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DIRECTORIO Octubre 2015

Especial de Terror III

Idea original de edición Agustín Cadena

Director

José Luis Barrera Mora

Editor Luciano Pérez

Coordinador Gráfico Juvenal García Flores

Asistente de editor

Norma Leticia Vázquez González

Web Master Gabriel Rojas Ruiz

Consejo Editorial Agustín Cadena

Alejandro Pérez Cruz Alejandra Silva

Fabián Guerrero Fernando Medina Hernández

Ilustraciones Pag. 25: “Las brujas de Zugarramurdi”, Alex de

la iglesia, España, 2013. Pag. 37: “La mudanza”, Juvenal García.

Ave Lamia es

un esfuerzo editorial de:

Director

Juvenal Delgado Ramírez www.avelamia.com

Reserva de Derechos: 04 – 2013 – 030514223300 - 023

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Norma Leticia Vázquez González

Fernando Medina Hernández

Pag. 25: “Las brujas de Zugarramurdi”, Alex de

Pag. 37: “La mudanza”, Juvenal García.

ÍNDICE

PRESENTACIÓN

UROBOROS Macarena Huicochea

EL SEXTO CICLO

María Elena Méndez Gaona

LA MUJER PERFECTA Claudia Contreras

¿QUIÉN ENCERRÓ AL MINOTAURO? Adán Echeverría

RUIDO Ricardo Bernal

DOS RELATOS Mariana Vega

ALEXIEL Luz Velázquez

MIEDO Hosscox Huraño

NOCHE TEPITEÑA DE BRUJAS Luciano Pérez

NECROFILIA José Luis Barrera

SOBRE LOS AUTORES

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ÍNDICE

PRESENTACIÓN 3

UROBOROS Macarena Huicochea 5

EL SEXTO CICLO María Elena Méndez Gaona 6

LA MUJER PERFECTA Claudia Contreras 12

¿QUIÉN ENCERRÓ AL MINOTAURO? Adán Echeverría 14

Ricardo Bernal 16

DOS RELATOS Mariana Vega 17

Luz Velázquez 19

Hosscox Huraño 20

NOCHE TEPITEÑA DE BRUJAS Luciano Pérez 22

NECROFILIA José Luis Barrera 27

SOBRE LOS AUTORES 31

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Demos paso al terror

Como si fueran las puertas del castillo de Otranto, o las de la casa de Usher, se abren de nuevo las de la edición especial de terror, que como cada octubre, desde hace dos años, viene convirtiéndose en una tradición de Ave Lamia para celebrar el tan añorado como temido Halloween. Y qué mejor forma de honrar a nuestra patrona la lamia que con esta edición número tres, dedicada ex profeso a este género literario que se pierde entre las noches babilónicas de Lilitu para llegar a la era gótica de los vampiros, y luego modernizarse en nuestra época. El poder reunir a un grupo de colaboradores que gustosos participan en este número, tan esperado por nosotros mismos, es siempre un deleite: desde solicitar el material, revisarlo, editarlo, formarlo e ilustrarlo. Y por supuesto, disfrutarlo en la lectura. Desde varios meses antes de que llegue el tan ansiado octubre, se comienza a planear este número especial. Y para los que hacemos esta revista implica adelantarnos a las “posadas malditas”, lo cual nos hace aún más grato el trabajo que desempeñamos

Y para abrir apetito y en-trar de lleno en las más terrorí-ficas visiones y apariciones que nos promete esta edición, co-menzamos con dos damas que con su pulido estilo nos ambien-tan en la perniciosa oscuridad de sus textos: Macarena Huico-chea y María Elena Méndez Gaona, quienes nos conducen de lleno y sin cortapisas hacia el terror. Y ya entrados en el te-ma, abrimos los caminos de un miedo bañado de erotismo en manos de Claudia Contreras y de Hosscox Huraño, nuestros expertos en temas candentes. Y después, dada su trascenden-cia en el género, con orgullo presentamos de nueva cuenta a Ricardo Bernal, con una na-

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rración breve además de interesante. Luego llegan dos participantes que son infaltables en este recuento anual de Halloween, como lo son Luciano Pérez y Mariana Vega, los cuales nos comparten sus trabajos en su muy peculiar estilo; el primero con un relato de noche de brujas que se genera en el barrio de Tepito, con diversos y curiosos personajes, y la segunda con dos cuentos cortos muy intensos. Finalmente, otros dos autores se suman a este grupo maldito por primera vez: Adán Echeverría y José Luis Barrera, que en su bautizo de noche espectral esperan ser bienvenidos a las tinieblas y las llamas infernales.

Pero no podemos comenzar este viaje a las sombras sin mencionar de manera especial al artífice de nuestros especiales del terror: Agustín Cadena, quien hace poco más de dos años, cuando aún no cumplíamos uno en la revista, nos comentó su inquietud porque realizáramos un especial de Halloween, y de inmediato nos entusiasmamos y pusimos manos (garras) a la obra. Desde entonces a la fecha, un espíritu chocarrero nos impulsa a continuar, año tras año, con la edición tan digna del nombre que nos identifica.

Y ahora sí, niños espantadizos y personas con males cardiacos, quinceañeras impresionables, o viejos miedosos, absténganse, pues esta edición es para valientes, y la lectura de la misma es bajo la propia responsabilidad del que la tenga en su pantalla.

Advertidos ya de los riesgos y daños a la salud, física y mental, comencemos con la edición de Terror III. Que las tinieblas nos amparen y que el señor Lucifer nos agarre confesados.

Amén.

Tinta Rápida

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Me he mordido a mí misma. Envenenada, agonizo lenta-mente. Algo desconocido y sin forma lucha por nacer dentro de mí y reventar mi carne, nutriéndose de ella. Bebo mi propia sangre huér-fana y amarga, me devoro apurando esta muerte nece-saria, esta desesperanzada nostalgia por el resplandor fugaz del absoluto.

Negras navajas bro-tan del centro de mi cuerpo, y el diario holocausto al que me encamino en manos de los otros se vuelve un juego menos doloroso y destructi-vo que la hiel que mantiene despierto el ritmo de mi pe-cho, que incendia mis ojos y me da el poder aciago de hacer arder cuanto toca su mirada. Mi aliento es sola-mente un fúnebre ritmo de atabales.

Me arranco las esca-mas de serpiente que algu-na vez pulí con tanto esme-ro, envaneciéndome enton-ces al hacer brillar sus filos: armadura de frágiles refle-jos repletos de rostros que siempre creí propios y que nunca fueron reales.

Caigo en el abismo de mi propio vacío y sé que no podré seguir huyendo de mí ni de la sombra que me habita sin que yo quiera a-ceptar la oscuridad que nos hermana. Sé que ha llega-do el momento de hurgar en mis entrañas, de reconstruir el templo con las ruinas de mi vida que un día se creyó sólida muralla. Piedra sobre piedra, tendré que levantar mi casa nuevamente, sem-brar el jardín, colocar el cal-dero en el hogar del fuego y reanimar el lecho con cara-coles y runas que sometan

los ardores de mi cuerpo al incendio tranquilo de una lámpara votiva.

Aguardaré paciente el milagro cotidiano del espejo, que esta ceguera me ha im-pedido descubrir frente a mis ojos. Llagas de luz ger-minan lenta y dolorosamen-te hiriendo mis órganos vita-les. Las entrañas, que pre-sienten la muerte, se ilumi-nan… Mi carne es una enor-me herida abierta hacia Dios como labios que gimen su-plicantes y vencidos.

