ensayo cid_francisco rico

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218 CANTAR TERCERO 3725 Oy los reyes d'España a todos alcanza ondra Passado es d'este sieglo el día de cincuaesma, Assí fagamos nós todos, sos parientes son, por el que en buen ora nació. mió Cid el Campeador ¡de Christus aya perdón! justos e pecadores. 3730 Éstas son las nuevas de mió Cid el Canpeador, en este logar se acaba esta razón. ESTUDIOS Y ANEXOS Quien esenvió este libro del' Dios paraíso, ¡amén! Per Abbat le escrivió en el mes de mayo en era de mili e dozientos cuaraenta e cinco años. E el romanz es leído, 3734b datnos del vino; 3734c Si non tenedes dineros, 3735 echad allá unos peños, 3735b que bien nos lo darán sobr'ellos. 3724 oy: podría referirse al propio presente interno del relato ('ahora que sus hijas están casadas con ellos') o al presente externo del creador ('ahora, cuando compongo estos versos'). Re- sulta preferible la segunda opción, pues parece aludir más bien a los descen- dientes del Cid, a los que alcanza mayor honra por su heroico antepasado. 0 3726 passado es d'este sieglo: 'ha salido de este mundo', 'ha fallecido'. 3727 el día de cincuaesma: 'la pascua de Pentecostés', la cuarta fiesta princi- pal del calendario litúrgico. 0 3725 'Igual hagamos todos nosotros, justos y pecadores', es decir, 'Cristo nos perdone también a nosotros'. 3730 razón: propiamente 'asunto', 'relación de sucesos' y de ahí 'poema narrativo'. 3731-3733 Éxplicit del copista. Como era habitual en la transmisión textual medieval, el amanuense coloca al final del texto una expresión que indica l.i conclusión de su trabajo. La frase escri- vió este libro ha de entenderse, por tan- to, en un sentido material: 'copió esle códice' (y no 'compuso esta obra'). I ,1 fecha, 1245, está dada según la era his pánica, que se inicia el i.° de enero del año 38 a. de C. Restado dicho núme- ro se obtiene el año de la era cristiana, 1207. Ese año no puede referirse al có- dice actual, que es del siglo XIV, asi que ha de proceder del manuscrito que le sirvió de fuente, copiado lite- ralmente, como era costumbre. 0 3734-373s* Colofón del recitador: 'Y el romance ya se ha leído, dadnos vino, / si no tenéis dinero, / echad ahí unas prendas (peños), que seguro que nos lo dan (el vino) por ellas'. Este texto, aña dido en letra distinta del siglo XIV, da una muestra de cómo el Cantar se di fundía por su ejecución oral, aunque fuese a partir del texto escrito. 0

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Se trata de un ensayo donde Francisco Rico analiza temas como la autoría, la datación y otros aspectos de este Cantar épico español.

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  • 218 C A N T A R T E R C E R O

    3725 O y los reyes d'Espaa a todos alcanza ondra Passado es d'este sieglo el da de cincuaesma, Ass fagamos ns todos,

    sos parientes son, por el que en buen ora naci.

    mi Cid el Campeador de Christus aya perdn!

    justos e pecadores.

    3730

    stas son las nuevas de mi C id el Canpeador, en este logar se acaba esta razn.

    E S T U D I O S Y A N E X O S

    Quien esenvi este libro del' Dios paraso, amn! Per Abbat le escrivi en el mes de mayo en era de mili e dozientos cuaraenta e cinco aos.

    E el romanz es ledo, 3734b datnos del vino; 3734c Si non tenedes dineros, 3735 echad all unos peos,

    3735b que bien nos lo darn sobr'ellos.

    3724 oy: podra referirse al propio presente interno del relato ('ahora que sus hijas estn casadas con ellos') o al presente externo del creador ('ahora, cuando compongo estos versos'). R e -sulta preferible la segunda opcin, pues parece aludir ms bien a los descen-dientes del Cid, a los que alcanza mayor honra por su heroico antepasado.0

    3726 passado es d'este sieglo: 'ha salido de este mundo', 'ha fallecido'.

    3727 el da de cincuaesma: 'la pascua de Pentecosts', la cuarta fiesta princi-pal del calendario litrgico.0

    3 7 2 5 'Igual hagamos todos nosotros, justos y pecadores', es decir, 'Cristo nos perdone tambin a nosotros'.

    3730 razn: propiamente 'asunto', 'relacin de sucesos' y de ah 'poema narrativo'.

    3731-3733 xplicit del copista. Como era habitual en la transmisin textual medieval, el amanuense coloca al final

    del texto una expresin que indica l.i conclusin de su trabajo. La frase escri-vi este libro ha de entenderse, por tan-to, en un sentido material: 'copi esle cdice' (y no 'compuso esta obra'). I ,1 fecha, 1245, est dada segn la era his pnica, que se inicia el i. de enero del ao 38 a. de C. Restado dicho nme-ro se obtiene el ao de la era cristiana, 1207. Ese ao no puede referirse al c-dice actual, que es del siglo XIV, asi que ha de proceder del manuscrito que le sirvi de fuente, copiado lite-ralmente, como era costumbre.0

    3734-373s* Colofn del recitador: 'Y el romance ya se ha ledo, dadnos vino, / si no tenis dinero, / echad ah unas prendas (peos), que seguro que nos lo dan (el vino) por ellas'. Este texto, aa dido en letra distinta del siglo XIV, da una muestra de cmo el Cantar se di funda por su ejecucin oral, aunque fuese a partir del texto escrito.0

  • U N C A N T O DE F R O N T E R A : LA G E S T A D E M I O C I D EL DE B I V A R

    Brinda, poeta, un canto de frontera... Antonio Machado

    Las bodas de las hijas del Cid con los infantes de C a m n , en Va-lencia la mayor, se celebraron tan esplndidamente, en un saln tan bien encortinado, radiante de tanta prpola e tanto xamed e lauto pao preciado, que el juglar no resiste la tentacin de po-nerles los dientes largos a quienes le estn escuchando:

    Sabor abriedes de ser e de comer en el palacio!

    La observacin, poco menos que impertinente si dirigida a gen-tes de alta condicin, sin duda resultara apropiadamente sugesti-va para el auditorio de menos pelo civibus laborantibus et mediocribus que Juan de Grouchy prefera para las gestas. En cualquier caso, el verso (2208) equivale a una invitacin a que los oyentes se siten con la fantasa en el centro mismo de la accin y compartan mesa y manteles con los protagonistas.

    En exacta correspondencia y a la vez en sintomtica contrapar-tida, el Cantar haba evocado antes ( w . 1 1 7 0 y ss.) el cuadro dra-mtico de una Valencia largamente asediada, donde los alimentos se agotan y no hay de dnde echar mano, a quin recurrir:

    Mala cueta es, seores, aver mingua de pan, fijos e mugieres verlos murir de fanbre!

    A nosotros el pasaje sigue conmovindonos, en especial cuando caemos en la cuenta de que los sufrimientos que han arrancado esa reflexin transida de piedad son los del enemigo, y adems infiel. Pero los espectadores del siglo XII hubieron de estremecerse ms y sentirse ms en la piel de los sitiados, porque saban tambin ms de cerca lo que era morir de hambre, comindose no ya la tierra o las culebras, sino incluso (lo cuenta Ral el Glabro) virorum ac mu-lierum infantumque carnes. El poeta no pretenda descubrirles nada nuevo, antes bien quera ponerlos a ellos mismos por testigos, inducirlos a contrastar el relato en su propia experiencia, a recono-cerse en l.

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    Digamos ya, a reserva de ir ilustrndolo luego en algunos pun-tos, que quiz no hay rasgo que marque el Cantar de Mi Cid mas honda y extensamente que la actitud que suponen esos dos mo-mentos simtricos, con el doble designio de hacer entrar a la au diencia en el tema y, por otro lado, de aproximar el tema a la au diencia. Precisemos enseguida que es decididamente ese ltimo movimiento, la jy jroximacin a las coordenadas del pblico, a su mbito de vivencias y referencias, el que marca la orientacin do-minante en el poema, en tanto a ella se pliegan los principales fa< tores del argumento, la estructura o la ideologa, desde los recunos menudos de la tcnica narrativa a las grandes lneas en la seleccin y disposicin de la materia, pasando por los perfiles y matices en el retrato de los personajes o por la imagen de la sociedad que les sir-ve de fondo. Aadamos todava que tal orientacin es indisociablc. de las circunstancias de lugar, tiempo y perspectiva histrica en que se concibi la versin original del Cantar, cuando mediaba el siglo XII, en la frontera castellana enmarcada por las cuencas altas del Duero, el Henares y el Jaln, y, en fin, que est animada por un deseo de innovar profundamente la tradicin de la poesa pica.

    Una parte de todo ello, sin embargo, estaba en la naturaleza del gnero. U n a cancin de gesta pone a un juglar frente a un pblico, sin apenas distancias, sin mediaciones, para recorrer juntos durante varias horas los derroteros de una narracin heroica. El juglar no es como el escritor que publica una novela y se esfuma para siempre tras el volumen impreso: est en medio del corro, el desarrollo de la narracin es tambin una accin suya, un comportamiento.suyo personal, que adems tiene que ver con la relacin que establece con los oyentes, cuyas circunstancias y reacciones pueden llevarlo a mudar en ms de un aspecto la fisonoma del poema, a acelerar o retardar el tempo, alterar el papel de un personaje, omitir unos ele-

    p mentos, atenuar o subrayar otros. E n cualquier caso, el espectcu-lo slo llega a buen puerto si se establece un vnculo slido y con-tinuado, si e l juglar se gana la complicidad del pblico y de una o de otra manera logra implicarlo en la narracin.

    D e ah, por ejemplo, la frecuencia con que la aparicin de un personaje o la introduccin de un parlamento se realzan con un ademn mostrativo o con una llamada de atencin que equivalen a otras tantas exhortaciones a representarse la escena con plena in-mediatez. a verla, a orla como si todo ocurriera en la misma plaza, en la misma estancia, donde suena el Cantar.

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    fe Afevos doa Ximena con sus fijas d va llegando, I seas dueas las traen e adzenlas adelant... (w. 262-263)

    Fabl Martn Antolnez, odredes lo que dicho... (v. 70)

    Fil anlogo sentido, las referencias a los cambios de rumbo de la ii.irracin postulan ms de una vez que la construccin del relato no es nicamente cosa del juglar, sino asimismo del pblico:

    K Dexmosnos de pleitos de ifantes de Carrin..., i fablemos tts d'aqueste que en buena ora naci... (w. 3708 y ss.)

