extracto de june vagsto. viaje a ultramar

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Los invitamos a disfrutar de las primeras páginas de June Vagsto. Viaje a Ultramar.

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Beatriz Lerma

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www.editorialviceversa.com

© Beatriz González Lerma, 2012© Editorial Viceversa, S.L.U., 2012

Àngel Guimerà, 19, 3.º 2.ª - 08017 Barcelona (España)Primera edición: mayo 2012Maqueta y layout: Ix’s Imatge i Disseny S.L.

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin

autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o

procedimiento, sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros, así como la distribución de

ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

Printed in Spain – Impreso en EspañaISBN: 978-84-92819-91-1Depósito legal: B-10892-2012 Impreso y encuadernado por Rotocayfo (Impresia Ibérica).

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A mi niña. A su padre. Y al mío.

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ÍNDICE

Prólogo ............................................................................................................................11

Primera parte: A este lado del marEl retrato de la reina .........................................................................................................25 Otro día de mercado ........................................................................................................37La bestia de Sirex ..............................................................................................................58El peregrino .........................................................................................................................74Un negocio vergonzoso ...................................................................................................92Lucha en el astillero .......................................................................................................109Karo, Jard y Enuí ............................................................................................................127

Segunda parte: La travesíaCielo y mar ........................................................................................................................146Un navío .............................................................................................................................163El fantasma del capitán ................................................................................................181El ojo de hierro ................................................................................................................198Surcando las profundidades ........................................................................................215Los niños desaparecidos ...............................................................................................231El hombre pájaro ............................................................................................................248

Tercera parte: Al otro lado del marMareo de tierra ................................................................................................................266La granja La Preciosa .......................................................................................................280El secuestro ........................................................................................................................294El sacrificio ........................................................................................................................312La ira del dios ...................................................................................................................330Una nueva vida ................................................................................................................345La línea del horizonte ....................................................................................................360

Epílogo ..........................................................................................................................375

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a bofetada helada de un cubo de agua arrojada sobre la carale hizo abrir los ojos.

–¡La mujer está viva, señor! –anunció a gritos un mucha-cho que cargaba un balde vacío entre las manos.

–¡Gracias a Dios! –exclamó una voz oculta en la penumbra–.En tres jornadas de travesía, ya hemos tirado cinco cadáveres porla borda. Como sigamos así, este viaje va a ser mi ruina.

–¿Dónde estoy? –preguntó la recién despertada, con un tonoapenas audible.

Casi no podía mantener los párpados levantados. Había per-manecido inconsciente varios días y la escasa luz de la habitaciónla cegaba como el sol de agosto. Sentía los oídos taponados y lagarganta irritada. Los labios, resecos y agrietados, le escocíancomo si tuviera dos ascuas adheridas al pellejo y, al intentar hu-medecerlos con la lengua, le quemaron igual que si hubiera bebidovinagre puro. Sudaba a causa de la calentura y a la vez tiritaba defrío. Los músculos de la espalda, rígida por las contracturas, se ha-bían tornado tan duros como el suelo sobre el que estaba tendida.Las extremidades le pesaban como moles de piedra, pero hizo un

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Prólogo

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esfuerzo por incorporarse. No consiguió moverse ni unos pocoscentímetros. Entonces se percató de que unos gruesos grilletes oxi-dados la tenían sujeta de pies y manos.