¡Fuegos celestes, es-píritus de luz, consuman ya este fuego que, aunque me quema, ya no me purifica ni me convierte en sándalo o incienso… Déjenme ser por fin ceniza quieta, apacenta-da, con la que mis demonios puedan tejer, resignados, sus mortajas!

Uroboros Macarena Huicochea

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La luna rebosante está sien-do devorada por un lobo ne-gro. Mientras el impactante eclipse de luna va oscure-ciendo el paisaje, los ojos diseminados detrás de los árboles vigilan que Yaisha, con paso inseguro, camine por el túnel en que se con-vierte el bosque cuando la luz del cielo viste ropajes de viuda. La joven no sabe ha-cia dónde se dirige, sólo o-bedece la voz tenue que le ordena caminar.

El ruido de un avión que cruza, confundiéndose con las estrellas, corta mo-mentáneamente el silencio. El sonido de un teléfono ce-lular imita esta insolencia antes de ser apagado con rapidez. El cerebro de Yaisha crea confusión a su alrededor. Su mirada es in-definida. Un dolor en el vientre la obliga a cubrirlo

fuertemente con sus brazos. No puede recordar... Ape-nas le queda un poco de co-herencia para hilvanar que el estado de ebriedad en el que se encuentra está rela-cionado con el sabor amar-go en su boca...

Yaisha piensa que no debió beber... ¿qué? Hace un intento por enderezarse, por despabilar su mente y a-clarar las imágenes que transcurren entre nubes. Siente la cabeza pesada. Se detiene en un árbol y su cuerpo se desliza hacia el suelo como agua arrojada...

- - -

Renata despierta con un do-lor en el estómago. En el transcurso del día, la moles-tia se ha ido acrecentando. Retira el termómetro y co-rrobora el porqué de sus es-

calofríos. Con dificultad bus-ca los documentos de su seguro médico y sale a la calle a buscar un taxi. Apenas puede balbucear al chofer el lugar al que debe dirigirse. Apoya la cabeza en el asiento y cae en un sueño profundo.

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La madre de Yaisha, con Yaisha dentro de su vientre poco tiempo antes de nacer, llega a un pueblo donde su presencia causa temor. La mujer es sordomuda y pro-fiere sonidos guturales para tratar de darse a entender. Nadie sabe de dónde o a qué ha venido. Camina des-calza y la cubre una túnica negra. Pareciera que esca-pó de un manicomio. Su cabello es como un nido de pájaros; como si hubiera sido víctima de una explo-

El sexto ciclo

María Elena Méndez Gaona

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sión. La gente sospecha que desde hace tiempo el agua no se ha atrevido a rozarla ni aún cuando baja con furia, desterrada por las nubes. Sólo ve a través de un ojo que parece esfor-zarse en mirar por los dos; el otro está cerrado en una hinchazón de carne roja.

–La habrán golpeado –se dijeron, pero no enseñó un rostro distinto.

Nadie se apiada. Ca-mina por el lugar mientras los jóvenes se cruzan con ella sumergidos en el re-tumbar de sus audífonos. De los hogares escapan so-nidos de programas de tele-visión. Con temor, cierran puertas y ventanas al paso de la extraña. Sola, se dirige a una choza abandonada a orillas del pueblo. Ahí vivió el tiempo que faltaba para el nacimiento de su hija.

Una noche, el pueblo despierta con los gritos de la desconocida. Escalofriantes, como si la quemaran viva. Son gritos que parecen ser sofocados por la prisión de una cueva. Gritos que se escapan como entre rendi-jas, encerrados en un fras-co, saliendo a cuentagotas por los agujeros de la tapa. Al día siguiente van en tropel a espiar por las venta-nas. El espectáculo que en-cuentran convierte las mira-das en hielo: la muda murió

desangrada. La impresión general, la que se contó de generación en generación, fue que la recién nacida a su lado parecía succionar las últimas gotas al cadáver.

Sin perder tiempo, colocan a la pequeña en una balsa y la arrojan al río, como si pudiera infectarlos. Nadie da una explicación sensata de por qué no se le prendió fuego junto con la choza y el cadáver de la madre. Si porque no se le podía culpar de la muerte de ésta. Si porque tenían re-mordimientos por no haber corrido a auxiliarla. Si, sen-cillamente, porque el terror que sintieron les impidió to-car apenas a la criatura. Na-die vuelve a dormir tran-quilo, nadie habla del inci-dente en voz alta.

No se tuvieron más noticias de la niña. Tal vez se ahogó o tal vez llegó a alguna orilla –teoría poco probable, dado el símil del caudal del agua con una montaña rusa– y fue ali-mento de bestias salvajes. Lo cierto es que Yaisha fue extraída viva por Leónida, una mujer con un rostro si-milar al de aquélla que ha-bía parido a la recién naci-da.

Yaisha se incorpora como si alguien la ayudara y continúa caminando. La dro-ga que le suministraron la hace mirar hacia un punto fijo, escondido en el corazón del bosque, a donde dirige sus pasos. La guían unas manos invisibles que le sostienen la barbilla para que no caiga. Esas manos recorren su cuerpo y Yaisha se arquea ante la sensación

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placentera. Desea reaccio-nar; entender porqués; re-sistirse a la orden explícita de acudir a una ceremonia. De nuevo se recarga en un árbol e incapaz de tenerse en pie, resbala con lentitud como una boa hacia su pre-sa...

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Renata es despertada al lle-gar al hospital. La reciben con una silla de ruedas en la que se sienta trabajosamen-te. Observa por unos instan-tes el milenario eclipse de luna y siente un estremeci-miento. Su cuerpo desea sacudirse el dolor que le crea cavernas rodeadas por jirones de vísceras. Con ra-pidez le colocan una bata blanca y le toman las mues-tras necesarias para los análisis de laboratorio. Tras la valoración médica, le in-forman que van a operarla. Canalizan una vena e in-sertan en su cuerpo suero transparente. La fiebre la hace dormitar.

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Yaisha tiene ya quince a-ños. Leónida es su único contacto con el mundo. Des-de que Yaisha entró a la pubertad, la mujer verifica en las sombras el floreci-miento del cuerpo virgen. Los pechos que apenas se dibujaban se han convertido en piezas bellas y exuberan-

tes. Lo mismo ha sucedido con los glúteos, las piernas, la cintura, los labios. La mi-sión para la que Yaisha fue preparada, va a dar comien-zo. Mientras se baña en el río, goza, juega en él, surge de algún lugar la figura de un hombre que nada hacia ella y la toma de la mano, invitándola a salir del agua. Conforme van surgiendo los cuerpos, igual que figuras vaciadas de sus moldes, ambos se abstraen en la mutua contemplación; en el deseo dejándose colmar co-mo un vaso que se rellena de cerveza y luego derrama espuma dorada.

Sobre esa espuma, Yaisha y Él se unen. Ella responde a las caricias de la lengua larga y roja que le recorre el cuerpo y se mete por sus orejas, entre sus la-bios. La joven permite que las manos la vuelvan a con-vertir en el bloque de piedra que dará paso a la estatua perfecta. Una y otra vez la recorre; la recrea. Por fin, las piernas de Yaisha se abren con timidez ante el embate de un objeto desco-nocido. Proveniente de Su Señor debe ser igual de má-gico y persuasivo. El dolor que la atraviesa la eleva a un lugar sobre los árboles.

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Flotan en círculos con las nubes, haciendo brotar más espuma y lluvia que salpica el cuerpo único que han for-mado.

