, osea Porfirio Barba Jacob. Para estos momentos afuerala llovizna se había hecho lluvia, la lluvia aguacero yel aguacero franca y declarada tempestad.

Les dispenso la descripción nerviosa de las tensashoras que siguieron y la lenta recuperación de MadameDonadieu. Cuando volvió plenamente en sí, en sucuerpo excéntrico de francesa vieja, pidió con vozcascada una tacita de café: pero café del bueno, del queella tomaba, «café de la Colombie». Hacia las once,amainando cortésmente la tempestad, reanudamos lasesión. «Barba Yacob, Barba Yacob, Barba Yacob»,repetía en voz alta Madame invocando, tratando deautoinducir por el mecanismo reiterativo el trancemediúmnico. Pero lo que la vez anterior, con un merorelámpago, se le dio tan fácil, esta vez no se le daba. YMadame estaba tan lejos de la bilocación odesdoblamiento astral como yo de China. Quizá por elalto número de participantes, quizá por lasinterferencias eléctricas en el cielo cargado de afuera,

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quizá por el exabrupto de mi malhadada interrupcióncon esa palabra «mierda» tan francesa, reinaba en elambiente un franco estado de dispersión psíquica, y lamaterialización tan esperada no se lograba, no lograbaMadame Donadieu sintonizar a Barba Jacob. «Pruebecon Miguel Ángel Osorio», le sugerí. «O con RicardoArenales». Probó, inútilmente. Ni con el uno ni con elotro el espontáneo milagro de Mussolini se repitió.Barba Jacob se había perdido en el campo astral.Dando las doce, sonando el reloj de Coyoacán las docecampanadas, Madame, muy amable, me preguntó sipara aprovechar la noche no quería hablar con Bolívar,o con Napoleón, o con León Trece, que por lo vistoeran sus caballitos de batalla. «No –le contesté muygrosero–. Yo no acostumbro hablar con bellacos». Yme levanté. Y salí. Caminando por la acera encharcadame iba repitiendo, con obsesión de borracho: «Mequeda la uija, me queda la uija».

Ni la sustancia luminosa y etérea que segregan losmédiums, el inefable ectoplasma; ni las mesas que seagitan en la oscuridad de sus sesiones espiritistasllamando a los muertos; ni el loco azar de la uija quegi ra como una ruleta me lo devolverán. Su voz, suademán, su rostro, su duro rostro volteriano en el queArévalo creyó ver al caballo… Su presenciasuprema…

Y sin embargo podría enumerar los barcos que tomó,las cantinas que frecuentó, los hoteles en que vivió. ElHotel Esfinge de León, el Nuevo Mundo de SanSalvador, el Primavera de Managua, el Pekín deTegucigalpa, el Austin de San Antonio, el Magdalenade Puerto Berrío, el Lacayo de Poneloya, el Rivera deTampico, el Iturbide de Monterrey, el Central de LaPiedad, el Central de Cali, el de los Griegos de LaCeiba, el San Victorino y el Savoy de Bogotá, elEspaña y el Iberia de Guatemala, el San Francis y eldel Comercio de Lima, el Crisol y el Roosevelt y elCrespo y Mi Chalet de La Habana. Y los de México: elGual, el Gillow, el Jardín, el Colón, el Aída, el

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Sevilla, el Bucareli, el Pánuco, el Nacional, elIndependencia, el Washington… Y los de nombreolvidado: ese hotelito de Veracruz al que llegaste,pisando tierra mexicana, y cuyo dueño, un gachupín, teretenía el baúl de la ropa; y el hotelucho de la calle SanBlas de Barranquilla, cuando te volviste a encontrar,por enésima vez, con Leopoldo de la Rosa que tequería quitar un muchacho. Y ese hotel de la calle enpendiente al que te fue a visitar Alfonso Sánchez deHuelva, acabando de llegar tú por tercera vez a LaHabana. Y el hotel del que venías, de Nueva Orleans,donde esperaste con Rafael el barco, el Atlántida, enSaint Charles Street, «una calle que desembocaba a uncanal». Y la pensión cercana al convento de SanHipólito de esta ciudad de México donde te conocióRafael Heliodoro Valle, y ese día le dedicaste unejemplar de tu «Campaña Florida», el único que hoyqueda, enterrado por desidia en la Biblioteca Nacional.Y la casa de huéspedes en Donato Guerra y Bucareli ala que Jorge Flores fue a llevarte un folleto una mañanaen que tembló, y le dijiste al muchacho que «nada tepodía aterrorizar más que los temblores», sinsospechar que te esperaba el terremoto de SanSalvador. Y la pensión que ha recordado PorfirioHernández «Fígaro», de la que te mudaste al Palacio dela Nunciatura, del que te mudaste al Hotel Nacional…Y esa zahúrda en que te conoció Juan BautistaJaramillo Meza en tu segunda estadía en La Habana, yde la que dice que te llevó a vivir al Martínez Housedel elegante Paseo Martí; allí, según él, te pasabas lashoras añorando a Colombia y México; allí, según tú(según le contaste a Alfredo Cardona Peña en laAvenida Bucareli entre el estrépito de las bocinas delos tranvías y los carros muy cerquita de la muerte),compusiste tu «Canción de la vida profunda» mientrasen la habitación contigua tu amigo del exilio Manuel M.Ponce tocaba el piano. ¿Qué tocaba? ¿«Estrellita»acaso era lo que tocaba? Y la posada La Losa subiendoal alto de La Línea, y la casa de huéspedes de doña

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Julia Dee en San José, Costa Rica; y la pensión de«mama Chepa» en Amapala, y la de la mujer deClemente Marroquín Rojas en Guatemala… Y tusbarcos, tus barcos fugaces borrándose como la espumadel mar: el Igueras, el Cali, el Venezuela, el SantaCruz, el Aconcagua, el Atlántida, el Essequibo, elReventazón… Y esa frágil lanchita en que cruzaste elturbulento lago de Yojoa; y el barquito de rueda en elque bajaste por el Magdalena que todavía teníacaimanes… Y ese navío de la Baccaro Bross y Cía. delque Miguel Antonio Alvarado te vio desembarcar enLa Ceiba; y el vapor que te trajo a Puerto Morazán,Nicaragua; y el que te sacó por Corinto de Nicaragua; yla gasolinera en que cruzaste el golfo de Fonseca deAmapala a La Unión… Hotelitos hoy tan venidos amenos como yo si no es que los han tirado, navecitasde las que logro salvar apenas el nombre, a lo sumo,del gran naufragio del olvido…

De un navío de la Baccaro Bross y Cía., compañíabananera, lo vio Miguel Antonio Alvaradodesembarcar en La Ceiba. El joven Alvarado –que seencargaba de recibir y despachar los barcos, si bien sureal interés era la poesía– reconoció a Arenales alverlo bajar al muelle porque había leído su nombre enla lista de pasajeros, y porque había visto su retrato enEl Fígaro de La Habana. Las listas de pasajeros se laspresentaba siempre al general Monterroso, comandantedel puerto, quien autorizaba o negaba los desembarcos.Tan sólo traía el viajero un maletín en la mano (en elque guardaba, según supo después el joven, versos yrecortes de periódico), y no tenía más traje que el quellevaba puesto. Alvarado se acercó al poeta y leofreció sus servicios, y éste le pidió que lerecomendara un hotel o casa de huéspedes dóndealojarse. Muy honrado de poder servirle, el joven lellevó al «hotel de los griegos». Eran las once de lamañana cuando le dejó allí descansando.

Las once de la mañana de un día del mes de abril de1916 en que Ricardo Arenales llegó a Honduras de

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Nueva York, donde había pasado el invierno. De suestancia en Nueva York nadie, jamás, sabrá nada. DiceJaramillo Meza que vivió en el cuarto número 5 deltercer piso de la Casa Cabanagh (¿y cómo lo supo?,¿desde allí le escribiría?) y algo me permitenconjeturar unas cartas. Tres cartas, delirantes, deArenales, escrita una desde el propio Nueva York enfebrero, y dos en junio desde La Ceiba, y llegadas a susdestinatarios por mar y tierra y milagro, y a mí,después de seis décadas, por la inconcebible devociónde quienes las conservaron, amén de la de este suservidor que se las fue a pedir. La de Nueva York es ala tía Rosario, María del Rosario Osorio de Cadavid, aAngostura, Antioquia; las de La Ceiba a Alfonso MoraNaranjo al mismo pueblo, y a Rafael Arévalo Martíneza Tegucigalpa. Supongo que a Alfonso Mora Naranjo,de quien aquí he hablado, ya ni lo recordarán.Tampoco él lo recordaba: «No sé con precisión suedad –le dice empezando la carta–; por mis recuerdosy por su retrato, infiero que Ud. andará por los veintiúnaños, o poco más». Pero lo mismo podría decirle acualquiera de sus discípulos de antaño, los niños queen su larga ausencia ya se habían hecho hombres… Leescribía de noche, a la luz de un candil de petróleo, enuna máquina de la United Fruit Company a la que lefaltaban las eñes, y en respuesta a una carta del jovenen que sin duda venía incluido el retrato. No sé por quése me ocurre pensar que afuera, en la cálida nochehondureña, cantaban las cigarras. Tal vez porquecantaban la noche en que fui a visitar a Miguel AntonioAlvarado, a una vieja casa de Tegucigalpa atestada delibros. La casa no estoy seguro de si era propia o de siera ajena y simplemente rentaba en ella unos cuartos,pero los libros eran suyos: cientos, miles, apilados,empolvados. Allí entre esa infinidad de libros viejosnos pusimos a desempolvar recuerdos, a rememorar aRicardo Arenales y sus hazañas en La Ceiba.

La Ceiba, que había surgido a principios del siglocon el gran emporio de la United Fruit Company y

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demás compañías bananeras en la Costa Nortehondureña, era el centro de una vasta zona deplantaciones de banano en que trabajaban catorce mil omás peones, que supongo supieran leer puesto quecuando llegó Arenales allí existían tres periódicos, yvarias casas comerciales prósperas e influyentes queles pagaban bien los anuncios. En uno de esosperiódicos colaboraba Alvarado: en el que editaba elpoeta hondureño José Sánchez Borja en la imprenta delgeneral Monterroso. Alvarado regresó en la tarde alhotel de los griegos en busca de su nuevo amigo paraorientarlo, y lo llevó con Abraham Noé, secretario dela Comandancia y poeta (otro más, otro más, otro másen esta vida, en este libro, en este mundo), quien sabíadel colombiano por las revistas literarias deTegucigalpa y La Habana, y quien se sintió muycomplacido de conocerlo en persona. Fue AbrahamNoé el que convenció al general Monterroso de que lequitara su imprenta a José Sánchez Borja y se laentregara a Arenales. Y en ella comenzó a editar elintruso su propio periódico, Ideas y Noticias, no sinantes invitar a colaborar en él, en un arranque degeneroso cinismo, a su desplazado predecesor. JoséSánchez Borja, como es fácil de comprender, noaceptó, e indignado se marchó de Honduras para novolver jamás. Entonces Arenales nombró a AlvaradoJefe de Redacción y Administrador de su periódico:«Procure pagar mis gastos –le dijo–, que en verdad sonimpagables, y disponga de todo lo demás». Me dice elseñor Alvarado que administró el nuevo diario a suantojo, y que el poeta sólo se tomaba el trabajo deescribir los editoriales. Ideas y Noticias empezó apublicarse el jueves seis de julio de 1916, cuando ElCronista de Tegucigalpa, en una información errónea,lo da por muerto al nacer.

Qué muerto ni qué muerto, vivito y coleando,atacando, para armar polémica que le diera circulaciónen toda Honduras, a cuanto periódico hondureñohubiera, empezando por el prestigioso diario de la

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capital, y siguiendo con los de La Ceiba: el delprocurador judicial don Juan Fernández Valenzuela, yel Pabellón Latino del profesor Abel García Cálix, exmaestro de Alvarado en Juticalpa. El profesor,pensando que los inmotivados ataques de Ideas yNoticias provenían de la pluma de su antiguodiscípulo, se resintió con él. Injusto error: proveníande Arenales, el que le puso, en uno de sus artículos decontraataque a su inocente colega, este epígrafe:«Nadie puede impedir que un perro callejero se orineen el monumento más glorioso», significando que elmonumento glorioso era él, el autor de la «Canción dela vida profunda» que el general Monterroso se sabíade memoria, y el perro callejero García Cálix.

Pues bien, revisando en la hemeroteca de Méxicoperiódicos viejos (los únicos que leo porque noaguanto la infamia contemporánea, la soberbia ladronade López el perro y paniaguados y compinchados ytoda la parentela), en El Heraldo del trece de julio de1919, en la reseña de un recital poético-musical del díaanterior a cargo de Enrique González Martínez yManuel M. Ponce, en la lista de asistentes distinguidos«entre el numeroso público», ¿a quiénes cree que meencuentro? ¡A Ricardo Arenales y al profesor AbelGarcía Cálix, al mismísimo! Que Arenales estuvieraallí, en esa sala, en México, lo entiendo: Méxicosimplemente lo había vuelto a padecer, y GonzálezMartínez y Manuel M. Ponce, sus amigos, y RafaelLoera y Chávez, Santiago de la Vega y Ramón LópezVelarde que también menciona la crónica. ¿Pero elprofesor García Cálix? ¿Allí? ¿Qué hacía en Méxicolejos de su querida Honduras? No lo sé. Ni tampoco loque pensaría al descubrir, «entre el numeroso público»,al que lo trató en Honduras, en su periodicucho de LaCeiba, de «perro que se orina en el monumento másglorioso», al bellaco Arenales. ¿Sí lo vería? ¿Sí lorecordaría?

Dice Alvarado que el ocho de septiembre de ese añodieciséis viajó Arenales a Belice, en la Honduras

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británica; que allí le buscaron, porque era el único quesabía leer y escribir, para que redactara unacomunicación de agradecimiento al rey de Inglaterrapor el carro que le había enviado en obsequio algobernador de la Colonia; que pocos días despuésestaba de regreso a sus labores periodísticas en LaCeiba. Cree que la misión de su viaje hubiera sidollevar correspondencia secreta del general Monterrosopara Estrada Cabrera. «Poeta –le dice el general–,conviene que vaya preparándose el discurso oficialpara el día del árbol». «Pero señor general –contestaArenales– ¿cómo es posible que aquí donde el bosqueestá metido en la ciudad pensemos celebrar el día delárbol? Lo que hay que celebrar es el día del hacha». Eldiálogo anterior lo ha referido Rafael Heliodoro Valley se lo creo: porque Rafael Heliodoro era hondureño yRicardo Arenales antioqueño. Por algo el himnoantioqueño dice: «El hacha que mis mayores medejaron por herencia…» Con esa hacha tumbaron todoslos árboles de todos los bosques de toda Antioquia.Cuando nació Miguel Ángel Osorio en predios deSanta Rosa de Osos, la comarca era tierra arrasada. Esque el antioqueño, que es incapaz de sembrar un árbol,goza tumbándolo. En cuanto al general Monterroso,según Rafael Heliodoro Valle le permitió a Arenalesque lo comparara en letras de molde con Napoleón.Vaya el diablo a saber. Lo que sí recordaba Arenalese n El Pueblo y en El Porvenir, después, en México,era a ese general centroamericano «en quien había dosparodias: una de Bonaparte y otra de don JuanTenorio», y quien le decía una vez que «Los seres másbellos que hay en el mundo son una mujer y uncaballo». Lo cual es una idiotez: también habría podidodecir que un hombre y una yegua.

Cabe pensar que en su viaje a Belice Arenalescontinuara hasta el territorio mexicano de QuintanaRoo pues años después en El Imparcial de Guatemala,a raíz de su reciente expulsión de México, en unaenumeración de méritos decía de sí mismo: «… quien

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dejó su empresita de La Ceiba por ir a presentárselecomo soldado raso al General Vidal en Payo Obispo,cuando el choque entre americanos y mexicanos,provocado por los sucesos de Columbus…» Lossucesos de Columbus fue el asalto de Villa al frente decuatrocientos bandoleros a ese pueblito norteamericanode Nuevo México, acto de simple bandidaje que desatóla expedición punitiva del general Pershing, autorizadaluego por el propio presidente Carranza. Pero, ¿quétenía que ver Arenales con el asunto? ¿Acaso eravillista? Si andaba por esos poblachos de La Ceiba, deBelice y Payo Obispo, en pangas y entre caimanes, eraprecisamente porque había tenido que huir de la granciudad de México cuando marchaban hacia ella Zapatay Villa, que no sabían de sutilezas ni se iban a parar aentender con quién estaba o no estaba el editor deChurubusco antes de fusilarlo. En cuanto al generalVidal no era general, era coronel: Carlos A. Vidal,gobernador en los últimos meses de 1916 del territoriode Quintana Roo, desde la nueva capital de PayoObispo, recién fundada (tras la destrucción por losindígenas de Santa Cruz de Bravo), con cuatro milhabitantes entre blancos y mestizos pero sin ni siquierapalacio de gobierno. De La Ceiba a Belice y de Belicea Payo Obispo el pobre Arenales iba avanzando en elespacio y retrocediendo en el tiempo: iba de la coloniaa la conquista y de la conquista al descubrimientorumbo a la edad de piedra.

De regreso a La Ceiba, en octubre, le conoció JoséC. Sologaistoa, quien en 1956, años después de muertoel poeta, escribió un artículo para México al Díarememorándolo. Sus recuerdos escritos coinciden conlos que le he oído de viva voz a Alvarado: Sologaistoatambién habla del general Monterroso que se sabía la«Canción de la vida profunda» de memoria, que lellenó los bolsillos de pesos al poeta y le dio prestadauna imprenta, La América Central, para que hiciera unperiódico: Ideas y Noticias, «de cuidadosapresentación y magníficos editoriales», en que

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Arenales publicó una serie de episodios de una guerraimaginaria entre los Estados Unidos y la AméricaLatina, lucha gigantesca en que los ejércitoslatinoamericanos, tras de sufrir muchos reveses,arrojaban de su territorio a los invasores. Sologaistoa,que editaba la revista Actualidades, tuvo entonces elprivilegio de tratar a Arenales, de escuchar de suslabios, «botella de coñac de por medio, en gratísimasveladas», las anécdotas de su vida de arriero enColombia, cuando sintió que en su alma «nacían lasalas del numen», sus aventuras por el Caribe y susdesconcertantes teorías literarias…

Aunque lo verdaderamente notable no es esteartículo de Sologaistoa sobre Arenales y La Ceiba: esotro, de José Sánchez Borja, sobre el mismo pueblo yel mismo señor, el que le quitó la imprenta y lo hizo irde Honduras. «El quince de septiembre de 1916 –transcribo con agradecido asombro– celebrábamos loslatinoamericanos residentes la independencia nacionalde Honduras en la floreciente ciudad porteña de LaCeiba de Atlántida. Porfirio Barba Jacob –entoncesRicardo Arenales– recién arribado de Nueva York,compartía nuestro entusiasmo cívico, y era un huéspedraro que causaba asombro por todo cuanto hacía yhablaba; y que, por sus vínculos con la culturacontinental, constituía el punto clave del puertobullente, en aquella época del oro verde en el mundo.Procurábamos agasajarlo para hacerle llevadera supermanencia en la ciudad». Y sigue contando que alanochecer de ese día, «en franca bancarrota laeconomía común», Ricardo Arenales, sin un centavo,los invita al mejor restaurante y bar del puerto, delitaliano Vitanza. Y ante el numeroso grupo allí reunidoel poeta declama en italiano versos de La vita nuovade Dante, e improvisa una arenga sobre la Italia deCavour y Garibaldi. Conmovidos al borde de laslágrimas, los italianos allí presentes y los magnates delbanano empezaron a destapar botellas de coñac y dechampaña, y se improvisó un baile «con las muchachas

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amigas que paseaban por el parque. Al filo de lamadrugada terminó la fiesta, originada en el milagro dela poética palabra de Ricardo Arenales». Y en pruebade la veracidad de estos recuerdos (estos generososrecuerdos consignados años después de la muerte delpoeta y décadas después de los sucesos), en losPoemas intemporales «Acuarimántima» trae porepígrafe una estrofa del Canto IX del «Infierno» deDante: «O voi che avete gl’inteletti sani, mirate ladottrina che s’asconde sotto il velame degli versistrani». Claro que Arenales estuvo recitando a Dante:sus versos resonaron, acaso por la primera vez, desdeel medioevo, como negación del tiempo, en la tórridanoche hondureña. Y una prueba más: El Cronista deTegucigalpa, en las breves informaciones de su sección«Noticias departamentales» extractadas de los diariosde la provincia, reproduce seis, espaciadas a lo largode mes y medio, del periodiquito de Arenales, de lascuales ya he transcrito, páginas atrás de este desorden,las dos primeras, y a continuación transcribo las dosúltimas: «La Ceiba, lunes 11 de diciembre: Sábese aquíque la esposa de Chocano está grave, el poeta regresael miércoles a Guatemala. El señor Raúl Peccorini hasido nombrado administrador de este periódico. Ideasy Noticias». «La Ceiba, miércoles 13 de diciembre: lagran edición extraordinaria de Pabellón Latino saldráesta semana. Club Ceiba dará hoy un baile en honor dela señorita Otilia Pizzati. Tiempo magnífico. Ideas yNoticias». Esos dos apellidos de Peccorini y Pizzativienen a sumarse al de Vitanza para decirnos que en LaCeiba, en 1916, había una colonia de italianos, que sepodían conmover «al borde de las lágrimas» oyendorecitar a Dante y hablar de Garibaldi y Cavour.

