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Thémata. Revista de Filosofía. Número 41. 2009 611 Fernando García-Cano Lizcano, Razón pública y razón práctica. Una convergencia necesaria (Valencia, Edicep, 2008). Se trata de una propuesta intelectual sólida, original, bien articulada conceptualmente. Se aprecia que el autor ha acudido a la bibliografía más sustantiva en esta discu- sión, y entra desde el principio en el nervio del asunto, realmente muy vivo. El lenguaje es claro y el libro está muy bien escrito. Plantea un proyecto que está bien descrito en el subtítulo: una convergencia necesaria (entre la razón pública y la razón práctica). El acceso de la razón práctica al espacio público es un tema que se ha planteado y formulado en la modernidad, sobre todo en esos dos epígonos del kantismo que son Rawls y Habermas, pero no es nuevo. Es el viejo ideal de la vida pública tanto como lo veían los griegos. Para ellos la ética, la política y la economía son facetas de la misma realidad. Hoy en día esto parece chocante. Aristóteles piensa que son distin- tos ámbitos de la misma vida humana la relación que cada uno mantiene consigo mismo (ética), la que mantiene con sus familiares (economía) y con sus convecinos (político). Son escenarios distintos, pero el protagonista que actúa en cada uno de ellos es la misma persona. En consecuencia, no es posible que quien es incapaz de gobernar bien su propia vida pueda sacar adelante el gobierno doméstico, y menos aún que pueda ejercer las magistraturas públicas cuando le corresponda hacerlo. Lógicamente, hay protocolos de actuación distintos en cada ámbito: uno no tiene los mismos deberes como padre de sus hijos, o como hijo de sus padres, como colega, vecino, jefe o empleado: son distintos los “roles” asociados a cada una de esas situaciones de la vida. Pero la persona no es una percha neutra en la que se van colgando roles sucesivos, alternativos o incluso contradictorios. Hay una unidad en la vida de toda persona: es el mismo sujeto el que actúa en cada caso. Y las vir- tudes, las capacitaciones prácticas para ejercer bien como persona en cada uno de esos escenarios, tienen una coherencia esencial entre ellas. En los héroes de las epopeyas homéricas encontramos figuras prototípicas: personajes que viven de cara al pueblo (coram populo): es preciso vivir de modo que pueda uno perpetuar su memoria (fama), que mi vida sea ejemplar para mis conciudadanos. El héroe trágico es algo distinto: no será comprendido por sus con- temporáneos, pero vive y actúa con la espe- ranza de que una vez muerto –eso es lo trágico– se le reconocerá, se entenderá su gesto y su gesta. En el fondo, nadie vive sólo para sí mismo. Aristóteles habla de la inti- midad, pero no puede concebirla como algo radicalmente separado de la publicidad, o con una lógica esencialmente distinta de ella. La historia ha corrido. Pocas cosas perma- necen como estaban después de Kant en el pensamiento europeo. Y en el terreno del pensamiento práctico, quizá una de las representaciones más prototípicas de la modernidad es la fractura casi radical entre estos ethoi en los que se desempeña la vida humana. En la última parte del libro, Garc- ía-Cano explica bien que no cabe una diso- ciación fundamental entre lo público y lo privado. Aristóteles pensaba –y es un tema muy moderno, que Habermas ha pensado tam- bién a fondo– que la actividad política esen- cial es la conversación. Aún continúa entre nosotros la representación de que el templo de una democracia es un lugar donde se habla y se discute: un parlamento, que en este sentido vendría a emular al foro roma- no o al ágora ateniense. El mundo griego estaba fundamentalmente diseñado para esa actividad. Los pueblos vecinos conside- raban a los griegos como gente ingenua: lo que les interesaba era la vida contemplati- va. No tenían la preocupación de resolver embarazos empíricos, o no les preocupaba la guerra, como a sus vecinos de Esparta. Lo que les preocupaba era contemplar, conver- sar y discutir. Y el ágora era un sitio pensa- do para pasar mucho tiempo charlando y discutiendo con los amigos. La amistad política es una de las categorías esenciales

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Thémata. Revista de Filosofía. Número 41. 2009 611

Fernando García-Cano Lizcano, Razón pública y razón práctica. Una convergencia necesaria (Valencia, Edicep, 2008).

Se trata de una propuesta intelectual sólida, original, bien articulada conceptualmente. Se aprecia que el autor ha acudido a la bibliografía más sustantiva en esta discu-sión, y entra desde el principio en el nervio del asunto, realmente muy vivo. El lenguaje es claro y el libro está muy bien escrito. Plantea un proyecto que está bien descrito en el subtítulo: una convergencia necesaria (entre la razón pública y la razón práctica).

El acceso de la razón práctica al espacio público es un tema que se ha planteado y formulado en la modernidad, sobre todo en esos dos epígonos del kantismo que son Rawls y Habermas, pero no es nuevo. Es el viejo ideal de la vida pública tanto como lo veían los griegos. Para ellos la ética, la política y la economía son facetas de la misma realidad. Hoy en día esto parece chocante. Aristóteles piensa que son distin-tos ámbitos de la misma vida humana la relación que cada uno mantiene consigo mismo (ética), la que mantiene con sus familiares (economía) y con sus convecinos (político). Son escenarios distintos, pero el protagonista que actúa en cada uno de ellos es la misma persona. En consecuencia, no es posible que quien es incapaz de gobernar bien su propia vida pueda sacar adelante el gobierno doméstico, y menos aún que pueda ejercer las magistraturas públicas cuando le corresponda hacerlo. Lógicamente, hay protocolos de actuación distintos en cada ámbito: uno no tiene los mismos deberes como padre de sus hijos, o como hijo de sus padres, como colega, vecino, jefe o empleado: son distintos los “roles” asociados a cada una de esas situaciones de la vida. Pero la persona no es una percha neutra en la que se van colgando roles sucesivos, alternativos o incluso contradictorios. Hay una unidad en la vida de toda persona: es el mismo sujeto el que actúa en cada caso. Y las vir-tudes, las capacitaciones prácticas para ejercer bien como persona en cada uno de esos escenarios, tienen una coherencia

esencial entre ellas. En los héroes de las epopeyas homéricas encontramos figuras prototípicas: personajes que viven de cara al pueblo (coram populo): es preciso vivir de modo que pueda uno perpetuar su memoria (fama), que mi vida sea ejemplar para mis conciudadanos. El héroe trágico es algo distinto: no será comprendido por sus con-temporáneos, pero vive y actúa con la espe-ranza de que una vez muerto –eso es lo trágico– se le reconocerá, se entenderá su gesto y su gesta. En el fondo, nadie vive sólo para sí mismo. Aristóteles habla de la inti-midad, pero no puede concebirla como algo radicalmente separado de la publicidad, o con una lógica esencialmente distinta de ella.

La historia ha corrido. Pocas cosas perma-necen como estaban después de Kant en el pensamiento europeo. Y en el terreno del pensamiento práctico, quizá una de las representaciones más prototípicas de la modernidad es la fractura casi radical entre estos ethoi en los que se desempeña la vida humana. En la última parte del libro, Garc-ía-Cano explica bien que no cabe una diso-ciación fundamental entre lo público y lo privado.

Aristóteles pensaba –y es un tema muy moderno, que Habermas ha pensado tam-bién a fondo– que la actividad política esen-cial es la conversación. Aún continúa entre nosotros la representación de que el templo de una democracia es un lugar donde se habla y se discute: un parlamento, que en este sentido vendría a emular al foro roma-no o al ágora ateniense. El mundo griego estaba fundamentalmente diseñado para esa actividad. Los pueblos vecinos conside-raban a los griegos como gente ingenua: lo que les interesaba era la vida contemplati-va. No tenían la preocupación de resolver embarazos empíricos, o no les preocupaba la guerra, como a sus vecinos de Esparta. Lo que les preocupaba era contemplar, conver-sar y discutir. Y el ágora era un sitio pensa-do para pasar mucho tiempo charlando y discutiendo con los amigos. La amistad política es una de las categorías esenciales

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612 Thémata. Revista de Filosofía. Número 41. 2009 del pensamiento práctico de Aristóteles. “Animal político” y homo loquens son dos expresiones convergentes, casi sinónimas para él. La convivencia humana no estriba en el hecho físico de que pacemos en el mismo lugar, sino en que tenemos temas de conversación por los que nos interesamos dialógicamente. ¿Cuáles? Lo bello, lo bueno, lo verdadero, lo justo y sus contrarios. En el compartir y el contrastar nuestros puntos de vista sobre esos temas que nutren la conversación esencial de la humanidad, en eso estriba la casa y la ciudad, dice el esta-girita, ie., la convivencia y la socialidad propiamente dicha.

Habermas ha meditado en serio sobre la cuestión del diálogo y sobre las actitudes que están implícitas en la praxis dialógica, éticamente muy exigente. Entre ellas cabe destacar dos: 1) escuchar, algo cada vez más meritorio en el gallinero global, en el que suenan tantas cosas que prestar atención a alguien supone un esfuerzo cada vez más meritorio; 2) quien dialoga expone su punto de vista en el doble sentido de la expresión: no sólo lo expresa, sino que lo arriesga a la eventual mejor justificación del contrario. Por tanto, lo hace con la actitud en principio de relativizarlo.

Mas hay una diferencia entre el diálogo tal como lo entendían los griegos y el diálogo en el mundo postkantiano. Y es que –este es el punto fundamental de la reflexión que en mí ha suscitado este libro– el diálogo sobre todo es posible gracias al logos semantikós, la palabra significativa, mientras que el diálogo en el terreno de la razón pública que García-Cano llama “estandarizada” tiene sobre como objetivo principal no tanto en-tender la realidad –significarla– sino sobre todo entendernos entre nosotros. Me parece que es este el punto de inflexión entre la razón pública y la razón práctica. Nietzsche decía que la verdad es un conjunto de men-tiras consistentes, que todos acordamos afirmar y creernos, y que una vez hemos matado a Dios, ya no tiene sentido pregun-tar por la verdad, sino con qué mentiras podemos vivir mejor. Si no podemos enten-der nada –y tan sólo Dios es la garantía de la inteligibilidad del mundo– entonces

tampoco podremos entendernos entre noso-tros nada más que para repartirnos el poder (o para despedazarnos por él). Dicho a la inversa: podemos entendernos entre noso-tros –puede haber comunicación en el senti-do pragmático– no sólo porque hablamos el mismo lenguaje, sino porque hablamos de lo mismo, es decir, sobre la base de que enten-demos algo. Como dijo Saint-Exupéry, dos personas no se entienden porque se miren mutuamente sino porque miran ambas en la misma dirección.

La dificultad para tender el puente entre ambas razones, creo, es la pervivencia aún de la crítica kantiana de la razón, que es muy radical. Desde mi punto de vista, esto es lo que hace más difícil la convergencia que plantea este libro. Desde Kant son muchos los que piensan que la realidad es incognoscible. (Otra cosa es cómo viven, pues es imposible vivir una vida humana de acuerdo con ese pensamiento). En ese su-puesto, la razón no sirve para conocer sino para dominar la naturaleza (no ser esclavo de ella, sino convertirla a ella en esclava de nuestra libertad) y para organizar la vida, tanto personal como social. Pero en ese supuesto la razón práctica ya no sería tal, pues la praxis es inteligente o no es. La razón práctica no puede dejar de preguntar-se por la verdad, concretamente por uno de los aspectos de ésta, que es el bien práctico (la verdad que está por hacer).

Por otro lado, lo que Kant llama sujeto trascendental (Ich denke überhaupt) es un yo que no somos ninguno de nosotros. Tam-poco algo parecido a una naturaleza huma-na, pues eso sería algo metafísico, y para Kant y todo el que acepte sus supuestos teóricos, la razón metafísica es puramente dialéctica, a saber, una razón condenada a dialogar consigo misma, monológica, pero que no puede confrontarse con la realidad. Sólo cabe que nos manejemos en ella, y que la controlemos, pero sin entenderla.

Los epígonos kantianos –entre los que in-cluiría, respecto a esta discusión, a Norberto Bobbio, aunque éste más bien desde la Teoría del Derecho– han articulado con

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Thémata. Revista de Filosofía. Número 41. 2009 613 gran precisión el concepto de consenso democrático, que sería la traducción política de lo que Kant llamaba sujeto trascendental y lo que en la Teoría política postkantiana se entiende como razón pública. Ahora bien, esa razón pública, en la medida en que queda desconectada de las razones razona-bles, “empíricas” –la mía, la tuya... razones con rostro, que son las que pueden dialogar amigablemente, como hacían los griegos en el ágora– acaba produciendo una peculiar esquizofrenia: yo sigo siendo un sujeto empírico, que piensa, siente y vive en su contexto y desde su situación, pero si quiero acceder a lo público entonces he de asumir la perspectiva de lo general, olvidarme de quién soy y asumir el criterio de la univer-salizabilidad, dicho kantianamente, o, según Rawls, ponerme el velo de la ignoran-cia, es decir, razonar desde ningún punto de vista: from nowhere. (El propio Rawls, ante las observaciones de los llamados comunita-ristas, rectificó en este aspecto).

Acceder a la “publicidad razonante” es acceder a un espacio de diálogo en el que, por decirlo así, dialogan estructuras, menta-lidades, valores que se confrontan y entran en conflicto,... pero nunca personas. Mejor dicho, seamos claros: sí, pero son dos o tres, a saber, las que detentan el poder mediáti-co, y, por cierto, los de siempre. En ese “diálogo” está todo dicho desde el principio: ya se sabe en qué acaban los consensos. Las resoluciones no las toman las personas sino los protocolos de lo políticamente correcto.

Por supuesto sigue habiendo diálogo real, pero no eso que llaman el diálogo público, o social, sino el que se tiene entre personas reales en el seno de la familia, la empresa, la ONG, la comunidad parroquial, etc. El problema es que hay una fractura casi absoluta entre esos entornos dialógicos reales, en los que dialogan personas, y eso que la teoría ética, política y jurídica, kan-tiana y postkantiana llama diálogo público. Tal fractura la ha denunciado el propio Habermas, y creo que aún con mayor luci-dez Alejandro Llano.