–Por favor… –volvió a susurrar–. ¿Dónde estoy?El muchacho del cubo la miraba con expresión indefinida y no

parecía tener intención de responder.–Ha hablado, señor –dijo después de un rato, girando un poco

la cabeza hacia atrás, pero sin apartar la vista de ella.–¡Vaya, vaya! ¿Y ha dicho algo interesante o digno de ser es-

cuchado? –preguntó el otro, con manifiesta ironía.–¿Qué es este lugar? –insistió la mujer.–Señor, dice que…–Sí, ya lo he oído –interrumpió el hombre, que se acercó por

fin a la prisionera.Era de mediana edad, entre cuarenta y cincuenta años. Un

poco calvo y con algunas canas. Quizá para compensar la escasezde su cabellera, lucía un bigote desmesuradamente espeso. Vestíapantalones oscuros muy ceñidos a las piernas, cortas y fornidas.Un chaleco de cuero marrón dejaba al descubierto los brazos ner-vudos. Llevaba un látigo de siete puntas amarrado al cinto. Teníalas manos cubiertas de vello y las uñas, que la carencia de hierroen la dieta había estriado, negras de porquería. El brillo aceitosoque lo recubría de arriba abajo delataba una importante falta dehigiene. Mascaba sin parar un trozo estropajoso de regaliz, quemovía constantemente de un lado a otro de la boca. Semejantetesón triturador le hacía parecer una nueva especie de rumiantecon mostacho. Las facciones del rostro desentonaban en el con-junto. Suaves, casi delicadas, eran las de una buena persona. Sumirada, en cambio, certificaba que no lo era.

–Estás en la bodega de una preciosa galera. Rumbo a unanueva vida, llena de oportunidades –dijo, y soltó una risotada.

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–Pero… yo no puedo… –titubeó ella.–Ah, sí. Claro que puedes. Igual que todos esos que reman ahí.

¿No ves con qué ganas lo hacen? ¿No ves lo ansiosos que están porllegar? –El bigotudo señaló detrás de sí y volvió a reír.

La mujer levantó un poco la cabeza y vio una columna de ados de hombres que se movían adelante y atrás, adelante y atrás.A la izquierda, separada por un estrecho pasillo, había una co-lumna similar. Formaban un grupo de lo más variopinto. Los habíajóvenes y viejos, escuálidos y rollizos, enclenques y macizos. Elúnico elemento en común eran las marcas de los latigazos que,todos sin excepción, tenían dibujadas en sus espaldas desnudas.

–Soy la reina de Rotharam y exijo que esos galeotes sean libe-rados inmediatamente –ordenó la mujer, intentando dotar a su vozde la mayor autoridad posible, dadas las circunstancias.

–¡Y yo soy el sumo sacerdote del templo del Pasterra! –exclamóel hombre–. ¡Lo que yo diga! ¿Verdad, muchacho?

El del cubo, que seguía con cara de pasmado, no respondió ytampoco su jefe le dio tiempo para que pudiera hacerlo.

–Así que tenemos a un miembro de la realeza a bordo –conti-nuó–. En ese caso, doblaré vuestro precio, Alteza, y recuperaré laspérdidas ocasionadas por los muertos.

–Por favor… estoy encinta –dijo la mujer.–¡Fantástico! Entonces triplicaré las ganancias. No es lo mismo

vender una simple esclava que una esclava refinada que, además,lleva otro par de manos en sus entrañas. La verdad es que no sépor qué no se me habrá ocurrido antes incorporar a la oferta eseañadido. Recuérdame, muchacho, que la próxima vez sólo embar-quemos a mujeres embarazadas.

–Sí, señor –intervino, obediente, el alelado.–Aunque si la buena estrella me acompaña, es posible que haya

alguna otra golfa preñada entre todas estas criaturitas y pueda

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sacar una buena tajada, después de todo –calculó el hombre, conlos ojos en blanco.

La mujer ladeó la cabeza y vio que no era la única cautiva. Asu lado, había unas treinta jovencitas con cara aterrorizada y, de-trás de ellas, un grupo de chiquillos con las narices llenas de mocos.

–Pero si no son más que unas niñas –comentó ella, escandali-zada.

–Sí, es cierto. Seguro que aún no las han desflorado –observóel hombre y, al tiempo que se peinaba los bigotes con los dedos,añadió malicioso–: Pero eso se puede arreglar; el viaje es largo yhay tiempo para todo…

–¡No lo permitiré! ¡Juro que mataré a quien se atreva a ponerun dedo encima a cualquiera de esas muchachas! –gritó la mujer,y se revolvió en el suelo lo que las cadenas dieron de sí.