    Y de ambos son igualmente el ju ic io moral o la toma de partido que ah van implcitos pero que en otras ocasiones se manifiestan Con toda la vehemencia de quien se ha metido en la historia hasta los codos:

    V Cul ventura seri esta, s ploguiesse al Criador, que assomasse essora el Cid Campeador! ( w . 2741-2742)

    Todo eso, deca, est en parte en la naturaleza misma de las gestas, jegn se comprueba al verlo concretado gracias a los procedi-mientos expresivos que el Cantar ha heredado de la pica francesa, origen de la epopeya romnica. (Que tales procedimientos no se limiten al calco de unas frmulas ni suelan recurrir a las adaptacio-nes literales, no significa que la deuda pueda ponerse en duda. As, los dos ltimos versos copiados, por no ir ms lejos, son una afor-tunada versin del mismo arquetipo que la Chanson de Roland, al referir cmo se aposta el ejrcito pagano, realiza con bien diverso tenor literal: Deus, quel dulur que li Franceis ne'l sevent!.) Pero, como tambin apuntaba, la nota de veras peculiar al texto castella-no es la predileccin por la segunda de las dos direcciones arriba sealadas: sin renunciar en absoluto a hacer entrar a la audiencia en el terna, a procurar que se sienta vividamente transportada al mar-co de la narracin, el Cantar del Cid se singulariza por el arte de aproximar el tema a la audiencia, de ajustar los ingredientes del poema al talante, los intereses, la realidad del pblico a quien se destina. La meta era que el C i d les pareciera a los oyentes tan ve-cino como el mismo juglar.

    SOBRE HROES Y HOMBRES . Aristteles y Valle-Incln (basta-r citar a don R a m n Mara) proclamaban que hay tres modos de

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    ver el mundo artstica o estticamente: de rodillas, en pie o levant.i do en el aire. Cuando se mira de rodillas..., se da a los personajes > los hroes, una condicin superior a la condicin humana... Asi Homero atribuye a sus hroes condiciones que en modo alguno tienen los hombres. Se crean... seres superiores a la naturaleza hu-mana... Hay una segunda manera, que es mirar a los protagonista novelescos como de nuestra propia naturaleza, tal en Shakespeare, Y hay otra tercer manera, que es mirar al mundo desde un plano superior... y considerar a los personajes de la trama como seres infe-riores al autor, con un punto de irona. N o renuncia el Cantar a esc irnico grano de sal, y no simplemente para fantoches como los in-fantes de Carrin, ni, desde luego, le regatea a Rodr igo el resplan-dor de una indiscutible preeminencia. Pero con todo y con eso la perspectiva que mejor define los hbitos y los logros del juglar con siste en contemplar a los hroes puesto en pie, frente a frente, a ras de la misma tierra que pisan l y los espectadores.

    N o hay que pasar de los primeros versos para advertir que los rasgos ms notorios del Campeador, apenas sale a escena, no son el mpetu y la extremosidad distintivamente picos, sino actitudes y sentimientos que pertenecen al ancho marco de las experiencias posibles en todos los hombres. En Le charroi de Nimes, cuando el rey Luis se muestra injusto con l, Guillermo de Orange se echa a dar gritos, a sa voiz clere conmenija a huchier, increpa al soberano, pierde los estribos, pretende arrancarle la corona de la cabeza... La situacin es comparable a la del Cantar, la ingratitud de Luis empu-ja al caballero a irse a ganar los duros feudos de la frontera de Espa-a, aumentando la parva mesnada con que ha entrado en Pars en sa compaigne quarante bachelers con la multitud de gue-rreros que enseguida se le unen y a quienes promete deniers et heritez, chasteaus et marches. Pero, ah, Guillermo es solo exterio-ridad aparatosa y vociferante. En el poema espaol, en cambio, tras el regio mandato de destierro, lo importante est en el trance nti-mo del personaje, en el dolorido sentir que cuaja en lgrimas sere-namente calladas.

    De los sos ojos tan fuertemientre llorando, tornava la cabera e estvalos catando...

    L o que ve el proscrito son palascios deseredados e sin gente, puertas abiertas e u fos sin caados, alcndaras vazias: visiones de

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    lina normalidad brutalmente interrumpida, imgenes del despojo que R o d r i g o sufre tambin por dentro. En las gestas francesas, en el mismo Charroi de Nmes, no falta el hroe que vuelve la cabeza, suspirando, hacia los lugares queridos de donde ha de alejarse: lo que falta por completo es el tono de cotidianidad, el encuadra-iniento de la pena en un panorama de cosas domsticas, la traduc-1 ion del drama a trminos de vida privada que todos pueden asu-mir como propios. T Tan cierto es que desde el mismo arranque el poeta busca con deliberacin subrayar en el protagonista la dimensin no especfi-camente heroica, sino ampliamente humana, y por ah condivisi-l)le. Al punto comprobamos, en efecto, que todas las gentes de buena voluntad, toda la ciudad de Burgos, hacen suyos los gran-eles cuidados del Campeador.

    Exinlo ver mugieres e varones, burgeses e burgesas por las finiestras son, plorando de los ojos, tanto avien el dolor.

    De nuevo, la situacin tiene en la epopeya francesa paralelos con los cuales, como de costumbre, el Cantar se enlaza a travs de an-tecedentes comunes; pero no hay all ni rastro de esa vasta sym-ptheia, de esa correspondencia de nimos, con que todos los moradores de la villa entienden y comparten la afliccin del ex -patriado. Nada que conozcamos en esa tradicin equivale a la inolvidable nia de nuef aos que, porque los burgaleses han sentido como R o d r i g o , exhorta a R o d r i g o a sentir c o m o ellos:

    Cid, en el nuestro mal vs non ganades nada, mas el Criador vos vala con todas sus vertudes santas.

    Las mugieres e varones de Burgos se conducen justamente como el juglar quera del pblico que le rodeaba.

    Nadie ha dejado jams de apreciar la densidad del retrato del C id que dibuja el Cantar, ni a nadie se le ha escapado que todas las cualidades heroicas estn en l matizadas por una infalible humani-dad: los visajes picos ceden el puesto a la sonrisa (ninguno de sus pares la tiene tan fcil) o a la emocin viril que llega a descubrirle las telas del corazn (v. 3260). Intil, pues, insistir en que la sem-blanza del protagonista es la manifestacin pringara de la voluntad

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    de arrimar el mundo de la gesta al mundo del auditorio. Pero no .1 otra querencia responde asimismo la disposicin de la materia, l.i estructura del relato, y no en otra parte est la clave de las supues tas anomalas al respecto que a veces se han insinuado.

    La crtica no ha tenido empacho en opinar, por ejemplo, qiu-el Cantar habra resultado ms acorde con los hbitos de la epo peya romnica si concluyera con la conquista de Valencia, sin ex tenderse a lo largo de una segunda mitad centrada en la afrenta de Corpes y la consiguiente venganza, es decir, en un asunto con notables repercusiones sociales y hasta polticas, pero en definiti va de ndole privada. Todava ms frecuente ha sido y es la des;i zn de quienes observan y aun lamentan la falta de correspon-dencia entre el relieve que el texto otorga a determinados hechos y la importancia que tales hechos pudieran revestir en la Espaa de finales del siglo x i . Para no luchar en demasiados frentes, con-tentmonos con echar un vistazo a un factor que sale a relucir en una y otra postura. A muchos ha desconcertado, en efecto, que el sometimiento de Valencia, la hazaa en que culmina la carrera de Rodr igo Daz, se liquide en unos cuantos versos (tres slo, 1 1 6 7 1 169 , se dedican a los tres aos centrales de la campaa), mien tras a la ocupacin de dos poblachones como Castejn de Hena-res y Alcocer se le reserva medio millar cumplido.

    Dejemos de lado que carecera de sentido exigir al juglar que pintara el asedio de Valencia en trminos anlogos a los empleados para Castejn y Alcocer. Las cualidades del Cid como caballero y estratega quedan sobradamente claras en la primera ocasin en que ha de exhibirlas, cuando, desterrado y en apuros, todo debe fiarlo en ellas. Al presentarlas ofrece adems el poema un esplndido re-pertorio de los procedimientos narrativps propios o mostren-cos capaces de dar una imagen vivacsima de la guerra. La hoja de servicios militares del Campeador puede llenarse copiosamente con esas dos batallas: las restantes es obligado suponrselas, como al juglar las dotes para contarlas. En el planteamiento del Cantar, por otro lado, Alcocer est sujeta al rey de Valencia, quien, perfecta-mente al tanto de que no hacerlo supone franquear el paso al ene-migo (Ribera de Saln todo ir a mal, / ass fer lo de Siloca, que es del otra part), enva en socorro de la plaza a aquestos dos reyes que dizen Friz e Galve ( w . 627, 634-635, 654): al vencerlos, pues, el Cid anticipa la conquista de Valencia. En Alcocer est Va-lencia, y all se despliegan tan brillantemente las excelencias de

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    Rodrigo como soldado, que haberlas ilustrado tambin a la orilla del Tuna habra sido poco menos que una reiteracin enojosa. K De todos modos, de verdad la conquista de Valencia se relata con tanta prisa? Los combates en el Valle de Henares sin duda es-tn ms detallados, pero no es cierto que la conquista de Valencia no reciba el adecuado resalte. Porque la conquista que el juglar re-alza es que el Cid puede establecer ah una sede episcopal (Dios, qu alegre era todo cristianismo!), hablar de t a t a Alfonso VI (por mucho que se guarde de hacerlo) y, por encima de cualquier Otra cosa, mandar por Jimena y sus hijas. Cierto que alegre era el (Campeador con todos los que ha, / cuando su sea cabdal sedi en lomo del alccer, recin entrado en la ciudad ( w . 12 19- 1220) . Pero Valencia no acaba de entregrsele por entero hasta que pue-de abrazar a la madre e a las fijas (v. 1599) y llevarlas a tomar po-sesin de la rica heredad desde lo ms alto de esa misma atalaya, smbolo de supremaca y dominio:

    Ojos vellidos catan a todas partes, miran Valencia cmmo yaze la cibdad, e del otra parte a ojo han el mar...

    (Tiene razn Azorn: jams antes haban visto el mar.)

    ...miran la huerta, espessa es e grand, alfan las manos por a Dios rogar d'esta ganancia cmmo es buena e grand. (w. 1612 y ss.)

    Pronto, las dueas vuelven a subir al alczar para ver con qu j o -vial arrojo el Cid defiende Valencia frente a las huestes de Marrue-cos: afarto vern por los ojos cmmo se gana el pan!. El corazn le crece a l cuanto a ellas se les achica. No hay que ir pensando en las bodas de Elvira y Sol? Pues de Marruecos les viene la dote: por casar son vuestras fijas, adzenvos axuvar ( w . 1643, 1650). En ese 'ajuar' est la ms autntica conquista de Valencia en el Cantar. Valencia no representa ya un bastin cristiano frente a la more-ra de 1094, sino un hogar y una hacienda que muestra toda la grandeza del hroe, mejor que al lejano rey de Len, a los 'ojos

    herniosos' de su mujer y de sus hijas.

