emotiva, irónica y afilada. una · 2016-11-17 · bajo la misma estrella es la novela que ha...
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Emotiva, irónica y afilada. Unanovela teñida de humor y detragedia que habla de nuestracapacidad para soñar incluso en lascircunstancias más difíciles.A Hazel y a Gus les gustaría tenervidas más corrientes. Algunos diríanque no han nacido con estrella, quesu mundo es injusto. Hazel y Gusson solo adolescentes, pero si algoles ha enseñado el cáncer queambos padecen es que no haytiempo para lamentaciones, porque,nos guste o no, solo existe el hoy yel ahora. Y por ello, con la intención
de hacer realidad el mayor deseo deHazel - conocer a su escritor favorito-, cruzarán juntos el Atlántico paravivir una aventura contrarreloj, tancatártica como desgarradora.Destino: Amsterdam, el lugar dondereside el enigmático y malhumoradoescritor, la única persona que tal vezpueda ayudarles a ordenar laspiezas del enorme puzle del queforman parte…Rebosante de agudeza y esperanza,Bajo la misma estrella es la novelaque ha catapultado a John Green aléxito. Una historia que explora cuánexquisita, inesperada y trágica
puede ser la aventura de sabersevivo y de querer a alguien.
John Green
Bajo la mismaestrella
ePUB v1.0Edusav 24.03.13
Título original: The Fault in Ours StarsJohn Green, 2012Traducción: Noemí Sobregués Arias, 2012Diseño/retoque portada: © Leo NickollsDesign
Editor original: Edusav (v1.0)ePub base v2.1
A Esther Earl
El Tulipán Holandés contemplaba lamarea, que estaba subiendo.
—Ensambla, unifica, envenena, corrige,revela. Mira cómo sube y baja, y se
lleva todo consigo.—¿Qué es? —le pregunté.
—Agua —me contestó el holandés—.Bueno, y tiempo.
PETER VAN HOUTENUn dolor imperial
Nota del autor
Más que escribir una nota del autor,quisiera recordar algo referente a laspáginas que siguen: este libro es unaobra de ficción inventada por mí.
Ni las novelas ni sus lectores ganannada intentando descubrir si la historiaencierra en sí algún hecho real. Estosintentos atacan la propia idea de quecrear historias es importante, algo asícomo la base fundacional de nuestraespecie.
Agradezco vuestra colaboración aeste respecto.
Capítulo 1
A finales del invierno de midecimoséptimo año de vida, mi madrellegó a la conclusión de que estabadeprimida, seguramente porque apenassalía de casa, pasaba mucho tiempo enla cama, leía el mismo libro una y otravez, casi nunca comía y dedicaba buenaparte de mi abundante tiempo libre apensar en la muerte.
Cuando leemos un folleto sobre elcáncer, una página web o lo que sea,vemos que sistemáticamente incluyen ladepresión entre los efectos colaterales
del cáncer. Pero en realidad ladepresión no es un efecto colateral delcáncer. La depresión es un efectocolateral de estar muriéndose. (Elcáncer también es un efecto colateral deestar muriéndose. La verdad es que casitodo lo es.) Aunque mi madre creía quedebía someterme a un tratamiento, asíque me llevó a mi médico de cabecera,el doctor Jim, que estuvo de acuerdo enque estaba hundida en una depresióntotal y paralizante, que había quecambiarme la medicación y que ademásdebía asistir todas las semanas a ungrupo de apoyo.
El grupo de apoyo ponía en escena
un elenco cambiante de personajes endiversos estadios de enfermedadtumoral. ¿Por qué el elenco eracambiante? Un efecto colateral de estarmuriéndose.
El grupo de apoyo era de lo másdeprimente, por supuesto. Se reuníacada miércoles en el sótano de unaiglesia episcopal de piedra con forma decruz. Nos sentábamos en corro justo enmedio de la cruz, donde se habríanunido las dos tablas de madera, dondehabría estado el corazón de Jesús.
Me di cuenta porque Patrick, el líderdel grupo de apoyo y la única personaen la sala que tenía más de dieciocho
años, hablaba sobre el corazón de Jesúsen cada puñetera reunión, y decía quenosotros, como jóvenes supervivientesdel cáncer, nos sentábamos justo en elsagrado corazón de Cristo, y todo eserollo.
En el corazón de Dios las cosasfuncionaban así: los seis, o siete, o diezchicos que formábamos el grupoentrábamos a pie o en silla de ruedas,echábamos mano a un decrépito surtidode galletas y limonada, nos sentábamosen el «círculo de la confianza» yescuchábamos a Patrick, que noscontaba por enésima vez la miserable ydepresiva historia de su vida: que tuvo
cáncer en los huevos y pensaban que semoriría, pero no se murió, y ahora aquíestá, todo un adulto en el sótano de unaiglesia en la ciudad que ocupa el puesto137 de la lista de las ciudades másbonitas de Estados Unidos, divorciado,adicto a los videojuegos, casi sinamigos, que a duras penas se gana lavida explotando su pasado cancerígeno,que intenta sacarse poco a poco unmáster que no mejorará sus expectativaslaborales y que espera, como todosnosotros, que caiga sobre él la espadade Damocles[1] y le proporcione elalivio del que se libró hace muchosaños, cuando el cáncer le invadió los
cojones, pero le dejó lo que solo unalma muy generosa llamaría vida.
¡Y TAMBIÉN VOSOTROS PODÉISTENER ESA GRAN SUERTE!
Luego nos presentábamos: nombre,edad, diagnóstico y cómo estábamos enese momento. «Me llamo Hazel —dijecuando me llegó el turno—. Dieciséisaños. Al principio tiroides, pero hacemucho hizo metástasis en los pulmones.Y estoy muy bien.»
Una vez concluido el círculo, Patricksiempre preguntaba si alguien queríacompartir algo. Y entonces empezabanlas pajas en grupo, y todo el mundo
hablaba de pelear, luchar, vencer,retroceder y hacerse escáneres. Para serjusta con Patrick, debo decir quetambién nos dejaba hablar de la muerte,aunque la mayoría de ellos no estabanmuriéndose. La mayoría de ellosllegarían a adultos, como Patrick.
(Eso implica que había bastantecompetitividad, porque todo el mundoquería derrotar no solo el cáncer, sinotambién a las demás personas de la sala.Ya sé que es absurdo, pero es comocuando te dicen que tienes, pongamospor caso, un veinte por ciento deposibilidades de vivir cinco años.Entonces entran en juego las
matemáticas y calculas que es unaposibilidad de cada cinco… así quemiras a tu alrededor y piensas lo quepensaría cualquier persona sana: «Tengoque durar más que cuatro de estoscapullos».)
Lo único positivo del grupo deapoyo era Isaac, un chico de caraalargada, flacucho y con el pelo rubio yliso cayéndole sobre un ojo.
Y sus ojos eran el problema. Teníaun extraño y poco frecuente cáncer deojos. De niño le habían extirpado un ojo,y ahora llevaba unas gafas de culo debotella que hacían que sus ojosparecieran inmensos (los dos, el real y
el de cristal), como si toda su cara seredujera a ese ojo falso y ese ojoverdadero, que te miraban fijamente. Porlo que pude entender en las rarasocasiones en que Isaac compartió susexperiencias con el grupo, el cáncer sehabía reproducido y amenazaba demuerte al ojo que le quedaba.
Isaac y yo nos comunicábamos casiexclusivamente con la mirada. Cada vezque alguien hablaba de dietas contra elcáncer, de esnifar aleta de tiburónmolida o cosas por el estilo, me lanzabauna mirada. Yo movía ligeramente lacabeza y resoplaba a modo de respuesta.
El grupo de apoyo era un coñazo, y alas pocas semanas casi tenían quellevarme a rastras. De hecho, elmiércoles que conocí a Augustus Watershabía hecho todo lo posible porlibrarme de él mientras veía con mimadre la tercera etapa de un maratón dedoce horas de America’s Nex TopModel, un reality show de la temporadaanterior, sobre chicas que quieren sermodelos, que tengo que admitir que yahabía visto, pero me daba igual.
Yo: Me niego a ir al grupo de apoyo.Mi madre: Uno de los síntomas de la
depresión es no tener interés en nada.Yo: Déjame ver el reality, por favor.
Es hacer algo.Mi madre: Ver la televisión no es
hacer algo.Yo: Uf, mamá, por favor.Mi madre: Hazel, eres una
adolescente. Ya no eres una niñapequeña. Tienes que hacer amigos, salirde casa y vivir tu vida.
Yo: Si quieres que sea unaadolescente, no me mandes al grupo deapoyo. Cómprame un DNI falso para quepueda ir a la disco, beber vodka y fumarporros.
Mi madre: Para empezar, tú nofumas porros.
Yo: Mira, eso lo sabría si me
consiguieras un DNI falso.Mi madre: Vas a ir al grupo de
apoyo.Yo: UFFFFFFFFFFFF.Mi madre: Hazel, te mereces una
vida.Me callé, aunque no llegaba a
entender qué tenía que ver ir al grupo deapoyo con la vida. Aun así, acepté irdespués de negociar mi derecho a grabarlos episodios del reality que iba aperderme.
Fui al grupo de apoyo por la mismarazón por la que hacía tiempo habíapermitido que enfermeras que solohabían estudiado un año y medio para
sacarse el título me envenenaran conproductos químicos de nombresexóticos: quería que mis padresestuvieran contentos. Solo hay una cosaen el mundo más jodida que tener cáncera los dieciséis años, y es tener un hijocon cáncer.
Mi madre se paró en doble filadetrás de la iglesia a las 16.56. Fingítrastear un segundo con mi bombona deoxígeno solo para perder tiempo.
—¿Quieres que te la entre?—No, está bien —contesté.La bombona verde pesaba poco, y
tenía un carrito de metal paraarrastrarla. Me lanzaba dos litros deoxígeno por minuto a través de unacánula, un tubo transparente que sedividía en dos a la altura del cuello, merodeaba las orejas y se introducía en misfosas nasales. Necesitaba ese artilugioporque mis pulmones pasabanolímpicamente de ser pulmones.
—Te quiero —me dijo mi madrecuando salí del coche.
—Y yo a ti, mamá. Nos vemos a lasseis.
—¡Haz amigos! —exclamó por laventanilla mientras me alejaba.
No quise coger el ascensor porque
en el grupo de apoyo coger el ascensorsignifica que estás en las últimas, asíque bajé por la escalera. Cogí unagalleta, me llené un vaso de plástico delimonada y me di la vuelta.
Un chico me miraba fijamente.Estaba segura de que no lo había
visto antes. Como era alto y musculoso,la silla escolar de plástico en la queestaba sentado parecía de juguete. Teníael pelo de color caoba, liso y corto.Parecía de mi edad, quizá un año más, yhabía pegado el trasero al fondo de lasilla, en una postura lamentable, con unamano medio metida en un bolsillo de susvaqueros oscuros.
Miré hacia otro lado, porque depronto fui consciente de que iba hechauna pena. Llevaba unos vaqueros viejosque alguna vez habían sido ajustados,pero que ahora me colgaban por todaspartes, y una camiseta amarilla de ungrupo de música que ya no me gustaba.En cuanto al pelo, lo llevaba cortado alo paje,[2] y ni siquiera me habíamolestado en cepillármelo. Ademástenía los mofletes ridículamenteinflados, como una ardilla, un efectocolateral del tratamiento. Parecía unapersona de proporciones normales conun globo por cabeza. Eso por no hablarde los tobillos hinchados. Pero le lancé
una mirada rápida y vi que sus ojosseguían clavados en mí.
Me pregunté por qué la gente lollamaba «contacto» visual.
Me dirigí al corro y me senté al ladode Isaac, a dos sillas de distancia delchico. Volví a echar un vistazo, y seguíamirándome.
Os digo una cosa: estaba buenísimo.Si un chico que no está bueno te mira dearriba abajo, en el mejor de los casos tesientes incómoda, y, en el peor, tesientes agredida. Pero un chico que estábueno… en fin.
Saqué el móvil y pulsé una teclapara ver la hora: las 16.59. El corro se
completó con los infelices adolescentesde doce a dieciocho años, y entoncesPatrick empezó la oración de laserenidad: «Dios, concédeme serenidadpara aceptar las cosas que no puedocambiar, valor para cambiar las quepuedo cambiar y sabiduría para entenderla diferencia». El chico seguíamirándome. Sentí que me ruborizaba.
Al final decidí que la mejorestrategia era mirarlo yo a él. Al fin y alcabo, los chicos no tienen el monopoliode las miradas. Así que lo observédetenidamente mientras Patrickcomentaba por enésima vez que eraimpotente, etcétera, y enseguida la cosa
se convirtió en una competición demiradas. Al rato el chico sonrió ydesvió por fin sus ojos azules. Cuandovolvió a mirarme, alcé las cejas paradarle a entender que yo había ganado.
El chico encogió los hombros.Patrick siguió hasta que por fin llegó elmomento de las presentaciones.
—Isaac, quizá te gustaría empezarhoy. Sé que estás pasando por unmomento difícil.
—Sí —contestó Isaac—. Me llamoIsaac y tengo diecisiete años. Parece quetienen que operarme dentro de dossemanas. Después de la operación mequedaré ciego. No me quejo ni nada de
eso, porque sé que muchos de vosotrosestáis peor, pero, bueno, en fin, serciego es una mierda. Aunque mi noviame ayuda, y amigos como Augustus.
Señaló con la cabeza al chico, queahora tenía nombre.
—En fin —continuó diciendo Isaacmirándose las manos, con las que habíaformado una especie de tipi —,[3] no haynada que hacer.
—Puedes contar con nosotros, Isaac—dijo Patrick—. Vamos a decírselo aIsaac, chicos.
Y hablamos todos a la vez:—Puedes contar con nosotros, Isaac.El siguiente fue Michael, de doce
años. Tenía leucemia. Siempre habíatenido leucemia. Estaba bien. (O esodijo, aunque había cogido el ascensor.)
Linda tenía dieciséis años y era lobastante guapa para ser objeto de lasmiradas del tío bueno. Era una asiduacon un cáncer de apéndice que habíaremitido hacía mucho tiempo. Yo nisiquiera sabía que el cáncer de apéndiceexistía hasta que la oí nombrarlo. Dijo—como había dicho todas las veces enque yo había ido al grupo del apoyo—que se sentía fuerte, y a mí, con aquellasprotuberancias que expulsaban oxígenoy me hacían cosquillas en la nariz, mepareció una chulería.
Intervinieron otros cinco chicosantes de que le tocara a él. Cuando lellegó su turno, sonrió ligeramente. Teníauna voz grave, ardiente y terriblementesexy:
—Me llamo Augustus Waters. Tengodiecisiete años. Hace un año y medio mediagnosticaron un osteosarcoma,[4] peroestoy aquí solo porque Isaac me lo hapedido.
—¿Y cómo estás? —le preguntóPatrick.
—Muy bien. —Esbozó una sonrisatorcida—. Estoy en una montaña rusaque no hace más que subir, amigo mío.
Cuando me llegó el turno, dije:
—Me llamo Hazel y tengo dieciséisaños. Cáncer de tiroides que ha pasadoa los pulmones. Estoy bien.
La hora pasó enseguida. Se contaronpeleas, batallas ganadas en guerras quesin duda se perderían. Se aferraban a laesperanza. Se habló de la familia, tantobien como mal. Estaban todos deacuerdo en que los amigos no loentendían. Se derramaron lágrimas y serecibió consuelo. Ni Augustus Waters niyo volvimos a hablar hasta que Patrickdijo:
—Augustus, quizá te gustaríacompartir tus miedos con el grupo.
—¿Mis miedos?
—Sí.—Me da miedo el olvido. —Habló
sin pensárselo un segundo—. Lo temocomo el ciego al que le da miedo laoscuridad.
—No te adelantes —intervino Isaacesbozando una media sonrisa.
—¿He sido poco delicado? —preguntó Augustus—. Puedo ser bastanteciego con los sentimientos de los demás.
Isaac se reía, pero Patrick levantó undedo amonestador:
—Augustus, por favor, sigamoscontigo y con tu lucha. ¿Has dicho qué teda miedo el olvido?
—Sí, eso he dicho —contestó
Augustus.Patrick parecía perdido.—Bueno, ¿alguien quiere hablar de
este tema?Yo había dejado el instituto hacía
tres años. Mis padres eran mis dosmejores amigos. Mi tercer mejor amigoera un escritor que no sabía que yoexistía. Era una persona bastante tímida,de las que no levantan la mano.
Pero por una vez decidí hablar.Levanté ligeramente la mano.
—¡Hazel! —exclamó de inmediatoPatrick con evidente alegría.
Estoy segura de que pensó queestaba empezando a abrirme y a formar
parte del grupo.Miré a Augustus Waters, que me
devolvió la mirada. Sus ojos eran tanazules que casi podías verte en ellos.
—Llegará un día en que todosnosotros estaremos muertos —dije—.Todos nosotros. Llegará un día en que noquedará un ser humano que recuerde quealguna vez existió alguien o que algunavez nuestra especie hizo algo. Noquedará nadie que recuerde aAristóteles o a Cleopatra, por no hablarde vosotros. Todo lo que hemos hecho,construido, escrito, pensado ydescubierto será olvidado, y todo esto—continué, señalando a mi alrededor—
habrá existido para nada. Quizá ese díallegue pronto o quizá tarde millones deaños, pero, aunque sobrevivamos aldesmoronamiento del sol, nosobreviviremos para siempre. Hubotiempo antes de que los organismostuvieran conciencia de sí mismos, yhabrá tiempo después. Y si te preocupaque sea inevitable que el hombre caigaen el olvido, te aconsejo que ni lopienses. Dios sabe que es lo que hacetodo el mundo.
Aprendí estas cosas de mianteriormente mencionado tercer mejoramigo, Peter van Houten, el solitarioautor de Un dolor imperial, el libro que
yo consideraba la Biblia. Peter vanHouten era la única persona con la quehabía tropezado que: a) parecía entenderqué es estar muriéndose, y b) no sehabía muerto.
Cuando acabé, la sala se quedóbastante rato en silencio. Observé unaamplia sonrisa en la cara de Augustus,no la medio sonrisita torcida del chicoque pretendía ser sexy mientras memiraba fijamente, sino su sonrisa deverdad, demasiado grande para su cara.
—Joder —dijo Augustus en voz baja—, qué tía más rara.
Ninguno de los dos volvimos a decirnada hasta que terminó la reunión. Al
final tuvimos que cogernos todos de lasmanos, y Patrick empezó otra oración.
—Señor Jesucristo, nos hemosreunido en Tu corazón, literalmente enTu corazón, como supervivientes delcáncer. Tú y solo Tú nos conoces comonos conocemos a nosotros mismos.Guíanos hacia la vida y la luz en nuestradura prueba. Te rogamos por los ojos deIsaac, por la sangre de Michael y Jamie,por los huesos de Augustus, por lospulmones de Hazel y por la garganta deJames. Te rogamos que nos cures y quepodamos sentir Tu amor y Tu paz, querebasa toda comprensión. Y noolvidamos a los queridos compañeros
que se marcharon contigo: Maria, Kade,Joseph, Haley, Abigail, Angelina,Taylor, Gabriel…
La lista era larga. El mundo estálleno de muertos. Y mientras Patricksiguió con su cantinela, leyendo la listade una hoja de papel, porque erademasiado larga para que se la supierade memoria, mantuve los ojos cerradose intenté centrarme en la oración, perosobre todo imaginaba el día en que minombre pasara a formar parte de esalista, al final de todo, cuando ya todo elmundo hubiera dejado de escuchar.
Cuando Patrick acabó, pronunciamostodos juntos un estúpido mantra. —HOY
ES EL MEJOR DÍA DE NUESTRAVIDA— y se dio por finalizada lasesión. Augustus Waters se levantó de lasilla y vino hacia mí. Sus andares erantan torcidos como su sonrisa. Era muchomás alto que yo, pero se quedó a ciertadistancia de mí, así que no tuve queestirar el cuello para mirarlo a los ojos.
—¿Cómo te llamas? —me preguntó.—Hazel.—Me refiero a tu nombre completo.—Ah… Hazel Grace Lancaster.Estaba a punto de decirme algo
cuando Isaac se acercó.—Espera —añadió Augustus
levantando un dedo, y se volvió hacia
Isaac—. Ha sido mucho peor de lo quedecías.
—Te dije que era una pena.—¿Por qué pierdes el tiempo en
estas cosas?—No lo sé. Quizá ayuda.Augustus se acercó a su amigo
creyendo que yo no lo oiría.—¿Esta chica suele venir?No oí el comentario de Isaac, pero
Augustus le contestó:—Se lo diré.Sujetó a Isaac por los hombros y se
separó un poco de él:—Cuéntale a Hazel lo de la clínica.Isaac apoyó una mano en la mesa de
la merienda y dirigió a mí su enormeojo.
—Vale. Pues que he ido a la clínicaesta mañana y le he dicho a mi cirujanoque prefería quedarme sordo a ciego. Yél me ha dicho: «Las cosas no funcionanasí». Y yo: «Ya, ya entiendo que nofuncionan así. Lo único que digo es quepreferiría quedarme sordo a ciego sipudiera elegir, pero ya sé que nopuedo». Y él me ha dicho: «Bueno, labuena noticia es que no vas a quedartesordo». Y yo le he soltado: «Gracias porexplicarme que mi cáncer de ojos no vaa dejarme sordo. Ya veo que tengo lainmensa suerte de que una gran
eminencia como usted se digneoperarme».
—Parece un ganador —le dije—.Voy a intentar pillar un cáncer de ojospara poder conocer a ese tipo.
—Te deseo suerte. Bueno, tengo queirme. Monica está esperándome. Voy amirarla mucho mientras pueda.
—¿Contrainsurgencia mañana? —preguntó Augustus.
—Por supuesto.Isaac se giró y subió corriendo la
escalera, de dos en dos.Augustus Waters se volvió hacia mí.—Literalmente —me dijo.—¿Literalmente? —le pregunté.
—Estamos literalmente en elcorazón de Jesús —añadió—. Pensabaque estábamos en el sótano de unaiglesia, pero estamos literalmente en elcorazón de Jesús.
—Alguien debería informar a Jesús—le comenté—. Vaya, puede serpeligroso almacenar en el corazón aniños con cáncer.
—Se lo diría yo mismo —dijoAugustus—, pero por desgracia estoyliteralmente encerrado dentro de Sucorazón, así que no podrá oírme.
Me reí, y él sacudió la cabeza sindejar de mirarme.
—¿Qué pasa? —le pregunté.
—Nada —me contestó.—¿Por qué me miras así?Augustus esbozó una media sonrisa.—Porque eres guapa. Me gusta
mirar a las personas guapas, y hace untiempo decidí no privarme de lossencillos placeres de la vida.
Se quedó un momento en unincómodo silencio.
—Bueno —siguió diciendo—, sobretodo teniendo en cuenta que, como bienhas comentado, todo esto acabará en elolvido.
Me reí, o suspiré, o lancé unaespecie de bufido parecido a la tos.
—No soy gua… —empecé a decir.
—Te pareces a Natalie Portman, a laNatalie Portman de V de vendetta.
—No la he visto —le dije.—¿En serio? —me preguntó—. A
una preciosa chica de pelo corto no legusta la autoridad y no puede evitarenamorarse de un chico que sabe que esproblemático. Hasta aquí, parece tubiografía.
Estaba claro que estaba ligando. Yla verdad es que me volvía loca. Nisiquiera sabía que los chicos podíanvolverme loca, quiero decir en la vidareal.
Una chica más joven pasó pornuestro lado.
—¿Qué tal, Alisa? —le preguntó.—Hola, Augustus —le contestó la
chica sonriendo.—Del Memorial —me explicó.El Memorial era el gran hospital
universitario.—¿Adónde vas tú? —me preguntó.—Al Infantil —le contesté en voz
más baja de lo que pretendía.Asintió. La conversación parecía
haber terminado.—Bueno —añadí señalando
ligeramente con la cabeza los escalonesque nos conducían literalmente alexterior del corazón de Jesús.
Incliné el carrito para que se
apoyara en las ruedas y empecé a andar.Él cojeó a mi lado.
—Nos vemos el próximo día, ¿no?—le pregunté.
—Tienes que verla. V de vendetta,digo.
—Vale —le contesté—. La buscaré.—No. Conmigo. En mi casa —me
dijo—. Ahora.Me detuve.—Casi no te conozco, Augustus
Waters. Podrías ser un asesino en serie.Augustus asintió.—Tienes razón, Hazel Grace.Siguió andando y me dejó atrás. El
jersey verde le ceñía los hombros.
Caminaba con la espalda recta y seinclinaba ligeramente hacia la derechamientras avanzaba con paso firme yseguro sobre lo que supuse que era unapierna ortopédica. Algunas veces elosteosarcoma se te lleva una extremidadpara probarte. Si le gustas, se lleva elresto.
Lo seguí escaleras arriba, pero comosubía despacio, porque a mis pulmonesno se les daban bien las escaleras, ibaquedándome atrás.
Llegamos al parking, fuera ya delcorazón de Jesús. La brisa primaveralera algo fresca, y la luz del atardecer, deuna delicadeza divina.
Mi madre todavía no había llegado,y era raro, porque casi siempre estabaesperándome cuando salía. Miréalrededor y vi que una chica morena,alta y con curvas había arrastrado aIsaac contra la pared de piedra de laiglesia y lo besaba apasionadamente.Estaban tan cerca que oía los extrañossonidos de sus lenguas pegadas, y aIsaac diciéndole «Siempre», y a la chicarepondiéndole «Siempre».
De pronto Augustus se detuvo a milado.
—Son muy aficionados a pegarse ellote en plena calle —murmuró.
—¿Qué es eso de «siempre»?
El ruido de lametones aumentó devolumen.
—«Siempre» es su rollo. Siempre sequerrán y esas cosas. Calculo que sehabrán mandado la palabra «siempre»por SMS unos cuatro millones de vecesen el último año, y me quedo corto.
Llegaron otros dos coches, que sellevaron a Michael y a Alisa. AhoraAugustus y yo estábamos solos,observando a Isaac y a Monica, que seembalaban como si no estuvieranapoyados en un lugar de culto. Isaacaferró con las dos manos las tetas deMonica, por encima de la blusa, y lassobó moviendo los dedos alrededor. Me
preguntaba si era agradable. No loparecía, pero decidí perdonar a Isaacporque estaba quedándose ciego. Ya sesabe que los sentidos tienen que pegarseun festín mientras todavía tienen hambre.
—Imagínate la última vez que vas alhospital —le dije en voz baja—. Laúltima vez que vas a conducir un coche.
—Estás cortándome el rollo, HazelGrace —contestó Augustus sin mirarme—. Estoy intentando contemplar el amorjuvenil en todo su torpe esplendor.
—Creo que está haciéndole daño enlas tetas —le comenté.
—Sí, es difícil determinar si estáexcitándola o haciéndole una revisión de
mamas.Augustus Waters se metió la mano en
un bolsillo y sacó un paquete decigarrillos, nada menos. Lo abrió y secolocó un cigarrillo entre los labios.
—¿Estás loco? —le pregunté—. ¿Tecrees muy enrollado? Vaya, ya hasmandado la historia a la mierda.
—¿Qué historia? —me preguntóvolviéndose hacia mí muy serio.
El cigarrillo, sin encender, colgabade la comisura de sus labios.
—La historia de un chico que no esfeo, ni tonto, ni parece tener nada malo,que me mira, me señala usos incorrectosde la literalidad, me compara con una
actriz y me pide que vaya a ver unapelícula a su casa. Pero, claro, siempretiene que haber una hamartía, joder, y latuya es que, aunque TIENES UN PUTOCÁNCER, das dinero a una empresa acambio de la posibilidad de tener MÁSCÁNCER, joder. Te aseguro que nopoder respirar es una PUTA MIERDA.Totalmente frustrante. Totalmente.
—¿Una hamartía? —me preguntó.El cigarrillo, todavía entre sus
labios, le tensaba la mandíbula.Desgraciadamente, tenía una mandíbulapreciosa.
—Un error fatal —le aclaréapartándome de él.
Me dirigí hacia el bordillo de laacera y dejé a Augustus detrás de mí. Enese momento oí que un coche arrancabaal final de la calle. Era mi madre. Fijoque había estado esperando a quehiciera amigos.
Sentía crecer en mí una extrañamezcla de decepción y cabreo. Laverdad es que ni siquiera sabía lo quesentía, solo que era muy fuerte, y queríadar un guantazo a Augustus Waters ytambién cambiarme los pulmones porotros que no pasaran olímpicamente deser pulmones. Estaba en el bordillo dela acera con mis Converse, los grilletesen forma de bombona de oxígeno en el
carrito, a mi lado, y en cuanto mi madrese acercó, sentí que me cogían de lamano.
Me solté, pero me giré hacia él.—Los cigarrillos no te matan si no
los enciendes —me dijo mientras mimadre se acercaba al bordillo—. Ynunca he encendido ninguno. Mira, esuna metáfora: te colocas el arma asesinaentre los dientes, pero no le concedes elpoder de matarte.
—Una metáfora —añadí dudando.Mi madre estaba ya esperándome.—Una metáfora —me repitió.—Decides lo que haces en función
de su connotación metafórica… —le
contesté.—Por supuesto —me contestó con
una sonrisa de tonto, de oreja a oreja—.Soy un gran aficionado a las metáforas,Hazel Grace.
Me giré hacia el coche y di unosgolpecitos en la ventanilla, hasta quebajó.
—Voy a ver una peli con AugustusWaters —le dije a mi madre—.Grábame los siguientes capítulos delmaratón del reality, por favor.
Capítulo 2
Augustus Waters conducía fatal.Tanto si estábamos parados como siavanzábamos, no dejábamos de pegarbotes. Yo iba volando contra el cinturónde seguridad de su Toyota con cadafrenazo, y la nuca me salía despedidahacia atrás cada vez que daba gas.Debería haber estado nerviosa —iba enel coche de un extraño, camino de sucasa, y era perfectamente consciente deque mis pulmones de mierda no iban apermitirme grandes esfuerzos para evitarque se propasara—, pero conducía tan
absolutamente mal que no podía pensaren otra cosa.
Avanzamos unos dos kilómetros ensilencio hasta que Augustus me dijo:
—Suspendí tres veces el carnet deconducir.
—Ni que lo jures.Se rió y sacudió la cabeza.—Bueno, no tengo sensibilidad en la
puta pierna ortopédica y no pillo eltruco de conducir solo con la izquierda.Mis médicos dicen que la mayoría delos amputados pueden conducir sinproblemas, pero… ya ves. Yo no. En fin,lo he conseguido a la cuarta, y es lo quehay.
Medio kilómetro más allá unsemáforo se puso en rojo. Augustus pegóun frenazo que me lanzó contra eltriangular abrazo del cinturón deseguridad.
—Perdona. Te juro por Dios queestoy intentando conducir suave. Bueno,cuando terminé el examen estabaconvencido de que había vuelto asuspender, pero el examinador me dijo:«Conduces mal, pero técnicamente no espeligroso».
—No estoy tan segura —le contesté—. Me temo que fue un premio deconsolación por tener cáncer.
A los chicos con cáncer suelen
ofrecerles pequeñas cosas que no lesdan a los demás, como pelotas debaloncesto firmadas por deportistasfamosos, bonos para entregar tarde losdeberes, carnets de conducir sin saberconducir, etcétera.
—Claro —me dijo.El semáforo cambió a verde. Me
preparé. Augustus pisó el acelerador.—¿Sabes que hay mandos de mano
para las personas qué no pueden utilizarlos pies? —le pregunté.
—Sí —me contestó—. Quizá algúndía los ponga.
Suspiró de una manera que hizo queme preguntara si realmente creía que
llegaría a ese día. Sabía que en muchoscasos el osteosarcoma podía curarse,pero…
Hay varias maneras de descubrir lasexpectativas de supervivencia dealguien sin necesidad de preguntárselodirectamente, y yo recurrí a la clásica.
—¿Vas al instituto?Los padres suelen sacarte de la
escuela en cuanto piensan que vas apalmarla.
—Sí —me contestó—. Voy al NorthCentral, aunque un año atrasado. Estoyen segundo de bachillerato. ¿Y tú?
Pensé en mentir. Al fin y al cabo, anadie le gustan los cadáveres. Pero al
final le dije la verdad.—No. Mis padres me sacaron de la
escuela hace tres años.—¿Tres años? —me preguntó
sorprendido.Expliqué a Augustus los principales
episodios de mi milagro: mediagnosticaron estadio IV de cáncer detiroides cuando tenía trece años. (No ledije que me lo diagnosticaron tres mesesdespués de que me viniera la regla porprimera vez, en plan: «¡Felicidades! Yaeres mujer. Ahora, muérete».) Nosdijeron que era incurable.
Pasé por una operación llamada«disección radical de cuello», y que es
tan agradable como su nombre. Despuéspor radiaciones. A continuaciónprobaron la quimio para mis pulmones.Los tumores disminuyeron, pero luegovolvieron a crecer. Por entonces teníacatorce años. Se me empezaron a llenarlos pulmones de líquido. Parecía uncadáver, con las manos y los pieshinchados, la piel agrietada y los labiossiempre morados. Hay un medicamentoque hace que no te asuste tanto el hechode no poder respirar, y a través de unacánula me llenaban las venas de esemedicamento y de un montón más. Aunasí, ahogarse es bastante desagradable,especialmente cuando sucede durante
meses. Al final acabé en la UCI[5] conneumonía, y mi madre se arrodilló juntoa mi cama y me dijo: «¿Estás preparada,cariño?», y yo le contesté que estabapreparada, y mi padre no dejaba derepetirme que me quería, y no se leentrecortaba demasiado la voz porque latenía ya entrecortada del todo, y yo lerepetía que también lo quería, y todos secogían de la mano, y yo no podíarespirar, mis pulmones no aguantabanmás, se ahogaban, me sacaban de lacama intentando encontrar una posiciónque les permitiera coger aire, y sudesesperación me avergonzaba, meenfurecía que no lo dejaran correr de
una vez, y recuerdo a mi madrediciéndome que todo iba bien, que nopasaba nada, que no me pasaría nada, ymi padre hacía tantos esfuerzos por nollorar que cuando lo hacía, y lo hacía amenudo, parecía un terremoto. Yrecuerdo que no quería estar despierta.
Todos pensaron que estaba acabada,pero Maria, mi oncóloga, consiguiósacar un poco de líquido de mispulmones, y poco después losantibióticos que me habían dado para laneumonía empezaron a hacer efecto.
Me desperté y enseguida memetieron en una de esas pruebasexperimentales para desahuciados
famosas en la República deCancerlandia. El medicamento era elPhalanxifor, una molécula diseñada paraque se pegue a las células cancerígenasy ralentice su crecimiento. Nofuncionaba en aproximadamente elsetenta por ciento de los pacientes, peroen mi caso funcionó. Los tumores seredujeron.
Y siguieron reducidos. ¡Viva elPhalanxifor! En el último año y medio,apenas han aumentado las metástasis, loque me permite tener unos pulmones demierda, pero que seguramente puedenseguir luchando indefinidamente conoxígeno y Phalanxifor diario.
Tengo que admitir que mi milagrosolo me había permitido ganar algo detiempo. (Todavía no sabía cuánto seríaese algo.) Pero, cuando se lo conté aAugustus Waters, pinté un cuadro lo másoptimista posible y exageré el caráctermilagroso del milagro.
—Entonces ahora tendrás que volveral instituto —me dijo.
—La verdad es que no puedo —leexpliqué—, porque ya tengo el título desecundaria, así que voy al MCC.
El MCC era la facultad de nuestraciudad.
—Una universitaria —me dijoasintiendo—. Eso explica ese aire
sofisticado.Me sonrió con complicidad. Le di un
golpecito de broma en el brazo y notésus músculos bajo la piel, tensos eimpresionantes.
Las ruedas chirriaron al girar haciauna parcela con muros estucados deunos dos metros y medio de altura. Sucasa era la primera a la izquierda, unacasa colonial de dos plantas. Nosdetuvimos en el camino dando botes.
Lo seguí hasta la casa. En la entradahabía una placa con la inscripción «Elhogar está donde está el corazón», enletra cursiva, y toda la casa resultó estaradornada con este tipo de frases. «Es
difícil encontrar buenos amigos, eimposible olvidarlos», se leía en unaestampa colgada encima del perchero.«El amor verdadero nace de los tiemposdifíciles», aseguraba un cojín bordadode la sala de estar, decorada conmuebles antiguos. Augustus me violeyéndolas.
—Mis padres las llaman«estímulos» —me explicó—. Están portoda la casa.
Sus padres lo llamaban Gus. Estabanen la cocina preparando enchiladas(junto al fregadero había una pequeña
vidriera en la que se leía en letrasadhesivas «La familia es parasiempre»). Su madre echaba pollo en lastortillas, que su padre enrollaba ycolocaba en una bandeja de cristal. Nopareció sorprenderles mucho mi llegada,y era lógico. El hecho de que Augustusme hiciera sentir especial no queríanecesariamente decir que fuera especial.Quizá llevaba a casa a una chicadiferente cada noche para ver unapelícula y meterle mano.
—Esta es Hazel Grace —dijoAugustus.
—Solo Hazel —lo corregí.—¿Cómo estás, Hazel? —me
preguntó el padre de Gus.Era alto —casi tan alto como su hijo
— y mucho más delgado que la mayoríade los padres.
—Muy bien —le contesté.—¿Qué tal el grupo de apoyo de
Isaac?—Increíble —le contestó Gus.—Tú siempre tan positivo… —dijo
su madre—. ¿A ti te gusta, Hazel?Me quedé un segundo en silencio,
pensando si tenía que calibrar mirespuesta para complacer a Augustus o asus padres.
—Casi todos son muy majos —lecontesté por fin.
—Exactamente lo que pensamosnosotros de las familias a las queconocimos en el Memorial cuando Gusestaba en tratamiento —dijo su padre—.Todos eran muy amables. Y también muyfuertes. En los días más oscuros elSeñor te pone en el camino a lasmejores personas.
—Dadme un cojín e hilo, deprisa,que esto tiene que ser un estímulo —añadió Augustus.
Su padre pareció un poco molesto,pero Gus le pasó su largo brazoalrededor del cuello.
—Es una broma, papá —lerespondió—. Me gustan esos putos
estímulos.De verdad. Pero no puedo admitirlo
porque soy un adolescente.Su padre puso los ojos en blanco.—Te quedarás a cenar, ¿verdad? —
me preguntó su madre.Era bajita, morena y algo tímida.—No sé —le contesté—. Tengo que
estar en casa a eso de las diez, yademás… no como carne.
—No hay problema. Prepararemosalgo vegetariano —me contestó.
—¿Qué pasa, que los animales sonmuy monos? —preguntó Gus.
—Quiero ser responsable de lasmínimas muertes posibles —le dije.
Gus abrió la boca para contestarme,pero se detuvo.
Su madre llenó el silencio.—Bueno, a mí me parece fantástico.Me hablaron un rato de las famosas
enchiladas de los Waters, de que nopodía perdérmelas, de que el toque dequeda de Gus también era a las diez, deque instintivamente desconfiaban detodos los padres que no obligaban a sushijos a volver a casa a las diez, de si ibaal instituto —«va a la universidad»,terció Augustus—, de que el tiempo eraabsolutamente extraordinario para sermarzo, de que en primavera todo renace,y ni una sola vez me preguntaron por el
oxígeno ni por mi diagnóstico, cosa raray sorprendente.
—Hazel y yo vamos a ver V devendetta para que se dé cuenta de que esla doble de la Natalie Portman demediados de la década de 2000 —dijopor fin Augustus.
—Podéis verla en la tele delcomedor —le contestó alegremente supadre.
—Creo que vamos a verla al sótano.Su padre se rió.—Buen intento, pero la veréis en el
comedor.—Es que quiero enseñarle a Hazel
Grace el sótano —le replicó Augustus.
—Solo Hazel —lo corregí.—Pues enséñale a Solo Hazel el
sótano —dijo su padre—, y luego subísy veis la película en el comedor.
Augustus resopló, se apoyó sobre supierna, giró las caderas y tiró de laprótesis.
—Muy bien —murmuró.Lo seguí por la escalera
enmoquetada hasta un enormedormitorio en el sótano. Un estante a laaltura de mis ojos rodeaba toda lahabitación y estaba lleno de objetos quetenían que ver con el baloncesto:decenas de trofeos con hombres deplástico saltando, driblando o entrando a
una canasta invisible. También habíamuchos balones y zapatillas de deportefirmados.
—Jugaba al baloncesto —meexplicó.
—Tenías que ser muy bueno.—No era malo, pero todas esas
zapatillas y esos balones son premios deconsolación por tener cáncer.
Fue hacia la tele, junto a la quehabía una enorme pirámide de DVD yvideojuegos. Se inclinó y cogió V devendetta.
—Yo era el prototipo de niño blancode Indiana —dijo—. Me dedicaba aresucitar el olvidado arte del tiro a
canasta desde media distancia, pero undía me puse a lanzar tiros libres. Mecoloqué en la línea de tiros libres delgimnasio de North Central, cogía laspelotas de un portabalones y las lanzaba.Pero de repente me pregunté por qué mepasaba horas lanzando un objetoesférico a través de una circunferenciahueca. Me pareció que no podría estarhaciendo nada más estúpido.
»Empecé a pensar en los niñospequeños que meten un tubo cilíndricopor una anilla, en que, en cuantoaprenden, lo hacen una y otra vezdurante meses, y pensé que el baloncestoera una versión un poquito más aeróbica
de ese mismo ejercicio. Pero, bueno,casi todo el tiempo seguí lanzando tiroslibres. Metí ochenta seguidos, mi mejormarca, pero, a medida que lo hacía, mesentía cada vez más como un niño dedos años. Y entonces, no sé por qué,empecé a pensar en los corredores devallas. ¿Estás bien?
Me había sentado en una esquina desu cama deshecha. No es que intentaraprovocarle. Sencillamente, me cansabacuando estaba de pie mucho rato. Habíaestado de pie en el comedor, habíabajado la escalera y luego había seguidode pie, y era mucho para mí, de modoque no quería acabar desmayándome.
Era como una de esas damas victorianasque se pasan el día desmayándose.
—Estoy bien —le contesté—. Teescuchaba. ¿Corredores de vallas?
—Sí, corredores de vallas. No sépor qué. Empecé a pensar en elloscorriendo sus carreras y saltando porencima de esos objetos totalmentearbitrarios que habían colocado a supaso. Y me pregunté si los corredores devallas pensaban alguna vez que iríanmás rápido si quitaran las vallas.
—¿Eso fue antes de qué tediagnosticaran cáncer? —le pregunté.
—Sí, claro, también estaba ese tema.—Esbozó una media sonrisa—. El día
de los angustiados tiros libres fueprecisamente mi último día con dospiernas. Pasó una semana entre queprogramaron que me amputarían lapierna y la operación. Es un poco lo queestá pasándole a Isaac.
Asentí. Me gustaba Augustus Waters.Me gustaba mucho, mucho, mucho. Megustaba que hubiera terminado suhistoria nombrando a otra persona. Megustaba su voz. Me gustaba que hubieralanzado tiros libres angustiados. Megustaba que fuera profesor titular en elDepartamento de Sonrisas LigeramenteTorcidas y que compaginara ese puestocon el de profesor del Departamento de
Voces Que Hacen Que Mi Piel Se SientaPiel. Y me gustaba que tuviera dosnombres. Siempre me han gustado laspersonas con dos nombres, porquetienes que decidir cómo las llamas.¿Augustus o Gus? Yo siempre había sidoHazel y solo Hazel.
—¿Tienes hermanos? —le pregunté.—¿Cómo? —me preguntó a su vez
con aire distraído.—Has comentado eso de que
imaginabas a niños pequeños jugando…—No, no. Tengo sobrinos, de mis
hermanastras. Pero ellas son mayores.Tienen unos… PAPÁ, ¿CUÁNTOSAÑOS TIENEN JULIE Y MARTHA? —
preguntó a gritos.—Veintiocho —le contestó su padre.—Veintiocho años —siguió
diciéndome—. Viven en Chicago. Lasdos están casadas con abogados muypijos. O banqueros, no me acuerdo. ¿Tútienes hermanos?
Negué con la cabeza.—Cuéntame tu historia —me pidió
mientras se sentaba a mi lado, a unadistancia prudente.
—Ya te he contado mi historia. Mediagnosticaron cáncer cuando…
—No, no la historia de tu cáncer. Tuhistoria. Lo que te interesa, tusaficiones, tus pasiones, tus manías,
etcétera.—Pues…—No me digas que eres una de esas
personas que se convierten en suenfermedad. Conozco a muchos. Esdescorazonador. El cáncer es un negocioen expansión, ¿no? El negocio deabsorber a la gente. Pero seguro que nole has permitido que lo consiga antes detiempo.
Se me ocurrió que quizá sí lo habíapermitido. Me planteé cómopresentarme a mí misma ante AugustusWaters, qué decirle que meentusiasmaba, y en el silencio que siguiópensé que no era una persona muy
interesante.—Soy bastante normal.—Me niego rotundamente. Piensa en
algo que te guste. Lo primero que se tepase por la cabeza.
—Pues… ¿leer?—¿Qué lees?—De todo. Desde espantosas
novelas rosa hasta novelas pretenciosasy poesía. Lo que sea.
—¿También escribes poesía?—No, no escribo.—¡Ahí está! —exclamó Augustus—.
Hazel Grace, eres la única adolescentede todo el país que prefiere leer poesíaa escribirla. Eso dice mucho de ti. Lees
muchos libros buenos, ¿verdad?—Supongo.—¿Cuál es tu favorito?—Pues… —le contesté.Mi libro favorito, con diferencia, era
Un dolor imperial, pero no me gustabadecirlo. Algunas veces lees un libro,sientes un extraño afán evangelizador yestás convencido de que este desastradomundo no se recuperará hasta que todoslos seres humanos lo lean. Y luego estánlos libros como Un dolor imperial, delos que no puedes hablar con nadie,libros tan especiales, escasos y tuyosque revelar el cariño que les tienesparece una traición.
No se trataba de que el libro fueratan bueno, sino sencillamente de que suautor, Peter van Houten, parecíaentenderme de una manera extraña, casiimposible. Un dolor imperial era milibro, como mi cuerpo era mi cuerpo ymis pensamientos eran mispensamientos.
Aun así, dije a Augustus:—Mi libro favorito es seguramente
Un dolor imperial.—¿Es un libro de zombis? —me
preguntó.—No —le respondí.—¿Soldados?Negué con la cabeza.
—No va de ese palo.Sonrió.—Leeré ese espantoso libro con ese
título aburrido que no va de soldados —me respondió.
Inmediatamente sentí que no deberíahabérselo dicho. Augustus se volvióhacia una pila de libros de su mesita denoche. Cogió uno y un boli.
—Lo único que te pido a cambio —me dijo mientras garabateaba algo en laprimera página— es que leas estabrillante e inolvidable novela sobre mivideojuego favorito.
Sostuvo el libro, que se titulaba Elprecio del amanecer. Me reí y alargué
el brazo. Al ir a cogerlo, mi manotropezó con la suya, y Augustus me lasujetó.
—Está fría —añadió presionando undedo contra mi pálida muñeca.
—No tan fría para estarinfraoxigenada —le respondí.
—Me encanta cuando hablas comoun médico —me dijo.
Se levantó, tiró de mí y no me soltóla mano hasta que llegamos a laescalera.
Vimos la película separados porvarios centímetros de sofá. Hice la total
cursilada de colocar la mano en el sofá,a medio camino entre nosotros, para quesupiera que podía cogerme, pero no lointentó. Cuando llevábamos una hora depelícula, los padres de Augustusentraron y nos sirvieron las enchiladas,que nos comimos en el sofá y queestaban buenísimas.
La película iba sobre un tipoenmascarado que moría heroicamentepor Natalie Portman, una tía muy guapay muy sensual, nada que ver con mi cara,hinchada como un globo.
—Muy buena, ¿no? —me dijoAugustus mientras salían los créditos.
—Muy buena —le contesté.
Aunque en realidad no estaba deacuerdo. Era una película para chicos.No sé por qué los chicos esperan quenos gusten las películas para chicos.Nosotras no esperamos que les gustenlas películas para chicas.
—Debería irme a casa. Mañana porla mañana tengo clase —le dije.
Me quedé un momento sentada,mientras Augustus buscaba las llaves. Sumadre se sentó a mi lado.
—Este me encanta. ¿A ti no?Supongo que yo estaba mirando el
estímulo de encima de la tele, un dibujode un ángel con la leyenda: «Sin dolor,¿cómo conoceríamos el placer?».
