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2015 14 Número FERNANDO RAMÍREZ DE AGUILAR (JACOBO DALEVUELTA)

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201514Número

FERNANDO RAMÍREZDE AGUILAR

(JACOBO DALEVUELTA)

Lic. Gabino Cué MonteagudoGobernador Constitucional del Estado de Oaxaca

Lic. Alonso Alberto Aguilar OrihuelaSecretario de las Culturas y Artes de Oaxaca

Lic. Guillermo García ManzanoDirector General de la Casa de la Cultura Oaxaqueña

Lic. María Concepción Villalobos LópezJefa del departamento de Promoción y Difusión

Lic. Rodrigo Bazán AcevedoJefe del departamento de Fomento Artístico

Ing. Cindy Korina Arnaud JiménezJefa del departamento Administrativo

C.P. Rogelio Aguilar AguilarInvestigación y Recopilación

Un personajeindeleble

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Seudónimo de Fernando Ramírez de Aguilar, quien proclamó a Oaxaca como la novia cordial y única de sus amores. De ella decía:  

“…Yo voy ya, caballero en un rayo de ensueño, rumbo a ti, novia cordial, mi novia de ayer y de siem-pre. Llevo bajo la camisa la misma carta en azul que ofrece amores y promete dichas en la ternura de un beso... ¡un beso que será eterno un día, el día en que vuelva liberado, limpio, radiante a ejecutar el despo-sorio contigo, tierra de maravilla, novia cordial, novia de siempre!...”  

Nació en la ciudad de Oaxaca el día 3 de agosto de 1887. Se inició como mecanógrafo en el periódico El Imparcial y luego escribió como reportero en El País, El Demócrata y el Independiente. En 1919 ingre-só a El Universal, donde se convirtió en jefe de infor-mación en 1922 y pasó el resto de su vida, siendo uno de sus colaboradores más emblemáticos. 

El seudónimo que usó a lo largo de su vida es un misterio. 

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Algunos afirman que lo copió del que usaba Ana-tole France; otros creen que es consecuencia del ar-got periodístico de la época: dar vuelta a una noticia equivale a engrandecerla y embellecerla con detalles literarios – no necesariamente verificados, pero tam-poco necesariamente falsos. 

Casi toda su vida la pasó fuera de Oaxaca, pero la visitaba tan frecuentemente y escribió con tanto cariño de ella, que fue enterrado con honores en la Rotonda de Hombres Ilustres del Panteón General de la capital oaxaqueña. 

Célebres son los relatos de los constantes via-jes a Oaxaca que hacía por ferrocarril, así como las descripciones de los lugares, costumbres y personas que encontraba en cada una de las estaciones que recorría el tren a través de los valles y sierras, como Cuicatlán, Las Sedas, Etla, entre otras. 

El relato de los pregones que entonces anuncia-ban comida y aguas frescas recuerdan un pasado que no existe más, como si también hubiese toma-do pasaje en aquel ferrocarril que serpenteaba entre montañas, riscos y valles de los años cuarenta del siglo pasado y que como  muchos otros oaxaqueños no regresó jamás, ,pero que persiste en las crónicas que relatan lo vivido en aquellos viajes inolvidables por Jacobo Dalevuelta, acostumbrado a volver en cada oportunidad a la tierra que tanto amaba. 

Oaxaca fue el objeto de sus amores. En los tiem-pos de su juventud constituyó su más grande anhelo y fue el timbre de orgullo que le acompañó siem-pre; aún en los momentos más difíciles de su carrera periodística. De ahí que la nostalgia por Oaxaca se avive en los recuerdos de lo que quedó atrás, y de ahí también que el amor crezca con la esperanza del reencuentro y la ansiedad por el regreso. 

Para entender a Jacobo Dalevuelta hay que si-tuarse en su tiempo y ocupar su espacio. 

No hay medios electrónicos que faciliten la comu-nicación, ni videos que registren los hechos, solo la pluma y los escritos que registran su encuadre his-tórico. La agudeza en la percepción, la entrevista, el valor y el arrojo de ir en busca de la noticia a través de los caminos que la revolución ofrecía. 

Pareciera ser que el ferrocarril marcó su vida. En la revolución fue el medio que le permitió ir en busca de noticias como corresponsal de guerra y al llegar la

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paz, en la mitad de su vida, el que señalaba el camino de regreso que constantemente emprendía para visi-tar a su entrañable Oaxaca. 

Tal es el caso de Fernando Ramírez de Aguilar. Oaxaqueño de estirpe y de figura, agudo observador y en ocasiones severo crítico de las cosas y persona-jes de su tiempo.

Fue fiel a la Oaxaca de sus tiempos, que amó tan-to, y que le cobijó en uno de esos abrazos cariñosos que relata en sus obras.En “Cariño a Oaxaca” en el Retablo 4, escribe:  

“…La visión es blanca, porque los trabajadores del andén visten camisa y calzón proletarios. Pero del conjunto brotan manchas de colores en los vestidos de las mujeres urbanas. Cuando llega el tren a tiem-po, aún alcanzamos el majestuoso declinar de la tar-de. Salimos de la estrechez del carro de ferrocarril y descansamos. Es que nos recibe un clima sedante; que se respira un aire libre de contaminaciones; que no está impregnado del olor de las esencias febriles; impera un ambiente aromado de perfume de “Jaz-mín de Amalia”, magnolias, rosas; en el otoño huele a manzana y a membrillo. Porque la ciudad cuatri-centenaria, que se levanta sobre el Valle Grande, tie-ne su muralla de jardines, donde el rosedal, el jazmi-nero, la madreselva, la magnolia, la gardenia y otras mil maravillas de las flores, abren sus pebeteros en la hora magnífica y melancólica del tramonto. La es-tación del ferrocarril, colocada en un rincón entre el Noroeste de la capital recibe algo como un aletazo de viento suave –relente– que arranca de la montaña azul, toma el perfume de los cármenes de San Felipe, enriquece su acervo con los de Xochimilco, cruza la estación ferrocarrilera envolviéndola y sigue su curso fatal hacia el sur, para depositar tal riqueza a los pies de Monte Albán, como ritual ofrenda destinada a los “binigulatzas”, quienes en espíritu pueblan la cima misteriosa y atrayente…”  

Llegó a ser jefe de información de El Universal –diario que aún existe pero comenzó a publicarse desde inicios del siglo XX– tras una carrera en que destacó por innovador: fue de los primeros repor-teros en usar máquina de escribir, fue reconocido unánimemente como el primer reportero de guerra del país al cubrir la insurrección de Pancho Villa, y promovió en México la entrevista y la crónica, géne-

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ros periodísticos comunes hoy en día, pero extraños para el público lector mexicano de sus tiempos. 