    As, pues, la conquista de Valencia es en el Cantar menos la du-plicacin de unos sucesos de finales del siglo XI, como complace-

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    ra a algunos lectores modernos, que pieza eficacsima de una de-licada construccin narrativa, que tiene presente pero no acat.i, segn hoy quisieran otros, las rutinas de la epopeya romnica. ! I juglar concede al episodio toda la relevancia deseable, pero no l.i mide en el mapa de la Reconquista o del j u e g o de fuerzas en los tiempos de Alfonso V I , ni de acuerdo con los planteamientos d< rigor en las gestas, sino que la acota en otro campo: la verdad fa miliar, personal, humana de R o d r i g o Daz. Slo si se percibe que se es precisamente el terreno privilegiado por el aiitor se com prende tambin la estructura de la obra, no_gobernada por la. conven c i o n es d e j a pica al uso ni sujeta a las constricciones de la historiografa, sino atenida a una concepcin propia y singular de la verdad potica.

    N o hay, por supuesto, ninguna posibilidad de cortar el relato a la altura de la toma de Valencia, ni siquiera en la vieta de la sub da al alczar, sin romper los firmes hilos que ligan los fundamentos mismos de la trama, con la inequvoca oracin y promesa del Cid (...que an con mis manos case estas mis fijas!, v. 282b), a las dos bodas de doa Elvira y doa Sol sobre las cuales gira la segunda 1111 tad del poema, con su acento en un conflicto privado y su aire do mstico. Pero si por pura fantasa nos imaginramos un Cantar del Cid que se cerrara con la entrada en Valencia, tendramos, s, un texto ms conforme con la tradicin pica, pero por eso mismo ms inconciliable con los designios del-poeta, segn cuya jerarqua de valores el protagonista no es tanto el guerrero invicto, el con quistador con aureola de mito e l nico M i C id de quien alean zara algunas noticias el comn de los oyentes, cuanto el R u y Daz de Vivar a quien no resta grandeza estar hecho del mismo ba rro que quienes escuchan sus hazaas.

    N i que decirse tiene que la idea de la sociedad, los ideales y , si si quiere, la ideologa que respira ese R o d r i g o no podan ser tampo-co otros que los del juglar y su pblico. D o n Quijote se ech al ca mino sin dineros, porque l nunca haba ledo en las historias lit-ios caballeros andantes que ninguno los hubiese trado (1 , 3). In flmente los buscaramos nosotros en las gestas francesas: ni por ex cepcin se trata ah de pagar soldadas ni hay hroe que ande en apuros crematsticos. Al Cid , por el contrario, el primer problema que le sale al paso es conseguir fondos para atender las necesidades de su mesnada y de su familia; y la solucin que le encuentra no

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    liene parangn en los anales de la epopeya: pedir un prstamo a linos usureros, en un episodio aderezado novelescamente, pero en ltima instancia de tan nulo aliento pico como lo sera hoy empe-ar una joya (falsa) o hipotecar una casa (ajena). I Una vez financiado el comienzo de la campaa, las dificultades

    iBecuniarias desaparecen para siempre, porque la actividad militar y la actividad econmica son para el C i d una sola cosa y sus triun-fos en la una no se distinguen de sus logros en la otra. Guerreros .le profesin l y los suyos, hasta apoderarse de Valencia no tie-nen ms ingresos que el botn del combate (Si con moros non lidiremos, no nos darn del pan, v . 673), porque no les interesa, digamos, la posesin de Alcocer , sino los tres mil marcos que la morera paga por la plaza y las dems presas que pueden llevar Consigo: escudos, armas, cavallos, oro e plata, estos dine-ros e estos averes largos... (vv. 795 y ss.). Es esa ganancia inme-iliata, en bienes muebles, la que a corto plazo les otorga prestigio y encumbramiento: gracias a ella, los caballeros infanzones (que todos cien espadas, v. 9 17) se elevan en la escala nobiliaria a cu-yos peldaos inferiores pertenecen, y los que fueron de pie caba-lleros se fazen (v. 1 2 1 3 ) , es decir, los peones se tornan libres e in-gresan en la caballera, siquiera sea por la puerta de servicio de la iTFallera villana. E n cuanto al propio R o d r i g o , que estamental-inente no pasa de infanzn, de simple hidalgo, los rendimientos il i-1agurra le devuelven y le aumentan la estimacin de Al fon-so VI (y eso era de hecho y derecho un ascenso de categora), la Conquista de Valencia lo convierte en seor de tierras y hombres (y hasta le depara la regia prerrogativa de designar obispo), y , por onde, como l haba prometido (si les y o visquier, sern dueas rit as, v. 825), ve a sus hijas casadas con ricos omnes, miembros tle la nobleza inmemorial, la flor y nata del poder y la influencia, v luego alzadas al estatuto que nunca se habran atrevido a soar, i la esfera de la misma realeza.

    C '.liando se recuerdan esas grandes lneas de fuerza, cobra pleni-lutl de sentido la incontrovertible observacin de don R a m n Menndez Pidal sobre el carcter local del Cantar, donde los itine-iarios se cruzan una y otra vez, con precisiones y apostillas topon-micas inslitas para cualquier otra comarca, en los parajes que se extienden desde el entorno de San Esteban de Gormaz al de Cala-uyud. lis sa, a todas luces, la regin que el juglar conoce de cerca v cuyos moradores, en primer *

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    mesurados, muy pros y cooscedores ( w . 2820 y ss.), consti tuyen el pblico de eleccin a quien tiene presente. Pero la fiso noma del territorio no es menos ntida. Estamos en uno de los centros neurlgicos de la frontera de Castilla, en la extremadura del Duero, que desde el bastin de la Medinaceli reconquistada por Alfonso VI y nunca vuelta a perder, desde la pea muy fuert de l.i vieja Atienza (v. 2691), en los tiempos de Alfonso VII y Alfon so VIII puja por consolidar las bases de la ofensiva cristiana.

    La frontera, sobre todo desde los das del buen Emperador" (v. "31003), es una iociedad en armas, permanentemente dispuesta para el ataque y el saqueo. Los pobladores se han asentado all atra dos por apetitosas exenciones e inmunidades, con favorables ex pectativas de medro, a costa, eso s, de una vida recia como ningu na. En las ciudades fronterizas y en sus alfoces, se vive para la guerra y de la guerra. N o se buscan las tierras, sino las riquezas de los mo ros, el botn que proporcionan las cabalgadas y cuyo reparto se lie va a cabo atendiendo escrupulosamente a la aportacin econmu .1 y personal de cada uno. Las milicias concejiles y las huestes consti tuidas expresamente para las razias no esperan que el rey las movi lice (a menudo, ni siquiera reparan en las conveniencias y los com-promisos del monarca): toman la iniciativa por su cuenta y riesgo, con entera autonoma, y no se limitan a incursiones de corto radio, sino que a veces se internan hasta Sevilla, hasta Crdoba. Los lmi-tes de las clases se difminan: al instalarse en la frontera, los infan-zones con frecuencia han de renunciar a sus privilegios fiscales y ju-diciales, pero tambin se les abre la puerta a alcanzar la condicin de seores adquiriendo el dominio sobre territorios yermos; los ca-balleros villanos, vale decir, quienes reciben de un seor o logran por s mismos caballo y pertrechos, tienen a su vez excelentes oportunidades de hacer fortuna y en su momento distribuirse con los hidalgos el poder municipal.

    Es comprensible que para esas gentes el Cid fuera el hroe por excelencia. En definitiva, lo que cuenta la primera mitad del Cantar es una larga incursin guiada por un adalid con todas las virtudes que para el puesto se requeran y apreciaban, desde in-terpretar el vuelo de las aves hasta cuidar cada detalle del comba-te, y rematada por unos beneficios espectaculares para todos: a cavalleros e a peones fechos los ha ricos (v. 848), el oro e la pla-ta quin vos lo podra contar? (v. 1214) . Una incursin, por otro lado, coronada por una conquista como muchas en las que inter-

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    vinieron las milicias concejiles y proseguida hasta unas tierras no ms distantes que las que algunas asolaban. Los enemigos del C i d teman que cualquier noche se plantara all dentro en Marrue-i os a darles salto, a pasar el pas a saco, pero l no pensaba em-lurcarse en operaciones tan insensatas (vv. 2499 y ss.). En 1 1 7 2 , en cambio, un grupo de caballeros de vila no slo se propona expulsar de Espaa a los sarracenos, sino acosarlos hasta Marrue-1 os y continuar despus hasta Jerusaln... El Campeador de la fic-i ion dejaba volar la fantasa menos que algunos guerreadores enardecidos por la realidad de la frontera.

    En tal atmsfera, pues, el Cantar narraba una historia que no slo se senta sustancialmente verdadera como cosa del pasado, sino ionio modelo viable para el porvenir. La elevacin del Cid y los suyos era un proceso que caballeros y aun peones de la extremadu-1.1 de Soria y Segovia podan imaginar como propio, en tanto acor-de con sus mejores esperanzas econmicas y sociales. A la postre, luchaban bajo las mismas divisas (Firidlos, cavalleros, todos sines dubdanfa! / Con la merced del Criador, nuestra es la ganancia!, vv. 598-599), e incluso el singular ten con ten de Rodrigo con el rey condeca con su propia actitud, en la cual la lealtad al soberano iba de la mano con la confianza en s mismos y con la sensacin de independencia que una vez, en la poca de Alfonso VII, se expre-saba por boca de las milicias de Salamanca: Omnes sumus princi-pes et duces capitum nostrorum, 'somos todos prncipes y caudi-llos de nuestras propias personas'.

    Por otro lado, ni siquiera la intriga privada, familiar, que nutre la segunda mitad del poema careca de unas dimensiones sociales per-fectamente asumibles por los hombres de las ciudades fronterizas. I os infantes de Carrin, que poseen villas y heredades ( w . 3220 y ss.), se han casado con doa Elvira y doa Sol movidos por la co-dicia del gnero de riquezas que a ellos les faltan, el dinero, las ca-balgaduras, los objetos preciosos que las victorias han reportado prdigamente al Campeador (marcos de plata, muas e palafrs, vestiduras, espadas, w . 2570 y ss.); y han ultrajado y repudiado a sus mujeres en venganza de las burlas desdeosas con que la mes-nada del Cid ha acogido su cobarda y flojedad en el combate, ex-cusando y racionalizando su despecho con un declarado orgullo de clase: ca non [nos] pertenecin fijas de ifan^ones (v. 3298).

