en busca de un caballito de mar de veronica linares

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Un cuarto con olor a campo y a calor Eran las seis y la mañana aun estaba oscura, brumosa y fría. La mamá de Salomé se disponía a salir con su carrito lleno de na- ranjas de los Yungas, de manzanas color verde manzana, de plátanos a lunares y de uvas del Luribay, que inundaban el pequeño y ófrico cuarto con un olor a campo y a calor. Al darse cuenta de que su mamá ya se iba a la calle a vender las frutas, Salomé se levantó de un brinco, se lavó la cara con el agua de una batea de barro, mojó sus cabellos tiesos, se los peinó con fuerza y se colocó la cinta violeta que había encontrado hace unos días en el escondite. Luego se puso su falda, sus medias, sus zapatos y terminó de vestirse. Se miró en un pequeño espejo, se volvió a pasar el peine y, luego de un momento, sonrió. "Las princesas usan cintas y se ponen falda", pensó. Luego abrió el cuento, se sentó y lo observó por un largo rato. Entonces volvió a sonreír pensando en su cinta violeta y en su falda, en sus cabellos al viento, en su capa, en su caballo... Listo. Ahora había que despertar a Sabina y a Simón que aun dormían en el colchón, calientes y profundos. -¡Ya me voy, Salomé! Dales desayuno a tus hermanitos y después se quedan por aquí, ¡no se vayan lejos! Yo vaya llegar temprano para cocinarles, y después te vas a la escuela - gritó la mamá de Salomé envuelta en una gruesa manta de alpaca. Luego cerró la puerta, llevándose el carrito, las naranjas de los Yungas, las manzanas color verde manzana, los plátanos a lunares, las uvas y el olor a campo y a calor. -¡Sí, mami, no te preocupes, yo los alisto! -alcanzó a decir Salomé con un poco de dolor en el corazón, el mismo que sentía los días en que ella no la acompañaba. Entonces, Salomé extendió un mantel sobre la mesa, preparó dos vasos de leche tibia con azúcar y despertó a Sabina y a Simón -¡Despierten, chicos! ¡Vayan a tomar toda su leche y luego nos vamos rápido al escondite! Los pequeños rápidamente y con entusiasmo tomaron sus leches, se lavaron la cara y las manos, se vistieron; y pronto todos estuvieron listos para salir. -¡Ya, ahora, vámonos! -exclamó Sabina con entusiasmo. -¡Un momento! -dijo Salomé-. A ver, Sabina, ¿dónde están tu manta y tu agua~ yol? Simón, ¡te estás olvidando tu lata y tu gorro! ¡Creo que todavía están medio dormidos! -exclamó algo enojada-. Bueno, ahora en fila, detrás de mí, pero sin colgarse de mi falda, ¡está recién lavadita! -advirtió la niña admirando su resplandeciente falda.

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Un cuarto con olor a campo y a calor Eran las seis y la mañana aun estaba oscura, brumosa y fría.

La mamá de Salomé se disponía a salir con su carrito lleno de na-ranjas de los Yungas, de manzanas color verde manzana, de plátanos a lunares y de uvas del Luribay, que inundaban el pequeño y ófrico cuarto con un olor a campo y a calor.

Al darse cuenta de que su mamá ya se iba a la calle a vender las frutas, Salomé se levantó de un brinco, se lavó la cara con el agua de una batea de barro, mojó sus cabellos tiesos, se los peinó con fuerza y se colocó la cinta violeta que había encontrado hace unos días en el escondite. Luego se puso su falda, sus medias, sus zapatos y terminó de vestirse. Se miró en un pequeño espejo, se volvió a pasar el peine y, luego de un momento, sonrió. "Las princesas usan cintas y se ponen falda", pensó.

Luego abrió el cuento, se sentó y lo observó por un largo rato. Entonces volvió a sonreír pensando en su cinta violeta y en su falda, en sus cabellos al viento, en su capa, en su caballo...

Listo. Ahora había que despertar a Sabina y a Simón que aun dormían en el colchón, calientes y profundos.

-¡Ya me voy, Salomé! Dales desayuno a tus hermanitos y después se quedan por aquí, ¡no se vayan lejos! Yo vaya llegar

temprano para cocinarles, y después te vas a la escuela - gritó la mamá de Salomé envuelta en una gruesa manta de alpaca. Luego cerró la puerta, llevándose el carrito, las naranjas de los Yungas, las manzanas color verde manzana, los plátanos a lunares, las uvas y el olor a campo y a calor.

-¡Sí, mami, no te preocupes, yo los alisto! -alcanzó a decir Salomé con un poco de dolor en el corazón, el mismo que sentía los días en que ella no la acompañaba.

Entonces, Salomé extendió un mantel sobre la mesa, preparó dos vasos de leche tibia con azúcar y despertó a Sabina y a Simón

-¡Despierten, chicos! ¡Vayan a tomar toda su leche y luego nos vamos rápido al escondite!

Los pequeños rápidamente y con entusiasmo tomaron sus leches, se lavaron la cara y las manos, se vistieron; y pronto todos estuvieron listos para salir.

-¡Ya, ahora, vámonos! -exclamó Sabina con entusiasmo.

-¡Un momento! -dijo Salomé-. A ver, Sabina, ¿dónde están tu manta y tu agua~ yol? Simón, ¡te estás olvidando tu lata y tu gorro! ¡Creo que todavía están medio dormidos! -exclamó algo enojada-. Bueno, ahora en fila, detrás de mí, pero sin colgarse de mi falda, ¡está recién lavadita! -advirtió la niña admirando su resplandeciente falda.

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El Escondite Y así partieron los tres niños, cargados de palos, latas,

mantas, escobas y trapo-Marcharon dos cuadras, tres y hasta cuatro. Marcharon silbando y silbaron marchando.

Salomé iba primera con su cinta violeta su falda, una escoba y un aguayo. Sabina. ., segunda, miraba al cielo con una bandera hecha de retazos de tela y pintado en ella un escudo incomprensible, ¿un pez?, ¿un caballo?, ¿un sapo? Finalmente Simón, con un viejo e gorro que parecía de soldado, un tambor de lata y un enorme palo que lo hacía parar cada diez pasos.

Después de subir y bajar, de correr y trotar, de marchar hacia atrás y hacia adelante, Salomé se detuvo en seco y gritó:

-¡Alto! Ya nos acercamos al escondite. Esta vez tenemos que encontrar más cosas para la Princesa, o sea para mí. Ya tengo un Cuento, una cinta y una falda. Sabina, ¿qué podrías encontrar esta vez? -preguntó entusiasmada.

Sabina, que estaba un poco distraída desenredando los trapos de su palo, puso cara de seriedad, reflexionó unos instantes y con una sonrisa de media luna respondió:

-¡Ya sé! Voy a buscar una muñeca que no esté rota. -¡No, Sabi! ¿De qué le sirve una muñeca a una princesa? ¡Tú

también escucha, Simón! Pueden buscar una corona, carteras, zapatos, pulseras, collares, cosas doradas...

-Pero, yo quisiera una muñeca -interrumpió tímidamente su hermana.

-¡Entonces no vamos al escondite y punto!

-y yo quiero un trompo -murmuró Simón jalando la falda de Salomé.

-A ver, niños, yo sé que ustedes quieren muchas cosas, pero hay que obedecer a la Princesa. ¡No queda otra! -respondió Salomé con voz firme.

Entonces, el pequeño Simón, que aun no entendía por qué no podía buscar un trompo para él, comenzó a hacer un berrinche de terror: se lanzó de cabeza al suelo y empezó a patalear y chillar como un animal salvaje. El tambor de lata había rodado por la vereda y el palo fue a dar a la cabeza de una viejita que por ahí pasaba.

Salomé no sabía qué hacer: si dejar a su hermanito en el suelo y escapar, si agarrar el tambor y lanzárselo o bien explicarle a la viejita lo que había sucedido. Como quedó paralizada, fue Sabina la que tuvo que ir a pedir disculpas a la anciana que vociferaba insultos y luego tuvo que ir a abrazar a Simón que aun estaba enajenado, tirado en el suelo llorando.

Cuando por fin reaccionó la Princesa, se dio cuenta de que la anciana ya se había alejado, aunque todavía se la veía amenazando y frotándose la cabeza. Simón, en las faldas .de Sabina, ya se había calmado bastante solo suspiraba profundamente y sacudía su cabecita haciendo chujchus2 como hacen los que han llorado con toda su alma.

-Bueno, bueno, ya pasó, Simón -le dijo acariciando los cabellos del niño-. ¡Pero es la última vez que tolero esto, malcriado! ¡Casi matas a una vieja, tu tambor se ha abollado y hemos perdido tanto tiempo!

-"Salomé: vámonos, nomás, al escondite! Yo voy a arreglar su tambor.

Y así los niños algo desganados y ya medio sucios, continuaron con su marcha. Salomé, quien había sacado ventaja, decidió que era

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mejor cantar para que se le pasara la rabia. Y con gran fuerza y entusiasmo, entonó un himno que ella misma, en sus noches de inspiración, había inventado:

A través de los campos

o tal vez del mar

cruzando azules montañas,

infinitos lagos y hasta un salar

va valiente la Princesa.

¡Qué valiente va!

La siguen marchando sus soldados,

banderas al viento,

tambores al compás

van de prisa al escondite

¿Quién sabe qué sueños encontrarán?

Va valiente la Princesa.

¡Qué valiente va!

Luego de unas cuadras, Salomé paró en seco y gritó: -¡Alto, soldados! Hemos llegado al escondite. Instalen sus armas,

palos y banderas. Haremos el saludo y luego a buscar tesoros. Sabina y Simón instalaron todo lo que habían traído, mientras

Salomé, concentrada, arreglaba cuidadosamente su cinta violeta y sacudía su falda recién lavada.

-¡Simón, tú te pones aquí! ¡Y tú, Sabina, por acá! Hagan muy bien el saludo y así podremos encontrar muchas cosas para la Princesa -ordenó, de pronto, Salomé-. Y, tal vez, si tenemos suerte, podríamos hallar el caballo de mar, el minúsculo, el de los siete colores...

Sabina y Simón se miraron extrañados. Ellos podían encontrar carteras, pulseras, collares, pero ¿un

caballo de mar minúsculo y de siete colores? ¡ Si ellos solo conocían la mula gris de don Filomena!