Fernando Ramírez de Aguilar –Jacobo Dalevuel-ta– aprendió el oficio periodístico escribiendo cala-veras en los diarios de Oaxaca, tan mordaces e inge-niosas que llegaron a meterlo en problemas con la gente influyente de la ciudad, a la par que le ganaban el aprecio del resto de oaxaqueños, sus lectores. En 1904 comenzó formalmente su trabajo como perio-dista, firmando en el diario deportivo Score que se publicaba en ese entonces en la capital oaxaqueña. 

Con el tiempo se mudó a la Ciudad de México, donde destacó por su habilidad para conseguir his-torias. Dalevuelta contaba con orgullo cómo una vez, tras el escándalo que siguió al suicidio de una señori-ta de la alta sociedad, recibió de su editor la orden de dar con el cochero que manejaba la diligencia donde, una noche antes de matarse, la joven había discutido con su amante. Tras unos días de búsqueda desespe-rada, Dalevuelta encontró al cochero, publicó el re-portaje que le habían pedido y comenzó una carrera llena de triunfos periodísticos en la capital mexicana.

Aprovechando las circunstancias de la época, Ja-cobo Dalevuelta se convirtió en reportero de guerra. En 1913 cobraba a los corresponsales extranjeros por ir a fotografiar y anotar lo sucedido durante la De-cena Trágica – los extranjeros, contaba Dalevuelta, tenían miedo de acercarse a las balaceras; él no  y, ya durante la Revolución, fue enviado por El Imparcial a cubrir a la tropa villista, labor que realizó tan exhaus-tivamente que el General Villa lo buscó para mandar-lo fusilar, sin éxito. De ese entonces data su colección de crónicas de guerra De Torreón para Bachimba. 

De vuelta en la Ciudad de México, Fernando Ra-mírez de Aguilar continuó publicando entrevistas y crónicas hasta acabar como jefe de información de El Universal, desde donde preparó a una generación de reporteros y contribuyó, con innovaciones téc-nicas y de formato, a la renovación del periodismo mexicano. 

A la par que se dedicaba al periodismo, Jacobo Dalevuelta publicó obras sobre la historia mexica-na. Entre éstas destacan Oaxaca: de sus historias y sus leyendas (1922), Desde el tren amarillo (1924), La odisea de los restos de nuestros libertadores (1925), El canto de la victoria: escena chinaca en 1867 (1927),

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Nicolás Romero, un año de su vida (1929), Estampas de México (1930) y Vicente Guerrero, síntesis de su vida (1931).  

Su trabajo histórico fue tan notable que en agos-to de 2010, un grupo de historiadores encontraron su tarjeta, firmada y fechada en 1921, en la urna del Ángel de la Independencia donde supuestamente se encontraban los restos de Hidalgo, Morelos, Allende, Matamoros y otros próceres de la patria. A la fecha no queda claro cómo dejó ahí su tarjeta ni por qué, pero para la historiadora Bertha Hernández es claro que Jacobo Dalevuelta fue el principal impulsor de la historia según la cual los restos de José María More-los se perdieron para siempre – lo cual hace constar su influencia en los ámbitos periodístico e historio-gráfico, además del político, ya que sin cercanía a Ál-varo Obregón y otros políticos notables de la época, hubiera sido difícil tener acceso a los restos de los héroes patrios. 

Destacó también por su trabajo como cronista de la Ciudad de Oaxaca, de la que se autoproclamó novio: el libro Cariño a Oaxaca fue tan querido por sus habitantes que tal frase fue labrada en su tumba cuando en 1953, tras fallecer a los 56 años, Fernando Ramírez de Aguilar fue enterrado como Jacobo Da-levuelta en el Panteón General de Oaxaca, mientras una banda entonaba Dios nunca muere y la gente ilustre de la ciudad, a quien Jacobo Dalevuelta dedi-có calaveras para inaugurar su carrera como escritor, leía discursos en honor a su memoria. 

Fernando Ramírez de Aguilar y su alter ego Jaco-bo Dalevuelta murió en la ciudad de México el 21 de diciembre de 1952, Novio de Oaxaca como se procla-mó siempre, reposa en el seno de la tierra que amó entrañablemente.  

“…Cuando hagamos viaje de regreso, cuando les deje otra vez en estas tierras altas e inclementes, se-rán voceros de tus glorias y pregonarán, en tono de himno, lo que eres y lo que vales –oro de calidad– no-via cordial y única de mis amores!...”   

José Alberto Ramírez de Aguilar Méndez  **Los entrecomillados corresponden a la transcripción

de los Retablos 1 y 3 de la obra Cariño a Oaxaca de Jacobo Dalevuelta. Fernando Ramírez de Aguilar

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PERIODISTA QUE HONRÓA SU ESTIRPE OAXAQUEÑA

Desde la constitución (4 de enero de 1923) del Sindicato Nacional de Redactores de Prensa, en la que intervino con preeminencia el oaxaqueño don Fernando Ramírez de Aguilar “Jacobo Dalevuelta”, el calendario cívico mexicano tiene consagrado éste día a los periodistas. Hoy, la sexagenaria organización –a la que se honra en pertenecer quien esto escribe–, distingue a los trabajadores intelectuales que llevan, mediante las páginas de toda publicación cotidiana o frecuente, la noticia, la crónica, el comentario, la crítica; en una palabra, la historia del acontecer lo-cal, nacional o extranjera. El periodista es, por tanto, notario verídico y oportuno. Su testimonio, honesto, norma la vida de la comunidad, le da pauta y cauce con la opinión de quien escribe, que tiene el deber de servirle lealmente, patrióticamente, con buena fe; presentando objetivamente los sucesos, no distor-sionándolos, analizándolos con criterio constructivo y con finalidad ejemplarizante; respetando la opinión ajena, sin interferir dolosamente en los sentimientos de los demás.