–¿Me estáis amenazando, Alteza? –inquirió el del chaleco decuero–. ¿Y cómo pensáis hacerlo con esos cepos? ¿Con la mirada?

–Lo digo en serio –advirtió ella, a pesar de encontrarse en clarainferioridad.

–Bueno, no es para ponerse así, si yo sólo quiero un besito –explicó con sorna y, acercándose a una de las chicas, preguntó–:¿No quieres darme un besito?

La joven giró la cara con repugnancia.–¡Que me des un beso! –exigió el hombre, con su aliento fétido

a regaliz revenido.–¡No! ¡No quiero! ¡Por favor…! –suplicó la chica, muerta del

asco.–¡Pues yo sí quiero! –insistió.–¡Alto! ¡Ya basta! –ordenó la mujer, pero no fue escuchada.–¡Ay! ¡¿Te has atrevido a morderme?! –exclamó el hombre,

perplejo–. ¡Pues ahora sí que vas a besarme!La muchacha empezó a gritar. Muchas de sus compañeras la

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imitaron, y los niños, sin saber muy bien qué estaba sucediendo,rompieron a llorar. El alboroto quedó interrumpido por un voza-rrón desde el otro lado de la bodega:

–¡Pergo! ¿Se puede saber qué es lo que estás haciendo, gusanoasqueroso?

La voz pertenecía a un hombre corpulento, de cabeza rasuraday cara de pocos amigos.

–No es lo que pensáis; sólo me estaba divirtiendo un poco. Yademás, no tengo por qué dar explicaciones a nadie –dijo Pergocon actitud altiva, aunque se apresuró a recuperar la composturay a limpiarse la sangre que le brotaba del labio inferior–. Hastaque no me deshaga de ellos, esta gente me pertenece y puedo hacerlo que me venga en gana.

–A mí me trae sin cuidado. Únicamente vengo a dar aviso deque el capitán quiere reunida en cubierta a toda la tripulación deinmediato –comunicó el rapado, y, antes de desaparecer escalerillaarriba, añadió–: Eso sí, como se me agote la paciencia contigo,Pergo, no responderé de mis actos.

A Pergo se le cambió la cara: tener en su contra al contramaes-tre no era nada bueno. En el puerto, había escuchado truculentashistorias acerca de él y por eso había negociado personalmentecon el capitán que no formaría parte de la marinería. Él era uncomerciante independiente, no un marino. Pero, una vez en la mar,quién le aseguraba que su contrato sería respetado. A quién podríareclamar en caso contrario. Llevaba muchos años ganándose lavida como tratante de esclavos. Una tarea sencilla en la que sólotenía que regatear precios y manejar el látigo. No aspiraba a másy el trabajo duro no era para él. Sin embargo, desde que habíaembarcado en La Preciosa había tenido que recoger jarcias, remen-dar velas, desatar estrinques y calabrotes, y hasta subir a la verga.Enfiló el pasillo entre los remeros prometiéndose buscar otra galera

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para el siguiente viaje. A medio camino, dio la vuelta y volviódonde estaban las prisioneras.

–No pienses que me he olvidado de ese mordisco, y muchomenos de vos, Alteza –dijo y escupió, a los pies de la mujer, la raízmás que masticada.

Mientras se alejaba, liberó su ira descargando el látigo sobrelos que le parecía que remaban con poco empeño.

–¿Estás bien, muchacha? –preguntó la mujer a la joven ata-cada.

–Sí. No llegó a hacerme nada, pues tengo la dentadura com-pleta y se ha llevado una buena tarascada. ¿De veras sois unareina?

–Así es. Soy la esposa del rey Mustha, soberano del reino deRotharam.

–Vaya… ¿Cómo es posible que estéis aquí? –La chica estabaperpleja.