Tiempo después, Leónida la conduce hacia su nuevo hogar, donde Yaisha es adiestrada en el conoci-miento de las ciencias os-curas. Cada seis meses, justo cuando la luna se infla de deseo como un pavo-rreal, a la medianoche se ofrenda un carnero en honor de Su Señor. La gente con-tinúa con su moderna vida normal, entre aparatos eléc-tricos cada vez más sofis-ticados, sin sospechar los actos que tienen lugar tan cerca de ellos.

Mientras Leónida pro-nuncia con voz apenas per-ceptible una oración en la-tín, reparte entre los asis-tentes un preparado de hier-bas amargas que los pone en trance, principalmente a

Yaisha. La joven es acos-tada en un claro del bosque. La luna se regodea con el espectáculo. Su Señor a-cepta la invitación que los fieles le hacen en susurros que van subiendo de tono. Se hace presente y posee una vez más su ofrenda, a la joven que le corresponde con los ojos en éxtasis. Do-mador y domada, poseedor y poseída, forman una figura orgásmica que se cimbra. En ese momento, la líder se apodera del corazón del car-nero y levanta sus brazos ofrendándolo. Los rezos se intensifican. Por fin, Su Se-ñor desaparece, llevando consigo el órgano sangran-te.

En las noches de ce-remonia, el bosque pierde sus sonidos habituales y for-ma un oasis ajeno al ajetreo de la civilización. Una bur-buja ilocalizable aún para los satélites que la sobre-vuelan. La brisa emite un e-

co sepulcral y extraño. Es este sonido el que hace a Yaisha reaccionar otra vez.

–¡Camina! –le indica la per-sona que ha salido de entre las sombras; el rostro cu-bierto por la capucha de su túnica negra. Más gente vestida de oscuro parece desprenderse de entre los árboles. Sus rezos cimbran el campo como si un gigante avanzara lentamente. Yai-sha llega al claro donde descansa el animal dispues-to para el sacrificio. Los fie-les saben que esta vez no es en realidad un carnero. Se trata de Simenee, la re-cién nacida concebida por Yaisha y por Su Señor. Sa-ben que por el efecto de un sortilegio invocado por Leó-nida, tanto ellos como Yai-sha ven a un animal en lu-gar de a la pequeña, con el propósito de evitar el for-cejeo de la joven madre an-te el ataque a su propia hija…

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Renata despierta. Una en-fermera canturrea con sua-vidad mientras le ajusta el suero. Al mirar sus ojos a-biertos, le hace saber que pronto la pasarán a quiró-fano.

–¿Puede darme, por favor, algo para el dolor?

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–No, mi’ja. Ya pronto vas a estar bien.

Renata queda sola en la habitación. Su visión es borrosa. No sabe si es real o imaginaria la sombra que se acerca a ella y descarga en el tubo que antes ma-nipuló la enfermera, un lí-quido oscuro que como es-quiador se dirige hacia su brazo. Comienza a perder el sentido. Apenas reacciona al creer escuchar murmullos en un idioma incompren-sible, al tiempo que un líquido es introducido por su boca...

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El ruido de júbilo llega hasta Yaisha, que se levanta de la cama y asoma la cabeza. Los gritos se elevan llamán-dola, agradeciéndole. Acaba de dar a luz a la hija de Él, a la pequeña Simenee, cuyo sacrificio –en lugar del ani-mal acostumbrado– que de-berá ser presidido por Yai-sha, dotará a Su Señor de un poder definitivo. La có-pula y muerte infligidas con-tra su propia estirpe como la manera más impía de ase-gurar el triunfo de la oscuri-dad. Yaisha lo sabe. Sabe también que no deberá ver a la pequeña hasta que llegue el momento de su ofrenda, esa misma noche, cuando la luna y la tierra se alineen en un círculo per-fecto. Pero Yaisha alcanzó a

mirar la carita de Simenee antes de que la retiraran y su recuerdo la atormenta. Con sigilo, se acerca al le-cho de la niña. Ésta abre los ojos y parece sonreírle.

El día transcurre con rapidez. Se acerca el mo-mento del sacrificio de la pequeña. La joven mira a Leónida con una súplica en los ojos.

Yaisha, aún confundi-da y tambaleante, es acos-tada en el claro. Los fieles beben de las copas ofre-cidas por Leónida. Ya en trance, intensifican la ora-ción. Su Señor se hace pre-sente y posee a la joven, que grita de dolor en forma desacostumbrada. Alternati-vamente, posee también el cuerpo del carnero. Los cuerpos se cimbran mien-tras son tomados. El frenesí va de Yaisha al animal, una y otra vez. Los poderes de Su Señor, por esa única no-che, han desaparecido co-mo requisito para serle de-

vueltos con poder arrasador. Igual que un maremoto en formación abandona las pla-yas para concentrarse en el centro del mar y regresar con un poder descomunal. Por la boca de Él no pasan sabores, ni percibe el exci-tante olor húmedo propio de la piel de ella. Ninguno de los sentidos, normalmente exaltados, funciona en esta noche especial.

Mientras Yaisha y Su Señor alcanzan el éxtasis, el carnero gime luego de que el cuchillo de la líder lo atra-viesa. Los seguidores la ob-servan ofrendar el corazón. Su Señor, profiriendo un inusual grito sobrehumano que obliga a los presentes a cubrirse las orejas, desapa-rece con una fuerza que tampoco es común pero que lanza a los fieles contra el suelo. Yaisha, con los ojos muy abiertos, emite un gemido similar y, segundos después, su cuerpo se des-ploma sin vida.

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El picoteo de un ave contra la ventana obliga a Renata a abrir los ojos. Se incorpora, sorprendida. Voltea hacia el espejo y observa su rostro al tiempo que toca sus me-jillas. Se viste con rapidez y sale del hospital. El ave que picoteaba la ventana la guía hacia una sombra que se dibuja contra un árbol. Al lle-gar a ella, recibe un peque-ño bulto. Renata levanta la mirada hacia la belleza te-mible del eclipse lunar que está llegando a su punto culminante. Un estremeci-

miento la recorre antes de perderse aprisa entre las ca-lles.

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Los encapuchados, que han observado el ritual de prin-cipio a fin, cantan y bailan con algarabía. El sacrificio se efectuó durante el sexto eclipse total de luna contado a partir de la iniciación de Yaisha. Único instante en el tiempo que podía hacer va-ler el efecto destructivo, triunfal, de la oscuridad so-bre la luz.

Mientras, con una sonrisa inmensa en el ros-tro, Leónida da cuenta del éxito de su sortilegio. Los fieles, engañados, en el deli-rio de la pócima, no imagi-nan que la verdadera Yai-sha huye con una perso-nalidad usurpada, hurtando el tesoro preciado que ellos y su Señor han perdido para siempre.

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“¿Te has dado cuenta que las mujeres chichonas no tienen culo? Es cierto, mi amiga Roberta no tiene culo pero yo tengo ambos”. Esta conversación la escuché en un vagón del metro.