-¿Eso también lo viste en el cuento? -preguntó Sabina con curiosidad y desconcierto -. Yo no sé cómo

es un minúsculo caballo de mar. -¡Cómo no saber lo que es un caballo de mar! -suspiró Salomé

agarrándose la cabeza-. No, eso no está en el cuento, eso lo soñé. Bueno, estamos tardando mucho. ¡Comencemos el saludo!

Y entonces los tres niños, con mucha fuerza, iniciaron un zapateo feroz, cuyo estruendo y polvo llegaron hasta varias cuadras a la redonda.

Cuando hubo terminado el ritual, los tres niños, que en realidad parecían tres fantasmas por el polvo que llevaban encima, se me-tieron en el escondite y, con afán y emoción, empezaron a buscar, a revolver y a escoger.

Ese día, el escondite estaba repleto de bolsas que no eran solo de comida desechada o papeles inservibles. Parecía que había habido

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una mudanza y se visualizaban muchos tesoros. La Princesa suspiró de la emoción, pero como ella dominaba el

arte de la recolección de objetos preciosos y no tan preciosos dentro de los basurales, sin perder la concentración, les indicó a sus hermanos:

-Sabina y Simón: no se olviden que puede haber cosas que los lastimen como vidrio, astillas, clavos. Además puede haber mucha mugre, traten de no ensuciarse mucho. La última vez tuve que lavar tres días seguidos sus camisas que se mancharon con salsa de tomate. Sean cuidadosos.

En esto estaban concentrados, cuando dos niños desconocidos empezaron a observar el barullo y también quisieron husmear en el escondite.

Inmediatamente, Simón se lo informó a la Princesa, quien, agarrando el palo gigante, dijo con voz segura:

-Solo entran aquí los que buscan tesoros para mí, o sea para la Princesa. Si no, mis, soldados les darán una tremenda paliza.

Los dos desconocidos, al ver a estos fantasmas con voces y ojos de niños, quedaron intimidados por un rato, pero como se dieron cuenta de que eran más chicos que ellos, decidieron enfrentárselos.

-Nosotros no le obedecemos a los t'ilis con pinta de fantasmas, ni a la tal Princesa, que además, es bien fea.

-¡Nadie me puede decir fea! Así que ¡a pelear! -gritó Salomé, roja de la ira, y se lanzó sobre el más grandecito, que tenía el pelo tieso como paja y las mejillas coloradas y ajadas por el sol.

Inmediatamente, Sabina y Simón se abalanzaron sobre el otro niño, un poco más chico pero más gordo. Este tenía la ropa totalmente descolorida, remendada y llevaba un sombrerito tipo vaquero que le daba algo de pinta.

Entonces comenzó una soberana golpiza: Salomé, que estaba roja como un tomate debido a la rabia, no dejó de jalarle el cabello al que

lo tenía tieso y encima le daba patadas donde podía. Un poco más allá, Sabina y Simón le daban tales tamborzazos y palazos al gordo con sombrero de vaquero. Este solo atinaba a llorar y a querer morder.

Luego de unos minutos en que quedó bastante claro quiénes dominaban el escondite, los dos intrusos optaron por huir. Jamás unos niños más pequeños les habían propinado semejante paliza. Obviamente no tenían idea de que la Princesa y sus hermanos eran expertos en peleas callejeras. Desde hacía mucho tiempo ellos habían aprendido a defenderse y a luchar por sus pocas cosas.

Salomé, Sabina y Simón levantaron sus palos, banderas y aguayos,

sintiéndose vencedores y riéndose a carcajadas. -¡Esto es para que no se metan con la Princesa, y para que

aprendan a que NUNCA se le puede decir "fea"! -gritó Salomé victoriosa, aunque algo preocupada por lo de "fea". Ella se consideraba linda y esto era un golpe a su vanidad.

Entonces, luego de sacudirse un poco, los niños comenzaron su tarea en el escondite. Luego de una búsqueda minuciosa y ordenada, Salomé, algo cansada, dijo:

-Bueno soldados, ya es suficiente, pongan todo lo que encontraron en el aguayo, ya es hora de irse. Mamá debe estar por llegar.

Todos colocaron sus objetos en el aguayo, lo envolvieron con cuidado, le hicieron un nudo y Salomé lo cargó en la espalda, tal como hacía su mamá cuando llevaba algo pesado, incluyendo a Simón. Los tres niños saltaron del escondite como pudieron, volvieron a recoger la artillería que habían traído y, al trote, desanduvieron lo andado.

Como siempre, Salomé iba primera, esta vez con el aguayo en la espalda y Simón en los brazos. Sabina iba segunda, con la mirada al cielo y arrastrando sus palos, trapos y banderas enredadas.

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El cuento

E n cuanto Salomé abrió la puerta de su casa, sintió un vaho a fruta dulce y una sonrisa le llenó la cara. - ¡Mamita! ¡Ya estás aquí! - ¡Salomé, qué es esto? ¡Están mugrientos mira tu falda recién lavadita! Ahora tendrás que bañar a tus hermanos mientras cocino el almuerzo. - Si mama, ¡es que no se donde se metieron estos niños cochinos! Entonces, con sumo cuidado, Salome lleno de agua caliente la batea de barro, y con una destreza impresionante, jabono, lavo, enjuago y seco a Sabina y Simón. Luego, ella misma se lavó, devolviendo el brillo a su piel canela. -¿ y qué fue lo hicieron para ensuciarse tanto? -preguntó la mamá de los niños mientras almorzaban. -Fuimos al Es... -¡Nada!, solo dimos un paseíto por aquí cerca -interrumpió

Salomé bizqueando sus ojos a Sabina. -¿Sí? -preguntó Simón con cara de confusión. -¡Claro! Ida y vuelta como siempre -aclaró Salomé. -Me lo imagino -respondió mamá-. Bueno, Salomé, ya es hora de que te vayas a la escuela. No te desvíes y no te portes mal -imploró su mamá mientras le arreglaba un poco el pelo. -Sí, mamita -respondió Salomé volcando sus ojos hacia quién sabe dónde. Antes de salir, Salomé sacó su cuento, lo desempolvó y lo puso en su mochila. Ya de ida a la escuela, ella empezó a tararear su himno y a imaginarse con su cinta, su falda, sus cabellos al viento y su caballo de mar, el minúsculo, el de los siete colores, el que le recordaba a su papá. Y como no aguantó las ganas, se sentó en la vereda, abrió su mochila y, con mucho cuidado, abrió el cuento. Lo miró varias veces, hoja por hoja, hacia atrás y hacia delante; observó los dibujos, hacia arriba y hacia abajo, los acarició; leyó lo que pudo y el resto se lo imaginó.

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En eso, cayó en cuenta de que su clase de ciencias naturales comenzaría en exactamente cuarenta y cinco segundos, y como un verdadero bólido llegó a la escuela.

La tarde transcurrió lenta y aburrida, y Salomé solo podía pensar en lo que habían hallado por la mañana en el escondite. Ella había encontrado unas monedas en el bolsillo de una vieja chaqueta, una pequeña botella de vidrio azul y unos calcetines floreados. Todo le servía. Ojalá Sabina y Simón hubieran encontrado algo bonito... O tal vez que hallaron el caballo de mar, el minúsculo, el de los siete colores, el que le hacía pensar en su papá. En estos profundos pensamientos estaba Salomé, cuando empezó a sonar la campana de la escuela, anunciando la hora de salida. ¡Cuánto le gustaba a Salomé escuchar la campana!, le recordaba la de la iglesia, los domingos, cuando su mamá preparaba avena con leche y canela para el desayuno, sin prisa, tarareando una cueca o un taquirari.

De regreso a su casa, Salomé vio nubes que formaban caballos de mar, los vio esculpidos en las montañas, grabados en los nevados y pintados en las paredes.

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Buscando tesoros en el aguayo

-¡Ya llegué, mamá! -anunció Salomé extendiéndose en el colchón, abrazada de su cuento.

De pronto, apareció Sabina gritando: -¡Salomé, Salomé, ven a ver lo que encontramos en el

escondite! Las dos hermanas salieron de la casa y encontraron a Simón

muy concentrado mirando el aguayo de las cosas halladas. -A ver, ¡den espacio a la Princesa! Tengo que ver todo, y

espero que no se hayan guardado nada. Por si acaso, ¡muéstrenme sus bolsillos!

Ambos niños mostraron sus bolsillos, abriéndolos al máximo. Mmm, bueno, te puedes quedar con ese carrito Simón, ¡eres un

bandido! ¡Muy bien Sabina!, ¡esta vez no te quedaste con nada! -exclamó Salomé aplaudiendo-. Bueno, ahora sí, abramos el aguayo.

Y, con mucho cuidado los tres hermanos abrieron la tela a rayas, observando y palpando cada objeto. Habían unos diez en total: una cuerda para saltar, un pedazo de alfombra persa, unas exóticas plantas de plástico, un extraterrestre de goma, un tractor de juguete, unos anteojos con un solo lente, un charango sin cuerdas, otras cosas irreconocibles, pero ni un caballo, ni marino, ni minúsculo ni de

siete colores. La princesa agachó ligeramente la cabeza. -Salomé, mañana encontraremos ese bicho, ya vas a ver, no te

pongas triste -dijo tímidamente Simón, dándole un beso a su hermana.

-Sí, Salomé, acuérdate de que la Princesa siempre está feliz -añadió Sabina, abrazándola.

Salomé también abrazó a sus hermanos pequeños y les dijo: -Mañana, en cuanto despertemos, volveremos al escondite.

Ahora vamos a dormir, mamá parece cansada. Primero, ayudémosla a escoger y a lavar las frutas y luego les podré leer algunas partes del cuento.

Salomé, Sabina y Simón se apresuraron en ayudar a su mamá, quien entre mandarinas, uvas de Luribay, plátanos a lunares, toronjas rosadas y chirimoyas de Yungas parecía un hada, el Hada de las frutas.

Los tres niños se durmieron mirando varias páginas del cuento.

Salomé narraba con voz profunda sus partes favoritas y sus hermanos observaban atónitos cada dibujo: cuando la princesa se puso su corona por primera vez, cuando aprendió a galopar, cuando iba de paseo por azules montañas, cuando se ponía su cinta y su falda, cuando se vistió de sol en el desierto del Sahara ...

Aquella noche, Salomé soñó con el Hada de las frutas. Soñó que

ella, con aroma a manzanas y voz de piel de durazno, le susurraba al oído: "Salomé, tienes que encontrar el caballo de mar, el minúsculo, el de los siete colores, el que te hace pensar en tu papá. No tengas miedo: atraviesa campos, búscalo por la ciudad, intérnate en grandes lagos o incluso en el mar. .. Solo así podrás ser una princesa, una de verdad

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La coronación de la Princesa Por supuesto, en cuanto amaneció, Salomé se vistió de princesa.