Me dice el señor Alvarado que él se marchó de LaCeiba en diciembre, con el designio de establecerse enGuatemala. Será asombroso que setentaitantos añosdespués recuerde el mes pero yo no lo he inventado, lamemoria de los viejos es así, exacta cuando quieren ycaprichosa. Y bien, si el joven Alvarado se fue en

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diciembre, nada más explicable que se nombrara endiciembre un nuevo administrador de Ideas y Noticias,Raúl Peccorini, quien, según se infiere de un pasaje delescrito autobiográfico de Arenales «La divinatragedia», y para seguir con las intromisiones de lamuerte, murió poco después: «En La Ceiba padecí,amé, prosperé, deliré… Compuse mi primera canciónligera. Vi morir a Raúl Peccorini, ebrio de juventud yde vida en el seno de su raza; le vi doblar la cabezaalgo loca y entrar en el jardín de los pálidos asfodelos,temblándole en los ojos ya inmóviles la última lágrima,que él dedicó a la mujer con quien iba a contraernupcias». Las fichas encajan perfectamente en elrompecabezas, y si se me permite delirando un poco,sin venir a cuento, voy a pensar en los arqueólogos delfuturo encontrando, tras la destrucción de la tierra, enun pantano, el bolígrafo con que estoy escribiendoestas líneas.

Y nada más se sabe del pequeño periódico deArenales pues de los meses posteriores a diciembre de1916 no se han conservado ejemplares de El Cronistade Tegucigalpa, el que paradójicamente ha quedado, enl a hemeroteca de Honduras, para dar testimonio, enesas breves informaciones extractadas, de la existenciade su enemigo. Y que no vaya a decir nadie, algún día,que Ideas y Noticias fue el mero invento de la memoriade unos viejos. «La Ceiba, lunes 4 de diciembre:Fundose aquí revista filosofía, ciencias, bellas artes.Edición mensual un peso, con páginas numerosas,materiales exclusivamente inéditos, órgano EscuelaTrascendentalista. Dirigida Ricardo Arenales,denominaráse “La Vida Profunda”. Ideas y Noticias».«La Ceiba, martes 5 de diciembre: Prepárase magníficavelada en honor del insigne Chocano. Ideas yNoticias».

Con el insigne Chocano y el ubicuo Leopoldo de laRosa lo vio llegar Alvarado a Amapala, medio añodespués. Venía de Tegucigalpa y de La Ceiba de dondesalió en secreto, huyendo, burlando las asechanzas de

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sus «viles acreedores» según ha escrito Sologaistoa.«Yo huí de La Ceiba –nos confirma el poeta en suescrito autobiográfico–. Me acompañaba el joven quedespierta en mi pensamiento las ideas más puras, lavisión más noble del espíritu en la obra de la vida, yque evoca en un fértil haz las rosas de la confianza, dela ternura respetuosa, de la virilidad que llega entrecendales de inocencia… En mi poesía responde alnombre de Juan Rafael Agudelo. Ignoro lo que habrásido de él, en la muerte de la ausencia, en el absurdolírico y sentimental de mi vida… Dondequiera queesté, él es un ciudadano que hace honor a la especie delos hombres. Él es el tipo de la nueva raza de América,toda candidez, virginidad y potencias. Un rumor deselva y mar y viento nocturno empieza a desvanecerseen mi corazón». De regreso a la Costa Norte añosdespués, Porfirio Barba Jacob le contaba a RafaelDelgado de ese otro Rafael, Juan Rafael Agudelo, supredecesor, un muchacho de La Ceiba que había muertode la enfermedad de las aguas negras. Ahora sóloqueda de Juan Rafael Agudelo el recuerdo de eserecuerdo, y el homenaje de las frases del poeta y de susversos: «Juan Rafael Agudelo era fuerte. Su fuerzatrascendía como trascienden los roncos ecos del montea los pinos», etcétera, etcétera. En Tegucigalpa lo hadebido de dejar. Para siempre.

El hondureño Joaquín Soto, de Comayagua, publicóen Tegucigalpa, cuando apenas llegaba a losdiecinueve años, El resplandor de la aurora, un librode versos compuestos en parte en la adolescencia. Conmotivo de su aparición Arenales escribió un extensoensayo elogioso que dio a conocer en sus Ideas yNoticias, y que la segunda edición del libro reprodujocomo prólogo, ya muerto su joven autor: estudiante demedicina y poeta, cosas que no van, murió de unasobredosis de morfina. A mediados de 1917 erapracticante interno en el Hospital Rosales de SanSalvador. Pues bien, en la trama de coincidencias dellibro del destino estaba escrito que allí y entonces

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conociera al gran poeta colombiano, el día mismo de lallegada de éste a San Salvador, el siete de junio, juevesde Corpus, el día del terremoto. Venía Arenales deAmapala acompañado de Alvarado, de quien se hizollevar, no bien pisó la ciudad, al hospital a internarse,a alojarse. Alvarado los presentó, y por mediación deljoven Soto se arregló el ingreso. A las siete de lanoche, hallándose el enfermo-huésped en la sala delpensionado del primer piso con unos cadetes (¿quéhacían allí unos cadetes, y él con ellos?), se sintió elprimero de una serie de movimientos sísmicos de unaviolencia alarmante. Después estalló el volcán.Después se inició el terremoto. Y en unos cuantossacudidos y desconsiderados minutos la amable ciudadde San Salvador estaba en ruinas.

Del vívido relato de Arenales de los sucesos deaquella noche, El terremoto de San Salvador,narración de un sobreviviente (folleto de sesenta ycuatro páginas que le dictó a Alvarado y que imprimióen las prensas semiderruidas del Diario del Salvador),calculo yo que no queden, sobre esta movida tierra,más de tres o cuatro ejemplares. Uno solo queda de Elcombate de la ciudadela, que Arenales había escritoaños atrás y que se le parece, sobre otra incendiadatragedia: la decena trágica de 1913 en la ciudad deMéxico. Ni uno queda de su folleto encomiástico sobrePancho Villa, el bandolero, del que se vendieron enSan Antonio Texas dos ediciones de veinte milejemplares. Y ni uno solo, en fin, de su panfleto Por elhonor de México, el verdadero Bulnes, contra donFrancisco Bulnes y para refutar su famoso artículo «Elpueblo mexicano hambriento, miserable, enclenque porley de la Naturaleza». Un solo párrafo se ha salvadodel panfleto de Arenales, que alguien citó en unartículo: «Poco a poco, del caos de ese pueblo sinrefulgencia y casi sin historia, se va desprendiendo laporción susceptible de elevarse más rápidamente, y seva elevando, y va recibiendo sobre sus hombros elpeso de graves deberes. Séame permitido citar un

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hecho. Cuando yo vine a México, en 1907, mesorprendió dolorosamente saber que en losferrocarriles nacionales me era preciso hablar eninglés para que un simple garrotero de pullman mepudiera entender. Fui iniciador, pocos meses mást a r d e , de una campaña periodística por lanacionalización del personal ferrocarrilero; batalléinsistentemente, hasta padecer ultrajes y cárcel bajo ellátigo de los capataces porfiristas. Se me decía confrecuencia: “Es inútil: si los ferrocarriles caen enpoder de los mexicanos, los ferrocarriles se arruinarán.Nuestros indios y mestizos no están preparados, notienen aptitud…” Dos o tres años después de miencarcelamiento, los ferrocarriles cayeron en poder delos mexicanos. ¿Qué sucedió? Que el tráfico no fueinterrumpido, que no ocurrieron catástrofes… Porfortuna para México, para el Continente, para la raza,mientras el señor Bulnes llora sobre las rotas murallasdel porfirismo como un estéril profeta de infortunios, elpaís ama, piensa, cree y batalla…» Los ferrocarrilesmexicanos, por supuesto, hoy día están arruinados.Siete décadas han transcurrido desde el piadoso folletode Arenales, siete décadas que parecen seguir dándolela razón a aquel contra quien iba dirigido, el tremendodon Francisco Bulnes, demoledor de ídolos y mentiraspatrioteras: por atávica imposición de la naturaleza, elpueblo mexicano ha sido, es y será irremediablementeirresponsable. El espléndido don Francisco Bulnes,con lucidez desencantada, escribió libros contra todo:uno se titula Las grandes mentiras de nuestrahistoria: la nación y el ejército en las guerrasextranjeras; otro, El verdadero Juárez y la verdadsobre la intervención y el imperio; otro, El porvenirde las naciones hispanoamericanas ante lasconquistas recientes de Europa y los Estados Unidos .Mucho antes del folleto de Arenales, mucho antesincluso de su llegada a México, tres abogados liberalesyucatecos se le habían adelantado en la polémicacontra Bulnes con otro folleto, El falso Bulnes, que

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publicaron en 1904 en Mérida. Cuando en plenarevolución Bulnes salió de México al destierro dijoque no volvería hasta que se hubieran muerto dehambre cinco o seis millones de demócratas. En cuantoal pobre Arenales, patriota en patria ajena, al defenderlo que defendía estaba agarrando por su cola de humo auna quimera.

Total, para el trabajo que le costaba cambiar deopinión… Poquito después del folleto contra Bulnesestaba sosteniendo sus mismas tesis en un editorial deCronos titulado «Dictaduras libertarias y democraciastiránicas», título que lo dice todo. Barba Jacob oMiguel Ángel Osorio o Ricardo Arenales o como loquieran llamar, en cuestión de opiniones era «como lasleves briznas al viento y al azar», para decirlo con unverso suyo de su más famoso poema. A unasdistinguidas damas de Medellín, accediendo en unacarta a darles una conferencia pública sobre México enbeneficio de los jóvenes de la Casa del Estudiante, ¿noles anticipaba que iba a bosquejar en ella «lo que llegóa ser la dictadura de don Porfirio Díaz, que me tocópadecer en sus postreras manifestaciones», y a trazar«las siluetas de loshombres públicos de mayor relievey más influjo en los últimos tiempos, desde el gloriosoapóstol don Francisco I. Madero hasta el generalObregón»? ¿Ah sí, la dictadura y el glorioso apóstol?¿No se había puesto acaso en su pseudónimo el nombredel dictador? ¿No había escrito en su alabanza infinitoseditoriales y artículos en El Imparcial, en ElIndependiente, en Churubusco, en Cronos, y párrafosy párrafos en su folleto sobre el combate de laciudadela? ¿No había de considerarlo luego, ya al finalde su vida, en sus perifonemas, como un paradigma delhonor y la honradez nacional? Si para RicardoArenales o Porfirio Barba Jacob algún gran gobernantehubo, en México y en cualquier otro país de América,ése fue don Porfirio. Frente a él la revolución mexicanaera una cabalgata de pícaros y ladrones, y el «gloriosoapóstol» un demagogo y un gobernante inepto con quien

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empezaba la ruina de la república. «El general Díazgozó de un poder omnímodo que, según su criterio y elde muchos de sus contemporáneos, empleó en elservicio de la Patria. Innegable es que con escasoejército, la opinión –la clase de “opinión” que hahabido siempre en México– le sostuvo y le aplaudió ensu larga gestión presidencial (dictatorial, dicen los“puritanos” contemporáneos). El prestigio mundial deMéxico y de su gobernante –también por lo que sequiera– fue indiscutible. Pero, nota que importa comonunca recordar: el poderosísimo jefe, si se creyósolidarizado de por vida con la grandeza de la Patria,nunca puso el menor conato en labrarse una fortuna. Ala hora del exilio, París no le vio, como a otrosexprohombres latinoamericanos, luciendoimpúdicamente mal adquiridas riquezas. Modesto yaustero fue aquí cuando era un sol; modesto y austeromurió en la ciudad Luz. Su honorable familia esviviente pero honroso paradigma de las mudanzas deCronos. ¡De cuántos de los sucesores de Porfirio Díazy de sus familias se podrá decir otro tanto!» Lo anteriores de noviembre de 1936, de sus perifonemas. Y oiganesto de veintitrés años atrás, de «El combate de laciudadela»: «Cuando don Porfirio se fue, Méxicogozaba de estimación y de confianza en el extranjero.En las arcas había sesenta millones de reservas. Puesbien, esa estimación, ese crédito están por los suelos;las reservas se han agotado en unos cuantos meses.¡Pero no es de extrañar! Con un presidente que tiene laimpudicia de nombrar ministro de hacienda a su propiohermano…» O sea don Francisco nombrando a donErnesto, los Madero. Pues bien, hoy, aquí, en esteMéxico, acabándose este milenio, al último año delperíodo presidencial o sexenio (palabra de ignominia)lo llaman «el año de Hidalgo: chingue a su madre elque deje algo». ¡Claro que Barba Jacob es luminoso!Para cuando el comunismo se desplome con suabnegación mentirosa, oigan estas frases suyas de susperifonemas, música de las palabras: «La secuela de la

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revolución comunista, encabezada y dirigida por unhombre de tan extraordinario talento como Lenin, fue, apesar de esto, algo sin precedentes en la historia de lospueblos que se abrogan el derecho de llamarsecivilizados, siquiera a medias; fue la superación delterror francés con nuevas y no imaginablesmodalidades. Y si no, que lo diga el camarada Trotsky,hoy pacífico y profuso burgués en su retiro deCoyoacán… Pero tales monstruosidades, toda esa cruelejecución con el socorrido pretexto de la épocarevolucionaria, de la lucha por el logro del poder parala implantación de un nuevo sistema social y político.Mas, ¿con qué pretexto pueden disculparse lasmonstruosidades que en Rusia se cometen ahora, enplena paz, después de dos décadas de implantación delcomunismo, y cuando las mil trompas de la publicidadnos han dicho hasta el cansancio que el régimensoviético está cimentado sobre la roca de la voluntadpopular, de la satisfacción de las masas, de la fuerzamoral y militar del Gobierno revolucionario?»,perifonema «Una visión paradisíaca», del primero deseptiembre de 1938, escrito a propósito del asesinatopor el régimen stalinista de todos los almirantes yperitos navales, y continuación de este otro, «Más alláde la ignominia», de meses atrás: «Rykoff, Bujarin,Rakovsky, todos los enjuiciados y asesinados,pertenecen a las falanges que fundaron elbolcheviquismo. Son, pues, los próceres de larevolución mundial, que iba a transformar la tierra enun paraíso de justicia, de honor y de bondad. Unrégimen donde tales cosas (asesinatos) suceden enépoca de paz, se halla fuera de la civilización y aun dela humanidad; sus prohombres pertenecen a lateratología, y no puede subsistir largo tiempo. Ni estampoco, valga el suave eufemismo, precisamente elrégimen que debe ponerse como modelo del idealrevolucionario a las jóvenes naciones de América.Independientemente de las teorías filosóficas, socialesy políticas en que se funde, sus procedimientos son

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execrables y sería preferible –por el honor de laespecie– borrarlos de la historia universal». Laizquierda mexicana, los aduladores y aprovechadoresdel granuja de Cárdenas, lo tachaban de reaccionario.Pues cuando el heredero de los Cárdenas y los Madero,e l PRI, el dizque Partido de la Revolución caiga,recuerden su retrato: «La revolución, semejante a unaencubadora, lo produjo todo al vapor: estadistas,sociólogos, financieros, diplomáticos… Como si elviento, jugando con la hojarasca, le hubiese ido dandoforma, y, junto con la figura, el espíritu, iban surgiendo–para reemplazar al personal administrativo de ladictadura de Tuxtepec– hombres que a sí mismos sedecían ungidos por un óleo milagroso, el de larevolución, y poseedores de la ciencia infusa queconfiere aptitudes para todas las cosas. CándidoAguilar, oloroso aún a recental, porque, como decíauna remilgada, su primer oficio era expender el blandojugo extraído a las glándulas de la consorte del toro,asciende a Secretario de Relaciones Exteriores…Incuria y sangre. He ahí las dos características delMéxico actual» (editorial de julio de 1922, de Cronos).

En una máquina de escribir destartalada, tecleandocon dos dedos, sin parar, y en esa prosa extraordinariaque dominaba, por don del cielo, desde su llegada aMéxico en 1908, en su juventud, escribía susperifonemas de Últimas Noticias, la edición vespertinad e Excélsior. Muy temprano en la mañana, hacia lasseis, se levantaba a comprar los periódicos matutinosen busca de un tema para sus artículos. A esas horasempezaba a tomar té de limón con alcohol y a fumarmarihuana, lo cual, sin embargo, no le perturbaba lamente «pues jamás perdió el hilo de su tema», palabrasde Abelardo Acosta, su amante, su mandadero, que lellevaba sus cuartillas a Ordorica, el director deÚltimas Noticias, el sordo. Con gritos de sordo paraque todos los redactores del periódico le pudieran oír,en la sala de redacción, invariablemente, Ordoricaelogiaba lo que había escrito Barba Jacob. Y he aquí

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las reacciones de la prensa gobiernista, cardenista, laarrodillada, la aprovechada, la aduladora, lalambiscona: «Barba Jacob –escribe El Nacional– oRicardo Arenales o Fernando Osorio, o como se llame,es –según el criterio bárbaro del derechismo– unextranjero. Y para nosotros es, simplemente, un pirata.Es colombiano, aunque Colombia, con justa razón, loniega. Y en los días de Victoriano Huerta dirigió aquíun periódico que se llamó Churubusco –brutalsacrilegio– para ensalzar los crímenes del huertismo,el movimiento más cruel y más injusto que se haproducido contra el pueblo mexicano. Y años después,en El Heraldo de México –periódico revolucionario–escribió artículos revolucionarios. Y hoy, en ÚltimasNoticias, escribe artículos redondamente reaccionariosy en los que ataca, a pesar de su calidad legal deextranjero, al gobierno y al pueblo mexicanos. He aquíla prueba: “Un pueblo –dice Barba Jacob, refiriéndoseal pueblo mexicano– ineducado, chapucero, capaz de laabyección y que si reacciona contra ella es con larevuelta, con cualquier ley electoral hará y toleraráchapuzas, martingalas y farsas democráticas”». ¿Conque eso dijo Barba Jacob? ¿En 1937? Me sonó como sifuera ayer… Pero oigan las preciosidades de Futuro,la revistica de Lombardo Toledano: «¿Quién escribelos famosos perifonemas de Últimas Noticias? ¿Quiénes esa personalidad tan alisada que todos los díasejerce el ministerio del orden, de la moral y de lacultura, desde las páginas del mencionado periódico,honra y dechado de virtudes? Los perifonemas sonsiempre muestrario de razones atildadas, de propósitossagrados, de principios puritanos, de cualidadescívicas y patrióticas. Maín Jiménez o Porfirio BarbaJacob es respetado en el mundo de las letrasamericanas como un gran poeta, al cual la poesía delcontinente debe momentos de inolvidable emoción.Pero he aquí que Ricardo Arenales ha tenido unaexistencia dolorosa y terrible. La vida profunda fuehaciendo de este hombre, paulatina e irremisiblemente,

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un pobre diablo. En Cuba se guarda un recuerdo alegrede las múltiples funciones de colecta y despedida queobligara a sus amigos a organizarle. Y si se lee unosversos suyos, que dicen: “Mi esfuerzo vano, estéril mipasión, soy un perdido, soy un mariguano”, habrá unmotivo más para compadecerlo. Otros poemas suyos,hermosos también, pueden dar el secreto de susdesventuras, como aquel de los desposados de lamuerte, diamantina elegía a los galanes perdidos.¡Pobre Porfirio Barba Jacob! ¡La vida lo dio a luzenfermo, atormentado, para que quedara como ejemplode la pena y la derrota de muchas inteligenciasbrillantes de América!» La página, que se titula «Unhéroe de nuestro tiempo», trae como epígrafe esta«anécdota de la vida real»: «–Amigo Barba Jacob: mesiento tan perdido, que si volviera a nacer, y naciesemujer, me gustarían las mujeres. –Pues yo me sientomás definitivamente perdido, porque si volviera anacer, y naciese mujer, me seguirían gustando loshombres». Otro es el diálogo que recuerda Kawage:alguien le pregunta a Ricardo Arenales cómo piensa ira cierto baile de disfraces y el poeta responde: «Comoestoy: disfrazado de hombre». ¿Qué respondía BarbaJacob a los ataques de El Nacional y de VicenteLombardo Toledano? Nada, se reía. Y seguía riéndosecuando El Popular, órgano de la Confederación deTrabajadores de México recién fundado, se sumó a laprensa cardenista y se dio a tratarlo de «extranjeropernicioso», «hombre conocido por su venalidad enhospitales, cantinas, y nóminas de periódicos». Exacto.Y cárceles, como la del Carmen.