(Podríamos analizar este estúpido ypoco sofisticado argumento sobre elsufrimiento durante siglos, pero bastecon decir que la existencia del brócolien ningún caso afecta al gusto delchocolate.)
—Sí —le contesté—. Una ideapreciosa.
De vuelta a mi casa me senté alvolante, con Augustus en el asiento delcopiloto. Me puso un par de cancionesque le gustaban de un grupo que sellamaba The Hectic Glow, y estabanbien, pero, como no me las sabía, no meparecieron tan buenas como a él. Yo nodejaba de echar vistazos a su pierna, o
al lugar en el que había estado,intentando imaginar cómo era la piernafalsa. No quería que me importara, perome importaba un poco. Seguramente a élle importaba mi oxígeno. La enfermedadgenera rechazo. Lo había aprendidohacía mucho tiempo, y suponía queAugustus también.
Cuando estuvimos ya cerca de micasa, Augustus apagó la radio. El aire sevolvió denso. Muy probablementepensaba en besarme, y sin duda yopensaba en besarlo a él. Me preguntabasi quería. Había besado a chicos, perohacía ya tiempo, antes del milagro.
Aparqué el coche y lo miré. Era
realmente guapo. Ya sé que se suponeque los chicos no lo son, pero él lo era.
—Hazel Grace —me dijo, y minuevo nombre sonaba más bonito en suvoz—. Ha sido un verdadero placerconocerte.
—Lo mismo digo, señor Waters —lecontesté.
Al mirarlo, sentí un ataque detimidez. No podía sostener la intensidadde sus ojos azules.
—¿Puedo volver a verte? —mepreguntó.
Su voz sonó nerviosa, y me parecióentrañable.
—Claro —le contesté sonriendo.
—¿Mañana? —me preguntó.—Paciencia, saltamontes —le
aconsejé—. No querrás pareceransioso…
—No, por eso te he dicho mañana—me contestó—. Quisiera volver averte hoy mismo, pero estoy dispuesto aesperar toda la noche y buena parte demañana.
Puse los ojos en blanco.—Lo digo en serio —añadió.—Ni siquiera me conoces —le dije.Cogí el libro del salpicadero.—¿Qué te parece si te llamo cuando
lo haya leído? —le pregunté.—No tienes mi número de teléfono.
—Tengo la firme sospecha de que lohas anotado en el libro.
Sonrió de oreja a oreja.—Y luego dices que no nos
conocemos…
Capítulo 3
Aquella noche me quedé hasta muytarde leyendo El precio del amanecer.(Os fastidio el final: el precio delamanecer es sangre.) No era Un dolorimperial, pero el protagonista, elsargento Max Mayhem, no era del todoantipático pese a matar, según miscuentas, a como mínimo cientodieciocho personas en doscientasochenta y cuatro páginas.
A la mañana siguiente, jueves, melevanté tarde. Mi madre nunca medespertaba, porque uno de los requisitos
del enfermo profesional es dormirmucho, de modo que al principio,cuando me desperté sobresaltada consus manos en mis hombros, me quedé unpoco confundida.
—Son casi las diez —me dijo.—Dormir va bien para el cáncer —
le contesté—. Me quedé leyendo hastamuy tarde.
—Debe de ser un libro bueno —medijo.
Se arrodilló junto a la cama y medesenroscó del gran concentradorrectangular de oxígeno, al que yollamaba Philip, porque tenía pinta dellamarse Philip.
Mi madre me enganchó a unabombona portátil y me recordó que teníaclase.
—¿Te lo ha pasado ese chico? —mepreguntó de repente.
—¿Te refieres al herpes?—Te pasas —me dijo mi madre—.
Al libro, Hazel. Me refiero al libro.—Sí, me lo ha pasado él.—Juraría que te gusta —me dijo
alzando las cejas, como si a aquellaconclusión solo pudiera llegar el instintode una madre.
Me encogí de hombros.—Te dije que el grupo de apoyo te
compensaría.
—¿Estuviste esperando fuera todo elrato?
—Sí. Llevaba algo para leer. Bueno,ha llegado el momento de plantarle caraal día, jovencita.
—Mamá, tengo sueño, y cáncer, ytengo que luchar contra él.
—Lo sé, cariño, pero tienes que ir aclase. Además hoy es…
Mi madre no podía disimular sualegría.
—¿Jueves?—¿De verdad lo has olvidado?—Puede ser.—¡Es jueves, 29 de marzo! —
exclamó con una sonrisa de loca
dibujada en su cara.—¡Ya veo qué te entusiasma saber
qué día es! —dije también yo a gritos.—¡HAZEL! ¡ES TU MEDIO
TREINTA Y TRES CUMPLEAÑOS!—Ohhhhhh —dije.Mi madre era toda una especialista
en celebraciones. ¡ES EL DÍA DELÁRBOL! ¡VAMOS A ABRAZARÁRBOLES Y A COMER PASTEL!¡COLÓN TRAJO LA VIRUELA A LOSNATIVOS, ASÍ QUE TENEMOS QUEREMEMORAR LA OCASIÓN CON UNPICNIC!, etcétera.
—Bueno, pues feliz medio treinta ytres cumpleaños para mí.
—¿Qué quieres hacer en este día tanespecial?
—¿Volver de clase y batir el récordmundial de ver episodios seguidos deTop Chef?
Mi madre alzó el brazo hacia unestante por encima de mi cama y cogió aBluie, el oso azul de peluche que mehabían regalado cuando tenía más omenos un año, en aquellos tiempos enque era políticamente correcto llamar alos amigos por su color.
—¿No quieres ir al cine con Kaitlyn,con Matt o con quien sea?
Kaitlyn y Matt eran amigos míos.Era una buena idea.
—Claro —le contesté—. Voy amandarle un mensaje a Kaitlyn parapreguntarle si quiere ir al centrocomercial o a algún sitio después declase.
Mi madre sonrió y apretó el osocontra su barriga.
—¿Todavía se lleva eso de ir alcentro comercial? —me preguntó.
—Me siento muy orgullosa de nosaber lo que se lleva —le respondí.
Mandé un mensaje a Kaitlyn, meduché, me vestí y mi madre me llevó a lafacultad. Tenía clase de literatura
estadounidense, una conferencia de horay media sobre Frederick Douglass en unauditorio casi vacío, y me resultabaincreíblemente difícil no quedarmedormida. A los cuarenta minutos deempezada la clase, Kaitlyn me contestóal mensaje.
Flipante. Feliz mediocumpleaños. Castleton a las15.32?
La vida social de Kaitlyn era tanagitada que tenía que organizársela alminuto. Le respondí:
Perfecto. Estaré en lazona de los restaurantes.
Mi madre me llevó en cochedirectamente de la facultad a la libreríadel centro comercial, donde compréAmanecer de medianoche y Réquiempor Mayhem, la segunda y tercera partesde El precio del amanecer, y despuésme dirigí a la enorme zona de losrestaurantes y me compré una Coca-Colalight. Eran las 15.21.
Mientras leía, observé a dos niñosjugando en un barco pirata del parque
infantil. Se arrastraban por el túnel una yotra vez, y nunca parecían cansarse, loque me hizo pensar en Augustus Waters yen los tiros libres angustiados.
Mi madre estaba también en la zonade los restaurantes, sola, sentada en unaesquina desde la que pensaba que nopodía verla, comiéndose un bocadillo decarne con queso y leyendo unos papeles.Seguramente cosas médicas. El papeleoera interminable.
A las 15.32 en punto vi a Kaitlynpasando a grandes zancadas por delantede la Wok House. Me vio en el momentoen que levanté la mano, me lanzó unasonrisa, que dejó al descubierto sus
dientes blanquísimos y reciénarreglados, y vino hacia mí.
Llevaba un abrigo gris hasta lasrodillas, que le sentaba muy bien, y unasgafas de sol enormes. Se las colocósobre la cabeza mientras se inclinabapara abrazarme.
—¿Cómo estás, guapa? —mepreguntó con acento ligeramentebritánico.
A nadie le parecía que su acento eraextraño o desagradable. Sencillamente,Kaitlyn era una supersofisticadabritánica de la jet set de veinticincoaños en el cuerpo de una chica dedieciséis de Indianápolis. Todo el
mundo lo aceptaba.—Bien, ¿y tú?—Ya ni lo sé. ¿Es light?Asentí y le pasé la Coca-Cola.
Sorbió por la pajita.—Ojalá estuvieras en la escuela
últimamente. Algunos chicos están ahorade lo más apetecible.
—¿En serio? ¿Quiénes? —lepregunté.
Me nombró a cinco chicos con losque habíamos ido a clase en primaria,pero no recordaba a ninguno de ellos.
—He salido unas cuantas veces conDerek Wellington —me dijo—, aunqueno creo que dure. Es un crío. Pero
dejemos ya mi vida. ¿Qué hay de nuevoen los mundos de Hazel?
—La verdad es que nada —lecontesté.
—¿La salud qué tal?—Como siempre, supongo.—¡Phalanxifor! —exclamó
sonriendo—. Entonces vivirás parasiempre, ¿no?
—No creo que para siempre —lecontesté.
—Pero casi —me dijo—. ¿Másnovedades?
Pensé en contarle que también yoestaba saliendo con un chico, o al menosque había visto una película con él,
porque sabía que le sorprendería queuna chica tan desaliñada, torpe yraquítica como yo pudiera ganarse lassimpatías de un chico, aunque fuera porpoco tiempo, pero la verdad es que notenía mucho de lo que presumir, así queme limité a encogerme de hombros.
—¿Qué demonios es eso? —mepreguntó Kaitlyn señalando el libro.
—Ah, es ciencia ficción. Estoyaficionándome. Es una serie.
—Miedo me das. ¿Vamos acomprar?
Fuimos a una zapatería. Mientras
comprábamos, Kaitlyn no dejaba deseñalar zapatos bajos y abiertos, y dedecirme: «Estos te sentarían demaravilla», lo que me recordó queKaitlyn nunca llevaba zapatos abiertos,porque odiaba sus pies. Creía que teníalos índices demasiado largos, como silos índices fueran una ventana que dabaal alma o algo así. Por eso, cuando leseñalé unas sandalias que iban muy biencon el tono de su piel, me dijo: «Sí,pero…», y el pero significaba quedejarían al aire sus espantosos índices.
—Kaitlyn, eres la única persona queconozco con dismorfia en los dedos delpie —le dije.
—¿Qué es eso? —me preguntó.—Pues como cuando te miras en el
espejo y lo que ves no es lo querealmente es.
—Vaya —me dijo—. ¿Estos tegustan?
Me mostró un par de merceditasmonas, aunque nada del otro mundo.Asentí, buscó su número y se las probó.Recorrió el pasillo de punta a puntamirándose los pies en los espejosangulares. Luego cogió unos zapatos conplataforma.
—¿Se puede andar con esto? Vaya,yo directamente me moriría.
De repente se calló y me miró como
pidiéndome perdón, como si fuera uncrimen mencionar la muerte ante unmoribundo.
—Deberías probártelos —siguiódiciendo para disimular suincomodidad.
—Antes me muero —le aseguré.Acabé eligiendo unas chanclas por
comprar algo. Luego me senté en unbanco frente a una estantería de zapatosy observé a Kaitlyn serpenteando porlos pasillos, comprando con unaintensidad y una concentración propiasde un jugador de ajedrez profesional.Me apetecía sacar Amanecer demedianoche y leer un rato, pero sabía
que sería grosero, de modo que melimité a observar a Kaitlyn. De vez encuando se acercaba a mí aferrando unoszapatos cerrados a modo de presa, mepreguntaba: «¿Estos?», y yo intentabahacer un comentario inteligente sobrelos zapatos. Al final compró tres pares,y yo me llevé mis chanclas.
—¿Vamos a Anthropologie? —mepreguntó mientras salíamos.
—La verdad es que debería volver acasa —le contesté—. Estoy un pococansada.
—Claro, claro —me dijo—. Tengoque verte más a menudo.
Apoyó las manos en mis hombros,
me besó en las mejillas y se marchómeneando sus estrechas caderas.
Pero no volví a casa. Le había dichoa mi madre que pasara a recogerme a lasseis y, aunque suponía que estaba en elcentro comercial o en el aparcamiento,quería las dos horas que me quedabanpara mí.
Me llevaba bien con mi madre, peroel hecho de que se pasara el día pegadaa mí me ponía a veces de los nervios. YKaitlyn también me caía bien, deverdad, aunque, como hacía tres añosque no pasaba el día con miscompañeros de clase, sentía ciertadistancia insalvable entre nosotras. Creo
que mis compañeros querían ayudarme asobrellevar el cáncer, pero al final sedieron cuenta de que no podían, y poruna razón: el cáncer no se sobrelleva.
Por eso me excusaba en el dolor y elcansancio, como había hecho a menudoen los últimos años cuando quedaba conKaitlyn o con cualquiera de mis amigos.La verdad es que siempre sentía dolor.Siempre me duele no respirar como unapersona normal, tener que recordar todoel tiempo a tus pulmones que seanpulmones, obligarte a aceptar que eldolor de la infraoxigenación, que tearaña y te desgarra por dentro, esinevitable. De modo que, en sentido
estricto, no mentía. Sencillamente,elegía qué verdad decir.
Encontré un banco junto a una tiendade objetos de regalo irlandeses, elFountain Pen Emporium, y otra de gorrasde béisbol, en un rincón del centrocomercial en el que Kaitlyn nuncacompraría, y empecé a leer Amanecerde medianoche.
Aparecía un cadáver prácticamenteen cada frase, y empecé a devorar ellibro sin levantar siquiera los ojos. Megustó el sargento Max Mayhem, aunqueno era un personaje demasiadocoherente, pero lo que más me gustabaera que no dejaba de vivir aventuras.
Siempre había malos a los que matar ybuenos a los que salvar. Empezabannuevas guerras antes de haber ganadolas antiguas. No había leído una serie deeste tipo desde que era niña, y meentusiasmaba volver a sumergirme en lainfinita ficción.
A veinte páginas del final deAmanecer de medianoche las cosasempezaron a ponerse crudas paraMayhem, porque le pegaron diecisietetiros mientras intentaba rescatar a unarehén (rubia y estadounidense)capturada por el enemigo. Pero no medesesperé. La guerra seguiría sin él.Podría haber —y habría— secuelas
protagonizadas por su equipo: el caboManny Loco, el soldado Jasper Jacks ylos demás.
Había llegado casi al final cuandoapareció frente a mí una niña contrenzas.
—¿Qué tienes en la nariz? —mepreguntó.
—Se llama cánula —le contesté—.Estos tubos me dan oxígeno y me ayudana respirar.
Su madre llegó corriendo.—Jackie —le dijo con tono de
reproche.—No hay problema —le comenté.Porque realmente no había
problema.—¿Pueden ayudarme a respirar
también a mí? —me preguntó Jackie.—Ni idea. Vamos a probarlo.Me saqué la cánula y dejé que Jackie
se la pegara a la nariz y respirara.—Hace cosquillas.—Ya lo sé. ¿Funciona?—Creo que respiro mejor —me
contestó.—¿Sí?—Sí.—Bueno, ojalá pudiera dártelos,
pero la verdad es que los necesito —ledije.
Estaba sintiendo ya su ausencia. Me
concentré en respirar mientras Jackie medevolvía los tubos. Los limpié un pococon mi camiseta, me los pasé por detrásde las orejas y me los introduje denuevo en la nariz.
—Gracias por dejarme probarlos —me dijo la niña.
—De nada.—Jackie —volvió a decir su madre.Esta vez dejé que se marchara.Volví al libro. El sargento Max
Mayhem se lamentaba de tener una solavida que dar por su patria, pero yo seguípensando en la niña, que me había caídomuy bien.
Creo que otro problema con Kaitlyn
era que ya no podría volver a hablar conella con naturalidad. Todo intento defingir interacciones sociales normalesera deprimente, porque eraabsolutamente obvio que todas laspersonas con las que hablara hasta el finde mis días se sentirían incómodas ycohibidas conmigo, excepto quizá losniños como Jackie, que no sabían nadadel tema.
En cualquier caso, la verdad es queme gustaba estar sola. Me gustaba estara solas con el pobre sargento MaxMayhem, que… Oh, vamos, no va asobrevivir a los diecisiete tiros,¿verdad?
(Fastidio el final: se salva.)
Capítulo 4
Aquella noche me fui a dormirtemprano. Me puse unos bóxers y unacamiseta, y me metí bajo las mantas demi cama, que era de matrimonio y conalmohada, y uno de mis lugares favoritosdel mundo. Una vez dentro, empecé aleer Un dolor imperial por enésima vez.
El libro va de una chica llamadaAnna (que narra la historia) y su madretuerta, una jardinera profesionalobsesionada con los tulipanes. Llevanuna vida normal de clase media-baja enuna pequeña ciudad del centro de
California hasta que Anna sufre un rarocáncer en la sangre.
Pero no es un libro sobre el cáncer,porque los libros sobre el cáncer sonuna mierda. En los libros sobre elcáncer, el enfermo organiza una obrabenéfica para recaudar fondos paraluchar contra el cáncer, ¿verdad? Y estadedicación a la obra benéfica lerecuerda que la humanidad esbásicamente buena y le hace sentirsequerido y animado porque dejará unlegado para curar el cáncer. Pero en Undolor imperial Anna decide que ser unapersona con cáncer que organiza unaobra benéfica contra el cáncer es un
poco narcisista, de modo que crea laFundación Anna para Gente con Cáncerque Quiere Curar el Cólera.
Además Anna es mucho más sinceraque nadie con todo este tema. A lo largodel libro alude a sí misma como «elefecto colateral», lo cual es del todocorrecto. Los niños con cáncer sonbásicamente efectos colaterales de laincesante mutación que hace posible ladiversidad en la Tierra. A medida queavanza la historia, está cada vez másenferma, los tratamientos y laenfermedad compiten por acabar conella, y su madre se enamora de uncomerciante de tulipanes holandés al
que Anna llama el Tulipán Holandés. Eltipo tiene mucho dinero y un sinfín deideas excéntricas sobre cómo tratar elcáncer, pero Anna cree que puede ser unfarsante y que seguramente ni siquiera esholandés, y entonces, cuando el presuntoholandés y su madre están a punto decasarse y Anna va a empezar una dieta abase de pasto de trigo y pequeñas dosisde arsénico, el libro acaba en la mitadde una…
Sé que es una opción muy literaria ytodo eso, y seguramente es una de lasrazones por las que me gusta tanto ellibro, pero lo recomendable es que lahistoria acabe. Y si no puede acabar, al
menos debería seguir indefinidamente,como las aventuras del equipo delsargento Max Mayhem.
Entendí que la historia acababaporque Anna se moría o se poníademasiado enferma para escribir, y sesuponía que aquella interrupción enmitad de la frase reflejaba cómo terminala vida realmente, pero en la historiahabía otros personajes además de Anna,así que me parecía injusto que nuncallegara a saber lo que pasó con ellos.Había escrito un montón de cartas aPeter van Houten, que enviaba a sueditor, preguntándole qué sucededespués de que él dé por finalizada la
historia, si el Tulipán Holandés es unfarsante, si la madre de Anna acabacasándose con él, qué pasa con elestúpido hámster de Anna (al que sumadre odia), si los amigos de Annaacaban el bachillerato y cosas por elestilo, pero nunca respondió a ningunade mis cartas.
Un dolor imperial era el único librode Peter van Houten, y lo único queparecía saberse de él era que después deque apareciera publicado se marchó deEstados Unidos y se instaló en Holanda,donde vivía recluido. Imaginaba queestaba trabajando en una segunda parteambientada en Holanda. Quizá la madre
de Anna y el Tulipán Holandés acabantrasladándose allí e intentando empezaruna nueva vida. Pero desde lapublicación del libro habían pasado diezaños, y Van Houten no había publicadoni un post en un blog. No podía esperareternamente.
Aquella noche, mientras releía ellibro, me distraía cada dos por tresimaginando a Augustus Waters leyendolas mismas palabras que yo. Mepreguntaba si le gustaría o si lodescartaría por pretencioso. Entoncesrecordé que le había prometido llamarloen cuanto hubiera leído El precio delamanecer, así que busqué su número en
la primera página y le mandé unmensaje.
Crítica de «El precio delamanecer»: demasiados muertos.Muy pocos adjetivos. ¿Qué tal«Un dolor imperial»?
Me respondió un minuto después:
Si no recuerdo mal, meprometiste LLAMARME cuandohubieras acabado el libro, nomandarme un mensaje.
Así que lo llamé.
—Hazel Grace —dijo nada másdescolgar.
—¿Lo has leído?—Bueno, no lo he terminado. Tiene
seiscientas cincuenta y una páginas, ysolo he tenido veinticuatro horas.
—¿Por dónde vas?—Cuatrocientas cincuenta y tres.—¿Y?—Me reservo la opinión hasta que
haya acabado. Pero tengo que decirteque me siento un poco mal por habertepasado El precio del amanecer.
—No te sientas mal. Ya estoy en elRéquiem por Mayhem.
—Te has enganchado a la serie.
Pero, dime, ¿el tío de los tulipanes es untimador? Me da mal rollo.
—No voy a contarte el final —ledije.
—Si no es un perfecto caballero, lesacaré los ojos.
—Sí que te has metido en lahistoria…
—¡Me reservo la opinión! ¿Cuándonos vemos?
—Sin duda no hasta que hayasacabado Un dolor imperial.
Me divertía darle largas.—Entonces mejor cuelgo y sigo
leyendo.—Sí, mejor —le contesté.
Y colgó sin decir una palabra más.Ligar era nuevo para mí, pero me
gustaba.
A la mañana siguiente me tocabapoesía estadounidense del siglo XX enla facultad. La vieja profesora consiguióhablar durante hora y media sobreSylvia Plath sin citar una sola palabrasuya.
Cuando salí de clase, mi madreestaba en el bordillo, frente al edificio.
—¿Has estado esperándome todo elrato? —le pregunté mientras me ayudabaa meter el carro y la bombona en el
coche.—No. He recogido la ropa de la
lavandería y he ido a correos.—¿Y qué más?—He traído un libro —me dijo.—Y luego dirás que soy yo la que
necesita una vida…Sonreí. Mi madre intentó
devolverme la sonrisa, pero no terminóde salirle.
—¿Quieres qué vayamos al cine? —le pregunté un segundo después.
—Claro. ¿Quieres ver algo enconcreto?
—Decidamos solo adónde ir, yvemos la primera peli que empiece.
Cerró mi puerta y rodeó el cochehasta el lado del conductor. Fuimos alteatro Castleton y vimos una película en3-D sobre roedores que hablaban. Laverdad es que fue divertida.
Cuando salí del cine, tenía cuatromensajes de Augustus.
Dime que al libro lefaltan las últimas veintepáginas.
Hazel Grace, dime que nohe llegado al final del libro.
JODER SE CASAN O NO,JODER QUÉ ES ESTO
Supongo que Anna se muerey por eso acaba…? CRUEL. Llámamecuando puedas. Espero que todovaya bien.
Cuando llegué a casa, salí al patiotrasero, me senté en una silla de hierrooxidada y lo llamé. Era un día nuboso,típico de Indiana, ese tiempo que teinvita a encerrarte. En medio del patioestaban los columpios de mi infancia,empapados y patéticos.
Augustus descolgó a la tercera señal.—Hazel Grace —me dijo.—Bienvenido a la dulce tortura de
leer Un dolor…Me detuve al oír fuertes sollozos al
otro lado de la línea.—¿Estás bien? —le pregunté.—Perfectamente —me contestó—,
pero estoy con Isaac, que parece justo locontrario.
Más gemidos. Como los gritos demuerte de un animal herido.
—Tío, tío —dijo Gus dirigiéndose aIsaac—, ¿te importa qué venga Hazel, ladel grupo de apoyo? Isaac. MÍRAME.
Un minuto después Gus me dijo:—¿Puedes venir a mi casa en unos
veinte minutos?—Claro —le contesté.Y colgué.
Si se pudiera conducir en línearecta, desde mi casa a la de Augustussolo se tardaría unos cinco minutos,pero no se puede conducir en línea rectaporque en medio está el Holliday Park.
Aunque era un inconvenientegeográfico, el Holliday Park me gustabamucho. Cuando era pequeña, me metíaen el río White con mi padre, y siemprellegaba el gran momento en que mealzaba por los aires, me lanzaba, yoextendía los brazos como si volara, éllos extendía también, y después ambosveíamos que nuestros brazos no iban atocarse, que nadie iba a atraparme, y nospegábamos un susto que nos cagábamos,
y después caía al agua agitando laspiernas, salía ilesa a la superficie acoger aire, y la corriente me arrastrabahasta él mientras decía: «Otra vez, papá,otra vez».
Aparqué en el camino de entrada,justo al lado de un viejo Toyota negroque supuse que era de Isaac. Me dirigí ala puerta arrastrando el carro con labombona y llamé. Me abrió el padre deGus:
—Solo Hazel. Encantado de verte.—Augustus me ha pedido que
viniera.—Sí. Está con Isaac en el sótano.En aquel momento se oyó un gemido
procedente del piso de abajo.—Debe de ser Isaac —me dijo el
padre de Gus sacudiendo lentamente lacabeza—. Cindy ha tenido que salir. Losgritos… —dijo apartándose—. Bueno,supongo que te esperan abajo. ¿Quieresqué te lleve la… bombona? —mepreguntó.
—No, ya puedo, pero gracias, señorWaters.
—Mark —me contestó.Me asustaba un poco bajar. Escuchar
a gente berreando de sufrimiento no esuno de mis pasatiempos preferidos. Perobajé.
—Hazel Grace —dijo Augustus en
cuanto oyó mis pasos—. Isaac, estábajando Hazel, del grupo de apoyo.Hazel, te recuerdo que Isaac está enpleno ataque de locura.
Augustus e Isaac estaban sentados enel suelo, en sillas de juego con forma deeles inclinadas y mirando fijamente untelevisor gigante. La pantalla estabadividida en dos partes, la de Isaac a laizquierda, y la de Augustus a la derecha.Se veía a soldados luchando en unaciudad moderna bombardeada. Era laciudad de El precio del amanecer.Mientras me acercaba no vi nada raro:dos chicos sentados a la pálida luz de unenorme televisor pretendiendo matar
gente.Pero, cuando llegué a su altura, vi la
cara de Isaac. Las lágrimas resbalabanpor sus mejillas enrojecidas, y su caraparecía una tensa máscara del dolor.Observaba fijamente la pantalla, sinlanzarme siquiera una mirada, y gritabasin dejar de aporrear el mando.
—¿Qué tal, Hazel? —me preguntóAugustus.
—Muy bien —le contesté—. ¿Y tú,Isaac?
No me respondió. No hizo el menorsigno de ser consciente de mi presencia.Sus lágrimas no dejaban de resbalar porsu rostro hasta su camiseta negra.
Augustus apartó los ojos de lapantalla un segundo.
—Estás muy guapa —me dijo.Yo llevaba un vestido por debajo de
las rodillas que tenía desde hacíamuchísimo tiempo.
—Las chicas piensan que solo debenponerse vestidos en ocasiones formales,pero a mí me gusta una mujer que dice:«Voy a ver a un chico que sufre unataque de nervios, un chico cuyaconexión con el sentido de la vista esmás bien leve, así que, qué narices, voya ponerme un vestido para él».
—Aunque Isaac no se digne nimirarme —le contesté—. Supongo que
sigue enamorado de Monica.Mis palabras provocaron un
estruendoso sollozo.—Es un tema un poco delicado —
me explicó Augustus—. Isaac, no sé tú,pero tengo la ligera impresión de quenos están rodeando. —Y siguiódiciéndome a mí—: Isaac y Monica yano salen juntos, pero no quiere hablardel tema. Solo quiere llorar y jugar aContrainsurgencia 2: El precio delamanecer.
—Me parece muy bien —lecontesté.
—Isaac, me preocupa cada vez másnuestra posición. Si te parece, avanza
hasta aquella gasolinera, y yo te cubro.Isaac corrió hacia un edificio
anodino mientras Augustus le seguía lospasos disparando salvajes ráfagas deametralladora.
—Pero puedes hablar con él, que nomuerde —añadió Augustus—. Dalealgún sabio consejo femenino.
—La verdad es que creo queseguramente su reacción es la normal —respondí mientras una ráfaga de Isaacmataba a un enemigo que había asomadola cabeza desde la carrocería calcinadade una furgoneta.
Augustus asintió sin dejar de mirarla pantalla:
—Hay que sentir el dolor.Era una frase de Un dolor imperial.—¿Estás seguro de que no tenemos a
nadie detrás? —preguntó a Isaac.Al instante empezaron a silbar las
balas por encima de sus cabezas.—Joder, Isaac —dijo Augustus—.
No quiero criticarte estando tan chungo,pero por tu culpa nos hemos quedadoapartados, y ahora los terroristas tienenvía libre para llegar al colegio.
El personaje de Isaac saliócorriendo hacia el fuego, zigzagueandopor un estrecho callejón.
—Podrías ir hasta el puente yrodearlo —le dije.
Conocía aquella táctica gracias a Elprecio del amanecer.
Augustus suspiró.—Desgraciadamente, el puente está
todavía bajo control insurgente gracias ala dudosa estrategia de mi limitadoequipo.
—¿A mí? —jadeó Isaac—. ¿A mí?Has sido tú el que ha propuesto que nosrefugiáramos en la puta gasolinera.
Gus giró un segundo la cara de lapantalla y lanzó a Isaac una de sussonrisas torcidas.
—Sabía que podías hablar, macho—le dijo—. Venga, vamos a salvar aalgunos críos virtuales.
Cruzaron juntos el callejóndisparando y escondiéndose en losmomentos adecuados, hasta que llegaronal colegio, una sala en un edificio de unasola planta. Se agacharon detrás de unmuro al otro lado de la calle y secargaron a los enemigos uno tras otro.
—¿Por qué quieren entrar en elcolegio? —pregunté.
—Quieren a los niños como rehenes—me respondió Gus.
Sus hombros oscilaban por encimadel mando mientras aporreaba losbotones. En sus brazos tensos semarcaban las venas. Isaac se inclinóhacia la pantalla con el mando bailando
entre sus delgados dedos.—Dale, dale, dale —dijo Augustus.Seguían llegando oleadas de
terroristas, pero los derribaron a todoscon disparos sorprendentementeprecisos, como tenía que ser para que nodispararan al colegio.
—¡Granada! ¡Granada! —gritóAugustus cuando algo avanzó trazandoun arco desde el fondo de la pantalla, seintrodujo por la entrada del colegio yrodó hasta la puerta.
Isaac, decepcionado, soltó el mando.—Si esos cabrones no pueden coger
rehenes, los matarán y dirán que hemossido nosotros.
—¡Cúbreme! —exclamó Augustus.Saltó desde detrás del muro y corrió
hacia el colegio. Isaac recuperó elmando a tientas y empezó a dispararmientras las balas llovían sobreAugustus, al que alcanzaron una vez, yluego otra, pero siguió corriendo. Gritó:«¡NO PODÉIS MATAR A MAXMAYHEM!», y con una últimacombinación de botones se tiró encimade la granada, que detonó debajo de él.Su cuerpo desmembrado explotó comoun géiser, y la pantalla se tiñó de rojo.Una voz ronca dijo: «MISIÓN NOCUMPLIDA», pero Augustus parecía nopensar lo mismo, porque sonreía viendo
sus restos en la pantalla. Se metió unamano en el bolsillo, sacó un cigarro y selo colocó entre los dientes.
—Los niños están salvados —dijo.—Temporalmente —puntualicé.—Toda salvación es temporal —
dijo devolviéndome el disparo—. Loshe salvado un minuto. Quizá es el minutoque los salva una hora, y esa hora lossalva un año. Nadie va a salvarlos parasiempre, Hazel Grace, pero mi vida losha salvado un minuto, y menos es nada.
—Vale, de acuerdo —le contesté—.Solo estamos hablando de píxeles.
Se encogió de hombros, como sicreyera que el juego era real. Isaac
volvía a llorar. Augustus se giróbruscamente hacia él.
—¿Volvemos a intentarlo, cabo?Isaac negó con la cabeza. Se inclinó
sobre Augustus para mirarme.—No quería hacerlo después —me
dijo con las cuerdas vocales muy tensas.—No quería dejar a un ciego —
añadí yo.Hizo un gesto afirmativo. Sus
lágrimas parecían un silenciosometrónomo, constante e infinito.
—Dice que no puede sobrellevarlo—continuó—. Estoy a punto de perderla vista, y la que no puede sobrellevarloes ella.
Pensé en la palabra «sobrellevar»,en todas las cosas insoportables que sesobrellevan.
—Lo siento —le dije.Se secó la cara mojada con una
manga. Detrás de las gafas, los ojos deIsaac parecían tan grandes que todo elresto de su cara desaparecía y solo veíaaquellos ojos incorpóreos y flotantesmirándome fijamente, uno real y el otrode cristal.
—Es inaceptable —me dijo—. Estotalmente inaceptable.
—Bueno —contesté—, para serjustos, en fin, seguramente es verdad queno puede sobrellevarlo. Tú tampoco,
pero ella no tiene por qué sobrellevarlo.Y tú sí.
—Le he dicho «siempre» hoy, variasveces, «siempre, siempre, siempre»,pero ella seguía hablando sin decírmelo.Era como si ya me hubiera marchado,¿sabes? «Siempre» era una promesa.¿Cómo puedes romper una promesa yquedarte tan ancho?
—A veces la gente no es conscientede lo que está prometiendo —añadí.
Isaac me lanzó una mirada.—Vale, por supuesto, pero aun así
mantienes la promesa. Eso es el amor.El amor es mantener las promesas paselo que pase. ¿No crees en el amor
verdadero?No contesté, porque no sabía qué
contestar, pero pensé que si el amorverdadero existía, la suya era una buenadefinición.
—Bueno…, yo creo en el amorverdadero —continuó Isaac—. Y laquiero. Y me lo prometió. Me prometióque sería para siempre.
Se levantó y avanzó un paso haciamí. Yo me incorporé creyendo quequería que lo abrazara o algo así, perose limitó a girar a un lado y a otro, comosi no recordara por qué se habíalevantado, y entonces Augustus y yovimos cómo la rabia invadía su rostro.
—Isaac —dijo Gus.—¿Qué?—Estás un poco… Perdona el doble
sentido, colega, pero hay algopreocupante en tus ojos.
De pronto Isaac empezó a dar golpesa su silla, que salió disparada hacia lacama de Gus.
—Ya estamos —dijo Augustus.Isaac se acercó de nuevo a la silla y
volvió a golpearla.—Sí —continuó Augustus—, vamos,
dale de hostias a la silla.Isaac volvió a dar patadas a la silla
hasta que chocó contra la cama de Gus.Luego cogió una almohada y empezó a
golpearla contra la pared, entre la camay el estante de los trofeos.
Augustus me miró, con el cigarrillotodavía en la boca, y me lanzó unamedia sonrisa.
—No puedo dejar de pensar en eselibro.
—Lo sé.—¿Nunca ha dicho qué pasa con los
demás personajes?—No —le contesté.Isaac seguía machacando la pared
con la almohada.—Se trasladó a Amsterdam, lo que
me hace pensar que quizá estáescribiendo una segunda parte sobre el
Tulipán Holandés, pero no ha publicadonada. Nunca lo entrevistan. No apareceen la red. Le he escrito un montón decartas preguntándole qué pasa con losdemás personajes, pero no me contesta,así que…
Me callé porque parecía queAugustus no estaba escuchándome.Miraba de reojo a Isaac.
—Espera —me dijo en voz baja.Se acercó a Isaac y lo sujetó por los
hombros.—Las almohadas no se rompen, tío.
Inténtalo con algo que se rompa.Isaac cogió un trofeo de baloncesto
del estante de encima de la cama y lo
mantuvo en alto, como esperando a queAugustus le diera permiso.
—Sí —le dijo Augustus—. ¡Sí!El trofeo se hizo pedazos contra el
suelo. El brazo del jugador de plásticosalió disparado sin soltar la pelota.Isaac pisoteó el trofeo.
—¡Sí! —exclamó Augustus—.¡Dale!
Y volvió a dirigirse a mí.—Estaba pensando cómo decirle a
mi padre que en realidad odio elbaloncesto, pero creo que ya lo tenemos.
Los trofeos cayeron uno detrás delotro. Isaac los pisoteaba y gritabamientras Augustus y yo nos manteníamos
a unos pasos de distancia observando elataque. Los pobres cuerpos destrozadosde los jugadores de plástico cubrieron lamoqueta. Una mano descoyuntadapalmeando un balón por aquí, unaspiernas sin torso saltando por allá…Isaac siguió atacando los trofeos,saltando encima de ellos con ambospies, gritando, sin aliento, sudando,hasta que al final se desplomó sobre losfragmentos dentados.
Augustus se acercó a él y lo miródesde arriba.
—¿Te sientes mejor? —le preguntó.—No —murmuró Isaac jadeando.—Es lo que pasa con el dolor —dijo
Augustus. Volvió la mirada hacia mí yañadió—: Hay que sentirlo.
Capítulo 5
No volví a hablar con Augustus encasi una semana. La noche de los trofeosrotos lo había llamado yo, así que lonormal en estos casos era esperar a queme llamara él. Pero no lo hizo. Sinembargo, no me pasaba todo el día conel teléfono en la mano sudorosa,mirándolo fijamente, vestida con mismejores galas y esperandopacientemente a que mi caballeroestuviera a la altura de su nombre. Seguícon mi vida. Una tarde quedé conKaitlyn y su novio (mono, pero nada
augusto, la verdad) a tomar un café,ingerí mi dosis diaria de Phalanxifor, fuitres mañanas a mis clases de la facultad,y cada noche me senté a cenar con mispadres.
El domingo por la noche cenamospizza de pimiento verde y brócoli.Estábamos en la cocina, sentadosalrededor de nuestra pequeña mesaredonda, cuando empezó a sonar mimóvil, pero no pude ir a ver quién eraporque en casa teníamos la estrictanorma de no contestar al teléfonomientras cenábamos.
Comí un poco mientras mis padrescharlaban sobre el terremoto que
acababa de asolar Papúa Nueva Guinea.Se habían conocido allí, en el Cuerpo dePaz, así que cada vez que sucedía algoen Papúa Nueva Guinea, por terrible quefuera, era como si de pronto ya no fuerancriaturas maduras y sedentarias, sino losjóvenes idealistas, autosuficientes yfuertes que habían sido en otros tiempos.Se quedaron tan embelesados que nisiquiera me miraban mientras yo comíamás deprisa que nunca, trasladando losalimentos del plato a mi boca a unavelocidad y con una furia que casi medejaron sin aliento, lo que por supuestohizo que me preocupara la posibilidadde que mis pulmones volvieran a nadar
en una piscina cada vez más llena delíquido. Me quité la idea de la cabezacomo pude. En dos semanas tenía unahora para que me hicieran un escánerPET.[6] Si algo no iba bien, pronto lodescubriría. No ganaba nadapreocupándome hasta entonces.
Pero aun así me preocupaba. Megustaba ser una persona. Quería seguiradelante. Preocuparse es otro efectocolateral de estar muriéndose.
Acabé por fin la cena y pregunté amis padres si me disculpaban, pero aduras penas interrumpieron suconversación sobre los puntos fuertes ylas debilidades de la infraestructura
guineana. Saqué el móvil del bolso, queestaba en la encimera de la cocina, ymiré las llamadas perdidas. AugustusWaters.
Salí por la puerta trasera hacia lapenumbra. Veía los columpios y penséen acercarme y columpiarme mientrashablaba con él, pero me pareció queestaban demasiado lejos, porque la cename había dejado agotada.
Me tumbé en la hierba, en unextremo del patio, observé Orión, laúnica constelación que distinguía, y lollamé.
—Hazel Grace —me dijo.—Hola —le contesté—. ¿Qué tal?
—Muy bien —me contestó—.Quería llamarte a todas horas, pero heesperado a hacerme una idea coherenteen lo relativo a Un dolor imperial.
(Dijo «en lo relativo», de verdad.Este chico…)
—¿Y? —le pregunté.—Creo que es como… Al leerlo,
sigo pensando algo así como… como…—¿Cómo? —le pregunté para
chincharlo.—¿Como si fuera un regalo? —me
preguntó a su vez—. Como si mehubieras regalado algo importante.
—Vaya —respondí en voz baja.—Decepcionante —añadió—. Lo
siento.—No —le contesté—. No. No lo
sientas.—Pero no acaba.—No.—Qué tortura, aunque lo entiendo
muy bien. Entiendo que murió o algo así.—Sí, eso mismo creo yo —le dije.—De acuerdo, me parece muy bien,
pero entre el autor y el lector hay unaespecie de contrato no escrito, y creoque no acabar un libro infringe esecontrato.
—No lo sé —le contesté, decidida adefender a Peter van Houten—. Segúncómo, es de lo que más me gusta del
libro. Describe la muerte sinceramente.Te mueres en medio de la vida, en mitadde una frase. La verdad es que quierosaber qué pasa con los demás, por esose lo pregunté en mis cartas. Pero nuncacontesta.
—¿Me dijiste qué vivía apartado delmundo?
—Exacto.—Imposible seguirle el rastro.—Exacto.—Totalmente inalcanzable —dijo
Augustus.—Desgraciadamente.—«Querido señor Waters —siguió
diciendo Augustus—. Le escribo para
agradecerle su correo electrónico, querecibí por medio de la señoritaVliegenthart el 6 de abril, procedente deEstados Unidos, siempre y cuando puedadecirse que la geografía existe ennuestra triunfalmente digitalizadacontemporaneidad.»
—Augustus, ¿qué coño es eso?—Tiene una ayudante —me contestó
Augustus—. Lidewij Vliegenthart. Laencontré, le mandé un e-mail, y ella selo entregó. Me ha contestado desde elcorreo de la chica.
—Vale, vale. Sigue leyendo.—«Le escribo mi respuesta con tinta
y papel, en la gloriosa tradición de
nuestros antepasados, y después laseñorita Vliegenthart la transcribirá aseries de unos y ceros para que viajepor la insípida red en la queúltimamente ha quedado atrapadanuestra especie, de modo que le pidodisculpas por cualquier error u omisiónque pudiera producirse.
»Dada la bacanal deentretenimientos a disposición de losjóvenes de su generación, agradezco acualquiera, esté donde esté, que reúnalas horas necesarias para leer mi librito,pero me siento en deuda en especial conusted, tanto por sus amables palabrassobre Un dolor imperial como por
haber dedicado tiempo a decirme que ellibro, y aquí lo cito literalmente,“significa mucho” para usted.
»Sin embargo, este comentario melleva a preguntarme qué significa parausted “significa”. Teniendo en cuentaque nuestra lucha es al final inútil, ¿es elefímero impacto del significado lo queel arte nos ofrece de valioso? ¿O elúnico valor es pasar el tiempo lo máscómodos posible? ¿Qué tendría queintentar emular una historia, Augustus?¿Un timbre de alarma? ¿La llamada a lasarmas? ¿Un goteo de morfina? Porsupuesto, como toda pregunta sobre eluniverso, esta vía de investigación nos
obliga inevitablemente a preguntarnosqué significa ser humano y, tomandoprestada una frase de los quinceañerosangustiados a los que usted sin dudavilipendia, si todo esto tiene sentido.
»Me temo que no, amigo mío, y queusted se sentiría muy poco estimulado sileyera otros textos míos. Peroresponderé a su pregunta: no, no heescrito nada más, ni lo haré. No creoque seguir compartiendo mispensamientos con lectores vaya abeneficiarlos a ellos, y tampoco a mí. Leagradezco de nuevo su generoso e-mail.
»Se despide atentamente, Peter vanHouten, vía Lidewij Vliegenthart.»
—¡Uau! —exclamé—. ¿Lo hasescrito tú?
—Hazel Grace, ¿crees qué con miprecaria capacidad intelectual podríaescribir una carta de Peter van Houtenutilizando expresiones como «nuestratriunfalmente digitalizadacontemporaneidad»?
—No, no podrías —admití—.¿Puedes… puedes pasarme su direcciónde e-mail?
—Por supuesto —me contestóAugustus como si no fuera el mejorregalo posible.
Pasé las siguientes dos horasescribiendo un e-mail a Peter vanHouten. Parecía que cada vez que locorregía quedaba peor, pero no podíadejar de hacerlo.
Querido señor Peter vanHouten
(a través de LidewijVliegenthart):
Me llamo Hazel GraceLancaster. Mi amigo AugustusWaters, que leyó Un dolorimperial por recomendación mía,acaba de recibir un e-mail suyodesde esta dirección. Espero que
no le importe que Augustus hayacompartido el e-mail conmigo.
Señor van Houten, por sucorreo a Augustus entiendo queno tiene previsto publicar máslibros. Me siento en partedecepcionada, aunque tambiénaliviada, porque así no tendréque preocuparme de si susiguiente libro estará a laaltura de la magníficaperfección del primero. Comoenferma de un cáncer de estadioIV desde hace tres años, tengoque decirle que en Un dolorimperial todo es perfecto. O almenos para mí. Su libro mecuenta lo que estoy sintiendoincluso antes de que lo sienta,y lo he releído muchísimas
veces.Sin embargo, me pregunto si
le importaría contestarme a unpar de preguntas sobre lo quesucede después del final de lanovela. Entiendo que el librotermina porque Anna muere o estádemasiado enferma para seguirescribiendo, pero realmente megustaría saber qué pasa con lamadre de Anna, si se casa con elTulipán Holandés, si tiene otrohijo, si sigue viviendo en elnúmero 917 de la W. Temple,etcétera. Me gustaría saberademás si el Tulipán Holandés esun impostor o la quiere deverdad. ¿Qué pasa con los amigosde Anna, en especial, Claire yJake? ¿Siguen juntos? Y por
último —soy consciente de queesta es la profunda y sesudapregunta que siempre esperó quele hicieran sus lectores—, ¿quéle sucede a Sísifo, el hámster?Estas preguntas llevan añosobsesionándome, y no sé cuántotiempo me queda para encontrarlas respuestas.
Sé que no son preguntasimportantes desde el punto devista literario y que su libroestá lleno de cuestionesliterariamente importantes, perode verdad me gustaría muchosaberlo.
Y por supuesto, si algún díadecide escribir algo más, aunqueno quiera publicarlo, estaríaencantada de leerlo. Le aseguro
que leería hasta sus listas dela compra.
Con toda mi admiración,Hazel Grace Lancaster.
(16 años)
Después de haberlo mandado volví allamar a Augustus. Estuvimos muchorato hablando de Un dolor imperial, leleí el poema de Emily Dickinson queVan Houten había utilizado para el título,y él me dijo que leía muy bien en vozalta, aunque no hice demasiada pausaentre los versos, y entonces me dijo queel sexto volumen de El precio delamanecer, La sangre está de acuerdo,empieza citando un poema. Tardó un
minuto en encontrar el libro, pero alfinal me leyó la cita: «Y decirte: tu vidase ha roto. Tu último buen beso lo distehace muchos años».
—No está mal —le dije—. Un pocopretencioso. Creo que Max Mayhemdiría que es una mariconada.
—Sí, y apretaría los dientes, seguro.En este libro Mayhem se pasa el díaapretando los dientes. Seguro que, sisale vivo del combate, acabará pillandouna disfunción temporomandibular. —Yun segundo después me preguntó—:¿Cuándo diste tu último buen beso?
Lo pensé. Mis besos —todos antesdel diagnóstico— habían sido
incómodos y sensibleros, hasta ciertopunto siempre parecíamos niños jugandoa ser mayores. Pero desde luego habíapasado tiempo.
—Hace años —dije por fin—. ¿Ytú?
—Me di unos cuantos buenos besoscon mi ex novia, Caroline Mathers.
—¿Hace años?—El último fue hace menos de un
año.—¿Qué pasó?—¿Mientras nos besábamos?—No, contigo y con Caroline.—Bueno… —me contestó. Y un
segundo después—: Caroline ya no
participa de la cualidad de ser persona.—Vaya… —dije yo.—Sí.—Lo siento —añadí.Había conocido a muchas personas
que habían muerto, por supuesto, peronunca había salido con ninguna de ellas.La verdad es que no podía niimaginármelo.
—No es culpa tuya, Hazel Grace.Solo somos efectos colaterales,¿verdad?
—«Percebes en el buque de laconciencia» —dije citando Un dolorimperial.
—Sí. Me voy a dormir. Es casi la
una.—Bien —le contesté.—Bien —me respondió.Me dio la risa tonta y repetí «Bien».