Fue cuando tomé conciencia de mi afición por las mujeres tetonas y culo-nas, las cuales son muy es-casas de encontrar porque son perfectas, y el ver que esa mujer que yo esperaba

difícilmente llegaría a mi existencia, decidí crearla, una muñeca hecha a me-dida: silenciosa, con la inteli-gencia para escucharme, y con la educación para no interrumpirme mientras ha-blo; el físico bueno, es fácil de adivinar: chichona y culo-na. Para lograr mi empeño decidí relacionarme en cír-culos intelectuales, pero me encontré con que las muje-res atractivas brillaban por su ausencia, especialmente porque muchas de ellas e-ran feministas con cuerpos masculinos o pretendían cargar sus ideales en cada acto de su vida incluido su guardarropa, el cual impedía adivinar o imaginarse si-quiera si debajo en realidad había una mujer. O un hom-bre disfrazado de mujer, por lo que olvidé mi idea de tener una novia culta, y en-tonces decidí frecuentar los círculos científicos porque la novia que yo deseaba po-

La mujer perfecta

Claudia Contreras

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dría ser quizás fea, no muy culta, pero si inteligente; sin embargo, me encontré con otro problema: muchas de estas mujeres no deseaban relacionarse con alguien co-mo yo, y ante tal rechazo decidí tomarlas. Sí, así como lo oyen: ¡Tomarlas! ¿Qué sentido tenía cor-tejarlas? En realidad dudo que quisieran vivir todas jun-tas por su propia voluntad; aún recuerdo a la pelirroja a la cual perseguí a la dis-tancia en aquel parque en Chicago; era verdaderamen-te suculenta, el movimiento de sus caderas remataba en un culo redondo y firme. Sin embargo, ¡vaya decepción! ¡Su pecho era comple-tamente plano! Más adelan-te pude observar una rubia de un hermoso rostro y unos senos monumentales, pero carente de culo; esto se vol-vió una constante conforme observaba más y más muje-res en los diferentes lugares del mundo a los que mi tra-bajo me obligaba a viajar. Entendí entonces que mi meta tendría que sufrir algu-nas modificaciones, debía definir primero qué color de piel tendría la mujer que de-seaba crear; la realidad es que las mujeres negras no me gustan en lo absoluto, y tampoco las asiáticas, que son hermosas pero muy delgadas; sólo latinas y an-glosajonas. La primera en caer en mis manos fue la

profesora de inglés de mi hermano mayor, me la pre-sentó en una fiesta de cum-pleaños y al verla me di cuenta que con las tetas que ostentaba bien valdría la pena el esfuerzo; la se-cuestré, pero sabía que no podría mantenerla mucho tiempo oculta, por lo cual decidí secuestrar también a la maestra de baile que me había presentado una com-pañera de trabajo, una mu-jer muy hermosa de rasgos latinos y poseedora de un hermoso culo. Por último in-vité a mi novia a mi casa; sí, yo tenía novia de un her-moso rostro, inteligente, cul-ta, controladora y profunda-mente frígida. La conocí en la biblioteca, en la cual reali-cé investigaciones médicas para el procedimiento que realizaría y pasó a formar

parte de mi propósito: ¡Cre-ar a la mujer perfecta! Sabía por lo aprendido en los li-bros que estudié que lo más difícil sería desprender los miembros del cuerpo, es-pecialmente la cabeza. Ya comenté que mi novia tenía un rostro muy hermoso y quería conservarlo, así que corté su cabeza con una sierra que previamente ha-bía comprado en un viaje a Miami; lo mismo hice con la parte alta del tronco de la maestra de inglés y también con la parte baja del tronco de la maestra de baile, y así formé a mi mujer ideal: be-lla, inteligente, chichona y culona, además de silencio-sa; me escucha sin respin-gar y tengo sexo a libre de-manda, ¡vivo en la felicidad más absoluta!

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El día de muertos la feria a-maneció instalada en el par-que del pueblo sin que na-die escuchara algo. Los más trasnochadores dijeron que se fueron a dormir, abando-nando el parque, a eso de las tres de la mañana y todo era una noche normal. Sólo una mujer, que acostumbra-ba alimentar a las gallinas de madrugada, vio pasar unas camionetas, y escuchó voces y algunos martillazos, pero nada tan escandaloso como para suponer el arduo trabajo nocturno para levan-tar las atracciones.

Ahí estaban los fut-bolitos, las sillas voladoras, la rueda de la fortuna, esas tablas para tirar canicas, y la zona de los rifles de aire pa-ra cazar patos de aluminio. En el centro de la feria se encontraba la casa de los sustos y a un costado, la en-trada al laberinto con la le-yenda: ¿Quién encerró al Minotauro?, en medio de di-bujos de cuernos, colas de

reses, pezuñas, y el torso de un hombre corpulento con la cara de un buey.

Al atardecer, los en-cargados de la feria vocife-raban atrayendo a los clien-tes. La gente del pueblo sa-lió de misa de difuntos y, contrario a las costumbres, quisieron gozar el esparci-miento, aun contra las indicaciones del párroco, de algunas de las señoras pia-dosas y de los hombres que apoyaban en la comunión.

Desde la entrada al laberinto, un hombre grita-ba:

–¡Pásele! ¡Desde muy lejos llega ante ustedes El Laberinto!

Y abriendo los ojos como un poseso decía a los que se le acercaban:

–No teman, acér-quense y entren.

La gente sonreía y temblaba al mismo tiempo,

ante la desorbitada mirada del hombre; el palurdo le-vantaba la vista y conti-nuaba invitando con sus a-demanes:

–¡Miren al monstruo, mitad toro, mitad hombre!

Las personas duda-ban porque, además, el pá-rroco había bajado de la Iglesia para agredir verbal-mente a los encargados de la feria, junto con los feligre-ses:

– Es noche de día de muertos. Vayan a sus ca-sas. Hagan oración.

Con todo y el borlote que se armaba de dimes y diretes, muchos se percata-ron de que Raúl, uno de los acólitos de tan sólo 13 años, como un desafío, decidiera entrar al Laberinto. Ni si-quiera había oscurecido cuando el muchacho pre-guntó al encargado:

–¿Cuánto cuesta la entrada?

¿Quién encerró al minotauro?

Adán Echeverría

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– Para ti es gratis.

A las dos de la ma-ñana, cuando la gente de-cidió que era tiempo de re-fugiarse en casa, porque el frío comenzaba a picarles la piel, y los ojos les ardían por las ventiscas heladas que circulaban en el descam-pado, la feria comenzó a ce-rrar sus atracciones. Pero nadie vio salir a Raúl del Laberinto.

Sus padres quisieron hablar con los encargados de la feria pero ellos sólo argumentaban: “Es imposi-ble que haya entrado solo, no se permite, los niños tie-nen que entrar acompaña-dos de un adulto”.

Los padres y muchas personas del pueblo, enfure-cidas, despertaron al alcal-de, quien junto con los po-licías, los que vieron entrar al muchacho, y hasta el mis-mo sacerdote obligaron a los encargados a desmon-tarlo. La madrugada era ce-rrada y se resistía a clarear porque una densa neblina había caído sobre el pueblo. Nada pudieron hallar entre los retorcidos fierros y lámi-nas.

Los hombres de la fe-ria fueron llevados a la cár-cel pública. Los policías re-corrieron las calles, interro-garon a los amigos de Raúl, dieron rondines por las ca-rreteras aledañas, las entra-

das y las salidas del pueblo, se internaron por el monte, sin encontrarlo.

Cansados vieron salir el sol del amanecer, y ante la luz clara de la mañana, con el terror en los ojos, se percataron de que el parque se encontraba abandonado, limpio e intacto, y ningún juego mecánico ni carpa se encontraban instalados, ni todos los fierros y maderas del desmantelado Laberinto. Todas las atracciones que habían disfrutado por la no-che, ante la luz brillante del sol, habían desaparecido; la feria había sido levantada y nadie supo cómo ni en qué momento.

Corrieron hacia la cárcel pública a pedir expli-cación a los detenidos, pero no hallaron a nadie tras las rejas, sólo huesos humanos y unos cráneos como de ni-ños, algunas cenizas y las colillas de cigarros que pre-sumían haber sido fumados hacía poco tiempo.