Me ha contado Avilés, y en el prólogo a su antologíade poemas de Barba Jacob lo ha escrito, que cuando elpoeta entró a Últimas Noticias, recién fundada comoperiódico de derecha recalcitrante, y de morirse dehambre se convirtió en un periodista «virulento y aunmal intencionado pero bien pagado», a sus reproches ledijo: «Muy señor mío, no puedo morirme de hambre.En Cuba serví al antimachadismo y nada me dieron a

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cambio. ¿Que la reacción mexicana me pagaespléndidamente? Pues a servirla, a escribir para ella.Después de todo no está de más combatir a tantosinvergüenza como medra al amparo de la revolución».Y más concisamente, a Jorge Regueros Peralta lecontestó: «Tuve que venderme a las derechas porquelas izquierdas no quisieron comprarme». Y así es, enefecto: Gustavo Ortiz Hernán, joven amigo de su últimoviaje a Monterrey y jefe de redacción luego de ElNacional, me ha contado que Barba Jacob se presentóa este periódico, órgano del PNR o partido de larevolución (el antecesor del PRI), enviado por elsecretario particular del presidente Cárdenas, LuisRodríguez, a pedir trabajo. Aunque a Ortiz Hernán leentusiasmaba la idea de tenerlo en el periódico, no asía su director Froylán C. Majarrés, quien conocía susantecedentes de periodista de derecha. El sueldo que leofrecieron, por lo demás, era tan bajo que Barba Jacobno aceptó y no entró a trabajar con ellos. Añosdespués, enfermo por enésima vez en uno de sushoteles de paso, Barba Jacob le contaba a ManuelGutiérrez Balcázar una tarde, de otra tarde en que habíallegado a su cuarto Miguel Ordorica a ofrecerle trabajoen el periódico vespertino que se iba a fundar bajo sudirección, y el sueldo más alto que se hubiera pagadoen el periodismo mexicano. Barba Jacob se rehusabaalegando que estaba enfermo pero acabó aceptando.Me dice Manuel que durante la conversación con élBarba Jacob sacó de debajo de la almohada unacajetilla de cigarrillos Delicados, y le ofreció uno aljoven, quien lo aceptó a sabiendas de que el poetaestaba tuberculoso. Y me comenta que tal gesto nodebió de haberle pasado inadvertido.

Yo, francamente, no entiendo estas simplificacionesmaniqueas de «reaccionario» y «revolucionario», «dederecha» o «de izquierda». Son burda jerga demarxista, quienes se irán al último círculo de lo másprofundo del infierno por toda la eternidad delcatecismo, y no por sus almitas negras de burócratas

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ladrones y aprovechadores públicos (que tambiénabundan en el partido conservador), sino por susatropellos al idioma. En fin, ya Barba Jacob habíatrabajado con Ordorica, poco antes de ÚltimasNoticias, en la revista de éste, Información. Y lo debióde haber conocido, según mis cálculos, desde 1913, enMéxico, en los días del «perfume de gloria» deVictoriano Huerta: Miguel Ordorica, de Jalisco, un añomenor que el poeta, sordo. Luego, en 1915, coincidieronen el exilio cubano, que Ordorica prolongó por años:allí, en La Habana, fundó el «Almanaque» de ElMundo y dirigió El Heraldo. Cree Rafael recordarloentre los asistentes al recital de Barba Jacob en elTeatro de la Comedia habanero, en 1930, entre elselecto público vestido de blanco. Y también creerecordar, en la sala colmada, a un gran escritorespañol. ¿Unamuno? ¿Valle-Inclán? Quizá Va lle-Inclánde quien Barba Jacob contaba «que dormía sobrealfombras de marihuana». A lo mejor…

A su regreso a México Ordorica dirigió La Prensa yfundó otro «Almanaque», el de Excélsior. AlfredoKawage me ha contado que a Barba Jacob lo corrió desu revista por fumar marihuana en los baños. Lo cual esinexacto, a juzgar por los recuerdos de Shafick, másprecisos. Recuerda Shafick en sus Memorias que elsábado catorce de septiembre de 1935 se encontró aBarba Jacob recargado contra un poste, frente aledificio donde funcionaba la revista de Ordorica. Conla alegría inesperada de verlo, Barba Jacob arrojó elcigarro y abrazó paternalmente al joven. Subieron aledificio a ver sus oficinas, cómodas y espaciosas, «yen menos de un cuarto de hora ya andaban a la caza decantinas». Tras de algunos tequilas en La FamaItaliana, donde se les unió Kawage, fueron a comer alCentro Vasco. Allí Barba Jacob les contó cómo habíaentrado a trabajar en la revista reaccionaria deOrdorica. Ganaba cien pesos semanales, que se le ibanen parrandas, y no firmaba lo que escribía. Tras lacomida regresaron a la revista, y entonces Barba Jacob

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les presentó a Ordorica: «Les presento a mi jefe, elseñor Sordorica», dijo con burla aludiendo a la sorderade éste. Luego, en su oficina, les contó en privado:«Hace cuatro días me metí al baño a fumar marihuana yestaba en eso cuando entró el señor Ordorica; yo tratéde purificar un poco el ambiente abriendo una ventana.Hoy volví al baño a lo mismo pero la mala suerte quisoque volviera a entrar Ordorica: salió furioso gritando:“ ¿Qui é n hijos de tal por cual anda fumandomarihuana?” Mandó a reunir a todo el personal, peroantes de que el alboroto adquiriera proporcionesalarmantes, me puse enfrente de él y le dije: “Soy yoquien fuma marihuana”. En el acto aquel señorenergúmeno reprimió su cólera, se mostró muysorprendido, y con el rostro demudado y la bocaabierta dijo: “¡Aaaah!”, y se sentó. Tuve un momentode decisión intuitiva, un acto que me salvó de grandeslíos, pues ustedes han de saber que Ordorica es untrabajador incansable, un puritano, un cuáquero a todaprueba, severo, exigente, de vida seria y ordenada. Conél he durado porque he sabido impresionarlo como siyo fuera el mejor periodista de América. Poco despuésel señor Ordorica me preguntó: “Barba Jacob, ¿no lehace daño la marihuana?” No le contesté, pero estuve apunto de decirle que me hacía el mismo daño que lehacían a él sus dieciocho horas de trabajo, afectándoleel estómago; pero comprendí que no era el momentopropicio para las bromas, y más con un señor que usaaudífono conectado a unas pilas de bolsillo. Mecontuve y con sorpresa suya empecé a charlar con loscompañeros de oficina aparentando la mayorserenidad, demostrando que lo anormal es en míprecisamente lo normal en las demás personas. Austed, Shafick, cuando vino a buscarme, lo hice subir ala oficina para que él nos viera charlar y seconvenciera de que yo seguía perfectamente; sinembargo volvió a preguntarme si eso no me hacía daño.Y ahora que charlamos acabará por tranquilizar lo queyo desde hace mucho tiempo llevo tranquilo: la

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conciencia. Pronto le entregaré material para dosnúmeros de su revista y entonces se enterará de que niél ni la marihuana agotan mis facultades». Despuéshablaron del Ulises criollo de Vasconcelos. Despuésles contó una historia suya de Colombia, del pueblo deGirardot: «Ahí un día en que yo andaba en celo, meinterné en cierto barrio y me gustó el portero de unteatro. Estuve rondando el lugar, cuando de pronto mellama una persona, a la cual no acudí y la cual,inmediatamente, me envió a dos policías que mellevaron ante su comandante. Éste reprendió midesobediencia y no aceptó mis disculpas. Meapresaron en calidad de persona sospechosa. Quisieronsaber de mí y no creyeron que fuera quien soyintelectualmente, pero un telegrama de Bogotá meacreditó ante ellos; mientras tanto pasé dos noches enmuy malas condiciones. El telegrama le fue dirigido aLuis Eduardo Nieto Caballero, quien además, ainstancias mías, me envió cincuenta dólares. Me dieronde alta y armamos una borrachera en la mejor cantina.De ahí me llevé el mejor ejemplar de la cantina, y nosfuimos a dormir juntos. Después de la aventura unamigo travieso me sugirió que escribiera “La balada dela cárcel de Girardot”. Vean ahora cómo sigue el señorOrdorica de empeñoso escarbando revistas ypreparando material…» Demasiado larga la historiapara que sean exactas las palabras, pero lo que sí haconservado el recuerdo de Shafick es la desvergüenzadel poeta. Bueno, «desvergüenza» digo yo, según loscánones que dizque aún hoy rigen.

Ese pueblo de Girardot es un poblacho caluroso aorillas de un ancho río, y el portero en cuestión no esde un teatro sino de un cine, a los que llaman teatros enese país donde no hay teatro. En cuanto a Luis EduardoNieto Caballero ya lo mencioné y ustedes ya lo habránolvidado, y Colombia también aunque en su tiempo fuemás bien famoso: «persona conocida» como dicen allá,o sea que se puede recomendar. Él recomendó a BarbaJacob en el Hospital San José de Bogotá, donde el

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enfermizo poeta se internó y le diagnosticaron unarespetable «tuberculosis de la piel», que resultó seruna vulgar sífilis. Acababa entonces Barba Jacob dedejar su empleo de El Espectador de jefe de redaccióny editorialista que desempeñó cinco meses, del dos deoctubre de 1927 hasta fines de febrero del año siguiente.Aunque «desempeñó» no es la palabra propia entratándose no de un burócrata sino de todo un señorpoeta como Barba Jacob que se «parrandeó» día a díacinco meses El Espectador, el más viejo y serio yprestigioso diario de Colombia, el de los Cano, Luis yGabriel, los hijos del fundador: el uno celoso guardiándel prestigio del periódico ganado por su padre, el otroun ingenuo. El veinte de octubre, esto es poco despuésde haber entrado Barba Jacob a trabajar con ellos,empiezan a aparecer en primera plana una serie dereportajes insólitos sobre un duende que visitaba a unaniña en una casa embrujada del barrio de San Diego. Elduende aparecía en medio de tenues luces azulosas y deuna menuda lluvia de piedras ígneas que alumbraba conclaridad rojiza la habitación de la niña aterrorizada.Juan Sin Miedo firmaba las crónicas… En Colombiaen el año veintisiete no existía prensa amarillista. ElEspectador además era un periódico veraz y honesto,digno de toda fe, y nadie sospechó el engaño: Juan SinMiedo era Barba Jacob, que con la aprobación de donGabriel el ingenuo, y en ausencia de don Luis elceloso, daba su gran golpe periodístico. La viejahistoria de «los fenómenos espíritas del Palacio de laNunciatura» que ya conté, con que Ricardo Arenaleshabía mantenido intrigada por varios días, desde ElDemócrata, en el año veinte, a la capital de México.La fórmula estaba probada, y ahora se le aplicaba a lacapital de Colombia. El éxito de Juan Sin Miedo y suscrónicas sobre el duende de San Diego fue formidable:El Espectador empezó a superar en tiraje a los demásdiarios bogotanos juntos. Aunque circulaba en la tarde,la ciudad esperaba su aparición impaciente desdetempranas horas de la mañana, ansiosa de conocer

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nuevos detalles sobre la niña víctima de ese galánmisterioso y apuesto que la amaba y celaba con ardor ycon furia. Masas compactas de curiosos comenzaron adesplazarse hacia San Diego en busca del duendeenamorado, a indagar por fondas y tenduchos, ahusmear en el interior de las casas. Nada, nadie sabíanada. Entonces Barba Jacob, para burlar la curiosidadpública, trasladó su fantasma al barrio de SanCristóbal, en el otro extremo de Bogotá. Y en pruebade su existencia, en el prestigioso diario de los Canoque fundara don Fidel el patriarca, estampó en primeraplana su mano, la mano del fantasma, con la leyenda deque el duende se la había enviado a Juan Sin Miedo enuna hoja de papel.

Esa mano, que ustedes pueden ver impresa, en tintanegra, con sus huellas, en el ejemplar del veinticincode ese mes de ese año de ese diario, que la BibliotecaNacional de Bogotá ha conservado, es el testimoniomás tangible que me queda de Barba Jacob, de suespíritu burlón, humo de marihuana, y el que másaprecio, más que las firmas de sus cartas, más que susretratos: el que no me dieron, vaya, pues, MadameHortense y los espiritistas de México, cuandointentábamos capturar, en parafina derretida, entretruenos y relámpagos, la huella probatoria de su mano,su presencia ectoplásmica.

El veintisiete, acabándose de esfumar el duende acausa del regreso indignado de don Luis a la ciudad,Barba Jacob dio un recital en la Casa del Estudiante.Ante el escaso público que concurrió a oírlo pese almal tiempo reinante, comentó esa noche la evoluciónde su obra poética y declamó sus poesías. Al díasiguiente, en su columna «Día a día», no firmada,reseñaba el acto con el más entusiasta autoelogio: sellamaba poeta profundo y original que venía a renovarla lírica colombiana. Y ni duda me cabe de que lareseña la escribió él: su estilo inigualable lo delata.

Tampoco estaban firmados los perifonemas deÚltimas Noticias de Excélsior. Cuando a la muerte de

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Barba Jacob Alfonso Mora Naranjo, su lejano,lejanísimo discípulo de la escuelita de Angostura,quiso publicar en la revista de la Universidad deAntioquia alguno de sus artículos mexicanos tandesconocidos en su tierra, y se dirigió al embajador deColombia en México Jorge Zawadsky, éste lerespondió: «La mayoría de los escritos políticos dePorfirio fueron publicados sin su firma. Durante losúltimos años de su vida, hasta cuatro meses antes de sumuerte, escribió magníficas notas en el diariovespertino Últimas Noticias, en la sección intitulada“Perifonemas”. Pero ninguno de estos artículos fuefirmado. En el dicho cotidiano no saben dar cuenta decuáles pertenecieron a Porfirio y cuáles a otroscolumnistas, pues alternaban varios al servicio de lamencionada sección». Nada tan sencillo sin embargocomo separar sus perifonemas de los de Aldo Baroni ydemás periodistas con quienes compartió la columna.¡Qué más firma que su estilo! Nadie en el periodismomexicano escribía como él. En una prosa deslumbranteva desfilando día a día por esos perifonemas suyos elMéxico del tequila y la pistola, de los zafarranchos enel seno de los sindicatos y los gremios, del machismoirracional, de los diputados homicidas, el Méxicoabyecto de la lambisconería que se deshace enalabanzas y zalemas ante sus gobernantes corruptoscuando están en el poder y pueden repartir privilegios,prebendas y riquezas, y que pasa de la alabanza ruin ala reprobación y al ultraje cuando caen. Allí está en esacolumna suya la corrupción apoderándose de todas lasclases sociales, de todas las esferas de la política; lasdebilidades morales de un pueblo que la «revolución»ha fomentado hasta niveles de descomposiciónnacional; el comercio con las curules en la Cámara deDiputados; los robos e inmoralidades de laadministración pública que todo el mundo sospecha yque a la postre nunca se aclaran y se olvidan porque enMéxico la verdad siempre se embrolla… Allí está elcese de una embajada en masa porque sus funcionarios

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expiden pasaportes falsos; el ansia de dinero que noreconoce inhibiciones ni límites en un país donde setrafica con todo y donde se ha llegado ainstitucionalizar la compra de los funcionarios y de lasconciencias. El México de su tiempo, en fin, que haresultado ser el nuestro.

Al principio solo y en forma regular, luegoalternando con otros y cada vez más infrecuentemente,Barba Jacob escribió los perifonemas de ÚltimasNoticias durante cuatro años y medio. En los archivosdel periódico y en la hemeroteca de México los heleído, los he seguido día a día, con asombro, y lasensación de que el tiempo no ha pasado por ellos,como si lo temporal que era su esencia se hubieravuelto intemporal y Barba Jacob regresara del fondo dela muerte a probarme, con actualidad portentosa, que sudía es mi día, que las naciones como las personasnunca cambian y que el correr del tiempo es unespejismo y el hombre siempre el mismo, el mismoperverso, dañino, irredento animal. El gran periodismoen lengua española que creó, a principios de la pasadacenturia, Mariano José de Larra, en los perifonemas deBarba Jacob llega a la cima. Bueno, ésa es mi opinión,aunque no la suya: «Por lo que hace a mis trabajos enprosa –le decía a Jaramillo Meza en una carta–, nuncahe compuesto en mi vida ni una sola página queparezca digna de ser conservada. Los trabajos deperiódicos son cosa despreciable; llenan una necesidadmomentánea y al día siguiente no tienen significado. Amí me sirven como instrumento para ganar el pan ynada más».

Preguntándoles a los vivos y a los hijos de losmuertos he llegado a establecer que Barba Jacobcompartió su columna de los perifonemas, que aún hoysale, con Jorge Piñó Sandoval, Salvador Novo y AldoBaroni. Pese a que en septiembre de 1941, ya fuera deÚltimas Noticias y próximo a morir, en una de susúltimas cartas, a Gabriel Cano, de El Espectador,Barba Jacob le aseguraba desde México que por cuatro

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años consecutivos, de 1936 a 1940, había sido el únicoeditorialista de aquel diario, su aseveración esinexacta: otros escribieron ocasionalmente losperifonemas antes de 1939, y a partir de entonces conregularidad mano a mano con él, y durante ciertosmeses sin él. Así en febrero de este año Futuro,hablando de Novedades, comentaba que «Uno de estosdías el perspicaz vespertino descubrirá seguramenteque los editorialistas de su colega Últimas Noticias –el bello Salvador y el esbelto Porfirio– son los másperfectos ejemplares de la virilidad aria». Porfirio esBarba Jacob y Salvador Salvador Novo. Y en elnúmero de marzo: «El viejo joven Salvador N. y eljoven Jorgito P. quienes se dan abrazos ideológicosdesde las columnas fraternalmente compartidas deÚltimas Noticias…» Jorgito P. es Jorge PiñóSandoval. No se menciona a Barba Jacob porque,según se informa páginas adelante: «Se encuentranrecluidos en sus habitaciones los conocidosescribidores de los “grandes” periódicos nacionales,José Elguero y Porfirio Barba Jacob (cuyo verdaderonombre es Miguel Ángel Osorio). Ambos sufren losestragos de los deslices de su juventud. ¡Ya ves Pepecómo las “hojas” llegan al hígado el día menospensado! ¡Ya ves Miguel Ángel lo que te trajo tuCintia!» Se hallaba enfermo desde febrero y así ningúnperifonema de este mes se puede atribuir a su pluma.Cintia es un personaje de uno de sus poemas…

Aunque del joven Novo Barba Jacob se expresósiempre en los términos más fuertes y despectivos yson numerosos los testimonios de que no lo quería, lasdos incidentales alusiones de Futuro a su nombreconfirman lo que me han dicho algunos, que escribiólos perifonemas cuando Barba Jacob aún no dejaba elperiódico. Más aún: Shafick menciona una carta deldiecinueve de mayo de 1939, de Ordorica a BarbaJacob, «negándole el pago de los perifonemas y de LaVoz del Ágora en forma seccionada», y aclarándoleque los perifonemas ya habían sido escritos algunas

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veces por Salvador Novo, con lo cual le daba aentender al poeta en forma velada que si se hacía elremilgado ya no hacía falta su colaboración. Novoacabó por quedarse con la columna, que, segúnPellicer, le produjo muchísimo dinero, y que segúnKawage subcontrataba abusivamente con otros jóvenesescritores. Barba Jacob lo trataba de «joto» y lo apodó«Nalgasobo» y de él decía: «Es un puto con banderaarriada: yo soy un puto con bandera desplegada». Novoya ha muerto. Qué no daría porque viviera para irle apreguntar por Barba Jacob, para oírle decir cosas, consu afilada lengua, del poeta que ya no está, para reírmeen su nombre. Lo vi una noche, de pasada, a la salidade un teatro: empolvado, enjoyado, empelucado,dándole la luz cambiante de la marquesina vanidosa ypolicroma en la peluca, sacándole reflejostornasolados, visos. Se diría un Oscar Wilde en viejo yen más… En cuanto a Jorge Piñó Sandoval, deveintisiete años en el año treinta y nueve, hoy norecuerda haber escrito los perifonemas mano a manocon Barba Jacob ni que los escribiera Novo, de quien,me dice, el poeta estaba distanciado por temperamento,pero que tomó la columna cuando éste la abandonó. Encambio cree que con Barba Jacob los escribiera AldoBaroni, que ya ha muerto. Un hijo de Aldo Baroni,Fulvio, comparte esta opinión: su padre empezó aescribir los perifonemas en 1939, alternativamente conBarba Jacob, tres días a la semana cada uno (ÚltimasNoticias no circulaba los domingos), y me sugiere quehable con Roque Armando Sosa Ferreiro, quien fueamigo de Ordorica y colaboró con Excélsior. Cuandole llamo Roque Armando Sosa Ferreiro me asegura quelos perifonemas fueron escritos por Barba Jacob, Novoy Aldo Baroni, dos días a la semana cada uno según lacostumbre del periodismo mexicano. En opinión de suhijo, Aldo Baroni sólo tuvo con Barba Jacob unarelación meramente profesional pues vivía alejado detoda bohemia, y debieron de conocerse a raíz de estacolaboración y no antes. Hecho este último en que sin

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duda se equivoca: a Aldo Baroni lo menciona RicardoArenales en una carta a Rafael López del año veinte, yse hallaba en Cuba cuando la última estadía, al menos,del poeta en la isla. Por lo demás, tanto Jorge PiñóSandoval como Fulvio Baroni coinciden en recordaresa cantina oscura y alargada de Bucareli, la Mundial,y la peluquería El Salón Rojo de la misma calle, dondesolían reunirse entonces Barba Jacob, José Elguero,José Elizondo y otros escritores del grupo deExcélsior. La Mundial es la «taberna de frente alCaballito» de que habla Futuro en un artículo acusandoa Últimas Noticias de reclutar en ella a sus redactoresy editorialistas, además de otras cantinas, garitos y lagalera de homosexuales de la cárcel del Carmen.