La línea se quedó en silencio, pero no secortó. Casi sentía que estaba en lahabitación conmigo, pero mejor, porqueni yo estaba en mi habitación ni él en lasuya, sino que estábamos juntos en algúnlugar invisible e indeterminado al quesolo podía llegarse por teléfono.
—Bien —dijo después de unaeternidad—. Quizá «bien» será nuestro«siempre».
—Bien —añadí.Al final colgó Augustus.
Peter van Houten contestó al e-mailde Augustus a las cuatro horas dehabérselo mandado, pero dos díasdespués todavía no había respondido almío. Augustus me aseguraba que eraporque mi e-mail era mejor y exigíapensar bien la respuesta, que Van Houtenestaba escribiendo las respuestas a mispreguntas y que su prosa brillanterequería tiempo. Pero aun así mepreocupé.
El miércoles, durante la clase depoesía estadounidense para tontos,recibí un mensaje de Augustus:
Isaac ya ha salido delquirófano. Ha ido bien.Oficialmente SEC.
SEC significaba «sin evidencias decáncer». Unos segundos después mellegó un segundo mensaje.
Bueno, está ciego. Es unapena.
Aquella tarde, mi madre aceptóprestarme el coche para que fuera alMemorial a ver a Isaac.
Encontré su habitación en la quintaplanta. Llamé a la puerta, aunque estaba
abierta, y una voz femenina me dijo queentrara. Era una enfermera que estabahaciendo algo en las vendas que cubríanlos ojos de Isaac.
—Hola, Isaac —lo saludé.—¿Mon? —preguntó.—No, lo siento, no. Soy… Hazel.
Bueno… Hazel, la del grupo de apoyo,la Hazel de la noche de los trofeosrotos.
—Ah —contestó—. No dejan derepetirme que los demás sentidos se medesarrollarán más para compensar, peroESTÁ CLARO QUE TODAVÍA NO.Hola, Hazel, la del grupo de apoyo.Acércate para que te examine la cara
con las manos y vea tu alma másprofundamente que cualquier personacon vista.
—Está de broma —me dijo laenfermera.
—Sí, ya me he dado cuenta —lecontesté.
Me dirigí a la cama, acerqué unasilla, me senté y le cogí de la mano.
—Hola —le dije.—Hola —me respondió.Nos quedamos un instante en
silencio.—¿Cómo te encuentras? —le
pregunté.—Bien —me contestó—. No sé.
—¿Qué es lo que no sabes? —lepregunté.
Le miraba la mano porque no queríamirar su rostro con los ojos vendados.Isaac se mordió las uñas, y vi un pocode sangre en los extremos de un par decutículas.
—Ni siquiera ha venido a verme —me dijo—. No sé, salimos juntos catorcemeses. Catorce meses es mucho tiempo.Joder, duele.
Isaac se soltó de mi mano parabuscar a tientas la bomba de infusión,que presionó para que le proporcionarauna dosis de narcóticos.
La enfermera, que había terminado
de cambiar el vendaje, retrocedió unospasos.
—Solo ha pasado un día, Isaac —ledijo con cierto tono condescendiente—.Tienes que darte tiempo para quecicatrice. Y catorce meses no es tantotiempo, no en el orden del universo.Acabas de empezar, chaval. Ya lo verás.
La enfermera se marchó.—¿Se ha ido?Asentí, pero enseguida me di cuenta
de que no podía ver mi gesto.—Sí —respondí.—¿Ya lo veré? ¿De verdad? ¿Lo ha
dicho en serio?—Cualidades de una buena
enfermera: empieza —le dije.—Uno: no jugar con palabras que
tengan que ver con tu discapacidad —contestó Isaac.
—Dos: sacar sangre al primerintento —continué yo.
—De verdad, es muy fuerte. ¿Esto esmi puñetera mano o una diana? Tres: nohablar con condescendencia.
—¿Cómo estás, cariño? —lepregunté con tono empalagoso—. Ahoravoy a pincharte con una aguja. Puededolerte un poquito.
—¿Está pachuchito mi niño? —añadió Isaac—. En realidad la mayoríason buenas. Es solo que quiero acabar
con esto de una puta vez.—¿Te refieres al hospital?—Al hospital también —me
contestó.Tensó la boca. Era evidente que le
dolía.—Sinceramente, pienso muchísimo
más en Monica que en mi ojo. ¿No esuna locura? Es una locura.
—Es un poco locura —admití.—Pero creo en el amor verdadero.
¿Tú no? Creo que no todo el mundopuede conservar sus ojos, o no ponerseenfermo, o lo que sea, pero todo elmundo debería tener amor verdadero, ydebería durar como mínimo toda la vida.
—Sí —le dije.—A veces deseo que nada de esto
hubiera sucedido. Esta historia delcáncer.
Hablaba cada vez más despacio. Elmedicamento empezaba a hacerle efecto.
—Lo siento —añadí.—Gus ha estado aquí hace un rato.
Estaba aquí cuando me he despertado.Se ha saltado las clases. Gus… —Ladeóun poco la cabeza—. Ahora mejor —dijo en voz baja.
—¿El dolor? —le pregunté.Asintió ligeramente.—Bien. —Y como soy una zorrona,
añadí—: Estabas diciéndome algo de
Gus.Pero ya se había dormido.Bajé a la tienda de regalos, diminuta
y sin ventanas, y pregunté a la decrépitavoluntaria que estaba sentada en untaburete detrás de la caja registradoraqué flores olían más.
—Todas huelen igual. Las rocían conperfume —me contestó.
—¿En serio?—Sí, las empapan.Abrí el refrigerador situado a su
izquierda, olí una docena de rosas ydespués me incliné sobre unos claveles.Olían igual, y además mucho. Losclaveles eran más baratos, así que cogí
una docena de color amarillo. Mecostaron catorce dólares. Volví a lahabitación. Había llegado su madre, quelo tenía cogido de la mano. Era joven ymuy guapa.
—¿Eres una amiga? —me preguntó.Su pregunta me golpeó, como si
hubiera sido una de esas preguntasinvoluntariamente amplias eincontestables.
—Bueno, sí —le contesté—. Soy delgrupo de apoyo. Le he traído unas flores.
Las cogió y las dejó sobre susrodillas.
—¿Conoces a Monica? —mepreguntó.
Negué con la cabeza.—Bueno, está dormido —me dijo.—Sí. He hablado con él hace un
rato, cuando estaban cambiándole elvendaje.
—Me ha fastidiado mucho tener quedejarlo en ese momento, pero tenía queir a buscar a Graham al colegio —meexplicó.
—Ha ido bien —le dije.La mujer asintió.—Debería dejarlo dormir —añadí.La madre de Isaac volvió a asentir, y
me marché.
A la mañana siguiente me despertétemprano y lo primero que hice fueconsultar mi correo.
[email protected] porfin me había contestado.
Querida señorita Lancaster:Temo que ha depositado su fe
en un lugar equivocado, perosuele pasar con la fe. No puedocontestar a sus preguntas, almenos no por escrito, porqueponer por escrito esasrespuestas constituiría lasegunda parte de Un dolorimperial, que usted podría
publicar o compartir en esa redque ha sustituido los cerebrosde su generación. Está elteléfono, pero en ese casopodría grabar la conversación.No es que no confíe en usted,por supuesto, pero no confío enusted. Desgraciadamente, queridaHazel, solo podría responder aeste tipo de preguntas enpersona, pero usted está allí, yyo estoy aquí.
Una vez aclarado este punto,debo confesarle que me haencantado recibir su inesperadocorreo a través de la señoritaVliegenthart. Es maravillososaber que hice algo útil parausted, aunque siento ese librotan distante que me da la
impresión de que lo ha escritootra persona. (El autor de esanovela era muy delgado, muydébil y relativamenteoptimista.)
No obstante, si alguna vezpasa por Amsterdam, venga avisitarme cuando quiera. Sueloestar en casa. Incluso lepermitiré que eche un vistazo amis listas de la compra.
Atentamente,Peter van Houten
a través de LidewijVliegenthart
—¿CÓMO? —grité—. ¿QUÉMIERDA DE VIDA ES ESTA?
Mi madre entró corriendo.
—¿Qué pasa?—Nada —le aseguré.Todavía nerviosa, mi madre se
arrodilló para comprobar si Philipcondensaba el oxígeno adecuadamente.Me imaginé sentada en una luminosacafetería con Peter van Houten, que seapoyaba en los codos, se inclinaba haciadelante y me hablaba en voz baja paraque nadie pudiera oír lo que sucedió conlos personajes en los que había pasadoaños pensando. Me había dicho que solopodría decírmelo en persona, y me habíainvitado a visitarlo en Amsterdam. Se loexpliqué a mi madre.
—Tengo que ir —le dije por fin.
—Hazel, te quiero y sabes que haríacualquier cosa por ti, pero no… notenemos dinero para viajar al extranjero,y los gastos para conseguir equipomédico allí… Cariño, no es…
—Sí —la interrumpí. Me di cuentade que había sido una tontería inclusoplanteárselo—. No te preocupes.
Pero mi madre parecía preocupada.—Es muy importante para ti,
¿verdad? —me preguntó sentándose yacercando una mano a mi pierna.
—Sería increíble ser la únicapersona que sabe qué sucede aparte deél —le contesté.
—Sería increíble —me dijo—.
Hablaré con tu padre.—No, no hables con él —le dije—.
En serio. No gastéis dinero en esto, porfavor. Ya se me ocurrirá algo.
De pronto pensé que la razón por laque mis padres no tenían dinero era yo.Había dilapidado los ahorros de lafamilia con el Phalanxifor, y mi madreno podía trabajar porque se dedicabaprofesionalmente a merodear a mialrededor a jornada completa. No quiseque se endeudaran todavía más.
Le dije a mi madre que quería llamara Augustus para que saliera de mihabitación, porque no podía soportar sutristeza por no poder cumplir los sueños
de su hija.Le leí la carta sin haberle siquiera
saludado, al más puro estilo AugustusWaters.
—Uau —dijo.—Ya sé. ¿Cómo voy a ir a
Amsterdam?—¿No te corresponde un deseo? —
me preguntó refiriéndose a «los genios»,es decir, la Genie Foundation, unaorganización que se ocupa de financiarun deseo a niños enfermos.
—No —le respondí—. Ya lo gastéantes del milagro.
—¿Qué hiciste?Suspiré ruidosamente.
—Tenía trece años —le dije.—No me digas que fuiste a
Disney…No le contesté.—Dime que no fuiste a Disney
World.No le contesté.—¡Hazel GRACE! —gritó—. Dime
que no gastaste tu único deseo demoribunda en ir a Disney World con tuspadres.
—Y al Epcot Center [7] —murmuré.—Joder —dijo Augustus—. No me
puedo creer que esté colado por una tíacon deseos tan estereotipados.
—Tenía trece años —repetí.
Por supuesto, lo único que pensabaera «colado, colado, colado, colado,colado». Me sentía halagada, perocambié de tema inmediatamente.
—¿No tendrías que estar en elinstituto?
—Me he saltado la clase para estarcon Isaac, pero está durmiendo, así queestoy en el vestíbulo haciendogeometría.
—¿Cómo está? —le pregunté.—No sé si es que no está preparado
para enfrentarse a la gravedad de sudiscapacidad o si realmente le importamás que lo haya dejado Monica, pero nohabla de otra cosa.
—Ya —le dije—. ¿Cuánto tiempo vaa quedarse en el hospital?
—Unos días. Luego irá un tiempo arehabilitación, pero dormirá en su casa,creo.
—Qué mierda.—Llega su madre. Tengo que irme.—Bien —le dije.—Bien —me contestó.Podía oír su sonrisa torcida.
El sábado fui con mis padres almercado al aire libre de Broad Ripple.Hacía sol, cosa rara en Indiana en elmes de abril, así que todo el mundo iba
en manga corta, aunque la temperaturano era para tanto. Los de Indiana somosdemasiado optimistas respecto delverano. Mi madre y yo nos sentamos enun banco frente a un puesto de jabonesde leche de cabra en el que un hombrecon un pantalón de peto explicaba a todoel que pasaba que sí, que las cabras eransuyas, y que no, que el jabón de leche decabra no huele a cabra.
Sonó mi móvil.—¿Quién te llama? —me preguntó
mi madre antes de que hubiera podidoverlo.
—No lo sé —le contesté.Era Gus.
—¿Estás en casa? —me preguntó.—No —le contesté.—Era una trampa. Ya sabía que no,
porque ahora mismo estoy en tu casa.—Vaya… Bueno, creo que volvemos
ya.—Genial. Hasta ahora.
Augustus Waters estaba sentado en laescalera de la entrada cuando llegamosal camino. Llevaba en la mano un ramode tulipanes de color naranja que apenasempezaban a abrirse e iba vestido conuna camiseta de los Pacers de Indiana yuna chaqueta por encima, elección poco
habitual en él, aunque le sentaba muybien. Se levantó y me tendió lostulipanes.
—¿Quieres qué vayamos de picnic?—me preguntó.
Asentí mientras cogía las flores.—¿Es una camiseta de Rik Smits?
—le preguntó mi padre.—Por supuesto.—Me encantaba ese tío —dijo mi
padre.Se metieron de inmediato en una
conversación sobre baloncesto a la queno podía (y no quería) unirme, así queentré en casa a dejar los tulipanes.
—¿Quieres qué los ponga en un
jarrón? —me preguntó mi madre con unaenorme sonrisa en la cara.
—No, déjalo —le contesté.Si los hubiéramos puesto en un
jarrón en el comedor, habrían sido florespara todos. Quería que fueran mías.
Me metí en mi habitación, pero nome cambié de ropa. Me cepillé el pelo ylos dientes, y me di brillo en los labios yun ligero toque de perfume. No dejabade mirar las flores. Eran de un naranjachillón, casi demasiado anaranjadaspara ser bonitas. No tenía ningún jarrón,así que saqué el cepillo de dientes delvaso, lo llené de agua hasta la mitad ydejé las flores allí, en el cuarto de baño.
Cuando volví a mi habitación, los oíhablando, de modo que me senté un ratoen el borde de la cama y escuché por elhueco de la puerta.
Mi padre: Así que conociste a Hazelen el grupo de apoyo…
Augustus: Sí, señor. Tienen una casamuy bonita. Me gustan los cuadros.
Mi madre: Gracias, Augustus.Mi padre: Entonces tú también has
tenido…Augustus: Sí. No me corté la pierna
por puro placer, aunque es un métodoexcelente para perder peso. Las piernaspesan mucho…
Mi padre: ¿Y cómo estás ahora?
Augustus: SEC desde hace catorcemeses.
Mi madre: Qué bien. Hoy en día haymuchas opciones de tratamiento.
Augustus: Lo sé. Tengo muchasuerte.
Mi padre: Augustus, tienes queentender que Hazel todavía estáenferma, y lo seguirá estando el resto desu vida. Querrá seguir tu ritmo, pero suspulmones…
En ese momento aparecí y mi padrese calló.
—¿Adónde vais a ir? —preguntó mimadre.
Augustus se levantó, se inclinó hacia
ella y le susurró la respuesta, peroenseguida le colocó un dedo sobre loslabios.
—Chist —le dijo—. Es un secreto.Mi madre sonrió.—¿Has cogido el móvil? —me
preguntó.Lo alcé para que lo viera, incliné el
carro del oxígeno y eché a andar.Augustus llegó corriendo hasta mí paraofrecerme su brazo, que cogí. Rodeé conlos dedos su bíceps.
Desgraciadamente, se empeñó enconducir para que la sorpresa fuera unasorpresa.
—Mi madre se ha quedado
encantada contigo —le dije mientrastraqueteábamos hacia nuestro destino.
—Sí, y tu padre es fan de Smits, quealgo ayuda. ¿Crees qué les gusto?
—Seguro, pero ¿qué importa? Soloson padres.
—Son tus padres —dijo lanzándomeuna mirada—. Además, me gusta gustar.¿Es una tontería?
—Bueno, no tienes que correr aabrirme las puertas ni cubrirme depiropos para gustarme.
Pegó un frenazo y salí disparadahacia delante con tanta fuerza que mecostaba mucho respirar. Pensé en elescáner. «No te preocupes. Preocuparse
es inútil.» Pero me preocupaba.Íbamos a toda pastilla, dejamos
atrás un stop y giramos a la izquierda,hacia el mal llamado Grandview (creoque se ve un camino de cabras, peronada especialmente bonito). No podíadejar de pensar que aquella direcciónllevaba al cementerio. Augustus alargóun brazo hasta la guantera, abrió unpaquete de tabaco y sacó un cigarrillo.
—¿Los tiras alguna vez? —lepregunté.
—Una de las muchas ventajas de nofumar es que los paquetes de tabacoduran una eternidad —me contestó—.Este lo tengo desde hace casi un año.
Algunos cigarros se rompen por el filtro,pero creo que este paquete fácilmentepodría durarme hasta que cumpladieciocho. —Sujetó el filtro entre losdedos y después se lo llevó a la boca—.Bueno, dime algunas cosas que nunca seven en Indianápolis.
—A ver… Gente mayor flaca —lecontesté.
Se rió.—Bien. Más cosas.—Pues… playas. Restaurantes
familiares. Paisajes.—Excelentes ejemplos de cosas que
no tenemos. Tampoco cultura.—Sí, estamos algo escasos de
cultura —le dije cayendo en la cuenta deadónde me llevaba—. ¿Vamos al museo?
—Por así decirlo.—Ah, ¿vamos a esa especie de
parque?Gus pareció desanimarse un poco.—Sí, vamos a esa especie de parque
—me dijo—. Lo habías deducido,¿verdad?
—¿Deducido el qué?—Nada.
Detrás del museo había un parquecon grandes esculturas de variosartistas. Había oído hablar de él, pero
nunca había ido. Pasamos el museo yaparcamos justo al lado de un campo debaloncesto con enormes arcos metálicosazules y rojos que representaban elitinerario de un balón en movimiento.
Caminamos al pie de lo que enIndianápolis se considera una colinahacia un claro en el que los niños subíanpor una enorme escultura con forma deesqueleto. Los huesos eran más o menosdel grosor de un cuerpo humano, y elfémur era más largo que yo. Parecía undibujo infantil de un esqueleto tumbadoen el suelo.
Me dolía el hombro. Temía que elcáncer se hubiera extendido desde los
pulmones. Imaginaba que el tumor hacíametástasis en mis huesos y meagujereaba el esqueleto como unaanguila resbaladiza y malintencionada.
—Funky Bones —me dijo Augustus—, de Joep van Lieshout.
—Suena a holandés.—Lo es —me contestó Gus—.
Como Rik Smits. Y como los tulipanes.Gus se detuvo en medio del claro,
con los huesos justo enfrente denosotros. Se soltó la mochila de unhombro, y luego del otro. La abrió ysacó una manta naranja, una botella dezumo de naranja y unos sándwiches sincorteza envueltos en film transparente.
—¿Qué pasa con tanto naranja? —lepregunté.
No me permitía a mí misma imaginarque todo aquello pudiera conducir aAmsterdam.
—Es el color nacional de Holanda,por supuesto. ¿Recuerdas a Guillermode Orange y todo eso?
—No entraba para el examen debachillerato —le contesté sonriendo eintentando contener los nervios.
—¿Un sándwich? —me preguntó.—A ver si lo adivino… —le dije.—Queso holandés. Y tomate. Los
tomates son de México. Lo siento.—Siempre lo fastidias todo,
Augustus. ¿No podrías al menos habercomprado tomates naranjas?
Se rió. Nos comimos los sándwichesen silencio, observando a los niños quejugaban en la escultura. No podíapreguntarle más, de modo que me limitéa quedarme allí sentada, rodeada decosas holandesas y sintiéndome torpe eilusionada.
A cierta distancia, bañados en unaluz nítida, tan escasa y apreciada ennuestra ciudad, unos niños hacían unesqueleto en un parque infantil ysaltaban entre los huesos falsos.
—Me gustan dos cosas de estaescultura —me dijo Augustus.
Sostenía entre los dedos el cigarrillosin encender y le daba golpecitos, comosi quisiera expulsar la ceniza. Volvió acolocárselo en la boca.
—Lo primero, que los huesos estántan separados que, si eres un niño, nopuedes resistir la tentación de saltarentre ellos. Tienes que saltar de la cajatorácica al cráneo. Y eso significa, ensegundo lugar, que la esculturabásicamente obliga a los niños a jugarcon huesos. Las connotacionessimbólicas son infinitas, Hazel Grace.
—Te encantan los símbolos —ledije con la esperanza de orientar laconversación hacia los símbolos
holandeses de nuestro picnic.—Tienes razón. Seguramente te
preguntas por qué estás comiéndote unsándwich de queso malo y bebiéndote unzumo de naranja, y por qué llevo lacamiseta de un holandés que jugaba a undeporte que he llegado a odiar.
—Se me ha pasado por la cabeza —le contesté.
—Hazel Grace, como muchos otrosniños antes que tú, y te lo digo con todoel cariño, gastaste tu deseo deprisa ycorriendo, sin plantearte lasconsecuencias. La Parca te mirabafijamente, y el miedo a morirte, juntocon el deseo todavía en tu proverbial
bolsillo, sin haberlo utilizado, te hizoprecipitarte hacia el primer deseo que sete ocurrió, y, como muchos otros,elegiste los placeres fríos y artificialesde un parque temático.
—La verdad es que me lo pasé muybien en aquel viaje. Vi a Goofy y aMinnie…
—¡Estoy en mitad de un discurso! Lohe escrito y me lo he aprendido dememoria, así que si me interrumpes,seguro que la cago —me cortó Augustus—. Te pido que te comas tu sándwich yque me escuches.
El sándwich estaba tan seco que eraincomestible, pero aun así sonreí y le di
un mordisco.—Bien, ¿por dónde iba?—Por los placeres artificiales.Metió el cigarrillo en el paquete.—Sí, los placeres fríos y artificiales
de un parque temático. Pero permítemeque te diga que los auténticos héroes dela fábrica de los deseos son los jóvenesque esperan, como Vladimir y Estragonesperan a Godot, y las buenas chicascristianas esperan casarse. Estosjóvenes héroes esperan estoicamente ysin lamentarse a que se presente suverdadero deseo. Es cierto que podríano llegar nunca, pero al menosdescansarán en su tumba sabiendo que
han hecho su pequeña aportación parapreservar la integridad de la idea dedeseo.
»Pero resulta que quizá el deseo síse presenta. Quizá descubres que tuúnico y verdadero deseo es ir a ver albrillante Peter van Houten a su exilio enAmsterdam, y en ese caso sin duda tealegrarás de no haber gastado tu deseo.
Augustus se quedó callado el tiemposuficiente para que imaginara que habíaterminado su discurso.
—Pero yo sí que gasté mi deseo —le respondí.
—Vaya… —me dijo. Y luego,después de lo que me pareció una pausa
calculada, añadió—: Pero yo no hegastado el mío.
—¿En serio?Me sorprendió que Augustus fuera
un candidato a recibir un deseo, porquetodavía iba al instituto y su cáncer habíaremitido hacía un año. Hay que estarmuy enfermo para que los genios teconcedan un deseo.
—Me lo concedieron a cambio de lapierna —me explicó.
El sol le daba en la cara. Tenía queentrecerrar los ojos para mirarme, loque le hacía arrugar la nariz. Estabaguapísimo.
—Pero no voy a regalarte mi deseo,
no creas. A mí también me interesaconocer a Peter van Houten, y no tendríasentido conocerlo sin la chica que merecomendó su libro.
—Claro que no.—Así que he hablado con los
genios, y están totalmente de acuerdo.Me han dicho que Amsterdam espreciosa a principios de mayo. Me hanpropuesto que salgamos el 3 de mayo yvolvamos el 7.
—¿De verdad, Augustus?Se acercó, me tocó la mejilla y por
un momento pensé que iba a besarme.Me puse tensa y creo que se dio cuenta,porque retiró la mano.
—Augustus, no tienes que hacerlo,de verdad.
—Claro que lo haré —me contestó—. He encontrado mi deseo.
—Eres el mejor —le dije.—Apuesto a que se lo dices a todos
los chicos que te financian los viajesinternacionales —me contestó.
Capítulo 6
Cuando llegué a casa, mi madreestaba doblándome la ropa limpiamientras veía un magazín en la tele. Leconté que los tulipanes, el artistaholandés y todo lo demás eran porqueAugustus iba a utilizar su deseo parallevarme a Amsterdam.
—Es demasiado —dijo sacudiendola cabeza—. No podemos aceptar algoasí de alguien que es prácticamente unextraño.
—No es un extraño. Es mi segundomejor amigo.
—¿Después de Kaitlyn?—Después de ti —le contesté.Era verdad, pero lo dije sobre todo
porque quería ir a Amsterdam.—Lo consultaré con la doctora
Maria —respondió por fin.
La doctora Maria dijo que no podíair a Amsterdam si no me acompañaba unadulto que conociera muy bien mi caso,lo que más o menos significaba que obien mi madre o bien ella misma. (Mipadre entendía mi cáncer como yo, esdecir, de la forma vaga e incompleta enque se entienden los circuitos eléctricos
y las mareas. Pero mi madre sabía mássobre los carcinomas de tiroides enadolescentes que la mayoría de losoncólogos).
—Pues vienes conmigo —le dije—.Los genios lo pagarán. Están forrados.
—¿Y tu padre? —me preguntó—.Nos echará de menos. No sería justo,pero él no puede dejar el trabajo.
—¿Estás de broma? ¿No crees que apapá le encantará pasar unos díasviendo programas que no sean realitiespara ser modelo, pidiendo pizza cadanoche y utilizando servilletas de papelen lugar de platos para no tener quefregarlos?
Mi madre se rió. Al final empezó aentusiasmarse y a anotar en la agenda desu teléfono todo lo que tenía que hacer.Tendría que llamar a los padres de Gus,hablar con los genios sobre misnecesidades médicas y preguntarles sihabían reservado ya el hotel, buscar lasmejores guías, investigar un poco, yaque solo teníamos tres días, y muchascosas más. Me dolía un poco la cabeza,así que me tomé un par de ibuprofenos ydecidí hacer una siesta.
Acabé simplemente tumbada en lacama recreando el picnic con Augustus.No podía dejar de pensar en el instanteen que me puse tensa porque me tocó.
De alguna manera, sentí extrañoaquel gesto de ternura. Pensaba quequizá había sido por cómo Augustus lohabía organizado todo. Había estadogenial, pero en el picnic todo eraexcesivo, empezando por lossándwiches, que tendrían connotacionesmetafóricas, pero estaban malísimos, yel discurso memorizado, que impidióque charláramos. Era todo muynovelesco, pero nada romántico.
Aunque la verdad es que nunca habíadeseado que me besara, al menos nocomo se supone que se desean estascosas. Bueno, era guapísimo y me atraía,pero pensaba en él en estos términos,
como las colegialas de mi ciudad.Aunque el hecho de que me tocara, deque se decidiera a tocarme… había sidoun error.
Entonces me descubrí a mí mismapensando si debería haberme enrolladocon él para ir a Amsterdam, que no es elpensamiento más agradable, porque: a)no debería haberme preguntado siquierasi quería besarlo, y b) besar a alguienpara poder hacer un viaje gratis estápeligrosamente cerca del puterío total, ytengo que confesar que, aunque no meconsideraba una persona especialmentebuena, nunca pensé que mi primerarelación sexual pudiera tener algo que
ver con la prostitución.Aunque lo cierto es que Augustus no
había intentado besarme. Solo me habíatocado la cara, un gesto que ni siquieraes sexual. No fue un gesto para ponermecachonda, pero sin duda sí que fuecalculado, porque Augustus Waters noera de los que improvisaban. ¿Qué habíaquerido darme a entender? ¿Y por quéyo no había querido aceptarlo?
Llegado este punto, me di cuenta deque estaba haciendo lo mismo queKaitlyn, así que decidí mandarle unmensaje para pedirle consejo. Me llamóinmediatamente.
—Tengo problemas con un chico —
le dije.—FANTÁSTICO —me respondió
Kaitlyn.Le conté toda la historia, incluso que
me había sentido incómoda cuando mehabía tocado la cara. Solo me callé lode Amsterdam y el nombre de Augustus.
—¿Estás segura de que está bueno?—me preguntó cuando hube terminado.
—Totalmente segura —le respondí.—¿Está cachas?—Sí, jugaba al baloncesto en el
North Central.—¡Uau! —exclamó Kaitlyn—. Solo
por curiosidad: ¿cuántas piernas tiene elchaval?
—Más o menos, una coma cuatro —le contesté sonriendo.
En Indiana los jugadores debaloncesto eran conocidos, y aunqueKaitlyn no había ido al North Central, suvida social era infinita.
—Augustus Waters —me dijo.—Puede ser…—¡Madre mía! Lo he visto en varias
fiestas. Me lo comería entero. Bueno,ahora que sé que te interesa, no, pero¡virgen del amor hermoso!, daría veintevueltas al corral montada en ese poni deuna pierna.
—Kaitlyn —le dije.—Perdona. ¿Crees que deberías
montarlo tú?—Kaitlyn —repetí.—¿De qué estábamos hablando? Sí,
de ti y de Augustus Waters. ¿No serás…lesbiana?
—No creo. Mira, estoy segura deque me gusta.
—¿Tiene las manos feas? Algunasveces los guapos tienen las manos feas.
—No. Tiene unas manos preciosas.—Hummm… —dijo Kaitlyn.—Hummm… —dije yo.Nos quedamos un instante en
silencio.—¿Te acuerdas de Derek? —me
preguntó de pronto Kaitlyn—. Rompió
conmigo la semana pasada porque llegóa la conclusión de que en el fondoéramos totalmente incompatibles y deque, si seguíamos, solo conseguiríamoshacernos más daño. Lo llamó «cortepreventivo». Quizá presientes que soisbásicamente incompatibles y estáspreviniendo la prevención.
—Hummm… —dije.—Solo estoy pensando en voz alta.—Siento lo de Derek.—Bah, ya lo he superado. Me bastó
con una caja de galletas de chocolate ymenta, y cuarenta minutos para superar aese chico.
Me reí.
—Gracias, Kaitlyn.—Si al final te enrollas con él,
espero que me cuentes todos los detalleslascivos.
—Pues claro —le respondí.Kaitlyn me mandó un sonoro beso
desde el otro lado del teléfono. Medespedí de ella y colgó.
Mientras escuchaba a Kaitlyn me dicuenta de que no tenía la premonición deque acabaría haciéndole daño. Lo quetenía era una «posmonición».
Saqué mi portátil y busqué aCaroline Mathers. El parecido físico
conmigo era impresionante: la mismacara redonda, la misma nariz y casi elmismo cuerpo. Pero tenía los ojoscastaños (los míos son verdes) y eramucho más morena de piel, italiana oalgo así.
Miles de personas —literalmentemiles— habían dejado mensajes depésame en su muro. Había una pantallainfinita de gente que la echaba de menos,tanta que tardé una hora en pasar de losposts que decían «Lamento mucho quehayas muerto» a los que decían «Rezopor ti». Había muerto hacía un año decáncer cerebral. Pude abrir varias fotossuyas. Augustus aparecía en muchas de
las primeras: señalando con los pulgaresla cicatriz que rodeaba el cráneo calvode la chica, cogidos de la mano y deespaldas a la cámara en el patio delMemorial y besándose mientrasCaroline sujetaba la cámara, de modoque solo se les veían la nariz y los ojoscerrados.
Las últimas fotos eran todas deantes, de cuando Caroline estaba sana, ylas habían colgado sus amigos despuésde que muriera. Era una chica guapa, deanchas caderas y curvas, con el pelolargo y liso de color negro azabachecayéndole sobre la cara. Cuando yoestaba sana, apenas me parecía a ella,
pero con cáncer podríamos haber sidohermanas. No era raro que se fijara enmí en cuanto me vio.
Volví al muro y leí un post que habíaescrito un amigo suyo hacía dos meses,nueve después de su muerte. «Todos teechamos mucho de menos. No teolvidamos. Es como si hubiéramossalido todos heridos de tu batalla,Caroline. Te echo de menos. Te quiero.»
Al rato, mis padres me avisaron deque la cena estaba lista. Apagué elordenador y me levanté, pero no podíaquitarme el post de la cabeza, y poralguna razón me puse nerviosa y se mequitó el hambre.
No dejaba de pensar en el hombro,que me dolía, y también seguíadoliéndome la cabeza, pero quizá eraporque había estado pensando en unachica que había muerto de cáncercerebral. Me repetía una y otra vez queno debía mezclar las cosas, que ahoraestaba allí, en aquella mesa redonda(seguramente demasiado grande paratres personas, y sin la menor duda parados), con aquel brócoli pasado y unahamburguesa de judías negras que todoel kétchup del mundo no podríahumedecer mínimamente. Me decía a mímisma que imaginar que tenía un tumoren el cerebro o en el hombro no iba a
afectar a la invisible realidad de lo quesucedía dentro de mí, y que por lo tantotodos aquellos pensamientos eranmomentos perdidos en una vida que, pordefinición, está formada por unacantidad finita de momentos. Inclusointenté decirme a mí misma que aquelsería el mejor día de mi vida.
La mayor parte del tiempo nollegaba a entender por qué el hecho deque un extraño hubiera escrito eninternet a una chica también extraña (ymuerta) me molestaba tanto y me hacíapreocuparme de que tuviera algo en elcerebro, que realmente me dolía, aunquesabía por años de experiencia que el
dolor no es un elemento de diagnósticocontundente.
Como aquel día no había habido unterremoto en Papúa Nueva Guinea, mispadres se centraron en mí, así que nopude ocultar mi evidente angustia.
—¿Va todo bien? —me preguntó mimadre mientras comía.
—Ajá —le contesté.Cogí un trozo de hamburguesa y me
la tragué. Intenté decir algo que diría unapersona normal cuyo cerebro noestuviera sumido en el pánico.
—¿Las hamburguesas llevanbrócoli?
—Un poco —me respondió mi padre
—. Qué emocionante que puedas ir aAmsterdam…
—Sí —le dije.Intenté no pensar en la palabra
«heridos», lo que, por supuesto, es unamanera de pensar en ella.
—Hazel —me dijo mi madre—,¿estás en la luna?
—No, estoy pensando, supongo —lecontesté.
—Estás enamorada —dijo mi padresonriendo.
—No soy una pardilla, y no estoyenamorada ni de Gus Waters ni de nadie—le contesté demasiado a la defensiva.
«Heridos.» Como si Caroline
Mathers hubiera sido una bomba y,cuando explotó, a todos los que larodeaban se les hubiera incrustadometralla.
Mi padre me preguntó si teníatrabajo para la facultad.
—Tengo unos ejercicios muycomplicados de álgebra —le contesté—.Tan complicados que no podría explicarde qué van a alguien que no tiene niidea.
—¿Y cómo está tu amigo Isaac?—Ciego —respondí.—Hoy estás de lo más adolescente
—me dijo mi madre un poco molesta.—¿No es lo que querías, mamá?
¿Que fuera una adolescente?—Bueno, no necesariamente este
tipo de adolescente, pero por supuesto tupadre y yo estamos muy contentos de verque te conviertes en una jovencita, hacesamigos y sales con chicos.
—No salgo con chicos —le contesté—. No quiero salir con nadie. Es unapésima idea, una pérdida de tiempo totaly…
—Cariño —me interrumpió mimadre—, ¿qué te pasa?
—Que soy como… como unagranada, mamá. Soy una granada, y enalgún momento explotaré, así que megustaría que hubiera el menor número de
víctimas posible, ¿vale?Mi padre ladeó un poco la cabeza,
como un perro al que acaban de reñir.—Soy una granada —repetí—. Lo
único que quiero es mantenerme alejadade la gente, leer libros, pensar y estarcon vosotros, porque a vosotros nopuedo evitar haceros daño. Estáisdemasiado involucrados. Así quedejadme hacerlo, por favor, ¿vale? Noestoy deprimida. No necesito salir más.Y no puedo ser una adolescente normal,porque soy una granada.
—Hazel… —dijo mi padre.Y de repente se quedó sin habla. Mi
padre lloraba mucho.
—Me voy a mi habitación a leer unrato, ¿vale? Estoy bien. De verdad,estoy bien. Solo quiero ir a leer un rato.
Intenté leer la novela que me habíanpedido en la facultad, pero vivíamos enuna casa de paredes dramáticamentefinas, así que oía casi toda laconversación que mantenían mis padresentre susurros. Mi padre decía: «Memata», y mi madre le respondía: «Eso esprecisamente lo que no tiene que oírtedecir», y mi padre decía: «Lo siento,pero…», y mi madre replicaba: «¿Noestás contento?», y él respondía: «Puesclaro que estoy contento». Seguíintentando meterme en la novela, pero
no podía dejar de escucharlos.Encendí el ordenador para escuchar
un poco de música, y mientras sonaba elgrupo preferido de Augustus, The HecticGlow, volví a las páginas que rendíanhomenaje a Caroline Mathers y leí loheroicamente que había luchado, lomucho que la echaban de menos, que sehabía ido a un lugar mejor, que viviríasiempre en el recuerdo de los que laquerían y que todos los que la conocían—todos— se habían quedado hundidospor su marcha.
Quizá se suponía que tenía que odiara Caroline Mathers, porque había estadocon Augustus, pero no la odiaba. No
podía hacerme una idea demasiado clarade ella a partir de todos aquellosmensajes, pero no parecía haber muchoque odiar. Parecía más bien una enfermaprofesional, como yo, lo que hizo queme preocupara el hecho de que cuandoyo muriera solo pudieran decir de míque había luchado heroicamente, comosi lo único que hubiera hecho en mi vidahubiera sido tener cáncer.
En cualquier caso, al final empecé aleer las breves notas de CarolineMathers, aunque en realidad casi todaslas habían escrito sus padres, porquesupongo que su cáncer cerebral era deesos que hacen que dejes de ser tú antes
de quitarte la vida.Eran notas del tipo: «Caroline sigue
teniendo problemas de conducta. Seenfrenta a la rabia y la frustración de nopoder hablar (también a nosotros nosfrustran estas cosas, por supuesto, peronosotros disponemos de más manerassocialmente aceptables de manejar larabia). A Gus le ha dado por llamar aCaroline EL INCREÍBLE HULK, de loque se han hecho eco los médicos. No esfácil para ninguno de nosotros, perocada uno proyecta su sentido del humordonde puede. Esperamos volver a casael jueves. Ya os contaremos…».
No será necesario que diga que no
volvió a casa el jueves.
Por supuesto que me puse tensacuando me tocó. Estar con él suponíainevitablemente hacerle daño. Y eso fuelo que sentí cuando se acercó a mí,como si estuviera ejerciendo violenciasobre él, porque la ejercía.
Decidí mandarle un mensaje. Queríaevitar hablar con él sobre el tema.
Hola, en fin, no sé si loentenderás, pero no puedobesarte ni nada de eso. No doypor hecho que tú quieras, peroyo no puedo.
Cuando intento mirarte en esesentido, solo veo los problemasque voy a causarte. Quizá no loentiendes.
En fin, lo siento.
Me respondió a los pocos minutos:
Bien.
Le contesté.
Bien.
Me respondió:
¡Joder, deja de coquetearconmigo!
Me limité a escribir:
Bien.
Mi teléfono zumbó al momento.
Era broma, Hazel Grace.Lo entiendo. (Pero los dossabemos que bien es una palabrapara ligar. Bien REBOSAsensualidad).
Estuve tentada de volver a
responderle «Bien», pero me lo imaginéen mi funeral, y eso me ayudó a escribirlo que debía.
Lo siento.
Intenté dormir con los auricularespuestos, pero al rato entraron mispadres. Mi madre cogió a Bluie delestante y lo estrechó contra su estómago,y mi padre se sentó en mi silla y me dijosin llorar:
—No eres una granada. Paranosotros, no. Nos da mucha pena pensar
que puedes morirte, Hazel, pero no eresuna granada. Eres fantástica. Tú nopuedes saberlo, cariño, porque nuncahas tenido una hija que se hayaconvertido en una brillante lectora a laque además le interesan los espantososrealities de la tele, pero la alegría quenos das es mucho mayor que la tristezaque sentimos por tu enfermedad.
—Vale —le contesté.—En serio —siguió diciendo mi
padre—. No te engañaría en estas cosas.Si dieras más problemas que alegrías,sencillamente te echaríamos a la calle.
—No somos unos sentimentales —añadió mi madre con cara inexpresiva
—. Te dejaríamos en un orfanato con unanota pegada al pijama.
Me reí.—No tienes que ir al grupo de apoyo
—me dijo mi madre—. No tienes quehacer nada, aparte de ir a la facultad.
Me tendió el oso.—Creo que Bluie puede dormir en
la estantería esta noche —le dije—.Permíteme que te recuerde que tengomás de la mitad de treinta y tres años.
—Duerme con él esta noche —medijo.
—Mamá —protesté.—Se siente solo —insistió.—¡Dios, mamá! —exclamé.
Pero cogí al idiota de Bluie y loabracé mientras me dormía.
De hecho, todavía tenía un brazoencima de Bluie cuando me desperté,poco después de las cuatro de lamadrugada, con un apocalíptico dolorsurgiendo de lo más recóndito de micerebro.
Capítulo 7
Grité para despertar a mis padres,que entraron corriendo en mi habitación,pero no pudieron hacer nada paraatenuar la supernova que me explotabaen el cerebro, una interminable cadenade petardos intracraneales que mehicieron pensar que todo había acabadode una vez para siempre. Me dije a mímisma —como me había dicho a mímisma antes— que el cuerpo sedesconecta cuando el dolor esdemasiado intenso, que la conciencia estemporal y que pasaría. Pero, como
siempre, no me desvanecí. Me quedé enla orilla, con las olas alcanzándome,incapaz de ahogarme.
Mi padre conducía y hablaba a lavez por teléfono con el hospital mientrasyo estaba tumbada en el asiento trasero,con la cabeza sobre las rodillas de mimadre. No había nada que hacer. Sigritaba, me dolía todavía más. De hecho,cualquier reacción hacía que me dolieramás.
La única solución era intentardeshacer el mundo, conseguir quevolviera a ser oscuro, silencioso ydeshabitado, devolverlo al instanteanterior al Big Bang, al principio,
cuando era el Verbo, y vivir en aquelespacio vacío previo a la creación solocon el Verbo.
La gente habla del coraje de losenfermos de cáncer, y no niego que lotengamos. Me habían pinchado,acuchillado y envenenado durante años,y todavía seguían haciéndolo. Pero no osequivoquéis. En aquel momento mehabría gustado mucho, mucho, morirme.
Me desperté en la UCI. Supe que erala UCI porque no estaba en unahabitación individual, porque oía pitidospor todas partes y porque estaba sola.
En la UCI del Hospital Infantil no dejanque la familia se quede veinticuatrohoras al día, siete días por semana, paraevitar el riesgo de infecciones. Se oíanllantos al final de la sala. Había muertoel hijo de alguien. Estaba sola. Pulsé elbotón rojo.
En unos segundos llegó unaenfermera.
—Hola —la saludé.—Hola, Hazel. Soy Alison, tu
enfermera —me respondió.—Hola, Alison Mi Enfermera —le
dije.Volvía a sentirme muy cansada, pero
me incorporé un poco cuando mis
padres entraron llorando y dándomebesos en la cara. Intenté acercarme aellos para abrazarlos, pero me dolíatodo. Mis padres me dijeron que notenía un tumor cerebral, que me habíadolido la cabeza por la falta deoxigenación, ya que tenía los pulmonesllenos de líquido. Me habían drenadodel pecho un litro y medio (¡!), y por esosentía molestias en el costado, donde depronto vi un tubo que iba de mi pecho aun recipiente de plástico medio lleno deun líquido que a todo el mundo leparecía la cerveza preferida de mipadre. Mi madre me dijo que iba avolver a casa, que de verdad volvería,
que solo tendrían que drenarme ellíquido de vez en cuando y volver alBiPAP, [8] esa máquina para las nochesque introduce y saca el aire de mispulmones de mierda. Pero añadieron quela primera noche que había pasado en elhospital me habían hecho un escáner detodo el cuerpo, y las noticias eranbuenas: los tumores no crecían y nohabían salido más. El dolor en elhombro había sido por la falta deoxígeno, porque el corazón había tenidoque trabajar duro.
—La doctora Maria nos ha dichoesta mañana que sigue siendo optimista—me dijo mi padre.
La doctora Maria me caía bien, nodecía gilipolleces, así que me alegrósaberlo.
—No es nada, Hazel —continuó mimadre—. Podemos vivir con ello.
Asentí, y Alison Mi Enfermera lespidió amablemente que se marcharan.Me preguntó si quería cubitos de hielo.Le dije que sí, de modo que se sentó enla cama conmigo y me los metió en laboca con una cuchara.
—Te has pasado un par de díasdurmiendo —me dijo Alison—. Veamoslo que te has perdido… Un famoso se hadrogado. Los políticos no se han puestode acuerdo. Otra famosa se ha puesto un
biquini que mostraba que su cuerpo noera perfecto. Un equipo ha ganado unpartido, pero otro equipo lo ha perdido.
Sonreí.—No puedes desaparecer así como
así, Hazel. Te pierdes demasiadas cosas—siguió diciéndome.
—¿Más? —le pregunté, señalandocon la cabeza la cubitera de corchoblanco que tenía en las manos.
—No debería —me respondió—,pero soy una rebelde.
Me dio otra cucharada de hielopicado. Se lo agradecí en un murmullo.Que Dios bendiga a las buenasenfermeras.
—¿Estás cansada? —me preguntó.Asentí.—Duerme un rato —me dijo—.
Intentaré que no te interrumpan para quetengas un par de horas antes de quevengan a revisarte las constantes vitalesy esas cosas.
Volví a darle las gracias. En unhospital das las gracias muchas veces.Intenté acomodarme en la cama.
—¿No vas a preguntar por tu novio?—me preguntó.
—No tengo novio —le contesté.—Bueno, hay un chico que apenas se
ha movido de la sala de espera desdeque te trajeron —me dijo.
—No me ha visto así, ¿verdad?—No. Solo pueden entrar los
familiares.Asentí y me sumí en un sueño
acuoso.
Tardaría seis días en volver a casa,seis días perdidos contemplando lasplacas del techo, viendo la tele,durmiendo, sintiendo dolor y deseandoque el tiempo pasara. No vi ni aAugustus ni a nadie aparte de mispadres. Mi pelo parecía el nido de unpájaro, y andaba pesadamente, como unpaciente senil, aunque me sentía un poco
mejor cada día. Cada vez que medespertaba, me parecía un poco más amí misma. «Dormir va bien para elcáncer», me dijo el doctor Jim porenésima vez inclinándose hacia mí,rodeado de un grupo de estudiantes demedicina.
—Entonces soy una máquina contrael cáncer —le dije.
—Lo eres, Hazel. Siguedescansando y seguramente podremosmandarte a casa pronto.
El martes me dijeron que volvería acasa el miércoles. El miércoles, dos
estudiantes de medicina, sin apenascontrol por parte de los médicos, mequitaron el tubo del pecho. Sentí como sime pegaran un navajazo en el costado, yla cosa no iba bien en general, así quedecidieron que me quedaría hasta eljueves. Empezaba a pensar que formabaparte de algún angustioso experimentosobre retraso permanente de larecompensa cuando el viernes por lamañana apareció la doctora Maria,husmeó a mi alrededor un minuto y medijo que podía marcharme.
Mi madre abrió su enorme bolsopara mostrarme que siempre llevabaconsigo mi ropa de calle. Llegó una
enfermera y me quitó el gota a gota. Mesentí liberada, aunque tenía que seguircargando con la bombona de oxígeno.Fui al baño, me di mi primera ducha enuna semana, me vestí y, cuando salí,estaba tan cansada que tuve quetumbarme para recuperar la respiración.
—¿Quieres ver a Augustus? —mepreguntó mi madre.
—Supongo —le contesté un minutodespués.
Me levanté, me arrastré hasta unasilla de plástico apoyada en la pared ymetí la bombona debajo de la silla. Mequedé agotada.
A los pocos minutos mi padre volvió
con Augustus. Llevaba el peloalborotado y el sudor le resbalaba por lafrente. Al verme, me lanzó la auténticasonrisa de oreja a oreja de AugustusWaters y no pude evitar devolvérsela.Se sentó en el sillón azul de imitación depiel, junto a mi silla, y se inclinó haciamí. Era evidente que no podía reprimirla sonrisa.
Mis padres nos dejaron solos y mesentí un poco incómoda. Hice unesfuerzo por mirarlo a los ojos, aunqueeran tan bonitos que costaba mirarlos.
—Te he echado de menos —me dijoAugustus.
—Gracias por no intentar verme
cuando estaba hecha un cristo —le dijecon voz más baja de lo que habríaquerido.