    Obviamente, la afrenta de Corpes es slo la ancdota romances-ca en que cristaliza una querella de intereses de ms alcance que el

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    drama de dos muchachas maltratadas. Los infantes no acaban de te ner entidad propia, de personajes enterizos, sino que como el con-de don Gonzalo, su padre, o como Gmez Pelyet, se diluyen en buena medida en el bando encabezado por un viejo enemigo del Cid, el conde Garca Ordez, el crespo de Gran (v. 3 1 1 2 ) , privado de Alfonso VI , y en las filas del estamento que con ellos in-tegran: los ricos omnes, la alta nobleza, la vieja oligarqua, en suma, afincada en vastas posesiones al norte del Duero y monopo-lizadora, al arrimo del rey, de las claves mayores del poder. Ningu na duda cabe, y con razn lo subraya Diego Cataln, sobre el des-precio del poeta por los ricos-hombres de solares conocidos, con propiedades en la Tierra de Campos y en La R io ja , cargados de 'onores' (v. 2565) pero faltos de 'averes monedados' (v. 3236), po derosos en la corte y en el interior de Castilla y Len, pero ajenos a las exigencias de una vida de accin en la frontera y opuestos a un sistema de derecho como el reivindicado por R o d r i g o cuando confa la restauracin de su honra a un duelo judicial. N i puede du darse que exactamente ese era el desprecio o el rencor de los caba-lleros de la extremadura castellana, cuyos ojos estaban vueltos a un reajuste de prestigios e influencias que les reconociese el importan-te papel que en la prctica desempeaban en la nueva dinmica de la sociedad. A esas aspiraciones, los infantes, los de Vanigmez (v. 3443), los Ansrez y toda su parentela representaban un obstcu-lo tan palpable como el infanzn R o d r i g o Daz un acicate ideal.

    N o es ste el lugar de perseguir las implicaciones sociales y po-lticas del Cantar. Las sumarias consideraciones que anteceden de-bieran servir nicamente para devolvernos a nuestro punto de par-tida. C o m o rasgo principal del poema, sealaba, en efecto, la aproximacin a las coordenadas del pblico, a su mbito de viven-cias y referencias. Era una manera de decirlo, a bulto y en abstrac-to. TDuando comprobamos que la concordancia de paisaje geogr-fico y paisaje anmico nos lleva derechos a un pblico en concreto, al Far East, al mundo de la frontera del siglo XII, entendemos has-ta qu grado el destinatario determina la singularidad del Cantar tambin en aspectos tales como el retrato de los personajes y el aire de interior, familiar o de corte, no blico, de la segunda mitad.

    En ese ambiente del alto Duero, las gestas al modo convencio-nal, con sus paladines agigantados como por quien los mira de ro-dillas, con sus prodigios y sus desafueros, podan sin duda orse con gusto, como diversin y alimento de los sueos heroicos, porque

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    escuchndolas a aquellos hombres les crecin los corazones e es-forf vanse faziendo bien e queriendo llegar a lo que otros fazieran 0 pasaran (Partidas, II, XXI , 20). Pero una cancin sobre el C id necesariamente haba de ir por otro camino, porque el C i d era menos atractivo como figura de retablo que como espejo. El C id de la historia y la leyenda que sobrevivan estaba demasiado cerca-no, su carrera tena demasiado que ver con la realidad contempo-rnea, con la mentalidad de las milicias, con las ambiciones sociales de los caballeros, su sombra era demasiado, contempornea, para echar por la va de la fabulacin a rienda suelta. Por el contrario, el infanzn R u y Daz de Vivar resultaba fascinante justamente por lo

    1 mucho que se pareca a los espectadores: pintarlo igual que ellos en ' los momentos bajos, en la adversidad, en la vida menuda, significa-

    j ba incitarlos a identificarse con l en las horas de triunfo y esplen-dor. As haba encontrado sus huellas el juglar, entre las gentes de la extremadura, y ese modo de captar la historia haba determina-do toda la poesa del Cantar,

    t G E O G R A F A E H I S T O R I A . Al poyo que es sobre M o n t Real (v. 863), dominando el valle de l j i loca (no en balde los romanos haban alzado all una imponente fortaleza), donde R o d r i g o Daz ha acampado unos meses y desde donde ha sometido a parias a D a -roca, Molina de Aragn, Teruel,

    mientras que sea el pueblo de moros e de la yente cristiana el Poyo de Mi Cid asT dirn por carta, ( w . 901-902)

    N o puede tornarse en cuenta la ocurrencia de quienes adivinan en esos versos una referencia al Fuero de Molina, perdida entre cuyas pginas, en una trivial relacin de lindes, se halla la ms antigua confirmacin accesible de que en el siglo XII el cerro en cuestin (hoy de San Esteban) se llamaba efectivamente Poyo de M i Cid. L o que el pasaje nos revela es que eljuglar saba o crea saber de algn documento en que el P o y o apareca de forma destacada, o cuando menos que consideraba la plaza digna de tal distincin; y , todava con ms certeza, que para l no era cosa corriente hallar consignados por carta los nombres ni de los lugares ni del hroe que celebraba.

    Segn nuestro juglar, la carta, el pergamino, la escritura, se re-servaba para amedrentadoras rdenes reales fuertemientre sella-

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    das (v. 24), para el sacrosanto reparto del botn (v. 5 1 1 ) , para tra tados entre soberanos (v. 527), no para divulgar noticias como las que elaboraba l en su cancin. El tono de entusiasmo, reverencia y, sobre todo, excepcionalidad con que menciona la carta en que fi-guraba o merecera figurar el Poyo nos garantiza que si en otros ca-sos hubiera podido autorizarse con textos escritos, se habra apresu-rado a hacerlo con satisfecha ostentacin. (Como a la menor oportunidad lo hacan, durante el primer siglo de la literatura espa-ola, hasta el Poema de Benevivere, hasta La vida de San Milln de la Cogolla, todos los versificadores de asuntos histricos; como se pi-rraban por darse tono inventndose tal o cual documento tantas chansons de geste.)

    Notemos, por otra parte, que no hay ninguna garanta de que el poyo de marras hubiera sido ocupado ni fortificado por el Cam-peador, ni siquiera de que fuese Rodrigo Daz el Mi Cid que lo bautiz. Tampoco nos consta en absoluto, antes bien existen mo-tivos para no creerlo, que Daroca, Molina o Teruel, y no digamos las tres, fueran tributarias suyas. Unicamente podemos tener por seguro que el Cid haba pasado por la regin, y no solo en 1089, y que en el siglo siguiente el poyo se relacionaba con l. Pero esa re-lacin entre un cerro amurallado y unas victorias de R u y Daz en el valle del Jiloca no poda irse a buscar en ningn libro (la Historia Roderici, al referir la estancia en Calamocha, habla slo de una en-trevista con el rey de Albarracn para renovar su pacto con Alfon-so VI), y tanto menos si no se haba dado en la realidad, ni poda foijarla quien slo se hubiera tropezado con el poyo entre los ren-glones de un documento. Es el tipo de noticia que nicamente se deja entender como llegada de la tradicin local, nacida y bebida sobre el terreno.

    Supongamos que la tradicin no es exacta. En tal caso, para ha-cerla brotar bastaran simplemente dos factores: uno, estar al tanto de las propiedades estratgicas del poyo por el momento, sigamos suponiendo, todava innominado, tanto ms palmarias por cuan-to a los restos romanos se sumaba un baluarte construido, y no por capricho, en torno al ao 1100; otro, recordar que el batallador ja-ms vencido que fue Rodrigo Daz haba estado en la zona. N o se necesitaba ms, en verdad, para hablar del Poyo de Mi Cid y ha-cerse la cuenta de que desde l haba obtenido el conquistador de Valencia los triunfos que la posicin del poyo facilitaba y sus celeb-rrimas cualidades guerreras invitaban a presumir. Desde luego, si el

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    cerro era llamado ya de Mi Cid, fuera quien fuese el epnimo, el proceso haba de ser, no ms sencillo, sino prcticamente inevitable. | De una cantera anloga, opino, deben de proceder la inspira-cin del juglar, esencialmente, y una buena parte de los materiales que pone a contribucin en el Cantar del Cid. El florecimiento de los estudios sobre la tradicin y la historia oral, perfilando en los l-timos aos los fecundos planteamientos de Mnendez Pidal, nos proporciona ahora una inmensa base de comparacin para enten-der mejor aspectos importantes en la gnesis y en la configuracin de nuestro poema: por qu el respeto de una gesta a determinados pormenores histricos arguye proximidad temporal, pero la defor-macin no implica lejana; cmo se concilia la exactitud de mu-chos datos con la inexactitud del conjunto; en qu sentido la pers-pectiva local tiende a favorecer ciertas articulaciones del relato... Tal vez en primer trmino, los paralelos de diversas pocas y cul-turas nos aseguran hasta qu punto el modo de proceder del Can-tar es caracterstico de quien se abreva en fuentes no escritas, y en particular en hontanares locales.

    En tal sentido, es bien sugestivo que sucesos y personajes pro-blemticos se expliquen con nitidez por la toponimia. Probable-mente nuestro poeta saba bastante ms y mejor fundado, pero, en rigor, era suficiente conocer el poyo y tener la ms elemental de las informaciones sobre el Campeador, no ignorar que haba tomado Valencia y vencido a un conde de Barcelona (domuit Mauros, co-mits domuit quoque nostros, indica, sin ms, el Poema de Alme-ra), para concebir segn la presenta el Cantar la campaa por el J i -loca, en el camino hacia Levante. Algo semejante pudo ocurrir con cuanto atae a Abengalvn, alcyaz de Molina, donde acoge siempre con cario a los familiares y compaeros del Cid, de quien es amigo sin falla (v. 1528). Est atestiguado un homnimo que en 1 1 2 0 luch con los almorvides en la batalla de Cutanda, en las cercanas del Poyo, pero no cabe afirmar que fuera alcaide de la vi-lla que se le adjudica, ni aun contemporneo de Rodrigo. En cam-bio, una legua al norte de Molina (y no lejos de una Cabeza del Cid), sobrevive cierta Torre de Miguel Bon, que en el Seiscientos lo era de Migalbn y en el siglo XII, como certifican otros top-nimos afines, de Abingalbn. Una fortaleza de nuevo estratgica-mente situada en la ruta entre Castilla y Valencia, en la frontera en-tre moros y cristianos, no era acaso una incitacin a imaginar al Abengalvn que le haba dado nombre como el amigo natural

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    (v. 1479) que en esa rea tanto convena a los movimientos de las gentes del Cid y a un buen equilibrio argumental y poltico?

    N o quiero decir que el juglar supiera exclusivamente lo que le decan los lugares, sino que los lugares, para comenzar, no esta ban callados para l. C o m o Jorge Guilln, como todo poeta, nues-tro juglar

    empieza a ver. Qu? Nombres. Estn sobre la ptina

    de las cosas...

    Los nombres de la extremadura, tantas veces ligados y tan ostensi-blemente sujetos a las vicisitudes de la repoblacin y la reconquis-ta, llevaban una ptina de memorias, eran crnica breve de mu-chos acontecimientos y convidaban a reconstruir otros por largo. N o se mentaba la Torre de don Urraca (v. 2812), Navas de Pa-los (v. 401), ro d'Amor (v. 2872) o Bado de Rey (v. 2876) con la asepsia con que nosotros decimos La Torre, Navapalos, Riodamor o Vadorrey: las palabras arrastraban a menudo resonan-cias de hechos y personas, y la costumbre de encontrarlas empuja-ba a buscarlas (no hay ms que hojear la Crnica de la poblacin de Avila). Los versos ms misteriosos del Cantar ( w . 2694-2695) son justamente testimonio de atencin hacia ese nimbo de evocaciones y leyendas que orlaba los topnimos:

    A siniestro dexan a Griza, que Alamos pobl, all son caos do a Elpha encerr...