Hemos dicho en numerosas ocasiones, que el pe-riodista está obligado a conocer cuanto acontece, pero no le asiste el derecho de divulgar todo lo que sabe, porque, antes que ganar una noticia, están la ética, la moral íntima, la conciencia. Sin mengua de la verdad, salvaguardar el honor y la tranquilidad pú-blicos.

Tales reflexiones vienen con oportunidad para glosar brevemente la vida y obra de Jacobo Dale-vuelta; él sumó todas esas condiciones, las hizo va-ler en su larga trayectoria periodística. Nació en esta capital, el 4 de agosto de 1887, de honorable estirpe. Es efecto, descendiente de los Ramírez de Aguilar, una de las primeras familias de la villa de Antequera, Jacobo decía: “Soy de origen prócer; de cuna paupé-rrima. Alimentó mi lejana niñez, más que la nutrición del maíz, el amor insuperado de mi madre (que Dios haya) Doña Rosita”. “Tengo y usufructo legítimas herencias: algunos de mis antepasados fundaron la ciudad de Antequera, en el Valle de Oaxaca; una se-ñora Ramírez de Aguilar introdujo la imprenta en mi ciudad, en el siglo XVIII; otros, más recientes, fueron

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federalistas y liberales. Don Ramón Ramírez de Agui-lar, gobernador federal (1833) honró por primera vez las cenizas del Consumador de la Independencia Vi-cente Guerrero”. En sus notas autobiográficas que dictó en 1949, Dalevuelta relata su infancia, sus es-tudios primarios en el benemérito Colegio del Padre Carlos Gracida, su ingreso en el nobilísimo Instituto de Ciencias y Artes del Estado: “…el Instituto –decía–, fecunda tierra, almácigo de los ideales de la justicia y la libertad”.

De su mano, quienes nos honramos con sus lec-ciones en el quehacer del diarismo, además de la amistad generosa que nos dispensó como él sabía darse, recorrimos su biografía. “Creo que soy un pe-riodista profesional – declaraba sin jactancia -. Desde el cuarto año de primaria escribíamos periodiquitos. Alboreando el siglo, no faltaron mis gacetillas en los diarios locales; por los años de 2 o 3, comencé como corresponsal de un periódico semanal editado en Puebla, el “Score”, dedicado al deporte por su direc-tor y propietario don Marcelino Muciño”. Joven ya, y fogoso, encontró el patrocinio de don Fausto Moguel, chiapaneco de origen pero formado en las aulas del Instituto de Oaxaca, gran periodista, quien con don Rafael Reyes Spíndola, nativo de Tlaxiaco, fundó “El Mundo” y más tarde “El Imparcial”, a cuya redacción se incorporó Jacobo en 1907. Ellos dos, más Angel de Campo (“Micrós”), Luis G. Urbina, Carlos Díaz Du-foo, José Gómez Ugarte, entre otros, fueron testigos del novel oaxaqueño para escalar las primeras planas de tan prestigiados órganos.

Años más tarde, en plena revolución, Fernando Ramírez de Aguilar fue el primer corresponsal de guerra mexicano que salió a campaña y recibió bau-tismo de fuego. “Testimonio de aquella aventura, mi libro “Desde el tren amarillo –Crónicas de guerra–”, contaba. Fue reportero, el primer reportero de Mé-xico; fue cronista; fue investigador tenaz y acucio-so. “Mi seudónimo “Jacobo Dalevuelta” nació en El Demócrata, pero floreció en El Universal, periódico al que llegó desde su fundación y en el que seguiría escribiendo hasta sus días finales. Murió en México el 21 de diciembre de 1953, y en cumplimiento de su ferviente ruego a familiares y amigos, fue traído a Oaxaca y sepultado al día siguiente, con todos los honores que se había ganado por su gran calidad hu-

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mana, por su labor incesantemente enderezada ha-cia la tierra que meció su cuna, a la que él regresaba siempre, en devoto peregrinaje para besar cada pie-dra, cada rincón de su amada ciudad de Antequera; pero llegándose primero ante el altar de la Virgen Patrona, “mi Cholita querida”, como él decía con filial ternura.

Sus varios libros sobre cuestiones históricas de la provincia y también las de interés nacional; sus can-tos líricos, sus ensayos teatrales; sus dulces evoca-ciones de las cosas y de las figuras oaxaqueñas, las de nuestras viejas campanas (“Campanita menor de voz de niña, cántame tu son… que encantó por la voz de Isabela Corona, en aquella preciosa revista “Ra-yando el sol”); sus estampas vívidas en aquel libro único “Cariño a Oaxaca”; su contribución al texto que Alberto Vargas escribió para el Homenaje Racial en el IV Centenario de nuestra ciudad; sus trabajos para realizar aquel Primer Congreso Mexicano de Historia, que tuvo lugar aquí, en noviembre de 1933; su em-peño en aquella tarea editorial que le echó a cuestas don Eduardo Vasconcelos: “Autores y asuntos oa-xaqueños”, de la que llegó a publicar las obras de Carriedo y de Gay; su contribución entusiástica para elaborar el escudo del Estado; pero sobre todo su lealtad a ésta su tierra, compartiendo sus problemas y sus dolores, y su invaluable ayuda, desde las pági-nas de “El Universal”, para resolverlos con justicia, le granjearon la incuestionable distinción de recibir la “medalla Oaxaca”, que aquel gobernador y su le-gislatura le otorgaron y que llegaría a imponerle el General D. Manuel Cabrera Carrasquedo en marzo de 1953, unos cuantos meses antes de la desaparición de quien fuera “Decano del periodismo nacional, hijo predilecto y novio cordial de Oaxaca”, como dice su lápida en el panteón viejo.