—Para ser sincero, sigues teniendouna pinta horro rosa.
Me reí.—Yo también te he echado de
menos. Es solo que no quería quevieras… esto. Solo quiero que… Noimporta. No siempre se consigue lo quese quiere.
—¿En serio? —me preguntó—.Siempre había pensado que el mundoera una gran fábrica de conceder deseos.
—Pues resulta que no es el caso —le respondí.
Estaba guapísimo. Quiso cogerme dela mano, pero negué con la cabeza.
—No —le dije en voz baja—. Sivamos a salir juntos, no quiero que seaasí.
—Bien —me dijo—. Bueno, tengonoticias de las altas instancias queconceden deseos, una buena y otra mala.
—Cuéntame.—La mala noticia es que obviamente
no podemos ir a Amsterdam hasta que temejores. Pero los genios harán su magiaen cuanto estés bien.
—¿Esa es la buena noticia?—No. La buena noticia es que,
mientras dormías, Peter van Houten ha
compartido un poco más de su brillantecerebro con nosotros.
Volvió a buscar mi mano, pero estavez para darme una hoja doblada variasveces con un membrete que decía:«Peter van Houten, novelista emérito».
No la leí hasta que llegué a casa yme senté en mi cama, grande y vacía,donde era imposible que los médicos meinterrumpieran. Tardé un siglo enentender la letra inclinada e irregular deVan Houten.
Querido señor Waters:Acabo de recibir su correo
electrónico con fecha 14 de
abril, y obviamente lacomplejidad shakespeariana de sutragedia me ha impresionado. Enesta historia todo el mundocarga con una hamartía sólidacomo una roca: ella, estar tanenferma; usted, estar tan bien.Si ella estuviera mejor, o ustedmás enfermo, las estrellas no sehabrían cruzado de forma tanterrible, pero la naturaleza delas estrellas es cruzarse, ynunca Shakespeare se equivocótanto como cuando hizo decir aCasio: «La culpa, querido Bruto,no la tienen nuestras estrellas/ sino nosotros». Es muy fácildecirlo cuando eres un nobleromano (o Shakespeare), peronuestras estrellas tienen no
poca culpa de lo que nos sucede.Y hablando de las
imperfecciones del viejo Will,lo que me escribe sobre la jovenHazel me recuerda al soneto 55del Bardo, que, como sabe,empieza diciendo: «Ni el mármolni los regios monumentos / sonmás indestructibles que estasrimas; / tú brillarás en ellascuando el tiempo / desgaste,vil, las piedras que ahorabrillan». (No tiene que ver conel tema, pero ¿qué es un tiempovil? El tiempo nos aprieta atodos.) El poema es excelente,pero embustero. Es cierto querecordamos las indestructiblesrimas de Shakespeare, pero ¿quérecordamos de la persona a la
que se las dedica? Nada. Sabemosseguro que era un hombre, perotodo lo demás son conjeturas.Shakespeare nos contó muy pocodel hombre al que sepultó en susarcófago lingüístico. (Lo quetambién pone de manifiesto que,cuando hablamos de literatura,lo hacemos en presente. Cuandohablamos del muerto, no somostan amables.) No se inmortalizaa los seres perdidos escribiendosobre ellos. El lenguajeentierra, pero no resucita. (Enhonor a la verdad, no soy elprimero que hace estaobservación. Véase el poema deMacLeish «Ni el mármol ni losregios monumentos», que contieneel heroico verso «Tendré que
decirte que vas a morir y quenadie te recordará».)
Estoy divagando, pero elproblema es el siguiente: a losmuertos solo se les ve con elterrible ojo sin párpado de lamemoria. Los vivos, gracias aDios, siguen sorprendiéndose ydecepcionándose. Su Hazel estáviva, Waters, y no debe ustedimponer su voluntad sobre ladecisión de otra persona, enespecial una decisión muymeditada. Quiere evitarle eldolor, y usted deberíapermitírselo. Quizá no leparezca convincente la lógica dela joven Hazel, pero llevo eneste valle de lágrimas mástiempo que usted, y desde mi
punto de vista la loca no esella.
Atentamente,Peter van Houten.
La había escrito él de verdad. Mechupé el dedo, froté el papel, y la tintase corrió un poco, así que supe que erareal.
—Mamá —dije.Me dirigí a ella en voz baja, aunque
no tenía por qué. Siempre estabaesperándome. Asomó la cabeza por lapuerta.
—¿Estás bien, cariño?—¿Podemos llamar a la doctora
Maria y preguntarle si viajar al
extranjero me mataría?
Capítulo 8
Un par de días después nos reunimoscon el equipo de oncólogos. Cada ciertotiempo un grupo de médicos,trabajadores sociales, fisioterapeutas ydemás se reunía en una sala deconferencias alrededor de una gran mesay comentaba mi situación. (No misituación con Augustus Waters, ni lasituación de Amsterdam, sino la de micáncer.)
Un par de días después nos reunimoscon el equipo de oncólogos. Cada ciertotiempo un grupo de médicos,
trabajadores sociales, fisioterapeutas ydemás se reunía en una sala deconferencias alrededor de una gran mesay comentaba mi situación. (No misituación con Augustus Waters, ni lasituación de Amsterdam, sino la de micáncer.)
La doctora Maria dirigía la reunión.Me abrazó cuando llegué. Se pasaba eldía dando abrazos.
Creo que me encontraba un pocomejor. Dormir con el BiPAP toda lanoche hacía que sintiera los pulmonescasi normales, aunque la verdad es queno recordaba qué eran unos pulmonesnormales.
Todo el mundo llegó e hizo elnumerito de apagar sus buscas y todoeso para que quedara claro que iban adedicarme toda su atención.
—La buena noticia es que elPhalanxifor sigue controlando elcrecimiento de tus tumores —dijo ladoctora Maria—, pero obviamentetodavía hay serios problemas con laacumulación de líquido. La pregunta es:¿cómo debemos actuar?
Me miró a mí, como si esperara querespondiera.
—Bueno —dije—, creo que no soyla persona más cualificada de esta salapara contestar a esa pregunta.
La doctora sonrió.—Sí, estaba esperando a que
respondiera el doctor Simons. ¿DoctorSimons?
Era otro oncólogo, no sé de quéespecialidad.
—Veamos. Sabemos por otrospacientes que la mayoría de los tumoresacaban encontrando la manera de seguircreciendo a pesar del Phalanxifor, pero,si este fuera el caso, los veríamos creceren los escáneres, cosa que no vemos.Así que todavía no lo es.
«Todavía», pensé.El doctor Simons daba golpecitos a
la mesa con los dedos.
—Lo que tenemos que pensar es quees posible que el Phalanxifor estéempeorando el edema, pero, si lointerrumpiéramos, tendríamos queenfrentarnos a problemas más serios.
—La verdad es que no sabemoscuáles son los efectos a largo plazo delPhalanxifor —añadió la doctora Maria—. A muy poca gente se le haadministrado tanto tiempo como a ti.
—Entonces, ¿no vamos a hacernada?
—Vamos a seguir como hasta ahora—me contestó la doctora Maria—, perotendremos que hacer algo más paraimpedir que aumente el edema.
Por alguna razón sentí náuseas, comosi fuera a vomitar. Odiaba las reunionesdel equipo de oncólogos en general,pero odié esa en particular.
—Tu cáncer no está retrocediendo,Hazel, pero hay gente que vive muchotiempo con tu nivel de invasión tumoral.
No pregunté qué significaba «muchotiempo». No era la primera vez quecometía ese error.
—Sé que no tienes esa sensación,porque acabas de salir de la UCI, peroel líquido es controlable; al menos, demomento.
—¿No me podrían hacer untrasplante o algo así? —le pregunté.
La doctora Maria apretó los labios.—Desgraciadamente, no se te
consideraría una buena candidata altrasplante —me contestó.
Entendí: no merece la pena gastarunos buenos pulmones en un casoperdido.
Asentí intentando que no parecieraque el comentario me había hecho daño.Mi padre empezó a sollozar. No lomiraba, pero durante un largo rato nadiedijo nada, de modo que en la sala solose oían sus hipidos.
Me fastidiaba hacerle daño. Lamayoría de las veces conseguía notenerlo presente, pero la inexorable
verdad era que, por muy contentos queestuvieran mis padres de tenerme conellos, yo era el alfa y la omega de susufrimiento.
Justo antes del milagro, cuandoestaba en la UCI, parecía que iba amorirme, mi madre me decía que podíadejarme ir y yo lo intentaba, pero mispulmones seguían buscando aire, mimadre se acercó a mi padre y le susurróalgo que habría preferido no escuchar yque espero que nunca descubra que loescuché. Le dijo: «Ya no seré madre».Me partió el alma.
No pude dejar de pensar en ellodurante la reunión del equipooncológico. No podía quitarme de lacabeza su tono cuando lo dijo, como sinunca pudiera volver a estar bien, yprobablemente así sería.
En cualquier caso, al finaldecidimos dejar las cosas como estaban,solo que me drenarían el líquido más amenudo. Antes de dar por concluida lareunión pregunté si podía viajar aAmsterdam, y la verdad es que el doctorSimons se rió, literalmente, pero ladoctora Maria dijo:
—¿Por qué no?—¿Por qué no? —preguntó el doctor
Simons con gesto de duda.—Sí. No veo por qué no —dijo la
doctora Maria—. Al fin y al cabo, en losaviones hay oxígeno.
—¿Van a facturar un BiPAP? —preguntó el doctor Simons.
—Sí, o pueden tener uno dentroesperándola —respondió Maria.
—¿Meter a un paciente, y a uno delos más esperanzadores tratados conPhalanxifor, en un vuelo de ocho horas,nada menos, que lo aleja de los únicosmédicos que conocen bien su caso? Esla mejor manera de que se produzca un
desastre.La doctora Maria se encogió de
hombros.—Aumentaría un poco el riesgo —
admitió—. Pero es tu vida —concluyódirigiéndose a mí.
Pero no era así. De vuelta a casa, enel coche, mis padres me comunicaronque no iría a Amsterdam a menos quetodos los médicos estuvieran de acuerdoen que no correría peligro.
Aquella noche, después de cenar, me
llamó Augustus. Yo estaba ya en la cama—de momento tenía que irme a dormirdespués de cenar—, apoyada en laalmohada, con Bluie y con el ordenadoren el regazo.
—Malas noticias —le dije nada másdescolgar.
—Mierda. ¿Qué pasa? —mepreguntó.
—No puedo ir a Amsterdam. Unmédico cree que es mala idea.
Augustus se quedó un instante ensilencio.
—Joder —dijo—. Tendría quehabérmelo callado y haberte llevado aAmsterdam directamente desde los
Funky Bones.—Pero entonces seguramente habría
sufrido en Amsterdam un episodio fatalde desoxigenación y habrían tenido quemandar mi cadáver en la bodega de unavión —le dije.
—Bueno, sí —admitió—, pero antesmi gran gesto romántico me habríapermitido echar un polvo.
Me reí a carcajadas, con tanta fuerzaque sentí un pinchazo en el pecho, dondehabía tenido clavado el tubo.
—Te ríes porque es verdad —medijo.
Volví a reírme.—Es verdad, ¿no? —me preguntó.
—Seguramente no —le contesté. Yal segundo añadí—: Aunque nunca sesabe.
—Me moriré virgen —protestódesolado.
—¿Eres virgen? —le preguntésorprendida.
—Hazel Grace, ¿tienes papel y boli?Le dije que sí.—Bien. Dibuja un círculo, por favor.Lo hice.—Ahora dibuja otro círculo dentro
de ese círculo.Lo hice.—El círculo grande es el de los
vírgenes. El círculo pequeño es el de los
chicos de diecisiete años con una solapierna.
Volví a reírme y le dije que el hechode que la mayoría de los compromisossociales tuvieran lugar en un hospitalinfantil tampoco incentivaba demasiadola promiscuidad. Luego hablamos delbrillante comentario de Peter vanHouten sobre la vileza del tiempo, y,aunque yo estaba en mi cama y él estabaen su sótano, realmente sentía quehabíamos vuelto a aquel lugar previo ala creación, un lugar al que me gustabamucho ir con él.
Colgué el teléfono. Mis padresentraron en mi habitación, y aunque mi
cama no era lo bastante grande para lostres, se tumbó cada uno a un lado yvimos el reality de modelos en mi telepequeña. Expulsaron a una tal Selena,una chica que no me gustaba nada, asíque me alegré mucho. Luego mi madreme conectó al BiPAP y me tapó, y mipadre me pinchó con la barba cuando mebesó en la frente. Cerré los ojos.
El BiPAP básicamente controlaba mirespiración al margen de mí, lo cual eramuy molesto, pero lo peor era que hacíaun ruido espantoso, rugía en cadainhalación y zumbaba cuando exhalabael aire. Pensé que sonaba como undragón que respirara a la vez que yo,
como si tuviera por mascota a un dragónque se acurrucaba a mi lado y me queríatanto que sincronizaba su respiracióncon la mía. Eso era lo que pensabacuando me quedé dormida.
A la mañana siguiente me levantétarde. Vi la tele desde la cama, consultémi correo y después de un rato empecé aescribir un e-mail a Peter van Houtenpara explicarle que no podría ir aAmsterdam, pero le juré por mi madreque jamás compartiría con nadie lamenor información sobre los personajes,que ni siquiera quería compartirla,
porque era una persona tremendamenteegoísta, de modo que le rogaba que almenos me dijera si el Tulipán Holandésera sincero y si la madre de Anna secasaba con él, y también qué pasaba conSísifo, el hámster.
Pero lo no envié. Era demasiadopatético incluso para mí.
Hacia las tres, cuando suponía queAugustus habría vuelto del instituto, salíal patio y lo llamé. Mientras el teléfonosonaba, me senté en el césped, queestaba muy crecido y lleno de dientes deleón. Los columpios seguían allí, y lamaleza cubría la pequeña zanja quehabía hecho yo misma de niña
impulsándome con los pies. Recordé ami padre trayendo a casa los columpiosdel Toys “R” Us [9] y montándolos en elpatio con un vecino. Se empeñó encolumpiarse él primero para probarlos,y el maldito trasto casi se rompe.
El cielo estaba gris, bajo y connubes densas, pero todavía no llovía.Colgué al oír el contestador automáticode Augustus, dejé el teléfono en el suelo,a mi lado, y seguí observando loscolumpios y pensando que daría todoslos días de enfermedad que mequedaban por un par de días sana.Intenté decirme a mí misma que podríaser peor, que el mundo no era una
fábrica de conceder deseos, que estabaviviendo con cáncer, no muriéndome decáncer, que no debía dejarle que mematara antes de tiempo, y entoncesempecé a murmurar «idiota, idiota,idiota, idiota, idiota, idiota» una y otravez, hasta que el sonido anuló susignificado. Todavía estaba diciéndolocuando Augustus me llamó.
—Hola —lo saludé.—Hazel Grace —me dijo.—Hola —repetí.—¿Estás llorando, Hazel Grace?—Más o menos.—¿Por qué? —me preguntó.—Porque estoy… Quiero ir a
Amsterdam y quiero que me diga quépasa después del final del libro, y noquiero llevar la vida que llevo, yademás este cielo me deprime, y estoyviendo los viejos columpios que mecompró mi padre cuando era niña.
—Tengo que ver ahora mismo esosviejos columpios que te hacen llorar —me dijo—. En veinte minutos estoy ahí.
Me quedé en el patio, porque, comoyo no era muy llorona, a mi madre leafectaba mucho verme llorar y sabía quese empeñaría en charlar y en comentar sidebía plantearme ajustar la medicación,
y solo pensar en esa conversación meentraban ganas de vomitar.
No es que tuviera un recuerdo claroy conmovedor de un padre sanoempujando a una niña sana que le dice«más alto, más alto, más alto», ni dealgún otro momento metafóricamentesignificativo. Los dos pequeñoscolumpios estaban ahí, abandonados,todavía colgando tristemente de unaplancha de madera enmohecida y con losasientos en forma de sonrisa dibujadapor un niño.
Oí abrirse la puerta corredera devidrio detrás de mí. Me volví. EraAugustus, que llevaba unos pantalones
caqui y una camisa a cuadros de mangacorta. Me sequé la cara con la manga ysonreí.
—Hola —le dije.Tardó un segundo en sentarse en el
suelo a mi lado, e hizo una muecacuando se cayó de culo con más bienpoca gracia.
—Hola —me contestó por fin.Lo miré. Él miraba el patio.—Ahora lo entiendo —añadió al
tiempo que me pasaba un brazo porencima de los hombros—. Son unoscolumpios tristes de mierda.
Le di un golpecito en el hombro conla cabeza.
—Gracias por venir.—Ya ves que intentar mantener las
distancias conmigo no va a cambiar missentimientos.
—Lo imagino —le contesté.—Todos tus esfuerzos por salvarme
de ti fracasarán.—¿Por qué? ¿Por qué aun así te
gustaría? ¿No has tenido ya bastante? —le pregunté.
Pensaba en Caroline Mathers.Gus no me contestó. Me agarró con
fuerza el brazo izquierdo.—Vamos a hacer algo con los putos
columpios —me dijo—. Te aseguro queson el noventa por ciento del problema.
Cuando ya me hube recuperado,entramos y nos sentamos en el sofá unoal lado del otro, con la mitad del portátilapoyado en su rodilla, y la otra mitad enla mía.
—Qué caliente —dije al sentir labase del ordenador.
—Por fin —me contestó sonriendo.Gus cargó la página Llévatelo Gratis
y escribimos juntos un anuncio.—¿Título? —me preguntó.—Columpios buscan hogar —le
contesté.—Columpios desesperadamente
solos buscan un hogar feliz —dijo él.
—Columpios apedofilados que sesienten solos buscan culos de niños —dije yo.
Se rió.—Es eso.—¿El qué?—Lo que me gusta de ti. ¿Eres
consciente de lo difícil que es conocer auna chica que se inventa un participiodel adjetivo «pedófilo»? Estás tanocupada siento tú que no tienes ni ideade lo absolutamente original que eres.
Respiré hondo por la nariz. Nuncahabía suficiente aire en el mundo, perosu escasez era especialmente aguda enaquel momento.
Escribimos el anuncio juntos,corrigiéndonos el uno al otro. Al finalcolgamos este:
Columpios desesperadamente solosbuscan un hogar feliz
Columpios bastante viejos,aunque en perfectas condiciones,buscan un nuevo hogar. Construyerecuerdos con tus hijos para quealgún día echen un vistazo alpatio y sientan una punzada denostalgia tan desesperada comola que he sentido yo esta tarde.Todo es frágil y efímero,querido lector, pero con estoscolumpios tus hijos aprenderán a
familiarizarse con las subidas ybajadas de la vida humana poco apoco y sin peligro, y aprenderántambién la lección másimportante de todas: por muchoimpulso que te des, por muy altoque llegues, no puedes dar unavuelta entera.
Los columpios vivenactualmente cerca de la calleOchenta y tres con Spring Mill.
Después encendimos un rato la tele,pero no encontramos nada que nosinteresara, así que cogí Un dolorimperial de la mesita de noche, lo llevéa al comedor y Augustus Waters leyó envoz alta para mí mientras mi madre, que
estaba haciendo la comida, escuchaba.—«El ojo de cristal de la madre
miró dentro de sí» —empezó a leerAugustus.
Mientras leía, sentí que meenamoraba de él como cuando sientesque estás quedándote dormida: primerolentamente, y de repente de golpe.
Una hora después, cuando chequeémi correo, vi que podíamos elegir entremuchos pretendientes de los columpios.Al final elegimos a un tipo llamadoDaniel Alvarez, que había adjuntado unafoto de sus tres hijos jugando a
videojuegos y que había titulado surespuesta: «Solo quiero que salgan ajugar». Le contesté diciéndole quepasara a recogerlos cuando quisiera.
Augustus me preguntó si quería ircon él al grupo de apoyo, pero, tras unagitado día dedicado al cáncer, estabarealmente cansada, así que pasé.Estábamos sentados juntos en el sofá yse levantó para marcharse, pero se sentóde nuevo y me besó rápidamente en lamejilla.
—¡Augustus! —exclamé.—Es un beso de amigos —me
contestó.Volvió a levantarse y esta vez se
quedó de pie. Luego dio un par de pasoshacia mi madre.
—Es siempre un placer verla —ledijo.
Mi madre abrió los brazos, yAugustus se inclinó y besó a mi madreen la mejilla.
—¿Lo ves? —dijo volviéndosehacia mí.
Me fui a la cama nada más terminarde cenar, con el BiPAP sofocando elsonido del mundo que existía más alláde mi habitación.
Nunca volví a ver los columpios.
Dormí muchas horas, unas diez,quizá porque tardaba en recuperarme,porque dormir va bien para el cáncer, yquizá también porque era unaadolescente que no tenía que despertarsea ninguna hora en concreto. Todavía notenía fuerzas para volver a la facultad.Cuando por fin me apeteció levantarme,me quité la mascarilla del BiPAP de lanariz, me coloqué los tubos del oxígeno,los conecté y cogí el portátil de debajode la cama, donde lo había dejado lanoche anterior.
Tenía un e-mail de Lidewij
Vliegenthart.
Querida Hazel:Los genios me han comunicado
que vendrás a visitarnos conAugustus Waters y tu madre el 4de mayo. ¡Solo falta una semana!Peter y yo estamos encantados eimpacientes por conoceros.Vuestro hotel, el Filosoof, estáa solo una calle de la casa dePeter. Quizá deberíamos dejarosun día para el jet lag, ¿verdad?Si os parece bien, nosencontraremos en casa de Peterel 5 de mayo por la mañana,sobre las diez, para tomar uncafé y para que responda a tuspreguntas sobre su libro. Y
quizá después podríamos ir a unmuseo o a la casa de Ana Frank.
Mis mejores deseos,Lidewij Vliegenthart.Asistente ejecutiva
del señor Peter van Houten,autor de Un dolor imperial
—Mamá —dije.Mi madre no me contestó.—¡MAMÁ! —grité.Nada.—¡¡¡MAMÁ!!! —repetí más fuerte.Llegó corriendo con una toalla rosa
raída bajo las axilas, chorreando y unpoco asustada.
—¿Qué pasa?
—Nada. Perdona. No sabía queestabas duchándote —le dije.
—Estaba bañándome —me contestó—. Solo… —Cerró los ojos—. Solointentaba tomar un baño cinco segundos.Perdona. ¿Pasa algo?
—¿Puedes llamar a los genios ydecirles que se ha suspendido el viaje?Acabo de recibir un e-mail de laasistente de Peter van Houten. Cree quevamos a ir.
Frunció los labios y apartó lamirada.
—¿Qué? —le pregunté.—Se supone que no puedo decírtelo
hasta que tu padre llegue a casa.
—¿Qué? —repetí.—Vamos a ir —me dijo por fin—.
La doctora Maria nos llamó ayer nochee insistió mucho en que tienes que vivirtu…
—¡MAMÁ, TE QUIERO MUCHO!—grité.
Mi madre se acercó hasta mi camapara que la abrazara.
Como sabía que a esas horasAugustus estaba en el instituto, le mandéun mensaje.
¿Sigues libre el 3 demayo? :-)
Me contestó inmediatamente:
Estoy ya en las nubes.
Si conseguía seguir viva una semanamás, descubriría los secretos no escritosde la madre de Anna y del TulipánHolandés. Me miré el pecho por debajode la blusa.
—No disperséis vuestra mierda —susurré a mis pulmones.
Capítulo 9
El día antes de volar a Amsterdamvolví al grupo de apoyo por primera vezdesde que había conocido a Augustus.En el corazón de Jesús literal habíacambiado un poco el reparto. Lleguétemprano, con tiempo suficiente paraque Lida, que se había recuperado de ungrave cáncer apendicular, me pusiera aldía sobre todo el mundo mientras mecomía una galleta con trocitos dechocolate frente a la mesa desierta.
Michael, el niño de doce años conleucemia, había muerto. Lida me contó
que peleó duro, como si hubiera otramanera de pelear. Los demás seguíanpor allí. Ken estaba SEC[10] después dela radioterapia. Lucas había sufrido unarecaída, cosa que Lida me dijo con unasonrisa triste y encogiéndose dehombros, como si alguien dijera que unalcohólico había vuelto a beber.
Una chica regordeta, bastante mona,se acercó a la mesa, saludó a Lida y sepresentó diciéndome que se llamabaSusan. No sé lo que le pasaba, pero unacicatriz le cruzaba la mejilla desde unlado de la nariz hasta los labios. Habíaintentado cubrírsela con maquillaje,pero lo único que había conseguido era
que destacara todavía más. Yo llevabatanto rato de pie que empezó a faltarmeel aire, así que les dije que iba asentarme cuando se abrió la puerta delascensor y vi a Isaac con su madre.Llevaba gafas de sol. Con una mano seagarraba al brazo de su madre, y con laotra sujetaba un bastón.
—Hazel, del grupo de apoyo, noMonica —dije cuando se hubo acercadolo suficiente.
Isaac sonrió.—Hola, Hazel, ¿qué tal? —me
preguntó.—Bien. Desde que te quedaste
ciego, estoy cada día más buena.
—Apuesto a que sí —me dijo.Su madre lo condujo hasta una silla,
le dio un beso en la cabeza y volvió alascensor arrastrando los pies. Isaacpalpó un poco a su alrededor y se sentó.Yo me senté a su lado.
—¿Cómo te va todo?—Muy bien. Estoy contento de estar
en casa, supongo. Gus me dijo que hasestado en la UCI.
—Sí —le dije.—Mierda —me respondió.—Ahora estoy mucho mejor.
Mañana voy a Amsterdam con Gus.—Ya lo sé. Estoy al corriente de tu
vida, porque Gus no habla de otra cosa.
Sonreí. Patrick carraspeó.—¿Y si nos sentamos todos? —
comentó.De pronto me vio.—¡Hazel! —exclamó—. ¡Me alegro
mucho de verte!Todo el mundo se sentó, Patrick
empezó a contar otra vez la historia desu impotencia y yo caí en la rutina delgrupo de apoyo: me comunicaba conIsaac por medio de suspiros, lamentabalo que le pasaba a todo el mundo enaquella sala y también fuera de ella, medistraía de la conversación y mecentraba en mi respiración y en midolor. El mundo seguía su curso sin que
yo participara del todo, y solo despertéde la ensoñación cuando alguien dijo minombre.
Fue Lida la fuerte. Lida larecuperada. La rubia, saludable ycorpulenta Lida, que formaba parte delequipo de natación de su instituto. Lida,a la que solo le faltaba el apéndice,decía:
—Hazel es un gran referente paramí. De verdad lo es. Sigue luchando subatalla, levantándose cada mañana parair a la guerra sin lamentarse. Es muyfuerte. Es mucho más fuerte que yo.Ojalá tuviera yo su fuerza.
—¿Hazel? —preguntó Patrick—.
¿Cómo te sientes con este comentario?Me encogí de hombros y miré a
Lida.—Te doy mi fuerza a cambio de tu
recuperación.Nada más decirlo me sentí culpable.—No creo que Lida haya querido
decir eso —dijo Patrick—. Creo que…Pero había dejado de escucharle.Después de las oraciones por los
vivos y la infinita letanía de los muertos(con Michael añadido al final), noscogimos de las manos y dijimos:
—Hoy es el mejor día de nuestravida.
Lida corrió hacia mí disculpándose
y dándome explicaciones.—No, no, tranquila —le dije
haciéndole un gesto de despedida con lamano. Y me dirigí a Isaac—: ¿Teimporta subir conmigo?
Me cogió del brazo y fui con él hastael ascensor, contenta de tener una excusapara evitar la escalera. Casi habíallegado ya al ascensor cuando vi a sumadre en una esquina del corazónliteral.
—Estoy aquí —le dijo a Isaac, y sinpreguntarme cambió mi brazo por elsuyo—. ¿Vienes con nosotros?
—Claro —le contesté.Me sentí mal por él. Aunque odiaba
que la gente sintiera lástima por mí, nopude evitar sentirla por él.
Isaac vivía en un pequeño chalet enMeridian Hills, cerca de su lujosaescuela privada. Nos sentamos en elcomedor mientras su madre iba a lacocina a preparar la cena, y me preguntósi quería jugar a algo.
—Sí —le respondí.Me pidió el mando. Se lo di y
encendió la tele y un ordenadorconectado a ella. La pantalla se quedóen negro, pero a los pocos segundos seoyó una voz profunda.
«Engaño —dijo la voz—. ¿Unjugador o dos?»
—Dos —contestó Isaac—. Pausa.Se volvió hacia mí.—Siempre juego a esto con Gus,
pero me pone de los nervios, porque esun suicida total. Es demasiado agresivosalvando a civiles.
—Sí —le dije recordando la nochede los trofeos rotos.
—Continuar —añadió Isaac.«Jugador uno, identifícate.»—Esta es la voz supersexy del
jugador uno —dijo Isaac.«Jugador dos, identifícate.»—Supongo que yo soy el jugador
dos —dije yo.El sargento Max Mayhem y el
soldado Jasper Jacks se despiertan enuna habitación oscura y vacía de unoscuatro metros cuadrados.
Isaac señaló la tele, como si yotuviera que hablar con ella o algo así.
—Eh… ¿Hay algún interruptor?No.—¿Hay alguna puerta?El soldado Jacks localiza la puerta.
Está cerrada.—Hay una llave encima del marco
de la puerta —interrumpió Isaac.Sí, hay una llave.—Mayhem abre la puerta.
Sigue estando totalmente oscuro.—Saco un cuchillo —dijo Isaac.—Saco un cuchillo —dije yo
también.Un niño —supongo que el hermano
de Isaac— entró como una flecha desdela cocina. Tenía unos diez años, eradelgado y estaba lleno de energía.Corrió por el comedor dando saltos ygritó imitando a la perfección la voz deIsaac:
—ME MATO.El sargento Mayhem se coloca el
cuchillo en el cuello. ¿Estás seguro deque…?
—No —contestó Isaac—. Pausa.
Graham, no me obligues a pegarte unapatada en el culo.
Graham se rió y salió corriendo porun pasillo.
Isaac y yo, en los papeles deMayhem y Jacks, nos abrimos camino aoscuras hasta que tropezamos con untipo al que apuñalamos después deconseguir que nos dijera que estábamosen una cueva de una cárcel ucraniana, amás de un kilómetro de profundidad.Mientras avanzábamos, el sonido —unrío subterráneo, voces hablando enucraniano con acento inglés— nosorientaba por la cueva, pero en el juegono se veía nada. Cuando llevábamos una
hora jugando oímos gritos de unprisionero desesperado que suplicaba:«Dios mío, ayúdame. Dios mío,ayúdame».
—Pausa —dijo Isaac—. Aquí escuando Gus siempre se empeña enencontrar al prisionero, aunque esoimpide ganar la partida, y la únicamanera de liberarlo es ganar el juego.
—Sí. Se toma los videojuegosdemasiado en serio —le respondí—. Leentusiasman las metáforas.
—¿Te gusta? —me preguntó Isaac.—Claro que me gusta. Es genial.—Pero no quieres salir con él.Me encogí de hombros.
—Es complicado.—Sé lo que te pasa. No quieres que
luego no pueda soportarlo. No quieresque haga como Monica —me dijo.
—Más o menos —le respondí.Pero no era eso. Lo cierto era que no
quería que le pasara como a Isaac.—Para ser justos con Monica —
añadí—, lo que tú le hiciste a ellatampoco fue muy bonito.
—¿Qué le hice? —me preguntóponiéndose a la defensiva.
—Ya sabes, quedarte ciego y esascosas.
—Pero no es culpa mía —mecontestó Isaac.
—No digo que fuera culpa tuya.Digo que no fue bonito.
Capítulo 10
Solo podíamos llevar una maleta. Yono podía cargar con la mía, y mi madreinsistió en que no podía llevar dos, asíque tuvimos que repartir el espacio de lamaleta negra que les regalaron a mispadres por su boda hace mil años, unamaleta que se suponía que iba a pasarsela vida viajando a lugares exóticos, peroque acabó yendo y viniendo a Dayton,donde la empresa Morris Property teníauna sede a la que solía ir mi padre.
Discutí con mi madre porque yocreía que debía disponer de algo más de
la mitad de la maleta, ya que, paraempezar, sin mí y sin mi cáncer nuncahabríamos ido a Amsterdam. Mi madrereplicó que como era el doble de gordaque yo, y por lo tanto necesitaba máscantidad de tela para cubrir susvergüenzas, merecía como mínimo dosterceras partes de la maleta.
Al final perdimos las dos. Suelepasar.
Aunque nuestro vuelo salía a lasdoce del mediodía, mi madre medespertó a las cinco y media de lamañana. Encendió la luz y gritó«¡AMSTERDAM!». Se pasó la mañanacorriendo de un lado a otro,
asegurándose de que llevábamosadaptadores internacionales para losenchufes, comprobando setenta vecesque teníamos suficientes bombonas deoxígeno, que estaban llenas, etcétera,mientras yo salía de la cama y me vestíacon la ropa que había elegido para elviaje (unos vaqueros, un top rosa y unachaqueta negra por si hacía frío en elavión).
Hacia las seis y cuarto habíamosmetido ya la maleta en el coche, demodo que mi madre insistió en quedesayunáramos con mi padre, pese a queme negaba por principio a comer antesde que hubiera amanecido. No era una
campesina rusa del siglo XIX que teníaque coger fuerzas para una dura jornadaen el campo. Aun así, intenté tragarmeun par de huevos mientras mi padre y mimadre disfrutaban de unas versionescaseras del McMuffin de McDonald's,que tanto les gustaba.
—¿Por qué la comida del desayunoes comida para el desayuno? —lespregunté—. ¿Por qué no podemosdesayunar un curry?
—Hazel, come.—Pero ¿por qué? —pregunté—. Lo
digo en serio. ¿Por qué los huevosrevueltos se limitan exclusivamente aldesayuno? Te haces un bocadillo de
beicon y no pasa nada, pero en cuanto elbocadillo lleva huevo, zas, es undesayuno.
—Cuando vuelvas, tomaremos eldesayuno en la cena, ¿de acuerdo? —mecontestó mi padre con la boca llena.
—No quiero tomar el desayuno en lacena —le contesté dejando los cubiertosen mi plato, que estaba casi lleno—. Loquiero es comer huevos revueltos paracenar sin esa ridícula idea de que unacomida que incluye huevos revueltos esun desayuno, aunque te lo comas paracenar.
—Vas a tener que elegir tus batallasen la vida, Hazel —me dijo mi madre—.
Pero si este es el objetivo por el quequieres luchar, estaremos contigo.
—Bueno, algo detrás de ti —añadiómi padre.
Mi madre se rió.Sabía que era una tontería, pero lo
de los huevos revueltos no me parecíabien.
Cuando acabaron de comer, mipadre fregó los platos y nos acompañóal coche. Por supuesto, empezó a llorary me besó en la mejilla con la caramojada y sin afeitar.
—Te quiero. Estoy muy orgulloso deti —me susurró apretando la nariz contrami pómulo.
(«¿Por qué?», me pregunté.)—Gracias, papá.—Nos vemos dentro de unos días,
¿vale, cariño? Te quiero mucho.—Yo también te quiero, papá. —
Sonreí—. Y son solo tres días.Le dije adiós con la mano mientras
salíamos del camino marcha atrás. Él sedespedía también con la mano y lloraba.Se me pasó por la cabeza la idea de queseguramente estaba pensando que quizáno volvería a verme, cosa queseguramente pensaba cada mañanacuando se iba a trabajar, cosa queseguramente era una mierda.
Mi madre y yo fuimos a casa de
Augustus, y al llegar, quiso que mequedara en el coche descansando, peroaun así fui con ella hasta la puerta.Cuando nos acercamos a la casa oí aalguien llorando dentro. Al principio nopensé que fuera Augustus, porque elllanto no tenía nada que ver con su tonograve, pero luego oí una voz que sin lamenor duda era una versión deformadade su manera de hablar: «PORQUE ESMI VIDA, MAMÁ, Y MEPERTENECE». Enseguida mi madre mepasó el brazo por encima de loshombros y giró hacia el coche a todaprisa.
—Mamá, ¿qué pasa? —le pregunté.
—No podemos escuchar ahurtadillas, Hazel —me respondió.
Nos metimos en el coche y mandé unmensaje a Augustus diciéndole queestábamos fuera y que saliera cuandoestuviera listo.
Observamos la casa un rato. Locurioso de las casas es que casi siempreparece que dentro no está pasando nada,aunque encierran la mayor parte denuestra vida. Me preguntaba si ese era elquid de la arquitectura.
—Bueno —me dijo mi madre al rato—, creo que vamos con tiempo.
—Casi como si no hubiera tenidoque levantarme a las cinco y media —le
dije.Mi madre cogió su taza de café de la
guantera situada entre los dos asientos ydio un sorbo. Mi teléfono zumbó. Unmensaje de Augustus.
No sé qué ponerme. ¿Prefieres unjersey o una camisa?
Le contesté:Camisa.Treinta segundos después se abrió la
puerta de la casa y apareció Augustus,sonriente y arrastrando una maleta conruedas. Llevaba una camisa estrecha decolor azul cielo metida por dentro de losvaqueros. Un Camel Light colgaba desus labios. Mi madre salió para
saludarlo. Se retiró un momento elcigarrillo de la boca y habló con el tonoseguro al que yo estaba acostumbrada.
—Es siempre un placer verla,señora.
Los observé por el retrovisor hastaque mi madre abrió el maletero.Enseguida Augustus abrió la puertadetrás de mí y emprendió la complicadatarea de sentarse en el asiento trasero deun coche con una sola pierna.
—¿Quieres sentarte delante? —lepregunté.
—Para nada —me contestó—. Yhola, Hazel Grace.
—Hola —le dije—. ¿Todo bien?
—Bien —me respondió.—Bien —dije a mi vez.Mi madre entró y cerró la puerta del
coche.—Próxima parada, Amsterdam —
comentó.
Pero no fue así, claro. La siguienteparada fue el parking del aeropuerto,desde donde un autobús nos llevó a laterminal, y luego un coche eléctricodescapotable nos condujo a la fila delcontrol. El tipo de seguridad gritaba quemejor que en nuestros equipajes nohubiera explosivos, ni armas de fuego,
ni más de cien mililitros de líquido.—Observación —le dije a Augustus
—: hacer cola es una forma de opresión.—Lo es en serio —me contestó.En lugar de que me registraran,
preferí pasar por el detector de metalessin el carrito, sin la bombona de oxígenoe incluso sin los tubos de plástico de lanariz. Dirigirme a la máquina de rayos Xfueron mis primeros pasos sin oxígenoen varios meses, y me pareció increíbleandar tan ligera, cruzar el Rubicónmientras el silencio de la máquinareconocía que, aunque fuera por unmomento, era una criatura sin metal.
Sentí un dominio de mi cuerpo que
no puedo explicar del todo. Solo puedodecir que cuando era niña solía llevar atodas partes una mochila con mis libros,que pesaban mucho, y si andaba muchorato con la mochila a la espalda, cuandome la quitaba parecía que estuvieraflotando.
Unos diez segundos después sentíaque mis pulmones se doblaban sobre símismos como flores al anochecer. Mesenté en un banco gris justo al otro ladode la máquina e intenté recuperar larespiración, empecé a toser y me sentífatal hasta que volví a ponerme lostubos.
Aun así, me dolía. El dolor siempre
estaba ahí, obligándome a centrarme enmí misma y a sentirlo. Siempre parecíaque estaba despertando del dolor cuandoalgo del mundo exterior exigía de prontoque hiciera algún comentario o que leprestara atención. Mi madre meobservaba preocupada. Acababa dedecir algo. ¿Qué acababa de decir?Entonces lo recordé. Me habíapreguntado qué pasaba.
—Nada —le contesté.—¡Amsterdam! —casi gritó.Sonreí.—Amsterdam —le respondí.Alargó la mano hasta mí y me
levantó.
Llegamos a la puerta de embarqueuna hora antes de lo que debíamos.
—Señora Lancaster, es usted de unapuntualidad impresionante —dijoAugustus sentándose a mi lado en lazona de embarque, que estaba casivacía.
—Bueno, el hecho de que no tengamucho que hacer ayuda —le contestó mimadre.
—Tienes mucho que hacer —dijeyo.
Aunque pensé que lo que mi madrehacía era sobre todo ocuparse de mí.Tenía también la ocupación de estar
casada con mi padre, que era un negadopara llevar las cuentas, contratar a unfontanero, cocinar y hacer cualquiercosa que no fuera trabajar para laempresa Morris Property, pero yo ledaba más trabajo. Su primera razón paravivir y mi primera razón para vivirestaban íntimamente unidas.
Cuando los asientos de alrededor dela puerta de embarque empezaron allenarse, Augustus dijo:
—Voy a por una hamburguesa antesde que embarquemos. ¿Queréis algo?
—No —le contesté—, pero meencanta que te niegues a aceptar lasconvenciones sociales sobre el
desayuno.Ladeó la cabeza hacia mí,
confundido.—Hazel tiene problemas con eso de
que se margine a los huevos revueltos—dijo mi madre.
—Me fastidia que vayamos por lavida ciegos y aceptemos que los huevosrevueltos son básicamente para lasmañanas.
—Quiero que lo comentemos unpoco más —dijo Augustus—, pero memuero de hambre. Enseguida vuelvo.
Como a los veinte minutos Augustus
no había aparecido, pregunté a mi madresi creía que le había pasado algo.Levantó los ojos de su espantosa revistaun segundo, lo justo para decir:
—Seguramente habrá ido al cuartode baño.
Una empleada del aeropuerto seacercó a mí y me cambió la bombona deoxígeno por otra que nos facilitó lacompañía aérea. Me incomodó queaquella mujer se arrodillara frente a míy que todo el mundo me mirara, así quemientras lo hacía escribí un mensaje aAugustus.
No me contestó. Mi madre noparecía preocupada, pero yo imaginaba
todo tipo de desgracias que nosfastidiaban el viaje a Amsterdam (que lohabían detenido, que se había hechodaño, que se había deprimido…), y amedida que pasaban los minutos sentíaque algo que nada tenía que ver con elcáncer no iba bien en mi pecho.
Justo cuando la mujer de detrás delmostrador anunció que iban a empezar aembarcar a las personas que necesitabanun poco más de tiempo y todo el mundose giró directamente hacia mí, vi aAugustus cojeando a toda prisa hacianosotras con una bolsa de McDonald'sen una mano y la mochila colgándole delhombro.
—¿Dónde estabas? —le pregunté.—Había mucha cola. Lo siento —me
contestó tendiéndome una mano.La cogí y nos dirigimos juntos a la
puerta de embarque.Sentía que todo el mundo nos miraba
y se preguntaba qué nos pasaba, siíbamos a morirnos, pensaba en loheroica que debía de ser mi madre, yesas cosas. A veces era lo peor de tenercáncer: el hecho de que sea físicamenteevidente que estás enfermo te aleja delos demás. Éramos definitivamentediferentes, y nunca fue más obvio quecuando los tres nos dirigíamos al aviónvacío, y la azafata cabeceaba con
lástima y nos hacía gestos desde ladistancia para indicarnos nuestra fila deasientos. Me senté en el medio, conAugustus en el asiento de la ventana y mimadre en el del pasillo. Me sentía unpoco asediada por mi madre, así que meacerqué a Augustus. Estábamos justodetrás del ala del avión. Él abrió labolsa y desenvolvió su hamburguesa.
—El problema con los huevos —comentó Augustus— es que convertir elhuevo revuelto en desayuno le otorgacierto carácter sagrado, ¿no? Puedescomer beicon o queso en cualquiercomida y a cualquier hora, desde tacoshasta bocadillos para el desayuno, pero
los huevos revueltos… son importantes.—Es absurdo —le contesté.Los pasajeros empezaban a entrar en
el avión. No quería mirarlos, así quemiré a otra parte, y mirar a otra partesignificaba mirar a Augustus.
—Lo que quiero decir es que quizálos huevos revueltos están marginados,pero también son especiales. Tienen unlugar y un momento, como la iglesia.
—Estás totalmente equivocado —lerepliqué—. Estás tragándote las frasesbordadas en los cojines de tus padres.Argumentas que las cosas frágiles yraras son bonitas simplemente porqueson frágiles y raras, pero todo eso es
mentira, y lo sabes.—No es fácil consolarte —me dijo
Augustus.—El consuelo fácil no consuela —le
contesté—. Una vez fuiste una flor rara yfrágil, lo recuerdas.
Se quedó un momento en silencio.—Sabes cómo hacerme callar, Hazel
Grace.—Es mi privilegio y mi
responsabilidad —le respondí.Antes de que apartara la vista de él,
me dijo:—Oye, perdona que evitara la zona
de embarque. En realidad no había tantacola en el McDonald's. Es que… no
quería estar ahí sentado con toda esagente mirándonos.
—Sobre todo a mí —contesté.Podías mirar a Gus y no darte cuenta
de que había estado enfermo, pero yocargaba con mi enfermedad, y fue una delas principales razones por las quedecidí no salir de casa.
—Al carismático Augustus Waters leincomoda sentarse al lado de una chicacon una bombona de oxígeno.
—No me incomoda —respondió—.Algunas veces me cabrean. Y hoy noquiero cabrearme.
Se metió la mano en el bolsillo ysacó el paquete de cigarrillos.
Todavía no habían pasado diezsegundos cuando una azafata rubia llegócorriendo hasta nuestros asientos.
—Señor, no puede fumar en esteavión. En ningún avión —le dijo.
—No estoy fumando —le contestócon el cigarrillo bailando en sus labios.
—Pero…—Es una metáfora —le expliqué—.
Se coloca el arma asesina en la boca,pero no le concede el poder de matarlo.
La azafata se quedó un segundodesconcertada.
—Bueno, esa metáfora estáprohibida en este vuelo —contestó.
Gus asintió y metió el cigarrillo en
el paquete.
Avanzamos por fin hacia la pista y elpiloto dijo: «Tripulación, preparadospara despegar». Dos inmensos motoresrugieron y empezamos a acelerar.
—Es como ir en coche contigo —ledije.
Sonrió, pero mantuvo la mandíbulaapretada. Le pregunté si estaba bien.
Estábamos ya cogiendo velocidadcuando Gus se agarró a los apoyabrazoscon los ojos en blanco. Apoyé mi manosobre la suya y volví a preguntarle siestaba bien. No me contestó. Me miró
fijamente con los ojos como platos.—¿Te da miedo volar? —le
pregunté.—Te lo diré dentro de un minuto —
me contestó.El morro del avión se elevó y
estuvimos en el aire. Gus observaba porla ventana cómo el planeta se hacía cadavez más pequeño. De repente sentí quesu mano se relajaba debajo de la mía.Me miró y volvió a girar los ojos haciala ventana.
—Estamos volando —me dijo.—¿Es la primera vez que coges un
avión?Asintió.
—¡MIRA! —casi gritó señalando laventana.
—Sí, sí, lo veo —le dije—. Escomo si estuviéramos en un avión.
—NO SE HA VISTO NADA IGUALEN TODA LA HISTORIA DE LAHUMANIDAD —exclamó.
Me encantó su entusiasmo. No pudeevitar inclinarme hacia él y besarlo en lamejilla.
—Por si no lo recuerdas, estoy aquí—dijo mi madre—. Sentada a tu lado.Tu madre, la que te llevaba de la manocuando empezabas a andar.
—Ha sido un beso de amiga —lecontesté.
Y me giré para besarla también aella en la mejilla.
—Pues no me ha parecido muy deamiga —murmuró Gus lo bastante altopara que lo oyera.
Cuando del Augustus de los grandesgestos metafóricos emergía el Gussorprendido, entusiasmado e inocente,realmente no podía resistirme.
Fue un vuelo rápido hasta Detroit,donde el pequeño coche eléctrico vino abuscarnos cuando desembarcamos y nosllevó a la puerta de embarque haciaAmsterdam. Aquel avión tenía una tele
en el respaldo de cada asiento, así que,en cuanto estuvimos por encima de lasnubes, Augustus y yo nos sincronizamospara ver la misma comedia romántica almismo tiempo en nuestras respectivaspantallas. Pero aunque nossincronizamos perfectamente paraapretar el «Play», su película empezóunos segundos antes que la mía, de modoque cada vez que había una escenadivertida, él se reía justo cuando yoempezaba a escuchar la broma.
Mi madre tuvo la brillante idea deque durmiéramos las últimas horas del
vuelo, para que después de aterrizar, alas ocho de la mañana, llegáramos a laciudad listos para sacarle todo el jugo.Por eso, al acabar la película, mi madre,Augustus y yo cogimos unas almohadas.Mi madre se quedó frita en segundos,pero Augustus y yo pasamos un ratomirando por la ventana. Era un díaclaro, y aunque no podíamos ver lapuesta de sol, sí veíamos los matices delcielo.