Luego despertó y aseó a sus hermanos y, bastante agitada, les dijo: -Iremos al escondite, como siempre, y buscaremos mi caballito

de mar, aunque no creo que lo encontremos ahí. .. Pero antes tenemos que hacer algo muy importante.

y como siempre, Sabina y Simón estuvieron dispuestos a seguir las ideas de su hermana mayor.

-¿Qué tenemos que hacer, Salomé? -preguntó el pequeño Simón bostezando.

-Bueno -respondió Salomé con una brillante sonrisa-, como ustedes ya saben, yo soy una princesa, la Princesa. ¡ Pero me falta algo muy importante!

-¿Qué, ese caballito de mar? -quiso saber Sabina. -Sí, sí, pero antes, a nadie se le ha ocurrido que las princesas

tienen que coronarse, ¿o no sabían eso? -preguntó Salomé con las manos en la cintura.

Los hermanitos, por supuesto, no tenían ni idea y quedaron mudos y sorprendidos ante la pregunta.

-¡Pobrecitos! -exclamó Salomé, agarrándose la cabeza-. Ustedes

no saben nada. Pero no importa, ¡yo sí que sé mucho! Ahora vamos a coronar a la Princesa, o sea, a mí -dijo la niña con una mezcla de orgullo y dignidad que convencía a cualquiera.

Y agarrando unos raros collares de su mamá y, claro, a sus hermanitos, Salomé partió a su propia coronación.

Luego de caminar un poco, Salomé se detuvo, y como si estuviera frente a su palacio, ingresó al Parque Botánico con paso solemne. Sus hermanos la siguieron imitando su marcha.

Finalmente llegaron a un jardín de fresias y margaritas, rodeadas por inmensos eucaliptos y pinos amarillos.

Aquí es -dijo la Princesa aspirando los aromas entremezclados de las flores y los árboles.

-Tráiganme varias flores y algunas ramas -ordenó con seriedad-. Yo me quedaré aquí meditando.

-¿Qué es eso? -preguntó Simón sorprendido. -Es algo así como soñar, pero más complicado. Y ahora apúrate

en conseguir mis flores, no tenemos todo el día -respondió la casi Princesa ya en posición de flor de loto, con los ojos cerrados y los pulgares de sus manos en forma de argollas.

-¡Qué fresca esta Salomé! Claro, con la historia de que es una princesa, nos tiene de sus sirvientes. Me estoy empezando a cansar, Simón. Es más, ¿qué tal si no le conseguimos sus flores y nos escapamos a jugar más allacito? -propuso Sabina con cara de pícara.

-¡Uy, no creo! ¡La Princesa nos va a matar! Mira, Sabi, allá hay unas flore itas lindas. Se las cortamos y punto. Así podremos seguir siendo sus soldados y jugar en el escondite y todo eso -reflexionó sabiamente Simón.

-¡Qué flojera! Pero ni modo, ya, vamos a cortar de una vez esas flores. Aunque, mira, los jardineros del Parque Botánico nos están mirando. ¿No estarán sospechando algo? ¡Tengo una idea! Tú los

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distraes y yo corto unas flores -ordenó Sabina a su hermanito. -¡Pero yo solo puedo distraerte a ti cuando hago mis marchas de

soldado! -¡Eso me parece perfecto! Ve y haz tus marchas. ¡Ahora! y el pequeño soldado Simón comenzó a marchar y a golpear un

supuesto tambor, haciendo el sonido con su boca. Y la verdad es que lo hacía con tal gracia y aplomo, que no solo los jardineros del Parque se sentaron a aplaudirlo, sino que los otros visitantes comenzaron a sacarle fotos y a imitarlo.

Obviamente, en el ínterin, Sabina cortó más flores de lo previsto. En realidad tenía un atado tan grande que ni ella podía sujetarlo.

Mientras tanto, el soldado Simón se había convertido en payaso y ahora hacía unos volteos y unos giros que hacían reír a todos. Sin embargo, en un momento de descuido, Sabina también empezó a reír y a aplaudir a su hermano y se dejó ver con todo el botín floral.

Los jardineros se dieron cuenta y comenzaron a perseguirla. La casi princesa, que se había desconcentrado y también se había dado cuenta de todo el embrollo, se paró como un bólido, agarró a su hermanito por un brazo y comenzó a correr detrás de Sabina. Corrieron como locos, perdieron algunas flores, pero lograron salir del Parque Botánico, escondiéndose en un callejón.

Cuando vieron que ya nadie los perseguía,-Salomé, con suma precaución, se dirigió a sus hermanos:

-¡Lo que hicieron me pareció buenísimo! Lástima que los descubrieron al final. Ni .nodo, lo importante es que consiguieron las flores para mi corona. Los felicito a los dos. Pueden seguir siendo mis soldados. ¡Es más, ahora van a ser mis mariscales! -dijo, con tono de solemnidad absoluto. Sabina y Simón sonrieron orgullosos, como la palabra "mariscal" les sonó a lo máximo, se sintieron honrados y a la altura de una

princesa. Entonces con gran habilidad, Salomé, .ayudada por sus recientes

mariscales, realizó .una bellísima corona floral. -Sabina, tú me pondrás la corona y tú Simón me colocarás estos

collares de semillas -instruyó, parándose en una caja vieja-. ¡Qué pena que nadie pueda sacarme una foto y que todo esto tenga que suceder en un sucio callejón! -exclamó con sincero pesar-. Pero es ahora o nunca, así que comencemos.

Los hermanos menores, totalmente contagiados por la solemnidad del acto, realizaron sus consignas a cabalidad.

Salomé, emocionada, entonó su himno con fervor y, seguida por sus hermanos, dio un paseo por todo el callejón, saludando y haciendo reverencias a algunos mendigos que allí estaban

y así, en ese oscuro y sucio callejón, fue coronada la princesa

Salomé, con una corona de flores, un día viernes del mes de septiembre, cuando el sol estaba en el mismísimo medio de un cielo color añil.

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Descubriendo los colores de un caballo de mar

A la mañana siguiente, Salomé se despertó con el intenso goteo de la lluvia sobre las viejas tejas de su casa. El aguacero era tal que ya se habían formado charcos y riachuelos afuera de la casa y en la calle.

-¿Será que mamá ya se ha ido a vender fruta al mercadito? -se preguntó Salomé acurrucándose entre sus frazadas-. Será mejor que caliente la leche. ¡Qué aburrido!, hoy no podremos ir al escondite. Ya se me ocurrirá algo divertido... ¿A ver?.. por aquí. .. ¿qué son estos polvitos de colores? ¡Ya sé! ¡Tengo una buenísima idea! -exclamó la Princesa luego de una detenida inspección.

Y como un huracán, Salomé realizó unas extrañas preparaciones: hirvió agua, echó polvos, tiñó trapos y en poco tiempo tuvo frente a ella y a sus sorprendidos hermanitos una gama de pinturas de increíbles colores.

-Princesa, ¿qué es todo esto? ¿Qué vas a hacer? -preguntó Sabina atónita.

-Querrás decir: ¿Qué vamos a hacer? -contestó Salomé colocando. a sus hermanos unas viejas camisas-. La cosa está bastante clara: quiero que pintemos caballos de mar en la pared.

-¿En la pared? -preguntó Simón con sus ojos grandes como el sol

que ese día dormía detrás de un sinfín de nubes negras. -¡Siempre tienes tan buenas ideas, Princesa! -exclamó Sabina-. Eso

sí, tendrás que mostrarnos cómo se hacen los caballos de mar, porque resulta que no tenemos ni idea de cómo son.

-Miren, no tengo tiempo para eso, cada uno hace el caballo de mar que quiere y usa los colores que quiere. Yo me tengo que concentrar en el que está en mi cabeza -dijo Salomé cerrando sus ojos con fuerza.

Sus hermanos la imitaron e imaginaron caballitos de mar, de aire, de tierra, de luna y de sol.

Entonces se produjo un largo silencio que daba espacio al arrullo de la lluvia. Salomé, Sabina y Simón, en completa concentración, agarraron brochas y trapos, y comenzaron su obra maestra.

¿Cuánto tiempo pasaría?, no lo sabemos exactamente, pero ya la lluvia había disminuido y solo se escuchara un goteo leve. El olor a mojado penetraba a la casa y se mezclaba con el de las pinturas, de anilina plasmadas en varias paredes.

-¡Suficiente! ¡Ya es; hora de almorzar! -anunció la Princesa con pintura en sus mejillas, su falda y su pelo.

En ese instante. Simón era más una masa de pinturas que un niño y Sabina había decidido incursionar en la pintura sobre piso: el desastre era máximo entre la pintura desbordada, los trazos por todas partes, la humedad y el penetrante olor a anilina. Al darse cuenta del caos, Salomé atinó a limpiar un poco y a secar la pintura fresca derramada.

-¡Qué horror: -exclamó-. ¡Mamá nos va a triturar: ; Ayúdenme a limpiar ahora!

Los tres niños limpiaron y ordenaron lo que pudieron y como pudieron. De todas formas los cambios en el pequeño cuarto eran evidentes.

Finalmente, cuando la madre llegó, esta no pudo decir nada. Se sentó. Observó. Siguió observando y luego de varios minutos

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suspiró y dijo: -Por lo que veo, los tres se han vuelto pintores. El cuarto ha

quedado muy desordenado y sucio, ¿saben qué?....me gustan los caballos.

En efecto, Simón había intentado hacer algo de cuatro patas, dos

orejas y una cola. -Es la mula de don Filomena -dijo el pequeño,

satisfecho. Sabina dibujó un enorme y extraño caballo que comenzaba en la

pared y terminaba en el piso. Daba la impresión de un gigantesco centauro griego.

-Dibujé un caballo de montaña -explicó Sabina con una gran sonrisa-. Uno muy grande.

-Veo que tú dibujaste un minúsculo caballo de mar, Salomé -dijo su mamá acariciándola suavemente-. ¡Te salió precioso con todos esos colores: ¿Cómo supiste hacer uno? -preguntó con curiosidad.

-Lo tengo en mi cabeza, mami, siempre lo tengo en mi cabeza. Desde que despierto hasta que me duermo. A veces sus colores cambian, pero son siempre siete y siempre es minúsculo, como el que pinté en la pared. Ese es el que me hacer pensar en mi papá... ¿Dónde estará? -murmuró la Princesa con un brillo de nostalgia en sus ojos.