Fernando Ramírez de Aguilar “Jacobo Dalevuel-ta”, honró a su estirpe oaxaqueña, con la vida y con la acción. Preocupado siempre por todo lo nuestro, hurgó infatigablemente hasta localizar, en el ex con-vento de San Diego de México, los restos del insur-gente, historiador y periodista don Carlos María de Bustamante, para traerlos a esta capital, donde re-posan, en la cripta de la capilla del Rosario, de Santo Domingo, junto con los del Padre don Manuel Sabino Crespo, ambos beneméritos del Estado.

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Mas, este día, cuatro de enero, queremos destacar al “periodista servidor de su clase” que alguna vez echó a un lado las riendas de uno de los más grandes diarios de la capital de la república “para decir su ver-dad emocionada, sin importarle la comodidad mue-lle de una dirección que por derecho tenía ganada”, como bien lo decía Gonzalo Hernández Zanabria en uno de sus todavía no superados “Cuadernos de Oa-xaca”. Él, Jacobo Dalevuelta, en su profesión honró a su clara estirpe. Su vida, debiera ser claro ejemplo para todos lo que hemos querido hacer periodismo. Sobre todo aquí, en Oaxaca.4 de enero, 1982.

Everardo Ramírez BohorquezGentes y Cosas de Oaxaca

Colección GlifoOaxaca. 1990. Págs. 141–143

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Carta devida

NOTAS AUTOBIOGRÁFICAS

El día 4 de agosto de 1887, nací en Oaxaca de Juárez, Oaxaca, México. Individuo del siglo pa-sado, llego a la mitad del presente con la carga

de los años –el bagaje de las añoranzas– y el anhelo de llegar al tránsito liberador –si el destino no es ad-verso- tranquilo en mí, dentro de mí; con mi paz y mis recuerdos.

Soy de origen prócer; de cuna paupérrima. Ali-mentó mi lejana niñez, más que la nutrición del maíz, el amor insuperado de mi madre (que Dios haya): doña Rosita.

Tengo y usufructo legítimas herencias: algunos de mis antepasados, fundaron la Ciudad de Antequera, en el Valle de Oaxaca; una señora Ramírez de Aguilar, introdujo la imprenta en mi ciudad en el siglo XVIII; otros –más recientes– fueron federalistas y liberales. Don Ramón Ramírez de Aguilar –el viejo–, Goberna-dor Federal –1833–, honró por primera vez las ceni-zas del Consumador de la Independencia, Vicente Guerrero. Don José Inés Sandoval, colaboró con el Benemérito de América, el indio Benito Juárez.

En una “amiga”, al amparo de dos dulces maes-tras: doña Laurita y doña Lucesita Núñez, aprendí el Silabario, escribí los primeros “palotes”; me enseña-ron rudimentaria aritmética y metieron en mi memo-ria –“de cuerito a cuerito”–, el catecismo de Ripalda. Mi primaria, donde forjé el ideal juarista que profeso, la hice en la Anexa a la Normal de Profesores. Vive aun, venerado urbi et orbi, nuestro Director, el maes-tro don Casiano Conzatti, famoso botánico (1). Paso lista de otros mis mentores primarios y no responde: don Abraham Castellanos, don Bonifacio Díaz, don

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Manuel Hernández, don Leandro Martínez, don Vic-toriano González.

Los parientes ricos vivían tras de muros inacce-sibles. Nunca se conmovieron de nuestra pobreza. Y, para en cierto modo garantizar el diario alimento, por dos años gocé de una beca en una escuela ca-tólica. Y no por laico, olvido los beneficios que recibí –también azotes–, y el cariño que me tuvo el Padre Carlos, director del plantel y filántropo.

Con el siglo, en el año uno, ingresé al Instituto de Ciencias y Artes del Estado. Desde el primer día de clases volví a mi medio; ¡cómo si hubiese retornado de un viaje! Algo como el despertar de un letargo. ¡El Instituto! Fecunda tierra, almácigo de los ideales de la justicia y la libertad.

Fray Francisco de Aparicio, el fundador, fraile li-beral; Benito Juárez, grande en América, primer graduado con la licenciatura en Leyes, fue también Director; Porfirio Díaz, pasante de Leyes y figura mi-litar; Marcos Pérez, Ignacio Mariscal, Matías Romero, Félix Romero… otros más, cuyos nombres aparecen grabados en letras de oro en el aula mayor del cole-gio. Fueron ejemplo de virtudes y de anhelos por la Patria. Yo fui alumno bajo la dirección de otro maes-tro de envergadura: don Aurelio Valdivieso. Profe-saban entonces don Adalberto Carriedo, don José Núñez, don Herminio Acevedo, don José Guillermo Toro, don Ramón Pardo, coloso del pensamiento y líder de la bondad.

Mal estudiante, dejé pronto las aulas de la Casa de Estudios y corridas las décadas fatales, un día, el menos pensado, la Junta de Maestros del Colegio, me honró con la designación honorífica de Profesor Extraordinario de Literatura.

Creo que soy un periodista profesional. Desde el cuarto año de primaria manuscribíamos periodiqui-tos. Alborando el siglo no faltaron mis gacetillas en los diarios locales; por los años de dos o tres, comen-cé por corresponsal de un periódico semanario edi-tado en Puebla: “El Score”, dedicado al deporte, por su director y propietario don Marcelino Muciño. Más tarde este viejo amigo se radicó en Oaxaca y fundó periódicos. Le reconozco como el primer periodista que me impulsó, descubriendo, acaso, mi vocación profesional.

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Tuve, para mi fortuna, un protector periodista, a quien venero como si hubiera sido su hijo (él me qui-so como si hubiera sido mi padre). Ese hombre gene-roso fue el Lic. Fausto Moguel, chiapaneco, un gran periodista nacional. Con Reyes Spíndola fundó “El Mundo” y más tarde “El Imparcial”, el primer diario moderno que hubo en México. Don Fausto fue el úl-timo de sus directores. Él alimentó mis entusiasmos vocacionales y un día me mandó con una carta para “su compadre Rafael”. 12 de septiembre de 1907, salí de la tierra nativa, como todos los jóvenes en todos los tiempos, cabalgando en el Rocín de don Quijote. Traje un hatillo de manta cosido por las manos inma-culadas de mamá; con una muda de ropa remendada y un sarape teoteco – vallista para el invierno. Aquí, en la metrópoli planté mi tienda. Y luché solo en este medio difícil e inhospitalario.