No puedo negar que la convergencia de la

que habla García-Cano en este libro tenga alguna posibilidad. Pero hemos de superar una dificultad que Habermas no supera: la razón tomada en serio es una razón capaz de verdad. Y el diálogo es serio cuando es búsqueda interactiva de la verdad (a menu-do, de la verdadera solución a un problema práctico). O dicho negativamente: si la verdad no existe, o, en caso de que exista, es imposible conocerla, ¿para qué dialogar, para qué discutir? Quienes están en el stablishment pueden pensar que hay que dar una imagen dialogante. Pero si se parte de un supuesto escéptico, o relativista, entonces ya se sabe cómo va a discurrir y cómo va a acabar ese diálogo: aplicando la ley del embudo (todas las propuestas que discrepen de la hegemónica, al cesto, aun-que se haga la pose de reunirse con todos los interlocutores y de hacerse la foto de fami-lia. Si no hay verdad, o no cabe conocerla, la razón no es cognoscitiva, sino sólo instru-mento ideológico de poder, y entonces se entiende lo que dice Ratzinger acerca de la dictadura del relativismo.

Mientras no volvamos a creer en la razón como capaz de verdad, esa convergencia es francamente difícil, por no decir imposible. Lo curioso es que hoy son los papas católicos casi los únicos que creen realmente en la razón. Kant se daría un buen susto si lo viera. A los católicos europeos hoy está de moda exigirles, desde el dominio público, que pidan disculpas porque creen que algo es verdad. Desde ese dominio parece que cualquier convicción, mucho más si es mo-noteísta, es un peligro público, y quien la sostiene se hace inmediatamente sospechoso de talibanismo, patriarcalismo, machismo, homofobia y todo tipo de cosas feas. En un ejercicio tragicómico de confusión entre el tocino y la velocidad, aún sigue siendo un recurso eficaz para taparles la boca a los cristianos el espantajo de la teocracia, y algunos continúan practicando el deporte de disparar contra muertos que hieden desde hace siglos. Pero cualquiera que está con-vencido de que algo es verdad –sea lo que sea– sabe perfectamente que si eso es ver-dad no es porque lo diga él, sino además y a pesar de ello. Aún más: seguiría siendo verdad si él dijera lo contrario. Por tanto,

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614 Thémata. Revista de Filosofía. Número 41. 2009 eso no es su verdad. Si la verdad fuese algo tan posesivamente mío que a nadie más perteneciera, poco sentido tendría compar-tirla dialógicamente. Habermas, que no es ningún incauto, algo de esto ha notado. Y esta impresión le ha abierto de una forma extraordinariamente interesante a escuchar la propuesta de la antropología cristiana. (En un gesto que le honra, aunque algo tardío, todo hay que decirlo, recientemente ha reconocido incluso hasta qué punto es deudora la actual teoría de los Derechos Humanos de la teología cristiana. Se trata sin duda de un síntoma de que la conver-gencia de la que habla el autor no es algo imposible.

José María Barrio Maestre

* * *

José Luis Fernández Rodríguez, El Dios de los filósofos modernos, Pamplona, Eunsa, 273 págs. Este libro constituye un estudio riguroso del pensamiento sobre Dios – sobre su exis-tencia y su naturaleza-- de los autores más relevantes del racionalismo francés y del empirismo inglés, a saber, Descartes, Male-branche, Spinoza, Locke, Berkeley y Hume. El profesor J.L.Fernández ha venido cen-trando su interés durante estos últimos años en el concepto de Dios de los filósofos mencionados. Fruto de esta investigación son las monografías ya publicadas que son recogidas en parte en el presente libro. Este se estructura en seis capítulos con sus correspondientes apartados, encabezados bajo un mismo título, Dios, en los que se ofrece todo un despliegue de los diversos argumentos invocados por cada uno de estos autores para dar respuesta a la que para ellos es la cuestión central de la filosofía. La exposición detallada que el autor de este estudio nos ofrece de los argumentos y pruebas presentados por estos pensadores para justificar su respuesta a la pregunta sobre Dios, permite advertir no solo la di-versidad de posiciones sino también la oposición que entre ellos se pone de mani-fiesto, de modo particularmente notable en la referencia a las pruebas a priori o a

posteriori sobre la existencia de Dios. No pretendo desarrollar aquí, como es obvio, el complejo contenido de las pruebas y con-trapruebas ofrecidas por estos filósofos sobre un tema de tanta densidad conceptual como es el referido a Dios Me limitaré a apuntar algo sobre el enunciado de las cuestiones abordadas en los correspondien-tes capítulos. El primer capítulo, dedicado a Descartes, expone cómo aparece Dios en la filosofía, según este autor, a través de la prueba por la presencia de la idea de Dios en mí y de la prueba por el yo que tiene la idea de Dios. Especial interés tiene la tan conocida prue-ba ontológica cartesiana así como lo referen-te a la infinitud divina, a la veracidad divi-na y sus consecuencias. También merecen particular atención por su influencia en el pensamiento posterior las tesis de Descartes sobre Dios como causa de las verdades eternas, que no tienen otro fundamento que la absoluta libertad de la voluntad divina, y su concepto de Dios como causa sui. El más puro voluntarismo parece darse la mano con el más riguroso racionalismo. En el segundo capítulo se expone el pensa-miento de Malebranche sobre Dios. Se desarrolla en seis apartados, a saber, la prueba ontológica, la prueba por los efectos, la prueba por las verdades eternas, la infi-nitud, la creación: Dios creador y el mundo creado: Dios, causa única. Cabe destacar las matizaciones que Male-branche introduce en la prueba ontológica – a priori—cartesiana y la necesidad de com-plementarla con la prueba a posteriori por los efectos. Otro punto de interés crítico es la tesis del ocasionalismo propuesta por Malebranche, con las dificultades que esta tesis plantea por cuanto está estrechamente ligada a la mantenida por este autor sobre Dios creador entendido como causa única en clara co-nexión con la negación de todo tipo de cau-salidad en las criaturas. El capítulo tercero tiene como objeto de estudio el pensamiento de Spinoza sobre Dios al que entiende como sustancia absolu-tamente infinita, que consta de infinitos atributos y en el que todo está marcado por la necesidad. Dios existe necesariamente como también necesariamente existen las criaturas.

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Thémata. Revista de Filosofía. Número 41. 2009 615 No hay lugar en la concepción spinoziana para la libertad en sentido estricto; a lo sumo un peculiar concepto de libertad iden-tificada con la ausencia de coacción, con la consiguiente identificación de la libertad de los agentes intelectuales con la espontanei-dad natural de los agentes naturales. Tampoco queda espacio en el pensamiento de este autor para el concepto de Creación, y menos aún para el de religión revelada. J. L. Fernández aborda todas estas cuestio-nes con la objetividad que caracteriza toda su investigación, que permitirá al lector percibir por sí mismo las dificultades que entraña la compleja doctrina spinoziana. La exposición del pensamiento de Locke, a la que se dedica el capítulo cuarto, se desa-rrolla en dos apartados. A saber, la idea de Dios, que no es innata sino adquirida, y la existencia de Dios como tarea de la razón. En mi opinión cabe señalar aquí que, con independencia de las observaciones que puedan hacerse a estas tesis, son particu-larmente claras en contraste con las enma-rañadas tesis de los autores anteriormente estudiados. Por lo que se refiere a Berkeley, al que se dedica el capítulo quinto, hace observar el Profesor Fernández cómo uno de los objeti-vos de la filosofía del autor de la famosa tesis “ esse est percipi” es la consideración de Dios, pero no aislada de su teoría del cono-cimiento, pues depende inmediatamente de su doctrina de la percepción. Desde esta doctrina de la percepción Berke-ley niega el valor de las pruebas a priori que arrancan de la idea de Dios, como también las pruebas a posteriori que suponen la existencia de las sustancias materiales al margen del sujeto que las percibe. Se requiere, pues, según Berkeley, un nuevo tipo de pruebas a posteriori fundadas principalmente en la pasividad de las ideas, así como en la continuidad de las ideas, en el movimiento y en el lenguaje visual. A cada una de estas pruebas se presta la debida atención en este capítulo. La presente investigación se cierra con el capítulo sexto, dedicado al pensamiento de Hume sobre Dios. En notoria contradicción con los filósofos anteriormente estudiados que dan muestras de su esfuerzo en pro de la racionalidad de la existencia de Dios, Hume dedica muchas

de sus páginas al tema de la religión. No precisamente para defender su racionali-dad, sino para atacarla en sus fundamentos. J.L. Fernández menciona a este propósito su Tratado sobre la naturaleza humana, que, como es sabido, termina admitiendo como proposiciones significativas únicamen-te las proposiciones formales de la lógica y de la matemática, y las proposiciones de hechos empíricamente verificables, con el consiguiente rechazo de todo lo pertenecien-te al ámbito de la metafísica, como es, entre otros temas, el concepto de causa. También hace mención del Ensayo sobre el entendimiento humano, que contiene una sección en contra de los milagros y de las profecías, así como su Historia natural de la religión y sus Diálogos sobre la religión natural, que aparecieron después de su muerte, en los que se pretende dejar fuera de combate la divinidad. Pero es sobre todo a la crítica de Hume a las pruebas de la existencia de Dios, y, en espe-cial, al argumento del orden, a la que se presta una completa atención en este último capítulo. Nos encontramos ante un trabajo que añade a sus indiscutibles méritos de investigación rigurosa el reunir en un solo volumen el pensamiento disperso de estos filósofos modernos, que contribuirá ciertamente a potenciar el interés de la filosofía actual en un tema tan central en la filosofía de todos los tiempos.

Modesto Santos Camacho

* * *

Javier Hernández-Pacheco, El duelo de Atenea. Reflexiones sobre guerra, mili-cia y humanismo. Ed. Encuentro. Ma-drid, 2008. 192 páginas. 23 x 15. Rústi-ca. El libro recoge un importante conjunto de reflexiones sobre la función del ejército como garante de la libertad de las naciones. Es un libro que debía ser escrito puesto que en el panorama actual existe una fuerte confusión sobre la finalidad y la importancia de dicha institución. En España se la suele

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616 Thémata. Revista de Filosofía. Número 41. 2009 prácticamente ningunear en los presupues-tos y sólo aparece y se la justifica en tanto que organización humanitaria. El libro pone en crisis en su tesis principal que la libertad sea algo que ya tengamos ganado para siempre y que, en consecuencia, podamos prescindir de la defensa de un sistema de gobierno que ha costado muchos miles de años conseguir y a costa de las vidas de muchos de nuestros antepasados. Contiene una gran cantidad de referencias históricas que iluminan la argumentación y un intere-sante aparato crítico que muestra el camino que ha seguido en su investigación. La obra está estructurada en una introducción y cinco capítulos de los que paso, a continua-ción, a dar cuenta de su contenido. Cuenta además con una extensa bibliografía final. La palabra militar proviene del latín miles. Y, originariamente, el miles era el ciudada-no que toma las armas en defensa de la justicia y de las libertades públicas. Es un ciudadano que tiene conciencia de que es el derecho el que garantiza su vida civilizada frente a la barbarie y cuando ve su sistema amenazado tiene como virtud ofrecer la vida para salvaguardar el sistema que le ha garantizado una vida digna a través de la libertad. Lo que está ocurriendo hoy en día con el ejército no responde a su situación original de defensa de la libertad que hacían los hombres libres, sino que la conciencia que se tiene de él lo ha convertido en una institución inútil válida solo en tanto que puede servir para proporcionar ayuda humanitaria y siempre y cuando su presen-cia no quite excesivo dinero del presupuesto porque hay que dedicarlo a otros fines más importantes. A esa situación Pacheco la califica de “cortocircuito conceptual” de la sociedad civil con respecto a la función de los ejércitos. Ese cortocircuito se muestra en que en amplios sectores de la sociedad sostener un ejército competente se identifica sin más con belicismo o militarismo ya que la ideología al uso es la de un pacifismo que lo ve como algo absolutamente inútil y, por tanto, como una institución que debe ser superada. Si fuera verdad que la libertad no estuviera amenazada, ciertamente el ejérci-to estaría de más. Eso lo reconoce Pacheco en la página 85: “En la medida en que haya espacios abiertos de libertad, la no violencia

es la única vía de reivindicación moralmen-te asumible, tanto en el orden civil interno como en el del concierto (o desconcierto) de las naciones”. Pero su tesis es que tener la libertad ganada no corresponde a una situa-ción natural del hombre ya que más bien lo que en él aparece es la guerra de todos contra todos, “situación de la que ardua-mente vamos saliendo a costa de civilización y a la que revertiríamos si olvidásemos que la civitas, como ámbito de (relativa) armon-ía, es un espacio delimitado por una volun-tad de defensa, por un muro en tiempos antiguos, frente a las amenazas a las que siempre está sometida esa convivencia ciudadana por las fuerzas extrañas, que los griegos llamaban de barbarie” (pág. 40). Precisamente por ello la reflexión que hace sobre el ejército es en su raíz filosofía políti-ca y no una apología de la agresividad. En el capítulo segundo se realiza una an-tropología del soldado en la que en primer lugar se trata de la valentía como su virtud clásica. Desde antiguo se ha considerado así y aquí se la estudia como aquella virtud propia del ciudadano que le lleva a resistir-se a la agresión de la que es objeto. Esa situación cobra más importancia cuando lo que se está jugando es el mismo ámbito de libertad en el que se mueve el ciudadano, lo cual justifica –es una de las tesis principales del autor- que se arriesgue la vida en su defensa. En este lugar se realiza un intere-sante análisis, que tiene su fondo en la dialéctica del señor y del esclavo, según el cual aquel que es capaz de asumir la muerte en la defensa de su libertad es el que se convierte en auténtico señor, es decir, es el que es auténticamente libre. En este sentido se hace una distinción entre una sociedad que renuncia a toda agresión pero que vigila sus libertades y una sociedad pacifista: “Por lo mismo que una sociedad justa renuncia toda agresión, una comunidad pacifista y sin voluntad de defensa demuestra en su cobardía que nada valen para ella esas libertades, por las que siempre vale la pena morir. El pacifismo, por lo mismo que es cobarde, socava los cimientos de la libre convivencia, de toda convivencia” (págs. 66-67). La sociedad política es un ideal de libertades que debe recoger y honrar la memoria de todos aquellos que lucharon por

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Thémata. Revista de Filosofía. Número 41. 2009 617 la ganancia en libertad y, de hecho, parte de la actividad del ejército consiste en realizar la liturgia de honra a los caídos y de mante-ner viva su memoria como ejemplo para las generaciones presentes. El capítulo tercero está dedicado a las vir-tudes y vicios castrenses. La idea que lo recorre es que hoy en día la misión del ejército es estar preparado para defender a la nación de posibles agresiones. En la medida en que la agresión es una posibili-dad cada vez más lejana uno de los peligros mayores en el ejército es el aburrimiento. Ciertamente son las misiones humanitarias las que hacen que esa preparación tenga una eficacia más allá del juego, pero el ejército no es sólo eso. Así como la vida en el ejército comporta virtudes como la discipli-na, la obediencia y un amplio sentido del honor, sin embargo la sensación de estar siempre jugando a la defensa puede bajar la moral sino existe una conciencia fuerte de la misión y hace caer al soldado en el alcohol, el juego y en un excesivo galanteo que puede llevar a jugar con la vida de sus conquistas. Se hacen en el capítulo interesantísimas justificaciones sobre las virtudes del honor y la obediencia que tienen consecuencias importantes, por ejemplo, la caracterización que hace Pacheco de la obediencia hace, así se afirma en la página 107, que no se pueda admitir la justificación de crímenes milita-res atendiendo a una supuesta “obediencia debida”. El capítulo cuarto trata del militarísimo concepto de patriotismo. Ciertamente que en España, debido a circunstancias trágicas, es un concepto que entraña malos recuerdos y que por tanto se comprende poco. Pero en otras tradiciones ajenas a nuestra historia nacional reciente el patriotismo adquiere una gran fuerza y está unido a los colores de una bandera o a la música de un himno. La noción de patria está unida a la tierra donde se vive y su defensa se vuelve fundamental por varios motivos: la tierra que ocupamos es la que nos da trabajo y alimentos, es aquella que acoge nuestro hogar y en la que se formó la cultura y es, por último, aquella donde reposan nuestros antepasados y donde reposaremos nosotros, lo cual le confiere un importante sentido sagrado.