    Tampoco pretendo generalizar indebidamente los ejemplos aduci-dos, sino apuntar que la historia empapaba incluso la geografa, como dimensin viva y presente de la realidad. Las huellas de un pasado no lejano y todava determinante de mil maneras hacan surgir la sombra del Campeador literalmente de las piedras (Cid y Mi Cid comparecen a menudo en la toponimia desde vila a Castelln, por Atienza, Teruel o Montalbn) y despertaban la cu-riosidad y las ganas de atar los muchos cabos sueltos que dejaban los recuerdos vagos, las tradiciones parciales y los contados datos autnticos. Por eso es tan sintomtica la reciente identificacin de Alcocer y el vecino otero bien cerca del agua (v. 560), por mri-to, en especial, de Jos Luis Corral y Francisco J . Martnez. En l-

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    tima instancia, importa poco que R u y Daz se instalara o no en el actual cerro de Torrecid y tomara o no el desaparecido castillo de Alcocer. Si en el relato del Cantar hay una base exacta, no parece aceptable que el poeta pudiera alcanzarla sino por fuentes orales, cuando tanto y tan en vano se han escudriado las escritas, siempre mudas al respecto. Si no la hay, la posicin del otero, sobre todo si se llamaba como an en nuestros das, bastaba para suponerlo n-cleo de las brillantes acciones que el Cid, siempre en idas y venidas entre Castilla y Zaragoza, a travs de Gormaz y Calatayud, por fuerza tena que haber realizado a su paso por la comarca. En cual-quiera de las dos eventualidades, el episodio de Alcocer en el poe-ma slo es inteligible en tanto conocido o concebido por quien andaba al pie de los lugares y lo perciba dan ganas de decir como un elemento del paisaje, como un componente del univer-so de vivencias y saberes que tena por suyo. El otero de Alcocer es a la vega del Jaln como el Poyo de Monreal al valle del Jiloca, in-mediatamente despus. Pero urge menos constatar la continuidad temtica y la reiteracin del patrn militar que descubrir en ambos casos un mismo mecanismo de adquisicin y elaboracin de los materiales recreados en el Cantar.

    La historia confirma resueltamente el funcionamiento de ese me-canismo insinuado por la geografa. A quien lo analiza con la pers-picacia de Jules Horrent, el poema se le ofrece como una mezcla inextricable de errores y verdades histricas, unos al lado de las otras, encadenndose entre s. Es cierta la cabalgada a lo largo del Henares, pero no al salir para el exilio, sino como causa del prime-ro de los dos destierros que en el Cantar son uno solo. Es cierto que lvar Fez, que Corita mand (v. 735), represent en Valencia a Alfonso VI, en 1085, y era sobrino de Rodrigo, pero no que lo acompaara siempre, que no s' le parte de so bra^o (v. 1244), m le sirviera de constante embajador ante el monarca. Es cierto que un Tamn se cruz en la vida del Cid, pero no el supuesto rey de Valencia que socorre a sus sbditos de Alcocer, sino el Mutamin de Zaragoza, verdadero seor del Jaln y por cuyos intereses R u y Daz vel lealmente durante aos... Los ejemplos se dejan multi-plicar hasta el cansancio. Es cierta la existencia de la mayora de los personajes, la realidad de abundantes sucesos, la adecuacin topo-grfica de los lugares a las peripecias que en ellos se sitan. Pero a cada paso se comprueba asimismo que los personajes no pudieron

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    estar en los lugares, los lugares contemplar los sucesos, los sucesos corresponder a los personajes que el Cantar afirma.

    En especial, el poema se trabuca en la cronologa, en el orden de los hechos. He aludido a la algara por el Henares, a la interven-cin de Alvar Fez en Valencia, a las relaciones con Tamn; y ca-bra alegar muchos otros momentos: pocos aparecen en la secuen-cia que realmente los eslabon en la vida del Campeador. Eljuglar ha pisado los escenarios que pinta, est enterado de cules son los grandes jalones en la trayectoria de Rodrigo, y es llamativa, quiz por encima de todo, la agilidad con que se mueve entre los con-temporneos del hroe. (El bando de los infantes de C a m n , as, est capitaneado moralmente por Garca Ordez repoblador, no lo olvidemos, de la extremadura oriental del alto D u e r o y constituido por ricos hombres que fueron en efecto parientes y aliados, pero el Cantar no especifica qu vnculo los une para que acten como actan, y slo las laboriosas investigaciones de M e -nndez Pidal han conseguido desentraarlo.) Sin embargo, el hilo narrativo que enhebra todos esos elementos, si bien tiene una pas-mosa fuerza potica, no obedece a la secuencia cronolgica de la verdadera biografa cidiana.

    Tal falta de adecuacin nos ilustra singularmente sobre el origen y los fines del poema, en tanto nos autoriza, por ejemplo, a negar con rotundidad que el juglar hubiera manejado la Historia Roderi-ci. Este o aquel detalle en ltima instancia procedente de ella s pudo quiz llegarle por va indirecta, pero el conjunto de la obra no lo conoci de ninguna de las maneras, porque la crnica le habra suministrado precisamente lo que no tena y con el Cantar quera conseguir, lo que el verismo y la verosimilitud con que trabaja los materiales nos certifica como uno de sus objetivos pri-marios: unas lneas de fuerza que le permitieran articular ms ca-balmente los datos sueltos de que dispona y que tantas veces situ donde no hubiera debido; una armazn o caamazo para dar me-jor forma y sentido a las noticias fragmentarias sobre hechos y personas, los retazos legendarios, las sugerencias de la toponimia, que constituan el caudal de 'documentos' que haban suscitado su inters por el C i d y que continuamente combin y revolvi sin atinar a ponerlos en su sitio.

    Los recuerdos de R u y Daz de Vivar, precisos e imprecisos, per-sistan junto a una eficaz presencia del hroe como punto de refe-rencia en el vivir de las gentes de la extremadura castellana, en la

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    raya de Aragn. A la llamada de esos recuerdos y de esa presencia responde creadoramente eljuglar. p l Caiitar de Mi Cid nace como mi intento de explicar, de explicarse el poeta y quienes con l com-parten el mismo espacio geogrfico y mental, la figura, las hazaas y el temple de Rodrigo Daz. Para lograrlo no haba otro camino

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    apoyaron el Lazarillo de Tormes y los textos fundacionales de la no vela moderna), a l no le sera sencillo establecer confines entre su posiciones y formulaciones.

    N o es cuestin de perderse, no obstante, en los laberintos que ro-dean la nocin misma de mito. La historicidad profunda del Can tar puede aquilatarse en campos ms modestos. En la escena de l.i demanda contra los infantes de Carrin, en un golpe de efecto,

    af dos cavalleros, entraron por la cort, al uno dizen Ojarra e al otro Yego Simenoz, el uno es del ifante de Navarra e el otro del infante de Aragn, besan las manos al rey don Alfonso, piden sus fijas a Mo Cid el Campeador, por ser reinas de Navarra e de Aragn... (w. 3393 y ss.)

    Ved cul ondra crece al que en buen ora naci, cuando seoras son sus fijas de Navarra e de Aragn!

    (w. 3722-3723)

    Ocharra, probablemente, y con certeza Iigo Ximnez no son en-tes de ficcin, pero s posteriores a R o d r i g o Daz. C o n todo, el punto que ha ocupado tenazmente a partidarios e impugnadores de la veracidad del Cantar es ms bien el matrimonio de las hijas del C id , porque, naturalmente, Mara (Sol?) cas con un conde de Barcelona, y Cristina (Elvira?), con un infante navarro q u e j a -ms empu el cetro, el bastardo Ramiro , padre de Garca R a m -rez el Restaurador.

    Sin embargo, habremos de pensar que el verso 3723, porque no se ajusta a lo que nos ensean anales y documentos, contiene una falsedad? Creeremos que el juglar est deformando deliberadamen-te unos datos que le constan? Segn todas las seas, ni lo uno ni lo otro. La conjetura era muchas veces la sola historia posible.lEl juglar tiene entendido que la cumbre de la buena fortuna de Rodr igo fue ver a sus hijas desposadas con novios de sangre real, o tal vez alcan-za simplemente que entre quienes la llevan en sus propios das hay descendientes del Cid. Pero esa vaga noticia, que as reducida a una quintaesencia a nosotros no nos duele dar por autntica, cmo po-dra plasmarse en una epopeya sino con una estampa y en unos tr-minos semejantes a los del Cantar, con un colorido anecdtico que a nosotros pasa ya a antojrsenos engaoso? N o , el juglar no mien-

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    (C. Seoras son sus fijas de Navarra e de Aragn... es una de las 111.meras en que una gesta puede decir lo que ha corrido como am-bicin de infanzones y chisme de comadres: ' Que buenas bodas hi-1 loron las chicas de R u y Daz! N i siquiera con ricos hombres: con infantes, qu s yo , con prncipes... H o y en Espaa hay reyes que son parientes suyos'.

    As debieron de ir cobrando carne, huesos y poesa las memorias V las leyendas del Campeador que pervivan en la extremadura. Notemos adems que el Iigo X imnez que se le ocurre al juglar romo oportuno mensajero del infante de Aragn ha de ser casi irremediablemente el poderoso seor de Segovia, de Medinaceli, de Seplveda, de Calatayud, que se documenta entre 1 1 1 5 y 1 1 3 0 , en algn caso en compaa de un Ocharra y bien relacionado con Alfonso el Batallador. Por ms que todo el Cantar desemboca en sus bodas, el poeta confunde los nombres de las hijas y las circuns-tancias de los yernos del Cid , no se atreve a poner cuerpo a los in-I.ntes que nos diran qu reyes d'Espaa... sos parientes son (v. 3724). En cambio, le es familiar un personaje de menor rango, pero que a principios de siglo se ha movido por el mundo de las ciudades fronterizas. Es, todo lo indica, que tiene los ojos vueltos a un pasado heroico y los odos a unas tradiciones fundamentalmen-te locales. (Habr escuchado con especial atencin a los cavalleros buenos e ancianos, que alcanzaron ms las cosas d'aquel tiempo y cuentan de lo muy anciano, mencionados en las Partidas y en la Primera crnica general?) N o tiene erudicin ni querencias de enten-dido de letras (v. 1290), que entonces marcaban tanto y tanto gus-taba ostentar; no mienta a nadie posterior a Alfonso VII , el buen Emperador (v. 3003), y slo porque asoma el conde don R e -mond, su padre, el repoblador de Segovia y Avila; poco o nada sabe de pleitos dinsticos y cambios de alianzas. Los suyos, en suma, son unos horizontes que no van ms all de las tierras de frontera, de los intereses, los ideales y los mitos de quienes bajo ese cielo lle-van una vida demasiado spera y volcada en otros problemas ms inmediatos como para preocuparse siquiera de la gran poltica de los lejanos reyes de Espaa: unos hombres a quienes importaba mucho que el C i d hubiera humillado a Garca Ordez, pero cu-yas tragaderas admitan que don Elvira e doa Sol (annimas has-ta el verso 2075) se sentaran en los tronos de Navarra y Aragn.