¡El Imparcial! 17 de septiembre de 1907. Nuevo desfile de sombras: Fausto Moguel, Reyes Spíndola, Urbina, Ángel de Campo, Carlos Roumagnac, Carlos Díaz Dufoo, Carlos Alcalde, Gómez Ugarte. Ya no vi-ven. Cruza un relente de soledad en estas líneas. Al-calde, Urbina y Miguel Lerdo –trinidad–, un solo cora-zón. Los veía inseparables con tanto respeto. El vie-jecito me estimó mucho; varias veces me aconsejó. Gómez Ugarte me mostró sus secretos profesionales basados en la honestidad, como roca indestructible.

¡Mi vida reporteril! Que la cuenten otros. Sólo re-cuerdo que la primera noticia mía publicada en “El Imparcial”, fue la de la reapertura al culto de la Iglesia de San Juan de Dios, con estreno de un órgano musi-cal, regalo de Carmelita y reinstalación en el cuerpo de la testa del celestial, San Antonio “El Cabezón”, patrono de solteras. Eso de la cabeza de San An-tonio, tiene su historia que no es para contarla por ahora. Y desde esos días hasta los de hoy, cuentan, sin faltar uno, quince mil trescientos treinta días. 42 años, si la suma está bien hecha.

1910. Tras las fiestas monárquico – centenarias, Madero levantó su voz libertaria e izó su bandera. Sonaron los nombres de Serdán, Pascual Orozco, de Emiliano Zapata. Yo fui el primer corresponsal de guerra mexicano, que salió a campaña. Trotamundo épico, recorrí el país de parte a parte. Lo primero fue en Coahuila y después en Chihuahua. Como no nací

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valiente, sintetizo mi vida de compañero en un haz de zozobras y de sustos. Quedan escritas mis mar-ciales aventuras en “El Imparcial”, “El Demócrata” –de Rip Rip–, y “El Universal”. Mi última campaña fue la “Delahuertista”, al lado del presidente Obregón. Testimonio de aquella aventura, mi libro “Desde el tren amarillo” (Crónicas de guerra). He sido repor-tero, he sido cronista. Mi seudónimo “Jacobo Dale-vuelta”, nació en “El Demócrata” pero floreció en El Universal; de esto hace treinta años.

Conectado con mi afán reporteril tuve otro deseo: estudiar la Historia de mi Patria; estudiar la Estadís-tica. Hice, en forma desordenada, lo primero al lado de los Maestros don Luis González Obregón y don Nicolás Rangel. En realidad no fue un estudio; fue tan solo un mariposeo. Mas esa enseñanza narrativa no me satisfizo; mis inquietudes fueron otras. Buscar las estructuras económicas sociales del pasado; buscar las causas de la vida retrospectiva de nuestro pue-blo; llegar a la verdad por la ciencia.

Fui a la escuela para profesar en mi materia, em-pujado por los maestros Moisés Sáenz y César A. Ruiz, oaxaqueño. Me destinaron a la escuela secun-daria 4, en donde he pasado 19 años, en dos perio-dos. He tenido alumnos de todas las capacidades. Algunos han llegado, en el devenir, hasta muy altos puntos. Ahora mismo anda por allí uno que es Oficial mayor de una Secretaría; otro fue hasta hace poco tiempo, Subsecretario de otra.

Una vez me creí poeta y escribí unos versos. Re-sultado: renuncié a competir con el vate Ruíz Caba-ñas; le dejé, íntegra, su gloria.

Entre mis graves pecados capitales en el periodis-mo, confieso el de haber interesado a México y algo más, cuando fui panegirista del “Niño Fidencio”, el auténtico, el santón aquel de Espinazo, N. L., y quien ya murió.

Para el teatro escribí tres ensayos de teatro de masas: “El canto de la victoria”, “El Laborillo” y “Ho-menaje Racial o Guelaguetza”.

Casé con mi noble compañera doña María Ruíz Sandoval de Ramírez de Aguilar:; procreamos varios hijos; hoy acarician nuestras canas once nietos. Pu-bliqué varios libros y folletos monográficos. El último libro se llama “Cariño a Oaxaca – Escrito para vian-dantes”; el primer libro se llama “Oaxaca en sus his-

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torias y en sus leyendas” ¡siempre Oaxaca! Siempre en mi amor y en mi pensamiento. Un poeta me llamó “novio cordial de Oaxaca”. Pero, ¿Oaxaca querrá ser mi novia cordial?

Desde adolescente propendo, sobre todas las co-sas, a honrar a mi tierra, servir a mi tierra, amarla in-tensamente…

Pertenezco a varias sociedades científicas: el Ate-neo “Adalberto Carriedo” del Instituto de Oaxaca; al Ateneo de Ciencias y Artes de México; a la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística; a la Academia Mexicana de Geografía e Historia; soy fundador y miembro activo del Sindicato Nacional de Redacto-res de la Prensa y varias veces, su secretario general.

Ayuna de importancia mi vida, escribo estos apuntes invitado para hacerlo por mis compañeros de Puebla, iniciadores de ese inesperado y menos merecido homenaje al que se han adherido los com-pañeros oaxaqueños, mis paisanos, y que decliné.

Estoy en paz con mi espíritu. Deseo vivir en mí, dentro de mí, dentro de mi paz. Deseo vivir frente a una pantalla, pantalla para reflejar mis añoranzas; pero con el poder de borrar para siempre de mi re-cuerdo lo que me moleste y afianzar lo que me agra-de. Mi paz para mi tierra nativa, para mi hogar, para mi profesión, para mis compañeros. Mi paz inaltera-ble.

(1) Jacobo Dalevuelta dictó estas notas en octubre del año 1949, época en la que todavía vivía el sabio botánico don Cassiano Conzzatti. Y hemos respeta-do su texto por considerarlo de gran valía autobio-gráfica, tanto por la calidad de su contenido cuanto por la sinceridad con la cual fue escrito. “Cuadernos de Oaxaca”, se honra en dar a luz estos apuntamien-tos inéditos, encontrados al azar junto a un haz de bellas prosas que Jacobo guarda en el cajón íntimo de su mesa de trabajo. G. H. Z.