Todo ello convierte a la tierra en raíz con la que nos identificamos y que permite el crecimiento del sistema cultural. El com-promiso de defensa de ese bien raíz es el patriotismo. El capítulo quinto trata de una cuestión que a primera vista pudiera resultar conflictiva, pero Pacheco la trata con tal delicadeza y midiendo tanto su punto de vista que hace que se lea con gusto y se reflexione inten-samente sin excesivo apasionamiento. Se titula ¿Progresismo castrense? Su intención es analizar cómo si, de hecho, la izquierda se ha manifestado revolucionariamente combativa y se ha apoyado en el ejército para obtener sus fines, ha derivado al paci-fismo de la izquierda actual. La razón prin-cipal, entre otras que aporta Pacheco, tiene que ver con la revolución del 68 y con lo que Marcuse llamó el final de la utopía. Pensar que el camino que lleva la sociedad no es otro que el de una toma de poder que se convierte en el fin de la sociedad misma, lleva a un desencanto que hace que los esfuerzos de la izquierda se vuelvan hacia la marginalidad y sea incapaz de ofrecer un modelo utópico plausible frente al camino que está recorriendo la sociedad hoy en día. Lo que podríamos llamar una izquierda fuerte queda recluida en ámbitos sociales muy estrechos de los que hoy por hoy tiene pocas posibilidades de salir. Pero esa iz-quierda radical despierta numerosas sim-patías que tienen una importante resonan-cia en cómo se considera al ejército. La necesidad urgente de justicia social ya, hace que no se vea con buenos ojos el gasto en cazas o en carros de combate y hace que se pierda de vista que el sistema que puede permitir la realización de la justicia social es una conquista de la libertad que cierta-mente es frágil. La revitalización que hace Pacheco del concepto de utopía es importan-te para una sociedad que debe cambiar su desencanto por un proyecto de futuro que no sólo se agota en cada estado particular sino que debe englobar a la humanidad en su conjunto. Dice por ejemplo en la página 183: “Las patrias viven de las utopías, de la idea de que la humanidad es un proyecto com-partido en el que la libertad se despliega como progreso. Sólo entonces la vida común se hace patrimonio, porque es legado recibi-

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618 Thémata. Revista de Filosofía. Número 41. 2009 do que hay que transmitir. Eso y no otra cosa es la patria”. Garantizar el sistema de libertades y proyectarlo hacia el futuro en un ámbito donde toda la humanidad viva en paz y en armonía con el planeta es la utopía de la que se encarga el ejército y es la ense-ñanza última que nos quiere transmitir el autor con sus reflexiones y la que ha atrave-sado el conjunto de la obra. Por ello afirma: “Espero haber dejado claro en estas páginas que lo que hace honorable la vida del solda-do es una visión utópica de la vida de los hombres. No hay militar sin ideal. Y más, que este ideal no es otro que el de una liber-tad compartida en paz” (pág. 186). El autor reconoce que esta idea puede resultar un tanto ingenua. Pero lo resultaría si sus análisis no hubieran mostrado atendiendo a la historia el profundo fondo en el que se apoya. Quizás lo resulte a quien piense que todo está hecho y que no hay nada que cambiar ya sea porque vivamos en el mejor de los mundos posibles o en el único mundo posible. Pero el análisis antropológico que realiza Pacheco muestra una visión del hombre como proyecto que ha conseguido importantes logros en la historia y la pre-gunta que surge ante eso es: ¿por qué no aspirar a más? Si el hombre está constan-temente descubriendo horizontes nuevos no es ingenuo decir que esa actividad forma parte de su consistencia como hombre. El libro es importante puesto que nos saca de los prejuicios habituales con respecto a la institución armada y hace que la compren-damos mejor en su esencia. Es un libro muy educado en el que se afirman conceptos que no son nada políticamente correctos. Es un maravilloso libro de filosofía lleno de suge-rencias y de referencias a las más importan-tes tradiciones históricas de Occidente con el que se aprenden no sólo datos sino tam-bién y muy principalmente un conjunto de teorías para comprender la función del ejército en las sociedades contemporáneas. Y, sobre todo, es un libro esperanzador que analiza con detenimiento por qué tenemos que guardar y defender el amplio abanico de libertades para toda la especie humana que tanto ha costado conquistar.

Francisco Rodríguez Valls

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Fernando Inciarte; Alejandro Llano, Metafísica tras el final de la metafísica, Madrid, Cristiandad, 2007, 381 pp. Metafísica tras el final de la metafísica, pretende confirmar una reiterada paradoja que hoy día se habría agudizado aún más en el llamado posmodernismo filosófico. En efecto, a medida que aumentan las críticas formuladas a la peculiar estrategia funda-mentadora última de la metafísica, este saber se habría consolidado aún más, a pesar de su aparente debilidad argumenta-tiva. A este respecto se propone reiniciar un renacimiento cultural de la metafísica clási-ca del que incluso podría salir aún más revitalizada, por más que el postmodernis-mo filosófico afirme lo contrario, sin que en ningún supuesto se pueda dar por clausura-da esta forma de justificar el saber. A este respecto conviene hacer notar desde un principio la fuerte carga testimonial de la presente monografía, como también ha querido reflejar la editorial al poner en la portada una fotografía de los dos autores. Por un lado, Fernando Inciarte (San Sebas-tián, 1929 - Pamplona, 2000), español afin-cado en Alemania, especialista en la metafí-sica de Aristóteles y profesor de Filosofía en la Universidad de Colonia, Friburgo y Münster, donde también fue catedrático y decano de la Facultad. Por otra parte, Ale-jandro Llano (Madrid, 1943), profesor de filosofía en Valencia y catedrático de Me-tafísica en Madrid y Navarra, donde tam-bién ha sido rector, y a quien Inciarte le habría transmitido un peculiar estilo analí-tico de afrontar la metafísica, a raíz de los frecuentes contactos que ambos mantuvie-ron en Alemania. A su vez Llano explica en el Prólogo como Inciarte le habría enviado el manuscrito original que ahora publican ambos, con aportaciones que no se quedan en una mera corrección de estilo. A este respecto Fernando Inciarte y Alejan-dro Llano toman como punto de partida de su justificación de la metafísica el dia-gnóstico tan negativo que el posmodernismo filosófico formuló sobre la situación actual de crisis o incluso de la muerte de la filosof-

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Thémata. Revista de Filosofía. Número 41. 2009 619 ía, ya se trate de la filosofía transcendental kantiana o de la propia metafísica clásica, sin tampoco establecer distinciones a este respecto, a diferencia de lo que suele ser habitual. Se establece así una continuidad entre tres posibles partes de defunción formulados a lo largo del siglo pasado res-pecto de estas dos formas canónicas de saber filosófico: la crisis de la ciencia euro-pea por parte de Husserl a comienzos de siglo, el final del pensar (“la filosofía fue”) por parte de Heidegger a mediados de siglo, y el final o muerte de la metafísica anuncia-da por la radicalización posmoderna de la crítica del sentido en la Gramatología de Derrida a finales de siglo. Sin embargo ahora se justifica una posible rehabilitación de la metafísica o de la propia filosofía trascendental, en virtud del papel que de-berían ejercer en el desarrollo de la vigente historia cultural, una vez comprobado el estrepitoso fracaso del postmodernismo filosófico a este respecto. Con este fin se propone una recuperación de tres categorias fenomenológicas previas, que a su vez estar-ían contenidas en la formulación inicial de aquellos tres métodos, a saber: la noción de vivencia fenomenológica y de esencia eidéti-ca, que a su vez le habría permitido al últi-mo Husserl postular a Dios como el sentido final del seguimiento de su propio método; el estado de abierto (respecto del mundo de la vida) que le habría permitido a Heidegger afirmar que “solo un dios puede salvarnos”, aunque al final este tipo de expectativas por diversas razones también quedaran defrau-dadas; y, finalmente, la palabra muerta o escrita del método genealógico desconstruc-tivista de Derrida, que ahora se concibe como un mero suplemento de la palabra viva, aunque sin poder eludir ya una actitud fatalista ante los inevitables absolutos secularizados que el propio posmodernismo filosófico denuncia. En cualquier caso ahora se postula una prolongación del respectivo análisis gene-alógico de estas tres nociones fenomenológi-cas básicas, a fin de superar las diferencias insuperables o abstracciones separadoras que ellas mismas generan y poderlas inser-tar así en el correspondiente mundo de la vida. En efecto, si finalmente estos tres métodos terminaron defraudando las expec-

tativas que el postmodernismo filosófico depositó en ellos, en gran parte se debió a su rechazo sistemático a reinterpretar las tesis principales de la propia filosofía trans-cendental desde una justificación de la intencionalidad del conocimiento como un mero signo formal; o su negativa a postular una posible superación de la crisis de fun-damentación que anteriormente estas mis-mas críticas habían generado en la metafísi-ca clásica mediante una reformulación de los respectivos argumentos transcendentales a favor de un punto aún más alto de re-flexión última. En efecto, en vez de utilizar estos argumentos para legitimar de un modo representacionista unas acciones transcendentales del yo, como por ejemplo el “yo pienso”, ahora se podrían utilizar estos mismos argumentos para justificar una interpretación intencional de este mismo tipo de acciones originarias. Posteriormen-te, una vez admitida esta inversión en el modo de interpretar estas acciones, se podr-ían usar para justificar una posible supera-ción de las diferencias aparentemente insu-perables que estas dos formas de saber a su vez generan, como ahora sucede con la separación entre sujeto y objeto, o entre los entes y el ser de los entes, o Dios. De este modo tanto la metafísica clásica como la filosofía transcendental podrían lograr un doble propósito: asignarse una capacidad de cubrir esta distancia aparentemente insu-perable, sin concebir ya esta misma posibi-lidad como una pretensión inútil y en sí misma superflua, como de hecho acabó denunciado el postmodernismo filosófico. En cualquier caso los tres métodos rechaza-ron esta posibilidad un giro intencional de este tipo y atribuyeron a la metafísica clási-ca y a la filosofía transcendental kantiana un similar modo representacionista de con-cebir el conocimiento humano o un modo transcendentalistas de seguir justificando un nuevo saber absoluto último, sin que ninguna fuera capaz de superar la distancia insuperable que ellas mismas establecen entre sujeto y objeto, o entre el ente y el ser de los entes o Dios. En efecto, según el pos-modernismo filosófico, tanto la metafísica clásica como la filosofía transcendental habrían establecido una distancia insupera-ble entre tres ámbitos totalmente contra-