–Lo último que recuerdo es que acepté la invitación a tomarun poco de agua de un peregrino que me encontré en el camino.Después me mareé y perdí el sentido.

–¿Vuestra escolta no os previno del peligro?–Viajaba sola. De incógnito –explicó la reina.–Ah…–¿Aquel caminante iba en romería al santuario de Sirex? –

quiso saber otra de las jóvenes.–Creo recordar que sí –respondió la reina.–Es el que me secuestró a mí. Me engañó del mismo modo:

me ofreció un poco de agua, cuando en realidad debía ser algúntipo de droga. Al primer sorbo ya había dado con los morros en elsuelo. Luego me vendió a otro hombre, y ése, al tirano que nos haencerrado en esta maldita nave.

–A mí me ocurrió lo mismo. ¡Ay, cuántas veces me dijo mi

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madre que desconfiara de los extraños! –se lamentó otra de lasmuchachas.

Las mujeres callaron al oír pasos en la escalera. Pergo bajabalos peldaños de dos en dos, blasfemando todo tipo de improperios.Se colocó frente a los galeotes y gritó:

–¡A la de tres, la columna de estribor dejará de remar y man-tendrá las palas fuera del agua hasta que yo lo diga! ¡Los demásseguirán remando! ¡Una… dos… tres!

Los remeros obedecieron y una seca sacudida recorrió la galerade proa a popa.

–¡Tú no, imbécil! –gritó Pergo a uno de los de babor, que habíaentendido mal la orden, y le soltó un latigazo que le cortó la cara.

Se escuchó la agitación de las velas mientras el barco viraba y,por unos instantes, las olas parecieron detenerse alrededor del casco.

–¡Ahora! ¡A remar! ¡Remad con todas vuestras fuerzas si noqueréis que la tormenta nos engulla! –volvió a gritar e hizo restallarel látigo a diestro y siniestro.

La voz del contramaestre se coló por una de las escotillas:–¡Más rápido, Pergo! ¡Los nubarrones acortan distancia!–¿Qué queréis que haga? ¡No tengo más hombres y parece

que a éstos los correctivos ya no les hacen efecto! –replicó, mal-humorado.

–¡Pues que remen las mujeres!–¿Soltar a esas arpías? ¡Ni en la peor de las tempestades!–¡Es una orden!–¡Yo no recibo órdenes! ¡Se lo dejé bien claro al capitán antes

de embarcar! –gritó Pergo con tanta rabia que las venas del cuelloestuvieron a punto de reventar.

–El capitán dice que o consigues hacernos volar por encimadel agua o te obligará a saltar por la borda –dijo el contramaestrecomo argumento final, y se alejó a grandes zancadas.

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Pergo refunfuñó por lo bajo y se desahogó propinándole unapatada en la espinilla a su criado.

–Dame la llave, muchacho. Y suelta ya ese cubo o te lo pongode sombrero. ¡Santo Dios, no he visto a nadie con tan pocas luces!–exclamó.

–Sí, señor. Aquí la tiene –asintió el chico y le entregó la llaveque llevaba al cuello.

Pergo fue abriendo los grilletes de las mujeres, una a una. Lascolocó entre los remeros y las encadenó de nuevo a las argollas cla-vadas para ese fin a lo largo del pasillo. Cuando le llegó el turno ala joven a quien había intentado besar, dijo:

–A ti no te soltaré porque has sido una niña muy descarada –y, dirigiéndose a la reina, añadió–: A vos tampoco, Alteza, pues nosería propio de vuestra condición haceros trabajar demasiado.

La ayuda extra sirvió de poco. El oleaje empezaba a arreciar ylos remos encontraban cada vez más resistencia. Además, el vientoescoraba la embarcación y los de babor no llegaban ni a rozar elagua. En la lejanía, se oían los primeros truenos y comenzaron acaer algunas gotas que se transformaron, en poco tiempo, en enor-mes goterones.