—¡Qué bonito! —dije sobre todopara mí misma.
—«El amanecer brilla en sus ojos,que se pierden» —dijo Augustus citandouna frase de Un dolor imperial.
—Pero no está amaneciendo —ledije.
—Está amaneciendo en alguna parte—me contestó. Y al momento añadió—:Una observación: sería genial volar enun avión superrápido que por un tiempopudiera seguir el amanecer alrededordel mundo.
—Además viviría más tiempo —dije yo.
Augustus me miró de refilón.—Ya sabes, por la relatividad.Siguió sin entenderme.—Envejecemos más despacio
cuando nos movemos deprisa frente a loque está en reposo. Así que ahora mismo
el tiempo pasa más despacio paranosotros que para los que están en laTierra.
—Es lo que tienen lasuniversitarias… —dijo—. Son taninteligentes…
Puse los ojos en blanco. Me golpeóla rodilla con la suya (la real), y yo ledevolví el golpe.
—¿Tienes sueño? —le pregunté.—Nada de nada —me contestó.—Yo tampoco —le dije.Las pastillas para dormir y los
narcóticos no funcionaban conmigocomo con las demás personas.
—¿Quieres que veamos otra peli?
—me preguntó—. Hay una de Portman,de la época Hazel.
—Quiero ver alguna que no hayasvisto.
Al final vimos 300, una película deguerra sobre trescientos espartanos quedefienden Esparta de un ejército invasorde miles y miles de persas. La películade Augustus volvió a empezar antes quela mía, y tras unos minutos escuchándoleexclamar «¡No!» o «¡Qué horror!» cadavez que mataban a alguien de malasmaneras, me incliné sobre elapoyabrazos y posé la cabeza en suhombro para ver la película en supantalla.
La película mostraba una importantecolección de robustos chavales a pechodescubierto y aceitosos, así que no eraun engorro para la vista, aunquebásicamente lo único que se veía eranespadas entrechocando sin ton ni son.Los cadáveres de los persas y de losespartanos se acumulaban, y no entendíapor qué los persas eran tan malos y losespartanos tan maravillosos. Comodecía Un dolor imperial, «lacontemporaneidad se especializa enbatallas en las que nadie pierde nada devalor, excepto seguramente su vida». Yes lo que sucedía en aquella lucha detitanes.
Hacia el final de la película casitodo el mundo ha muerto y llega unmomento de locura en el que losespartanos empiezan a amontonar loscadáveres para levantar un muro. Losmuertos se convierten en una enormebarrera que se interpone entre los persasy Esparta. Tanta sangre me parecía unpoco gratuita, de modo que aparté unsegundo la mirada.
—¿Cuánta gente crees que hamuerto? —pregunté a Augustus.
Me hizo callar con un gesto.—Chist. Chist. Está en lo mejor.Cuando los persas atacaban, tenían
que subir por la montaña de cadáveres.
Los espartanos seguían cayendo en lacima, unos encima de otros, y a medidaque iban amontonándose, el muro demártires era cada vez más alto, y por lotanto resultaba más difícil subir por él, ytodos blandían espadas y disparabanflechas, y por la montaña de cadáveresfluían ríos de sangre, etcétera.
Levanté la cabeza del hombro deAugustus para descansar un momento detanta sangre y lo observé viendo lapelícula. No podía reprimir su sonrisade oreja a oreja. Miré mi pantalla conlos ojos entrecerrados: la montañaseguía aumentando con los cadáveres delos persas y de los espartanos. Cuando
por fin los persas lograron traspasar lamontaña de cadáveres, volví a mirar aAugustus. Aunque los buenos habíanperdido, él parecía contentísimo. Volví apegarme a él, pero mantuve los ojoscerrados hasta que la batalla huboterminado.
Empezaron a desfilar los créditos yAugustus se quitó los auriculares.
—Perdona, estaba totalmente metidoen el noble sacrificio. ¿Qué me decías?—me preguntó.
—¿Cuánta gente crees que hamuerto?
—¿Preguntas cuánta gente ficticiamuere en esta película de ficción? No la
suficiente —bromeó.—No. Quiero decir desde siempre.
¿Cuánta gente crees que ha muerto entotal?
—Pues resulta que puedoresponderte —me dijo—. Hay siete milmillones de personas vivas, y alrededorde noventa y ocho mil millones muertas.
—Vaya —dije.Pensaba que, como la población
había aumentado tan rápido, habría másvivos que muertos en total.
—Hay unos catorce muertos porcada vivo —me dijo.
Los créditos seguían desfilando.Estaba claro que se necesitaba mucho
tiempo para nombrar a todos aquellosmuertos. Seguía con la cabeza apoyadaen el hombro de Augustus.
—Investigué un poco este tema haceun par de años —me comentó—. Mepreguntaba si era posible recordar atodo el mundo. Si nos organizáramos yasignáramos determinada cantidad decadáveres a cada persona viva, ¿habríasuficientes personas vivas para recordara todos los muertos?
—¿Las habría?—Claro. Todo el mundo puede
recordar a catorce muertos. Pero somosplañideras desorganizadas, así quemuchos acaban recordando a
Shakespeare, pero nadie recuerda a lapersona sobre la que escribió el soneto55.
—Sí —le dije.Me quedé un minuto en silencio.—¿Quieres leer? —me preguntó por
fin.Le dije que sí. Me puse a leer el
largo poema titulado «Aullido», deAlien Ginsberg, para mi clase de poesía,y Gus releía Un dolor imperial.
—¿Está bien? —me preguntó al rato.—¿El poema? —le pregunté. Sí.—Sí, está muy bien. Los tipos de
este poema se meten más drogas que yomedicamentos. ¿Qué tal Un dolor
imperial?—Todavía perfecto —me contestó
—. Lee en voz alta.—La verdad es que no es un poema
para leer en voz alta cuando estássentada al lado de tu madre dormida.Habla de sodomía y de polvo de ángel.
—Dos de mis pasatiempos favoritos—me dijo—. Bueno, pues lee otra cosa.
—Es que… no tengo nada más —lecontesté.
—Lástima. Me apetecía algo depoesía. ¿No te sabes ningún poema dememoria?
—«Vamos entonces, tú y yo» —empecé nerviosa— «cuando el atardecer
se extiende contra el cielo / como unpaciente anestesiado sobre una mesa.»
—Más despacio —me dijo.Me daba vergüenza, como la
primera vez que le hablé de Un dolorimperial.
—Vale, vale. «Vamos, por ciertascalles medio abandonadas, / losmascullantes retiros / de nochesinquietas en baratos hoteles de unanoche / y restaurantes con serrín yconchas de ostras: / calles que siguencomo una aburrida discusión / conintención insidiosa / de llevarnos a unapregunta abrumadora… / Ah, nopreguntes "¿Qué es eso?". / Vamos a
hacer nuestra visita.»—Estoy enamorado de ti —me dijo
en voz baja.—Augustus —dije yo.—Lo estoy.Me miraba fijamente, y yo veía
cómo se le arrugaban las comisuras delos ojos.
—Estoy enamorado de ti, y no meapetece privarme del sencillo placer dedecir la verdad. Estoy enamorado de ti ysé que el amor es solo un grito en elvacío, que es inevitable el olvido, queestamos todos condenados y que llegaráel día en que todos nuestros esfuerzosvolverán al polvo. Y sé que el sol
engullirá la única tierra que vamos atener, y estoy enamorado de ti.
—Augustus —repetí.No sabía qué decir. Sentía como si
todo en mí se elevara, como si meahogara en una alegría extrañamentedolorosa, pero no pude decirle quetambién yo estaba enamorada de él. Nopude responderle nada. Simplemente lomiré y dejé que me mirara hasta quesacudió la cabeza, con los labiosfruncidos, se giró y se apoyó contra laventana.
Creo que Augustus debió dequedarse dormido. Al final también yome dormí, y me desperté con el ruido
del motor aterrizando. Tenía muy malsabor de boca, así que intenté no abrirlapor miedo a envenenar a todo el avión.
Miré a Augustus, que estaba con losojos fijos en la ventana, y mientrasdescendíamos por debajo de las nubes,estiré la espalda para ver Holanda. Latierra parecía hundida en el mar, conpequeños rectángulos verdes rodeadospor todas partes de canales. De hechoaterrizamos en paralelo a un canal, comosi hubiera dos pistas, una para nosotrosy la otra para las aves acuáticas.
Recogimos las maletas, pasamos porla aduana y nos metimos en un taxi. Eltaxista era un tipo calvo que hablaba un
inglés perfecto, mejor que yo.—Al hotel Filosoof —le dije.—¿Sois estadounidenses? —nos
preguntó.—Sí —le contestó mi madre—. De
Indiana.—Indiana —dijo el taxista—. Les
roban las tierras a los indios, pero dejanel nombre, ¿verdad?
—Algo así —dijo mi madre.El taxista se metió entre el tráfico y
nos dirigimos a una autopista conmuchos letreros azules en los queaparecían vocales dobles: Oosthuizen,Haarlem. Junto a la autopista, kilómetrosde tierra plana interrumpida
ocasionalmente por oficinas de grandesempresas. En definitiva, Holanda separecía a Indianápolis, solo que loscoches eran más pequeños.
—¿Esto es Amsterdam? —preguntéal taxista.
—Sí y no —me contestó—.Amsterdam es como los anillos de unárbol: se hace más vieja a medida que teacercas al centro.
Fue cosa de un instante: salimos dela autopista y ahí estaban las hileras decasas que había imaginadoprecariamente inclinadas sobre loscanales, las bicicletas por todas partes ylos coffee shops con rótulos que decían
LARGE SMOKING ROOM. Cruzamosun canal, y desde el puente vi decenasde casas flotantes amarradas en el agua.No tenía nada que ver con EstadosUnidos. Parecía un viejo cuadro, peroreal —todo dolorosamente idílico a laluz de la mañana—, y pensé que seríamuy extraño vivir en un lugar en el quecasi todo lo habían construido personasya muertas.
—¿Son muy viejas estas casas? —preguntó mi madre.
—Muchas casas de los canales sonde la Edad de Oro, del siglo xvii —lecontestó el taxista—. Nuestra ciudadtiene una rica historia, aunque a muchos
turistas solo les interesa ver el barriorojo. —Se calló un momento—. Algunosturistas creen que Amsterdam es laciudad del pecado, pero en realidad esla ciudad de la libertad. Y en la libertadcasi todos encuentran el pecado.
Capítulo 11
En el hotel Filosoof todas lashabitaciones tenían el nombre de unfilósofo. Mi madre y yo nos instalamosen la Kierkegaard, en la planta baja, yAugustus en la Heidegger, en el piso dearriba. Nuestra habitación era pequeña:una cama doble pegada a la pared conmi BiPAP, un concentrador de oxígeno yuna decena de bombonas recargables alos pies de la cama. Más allá delequipamiento médico había una vieja ypolvorienta butaca con el asientohundido, una mesa y un estante encima
de la cama con libros de SorenKierkegaard. En la mesa encontramosuna cesta de mimbre llena de regalos delos genios: unos zuecos, una camisetanaranja de Holanda, chocolate y algunasotras delicias.
El Filosoof estaba justo al lado delVondelpark, el parque más famoso deAmsterdam. Mi madre quería ir a dar unpaseo, pero yo estaba supercansada, asíque encendió el BiPAP y me colocó lamascarilla. Aunque odiaba hablar conaquel cacharro en la boca, le dije:
Pero cuando me desperté, unas horas
después, mi madre estaba sentada en lavieja butaca del rincón, leyendo unaguía.
—Buenos días —le dije.—Más bien buenas tardes —me
contestó levantándose con un suspiro.Se acercó a la cama, metió una
bombona en el carrito y la conectómientras yo apagaba el BiPAP y mecolocaba los tubos en la nariz. La regulópara que expulsara dos litros y mediopor minuto —tendría que cambiarla seishoras después— y me levanté.
—¿Cómo te encuentras? —mepreguntó.
—Bien —le dije—. Muy bien. ¿Qué
tal el Vondelpark?—No he ido —me contestó—, pero
he leído todo lo que dice de él la guía.—Mamá, no tenías que quedarte.—Ya lo sé —me dijo encogiéndose
de hombros—, pero he queridoquedarme. Me gusta verte dormir.
—Dijo el voyeur.Aunque se rió, seguí sintiéndome
mal.—Solo quiero que te diviertas,
¿sabes? —le dije.—Vale. Me divertiré esta noche, ¿de
acuerdo? Iré a hacer locuras de madremientras Augustus y tú vais a cenar.
—¿Sin ti? —le pregunté.
—Sí, sin mí. Tenéis mesa reservadaen un restaurante que se llama Oranjee—me explicó—. Lo ha organizado laasistente del señor Van Houten. Está enel barrio de Jordaan. Muy lujoso, por loque dice la guía. En la esquina hay unaestación de tranvía. Augustus sabe cómoir. Podréis comer al aire libre y verpasar los barcos. Será muy bonito. Muyromántico.
—Mamá.—Es un simple comentario —me
dijo—. Tendrás que arreglarte. ¿Elvestido sin mangas, quizá?
La situación era de locura: unamadre deja suelta a su hija de dieciséis
años con un chico de diecisiete en unaciudad extranjera famosa por supermisividad. Pero también esto era unefecto colateral de morirse. No podíacorrer, ni bailar, ni comer alimentosricos en nitrógeno, pero en la ciudad dela libertad estaba entre las chicas másliberadas.
Me puse el vestido sin mangas —estampado azul y por encima de larodilla, de Forever 21— con leotardos ymanoletinas, porque me gustaba sermucho más baja que Augustus. Fui aldiminuto cuarto de baño y luché contrami pelo hasta que conseguí parecerme ala Natalie Portman de mediados de
2000. A las seis en punto de la tarde (lasdoce del mediodía en mi ciudad)llamaron a la puerta.
—¿Sí? —pregunté antes de abrir.En el hotel Filosoof no había
mirillas.—Soy yo —me contestó Augustus.Pude oír el cigarrillo en su boca. Me
eché un último vistazo. El vestido sinmangas dejaba al descubierto máscuerpo del que Augustus había visto. Noes que fuera obsceno, pero era la mayorcantidad de piel que había mostradonunca. (Mi madre tenía un lema a esterespecto con el que yo estaba deacuerdo: «Las Lancaster no enseñamos
la barriga».)Abrí la puerta. Augustus llevaba un
traje negro de solapas estrechas,perfectamente a la medida, con unacamisa azul claro y una corbata fina decolor negro. De un extremo de su bocaseria colgaba un cigarrillo.
—Hazel Grace, estás preciosa —medijo.
—Yo… —balbuceé.Pensaba que el resto de la frase
surgiría del aire que atravesaba miscuerdas vocales, pero no fue así.
—Me siento casi desnuda —dije porfin.
—No seas antigua —me dijo
sonriéndome desde su altura.—Augustus —dijo mi madre detrás
de mí—, estás guapísimo.—Gracias, señora —le respondió.Me ofreció su brazo y lo cogí
mirando a mi madre.—Nos vemos hacia las once —me
dijo.
Mientras esperábamos el tranvíanúmero 1 en una calle ancha llena detráfico, dije a Augustus:
—Supongo que es el traje que llevasen los funerales.
—La verdad es que no —me
contestó—. El de los funerales no es tanbonito.
Llegó el tranvía azul y blanco, yAugustus le tendió los billetes alconductor, que nos explicó que teníamosque pasarlos por el sensor circular.Mientras avanzábamos por el tranvíalleno de gente, un hombre mayor selevantó para que pudiéramos sentarnosjuntos. Intenté decirle que se sentara,pero gesticuló varias veces señalando elasiento. Pasamos tres paradas, yoinclinada sobre Gus, así que podíamosmirar juntos por la ventana.
—¿Has visto eso? —me preguntóAugustus señalando los árboles.
Lo había visto. Los canales estabanflanqueados por olmos, de los que sedesprendían semillas. Pero no parecíansemillas. Parecían diminutos pétalos derosa que hubieran perdido el color. Elviento agrupaba aquellos pétalospálidos como si fueran bandadas depájaros, miles de ellos, como unanevasca primaveral.
El anciano que nos había cedido elasiento se dio cuenta de lo queestábamos observando y dijo en inglés:
—En Amsterdam ya es primavera.Los iepen lanzan confeti para dar labienvenida a la primavera.
Cambiamos de tranvía, y después de
otras cuatro paradas llegamos a unacalle dividida por un bonito canal. Losreflejos del viejo puente y las casaspintorescas se mecían en el agua.
El Oranjee estaba a dos pasos de laparada del tranvía. El restaurante estabaa un lado de la calle, y el comedor alaire libre al otro, en un saliente dehormigón al borde del canal. Los ojosde la camarera brillaron mientrasAugustus y yo nos acercábamos a ella.
—¿El señor y la señora Waters?—Supongo —contesté.—Su mesa —dijo señalando una
mesa de un rincón del canal—. Elchampán es invitación de la casa.
Gus y yo nos miramos sonriendo.Cruzamos la calle, y Augustus retiró misilla y me ayudó a sentarme. En la mesa,cubierta con un mantel blanco, había doscopas de champán. Hacía un poco defresco, pero quedaba compensado por elsol. Por un lado de nuestra mesapasaban ciclistas pedaleando, hombres ymujeres bien vestidos volviendo a casadel trabajo, rubias increíblementeatractivas sentadas de lado detrás de unamigo, niños pequeños con casco dandobotes en asientos de plástico detrás desus padres. Y en el otro lado, el agua delcanal estaba cubierta de millones desemillas confeti. En las orillas de
ladrillo había pequeños barcosamarrados, medio llenos de agua delluvia, algunos casi hundidos. Algo másallá veía casas flotantes en pontones, yun barco descubierto de fondo plano contumbonas y un equipo de música portátilse acercaba lentamente a nosotros desdeel centro del canal. Augustus cogió sucopa de champán y la alzó. Yo cogí lamía, aunque nunca había bebido más quealgún sorbo de la cerveza de mi padre.
—Bien —me dijo.—Bien —le respondí.Chocamos las copas y di un sorbo.
Las diminutas burbujas se fundieron enmi boca y tomaron rumbo al norte, hacia
el cerebro. Era dulce, crujiente ydelicioso.
—Está buenísimo —dije—. Nuncahabía bebido champán.
Apareció un joven camarero robustode pelo rubio ondulado. Era quizá másalto que Augustus.
—¿Saben lo que dijo Dom Pérignondespués de inventar el champán? —nospreguntó con un bonito acento.
—No —le contesté.—Gritó a sus compañeros monjes:
«Venid corriendo. Estoy degustando lasestrellas». Bienvenidos a Amsterdam.¿Quieren que les traiga la carta, oprefieren el menú del chef?
Miré a Augustus, que me devolvió lamirada.
—El menú del chef suena muy bien,pero Hazel es vegetariana.
Se lo había dicho a Augustus solouna vez, el día en que nos conocimos.
—No hay problema —dijo elcamarero.
—Fantástico. ¿Y puede traernos másde esto? —le preguntó Augustusseñalando el champán.
—Por supuesto —le contestó elcamarero—. Esta noche hemosembotellado todas las estrellas,jovencitos. ¡Ay, el confeti! —exclamóapartando delicadamente una semilla de
mi hombro desnudo—. Hacía años queno había tanto. Está por todas partes. Esmuy molesto.
El camarero desapareció.Observamos el confeti descendiendo delcielo, saltando por el suelo empujadopor la brisa y cayendo al canal.
—Cuesta creer que a alguien puedaparecerle molesto —comentó Augustus.
—La gente se acostumbra a labelleza.
—Pues yo todavía no me heacostumbrado a ti —me contestósonriendo.
Sentí que me ruborizaba.—Gracias por venir a Amsterdam
—me dijo.—Gracias por dejar que te robara el
deseo —le dije yo.—Gracias por llevar ese vestido.
Es… ¡uau!Sacudí la cabeza e intenté no sonreír.
No quería ser una granada. Pero estabaclaro que Augustus sabía lo que hacía, yquería hacerlo.
—Oye, ¿cómo acaba aquel poema?—me preguntó.
—¿Cuál?—El que me recitaste en el avión.—Ah, ¿Prufrock? Acaba así: «Nos
hemos demorado en las cámaras del mar/ junto a ondinas enguirnaldadas de
algas, en rojo y pardo, / hasta que nosdespierten voces humanas y nosahoguemos».
Augustus sacó un cigarrillo y golpeóel filtro contra la mesa.
—Las estúpidas voces humanassiempre lo estropean todo.
El camarero llegó con otras doscopas de champán y algo que llamó«espárragos blancos belgas con infusiónde lavanda».
—Yo tampoco había probado elchampán —me dijo Augustus cuando elcamarero se hubo marchado—. Por si nolo sabías. Y tampoco los espárragosblancos.
Yo estaba masticando el primerbocado.
—Increíble —le aseguré.Augustus los probó también.—Madre mía… Si los espárragos
fueran siempre así, yo también seríavegetariano.
Por el canal se acercaba un grupo degente en un barco de madera lacada. Unamujer rubia y con el pelo rizado, de unostreinta años, dio un trago de cerveza,alzó su vaso hacia nosotros y gritó algo.
—No hablamos holandés —le gritóGus.
Otro del grupo tradujo las palabrasde la mujer: «Las parejas bonitas son
bonitas».
La comida estaba tan buena que concada bocado nuestra conversaciónquedaba interrumpida por comentariosal respecto: «Quiero que este risotto dezanahoria se convierta en una personapara llevármelo a Las Vegas y casarmecon él», «Sorbete de guisantes, eresinesperadamente soberbio». Me habríagustado tener más hambre.
Después de los gnocchi de ajostiernos con hojas rojas de mostaza, elcamarero nos dijo:
—Ahora el postre. ¿Quieren más
estrellas?Negué con la cabeza. Dos copas
eran suficientes para mí. El champán noera una excepción a mi gran tolerancia alos depresores y los analgésicos. Estabaentonada, pero no había bebido tanto.No quería emborracharme. Una notropezaba con noches como aquella amenudo, así que quería recordarla.
—Hummm —dije después de que sehubiera marchado el camarero.
Augustus sonreía recorriendo elcanal con la mirada, y yo miraba a mialrededor. Como había mucho queobservar, el silencio no resultabaincómodo, pero yo quería que todo fuera
perfecto. Era perfecto, supongo, peroera como si alguien hubiera escenificadola Amsterdam de mi imaginación, lo quehacía difícil olvidar que aquella cena,como el viaje en sí, era un premio deconsolación por tener cáncer. Queríaque charláramos y bromeáramostranquilamente, como si estuviéramos enel sofá de mi casa, pero había ciertatensión subyacente.
—No es mi traje para los funerales—dijo al rato—. Cuando me enteré deque estaba enfermo… bueno, me dijeronque tenía un ochenta y cinco por cientode posibilidades de curarme. Sé que esun porcentaje muy alto, pero aun así
pensé que era jugar a la ruleta rusa.Tendría que pasar por el infierno seismeses o un año, perder una pierna y alfinal podría no funcionar, ¿sabes?
—Ya sé —le contesté.Aunque en realidad no sabía. Yo
siempre había estado en fase terminal.Mi tratamiento se limitaba a intentaralargarme la vida, no a curarme elcáncer. El Phalanxifor había introducidocierta ambigüedad en la historia de micáncer, pero mi caso era diferente del deAugustus. Mi último capítulo estabadiagnosticado. Gus, como la mayoría delos que han superado un cáncer, no sabíalo que iba a pasar.
—Bueno —me dijo—. Me metí enese rollo de querer estar preparado.
Compramos una parcela en CrownHill, y un día me pasé por allí con mipadre y elegí un sitio. Planeé mi funeraly todo lo demás, y justo antes de laoperación les pedí a mis padres que medejaran comprarme un traje, un trajebonito, por si acaso la palmaba. En fin,nunca había tenido ocasión deponérmelo. Hasta esta noche.
—Entonces es tu traje para cuando temueras.
—Exacto. ¿Tú no tienes un vestidopara cuando te mueras?
—Sí —le contesté—. Un vestido
que me compré para la fiesta de midecimoquinto cumpleaños. Pero no melo pongo para salir con un chico.
Le brillaron los ojos.—¿Estás saliendo conmigo? —me
preguntó.Miré al suelo, avergonzada.—Sin presionar.
Estábamos los dos llenísimos, peroel postre —un suculento crémeuxrodeado de frutas de la pasión— erademasiado bueno para ni siquierapicotearlo, así que dejamos pasar unrato a la espera de volver a tener
hambre. El sol era como un niñopequeño que se niega a irse a la cama.Eran las ocho y media pasadas y todavíahabía luz.
De pronto, sin venir a cuento,Augustus me preguntó:
—¿Crees que hay vida después de lamuerte?
—Pienso que la vida eterna es unaidea incorrecta —le respondí.
Sonrió.—Tú sí que eres una idea incorrecta.—Lo sé. Por eso me sacan de aquí.—No tiene gracia —me dijo
mirando la calle.Pasaron dos chicas en bicicleta, una
sentada de lado sobre la rueda de atrás.—Venga —le dije—, era una broma.—No me hace gracia pensar que te
sacan de aquí —me dijo—. Pero, enserio, ¿hay vida después?
—No —le contesté. Pero enseguidame corregí—: Bueno, quizá no meatrevería a decir un no rotundo. ¿Y tú?
—Sí —me dijo muy seguro—. Sin lamenor duda. No un cielo en el quecabalgas sobre unicornios, tocas el arpay vives en una mansión de nubes. Perosí. Creo en Algo, con A mayúscula.Siempre lo he creído.
—¿En serio? —le pregunté.Me sorprendía. La verdad es que
siempre había pensado que creer en elcielo era una especie dedespreocupación intelectual. Pero Gusno era un idiota.
—Sí —dijo en voz baja—. Creo enesa frase de Un dolor imperial quedice: «El amanecer brilla en sus ojos,que se pierden». Creo que el sol delamanecer es Dios, la luz brilla y susojos se pierden, pero no están perdidos.No creo que volvamos a sufrir o adisfrutar de la vida, ni nada de eso, perosí que vamos a parar a algún sitio.
—Pero te da miedo el olvido.—Claro, me da miedo el olvido en
la tierra. Mira, no quiero que suene
como mis padres, pero creo que laspersonas tenemos alma, y creo que lasalmas no se pierden. El miedo al olvidoes otra cosa. Es miedo a no poder darnada a cambio de mi vida. Si no vives tuvida al servicio de un bien superior, almenos muere al servicio de un biensuperior, ¿sabes? Y temo que ni mi vidani mi muerte tengan sentido.
Me limité a mover la cabeza.—¿Qué? —me preguntó.—Tu obsesión por morir por algo o
dejar detrás de ti alguna huella de tuheroísmo… es extraña.
—Todo el mundo quiere vivir unavida extraordinaria.
—No todo el mundo —le dije,incapaz de disimular mi fastidio.
—¿Estás loca?—Sencillamente… —dije.Pero no pude terminar la frase.—Sencillamente… —repetí.Una vela parpadeaba entre nosotros.—Es una auténtica maldad por tu
parte decir que las únicas vidas queimportan son las que viven o mueren poralgo. Es lo peor que podrías decirme.
Por alguna razón me sentía como unaniña pequeña, y cogí un trozo de tartapara que pareciera que no me importabatanto.
—Perdona —me dijo—. No
pretendía decir eso. Estaba pensando enmí.
—Claro, en ti —le contesté.Estaba demasiado llena para acabar.
En realidad me preocupaba vomitar,porque solía vomitar después de comer.(No por bulimia, sino por el cáncer.)Empujé mi plato hacia Augustus, quenegó con la cabeza.
—Perdona —volvió a decirme.Me cogió de la mano por encima de
la mesa. Le dejé que la cogiera.—Podría ser peor, ya sabes.—¿Peor? —le pregunté para
chincharlo.—Tengo un cartel en mi cuarto de
baño que dice: «Báñate cada día en elconsuelo de la palabra de Dios». Podríaser mucho peor, Hazel.
—Parece antihigiénico —le dije.—Podría ser peor.—Podrías ser peor, tienes razón.Sonreí. Le gustaba de verdad. Quizá
era una narcisista, pero cuando en aquelmomento, en el Oranjee, me di cuenta,todavía me gustó más.
Nuestro camarero apareció parallevarse el postre.
—El señor Peter van Houten hapagado su cena —nos dijo.
Augustus sonrió.—Este Peter van Houten no es del
todo mal tío.
Paseamos por el canal mientrasanochecía. A una manzana del Oranjeenos detuvimos en un banco de un parquerodeado de viejas bicicletas oxidadasatadas a armazones de hierro. Nossentamos muy juntos frente al canal, yAugustus me rodeó con su brazo.
Del barrio rojo surgía un resplandor.A pesar de su nombre, la luz quedesprendía era de un inquietante tonoverde. Imaginé a miles de turistasemborrachándose, drogándose y dandotumbos por las calles estrechas.
—No me creo que vaya acontárnoslo mañana —le dije—. Petervan Houten va a contarnos el famosofinal no escrito del mejor libro delmundo.
—Y además nos ha pagado la cena—me dijo Augustus.
—Supongo que esperará a que lecontemos lo que pensamos, y después sesentará con nosotros en el sofá de sucomedor y nos dirá en voz baja si lamadre de Anna se casó con el TulipánHolandés.
—No olvides a Sísifo, el hámster —añadió Augustus.
—Claro, y también qué deparaba el
destino para Sísifo, el hámster.Me incliné hacia delante para ver el
canal, que estaba lleno de aquellospálidos pétalos de olmo. Era ridículo.
—Una segunda parte solo paranosotros —agregué.
—¿Y qué supones que nos dirá? —me preguntó.
—De verdad que no lo sé. Le hedado mil vueltas. Cada vez que lo releíapensaba una cosa diferente, ¿sabes?
Augustus asintió.—¿Tú tienes alguna teoría? —le
pregunté.—Sí. No creo que el Tulipán
Holandés sea un farsante, pero tampoco
es rico, como pretende hacer creer. Ycreo que, después de que Anna muera,su madre se va a Holanda a vivir con élpensando que vivirán allí para siempre,pero no funciona, porque quiere estarcerca de donde estaba su hija.
No era consciente de que Augustushubiera pensado tanto en el libro, de queUn dolor imperial le importase almargen del hecho de que me importara amí.
El agua lamía en silencio lasparedes de los canales de piedra. Ungrupo de amigos pasó pedaleando ygritándose en su lengua gutural. Habíapequeños barcos, no mucho más grandes
que yo, medio hundidos en el canal. Mellegaba un olor a agua largo tiempoestancada. El brazo de Augustus mepresionaba contra él, y su pierna realestaba pegada a la mía desde la caderahasta la punta del pie. Me incliné unpoco hacia su cuerpo e hizo una muecade dolor.
—Perdona. ¿Estás bien?Dejó escapar un sí con evidente
dolor.—Perdona —repetí—. Tengo los
hombros huesudos.—Tranquila —me dijo—. La verdad
es que me gustan.Nos quedamos allí sentados mucho
rato. Al final retiró el brazo de mishombros y se apoyó en el respaldo delbanco. Pasamos casi todo el tiempoobservando el canal. Yo pensaba en quehabían conseguido crear aquel lugaraunque debería haber estado debajo delagua, y en que yo era para la doctoraMaria una especie de Amsterdam, unaanomalía medio sumergida, y eso mellevó a pensar en la muerte.
—¿Puedo preguntarte por CarolineMathers?
—Luego dices que no hay vidadespués de la muerte —me contestó sinmirarme—. Pero sí, claro. ¿Qué quieressaber?
Quería saber que estaría bien si yome moría. No quería ser una granada,una fuerza maléfica en la vida de laspersonas a las que quería.
—Nada, solo qué pasó.Soltó un suspiro tan largo que para
mis pulmones de mierda fue como sifanfarroneara. Se colocó un cigarrillo enla boca.
—Todo el mundo sabe que en ningúnlugar se juega menos que en el patio deun hospital.
Asentí.—Bueno, estuve en el Memorial un
par de semanas cuando me cortaron lapierna. Estaba en la quinta planta, y
desde allí veía el patio, que porsupuesto estaba siempre totalmentedesierto. No dejaba de pensar en lasconnotaciones metafóricas del patiovacío del hospital. Y entonces aquellachica empezó a aparecer sola por elpatio, cada día, se columpiabatotalmente sola, como si fuera unapelícula o algo así. Pedí detalles sobrela chica a mi enfermera más simpática,que la trajo a hacerme una visita. EraCaroline. Y recurrí a mi gran carismapara ganármela.
Hizo una pausa, así que decidí deciralgo:
—No tienes tanto carisma.
Se burló, porque no se lo creía.—Simplemente estás bueno —le
expliqué.Se rió.—Lo que pasa con los muertos… —
dijo, pero se detuvo—. Lo que pasa esque si no los idealizas, pareces un hijode puta, pero la verdad es…complicada, supongo. Ya conoces eltópico del enfermo de cáncer estoico ydecidido que lucha heroicamente contrasu enfermedad con fuerza inhumana ynunca se lamenta ni deja de sonreír, nisiquiera en el último momento, etcétera,etcétera.
—Por supuesto —le contesté—. Son
almas bondadosas y generosas que nossirven de inspiración cada vez querespiran. ¡Son tan fuertes! ¡Losadmiramos tanto!
—Exacto. Pero, mira, aparte denosotros, obviamente, los chavales concáncer no tienen más posibilidades deser maravillosos, compasivos,perseverantes o lo que sea. Carolineestaba siempre deprimida y de malhumor, pero me gustaba. Me gustabapensar que yo era la única persona delmundo a la que había elegido para noodiarla, así que el tiempo que estuvimosjuntos lo pasamos fastidiando a todo elmundo. Fastidiando a las enfermeras, a
los demás chicos, a nuestras familias y aquien fuera. Pero no sé si era cosa suyao del tumor. Bueno, una enfermera medijo una vez que al tipo de tumor quetenía Caroline lo llamaban en elambiente médico el «tumor gilipollas»,porque te convierte en un monstruo. Y ala chica a la que le falta una quinta partedel cerebro se le reproduce el tumorgilipollas, así que, ya sabes, no era elmejor modelo de estoico heroísmo dechaval con cáncer. Era… Bueno, paraser sincero, era una bruja. Pero nopuedes decirlo, porque tenía ese tumor,y además está… en fin, está muerta. Ytenía muchas razones para ser
desagradable, ¿sabes?Lo sabía.—¿Recuerdas la parte de Un dolor
imperial en la que Anna cruza el campode fútbol para ir a hacer gimnasia, secae de morros en la hierba, y es en esemomento cuando sabe que se le hareproducido el cáncer en el sistemanervioso, y no puede levantarse, y tienela cara a dos centímetros de la hierbadel campo de fútbol, y se queda clavadaahí, mirando de cerca la hierba,observando cómo le da la luz… ? Norecuerdo la frase, pero es algo así comoque Anna tiene la revelaciónwhitmaniana de que lo que define al
hombre es su capacidad de maravillarseante la majestuosidad de la creación.¿Recuerdas esa parte?
—La recuerdo —le dije.—Después, mientras la quimio me
destrozaba, por alguna razón decidítener esperanza. No exactamente de queiba a sobrevivir, sino que me sentí comoAnna en el libro, ese sentimiento deentusiasmo y gratitud por el mero hechode poder maravillarme ante las cosas.
»Pero entretanto Caroline estabacada día peor. Después de un tiempovolvió a su casa, y en algunos momentospensaba que podríamos mantener unarelación normal, pero la verdad es que
no podíamos, porque no era capaz defiltrar lo que pensaba antes de decirlo, ylo que pensaba era triste, desagradable ya menudo doloroso. Pero, bueno, nopuedes dejar a una chica con un tumorcerebral. Y sus padres me tenían cariño,y su hermano pequeño es un chaval muymajo… En fin, ¿cómo vas a dejarla?Está muriéndose.
»Se hizo eterno. Casi un año. Un añosaliendo con una chica que empezaba areírse por las buenas y que señalaba mipierna ortopédica y me llamaba Pata dePalo.
—No.—Sí. Bueno, era el tumor. Se le
comía el cerebro, ¿sabes? O no era eltumor. No puedo saberlo, porque ella yel tumor eran inseparables. Pero, amedida que fue poniéndose másenferma, repetía las mismas historias yse reía de sus propios comentariosaunque aquel día hubiera dicho lomismo cien veces. Hacía la mismabroma una y otra vez durante semanas.«Gus tiene unas piernas fantásticas.Bueno, una pierna.» Y luego se reíacomo una loca.
—Oh, Gus —le dije—. Es…No sabía qué añadir. Augustus no me
miraba, así que mirarlo me parecíainvasivo. Se movió hacia delante. Se
retiró el cigarrillo de la boca, loobservó girándolo con el índice y elpulgar, y volvió a colocárselo en laboca.
—Bueno —dijo—, la verdad es quetengo una pierna fantástica.
—Lo siento —le dije—. Lo sientode veras.
—No pasa nada, Hazel Grace. Peroque te quede claro que cuando creí verel fantasma de Caroline Mathers en elgrupo de apoyo, no me alegré tanto. Temiraba, pero no sentía añoranza, no sé sime entiendes.
Se sacó el paquete del bolsillo ymetió el cigarrillo.
—Lo siento —repetí.—Yo también —respondió él.—No quiero hacerte algo así nunca
—le dije.—Bueno, no me importaría, Hazel
Grace. Sería un privilegio que merompieras el corazón.
Capítulo 12
Me desperté a las cuatro de lamadrugada en Holanda, cuando todavíano había amanecido. Mis intentos devolver a dormirme fracasaron, así queme quedé tumbada, con el BiPAPbombeando el aire hacia dentro y haciafuera, disfrutando de los sonidos deldragón, aunque deseando poder decidircuándo respirar.
Releí Un dolor imperial hasta lasseis, cuando mi madre se despertó yrodó hacia mí. Se frotó la cabeza contrami hombro, lo que me pareció incómodo
y ligeramente augustiniano.El hotel nos trajo a la habitación el
desayuno, que, para mi gran alegría, secomponía de fiambres, entre muchasotras negativas del esquema de desayunoestadounidense. Para ir a cenar alOranjee me había puesto el vestido quehabía planeado ponerme para ir a ver aPeter van Houten, así que, después deducharme y alisarme un poco el pelo,pasé casi media hora debatiendo con mimadre las ventajas y los inconvenientesde la ropa que tenía, hasta que decidívestirme lo más parecida posible a Annaen Un dolor imperial: las Converse,vaqueros oscuros, como ella siempre
llevaba, y una camiseta azul claro.La camiseta llevaba impresa la
famosa obra surrealista de RenéMagritte en la que dibujó una pipa, ydebajo escribió en letra cursiva: Cecin’est pas une pipe («Esto no es unapipa»).
—No entiendo esta camiseta —medijo mi madre.
—Peter van Houten la entenderá,créeme. En Un dolor imperial hay sietemil alusiones a Magritte.
—Pero es una pipa.—No, no lo es —le dije—. Es un
dibujo de una pipa. ¿Lo pillas? Todaslas representaciones de algo son
intrínsecamente abstractas. Es muyinteligente.
—¿Cómo has crecido tanto queentiendes cosas que confunden a tu viejamadre? —me preguntó—. Parece quefue ayer cuando le contaba a la Hazel desiete añitos por qué el cielo era azul. Enaquella época pensabas que era ungenio.
—¿Por qué el cielo es azul? —lepregunté.
—Porque sí —me contestó.Me reí.A medida que se acercaban las diez,
estaba cada vez más nerviosa. Nerviosapor ver a Augustus, por conocer a Peter
van Houten, por no haberme vestidobien, por si no encontrábamos la casa,ya que todas las casas de Amsterdamparecían iguales, por si nos perdíamos yno sabíamos volver al Filosoof… Era unmanojo de nervios. Mi madre intentabacharlar conmigo, pero la verdad es queno la escuchaba. Estuve a punto depedirle que subiera a asegurarse de queAugustus se había levantado cuandollamó a la puerta.
Abrí. Se quedó mirando mi camisetay sonrió.
—Qué gracia —dijo.—No me digas que te hacen gracia
mis tetas —le contesté.
—Estoy aquí —nos recordó mimadre desde atrás.
Pero había conseguido que Augustusse ruborizara y lo había dejado tan fuerade juego que por fin pude alzar lamirada hacia él.
—¿Estás segura de que no quieresvenir? —le pregunté a mi madre.
—Hoy voy al Rijksmuseum y alVondelpark —me contestó—. Además,no entiendo su libro. Sin ánimo deofender. Da las gracias a él y a Lidewijde nuestra parte, ¿vale?
—Vale —le dije.Abracé a mi madre, que me dio un
beso en la cabeza, por encima de la
oreja.
La casa de Peter van Houten estabajusto después de girar la esquina delhotel, en la Vondelstraat, frente alparque. Número 158. Augustus me cogióde la mano, y con la otra mano agarró elcarrito del oxígeno y subimos los trespeldaños que llevaban a la puerta de lacalle, de color azul oscuro. El corazónme latía a toda prisa. Una puerta cerradame separaba de las respuestas con lasque soñaba desde que había leído porprimera vez aquella última páginainconclusa.
Desde dentro llegaba el sonido de unbajo a un volumen tan alto que lasrepisas de las ventanas vibraban. Mepregunté si Peter van Houten tenía unhijo al que le gustaba el rap.
Agarré la aldaba, con forma decabeza de león, y llamé. La músicasiguió sonando.
—Quizá no oye la puerta con estamúsica —me dijo Augustus.
Cogió la cabeza de león y llamó másfuerte.
La música cesó y se oyó el sonidode unos pasos. Se deslizó un pestillo.Otro. La puerta se abrió con un chirrido.Un hombre barrigudo, con poco pelo,
mejillas caídas y barba de una semanaentrecerró los ojos deslumbrado.Llevaba un pijama azul celeste como losde las películas antiguas. Su cara y subarriga eran tan redondas y sus brazostan flacos que parecía una bola de masacon cuatro palillos clavados.
—¿El señor Van Houten? —lepreguntó Augustus alzando un poco lavoz.
Cerró de un portazo. Desde el otrolado de la puerta oí un grito balbuceantey agudo:
—¡LIDEWIJ!—¿Han llegado, Peter? —preguntó
una mujer.
Lo oíamos todo desde fuera.—Hay… Lidewij, hay dos
apariciones adolescentes en la puerta.—¿Apariciones? —preguntó la
mujer con una bonita cadenciaholandesa.
—Fantasmas, espectros, demonios,visitantes, extraterrestres, apariciones,Lidewij —contestó Van Houten—.¿Cómo es posible que alguien que estáhaciendo un posgrado en literaturaestadounidense maneje tan mal elinglés?
—Peter, no son extraterrestres. SonAugustus y Hazel, los jóvenesadmiradores con los que te has escrito.
—¿Que son… qué? ¡Pensaba queestaban en Estados Unidos!
—Sí, pero los invitaste a venir,¿recuerdas?
—¿Sabes por qué me marché deEstados Unidos, Lidewij? Para no tenerque volver a ver a estadounidenses.
—Pero tú eres estadounidense.—No puedo remediarlo, parece.
Pero, en cuanto a esos estadounidenses,diles que se vayan ahora mismo, que hasido un terrible error, que la invitacióndel bendito Van Houten era retórica, noreal, que este tipo de ofertas debenentenderse simbólicamente.
Pensé que iba a vomitar. Miré a
Augustus, que no apartaba los ojos de lapuerta, y vi sus hombros caídos.
—No voy a hacerlo, Peter —contestó Lidewij—. Tienes que hablarcon ellos. Debes hacerlo. Necesitasverlos. Necesitas ver que tu obra esimportante.
—Lidewij, ¿me has engañado apropósito para organizarlo?
Siguió un largo silencio, y por fin lapuerta se abrió. Van Houten nos miróalternativamente a Augustus y a mí,todavía con los ojos entrecerrados.
—¿Quién de los dos es AugustusWaters? —preguntó.
Augustus levantó la mano con
cautela.Van Houten asintió.—¿Habías llegado a un acuerdo con
esta chavala?Por primera y única vez vi a un
Augustus Waters que no sabía qué decir.—Pues… —empezó a decir—,
pues… yo… Hazel, pues… bueno…—Este chico parece un poco
retrasado —dijo Peter van Houten aLidewij.
—¡Peter! —le regañó la chica.—Bueno —continuó Peter van
Houten tendiéndome la mano—, encualquier caso, es un placer conocer acriaturas tan ontológicamente
inverosímiles.Le estreché la mano, que era fofa, y
después se la tendió a Augustus. Mepreguntaba qué quería decir«ontológicamente». A pesar de todo, megustó. Augustus y yo estábamos juntos enel club de las criaturas inverosímiles.Nosotros y los ornitorrincos.
Por supuesto, había esperado quePeter van Houten estuviera cuerdo, peroel mundo no es una fábrica de concederdeseos. Lo importante era que la puertaestaba abierta y que estaba a punto dedescubrir qué pasaba después del finalde Un dolor imperial. Con eso bastaba.Lo seguimos a él y a Lidewij, dejamos
atrás una enorme mesa de roble con solodos sillas y llegamos a una sala de estarescalofriantemente aséptica. Parecía unmuseo, con la salvedad de que en lasblancas paredes no había cuadros. En lasala, que parecía vacía, no había másque un sofá y un diván, ambos de metal ycuero negro. De pronto vi dos bolsasgrandes de basura, llenas y arrugadas,debajo del sofá.
—¿Basura? —murmuré a Augustusen voz tan baja que pensé que nadie máspodría oírlo.
—Cartas de admiradores —contestóVan Houten sentándose en el diván—.Nada menos que dieciocho años. No
puedo abrirlas. Me aterrorizan. Lasvuestras son las primeras cartas que herespondido, y ya veis lo que me hapasado. Sinceramente, no me apetecenada saber quiénes son mis lectores.
Eso explicaba por qué nunca habíacontestado mis cartas. No las habíaleído. Me pregunté por qué lasconservaba, por lo demás en una sala deestar vacía. Van Houten subió los piesencima del diván, cruzó las zapatillas yse reclinó en el sofá. Augustus y yo nossentamos juntos, aunque no pegados.
—¿Queréis desayunar algo? —nospreguntó Lidewij.
Había empezado a decir que ya
habíamos comido cuando Peter meinterrumpió.
—Es demasiado temprano paradesayunar, Lidewij.
—Bueno, son estadounidenses,Peter, así que para ellos son más de lasdoce.
—Entonces es demasiado tarde paradesayunar —replicó—. Pero, bueno,como para ellos es mediodía,deberíamos tomarnos una copa. ¿Unwhisky? —me preguntó.
—Pues… no. No quiero nada,gracias —le contesté.
—¿Augustus Waters? —preguntóVan Houten girando la cara hacia Gus.
—No, gracias.—Pues solo para mí, Lidewij.
Whisky con agua, por favor. —Y volvióa dirigirse a Augustus—: ¿Sabes cómopreparamos el whisky con agua en estacasa?
—No, señor —le contestó Augustus.—Servimos whisky en un vaso,
después pensamos en agua, y mezclamosel whisky real con la idea abstracta delagua.
—Quizá podrías comer algo antes,Peter —dijo Lidewij.
—Cree que tengo problemas con labebida —respondió mirándonos anosotros.
—Y creo que ha salido el sol —contestó Lidewij.
Aun así, la mujer se dirigió almueble bar del salón, sacó una botellade whisky, llenó medio vaso y se lollevó. Peter van Houten dio un sorbo yse incorporó.
—Una bebida tan buena merece lamejor postura —comentó.
Fui consciente de mi postura y meincorporé un poco en el sofá. Mecoloqué bien los tubos. Mi padresiempre me decía que puedes hacerteuna idea de las personas por cómo tratana los camareros y a sus ayudantes. Segúneste criterio, Peter van Houten era
seguramente el tipo más despreciabledel mundo.
—Así que te gusta mi libro —le dijoa Augustus después de dar otro sorbo.
—Sí —dije en nombre de Augustus—. Y sí, pedimos… Bueno, Augustuspidió como deseo conocerlo para quepudiéramos venir a Amsterdam y noscontara qué pasa después del final deUn dolor imperial.
Van Houten no dijo nada. Se limitó adar un largo trago de whisky.
—De alguna manera, su libro es loque nos unió —dijo Augustus un minutodespués.