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620 Thémata. Revista de Filosofía. Número 41. 2009 puestos, como ahora ocurriría con el mundo objetivo real (Reino 1), el ámbito subjetivo de la conciencia psicológica (Reino 2) y los correspondientes significados culturales intersubjetivos (Reino 3), que a su vez deber-ían ser capaces de articularlos recíproca-mente entre sí. Hasta el punto que para justificar este posible tránsito de uno a otro ámbito se tuvo que adoptar en ambos casos una actitud voluntarista o meramente fideísta, que en gran parte contradecía sus respectivos proyectos programáticos. A este respecto ahora se hace notar como el rechazo postmoderno de las pretensiones metafísicas de la filosofía clásica y de la propia filosofía transcendental habría des-cansado en un claro malentendido, que sin duda también se hizo presente en la en las numerosas interpretaciones meramente representacionistas y programáticamente escépticas del propio Kant, o en las actitudes voluntaristas o fideístas que se atribuyeron a Aristóteles o San Tomás. Sin embargo ahora se considera que la filosofía transcen-dental kantiana podría eludir estos malen-tendidos si de un modo complementario aceptara una interpretación de la intencio-nalidad del conocimiento como signo for-mal, siguiendo a este respecto a Aristóteles y Tomás de Aquino. De igual modo que la metafísica clásica podría eludir la crisis generalizada de fundamentación provocada por las críticas del posmodernismo filosófico, si profundizara y prolongara las propuestas de la filosofía transcendental mediante una correcta reinterpretación de los argumentos transcendentales a favor de un punto más alto de reflexión última. En cualquier caso se atribuye así a la metafísica clásica y la filosofía transcendental el seguimiento de dos procedimientos discursivos complemen-tarios muy precisos, que les habrían permi-tido garantizar un posible tránsito entre las anteriores diferencias aparentemente insu-perables que a su vez generaron sus propias estrategias de fundamentación. A este respecto la filosofía transcendental debería aceptar los postulados desde los que la metafísica clásica concibió la intenciona-lidad del conocimiento, estableciendo un nuevo tipo de relaciones entre las experien-cias psicológicas fenoménicas (Reino 2) y el

mundo físico real (Reino 1). En efecto, la filosofía clásica introdujo a este respecto una doble categorización conceptual de las relaciones existentes entre el alma y el cuerpo, a saber: por un lado, la caracteriza-ción del alma como forma de un cuerpo, que a su vez otorga una actualidad a un conjun-to de posibilidades materiales inherentes a los seres naturales que configuran el propio cuerpo; y, por otro lado, en el caso concreto del alma intelectiva, la caracterización del alma como forma de las formas. Es decir, la atribución al alma intelectiva de una capa-cidad de conocer en principio todas las formas naturales efectivamente existentes, atribuyendo a su vez a los diversos seres naturales una ulterior relación intencional sobrevenida, que ahora podría tomarse en segunda, tercera o primera intención, según estas mismas formas naturales puedan ser objeto de intelección por parte de uno mis-mo, de otras terceras personas o establezcan determinadas relaciones de tipo formal entre ellas mismas. En estos casos la rela-ción intencional que los conceptos y repre-sentaciones mantienen con los objetos re-presentados ya no se concibe al modo de una relación entre cosa y cosa, como más tarde ocurrirá en la interpretación representacio-nista de tipo cartesiano, empirista o incluso en algunas interpretaciones fenomenistas del transcendentalismo kantiano. Ahora más bien se trata de una relación sobreve-nida que se concibe como un mero signo formal, sin añadir ni quitar nada a su res-pectiva esencia, estableciendo una mera relación de razón de tipo intencional. Se muestra así cómo la metafísica clásica evitó el malentendido sobre el que descan-saría la interpretación moderna del conoci-miento y de la propia metafísica, mostrando a su vez el procedimiento que debería haber seguido la fenomenología, la hermenéutica, el método genealógico, o el propio transcen-dentalismo kantiano, a fin de evitar la reaparición de un representacionismo o de un decisionismo aún más cosificado, como de hecho acabó ocurriendo en la mayoría de estos métodos. De este modo la metafísica clásica pudo reinterpretar el sentido repe-sentacionista dado por Kant a la deducción transcendental de determinadas vivencias y concepciones intelectuales, analizando la

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Thémata. Revista de Filosofía. Número 41. 2009 621 posibilidad de que les hubiera dado un claro valor intencional, por ejemplo, cuando llevó a cabo su refutación del idealismo, siempre que a su vez se acepte un requisito previo: reconocer la previa relación de intencionali-dad que el alma humana puede mantener con la totalidad de las formas naturales existentes, salvo que se quiera seguir redu-ciendo aquellas vivencias a meras represen-taciones en sí mismas cosificadas. En ese sentido la aceptación de un previo realismo metafísico ahora se establece como un re-quisito o condición previa para el posterior desarrollo de una filosofía transcendental verdaderamente humanista, donde el propio sujeto moral pueda hacerse efectivamente responsable de sus propias creaciones cultu-rales. Por otro lado, la metafísica clásica también debería aceptar los argumentos transcen-dentales a favor de un punto más alto de reflexión especulativa, que a su vez le podr-ía permitir justificar una posible superación de la diferencia radical última aparente-mente insuperable que ya anteriormente la filosofía transcendental había denunciado entre dos ámbitos contrapuestos: por un lado, el plano ideal o transcendental de los esquemas conceptuales compartidos por la razón universal (Reino 3); y, por otro lado, el plano subjetivo de las categorías de tipo psicológico (Reino 2), que a su vez se remi-ten a otro plano fenoménico previo estric-tamente físico (Reino 1). A este respecto la metafísica clásica debería reinterpretar este tipo de argumentos transcendentales desde la intencionalidad del conocimiento, concep-tualizando la anterior separación entre el plano transcendental y el categorial desde un nuevo doble enfoque metafísico existen-cial, a saber: por un lado, el plano existen-cial del Acto puro del Ser Supremo, al que se atribuye una infinitud o plenitud de ser capaz de incluir en sí la totalidad del ser, haciendo una peimera aplicación aún más estricta del anterior principio de plenitud; y, por otro lado, el plano esencial de los seres en particular a los que se atribuye una esencia o naturaleza en sí misma limitada, pero abierta a una posible culminación posterior, al modo como ahora vendría exigido por una segunda aplicación menos estricta del principio de plenitud.

De este modo se atribuye al Acto Puro una plena posesión de “su ser”, siendo a su vez capaz de otorgar a los demás entes un ser propio, a fin de poder comunicar el ser a lo que simplemente es nada. Se logra evitar así que la totalidad de los entes se sigan concibiendo de un modo simplemente unívo-co, reduciéndolos a una simple cosa o suma de cosas; o a que se produzca una inadecua-da absolutización de lo que adolece de un carácter en sí mismo contingente y finito. En cualquier caso el ser propiamente dicho sólo se puede atribuir de un modo estricto al Acto Puro o Ser Supremo, que ahora se concibe como el punto más alto de reflexión especulativa o metafísica. En cambio el resto de los seres sólo se les atribuye el ser a través del correspondiente acto creador, sin que ya se puedan concebir separadamente, salvo que se pretenda absolutizar lo que de suyo es finito y contingente. Sólo así se pudo superar la diferencia radical última que la filosofía transcendental estableció entre las representaciones fenoménicas y el noumeno, o ser en sí de las cosas, y que posteriormen-te en la postmodernidad habría dado lugar a la diferencia igualmente radical entre los entes y el ser de los entes. Kant habría aportado así un tipo de argu-mentos transcendentales que, una vez rein-terpretados desde la intencionalidad del conocimiento, también se pueden proponer como la estrategia a seguir a fin de eludir la crisis generalizada de fundamentación denunciada por el postmodernismo filosófi-co. A este respecto ahora se formula una argumento transcendental por reducción al absurdo a favor de la existencia de Dios y de las subsiguientes relaciones de creación que a su vez el Acto Puro mantiene con el resto de los seres, aunque con una novedad: ahora ya no se puede negar la posibilidad de una deducción transcendental kantiana acerca de la necesidad metafísica interna de este mismo tipo principios y categorías, a partir de un punto más alto de reflexión como el ahora indicado, sin dar lugar a contradic-ciones y antinomias aún más paradójicas. En efecto, la afirmación del “ser” sin más, conlleva la atribución de una plena posesión de “su mismo ser”, en virtud de una aplica-ción aún más estricta del principio de pleni-

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622 Thémata. Revista de Filosofía. Número 41. 2009 tud, sin poder excluir de esta atribución a ningún ser. En cambio la atribución al resto de los entes naturales de un “ser propio” o específico, ya no requiere una plena pose-sión del “ser”, salvo que se pretenda otorgar una capacidad de dar el ser a quien sólo tiene la capacidad de recibirlo. De este modo se vendrían a confirmar por una vía indire-cta o por reducción al absurdo la necesidad de admitir las relaciones de intencionalidad y de creación, que ahora se establecen entre los entes, el alma humana y el ser de los entes, que a su vez los abarca a todos por igual. Evidentemente Tomás de Aquino, o incluso antes Aristóteles o después Kant, como ahora se sugiere, habrían tenido en cuenta estas peculiares relaciones de intencionali-dad y de creación que a su vez los seres naturales mantienen respecto del alma humana y el Ser Supremo, aunque en cada caso lo hicieran desde ópticas muy distintas. Sin embargo hoy día, con posterioridad al final de la metafísica y de la muerte de Dios, la historia cultural se encuentra en una situación muy distinta, teniendo que otor-gar una prioridad a la resolución de un problema previo, a saber: la necesidad de evitar la reaparición de nuevos absolutos secularizados ante los que la postmoderni-dad nos previene, pero se muestra incapaz de contrarrestarlos, habiendo un sólo siste-ma para ello: recuperar las relaciones de intencionalidad y de creación que el Ser Supremo y el alma intelectiva mantienen a su vez con el resto de los seres naturales, sin ver en ello ya sólo un asunto de mera índole confesional cristiana, sino de estricta racionalidad, como ahora sucede con las propuestas de este nuevo humanismo cívico. Sólo así sería posible recuperar una verda-dera apertura metafísica a la trascendencia donde se rechacen los numerosos malenten-didos que pueden generar estos procesos de falsa absolutización de lo relativo, ya sea respecto del modo de entender la intencio-nalidad del conocimiento o la propia natu-ralidad de la creación. Se postula así una metafísica del futuro que, frente al posmodernismo filosófico, pretende lograr una efectiva revitalización de pro-puestas ya conocidas de la metafísica clásica

o de la propia filosofía transcendental. Con este fin se pretenden superar los viejos desenfoques y malentendidos que con fre-cuencia se hicieron presentes en numerosas formulaciones de la filosofía transcendental o de la propia metafísica clásica, prolongan-do a su vez algunas propuestas de los actua-les métodos analíticos, fenomenológicos, hermenéuticos o simplemente kantianos. A este respecto ahora se propone una metafí-sica de mínimos reconociendo que las con-clusiones de este nuevo tipo de argumentos trascendentales siempre tendrán un carác-ter objetivamente indeterminado, histórico, analógico, conceptual e ilimitadamente creativo. Sólo así será posible recuperar el papel fundamentador desempeñado por la metafísica clásica y por la propia filosofía trascendental respecto del conjunto de la cultura, sin dejarse llevar ya por aquellos planteamientos representacionistas o falsa-mente decisionistas, que a su vez malinter-pretan el papel de la intencionalidad y la naturalidad de los respectivos productos culturales. Para alcanzar estas conclusiones la mono-grafía se divide en once capítulos, con dos objetivos claramente diferenciados. En los primeros siete capítulos se trata de justifi-car la complemetariedad existente entre la metafísica clásica y la filosofía transcenden-tal kantiana. Se concibe así el final de la metafísica como una oportunidad inmejora-ble para llevar a cabo una recuperación conjunta, tanto de la interpretación metafí-sica de la intencionalidad del conocimiento, como del alcance transcendental otorgado al punto más alto de reflexión especulativa. Con este fin se dan siete pasos: 1) ¿Insuperabilidad del lenguaje?, contrapo-ne la semiótica universal de Derrida respec-to de la interpretación clásica de la inten-cionalidad del conocimiento como un mero signo formal, con una novedad importante: ahora la interpretación intencional del conocimiento se aplica por igual al posible conocimiento reflejo que el propio yo alcanza de sí mismo, ya se remita al propio sujeto empírico, ya se tenga por referencia a una posible acción o sujeto de tipo transcenden-tal (Kant). Sólo desde un presupuesto de este tipo sería posible justificar las corres-

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Thémata. Revista de Filosofía. Número 41. 2009 623 pondientes pretensiones de verdad y cono-cimiento, que a su vez reivindica el pensa-miento y el conjunto de la cultura; 2) La abstracción, reconstruye la polémica entre Geach y Ryle acerca de la precedencia de los conceptos o estados mentales respecto del posterior uso de signos. Después, a partir de aquí, también se analizan los procesos culturales de iluminación, que habrían permitido recuperar el indudable papel transcendental desempeñado por determinadas herramientas metafísicas, por ejemplo, el concepto de ser, con referencia especial a Heidegger; 3) Conocimiento, comunicación, cultura, se analiza la procesualización discursiva de la verdad experimentada por los actos inten-cionales del alma cognoscitiva y por los posteriores procesos de deducción metafísica transcendental y categorial, desde el concep-to de ser hasta la tipificación de las sustan-cias, con sus correspondientes estadios intermedios: los diversos estados de verosi-militud, de error, de dominio de la opinión, las sucesivas formas de predicación, o de identificación esencial, que a su vez consti-tuyen el fundamento ultimo de las formali-zaciones específicas propias de la cultura; 4) Pensar y ser, justifica la existencia de una inmediación intelectual de segundo orden, respecto de los primeros principios, espe-cialmente respecto del principio de no con-tradicción. Por su parte este segundo nivel de inmediación dependería a su vez de otro primer de inmediación intelectual de origi-nalidad aún más básico, que ya no sólo justificaría la inicial formación de los con-ceptos, incluido el concepto de “ser”, sino la ulterior diferenciación entre la verdad y no-verdad o a la separación entre ideas y cosas; 5) Verdad, comprueba como la postura kantiana a favor de un realismo por parte de la imaginación transcendental también presupone una configuración conceptual previa muy precisa. Por ejemplo, en la refutación del idealismo Kant habría exigido que la segunda inmediación intelectual se hiciera compatible a su vez con aquella otra primera de tipo sensible. Sólo así la filosofía transcendental pudo dar entrada a una

verdad adecuación, que a su vez debía per-mitir establecer una correcta separación entre la vigilia y el sueño, o entre los crite-rios de realidad y de evidencia, sin tener ya que justificarlos en virtud de un mero prin-cipio de coherencia; 6) Los tres reinos, justifica un tipo de deduc-ción transcendental donde las representa-ciones intelectuales consiguen salvar la distancia insuperable existente entre las representaciones sensibles de la conciencia subjetiva y el mundo físico real. Con este fin se evita la reducción de aquellas primeras representaciones intelectuales a la mera ilusión de un puro sueño, concibiéndolas a su vez como un signo formal que está puesto por las cosas mismas. Sólo así la filosofía transcendental habría podido seguir aspi-rando a expresar la gradualidad de lo real, separando lo absoluto respecto de lo relativo y dejando abiertas las puertas a un bien entendido ulterior proceso de relativización; Por otro lado, en un segundo momento, en los cinco últimos capítulos, se justifican algunos rasgos que debería reunir una metafísica del futuro que pretenda ser capaz de superar la crisis generalizada de funda-mentación provocada por el postmodernis-mo filosófico. Con este fin ahora también se concibe el final de la metafísica como una oportunidad inmejorable para tratar alcan-zar un segundo objetivo: dar a los argumen-tos transcendentales kantianos a favor de un “punto más alto” de reflexión un sentido claramente intencional, que permita super-ar su uso meramente representacionista. Sólo así se podrán utilizar para proponer un nuevo tipo de argumento transcendental por reducción al absurdo que permita justificar la existencia de un Acto Puro y las relacio-nes de creación que a su vez el Acto puro mantiene con el resto de los seres. Hasta el punto que estos argumentos transcendenta-les ahora se conciben como el punto de partida de una deducción transcendental kantiana, que a su vez debería permitir justificar el distinto uso discursivo dado en cada caso a los primeros conceptos y princi-pios metafísicos, evitando a su vez la apari-ción de posibles antinomias y contradiccio-nes. Sólo así se puede postular una metafí-sica de mínimos que podría ser objeto de