En unos minutos, la tempestad les había rodeado. Las olas selevantaban por encima del mástil formando gigantescas paredesde agua que caían violentamente sepultando a los marineros, queluchaban por mantenerse en pie sobre la cubierta. Algunos tuvie-ron suerte y se amarraron a tiempo a las bitas. Otros, más torpes,fueron barridos como la hojarasca acumulada tras un vendaval enel porche de una casa. El cielo se había vuelto tan negro que pa-recía de noche. Una noche intermitente, iluminada a cada pocopor el blanco de los relámpagos. Las ráfagas de viento jugaban acambiar de dirección sin avisar y se entretenían zarandeando loque quedaba de las velas rasgadas. El palo, resentido de anteriores

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tormentas, no pudo resistir el vapuleo y terminó por ceder. El in-fortunio hizo que se desplomara sobre el timón y lo arrancara decuajo, además de aplastar al capitán.

–¡Capitán! –gritó el contramaestre.–Estamos perdidos –balbució el capitán, escupiendo sangre–.

Sin palo y sin timón no tenemos ninguna posibilidad. Que se sal-ven los marineros y me dejen aquí: a mi barco y a mí nos ha lle-gado la hora.

La galera se movía como una cáscara de nuez. A buen seguro,Neptuno estaría divirtiéndose de lo lindo. Debía de ser el único.

–Te dejo al mando, muchacho. Voy a ver si necesitan ayudaahí arriba –le dijo Pergo a su criado, si bien su verdadera intenciónera estar lo más cerca posible del bote salvavidas.

La bodega se había convertido en una perversa atracción deferia. Los bultos de los víveres almacenados en la parte de proa ro-daban por doquier. Un tonel del tamaño de un carro golpeó variasveces a uno de los chiquillos encadenados, que no tenía manera deesquivarlo. El pobrecillo dejó de gemir a la cuarta embestida. Loshombres se aferraban a los remos para que no se les incrustaran enel vientre. Las mujeres trataban de imitarlos, a pesar de que ya noles quedaban fuerzas para nada. El sirviente de Pergo cogió el cuboy vomitó en él. Pensó que, si era cierto que después de la tempestadllega la calma, cuanto menos tuviera que limpiar, mejor. La reinarezaba para que la pesadilla terminara. La muchacha que estaba asu lado rogaba que fuera la ocasión de escapar.

–Majestad, si salimos de ésta sanas y salvas, ¿me tomaríais porvuestra dama? –preguntó.

–Si salimos de ésta, os tomaré por hermana, pues podremosdecir que fue la diosa Fortuna quien nos dio la vida.

–Mi nombre es Kathary, pero casi todos me llaman Katha –sepresentó la joven.

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–El mío es…El criado de Pergo detuvo las presentaciones. Estaba tan ner-

vioso que casi no se le entendía lo que decía.–¡Deprisa! Si nos quedamos aquí abajo moriremos sin remedio

–tartamudeó, al tiempo que metía la llave en los grilletes.–¿Por qué nos liberáis? –preguntó Kathary.–He visto lo que ocurre en cubierta. La nave está destrozada,

el capitán ha muerto y la mayoría de los marineros han abando-nado sus puestos. Yo no soy muy listo, pero entiendo que si he depasar ahora a la otra vida, es mejor hacerlo después de haberhecho algo bueno. La galera no tardará en hundirse y no quierollevar en mi conciencia vuestras muertes –explicó, y corrió a liberarde sus cadenas a los demás.

–Gracias –dijo Kathary, y pensó que se había dado el primerpaso para que su deseo de evasión se hiciera realidad.

–Si vamos a naufragar, deberíamos buscar algo a lo que aga-rrarnos para mantenernos a flote –comentó la reina.

–La galera tiene un par de botes. Los vi cuando embarcamos.–No creo que la tripulación ceda sus lugares a los esclavos –

opinó la reina–. Reúne a los niños y a las mujeres arriba. Yo va-ciaré las barricas de las provisiones y las subiré para usarlas a modode balsas.