—Pero no estáis juntos —comentó
sin mirarme.—Lo que nos acercó —dije yo.Esta vez se dirigió a mí:—¿Te has vestido cómo ella a
propósito?—¿Como Anna? —le pregunté.Me miró fijamente sin contestarme.—Más o menos —dije.Volvió a dar otro largo trago e hizo
una mueca.—No tengo problemas con la bebida
—comentó en voz innecesariamente alta—. Mantengo una relación churchillianacon el alcohol. Puedo soltar bromas,gobernar Inglaterra y hacer lo que me déla gana, menos no beber.
Lanzó una mirada a Lidewij y señalóel vaso con la cabeza. La chica lo cogióy volvió al mueble bar.
—Solo la idea de agua, Lidewij —le ordenó.
—Sí, ya lo sé —le contestó suasistente con acento casiestadounidense.
Llegó la segunda copa. Van Houtenvolvió a estirar la columna por respeto.Se quitó las zapatillas. Tenía los piesmuy feos. Estaba mandando al traste miidea de un escritor genial. Pero tenía lasrespuestas que estaba esperando.
—Bueno, pues… —dije— antetodo, queremos agradecerle la cena de
ayer y…—¿Les pagamos la cena ayer? —
preguntó Van Houten a Lidewij.—Sí, en el Oranjee.—Ah, sí. Bueno, creedme si os digo
que no tenéis que agradecérmela a mí,sino a Lidewij, que tiene un donespecial para gastarse mi dinero.
—Ha sido un placer —dijo Lidewij.—Bueno, gracias en cualquier caso
—contestó Augustus.Su tono delataba que estaba molesto.—En fin, aquí me tenéis —dijo Van
Houten al rato—. ¿Qué queréispreguntarme?
—Pues… —dijo Augustus.
—Con lo inteligente que parecía porescrito… —añadió Van Houten aLidewij mirando a Augustus—. Quizá elcáncer le ha abierto una brecha en elcerebro.
—¡Peter! —exclamó Lidewij,lógicamente horrorizada.
También yo estaba horrorizada, peroel hecho de que un tipo fuera tandespreciable como para no tratarnos concierta deferencia tenía un puntosimpático.
—En realidad queremos hacerlevarias preguntas —le respondí—. Lehablé de ellas en mi e-mail. No sé si lorecuerda.
—No.—Le falla la memoria —dijo
Lidewij.—Si solo me fallara la memoria…
—le contestó Van Houten.—Lo que queremos preguntarle…—Habla en plural mayestático —
apuntó Peter sin dirigirse a nadie enconcreto.
Otro trago. No tenía ni idea de a quésabía el whisky, pero, si se parecía alchampán, no entendía cómo podía bebertanto, tan deprisa y tan temprano.
—¿Conoces la paradoja de latortuga de Zenón? —me preguntó.
—Lo que queremos preguntarle es
qué sucede con los personajes despuésdel final del libro, en concreto lamadre…
—Te equivocas si piensas que tengoque escuchar tu pregunta para poderresponderla. ¿Conoces al filósofoZenón?
Negué ligeramente con la cabeza.—Una lástima. Zenón fue un filósofo
presocrático que se dice que descubriócuarenta paradojas en la visión delmundo de Parménides… Seguro quesabes quién es Parménides.
Asentí, aunque no sabía quién eraParménides.
—Menos mal —dijo—. Zenón se
dedicó sistemáticamente a poner demanifiesto las inexactitudes y lassimplificaciones de Parménides, lo cualno era tan complicado, porqueParménides siempre se equivocó entodo. Parménides tiene valorexactamente en el mismo sentido quetiene valor conocer a alguien que eligeel caballo equivocado cada vez que lollevas a una carrera. Pero lo másimportante de Zenón… Espera, dime sisabes algo de hip-hop sueco.
Me preguntaba si Peter van Houtenestaba tomándonos el pelo. Augustus lecontestó por mí:
—Muy poco.
—Vale, pero seguramente conocéisFläcken, el primer álbum de Afasi ochFilthy.
—No, no lo conocemos —contestépor los dos.
—Lidewij, pon «Bomfalleralla»inmediatamente.
Lidewij se acercó a un reproductorde MP3, giró un poco la rueda ypresionó un botón. Un rap resonó portodo el salón. Parecía un rap típico, soloque la letra era en sueco.
Cuando acabó la canción, Peter vanHouten nos miró expectante, con losojos abiertos como platos.
—¿Sí? —preguntó—. ¿Sí?
—Lo siento, pero no hablamos sueco—le dije.
—Por supuesto que no. Yo tampoco.¿Quién mierda habla sueco? Loimportante no es las gilipolleces quedicen las voces, sino lo que las vocessienten. Seguro que sabéis que solo haydos sentimientos, el amor y el odio, yAfasi och Filthy navega entre ambos conuna facilidad que sencillamente esimposible encontrar en el hip-hop fuerade Suecia. ¿Queréis que os la vuelva aponer?
—¿Está de broma? —le preguntóGus.
—¿Cómo?
—¿Está representando una obra deteatro? ¿Es eso? —preguntó mirando aLidewij.
—Me temo que no —le contestóLidewij—. No siempre es… No suele…
—Oh, cállate, Lidewij. Rudolf Ottodecía que si no te has topado con elnoúmeno, si no has experimentado uncontacto no racional con el mysteriumtremendum, entonces su obra no erapara ti. Y yo os digo a vosotros,chavales, que si no oís cómo respondeal miedo Afasi och Filthy, entonces miobra no es para vosotros.
Vuelvo a repetir que era un raptotalmente normal, solo que en sueco.
—Bueno… —le dije—. Volviendo aUn dolor imperial… Cuando el libroacaba, la madre de Anna está a punto…
Van Houten me interrumpió.Repiqueteó con el vaso mientrashablaba hasta que Lidewij volvió allenárselo.
—Zenón es famoso sobre todo porsu paradoja de la tortuga. Imaginemosque haces una carrera con una tortuga.La tortuga empieza a correr con diezmetros de ventaja. En el tiempo quetardas en recorrer esos diez metros, latortuga quizá ha avanzado uno. Y en eltiempo que tardas en recorrer esadistancia, la tortuga sigue avanzando, y
así indefinidamente. Eres más rápidaque la tortuga, pero nunca podrásalcanzarla. Solo podrás reducir suventaja.
»Por supuesto, te limitas a adelantara la tortuga sin prestar atención a lo queimplica, pero la cuestión de cómopuedes hacerlo resulta serincreíblemente complicada, y nadiepudo resolverla hasta que Cantor nosmostró que hay infinitos más grandesque otros infinitos.
—Pues… —dije.—Supongo que esto responde a tu
pregunta —me dijo muy seguro de símismo.
Y bebió un trago generoso.—La verdad es que no —le contesté
—. Nos preguntábamos si al final de Undolor imperial…
—Abomino de todo lo que dice esaputrefacta novela —me cortó VanHouten.
—No —dije yo.—¿Perdón?—No, es inaceptable —añadí—.
Entiendo que la historia acaba en mitadde una frase porque Anna muere o estádemasiado enferma para seguir, perousted dijo que nos contaría qué lessucede a los personajes, y por esoestamos aquí, y necesitamos… necesito
que me lo cuente.Van Houten suspiró y dio otro trago.—Muy bien. ¿Qué historia te
interesa?—La de la madre de Anna, el
Tulipán Holandés, el hámster Sísifo…En fin, lo que les sucede a todos losdemás personajes.
Van Houten cerró los ojos, resoplóinflando las mejillas y alzó la miradahacia las vigas de madera que cruzabanel techo.
—El hámster —dijo un momentodespués—. Christine adopta al hámster.
Christine era una amiga de Anna deantes de la enfermedad. Tenía sentido.
Christine y Anna jugaban con Sísifo envarias escenas.
—Christine lo adopta, vive un parde años más después de que acaba lanovela y muere en paz mientras duerme.
Por fin avanzábamos.—Muy bien —le dije—. Muy bien.
¿Y el Tulipán Holandés? ¿Es unfarsante? ¿Se casa con la madre deAnna?
Van Houten seguía contemplando lasvigas del techo. Dio un trago. El vasovolvía a estar casi vacío.
—Lidewij, no puedo. No puedo. Nopuedo.
Bajó la mirada hasta mí.
—Al Tulipán Holandés no le sucedenada. Ni es un farsante ni deja de serlo.Es Dios. Es obviamente, y sin lugar adudas, una representación metafórica deDios, así que preguntar qué ha sido de éles intelectualmente equivalente apreguntar qué ha sido de los ojosincorpóreos del doctor T. J. Eckleburgen Gatsby.[11] ¿Se casó con la madre deAnna? Estamos hablando de una novela,querida niña, no de un acontecimientohistórico.
—Vale, pero seguramente hapensado qué sucede con ellos, quierodecir como personajes, al margen de susignificado metafórico y todo eso.
—Son ficciones —me contestóvolviendo a repiquetear el vaso—. Noles sucede nada.
—Dijo que me lo contaría —insistí.Me dije a mí misma que tenía que
ser firme. Tenía que mantener sudispersa atención en mis preguntas.
—Es posible, pero tenía la erróneaimpresión de que no podrías cruzar elAtlántico. Pretendía… reconfortarte,supongo. Debería habérmelo pensadomejor. Pero, para serte del todo sincero,esa infantil idea de que el autor de unanovela sabe algo de sus personajes… esridícula. Esa novela surgió de garabatosen un papel, querida. Los personajes que
la habitan no tienen vida fuera de esosgarabatos. ¿Qué sucede con ellos?Todos dejan de existir en el momento enque acaba la novela.
—No —dije levantándome del sofá—. No. Eso lo entiendo, pero esimposible no imaginarles un futuro. Yusted es la persona más cualificada paraimaginar ese futuro. Algo le sucedió a lamadre de Anna. O se casó o no se casó.O se fue a Holanda a vivir con elTulipán Holandés o no. O tuvo más hijoso no. Necesito saber qué le pasó.
Van Houten frunció los labios.—Lamento no poder satisfacer tus
caprichos infantiles, pero me niego a
compadecerte, como estásacostumbrada.
—No quiero su compasión —lecontesté.
—Como todos los niños enfermos—me dijo con tono indiferente—, dicesque no quieres compasión, pero tupropia existencia depende de ella.
—Peter —añadió Lidewij.Pero Van Houten se reclinó y siguió
hablando. Las palabras se gestaban en suboca de borracho.
—Es inevitable que los niñosenfermos se queden atrás. Estásdestinada a vivir los días que te quedancomo la niña que eras cuando te
diagnosticaron la enfermedad, la niñaque cree que hay vida después del finalde una novela. Y nosotros, comoadultos, te compadecemos, así quepagamos tus tratamientos y tus máquinasde oxígeno. Te damos de comer y debeber aunque hay pocas posibilidadesde que vivas lo suficiente…
—¡PETER! —gritó Lidewij.—Eres un efecto colateral —siguió
diciendo Van Houten— de un procesoevolutivo al que le importan poco lasvidas individuales. Eres un experimentode mutación fallido.
—¡DIMITO! —gritó Lidewij conlágrimas en los ojos.
Pero yo no estaba enfadada. VanHouten buscaba la manera más hirientede decirme la verdad, pero por supuestoyo ya sabía la verdad. Había pasadoaños contemplando el techo de mihabitación y de la UCI, de modo quehacía mucho tiempo que habíaencontrado las maneras más hirientes deimaginar mi enfermedad. Di un pasohacia él.
—Escúchame, gilipollas —le dije—. No puedes decirme nada sobre laenfermedad que no sepa. Necesito únicay exclusivamente una cosa de ti antes deque salga de tu vida para siempre: ¿QUÉLE SUCEDE A LA MADRE DE
ANNA?Alzó ligeramente su fofa barbilla
hacia mí y se encogió de hombros.—Puedo decirte lo que le sucede
tanto como lo que le pasa al narrador deProust, a la hermana de HoldenCaulfield o a Huckleberry Finn cuandose marcha al oeste.
—¡GILIPOLLECES! Purasgilipolleces. ¡Dímelo de una vez!¡Invéntate algo!
—No, y te agradecería que nodijeras palabrotas en mi casa. No espropio de una señorita.
Seguía sin estar enfadada, peroponía todo mi empeño en conseguir lo
que me había prometido. Algo seapoderó de mí, me acerqué a Van Houteny le pegué un golpe en la abotargadamano que sujetaba el vaso de whisky. Elresultado fue que el whisky le salpicótoda la cara, y el vaso le rebotó en lanariz, dio vueltas por los aires y seestrelló con un ruido espantoso contra elviejo suelo de madera.
—Lidewij —dijo Van Houten contono tranquilo—, un artini, por favor.Solo una gota de vermut.
—He dimitido —le contestó lachica.
—No seas ridícula.No sabía qué hacer. Ser buena no
había funcionado. Ser mala tampoco.Necesitaba una respuesta. Había hechoun largo camino y le había robado aAugustus su deseo. Necesitaba saberlo.
—¿Alguna vez te has parado apreguntarte por qué te importan tanto tusestúpidas preguntas? —me dijoarrastrando las palabras.
—¡LO PROMETISTE! —grité.Creí oír el llanto de impotencia de
Isaac la noche de los trofeos rotos.Van Houten no me contestó.Estaba todavía frente a él, esperando
que me dijera algo, cuando sentí queAugustus me cogía del brazo y tiraba demí hacia la puerta. Lo seguí mientras
Van Houten despotricaba sobre loingratos que eran los adolescentes dehoy en día y cómo se había perdido laeducación, y Lidewij, histérica, legritaba en holandés a toda velocidad.
—Tendréis que perdonar a mi exasistente —dijo Van Houten—. Elholandés es más una enfermedad de lagarganta que una lengua.
Augustus siguió tirando de mí hastaque cruzamos la puerta de la calle ysalimos a la mañana primaveral, con elconfeti cayendo de los olmos.
Para mí no existían las huidas
deprisa y corriendo, pero bajamos laescalera, Augustus sujetando mi carrito,y emprendimos el regreso al Filosoofpor una acera desigual de imbricadosladrillos rectangulares. Por primera vezdesde los columpios me eché a llorar.
—Hey —me dijo Augustustocándome la cintura—. Eh, no pasanada.
Asentí y me sequé la cara con eldorso de la mano.
—Es un capullo.Volví a asentir.—Te escribiré un epílogo —me dijo
Gus.Me hizo llorar con más fuerza.
—Sí —continuó—, lo escribiré.Mejor que cualquier mierda que puedaescribir ese borracho. Se le hareblandecido el cerebro. Ni siquierarecuerda que escribió el libro. Puedoescribir diez veces la historia que puedaescribir ese tipo. Habrá sangre, tripas ysacrificio. Un dolor imperial y Elprecio del amanecer se dan la mano. Teencantará.
Seguí asintiendo y fingiendo sonreír.Augustus me abrazó. Sus fuertes brazosme apretaron contra su pecho musculosoy le mojé un poco el jersey, pero luegome recuperé un poco y pude hablar.
—He gastado tu deseo en este
gilipollas —le dije apoyada contra supecho.
—Hazel Grace, no. Estoy deacuerdo en que has gastado mi únicodeseo, pero no en él. Lo has gastado ennosotros.
Oí el sonido de unos taconescorriendo hacia nosotros por la acera yme giré. Era Lidewij, con el lápiz deojos corrido por toda la cara yhorrorizada, con razón.
—Quizá podríamos ir a la casa deAna Frank —dijo.
—Yo no voy a ninguna parte con esemonstruo —le respondió Augustus.
—Él no está invitado —contestó
Lidewij.Augustus, protector, seguía
abrazándome. Me acarició la cara conuna mano.
—No creo que… —empezó a decir.Pero lo interrumpí.—Tenemos que ir.Todavía quería respuestas de Van
Houten, pero no era lo único. Solo mequedaban dos días en Amsterdam conAugustus Waters. No iba a permitir queun viejo patético me los echara a perder.
Lidewij conducía un viejo Fiat griscon un motor que sonaba como una niña
de cuatro años nerviosa. Mientrascirculábamos por las calles deAmsterdam, no dejaba de pedirnosdisculpas.
—Lo siento mucho. No tiene excusa.Está muy enfermo —nos dijo—. Penséque veros lo ayudaría. Quería que vieraque su obra ha influido en vidas reales,pero… Lo siento mucho. Ha sidobochornoso.
Ni Augustus ni yo dijimos nada. Yoiba en el asiento trasero, detrás de él.Pasé la mano entre la carrocería delcoche y su asiento para buscar la suya,pero no la encontré.
—He seguido trabajando con él
porque creo que es un genio y porque mepaga muy bien —siguió diciendoLidewij—, pero se ha convertido en unmonstruo.
—Supongo que se hizo bastante ricocon el libro —le contesté.
—Oh, no, no. Es un Van Houten —me contestó—. En el siglo XVII unantepasado suyo descubrió cómomezclar cacao en agua. Algunos VanHouten se trasladaron a Estados Unidoshace mucho, y Peter desciende de ellos,pero vino a vivir a Holanda después depublicar su novela. Es una vergüenzapara su importante familia.
El motor gritó. Lidewij cambió de
marcha y cruzamos un puente sobre uncanal.
—Son sus circunstancias —nos dijo—. Las circunstancias lo han hecho tancruel. No es malo. Pero hoy no pensabaque… Cuando ha dicho esasbarbaridades, no podía creérmelo. Losiento mucho. Lo siento muchísimo.
Tuvimos que aparcar a una manzanade la casa de Ana Frank. MientrasLidewij hacía cola para sacar nuestrasentradas, me senté con la espaldaapoyada en un pequeño árbol y observélas casas flotantes amarradas en el canal
Prinsengracht. Augustus estaba de pieante mí, trazando pequeños círculos conmi carrito del oxígeno y contemplandocómo giraban las ruedas. Quería que sesentara a mi lado, pero sabía que leresultaba muy difícil sentarse, y todavíamás levantarse.
—¿Estás bien? —me preguntó.Me encogí de hombros y alargué una
mano para tocarle la pierna. Era supierna falsa, pero dejé la mano. Me miródesde arriba.
—Quería… —le dije.—Ya sé —me contestó—, ya sé,
pero por lo visto el mundo no es unafábrica de conceder deseos.
Me hizo sonreír un poco.Lidewij volvió con las entradas,
pero con sus finos labios fruncidos en ungesto preocupado.
—No hay ascensor —nos dijo—. Losiento muchísimo.
—No pasa nada —le dije.—No, hay muchas escaleras —dijo
—. De escalones altos.—No pasa nada —repetí.Augustus empezó a decir algo, pero
lo interrumpí.—No pasa nada. Puedo subir.Empezamos en una sala que
mostraba un vídeo sobre los judíos enHolanda, la invasión nazi y la familia
Frank. Luego subimos a la casa delcanal en la que estuvo la empresa deOtto Frank. La escalera era pronunciadatanto para Augustus como para mí, perome sentía fuerte. Enseguida contemplé lafamosa estantería que había ocultado aAna Frank, a su familia y a otras cuatropersonas. Estaba separada de la pared, ydetrás de ella había una escalera todavíamás pronunciada, de una anchura en laque solo cabía una persona. Había gentevisitando la casa, y yo no quería quetuvieran que esperarme, pero Lidewijles pidió un poco de paciencia y empecéa subir. Lidewij me siguió con el carrito,y detrás de ella subió Gus.
Eran catorce escalones. No dejabade pensar en la gente que iba detrás denosotros —en su mayoría adultos quehablaban diferentes lenguas— y mesentía incómoda, como un fantasma quereconforta y atormenta a la vez, pero porfin llegué a una inquietante habitaciónvacía y me apoyé en la pared. Micerebro decía a mis pulmones: «Ya está,ya está, traquilos, ya está», y mispulmones decían a mi cerebro: «Ay, aquínos morimos». Ni siquiera había vistollegar a Augustus, que se acercó, se pasóla mano por la frente, como diciendo«¡uf!».
—Eres una campeona —me dijo.
Tras varios minutos apoyada en lapared, me dirigí a la siguientehabitación, la que Ana compartió con eldentista Fritz Pfeffer. Era diminuta y notenía un solo mueble. Nunca pensaríasque alguien vivió en aquella habitaciónsi no fuera porque las fotos de revistas yperiódicos que Ana Frank pegó en lapared seguían ahí.
Otra escalera conducía a lahabitación en la que vivió la familia VanPels, más pronunciada todavía que laanterior y con dieciocho peldaños,básicamente una escalera de mano conpretensiones. Llegué al umbral, miréhacia arriba y pensé que no podía, pero
sabía que el único camino era subir.—Volvamos —dijo Gus detrás de
mí.—Estoy bien —le contesté en voz
baja.Es una tontería, pero pensaba que se
lo debía —a Ana Frank, quiero decir—,porque ella estaba muerta y yo no,porque se había pasado mucho tiempoen silencio y con las persianas bajadas,lo había hecho todo bien, pero aun asímurió, de modo que yo tenía que subirlos escalones y ver el resto del espacioen el que vivió durante años, antes deque llegara la Gestapo.
Empecé a subir la escalera casi a
gatas, como una niña, al principiodespacio para poder respirar, perodespués un poco más deprisa porquesabía que no iba a poder respirar yquería llegar arriba antes de estaragotada. La oscuridad invadía mi campode visión mientras me arrastraba por losdieciocho escalones de mierda. Por finllegué, casi ciega, con náuseas y con losmúsculos de las piernas y de los brazospidiendo oxígeno a gritos. Me desplomécontra una pared jadeando. Por encimade mí había una estructura cuadrada devidrio clavada en la pared. Alcé losojos para ver el techo a través de ella eintenté no desmayarme.
Lidewij se agachó a mi lado.—Ya estás arriba del todo. No hay
más escaleras.Asentí. Me daba más o menos cuenta
de que las personas que me rodeaban memiraban preocupadas, de que Lidewijhablaba en voz baja con variosvisitantes en una lengua, luego en otra, yen otra más, de que Augustus estaba depie frente a mí y me acariciaba el pelocon una mano.
Largo rato después Lidewij yAugustus me ayudaron a levantarme y vilo que protegía la estructura de vidrio:marcas a lápiz en el papel pintado queseñalaban cómo habían ido creciendo
los niños en el anexo durante el períodoen que vivieron allí, centímetro acentímetro, hasta que no pudieron seguircreciendo.
Allí terminaba la zona en la quevivieron los Frank, pero el museocontinuaba. En un largo y estrechovestíbulo había fotos de las ochopersonas que vivieron en el anexo ydescripciones de cómo, dónde y cuándomurieron.
—Fue el único miembro de lafamilia que sobrevivió a la guerra —noscontó Lidewij refiriéndose a Otto, elpadre de Ana.
Hablaba en susurros, como si
estuviéramos en una iglesia.—En realidad no sobrevivió a una
guerra, sino a un genocidio —dijoAugustus.
—Es cierto —respondió Lidewij—.No sé cómo es posible seguir adelantesin tu familia. No lo sé.
Mientras leía la información sobrelos siete que murieron, pensaba en OttoFrank, que dejó de ser padre, y lo únicoque le quedó tras perder a su mujer y asus dos hijas fue un diario. Al final delvestíbulo, un libro enorme, más grandeque un diccionario, contenía losnombres de los ciento tres milholandeses que murieron en el
Holocausto. (Una etiqueta en la paredexplicaba que solo sobrevivieron cincomil deportados judíos, cinco mil OttoFrank.) El libro estaba abierto por lapágina en la que aparecía el nombre deAna Frank, pero lo que me llamó laatención fue que justo debajo de sunombre había cuatro Aron Frank.Cuatro. Cuatro Aron Frank sin museo,sin detalles históricos y sin nadie quellorara por ellos. Decidí en silenciorecordar y rezar por los cuatro AronFrank mientras estuviera viva. (Quizáalgunos necesiten creer en un Dios real yomnipotente para rezar, pero yo no.)
Cuando llegábamos al final de la
sala, Gus se detuvo.—¿Estás bien? —me preguntó.Asentí.—Lo peor es que casi se salva,
¿sabes? —me dijo señalando la foto deAna—. Murió unas semanas antes deque los liberaran.
Lidewij se alejó unos pasos para verun vídeo, y yo cogí a Augustus de lamano mientras entrábamos en lasiguiente sala. Era una sala triangularcon cartas que Otto Frank escribió enlos meses en que buscaba a sus hijas. Enmedio de la sala, en la pared, seproyectaba un vídeo en el que aparecíaOtto Frank hablando en inglés.
—¿Quedan nazis a los que puedaperseguir y llevar ante la justicia? —mepreguntó Augustus mientras nosacercábamos a las vitrinas para leer lascartas de Otto y las sangrantesrespuestas, que decían que no, nadiehabía visto a sus hijas tras la liberación.
—Creo que están todos muertos,pero no creo que los nazis tuvieran elmonopolio del mal.
—Es verdad —me contestó—.Podemos hacer una cosa, Hazel Grace:nos unimos y formamos juntos unapatrulla de discapacitados que clamepor todo el mundo, repare daños,defienda a los débiles y proteja a los
que estén en peligro.Aunque era su sueño, no el mío,
acepté. Al fin y al cabo, él habíaaceptado el mío.
—La audacia será nuestra armasecreta —le dije.
—Nuestras gestas sobreviviránmientras el ser humano tenga voz —dijoAugustus.
—Incluso después, cuando losrobots recuerden lo absurdos que eranlos sacrificios y la piedad de loshombres.
—Los robots se reirán de nuestravaliente locura —dijo—. Pero algo ensus corazones de hierro anhelará haber
vivido y haber muerto como nosotros,cumpliendo nuestra misión como héroes.
—Augustus Waters —le dije.Alcé la mirada hacia él y pensé que
no estaba bien besar a alguien en la casade Ana Frank, pero luego pensé que, alfin y al cabo, Ana Frank besó a alguienen la casa de Ana Frank, y queseguramente nada le habría gustado máspara su casa que verla convertida en unlugar en el que jóvenes irreparablementedestrozados se abandonan al amor.
Otto Frank decía en el vídeo, en suinglés con acento: «Debo decir que mesorprendió mucho que los pensamientosde Ana fueran tan profundos».
Nos besamos. Solté el carrito deloxígeno y le pasé la mano por la nuca, yél me alzó por la cintura hasta dejarmede puntillas. Cuando sus labiosentreabiertos rozaron los míos, empecéa sentir que me faltaba la respiración,pero de una manera nueva y fascinante.El mundo que nos rodeaba se esfumó, ypor un extraño momento me gustórealmente mi cuerpo. De pronto, aquelcuerpo destrozado por el cáncer quellevaba años arrastrando parecíamerecer la batalla, los tubos en elpecho, las cánulas y la incesante traiciónde los tumores.
«Era una Ana muy diferente de la
que había conocido como mi hija. Laverdad es que nunca mostraba este tipode sentimientos íntimos», continuódiciendo Otto Frank.
El beso se prolongó mientras OttoFrank seguía hablando detrás de mí.
«Y como yo mantenía una excelenterelación con Ana, mi conclusión es quela mayoría de los padres no conocenrealmente a sus hijos.»
Me di cuenta de que tenía los ojoscerrados y los abrí. Augustus estabamirándome, sus ojos azules más cercade mí que nunca, y detrás de él unamultitud había formado a nuestroalrededor una especie de grueso corro.
Pensé que estarían enfadados.Horrorizados. Estos jovencitos y sushormonas, pegándose el lote debajo deun vídeo que reproducía la voz quebradade un padre que había perdido a sushijas.
Me separé de Augustus, que me dioun beso en la frente mientras yo mirabafijamente mis Converse. Entoncesempezaron a aplaudir. Toda aquellagente, aquellos adultos, empezó aaplaudir, y alguien gritó «¡Bravo!» conacento europeo. Augustus se inclinóhacia delante con una sonrisa. Yo,riéndome, hice una ligera reverenciajusto cuando volvía a estallar un
aplauso.Nos dispusimos a bajar, pero
primero dejamos que aquellos adultospasaran por delante de nosotros. Justoantes de llegar a la cafetería (donde unbendito ascensor nos llevó a la plantabaja y a la tienda del museo) vimospáginas del diario de Ana y también sulibro de citas, que no se habíapublicado. Este libro estaba abierto enuna página que contenía citas deShakespeare. Ana había anotado:«¿Quién es tan firme que no se le puedaseducir?».
Lidewij nos acompañó en coche alFilosoof. Aunque estaba lloviznando,Augustus y yo nos quedamos en la acera,frente al hotel, mojándonos poco a poco.
Augustus: Tendrías que descansar unrato.
Yo: Estoy bien.Augustus: Bien. (Pausa.) ¿En qué
piensas?Yo: En ti.Augustus: ¿En qué de mí?Yo: «No sé qué preferir, / si la
belleza de las inflexiones / o la bellezade las insinuaciones, / el mirlo cuando
silba / o cuando acaba de hacerlo».Augustus: Qué sexy eres.Yo: Podríamos ir a tu habitación.Augustus: He oído ideas peores.
Nos apretamos en el diminutoascensor, todo él, incluso el techo, deespejo. Tuvimos que tirar de la puertapara cerrar, y luego el viejo cacharrochirrió mientras subía lentamente alsegundo piso. Estaba cansada, sudorosay preocupada por estar hecha un asco yoler fatal, pero aun así besé a Augustusen el ascensor. Él se apartó un poco,señaló un espejo y dijo:
—Mira, infinitas Hazel.—Hay infinitos más grandes que
otros infinitos —contesté arrastrando laspalabras e imitando a Van Houten.
—Menudo mamarracho de mierda—añadió Augustus.
Tardamos una eternidad en llegar alsegundo piso. Al final, el ascensor diouna sacudida, se detuvo y Augustusempujó la puerta de espejo. Cuandoestaba medio abierta, hizo un gesto dedolor y dejó de empujarla un segundo.
—¿Estás bien? —le pregunté.—Sí, sí —me contestó—. Es solo
que la puerta pesa demasiado, me temo.Volvió a empujar y la abrió. Me dejó
salir antes que él, por supuesto, pero nosabía hacia dónde dirigirme, así que mequedé parada junto a la puerta delascensor. Gus se detuvo también, con lacara todavía contraída.
—¿Estás bien? —volví apreguntarle.
—Solo en baja forma, Hazel Grace.No hay problema.
Estábamos en medio del vestíbulo.Augustus no se dirigía hacia suhabitación, y yo no sabía cuál era. Alver que no salíamos de aquel puntomuerto, llegué a la conclusión de queestaba intentando encontrar la manera deno enrollarse conmigo, de que no
debería habérselo propuesto yo, de queno era propio de una señorita, y por lotanto no le había gustado a AugustusWaters, que me miraba imperturbable,intentando que se le ocurriera unamanera de zafarse de la situación conelegancia.
Y por fin, tras una eternidad, medijo:
—Es por encima de la rodilla. Seestrecha un poco y luego solo hay piel.La cicatriz es asquerosa, pero soloparece…
—¿Qué? —le pregunté.—Mi pierna —me contestó—. Así
estás preparada por si… quiero decir,
por si la ves y…—Venga, supéralo de una vez.Avancé los dos pasos que me
separaban de él, lo besé muy fuerte,presionándolo contra la pared, y seguíbesándolo mientras se hurgaba en elbolsillo buscando la llave de lahabitación.
Nos metimos sigilosamente en lacama. El oxígeno limitaba un poco milibertad de movimientos, pero aun asíme coloqué encima de él, le quité eljersey y saboreé el sudor de su piel pordebajo de la clavícula mientras le
susurraba: «Te quiero, AugustusWaters». Al oírmelo decir, su cuerpo serelajó. Extendió los brazos e intentóquitarme la camiseta, pero se quedóenredada en el tubo. Me reí.
—¿Cómo puedes desnudarte todoslos días? —me preguntó mientras yodesenredaba la camiseta.
Fue una estupidez, pero de pronto seme ocurrió que mis bragas de color rosano pegaban con mi sujetador violeta,como si los chicos se fijaran en estascosas. Me deslicé debajo del edredón yme quité los vaqueros y los calcetines. Y
después contemplé el baile del edredónmientras Augustus, debajo de él, sequitaba primero los vaqueros y despuésla pierna.
Nos tumbamos boca arriba, muyjuntos, tapados con el edredón, y unsegundo después alargué la mano hastasu muslo y la deslicé hacia abajo, haciael muñón, donde estaba la gruesacicatriz. Agarré el muñón un instante, yAugustus se estremeció.
—¿Te duele? —le pregunté.—No —me contestó.Se colocó de lado y me besó.
—Estás buenísimo —le dije con lamano todavía en su pierna.
—Empiezo a pensar que te danmorbo los amputados —me contestó sindejar de besarme.
Me reí.—Me da morbo Augustus Waters —
le expliqué.
La cosa fue exactamente lo contrariode lo que me había imaginado: lenta,paciente, silenciosa y ni especialmentedolorosa ni especialmente extasiante.Tuvimos problemas con los condones, alos que no presté demasiada atención.
No rompimos el cabezal. No gritamos.La verdad es que seguramente fue la vezque pasamos más tiempo juntos sinhablar.
Solo una cosa siguió el estereotipo:después, cuando tenía la cara apoyadaen el pecho de Augustus y escuchaba loslatidos de su corazón, me dijo:
—Hazel Grace, se me cierranliteralmente los ojos.
—Abusas de la literalidad —lecontesté.
—No —me dijo—. Estoy muycansado.
Giró la cara, y yo seguí con el oídosobre su pecho, escuchando sus
pulmones ajustarse al ritmo del sueño.Al rato me levanté, me vestí, encontré unbloc con el membrete del hotel Filosoofy le escribí una carta de amor:
Querido Augustus:
Tuya,Hazel Grace.
Capítulo 13
A la mañana siguiente, nuestroúltimo día entero en Amsterdam, mimadre, Augustus y yo recorrimos lamedia manzana que separaba el hotel delVondelpark, donde encontramos unacafetería cerca del museo nacional decine. Mientras nos tomábamos un cafécon leche —que el camarero nos explicóque en Holanda lo llaman «caféequivocado», porque tiene más lecheque café—, nos sentamos a la sombra deun enorme castaño y le contamos a mimadre nuestra visita al gran Peter van
Houten. Se la contamos en plandivertido. Creo que en este mundo tienesque elegir cómo cuentas las historiastristes, y nosotros elegimos la versióndivertida. Augustus, desplomado en lasilla de la cafetería, fingió ser VanHouten, al que se le trababa la lengua,arrastraba las palabras y ni siquierapodía levantarse de la silla. Yo melevanté para hacer de mí misma, todabravucona y agresiva.
—¡Levántate, viejo feo y seboso! —le grité.
—¿Lo llamaste feo? —me preguntóAugustus.
—Tú sigue —le dije.
—¿Feo yooo? Tú sí que eres fea,con esos tubos en la napia.
—¡Eres un cobarde! —rugí.Augustus se salió del papel y se
echó a reír. Me senté y le contamos a mimadre nuestra visita a la casa de AnaFrank, sin incluir el beso.
—¿Volvisteis a casa de Van Houtendespués? —preguntó mi madre.
Augustus ni siquiera dejó tiempopara que me pusiera roja.
—Qué va. Fuimos a una cafetería.Hazel me entretuvo haciendo viñetascómicas con diagramas de Venn.
Me miró. Madre mía, qué sexy era.—Parece divertido —dijo mi madre
—. Mirad, voy a dar un paseo, y así osdejo tiempo para que habléis —añadiómirando a Gus con cierto retintín—.Luego quizá podríamos dar una vuelta enbarco por los canales.
—Vale, de acuerdo —le contesté.Mi madre dejó un billete de cinco
euros debajo de su plato. Me besó en lacabeza y me susurró:
—Te quiero mucho, mucho, mucho.Eran dos muchos más de lo habitual.Gus señaló las sombras de las
ramas, que se entrecruzaban y seseparaban en el hormigón.
—Bonito, ¿verdad?—Sí —le contesté.
—Una buena metáfora —murmuró.—¿De qué? —le pregunté.—La imagen en negativo de cosas
que el aire une y después separa —medijo.
Cientos de personas pasaban antenosotros corriendo, en bicicleta y enpatines. Amsterdam era una ciudaddiseñada para el movimiento y laactividad, una ciudad que prefería noviajar en coche, y por eso me sentíainevitablemente excluida. Pero québonita era. Un riachuelo se abría caminoalrededor de un inmenso árbol, y unagarza, inmóvil junto a la orilla, buscabasu desayuno entre los millones de
pétalos de olmo que flotaban en el agua.Pero Augustus no lo veía. Estaba
demasiado ocupado observando elmovimiento de las sombras.
—Podría pasarme el día mirándolas,pero deberíamos ir al hotel —me dijopor fin.
—¿Tenemos tiempo? —le pregunté.—Qué más quisiera —me contestó
con una sonrisa triste.—¿Qué pasa? —le pregunté.Señaló con la cabeza en dirección al
hotel.
Caminamos en silencio, Augustus
medio paso por delante de mí. Yo estabademasiado asustada para preguntarle sitenía razones para estarlo.
Está eso a lo que llaman la jerarquíade necesidades de Maslow. AbrahamMaslow se hizo famoso básicamente porsu teoría de que es necesario satisfacerdeterminadas necesidades antes de quepuedan surgir otras. Es algo así:
Una vez satisfechas nuestras
necesidades de comida y agua, pasamosal siguiente grupo, el de la seguridad, yvamos subiendo progresivamente. Perolo importante es que, según Maslow,mientras nuestras necesidadesfisiológicas no estén satisfechas, nisiquiera podemos preocuparnos pornecesidades de seguridad y deafiliación, por no hablar de laautorrealización, que es cuando nosdedicamos a la creación artística ypensamos en cuestiones éticas, en físicacuántica y esas cosas.
Según Maslow, yo me habíaquedado atascada en el segundo nivel.Era incapaz de sentirme segura de mi
salud, y por lo tanto de alcanzar el amor,el respeto, el arte y todo lo demás. Unamierda como un piano, por supuesto. Elimpulso de hacer arte y el de filosofarno desaparecen cuando estás enfermo.Sencillamente, la enfermedad transformaestos impulsos. La pirámide de Maslowparecía implicar que yo era menoshumana que los demás, y al parecer casitodo el mundo estaba de acuerdo con él.Pero Augustus no. Siempre pensé quepodía amarme porque había estadoenfermo. Ni se me pasó por la cabezaque quizá seguía estándolo.
Llegamos a mi habitación, laKierkegaard. Me senté en la camaesperando que Augustus se sentaraconmigo, pero él se acomodó en labutaca polvorienta. ¿Cuántos años teníaaquella butaca? ¿Cincuenta?
Sentí un nudo en la garganta cuandolo vi sacar un cigarrillo del paquete ycolocárselo entre los labios. Se apoyóen el respaldo de la butaca y suspiró.
—Justo antes de que te ingresaran enla UCI empezó a dolerme la cadera.
—No —dije.El pánico se apoderó de mí.
Augustus asintió.—Así que fui a hacerme un escáner.Se detuvo. Se retiró el cigarrillo de
la boca y apretó los dientes.Había dedicado buena parte de mi
vida a intentar no llorar delante de laspersonas que me querían, así que sabíalo que estaba haciendo Augustus.Aprietas los dientes. Miras al techo. Tedices a ti misma que si te ven llorando,sufrirán, y solo serás tristeza para ellos,y no debes convertirte en mera tristeza,así que no llorarás, y te dices todo esto ati misma mirando al techo, y luego tragassaliva, aunque la garganta no la dejapasar, y miras a la persona que te quiere
y sonríes.Me lanzó su sonrisa torcida.—Brillaba como un árbol de
navidad, Hazel Grace. Alrededor delpecho, la cadera izquierda, el hígado…por todas partes.
«Por todas partes.» Las palabras sequedaron suspendidas en el aire. Ambossabíamos lo que significaban. Melevanté, arrastré mi cuerpo y el carritopor una moqueta más vieja de lo quenunca llegaría a ser Augustus, mearrodillé frente a la butaca, apoyé lacabeza en su regazo y le rodeé la cinturacon los brazos.
Augustus me acarició el pelo.
—Lo siento mucho —le dije.—Perdona que no te lo dijera —
continuó con tono tranquilo—. Tu madredebe de saberlo, por cómo me mira.Seguramente mi madre se lo ha contado.Debería habértelo dicho. Ha sido unaestupidez egoísta.
Sabía por qué no me había dichonada, por supuesto: por la misma razónpor la que yo no quise que me viera enla UCI. No podía enfadarme con él nipor un segundo, y solo ahora que amabaa una granada entendí que era unatontería intentar salvar a los demás demi inminente fragmentación. No podíadejar de amar a Augustus Waters. Y no
quería.—No es justo —le dije—. Es una
injusticia de mierda.—El mundo no es una fábrica de
conceder deseos —me respondió.Y de pronto se derrumbó, solo un
momento, y su llanto rugió deimpotencia como un trueno que no haestado precedido por un relámpago, conla terrible ferocidad que los que noconocen el sufrimiento podríanconfundir con debilidad. Tiró de míhasta que nuestras caras casi se rozaron.
—Lucharé. Lucharé por ti. No tepreocupes por mí, Hazel Grace. Estoybien. Encontraré la manera de aguantar y
seguir dándote el coñazo mucho tiempo.Yo lloraba. Pero aun en aquellos
momentos Augustus era fuerte. Meabrazaba con tanta fuerza que veía lospotentes músculos de sus brazosalrededor de mi cuerpo.
—Lo siento —añadió—. Todo irábien. Para ti y para mí. Te lo prometo.
Y esbozó su sonrisa torcida.Me besó en la frente y sentí que su
poderoso pecho se desinflaba un poco.—En fin, supongo que cometí una
hamartía.
Algo después tiré de él hasta la
cama. Estábamos tumbados cuando mecontó que había empezado con laquimioterapia paliativa, pero la dejópara ir a Amsterdam, aunque sus padresse pusieron hechos una furia. Intentarondetenerlo hasta aquella misma mañana,cuando lo oí gritar que su vida lepertenecía.
—Podríamos haber cambiado lafecha —le dije.
—No, no podríamos —me contestó—. De todas formas, no estabafuncionando. Puedo asegurarte que noestaba funcionando. Ya me entiendes.
Asentí.—Son puras gilipolleces —le dije.
—Probarán otra cosa cuando vuelvaa casa. Siempre se les ocurre algo. —Sí.
Yo también había hecho de conejillode Indias.
—De alguna manera, te hice creerque estabas enamorándote de unapersona sana —me dijo.
Me encogí de hombros.—Yo habría hecho lo mismo.—No, tú no lo habrías hecho, pero
no todos podemos ser tan increíblescomo tú.
Me besó y luego hizo una mueca.—¿Te duele? —le pregunté.—No. Un poco.Pasó un largo rato mirando fijamente
el techo.—Me gusta este mundo —me dijo
por fin—. Me gusta beber champán. Megusta no fumar. Me gusta el sonido delos holandeses hablando en holandés. Yahora… Ni siquiera tengo por lo queluchar.
—Tienes que luchar contra el cáncer—le dije—. Esa es tu batalla. Y seguirásluchando.
Odiaba que la gente intentaraconvencerme de que tenía queprepararme para luchar, pero eso mismohice con él.
—Hoy va… va… va a ser el mejordía de tu vida. Ahora esta es tu guerra.
Me despreciaba a mí misma porsentir algo tan patético, pero ¿qué otracosa me quedaba?
—Una guerra —contestó con desdén—. ¿Con qué estoy en guerra? Con micáncer. ¿Y qué es mi cáncer? Mi cáncersoy yo. Los tumores forman parte de mí.Sin duda forman parte de mí tanto comomi cerebro y mi corazón. Es una guerracivil, Hazel Grace, y ya sabemos quiénla ganará.
—Gus.No podía decir nada más. Era
demasiado inteligente para el tipo deconsuelo que le ofrecía.
—Está bien —me respondió.
Pero no lo estaba.—Si vas al Rijksmuseum, y la
verdad es que yo quería ir… Pero paraqué vamos a engañarnos. Ninguno de losdos puede recorrer todo un museo… Enfin, eché un vistazo a la colección onlineantes de venir. Si fueras, y espero quealgún día vayas, verías muchos cuadrosde muertos. Verías a Jesús en la cruz, aun tipo al que le pegan una puñalada enel cuello, a gente muriendo en el mar yen batallas, y todo un desfile demártires. Pero NI UN SOLO CHICOCON CÁNCER. Nadie palmándola depeste, viruela, fiebre amarilla y cosasasí, porque la enfermedad no es
gloriosa. No tiene sentido. Morir deenfermedad no es honorable.
Abraham Maslow, te presento aAugustus Waters, cuya curiosidadexistencial eclipsa la de sus semejantesbien alimentados, amados y sanos.Mientras la inmensa mayoría de loshombres se empeñaban en seguirconsumiendo salvajemente sinplanteárselo siquiera, Augustus Waterscontemplaba la colección delRijksmuseum desde la distancia.
—¿Qué? —me preguntó Augustus.—Nada —le contesté—. Solo…No podía terminar la frase. No sabía
cómo.
—Solo que te quiero muchísimo.Sonrió con la mitad de la boca, con
la nariz a centímetros de la mía.—El sentimiento es mutuo. Supongo
que no podrás olvidarlo y tratarme comosi no estuviera muriéndome.
—No creo que estés muriéndote —le contesté—. Lo que creo es que tienesun poquito de cáncer.
Sonrió. Humor negro.—Estoy en una montaña rusa que no
hace más que subir —me dijo.—Y para mí es un privilegio y una
responsabilidad subir ese caminocontigo —le contesté.
—¿Sería totalmente absurdo
intentarlo?—No vamos a intentarlo —le dije
—. Vamos a conseguirlo.
Capítulo 14
En el vuelo de regreso, a veinte milpies por encima de las nubes, queestaban a diez mil pies de la tierra, Gusdijo:
—Antes pensaba que sería divertidovivir en una nube.
—Sí —contesté—. Como uno deesos trastos hinchables que andan por laluna, pero para siempre.
—En mitad de una clase de ciencias,el señor Martinez preguntó quién denosotros había fantaseado alguna vezcon la idea de vivir en las nubes, y todos
levantamos la mano. Entonces nos contóque en las nubes el viento soplaba adoscientos kilómetros por hora, que latemperatura era de cuarenta grados bajocero, que no había oxígeno y que todosmoriríamos en segundos.
—Qué tío tan majo.—Yo diría que era especialista en
matar los sueños, Hazel Grace. ¿Losvolcanes te parecen maravillosos?Díselo a los diez mil cuerpos quegritaron en Pompeya. ¿Crees que todavíaqueda algo de magia en este mundo? Noes más que moléculas sin almarebotando entre sí al azar. ¿Te preocupaquién cuidará de ti si tus padres mueren?
Haces bien, porque a su debido tiempose convertirán en gusanos.
—La ignorancia es la felicidad —ledije.
Una azafata cruzó el pasillo con uncarro de bebidas.
—¿Algo para beber? ¿Algo parabeber? ¿Algo para beber?
Augustus se inclinó hacia mí ylevantó la mano.
—Champán, por favor.—¿Tenéis veintiún años? —preguntó
con tono de duda.Me recoloqué los tubos de la nariz a
propósito, para que los viera. La azafatasonrió y lanzó una mirada a mi madre,
que estaba dormida.—¿No le importará? —nos preguntó.—Qué va —le contesté.Así que llenó de champán dos copas
de plástico. Premios de consolación portener cáncer.
Gus y yo brindamos.—Por ti —dijo.—Por ti —contesté golpeando mi
copa contra la suya.Dimos un sorbo. Estrellas menos
brillantes que las que habíamos tomadoen el Oranjee, pero se podían beber.
—¿Sabes? —me dijo Gus—, todo loque dijo Van Houten era verdad.
—Puede ser, pero no era necesario
ser tan despreciable. No me creo queimaginara un futuro para el hámsterSísifo pero no para la madre de Anna.
Augustus se encogió de hombros. Derepente pareció ausente.
—¿Estás bien? —le pregunté.Movió la cabeza casi
imperceptiblemente.—Me duele —dijo.—¿El pecho?Asintió con los puños apretados.
Más tarde lo describiría como un tipogordo con una sola pierna y zapato detacón alto de pie encima de su pecho.Puse recto el respaldo de mi asiento yme incliné hacia delante para sacar las
pastillas de su mochila. Se tragó una conchampán.
—¿Estás bien? —volví apreguntarle.
Gus seguía con los puños apretados,esperando que la medicina hicieraefecto, una medicina que, más queacabar con el dolor, le distanciaba de símismo (y de mí).
—Parecía algo personal —me dijoGus en voz baja—. Como si estuvieraenfadado con nosotros por algo. Merefiero a Van Houten.
Se bebió el champán que le quedabacon tragos rápidos y no tardó enquedarse dormido.