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624 Thémata. Revista de Filosofía. Número 41. 2009 una posterior revisión crítica, y cuyas con-clusiones inevitablemente tendrían un carácter objetivamente indeterminado, histórico, analógico, conceptual e ilimitada-mente creativo. Con este fin se dan cinco pasos: 7) Infinitudes y finitudes, recurre a una estrategia de tipo transcendental para justi-ficar las dos posibles formas de aplicar el principio de plenitud, en debate a su vez con algunas formulaciones propuestas por Hin-tikka y Knuuttila. En primer lugar se expo-ne un argumento transcendental por reduc-ción al absurdo acerca de la imposibilidad de rechazar la noción de lo infinito o “apei-ron”. En efecto, a la noción de infinito habr-ía que aplicarle un uso estricto del principio de plenitud, dado que esta noción incluye en sí la totalidad del ser, teniéndole que atri-buir una plenitud de ser similar a la de un Acto puro, salvo que se pretenda provocar paradojas y absurdos incontables. De todos modos, en un segundo momento, también se comprueba como es posible hacer otros usos menos estrictos del principio de plenitud, que permitan localizar el “ser propio” especí-fico de cada ente, sin tener ya que incluir una referencia a la totalidad del ser, y sin tener tampoco que absolutizar un ser finito en sí mismo limitado. Mediante este doble uso del principio de plenitud posteriormente también se justifica la contraposición entre lo infinito y lo indefinido, el uso irreflexivo del concepto unívoco de ser o la falsa abso-lutización de lo relativo; 8) Determinación e indeterminación, tam-bién se recurre a una estrategia de tipo transcendental a fin de justificar, en polémi-ca con el principio de indeterminación de Heisenberg, otros dos modos posibles de caracterizar la intencionalidad de los con-ceptos y representaciones: por un lado, las caracterizaciones objetivamente indetermi-nadas, que pretenden incluir en sí una referencia intencional a la totalidad de su ser específico respectivo, como ocurre con la sustancia; y, por otro lado, las caracteriza-ciones objetivamente determinadas de una esencia o especie, o de un accidente, que a su vez remiten a lo sensible, pero son abso-lutamente incapaces de remitirse intencio-nalmente a la totalidad de la sustancia.

Posteriormente se analiza el caso particular del concepto de “yo” en la medida que solo puede remitirse a la realidad, alternando el doble uso indeterminado y determinado de sus respectivos conceptos y representacio-nes, como también puso de manifiesto Kant en su refutación del idealismo. A este res-pecto la genialidad de lo real consistiría en estar siempre abierto a las más dispares interpretaciones, indeterminadas y deter-minadas, sin que ello implique un relati-vismo. De ahí que ahora se reconozca el carácter objetivamente indeterminado, abierto e histórico que siempre tendrá el conocimiento metafísico; 9) Ontología y realismo, también se recurre a una estrategia de tipo transcendental para justificar el doble tipo de intencionalidad con que se utiliza la noción de ser, ya se use para describir el misterio de la Encarnación, o el Acto puro de Ser. Por un lado, la inten-cionalidad metafísica de aquellos conceptos y principios que incluyen una referencia a la totalidad del ser, siendo los únicos que permiten postular una efectiva superación de la distancia última aparentemente insu-perable existente entre los entes y el ser de los entes o Dios. Y, por otro lado, la inten-cionalidad sobrevenida de las diversas formas naturales que a su vez pueden ser objeto de un posible conocimiento directo por parte de alma intelectual, pero que ya no contienen en sí la totalidad del ser. De este modo se justifica la diversa aplicación que se hace del principio de plenitud en el caso del “mismo ser” de Dios, respecto del modo de aplicarse al ser propio de los seres naturales, limitados y finitos, ya adopten la forma de individuo, de la especie o del géne-ro. En cualquier caso Heidegger ya propuso una interpretación intencional de la distin-ción kantiana entre el plano transcendental y el estrictamente categorial, superando la interpretación representacionista y unívoca del concepto de “ser”, y estableciendo un paralelismo con la distinción clásica entre el plano esencial y el existencial. En cualquier caso el conocimiento intencional metafísico requiere remitirse a un concepto analógico de ser, sin reincidir en las insuficiencias del nominalismo y del pragmatismo; 10) De la representación al juicio, también

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Thémata. Revista de Filosofía. Número 41. 2009 625 se recurre a una estrategia de tipo trans-cendental para justificar un doble tipo de mediaciones conceptuales presentes en la formulación de los primeros principios de la metafísica: los conceptos metafísicos origi-narios cuya mediación necesariamente persiste a lo largo de toda forma de argu-mentación posterior, sin que ya quepa error al respecto, como ahora sucede con la noción de mundo, alma, intelecto, o cultura, al igual que ya antes de algún modo había sucedido con la noción de ser. Y, por otro lado, los conceptos metafísicos derivados, sin tampoco poderse equivocar, pero que a su vez pueden verse afectados por el ulterior uso que la facultad de juzgar hace de ellos, sin tener que permanecer impasible a lo largo de la argumentación y pudiendo dar lugar a incorrectas interpretaciones. Al menos así ocurre con el uso monista u holis-ta de la noción de mundo, con los procesos de naturalización del intelecto, o con el escepticimo y el reduccionismo fenomenoló-gico, ya sea respecto al ser veritativo o el ser predicativo. Por su parte, también cabe esta duplicidad en el caso concreto de la noción de ser, dando lugar a dos posibilidades. O bien se sigue una interpretación intencional del ser veritativo, que a su vez se remite al ser predicativo correspondiente, como ocu-rrió en Aristóteles y Tomás de Aquino. O bien se pueden subsumir ambas de un modo representacionista en el un único ser verita-tivo-funcional, que agrupa al ser veritativo y al predicativo, sin establecer distinciones entre ellos, como al menos ocurrió en Frege. En cualquier caso ahora se reconoce el carácter conceptualmente mediado que siempre tendrá el conocimiento judicativo metafísico de la realidad, ya sea directa-mente a través de los conceptos o a través del ser veritativo y predicativo, expresado a su vez por la cópula “es”. 11) Naturaleza y cultura, también recurre a una estrategia de tipo transcendental para atribuir a la metafísica una doble creativi-dad a la hora de articular las relaciones entre ambas: por un lado, la creatividad espontánea que permite localizar el funda-mento natural último de los distintos sabe-res y formas de vida, haciendo a su vez posible el correcto desarrollo de la vida cultural, como ahora sucede con concepto de

ser y con los primeros principios de la razón natural, especialmente con el principio de no contradicción. Y, por otro lado, la creati-vidad discursiva a la hora de articular el concepto de ser y aquellos primeros princi-pios, que a su vez dan sentido a las múlti-ples manifestaciones de la vida cultural en la realidad práctica. Se analiza también el sentido del deber que se hace presente de un modo especial en la creatividad cultural mediante la que se justifica la génesis de distintos mundos de ficción cada vez mas diversificados. Así junto a las exigencias de tipo práctico, ahora también se exige un saber metafísico que ejerza un mayor con-trol teórico sobre la propia irrealidad de los mundos de ficción culturales. Sólo así se podrá apreciar el oculto papel desempeñado a este respecto por el análisis de los prime-ros conceptos y principios de la metafísica, a la vez que se desarrollan al máximo todas las posibilidades de mayor creatividad que ahora ofrece la existencia. En cualquier caso ahora se reconoce el carácter ilimitadamen-te creativo de los análisis de la metafísica para el ulterior desarrollo cultural, sin dejarse llevar por la superficialidad de un pragmatismo vulgar. Para concluir dos advertencias al lector. Evidentemente la tesis postmoderna del final de la metafísica ha favorecido indirec-tamente la aceptación casi generalizada de una complementariedad recíproca entre la metafísica clásica y la filosofía transcenden-tal, dado el rotundo rechazo que provocó. De todos modos conviene advertir que ahora no se propugna una asimilación indiscriminada de la metafísica clásica en la filosofía trans-cendental, como si la justificación del trans-cendentalismo exigiera un abandono de las tesis más características del realismo me-tafísico, al modo propuesto a principios del siglo pasado por la Escuela de Lovaina. Ahora más bien se defiende una comple-mentariedad recíproca, que conlleva una profunda transformación tanto en el modo de entender la filosofía transcendental como en el peculiar modo de justificar la metafísi-ca clásica. En efecto, la aceptación de la intencionalidad del conocimiento por parte de la filosofía transcendental conlleva una profunda transformación heurística a la hora de valorar el alcance de sus respectivos

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626 Thémata. Revista de Filosofía. Número 41. 2009 argumentos transcendentales, eliminando así los viejos prejuicios que impedían postu-lar una efectiva superación de la distancia aparentemente insuperable entre el sujeto y el objeto, o entre los entes en particular y el ser de los entes. Por otro lado, la aceptación de este nuevo tipo de argumentos transcen-dentales por parte de la metafísica clásica conlleva una profunda transformación discursiva a la hora de valorar la posible incidencia de sus conclusiones en el conjun-to de la cultura, sin poder ya dejar ningún ámbito de la vida pública o privada fuera de su consideración, dado que el alcance de sus herramientas metodológicas de mucho más poderoso. Por otro lado, el lector debe advertir la indefinición con que ahora se tipifican este tipo de argumentos trascendentales, sin llegar a precisar el carácter a priori, a pos-teriori, o a simultáneo que se les debería atribuir. Evidentemente siempre cabe con-siderar que este tipo de argumentos trans-cendentales pueden esconder un argumento oculta o manifiestamente “a priori”, que a su vez escamotea el problema de la diferen-cia última que en estos casos habría que establecer entre los entes y el ser de los entes, cosa que no ocurriría, o ocurriría en menor medida, si se tratara de un argumen-to estrictamente “a posteriori”. Sin embargo ahora se considera que la incapacidad post-moderna para aceptar un planteamiento de este tipo del problema de la diferencia últi-ma, radica a su vez en los prejuicios que aún mantienen respecto de la interpretación simplemente representacionista del conoci-miento, cosa que en cambio no ocurriría si aceptaran una interpretación de tipo inten-cional, concibiendo las representaciones como un mero signo formal que está por las cosas mismas. A este respecto ahora se hace notar como si se propone un uso intencional del concepto de ser y de los primeros princi-pios de la metafísica, atribuyéndoles un posible conocimiento “a posteriori” a partir de un simple hecho de la experiencia, enton-ces también sería posible eludir los anterio-res temores representacionistas de la dife-rencia radical última. Es más, sería posible postular una formulación intencional del principio de plenitud, que permitiera justifi-car la profunda interacción existente entre

el plano existencial y esencial donde ahora se sitúan la referencia al “mismo ser” y al “ser propio” de los entes. Sólo así sería posible justificar como la referencia al Acto puro de una plenitud de su ser implica a su vez un previo reconocimiento del carácter creado del resto de los entes y viceversa. En cualquier caso la propuesta de una metafísi-ca mínima proyectada al futuro, nunca debe olvidar el carácter objetivamente indetermi-nado, histórico, analógico, conceptual y ilimitadamente creativo de sus conclusio-nes.

Carlos Ortiz de Landázuri

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Pascual F. Martínez-Freire, La impor-tancia del conocimiento. Filosofía y ciencias cognitivas (2ª ed.), A Coruña: Netbiblo, 2007, 237 pp. ¿Por qué los seres humanos, quieran o no, conocen? ¿Por qué, al ir viviendo, cada uno de nosotros se ha de formar ideas del mundo circundante, de los otros hombres, de sí mismo? En el primer párrafo del libro, el autor establece una tesis básica: poder y tener que hacerlo representa una conquista y ventaja evolutivas muy importante. Pero esta tesis, más que afirmar una conclusión abre un problema, a saber: ¿cómo entender esa actividad tan humana de hacerse ideas? No es fácil contestar a esa pregunta; rever-bera en múltiples perspectivas posibles. Por ello, el autor enfoca el problema desde las Ciencias Cognitivas. Nombre que designa no tanto una disciplina cuanto diversas perspectivas de varias disciplinas: desde la Psicología a la Neurociencia, de la Filosofía a la Inteligencia Artificial, de la Lingüística a la Antropología… En la primera parte, muestra ese amplio campo de investigación que son las Ciencias Cognitivas. Si como quería Lakatos, todo programa de investigación tiene un núcleo de hipótesis básicas, y si entendemos las Ciencias Cognitivas como un programa de investigación, es posible una explicación de dichas Ciencias consistente en analizar las hipótesis básicas que forman parte del núcleo de su programa de investigación. Por