    Esa limitacin de perspectivas se corrobora, por ejemplo, con slo un rpido vistazo al nico texto romance del siglo XII que, por

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    cuanto parece, hace sonar los ecos de un Cantar del Cid sustancial-mente en coincidencia con el conservado. Aludo al breve Linaje d< Rodrigo Daz... que decan Mo Cid el Campeador, que circul aco-plado a unas genealogas de los reyes de Espaa insertas en la versin primitiva del Liber Regum, compuesto en tiempos de Sancho el Sa-bio de Navarra ( n 50- 1 194) , pero cuya primera refundicin con-servada se copi en Castilla, para uso de leguleyos, en el siglo si guente. La piececilla, todava psimamente editada, pero ahora estudiada con acierto por Diego Cataln y Georges Martin, so aparta media docena de veces de su laconismo habitual para enga laarse con fraseologa de raigambre pica e incluso con retazos cercansimos a la de nuestro poema: fu mesturado con el rey et ys-sis de su tierra, pongamos, a un paso de por malos mestureros de tierra sodes echado (v. 267), o bien se combati en Tvar con el cont de Bar^alona, que ava grandes poderes, tan prximo (y no slo en la forma) a grandes son los poderes e apriessa llegndose van..., / alcanzaron a M i C i d en Tvar e el Pinar ( w . 967, 971). La filtracin de tal lenguaje en tan sucinta obrita a duras penas pue-de significar sino que a su redactor le bailaban en la cabeza las tira-das del Cantar del Cid.

    C o m o fuera, el designio del Linaje est declarado con pelos y se ales. Rodric Daz ... ven dreytament del linage de Layn Calbo, qui fue copaynero de N u e n o Rausera, e fueron anvos dices de Castieylla, mientras del linage de N u e n o Rasuera vino '1 Empera-dor. D e suerte que Garca Ramrez y Sancho el Sabio, gracias a la sangre del Campeador que haba aportado Cristina al casar con el bastardo Ramiro , purgaban una estirpe maculada y heredaban la le-gitimidad de los quimricos jueces de Castilla, que echaban borrn y cuenta nueva en las dinastas de Espaa. El Linaje, as, a mayor lus-tre de la impura casa de Navarra, ornaba con tonos picos una le-yenda cidiana de ndole ms bien curialesca.

    Pues bien: la letra concuerda en ms de un caso, pero en el es-pritu no cabe mayor contradiccin con el Cantar, desde el princi-pio hasta el final. Desde el principio, ciertamente, R o d r i g o y J i m e -na se pintan en el poema como modestos ifan^ones, fjosdalgos de mediano estado, cuyo encumbramiento slo se consolida al en-lazar con los reyes d'Espaa. Ese camino de perfeccin, ya no moral y material, sino nobiliaria, y por eso mismo supremamente atractiva en la poca, es de suyo uno de los factores esenciales en la concepcin y composicin de la gesta. Nos hallamos ante un ar-

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    quetipo estructural en abierta discrepancia con el trazado del Lina-je. Si en el Cantar el parentesco regio es punto de llegada y propor-ciona al C id lo nico que le falta, en el Linaje R o d r i g o se equipara en alcurnia al Emperador, dona Xemena se dice nieta del rey don Alfonso (como asimismo sabe la Historia Roderici), y es una hija del hroe quien trae a los soberanos de Navarra patentes de nobleza que compensan la ilegitimidad de Garca Ramrez. Hasta el final, deca, cuando, frente al silencio (y terminus ad quem) del Cantar, el Linaje no descuida sealar que las mesnadas del Campea-dor lo llevaron a soterrar a Sanct Per de Cadeyna, prob de B u r -gos y , por supuesto, se detiene en prolongar la genealoga de R o -drigo y J imena hasta don Sancho de Navarra, a qui Dios d vida et hondra, no sin registrar como cumple el matrimonio de dona Mara con el cont de Bar^alona.

    U n abismo de diferencias, en informacin, en ptica, en nfasis, separa el Cantar de Mi Cid y el Linaje de Rodrigo Daz, que sin e m -bargo lo tiene en cuenta. Son las diferencias que median entre los ambientes cancillerescos y clericales, en las cortes y los grandes monasterios, y el panorama que abarca un juglar de la frontera, que tiene el punto de mira a ras de tierra y slo en la lejana entrev, tan remotos e inasequibles como el propio Alfonso V I , a los reyes de Espaa.

    UNA E P O P E Y A N U E V A . Hacia 1 1 4 8 , el Poema de Almera abre un parntesis en el catlogo de las huestes de Alfonso VI I , para re-montarse dos generaciones atrs y celebrar las glorias de una fardi-da lan

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    'Si en tiempo de Roldan Alvar viniera a zaga de Oliveros, estoy cierto que al yugo de los francos se plegaran los moros, y los buenos compaeros no cayeran vencidos por la muerte: lanza mejor no ha habido bajo el cielo. Rodrigo, aquel a quien llaman Mi Cid, de quien cantan que nunca lo vencieron, l que al moro humill, y a nuestros condes, se tena a su lado por pequeo; mas yo os confieso la verdad perenne: Alvar segundo fue, Mi Cid primero.'

    A un docto poeta y cronista latino, as, el Cid y Alvar Fez se le venan a las mientes hacia 1 148 como nunca los haba visto la rea-lidad: convertidos en compaeros, al igual que Roldn y Oliveros, con idntica jerarqua, y al arrimo, pues, de un cantar de la misma estirpe que la Chanson de Roland.

    Es un oportuno recordatorio de que la historia de la pica ro-mnica es en buena medida historia de la pica francesa y que una y otra marchan tenazmente tras las huellas de la Chanson de Roland. Pocas certezas ms tenemos al propsito. C o n los datos a mano, no podemos demostrar ninguna de las teoras sobre el origen y la evo-lucin de las gestas: es en los planteamientos de principio, y en par-ticular en los criterios de verosimilitud y economa de interpreta-cin, as como en el recurso a la analoga, donde encontramos las razones para inclinarnos por una determinada explicacin.

    Por ah, la hiptesis, con mucho, mejor construida,_porque con menos elementos"dacuenta orgnicamente de ms indicios, apun-ta a la existencia de una actividad potica oral en torno a la muerte de Rldn desde los mismo"s~das"~3TaT3a talla de Roncesvalles (778) o poco ms ac. Tal actividad potica aHara7jof ejemplo, el hecho en otro caso incomprensible de que ni el personaje ni el suceso quedaran pronto olvidados, sino, por el contrario, que segn avan-zaban los tiempos estuvieran cada vez ms presentes en la memoria de Francia. En los alrededores del ao 1000, y probablemente a mediados ya del sigloJX, esa actividad debi de conocer una impor-tante renovacin ppr obra de un cantar que cre un nuevo estilo de epopeya (y, en un orden de cosas ms anecdtico, dej desde el alto Loira hasta Barcelona y Sicilia una estela de Oliveros emparejados con Roldanes en la onomstica comn). En los ltimoi_ciggenios

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    del siglo x i , el cantar en cuestin fue objeto de una refundicin ex---lepaonlrrrenTT valiosa y afortunadaTque est en la raz de todas las vcisi()es h]5y ]c

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    frecuentes en las epopeyas francesas para admitir que un azar de 1 ni tipo se repiti tantas veces como sera necesario postular.

    Las indicaciones de esa ndole nos dicen ms bien que, incluso cuando se ponan por escrito, las gestas se atenan al modelo de m > > epopeya oral,,y no simplemente,^Jesde luego, en cuanto a las . n cunstancias previsibles en la ejecucin, sino, sobre todo, en.el estile y en la disposicin. (Es un proceder regular y no puede desee)nci 1 tamos en absoluto. Hasta descubrir y explotar su propia especilii 1

    'dad, las tcnicas nuevas se inician a menudo reiterando, ms o 11 li-nos duraderamente, los patrones de las viejas: el teatro calc a 11 celebraciones religiosas o las diversiones cortesanas que lo ven n.i cer, el cine temprano descorre telones y utiliza decorados de tea ir. 1, la televisin persiste al principio en los enfoques de la cmara de cine...) Por ah, pues, es lcito pensar que las diferencias entre los v i rios cdice^ de una misma cancin^incluso cuando se producen ei) el plano de la transmisin escrita, estn fundamentalmente conceb das segn los paradigmas orales de una pica tradicional. Slo en un perodo postenor, en el otoo de la Edad Media, impuso la escritu ra un dominio ms' enrgico en todos los terrenos de la vida y de la literatura: y entonces las gestas perdieron su razn de ser y desapare cieron absorbidas por los otros gneros, de la crnica a la flfvela, que ahora cumplan las funciones que durante tantos siglos les ha ban correspondido a ellas.

    Por rpidos e incompletos que sean, los prrafos precedentes bas tarn, espero, para satisfacer el requisito mnimo de quien tiene que referirse a la datacin de un cantar de gesta: dejar claro que asignar tal o cual texto a un determinado ao no tiene sentido si no se sus tenta en una visin global del nacimiento y modo de vida de la epo-peya romnica. La resumida jneas arriba supone que un cantar era bsicamente un complq je l>s tad ios poticos umfialos 'por 1111 conj 11 nto jxmin de datos n a r r ^ v o ^ j a d o s ~ e n unaler ie lIe cons-tantes: los personajes, los nombres de los lgafgryttsacc iones sub-yacentes a las distintas versiones (adapto una definicin de Joseph J . Duggan), de suerte que los jug lares j jue lo aprendan de memoria, verso por verso, gozaban 110 obstante de una gran libertad para re-formularlo dentro de los mrgenes del estilo tradicional e insertar unos elementos o prescindir de otros. Una cosa, pues, es la fecha del prototipo, y otra, la fecha de cada una de tales versiones.

    E l romance de la Muerte del prncipe donjun, tal como en

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    llinyo de 1900 se recogi por primera vez en la poca moderna y tal Minio luego ha reaparecido en docenas de variantes, quiz no con-tenga ni un octaslabo igual a los de la balada que sobre la agona del lirredero de los R e y e s Catlicos se compuso en 1497, pero posee un ncleo constitutivo la princesa encinta, aquel doctor de la |>jrra, una cierta concatenacin que debe datarse forzosamente 1 natrocientos aos atrs: las versiones, los textos que nos brinda la recoleccin folclrica, son todas de nuestro siglo, pero el prototipo, 'el romance', es del siglo XV. Sin necesidad de equipararlas a los ca-sos extremos del romancero, las gestas, en las redacciones jams loincidentes en que nos las han transmitido los trescientos doce manuscritos que forman el corpus pico de la Romana , son asimis-mo el producto de un juego parejo de diacrona y sincrona, de ma-teria y forma, y no deber sorprendernos que los diferentes factores 1 le cada versin del cantar pertenezcan a estratos cronolgicos tam-bin diferentes: segn de cul de esos factores estemos hablando el fondo histrico, los varios lances que trenzan el hilo argumen-lal, la diccin et cetera, la-fecha de la cancin podr ser una u otra.