Mi padre estaba esperándonos en lazona de recogida de equipajes, entre loschóferes de limusinas uniformados y concarteles en los que estaba impreso elapellido de sus siguientes pasajeros:JOHNSON, BARRINGTON,CARMICHAEL… Mi padre tambiénllevaba un cartel. MI BONITAFAMILIA, decía, y debajo: (Y GUS).
Lo abracé y empezó a llorar (porsupuesto). En el coche Gus y yocontamos a mi padre historias deAmsterdam, pero hasta que estuve encasa, conectada a Philip, viendo viejosprogramas de televisión con mi padre y
comiendo pizza que dejábamos enservilletas encima de los portátiles, nole dije lo de Gus.
—Gus ha recaído —le dije.—Lo sé —me contestó. Se movió
para pegarse a mí y añadió—: Su madrenos lo contó antes del viaje. Lamentoque no te lo dijera. Lo siento, Hazel.
No dije nada durante bastante rato.El programa que estábamos viendo ibasobre gente que elegía la casa que iban acomprar.
—He leído Un dolor imperialmientras estabais de viaje —me dijo mipadre.
Me giré hacia él.
—¡Genial! ¿Qué te ha parecido?—Está bien. Un poco demasiado
para mí. Recuerda que yo estudiébioquímica. No soy de literatura. Habríapreferido que tuviera fin.
—Sí —le contesté—. La queja desiempre.
—Y me ha parecido un pocopesimista, un poco derrotista —añadió.
—Si por derrotista quieres decir«sincero», estoy de acuerdo.
—No creo que el derrotismo seasinceridad —me contestó mi padre—.Me niego a aceptarlo.
—Entonces, ¿todo sucede por algunarazón, y viviremos todos en mansiones
en las nubes y tocaremos el arpa?Mi padre sonrió. Me rodeó con el
brazo, tiró de mí y me besó en la sien.—No sé lo que creo, Hazel. Pensaba
que ser adulto significaba saber lo quecrees, pero no ha sido esa miexperiencia.
—Sí —respondí—, vale.Volvió a decirme que sentía lo de
Gus, y luego seguimos viendo elprograma de televisión; la gente elegíauna casa, mi padre todavía me rodeabacon el brazo y yo empezaba a quedarmedormida, pero no quería irme a la cama.
—¿Sabes lo que creo? —mepreguntó de pronto mi padre—.
Recuerdo una clase de mates en lafacultad, una clase de mates buenísimaque daba una mujer mayor muy bajita.
Hablaba de la transformada rápidade Fourier cuando de repente se detuvoen mitad de una frase y dijo: «A vecesparece que el universo quiere que loobserven».
»Eso es lo que creo. Creo que eluniverso quiere que lo observen. Creoque, aunque no lo parezca, el universose posiciona a favor de la conciencia,que recompensa la inteligencia en parteporque disfruta de su elegancia cuandolo observa. ¿Y quién soy yo, que vivo enmitad de la historia, para decirle al
universo que algo —o mi observaciónde algo— es temporal?
—Eres muy inteligente —le dije.—Y tú eres muy buena con los
cumplidos —me contestó.
La tarde siguiente fui a casa de Gus,comí sándwiches de mantequilla decacahuete y jalea con sus padres, y lesconté historias sobre Amsterdammientras Gus echaba la siesta en el sofádel salón, donde habíamos visto V devendetta. Podía verlo desde la cocina.Estaba tumbado boca arriba y con lacara en dirección contraria a mí. Le
habían puesto ya un catéter. Atacaban elcáncer con un nuevo cóctel: dosfármacos quimioterapéuticos y unreceptor de proteínas que esperaban quedesactivara el oncogén del cáncer deGus. Me dijeron que había tenido lasuerte de que lo seleccionaran para elexperimento. La suerte. Yo conocía unode los medicamentos. Tan solo con oírsu nombre me entraban ganas devomitar.
Al rato llegó Isaac acompañado porsu madre.
—Hola, Isaac. Soy Hazel, del grupode apoyo, no tu malvada ex novia.
Su madre lo acercó hasta mí. Me
levanté de la silla y lo abracé. Su cuerpotardó un momento en encontrarme antesde devolverme el abrazo con fuerza.
—¿Qué tal Amsterdam? —mepreguntó.
—Increíble —contesté.—Waters, tío, ¿dónde estás?—Está echando la siesta —le dije.Se me ahogó la voz. Isaac sacudió la
cabeza. Nadie decía nada.—Mierda —dijo Isaac por fin.Su madre lo llevó hasta una silla, e
Isaac se sentó.—Todavía puedo controlar tu culo
ciego en el Contrainsurgencia —respondió Augustus sin girarse hacia
nosotros.La medicina hacía que hablara un
poco más lento, que era la velocidad decasi todo el mundo.
—Yo diría que todos los culos sonciegos —le contestó Isaac alzando lasmanos al aire en busca de su madre.
Su madre lo sujetó, lo ayudó alevantarse y lo acercó al sofá, dondeGus e Isaac se abrazaron con torpeza.
—¿Cómo te encuentras? —lepreguntó Isaac.
—Todo me sabe a metal. Aparte deeso, estoy en una montaña rusa que nohace más que subir —le contestó Gus.
Isaac se rió.
—¿Qué tal los ojos? —le preguntóGus.
—Oh, fantásticos —le contestó—.El único problema es que no están en micara.
—Increíble, sí —añadió Gus—. Queconste que no es por quitarte méritos,pero tengo el cuerpo lleno de cáncer.
—Eso me han dicho —respondióIsaac intentando no darle importancia.
Buscó a tientas la mano de Gus; sinembargo, encontró el muslo.
—Tengo novia —le dijo Gus.
La madre de Isaac trajo dos sillas
del comedor, e Isaac y yo nos sentamosal lado de Gus. Lo cogí de la mano ytracé círculos entre su índice y su pulgar.
Los mayores bajaron al sótano alamentarse y nos dejaron a los tres solosen el salón. Augustus giró la cabezahacia nosotros, todavía espabilándose.
—¿Cómo está Monica? —preguntó.—No he vuelto a saber nada de ella
—le contestó Isaac—. Ni una tarjeta, niun e-mail. Tengo un cacharro que me leelos e-mails. Es increíble. Puedo ponervoz de chico o de chica, cambiar elacento o lo que quiera.
—¿Puedo mandarte una historiaporno y que te la lea un vejestorio
alemán?—Exacto —le dijo Isaac—. Aunque
mi madre todavía tiene que ayudarme,así que mejor espera una semana o dospara mandármela.
—¿Ni siquiera te ha mandado unmensaje para preguntarte cómo te va? —le pregunté.
Me parecía una tremenda injusticia.—Silencio total —me dijo Isaac.—Ridículo —añadí yo.—Ya ni lo pienso. No tengo tiempo
para tener novia. Me toca aprender a serciego a jornada completa.
Gus giró la cabeza hacia la ventana,que daba al patio trasero, con los ojos
cerrados.Isaac me preguntó cómo me iba, y le
contesté que bien. Me contó que en elgrupo de apoyo había una chica nuevacon una voz preciosa, y me pidió quefuera y le dijera si en realidad estababuena. Entonces, sin venir a cuento,Augustus dijo:
—No puedes cortar todo contactocon tu ex cuando le acaban de quitar losputos ojos de la cara.
—Solo un… —empezó a decirIsaac.
—Hazel Grace, ¿tienes cuatrodólares? —me preguntó Gus.
—Sí, claro —le contesté.
—Perfecto. Mi pierna está debajo dela mesita —me dijo.
Gus se incorporó y se desplazó alextremo del sofá. Le pasé la piernaortopédica, que se colocó lentamente.
Lo ayudé a levantarse. Después leofrecí mi brazo a Isaac y lo guié entremuebles que de repente parecíanmolestos. Se me pasó por la cabeza laidea de que, por primera vez en años,era la persona más sana de la sala.
Me senté al volante, Augustus, en elasiento del copiloto, e Isaac, detrás.Paramos en un colmado, donde,siguiendo las instrucciones de Augustus,compré una docena de huevos mientras
ellos me esperaban en el coche. LuegoIsaac nos guió de memoria hasta la casade Monica, una casa de dos plantastotalmente aséptica cerca del Centro dela Comunidad Judía. El brillante PontiacFirebird verde de Monica, de los añosnoventa y con ruedas anchas, estabaaparcado en el camino.
—¿Es aquí? —preguntó Isaac aldarse cuenta de que nos habíamosparado.
—Sí, es aquí —le contestó Augustus—. ¿Sabes lo que veo, Isaac? Veo quevan a cumplirse nuestras esperanzas.
—¿Está en casa?Gus giró la cabeza despacio para
mirar a Isaac.—¿A quién le importa dónde esté?
No tiene nada que ver con ella. Tieneque ver contigo.
Gus cogió la caja de los huevos desus rodillas, abrió la puerta del coche ysacó las piernas. Abrió la puerta deIsaac, y por el retrovisor vi cómo loayudaba a salir. Se apoyaban el uno enel hombro del otro, de manera que suscuerpos formaban una figura parecida ados manos que rezan sin que las palmaslleguen a tocarse.
Bajé la ventanilla y observé desde elcoche, porque las gamberradas meponían nerviosa. Avanzaron unos pasos
hacia el coche de Monica, Gus abrió lahuevera y le pasó a Isaac un huevo.Isaac lo lanzó, pero fue a parar a más dediez metros del coche.
—Un poco a la izquierda —le dijoGus.
—¿He tirado demasiado a laizquierda o tengo que tirar un poco a laizquierda?
—Tirar a la izquierda.Isaac giró los hombros.—Más a la izquierda —dijo Gus.Isaac volvió a girar.—Sí, perfecto. Y tira fuerte.Gus le pasó otro huevo. Isaac lo
lanzó. El huevo trazó un arco por encima
del coche y se estrelló contra el techoinclinado de la casa.
—¡Diana! —exclamó Gus.—¿En serio? —le preguntó Isaac
entusiasmado.—No, lo has lanzado unos cinco
metros más allá del coche. Tira fuerte,pero bajo. Y un poco más a la derecha.
Isaac alargó el brazo y cogió élmismo un huevo de la huevera quesujetaba Gus. Lo lanzó y dio a las lucestraseras.
—¡Sí! —gritó Gus—. ¡Sí! ¡LUCES!Isaac cogió otro huevo, que lanzó
demasiado a la derecha, luego otro, quelanzó demasiado alto, y después un
tercero, que se estrelló contra elparabrisas trasero. A continuaciónestampó tres seguidos contra elmaletero.
—Hazel Grace —me gritó Gus—,haz una foto para que Isaac pueda verlocuando inventen ojos robot.
Me levanté, me senté en el hueco dela ventanilla, apoyé los codos en el capódel coche y saqué una foto con el móvil:Augustus, con un cigarrillo sin encenderen la boca y su preciosa sonrisa torcida,sujeta la huevera rosa casi vacía porencima de su cabeza. Tiene la otra manoapoyada en el hombro de Isaac, cuyasgafas de sol no miran a la cámara.
Detrás de ellos, el parabrisas y elparachoques del Firebird verde, por elque resbalan yemas de huevo. Y detrás,una puerta que se abre.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó lamujer de mediana edad un segundodespués de que yo hubiera tomado lafoto—. ¡Por todos los…!
Se calló.—Señora —le dijo Augustus
saludándola con la cabeza—, un ciegoacaba de lanzar huevos al coche de suhija merecidamente. Por favor, entre ensu casa y cierre la puerta o nos veremosobligados a llamar a la policía.
La madre de Monica dudó un
momento, pero cerró la puerta ydesapareció. Isaac lanzó los últimos treshuevos a toda prisa, uno detrás del otro,y Gus lo acompañó de vuelta al coche.
—Ya ves, Isaac. Si les quitas (ahorallegamos al bordillo) el sentimiento delegitimidad, si le das la vuelta a latortilla para que crean que estáncometiendo un delito por mirar (unospasos más), les llenas el coche dehuevos, se quedarán confundidos,asustados y preocupados, y se limitarána volver a sus (tienes la manilla justodelante) desesperadas y silenciosasvidas.
Gus rodeó deprisa el coche y se
sentó en el asiento del copiloto.Cerraron las puertas, yo arranqué con unestruendo y conduje varios cientos demetros antes de darme cuenta de que mehabía metido en una calle sin salida. Dila vuelta, aceleré y dejé atrás la casa deMonica.
Nunca volví a hacerle una foto.
Capítulo 15
Unos días después, en casa de Gus,sus padres, mis padres, él y yo nosapretábamos alrededor de la mesa delcomedor y comíamos pimientos rellenossobre un mantel que, según el padre deGus, no utilizaban desde el siglo pasado.
Mi padre: Emily, este risotto…Mi madre: Está delicioso.La madre de Gus: Gracias. Puedo
daros la receta.Gus, tragando un bocado: Mirad, a
primer bocado diría que no tiene nadaque ver con el Oranjee.
Yo: Bien visto, Gus. Aunque lacomida está deliciosa, no sabe como enel Oranjee.
Mi madre: Hazel.Gus: Sabe a…Yo: Comida.Gus: Sí, exacto. Sabe a comida muy
bien cocinada. Pero no sabe a… ¿cómopodría decirlo con delicadeza?
Yo: No sabe como cuando Dios enpersona cocina el cielo en una serie decinco platos que después te sirvenacompañados de bolas luminosas deplasma fermentado y burbujeantemientras pétalos reales y literalesdescienden flotando alrededor de tu
mesa junto al canal.Gus: Muy bien expresado.El padre de Gus: Nuestros hijos son
raros.Mi padre: Muy bien expresado.
Una semana después de aquellacena, Gus acabó en urgencias con dolorde pecho y lo dejaron ingresado, así quea la mañana siguiente fui a visitarlo a lacuarta planta del Memorial. No habíaestado en el Memorial desde la visita aIsaac. Las paredes no estaban pintadasde colores vivos y empalagosos ni habíacuadros de perros conduciendo coches,
como en el Hospital Infantil, sino queera tan absolutamente aséptico que mehizo sentir nostalgia de aquellasgilipolleces que hacían felices a losniños. El Memorial era funcional. Era unalmacén. Un prematorio.
Cuando las puertas del ascensor seabrieron en la cuarta planta, vi a lamadre de Gus recorriendo de un lado aotro la sala de espera y hablando por elmóvil. Colgó rápidamente, me abrazó yse ofreció a llevarme el carrito.
—No es necesario —le dije—.¿Cómo está Gus?
—Ha pasado una noche difícil,Hazel —respondió—. Su corazón está
trabajando demasiado duro. Tiene quefrenar la actividad. De ahora enadelante, silla de ruedas. Están dándoleuna medicina nueva que deberíaaliviarle un poco el dolor. Sus hermanasestán a punto de llegar.
—Bien —le dije—. ¿Puedo verlo?Me rodeó con el brazo y me apretó
el hombro. Me sentí rara.—Sabes que te queremos, Hazel,
pero ahora mismo preferimos estar enfamilia. Gus está de acuerdo. ¿Te parecebien?
—Bien —le contesté.—Le diré que has venido.—Bien —le dije—. Creo que me
quedaré un rato a leer.
La madre de Gus cruzó el pasillo endirección a la habitación. Lo entendía,pero eso no evitaba que lo echara demenos, que pensara que quizá estabaperdiendo mi última oportunidad deverlo y de despedirme de él. La sala deespera estaba enmoquetada de colormarrón, y las sillas también estabanforradas de tela marrón. Me senté unrato en un sofá de dos plazas, con elcarrito del oxígeno entre los pies. Mehabía puesto las Converse y la camisetade Ceci n’est pas une pipe,[12]
exactamente la misma ropa que habíallevado dos semanas antes, la tarde deldiagrama de Venn, pero Gus no lo vería.Me puse a ver las fotos del móvil, uncatálogo en sentido inverso de losúltimos meses, que empezaba con él eIsaac frente a la casa de Monica yterminaba con la primera foto que lehice, cuando fuimos a los Funky Bones.Parecía una eternidad, como sihubiéramos estado juntos una breve peroinfinita eternidad. Hay infinitos másgrandes que otros infinitos.
Dos semanas después, empujaba la
silla de ruedas de Gus por el parque, endirección a los Funky Bones, con unabotella entera de champán carísimo y mibombona de oxígeno en su regazo. Elchampán había sido una donación de unmédico de Gus, ya que Gus era de esaspersonas que inspiran a los médicos aregalar sus mejores botellas de champána los chavales. Gus estaba en su silla deruedas, y yo me senté en el césped, lomás cerca de los Funky Bones quepudimos llegar con la silla de ruedas.Señalé a los niños pequeños picándoseentre sí por saltar del tórax al hombro, yGus me contestó en voz baja, en elvolumen mínimo para que lo oyera a
pesar del jaleo:—La última vez me imaginaba a mí
mismo como un niño. Ahora me veocomo el esqueleto.
Bebimos en vasos de papel deWinnie the Pooh.
Capítulo 16
Un día típico con el Gus de la últimaetapa.
Pasé por su casa hacia las doce delmediodía, cuando ya había desayunado yhabía vomitado el desayuno. Estabaesperándome en la puerta, sentado en susilla de ruedas. Ya no era el chico guapoy musculoso que me miraba fijamente enel grupo de apoyo, pero seguíaesbozando medias sonrisas, seguíafumando sin encender el cigarrillo, y susojos azules brillaban llenos de vida.
Comimos con sus padres en la mesa
del comedor. Sándwiches demantequilla de cacahuete y jalea, yespárragos de la noche anterior. Gus nocomió. Le pregunté cómo se encontraba.
—Muy bien —me contestó—. ¿Y tú?—Bien. ¿Qué hiciste anoche?—Dormí un montón. Quiero
escribirte la segunda parte del libro,Hazel Grace, pero estoy siempresupercansado.
—Puedes contármela —le dije.—Bueno, mantengo mi anterior
análisis sobre el Tulipán Holandés. Noes un farsante, pero tampoco tan ricocomo daba a entender.
—¿Y qué pasa con la madre de
Anna?—Todavía no lo tengo claro.
Paciencia, saltamontes.Augustus sonrió. Sus padres lo
miraban en silencio, sin apartar la vista,como si quisieran disfrutar del Show deGus Waters mientras estuviera en laciudad.
—A veces sueño con escribir mismemorias. Sería lo ideal para que elpúblico que me adora me recordara.
—¿Para qué necesitas un públicoque te adore teniéndome a mí? —lepregunté.
—Hazel Grace, cuando se es tanencantador y atractivo como yo, no es
difícil camelarte a la gente que conoces.Pero conseguir que te quieranextraños… Ese es el punto.
Puse los ojos en blanco.
Después de comer salimos al patio.Todavía podía desplazarse solo en lasilla de ruedas y levantar ligeramentelas ruedecillas delanteras para subir elpequeño peldaño de la puerta. A pesarde todo, seguía atlético, mantenía elequilibrio, y ni siquiera la gran cantidadde narcóticos podía anular del todo susrápidos reflejos.
Sus padres se quedaron dentro, pero,
cuando eché un vistazo hacia elcomedor, vi que no dejaban de mirarnos.
Nos sentamos y nos quedamos ensilencio un minuto.
—Algunas veces me gustaría tenerlos columpios —me dijo por fin Gus.
—¿Los de mi patio?—Sí. Tengo tanta nostalgia que
puedo echar de menos un columpio en elque nunca he sentado el culo.
—La nostalgia es un efecto colateraldel cáncer —le dije.
—Qué va. La nostalgia es un efectocolateral de estar muriéndose —mecontestó.
El viento soplaba por encima de
nuestras cabezas, y las sombras de lasramas se movían sobre nuestra piel. Gusme apretó la mano.
—Me gusta esta vida, Hazel Grace.
Entramos cuando tuvo queadministrarse la medicación, que lemetían junto con líquido nutritivo por untubo-G, un trozo de plástico que seintroducía en su barriga. Se quedó unrato tranquilo, como ausente. Su madrequería que echara una siesta, pero élempezó a sacudir la cabeza en cuanto selo propuso, así que dejamos que sequedara un rato medio dormido en la
silla.Sus padres vieron un viejo vídeo de
Gus con sus hermanas. Ellas tenían máso menos mi edad, y Gus unos cincoaños. Jugaban al baloncesto delante deotra casa, y aunque Gus era muypequeño, driblaba como si hubieranacido con ese don y corría alrededorde sus hermanas, que se reían. Era laprimera vez que lo veía jugando albaloncesto.
—Era bueno —dije.—Tendrías que haberlo visto en el
instituto —comentó su padre—. Elprimer año ya empezó en el primerequipo.
—¿Puedo bajar a mi habitación? —murmuró Gus.
Sus padres bajaron la silla de ruedascon Gus sentado en ella, dando grandesbotes que habrían sido peligrosos si elpeligro no hubiera dejado de serimportante, y después nos dejaron solos.Se metió en la cama, y yo me tumbé conél debajo del edredón, él boca arriba yyo de lado, con la cabeza apoyada en suhombro huesudo, su calor traspasando lacamiseta y llegando a mi piel, mis piesenredados con su pie real y mi mano ensu mejilla.
Cuando tuve su cara tan pegada a minariz que solo le veía los ojos, nunca
habría dicho que estaba enfermo. Nosbesamos, luego nos quedamos tumbadosescuchando el álbum de The HecticGlow que lleva su mismo nombre, y alfinal nos quedamos dormidos así, comoun entrelazamiento cuántico de tubos ycuerpos.
Cuando nos despertamos,preparamos un ejército de cojines parasentarnos cómodamente contra elcabezal de la cama y jugar aContrainsurgencia 2: El precio delamanecer. Yo era malísima, porsupuesto, pero mi torpeza era útil para
él, porque así le resultaba más sencillotener una muerte hermosa, colocarse deun salto ante la bala de un francotiradory sacrificarse por mí o matar a uncentinela que estaba a punto dedispararme. Le encantaba salvarme.Gritaba: «¡Hoy no vas a matar a minovia, terrorista internacional de dudosanacionalidad!».
Se me pasó por la cabeza fingir queme atragantaba o algo así para quepudiera hacerme la maniobra deHeimlich.[13] Quizá así se libraría delmiedo a haber vivido su vida, y haberlaperdido, sin una buena causa. Pero luegopensé que quizá no le quedaba fuerza
suficiente para hacerme la maniobra, yeso me obligaría a confesar que habíasido una treta, con la consiguientehumillación para los dos.
Es jodidamente duro no perder ladignidad cuando el amanecer brilla entus ojos, que se pierden, y en esopensaba mientras perseguíamos a losmalos entre las ruinas de una ciudadinexistente.
Al final bajó su padre, que trasladóa Gus al piso de arriba, y en la entrada,debajo de un estímulo que me decía quelos amigos son para siempre, mearrodillé para darle un beso de buenasnoches. Volví a casa a cenar con mis
padres y dejé a Gus comiendo (yvomitando) su cena.
Vi la tele un rato y me fui a dormir.Me desperté.Hacia las doce del mediodía volví a
empezar.
Capítulo 17
Una mañana, un mes después dehaber vuelto de Amsterdam, fui a sucasa. Sus padres me dijeron que estabatodavía durmiendo en su habitación, asíque antes de entrar llamé fuerte a lapuerta.
—¿Gus?Lo encontré murmurando en una
lengua incomprensible. Se había meadoen la cama. Era espantoso. No meatrevía ni a mirar, la verdad. Llamé agritos a sus padres, que bajaron, y yosubí al salón mientras lo lavaban.
Cuando volví a bajar, empezaba adespertarse de los narcóticos yregresaba a la cruel realidad. Coloquélas almohadas para que pudiéramosjugar a Contrainsurgencia en el colchónsin sábanas, pero estaba tan cansado yajeno al juego que era casi tan malocomo yo, así que nos mataban a los dosa los cinco minutos escasos. Y lasmuertes no eran heroicas, sinodespreocupadas.
La verdad es que no le dije nada.Supongo que prefería que olvidara queyo estaba allí, y esperaba que norecordara que había encontrado al chicoal que amaba trastornado en medio de un
gran charco de meados. Esperaba queme mirara y me dijera: «Hola, HazelGrace. ¿Cómo has llegado hasta aquí?».
Pero desgraciadamente lorecordaba.
—Cada minuto que pasa adquiero unconocimiento más profundo de lo quesignifica la palabra «humillado» —medijo por fin.
—Yo también me he meado en lacama, Gus, créeme. No es tan grave.
—Antes solías… —añadió, pero seinterrumpió para respirar profundamente— llamarme Augustus.
—¿Sabes? —me dijo algo después—, es una chiquillada, pero siemprepensé que mi esquela aparecería entodos los periódicos, que tendría unahistoria que merecería la pena contar.Siempre tuve la secreta sospecha de queera especial.
—Lo eres —contesté.—Ya sabes lo que quiero decir.Sabía lo que quería decir, pero no
estaba de acuerdo.—Me da igual si el New York Times
me escribe una esquela. Lo único quequiero es que me escribas una tú. Dices
que no eres especial porque el mundo nosabe nada de ti, pero decir eso esinsultarme. Yo sí sé de ti.
En lugar de disculparse, me dijo:—No creo que llegue a escribir una
esquela para ti.Me frustraba su actitud.—Solo quiero ser suficiente para ti,
pero nunca lo soy. Nunca puedo sersuficiente para ti. Pero es lo que tienes.Me tienes a mí, tienes a tu familia y estemundo. Esta es tu vida. Lamento que seauna mierda, pero no vas a ser el primerhombre que pisa Marte, ni una estrellade la NBA, ni vas a perseguir a nazis.Mírate a ti mismo, Gus.
No me contestó.—No pretendo… —empecé a decir.—Sí, lo pretendes —me
interrumpió.Intenté disculparme.—No, perdona —me dijo—. Tienes
razón. Dejémoslo correr y vamos ajugar.
Así que lo dejamos correr yjugamos.
Capítulo 18
Me despertó el móvil con unacanción de The Hectic Glow, la favoritade Gus. Eso quería decir que estaballamándome, o que me llamaba alguiendesde su teléfono. Miré la hora: las 2.35de la madrugada. «Se ha muerto», pensé.Todo dentro de mí se desmoronó.
Apenas pude articular un «Hola».Esperaba oír la voz destrozada de su
padre o de su madre.—Hazel Grace —dijo Augustus con
voz débil.—Uf, menos mal que eres tú… Hola,
hola. Te quiero.—Hazel Grace, estoy en la
gasolinera. Tengo problemas. Tienes queayudarme.
—¿Qué? ¿Dónde estás?—En la autopista, en la Sesenta y
ocho con Ditch. He hecho algo mal conel tubo-G y no puedo…
—Voy a llamar a emergencias —ledije.
—Nooooooooooooooo. Me llevaránal hospital. Hazel, escúchame. Nollames a emergencias ni a mis padres, note lo perdonaré en la vida, no, por favor,ven, solo ven a meterme el puto tubo-G.Solo estoy… Joder, qué gilipollez. No
quiero que mis padres sepan que hesalido de casa. Por favor. Tengo elmedicamento. Es solo que no me lopuedo meter. Por favor.
Estaba llorando. Solo lo había oídollorar así el día que volábamos aAmsterdam, cuando nos acercábamos ala puerta de su casa.
—De acuerdo, voy para allá —ledije.
Apagué el BiPAP y me conecté a unabombona de oxígeno, la metí en elcarrito y me puse unas zapatillas dedeporte. Salí con el pantalón de pijamarosa y una camiseta de baloncesto de losButler que había sido de Gus. Cogí las
llaves del coche del cajón la cocina enel que las dejaba mi madre y escribí unanota por si mis padres se despertabanmientras estaba fuera.
He ido a ver a Gus. Esimportante. Perdón.
Un beso,H.
Mientras recorría los casi cuatrokilómetros hasta la gasolinera, meespabilé lo suficiente para preguntarmepor qué Gus había salido de su casa enplena noche. Quizá había tenidoalucinaciones o sus fantasías de mártir
se habían apoderado de él.Avancé por la calle Ditch con las
luces parpadeando. Iba a toda velocidaden parte para llegar cuanto antes, y enparte también con la esperanza de que unpoli me parara y me proporcionara unaexcusa para contarle a alguien que minovio moribundo se había quedadoatascado junto a una gasolinera con untubo-G que no funcionaba. Pero noapareció ningún poli dispuesto a tomaruna decisión por mí.
En el solar había solo dos coches.Me acerqué al suyo y abrí la puerta. Las
luces interiores se encendieron.Augustus estaba sentado en el asientodel conductor, cubierto de vómitos yapretándose con las manos la zona de labarriga de la que se había salido eltubo-G.
—Hola —murmuró.—Joder, Augustus, tenemos que ir al
hospital.—Solo echa un vistazo, por favor.El mal olor me producía arcadas,
pero me incliné para examinar la zonaen la que le habían colocado el tubo, porencima del ombligo. Tenía la piel delabdomen caliente y muy roja.
—Gus, creo que está infectado. No
puedo meterlo. ¿Qué haces aquí? ¿Porqué no estás en casa?
Vomitó. Ni siquiera tuvo fuerzaspara girar la cara y que el vómito no lecayera encima.
—Ay, cariño… —le dije.—Quería comprar un paquete de
tabaco —murmuró—. He perdido el quetenía, o me lo han quitado. No lo sé. Medijeron que me traerían otro, peroquería… hacerlo yo mismo. Hacer algotan simple por mí mismo.
Augustus miraba al frente. Saqué elmóvil sin decir nada y marqué el númerode emergencias.
—Lo siento —le dije.
—Emergencias. ¿Qué le sucede?—Hola. Estoy en la autopista, en la
Ochenta y seis con Ditch. Necesito unaambulancia. El amor de mi vida tieneproblemas con un tubo-G.
Levantó los ojos hacia mí. Erahorrible. Apenas podía mirarlo. ElAugustus Waters de las sonrisas torcidasy los cigarrillos sin encender habíadesaparecido, y en su lugar estabaaquella criatura desesperada yhumillada.
—Se acabó. Ni siquiera puedo nofumar.
—Gus, te quiero.—¿Qué posibilidades tengo de ser el
Peter van Houten de alguien?Dio un débil golpe al volante, y el
sonido del claxon se unió a su llanto.Inclinó la cabeza hacia atrás y miróhacia arriba.
—Me odio, me odio, odio estamierda, la odio, me doy asco, lo odio, loodio, lo odio, dejad que me muera deuna puta vez.
Según las convenciones del género,Augustus Waters conservó su sentido delhumor hasta el final, ni por un segundorenunció a su valor, y su espíritu seelevó como un águila indomable hasta
que el mundo no pudo albergar su felizalma.
Pero la verdad fue que Augustus seconvirtió en un chico digno de lástimaque quería desesperadamente no darlástima, que gritaba y lloraba,envenenado por un tubo-G infecto que lomantenía vivo, pero no lo suficiente.
Le limpié la barbilla, le cogí la caracon las dos manos y me arrodillé a sulado para verle los ojos, que todavíaestaban vivos.
—Lo siento. Me gustaría que fueracomo en aquella película de persas yespartanos.
—A mí también —me contestó.
—Pero no lo es —le dije.—Lo sé.—No hay malos.—Ya.—Ni siquiera el cáncer es malo. El
cáncer sencillamente quiere vivir.—Sí.—Estás bien —le dije.Oía las sirenas.—Sí.Empezaba a perder la conciencia.—Gus, tienes que prometerme que
no volverás a hacerlo. Iré yo a buscarteel tabaco, ¿de acuerdo?
Me miró. Los ojos le bailaban en lasórbitas.
—Tienes que prometérmelo.Asintió débilmente. Cabeceaba y se
le cerraban los ojos.—Gus —le dije—, quédate
conmigo.—Léeme algo —me dijo mientras la
puta ambulancia pasaba de largoaullando.
Mientras esperaba a que diera lavuelta y llegara hasta nosotros, le recitéel único poema que pude recordar, «Lacarretilla roja», de William CarlosWilliams:
tanto dependede
una carretillade ruedas rojas
bruñida por el aguade la lluvia
junto a los blancospolluelos.
Williams era médico. Me pareció unpoema de médico. Cuando lo terminé, laambulancia seguía alejándose denosotros, de modo que continuéescribiéndolo.
—«Y tanto depende —le dije a
Augustus— de un cielo azul rasgado porlas ramas de los árboles. Tanto dependedel transparente tubo-G que saledespedido de la barriga del chico delabios azules. Tanto depende de mí, queobservo el universo.»
Medio consciente, me miró.—Luego dices que no escribes
poesía… —murmuró.
Capítulo 19
Volvió a casa unos días después,privado por fin, e irrevocablemente, desus aspiraciones. Necesitaba másmedicación para mitigar el dolor. Setrasladaba cada dos por tres al piso dearriba, a una camilla que habíancolocado junto a la ventana del salón.
Fueron días de pijama y barbadesastrada, de farfullar, pedir y darconstantemente las gracias a todo elmundo por lo que estaban haciendo porél. Una tarde señaló distraídamente lacesta de la ropa sucia, que estaba en un
rincón de la sala.—¿Qué es eso? —me preguntó.—¿La cesta de la ropa?—No, al lado.—No veo nada.—Es mi último trozo de dignidad.
Es muy pequeño.
Al día siguiente entré en su casa sinllamar. No les gustaba que llamara altimbre porque podía despertarlo.Estaban sus hermanas con sus maridosbanqueros y tres hijos, todos niños, quecorrieron hacia mí gritando «quién eres,quién eres, quién eres» y dieron vueltas
por el vestíbulo como si la capacidadpulmonar fuera un recurso renovable. Yaconocía a las hermanas, pero no a sushijos y a sus maridos.
—Soy Hazel —dije.—Gus tiene novia —dijo un niño.—Ya sé que Gus tiene novia —le
contesté.—Tiene tetas —añadió otro.—¿De verdad?—¿Por qué llevas eso? —preguntó
el primero señalando el carrito deloxígeno.
—Me ayuda a respirar —le contesté—. ¿Gus está despierto?
—No, está durmiendo.
—Esta muriéndose —contestó otroniño.
—Está muriéndose —confirmó eltercero, que de repente se puso muyserio.
Por un momento nos quedamos todosen silencio. Me preguntaba qué sesuponía que tenía que decir, pero un críole dio una patada a otro y salieroncorriendo, tirándose uno encima de otroen dirección a la cocina.
Me acerqué a los padres de Gus, queestaban en el salón, y me presentaron alos cuñados, Chris y Dave.
Aunque apenas había hablado consus dos hermanastras, ambas me
abrazaron. Julie estaba sentada en elborde de la cama, hablando a un Gusdormido exactamente con el mismo tonoal que uno recurriría para decirle a unniño que es monísimo.
—Ay, Gussy Gussy, nuestro pequeñoGussy Gussy.
¿Nuestro Gussy? ¿Se lo habíancomprado?
—¿Qué pasa, Augustus? —le dijeintentando comportarme como eradebido.
—Nuestro guapo Gussy —dijoMartha inclinándose hacia él.
Empecé a preguntarme si estaba deverdad dormido o si sencillamente había
apretado con fuerza la bomba deinfusión para el dolor para evitar elataque de sus bienintencionadashermanas.
Se despertó un rato después y loprimero que dijo fue «Hazel», lo queadmito que me alegró mucho, como sitambién yo formara parte de su familia.
—Fuera —me dijo en voz baja—.¿Podemos salir?
Salimos. Su madre empujó la sillade ruedas, y las hermanas, los cuñados,el padre, los sobrinos y yo los seguimos.Era un día con nubes, tranquilo y cálido,
típico del verano. Gus llevaba unacamiseta de manga larga azul marino yun pantalón de chándal. Por alguna razónsiempre tenía frío. Pidió un poco deagua, y su padre fue a buscarle un vaso.
Martha intentó hacer hablar a Gus.Se arrodilló a su lado.
—Siempre has tenido unos ojospreciosos —le dijo.
Gus asintió ligeramente.Uno de los maridos pasó un brazo
por los hombros de Gus.—¿Qué tal te sienta el aire fresco?
—le preguntó.Gus se encogió de hombros.—¿Quieres medicamentos? —le
preguntó su madre uniéndose al corro delos arrodillados.
Di un paso atrás y observé a lossobrinos destrozando un macizo deflores de camino a la pequeña zona decésped del patio de Gus. Inmediatamenteempezaron a jugar a un juego queconsistía en tirarse uno a otro al suelo.
—¡Niños! —gritó Julie sinprestarles demasiada atención. Luego segiró hacia Gus y le dijo—: Lo único queespero es que lleguen a ser tan atentos einteligentes como tú.
Reprimí las ganas de vomitar.—No es tan inteligente —le dije a
Julie.
—Tiene razón —dijo Gus—. Lo quepasa es que casi todos los guapos sonidiotas, así que supero las expectativas.
—Exacto. Lo principal es que estábueno —dije.
—Estoy tan bueno que puedoresultar cegador —añadió Gus.
—De hecho dejó ciego a nuestroamigo Isaac —dije yo.
—Una terrible tragedia, pero ¿puedoevitar mi mortífera belleza?
—No.—Cargo con esta cara bonita.—Por no hablar de tu cuerpo.—En serio, no me obliguéis a hablar
de mi cuerpazo. Dave, mejor que no me
veas desnudo. Verme desnudo quitó larespiración a Hazel —dijo señalandocon la cabeza la bombona de oxígeno.
—Basta —contestó el padre de Gus.Y después, sin que viniera a cuento,
su padre me pasó un brazo por loshombros y me dio un beso en la cabeza.
—Doy gracias a Dios por ti cadadía, niña —susurró.
Aun así, fue el último día bueno quepasé con Gus hasta el Último DíaBueno.
Capítulo 20
Una de las convenciones menosidiotas del género cáncer juvenil es ladel Último Día Bueno, el día en que lavíctima de cáncer goza de unasinesperadas horas porque parece que elinexorable declive se ha estancado derepente y por un momento puedesoportar el dolor. El problema, claro, esque no hay manera de saber si tu últimodía bueno es tu Último Día Bueno. Enesos momentos no es más que otro díabueno.
Un día no fui a visitar a Augustus
porque no me encontraba muy bien.Nada serio, solo estaba cansada. Aqueldía no hice nada en especial, y pocodespués de las cinco de la tarde, cuandoAugustus me llamó, estaba ya conectadaal BiPAP, que habíamos trasladado alcomedor para que pudiera ver la telecon mis padres.
—Hola, Augustus —le saludé.Me contestó con el tono de voz que
me chiflaba.—Buenas tardes, Hazel Grace.
¿Crees que podrías estar en el corazónde Jesús literal hacia las ocho?
—Supongo —le contesté.—Perfecto. Otra cosa: si no es
mucho pedir, prepara un discursofúnebre, por favor.
—Uf —le dije.—Te quiero —me dijo.—Y yo a ti —le contesté.Colgó.—Tengo que ir al grupo de apoyo a
las ocho —dije a mis padres—. Sesiónde emergencia.
Mi madre quitó el volumen a la tele.—¿Pasa algo?La miré un segundo alzando las
cejas.—Entiendo que es una pregunta
retórica —le contesté.—Pero por qué…
—Porque por alguna razón Gus menecesita. No hay problema. Puedoconducir.
Toqueteé el BiPAP para que mimadre me ayudara a quitármelo, pero nolo hizo.
—Hazel —me dijo—, a tu padre y amí nos da la sensación de que ya apenaste vemos.
—Sobre todo yo, que me paso el díatrabajando —añadió mi padre.
—Me necesita —les contestéquitándome el BiPAP yo misma.
—Nosotros también te necesitamos,cariño —me respondió mi padre.
Me cogió por la muñeca, como si
fuera una niña de dos años a punto desalir corriendo a la calle, y me mantuvosujeta.
—Bueno, pilla un cáncer terminal,papá, y entonces pasaré más tiempo encasa.
—Hazel —dijo mi madre.—Erais vosotros los que no queríais
que me pasara el día en casa —respondí.
Mi padre seguía agarrándome delbrazo.
—Y ahora queréis que se muera deuna vez para que vuelva a encerrarme encasa y os deje cuidarme como siempre.Pero no lo necesito, mamá. No te
necesito como antes. Eres tú la quenecesita tener una vida propia.
—¡Hazel! —exclamó mi padreapretándome todavía más la muñeca—.Pídele perdón a tu madre.
Yo tiraba del brazo, pero mi padreno me soltaba, y no podía coger el tubocon una sola mano. Era desquiciante. Loúnico que quería era rebelarme, salircon paso decidido del comedor, cerrarmi habitación de un portazo, poner TheHectic Glow y escribir frenéticamenteun discurso. Pero no podía porque nopodía respirar, joder.
—El tubo —protesté—. Lo necesito.Mi padre me soltó inmediatamente y
corrió a conectarme al oxígeno. Veía ensus ojos que se sentía culpable, peroseguía enfadado.
—Hazel, pídele perdón a tu madre.—Muy bien, perdón. Pero dejadme,
por favor.No dijeron nada. Mi madre se quedó
sentada con los brazos cruzados, sinmirarme siquiera. Me levanté y me fui ami habitación a escribir sobre Augustus.
Mis padres llamaron varias veces ala puerta, pero les contesté que estabahaciendo algo importante. Tardémuchísimo en decidir lo que queríadecir, y ni siquiera entonces me quedécontenta. Justo antes de terminar me di
cuenta de que eran las ocho menosveinte, lo cual quería decir que llegaríatarde aunque no me cambiara de ropa,así que al final me quedé con el pantalónde pijama azul celeste, las zapatillas y lacamiseta del Butler de Gus.
Salí de mi habitación e intenté pasarpor delante de ellos.
—No puedes salir de casa sinpermiso —me dijo mi padre.
—Dios, papá. Me ha pedido que leescribiera un discurso fúnebre, ¿vale?Muy pronto me quedaré en casa cadaputa noche, ¿vale?
Al final se callaron.
Necesité todo el trayecto paratranquilizarme. Me metí por la parte deatrás de la iglesia y aparqué en elcamino, detrás del coche de Augustus.Alguien había dejado una piedra delantede la puerta trasera de la iglesia paraque no se cerrara. Una vez dentro, meplanteé bajar por las escaleras, perodecidí esperar el viejo y chirrianteascensor.
Abrí las puertas del ascensor yllegué a la sala del grupo de apoyo,donde las sillas seguían formando uncorro. Pero esta vez vi solo a Gus en susilla de ruedas, delgadísimo. Me mirabadesde el centro del corro. Había estado
esperando a que se abrieran las puertasdel ascensor.
—Hazel Grace, estás de muerte —me dijo.
—Ya lo sé, ¿vale?Oí pasos en un rincón oscuro de la
sala. Isaac estaba detrás de un pequeñoatril de madera, al que se aferraba.
—¿Quieres sentarte? —le pregunté.—No. Voy a dar mi discurso. Llegas
tarde.—¿Vas a qué?Gus me indicó con un gesto que me
sentara. Acerqué una silla al centro delcorro, a su lado, y él giró la silla deruedas para colocarse frente a Isaac.
—Quiero asistir a mi funeral —dijoGus—. Por cierto, ¿hablarás en mifuneral?
—Bueno… sí, claro —le contestéapoyando la cabeza en su hombro.
Estiré los brazos y lo rodeé, a él y lasilla de ruedas. Hizo una mueca de dolory lo solté.
—Estupendo —me dijo—. Esperoasistir en espíritu, pero, paraasegurarme, había pensado… en fin, noponerte en ese aprieto, pero esta tarde seme ha ocurrido organizar un prefuneral,y como estoy relativamente animado,supongo que es el mejor momento.
—¿Cómo has llegado hasta aquí? —
le pregunté.—¿Te lo creerías si te digo que
dejan la puerta abierta toda la noche? —me preguntó Gus.
—Pues no —le contesté.—Haces bien —me dijo Gus
sonriendo—. Bueno, sé que es un pocograndilocuente…
—Oye, estás pisándome el discurso—lo interrumpió Isaac—. Lo primeroque digo de ti es que eras un capullograndilocuente.
Me reí.—Vale, vale —dijo Gus—. Cuando
quieras.Isaac carraspeó.
—Augustus Waters era un capullograndilocuente, pero se lo perdonamos.Se lo perdonamos no porque tuviera uncorazón tan metafóricamente buenocomo literalmente asqueroso, ni porquesupiera coger los cigarros mejor queningún no fumador de la historia, niporque llegara a los dieciocho añoscuando debería haber cumplido más.
—Diecisiete —lo corrigió Gus.—Estoy dando por sentado que te
queda algo de tiempo. Y no meinterrumpas, capullo.
—Os aseguro —siguió diciendoIsaac— que a Augustus Waters legustaba tanto hablar que os interrumpiría
en su propio funeral. Y era un pedante.El chaval era incapaz de mear sinplantearse las enormes connotacionesmetafóricas de la producción deexcrementos. Y era un creído. Creo quenunca he conocido a nadie tan atractivofísicamente que fuera tan consciente desu atractivo físico.
»Pero tengo que decir algo: cuandolos científicos del futuro se presenten enmi casa con ojos robot y me pidan quelos pruebe, les contestaré que se vayan atomar por culo, porque no quiero ver unmundo sin él.
A esas alturas yo ya estaba llorando.—Y después, una vez hecho mi gesto
retórico, me pondría los ojos robot,porque, bueno, con esos ojosseguramente se podrá traspasar la ropade las chicas, y esas cosas. Augustus,amigo mío, buen viaje.
Augustus asintió varias veces, conlos labios apretados, y después levantóel pulgar en dirección a Isaac.
—Yo eliminaría eso de traspasar laropa de las chicas —dijo tras recuperarla compostura.
Isaac, que seguía aferrado al atril,empezó a llorar. Apoyó la frente contrael podio y vi que le temblaban loshombros.
—Joder, Augustus, tienes que
corregir hasta los discursos de tu funeral—dijo por fin.
—No digas tacos en el corazón deJesús literal —le contestó Gus.
—Joder —repitió Isaac.Levantó la cabeza y tragó saliva.—Hazel, ¿puedes echarme una
mano?Yo había olvidado que no podía
volver al corro solo. Me levanté, lecoloqué la mano en mi brazo y lo llevédespacio hasta la silla en la que mehabía sentado yo, al lado de Gus. Luegome dirigí al podio y desdoblé la hoja depapel en la que había imprimido midiscurso.
—Me llamo Hazel. Augustus Watersfue el fugaz gran amor de mi vida. Lanuestra fue una historia de amor épica, yno profundizaré más en el tema para nohundirme en un mar de lágrimas. Gus losabía. Gus lo sabe. No voy a contarosnuestra historia de amor porque, comotodas las historias de amor reales,morirá con nosotros, como debe ser.Esperaba que él me hiciera un discursofúnebre a mí, porque nadie podríahabérmelo hecho mejor…
Empecé a llorar.—Bueno, ¿cómo no voy llorar? ¿Por
qué estoy…? Bien, bien.Tomé aire y volví a la página.
—No puedo hablar de nuestrahistoria de amor, así que hablaré dematemáticas. No soy matemática, perode algo estoy segura: entre el 0 y el 1hay infinitos números. Están el 0,1, el0,12, el 0,112 y toda una infinitacolección de otros números. Porsupuesto, entre el 0 y el 2 también hayuna serie de números infinita, peromayor, y entre el 0 y un millón. Hayinfinitos más grandes que otros. Nos loenseñó un escritor que nos gustaba. Enestos días, a menudo siento que mefastidia que mi serie infinita sea tanbreve. Quiero más números de los queseguramente obtendré, y quiero más
números para Augustus de los queobtuvo. Pero, Gus, amor mío, no puedoexpresar lo mucho que te agradezconuestro pequeño infinito. No locambiaría por el mundo entero. Me hasdado una eternidad en esos díascontados, y te doy las gracias.
Capítulo 21
Augustus Waters murió ocho díasdespués de su prefuneral, en la UCI delMemorial, donde el cáncer, que formabaparte de él, acabó parándole el corazón,que también formaba parte de él.
Estaba con sus padres y sushermanas. Su madre me llamó a las tresy media de la madrugada. Supe quehabía muerto, por supuesto. Antes deirme a la cama había hablado con supadre, que me dijo que podía ser aquellanoche, pero aun así, cuando cogí elteléfono de la mesita y vi «Madre de
Gus» en la pantalla, me derrumbé. Ellalloraba al otro lado de la línea, me dijoque lo sentía, y yo también le dije que losentía, y me contó que había estadoinconsciente un par de horas antes demorir.
Mis padres entraron en mihabitación y se quedaron mirándomeexpectantes. Me limité a asentir y seabrazaron, seguro que presintiendo elterror que acabaría llegándoles tambiéna ellos.
Llamé a Isaac, que se cagó en lavida, en el mundo entero y hasta enDios, y gritó que dónde estaban losputos trofeos cuando los necesitabas.
Luego me di cuenta de que no tenía anadie más a quien llamar, y eso fue lomás triste. La única persona con la querealmente quería hablar sobre la muertede Augustus Waters era AugustusWaters.