Cerca a donde estuvo esa cárcel, que ya no existe, enuna iglesia adaptada funciona la hemeroteca deMéxico. Es una vieja iglesia encalada de blanco queme gusta imaginar, durante los meses, años que lafrecuento, en una playa del Caribe de arenas suaves,con galeón pirata meciéndose en el mar y meciendo elviento las palmeras. Pura ilusión: la hemeroteca seencuentra en una zona de mercados y puestoscallejeros, bulliciosa, sucia, abarrotada. Entre el gentíoy el carrerío y el vocerío, temprano en las mañanasllego pensando que voy a naufragar: lo que ya hevivido o que me espera en las bibliotecas yhemerotecas de Colombia, El Salvador, el Perú, CostaRica, Panamá, Honduras, Guatemala, Cuba, unnaufragio en un mar de papel impreso. ¿Y siexplorando mares de naufragio sacara algún día algúnmensaje de Barba Jacob, en una botella? Es un lejanosueño de mi niñez recibir en una botella verde el granmensaje del mar.

La hemeroteca de México la frecuentanespecialmente niños. Niños a quienes los maestros lesponen no sé qué complicada investigación de tarea.Colas y colas de niños investigadores afuera en lasmañanas, dándole la vuelta a la esquina, esperandoentrar. Y yo entre ellos, un investigador más, si bien no

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me gusta considerarme así: me siento más bien como undetective, y puesto que voy de país en país, undetective de la Interpol. ¿Pero un detectivepersiguiendo a un muerto? Mejor un parapsicólogo, uncazador de fantasmas. Eso, un iluso.

Ahora estoy esperando pacientemente –con adverbioen «mente» de esos que detesta Borges y pacienciarenovada– a que me traigan los empleados de lahemeroteca, de delantal blanco como enfermeros, ElHeraldo de México de octubre y noviembre de 1920:dos meses a lo sumo pero no tres a la vez, de dos endos llenando fichas. Estos niños mexicanos consultandoejemplares únicos me causan estupor: encaramados enbanquitos altos pasan las páginas y las páginas de losviejos diarios encuadernados en pesados volúmenescon seguridad de expertos. Este que tengo a mi lado, deocho años, está investigando la muerte de Carranza. DeCarranza el viejo, de burlona barba blanca, asesinadoen Tlaxcalantongo: no «Tlaxcalaltongo» como decíaArenales, con una ele en vez de una ene: «el mártir deTlaxcalaltongo» según le llamaba (después de haberescrito pestes contra él en otros lados), en una carta aRafael López comentándole la tragedia en ese oscuropueblito de la sierra de Puebla que nadie en Méxicohabía oído mencionar, y donde acababan de asesinar alinfortunado presidente. ¿Pero qué decía antes dedesviarme en historias patrias? Que estos niñosmexicanos investigadores me causan estupor porque mehacen acordar de Alfonso Duque Maya y Eutimio PradaFonseca, colombianos, viejos, que para su edición delas poesías de Barba Jacob con notas y comentariossacados de periódicos, por no tomarse el trabajo decopiar mutilaron, en la Biblioteca Nacional de Bogotá,Colombia, los ejemplares únicos de El Promotor, ElSiglo, Rigoletto y La República, periódicosbarranquilleros de 1906 y 1907 que daban noticias delpoeta: por donde pasó Arenales pasaron ellos con unacuchilla de afeitar. Al Diablo le encargaría este par devándalos para lo más hondo y caliente de sus infiernos

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si su devoción por el poeta no me moviera a perdonar,a olvidar el crimen. A Alfonso Duque Maya ademásBarba Jacob le dejó autografiada la «Canción de lavida profunda» su última noche de Bogotá, en el CaféPensilvania, a punto de irse para Medellín en el trendel amanecer.

Pues en los Heraldos que he pedido y que me hantraído me he encontrado, en el del diecisiete denoviembre de 1920, miércoles para mayor precisión, aLeopoldo de la Rosa dándose un tiro en el vientre, conrevólver calibre 32: se lo llevaron los de la Cruz Rojaal hospital: «Uno de los redactores de El Heraldo deMéxico entrevistó la noche de ayer al señor doctor donAlfonso Priani, jefe de las ambulancias de la CruzRoja, quien se sirvió manifestar a nuestro representanteque el estado del señor de la Rosa era de sumo cuidadopuesto que el proyectil había desgarrado los intestinosy pudiera acontecer un lamentable desenlace». Noocurrió, ¿pero Priani? Priani, Priani, Priani, me suena.Y pongo a funcionar esta computadora destartalada demi cabeza, ¿y dónde creen que me lo encuentro, alsusodicho señor doctor don? En los archivossupersecretos de la Embajada de Colombia en México,firmando carta de la Beneficencia Pública delveintitrés de febrero de 1932 al Encargado de Negociosde la Legación colombiana, comunicándole quesiempre si le concedían en el Hospital General eldescuento del cincuenta por ciento a Barba Jacob. Yfirma el doctor Alfonso Priani, Secretario delPresidente de la Junta de Beneficencia Pública de lacapital. De Jefe de Ambulancias de la Cruz Roja aSecretario del Presidente de la susodicha en doce años,¿ascendió?

Otra de las ociosidades de que está tramada estahistoria, descubierta por la misma computadora:Cuando a principios de marzo de 1918 RicardoArenales entró a trabajar en El Pueblo, creó unacolumna de crónicas, ensayos y poesía titulada «Lavida profunda», que firmaba con el pseudónimo de

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Almafuerte, uno que ya había usado años atrás en ElIndependiente, y que también usó, e hizo famoso, enotro país pero en esta misma dimensión y este mundo,el poeta argentino Pedro Palacios. Luego en lugar deesa columna Arenales publicó toda una página,«Realidad y fantasía», especie de suplemento cultural yliterario que redactó en compañía de Guillermo PrietoYeme, y que se inició el tres de abril con un espléndidoensayo de crítica literaria, «La rehabilitación del granAlejandro Dumas», sobre la vigencia de Dumas, quefirmaba Juan Sin Tierra, un pseudónimo más deArenales, que adoptó entonces y que volvería a utilizaralgo después en sus reportajes amarillistas de ElDemócrata. Tan asombrado estaba yo del sentidocrítico del poeta y de su humildad oculta tras esa redde pseudónimos, que por poco se me escapa la verdad.No sé qué circuito se me encendió en la computadoraque recordé que ya había leído el artículo sobre Dumasen El Imparcial. Consulto El Imparcial de los mesesen que en él trabajó Arenales y encuentro el artículo: elveinte de diciembre de 1912, traducido del francés yfirmado ese mismo mes en París por A. Brisson(Adolphe Brisson, crítico teatral y periodista francés).Arenales, que solía conservar sus poemas y artículospublicados en los periódicos (lo único que conservó ensu vida), había guardado desde entonces el ensayosobre Dumas y ahora con la mayor frescura loreproducía en El Pueblo, adaptándolo con un mínimoesfuerzo a México y firmándolo con uno de suspseudónimos: donde Brisson escribía «en los pasillosdel Odeón», Arenales cambiaba: «en el restaurant delPrincipal» (un teatro de México); donde Brisson decía«entre los jóvenes parisienses de 1912», Arenales ponía«entre los jóvenes mexicanos». Y en algún lugar leagregó al texto: «Por eso he recomendado yo que lasobras de Dumas se traigan como folletín a las páginasd e El Pueblo, después de Verne, y creo que se mecomplacerá». Y según la misma fórmula y con la mismafirma, publicó otro ensayo sobre la danza macabra en

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la Edad Media, que sin lugar a dudas tampoco erasuyo. Estas cínicas apropiaciones del poeta estabanentonces al abrigo de toda comprobación. ¿Quién, porlo demás, hubiera podido acusar de plagio a Juan SinTierra, el pseudónimo de otro pseudónimo?

Perdido en las brumas de ese mundo de fantasmas ypseudónimos he conocido un día a Guillermo PrietoYeme quien figuraba, al igual que algunos otros quehacen parte de esta historia, en la lista de los asistentesal entierro de Barba Jacob que dio Excélsior. Porcierto que con varios errores: allí estaban unos que nofueron y faltaban otros que sí. Y varios nombres estánequivocados. Como el reportero que hizo la lista ladebió de haber hecho en el apartamento de López, dedonde partió el cortejo, anotó a Felipe Servín, Aliciade Moya y Concepción Varela que allí estaban peroque no fueron al cementerio. A Conchita la anotó comoConcepción M. de Delgado: no es «M»: es «V», deVarela. A Roberto Guzmán Araujo le puso «RobertoAraujo»; a Leonardo Shafick Kaím, «Leonardo Kaím».Y a Felipe Servín lo graduó dizque de licenciado,seguro porque él mismo se lo dijo. ¡Qué licenciado ibaa ser ese borrachín! Y le faltaron Marco AntonioMillán y Salvador Toscano, cuando menos. En cuanto aGuillermo Prieto Yeme, oyendo mal el segundoapellido lo anotó como «Guillermo Prieto y M.», segúndescubrí buscándolo en la guía telefónica de la ciudadde México, el obituario: Guillermo Prieto Yeme (no «yM.») allí estaba. Le llamé, sin la más mínima ni remotaesperanza. Pues para mi sorpresa él mismo mecontestó. Que sí, que era él, el que yo buscaba, el quefue amigo de Barba Jacob, o mejor dicho de RicardoArenales. A los noventa y seis años, faltándole míseroscuatro para cantar el siglo en números redondos, mehablaba del otro lado de la línea pero eso sí, de lalínea que separa a los vivos de los muertos. Noventa yseis años… Noventa y siete tendría el poeta si viviera,¡pero hace tanto que murió! Con el señor Prieto llegoaquí a mi máxima marca, que no me será posible en

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adelante superar; a nadie habré de conocer nacidoantes que el poeta, vivo. Y como ustedescomprenderán, en estricta teología no es lo mismo queel Padre dé testimonio del Hijo que el Hijo del Padre,ni los viejos de los jóvenes que los jóvenes de losviejos, y así este libro adolecerá para lo eterno de esedefecto. No es culpa mía, es de la Muerte. Cuando meembarqué en esta empresa, a quienes eran mayores queMiguel Ángel Osorio ya la Muerte los había sacado abailar en su danza.

No recuerdo nada del señor Prieto. Ni su voz, ni sucara, ni su casa, ni siquiera el rumbo de la ciudaddonde estaba. En la computadora mal enchufada de mimemoria no sé por qué cortocircuito se me borró. Heconservado, sí, en cambio, lo que el señor Prieto mecontó del poeta porque lo anoté con papel y lápiz, a laantigua. Es a saber: Que lo conoció en 1914 enGuatemala, gobernando allá Estrada Cabrera y aquínadie, aquí en plena desbandada los de Huerta y plenarevolución: Federico Gamboa, Luis Rosado Vega,Manuel M. Ponce, Manuel Garza Aldape, José F.Elizondo, José María Lozano, Urbina, Arenales…,músicos, funcionarios, poetas, en mulas, trenes, barcos,desperdigándose en la estampida que siguió a la caídadel dictador borracho, no fuera que Zapata y Villa loscolgaran. El señor Prieto, periodista nombrado para uncargo diplomático en Berna por el tambaleantegobierno de Huerta, pensaba embarcarse para Europaen Veracruz cuando se vino la invasión norteamericanaal puerto. Entonces don Federico Gamboa, que habíasido embajador de México en Guatemala, le aconsejóeste país para que se embarcara, en Puerto Barrios, yhacia allí se dirigió el señor Prieto. Un percance habríade cambiarle empero los planes: en Tapachula, en lafrontera, le robaron el dinero. Y así, sin un quinto, atropezones, empujado por el viento de la mala suerte,hubo de continuar el pobre diplomático en desgraciahacia la capital de Guatemala, a la que llegó undomingo. El lunes se estaba presentando en La

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República a pedir trabajo. El propietario, doctorEduardo Aguirre Velázquez, lo atendió. Pues resultaque Ricardo Arenales, que por el mismo lado y lasmismas razones también había llegado a Guatemala, sehabía presentado días antes en el mismo periódico conla misma intención. Allí lo conoció el señor Prieto. Lológico es que siendo periodistas huertistas, colegas ycopartidarios, se hubieran conocido en México y no enGuatemala, pero la vida es caprichosa, no lógica. Yahora se encontraban los dos hermanos en el exiliocomo rivales, pretendiendo la dirección del mismoperiódico, la misma novia. Arenales, de entrada, lepidió dinero al propietario para modernizar el diario.Prieto en cambio le propuso planes más modestos queno requerían de nueva inversión: cobrar por ejemplolos anuncios y las suscripciones en dólares y no enpesos guatemaltecos que valían tres centavos, briznasde paja. Aguirre Velázquez aceptó sus ideas y Prieto seconvirtió en el nuevo director de La República, yolvidándose de su viaje a Europa se quedó enGuatemala. Allí conoció a Chocano, a ArévaloMartínez y hasta Dios Padre, Estrada Cabrera y sulugarteniente el siniestro barón de Merck,«matamuertos», apodo que se ganó cuando la rebeliónde los cadetes contra el dictador, porque a los que ibancayendo les daba el tiro de gracia. En cuanto aArenales, sin trabajo y dilapidando el dinero que traíade México, el que le dio Churubusco, pasaba en tantode los buenos vinos al aguardiente chapín, y de lassuntuosas cenas a las comidas humildes en las fondasde arrabal. Así se le llegó el día en que se encontrósolo y sin un centavo, pero con las dos alas mágicas desus palabras «Me voy». Y se fue de la capital aQuezaltenango y de Quezaltenango a Cuba, tal vez porHonduras, por ese caminito de salida que en la ciudadde los altos era lo que más le gustaba, según surespuesta a una dama: «Ese caminito para irme a lachingada». ¿A cuál dama? Pero el pintor CarlosMérida que me lo cuenta, de noventitantos años y de

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Quezaltenango, se pone en viejito discreto y obstinado,y empecinadamente se niega a revelarme el nombre dela dama. No sé por qué. Con su empecinamiento y sudama se fue a la tumba.

De Cuba se fue Arenales a Nueva York, de NuevaYork a La Ceiba y de La Ceiba a San Salvador, dedonde se acababa de marchar el señor Prieto. Pocodespués, como si Arenales le fuera siguiendo lospasos, se lo volvió a encontrar en México, en ElPueblo. «El hombre de la humildad rabiosa» le bautizóArenales porque se molestaba cuando lo presentabacon los más subidos elogios, con la prosopopeya quese estilaba en su nativa y redicha tierra, Colombia, paísde doctores que dizque saben latín… Al evocar paramí esos lejanos días de El Pueblo, el señor Prietorecuerda a Arenales llegando al periódico con gruesoslibros bajo el brazo, «de los que leía el prólogo, elíndice y algo más, de carrera, para utilizarlo en supágina literaria». Curioso recuerdo que adquiere supleno significado a la luz de lo que ya he contado, losplagios de Arenales, que no lo son.

Escarbando bibliotecas he encontrado un libro deGuillermo Prieto Yeme de la época de El Pueblo, deque no me habló: de versos, con un soneto,«Renunciación», dedicado «Al ilustre intelectualcolombiano Ricardo Arenales». Ajá, conque el señorPrieto también nos resultó poeta, otro más… Otro másen este poético mundo superpoetizado. ¡Qué le vamos ahacer ! ¿Alguien podrá escribir una biografía deBolívar sin generales? Pero volviendo a los delcortejo, prosiguiendo, ya no recuerda el señorembajador de México en Colombia don FedericoBarrera Fuentes que escribió un artículo necrológicosobre Barba Jacob y que asistió a su entierro. ¡Y claroque asistió! Su nombre lo leí en la lista y con los dosapellidos. Ahora, en 1980, en la embajada mexicana enBogotá, Colombia, y estando quieta la tierra, yoprefiero pensar, con su perdón, si me disculpa, señorembajador, que le está fallando un poquito la memoria,

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a suponer que quienes acompañaban a Barba Jacob esatarde luminosa y fría, ese miércoles catorce de enero,era un cortejo de fantasmas. Y oiga lo que cuenta en suartículo: que fue a visitar a Barba Jacob a su pensiónde la calle de Luis Moya una tarde y se lo encontróleyendo un libro de Stefan Zweig. Que el poeta leía yreleía un párrafo que hablaba del más allá, y que acabóanotando al margen: «Ya estoy maduro para la muerte».¿Recuerda el año? Mil novecientos treinta y cuatro, quees cuando vivía en la pensión de Luis Moya. Al añosiguiente se lo volvió a encontrar, en la calle, yendousted con el periodista y escritor español EugenioNoel, ¿sí recuerda? Eugenio Noel que fue tan famosopor sus crónicas sobre la guerra de Marruecos y sucampaña antitaurina. Dice usted que el poeta y elespañol se pusieron a hablar interminablemente y quesu «espléndida» conversación se prolongó por horas.Eugenio Noel habló de los innumerables libros quehabía escrito, de las innumerables conferencias quehabía dictado en toda América en favor de laRepública Española; Barba Jacob relató sucesos de supasado. Que ambos pensaban que estaban llegando alfinal de la existencia. De hecho Eugenio Noel murió alaño siguiente; Barba Jacob, seis después. Tras apurarun vaso de cerveza y cuando ya se retiraba BarbaJacob exclamó: «¡El sol ya no se pone en las bardas!»

Ya vivía entonces en el Sevilla, de Ayuntamiento 78,teléfono Eric 26715. El teléfono está en un recado suyoa Rafael Heliodoro Valle: «Rafael Heliodoro: Tengourgencia de hablar contigo. Comunícate conmigo porteléfono al Hotel Sevilla-Eric, 26715 ojalá esta tarde oesta noche. No lo olvides: me urge». Y si desde estarealidad, desde esta dimensión prosaica y extraviadamarcara ese número, ¿me contestarían? ¿Don Ramón,acaso, el dueño, el español? ¡Cuánto hace que enMéxico desaparecieron los teléfonos con clave ynúmero! Y sin embargo el Hotel Sevilla todavía existe,aunque se llama el Sevillano: el mismo hotelucho deentonces venido a menos: a menos de menos… Ya por

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él no se paran ni los fantasmas. Cuando salí deconocerlo, afuera en Ayuntamiento, en el barullo de lacalle, anunciaban los periódicos vespertinos engrandes titulares grandes fraudes infames: los delsexenio de Echeverría vistos desde los de López elperro. No sé por qué se me vino a la cabeza 1927 y elinforme de la primera embajadora rusa en México,Alejandra Kollontai, a su gobierno, el de los soviets,que le urgían que informara qué diablos eran por fin loshombres de la revolución mexicana: si de derecha, o deizquierda. Y la embajadora contestó: «Ni de derecha nide izquierda: son rateros».

Al Sevilla fue mi amigo Luis Basurto una tardeacompañando a su maestro Rafael Heliodoro Valle avisitar al «enorme y terrible» poeta Porfirio BarbaJacob. Ya Basurto lo conocía; lo conoció siendo casiun niño una noche de cuatro o cinco años atrás en queescapado del colegio y de su casa había ido a dar a laplaza de Garibaldi. Sentado junto a él a una mesa delpuesto en que vendía hojas de té de canela con alcoholConcha «la tacón dorado», Barba Jacob escribía en unahoja mugrosa de papel al tiempo que daba grandestragos de una botella de tequila. Basurto lo observabacon curiosidad. Cuando Barba Jacob terminó leextendió el papel y le dijo, con su voz ronca y altiva:«Joven, si me jura no publicarlos jamás le daré estosversos que ha escrito para usted Porfirio Barba Jacob».Ahogado y trémulo por el asombro y la emoción y elmiedo el muchacho sólo atinó a responder: «Se lojuro», y apretando el papel entre las manos se escapócorriendo. Me dice Basurto que era un breve poemalleno de luz y alegría, muy ajeno a la imagen diabólica,tormentosa y angustiada que él tenía del poeta y quevolvió a tener más tarde en sus dos visitas al HotelSevilla. Cuando entró a la desordenada habitación conRafael Heliodoro Valle Barba Jacob no pareciórecordar al muchacho. Entonces presenciaron unainsólita escena: un joven poeta furibundo irrumpió enla habitación reclamándole a Barba Jacob por el fraude

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cometido con unos versos suyos que mucho antes lehabía dejado para que le diera un concepto y que BarbaJacob se había apropiado publicándolos con sunombre. Se irguió Barba Jacob y con voz terrible legritó: «¡Fuera de aquí, miserable! ¡A qué honor másalto podría aspirar un poetastro como usted que al dever sus versos firmados por Porfirio Barba Jacob!»(«¡Que le devuelvan su verso, que se lo lleve y nosdeje en paz!» gritaba un día Voltaire contra su pobreamigo plagiado.) Y en aquella misma habitación levolvió a ver Basurto destruyendo todos los libros queposeía, amargado y desesperado.