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Thémata. Revista de Filosofía. Número 41. 2009 627 ello, el Prof. Martínez-Freire peralta una de las hipótesis nucleares de las Ciencias Cognitivas: adquirir conocimiento, valerse de él, es procesar información. Junto a esto, hay que destacar la exposición y discusión del conocido funcionalismo, especialmente las páginas dedicadas a H. Putnam. La hipótesis funcionalista se nos presenta así como aneja a la idea de un sistema de pro-cesamiento de información. En la segunda parte estudia problemas clásicos: parece que sólo cada uno conoce lo que piensa y siente, que nadie tiene acceso directo a nuestros pensamientos. Al hilo de esta cuestión, el autor pasa revista al solip-sismo de Wittgenstein, al problema de los otros, a la idea de intencionalidad, a la tesis de que se conoce no sólo con la mente sino también con el cuerpo (Merleau-Ponty), para concluir en la idea de un sujeto cogni-tivo que es, a la vez, un sujeto con mente y cuerpo, social y natural. Hay que destacar que al solipsismo se contrapone la tesis de un yo natural, un yo dotado de la “creencia” en la realidad de otros hombres como él e igualmente de la “creencia” en un mundo compartido. Y es este hombre natural el que in-corpora aquella dimensión que tan vigo-rosamente exigió Merleau-Ponty: la suma del cuerpo a los procesos de adquisición y manejo de conocimientos. Es el hombre encarnado quien situado en un “mundo” (natural y social) conoce. A esta idea res-ponde el nombre de “sujeto cognitivo”. Posteriormente el autor pasa revista a las aportaciones de la Inteligencia Artificial y de la Neurociencia. Es importante retener la defensa que el autor hace de la Psicología como ciencia autónoma frente al “expansio-nismo” de la Neurociencia. El capítulo dedi-cado a la Inteligencia Artificial es una bri-llante síntesis tanto de la historia de la disciplina como de sus logros más importan-tes. No menos brillante es la exposición de los debates abiertos por los postulados y logros de la I.A. El capítulo se cierra con tres advertencias a otros tantos despropósi-tos. Supuesto que sea verdad que una “máquina” piensa, de ello no se sigue: 1.º, que dicha “máquina” es como un hombre; 2.º, que un hombre es como dicha “máqui-na”; 3.º, que el hombre carece de dimensio-nes moral y espiritual. El libro concluye con una quinta parte cuyo

título nos recuerda la última pregunta en la que según Kant se resumían todas las de-más: ¿qué es el hombre? En el primer capí-tulo, el Prof. Martínez-Freire trata los con-ceptos de mente, inteligencia, espíritu y libertad. Pero ¿acaso la mente es algo más que el cerebro? Martínez-Freire bosqueja el siguiente argumento: existen “máquinas” que realizan algunas tareas mentales (da igual que no sean muy importantes ni muy creativas); en dichas “máquinas” no hay neuronas; luego, hay mentes (si se quiere pequeñas) irreductibles a cerebros. La inte-ligencia, por otra parte, es ligada a la solu-ción de problemas. El autor afirma que “un proceso inteligente es un tipo de proceso mental que produce la solución de un pro-blema”. El último capítulo presenta la dis-cusión entre Libet y Searle respecto a la libertad. El problema surgió en un experi-mento, realizado por Libet en el que se midió la iniciación de una respuesta motora antes de que se tenga conciencia de querer actuar en tal sentido. Es fácil pensar que, por ello, la libertad es una ilusión. Libet no sostiene esto, sino que sí existe la libertad porque en los casos estudiados siempre queda la posibilidad de inhibir la respuesta motora. Martínez-Freire concluye el capítu-lo bosquejando su idea de libertad. En pri-mer lugar, exige distinguir entre causa (eficiente), razón y motivo. Las acciones libres, sostiene, tienen siempre una razón que las explica y que determina (motivo) el fiat de la voluntad.

Antonio Benítez

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Mª del Carmen Paredes Martín, Teorías del Intencionalidad, Madrid, Ed. Síntesis, Madrid, 2008. Entre los muchos temas del que se ha ocu-pado y se ocupa la filosofía contemporánea destaca, sin duda alguna, el papel de la intencionalidad, cuya relevancia ha sido capaz de reunir pensamientos y pensadores de distintas épocas, estilos y orientaciones. Este volumen, cuya autora es conocida por su labor investigadora en el campo fenome-nológico, se ocupa de exponer y debatir las

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628 Thémata. Revista de Filosofía. Número 41. 2009 principales posturas respecto a la intencio-nalidad. No se trata, sin embargo, de una recopila-ción histórico-filosófica, sino de un verdade-ro sendero teórico que atraviesa de parte a parte el conjunto de cuestiones que compo-nen su complejidad. En el marco de un estudio teórico de las principales aportacio-nes, gracias a la atención constante hacia su historia interna y sus deudas conceptuales, María del Carmen Paredes logra entramar un profundo análisis de los puntos centrales en merito al tema de su investigación. Desde un primer movimiento histórico-filosófico, cuyo objetivo es claramente la reconstrucción de las preguntas y de los problemas constitutivos de la intencionali-dad, brotan de inmediato los elementos capitales de la reflexión en torno a lo inten-cional. En esta línea, con eficacia argumen-tativa y destreza conceptual, la autora consigue un provechoso dialogo que se con-centra alrededor del debate sobre la natura-leza de la relación intencional y de sus objetos y contenidos. De la misma manera Paredes no se deja escapar temas centrales como el de la conciencia, de la representa-ción y de la percepción que, desde las pro-puestas de Brentano hasta las reflexiones del último Searle, no han abandonado el debate acerca de este tema. En cada uno de los planteamientos expues-tos la autora nos proporciona un detallado análisis de la propuesta teórica, a la vez que es capaz de patentizar los compromisos epistemológicos y ontológicos que éstas comportan. Se obtiene, por tanto, un cuadro completo de las diferentes cuestiones, que no se dejan de entrelazar a lo largo de todo el texto, formando un discurso coherente capaz de enriquecerse y completarse me-diante el diálogo con los autores. El intenso recorrido que caracteriza este estudio es susceptible, por otra parte, de una doble perspectiva que, a raíz de la debatida tesis de Brentano acerca de la “in-existencia” intencional de los objetos, se pregunta tanto por su estatuto como por el propio de la relación cognoscitiva, cuyo carácter esencial se desvela como direccio-nalidad. En esta línea resultan imprescin-dibles las aportaciones de Husserl, median-te las cuales se destaca el rol y la exigencia de otorgar un papel fundamental a la con-

ciencia dentro de la dialéctica intencional. Se trata de temas de muy amplio alcance que se entrecruzan, como claramente mues-tra la autora, incluso con planteamientos radicalmente ontológicos como, por ejemplo, el del mismo Heidegger o tan originales como el de las estructuras teorizadas por Merleau Ponty. El fenómeno de lo intencional, resurgido y profundizado desde la exigencia de un crite-rio de distinción entre la esfera de lo mental y de lo físico, se consolida como una relación sui generis que se sustrae al paradigma referencialista clásico, abriendo un espacio más amplio de reflexión sobre el conoci-miento y señalando con fuerza el papel central de la conciencia en cuanto que sede ineludible de la intencionalidad. El discurso sin embargo se completa, más allá de las posturas clásicas, con la valora-ción de posturas, por una parte más afines a los temas de la existencia (gracias a las reflexiones de Heidegger y Merleau Ponty) y por otro lado por medio de un dialogo eficaz con los exponentes más ilustres de la llama-da “filosofía analítica”, tanto en su vertiente más estrictamente lógica como en la repre-sentada por Chisholm y Searle. Otro aspecto fundamental que quizás opera en el subsuelo de este estudio es la frecuen-te pregunta por una posible naturalización de lo intencional. Se trata de una exigencia constante que, aunque se imponga en los distintos planteamiento con diferente inten-sidad, constituye a menudo un elemento discriminante entre las teorías. Cabe desta-car al respecto la honestidad y el rigor científico con el que Paredes expone matices y cambios en cada teoría, determinando una visión fidedigna del panorama actual sobre la intencionalidad, posible únicamente en virtud de un profundo conocimiento de las fuentes. A las más recientes teorías de la intenciona-lidad, en efecto, esta autora dedica la ultima parte de su estudio, que por su claridad, completitud y unidad puede considerarse también como un manual, presentando las propuestas más actuales acerca de este tema. Si bien es verdad que la mayoría de ellas se profesan partidarias de una natura-lización del elemento intencional con el fin de “eliminar el vocabulario intencional del discurso científico” (p.271), negando la

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Thémata. Revista de Filosofía. Número 41. 2009 629 realidad de la intencionalidad, otros se decantan hacia una posición realista que dispone para ella de un lugar y un valor epistemológico específicos. Más allá de la amplitud de las propuestas consideradas y del logrado objetivo de un amplio debate teórico entre las principales teorías, es menester enfatizar que este volumen está constelado de aportaciones originales, tanto más densas y más signifi-cativas por lo que respeta al análisis del pensamiento de autores tan distintos como Husserl, Heidegger, Chisholm y Searle, como por la destreza con la que se introdu-cen, analizan y revisan las teorías contem-poráneas, facilitando la apertura hacia el debate actual. Al respecto se impone una última reflexión que mejor revela la naturaleza de este volumen, cuyo enfoque resulta congenial al proyecto editorial al que pertenece. El estilo y las cuestiones que la autora despliega en torno a un tema de manifiesta relevancia filosófica son un ejemplo perspicuo de cómo la misma etiqueta analítico/continental no resulta funcional cuando un autor es capaz de demostrar las raíces y los lazos filosóficos que permiten el diálogo, más allá de toda categoría historiográfica, haciendo, así, de las distintas preocupaciones filosóficas el ejemplo tangible de una filosofía viva.

Giuseppe Tufano

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Peter Sloterdijk y Walter Kasper, El retorno de la religión. Una conversación, Oviedo, Ediciones KRK, 2007, traducción de Mónica Sánchez e introducción de Félix Duque. El ocho de febrero de 2007, el diario alemán Die Zeit publicó la entrevista que los perio-distas Jan Ross y Bernd Ulrich realizaron al Cardenal Kasper y al profesor Sloterdijk en la ciudad de Roma. Mónica Sánchez ha realizado la versión castellana para Edicio-nes KRK, precedida de un prólogo de Félix Duque sobre el que tendremos ocasión de decir algo. Con hábil instinto periodístico, Die Zeit tituló la entrevista usando una

expresión empleada por Kasper en el trans-curso de la conversación: Die Religion ist nie cool, con la que el Cardenal quiso obviamen-te decir (meinen) “la religión nunca es fría”, pero que al germanohablante de a pie habrá sonado algo así como “la religión nunca es guay”; lo que, dicho por un Cardenal, siem-pre impacta. Los periodistas plantean a ambos tertulianos una serie de preguntas que giran en torno a ocho temas fundamen-tales: la cuestión del retorno de la religión, el fundamentalismo, la Iglesia como institu-ción, la secularización, el diálogo interreli-gioso, la relación religión-violencia, la sepa-ración entre poder e Iglesia y el plurilin-güismo religioso de nuestro tiempo. Por lo general, el género del diálogo filosófi-co no ha dado buenos frutos en nuestro tiempo. Cuando buscamos en el siglo XXI un verdadero diálogo filosófico, corremos siem-pre el riesgo de encontrarnos con una cari-catura metafísica, más o menos lograda, de los relatos de Raymond Carver: gentes que, con una copa de ginebra en la mano, discu-ten sobre lo humano y lo divino sin atender realmente a lo que dicen sus interlocutores, y sin tener la más mínima intención de llegar a una conclusión común. Algo de eso hay en esta entrevista, y, sin embargo, no hay duda de que los participantes entran en cuestiones realmente interesantes. Por destacar un par de cosas: me parece espe-cialmente sugerente la metáfora propuesta por Sloterdijk de la “tecnología del reactor” para explicar cómo la Iglesia institucional ha adoptado los mecanismos necesarios para “refrigerar” la tendencia al fanatismo que toda creencia sobrenatural abriga. En el fondo, se repite aquí la dialéctica entre lo que Kant llamara iglesia pura, en cuanto comunidad ideal, siempre por hacer, regida por la ley moral bajo un legislador santo, y la iglesia institucional, forma histórica que aspira a dicho ideal y necesitada de un refrigerador que controle, no tanto las pa-siones de la frágil naturaleza humana, cuanto el uso que estas pasiones puedan llegar a hacer de un determinado discurso con pretensiones de ser absoluto (sea de naturaleza sobrenatural o no). Otra suge-rencia interesante de Sloterdijk es su lla-mada de atención sobre el hecho de que nuestro presente se caracteriza por el des-vanecimiento del espíritu romántico, un

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630 Thémata. Revista de Filosofía. Número 41. 2009 espíritu que, no hace tanto, exaltaba con pasión todo lo nuevo, mientras que “ahora se agradece cada molécula de estructura estable” (p. 46). En la entrevista, el polémi-co filósofo tiene ocasión de retomar algunas ideas de su obra Ira y tiempo, que, como bien ve el Cardenal, no hacen sino reformu-lar las viejas doctrinas de Nietzsche y Freud en torno a la represión de los instintos llevada a cabo por el cristianismo. Por su parte, Kasper pone en cuestión la idea de una secularización entendida como “ley natural” que no tuviese fin y que constitu-yese un hecho definitivo de la historia de Occidente, una idea muy presente en algu-nos autores de inspiración heideggeriana cuyo pensamiento está especialmente vivo en Italia, como es el caso de Gianni Vattimo. Además, critica la comprensión del cristia-nismo como un mero sistema abstracto “monoteísta” capaz de llevar a cabo el sacri-ficio del hombre en el altar de lo Uno, y defiende una idea del cristianismo basada en la persona de Cristo y en su mensaje, incompatibles con todo totalitarismo. Así pues, la conversación roza temas que hubieran merecido una sesión algo menos periodística o que, en todo caso, estarían pendientes de un desarrollo posterior. Sin embargo, en opinión del que escribe estas líneas, lo mejor del libro sigue siendo el prólogo de Félix Duque: un prólogo que nuestro filósofo dedica, contra su modesto planteamiento inicial, a decir lo que él piensa de la religión y a convertirse en un tertius interviniens de lo más interesante y enriquecedor para la conversación. Lo deci-sivo del prólogo de Duque no es, ni mucho menos, la sátira –bastante divertida, por cierto– que dedica a los entrevistados (v. páginas 16-20), sino su acertada llamada de atención sobre ciertos hechos que éstos han dejado al margen de la discusión: por ejem-plo, el que la conversación tenga lugar con el objeto de su difusión mediática. Así, cita como curiosidad el hecho de que el Carde-nal, apoyando la tesis del retorno de la religión en la afluencia de turistas a San Pedro, no repare en el aspecto mediático que tiene la religiosidad contemporánea: la de los hombres, congregados en la Plaza de San Pedro, pendientes de lo que aparece en la gigantesca pantalla que retransmite al Papa. “Tan amigo es [el hombre] de las

imágenes, que incluso la iconoclastia, la prohibición de imágenes de lo divino, debi-era verse, creo yo, como un intento extremo de difundir una imagen negativa, tan excel-sa que fundiera en sí todas las imágenes posibles (algo parecido a lo que ocurre tam-bién con el Tetragramma: el Nombre Sin Nombre de Dios, o con el Cuadrado negro de Malevitch)” (p. 21). Ello muestra precisa-mente que esto no es exclusivo del mundo contemporáneo, sino que el hecho de que la idolatría haya ido de la mano de toda reli-gión sugiere el carácter intrínsecamente mediático de lo religioso. Por último, Duque critica también la concepción humanista que subyace al pensamiento de Sloterdijk tanto como al de Kasper. Según ésta, la religión es algo de lo que el hombre “dispo-ne” y puede “utilizar” en un sentido u otro, de forma que estos “usos” por parte del sujeto serían susceptibles de un enjuicia-miento moral. En definitiva, es éste un libro sugerente, que da vueltas en torno a una cuestión nuclear de nuestro tiempo, y al que merece la pena dedicar una lectura, una lectura durante la cual difícilmente conseguiremos obviar la inquietante cuestión con que Du-que termina su prólogo: “Lo único que no se pregunta, al menos en los casos aquí exami-nados, es por qué no vivimos ya más que de retornos” (p. 34).