Fue cuando apareció entre ellos la mujer que so-lía alimentar a las gallinas muy de madrugada y les di-jo: “A las tres de la mañana se fueron en sus camione-tas”.

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Ruido

Ricardo B ernal

Insomne, doy vueltas entre sábanas candentes: enciendo la luz: tomo un libro del buró e intento leer: veo borroso: apago la luz. Por la ventana entran los ruidos: el ruido. Carcajadas, un automóvil alarmado, violado, escandalosos perros de juerga, cumbias, cristales rotos. Enciendo la tele: un hombre gritón anunciando crecepelo en oferta: estridentes gordas bailando semidesnudas: el héroe gringo atravesando una explosiva tormenta de balas, sale ileso, con una sola bala mata a cada villano: apago la tele. El vecino ronca, su esposa rezonga, la pared es delgada. Pasan aviones ensordecedores, se me eriza la piel: el ruido, el ruido. Me acuerdo: salto de la cama y abro un cajón, encuentro la lámpara: al frotarla surge el Genio, instantáneo, somnoliento, monstruoso. Pide un deseo: que se termine el ruido… Desaparecen los aviones, el automóvil, los perros, los vecinos; desaparece la tele, mi corazón y el universo. Insomne, sigo dando vueltas entre sábanas candentes.

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Apego a fuerza

Infinidad de veces escuché hablar del apego. Que si era bueno o malo, positivo o ne-gativo. Que traía problemas aferrarse a ciertos objetos, personas y hasta a algunos animales.

Me hablaron de lo im-portante que era “despren-derse” de algo, cuando esto ya no resultaba beneficioso. Y cada vez que me lo de-cían, solía reírme en secre-to, pensando que sólo aque-llos de mente débil tendían a obsesionarse tanto.

Hasta hoy.

Sentado ante la mesa metálica, medito en silencio la decisión que cambiará mi vida para siempre. Han pa-sado dos días y no me atre-vo a dar el paso.

Ella, al otro lado de la mesa, con la angustia y el miedo en la mirada, me ob-serva desafiante. Aparto los ojos de su figura; si la veo sé que terminaré por fla-quear y, entonces sí, mis sueños e ilusiones de toda una vida se irán por el caño. ¿Valdrá la pena? ¿Es esto realmente lo que quiero?

Por mi mente cruza por un segundo la duda ab-surda, pero debo dejarla ir. Sólo pienso: Maldito apego.

Con trazo rápido y ajeno al arrepentimiento fir-mo el contrato.

Ella se esfuma en un grito vaporoso en el preciso momento en que Lucifer se carcajea ondeando entre sus garras la sentencia de Ella, mi pobre Alma.

Dos relatos

Mariana Vega

Desde el agujero

Un terrible acceso de tos le hizo retumbar la cabeza de tal forma que lo despertó.

Al principio no supo dónde estaba, hasta que sus ojos se amoldaron a la negrura y se descubrió den-tro de una habitación cir-cular, tan diminuta, que era compartida solamente por un camastro y un fétido po-zo en el piso –a modo de letrina– que despedía los más terribles olores a podre-dumbre, a desolación y a ol-vido.

El dolor en la espalda rechinaba en sus huesos tanto como los resortes del viejo colchón. ¿Dónde esta-ba? Esfuerzo inútil; de su memoria se habían fugado los recuerdos de las últimas horas.

Intentó levantarse, pero sus pulmones estalla-ron en espasmos lanzándo-lo de vuelta al camastro. Era de nuevo esa pestilencia demencial que lo había des-pertado, una mezcla de in-mundicias y... gas.

¡Gas! Sus ojos vola-ron hasta las rendijas en el suelo y aliviado comprendió lo que pasaba.

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Aquello era una pesa-dilla de la que no conseguía despertar. Pero era sólo eso; absurdamente real, pensó, pero nada más un sueño. Se recostó trabajo-samente y esperó.

10, 9, 8... Otro espas-mo le cerró la garganta.

7, 6, 5... Un mareo comenzó a adueñarse de su cerebro...

4, 3, 2... Se pellizcó el brazo izquierdo con todas sus fuerzas. Nada ocurrió.

Levantó la mirada y entonces, allá a la distancia interminable, vio el agujero.

Se abría a unos diez metros al final del cuarto cilíndrico clausurado por unos barrotes desde los que se colaba una mados por el agujero, ellos lo miraban.

nas de cadáveres respirando hacia él y observándole desde sus cuencas vacías. Gritó, balbuceó, maldijo cuanto se le ocurrió, pero sólo sirvió para que el gas se colara hasDesde el agujero, los exterminados le sonrieron maliciosos.

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e abría a unos diez metros al final del cuarto cilíndrico clausurado por unos barro-tes desde los que se colaba una grieta de luz. Ahí, aso-mados por el agujero, ellos lo miraban.

Eran docenas, cente-nas de cadáveres respiran-do hacia él y observándole desde sus cuencas vacías. Gritó, balbuceó, maldijo cuanto se le ocurrió, pero sólo sirvió para que el gas se colara hasta sus venas. Desde el agujero, los exter-minados le sonrieron mali-ciosos.

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Alexiel Luz Velázquez

Veo, puedo sentirlos jalando las co-bijas o susurrando a mi oído, sé que debería asustarme, ya que mons-truos debajo de mi cama me hablan y susurran.

A veces, soy pequeña, como mi apariencia lo dice.

Tal vez mi cara redonda, los grandes ojos cafés y mi largo cabello rizado obscuro como la noche, pue-den hacerlos creer que son capaces de asustarme fácilmente.

Apago y prendo las luces es-perando que se asusten, intento so-focar sus voces con mi canto, he perfeccionado el jugar con las som-bras para ver si los espanto; pero nada, no mentían al decir que los monstruos no le temen a nada, pero yo tampoco les tengo miedo.

Esta casa me pertenece, aquí es donde morí hace años y….

La casa es mía.

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I

Hermano, tengo mucho miedo, me voy a morir. Her-mano, de verdad que me voy a morir.

El otro día estaba en la parada del camión y se acercó un niño para pedirme que le atara las agujetas; me causó una sonrisa tanta desfachatez, y cuando me incliné para hacerlo, no te-nía pies. Sentí un frío que me quebró por dentro, me reí sin saber por qué y luego sentí que un hoyo negro empezó a progresar en mi cabeza.

Cuando camino sien-to su presencia, como que me espía, y entonces como que me quiero echar a co-rrer, pero no sé adónde, no tiene sentido, no lo conozco, no tengo ni la menor idea de dónde viene o por qué me sigue.

Estaba con Claudia en el hotel, me iba a pagar una apuesta, llevé los láti-gos, dildos y pastel, la tenía ya bien amarrada y dis-puesta, le solté el primer la-tigazo, y el puto escuincle me agarró el culo, sentí su fría y pequeña mano picán-dome el fundillo; grité y me puse a reír como loco, me fui de la habitación y dejé amarrada a Claudia. Ella ya no me habla. No me respon-de los mensajes y no sé có-mo se liberó del desmadre del hotel.

No sé rezar, no sé de santos o brujas, de maldijo-nes o amuletos; como te acuerdas, madre se volvió atea desde que nacimos, y lo más mágico que nos in-culcó fue la televisión de ca-ble. Sé que el demonio es el sexo, y la miseria el infierno. Pero hasta ahí.

Esa aparición sin pa-tas la enfrento, cuando em-

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piezo a percibir el frío, sé que ya viene, que me ace-cha, le miento la madre en voz alta, que se vaya mucho a la chingada; miro el piso bajo la cabeza y trato de mantenerme firme. Los veci-nos me rehuyen y ya no me hablan.