Otras ráfagas similares de abatimiento y deviolencia presenciaron sus amigos. Ayala Tejeda mecontó que lo encontró una mañana en la cama, con ungorro rojo absurdo en la cabeza, despotricando de todoy de todos; del tiempo, de la política, de los amigos yde sí mismo: empezó a denigrarse y a reprocharse porhaber dejado que lo arrastrara la vida hasta la miseriaen que estaba. Se le veía entonces en las nochespaseándose por la avenida de San Juan de Letrán,buscando golfillos de la calle y fumandotranquilamente marihuana. A Edmundo Báez, que se loencontró, le mostró la foto de un muchacho desnudocon un órgano sexual inmenso y le dijo que andababuscando uno así para esa noche. Y hablándome ElíasNandino de la gran habilidad de Barba Jacob paraconseguirse muchachos, recuerda en particular el díaen que estando con él se hacía lustrar los zapatos;cuando el bolerito, el limpiabotas, termina, BarbaJacob se despide: «Adiós doctor», y se marchallevándose al muchachito con su caja y sus cepillos. Alos limpiabotas, me dice Elías Nandino, Barba Jacobdebía de parecerles un personaje inusual con su formade hablar inusitada… Y me cuenta Ricardo Toraya quede uno de los tantos hoteles donde vivió, eladministrador le sacó del cuarto un papelerillo que yatenía bañado para acostárselo. No sería el Sevilla elhotel en cuestión, el Sevilla donde brillaba Barba

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Jacob como un sol entre su heterogénea corte deadmiradores y donde, según Abelardo Acosta, metía asu cuarto a cuanto bolero se le antojara. Otra cosa esque después le robaran…

En cuanto a la marihuana, según Rafael su hábito lecreaba un sentimiento de culpa. Pero cuántas cosas delpoeta no entendió nunca Rafael… En fin, para terminarel rosario de sus vicios con el alcohol, acabemos conel alcohol. Tras dormir religiosamente la siesta, quenadie pero nadie le podía perturbar, a las siete de lanoche estaba de nuevo en pie en el Sevilla porqueempezaban a llegar los visitantes: a fumar con él másmarihuana y a tomar los infames cocteles de tequila oalcohol con ciruelas y agua de panela caliente. De susespléndidas borracheras queda en especial el recuerdode una con Salomón de la Selva, el nicaragüense, otropoeta más, a quien conocía desde Nueva York si bienno eran amigos. Para que llegaran a serlo Servínconcertó una cita entre ellos, a la que Barba Jacob nopresentó ningún inconveniente pero sí Salomón, «queno bebía»: se tomaron en tres días de borrachera diez yseis botellas de ajenjo cada uno. Pero mientras más seiluminaba Barba Jacob más se apagaba el otro.«Salomón –le decía Barba Jacob– ¡por dónde se leescapa a usted el talento!» Millán me dice que deSalomón de la Selva nunca tuvo Barba Jacob un buenconcepto, y Rafael que nada tuvo qué ver con él ni consus hermanos; por el contrario, una noche pasó uno deellos frente al poeta, que lo saludó amablemente, yaquél le contestó: «¡Adiós hijueputa!»

El dos de enero de 1942, en brazos de sus amigosporque solo no lo podía hacer, Barba Jacob fue bajadode su habitación del Hotel Sevilla y trasladado a unapartamento sin muebles de la vecina calle de López arecibir la muerte. La tan temida, tan esperada muerteque desde hacía tanto se anunciaba y que ya llegaba,envuelta en viento: ése de «El són del viento» quelleva este epígrafe del Libro de los gatos: «E apostremas, viene un grand viento que todo lo lieva». El

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mismo viento que cierra los Poemas intemporales, quese llevó a Payo Obispo y que barrerá con todos: elineluctable olvido.

Nada he llegado a establecer con mayor precisión, yprecisión creciente, que los últimos días de BarbaJacob; el final de su «tránsito por este mundo» comodirían los curas, como si hubiera otro. De su«existencia tormentosa». Día a día, hora a hora losdetalles se me acrecientan y es lógico: todos recuerdanla última vez que nos vieron, o aún guardan nuestraúltima carta. Para decir que nos morimos sobran lostestimonios… Pero vamos por partes, paso a paso, deatrás hacia adelante, como la ordenada muerte. En laprimera mitad del año cuarenta y uno, sin que se puedaestablecer la fecha, dio un recital en la Sala Ponce delPalacio de Bellas Artes, el último. Dicen que declamósu «Nueva canción de la vida profunda» («Te me vas,paloma rendida, juventud dulce, dulcementedesfallecida, te me vas…») y que ya estaba perdiendola voz; que al término del recital José MartínezSotomayor lo invitó, a él y a algunos de sus amigos, acenar. Había estado escribiendo desde enero unapágina, los «Perfiles de la semana», para el semanarioAsí recién fundado, a raíz de una ligera mejoría, laúltima. El dos de agosto aparecieron sus últimos«Perfiles de la semana», escritos en memoria dellejano gobernador Vadillo con quien había hecho, añosy años y años atrás, el viaje a Sayula. El nueve denoviembre escribió, o mejor dicho dictó, su últimacarta, al embajador Zawadsky. Shafick ha conservadouna copia: «Después de que usted se fue anoche y hoydomingo todo el día he estado pensando en la conductaque nos conviene seguir con respecto al asuntoprincipal que tenemos pendiente y he llegado a lassiguientes conclusiones: No debemos insinuar alGobierno de Bogotá nada que no sea la remisión totaldel dinero acordado por la Ley 49 de este año; entreotras razones porque es gratuito suponer que el tesoronacional se vea en apuros y pujidos para pagar una

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suma tan pequeña que no llega a tres mil dólares.Ahora bien, si de Bogotá parte la idea de mandar eldinero en varias partidas, la aceptaremos sindiscutirla». Ni en varias, ni en una, ni entonces, ninunca. ¡Qué lo iban a mandar! El Congreso deColombia es como el PRI de México, una roña.«Tampoco es conveniente suponer nada que indique laposibilidad de que el dinero no me sea entregadoíntegro a mí personalmente para manejarlo como a míme parezca, pues yo no soy menor de edad. Lospropios términos, honrosos para mí, en que estáconcebida la ley, excluyen toda idea de que yo pudierahacer mal uso del auxilio que me asignó el CongresoNacional y faltar al deber moral que me correspondeen este caso y que, como usted comprenderá, heabarcado en todos sus detalles». Lo estoy oyendo:dictando con su voz moribunda, apagada: «Los propiostérminos, coma, honrosos para mí, coma, en que estáconcebida la ley, coma, excluyen toda idea de que yopudiera hacer mal uso del auxilio que me asignó elCongreso Nacional…» Le faltó «honorable»: elHonorable Congreso Nacional, con mayúsculas. Pero¿a quién le dictaba? «… en todos sus detalles (punto).Esto no quiere decir que yo desee manejararbitrariamente los fondos que se me envíen, pues notengo ningún obstáculo en seguir los consejos que ustedme dé y en limitarme a los gastos que usted y yo decomún acuerdo discutamos, encaminados a lograr larestauración de mi salud y el regreso a mi patria. Elespíritu de la ley es enteramente claro», etcétera,etcétera. ¿Pero espíritu de la ley? La ley no tieneespíritu, la ley es un adefesio. Empantanado en suspropios enredos Barba Jacob deliraba en la fiebre…El veintiocho de noviembre el Embajador (conmayúscula) recibía una carta de Daniel Samper Ortegaque le decía: «Hablé con el Presidente quien me dijoque no había dinero por haberse liquidado el año condéficit, pero que a pesar de eso ordenaría al Ministrode Educación que girara de cualquier parte aun cuando

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fueran quinientos pesos…» En el entierro, antesitos debajar el ataúd a la fosa, decía González Martínez en suoración fúnebre, que la reseña de un periódicoreprodujo: «No es hora de hablar de su obra poética,orgullo de dos patrias…» ¡Dos patrias! Con el mismocuento de las dos patrias volverían, tiempo después,los Secretarios de Estado: cuando «repatriaban» suscenizas. Dos patrias sí, pero que no hacían ni una.

La última carta que recibió Barba Jacob se laenviaba desde Cali, el quince de diciembre, AntonioLlanos. Venía escrita en papel con membrete del HotelAlférez Real: «Tal vez tú no lo sepas –le decía enella–, y es bueno que ahora te lo diga. Desde que teconocí en El Relator hasta hoy, he sido fiel a tuamistad y a tu recuerdo. Desde entonces quedéhechizado por la insondable e inefable música de tupoesía. Ciertamente que me interpretaba en lo másíntimo y doloroso de mi ser, porque no hay poesía degran apasionado que no me interprete. En la tuya y en lade San Juan de la Cruz, tan gemelas, a pesar de laaparente diferencia de su lenguaje, encontré laconsonancia de la mía, la secreta voz que me nombra.Desde entonces hasta hoy he venido afirmando que tú ySan Juan son los dos mayores líricos de la lenguacastellana». Cuánto no daría yo por que fueran míasesas palabras, las más hermosas que he oído sobreBarba Jacob. El Relator, no sé si lo recuerden, era elperiódico de Cali, de los Zawadsky. Justamente. El queBarba Jacob intentó desplazar con su efímeraVanguardia. Ahora, quince años después, en México,Zawadsky era el embajador. La vida se enreda sola ensus trampas.

El día de navidad le vio por última vez ClementeMarroquín Rojas. Ya no ocupaba la amplia habitaciónde ventanas que daban a la calle: lo habían trasladadoa un pequeño cuarto interior, en el pasillo del ladoderecho del segundo piso, un cuartito que ese díaparecía risueño, casi alegre, con muchas flores quemezclaban sus intensos perfumes, y en la pared, sobre

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el lecho blanco, un crucifijo de plata. Con su amigoguatemalteco, en cuya pensión se había alojado muchosaños atrás Ricardo Arenales, volvió a revivir por unosinstantes la vida de Guatemala. Hablaron de todos y detodo. Volvió a recordar a Arévalo y el cielo muy azulde «la ciudad de las perpetuas rosas». Estaba infantilentonces. Cuando se despidieron, Clemente MarroquínRojas supo que estrechaba su mano y escuchaba su vozpor última vez. Y al repetirle su adiós en el umbral dela puerta le traicionaron las lágrimas.

Si el día de esa última navidad ha perdurado en unartículo de Clemente Marroquín Rojas, la nocheperdura en el recuerdo de Rafael Delgado. Ya lo hecontado: que estaban tomando chocolate caliente y queel líquido se le derramó a Barba Jacob encima cuandopor su debilidad dejó caer la taza. Unos cuantos díasdespués le entrevistó Neftalí Beltrán para Noticia deColombia, una revista literaria que había empezado aeditar poco antes en México Germán Pardo García. ANeftalí Beltrán le habló de su infancia feliz enAntioquia, de su primer viaje a Bogotá, de su primerpoema, de su llegada a México «sin dinero y como uncampesino asustado». «Recuerdo que me causó terrorla metrópoli, un miedo extraño. Fui entonces a vivir aMonterrey y allí me hice periodista…» También le dijoque la poesía había sido para él la mayor recompensa.«Recompensa de haber nacido, de tener que morir, desufrir y de encontrarme dentro del mundo». Con laentrevista apareció su última fotografía, tomada en elcuartito del Hotel Sevilla: está Barba Jacob sentado enel lecho blanco que recuerda Clemente MarroquínRojas, recostado en una gran almohada blanca, la manoderecha sobre el pecho, el ceño adusto, la miradaoblicua, indescifrable; sobre la pared, de zócalo alto,se ve el crucifijo de que han hablado muchos.

El día de año nuevo Alicia de Moya, una jovencitacolombiana que vivía en México, se presentó ante elpoeta llevándole uno de esos platos regionales denatilla y buñuelos que se preparan en las fiestas de

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navidad en Antioquia, después de haberle oído decirdías antes que era eso «lo que más deseaba entonces enla vida». Con la señora Alicia de Moya he hablado porteléfono y me ha contado lo anterior. Y que unosestudiantes colombianos amigos suyos la hacíandesinfectar porque ella, con gran cariño, acariciaba alpoeta, quien la trataba de «mijita» y de «niñita». Al díasiguiente de la visita de Alicia de Moya, el dos deenero, trasladaron a Barba Jacob al apartamento de lacalle de López. Lo bajaron, me dice Rafael, «en sillade brazos». En los brazos de dos amigos, el doctorRébora y el periodista Armando Araujo según cree,pero el doctor no lo recuerda y Armando Araujo ya hamuerto. En su cuarto miserable del Sevilla Barba Jacoble había manifestado al licenciado José MartínezSotomayor, quien me lo ha contado, su deseo demudarse a un lugar más decente donde pudieranvisitarlo los amigos y morir con decoro. Me dice ellicenciado que para entonces Rafael se habíaconvertido en el único apoyo del poeta. Que era quienle traía médicos y medicinas, y quien le consiguió elapartamento de López. Según Servín el licenciadoEzequiel Padilla, Secretario de Relaciones Exterioresy hombre riquísimo que hasta llegó a ser poco despuéspresidenciable, pagó el apartamento. Y estaaseveración me la confirman, en cierto modo,Alejandro Gómez Maganda y Armando Araujo cuandomencionan ese nombre, además de los de OctavioVéjar y Manuel Gómez Morín como los últimosgenerosos protectores del poeta. Situado en López 82en el segundo piso (tercero de Colombia donde secuenta la planta baja), el apartamento constaba de doshabitaciones, sala-comedor, cocina y baño, y sólo tuvopor muebles, aparte de la cama en que murió BarbaJacob, unas cajas de madera. Si algún mueble más tuvo,con la cama lo vendió Rafael a la muerte del poeta. Medice Conchita que se pagaron al tomarlo dos meses derenta, y Alicia de Moya que estaba en los altos de unapescadería. En ese apartamento, al día siguiente del

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traslado, el tres de enero, le visitó Germán PardoGarcía. Dice éste que ya la sangre le circulaba condificultad creciente por el cuerpo. O mejor dicho«escribe», porque nunca, y por más que se lo pidiera,quiso recibirme, pensando, pienso yo, que era unaverdadera injusticia que alguien quisiera sacar a BarbaJacob, muerto, del olvido, en que él vive. Bueno, puesel cinco regresó y a su comentario de que al nuevoapartamento llegaba el soplo benigno de unas nochesinquietamente azules Barba Jacob asintió: «Es verdad,dormir en esta alcoba es como descender al fondo deuna perla».

La noche del cinco Sofita Treviño llamó por teléfonoa Alfonso Junco y le dijo: «Ricardo Arenales está muygrave y quiere verte». Tanto él como ella conocían alpoeta desde niños, desde su llegada a Monterrey en elaño ocho: don Celedonio Junco de la Vega, el padre deAlfonso, fue entonces su compañero en El Espectador,que dirigía Ramón Treviño, el padre de Sofita. Con ElEspectador, ni más ni menos, el más viejo periódicodel Norte, se quedó Arenales, y en él publicó, partido ala mitad, en primera plana, el retrato del gobernador deNuevo León general Mier, insolencia que aunada aotras de menor cuantía clausuró el periódico y lomandó a la cárcel: seis meses, desde julio de 1910 hastaenero del año siguiente en que explotó la revolución,que lo sacó libre. Algo antes, en el mismo periódico yen la mismísima primera plana, Arenales habíapublicado un artículo sobre el niño Alfonso: «Hoycumple catorce años un poeta». ¿Lo recordaría AlfonsoJunco camino del apartamento de López, acudiendo alllamado del poeta moribundo? Por lo menos lo seguíarecordando de viejo pues se lo contó a Ayala Tejeda,quien a mí me lo contó. Sin preámbulos Barba Jacob lehizo saber a su amigo que se quería confesar y le pidióque le sugiriera un sacerdote. Según Servín, ya laesposa del arquitecto Manuel Chacón le había llevadouno que rechazó por bruto. Cuando entre variosnombres Alfonso Junco mencionó al padre Gabriel

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Méndez Plancarte, Barba Jacob aceptó. Ya lo conocía.Justamente Alfonso Junco se lo había presentado añosatrás una noche, en la colonia Santa María de la Riberadonde vivían todos. Caminando en la fría oscuridad,hablando de poesía, el padre acompañó a Barba Jacobesa noche hasta su casa de la calle de Naranjo, hoycalle de Enrique González Martínez quien también allívivía. El padre Gabriel dirigía una revista literaria,Ábside, sobre la cual Barba Jacob escribió en adelante,repetidas veces y con elogios, en sus perifonemas. Encuanto a Alfonso Junco, había dejado de verlo desdeque le negó, con infinitas disculpas, tres pesos que lehabía mandado a pedir prestados con Abelardo y AyalaTejeda. Según éstos, cuando Junco le envió mesesdespués su libro Alma, estrella y posesión condedicatoria para él, Barba Jacob lo relegó al rincón dela basura. «Mira Abelardito –le dijo a Abelardo–,cómo puede este hijueputa tener el descaro dededicarme un libro…» «Hijueputa» no se dice enMéxico y si lo recuerda Abelardo es porque le sonaríamal, pero en Colombia suena menos. Semántica pues.«Puedo dar testimonio –ha escrito Alfonso Junco– deque al correr de los lustros, en las no pocas veces quenuestros hilos se cruzaron y coincidieron nuestrashoras, nunca le vi actitud, ni pensamiento, ni palabrasin pulcritud. La divergencia de nuestras vidas no rasgóla amistad. Fuimos siempre, los dos, fieles al buenrecuerdo de los días remotos». La divergencia denuestras vidas, vaya… También González Martínez, ensu oración fúnebre, habla de eso, y de los lustros: «Nosunieron siete lustros de amistad perfecta, cosa nadacomún entre dos vidas divergentes como la mía y lasuya». Estas «divergencias» de González Martínez yAlfonso Junco a mí me suenan como las«transparencias» de Octavio Paz. Pero los entiendo aambos, los disculpo, de todas formas había queinvocarla no les fuera a salpicar el fango de laescandalosa existencia del poeta. Por lo demás,revisando la lista de los asistentes a su entierro –

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incluyendo borrachos, homosexuales, marihuanos– detodos sus vidas todas respecto de la suya fuerondivergentes. El que se iba solo también había vividosolo.

En opinión de Ayala Tejeda Barba Jacob sólovolvió a la religión en sus últimos días, y segúnAbelardo Acosta, que le oyó decir que «cambiaba laeternidad por un tequila», eludió el tema de la religióncuanta vez él se lo planteara. Pero si todavía en laentrevista con Neftalí Beltrán declaró que era católico«por disciplina y elegancia», a Rafael le dijo que suvoluntad era morir como habían muerto aquellos aquienes más había querido, don Emigdio y doñaBenedicta, sus abuelos. La religión y la patria,necesidades del hombre antiguo… Barba Jacob, elespíritu intemporal, empezaba a personificarse, aencarnar en el hombre temporal asolado por lanostalgia y la muerte.

La confesión tiene lugar una noche, una de susúltimas noches en que creyendo que se moría mandó aFelipe Servín en un taxi a buscar al padre MéndezPlancarte a su casa de la colonia Santa María de laRibera. Felipe me lo ha contado. Que eran las dos de lamadrugada cuando se presentó a llamar a la puerta delsacerdote, a despertarlo de urgencia de parte de BarbaJacob. En un artículo de su revista Ábside el padreMéndez Plancarte ha referido la confesión. Quierodecir lo externo de la confesión, no la esencia de lamisma, lo que el poeta le contó, sus palabras, porquelas confesiones son secretas. ¿Pero qué más le ibacontar de lo que aquí hemos contado? Que vivió, quepecó que es a lo que venimos todos. Al día siguiente,«con noble compostura y serena emoción» comulgó.«De súbito rompió en sollozos y lloró estremecida ydulcemente, velado el rostro entre las trémulas manos».El sacerdote le preguntó si quería recibir los santosóleos y él le respondió afirmativamente, con vozresuelta. Luego escuchó conmovido las palabras de laextremaunción: «Por esta santa unción y por Su

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piadosísima Misericordia, perdónete el Señor cuantohayas pecado con la vista, con los labios y la palabra,con las manos y el tacto…» Y cuando el sacerdote ibaa impartirle la bendición papal y le preguntó cómoquería que lo nombrara en las oraciones, conmovido lerespondió: «Miguel Ángel», el nombre con que lohabían bautizado en la iglesia de Santa Rosa de Osos.¿Pero de veras era Miguel Ángel Osorio? Yo siemprepensé que era Barba Jacob, ex Maín Ximénez, exRicardo Arenales, el heresiarca, el apóstata, el querompiendo la ilusoria continuidad del yo iba camino allamarse, suprema burla, Juan Pedro Pablo, para diluirsu persona estorbosa en el nombre del nadie, en la totaldesintegración.

Dice Servín que además del cura le llevó al médico,al doctor Ismael Cossío Villegas, el último médico quele vio: opinó que nada quedaba por hacer y lesaconsejó que no le dieran oxígeno seco (como habíaprescrito el doctor Alarcón) sino húmedo, haciéndolopasar por una probeta de agua «para dulcificarle laagonía». He llamado al doctor Cossío Villegas porteléfono y no recuerda la visita. Como mucho,vagamente, recuerda el nombre del poeta.