Cuadernos de OaxacaÓrgano de la asociación de ex alumnos

del Instituto de Oaxaca3º época. Num. 101

Septiembre de 1952. Pags. 19 -21

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ANECDOTARIO

PERIODISTA DE LEYEn los albores de la revolución mexicana, encabe-

zada por Madero, el gobierno federal envió al norte de la República una columna militar, para combatirla, al mando del Coronel Samuel García Cuellar, yendo con la misma como corresponsal de guerra del diario capitalino “El Imparcial” del que era director el señor licenciado don Fausto Moguel, el jovenzuelo oaxa-queño Fernando Ramírez de Aguilar, a quien en su tierra sus compañeros apodaran “El Machín”.

La batalla formal de esta fuerza militar, se libró en Casas Grandes, Chih., encarnizada, cruenta, dada la resistencia de los revolucionarios y sus temerarias acciones en la lucha para acabar con una era dicta-torial oprobiosa.

Llegó un momento en que el comandante en jefe, no contara con un oficial de órdenes, en vista de que todos habían muerto en la acción guerrera que se li-braba, siendo urgentísimo trasmitir ciertas instruccio-nes al ala izquierda de su frente de combate; entonces surgió un valiente, el joven corresponsal del periódico y ofreció al Coronel García Cuellar sus servicios, para que sus órdenes llegaran a su destino.

El jefe se rehusaba a aceptar los servicios del deci-dido muchacho, tanto por lo establecido al respecto por la Ordenanza General del Ejército, como por la co-misión de prensa que llevaba Ramírez de Aguilar, pero no encontrando en esos momentos a ningún oficial para que cumpliera con tal misión y por la inmediata atención de las necesidades de la refriega, se decidió a aceptar, bajo su responsabilidad, la voluntaria ofer-ta del novato reportero, dándole las órdenes que tenía que trasmitir al capitán que comandaba las fuerzas que habría de ejecutarlas para lograr el objetivo de mando.

Ramírez de Aguilar, presto, en su caballo, a toda carrera se dirigió al lugar de su destino.

Al observarlo los tiradores revolucionarios de van-guardia, lo tirotearon, habiendo hecho blanco uno de los proyectiles en su corcel, cayendo por tierra, por lo que el corresponsal y oficial de órdenes, siguió a pie, no se amilanó, salvando obstáculos y esquivando el fuego enemigo hasta que llegó al lugar en donde se encontraba la fuerza federal, haciendo conocer al ca-pitán las órdenes del comandante en jefe.

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Al cumplirse las estratégicas instrucciones, los re-volucionarios tuvieron que replegarse hasta salir fue-ra de la localidad, lográndose en tal forma un triunfo del ejército federal.

El hecho del intrépido joven periodista, corres-ponsal de prensa, por su valentía, fue comentado elogiosamente por los jefes y oficiales de la columna militar, máxime que el movimiento envolvente eje-cutado como resultado de las órdenes de que fuera conductor, fueron las que determinaron el triunfo de la acción librada en dicho combate por los atacantes desalojando a las huestes maderistas y tomando po-sesión de Casas Grandes.

Al rendir su parte el coronel García Cuéllar al Se-cretario de Guerra y Marina, hizo mención en forma relevante del corresponsal Ramírez de Aguilar, rela-tando a detalle su comportamiento, en el que de-mostró valor a toda prueba, sacrificio y abnegación.

Como consecuencia, por acuerdo presidencial, se concedió al expresado joven la “Cruz del valor y la abnegación”, excepcionalmente, ya que esta conde-coración únicamente se destinaba a los militares, la que le fue impuesta en el palacio nacional, con todos los honores correspondientes y asistencia de los Ge-nerales, Jefes y Oficiales de la guarnición de la ciudad de México, de cuya brillante ceremonia dieron amplia información los diarios capitalinos y de los Estados.

Nuestro paisano, al desaparecer su periódico, in-gresó y siguió como reportero de “El Universal” del que fue, hasta su muerte, jefe de información, usan-do el seudónimo de “Jacobo Dalevuelta”.

Su actividad periodística jamás decayó.No olvidando su hazaña de Casas Grandes, ni los

peligros que encerraba el ser corresponsal de guerra, ejercía esta tarea, la exigía para servir mejor a los lec-tores de su periódico, y así se le vio, ya con el Primer Jefe Carranza, con el General Obregón, en Ocotlán, Jalisco, o con el General Calles, siempre valiente, pre-senciando las acciones que habían de plasmarse en las columnas de “El Universal” con todo género de detalles en el campo de la guerra intestina.

Guillermo Rosas SolaeguiAnecdotario de Oaxaca

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UNA BROMA DE DALEVUELTA Con motivo de la conmemoración del Bicentena-

rio de la Independencia de México, en el 2010 fueron exhumados los restos de los próceres de la patria que se encontraban en la planta baja del Monumento a la Independencia,  con la intención de examinarlos  y corroborar las condiciones óptimas para su con-servación; con gran solemnidad fueron trasladadas las urnas al Museo de Historia Nacional ubicado en el Castillo de Chapultepec, con la finalidad de que ante notario público, los investigadores realizaran los trabajos correspondientes, y es justo durante este delicado proceso, cuando el nombre de Jacobo Dalevuelta vuelve a aparecer; pues al abrir la llama-da “urna libro” que contenía los huesos de brazos y piernas de Hidalgo, Allende, Jiménez y Aldama, es encontrada una tarjeta de presentación que pertene-ció a Jacobo Dalevuelta.

 Las preguntas obligadas en el 2010, ¿quién fue Ja-

cobo Dalevuelta? ¿cuál fue su relación con los restos mortales de los próceres de la independencia? ¿qué clase de broma –por cierto muy mexicana– era esa?

