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El largo invierno JOSÉ MANUEL FAJARDO JOSÉ MANUEL FAJARDO (Granada, 1957) es periodista. Publicó dos libros históricos antes de escribir novelas. La última, Una bel leza convuls a, se acerca a la víctima de un secuestro en el País Vasco.  No parecía que el verano fuera a llegar nunca. La nieve caía mansamente sobre las vías del ferrocarril, cuyas traviesas se ocultaban ya bajo su manto blanco. Las dos líneas negras de los raíles semejaban un rastro de carbón dejado por algún personaje de cuento infantil para orientarse entre los bosques que se cernían sobre la vía férrea, colgados de las escarpadas laderas de los montes. Era un paisaje agreste y violento al que la luz del atardecer daba el aire irreal de un decorado de teatro. El viento había cesado al comenzar la nevada, y ahora los árboles lucían sus albas guirnaldas y el suelo invitaba a dejar las huellas de nuestros pasos. La voz del padre de Chuchi nos llegó desde la caseta del guardabarreras: ¡Chavales, dejaos de juegos y tirad para casa, que aprieta el frío! Ya hacía un rato que Mitxel y yo nos habíamos bajado del tren, de regreso de la escuela, y empezaba a hacerse tarde. Recogimos nuestras carteras, medio enterradas en la nieve, y echamos a andar hacia el pueblo. El camino subía entre altos pinos y remontaba la garganta, en cuya hondonada se escuchaban rumorosas las aguas del río Vida. El musgo mordía los troncos de los robles que se asomaban vertiginosos en el despeñadero, más allá de la línea de pinos. Sus troncos retorcidos parecían pintados de amarillo y de verde, y la filigrana de sus ramas desnudas se recortaba contra los espejeos del agua donde iban a morir los grandes copos de nieve que se adentraban en la garganta, con una danza etérea y delicada. Aún quedaban restos de hojarasca en los recodos en que los robles se avecinaban al sendero. El suelo parecía teñirse de rojo y se hacía resbaladizo. Yo siempre sentía miedo cuando notaba hundirse mis botas en aquella empapada alfombra vegetal, pues el camino se hacía tan estrecho que había que marchar en fila india y el viento de la garganta parecía llamarme por mi nombre, convocándome a su abismo con una atracción malsana. Pero Mitxel caminaba como si se hallara en la más plácida pradera, despreocupado y resuelto.

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    El largo invierno

    JOS MANUEL FAJARDO

    JOS MANUEL FAJARDO (Granada, 1957) es periodista. Public dos libros histricosantes de escribir novelas. La ltima, Una belleza convu lsa, se acerca a la vctima de un

    secuestro en el Pas Vasco.

    No pareca que el verano fuera a llegar nunca. La nieve caamansamente sobre las vas del ferrocarril, cuyas traviesas seocultaban ya bajo su manto blanco. Las dos lneas negras de losrales semejaban un rastro de carbn dejado por algn personaje decuento infantil para orientarse entre los bosques que se cernan sobrela va frrea, colgados de las escarpadas laderas de los montes. Eraun paisaje agreste y violento al que la luz del atardecer daba el aireirreal de un decorado de teatro. El viento haba cesado al comenzar lanevada, y ahora los rboles lucan sus albas guirnaldas y el sueloinvitaba a dejar las huellas de nuestros pasos.

    La voz del padre de Chuchi nos lleg desde la caseta delguardabarreras:

    Chavales, dejaos de juegos y tirad para casa, que aprieta el fro!

    Ya haca un rato que Mitxel y yo nos habamos bajado del tren, deregreso de la escuela, y empezaba a hacerse tarde. Recogimosnuestras carteras, medio enterradas en la nieve, y echamos a andarhacia el pueblo. El camino suba entre altos pinos y remontaba lagarganta, en cuya hondonada se escuchaban rumorosas las aguas delro Vida. El musgo morda los troncos de los robles que se asomabanvertiginosos en el despeadero, ms all de la lnea de pinos. Sustroncos retorcidos parecan pintados de amarillo y de verde, y lafiligrana de sus ramas desnudas se recortaba contra los espejeos del

    agua donde iban a morir los grandes copos de nieve que seadentraban en la garganta, con una danza etrea y delicada.

    An quedaban restos de hojarasca en los recodos en que los roblesse avecinaban al sendero. El suelo pareca teirse de rojo y se hacaresbaladizo. Yo siempre senta miedo cuando notaba hundirse misbotas en aquella empapada alfombra vegetal, pues el camino se hacatan estrecho que haba que marchar en fila india y el viento de lagarganta pareca llamarme por mi nombre, convocndome a suabismo con una atraccin malsana. Pero Mitxel caminaba como si se

    hallara en la ms plcida pradera, despreocupado y resuelto.

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    Y admiraba en Mitxel todo lo que mi carcter me vedaba: su buenhumor y su cabezonera, su resistencia a la hora de andar por elmonte y su buen tino con la escopeta, su paciencia de pescador y suhabilidad para construir cosas con las manos. Mi impaciencia, torpezay falta de decisin me hacan considerar cada uno de sus actos como

    una verdadera hazaa. Quiz por eso ramos inseparables... porquel era el hroe que me habra gustado ser y porque yo era el discpuloque su resuelta voluntad precisaba para recordarle que no todoestaba al alcance de sus designios: por ms que se esforzara, yonunca podra ser como l. Por eso Mitxel estaba destinado a vermundo y yo a no salir nunca del pueblo. Y as ha sido. Mientrasescribo estas lneas e invoco a los fantasmas del recuerdo, veo unavez ms, desde la ventana de esta casa en la que viva entonces yan habito, el sendero que se aleja entre los rboles rumbo alapeadero del tren hullero, hoy abandonado; el mismo sendero por

    donde venamos los dos aquella tarde de nieves.