El viernes nueve de enero la prensa colombiana dioequivocadamente, anticipándola, la noticia de sumuerte. El domingo once volvió el padre MéndezPlancarte y Barba Jacob comulgó de nuevo: le confióque había llenado con oraciones el largo insomnio dela noche precedente. Ese domingo, a las nueve de lanoche, le vio por última vez Germán Pardo García.Dice que salió del cuarto presa de una penaextraordinaria, a darle aviso del suceso inminente aEnrique González Martínez, y que mientras en elumbral de la puerta dudaba en marcharse Barba Jacoble miraba fijamente, agitado el pecho por la asfixia ycubiertos los ojos por la niebla. González Martínez,según su hijo, le visitó entonces «casi a diario».También le visitó Manuel Gutiérrez Balcázar según élmismo recuerda. También Alfonso Reyes según ha

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escrito Rafael Heliodoro Valle. También OctavioValdés según ha escrito el padre Méndez Plancarte. Yaal final, según Ayala Tejeda y Abelardo, le atendíandos amigos de Últimas Noticias: Prieto y ArmandoAraujo. Araujo, en un artículo sobre los últimos días deBarba Jacob, escribe que el lunes doce el poetaagonizó durante tres horas. Superada la crisis, pidióchocolate y pan con mantequilla. Por medio de sondasle hacían llegar el oxígeno hasta los pulmones. Elmartes trece Rafael y Ayala Tejeda, según am bos lorecuerdan, fueron a conseguir con gran prisa un tanquede oxígeno viendo que Barba Jacob se asfixiaba. Aúnhoy Rafael no comprende cómo lograron subir elpesado tanque por la escalera. Cuando lo hacíanempezaron a doblar las campanas de una iglesia. LauraVictoria, quien fue amiga tanto de Barba Jacob comode Rafael, me dice que cuando éste se iba a marchar aNicaragua le contó que había ido a rogarle alembajador Zawadsky que le diera el dinero para untanque de oxígeno y que el embajador se lo negó. Lanoche del martes trece, sin saber que el poeta tenía unacita próxima con la muerte, René Avilés fue a visitarlo.Le llevaba su último libro. Recuerda que encontró aBarba Jacob respirando con ayuda del oxígeno y que leacompañaba Rafael. Esa noche estuvo asimismo Aliciade Moya, quien me dice que llamó al embajadorZawadsky para advertirle de la inminencia del suceso,y estuvo el padre Méndez Plancarte. A las oncellegaron el embajador y su esposa. En una carta aAlfonso Mora Naranjo unos meses después elembajador recordaba que el médico había indicado quese apagara el foco para darle mayor sosiego almoribundo, y que Barba Jacob se había incorporadopara decir que le dejaran la luz encendida, que leaterraban las tinieblas. ¿Qué médico? ¿El doctorCossío Villegas? Imposible saber ahora de qué médicoestaba hablando. La señora de Zawadsky, por su parte,en la entrevista con José Gers le ha contado: «Sepercibía su entrecortada respiración a través de la

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impresionante mascarilla. Los grandes ojos se fijaronen mí de una manera insistente, concentrada,desesperante, en su aguda inmovilidad. Tengo lasensación de que algo trascendental quiso decir. Laenfermera entonces cortó aquella tensión dolorosa.“Que Porfirio repose y que los señores se marchen”,dijo, con su convincente acento norteño mexicano,dulce y cortante a la vez». La enfermera en cuestión esMargarita de Araujo, la esposa de Armando Araujo, elperiodista de Excélsior. A las doce llegó CarlosPellicer, que venía de una representación de ballet enel Palacio de las Bellas Artes. Cuando se marcharonlos visitantes, entró con su paso irrevocable la temidamuerte.

La temperatura había descendido a seis grados bajocero y el agua se congelaba en las tuberías. Eran lastres y cuarto de la madrugada del miércoles catorce deenero de 1942 y «el canto de la alondra que entre mipecho anida» se había silenciado para siempre. DiceRafael que él y Conchita y Margarita de Araujoacompañaban en esos instantes al poeta. Dice queBarba Jacob se sacaba repetidamente los tubos deoxígeno y que mirando al crucifijo decía: «¡Ya, Diosmío, ya!» Sin los tubos, dejó caer la cabeza a un lado ycerró los ojos diciendo: «Dios mío, Dios mío, setermina esto». Rafael desesperado abrió las ventanas.Soplaba un viento helado afuera y por primera vezsentía junto a él la tremenda realidad de la muerte, latremenda realidad de la vida. Ésa es su versión. La deConchita, Concepción Varela, es algo distinta y ya lahe contado: en el momento en que murió Barba Jacobella estaba sola con él. Ni estaba la enfermera ni estabaRafael que había bajado por algo a la casa de Artículoy Luis Moya. «¿Qué hace Rafael que no viene?»,preguntaba insistentemente Barba Jacob, y ella lecontestaba que había ido a su casa y que estaba porregresar. Barba Jacob, me dice, murió con toda sulucidez, muy tranquilo, sin asfixia y sin estar utilizandoel oxígeno. Estaba acostado en el sentido contrario de

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la cama, mirando hacia la cabecera de suerte que lapared y el crucifijo le quedaban enfrente: «Ya, porfavor, ya», repetía diciéndoselo al crucifijo y cerró losojos. Así murió, no estando presentes ni Rafael ninadie más aparte de ella, que le acompañaba sentada aalguna distancia. Muy poco después regresó Rafael yella le dijo: «¡Por qué te vas! Mira, el señor ya semurió…» Dice que Rafael se puso a dar gritos y allorar. «Cállate –le decía ella– que los vecinos teoyen». «¡Ah, no me importa que me oigan los vecinos!»le contestaba él llorando como un niño… El anteriorrelato de Concepción Varela tiene todo el peso de laverdad. En el momento en que Barba Jacob murió ellaestaba sola con él. Es explicable que en su vidaanónima Rafael, quien en tantos viajes acompañó alpoeta, diga que estaba a su lado cuando partió para elúltimo. Pero no estaba. Había bajado por algo a sucasa, la casa de vecindad de dos pisos en Artículo yLuis Moya cerca de López, donde vivía conConcepción Varela. Por lo demás, tratar de precisar elinstante de una muerte es como tratar de precisarcualquier otro de una vida: en su esencial gratuidadtodos están en todos. «Y todo va en el turbión de lamuerte, de la ignorada muerte… Somos briznasllevadas del huracán. Tu esquife azul flotó raudo, aimpulso del último viento, hacia el país donde crece laflor de lilolá». Son frases del final de un lejanoartículo que escribió Ricardo Arenales a la muerte desu amigo de Monterrey el licenciado Fernando Ancira.

Después de lo referido Rafael bajó a la calle abuscar un teléfono, pues el apartamento no tenía, yllamó al embajador de Colombia y a la redacción de ElUniversal. Poco después llegaron el embajador y suesposa, quienes tras dejar al poeta antes de la medianoche se habían ido a una fiesta. Después de ellos llegóun reportero de El Universal Gráfico y tomó una foto,que el periódico publicó horas más tarde y en la queaparecen, de pie, de negro, cabizbajos, rodeando elféretro, Rafael y Conchita, la enfermera y los

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Zawadsky. Dice doña Clara Inés de Zawadsky en suentrevista con José Gers que el Secretario deEducación de México le manifestó a la Embajada sudeseo de correr con los gastos póstumos, «atención quehubo de declinar el representante de Colombia, no sinagradecerla profundamente». Que dizque entonces seenteraron de un hecho hasta aquel momentodesconocido: que la Secretaría de Educación deMéxico le había asignado al poeta, desde meses atrás,«una no despreciable suma de dinero mensual, que sele estuvo pagando religiosamente». Si supiera la señoraClara Inés lo que le chocan a Borges esos adverbios en«mente», y lo «despreciable» que a mí se me hace eldinero…

Según Rafael fue el rector de la Universidad deMéxico quien en las horas de la madrugada le ofreció,en nombre de la misma, correr con todos los gastos delsepelio, ofrecimiento que él no aceptó calculando quede hacerlo no recibiría el auxilio decretado por elCongreso de Colombia, que por voluntad expresa delpoeta debía corresponderle. Su ingenuidad le hacíacreer que por una ley colombiana había heredado algomás que viento y olvido…

Cuando en la mañana regresó René Avilés a visitar aBarba Jacob, se encontró con que estaban preparandoel entierro y Rafael haciendo una colecta. Con lamisma escena se encontró María Duset, ignorante comoAvilés de la muerte del poeta. Me dice que de tiempoatrás, y por un motivo que ya no recuerda, se habíadisgustado con él y había dejado de verlo: un día seencontraron en la Avenida de Mayo y Barba Jacobabrió los brazos y la saludó efusivamente; ella, quecontinuaba enojada, no pudo negarle el saludo, «poreducación y porque iba acompañada». No le volvió aver nunca más. Sansón Flores, su marido (o amante ocomo le quieran llamar), le decía que el poeta estabamuy grave pero ella se negaba a creerle. Cuando lecreyó y decidió ir a visitarlo, al llegar al apartamentode López se encontró con lo dicho. Le traía unas

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violetas, «sus flores preferidas», que se sumaron a lascoronas del entierro: las de Excélsior, la EmbajadaColombiana, la Secretaría de Educación… El escultorcolombiano, boyacense, Julio Abril, que adelantabaestudios de arte en México, le tomó a Barba Jacob unamascarilla, la cual terminó tiempo después en elanfiteatro de Medellín sosteniendo unas urnasmortuorias. Alicia de Moya me ha hablado de unamascarilla tomada por un pintor colombiano y borrachoal que llamaban «el náufrago», quien después lavendió. Será la misma, tomada por el mismo… En lacalle, afuera, los voceadores de periódicos pregonabanentre noticias de la segunda guerra la invasión deHitler a Turquía.

De los diarios matutinos del día catorce sólo ElUniversal Gráfico alcanzó a dar la noticia de la muertede Barba Jacob y publicó la esquela fúnebre: «El poetacolombiano Porfirio Barba Jacob falleció hoy a las 3horas 15 minutos, en el seno de Nuestra Madre la SantaIglesia Católica, Apostólica, Romana. Su hijo adoptivoRafael Delgado Ocampo y la Embajada de Colombia,lo participan a usted con el más profundo dolor,suplicándole ruegue a Dios Nuestro Señor por el eternodescanso del alma del finado. México, 14 de enero de1942. El duelo se recibe hoy a las 16 horas en la casanúmero 98 de la calle de López, y se despide en elPanteón Español. No se reparten esquelas. AgenciaEusebio Gayosso, Av. Hidalgo 13». Los diariosvespertinos anunciaron escuetamente su muerte «en elseno de nuestra Santa Madre Iglesia Católica», y losmatutinos del día siguiente reseñaron el entierro.

«Entre las numerosas personas que formaron laluctuosa comitiva que partió de la casa mortuoriasituada en las calles de López número 98, y quepresidieron el señor doctor Jorge Zawadsky,embajador de Colombia, su esposa y su hija, pudimosanotar a los señores Rafael Delgado Ocampo,Concepción M. de Delgado, Enrique GonzálezMartínez, Héctor González Rojo, Julio Ramírez, Carlos

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A. Quiroga, Manuel A. Pérez Hernández, Jorge García,licenciado Alfonso Reyes, Alejandro Reyes, AlfonsoCamín, Rafael Heliodoro Valle, Enrique Paso,Armando Araujo, Federico Servín, Baudelio López,doctor Raúl Argudín, Luis Alberto Acuña y señora,Ester Gouzy, Rodrigo de Llano, Alicia de Moya, LuisFelipe López, Ingreed Matheson de Hernández, JesúsDávila, María Antonieta V. viuda de López, ClementeMarroquín Rojas, Manuel Gutiérrez Balcázar, ManuelAyala Tejeda, Jesús Sansón Flores, Julio Barrios, R. P.Gabriel Méndez Plancarte, Pedro Escobar, EmilioGonzález T., Carlos Pellicer, Miguel Ordorica,Porfirio Hernández, Raúl Vega, licenciado FelipeServín, Álvaro Medrano, licenciado José MartínezSotomayor, Laura Victoria, general Roque GonzálezGarza, Federico Barrera Fuentes, Guillermo Prieto yM., Ángel H. Ferreiro, Alfonso Guillén Zelaya, JorgeFlores D., licenciado Roberto Araujo, Santiago R. dela Vega, arquitecto Leonardo Kaím y muchas otraspersonas más». Es la lista que dio Excélsior. Años mehe pasado revisándola, meditándola, llenando de unaidentidad, con datos reunidos de aquí y de allá, esosnombres vacíos, buscando hasta encontrarlos a los queaún no habían tomado el camino de ese entierro. Alprincipio, lo confieso, sólo sabía de Alfonso Reyes yEnrique González Martínez, muertos ya. Mi ignoranciade la historia patria no había oído ni siquieramencionar al general Roque González Garza,presidente que fuera de México en 1915 tras la caídadel general Eulalio Gutiérrez. Me lo disculparán. Conesta proliferación de presidentes, generales, rateros…Rodrigo de Llano dirigía Excélsior y Miguel OrdoricaÚltimas Noticias, de las que Enrique Paso erareportero y Álvaro Medrano lo era de El Universal.Ingreed Matheson de Hernández era la sobrina deConcepción Varela, y Luis Alberto Acuña un jovenpintor colombiano que trabajaba en la Embajada. La«T» de Emilio González T. es de Tavera, y Raúl Vegaera Vega Córdova. Alfonso Guillén Zelaya, Rafael

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Heliodoro Valle y Porfirio Hernández eran hondureños,Alfonso Camín español, Julio Barrios nicaragüense,Clemente Marroquín Rojas guatemalteco… JorgeGarcía, un viejito borrachito colombiano, y EsterGouzy debía de ser hermana de Luis Gouzy, sin dudacolombiano también pues estaba en el entierro delcónsul de Colombia Julio Corredor Latorre, muyanterior al de Barba Jacob… Precisiones tan vacíasacaso como los nombres. En fin, había allí quienesconocían al poeta desde hacía diez, veinte, treinta años.Pero ninguno antes que Alfonso Reyes y su hermanoAlejandro quienes lo habían visto llegar en 1908 aMonterrey. En México sólo Leopoldo de la Rosa teníarecuerdos del poeta aún más lejanos, pero Leopoldo seabstuvo de asistir. En cuanto a la remota Colombia,quedaba allí una mujer ya muy anciana que le queríadesde el día mismo en que le vio llegar «al torrente dela vida»: María del Rosario Osorio de Cadavid, la tíaRosario. Pero el torrente desde hacía muchos años leshabía separado y ahora desembocaba en el mar de lamuerte.

Hablaron González Martínez, Fernando Ramírez deAguilar, Raúl Argudín y Alfonso Reyes. Al dirigirseéste a los presentes, según me ha dicho Rafael, dijo queBarba Jacob le había pedido que a su muerte recitara la«Parábola del retorno». Pero la emoción le impidióhacerlo. Entonces Julito Barrios, un joven nicaragüenseque quería entrañablemente al poeta, pidió permiso yentre lágrimas recitó el poema «Futuro»: «Decidcuando yo muera, y el día esté lejano…» De lasoraciones fúnebres me dice Millán que le molestaronmucho las de González Martínez y Alfonso Reyes pors u tono mezquino de que Barba Jacob había sido ungran poeta «a pesar de…» Y Jorge Flores recuerda quecuando bajaban el ataúd a la fosa un muchacho rompióa llorar desconsoladamente: el hijo adoptivo del poeta.«Nunca pensé que nadie fuera a llorar algún día porRicardo Arenales», se dijo don Jorge, y evocó a eselejano personaje ególatra, indelicado, egoísta, para

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quien la suerte ajena no le importaba en lo más mínimo,y a quien había dejado de ver desde hacía mucho.Entonces recordó algo que le contó su padre, EstebanFlores, por el año veinte cuando nombraron a GonzálezMartínez Ministro Plenipotenciario en Chile: que fueArenales adonde Miguel Alessio Robles, secretarioparticular del presidente De la Huerta, con una falsacarta de González Martínez que él mismo escribió, apedirle no sé qué favor. Sabía Arenales de la deuda degratitud del secretario con el otro, que cuando elcuartelazo de Agua Prieta, en una de las mudanzas de larevolución, sin ser su amigo le había salvado la vidaescondiéndolo en su casa, y decidió sacarle partido alasunto y escribió la carta y falsificó la firma. ¿Qué lepedía Arenales? No se sabe. Sin duda no era trabajo enEl Demócrata, de su hermano Vito Alessio Robles,pues su prestigio de periodista le abría las puertas decualquier periódico solo. Tal vez dinero, o lo quefuera. A punto ya de marcharse para Chile, GonzálezMartínez se encontró con Miguel Alessio Robles y enel curso de la conversación éste le dijo: «Vino a vermeArenales con su carta, que atendí en el acto». «¿Cuálcarta?» preguntó González Martínez extrañado.Entonces descubrió la patraña. He aquí por qué cuandoun respetable caballero de Guatemala le escribió, porcorreo certificado, a González Martínez a la Argentinapidiéndole informes de Porfirio Barba Jacob, exRicardo Arenales, que le daba el nombre deldiplomático mexicano como referencia personal y quese pensaba casar con su hija, aquél no le contestó,pensando que su silencio sería la mejor respuesta. Heaquí también por qué nunca González Martínez lecontestó las cartas a su amigo, según se desprende deeste pasaje de una carta más de Barba Jacob, dediciembre de 1925 y escrita desde La Habana, a puntodizque de tomar el barco para España adonde GonzálezMartínez había sido trasladado de embajador: «¿Quepor qué no te había escrito antes? Primero, por unrescoldillo de rencor estúpido: porque una vez, hace

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seis o siete años, te escribí dos cartas consecutivasdesde los Estados Unidos, y no me contestaste. ¡Quéridícula es a veces y qué exigente la amistad! Ydespués, porque en luengos tiempos no te acordaste demí durante tus victoriosas y gratas correrías por Chile,por la Argentina… Esteban Flores me dijo una vez quea los amigos que eran muy felices no se les debíaescribir, que ellos tendrían buen cuidado de noinquietarse». ¡Cómo no iba a haber salvedades en suentierro! Y sin embargo González Martínez conservótodas las cartas y tarjetas de Barba Jacob y deArenales (también las de sus reproches), y a su muertelas conservó su hijo Héctor, quien me las ha enseñado.Héctor González Rojo, cuyo nombre pueden leer en lalista de fantasmas de ese entierro, y quien también enpaz ya descansa.

Una avalancha de artículos periodísticos siguió a lamuerte de Barba Jacob recordándolo: de México,Colombia, Cuba, Guatemala y demás países de CentroAmérica, recordándolo y lamentando con ella «elaniquilamiento de un verbo universal». En cuanto a laprensa cardenista mexicana, propietaria de la verdad yde la revolución, no desaprovechó el suceso paracontinuar sus cursos de orientación ideológica: «Esepoeta recién bajado a la tumba –decía El Nacional– hadado ocasión a periodistas de toda laya para inspirarseen ditirambos y para encender frases de fuego, tal comosi quisieran con ellas purificar la vida impura delpoeta. Se le ha comparado con Oscar Wilde, acaso nopor el pensamiento, sino por los vicios. Díaz Mirón fue–se dice y lo creo– un gran poeta. Pero predicó larebeldía como poeta, y practicó el servilismo comohombre. La deducción es clara: no fue hombre cabal apesar de sus teatrales desafíos. Y el poeta de quehablamos fue, a no dudarlo, un gran poeta. Pero no hizobien a la humanidad. Desperdició lamentablemente sutalento, y no sólo en vicios, lo que sería poco. Mintiómucho, amigo mío: sólo en verso dijo lo que pensaba.Pero en su prosa, empleó deleznable retórica. Dijo

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siempre lo que le convino a su bolsa, no lo que leconvenía a los demás. Y ahora el mundo necesitahombres cabales». «Practicó el servilismo», «lo que leconvino a su bolsa» y «hombres cabales», ¿dicho poresos aduladores del granuja de Cárdenas, dañino ytaimado? En México la mentira se vuelve delirante,marciana. Mejor el comentario de La Prensa, quereprodujo Vida Nacional, debido a la pluma jacobinade un señor Podán, que su madre conoce:«Cristianizado, reconciliado con Nuestra Santa MadreIglesia por el valioso y literario conducto de sureverencia el presbítero don Gabriel Méndez Plancarte–que por poco iba a recibir órdenes y nada sagradas,del señor Serrano Suñer por el no menos dignoconducto del señor Pemán, en la sacratísima España–,murió, ejecutado en la silla eléctrica de todas lasinfracciones a la higiene y a la moral, un cierto vate…Ese vate, ayudado por el no menos vate Plancarte,dicen los sabios que ha de estar al lado derecho delSeñor, ayudando a templar las liras celestiales. No haycomo ser un vicioso, un inmoral o un asesino, y moriren el Señor, porque sabido es que se regocija más elBuen Pastor cuando recobra una oveja perdida quecuando conserva el rebaño completo».

En los días que siguen al entierro, Rafael se presentóen la oficina del licenciado José Martínez Sotomayorllevándole un escrito del poeta que se refería a él,tomado de la valija: un largo, inconcluso, agradecidoensayo sobre la obra literaria de su amigo y protector,que Millán publicó en la revista América, y cuyooriginal me enseñó el propio licenciado cuando fui avisitarlo. Cómo no ir a visitarlo si Millán me habló deél; si a él estaba dedicado, en las Canciones y elegías,el poema «Futuro»; si figura entre los asistentes alentierro… En su casa –que ya no es, y desde hacemucho, la de la calle de Chiapas número 39, desde laque Barba Jacob le mandó un recado a RafaelHeliodoro Valle que me ha deparado el azar polvosode una biblioteca– me contó el licenciado que conoció

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al poeta en México recién llegado de Cuba, y que se lovolvió a encontrar al año siguiente en Puebla, donde élera juez de distrito y adonde llegó Barba Jacob con laintención de dar un recital, que hubo de cancelar porenfermo. Al hospital en que se internó, «del gobierno,no de paga», acudió a visitarlo el licenciado quien enadelante, y éste es testimonio de otros, se convirtió enuno de los más entrañables amigos del poeta y en suprotector. Cuando mi visita, acababa de ingresar a laAcademia Mexicana de la Lengua y de consagrarle, asu recuerdo, el discurso de recepción. El original delensayo que le llevó Rafael consta de unas treintapáginas mecanografiadas con correcciones de puño yletra del poeta; por el reverso del papel, impresa enmimeógrafo, hay una fórmula de solicitud de anuncio enla revista «Atalaya» y la fecha abierta en 1931.«Atalaya», su ilusoria revista de Monterrey, y 1931 elaño de ese sueño…

Con mayor o menor delicadeza, andaba pues Rafaelvendiendo todo lo de Barba Jacob: sus papeles, elcrucifijo, la cama… El crucifijo y la cama no sé aquién fueron a dar. Mejor. Así su museo no tendrá naday será el más fácil de vigilar, el más espléndido, el delolvido: una casona vieja de pueblo cualquiera, de unpueblo cualquiera, con una placa que diga a la entradaque ahí nació, y con dos puertas: una adelante y otraatrás para que entre y salga a su antojo el viento.