 La respuesta inicial estaba en la propia tarjeta,

se trataba de un cronista del periódico El Universal quien el 17 de septiembre publicó en este diario su trabajo titulado “Ante los restos de los héroes que nos dieron libertad, el Presidente de la República de-positó una ofrenda de gratitud a nombre del pueblo mexicano”; en esta nota Dalevuelta describe la visita del presidente Obregón a los restos de los próceres en la catedral metropolitana, en una época en la que la relación entre el gobierno y la iglesia era tensa y el ambiente político aún era inestable, lo que represen-taba una gran barrera para acceder a estas urnas, al menos que fuera un integrante de la iglesia católica; al respecto, el historiador Alejandro Rosas deduce que Dalevuelta pudo haber tenido un acceso privi-legiado a este lugar al formar parte de una comisión encargada de investigar si los restos óseos conte-nidos en las urnas fúnebres de los caudillos se en-contraban completos, y  se deduce que pudo haber

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dejado la tarjeta años antes de la visita del general Obregón que el mismo relata. Otra opinión sugiere que pudo haber dejado esta tarjeta en 1925, año en que el Presidente Plutarco Elías Calles ordenó el tras-lado de los restos a la columna del Monumento a la Independencia.

 Es importante considerar que en 1925 se susci-

tó una gran controversia en torno a la desaparición de los restos de Morelos que fue publicada con más aliento literario que evidencia histórica por Jacobo Dalevuelta a partir de los testimonios de Luis Gon-zález Obregón, quien afirmó la desaparición de los restos, pero no la probó; en su nota, Dalevuelta men-cionó a Juan Nepomuceno Almonte, hijo mayor de Morelos, como el principal responsable, a partir de los supuestos de don Luis González Obregón. Dale-vuelta lo publicó y le dio seguimiento, aunque poco pudo comprobarse; sin embargo, esa puede ser la razón de haber encontrado la tarjeta del periodista oaxaqueño en un lugar tan especial.

 El trabajo de Dalevuelta han tenido gran resonan-

cia en la prensa desde entonces ocupando el tiempo y las deducciones de otros periodistas; destacan las afirmaciones de Ernesto Lemoine, uno de los grandes estudiosos de Morelos quien en 1975 escribió tam-bién sobre estos restos que habrían sido arrojados al mar por Almonte cuando abandonó México a la caída de Maximiliano, que llega a ser coherente ante la nota escrita por Maximiliano en su “libro secreto”: “El carácter de Almonte es frío, avaro y vengativo”.

La última pregunta, queda en el aire y sujeta a las deducciones personales: el hallazgo de la tarjeta obedece a un mero olvido; a una estrategia para evi-dencia su trabajo de investigación o simplemente es una broma de esas que se  juegan  al destino tan sólo por el gusto de conjeturar en el futuro.

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Una muestra de su talentoLA CASA DE ESTUDIOS

Corazón y cerebro de la ciudad. Emoción genero-sa y pensamiento en altura. Desde su origen fue an-torcha de luz propia, de luz libertaria. El pensamiento liberal cristalizó allí cuando Fray Francisco Aparicio abrió sus puertas hace más de cien años urdiendo nido de águilas caudales frente a la puerta cerrada al pensamiento: el Seminario, refugio conservador y retrógrado. El Instituto fue sepultura de prejuicios ancestrales. La mentalidad joven de Oaxaca necesi-taba cielos despejados, aulas abiertas, aires puros, luz meridiana. Y uno de la Casa de Santo Domingo fundó la obra perdurable y de avance. La juventud estudiantil siempre vio el sol de frente y marchó em-penachada y airosa hacia el ideal de una vida mejor. Yo he amado a mi escuela y cuando joven, a su am-paro, nacieron mis esperanzas de conquista y triun-fo; y ahora, en la presenectud, me aliento al recor-darla. Escucho sus fanfarrias y siento la vida mejor. ¡vergüenza y oprobio para quienes hayan sido malos hijos de la más ilustre y amorosa madre intelectual de los oaxaqueños!

¿Nómina de próceres surgidos del Colegio? Lle-naría páginas brillantes, innúmeras. Pero ahí van los nombres de los antiguos y de los modernos, a granel, en desorden cronológico: José Juan Canseco, Miguel Méndez, Ignacio Mejía, Bernardino Carbajal, Manuel Ruiz, Marcos Pérez, Benito Juárez, (este nombre lle-na el paginario de la Historia de México), Ignacio Ma-riscal, Matías Romero, Manuel Dublán, Félix Romero, Porfirio Díaz, José Blas Santaella, Aurelio Valdivieso, Rafael Reyes Spíndola, Ramón Pardo, Adalberto Ca-rriedo, Manuel Brioso y Candiani, Francisco Hernán-dez, Eduardo Vasconcelos…

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Antaño, formó a un Benemérito de las Américas.Yo llegué al colegio al principiar el siglo, antes

de la restauración del edificio. Su director, el Maes-tro Valdivieso, fue el hombre más desinteresado y justiciero que yo recuerdo. Era alumno, director y benefactor de la Escuela. Ilustre y fuerte varón. Aus-tero dictador paternal. Lo temíamos, queriéndole. Aun regimentaba el Colegio una serie de reglas que imponían respeto a los maestros, amor a los libros. Era una casona colonial, un monumento de belle-za arquitectónica, de aspecto palaciego. Su primer patio un poco sombrío; sus corredores bajos, de amplitud. Al frente arrancaba la escalera. En el piso superior, sus pasadizos eran frescos. Por las noches –tal vez–, vagarían espíritus enfundados en sotanas episcopales en añorantes paseos dignificados por la quietud.

Bancas en los corredores para el descanso del alumnado. Transitar solemne de los maestros, quie-nes regaban su mirada al infinito por arriba de las cabezas greñudas e inquietas –cabezas locas–, de los adolescentes.

Por allí deambuló el insigne y malogrado Carrie-do, quien llevaba el espaldarazo profesional. Era mé-dico; pero más que nada fue un pájaro cantor del bosque oaxaqueño cuyo nido había colgado en un alero del viejo palacio episcopal.

Éramos furtivos fumadores. Presencia inesperada del Director. Jaquet que lucía como plomada de al-bañil; sombrero de seda que marcaba el surco sobre su frente amplia y serena, testa grande y expresiva. Patillas negras a la inglesa. Carrillos que reventaban en sangre. Voz enérgica rimada de ternura.

¡El Director!Apagar precipitado de cigarrillos, abrir de libros

al azar; falsas actitudes de estudiosos, por esa época la mujer hizo su entrada al Colegio.