-Dónde estará... la verdad es que ya no lo sé. Por un tiempo lo supe, a veces aparecía o escribía una carta -respondió la mamá de Salomé y, luego de unos instantes, continuó-: Yo creo que tu padre se fue porque era un soñador; solo quería conocer el mar.

O por lo menos eso decía ... Bueno, pero ya basta de recuerdos

tristes. Mejor muéstrale a tu hermana tu dibujo -dijo, con una mezcla de tristeza y rencor.

-¡Qué hermoso que es! -se impresionó Sabina-. Tiene la cabeza

y el hocico de un caballo de tierra, los ojos de un cocodrilo, el cuerpo de una oruga, la cola de un mono y las aletas de un pez. ¿En serio vive en el mar?

-Sí, Sabi, yo creo que es el mago de las profundidades que se esconde entre algas y corales, entre estrellas que alguna vez cayeron del cielo y verdaderas estrellas de mar -respondió Salomé con la mirada perdida.

-¿Cómo sabes tanto? ¿No será que te estás inventando un poco? -preguntó Sabina desconfiada.

-No entiendo nada -dijo el pequeño Simón rascándose la cabeza-. Yo prefiero mi mula.

Todos rieron. Incluso la mamá de los niños se animó a añadir unos pincelazos a los tres caballos.

Salomé quedó feliz ante su obra de arte y la contempló por largo tiempo, mientras su mamá limpiaba y lavaba a sus hermanitos.

-Ahora tengo que encontrarte –dijo mirando fijamente al minúsculo caballo marino de la pared-.Todavía no sé dónde, pero tarde o temprano te hallaré.

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Buscando caballos de río A la mañana siguiente, antes de que Salomé se

despertara, muy, muy tempranito, Simón y Sabina se vistieron como pudieron y, sin que nadie se diera cuenta, salieron de la casa como dos pedacitos de nube, sin hacer nada de bulla.

-Simón, ahora me tienes que obedecer a mí -dijo Sabina con las manos en la cintura, cuando se alejaron un poco-. ¡Ahora la Princesa soy yo!, mira, hasta me puse la cinta violeta de Salomé.

-Bueno -dijo Simón sin mayor preocupación-. Ahora hay dos princesas.

-Sí, ¡pero no le vas a contar nada a Salomé!, si no... ya no va a querer llevarnos más al escondite, y yo no conozco bien el camino.

-Ya, no le voy a decir nada. Y ahora, ¿a dónde vamos, Sabi? -preguntó el niño, intrigado.

-Ya vas a ver. ¡Ven, sígueme! -dijo Sabina apresurada. Mientras tanto, Salomé ya se había levantado y, vestida con su

falda, la chaqueta encontrada y su nueva corona t1orida, afanada buscaba su cinta violeta. "¡Qué raro!", pensó, "Estoy segura de que la dejé con todas las cosas de la Princesa. Se me Jebe haber caído por ahí, ya la buscaré más tarde. Ahora mejor me apuro para ayudar a mamá a vender frutas. Cuando regrese, Sabina y Simón ya estarán a punto de levantarse, y nos iremos al escondite".

Y así, Salomé y su mamá partieron con el carrito de frutas, rumbo al mercadito, sin darse cuenta de que los más pequeños no

estaban durmiendo calentitos en su colchón... La verdad es que estaban lejos de estar calentitos, pues Sabina

había tenido la increíble idea de ir a cazar, o más bien, pescar caballos de mar, ni más ni menos que en el río Cachimayo.

-Si existen caballos en el mar -había pensado ella-, tiene que haber caballitos en el río.

Y pese al frío y a la bruma de la mañana, los dos hermanos se metieron al río en busca de algún caballo.

Vieron algunos peces, ranas gordas y flacas, mariposas, libélulas, abejas, moscas, y hasta un par de perros nadando en el río, pero nada que se pareciera a un caballo.

-Tengo frío -dijo Simón, mojado hasta el tuétano, aguantando unas terribles ganas de llorar-. ¡Quiero volver a la casa ahora!

-Ya nos vamos, Simón. Creo que me equivoqué, aquí no hay caballos de ninguna clase... -replicó Sabina, morada como su cinta-. Pero ahora que ya estamos aquí, tenemos que llevarle algo a la Princesa. -¿A cuál de las princesas? -preguntó Simón, verdaderamente confundido. -¡Piensa un poquito! ¡No seas tonto, Simón! ¿Quién quiere un caballo de mar?

Yo soy una princesa, claro, ¡pero no quiero caballos de mar! Yo quisiera una muñeca. Pero bueno, la cosa es que ahora tenemos que llevarle algo a Salomé. Creo que lo mejor será llevarle algunos peces y ranas.

-Bueno -respondió Simón, atrapando juq'ullus y pececitos en su

balde.

No muy lejos de allí, ya instaladas en el mercado del barrio,

Salomé, ayudaba a su mamá a contar y a pesar la fruta para

venderla, luego la ponía cuidadosamente en bolsas de papel y de

vez en cuando, si la casera le caía bien, ella misma le ayudaba a

llevar las bolsas hasta su auto.

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-¡Qué hermosa corona que te pusiste, Salomé! -exclamaron aquél día las caseras enternecidas-. Mira, aquí te regalo esta monedita -decían.

Salomé aceptó todas las moneditas que pudo y orgullosa se pavoneó por todo el mercado con su fragante corona de flores.

Estaban por irse a casa, cuando de pronto la mamá de Salomé, con cara de curiosidad, le preguntó:

-Salomé, a ver dime, ¿de dónde has sacado toda esta ropa? Me gusta tu falda, y con esa corona, pareces una princesa... A mí, cuando era niña, como tú, me gustaba imaginar que era un hada.

-¿En serio, mami? ¿Y te gustaba buscar tesoros? -¡Claro! ¡Era lo que más me gustaba hacer! Algún día te

mostraré los que todavía tengo escondido. Bueno, ahora vámonos a la casa que tus hermanitos deben estar despiertos.

Y así, el Hada de las frutas y la Princesa emprendieron el camino de regreso, felices, silbando cuecas y taquiraris.

Sin embargo, poco les duró la alegría, pues al abrir la puerta de la casa, Salomé y su mamá se encontraron con Sabina y Simón encharcados, embarrados y muertos de fría, que al verlas, empezaron a llorar.

-¿Pero qué barbaridad han hecho? ¡Saben que no pueden salir solitos! ¡Ahora seguro les va a dar pulmonía! ¿Y qué mugres tienen en ese balde? ¡A ver, Salomé, ayúdame a bañar a estos yuqallas7 con olor a perro mojado! -gritó la mamá de los niños, roja del espanto.

Y una vez más, Salomé bañó, secó y lustró a sus hermanitos, quienes lloraban a moco tendido.

Cuando todos se calmaron, luego de una rica y tibia leche con quinua y miel, Sabina decidió hablar:

-Salomé, solo queríamos encontrar tu caballito en el río, queríamos darte una sorpresa con el Simón.

-Te hemos traído unos juq´ullus y unos peces de colores -dijo tímidamente Simón. -Sí, y en el camino vimos este periódico con caballos, y también te lo regalamos -acotó Sabina.

Salomé se sintió feliz con los regalos, y abrazó fuertemente a sus hermanitos.

-¡Gracias! Por eso, aunque me hacen renegar, los quiero tanto-. En eso, Salomé vio su cinta llena de barro en la cabeza de Sabina y dijo-: Pero ahora, Sabina, me vas a tener que explicar qué hacías con mi cinta violeta en tu pelo lleno de barro -dijo la Princesa controlando un ataque de ira.

Por suerte y por cansancio, Salomé se fue calmando, pero sentía aun con más fuerza que debía hallar aquel caballo marino de sus sueños, el que la hacía pensar en su papá...

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Una tarde en el Valle de la Luna

Por la tarde, Salomé, pensativa y melancólica, decidió no ir a la escuela. Se despidió de sus hermanos y de su mamá y, como siempre, estrujando el cuento contra su pecho, se dedicó a pasear y a meditar.

Caminó mucho y, sin darse cuenta, se encontró en el medio de un lugar que parecía la mismísima luna (la luna imaginada por la Princesa, claro): por todas partes sobresalían pequeñas y

puntiagudas colinas como lápices y se podía observar profundísimas grietas entre las mismas. Todo tenía un aire de misterio, de quietud y poco a poco, el sol fue desvaneciéndose. Entonces el lugar tornó un color cobre, color plata que invitaba a soñar.

"Mmm, este debe ser el Valle de la Luna", pensó la Princesa, "[qué hermoso es!", se dijo, justo cuando la luna plateada y redonda apareció detrás del Illimani.

Salomé no pudo creer lo que veían sus ojos, parecía un sueño: la luna inmensa, nítida y pulida reflejada en el Valle de la Luna. Entonces la niña decidió echarse en el piso para poder sentir mejor esa luz blanca que parecía mágica. Poco a poco, Salomé empezó a sentir cómo la luz lunar penetraba en sus pies, en sus manos, en su cara y en su pelo y de repente supo que toda ella estaba

resplandeciente, como cuando la Princesa del cuento brilló con su vestido de arena en el desierto del Sahara.

La verdad es que nunca se había sentido tan Princesa como en ese instante. Y con una sonrisa de oreja a oreja recordó cómo hace muchísimos años, una tarde de luna llena, ella y su padre se habían echado en algún lugar parecido y habían sentido la luz de la luna en sus cuerpos y en sus corazones. Justo, ese preciso día, su padre le había hablado de un viaje, del océano y de mares lejanos...

De repente, la Princesa, aun con destellos de luna en su ropa y en su pelo, se levantó sobresaltada. ¿Qué hora sería? ¡Su mamá la aniquilaría!

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Corrió como loca, con su pelo, su cinta y su falda al viento, y solo podía pensar en aquella imagen de su padre iluminado por la luna. ¿En qué lejano lugar se encontraría él? ¿Tal vez en la luna? ¿Tal vez en el mar? Y con una mezcla de melancolía, tristeza y felicidad, la Princesa regresó a su casa.

Al llegar a su casa y ver a su mamá, quiso preguntarle algo acerca de lo que había recordado, pero esta estaba tan enojada por su desaparición que no se atrevió, y prefirió dormirse con ese lejano y dulce recuerdo ...