Viento por lo demás es lo que heredó Rafael. El seiso siete de enero Barba Jacob moribundo les pidió alcónsul Carlos Casabianca y al embajador Zawadskyque el subsidio aprobado por el Congreso para surepatriación se lo dieran, cuando llegara, a su hijoadoptivo Rafael; que le arreglaran sus papeles para quepudiera salir de México, y que le ayudaran a regresar asu tierra, Nicaragua. Seis años se quedó Rafael enMéxico aferrado a sus reclamaciones ante laEmbajada, esperando, insistiendo, recordándoles alcónsul y al embajador que habían sido testigos de laúltima voluntad de Barba Jacob, de su voluntad

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expresa, que era que le dieran los cinco mil pesos de laley del Congreso. El dinero nunca llegó. No entendía elpobre ignorante que agarrarse como tabla de salvacióna una ley colombiana vale tanto como agarrar en plenonaufragio por la cola a una quimera. En el cuarenta yocho, el Secretario de Gobernación mexicano HéctorPérez Martínez, quien había sido cercano amigo deBarba Jacob, le arregló sus papeles migratorios, y trasde hacer abortar a Conchita y prometerle que volveríaa llevársela a conocer su tierra, Nicaragua, para el díade su santo, con unos cuantos pesos que le dio el nuevoembajador de Colombia Jorge Zalamea para quitárselode encima, el desgraciado se marchó. Nunca escribió,jamás volvió. O sí, volvió treinta años después, alsiguiente de mi visita a Nicaragua: hecho un viejo, unespectro.

De sopetón se presentó en mi casa. Salomón, su hijo,el muchachito, el que nos acompañaba por losterregales de Nicaragua vendiendo cosméticos, el queél quería que yo me trajera a México a correr su suerte,se había matado en un accidente de carretera, y élentonces decidió vender el carrito y con el dinero quele dieron ahora volvía a México, a desandar los pasos.Me ofrecí a desandarlos con él. Fuimos a la casa de lacalle de Córdoba, a la casa de la calle de Naranjo, alapartamento de la calle del Chopo, a la buhardilla deFray Bartolomé de las Casas, a la pocilga de SanJerónimo, al Edificio Muriel… A buscar el Hotel Aídaque ya no existe, y a encontrar el Hotel Sevilla másruinoso y con el nombre cambiado.

A la casa de la calle de Córdoba se mudaron no biendejó Barba Jacob el Hospital General. Se las pagaba,según Rafael, el licenciado Rueda Magro; segúnKawage, González Martínez y la EmbajadaColombiana. Según yo los tres, o mejor dicho ninguno:le daban a Barba Jacob el dinero para pagarla y BarbaJacob se lo gastaba. Situada en el cruce de Córdobacon Querétaro, en la mera esquina, tiene la casa poruna calle una entrada principal y dos ventanas, y por la

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otra una entrada secundaria y catorce ventanas: siete enla planta alta y siete en la baja. Una mansión. Laprimera o segunda ventana de la planta altacorrespondía a la habitación del poeta; en la plantabaja estaba su cuarto de trabajo. Un matrimonio decriados les atendía, Refugio y María, que seemborrachaban con pulque y terminaban a golpes lasborracheras, y tenían una secretaria-mecanógrafa «a laque sólo le pagamos un mes»: uno de los tres que allívivieron como príncipes, como cuando andaban muycampantes en Lima con la bendición de Leguía. Lamáquina de escribir para la secretaria-mecanógrafa yano sabe Rafael de quién era, pero yo sí: de Shafick: laque Barba Jacob le empeñó, le vendió. Pues bien, conese matrimonio de criados borrachos se fueron aChilpancingo, capital del estado de la chingada, el díaen que Barba Jacob se enteró de que su joven amigoAlejandro Gómez Maganda allí estaba de secretariodel gobernador: del general Gabriel R. Guevara quien,según me lo cuenta el mismísimo Gómez Maganda ensus oficinas del Consejo Nacional de Turismo, nombróa instancias suyas a Barba Jacob de varias cosas:profesor emérito, por ejemplo, en el Colegio delEstado. Y hasta le permitió editar un semanario,Germinal, en los Talleres Gráficos oficiales, quesaldría uno o dos números porque el gobernador locorrió cuando supo que fumaba y sembraba marihuana:«Mire Gómez Maganda –le dijo enfurecido–, quieroque sepa, por si no sabe, que “su maestro” estásembrando marihuana en la propia imprenta del Estado.Y hasta usted se las debe de “tronar” con él». «Es unacalumnia», replicó el joven. «No es calumnia –dijo elgobernador–, tengo las pruebas en la mano». Y leaventó un manojo de yerbas. Directo responsable de lapresencia del poeta en Guerrero, Gómez Magandacorrió a buscarlo. Lo encontró en una calle: caminandocon su bastón y fumando en boquilla. «Maestro, nosvan a correr del Estado», le dijo: «¿Y por qué ese malgusto?» contestó Barba Jacob. «Calma, calma, mi

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querido Alejandro, que lo veo muy agitado». «Dicenque usted siembra marihuana». «¡Ah! eso sí, mi queridoAlejandro: la cultivo con mucho esmero». Luego,acompañado del joven, fue a despedirse delgobernador quien ya tranquilo de que se marchara suescandaloso huésped, con la elegancia de no aludir almotivo de la expulsión le preguntó cordialmente por suimpresión de Chilpancingo, por lo que más le habíagustado de su ciudad (pueblo). «Pues general –lecontestó Barba Jacob–, ese maravilloso laurel de laIndia donde Morelos reunió el primer congreso deAmérica, y aquella carretera para irme a la chingada».A ese mismo indefinido lugar de la dama deGuatemala.

Y otra vez de vuelta a México al rosario de loshoteles: el Washington, el Gillow, el Gual, el Bucareli,el Aída, el Jardín, el Pánuco… Del Bucareli queda unanota suya, manuscrita, a la señora guatemaltecaEncarnación de Sandoval, que Fedro Guillén haconservado: «Señora y amiga: vine a saludarla y apresentarle mis respetos a Ud. y a sus dignosacompañantes de excursión. Ojalá pudieracomunicarme con Ud. Por la mañana, hasta las 10, estoyen el Hotel Bucareli; por la tarde, de 7 a 8, en laRedacción de El Universal. Su amigo muy atento yfervoroso, Porfirio Barba Jacob». Y tras los hoteles lasbuhardillas, las pensiones, los apartamentos, lascasas… Desandando los pasos he ido con Rafael a lacalle de Naranjo, esquina con la que hoy lleva elnombre de María Enriqueta Carrillo, a ver la casa: enel 194, con cochera y de dos plantas. De esa casa quedauna foto que Rafael ha conservado en Nicaragua: BarbaJacob en un sofá, con Shafick y Conchita. A ShafickConchita no lo recuerda: uno más sería en el entrar ysalir de visitantes. Tampoco recuerda a la poetisacolombiana Laura Victoria que me ha contado querecién llegada a México fue a esa casa a almorzar conBarba Jacob, invitada por él. Una vívida escena de esainvitación perdura en su recuerdo: que estando solos

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Barba Jacob se sintió mal y quiso subir a su recámara:cuando subía la escalera ayudado por ella le vino unvómito de sangre. Bañada en sangre fue la jovenentonces a comprarle una medicina, «y a lavarsecompletamente en alcohol sabiendo de la tuberculosisdel poeta». Era el año treinta y ocho, por los días de laexpropiación petrolera, cuando el demagogo deCárdenas soliviantaba a los obreros, «y en México unpoeta no valía ni la centésima parte de lo quesignificaba un lidercillo analfabeto», palabras deBarba Jacob en las que he cambiado los tiempos.

En esta peregrinación de fantasmas llevé a Rafael avisitar a su viejo amigo Manuel Ayala Tejeda quienaún vivía, ciego, en su cuarto miserable de una casa devecindad de la calle de Artículo. En la doble oscuridadde la noche y su ceguera salió a abrirnos a tientas.«¿Quién me busca?» preguntó. Le contesté que veníacon Rafael. «Con Rafael Delgado», aclaró éste, yAyala Tejeda extendió las manos para palpar alespectro. Treinta años se les vinieron encima. O más.Desde 1948 en que Rafael se marchó a Nicaragua nosabían el uno del otro. Al final vivían con Conchita enuna «cerrada» por las calles de los cadetes. Ahora, aun paso de la muerte volvían a verse. Por última vez.Presenciando su reencuentro yo pensaba que habíansido buenos amigos, y por muchos años, gracias aBarba Jacob. Y que mientras vivieran Barba Jacobviviría en ellos. Ya ni me acuerdo de lo que hablaron.Lo que sí recuerdo es la impresión que tuve, y que aúnno se me borra: que el tiempo lo borra todo.

Al día siguiente de esta visita a Ayala Tejeda,violando la promesa que le hice a Conchita cuando laconocí de nunca hablarle a Rafael Delgado de ella siaún vivía, si lo encontraba, no sólo le dije dóndeestaba su casa, sino que le llevé a verla. Salimos de lamía, cruzamos el parque, subimos la escalera, y en lapenumbra del edificio y en la frescura de la tardetocamos a su puerta. Abrió Ingreed, la sobrina: IngreedMatheson de Hernández que figura en el entierro. No

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les describo su asombro. Pasemos adelante, a la salaque da a las copas de los árboles del parque. Comocuando la conocí, Conchita estaba en el sofá, arropadaen unas frazadas. Sentaron a Rafael a su lado eintentaron hablar. Penosamente, abrumadoramente.Había corrido tanta agua por el río que ya no teníannada qué decirse. Ni un saludo, ni un reproche.Sentados uno al lado del otro en el viejo sofá, unabismo separaba a ese par de sombras. Laconversación tomó el único cauce posible: BarbaJacob, que nos unía a los tres, y hasta a los cuatro, aIngreed también, pues por algo asistió al entierro.Hablamos del entierro. Recordamos que hablaronAlfonso Reyes y González Martínez, y que JulitoBarrios recitó el poema «Futuro» sin poder contenerlas lágrimas. «¿También usted estuvo en el entierro?»me preguntó Conchita. «Aún no había nacido», lecontesté y me reí. Nací, exactamente, nueve mesesdespués, así que sacando cuentas de esos pobresmenesteres fisiológicos, y si uno da por sentado queuno es desde la primera célula y no cuando afuerabrillen los astros, ahora podría afirmar que coincidícon él cuando menos un instante, uno solo aunque sea,sobre esta mísera tierra: cuando él se iba del «torrentede la vida» en México yo venía en Antioquia. Una fríamadrugada en México en que el agua se congelaba enlas tuberías…

Juan Bautista Jaramillo Meza, devoto amigo dedesmemoriada memoria, intentó escribir la biografía deBarba Jacob. No le atinó ni al año en que seconocieron en La Habana: 1914 según él; 1915 según yo.Qué importa. Se conocieron en un parque, en el Martí.Juan Bautista departía cordialmente con un joven poetaespañol cuando se les acercó un desconocido: alto,desgarbado, modestamente vestido, los ojos de unalienado. Mirándolos fijamente les preguntó el nombrey el país de donde venían. Juan Bautista JaramilloMeza era del pueblo de Jericó, de Antioquia, teníaveinte años y llevaba una semana en Cuba donde

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pensaba publicar un libro de poemas. Cuando eldesconocido supo que Juan Bautista era su paisano,estrechándole la mano le informó: «Yo cuando fuicolombiano me llamé Miguel Ángel Osorio. Ahora soymexicano y ciudadano de América. Me llamo RicardoArenales. Mi nombre lo pronuncian con respeto yadmiración en todos los países americanos menos enColombia. En mi patria no me conocen ni meentienden». Ricardo Arenales, que no era tan famosocomo pretendía, acababa de llegar a La Habana. DiceJaramillo Meza que aquella tarde, paseando por elmalecón, su insólito paisano sostuvo ante él las másescandalosas tesis filosóficas, literarias y morales.«Amigo mío –le dijo entre otras cosas–, para serhombre, pero en toda su plenitud, son necesarias doscosas imperativas: odiar la patria y aborrecer lamadre». Su asombrado oyente no habría de olvidaraquella tarde del mes de abril de ese año confundidoque le deparara el más notable encuentro de su vida.Tres décadas después, y ya muerto el poeta, suadmiración por él le llevó a escribir su biografía, tandevota como inexacta y descuidada, y unos cuantosartículos de recuerdos. Aunque ni en la una ni en losotros lo haya dicho, yo sé de qué más hablaron esaremota tarde: hablaron de Francisco Jaramillo Medinay de Francisco Rodríguez Moya, sus paisanos yamigos, a quienes estaban unidos por la poesía, laamistad y el afecto. Hablaron también de Rubén Darío,que acababa de pasar por Cuba. ¡Cómo no hablar dequien brillaba como el sol de la poesía americana!Tremolaban las banderas en lo alto de los mástiles debarcos de múltiples naciones anclados en la bahía. LaHabana de 1915, prodigiosa de mar y cielo y brisa y depalmeras.

También soñó con escribir la biografía de BarbaJacob su amigo hondureño Rafael Heliodoro Valle.Nadie como Rafael Heliodoro llegó a saber tanto delpoeta, pero la muerte le dejó la biografía en proyecto.Shafick, el arquitecto mexicano-libanés, la empezó,

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basándose en sus recuerdos, pero Shafick no vio sinouno de los múltiples rostros de Barba Jacob y nadasupo de Ricardo Arenales ni menos de Miguel ÁngelOsorio. De quienes hayan conocido a Miguel ÁngelOsorio, en Colombia, y escrito sobre él, sólo PedroRodríguez Mira y Francisco Rodríguez Moya, suspaisanos de Santa Rosa de Osos: unas páginas perdidasen no sé qué libro pueblerino ni qué periódico; que leconocieron en 1902, acabada la guerra civil, «descalzo,luciendo una vieja chaqueta de soldado abotonadahasta el cuello» según Rodríguez Moya, «dando laimpresión de un recluta escapado furtivamente de loscuarteles en busca de parrandas y de jarana». Asítambién le ha recordado el otro. Era el veinte de julio,la fiesta patria. El pueblo se había congregado en laplaza: en el centro, desde una tribuna instalada junto ala estatua del Libertador, los oradores exaltaban lagesta emancipadora. Después de que hablaron otrossubió un joven de unos veinte años: «alto, delgado,pálido, de tez un tanto morena», y «tan deplorablementevestido» como hemos dicho: Miguel Ángel Osorio, aquien en su propio pueblo casi nadie conocía. Lovieron subir a la tribuna con gran sorpresa y loescucharon primero con curiosidad, luego con atención,luego con profunda admiración y respeto. «De esafecha en adelante nada volvimos a saber del señorOsorio –escribe Rodríguez Mira–, hasta unos cinco oseis años después cuando leímos versos suyos,publicados en alguna parte de Centro América, tal vezde Méjico, firmados con el seudónimo de RicardoArenales». Pues a mí Toño Salazar en El Salvador meha contado de un discurso de Arenales en favor deHuerta que gobernaba, pronunciado desde la capota deun automóvil en plena revolución mexicana…

En Colombia, además, Manuel José Jaramillo intentóun proyecto espléndido, tan espléndido cuantoimposible, su libro «Conversaciones de Porfirio BarbaJacob» en el que trató de reconstruir, diecisiete añosdespués de haber acompañado al poeta a un recital en

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Sonsón, un pueblo triste de Antioquia, lo que le oyóhablar en los días de ese viaje, siendo Manuel José unjovencito. Como si fuera recuperable su voz, suademán, su tono, el milagro que vio el viento. En eselibro, de todas formas, Manuel José ha escrito quecuando conoció a Barba Jacob se sintió sobrecogidocomo si se hallara ante un personaje supremo. Nuncahabía concebido en la limitación de su provincia que lapalabra humana pudiera alcanzar el brillo de magia conque el poeta envolvía a cuantos le escuchaban. Y elasombro iba en aumento a medida que descubría laextensión de sus viajes, sus lecturas innumerables, susexperiencias de la vida y su conocimiento de loshombres, su asombrosa memoria, su imaginacióndeslumbrante.

Hay un par de libros más de recuerdos sobre elregreso de Barba Jacob a Colombia: El hombre y sumáscara es uno, escrito por Lino Gil Jaramillo pararevivir los días de su adolescencia en que tenía porjefe al poeta en El Espectador de Bogotá. El otro esBarba Jacob, hombre de fe y de ternura, de VíctorAmaya González, quien rememora la misma época enla misma ciudad. Se cuenta en éste que Barba Jacob sepresentó en la casa del autor en la navidad del añoveintisiete con juguetes para sus niños. Pusieron losjuguetes en el árbol de navidad y los niños levantaronlas manos hacia ellos. «Había soñado con una navidadcomo ésta, bella y pura –comentó Barba Jacob– y al finla he vivido». Y escondió la cara entre las manos paraque no vieran que estaba llorando… Fragmentarios,deshilvanados recuerdos desde Colombia sobre elpoeta, que acababa de morir en México. Al dejar lacasa de su joven amigo –y esto no lo tomo del libro deAmaya González sino de uno de los artículos de BarbaJacob, no firmados, de El Espectador– Barba Jacobtropezó con unos niños ebrios: unos chiquillos de docea catorce años, todavía con la voz delgada y elpantaloncito a la rodilla, que salían de un café enestado de absoluta ebriedad. Barba Jacob los siguió

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desde el parque de San Diego por la Avenida de laRepública y la Calle Real. Los chiquillos ibanabrazándose, trastabillando, cayendo, levantándose,volviendo a caer entre las risotadas de los transeúntes.

En un principio se dedicaron los antioqueños allaboreo de las minas y a la tala de los árboles. Todo loescarbaron y lo desolaron. Con «el hacha que mismayores me dejaron por herencia», que dice el himno,talaron los inmensos bosques de robles que cubrían elValle de los Osos, donde se fundó a Santa Rosa, ycuando nació el poeta sólo quedaban las cañadas y loscerros cortados a pico y azadón por toda la comarca,para dar testimonio del paso de sus antepasados por lafaz de la tierra. Las minas estaban agotadas, los árbolestalados y el destino de Santa Rosa, como el de todaslas otras pequeñas ciudades de Antioquia,inexorablemente señalado: vendría en adelante el lento,insensible, inevitable despoblamiento. Y he ahí larazón de la leyenda del poeta: El antioqueño ha tenidoque marcharse siempre en busca de otras tierras dondetumbar los árboles; es la «colonización» antioqueña deCaldas, de Santander, del Valle, del Tolima, vastaszonas de Colombia. Va la raza con sus virtudes y susvicios dilatando sus fronteras. Pero si unos se van otrosse quedan. Son los dos grupos en que pueden dividirselos antioqueños, a quienes nunca han separado lasbarreras de clases. Cuando nació Miguel Ángel Osorio,los que se iban se iban a Caldas, a Santander, al Valle,al Tolima, a la capital. Pero siempre dentro deColombia. Miguel Ángel se fue más lejos: a CostaRica, Jamaica, Cuba, México, Perú, Centro América. Ymás lejos aún se diría: lejos de toda mezquina moral.He ahí la razón de su leyenda: Barba Jacob es elantioqueño que se va.

Dice la partida de bautismo de Miguel ÁngelOsorio, firmada por el cura y autenticada por elnotario, que este niño hijo de tal y tal, y nieto de tales ytales, fue bautizado en la Iglesia Parroquial de SantaRosa de Osos, pero no dice dónde nació. Quiere una

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tradición pueblerina que haya nacido no en Santa Rosasino en un pueblo vecino, Angostura, y señalando unacasa de una esquina de la plaza, el día que se cumplíael centenario del nacimiento asentado en esa partida debautismo, fueron derecho a esa casa a chantarle unaplaca: «Casa de la Cultura y Museo de Barba Jacob».¿Museo? Para guardar lo que dijimos, viento. Pues unapublicación de esta casa, la casa del viento, hadeterminado la fecha en que Miguel Ángel, renunciandoa su cargo de maestro en Angostura, se marchó de esepueblo y de Antioquia: mayo de 1906. A pie porbosques y breñales y después en lanchas por los ríos sefue a Barranquilla, adonde llegaba el mar, que lo sacóde Colombia.