Alejandro Martín Navarro

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Francisco Soler Gil y Martín López Corredoira, ¿Dios o la materia? Un debate sobre cosmología, ciencia y religión. Prólogo de Juan Arana. Barcelona, Áltera, 2008. 304 páginas. 23 x 15. Rústica. El libro recoge un apasionado debate entre dos cosmovisiones filosóficas fundamenta-les: el teísmo y el materialismo. Está reali-zado por dos buenos conocedores de la física y de la filosofía: Soler Gil es doctor en Filo-sofía y miembro del equipo de investigación de Filosofía de la Física de la Universidad de Bremen y López Corredoira es investiga-dor del Instituto de Astrofísica de Canarias,

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Thémata. Revista de Filosofía. Número 41. 2009 631 doctor en Físicas y en Filosofía.

Como Arana expone en el prólogo, por cierto realizado con una redacción y una calidad expresiva sobresalientes, el libro es de un gran interés porque toca problemas funda-mentales de la relación del hombre con el conocimiento sin refugiarse en academicis-mos y con la vida palpitante de quien sabe que las creencias y las certezas son parte importante sobre las que construir la propia vida. El origen del debate está en un artícu-lo de Soler –que abre el libro- en el que arguye que según los datos de la cosmología contemporánea el teísmo resulta más expli-cativo que el materialismo. Soler lo envió a Corredoira cuando en un intercambio de correos electrónicos realizados entre di-ciembre de 2005 y enero de 2006 éste le comentó que tenía ciertas dudas sobre la cosmología contemporánea. Cuando Corre-doira leyó el artículo enseguida quiso repli-car y así surgió el debate que acabó en la publicación del libro. Aunque la pretensión de Soler era ceñirse a la cosmología y lo intenta en varias ocasiones, la cuestión deriva a todo un conjunto de argumentos científicos, filosóficos, históricos y teológicos que hacen que la idea original quede des-bordada. Por un lado hay que decir que escaparse del propósito inicial no ha sido una buena idea ya que abrir el debate a tantos campos hace que se entre en argu-mentos en los que los autores no son espe-cialistas aunque tengan buenos recursos en ellos. Sin embargo, ver un debate donde dos personas bien formadas en sus disciplinas se ponen a intercambiar argumentos sin cerrarse a ninguna cuestión es también un ejercicio importante del que este libro puede presentarse como ejemplo y que hace que pueda resultar atractivo más allá del estric-to ámbito académico a todo público culto en general. Creyendo eso, también creo que deberían plantearse escribir el libro que no escribieron y ofrecernos un debate sobre la cosmología contemporánea. Me parece que la misma cosmología necesita de esas re-flexiones.

El libro está estructurado en forma de dis-cusión académica y por ello comienza con el texto señalado de Soler al que Corredoira replica. A esa réplica siguen una dúplica y

una tríplica por cada uno de los autores. Al libro se le añade un índice de términos y autores citados.

Al texto con el que arranca el libro lo titula Soler Pensando en la encrucijada: interpre-tación materialista e interpretación teísta de los datos cosmológicos fundamentales y que fue publicado con anterioridad en las revis-tas Fronda (nº 2) y Arbil (nº 92). Soler sos-tiene que el materialismo y el teísmo son dos marcos de referencia básicos para la comprensión del mundo pero que según los datos de la cosmología física contemporánea la cosmovisión teísta resulta más coherente con lo que hoy en día se sabe. Soler ofrece tres datos establecidos por la cosmología contemporánea y que convienen a esa situa-ción: 1.- el universo existe como objeto; 2.- el universo es racional y 3.- está ajustado finamente de modo que favorece la apari-ción de la vida. Según Soler el teísmo puede asumir a la perfección esos datos y explicar-los por la acción de un Dios racional. Sin embargo, el materialismo considera esos datos como hechos de la naturaleza que no pueden justificarse y en consecuencia apa-rece como un marco con poca capacidad explicativa.

En su primera intervención, réplica al artí-culo de Soler, Corredoira deja muy clara su intención de salirse del tema de la cosmolog-ía ya que piensa que lo que está de fondo en el debate no es una cuestión científica sino metafísica. No obstante aborda algunas de las cuestiones tratadas por Soler. Sobre el ajuste fino piensa que no es plausible supo-ner que el universo pudiera haber tenido otros parámetros de los que tiene y ve la opinión de Soler como una pitagorización en la que el parámetro real del universo se situaría al mismo nivel que el parámetro matemático posible que nunca se dio. Sobre la racionalidad del universo responde que hay datos para suponer un orden racional sin que por eso tengamos que postular a Dios que sería una forma primitiva de expli-car los fenómenos físicos apelando a fuerzas sobrenaturales. Dios es el comodín de nues-tras ignorancias. Sobre la relación Dios-Universo lo más que se puede decir es que Dios es la causa del segundo siendo el pri-mero no otra cosa más que la causa del

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632 Thémata. Revista de Filosofía. Número 41. 2009 universo por lo que se caería en una absur-da tautología. Cierto es que Dios aparece como un deseo humano, pero al deseo no tiene por qué corresponderle un correlato objetivo.

La primera réplica de Soler desgrana por-menorizadamente las críticas de Corredoira y expone de manera detenida las respuestas a sus ataques. Corredoira en esto es mucho más general. Parece como si los roles inte-lectuales se intercambiaran en lo que al método se refiere y el filósofo fuera un analítico impenitente y el científico un generalista. Por ello los textos de Soler son más amplios, más estructurados e intentan reconducir toda afirmación al terreno de la interpretación del dato cosmológico que empezó por plantear. Así, intenta centrar el debate en los tres datos cosmológicos que comentó en su primera intervención. Con-cretamente y sobre el ajuste fino argumenta contra la idea de Corredoira de que este mundo es el único que hay y que por lo tanto hay que aceptarlo como el único posi-ble. Soler piensa que no es esa la actitud que ha tenido la ciencia creadora y que, de hecho, intentar ajustar los parámetros ha servido de estímulo y guía para hacer avan-zar la investigación. Sobre la disputa de la racionalidad del universo acudo a las pala-bras de Soler: “Supuesto el marco materia-lista, lo más natural sería esperar que la razón humana estuviera fuertemente condi-cionada por su origen evolutivo y resultara por ello efectiva, sobre todo, para la resolu-ción de problemas relativos a nuestro en-torno habitual, pero no tanto para la com-prensión de ámbitos del mundo físico muy diferentes del nuestro. Supuesto el marco teísta, lo más natural es, en cambio, pensar que el universo está dotado, por doquier, de una racionalidad accesible, en gran medida, a nuestro entendimiento” (pp. 68-69). Lo que concluye es que la visión teísta es espe-cialmente explicativa y de hecho la ciencia nació de la mano de la teología. Y es verdad que la Iglesia católica no es una institución académica, pero también lo es que promovió el nacimiento de las Universidades.

En su dúplica a Soler, Corredoira hace como de pasada una observación que personal-mente considero importante: “la cosmología

física propiamente dicha no tiene tanto que aportar como para alimentar el debate teísmo versus materialismo” (p. 95). Que eso lo diga un astrofísico profesional es para tomarlo muy en serio e indica una diferen-cia sustantiva con respecto a Soler, que considera que sí puede hacerlo. Y es que aquí entran en lid dos ideas de la actividad científica: la de Corredoira, para quien la función del científico es hacer experimentos de medición particulares y que piensa que toda conclusión más allá de esos datos supera la misión del investigador, y la de Soler, que concibe que sacar conclusiones es el fin de la ciencia en su compromiso con la verdad y lo demás son medios necesarios pero medios al fin y al cabo. Corredoira es un experimentalista, Soler un teórico. Sus diferentes visiones de la ciencia se enfren-tan, por lo que el debate va mucho más al fondo de lo que parece.

Después de reafirmarse en los argumentos cosmológicos que ha sostenido a lo largo de la discusión, Corredoira muestra su repulsa por la relación entre cristianismo y raciona-lidad que estableció Soler ya que a su pare-cer lo que la historia muestra es todo lo contrario. Sobre Dios como causa del uni-verso establece que los atributos que carac-terizan al Dios personal no se deducen de la existencia del universo y, por último, esta-blece un conjunto importante de contradic-ciones en el cristianismo que hacen que se convierta en inconsistente como cosmovisión del mundo. En estas páginas se entra en algunas críticas muy específicas y que abren la discusión a elementos históricos y teológi-cos. Se le dedica espacio a ello por lo que marcan buena parte de la argumentación posterior.

En su última intervención Soler hace balan-ce de una discusión que considera que en sus aspectos cosmológicos ya no puede seguir adelante porque se ha llegado a desacuerdos fundamentales. Por poner un ejemplo, en la cuestión del ajuste fino, Soler considera que la ciencia debe mostrar las razones de por qué existen en el universo unos parámetros mejor que otros mientras que Corredoira piensa que hay que aceptar los parámetros como datos sobre los que no se puede dialogar y alegrarse –le critica

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Thémata. Revista de Filosofía. Número 41. 2009 633 Soler- porque esos parámetros hayan permi-tido la vida y la vida inteligente. En el resto de su intervención Soler esgrime una buena cantidad de argumentos para defender al cristianismo de las acusaciones de oportu-nismo e irracionalidad que Corredoira le achaca. En esta parte Soler muestra que el cristianismo ha movido a los seres humanos a buscar la verdad racional de las cosas ya que ambos no son incompatibles. Entra además en cuestiones teológicas mostrando que el cristianismo histórico y el carismático e institucional no muestran incoherencias salvo para aquellos que no han profundiza-do lo suficiente en sus doctrinas. Para aca-bar, Soler plantea algunas dificultades de la visión materialista del mundo. Resumo: explicar la capacidad humana de adquirir conocimientos verdaderos, explicar los imperativos morales absolutos, explicar el problema del mal más allá de ser un resul-tado natural de procesos naturales, explicar la existencia de valores estéticos objetivos y, por último, explicar la libertad humana.

En su última intervención Corredoira es especialmente claro en lo que respecta a los principios que asume. Ve el hecho de ser teísta o materialista como una cuestión de ideología y no de ciencia y “la ideología depende de la psicología del individuo que la defiende, de la sociedad que lo rodea, de sus circunstancias emocionales, de la cabezoner-ía del buen gallego (como puede ser mi caso), etcétera” (p. 248). Extremando su posición llega a afirmar: “Basta con que alguien nos diga cual es su ideología, y lo demás viene implícito” (p. 250). También afirma que la discusión de las ideologías no sobrepasa el terreno de las artes retóricas e incluso que los argumentos vertidos en la obra no moverán un ápice la balanza de sus creencias “salvo quizá en algún joven con ideas no muy claras” (p. 251). Esto muestra otro desacuerdo fundamental con Soler en la medida en que éste, al final de su ultima intervención (p. 243), hace una apuesta muy fuerte por el poder de los argumentos. De ello resulta no sólo una discrepancia en creencias religiosas sino, como vimos antes, en concepción de la ciencia y ahora en la idea que tienen sobre el modelo de razón. Soler cree en la eficacia del diálogo, Corre-doira –colijo de sus palabras- lo ve como un

placer estupendo para pasar el tiempo pero que no tiene más repercusiones. Echo en falta que no se haya argumentado más una posición como esa porque detrás de ello podríamos encontrar toda una teoría del conocimiento humano y podríamos enterar-nos mejor del tipo de materialismo que Corredoira sostiene. Me hubiera gustado saber si lo que Corredoira dice del teísmo de Soler, que “no es más que una máscara para cubrir un conjunto de emociones irraciona-les” (p. 265), también se puede aplicar –sería coherente con lo que está sosteniendo- de su ideológico materialismo.