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Los Yungas

Por la mañanita, Salomé ya había organizado una nueva expedición hacia el escondite y sus hermanos la esperaban con mantas, trapos y palos para partir.

De pronto, gritó:

-¡A ver, soldados, todos en fila india, detrás de la Princesa de la Luna!

Sus hermanos la miraron con cara de no entender eso de "la Luna". Pero de pronto, la mamá de los niños hizo una repentina apa-rición dejando a todos congelados de la impresión.

-¡Mamá! -exclamaron los tres niños a coro. -¡Niños! ¿Qué hacen? -preguntó la mamá sorprendida. -¡Solo jugábamos! -respondió rápidamente Salomé. -¡Ajá! -asintió Sabina-, no íbamos a ninguna parte. Pero ¿por qué

has regresado a la casa? ¿Te has olvidado de algo? -¡No, algo peor! ¡No ha llegado el camión de las frutas! Y mis

caseras ya me están esperando en el mercado. No nos queda otra, tengo que ir a los Yungas yo misma a traer la fruta. Y ustedes vienen conmigo. ¡Ahora!

-¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¡Vámonos a Yungas! ¡Queremos ir! -gritaban los hermanos sin saber exactamente qué o dónde eran los Yungas.

La mamá de los niños alistó inmediatamente un aguayo con algo de ropa y comida y en un instante los cuatro se subieron a un viejo colectivo rumbo a los Yungas.

Salomé no pudo dejar de mirar el paisaje ni un solo instante. Había sido impresionante cómo el destartalado bus fue subiendo y subiendo una interminable, angostísima y curveada pendiente hasta llegar a la cumbre. Simón preguntó si estaban cerca del cielo y Sabina creyó haber llegado al fin del mundo. Todos bajaron en la cumbre y se sintieron algo mareados y agitados por la altura y la falta de oxígeno.

-Mami -dijo Salomé-, creo que desde aquí puedo ver los Yungas. Es esa inmensa mancha verde que se ve allá abajo ¿no?

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-Sí, princesa -respondió su mamá, suspirando-. Por allá abajo todo es así, verde, caliente, con olor a mandarinas y limones. Por allá abajo, pareciera que el aire tibio, las enredaderas colgantes y los árboles de plátano y papaya te envolvieran y te hicieran respirar más profundo, no sé...

Salomé se imaginó a su mamá en su atuendo de Hada de las frutas, sentada en una montaña de naranjas y toronjas, en medio de muchos árboles y de flores, allí abajo, en los Yungas. y sonrió.

En cambio Simón no quería volverse a subir al bus, pues creía que las plantas lo envolverían y se lo comerían. Sabina, como siempre, despistada, se quedó sentada en una piedra y si no era por su hermana que la jalaba del brazo para partir, ella se hubiera quedado solita en la cumbre, sin mayor problema.

El destartalado bus inició una bajada feroz y el camino parecía una serpiente enroscada. Simón y Sabina vomitaban cada quince mi-nutos y Salomé había tenido que dejar de soñar para ayudar a su mami a limpiar y cuidar a sus hermanitos.

Habrían pasado un par de horas, cuando de pronto, y sin darse cuenta, al levantar la vista, Salomé vio y sintió aquello que su mami había tratado de explicar: un vaho a fruta dulce y a humedad entraba por la ventana y todos los cerros se habían cubierto de árboles, arbustos, pastos, helechos colgantes y flores. ¡Qué maravilla! Estaban en el Valle de los Yungas.

El viejo bus paró en una placita, seguramente la principal, y todos los pasajeros, incluidos Salomé, Sabina, Simón y su mamá, bajaron agobiados.

-A ver... Quédense sentados en este banco mientras yo averiguo -ordenó el Hada de las Frutas, buscando hacia donde ir-. ¡No se muevan! ¡Coman estas p'sanqallas y cuidadito con hacer sonseras!

-gritó y se fue. Los tres niños quedaron aturdidos en el banco. El calor se hacía

insoportable y Simón lloraba sin parar. Salomé cantó varias cuecas para alegrar el momento, pero lo que realmente los sosegó fue cuando Salomé, que afortunadamente tenía el cuento en su bolsa, les leyó un pasaje en el que la Princesa había ido de viaje por el desierto del Sahara...

Al llegar a la plaza, la mamá de los niños los encontró felices, riendo y comiendo p'sanqallas.

-Bueno, niños, asunto arreglado. Ya conseguí un camión de naranjas, mandarinas y toronjas. En una hora partimos de regreso. Vamos a dar una vuelta por ahí -dijo el Hada de las frutas con una sonrisa en su cara. Entonces, los cuatro partieron a pasear por los alrededores. Salomé no paraba de sus pirar y de respirar profundamente, tratando de absorber cada aroma.

-¿Qué haces, Salomé? -le preguntó Sabina con cara de "otra vez está medio loquita". -¡No me molestes un rato! Estoy concentrada. ¿Acaso no ves? -respondió Salomé con desagrado.

-¡Salomé, así no se responde! ¡Pídele perdón a tu hermana! -intervino su mamá, jalando la oreja de la Princesa.

-¡Ya, perdón! -dijo desganada, Salomé -es que quiero que este momento quede para siempre en mi cabeza, quiero escuchar ese murmullo como de pájaros y de agua que cae, quiero oler siempre este olor a musgo y a hierba fresca. El Hada de las frutas entendía perfectamente lo que pretendía

su hija mayor, pues esto es lo que ella hacía cuando necesitaba alegrarse. Se acordaba de los Yungas, años atrás, cuando conoció a ese joven con quien luego se casó. Pero ¡qué poco había durado esa felicidad! Ese joven solo le había traído desdicha y desilusión. Cuatro años, tres hijos y mucha miseria. El joven solo pensaba en fiestas y en el mar.

-¡Mami! ¿En qué piensas? ¿Dónde está el río? -le preguntó

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Sabina. -¡Ya sé! El río está por este senderito, un poco más abajo. ¡Les

va a encantar! -exclamó el Hada de las frutas. Y cantando, silbando y riendo llegaron 105 cuatro al río más

hermoso que habían visto. El agua, caudalosa y cristalina que venía directamente de los nevados de la cordillera, corría entre grandes piedras.

En menos de lo que canta un gallo, los tres niños estaban con los pies descalzos dentro del agua.

-¿Se acuerdan cuando trataron de encontrar mi caballito de mar en el río Cachimayo? -rio Salomé-. ¡Qué idea tan chistosa! Eso jamás se le ocurriría a la Princesa, o sea, a mí.

En ese momento, la pequeña sintió como un cosquilleo en sus piernas que la hizo estremecerse.

-¡Qué es! ¡Qué pasa! ¡Parece un pez! ¡Ayúdenme a atraparlo! -empezó a gritar la Princesa.

Todos intentaron atrapar lo que había visto y sentido Salomé, pero extrañamente la criatura había desaparecido.

-¡Yo lo vi! ¡Tenía varios colores! ¡Me hizo cosquillas! ¡Qué era! ¡Dónde está! -gritó Salomé desesperada.

-Bueno, ya se fue, más bien no te lastimó. Y ahora ¡salgan del río, ya es hora de irnos! -ordenó la mamá de los niños. -¡No, busquemos un poquito más! ¿Y si era mi caballito de mar? -preguntó Salomé con intriga.

-Pero tú misma acabas de decir que no hay caballos de mar en el río -respondió Sabina burlona-. ¿Cómo se te pudo ocurrir eso? ¿O será que no eres la Princesa? -se atrevió a interrogar, perdiendo su mirada en las aguas que corrían.

Salomé, enfurecida, trató de agarrar a su hermana por el pelo, pero su madre las separó. Las hizo poner los zapatos y en un minuto todos estuvieron trepados sobre un pequeño camión

colmado de naranjas, mandarinas y toronjas, rumbo a la ciudad, a la ciudad colgada de los cerros, a la ciudad colgada del cielo ...

Por supuesto, el viaje de regreso fue aún más torturador. Esta vez tuvieron que ir a la intemperie, soportando el viento, el polvo, el calor y luego el frío. La subida fue casi mortal y el camión apenas lograba seguir su marcha.

Sabina y Simón se durmieron profundamente acurrucados entre las frutas. Salomé solo podía pensar en eso que le había rozado sus piernas en el río cristalino de los Yungas.

-Mami, ¿tú crees que puede llegar un caballito de mar al río? ¿Crees que "eso" era un caballo de mar? -preguntó con un nudo en la garganta.

-No, mi amor, eso no es posible. Era algún pez o alguna piedrita. ¡Y ya deja de pensar todo el tiempo en ese caballo! ¿Por qué estás tan pendiente de ese bicho? Ya me estás preocupando -respondió su madre echándose entre las naranjas.

-No es para que te preocupes, mamita -dijo suavemente Salomé-, pero es que tú sabes, ¡ese sí que es el tesoro que busco! Y no sé muy bien por qué... eso también tendré que descubrirlo. Tengo algunos recuerdos en mi cabeza, imágenes que no puedo borrar. Pienso en mi papá y no sé por qué ese caballito me persigue día y noche. Ya lo sabré, ya lo sabré... -murmuró, con la mirada fija en el verdor que poco a poco iba desapareciendo.

Mientras tanto, su mami, que intuía lo que a Salomé le pasaba, optó por abrazarla y por cantarle una antigua canción en aymara, la que le cantaba desde que era una wawa•

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Viaje por el desierto del Sanara

Muy tarde, después de haber bañado y acostado a sus hermanos, Salomé recordó su corto viaje a los Yungas. Recordó las subidas, las bajadas, el viejo bus, el camión de las frutas, el río cristalino, el olor a hierbas y flores, el bicho que la rozó, en fin, recordó un poco de todo como en un remolino.

Ella estaba agotada, pero ese viaje le había encantado y no lograba dormir con tantas emociones. Entonces decidió releer UL

poquito del cuento, y quiso volver a leer su capítulo favorito, en el cual la Princesa se va al desierto del Sahara:

La Princesa no cabía de dicha, por fin, iría al desierto. Ella había soñado con el desierto desde siempre. Su padre, el Rey, le había contado que el desierto del Sahara era infinito como el mar y el cielo juntos, de un color que solo el sol, la luna y las estrellas, juntos, podían igualar.

-Algún día, Princesa mía, llegarás en tu corcel hasta el desierto en el que yo he tenido tantas batallas -le había dicho el Rey en muchas ocasiones.