Si la vida de los hombres se dividiera en capítuloscomo en las biografías, uno en la de Porfirio BarbaJacob podría titularse «Parábola del retorno» yabarcaría tres años; otro «Parábola de los viajeros» yabarcaría veinte. Hay una evidente desproporción, perola vida sólo es proporcionada en las novelas. RicardoArenales escribió la «Parábola del retorno» enBarranquilla; la de los viajeros luego, en Monterrey.Se diría pues que no bien empezaba su peregrinaje y yasoñaba con el retorno. En la «Parábola de los viajeros»se dice que todos los caminos dan al mar. Así es, enefecto, en su vida de campesino nacido entre montañas.Es privilegio de los poetas trasponer los hechospersonales a verdades o mentiras eternas, y encerrar enlos pocos versos de un poema la vida entera. «Alabronca de noche entenebrida, rozó mi frente, conmoviómi vida, y en vastos huracanes se rompió. Iba miesquife azul a la aventura, compensé mi dolor con milocura, y nadie ha sido más feliz que yo». Por sobre lasfechas y los hechos externos que la configuran, labiografía profunda de Porfirio Barba Jacob cabe todaen esa simple primera estrofa de su «Cancióninnominada». El esquife azul partió de PuertoColombia, Barranquilla, el martes veintidós de octubred e 1907 al amanecer. Era un vapor italiano, el

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Venezuela, que iba rumbo a Costa Rica. Casi veinteaños después, el doce de abril de 1927, el que se fueregresaba a Colombia en el Santa Cruz de la GraceLine, que venía del Perú. Pero Colombia no esAntioquia. Colombia es la patria de muchos, y porsupuesto de nadie. De suerte que el verdadero regresode Barba Jacob, el que a mí me importa, el que empezóen Antioquia su leyenda, tiene lugar algo después, elquince de agosto de 1928 cuando desde Bogotá, de trenen tren, volvió a Antioquia, al pueblito de Copacabanadonde vivía su querida tía Rosario. El veintitrés, en eltren de la tarde, llegaba a Medellín. Da la noticia, entreefusivas palabras de bienvenida, El Heraldo deAntioquia, que en lo sucesivo habrá de ocuparse de laestancia del poeta en la ciudad y de sus recitales: dosque dio en el difunto Teatro Bolívar (que arrasó unincendio), uno en el Club Unión y otro más en laUniversidad de Antioquia, todos con éxito. Los delTeatro Bolívar se los organizaron los jóvenes quehabían ido a recibirlo a la estación ferroviaria deCopacabana días antes. Alberto Duque, uno de ellos,presentó a Barba Jacob en el primero. Una cerradaovación recibió al poeta cuando apareció al fondo delescenario y se adelantó hasta el proscenio. No quedabauna localidad libre. Universitarios, periodistas,hombres de negocios colmaban la sala. Cuando losaplausos se apagaron y se hizo el silencio, BarbaJacob, frotándose las manos con nerviosismo, empezóa decir su salutación al pueblo antioqueño. Las lucesproyectadas hacia arriba hacían parecer más alta sufigura, la nariz más prominente. Las manos largas,descarnadas, abriéndoles camino como siempre a laspalabras. A la salutación al pueblo antioqueñosiguieron unas narraciones poéticas: «La leyenda delhermoso Abdalá», «Historia de un viaje a Sopetrán»,«La salamadra de oro»… Todos los recitales de BarbaJacob incluían narraciones o anécdotas con tema ytítulo poéticos. Hay una, «El incendio de las florestas»,que cuenta de un tren que viaja en la noche: de la

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locomotora caen unos carbones encendidos y provocanun gigantesco incendio de los bosques que se extiendena los lados de la vía férrea. Pasados los númerosmusicales de la segunda parte Barba Jacob declamósus poemas, éstos esta vez: «Canción de la vidaprofunda», «Balada de la loca alegría», «Canción de lanoche diamantina», «Primera canción de la soledad»,«Elegía de Sayula», «Canción de un azul imposible» y«Canción de la serenidad». Tras anunciar el título decada poema solía contar, a manera de exordio, lascircunstancias en que lo había compuesto. La «Canciónde la serenidad», compuesta poco antes en Bogotá, nofue publicada nunca y se ha perdido. Los asistentes alTeatro Bolívar esa noche fueron los únicos en oírla.

El éxito del recital fue rotundo y clamoroso. Sinprecedentes en Medellín. El Espectador de Bogotá locomentaba extrañado, asegurando que «jamás se habíavisto un éxito de taquilla tan enorme en un acto artísticosemejante». Y en una ciudad semejante, agregaría yo,la capital de una tierra de arrieros, especuladores,mercaderes, tumbadores de árboles… Así que,arrastrado por el éxito, Barba Jacob decidió dar unsegundo recital en el mismo teatro la semana siguiente:las localidades se agotaron desde temprano y unaenorme concurrencia llenó la sala pese a la lluvia. Elpueblo de Antioquia, sordo y ciego a lo que no fueradinero, se comportaba extrañamente frente al poeta; supresencia en la ciudad despertaba un inusitado interésen todos los círculos sociales. Barba Jacob inició susegunda presentación con un «Elogio lírico a la ciudadde Medellín» y luego, ante un público que lo escuchabacautivado, refirió sus andanzas por los numerosospaíses de América que había recorrido. Luego declamósus poemas, entre los cuales el «Nocturno I deMedellín», dando a entender que lo acababa decomponer en la ciudad, siendo que en realidad era unpoema viejo: «El verbo innumerable», escrito en elbarrio Cerrito del Carmen de la capital de Guatemalae n 1914. Donde en el poema original decía «Es la

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ciudad» cambió a «Es Medellín»: «Es Medellín, elfuego y el yunque ante la mano…»

A la mañana siguiente a esos recitales estabaexultante. Cuando sus amigos iban a rendirle cuentas delo recaudado los recibía con jubilosos aspavientos. Sefrotaba fuertemente las manos y se los llevaba a unrincón del Café La Bastilla a tomar aguardiente y acontar el dinero… Quinientos pesos le pagaron por elrecital del Club Unión y con esa suma, más lo que nohabía despilfarrado de los recitales en el TeatroBolívar, se compró tres trajes: uno negro, otro ceniza yotro café. Tan insólito sería verle los trajes nuevos quemedio siglo después dos personas coinciden en elrecuerdo de los colores: su primo Antonio Osorio yManuel José Jaramillo. Con el traje negro se hizotomar una foto en Medellín: la que publicaron losdiarios mexicanos a su muerte. Un contraluz marca elperfil resaltando la nariz algo curvada, el grueso labioinferior, la mandíbula prominente. Parece triste ypensativo. El dinero de esos recitales fue cuanto le dioAntioquia a su poeta; los trajes los dejó después enprenda en un hotel de Sonsón, un pueblo al que fue adar un recital que fue un desastre: en prenda de quealgún día volvería a pagar su alojamiento. Pero quiénvuelve a Sonsón… Antonio Osorio me ha mostrado unacopia manuscrita de la «Canción de la vida profunda»dedicada por Barba Jacob a él: «A Toño Osorio,fraternalmente» dice entre paréntesis bajo el título.Está fechada en Medellín el catorce de septiembre de1928, un mes exactamente después de la que le dejara aAlfonso Duque Maya en Bogotá, y dos días después delrecital del Club Unión, al que le acompañó su primo.Fechas, fichas, que voy rescatando del gran naufragiodel mar del Tiempo para armar afuera, a la orilla,desde mi móvil tierra del presente, el rompecabezasdel poeta. Me dice el doctor Osorio que en el recitaldel Club Unión Barba Jacob estaba algo subido decopas, y que cuando declamaba la «Canción de un azulimposible» se le olvidó el poema y tuvo que

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improvisarlo. Terminada su presentación, que fueaplaudida con entusiasmo, se inició un baile en el patioy los corredores del club, en tanto en el gran salón derecepciones la junta directiva y destacadas personas dela ciudad le ofrecían al poeta una copa de champaña.Con respetuosas palabras el presidente de la junta lepidió a Barba Jacob que recitara para los allí reunidosalgo inédito, y Barba Jacob le contestó que no teníanada inédito, salvo un largo y aburrido poema que noera del caso recitar entonces abusando de lahospitalidad que se le brindaba. Un clamor unánime sesuscitó en el acto pidiéndole que recitara el poema.Como a sus negativas obstinadas se sucedían laspeticiones y los ruegos debió acceder contrariado. Fueentonces un ir y venir de asientos por toda la sala, y degente que buscaba el lugar más cómodo para escucharel ansiado poema. Barba Jacob, puesto en pie, seaclaró la voz ceremoniosamente, y en el solemne yuncioso silencio declamó: «Jesucristo nació en unpesebre. ¡Ah carajo, donde menos se piensa salta laliebre!» Y seguido de su primo avergonzado y delpasmo general abandonó la sala. El dístico, por lodemás, lo he encontrado en un viejo artículo suyo, deRicardo Arenales, en El Independiente de México.

Y ahora el recital-conferencia en la Universidad deAntioquia. Barba Jacob sostuvo siempre que la críticaliteraria carecía de sentido frente a su poesía.Cargados de resonancias emotivas y musicales que lapalabra habitual no logra despertar nunca, sus mejoresversos son irreductibles a la lógica cotidiana. «Vallefértil con ojos azules, que el rumor del juncaladormece» empieza diciendo la «Canción de lasoledad», y la «Canción del día fugitivo» dice: «Yfueme el día gárrulo mancebo, de íntima albura, yojiazul y tibio». ¿Un valle y un día de ojos azules? Hayuna personificación en esos versos, pero el observarlono agota su magia. La hace más inquietante acaso saberque Barba Jacob le habló a Marco Antonio Millán enMéxico de su fascinación por los muchachos de ojos

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azules. Por ello la tarde en que en el Aula Máxima dela Universidad de Antioquia José Hilario Beltrán,como un niño que rompe el muñeco de cuerda quecamina para encontrarle el secreto, intentó en un largodiscurso la interpretación de sus versos, Barba Jacobcomentó fastidiado: «Los tontos multiplican laspalabras». Manuel José Jaramillo me lo contó. Era latarde del veintiuno de septiembre en que Barba Jacobdaba una conferencia a los estudiantes antioqueños, lacual encontré reseñada en El Heraldo de Antioquia:Mil quinientos jóvenes colmaban el Aula Máxima, lospasillos y las escaleras de la universidad. En la mesade honor el general Berrío (hijo del más ilustregobernante que tuvo Antioquia), el rector y algunosamigos del poeta. Vestido con uno de sus trajes nuevosBarba Jacob subió la escalera, cruzó los pasillos yentró en el amplio recinto precedido por una salva deaplausos. Su conferencia fue una de esas mezcolanzassuyas en que hablaba de todo, de lo divino y lohumano. Habló sobre el Swami Vivekananda, sobreSan Francisco de Asís, sobre el significado religiosodel dolor, sobre el concepto de felicidad, sobre la éticade los Estados Unidos, sobre el comunismo frente alindividualismo, sobre lo pasajero y lo permanente en lapoesía, sobre las nuevas escuelas poéticas, sobre elarte como expresión espiritual de la vida, sobre lamisión del poeta… Y él, tan dado a predicar lo que nohacía, no dejó de señalarles a los mil quinientosjóvenes que lo escuchaban atentos la necesidad de huirde los vicios, de refrenar los impulsos desordenados yceñirse a la noción del deber. Luego recitó algunospoemas, entre los cuales la «Canción de la inmortalesperanza» que había empezado a componer enGuatemala y terminado en Bogotá, que le oyó SilvioVillegas en el Café Riviere, que le oyeron losestudiantes de esa tarde, y que irremediablemente se haperdido.

La noche cae apacible sobre la provinciana ciudadde Monterrey. Y digo ciudad pues ya tiene luz eléctrica

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y setenta mil habitantes. De altas montañas en lasafueras y casas de zaguán de las que los vecinos sacanlas sillas a la acera para conversar al atardecer, sediría un espejismo de Antioquia en el norte de México,un doble de Medellín. Con las ciudades y con laspersonas así pasa: en el confín del espacio o en elconfín del tiempo yo sé, por ejemplo, que me voy aencontrar un día con el doble de mí mismo. Otra cosaes que viéndome desde fuera me llegue a reconocer.¡Setenta mil habitantes cuando llegó Arenales! Los quetendría entonces Medellín… La diferencia, si acaso,sería el río: el de Medellín un río alegre, cristalino; elde Monterrey usualmente un cauce seco. Usualmentepero no siempre, porque el cauce de cascajo sin aguaen la temporada de lluvias se volvía una furia y sesalía, con perdón, de madre. En fin, un año escaso llevaArenales en la ciudad y ya es no sólo el redactor enjefe de El Espectador, el primer diario del Norte deMéxico, sino que escribe además en el MonterreyNews y ha fundado una revista, la Contemporánea, dela que en seis meses ha publicado catorce números.Entre amantes de una noche (mujeres) y una puta quetiene enfrente del periódico «para despejarse lacabeza» –según le contó Barba Jacob a Servín–,Ricardo Arenales escribe artículos sobre los temasmás disímiles: la política en México, las corridas detoros, las necesidades del comercio, los extinguidoresde incendios… Y sueña con libros imposibles quenunca habrá de realizar: uno, por ejemplo, sobre «losSignos Exteriores y su influencia en la vida»,vaguedades perogrullescas del Misterio. Mete en lamáquina de escribir largas tiras de papel, tecleafebrilmente, y hundido en sus pensamientos, perdiendola noción del tiempo, pasa las horas. En las tardes seva a la casa de los Junco a contar historias de suinfancia y a tomar chocolate. Tiene veinticinco años yya lo abruman los recuerdos. Es un incorregible. Nuncava a cambiar. Va por aquí y por allá desperdigando sushistorias, y no sé para qué si el viento se lo lleva todo.

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Tal vez para que alguien, algún día, un ocioso, se laspregunte al viento y haga con ellas un tomo. DonCeledonio Junco de la Vega, que tiene cuarenta y cinco,y su hijo Alfonso, que tiene doce y es poeta, leescuchan arrobados. Largo, desgarbado, se sentabahecho un gancho en la silla y hablaba con ademanesangulosos y voz profunda: así al menos le recordaba elniño cuando ya era un viejo. Más de una hora los tieneun día el colombiano suspensos de su relato paracontarles tan sólo que la encantadora jovencita deMonterrey de quien se había enamorado lo había vistoal pasar. Verdad o mentira lo que cuenta, todo, locotidiano y lo profundo, se transfigura por su palabra.Como esas montañas pelonas de Monterrey que enverano, cuando sale el sol, se encienden transfiguradas.Trocadas en bronce vivo las cumbres arden. Unamañana Arenales advirtió el prodigio. Sintiendo losdestellos en la piel, en los ojos, corrió hasta dar con elprimer transeúnte: «¡Repare usted en esa maravilla –ledijo–: el monte arde!» «Eso pasa todos los días cuandoamanece, señor», le contestó el hombre impasible, ysiguió de largo su camino arreando una recua deasnillos. El milagro a fuerza de cotidiano se habíahecho indiferente, pensó Arenales… A lo largo del díase oyen los tiros de los cazadores en las afueras dondepulula la caza menor, y cuando el día acaba en lasplazas las urracas cortan con su vuelo negro el sol delatardecer. Entonces arrancan las serenatas y losconciertos, en Zaragoza, en Bolívar, en La Purísima,bajo la novedad de la luz eléctrica. Suenan los valsesrománticos de Juventino Rosas y Alberto Alvarado y lavida transcurre tranquila y plácida; arrullada por lamúsica se duerme Monterrey. Pero no esta noche:cuando ya habían metido los vecinos las sillas de lasaceras y cerraban puertas y ventanas, sobre lasmontañas tutelares se desató la tromba. Y el cauce secode pedruscos y cascajo se volvió un arroyo, y el arroyoun río, y el río Santa Catarina rugiente y desbordadoavanzó sobre calles y plazas y barrios arrasando con

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cuanto se le oponía. A la medianoche el servicio de luzeléctrica quedó suspendido y la gente, considerándoseen peligro, vagaba por las calles con linternas en lamano. Hacia las dos el río ya había penetrado en lacalle Hidalgo convirtiéndola en otro río. Manzanasenteras desaparecían bajo las aguas. En el barrio deSan Luisito, completamente anegado, las casas sederrumbaban y por centenares morían sus habitantes.La mitad de la huerta y las caballerizas del fondo en lapropiedad del ilustre general Reyes, el gobernador, selas llevó la creciente. El torrente ciego no hacíadistingos, no respetaba. Quince mil fueron las víctimasy miles los ahogados. Esa noche, justo esa noche delveintinueve de agosto de 1909 en que el río SantaCatarina, furioso y desbordado, se llevaba rumbo algran basurero del Tiempo hasta la fecha, RicardoArenales, que habría de escribir en El Espectador unaserie de brillantes reportajes sobre la catástrofe,celebró sus nupcias con la Dama de CabellosArdientes: la marihuana.

Sumando indicios, siguiendo pistas, atando cabos hellegado a determinarlo, a descubrir tras la perífrasis dehumo la identidad de la misteriosa Dama que enadelante presidió su vida y a la que le consagró, aménde unos reportajes espeluznantes en los periódicosmexicanos para asustar ingenuos, todo un poema: eseque lleva la expresión por título, que le dedicó primeroa Arévalo en Honduras y después a Eduardo Avilés enCuba, que publicó en Colombia y que después olvidó,pero que encierra en una estrofa la clave de su vidaentera: «Pudiste ser el árbol sin la flama, caduco en suruindad y en su colina, y eres la hoguera espléndidaque inflama los tules de la noche y la ilumina. O elbarro sordo, sordo en que no encuentra ni un eco fiel eltrémolo del mundo, y eres el caracol donde concentra yfija el mar su cántico profundo». ¡Claro que descubríquién era la Dama de los Cabellos Ardientes! Lo que síno me queda firmemente establecido es cuándo,contrariando cánones y preceptos bíblicos y mandando

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al diablo las mismísimas Tablas de la Ley, se olvidóde las «encantadoras» jovencitas de Monterrey (y delancho mundo) y empezó a escribirles poemas a losmuchachos. Todavía en 1915, en La Habana, andaba conuna prostituta, Olga, que le contagió una sífilis. Omejor «la» sífilis pues le duró veinte años, y si otrastuvo se le encadenaron en una sola. ¡Qué más da! Notiene ninguna importancia. No queda ni un ejemplar deEl Espectador y a las Tablas de la Ley sí que se lastragó el Tiempo. «Y mozuelos de Cuba, lánguidos,sensuales, ardorosos, baldíos, cual fantasmas quecruzan por unos sueños míos; mozuelos de la grataCuscatlán –¡oh ambrosía!– y mozuelos de Honduras,donde hay alondras ciegas por las selvas oscuras…»Miguel Antonio Alvarado, en Honduras, me explicóqué quería decir Arenales con este último, oscuroverso de la «Balada de la loca alegría»: se refería aljoven poeta Joaquín Soto, el de El resplandor de laaurora, que tenía el don del canto aunque ningunacultura en un país de ignorantes. Y he aquí cómotermina el poema. «La noche es bella en su embriaguezde mieles, la tierra es grata en su cendal de brumas;vivir es dulce, con dulzor de trinos; canta el amor,espigan los donceles, se puebla el mundo, se urden losdestinos… ¡Que el jugo de las viñas me alivie elcorazón! A beber, a danzar en raudos torbellinos, vanoel esfuerzo, inútil la ilusión…» En algún momento trasesta estrofa le puso Arenales un «Envío» a Leopoldode la Rosa, pero después Barba Jacob lo borró. ¡Quése iba a merecer semejante poema semejante holgazán!

Envuelto en los aros de humo de su Dama de losCabellos Ardientes que permiten ver con tanta claridadde confusión las cosas, descifrar lo indescifrable ydescubrir en las más nimias razones los signosreveladores y en su ausencia absoluta su presenciasuprema, voy viviendo con él, con la complicidad de lanoche, esa noche de ochenta años atrás en que el ríoSanta Catarina crecido y desbordado se está llevando aMonterrey.

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Miguel Ángel Osorio o Ricardo Arenales o PorfirioBarba Jacob o como se llame y quien sea, que fueconservador y liberal, zapatista y antizapatista, burguésy comunista, gringo y antigringo, que supo lo huecas yvanas que son las palabras y qué cambiantes y neciaslas verdades humanas, moralista, inmoralista,ortodoxo, heterodoxo, partidario del Espíritu Santo yde Nuestro Señor Satanás, ángel y demonio, que estuvocuatro veces en Cuba, dos en Guatemala, una en CostaRica, tres en Honduras, dos en El Salvador, y que tuvodos patrias a falta de una, y a la postre ninguna, queescribió un centenar de poemas e infinidad deartículos, firmados y no firmados, en infinidad deperiódicos de no sé cuántos países para decirse ydesdecirse en su múltiple, inestable, inasible verdad dehumo, ¿de veras existió? En el Instituto Universitariode Manizales y en la Universidad Popular deGuatemala quedan dos placas que lo nombran, amén deuna partida de bautismo en la iglesia de Santa Rosa deOsos que el cura párroco asentó, ¿pero de verasexistió? ¿O no será más bien acaso el invento de unnovelista tramposo, una ficción? No. En absoluto.Barba Jacob existe, existió. Y lo aseguro yo que lo heseguido por años. Lo que pasa es que el personaje esun extravagante. Una burla, una paradoja. Como laestela de sus barcos que borra el mar con las olas, esen cada instante y se niega. Parece avanzar y no avanza.Dice que va a tal lado y no va hacia ninguna parte.Conozco una veintena de fotos suyas: con bigote, sinbigote, pero en ésas no está. Vanidosas fotos,engañosas fotos que se hizo tomar dándole la luzmentirosa en la cara para salir mejor. Y claro, salió ensombra. Donde mejor se reconoce es en esascaricaturas que le hicieron en Cuba Blanco, Massaguery Sirio y Armando Maribona y Pujol, y en ColombiaRicardo Rendón, un familiar de mi abuelo; en ésas síestá, sí lo veo: en ligeros trazos de humo con suespíritu burlón y su boquilla de ámbar, fumando,esfumándose, etéreo, huidizo, escurridizo, como un

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duende travieso, como el humo de una cita de otra citade otra cita, recuerdos que son olvido: ése, ése es él,ya lo he encontrado. Barba Jacob es humo.

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