    Recorramos el camino a buen paso para evitar que la noche nossorprendiera antes de llegar al pueblo y, como tantas veces, Mitxelme contaba lo que su padre le haba escrito en su ltima carta.

    Dice que cuando aqu es invierno all es verano y que es unallanura inmensa, como si all mismo se terminara el mundo. Y debeser verdad porque ya has visto en el mapa que un poco ms abajoest el Polo Sur.

    Yo asenta, fascinado por la lejana de aquella tierra de nombreextico desde la que llegaban, muy de tarde en tarde, las cartas delpadre de Mitxel: la Patagonia. Mil veces habamos mirado en el mapay all estaba, en el sur de un pas cuyo nombre s nos era familiar:Argentina. En medio, un mar azul enorme que en el mapa no era sinoun palmo y, en nuestra imaginacin, el ms insondable de losabismos.

    Dice que monta mucho a caballo y que en los caminos siempre se

    encuentra a hombres solitarios que tienen muchas historias quecontar. Y dice que se las cuentan a la luz de las hogueras, durante lanoche, y que l tambin cuenta y les habla de m y del pueblo. Lodice as, de veras.

    No s cundo empec a sospechar que las cartas del padre deMitxel no decan lo que Mitxel me contaba. Quiz fue porque un dame di cuenta de que nunca me haba dejado leer ninguna. Tampocome las enseaba, tan slo me hablaba de ellas. Llegu incluso apensar que ni siquiera existan, pero una tarde el repartidor del pan,

    que haca tambin de cartero, me dio un sobre para que se loentregara a mi amigo porque l tena que regresarse a la ciudadurgentemente. All tena la carta, en mi mano. Un sobre pequeo, con

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    rayas azules y rojas que enmarcaban el espacio en blanco dondeaparecan el nombre y la seas de Mitxel. Y, en el remite, el nombrede su padre y una direccin de Argentina. As que era verdad... Sinembargo, aquel sobre tan liviano y pequeo no poda contener lalarga historia que luego me cont mi amigo, una vez que se lo hube

    entregado.

    Por alguna oscura razn, saber que los cuentos de la Patagonia queMitxel me contaba eran fruto tan slo de su imaginacin no me hacaconsiderarle un mentiroso, y segua aguardando sus relatos con elmismo entusiasmo que si fueran ciertos. Yo no poda reunir su valor ysu destreza, pero quiz saber que l tambin era dbil, que haba unrincn de su alma en que temblaba de miedo y de tristeza como yotemblaba en esas noches solas que han terminado por convertirse encompaeras de mi vida; saberlo frgil por un instante, me haca

    sentir que no era tanta la distancia que nos separaba.

    Y mientras gozaba yo de su cuento aquella tarde, sendero arriba,me daba en pensar que ojal mi padre estuviera tambin muy lejos yme escribiera cartas, aunque fueran breves y vulgares, porque assabra que al menos durante unos minutos haba pensado en m.

    Un fuerte relincho vino a sacarme de mis fantasas. Mitxel, que ibadelante, se haba detenido y al levantar yo la cabeza vi que uncaballo nos cerraba el camino. Se mostraba inquieto, tan sorprendido

    por el encuentro como nosotros mismos.

    Es un potro castao dijo Mitxel. Debe estar nevando muchomonte arriba para que se haya atrevido a bajar hasta aqu.

    Mir al animal con una mezcla de miedo y pena. Las vacas, sabiasya en los manejos humanos, haban descendido la noche anterior delos prados altos, en busca del refugio de los establos; anunciando asla llegada de las nieves. Pero ni siquiera su altanero orgullo salvajehaba sido suficiente para que aquel caballo pudiera resistir el envite

    del fro sin avenirse a descender al mundo hostil de los hombres.Ten cuidado!

    Pero Mitxel ya no me prestaba atencin. Haba dejado su carteraen el suelo y se haba acercado hasta el caballo, que recul un par depasos. Ahora estaba a menos de un metro de l y pareca como siaquella mole de nervios y carne fuera a pisotearlo en cualquiermomento. Mitxel puso una mano sobre la cabeza del animal, muydespacio, y all la dej cuando ste se removi nervioso. Despus, el

    caballo se aquiet y Mitxel termin de arrimarse a l, mientras con laotra mano acariciaba su costado.

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    Venga, pasa ahora que est tranquilo.

    Yo obedec, recog la cartera y me acerqu hasta mi amigo. Sent lamirada del potro fija en m. Cabece un poco mientras pasaba a sulado, por el angosto pasillo que Mitxel haba logrado hacerle dejar

    junto a la pared rocosa, y permaneci inmvil mientras Mitxel lepalmeaba suavemente el cuello y me segua. Antes de doblar elrecodo, Mitxel se detuvo en seco.

    Te imaginas montar un potro como se en las llanuras de laPatagonia? me pregunt, pero creo que en realidad estabahablando para s porque no esper mi respuesta sino que se volvihacia el caballo, que se alejaba ya casi sumido en las sombras de lagarganta, y aadi, con una enigmtica sonrisa pintada en el rostro:

    Tengo doce aos, ya falta menos.

    Menos, para qu?

    Para seguir el curso del ro Vida hasta el mar me respondi sinmirarme.

    En las penumbras de aquel atardecer se escuch a lo lejos elsilbato del tren hullero y yo imagin a Mitxel desapareciendo delpueblo y de mi vida como los copos de nieve se volatilizaban sobre la

    chimenea de la locomotora. Entonces supe que el largo inviernoterminara por helarme el corazn. Y as ha sido.

    Relato publicado en El Peridico de Catalunya