    En esa direccin nos lleva justamente el Cantar de Mi Cid. 1 11 algunos aspectos del lenguaje y la ambientacin, el manuscrito de 1207 copiado en el apgrafo de la Biblioteca Nacional muestra serios indicios de responder a una versin pergeada en la segunda mitad del siglo XII, pero la armazn de la gesta, la gran "trama de personajes, lugares y acciones, debe ponerse en la primera mitad, antes de 1 148 . Para ese ao, en efecto, el Poema de Almera nos exi-ge suponer la existencia de un cantar sobre R u y Daz ninguno de cuyos ingredientes presumibles difiere significativamente del que conocemos ni descubre coincidencias mayores con otras recreacio-nes poticas de la figura del Cid, del Carmen Campidoctoris a las Mo-cedades de Rodrigo. Una elemental economa explicativa, de acuerdo con el sabio criterio de non multiplicanda entiapraeter necessitatem, nos recomienda, por ende, entender que se trata de una versin primi-tiva del Cantar conservado.

    ste, por otra parte, segn el testimonio de las prosificaciones, slo se aleja del Cantar que corri en el siglo XI en unos cuantos puntos sin excesiva relevancia en la conformacin total del poema (as, Bcar, en vez de morir a manos del Cid, lograba refugiarse en una barca). Podramos pensar que la persistencia de la trama central en las prosificaciones se debe a que para ellas se emplearon meras co-pias del cdice de 1207, pero esa eventualidad sera tan inslita, que

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    hemos de descartarla sin reparos: en todo el aludido Corpus pico de la Romania , no se conoce ningn caso en que un manuscrito deri-ve de otro; en cambio, las prosificaciones introducen nuevos episo-dios y personajes llegados claramente de refundiciones del Cantar, que, por tanto, aun acicalndolos y acrecentndolos, respetaban los grandes datos argumntales del prototipo. As las cosas, y habida cuenta de que en el itinerario de una gesta las etapas tardas como las correspondientes a las prosificaciones son tambin las ms proclives a las refundiciones, la analoga nos induce ahora a sospechar que en los tres o cuatro decenios que, cuando ms, pueden separar el Poema de Almera y el texto transcrito por Per Abad tampoco debieron de insertarse novedades de mucha sustancia, sino, aparte los retoques de menor cuanta, adiciones o supresiones relativamente ligeras. (En cualquier caso, sera especialmente peligroso conjeturar que la uni-dad estructural que hoy apreciamos implica unidad de composicin originaria, porque son numerosos los ejemplos franceses en que la incorporacin de extensos episodios, de hasta centenares de versos, resultara enteramente imperceptible si no pudiramos cotejar entre s los distintos remaniements de una cancin. C o m o sin semejante posibilidad tampoco percibiramos que La Celestina en veintin ac-tos proviene de una Celestina en diecisis, y nos equivocaramos al asignar a la totalidad de la obra, incluidas las muchas pginas del an-tiguo auctor y de la Comedia, la fecha que dedujramos de los ac-tos XI-XVIII de la Tragicomedia.) Naturalmente, tanto antes como despus de 1 148 , la ejecucin pblica supondra multitud de modi-ficaciones de detalle y frecuentes remozamientos lingsticos; pero el ncleo fundamental del Cantar debi de perdurar con notable fir-meza igual en el siglo XII que en el siguiente.

    Ms all de esas conclusiones, inevitablemente vagas, opino que poco se puede conjeturar sobre la gnesis y el desarrollo de nuestro poema. Entre 1 1 4 8 y la muerte de R o d r i g o en 1099 media un lap-so demasiado corto para pretender que los elementos histricos, incluso menudos, que sobreviven en el cdice de la Biblioteca N a -cional nos conduzcan a 1 1 2 0 mejor que a 1 1 4 0 (en cuanto a los fic-ticios, los modernos estudios sobre la tradicin oral nos garantizan que pueden aparecer en cualquier momento). Entre 1207 y 1 1 4 8 , a su vez, tampoco es tanta la distancia como para juzgar que la ac-tualizacin en materia de lenguaje o costumbres tuviera que afec-tar gravemente a la fisonoma primigenia del Cantar. N o hay por-tillo por donde discernir el contenido de las distintas versiones que

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    por fuerza estn al fondo de nuestro manuscrito, ni menos por donde sondear los mrgenes de innovacin que permitan las rea-lizaciones orales del prototipo.

    I ti una amplia perspectiva de la epopeya, sin embargo, la vida tra-dicional del Cantar del Cid, aun si nos limitamos al perodo atesti-guado por las prosificaciones, llama la atencin por la estabilidad, lis, tambin, porque nos las habernos con una gesta tarda y an-mala. R u y Daz de Vivar es el hroe ms rezagado en la senda de la pica romance: ningn otro protagonista de una cancin dista tan poco del texto que hoy sobrevive. Esa cercana y las implicaciones ile actualidad que ayudaba a insuflar en el relato de sus hazaas contribuyeron sin duda a que el poema se beneficiara de una pecu-liar patente de veracidad y durante largo tiempo disuadiera de alte-1 irlo con postizos y ornamentos demasiado fantsticos. Pero, por otro lado, la patente en cuestin no era mera ilusin ptica: los ca-racteres de historicidad y verismo entraban decisivamente en el de-signio con que lo concibi el juglar, no slo porque con ellos se le haba ofrecido la estampa del Campeador en las tierras de la extre-niadura, sino igualmente porque al mantenerlos en la raz del Can-tar se propona componer una epopeya nueva, mudar audazmente los patrones usuales de la pica.

    Para 1 1 4 8 , los cantares de gesta haban andado en Espaa un ca-mino ms que secular. Debieron de llegarnos en las inmediaciones del ao 1000, al calor del flamante estilo pico propagado por la Chanson de Roland que entonces triunfaba, cuyo rastro se percibe en el menos inaferrable de los poemas castellanos surgidos de tal coyuntura, Los siete infantes de Lara. Entre 1054 y 1076, la Nota P.milianense prueba que los espaoles estaban tan familiarizados con el Cantar de Rodlane como con los del ciclo de Guillermo, justa-mente por los das en que la ms influyente refundicin de la gesta carolingia abra o estaba a punto de abrir, con la renovacin del g-nero, la poca de apabullante hegemona rolandiana de que toda-va un siglo despus las mozas de Avila se resentan en los corros, deplorando que por todas partes sonaran tanto los pares de Francia y tan escasamente los bravos guerreadores de la frontera:

    Cantan de Roldan, cantan de Oliveros, e non de Corraqun, que fue buen cavallero...

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    Eljuglar del Cid no era ajeno a ese talante. Tambin l haba de es-tar un poco cansado de tantas canciones y paladines de Pirineos allende, o, comoquiera que fuese, cavilar que vala la pena introdn cir novedades que quebraran las rutinas de la epopeya. Todo en nuestro Cantar marcha por ah, desde la matizada utilizacin de las frmulas y motivos franceses hasta el espritu profundo que lo ani ma. He notado que las circunstancias en que eljuglar haba hecho suyos los recuerdos del Campeador en el alto Duero lo llevaban por la va de un singular realismo. Hay que subrayar ahora, por otro lado, que el propsito de innovacin de las gestas no le vena slo de tales circunstancias (ni, por supuesto, de un sentimiento 'nacio-nal' que no poda tener), sino que se fundaba asimismo en razones internas de la propia tradicin pica, contemplada, naturalmente, con una resuelta voluntad de originalidad.

    En la prolongada andadura de las canciones francesas, no falt una etapa de revisin y autocrtica. Le plerinage de Charlemagne, por ejemplo, pinta al Emperador y a los doce pares como unos bo-tarates del montn, que se enfadan por nieras, se enzarzan en es-tpidas disputas con su mujer o se emborrachan ridiculamente. La prise d'Orange saca a escena a un Guillermo tan atrado por las bata-llas de amor como por las de espada y aplicado a ganrselas a la mora Orable con todas las argucias de un avezado cortesano y a defender frente al rey sus propios intereses con un egosmo que no le conocamos. Ah, los dioses se pasean en zapatillas. Los grandes espacios se truecan por el saln y la alcoba, y los mviles y las con-ductas se adaptan asimismo a los decorados de interior. Es el mo-mento de la humanizacin.

    El Plerinage y la Prise, como otros poemas, no atinan a expresar ese crepsculo de los mitos sino con las fciles armas de la parodia y la sustitucin de un arquetipo por otro, de la epopeya al romn courtois. Tampoco nuestro juglar ignora las maas anlogas, si bien las emplea con elegancia harto mayor. La comicidad tiene en el Cantar un papel magistralmente analizado por Dmaso Alonso en las caricaturas del Conde de Barcelona o de los infantes de Carrin: la sal gorda apenas si asoma al paso, no hay monstruosidad alguna, no hay nada burdamente grotesco y que no pueda darse en la reali-dad psicolgica normal. La irona tie los labios del mismo Rodr i -go cuando anuncia aj imena la llegada del ejrcito marroqu (por casar son vuestras fijas, adzenvos axuvar, v. 1650), cuando le gri-ta al enemigo que sale huyendo: Ac torna, Bucar!... / Saludar-

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    nos hemos amos e tajaremos amistad! ( w . 2409 y ss.) Sin rayar en petimetre, como el Guillermo de la Prise, el C id se conduce con los Miyos con sobria gentileza, trata a las damas con los miramientos y I.i galantera de un cumplido caballero (A vs me omillo, due-II.is..., w . 1748 y ss.) y ni siquiera le son extraos los efectos del '.11 or-virtud' que da coraje para la lucha: Crcem' el corazn, le dice aj imena, porque estades delant (v. 1654).

    Pero el humor y el amor, que el C id exhibe con tonalidades propias, agotan en la aludida etapa de las canciones francesas los usgos que los hroes de antao acaban por compartir con el co-mn de los mortales. En cambio, el Cantar, como queda apuntado, dibuja a todos los personajes, y antes que a ninguno al protagonis-ta, con las ms varias tintas de una infalible humanidad. Podemos celebrarlo, sin entrar en averiguaciones, por las muchas pginas de gustosa lectura que as nos proporciona; pero lo celebraremos to-dava ms si no descuidamos que tal proceder equivale de suyo a una posicin polmica frente a las gestas consideradas en tanto poesa. Una posicin que eljuglar, desde luego, no tena necesidad 111 posibilidad de declarar en trminos explcitos, pero que no pue-de ser ms difana cuando se advierte cmo persiste en volver del revs las convenciones ms caras a la epopeya.