–Vos sola no podréis con todo –replicó Kathary.–Di a los remeros que me ayuden –dijo la reina y, ante la inde-

cisión de la chica, azuzó–: ¡Corre! ¡No tenemos mucho tiempo!Ya habían preparado unos doce toneles cuando un crujido, al

principio muy tenue y que después fue in crescendo, desgarró en dosel casco de La Preciosa. El agua empezó a entrar por todas partes einundó la bodega en un instante. La reina se abrazó a lo primeroque encontró flotando junto a ella y, en el momento en que ya noquedó más aire, aguantó la respiración e intentó nadar hacia

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arriba. Cuando emergió a la superficie, la galera ya se había hun-dido. La visión era aterradora: masas de agua como montañasdanzantes, astillas de madera despedazada y cuerpos hinchadosque se movían con el vaivén de las olas y terminaban por desapa-recer entre la espuma. De repente, algo la golpeó en la cabeza:una de las barricas vacías había surgido violentamente desde lasprofundidades, como si las sirenas se hubieran sentido ofendidaspor un obsequio tan poco exquisito y lo devolvieran de mala gana.Sin saber muy bien cómo, la reina consiguió meterse dentro justoantes de perder el conocimiento.

Al abrir los ojos, vio que estaba en una playa. Desconocía cuántotiempo había pasado en el mar. Recordaba, como en un sueño le-jano, haber visto la luna un par de veces, creciente y llena, y habersufrido el calor abrasador del sol durante varios días. También re-cordaba la lluvia sobre su lengua y el viento frío en las mejillas. Y loque recordaba, sobre todo, era el incesante bramido de las olas.

Se incorporó muy despacio. Probó a ponerse de pie, pero teníael cuerpo entumecido y las piernas no le respondían. Sentadasobre la arena, descansó un momento antes de volver a intentarlo.Vio que la orilla estaba repleta de desperdicios: trozos de madera,cabos, telas, zapatos, cestos de mimbre, un remo roto, un par detoneles… Entonces se dio cuenta de que eran los restos del nau-fragio y se levantó en busca de algún superviviente. Encontró elcadáver amoratado del contramaestre y también el del muchachodel cubo. Vio hundirse el cuerpo de uno de los niños antes de llegara la playa y los de dos mujeres, flotando como boyarines sueltosde su amarre. Encontró el chaleco de Pergo, pero no a su propie-tario. A Kathary no la vio.

Los chillidos de algún tipo de animal le hicieron darse la vuelta,asustada. Detrás de la playa de arena blanca se levantaba una mu-ralla vegetal. Árboles de troncos inmensos luchaban por conservar

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un espacio reivindicado por todo tipo de arbustos y enredaderas,de las que colgaban, como farolillos en una fiesta, flores de vivoscolores. Otros árboles más pequeños aprovechaban cualquierhueco para desplegar sus ramas cargadas de frutos. Pájaros decolas larguísimas, azules, rojos, verdes, negros y amarillos, dabanbuena cuenta de los más maduros. A la reina se le hizo la bocaagua. Sentía la lengua como el corcho, las encías escocidas y el pa-ladar pelado. No había nada en el mundo que le apeteciera másque una de aquellas frutas.

Decidida a saciar su sed, dio un par de pasos hacia el vergel ytropezó con algo. Era una tabla donde figuraba escrito con letrasgrandes un nombre: La Preciosa. Miró a su alrededor y contemplóextasiada la belleza del entorno. El verde esmeralda de la vegeta-ción, el blanco radiante de la arena, el dorado de las rocas que sal-picaban la costa, el turquesa del mar que se fundía con el cielodespejado en el horizonte. Jamás había visto un paisaje igual. Notenía ni la más remota idea de dónde se hallaba, pero pensó queaquella tierra era, efectivamente, preciosa.

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