Por fin había llegado ese día y la Princesa, que vestía una túnica roja y una capa dorada, partió con toda su comitiva rumbo al desierto. ¡Qué hermosa se veía sentada en su corcel, con su capa y sus dorados cabellos al viento!

Cabalgaron día y noche, noche y día. Más de treinta lunas transcurrieron hasta que una noche estrellada el desierto se les apareció, majestuoso y dorado. Y en medio de la gigante carpa que todos los súbditos habían armado en tres días, la Princesa, inmóvil como una estatua, contemplaba la arena dorada del Sahara:

-¿Será que es oro? -se preguntaba-. ¿Será que me pueden hacer un vestido de arena?

y como lo que deseaba la Princesa era ley, todos los súbditos tuvieron que confeccionar un vestido de arena, un vestido que tuviera el color del sol. Trabajaron día y noche sin descanso. Más de otras treinta lunas transcurrieron hasta que el maravilloso vestido estuvo listo. La Princesa estaba radiante, por fin. Después de tanta espera el vestido de arena estaba acabado.

El vestido era una obra de arte (Salomé suspiraba siempre que llegaba a esta parte), los confeccionistas habían colado infinidad de granitos de arena dorada sobre telas de seda y luego lo habían cosido con hilos de oro, formando encajes y volados.

En cuanto la Princesa se lo puso, todos quedaron maravillados por tanta belleza: ella parecía una diosa salida del centro del desierto y la luminosidad de su vestido llegaba casi hasta el reino de Smara. (En esta parte, Salomé se estremecía y se imaginaba a sí misma con ese vestido de oro, casi flotando, con una corona de verdad).

"Tal vez, cuando la luna esté llena, a punto de desbordar su luz plateada, tal vez en ese momento, cuando yo salgo a respirar en esas noches, tal vez en el Valle de la Luna, yo me parezco un poco a la Princesa del cuento, cuando ese chorro de luz cae en mi pelo, en mi cinta y en falda, tal vez esa luz llega hasta el reino del escondite... ", se dijo, y leyó un poco más del cuento. Entonces, miles de personas llegaron de reinos cercanos para poder

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ver, tocar o solo imaginar a tan hermosa Princesa, vestida de arena. 'vestida de sol. Pero como todo viaje tiene un retorno, llegó el momento en el que la Princesa, y toda su comitiva tuvieron que regresar a su reino. Lloró mucho la Princesa, tanto que su hermoso vestido se empezó a mojar, y de tantas lágrimas, fue perdiendo su brillo.

Al cabo de treinta lunas de llanto, el vestido ya no parecía ni de arena ni de sol, parecía un vestido de pena y de agua.

y así llegó la Princesa a su reino: sin brillo, sin color y con una inmensa pena en el corazón ... Se había enamorado del desierto, de la arena y del sol .. ¿Cuándo regresaría a su desierto? ¿Cuán~ do tendría otra vez un vestido de sol?

Salomé terminó llorando como su Princesa. Cerró el cuento, se echó y pensó: "Pobre mi princesa, mi pena de no encontrar el ca-ballito no se compara con la tremenda pena de haber perdido un vestido de sol".

Suspiró y se durmió.

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Un plan perfecto Pasaron varios días después del paseo a los Yungas y, claro,

Salomé volvió a recordar a su caballito marino, con más fuerza aún. -Caballo de mar. .. , de mar..., del mar. .. ¡no me queda otra! -se

dijo Salomé-. Si el caballo de mar no viene a la Princesa, la Princesa irá a buscar a su caballito ¡al mar!

Cuando Salomé les contó a sus hermanitos acerca del plan que tenía, estos quedaron fascinados. Siempre habían oído del mar: su misterioso color, su olor penetrante, su ruido potente, sus olas salvajes, su increíble inmensidad, sus algas y corales, sus ballenas, pulpos... y ahora sus caballos. -Partiremos el jueves temprano, justo después de que mamá se vaya a vender las frutas -informó Salomé.

-¡Sí! ¡Bravo! ¡Conoceremos el mar!

-gritaron Sabina y Simón dando saltos y volteretas de la alegría.

-El problema es que no tengo idea ni cómo, ni por dónde se va -reflexionó Salomé frenando súbitamente su entusiasmo. -Eso es lo de menos -opinó Sabina-.

Lo que importa es que las princesas vayan al mar. ..

-¡Querrás decir La Princesa! -aclaró Salomé un poco molesta.

-¡Sí, sí, tú, Princesa! Pero nosotros, tus soldados, te acompañaremos -corrigió Sabina, disimulando.

-Bueno, ahora tengo que pensar, y para eso tengo que estar sola. Así que váyanse un ratito por ahí a jugar. Después, si la mamá se tarda, les haré una sopa -dijo Salomé con cara de ya estar pensando en el mar, el de su caballito. Por la tarde, Salomé partió a la escuela, completamente concentrada en su próximo viaje al lejano mar. Aparentemente la maestra de historia había hablado de unas pirámides gigantescas en un país muy lejano, pues, justo cuando Salomé estaba pensando en la barca que iba a construir, esta le dijo:

-Salomé, tú que te ves tan atenta, explica a tus compañeros cómo se construyeron las pirámides de Egipto.

-Mmm ... ¡con mucho esfuerzo! -replicó Salomé con voz firme y

fuerte.

Todos los niños rieron, pero la maestra que era buena y sabia

dijo: -Salomé tiene razón, se necesitó mucho esfuerzo para construir

esas pirámides, yeso es lo que les falta a muchos de ustedes: esforzarse más. Claro que se necesitaron muchas otras cosas, que Salomé investigará -respondió la maestra echando un vistazo a Salomé, quien, claro, otra vez estaba con su cabeza y su alma en otro lugar.

Por la noche, Salomé llegó a su casa exhausta de tanto haber pensado. Por suerte su mami la estaba esperando con su plato fa-vorito: habas, choclo y queso frito, suave y humeante.

Más tarde, esa misma noche, antes de dormirse, Salomé le dijo

a Sabina: -Sabi, ya está todo planeado, partiremos dentro de dos días, al

amanecer. -¿ Y cómo llegaremos al mar? -preguntó Sabina, emocionada. -No es fácil y no es cerca. Hay que caminar mucho, muchísimo,

un día, o dos, tal vez tres o más, siempre con rumbo a los cerros

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nevados, hacia el Illimani. Yo sé que después está... el mar... y en el mar mi caballito -suspiró Salomé extendiendo sus brazos y cerrando sus grandes ojos chocolatados-. También necesitaremos una barca, Sabi, y para eso tendremos que ir al escondite mañana mismo.

Al día siguiente, los tres niños partieron al escondite determinados a conseguir varias cosas para la barca.

-Princesa Grande -dijo Simón-, encontré una caja de cartón, ¿sirve para algo?

-¿ Princesa Grande? -se alarmó Salomé-. ¿Y quién es la Princesa Pequeña? .. Déjame adivinar. .. , pero ¡no hay tiempo para eso! A ver, Simón, ¡claro que sirve ese cartón! Y esas tablas también.

-¡Esta podría ser la vela de la barca! -exclamó Sabina con una especie de mantel floreado y

remendado. -Creo que tenemos todo, nos faltan cosas que más tarde

sacaremos de la casa -reflexionó Salomé-. ¡Ya te veré de cerca, Señor Mar! -gritó la Princesa imaginándose en la barca, con sus cabellos al viento, su corona, su cinta morada, su falda y su caballo marino, el minúsculo, el de los siete colores.

Por la tarde, en la escuela, Salomé intentó investigar más sobre su teoría acerca de que si el mar podría estar detrás del nevado Illimani, y consultó con algunos amigos, los más estudiosos, claro.

-Yo creo que el mar comienza en el río Cachimayo -le dijo Arturo-. ¡ Pero tendrás que caminar más o menos un año para llegar!

-¿ Detrás del Illimani? Mmm, es probable, pero ¿tienes idea de cuán lejos está ese cerro? -le preguntó Pancho.

-Yo creo que te deberías ir en alguna flota que diga "AL MAR" -sugirió sinceramente Lidia.

Salomé quedó más aturdida todavía y prefirió seguir su primera intuición: el mar tenía que estar detrás del Illimani y punto. Ade-más, podía caminar y listo.

Al día siguiente, desde que la mamá de los niños partió con su carrito de frutas dulces, estos comenzaron a fabricar la barca y a empacar lo necesario: mucha comida seca; algo de ropa; el cuento; y una antigua foto de mamá, la preferida de Salomé, aquella en la que parecía el Hada de las Frutas: sentada en el tamboll con su pelo partido en dos larguísimas trenzas, su pollera de terciopelo, su manta de seda y un vistoso broche que parecía su varita mágica.

La barca, que más parecía un aeroplano, estuvo lista en la tarde y, claro, Salomé tuvo que faltar a su escuela; de hecho ¡ni siquiera se acordó de que tenía que ir!

Por suerte, esa tarde su mamá tuvo que ir al centro de la ciudad y cuando llegó, estaba tan cansada que ni preguntó por la escuela. Los niños habían escondido todo y nada indicaba que al día siguiente, estos partirían a la odisea de sus vidas ...

A la hora de cenar, nadie dijo nada, todos estaban agotados. Solo al acostarse, Salomé abrazó a su mamá con todas sus fuerzas, con toda su alma y le clavó una mirada profunda, tanto como su soñado mar.

-Siempre me sueño contigo, mami -le dijo Salomé con dulzura. -Eso es porque me quieres -le sonrió su mamá y la besó en cada

uno de sus ojos de chocolate-. Y yo siempre pienso en ti, Princesa. -Eso es porque soy tu hijita -respondió Salomé y abrazó a su

mami con toda la fuerza de sus brazos, de sus manos y de sus dedos, como queriendo anexarla a su ser.

-Bueno, bueno, ahora a dormir, Princesa, ya sabes, mañana hay que madrugar y ahora tengo que lavar los mangos y los higos.

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Expedición al mar -¡Todo listo! -exclamó Salomé-. Me falta escribir una notita a la

mamá para que no se preocupe mucho y ya. y así partieron la Princesa y sus soldados, rumbo al Illimani,

rumbo al mar, entonando su himno a todo pulmón. Cargaban bolsas, mantas y aguayos, y con bastante esfuerzo arrastraban la barca.

Ese día, el cielo era de un azul tan intenso que parecía rozar el suelo con su color, envolviendo los tres niños en una azul lumino-sidad.