Nunca había sentido tanto miedo, es como algo amarillo, pestilente, frío y asqueroso como la baba de nopal podrido; he leído al respecto de las apariciones y me confunden más.

Fíjate que el doctor de similares me cobra 30 pesos por la consulta y dice que tome pasiflora, que es sólo té de flores de azahar.

Fui con el psicólogo, y me cobró 150 para decir-me el muy ojete que es an-siedad y culpa. Ya quisiera ver al güey ese enfrentán-dose al ánima sin pies.

Miedo Hosscox Huraño

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Pregunté con una santera y me quiere cobrar 500 pesos por cada consul-ta semanal durante 3 me-ses.

No sé si la cura es peor que el mal.

Ahora siento cómo se me sube en el pecho cuan-do me recuesto, no me pue-do mover y me falta el aire, ya no sé si estoy despierto o dormido, me recuesto en un lado y aparezco en otro; ya no regreso a casa, me que-do en la calle, en avenidas o parques, pero aun así, siem-pre despierto en otro lugar.

Me cuesta mucho dormir, comer, pensar, me corrieron del trabajo y sólo me quedas tú para ayudar-me, hermano. ¿Qué hago? ¿Qué hago? ¿Qué hago? ¿Qué hago? ¿Qué hago? ¿Qué hago? ¿Qué hago? ¿Qué hago? ¿Qué hago?

II

Mi hermano se esfumó, sólo dejo unas palabras, unas ideas inconclusas y extra-ñas, ahora sólo es una pe-tición desesperada en una contestadora. No era un mal hombre, quizá tuvo mala suerte, o no sé, lleva más de un año desaparecido.

No me gustaba verlo, era retraído y poco sociable, le conocí una novia pero

murió en el accidente que tuvieron; fue bastante grave, con su auto tuvo una coli-sión, y cercenó las piernas a un niño que esperaba el ca-mión en la acera. Su novia murió desnucada al quedar volcado el auto. Él estuvo como un mes en coma, y lo poco que mis padres tenían para su vejez se fue en pa-gar abogados y daños a la nación; los muy palurdos abogados decían que lo bueno es que no había que-dado nadie lisiado, y los muertitos eran más baratos. Mi hermano no pisó la cár-cel ni tuvo líos con los fami-liares de los muertos; noso-tros resolvimos todo, pero él no quedó bien, se le notaba, lo veía, su mirada, su silen-cio.

Su desaparición para mí fue como cuando corren a un conocido del trabajo, no más.

Me llamaba mucho por teléfono, a veces con-testaba, hablaba raro, bal-buceos, incoherencias, me daba miedo lo que me de-cía y cómo me lo decía, agolpado, seco, como si fuera verdad su delirio; ade-más no quería comprome-terme, hacerme cargo de él.

Terminé por no con-testar sus llamadas.

Mayo 29 2015.

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Estadio de futbol Maracaná de Tepito, todo dispuesto ya para el Halloween, o Sham-haim (como realmente se llama). Es medianoche del 31 de octubre de 3667. Ya está encendida una gran ho-guera en el centro del cam-po de futbol. El verano ter-minó, y las puertas de lo subterráneo están por abrir-se, para que los diablos, fantasmas y monstruos ha-gan acto de presencia a tra-vés de estas expertas mé-diums, las brujas. La joven y pálida Nekhebet había apro-vechado desde agosto su cercanía con la bruja roja de Amecameca, y aprendió mucho de ésta para su me-joramiento profesional como hechicera. “Ya no eres una aprendiz, sino una verdade-ra bruja”, le dijo Avellana a la casi fantasma, y ésta se

mostró contenta de que se lo dijera una tan alta emi-nencia procedente de Egip-to, y le respondió: “Gracias a usted, aunque ni siquiera he logrado hacer que mil es-cobas llenen de agua las pi-letas”, a lo que la bruja dijo:

“No, tú ya sabes mucho; de hecho ya sabías, yo tan sólo he pulido algunos detalles. Y por cierto, ¿qué pasó con tu juicio?” Nekhebet puso cara de preocupación, y só-lo expresó esto, en voz baja: “Luego del Día de Muertos

Noche tepiteña de Brujas

(Fragmento de la novela Crónicas de Tepito Asgard)

Luciano Pérez

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voy al infierno, quizá se de-cida finalmente algo respec-to a mi situación”. Avellana no supo qué decirle. ¿Re-gresaría la joven o no? ¿Quién podía saberlo?

Brujas nahuas y wi-ccas, hechiceras y maléfi-cas, estaban colocadas alrededor de la hoguera, y empezaron a bailar tomadas de las manos en dirección contraria de las manecillas del reloj, mientras música de los grupos de black metal Gorgoroth y Carpathian Fo-rest sonaba en los altavoces del estadio. Había mucha gente en las gradas, y ahí se notaban los invitados de honor: la princesa loba de Coacalco, el jefe viking Olaf-son, Marthita Franco (en re-presentación de Perezpoch-

tli), Jesusa de Jesús (repre-sentando a Jaguar Verde), Verónica Carbajal (en lugar de Zemilianus). Se encon-traban presentes personas venidas del extranjero, de la Church of Satan, del Temple of Seth, de la Walburga Abbey, del Movimiento Odi-nista del Canadá, y de diver-sos grupos wiccas, así co-mo de brujas tradicionales de Salem, del Harz, y de las etnias mexicanas. También estaban los dioses nórdicos Odín, Thor, Hela y Freya (Fenrir no pudo venir), y se veían asimismo la arqueólo-ga Thorborg y el rey de Tula, así como el maestro ciego y su esposa lamia... y por supuesto, en un sitio es-pecial, las organizadoras, Nekhebet y la bruja roja.

Al concluir el baile ri-tual, el fuego se apagó, se encendieron las luces eléc-tricas del estadio, y en el centro de la cancha se hizo presente el amo y señor de las tinieblas, en figura del dios Pan, con todo y flauta, acompañado por un hombre con cabeza de calabaza. Exclamó aquél:

─ ¡Gracias a todos por venir aquí, a este aquelarre de Shamahaim en Tepito! Amo a todas mis hechiceras y maléficas de todo el mundo, todas tienen un sitio espe-cial en mi corazón: desde Mary Poppins hasta mi que-rida Watson Emma; desde Circe (hoy en Budapest) hasta Tituba, la que fue maestra de Salem; desde la bruja roja de Amecameca hasta ¿por qué no?, la bru-ja del planeta Karina...

Al oír el público este último nombre, hubo un in-menso ¡BUUUUU! que hizo temblar todo el estadio. Sa-tán, sin inmutarse y son-riendo, dijo:

─ Sé que ustedes la odian, y hacen bien, porque todo o-dio me complace. De todos modos, ella también los a-borrece a ustedes. Hay per-sonas así, a las que no se quiere, como aquí el amigo que está junto a mí, Jack O'Lantern, condenado a tra-er siempre en vez de cabe-za una calabaza, por haber

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vendido en treinta dineros a aquel que ya no es nunca más pues no regresó como se esperaba. ¡Acércate, Ju-das!