    Es bien sabido, en particular, que si una cualidad tiene derecho .1 ser contemplada como punto en que convergen los mltiples tra-zos del retrato de R u y Daz, sa es indudablemente la mesura, pero sa es igualmente la cualidad que ms escasea en la pica. Roland, hroe mtico, deja desbordar la desmesura de su orgulloso pundo-nor, negndose a pedir auxilio a Carlomagno y sacrificando la vida de veinte mil franceses; el Cid, hroe humano, aparece siempre dueo de sus ms pungentes pasiones. Cuando se ve agobiado de dolor al abandonar sus palacios de Vivar para salir al destierro, pro-rrumpe en una simple queja contra sus enemigos, no contra el rey: 'fabl mo C id bien e tan mesurado: / esto me han vuelto mos enemigos malos' ( w . 7 y ss.) ... La clera no estalla jams en su pe-cho. Al recibir en Valencia a sus hijas ultrajadas y heridas, 'besn-dolas a amas, tornos' de sonrisar' (v. 2889); el gozo de verlas tornar con vida a su hogar quiere el hroe que anule toda su tristeza; pide a Dios favor y , sin ms, pasa a preparar el castigo de los culpables. Dice perfectamente Menndez Pidal. Pero aqu conviene realzar que ese temple mesurado no es slo un factor argumenta] positivo, una faceta en la caracterizacin del protagonista, sino que, elevado

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    al puesto central que ocupa en el marco de un cantar de gesta, se convierte ineludiblemente en una actitud negativa, en la crtica (en definitiva, 'literaria') de todo un gnero.

    En el mismo sentido hablan otros numerosos aspectos del Can-tar, mnimos y mximos. Entre los ltimos se cuentan las relacio-nes de Rodrigo con el rey, siempre bajo el signo de la paradoja: al condenarlo, Alfonso le abre la puerta de todos los triunfos; cuando quiere mostrarle afecto casando a doa Elvira y doa Sol con los infantes de Carrin, lo aboca a la mayor de las desgracias. A tuertas o a derechas, no obstante, el Cid mantiene hacia su seor natural una lealtad por encima incluso de la que exigan las leyes y la pru-dencia aconsejaba. Tal postura estaba en parte favorecida por la perspectiva desde la cual los hombres de la frontera divisaban al monarca. Pero quienes la oan exaltar una y otra vez, con tan con-cretos pormenores y tanta prominencia a lo largo de la accin, mal podan no compararla con la sostenida por los hroes que otros cantores no se haban cansado de ensalzar, quiz en la misma plaza: cuando el rey los destierra o les niega justicia, Fernn Gonzlez, Reinaldos de Montalbn, Ogier de Dinamarca no replican con ademanes de acatamiento y el quinto del botn, sino combatindo-lo a sangre y fuego. El Campeador reclamaba a voces la etiqueta de vasallo rebelde que las gestas tenan siempre a punto, y si nuestro juglar no se la colg, hubo de ser por meridiano afn de contrade-cirlas y porque contaba con que los espectadores se sintieran con-tinuamente tentados a ponrsela y, as, forzados a confrontar el tipo y el personaje, la especie y el individuo, el gnero y la variacin, apreciaran ms la impar figura de R u y Daz y los mritos del poe-ma. Tan irresistible era esa tentacin, sin embargo, que los poetas de menos genio cayeron luego de hoz y coz en el clich que el Cantar haba desechado con plena deliberacin y transformaron al Cid en el revoltoso, todo desplantes y bravatas, que gallea hasta ms all del romancero.

    C o m o se, no son pocos los casos en que la posteridad devolvi a Rodrigo a los arrabales de la trivialidad pica orillada en el Cantar. Una antigua novelera, admirablemente escrutada por Samuel G. Armistead, lo haca hijo de una villana a quien Diego Lanez forz cuando llevava de comer a su marido al era. Para dar a la parbo-la del hroe una trayectoria de ascenso ms deslumbrante, los fabu-ladores recurran, pues, a una sobada tacha que la epopeya no per-don a Roldn ni al mismsimo Carlomagno: la bastarda. Pero,

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    por otro lado, tampoco renunciaban al determinismo ms prima-1 i.unente estamental y le reconocan la ilustre parentela fantaseada por la leyenda de los jueces de Castilla. Entre uno y otro extremo, filtre las folletinescas invenciones de los copleros al uso y las super-cheras interesadas de los leguleyos, nuestro poeta haba destacado rn el Cid las seas del modesto infanzn, del soldado que se labra la Ini tuna con su brazo y en cuya talla extraordinaria hay sitio para las emociones cotidianas, para las penas y las alegras del padre, el ma-tulo y el amigo. Eran las seas que ms lo aproximaban al mundo de realidades e ideales en que el juglar se mova, pero eran al mis-ino tiempo las bases de un manifiesto de vanguardia, en favor de tilia poesa de la experiencia y la naturalidad.

    Por todas partes volvemos a la observacin de que partamos: la potica del Cantar de Mi Cid est presidida por un propsito de uercamiento al mbito de vivencias y referencias que a su vez ilu-minaban la imagen de Rodrigo que perciba el juglar. Frente al ve-msto espejismo dejoseph Bdier, que imaginaba la epopeya fran-1 esa acunada en las leyendas clericales del camino de Santiago (Au 1 ommencement tait la route...), Alberto Vrvaro ha apostilla-do sagazmente que las chansons de geste son ms bien poesa de la irontera de Espaa: la frontera brbara y remota de un pas entera-mente quimrico, a cuyos habitantes, ninguno cristiano, les toca solo elegir entre la conversin y la muerte. Para un juglar de la au-lentica frontera de Castilla, esos chateaux en Espagne eran una provo-1 .icin, no patritica, desde luego, sino artstica, un desafo a crear nna epopeya nueva: una gesta cercana, un estilo de cantar en que el fulgor de la tradicin pica no cegara los ojos para apreciar los i l.iroscuros de la realidad.

    A un tratamiento 'realista' de la gesta del Cid, invitaban al autor, pues, no sSfrrfcts "coordenadas de espacio y tiempo que lo acogan, sino adems un impulso dgjnnovacin potica. As, la historicidad del Cantar surge tambin de un estricto deseo de poesa. Una con-1 epcin no fabulosa del relato, frente a las librrimas ficciones del lepertorio pico, obligaba a completar lo que el poeta crea saber mediante el recurso a explicaciones que fueran generalmente acep-i.ibles, fundadas en patrones que, si no era posible de otro modo, los espectadores pudieran corroborar en s mismos, en las cosas, personas e ideas que les resultaban familiares.

    De ah, entre tantas consecuencias, la cambiante estrategia del inglar para enfrentarse con elementos que se le ofrecen con distin-

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    to grado de certidumbre. He esbozado antes algunas de las razones que reducen la toma militar de Valencia a unos cuantos versos en tanto la captura de Alcocer se extiende por centenares. Cabra aa dir algunas ms que replantearan el asunto en nuestro contexto de ahora. Para acabar con otro enfoque, dar mejor un ejemplo de la ltima parte del Cantar. Tras el cruel ultraje a que los infantes de Carrin someten a las hijas del Cid, Flez Muoz las encuentra sangrientas en las camisas, amortecidas, en el robledo de Cor-pes. Las reanima dndoles agua con un sombrero ... nuevo e fres-co, las deja a resguardo en la torre de doa Urraca, y l marcha en busca de auxilio a San Esteban de Gormaz, donde se tropieza con Diego Tllez, el que de lbar Fez fue. Diego recoge a doa El-vira y doa Sol, las aloja en Gormaz, y all todos las cuidan y hon-ran Jata que sanas son ( w . 2763 y ss.)

    Despreocupmonos en este momento de la afrenta de Corpes, los infantes de Carrin y las hijas del Cid, para reparar slo en los dos comparsas mencionados. Ni los archivos ni las bibliotecas muestran rastro de ningn Flez Muoz entre los parientes y com-paeros de Rodrigo Daz: si no es pura invencin del juglar, debe tratarse de alguien tan insignificante, que contadsimos podran co-nocerlo. Por el contrario, Diego Tllez s est documentado y s era un sujeto de importancia: gobernador de Seplveda, en cuya repoblacin en efecto intervino lvar Fez, deba de tener inte-reses y relaciones en San Esteban, de donde el Cantar parece ha-cerlo oriundo. Que no se nos escape el contraste: el personaje fic-ticio o desconocido de los ms est bosquejado con una exquisita verosimilitud, mientras el personaje real comparece slo al paso de una narracin sustancialmente imaginaria, como ha de ser la afren-ta de Corpes. Pero esas formas de proceder a primera vista tan opuestas son de hecho manifestaciones complementarias de una misma potica.

    Flez Muoz se nos vuelve inolvidable gracias a ese sombrero nuevo ... e fresco, que de Valencia-I' sac (v. 2800). Nos hacemos una perfecta composicin de lugar. El viaje al Carrin de los infan-tes es una visita de cumplido, que aconseja estrenar prendas de ca-lidad, y Flez Muoz puede permitrselas, porque no en balde au-menta da a da la riqueza de la mesnada del Cid. Ni un instante de indecisin hay en su gesto de llenar de agua el sombrero, pero el juglar est al tanto de que el pblico s se dir: Y para colmo de desastres, un buen sombrero nuevo echado a perder!; y esa refle-

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    xin tragicmica funcionar como un agero optimista. N o hay i abos sueltos: la situacin imaginaria est delineada con ingredien-tes de fino realismo. Diego Tllez, en cambio, carece de una fiso-noma peculiar y de cualquier detalle que lo individualice: es slo el nombre que resume la verdad y la sensatez de todos los de Gor-maz. El juglar quiz lo eligi llevado por la impresin de que un hombre con ligmenes con Alvar Fez tendra que estar vincula-do al Cid de una o de otra manera. Pero renunci a prestarle ras-gos ms especficos, porque estim que bastaba con que fuera un magnate recordado en San Esteban para asegurar la coloracin ve-rista de la escena.

    Flez Muoz, de quien nadie o slo un puado deba haber odo, exiga una elaboracin potica que lo hiciera verosmil. Die-go Tllez no la necesitaba, porque la mera presencia de un perso-naje con relieve histrico era suficiente para reforzar artsticamen-te la apariencia de verdad de la intriga fingida. En ambos casos, no obstante, el objetivo era el mismo: acercarse a las perspectivas del pblico, a su mundo de realidades e ilusiones. La historicidad del

    / juglar, as, a menudo es tambin una tcnica potica, un recurso ms al servicio de un nuevo modelo de epopeya. Tan nuevo, tan diferente, que bastara a aclarar que el Mi Cid sea el nico cantar espaol que se nos ha conservado sustancialmente completo y en un manuscrito para l solo.*

    F R A N C I S C O R I C O

    Las presentes pginas aprovechan materiales de un libro en preparacin, El primer siglo de la literatura espaola, del que hay tambin adelantos, entre otros lugares, en Del Cantar del Cid a la Eneida: tradiciones picas en torno al Poema de Almera, Boletn de la Real Academia Espaola, L X V (1985), pp. 1 9 7 - 2 1 1 , y en La poesa de la historia, Breve biblioteca de autores espaoles, Barcelona, 1991 3 , pp. 15-28.