Corredoira va concluyendo recordándole a Soler la conexión entre poder temporal y espiritual a lo largo de la historia y las persecuciones ideológicas que llevó a cabo el cristianismo mientras que afirma que no hay una estructura atea de esa índole (no sé si los totalitarismos marxistas del siglo XX –por tanto, materialistas y ateos- serán un buen contraejemplo). También afirma una relación inversamente proporcional entre el nivel intelectual y el grado de religiosidad (lo cual indicaría que sólo los materialistas son buenos intelectuales y serían los únicos que estarían capacitados para ilustrar a la plebe inculta entre la que se encontrarían algunos de los cerebros más importantes de la historia de la humanidad y otros a los que más modestamente es difícil considerar como tontos, ingenuos o ilusos). Cuando entra a valorar las acusaciones de relati-vismo que le ha hecho Soler, Corredoira apela al hecho de que el hombre, aunque no tenga dominio sobre los procesos de conoci-miento, puede tener conocimientos verdade-ros. Sobre la moral se aleja de planteamien-tos absolutos ya que la considera como producto de la cultura (aunque sin embargo sí juzga sobre la maldad del producto de la cultura que es el cristianismo, lo cual es una demostración práctica de que no es tan relativista cultural como parece). Concibe a la religión como un narcótico y apela a la condición heroica de quien se enfrenta a la vida sin los clavos ardiendo de la fe (cristia-na). Parece ser que el materialista es el hombre cabal que mira por el bien de la humanidad tan solo por ella misma y no el cristiano egoísta que sólo piensa en su propia salvación (entre los que supongo que

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634 Thémata. Revista de Filosofía. Número 41. 2009 se encuentran los santos y los mártires oficiales y los muchos otros que no son oficiales incluidos los muchos que nos dan muestras con su ejemplo de que van camino de ello). En las páginas 280 y 281 Corredoi-ra dice algo que, tan sólo cambiando algu-nos términos, sería más coherente que a la vista de lo escrito en el libro hubiera dicho Soler: “El mundo intelectual no puede que-darse en una cuestión de sentimentalismos, debe elevar al hombre por encima del hom-bre, y para ello se necesita un alma de guerrero capaz de sobrevivir en el desierto árido de la verdad sin disfraces. En tal arena luchan los más bravos con la pasión derivada de la fuerza del pensamiento, y en tal arena sufren y se sienten odiados los que quieren ver oasis por todos lados y a los que continuamente se les dice que lo que ven no son más que espejismos”. Sobre la distinta bibliografía que ilustra los capítulos hay que reconocer, también lo señala Arana en el prólogo, que no puede ser más heteróclita. La enorme cantidad de temas que se han sacado a la luz hace que la disparidad de objetos y de enfoques de-ntro de los mismos objetos sea muy amplia. Eso no rinde más que en beneficio de la discusión ya que se aportan argumentos de muy diversa índole que nos permiten consi-derar elementos en los que no caeríamos en la cuenta dentro de una sola perspectiva o en un enfrentamiento más amable. La lectura del libro compensa ya que nos hace reconsiderar un tema filosófico y vital de siempre con la frescura de dos combatientes convencidos de sus posiciones y con la edu-cación suficiente como para dialogar con mesura racional y apasionamiento emotivo sin caer en descalificaciones. Sobre lo argumentado por Soler hay una cuestión de fondo que no me ha quedado clara. Evidentemente él no piensa que la fe pueda sustituir al conocimiento científico, a todas luces eso no entra en su juicio. Intenta tan sólo señalar que en el marco de la cos-mología existe un conjunto de datos que se pueden integrar más coherentemente de-ntro de la cosmovisión teísta que dentro de la cosmovisión materialista. Y lo argumenta razonablemente. Lo que no deja claro es la conexión del cuerpo de verdades de la fe con

el cuerpo de conocimientos científicos y especialmente con el método que debe reali-zar la ciencia para postular sus teorías. Desde la Edad Moderna se ha sostenido que la ciencia experimental debe ser metodoló-gicamente atea, buscar etsi Deus non dare-tur la explicación de los fenómenos natura-les. Y creo que la ciencia ha cumplido escru-pulosamente ese método con buenos resul-tados hasta la fecha. En ese sentido no veo un problema en que la inteligencia humana sea un instrumento nacido para la supervi-vencia humana (misión que evidentemente cumple) y que pueda estar abierta por sus enormes potencialidades a una realidad mayor que la del mero sobrevivir físico individual o de la especie. ¿Debe la biología introducir claves teístas en la explicación de la génesis de la conciencia o debe seguir intentando explicar naturalmente los fenó-menos naturales? No vendría mal una aclaración específica sobre ese punto en algún escrito posterior: ¿es viable o es con-tradictorio ser teísta y metodológicamente ateo? Fuera de ese punto fundamental, mis dis-crepancias con Corredoira son mayores que las que tengo con Soler. No tanto por los argumentos que sostiene, que son claros y tienen fuerza, como por la función que le otorga a la filosofía y a su versión del mate-rialismo. Empecemos por la segunda. Dice Corredoiria que son los creyentes los que deben probar la existencia de Dios y no los ateos su inexistencia ya que son los teístas los que multiplican los entes sin necesidad. Personalmente no creo que se pueda probar o dejar de probar apodíctica-mente la existencia o inexistencia de Dios. Lo que podemos es dar nuestros argumentos y nuestras convicciones para enfrentarnos racionalmente al universal deseo de tras-cendencia que posee la especie humana. La religión es un fenómeno cultural tan uni-versalmente extendido como la prohibición del incesto. La religión se da en todas las culturas por motivos tanto simples (que apunta Corredoira) como complejos (que apunta Soler) en los que no es momento de entrar ahora. Lo que planteo es que negar sin más ese hecho diciendo que todas las culturas están sin más equivocadas y que

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Thémata. Revista de Filosofía. Número 41. 2009 635 demuestren sin más que no lo están es una arrogancia. Quien niegue la realidad de los objetos a los que se dirige la religión debe también cargar con la necesidad de mostrar argumentos suficientes. La consecuencia de no afrontar ese reto en el debate tiene la grave consecuencia de que Corredoira hace fuertes críticas a la visión teísta y, sin em-bargo, dedica pocos momentos a explicar en qué consiste en concreto –y tiene muchos detalles- su visión materialista. Sin más lo da por evidente como aquello que hay que sostener si no se quiere ser un iluso. Des-pués de leer el libro sé por qué Corredoira no es cristiano, lo que no sé es por qué es materialista. Quizás si se hubieran limita-do, como pretendía Soler, a analizar los datos cosmológicos, la cuestión hubiera quedado más clara. O quizás la solución está en que escriba otro libro, con o sin Soler, explicando por qué es materialista. Hay formas y formas de materialismo, algunas muy pintorescas, y no creo que esas sean precisamente las que Corredoira sos-tiene por la seriedad con la que ha argu-mentado en su obra. Otra cuestión es la función que Corredoira otorga a la filosofía. En el libro hay conti-nuas identificaciones de la argumentación que se está realizando con las artes retóri-cas o con un simple ejercicio que tiene como finalidad el placer de discutir por discutir. No creo que sea esa la función que hoy en día hay que atribuirle al filosofar. Es cierto que hay una conexión entre filosofía y re-tórica: ya que hay que hablar hay que hacerlo bien. Pero la filosofía requiere un uso estricto de la razón para examinar argumentos y sopesarlos para emitir vere-dictos que a los que nos dedicamos a esto nos resulta muy oneroso porque sabemos de la trascendencia que de hecho tiene para crear modelos sobre el hombre y el mundo. Filosofar requiere abarcar mucha informa-ción y estructurar los argumentos con mu-cho rigor. En ese sentido comprendo y com-parto la opinión de Soler de que está mucho más a gusto tomando una buena botella de vino conversando con su mujer. Quizás para Corredoira filosofar le sirva para distraerse después de largas horas de observaciones astrofísicas en Canarias. Pero para los filósofos nos resulta más relajante dejar en

algún momento de recoger, sopesar argu-mentos y crear otros nuevos y dedicarnos a conversar sobre música o a contemplar las estrellas de otra forma a como Corredoira lo hace. La filosofía, como la ciencia experi-mental, cuesta mucho trabajo. Duele que se frivolice sobre ella, especialmente cuando todos nuestros conocimientos no están hechos de una vez para siempre y a los modelos que construimos siempre hay que añadirle la coletilla final “según el estado actual de nuestros conocimientos”. Lo dijo Tomás de Aquino: el ente es inagotable. De alguna forma, así fue al principio, toda la tarea del conocer humano no es otra cosa que ejercer el pensamiento filosófico: una búsqueda sin término y, en esa misma medida, una opinión más o menos razonada.

Francisco de P. Rodríguez Valls

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J. M. Torralba, Acción intencional y razo-namiento práctico según G. E. M. Anscombe, Pamplona, Eunsa, 2005, 241 pp. La monografía reconstruye el lugar tan preciso que Elizabeth Anscombe ocupó, como discípula de Wittgenstein, en el naci-miento y desarrollo de la filosofía analítica de la acción. Suele ser habitual a este res-pecto contraponer las propuestas del primer Wittgenstein en el Tractatus a las del últi-mo en las Philosophical Investigations, publicadas de modo póstumo precisamente por Anscombe, junto con Rhees, dos años después de su muerte. El primer capítulo de la monografía aporta valiosos datos bio-gráficos sobre la relación de la filósofa con Wittgenstein, además de sus estudios en Oxford y Cambridge, el matrimonio con Peter Geach, los años de tutor en Oxford, su significativo debate con C. S. Lewis a propó-sito de la noción naturalista de milagro, así como su posterior vuelta a Cambridge ya como catedrática en 1970, donde se jubiló en 1986 y permaneció hasta su fallecimiento en 2001. Pero el propósito de la monografía no es biográfico, sino que pretende localizar las aportaciones más decisivas de Anscombe a tres temas clave del debate ético contem-poráneo: la noción de intencionalidad, la de

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636 Thémata. Revista de Filosofía. Número 41. 2009 deber o norma moral y la de virtud o auto-valoración del propio obrar moral. A este respecto el propósito principal de José María Torralba es mostrar como Ans-combe admitió una lectura deontológica de la normatividad prudencial aristotélica, siempre que la segunda se refiera a los hechos intencionales ahora juzgados mien-tras que la primera se refiera a la universa-lidad normativa del “deber” que a su vez permite juzgarlos, como más recientemente han mostrado Charles Taylor y Alasdair MacIntyre. José María Torralba reconstruye así el modo en que Anscombe fundamentó estas tres nociones básicas del razonamien-to moral en el silogismo práctico aristotéli-co, que a su vez se remite a una previa filosofía primera o teoría de la acción, donde se establece una clara separación entre estas tres nociones básicas del discurso ético, a saber: la intencionalidad con que se describen los hechos, la universalidad nor-mativa que a su vez hace posible esa misma descripción y la reflexión práctica autovalo-rativa que este mismo proceso genera. En este sentido Anscombe estableció una clara separación entre la triple dimensión heurística del silogismo práctico respecto de sus otros usos éticos o meramente poéticos o lingüísticos, estableciendo a su vez una subsiguientes articulación interna entre el saber teórico y práctico, así como entre los distintos sentidos del término intención. Sólo así se pudo mostrar la originalidad de la filosofía práctica aristotélica y de la ética de la virtud, frente a las de la ética del deber kantiano, o de la ética del sentimiento humeana, con las que Anscombe debatió largamente al ocuparse del paradigma de la moral contemporánea. En cualquier caso, lo que se defiende en el libro es la originalidad de las propuestas éticas de Anscombe, así como su ininte-rrumpida presencia en los debates éticos contemporáneos, sin adoptar en ningún caso una actitud conformista con el pensamiento hegemónico vigente que ella bautizó como “consecuencialista”. Sólo una fuerte perso-nalidad como la suya, unida a una trayecto-ria intelectual irreprochable en tantos sen-tidos, le otorgó una singular legitimidad para tratar de hacer presentes los graves problemas éticos que hoy día sigue teniendo la ciencia, la técnica y la propia ética.

Para alcanzar estas conclusiones la mono-grafía se divide en cinco capítulos y dos partes: a) los tres capítulos de la primera parte analizan, además de su perfil intelec-tual, el contexto de la filosofía moral de Oxford en la que se gestó Intention, así como la crítica que formuló al consecuencia-lismo ético contemporáneo en Modern Moral Philosophy (1958); b) los dos capítulos de la segunda parte, que ocupan más de la mitad del libro, analizan pormenorizadamente la aparición de la noción de intencionalidad en Aristóteles, así como sus posteriores desa-rrollos en el análisis del silogismo práctico, todo ello en el contexto del actual debate entre explicación y comprensión en las ciencias humanas y sociales; a este respecto se hace también referencia a la confronta-ción de Anscombe con la teoría causal de la acción y la pretendida posibilidad de una autovaloración intencional de la acción. Por su parte el último capítulo analiza la especí-fica verdad de la acción (o verdad práctica) lograda a través del razonamiento práctico, en la medida que es el resultado de una intencionalidad previa que a su vez debe ser objeto de una autovaloración reflexiva, en razón de los medios disponibles para lograr aquellos fines. Finalmente, en el epílogo se hace notar la peculiar racionalidad teleoló-gica de virtudes que se encuentra en el planteamiento de Anscombe, a la vez que se indican en tres apéndices las publicaciones de Anscombe, así como distintos cursos, seminarios y conferencias impartidos en Oxford, Cambridge y Minnessota. Para concluir, una reflexión crítica. Sin duda la presencia de Elizabeth Anscombe en el debate ético contemporáneo ha sido constante, no sólo por el lugar emblemático que ocupó como albacea de los manuscritos póstumos de Wittgenstein, sino también por la tenacidad mostrada en todos los proyec-tos que inició. En este sentido, sus aporta-ciones se circunscriben ahora al ámbito concreto de la filosofía moral, donde sin duda ella prefirió situar este tipo de deba-tes. Sin embargo sus propuestas desde un primer momento transcendieron este ámbi-to, habiendo ejercido también un fuerte influjo en los debates contemporáneos de la teoría de la ciencia, tanto social como natu-ral, como de un modo indirecto ahora tam-bién se hace ver. Evidentemente se trata de

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Thémata. Revista de Filosofía. Número 41. 2009 637 un paso más, que todavía estaría por dar, pero que evidencia el creciente interés que está despertando la filósofa británica. Mues-tra de ello es, por ejemplo, el número mono-gráfico de Philosophy (vol. 54, 2005) titulado “Modern Moral Philosophy”, además del reciente congreso internacional dedicado a Intention, celebrado en la Pontifica Univer-sidad de la Santa Cruz en febrero de 2008, o la aparición de dos volúmenes (Human Life, Action and Ethics, 2005, y Faith in a Hard Ground: Essays on Religion, Philosophy and Ethics, 2008) editados por Mary Geach y Luker Gormally que recogen artículos y conferencias (la mayor parte inéditos) pos-teriores a la publicación de los tres volúme-nes de Collected Philosophical Papers en 1981. A lo que se suma la edición (realizada

por el autor de esta monografía en colabora-ción con Jaime Nubiola) de las lecciones que Anscombe pronunció en la Universidad de Navarra en diversas ocasiones de las déca-das de 1970 y 1980, bajo el título: La filosof-ía analítica y la espiritualidad del hombre (Eunsa, Pamplona, 2005), en la que se incluye la primera traducción al castellano de “Moder Moral Philosophy”. Es de agrade-cer también la publicación en internet de una página con las lista completa de publi-caciones de Anscombe, así como de otra bibliografía e informaciones de interés: http: // www.unav.es/ filosofia / jmtorralba / ans-combe _ bibliography.htm

Carlos Ortiz de Landázuri

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