Una luz intensa cayó sobre el hombre calabaza, quien alzando los brazos sa-ludó, y dijo estas palabras:

─ Sin mí no hay Halloween, eso es definitivo. ¡Mucha-chas, vean en el espejo a quien las atormentará como esposos! ¡Muchachos, no olviden rellenar con veneno los dulces! Y no soy un trai-dor, el propio Padre me pi-dió que entregase a su Hijo a las autoridades competen-tes, para que se cumpliesen las profecías. Y las autorida-des, como bien sabemos todos, hicieron un gran tra-bajo. Y a la mera hora, el Padre se deslindó de toda responsabilidad en la muer-te de su vástago, y a mí me castigaron poniéndome esta calabaza como cabeza, la cual traeré por siempre y para siempre. Sin embargo, no me siento mal por eso, porque si se dan cuenta, dentro de la calabaza hay una luz, y de esta luz, que es negra y espanta a paca-tos y gazmoños, procederá el incendio que hará nuevo al mundo de los diablos por siempre jamás. ¡Gracias, amigas y amigos!

El hombre calabaza desapareció del escenario, y

otra vez Satán estaba ahí y dijo:

─ Sí, al que traicionaron fue a Judas. Pero el Padre cul-pable de esta traición, el mismo que también me hi-zo víctima de una jugarreta al despojarme del gobierno del mundo, murió hace mu-cho tiempo, con el disparo de Revólver en 1966; ese disparo que proclamó que el mañana nunca se sabe, que todo es puro Helter-Skelter y nada más. De algo así viene a cantarnos y enterarnos (enterrarnos) la señorita Rigby, procedente de un ce-menterio londinense.

Satanás ya no estaba ahí, sino una mujer de rostro pálido y melancólico, con anteojos y cabello corto y dorado. Traía una guitarra y empezó su canto, que a continuación transcribimos en prosa:

─ Cuando las parejas se casan, se les arroja arroz a-fuera de la iglesia. Es lo que yo hacía, y es lo que nunca nadie hizo para mí, porque no había para qué. ¿Alguien quiere a las que no se ca-san? ¿Alguien les envía un beso de amor? Aquellos que se multiplican, heredan la tierra y hacen de ésta otro Edén para ellos sus hijos.

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Y éstos habrán de rebelarse contra sus padres, aborre-cerán el paraíso y huirán ha-cia la nada, para no some-terse. Y habrá caos, guerras y revoluciones. Mas yo no tendré que ver con eso, pues de mí no hay herede-ros, nadie espera nada de Eleanor. ¿Alguien quiere a las que no se casan? ¿Al-guien les envía una carta de amor? Aquellos que se ha-cen muchos ya no caben más, y deben acabarse los unos a los otros, pues el Edén se hizo ya Sheol, y los hijos se levantan contra los padres, y las hijas contra las madres, y la discordia es quien resulta ser la proge-nitora de todo. Sin embargo, yo me abstengo de todo eso, sólo les echo arroz a quienes salen de la iglesia, sin saber ellos que van ha-cia la ruina total, porque quien se casa se ocupa de su esposo o de su esposa, y

ya no le importa saber de sí mismo. Y quien no se ocupa de sí, más le hubiera valido no nacer. ¡Y nadie nació de mí! ¿Alguien quiere a las que no se casan? ¿Alguien les envía un adiós de amor?

Terminó el canto in-glés, y la gente aplaudió fuertemente. Otra vez vino Satán-Pan, quien tocó con su flauta unos cuantos aires de Arcadia, y luego dijo:

─ Después de toda esta mú-sica, ahora seremos már-tires, quiero decir, testigos, de un drama. Cuando Adán y Eva se unieron en primi-genio matrimonio, tuvieron, además de los hijos que ya conocemos, dos hijas, Aklia y Luluwa. Veamos lo que tienen ellas que decirnos.

El diablo se fue, y en escena estaban dos mucha-chas vestidas con piel de animales, como caverníco-

las. Habló primero la mayor, Aklia:

─ ¿Sabías, Luluwa, que nuestro hermano Seth fundó un templo?

─ Algo de eso oí en Radio Picapiedra. ¿Por qué lo ha-ría?

─ Para honrar al hijo de la Aurora, al fósforo que cayó como un rayo desde el cielo de diamantes.

─ Eso significa que Seth no honra al Dios de nuestros padres.

─ ¿Nosotras lo honramos?

─ Yo no, Aklia. Nunca hubo Dios, ¿sabes? Nuestra ma-dre no entendió lo que le dijo la serpiente.

─ ¿Qué fue lo que no en-tendió?

─ Que nunca hubo Señor, sino Señora. Él fue un im-postor que engañó a nues-tros padres, y no conforme con eso los despojó de su jardín.

─ No sé de esa Señora...

─ El impostor le dijo a nues-tra madre Eva que habría enemistad entre la serpiente y la mujer.

─ Eso sí recuerdo que nos lo platicó ella.

─ Sólo que no es así, sino que la serpiente y la mujer son aliados. La manzana, o

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higo, era el símbolo de la libertad, pues contenía el veneno antiDios.

─ Pero la muerte de nuestro hermano Abel...

─ También fue obra del im-postor, para enviar a Caín muy lejos, no sabemos a-dónde, quizá a Amerika.

─ ¿Tú no me matarás, ver-dad?

─ No, claro que no. Y el im-postor no se acerca a noso-tras para dividirnos, porque desconfía de las mujeres, además de que sospecha que ya sabemos la verdad: que no fue Él quien creó al mundo, sino la Diosa.

─ ¡Yo quiero amar a Diosa!

─ Todos podemos amarla. La tenemos a nuestro alre-dedor: animales, árboles, estrellas, rocas. Todo es Diosa.

─ ¿Y Seth sabrá eso?

─ No, pero lo que ha hecho es un primer paso para li-berarse del impostor. A tra-vés del Diablo se llega a Diosa.

─ ¿Entonces iremos al Dia-blo?

─ No lo necesitamos ya. Quien ama a Diosa no re-quiere de deidades masculi-nas.

Desaparecieron las hermanas, y otra vez se en-cendió la hoguera, y las bru-jas bailaron una danza loca, y gritaban: “¡Somos de Dio-sa! ¡El Diablo nos sirve!” Y entonces estalló un pan-demonium musical inter-pretado por una orquesta de

animales salvajes, que toca-ban piezas entremezcladas de Wagner, Mahler, Zappa, Lennon, Nina Hagen y PJ Harvey. Y entre todo eso, se oían los gritos de las brujas: “¡No creemos en Biblia, no creemos en Yoga, no cree-mos en Mantra!”

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Tengo una afición exacerba-da por los pies femeninos. Claro está que no se trata de un goce erótico exclusi-vo, ya que disfruto de acari-ciar la totalidad del cuerpo de una mujer. Pero lo que más me excita son justa-mente los pies, y para ma-yor satisfacción, si están fríos es mucho mejor. De al-guna manera, aunque mi afición pédica es mucha, no tolero los pies recién descal-zados después de andar en la calle, porque están calien-tes, y menos aún los aguan-to sudados, pues no hay mejor goce que unos pies frescos. Por eso tengo pre-dilección por las noches in-vernales, donde casi siem-pre me encuentro con pies fríos, inclusive inmediata-mente después de quitarse ellas el calzado y las medias o calcetines que lleven. Pe-ro más aún, he descubierto que ese gusto por la piel fría

se extiende a las nalgas y los pechos, que en esta condición se me hacen más apetitosos.

Nunca consideré esto un placer enfermizo, ya que no excluyo en mis escarce-os eróticos a las mujeres en la extensión de la palabra, ya que las disfruto en su to-taldad; sin embargo, el éx-tasis que siento ante la frial-dad de su cuerpo es mucho mayor que ante cualquier o-tra circunstancia. De esto no me había percatado jamás, sino hasta que mi esposa me lo hizo saber, dado que se había percatado de mi predilección cuando le pedía que enfriara sus pies calien-tes, ora caminando descalza sobre el piso frío, ora me-tiendo sus pies en agua fría. Hasta que un poco harta de mis peticiones me hizo un comentario que desde en-tonces ronda en mi cabeza:

–Pareces necrófilo–, me dijo.