Caminaron mucho, caminaron y caminaron. Salomé cargó a Simón y Sabina arrastró la barca. Luego, Salomé arrastró la barca con Sabina y Simón encima, y hasta Simón ayudó a arrastrar la barca. Luego de muchas horas de caminata, por fin los niños llegaron a una meseta. Ya casi no se veían casas y la calle se había terminado. -¡Creo que veo el Illimani más cerca! -se emocionó Sabina.

-¡Yo tengo hambre! -dijo Simón sentándose súbitamente en el suelo. -Sí, ya sé. Es hora de almorzar. Miren, aquí hay ch'uñu,12 ocas

dulces, habas y un poco de carne seca para los dos. Espérenme sentaditos aquí, veré por dónde tenemos que seguir -instruyó la Princesa, algo cansada y preocupada, pues en realidad, no habían

avanzado casi nada. El Illimani estaba lejísimos, ¿y el mar? Salomé caminó un poco más y se paró en una lomita que dominaba aquella desértica meseta. ¡Cuán princesa parecía! Con su cinta, su corona y su falda al viento, la cara hacia el sol cobrizo de la tarde y el sol sobre su pelo.

La Princesa miró hacia el norte y solo pudo percibir la inmensidad del altiplano, y la verdad es que parecía un mar con sus pequeñas colinas, sus pajas bravas y sus espejismos. Luego miró al sur y vio su ciudad. ¡Ah! ¡Qué insólita! Parecía inserta en un cuento... colgando de la cordillera. Las casas, casonas, casuchas y edificios, acumulados en las hondonadas se abrían espacio en los cerros, colinas y laderas. Y sus luces, que ya empezaban a encenderse, se confundían con las primeras estrellas de un cielo nítido y profundo.

Ligeramente hacia el oeste, se imponía el Illimani, el nevado más alto. Sus tres puntas se podían percibir con precisión y sus faldas, ahora de un tono violeta azulado, parecían más frías, más desoladas. ¡Solo debían llegar hasta ahí! Y el mar tenía que estar detrás.

Salomé finalmente se dio la vuelta hacia el este y en la lejanía vio algo así como cien ovejas, todas juntas, acurrucadas. Seguramente ya volvían a su redil.

-¡Sabina, Simón! -gritó entonces-. ¡Vengan a ver las ovejitas! ¡A ustedes les encanta! Parecen una gran nube de tormenta, si nos apuramos podremos agarrar unita. ¡ Vamos, vamos!

Y como locos, los tres niños corrieron al encuentro de las ovejas. Claro, al percibirlos, las ovejas empezaron a desorganizarse y a correr despavoridas para todos los lados.

-¡Atrapé una! ¡Atrapé una! -exclamó Sabina con una ovejita en sus brazos.

-¡Es la oveja más linda que he visto en toda mi vida! -dijo

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Simón, emocionado. -¡Sí! Es preciosa -acotó Salomé acariciándola-. Es café, con una

mancha negra en el ojo y otra en el hocico. Se llamará Lagua de Quinua -expresó con ternura.

-¡Sí! ¡Lagua de Quinua! Y me la quiero llevar al mar -propuso Sabina agarrando al animalito con toda su fuerza.

-¡Yo también! ¡Y después nos la llevaremos a la casa! -gritó Simón saltando ¡Quiero llevármela! Puede dormir conmigo.

Pero justo en ese momento, apareció el pastor de las ovejas. Era un niño, algo mayor que Salomé, no tenía zapatos y lo cubría un poncho de lana gruesa.

-¿Se quieren llevar esta oveja? -preguntó rudamente.

Los tres niños se asustaron y retrocedieron.

-Ya pues, regálanos esta chiquita -rogó Salomé con dulzura.

-Ya, llévensela, nornás. Pero me tienen que regalar su carrito.

-¡Qué sonso! ¡Pero si es una barca! -exclamó Simón. ¡Cállate, Simón! -intervino cual relámpago Salomé-. Si quieres

te llevas el carrito, pero me tienes que decir por dónde se llega al

mar. .. , por favor. -¿Al mar? Yo solo conozco una lagunita por allá, más lejitos -

señaló el pastor. Pero es lo mismo, nornás. --¡Cómo va a ser lo mismo! -se indignó Salomé-. Bueno, no

importa, llévate la barca, total, creo que Lagua de Quinua puede ayudarnos más ... por lo menos para alegrar a mis hermanitos. Además, estos animalitos saben flotar desde que nacen, y puede reemplazar a la barquita.

Entonces realizaron el cambalache: barca por Lagua de Quinua. Fue una tiesta de alegría y entusiasmo. Tal vez la más corta de la historia, pues la ovejita se cansaba más que el mismo Simón y hubo que cargarla durante largos trechos.

-Ya sabía, ya sabía -se quejaba la Princesa mientras alzaba a la oveja y cargaba a Simón en su aguayo-. ¿Ven? ¡Por tonta me pasan estas cosas! ¡Por pensar en ustedes! ¿Y quién piensa en mí? ¡Ahora tenemos que darle de comer también!

Y así, entre quejidos, lamentos, llantos y sollozos, los viajeros penetraron en la mismísima negrura de la noche, sin saber dónde o qué pisaban.

-¡Aquí nos instalamos a dormir! -dijo, de pronto, la Princesa, frenando en seco-. Saquen sus mantas y sus aguayos, que aquí ar-mamos el campamento.

Los hermanos, con una impresionante habilidad, armaron una especie de carpa mullida y bien protegida. Y en menos de lo es-perado, Simón y Lagua de Quinua quedaron tiesos del sueño.

-Duérmete, Sabi -murmuró Salomé-. Mañana estaremos fresquitos como agua de río, o mejor dicho, como agua salada de mar.

-¿Sí? ¿Es salada el agua de mar? -preguntó Sabina a su siempre entendida hermana mayor-. ¡Qué maravilla! Le podremos llevar a la mami mucha sal para que ya no compre en el mercado. Y podremos

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hacer mucho charki. -Tal vez, Sabio Bueno, hasta mañana, hermanita. Tal vez hasta

podrías ser una doncella de la Princesa, te has portado bien. Mira, te presto mi cinta morada.

y las dos hermanas se durmieron abrazadas y acurrucadas, la una soñando con la cinta morada y la otra con su caballo de mar ... el minúsculo, el de los siete colores, el que la hacía pensar en su papá. En cuanto la noche se desenlutó, y el sol rozó la carpa de los viajeros, todos se pusieron de pie con un entusiasmo único. El Illimani estaba resplandeciente y su brillo contagiaba a los hermanos. Incluso Lagua de Quinua parecía sonreír.

Entonces, luego de una rica leche, fría v grumosa, con miel, que les supo a manjar, todos emprendieron la marcha. Nuevamente el himno se hizo escuchar con eco y todo. Nada podía detenerlos.

Pasaron varias horas entre caminata rápida y lenta, descansos, paradas, confusiones, discusiones y varios intentos de regreso. Salomé ahora cargaba a Simón en brazos, este alzaba a la ovejita y Sabina se arrastraba de la ya no tan limpia falda de su hermana. Lo peor de todo era que los alimentos comenzaban a escasear y el Illimani no parecía acercarse ni un centímetro.

En medio de la fatiga y del desespero se encontraban todos, cuando de pronto Sabina gritó:

-¡El mar, el mar! ¡Veo agua, mucha agua! ¡ y creo que veo al caballo, a ese que dices!

Todos quedaron como estatuas, mirando al trente. Efectivamente había agua, no mucha, pero agua al fin. Era la laguna de la que les había contado el pastor. Por supuesto que no era el mar. Y menos había el caballito. Lo que sí había y la verdad impresionó a todos, era unos flamencos color ocaso, color celaje. Tomaban agua de la laguna y seguramente se alimentaban de bichos y peces.

De repente, al escuchar a los viajeros, uno de los flamencos se asustó y su revuelo asusto al resto. Entonces todos emprendieron vue-lo. Los niños nunca habían visto unos pájaros así. Creyeron que estaban en el cielo o algo así, y no salieron de su impresión hasta varios minutos después de que los flamencos se perdieran en el horizonte. -¡Nos hubiéramos colgado de ellos! ¡Y estaríamos en el mar! -suspiró Sabina. -¿Qué eran, Salomé? ¿Eran ángeles? -preguntó Simón.

-No, no creo -respondió la Princesa alejada, distraída-. O tal vez. Tal vez los envió la mami para que nos vigile... Y bastó que mencionara la palabra "rnami" para que a coro, Simón,

Sabina y Lagua de Quinua comenzaran un verdadero coro de llantos y lamentos.

Salomé consolaba a uno, acaricaba al otro y le cantaba al otro más. Luego se puso a bailar, trató de contar unos chistes, incluso recitó las partes favoritas del cuento. Nada. El llanto se hacía más agudo y las lágrimas de los niños y de la oveja caían como aguacero de enero.

Lloraron tanto que la pobre Princesa terminó contagiándose y llorando más. Con toda su fuerza. Lloraron mucho, casi dos horas y terminaron exhaustos. Luego, poco a poco el llanto se fue y dio paso a los suspiros y a los murmullos. Lagua de Quinua también participaba con sus balidos de cuando en cuando. Finalmente todos, sin necesidad de que alguien se los dijera, se pusieron de pie, se armaron del último pedazo de valor que les quedaba y continuaron su marcha, mudos, con la cabeza y el corazón más duros.

Ni siquiera se detuvieron a merendar, y solo cuando el sol se ocultó detrás de la cordillera, solo entonces se acordaron de que existían y se sentaron a comer los últimos pedazos de eh' arki, de eh' uñu y de habas secas.

En eso, de la nada, apareció un hombrecito. Todos quedaron

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petrificados y se acurrucaron junto a la Princesa. Salomé no se asustó, más bien con valentía de princesa se paró, se le acercó lentamente ofreciéndole un poco de comida y le preguntó en idioma aymara:

-Tatal ¿queda muy lejos el Illimani? ¿Será que después está el

mar? El abuelo no movió ni una de sus arrugas y la pregunta no

pareció sorprenderlo. -Al Illimani no se llega -respondió serenamente-. Y el mar,

¡ah, el mar! ¡No, niñitay! No hay mar por allí. Ándate a tu casa nomás. Aquí se los pueden llevar los cóndores.

La Princesa quedó petrificada de la desilusión y del miedo, pero supo que ese abuelo no se equivocaba... -¡Niños, volvemos a la casa! Nos vamos ahorita, antes de que

se haga más tarde. Otro día conoceremos el mar, otro día encontraré a mi caballito ... ¡Vamos, vamos! -gritó Salomé, agitada. Y los tres niños regresaron por donde habían venido, dejando el

Illirnani, dejando el mar. Pero eso sí, sin demostrarlo mucho, los tres, sin excepción solo querían llegar a su casa y abrazar a su mamá.