Un pasillo estrecho, a la derecha, nos llevaba al jardín botánico experimental. Era también ruta de tránsito para el suplicio de los calabozos que nos pri-vaban por algunas horas de la dulce libertad, en los días ¡oh dolor! de las infortunadas sanciones.

Poco tiempo después se transformó el Instituto. Cambió desde sus fachadas. Ahora su interior es fas-cinante. El patio del jardín está distinto; embaldosa-do de verde y en lugar de honor se ve al monumen-

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to a los fundadores erigido con la herencia que dejó para tal objeto, el inolvidable Maestro Valdivieso.

Valdivieso fue un símbolo. Nunca lo amamos bas-tante.

Adulto ya, vi de cerca a otro Director, el Maes-tro Pardo, venerable anciano quien contrasta con la blancura nevada de su cabeza enjoyada en bucles, la potente juventud de su espíritu. El maestro Pardo representa la reforma idearia; es el introductor de las cosas nuevas en el espíritu del alumnado conterrá-neo.

Tenemos que visitar el Instituto, porque no po-dríamos amar bien a Oaxaca si no penetrásemos en ese nido de alegrías y de esperanzas, en donde desde la lejanía de los tiempos, se renueva el pen-samiento de la juventud. Allí, en el Colegio, queda la huella ejemplarizante del pasado; está la lozanía fecunda del presente y se abre el sendero plano y de amplitud hacia el porvenir mejor, rutilante, risueño, amoroso y viril de Oaxaca.

Jacobo DalevueltaCariño a Oaxaca

Pags. 79–84

LA CHINACA MARÍA

Vive dentro de un marco de barro color naranja–verde y una greca de cristales.

Cuando dejamos el último peldaño de la escaleri-lla de piedra del Santuario, peldaño cuyas grietas al-fombró el césped cenizo y empolvado, vemos al sos-layo la gallardía delicada del templo en perfil. Está como bonete que corona la calva postmadura de un canónigo lectoral.

Las once. Hay rayos de sombra formando escua-dra con las aceras. Y nosotros anhelantes de sol en la gran metrópoli vemos con reserva el radio acogedor de la vertical y la recta. Los nativos, por el contrario, pegan y raspan sus flancos sobre las paredes som-breadas. Seguimos nuestra vida al imperativo fatal de la hora. Oteamos al Sur y vamos al mercado (a la plaza) en busca de María, samaritana zapoteca que debe ser, cuando menos, pariente lejana de Donají.

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María la horchatera es antítesis espiritual de Fi-delita. María es una belleza en madurez; como una flor del campo –girasol– petaliabierta y soleada a la hora que se inclina con reverencia mística ante el sol que se hunde en el vésper misterioso. Pelo negro que abrillanta la “pomada de rosa”, cara redonda y more-na, mejillas relucientes. Lóbulos carnosos y redondos que soportan el peso de sendas arracadas de filigra-na de oro y perlas al engarce. Labios gruesos, hú-medos y frescos, como ribera de manantial; dientes blancos y manchas de oro que los profanan. Mentón sensual; fuerte cuello prisionero de hiladas de cora-les al rojo “xiotilla” y que parecen succionar la sangre de la China. Busto grande. Las pomas rebeldes se cu-bren con la blusa de percal decorada con encajes y bordados en orgía de arabescos.

Sus brazos, dos maravillas de la línea ébano tor-neado. María –frescura y limpieza–, canta con su risa de torrente y anima la vida con su pregón cantarino también.

“–¿De qué le sirvo? Horchata, tunate, xiotilla, chía con limón…”

No fuerza sus productos ni busca exóticas formas. Sus aguas sedantes son sencillas, como la propia María. Vive –repito–, dentro de un marco de arcilla roja y verde, grecada con cristales. La conocemos con el nombre universal de las mujeres: María, “La Horchatera” (frescura en el remoquete que rubrica el nombre de pila). Es la heredera de la chinaquería regional. Chinas oaxaqueñas, abolengo genuino de la gleba! ¡chinacas que viven en la periferia florida de la ciudad! Cada una es cuenta de oro de un rosario de leyendas.

María llega a su sitial desde temprano. Lava y vuelve a lavar sus ollas brillantes y redondas como naranjas o como limas dulces de Huayapan. Las ollas transportan exhudantes, abrillantadas como el negro de “pipe” de los ojos de la Samaritana callista, “barro de fe” que anima el espíritu de una raza mayor.

¡Horchata de almendra! ¿Horchata de pepita de melón! Jarabe de azúcar bruna; pedazos de nuez mondada, triángulos de piña más dulce que la miel de panal; tunas del cactus; xiotillas agrias y cásca-ras de limón tierno rayado, son los ingredientes. Lo demás lo resuelve la magia y el misterio de la refres-quera, quien tiene el gusto quintaesenciado y en las

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manos, la exactitud de un boticario para poner los “tantos”.

¡Lo que son las injusticias! Enrique Othón Díaz, no escribió un poema a esa horchatera; ni tampo-co lo hizo Alberto Vargas, ni Juan G. Vasconcelos. Y Mondragón, “el indio bronceado y fuerte” no dejó una melodía vernácula a su gran colaboradora en el arte patrio chico. Yo la presento en estas líneas: in-dia –joya racial–, cantarina exquisita en su risa y en el reclamo de sus frases graciosas; frescura de som-bra y humedad odorada de azucena; su vanidad son sus horchatas. Antítesis de Fidelita “alumbradora” de viandantes húmedos.

Síntesis: María, chinaca de Oaxaca, hermana muy amorosa de las hortelanas de la Trinidad.

María: sinfonía de risa; alquimista de néctares; em-brujo trigueño: te dejo en tu retablo que ornamenta-ría con el color de la manzana; con el verde oscuro de los laureles de “El Llano”; con algo de azul de San Felipe del Agua; con tonos pálidos de las canteras de Ixcotel; con el amarillo suave del “Manto de Oro” y con los colores de la decoración estupenda del Con-vento de Tlacochahuaya.

María: te dejo en tu retablo, reina del Tianguis.

Jacobo DalevueltaCariño a Oaxaca

Pags. 61 -65