– ¿Necrófilo?, estás loca –, contesté.

Fue así que esta pa-labra me revoloteó en la ca-beza, sin poderle pedir de nueva cuenta a mi esposa que se enfriara los pies para poder acariciarlos, y por su-puesto esto ha traído la con-

Necrofilia

José Luis Barrera

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secuencia de haber perdido la pasión con ella. No he vuelto a tener la misma sa-tisfacción desde que decidí no insistir en el asunto. La relación está pasando por la peor de las crisis que hasta ahora hubiéramos tenido, la monotonía ha invadido el tá-lamo y cada vez son más forzados los escarceos a-morosos, a veces porque vengo cansado de trabajar y en otras ocasiones porque a mi esposa le duele la ca-beza (lo más común cuando las parejas repelen el en-cuentro carnal). Así fue que decidí analizar bien esta filia que con el tiempo me pare-ció más enfermiza de lo que creía, y haciendo una retros-pección en mi vida, disipé el origen de mi pasión pédica.

Cuando niño, tenía u-na prima mayor que yo, a la que le gustaba excitarme ya sea al cruzar sus piernas cuando traía puestas sus muy cortas faldas, y mos-trándome más allá de lo que antes había visto, sin me-sura alguna; o, no se diga, al hacer el famoso “dan-gling” con sus zapatos, mos-trándome en su totalidad el arco del pie. Para un niño de ocho años retraído e in-genuo en demasía, esto re-sultaba el descubrimiento erótico sin cortapisa. Ella, que se quedaba en casa con frecuencia, aprovechó

una ausencia de mi familia y se metió a bañar; salió de-lante de mí, como una Ve-nus adolescente tan sólo cu-bierta por una toalla, en donde yo podía ver en su to-talidad aquellos pies que en otro momento asomaban in-quietos de entre los zapatos en el inquieto juego que ha-cía delante de mí. Hasta ahí no dejaba de ser el niño que comenzaba a descubrir el embrujo que despierta el cuerpo de una mujer. Pero ese día, al salir del baño descalza y sentarse a mi la-do para comenzar a ma-quillarse, de manera dis-creta puso sus pies sobre mi mano, y descubrí el primer roce erótico con la piel de una mujer: eran unos pies muy fríos que después co-

mencé a tocar con más frui-ción sin que ella mostrara el mínimo rechazo, y disfruté

al parecer la que estaba siendo mi primera erección.

Sin embargo, este descubrimiento no mejoró la relación con mi esposa, ya que desde que comenzó a ver mi filia como algo re-pulsivo, esta afición se me iba haciendo cada vez más obsesiva y buscaba yo có-mo satisfacer mis deseos. Comencé a iniciar varias re-laciones fugaces en busca de la mujer que me permi-tiera conocer a alguna con los pies lo suficientemente fríos, de tal modo que me dieran la excitación hace mucho tiempo no experi-mentada. Fue en julio de 1985, meses antes del tem-

blor que sacudió a la Ciudad de México, cuando encontré

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a una prostituta que me hizo sentir ese placer largamente añorado. Tenía ella unos pies muy fríos, tan fríos co-mo nunca antes los había yo sentido, ni aún con la prima que me hizo despertar esta filia. En un viejo hotel, aquel encuentro quedó ins-crito en las remembranzas podofílicas de mi vida.

En la calle de Pe-ralvillo aún existe el “Hotel Marina”, casi en el mismo descuido y aún pudiéndose leer la fecha de su cons-trucción en 1932. Era un sitio donde se percibía en los cuartos la falta de lim-pieza ya que lavabos y sa-nitarios estaban sucios, y en las sábanas, limpias en a-pariencia, no era posible confiar. Un hotel, pues, dig-

no de una película policiaca o de terror. Ahí me llevó la

mujer que había contratado para tener sexo en busca de mi obsesión. Después de tantas noches de sexo sin sentido, este parecía ser uno más de los encuentros sexuales que últimamente había tenido, sin ninguna finalidad y sin ningún resul-tado. Pero después de a-quella noche, una vez sacia-da mi filia con esos pies y con casi todo el cuerpo frío de la prostituta, y de haber comparecido ante un sexo arrebatador, nunca me pude sacar de la mente a esa mujer a la que nunca he vuelto a encontrar por más que la busco en las cer-canías de la calle de Pe-ralvillo, esa donde tuvimos ese magnífico éxtasis car-nal.

Los pies fríos, como ya antes lo comenté, se vol-vieron una obsesiva bús-

queda, y ahora se sumaba a ello la obsesión por aquella prostituta de la que sólo sa-bía que se hacía llamar Jennifer. Tal era el deseo de volver a tenerla en mis ma-nos, que indagué inclusive con los teporochos del rum-bo, hasta que muchos años después uno de ellos me comentó que conoció a una mujer como la que le men-cionaba y que había apare-cido asesinada en el “Hotel Marina”, el mismo en que había tenido el encuentro con ella. Dice que nunca la autoridad se mostró inte-resada en investigar el a-sunto, y que el dueño del hotel estuvo de acuerdo en no hacerlo público. Pero el vagabundo, que decía vivir en esta calle desde hacía más de cuarenta años y se enteraba de todo, por tanto supo de la historia de la prostituta que al parecer era la que andaba buscando yo. Me dijo que había sucedido en el año del terremoto, y que entró con un cliente que desapareció dejándola muerta, después de violarla; según el hombre había el rumor de que el asesino tuvo sexo con ella incluso después de su muerte.

Para entonces había perdido yo toda esperanza de volver a saciar mi obse-siva filia, pues la única mu-jer que me había propiciado este deleite sexual después

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de mucho tiempo, al parecer estaba muerta desde mu-chos años atrás, y la rela-ción con mi esposa era cada vez más distante. En reali-dad no era una relación de pleitos y riñas, sino más bien de indiferencia. La coti-dianidad era el sello distin-tivo de nuestra relación. Esa noche regresé a casa como siempre a cenar y dormir, encontré a mi esposa dormi-da y por supuesto no la quise despertar.

Pero esa noche suce-dió algo peculiar: cuándo dormía, porque sentí el roce de los pies de mi esposa inusualmente fríos, y contra-rio a lo que últimamente sucedía, la lascivia se apo-deró de mí y la acaricié con el fervor de antaño, mismo con el que arremetí en el cuerpo de la prostituta en aquella noche de julio; ella se mostró absolutamente complaciente con mi pasión, me brindó su cuerpo como nunca antes, y la frialdad de su piel me ponía cada vez mas lúbrico. Una vez más había encontrado alivio a mi obsesiva afición, y el orgas-mo volvió a hacerse presen-te, pero ahora con mi es-posa, con la que parecía no haber remedio a la mono-tonía que había en nuestra relación. La tuve en mis bra-zos como nunca más creí volver a tenerla, la pasión volvió a su punto más cul-

minante, fue el sexo más satisfactorio que había tenido en mi vida. Y cuando los acontecimientos me a-nunciaban que ya nunca más tendría una noche tan absolutamente placentera, de pronto lo encontré con quien parecía estar apagada toda pasión.

Después de haber te-nido el mejor sexo de mi vida, salí de casa dejando dormida a mi mujer y desde

entonces ya no la he vuelto a ver. Iré buscando otra mu-jer de pies fríos que me pro-duzca placer.

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Cerrando un ciclo más, comenzamos con el mismo entusiasmo que desde el principio el cuarto año con una

celebración muy especial