Pasaron otros dos días de penuria, hambre y frío hasta que llegaron a su casita, con Lagua de Quinua incluida.

Al verlos su mamá, llorando a gritos, primero los abrazó y besó, luego les dio una paliza memorable y finalmente los castigó sin dejarlos salir por un tiempo. A Lagua de Quinua, en un primer momento, quiso convertirla en corderito al horno de barro, pero al ver sus ojos de pepa y sus hermosísimas manchas negras, tuvo que adoptarla en la familia.

"Tal vez con esta ovejita la Salomé se olvide de ese caballo de mar", pensó, acariciando la mancha negra de Lagua de Quinua.

Los tesoros de mamá

Pasados unos días, Salomé seguía con mucho dolor en sus

músculos por la caminata y por todo lo que había acarreado. Y

sobretodo con bastante dolor de conciencia por la tremenda

reprimenda que le dio su mamá al enterarse de los detalles de la

fracasada travesía. Sin embargo, y como el castigo había llegado a

su término, la Princesa, de un brinco, se levantó, le dijo a su mamá

que iba a dar un paseo y se fue directamente al escondite a buscar

algo, algo que le diera esperanzas, aunque sea una pista, una luz

En cuanto llegó, procedió muy solemnemente a cantar su

himno y a realizar su saludo. En vano, en el escondite solo halló

basura.

Entonces, cansada, triste y frustrada se recostó en un banco,

justo al lado del escondite y al frente del Illimani, el imponente

nevado que ese día, en contraste con el azul casi morado del cielo,

destellaba blancura.

Salomé cerró sus ojos, sintió el viento helado en su cara y se

empezó a quedar dormida... Entonces, tuvo un sueño, o tal vez una

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visión: se vio a sí misma, cuando era aún más niña, revolviendo en

una caja unos extraños objetos y, ahí, en el fondo de la caja, había

un caballo de mar chiquitito y disecado, sin colores.

De pronto, Salomé despertó con una extraña sensación: algo

así como un calor en su estómago y en su corazón que por un

momento no la dejó respirar. Pasó como un flechazo por todo su

cuerpo.

En ese instante, se acordó de que su mami le había dicho que

ella guardaba sus propios tesoros en una caja. ¡Ahí tenía que estar

ese caballito!

Rápidamente se levantó y fue corriendo a su casa.

Seguramente ya estaría su mami, menos enojada, preparando el

almuerzo. -¡Mami, mami! ¿Dónde estás? -preguntó ansiosa al llegar. -¡No grites así, Salomé! La mamá está haciendo dormir a

Simón. ¿Qué te pasa? ¿Viste al diablo por ahí? -se rio Sabina. -¡Más que eso! Creo que ya sé dónde está el caballo de mar, el

minúsculo, el. .. -Ya sé, ya sé, "el de los siete colores" -repitió Sabina,

burlándose. -¡Tú no entiendes nada! ¡ Pero nada de nada! ¡Y no debería

contarte nada, ni llevarte al escondite, ni debí haberte llevado al Illimani! -exclamó Salomé, con su cara tan roja que parecía uno de los ciruelos que su mamá había vendido por la mañanita.

-Te recuerdo que no llegamos al Illimani -respondió Sabina sacándole la lengua. ¡ Además tú no te pareces en nada a una princesa! ¡Tu falda ya está medio rota, tu pelo está siempre enredado y no tienes una corona de verdad!

-¿Ah, sí?, ¿y tú crees que tú sí te pareces a una? ¿Sabes, Sabina Enriqueta?, tú sí que jamás podrás ser una princesa: ¡eres copiona,

floja y bastante fea! -gritó Salomé alterada. Sabina no pudo soportar tanto insulto y en seguida se abalanzó

como un tigre sobre su hermana mayor. En eso, apareció la mamá de las niñas, alarmada por el revuelo

y, separándolas con fuerza, les preguntó: -¿Qué pasa, Salomé y Sabina? ¿Qué son esos gritos? ¿Acaso yo

les he enseñado a portarse así? ¿No saben que Simón está durmiendo? ¡Cálmense o el domingo las dos irán a vender fruta al mercado solitas, todo el día!

Sabina lloró un buen rato murmurando quejas incomprensibles, luego se calló y quedó como petrificada sentada en una silla. La-gua de Quinua la lamía y la consolaba.

Salomé se fue tranquilizando, se arregló el enmarañado pelo y desarrugó su falda. Entonces, aún con agitación y olvidando lo su-cedido, le preguntó a su mami:

-Mami, tú me dij iste que cuando eras una niña como yo, te gustaba guardar tesoros. ¿Dónde están? ¿Los tienes ocultos? ¡Ten-go que verlos ahora!

Entones, al ver que su hija mayor estaba claramente desesperada, la señora tuvo que ir a buscar sus escondidísimos tesoros.

Mientras tanto, Salomé, Sabina, y Simón, que ya se habían despertado, esperaron a que su mamá terminara de abrir, de desenvolver, de desamarrar, de descoser y hasta de desenterrar un montón de cosas, cositas y cosotas de una preciosa caja de madera.

Después de una hora, que a Salomé le parecieron diez, y de un ininterrumpido silencio, por fin la mamá de los niños anunció con una voz que ellos no conocían:

-Ahora les voy a mostrar mis tesoros. Y con sumo cuidado desplegó un viejo aguayo sobre el piso,

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alineando uno a uno sus invalorables tesoros. -Esta es mi quena -dijo la madre acariciando una especie de flauta larga de madera-. Suena como el viento del atardecer entre las montañas.

-y esto, ¿qué es? -preguntó el pequeño Simón agarrando un extraño objeto sonoro.

-¡Ah!, ese es mi chhulluchhullul5, hecho con pezuñas de cabras. Suena como la lluvia sobre las pajas bravas -contestó la madre con sus ojos iluminados.

-Mami, ¿este también es un tesoro? -cuestionó Sabina con una

bolsita en su mano. -¡Es mi ch'uspaI6

! Tejida con lana de llama. Ahí guardaba mis piedras. Tiene los colores del cielo cuando el sol se esconde -respondió la madre, suspirando.

-¡Un zapato!, ¡un zapato! -exclamó Simón, señalando un

diminuto zapato viejo y descolorido. -¡Ja, ja, ja! -rio la madre-

ese fue mi primer zapato. -¿ Y dónde está el par? -preguntó Salomé, acariciando el

zapato. -Se me cayó en el río y lo perdí -respondió la madre risueña,

mientras los niños sonreían e imaginaban.

Salomé observó cada tesoro por un buen rato, imaginando

a su mamá con sus primeros zapatos, su ch'uspa colgada al cuello,

tocando su chhulluchhullu y soplando su quena. Pero pronto, esa imagen se desvaneció y con una gran tristeza

en el alma y en su voz, preguntó: -Mami, ¿no tienes más tesoros?, ¿ni unito más? -No, Salomé -respondió su mamá-. ¿Por qué? ¿Qué te pasa,

Princesa? Y justo cuando Salomé iba a responder soltando el llanto,

Simón, que por supuesto había indagado un poco más entre los preciados tesoros, apareció con un papel amarillento en la mano.

-¡Miren! ¡Miren! -repetía el niño con orgullo, como si hubiera sabido que ese papel, ese arrugado papel, era lo que Salomé tanto había anhelado.

-¡Dámelo, yuqalla malcriado! -gritó Salomé, intuyendo con todas sus fuerzas lo que pasaría.

Cuando finalmente Salomé logró quitarle el papel a su hermanito (que quedó chillando por ahí), esta se erizó de pies a cabeza y, temblando de emociones, abrió y leyó el arrugado y viejo papel:

Princesa: Me tengo que ir. Una fuerza tremenda en mi: corazón me Pide que

vaya a conocer nuevas tierras, mares y océanos... Y cuando llegue a esos mares turquesas, te buscaré

estrellas, corales y algas marinas; te buscaré peces exóticos y medusas. Pero sobre todo, Princesa mía, te buscaré un caballito de mar, uno minúsculo, de siete colores, y te lo llevaré para que lo cuelgues en el cuello y nunca, nunca te olvides de mí.

Siempre estarás en mi corazón y cada vez que vea la luna llena y blanca pensaré en ti... Con todo el amor de la tierra y de la luna,

Tu papá.

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Una Princesa

Salomé releyó la carta por lo menos unas cinco veces y luego salió corriendo como un rayo con dirección a su escondite, llevando, por supuesto, el cuento y su carta.

Allí estuvo sentada por mucho tiempo, llorando y suspirando sin saber exactamente por qué. Hojeó pausadamente su cuento, acarició cada dibujo. Volvió a leer su carta y volvió a llorar.

Ella recordó esa carta. Hace muchísimos años, alguien, tal vez su propio papá, se la había leído. Por eso, ese caballito de mar la perseguía de noche y de día.

Finalmente la Princesa se serenó, estoicamente secó sus lágrimas, volvió a suspirar. Se levantó, respiró ese aire frío y penetrante, miró el Illimani que en ese instante reflejaba el ocre del atardecer y sonrió.

Por fin había encontrado lo que tanto, tanto, había estado buscando y supo, desde lo más profundo de su ser, que ahora sí había encontrado a su caballo de mar, y que ahora sí era una verdadera Princesa.

Con el tiempo, los tres hermanos y Lagua de Qinua siguieron realizando excursiones, expediciones y paseos a lugares exóticos y no tan exóticos.

Salomé ya no pudo cargar a Simón en su aguayo, pero él ya pudo seguir el ritmo de su hermana mayor e incluso aprendió el himno mejor que ninguno. Definitivamente se convirtió en su más fiel soldado.

Sabina intentó convertirse en Princesa en varias ocasiones, pero no lo logró. Por suerte, Salomé la perdonó y le permitió continuar jugando en el escondite. En contadas ocasiones, le prestó su cinta y su corona de flores, aunque al final se arrepentía y las escondía.

Salomé siguió vendiendo frutas en el mercado junto a su mamá, vendiendo como ninguna las naranjas jugosas de Yungas o las dulces uvas del Luribay... serían por su fama de princesa.

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Último

Hace no mucho, en un día luminoso de invierno, Salomé

por fin conoció el mar. .. y ahora la Princesa tiene colgado en el cuello un minúsculo y colorido caballito de mar.