Mis padres se quedaron en mihabitación hasta que amaneció. Al finalmi padre me preguntó:
—¿Quieres estar sola?Asentí.—Estaremos al lado de la puerta —
dijo mi madre.«No tengo la menor duda», pensé.
Era totalmente insoportable, cadasegundo peor que el anterior. Pensaba enllamarlo y me preguntaba qué pasaría, sirespondería alguien. En las últimassemanas nos habíamos visto obligados apasar nuestro tiempo juntos recordando,que no era poco. Había perdido elplacer de recordar porque ya no tenía anadie con quien recordar. Era como siperder a la persona que recuerda contigoimplicara perder los recuerdos en sí,como si lo que habíamos hecho fuesemenos real y menos importante de lo quelo había sido horas antes.
Cuando entras en urgencias, una delas primeras cosas que te piden es quepuntúes tu dolor en una escala del uno aldiez, y a partir de ahí deciden quémedicación administrarte y con quéfrecuencia. Me lo habían preguntadocientos de veces en los últimos años, yrecuerdo una vez, al principio, en que nopodía respirar y sentía que el pecho meardía, que las llamas me devoraban pordentro de las costillas intentando salirde mi cuerpo, y mis padres me llevarona urgencias. Una enfermera me preguntópor el dolor, y como ni siquiera podíahablar, le mostré nueve dedos.
Más tarde, cuando ya me habíandado algo, entró la enfermera.
—¿Sabes por qué sé que eres unaluchadora? —me preguntó dándomegolpecitos en la mano mientras metomaba la presión—. Porque has dichonueve, cuando era diez.
Pero no era del todo cierto. Habíadicho nueve porque quería reservarmeel diez. Y ahí estaba, el gran y terriblediez, golpeándome una y otra vezmientras, tumbada en la cama, inmóvil ysola, miraba el techo fijamente, y lasolas me lanzaban contra las rocas yvolvían a arrastrarme hacia el mar parapoder lanzarme otra vez contra el
recortado acantilado, y me dejabanflotando boca arriba en el agua, sinahogarme.
Al final lo llamé. Su teléfono sonócinco veces y después salió la voz delcontestador. «Este es el contestador deAugustus Waters», dijo la voz que mechiflaba. «Deja tu mensaje.» Sonó elpitido. El silencio mortal de la línea mesobrecogió. Solo quería volver con él aaquel secreto lugar posterrenal al quenos trasladábamos cuando hablábamospor teléfono. Esperé a que llegara esasensación, pero no llegó. El silenciomortal de la línea me incomodaba, asíque al final colgué.
Cogí el portátil de debajo de lacama, lo encendí y entré en su muro,donde habían empezado ya a aparecerlas condolencias. La más reciente decía:
Te quiero, amigo. Nosvemos en la otra orilla.
La había escrito alguien de quiennunca había oído hablar. En realidad,todas las entradas del muro, quellegaban tan seguidas que apenas teníatiempo de leerlas, las escribía gente a laque no conocía y de la que Gus nuncame había hablado, personas queensalzaban sus virtudes ahora que había
muerto, aunque sabía a ciencia ciertaque no lo habían visto desde hacíameses y que no habían hecho el menoresfuerzo por ir a visitarlo. Mepreguntaba si mi muro sería así si memoría, o si había estado fuera de laescuela y de la vida el tiempo suficientepara librarme de las conmemoracionesgenerales.
Seguí leyendo.
Ya te echo de menos, amigo.Te quiero, Augustus. Dios te
bendiga y te tenga en su gloria.Vivirás para siempre en
nuestro corazón, grandullón.
(Esta última me cabreóespecialmente, porque implicaba que loque queda atrás es inmortal: vivirás parasiempre en mi recuerdo porque yo vivirépara siempre. AHORA SOY TU DIOS,CHICO MUERTO. ME PERTENECES.Pero pensar que no vas a morirte es otroefecto colateral de estar muriéndose.)
Siempre fuiste un granamigo. Lamento no haberte vistodesde que dejaste la escuela.Apuesto a que ya estás jugandoal básquet en el cielo.
Imaginé cómo analizaría Augustus
Waters este comentario: si estoy jugandoal baloncesto en el cielo, ¿implica esoun cielo físico que contiene pelotas debaloncesto físicas? ¿Quién fabrica laspelotas en cuestión? ¿Hay en el cieloalmas menos afortunadas que trabajan enuna fábrica celestial para que yo puedajugar? ¿O acaso un Dios omnipotentecrea las pelotas de la nada? ¿Está esecielo en una especie de universoimperceptible en el que no se aplican lasleyes físicas? Y en ese caso, ¿por quécojones iba a jugar al baloncesto cuandopodría volar, leer, mirar a gente guapa ocualquier otra cosa que de verdad medivierte? Es casi como si la manera de
imaginar mi muerte dijera por sí mismamás de ti que de la persona que era yo ode lo que sea que soy ahora.
Sus padres me llamaron hacia lasdoce del mediodía para decirme que elfuneral sería cinco días después, elsábado. Imaginé una iglesia llena degente que pensaba que a Gus le gustabael baloncesto y me dieron ganas devomitar, pero sabía que tenía que ir,porque tenía que hablar y todo eso.Cuando colgué, seguí leyendo su muro.
Acabo de enterarme de que
Gus Waters ha muerto tras unalarga batalla contra el cáncer.Descansa en paz, amigo.
Sabía que toda aquella gente estabade verdad triste y que en realidad yo noestaba enfadada con ellos. Estabaenfadada con el universo. Aun así, mesacaba de quicio. Te llegan todos esosamigos justo cuando ya no necesitasamigos. Contesté a este último post.
Vivimos en un universoque se dedica a crear, y aerradicar, la conciencia.Augustus Waters no ha muertotras una larga batalla contra el
cáncer. Ha muerto tras una largabatalla contra la inconscienciahumana, víctima —como lo seréisvosotros— de la necesidad deluniverso de hacer y deshacertodo lo posible.
Lo colgué y esperé a que alguienrespondiera. Refresqué la página una yotra vez. Nada. Mi comentario se perdióen la tormenta de nuevos posts. Todo elmundo iba a echarlo mucho de menos.Todo el mundo rezaba por su familia.Recordé la carta de Van Houten:«Escribir no resucita. Entierra».
Al rato salí al comedor y me sentécon mis padres a ver la tele, no sabríadecir qué programa. En algún momentomi madre me dijo:
—Hazel, ¿qué podemos hacer por ti?Sacudí la cabeza y empecé a llorar
otra vez.—¿Qué podemos hacer? —volvió a
preguntarme mi madre.Me encogí de hombros.Pero ella siguió preguntando, como
si hubiera algo que pudiera hacer, hastaque al final me arrastré por el sofá hastasu regazo, mi padre se acercó y me
abrazó muy fuerte las piernas, yo abracéa mi madre por la cintura, y me sujetarondurante horas mientras subía la marea.
Capítulo 22
Cuando llegamos, me senté al fondode la sala de visita, una pequeñahabitación de paredes de piedra a unlado del santuario de la iglesia delcorazón de Jesús literal. Había unasochenta sillas en la sala, llena en dosterceras partes, pero que parecía unatercera parte vacía.
Observé un rato a la gente que seacercaba al ataúd, que estaba sobre unaespecie de carro cubierto con un mantelvioleta. Todas aquellas personas a lasque nunca había visto antes se
arrodillaban junto a él o se quedaban depie a un lado y lo miraban un instante,quizá lloraban, quizá decían algo, yluego todas ellas tocaban el ataúd enlugar de tocarlo a él, porque nadiequiere tocar a un muerto.
Los padres de Gus estaban de piejunto al ataúd, abrazando a todos amedida que pasaban, pero, cuando mevieron, sonrieron y se acercaron a mí.Me levanté y abracé primero a su padrey después a su madre, que me presionómuy fuerte, como solía hacer Gus, y meaplastó los omóplatos. Los dos parecíanmuy viejos, con los ojos hundidos y lapiel de sus agotados rostros flácida.
También ellos habían llegado a la metade una carrera de vallas.
—Te quería mucho —me dijo lamadre de Gus—. De verdad. No era…No era un amor adolescente ni nada deeso —añadió, como si yo no lo supiera.
—A vosotros también os queríamucho —contesté en voz baja.
Es difícil de explicar, pero sentíaque hablar con ellos era como dar unapuñalada y recibirla.
—Lo siento —añadí.Luego sus padres se pusieron a
hablar con los míos, una conversaciónllena de movimientos de cabeza y labiosapretados. Miré hacia el ataúd y vi que
no había nadie, así que decidíacercarme. Me saqué el tubo de oxígenode la nariz, lo alcé por encima de micabeza y se lo pasé a mi padre. Queríaque estuviéramos él y yo solos. Cogí elbolso y me dirigí al improvisado altar,entre las filas de sillas.
El camino se me hizo largo, perodecía a mis pulmones que se callaran,que eran fuertes y que podían. Alacercarme, lo vi. Le habían colocado elpelo hacia la izquierda, un peinado quea él le habría parecido absolutamenteespantoso, y tenía la cara comoplastificada. Pero seguía siendo Gus. Milarguirucho y guapo Gus.
Habría querido ponerme el vestidonegro que me había comprado para lafiesta de mi decimoquinto cumpleaños,mi vestido de muerta, pero ya no mecabía, así que me puse un sencillovestido negro hasta las rodillas.Augustus llevaba el mismo traje desolapas estrechas que se había puestopara ir al Oranjee.
Mientras me arrodillaba me dicuenta de que le habían cerrado los ojos—por supuesto— y que nunca volvería aver sus ojos azules.
—Te quiero en presente —susurré, yponiéndole la mano en el pecho le dije—: Está bien, Gus. Está bien. De
verdad. Está bien, ¿me oyes?No tenía —ni tengo— la menor
confianza en que me oyera. Me incliné ylo besé en la mejilla.
—Bien —añadí—. Bien.De pronto fui consciente de que
había mucha gente mirándonos, de que laúltima vez que tanta gente nos habíavisto besándonos había sido en la casade Ana Frank. Aunque, hablando conpropiedad, ya no había un nosotros alque mirar. Solo un yo.
Abrí el bolso, metí la mano y saquéun paquete de Camel Lights. En unmovimiento rápido que esperaba quenadie notara, lo camuflé entre su costado
y el forro de fieltro plateado del ataúd.—Estos puedes encenderlos —le
susurré—. No me importa.
Mientras hablaba con él, mis padresse desplazaron hasta la segunda fila conla bombona para que no tuviera queandar tanto. Me senté. Mi padre meofreció un pañuelo, me soné, me pasélos tubos por encima de las orejas y melos metí en la nariz.
Pensaba que entraríamos en lacapilla para el funeral, pero nosquedamos en aquella pequeña salalateral, la mano de Jesús literal,
supongo, la parte de la cruz a la que lohabían clavado. Un pastor se acercó alataúd, se situó detrás, como si el ataúdfuera un púlpito o algo así, y habló unmomento sobre la valiente batalla deAugustus y sobre que su heroísmo frentea la enfermedad era una inspiración paratodos nosotros. Estaba ya empezando acabrearme con el pastor cuando dijo:«En el cielo, Augustus estará por finsano y completo», con lo que venía adecir que, como le faltaba una pierna,había sido menos completo que losdemás. No pude reprimir un gesto deasco. Mi padre me agarró de la pierna,por encima de la rodilla, y me lanzó una
mirada de reproche, pero desde la filade atrás alguien murmuró en mi oído envoz casi inaudible:
—Menuda sarta de gilipolleces,¿verdad?
Me giré.Peter van Houten llevaba un traje
blanco de lino a la medida de suredondez, una camisa azul pastel y unacorbata verde. Parecía haberse vestidopara participar en la ocupación colonialde Panamá, no para un funeral. El pastordijo: «Recemos», pero mientras todoslos demás inclinaban la cabeza, yo solopude mirar con la boca abierta a Petervan Houten.
—Vamos a fingir que rezamos —dijo un momento después.
E inclinó la cabeza.Intenté olvidarme de él y rezar por
Augustus. Me dediqué a escuchar alpastor sin girarme.
El pastor llamó a Isaac, que estabamucho más serio que en el prefuneral.
—Augustus Waters era el alcalde dela secreta ciudad de Cancerlandia, y esinsustituible —empezó a decir Isaac—.Otros os contarán historias divertidassobre Gus, porque era un tipo divertido,así que permitidme que yo os cuentealgo serio: un día después de que mequitaran el ojo, Gus apareció por el
hospital. Yo estaba ciego y destrozado,de modo que no quería hacer nada. Gusentró corriendo en mi habitación y gritó:«¡Tengo una buena noticia!». Yo le dije:«Ahora mismo no me apetece oírninguna buena noticia». Y Gus me dijo:«Esta sí que quieres oírla».
«Muy bien, ¿qué pasa?», le pregunté.Y me contestó: «Vas a vivir una larga yestupenda vida llena de grandes yterribles momentos que ni siquierapuedes imaginar».
Isaac no pudo seguir, o quizá eratodo lo que había escrito.
Después de que un compañero delinstituto contara varias historias sobre elgran talento de Gus para el baloncesto ysus muchas cualidades como compañerode equipo, el pastor dijo:
—Ahora nos dirá unas palabrasHazel, la amiga especial de Augustus.
¿«Amiga especial»? Se oyeronrisitas ahogadas, así que pensé que nohabía problema en empezar diciéndoleal pastor:
—Yo era su novia.Lo cual provocó carcajadas.Y a continuación empecé a leer el
discurso que había escrito.—En casa de Gus hay un dibujo con
una gran frase, una frase que tanto a élcomo a mí nos parecía muyreconfortante: «Sin dolor, ¿cómoconoceríamos el placer?».
Seguí soltando estímulos de mierdamientras los padres de Gus, cogidos delbrazo, se abrazaban y asentían a cadapalabra mía. Había decidido que losfunerales son para los vivos.
Después del discurso de su hermanaJulie, la ceremonia terminó con unaoración sobre la unión de Gus con Dios.Volví a pensar en lo que me había dichoen el Oranjee, que no creía en mansiones
ni en arpas, pero sí en Algo con Amayúscula, de modo que mientrasrezábamos intenté imaginarlo en AlgúnLugar con A y L mayúsculas, pero nisiquiera entonces pude convencerme deque volveríamos a estar juntos. Conocíaya a demasiados muertos. Sabía que enadelante el tiempo pasaría para mí dediferente manera que para él, que yo,como todos en aquella sala, continuaríaacumulando amores y pérdidas, pero élno. Y para mí aquella era la auténtica einsoportable tragedia final: como todo elsinfín de muertos, Gus había descendidode una vez para siempre de visitado avisitante.
Luego un cuñado de Gus trajo unradiocasete y pusieron una canción quehabía elegido Gus, una balada triste deThe Hectic Glow llamada «The NewPartner». Sinceramente, solo quería irmea mi casa. Apenas conocía a nadie, ysentía los ojos pequeños de Peter vanHouten taladrándome los omóplatosdesnudos, pero, en cuanto terminó lacanción, todo el mundo se acercó a mípara decirme que mi discurso había sidomuy bonito y que la ceremonia habíasido encantadora, lo cual era falso. Fueun funeral. Un funeral como cualquierotro.
Los que iban a llevar el féretro —
primos, su padre, un tío y un amigo a losque nunca había visto— se acercaron, lolevantaron y se dirigieron al cochefúnebre.
—No quiero ir. Estoy cansada —dije a mis padres cuando nos metimos ennuestro coche.
—Hazel —me dijo mi madre.—Mamá, no habrá sitio para
sentarse, durará una eternidad y estoyagotada.
—Hazel, tenemos que ir por el señory la señora Waters —me dijo.
—Pero…Por alguna razón me sentía muy
pequeña en el asiento de atrás. Y quería
ser pequeña. Quería tener seis años, oalgo así.
—De acuerdo —dije.Pasé un rato con los ojos clavados
en la ventanilla. Realmente no quería ir.No quería ver cómo lo metían en latierra, en la parcela que él mismo habíaelegido con su padre, y no quería ver asus padres cayendo de rodillas sobre lahierba húmeda de rocío y gimiendo dedolor, y no quería ver la alcohólicabarriga de Peter van Houten aplastadabajo su americana de lino, y no queríallorar delante de un montón de gente, yno quería lanzar un puñado de tierra ensu tumba, y no quería que mis padres
tuvieran que estar ahí, bajo el clarocielo azul con luz vespertina, pensandoen su día, su hija, mi parcela, mi ataúd ymi tierra.
Pero lo hice. Hice todo eso y más,porque mis padres creían que teníamosque hacerlo.
Cuando hubo terminado, Van Houtense acercó a mí y apoyó su mano fofa enmi hombro.
—¿Podéis llevarme? —me preguntó—. He dejado el coche de alquiler alpie de la colina.
Me encogí de hombros. El abrió la
puerta del asiento trasero justo cuandomi padre desbloqueaba el coche.
—Peter van Houten, novelistaemérito y desilusionadorsemiprofesional —dijo inclinándosehacia los asientos delanteros.
Mis padres se presentaron y leestrecharon la mano. Me sorprendiómucho que Peter van Houten hubierasobrevolado medio mundo para asistiral funeral.
—¿Cómo se ha…? —empecé apreguntarle, pero me cortó.
—He utilizado vuestra infernalinternet para consultar las esquelasnecrológicas de Indianápolis.
Metió la mano en el traje de lino ysacó una botella pequeña de whisky.
—Así que sencillamente hacomprado un billete y…
Volvió a interrumpirme mientrasdesenroscaba el tapón de la botella.
—Quince mil dólares por un billetede primera clase, pero tengo suficientedinero para permitirme estos caprichos.Y en primera clase las bebidas songratis. Si te das prisa, casi te compensa.
Van Houten dio un trago y se inclinóhacia delante para ofrecerle la botella ami padre.
—No, gracias —le dijo.Entonces me ofreció la botella a mí.
La cogí.—Hazel —protestó mi madre.Pero di un sorbo, que hizo que
sintiera el estómago como los pulmones.Le devolví la botella a Van Houten, quedio un largo trago.
—En fin. Omnis cellula e cellula.—¿Cómo?—Tu Waters y yo nos escribíamos
de vez en cuando, y en su última…—Un momento. ¿Ahora lee las
cartas de sus admiradores?—No. Me escribía a mi casa, no a la
editorial. Y difícilmente podría llamarloadmirador. Me despreciabaprofundamente. Pero, aun así, insistía
mucho en que mi mala conductaquedaría absuelta si asistía a su funeraly te contaba qué fue de la madre deAnna. Así que aquí estoy, y esta es larespuesta: Omnis cellula e cellula.
—¿Qué? —volví a preguntarle.—Omnis cellula e cellula —me
repitió—. Todas las células surgen decélulas. Toda célula nace de una célulaanterior, que a su vez nació de otracélula anterior. La vida surge de la vida.La vida engendra vida que engendravida que engendra vida que engendravida.
Llegamos al pie de la colina.—Vale, muy bien —le contesté.
No estaba de humor para aguantarlo.Peter van Houten no iba a monopolizarel funeral de Gus. No iba a permitirlo.
—Gracias —le dije—. Bueno, metemo que hemos llegado al pie de lacolina.
—¿No quieres que te lo explique?—me preguntó.
—No —le contesté—. Estoy bienasí. Creo que es usted un alcohólicopatético que dice cosas estrambóticaspara llamar la atención, como un críorepipi de once años, y lo siento muchopor usted. Pero no, usted ya no es el tipoque escribió Un dolor imperial, así queno podría continuarlo aunque quisiera.
Pero gracias. Que le vaya muy bien en lavida.
—Pero…—Gracias por el trago —le respondí
—. Y ahora salga del coche.Pareció como si le hubieran
regañado. Mi padre había parado elcoche y nos quedamos un minuto allí,bajo la tumba de Gus, hasta que VanHouten abrió la puerta y salió por fin sindecir nada.
Al arrancar de nuevo, lo vi por laventana de atrás dando un trago yalzando la botella hacia mí, como sibrindara conmigo. Sus ojos parecíanmuy tristes. Para ser sincera, me dio un
poco de lástima.
Llegamos por fin a casa hacia lasseis. Yo estaba agotada, solo queríadormir, pero mi madre me obligó acomerme un plato de pasta con queso,aunque al menos me permitió comérmeloen la cama. Dormí un par de horas conel BiPAP. Y el despertar fue horrible,porque por un momento estuvedesorientada y pensé que todo iba bien,así que después volví a derrumbarme.Mi madre me quitó el BiPAP, meencadené a una bombona y fui atrompicones a mi cuarto de baño para
lavarme los dientes.Mirándome en el espejo mientras me
cepillaba los dientes pensé que habíados tipos de adultos: los Peter vanHouten —criaturas miserables querastrean la tierra en busca de algo a loque hacer daño— y las personas comomis padres, que rondaban por ahí comozombis y que hacían lo que tuvieran quehacer para seguir rondando por ahí.
Ninguna de estas dos perspectivasme resultaba especialmente deseable.Me daba la impresión de que ya habíavisto todo lo puro y bueno del mundo, yempezaba a sospechar que, aun cuandola muerte no se hubiera cruzado en
nuestro camino, el amor quecompartíamos Augustus y yo no habríapodido durar. «Así se sume en el día elamanecer», escribió el poeta. «Nadadorado puede permanecer.»
Alguien llamó a la puerta del baño.—Ocupado —dije.—Hazel —dijo mi padre—, ¿puedo
entrar?No le contesté, pero al momento
quité el pestillo y me senté en el váter.¿Por qué tenía que costarme tantorespirar? Mi padre se arrodilló a milado. Me cogió la cabeza y la apoyósobre su hombro.
—Siento mucho que Gus haya
muerto —me dijo.Casi me ahogaba con su camiseta,
pero me gustaba que me abrazara tanfuerte y sentir el olor familiar de mipadre. Era casi como si estuvieraenfadado, y me gustaba, porque yotambién estaba enfadada.
—Es una mierda —me dijo—. Todoes una mierda. ¿Ochenta por ciento deprobabilidades de vivir y a él le toca elveinte por ciento? Mierda. Era un chicobrillante. Es una mierda. Lo odio. Peroseguro que ha sido un privilegioquererlo, ¿verdad?
Asentí sin levantar la cabeza de sucamiseta.
—Puedes hacerte una idea de lo quesiento por ti.
Mi viejo. Siempre sabía lo quedecir.
Capítulo 23
Un par de días después me levantéhacia las doce del mediodía y fui a casade Isaac. Me abrió la puerta él mismo.
—Mi madre ha llevado a Graham alcine —me dijo.
—Podríamos hacer algo —le dije.—¿Puede ser ese algo jugar a
videojuegos para ciegos sentados en elsofá?
—Sí, es exactamente lo que estabapensando.
Nos sentamos y durante un par dehoras hablamos juntos a la pantalla y nos
adentramos juntos por aquella invisiblecueva laberíntica sin un solo rayo de luz.Lo más entretenido del juego era sinduda intentar que el ordenador entablaracon nosotros conversaciones graciosas.
Yo: Toco la pared de la cueva.Ordenador: Tocas la pared de la
cueva. Está húmeda.Isaac: Chupo la pared de la cueva.Ordenador: No lo entiendo. ¿Puedes
repetirlo?Yo: Me tiro a la húmeda pared de la
cueva.Ordenador: Intentas tirar la pared.
Te das un golpe en la cabeza.Isaac: No tiro la pared. ¡Me la tiro!
Ordenador: No lo entiendo.Isaac: Colega, llevo semanas solo en
esta cueva oscura y necesito aliviarmeun poco. ME TIRO LA PARED DE LACUEVA.
Ordenador: Intentas tirar…Yo: Empujo la pelvis contra la pared
de la cueva.Ordenador: No lo…Isaac: Hago el amor con suavidad a
la cueva.Ordenador: No lo…Yo: VALE. Me meto en el camino de
la izquierda.Ordenador: Te metes en el camino
de la izquierda. El paso se estrecha.
Yo: Me agacho.Ordenador: Te agachas cien metros.
El paso se estrecha.Yo: Me arrastro.Ordenador: Te arrastras cien metros.
Un hilo de agua te recorre el cuerpo.Llegas a un montículo de piedraspequeñas que te cortan el paso.
Yo: ¿Puedo tirarme ahora la paredde la cueva?
Ordenador: No puedes tirar la paredsin haberte levantado.
Isaac: No me gusta vivir en unmundo sin Augustus Waters.
Ordenador: No lo entiendo.Isaac: Yo tampoco. Pausa.
Isaac tiró el mando contra el sofá.—¿Sabes si le dolió?—Creo que le costaba mucho
respirar —le contesté—. Al final perdióel conocimiento, pero parece que no fuedemasiado bien, claro. Morirse es unamierda.
—Sí —respondió Isaac. Y tras unalarga pausa—: Pero parece tanimposible…
—Pasa todos los días —le contesté.—Pareces enfadada —añadió.—Sí —dije yo.Nos quedamos en silencio largo
rato, y me pareció bien. Yo pensaba en
el primer día que vi a Augustus, en elcorazón de Jesús literal, cuando nos dijoque le daba miedo el olvido, y yo lecontesté que le daba miedo algouniversal e inevitable, y que en realidadel problema no es el sufrimiento en sí niel olvido en sí, sino el perversosinsentido de ambas cosas, el nihilismoabsolutamente inhumano del sufrimiento.Pensaba en mi padre diciéndome que eluniverso quiere que lo observen. Pero loque queremos nosotros es que eluniverso nos observe a nosotros, y laverdad es que al universo le importa unamierda lo que nos pase, no a la ideageneral de vida sensible, pero sí a cada
uno de nosotros como individuos.—Gus te quería de verdad, ya lo
sabes —me dijo.—Lo sé.—No dejaba de repetirlo.—Lo sé —le contesté.—Era un coñazo.—A mí no me parecía un coñazo.—¿Te dio lo que estaba
escribiendo?—¿El qué?—La segunda parte de un libro que
te gustaba o algo así.Me giré hacia Isaac.—¿Cómo dices?—Me dijo que estaba escribiendo
algo para ti, pero que no se le dabademasiado bien escribir.
—¿Cuándo te lo contó?—No sé, en algún momento después
de volver de Amsterdam.—¿En qué momento? —insistí.¿No había podido acabarlo? ¿Lo
había acabado y estaba en su ordenador,por ejemplo?
—Uf —suspiró Isaac—. Uf, no losé. Hablamos del tema en mi casa unavez. Estaba aquí… Ah, estábamosjugando con mi aparato de leer e-mails yjusto recibí uno de mi abuela. Puedocomprobar la fecha si quieres…
—Sí, sí, ¿dónde está el aparato?
Lo había comentado hacía un mes.Un mes. Debo admitir que no había sidoun buen mes, pero aun así era un mes,tiempo suficiente para que hubieraescrito por lo menos algo. Había algosuyo, o como mínimo hecho por él,flotando por ahí. Lo necesitaba.
—Voy a su casa —le dije a Isaac.Corrí hacia el coche, lancé el carrito
del oxígeno en el asiento del copiloto yarranqué. En la radio sonó una canciónde hip-hop a todo volumen, y cuandoalargaba la mano para cambiar deemisora, alguien empezó a rapear. Ensueco.
Me giré y grité cuando vi a Peter vanHouten sentado en el asiento de atrás.
—¡Perdona que te haya asustado! —me dijo Van Houten a gritos para que elrap me permitiera oírlo.
Aunque había pasado casi unasemana, seguía llevando el traje delfuneral. Olía como si sudase alcohol.
—Puedes quedarte con el CD —medijo—. Es Snook, uno de los mejoresraperos suecos…
—¡SALGA DE MI COCHE AHORAMISMO!
Apagué el equipo de música.—El coche es de tu madre, si no me
equivoco —me dijo—. Además, no
estaba cerrado.—¡Joder! Salga del coche o llamo a
la policía. ¿Qué coño le pasa?—Si solo me pasara una cosa… —
me contestó pensativo—. He venidosimplemente a pedirte disculpas. Teníasrazón cuando me dijiste que soy un críopatético adicto al alcohol. Solo tengo auna persona que pasa algún tiempoconmigo porque le pago para eso…Bueno, peor aún, ya ha dimitido y me hadejado como un alma en pena que nopuede conseguir compañía ni siquierasobornando. Así es, Hazel. Todo eso ymás.
—Bien —le dije.
El discurso habría sido mucho másconmovedor si no hubiera arrastrado laspalabras.
—Me recuerdas a Anna.—A mucha gente le recuerdo a
mucha gente —le contesté—. Tengo queirme, de verdad.
—Pues arranca —respondió.—Salga.—No. Me recuerdas a Anna —
repitió.Di marcha atrás. No podía obligarlo
a marcharse, y no tenía por qué hacerlo.Iría a casa de Gus, y sus padres yaconseguirían que se marchara.
—Seguro que conoces a Antonietta
Meo —me dijo Van Houten.—Pues no —le contesté.Encendí el equipo de música y el
hip-hop sueco sonó a todo volumen,pero Van Houten berreó por encima.
—Dentro de poco puede ser la santamás joven beatificada por la Iglesiacatólica sin haber sido mártir. Tenía elmismo cáncer que Waters,osteosarcoma. Le cortaron la piernaderecha. El dolor era espantoso.Mientras Antonietta Meo yacíamoribunda a la madura edad de seisaños por ese atroz cáncer, le dijo a supadre: «El dolor es como una tela:cuanto más fuerte es, más valor tiene».
¿Es eso cierto, Hazel?No lo miraba directamente, sino a
través del retrovisor.—¡No! —grité por encima de la
música—. Menuda gilipollez.—Pero ¿no te gustaría que fuera
verdad? —me gritó también él.Apagué la música.—Siento haberos fastidiado el viaje.
Erais demasiado jóvenes. Erais…Se derrumbó. Como si tuviera
derecho a llorar por Gus. Van Houtensolo era uno más de los infinitosplañideros que no lo conocían, otralamentación en su muro que llegabademasiado tarde.
—No nos fastidió el viaje. No se détanta importancia, capullo. Lo pasamosgenial.
—Lo intento —me dijo—. Lointento, te lo juro.
Más o menos en aquel momento medi cuenta de que alguien de la familia dePeter van Houten había muerto. Pensé enla sinceridad con la que había escritosobre el cáncer en niños, en el hecho deque no pudiera hablar conmigo enAmsterdam salvo para preguntarme sime había vestido como ella a propósito,en su mierda con Augustus y conmigo, ensu dolorosa pregunta sobre la relaciónentre el dolor extremo y su valor. Ahí
estaba, bebiendo, un viejo que llevabaaños borracho. Pensé en una estadísticaque habría preferido no conocer: lamitad de los matrimonios se rompenantes de un año de haber muerto un hijo.Miré a Van Houten. En ese momentopasábamos por delante de la facultad.Paré detrás de una fila de cochesaparcados.
—¿Se le murió un hijo?—Una hija —me dijo—. Tenía ocho
años. Sufrió muchísimo. Nunca labeatificarán.
—¿Tenía leucemia? —le pregunté.Asintió.—Como Anna —dije.
—Muy parecida a ella, sí.—¿Estaba casado?—No. Bueno, no en la época en que
se murió. Me casé muchísimo despuésde que la perdiéramos, y fueinsoportable. La pena no te cambia,Hazel. Te deja al descubierto.
—¿Vivía con ella?—No, al principio no, aunque al
final la llevamos a Nueva York, dondeyo vivía, para que recibiera toda unaserie de torturas experimentales quehicieron sus días más miserables, perono le dieron más días.
—Entonces usted le dio una especiede segunda vida en la que llega a la
adolescencia.—Supongo que así es —me dijo. Y
enseguida añadió—: Supongo queconoces el experimento mental dePhilippa Foot, el dilema del tranvía.
—Y entonces yo aparezco por sucasa vestida como la chica que ustedesperaba que ella llegara a ser y… sequeda desconcertado.
—Un tranvía fuera de control avanzapor una carretera —me dijo.
—Me importa un bledo su estúpidoexperimento mental —le dije.
—No es mío. Es de Philippa Foot.—Lo mismo me da —repliqué.—Mi hija no entendía por qué le
pasaba todo aquello —continuó—. Tuveque decirle que iba a morirse. Latrabajadora social insistió en que teníaque decírselo. Como tenía que decirleque iba a morirse, le dije que iría alcielo. Me preguntó si yo estaría allí, y lecontesté que no, que todavía no. Pero mepreguntó si más adelante sí, y le prometíque sí, claro, muy pronto. Y también ledije que mientras tanto teníamos en elcielo a muchos familiares que lacuidarían. Me preguntó cuándo iría yo, yle contesté que pronto. Hace veintidósaños.
—Lo siento.—Yo también.
—¿Qué pasó con su madre? —lepregunté.
—Sigues buscando la segunda parte,listilla —me dijo sonriendo.
Le devolví la sonrisa.—Debería volver a su casa —añadí
—, dejar de beber y escribir otranovela. Hacer las cosas en las que esbueno. No hay tanta gente que tenga lasuerte de ser tan bueno en algo.
Me miró largo rato a través delespejo.
—De acuerdo —me dijo—. Sí,tienes razón. Tienes razón.
Pero mientras lo decía sacó lapequeña botella de whisky, ya casi
vacía. Bebió, se la guardó y abrió lapuerta.
—Adiós, Hazel.—Que le sea leve, Van Houten.Se sentó en bordillo, detrás del
coche. Lo observé agacharse por elretrovisor. Sacó la botella, y por unsegundo me pareció que iba a dejarla enel bordillo. Pero acto seguido le dio untrago.
La tarde era muy calurosa enIndianápolis, con el aire denso einmóvil, como si estuviéramos dentro deuna nube. Para mí era lo peor, y me dije
a mí misma que la distancia entre elcamino y la puerta de la casa se mehacía infinita por culpa del aire. Llaméal timbre y me abrió la madre de Gus.
—Ay, Hazel —me dijo.Y se me tiró encima llorando.Se empeñó en que comiera una
lasaña de berenjenas —supongo quemucha gente les había llevado comida—con ella y el padre de Gus.
—¿Cómo estás?—Lo echo de menos.—Claro.No sabía qué decir, la verdad. Lo
único que quería era bajar al sótano ybuscar lo que hubiera escrito para mí.
Además, el silencio me incomodabamucho. Quería que hablaran entre ellos,que se consolaran, que se dieran lamano, lo que fuera, pero se limitaban acomer trocitos diminutos de lasaña sinsiquiera mirarse.
—El cielo necesitaba un ángel —dijo su padre al rato.
—Lo sé —dije yo.Entonces aparecieron sus hermanas y
los trastos de sus hijos y se metieron enla cocina. Me levanté, abracé a las doshermanas y observé a los niñoscorriendo por la cocina con su acuciantey necesario excedente de ruido ymovimiento, moléculas nerviosas
rebotando entre sí y gritando: «Paras,no, paras, no, paraba antes pero te hepillado, no me has pillado, me heescapado, bueno pues ahora te pillo, no,tonto del culo, ahora no vale, DANIEL,NO LLAMES A TU HERMANOTONTO DEL CULO, mamá, si no puedodecirlo, por qué acabas de decirlo tú,tonto del culo, tonto del culo», ydespués, a coro, «tonto del culo, tontodel culo, tonto del culo, tonto del culo»,y ahora los padres de Gus estabancogidos de la mano, sentados a la mesa,lo que hizo que me sintiera mejor.
—Isaac me ha dicho que Gus estabaescribiendo algo, algo para mí —dije.
Los niños seguían cantando sucanción del tonto del culo.
—Podemos mirar en su ordenador—contestó su madre.
—No lo utilizó mucho las últimassemanas —añadí yo.
—Es cierto. Ni siquiera estoy segurade que lo subiéramos. ¿Está todavía enel sótano, Mark?
—Ni idea.—Bueno, ¿puedo…? —pregunté
haciendo un gesto hacia la puerta delsótano.
—Nosotros todavía no estamospreparados —me dijo su padre—, pero,por supuesto, sí, Hazel. Por supuesto
que puedes.
Bajé al sótano y dejé atrás su camadeshecha y las sillas para jugar frente ala tele. El ordenador estaba encendido.Pulsé el ratón para que se pusiera enmarcha y busqué los archivos másrecientes. Nada en el último mes. Lomás reciente era una crítica del libroOjos azules, de Toni Morrison.
Quizá había escrito algo a mano. Meacerqué a las estanterías y busqué undiario o una libreta. Nada. Pasé laspáginas de su ejemplar de Un dolorimperial, pero ni siquiera había dejado
una marca.Me dirigí a la mesita de noche.
Infinito Mayhem, la novena parte de Elprecio del amanecer, estaba junto a lalamparilla, con la esquina de la página138 doblada. No había llegado aacabarlo. «Te fastidio el final: Mayhemsobrevive», le dije en voz alta, por siacaso podía oírme.
Y después me metí sigilosamente ensu cama deshecha, me tapé con suedredón y me empapé de su olor. Mequité el tubo para olerlo mejor,inspirarlo y espirarlo. El aroma sedesvanecía incluso mientras yo estabaallí tumbada, con el pecho ardiendo,
hasta que no pude diferenciar losdolores.
Al rato me senté en la cama, mecoloqué los tubos y respiré un pocoantes de subir la escalera. Sacudí lacabeza en respuesta a las miradasexpectantes de los padres de Gus. Losniños pasaron corriendo a mi lado. Unahermana de Gus —no soy capaz dediferenciarlas— dijo:
—Mamá, ¿quieres que me los lleveal parque?
—No, no, no molestan.—¿Se os ocurre algún sitio en el que
pueda haber dejado una libreta? ¿Quizála camilla?
La camilla ya no estaba. La habíareclamado el hospital.
—Hazel —dijo su padre—, estabascada día con nosotros. No estaba muchotiempo solo, cariño. No habría tenidotiempo de escribir. Sé que quieres… Yotambién lo quiero. Pero los mensajesque nos deja ahora vienen de arriba,Hazel.
Señaló el techo, como si Gusestuviera flotando por encima de lacasa. Quizá lo estaba. No lo sé. Pero nosentía su presencia.
—Claro —le respondí.Prometí volver a visitarlos en unos
días.
Nunca volví a percibir su olor.
Capítulo 24
Tres días después, el undécimo díad. G., el padre de Gus me llamó por lamañana. Estaba todavía enganchada alBiPAP, así que no contesté, pero escuchésu mensaje después del pitido de miteléfono.
«Hola, Hazel, soy el padre de Gus.He encontrado una… una libreta negraen el estante de las revistas de al ladode su cama, en el hospital, creo que lobastante cerca para que llegara.Desgraciadamente no hay nada escrito.Todas las páginas están en blanco. Pero
han arrancado las primeras páginas,creo que tres o cuatro. Hemos buscadopor casa, pero no hemos encontrado laspáginas, así que no sé qué hacer. Quizáesas páginas son las que decía Isaac.Bueno, espero que estés bien. Rezamospor ti cada día, Hazel. Bueno, adiós.»
Tres o cuatro páginas arrancadas deuna libreta que no estaban en casa deAugustus Waters. ¿Dónde podríahabérmelas dejado? ¿Pegadas con cintaadhesiva en los Funky Bones? No, noestaba lo bastante fuerte para haberllegado hasta allí.
El corazón de Jesús literal. Quizálas dejó allí en su Último Buen Día.
Al día siguiente salí hacia el grupode apoyo veinte minutos antes. Pasé porla casa de Isaac, lo recogí, y desde allínos dirigimos al corazón de Jesús literalcon las ventanas del coche bajadas yescuchando el nuevo álbum de TheHectic Glow, que acababa de salir y queGus nunca escucharía.
Cogimos el ascensor. Dejé a Isaacsentado en el «círculo de la confianza» yempecé a recorrer lentamente el corazónliteral. Busqué en todas partes: debajode las sillas, alrededor del atril en elque leí mi discurso fúnebre, debajo dela mesa, en el tablón de anuncios, llenode dibujos sobre el amor de Dios de los
niños de la escuela religiosadominical… Nada. Era el único sitio enel que habíamos estado juntos en losúltimos días, aparte de su casa, así que ono estaba allí o algo se me había pasadopor alto. Quizá me las había dejado enel hospital, pero, de ser así, casi seguroque las habían tirado después de sumuerte.
Cuando me senté al lado de Isaac,estaba sin aliento, de modo que dediquétodo el testimonio de cómo Patrick sequedó sin huevos a decir a mis pulmonesque estaban bien, que podían respirar,que había suficiente oxígeno. Me loshabían drenado una semana antes de que
Gus muriera —observé el líquidoamarillo saliendo por el tubo— y yavolvía a sentirlos llenos. Estaba tanconcentrada diciéndome a mí misma quetenía que respirar que al principio no medi cuenta de que Patrick había dicho minombre.
Presté atención de golpe.—¿Sí? —pregunté.—¿Cómo estás?—Estoy bien, Patrick. Me cuesta un
poco respirar.—¿Te gustaría compartir un
recuerdo de Augustus con el grupo?—Me gustaría morirme, Patrick.
¿Alguna vez te gustaría morirte?
—Sí —me contestó sin hacer supausa habitual—. Sí, por supuesto. ¿Ypor qué no te mueres?
Lo pensé. La típica respuesta era quequería seguir viva por mis padres,porque ellos se quedarían destrozados ysin hijos por mi culpa, y de algunamanera era cierto, pero no eraexactamente eso.
—No lo sé.—¿Porque esperas ponerte mejor?—No —le contesté—. No, no es
eso. De verdad no lo sé. ¿Isaac? —pregunté.
Estaba cansada de hablar.Isaac empezó a hablar del amor
verdadero. No podía decirles lo quepensaba porque me parecía una mierda,pero pensaba en el universo, que queríaque lo observaran, y en que tenía queobservarlo lo mejor que pudiera. Sentíaque estaba en deuda con el universo yque solo podría pagarla con mi atención,y que también estaba en deuda con todosaquellos que habían dejado de serpersonas y con todos aquellos quetodavía no lo habían sido. Básicamente,lo que mi padre me había dicho.
Me quedé callada durante el resto dela reunión. Patrick rezó una oraciónespecial para mí, añadió el nombre deGus al final de la larga lista de muertos
—catorce muertos por cada uno denosotros—, prometimos que aquel seríael mejor día de nuestra vida y llevé aIsaac al coche.
Cuando llegué a casa, mis padresestaban sentados a la mesa del comedor,cada uno con su portátil, y en elmomento en que crucé la puerta, mimadre cerró el suyo de golpe.
—¿Qué estabas mirando? —lepregunté.
—Nada, unas recetas antioxidantes.¿Preparada para el BiPAP y el reality delas modelos? —me preguntó.
—Voy a tumbarme un minuto.—¿Estás bien?—Sí, solo cansada.—Bueno, tienes que comer antes
de…—Mamá, no tengo nada de hambre.Di un paso hacia la puerta, pero se
metió en medio.—Hazel, tienes que comer. Solo un
poco de…—No. Me voy a la cama.—No —dijo mi madre—. No te vas
a la cama.Miré a mi padre, que se encogió de
hombros.—Es mi vida —dije.
—No vas a morirte de hambre soloporque Augustus ha muerto. Vas a cenar.
Por alguna razón estaba realmentecabreada.
—No puedo comer, mamá. Nopuedo. ¿Vale?
Intenté pasar por su lado, pero meagarró por los hombros.
—Hazel, vas a cenar. Tienes quemantenerte sana.
—¡NO! —grité—. No voy a cenar, yno puedo mantenerme sana porque noestoy sana. Estoy muñéndome, mamá.Voy a morirme, y te dejaré aquí sola, yno podrás estar encima de mí todo elrato, y ya no serás madre, y lo siento,
pero no puedo hacer nada, ¿vale?Lo lamenté nada más haberlo dicho.—Me oíste.—¿El qué?—¿Me oíste decírselo a tu padre?Se le llenaron los ojos de lágrimas.—¿Me oíste? —volvió a
preguntarme.Asentí.—Oh, Dios mío, Hazel. Perdóname.
Estaba equivocada, cariño. No eraverdad. Lo dije en un momento dedesesperación. No lo creo realmente.
Se sentó y yo me senté con ella.Pensé que, en lugar de cabrearme,debería haber comido un poco de pasta
por ella.—¿Qué crees entonces? —le
pregunté.—Mientras una de las dos esté viva,
seré tu madre —me contestó—. Inclusosi te mueres…
—Cuando me muera —le corregí.Asintió.—Incluso cuando te mueras, seguiré
siendo tu madre, Hazel. No voy a dejarde ser tu madre. ¿Has dejado tú dequerer a Gus?
Negué con la cabeza.—Entonces, ¿cómo podría yo dejar
de quererte a ti?—De acuerdo —contesté.
Mi padre ya estaba llorando.—Quiero que tengáis vida propia —
les dije—. Me preocupa que no vayáis atenerla, que andéis todo el día por aquísin tener que ocuparos de mí, mirandolas paredes y sin ganas de vivir.
Tras una pausa, mi madre dijo:—Estoy estudiando. Online, en la
Universidad de Indianápolis. Parasacarme un máster en trabajo social. Laverdad es que no estaba mirando recetasantioxidantes. Estaba haciendo untrabajo.
—¿En serio?—No quiero que pienses que estoy
imaginándome un mundo sin ti. Pero si
me saco el máster en trabajo social,puedo aconsejar a familias en crisis ollevar grupos que se enfrenten a laenfermedad de un familiar o…
—Espera, ¿vas a convertirte en unPatrick? —le pregunté.
—Bueno, no exactamente. Hay todotipo de trabajos sociales.
—Nos preocupaba que te sintierasabandonada —dijo mi padre—. Esimportante que sepas que siempreestaremos aquí para ti, Hazel. Tu madreno va a ir a ninguna parte.
—No, es genial. ¡Es fantástico! —exclamé sonriendo—. Mamá va aconvertirse en un Patrick. ¡Será un
Patrick genial! Lo hará mucho mejor queél.
—Gracias, Hazel. Es muyimportante para mí.
Asentí. Se me saltaban las lágrimas.No podía ser más feliz y lloraba deauténtica felicidad por primera vez enmi vida imaginando a mi madre como unPatrick. Pensé en la madre de Anna.También ella habría sido una buenatrabajadora social.
Al rato encendimos la tele para verel reality de las modelos, pero lo parécinco segundos después porque teníamuchas preguntas que hacerle a mimadre.
—¿Y cuánto te falta para acabar?—Si este verano voy una semana a
Bloomington, debería poder acabarhacia diciembre.
—¿Cuánto tiempo exactamente me lohas ocultado?
—Un año.—Mamá.—No quería hacerte daño, Hazel.Increíble.—Así que cuando estás
esperándome fuera de la universidad,del grupo de apoyo o de donde sea,siempre estás…
—Sí, trabajando o leyendo.—Es genial. Quiero que sepas que,
cuando esté muerta, suspiraré desde elcielo cada vez que pidas a alguien quecomparta sus sentimientos.
Mi padre se rió.—Estaré allí contigo, mi niña —me
aseguró.Al final vimos el reality. Mi padre
hacía un gran esfuerzo por no morirse deaburrimiento y confundía todo el rato alas chicas.
—¿Esta nos gusta? —nos preguntó.—No, no. Anastasia nos cae fatal.
La que nos gusta es Antonia, la otrarubia —le explicó mi madre.
—Son todas altas y horrorosas —dijo mi padre—. Perdonadme por no
haberlas diferenciado.Mi padre pasó la mano por delante
de mí para coger la de mi madre.—¿Creéis que seguiréis juntos si me
muero? —les pregunté.—Hazel, cariño, ¿qué dices?Buscó a tientas el mando a distancia
y paró la tele.—¿Qué te pasa?—Nada. Solo pregunto si seguiréis
juntos.—Sí, claro, por supuesto —me
contestó mi padre—. Tu madre y yo nosqueremos, y si te perdemos, losufriremos juntos.
—Júralo por Dios —le pedí.
—Lo juro por Dios —me dijo.Miré a mi madre.—Lo juro por Dios —dijo ella
también—. ¿Por qué te preocupas poreso?
—No quiero destrozaros la vida.Mi madre se inclinó hacia delante,
apretó la cara contra mi alborotada matade pelo y me besó en la cabeza.
—No quiero que te conviertas en untriste parado alcohólico o algo así —ledije a mi padre.
Mi madre sonrió.—Tu padre no es Peter van Houten,
Hazel. Si alguien en el mundo sabe quese puede vivir con dolor, esa eres tú.
—Sí, vale —contesté.Mi madre me abrazó, y la dejé,
aunque en realidad no quería que meabrazaran.
—Bueno, puedes quitarle la pausa—le dije.
Expulsaron a Anastasia. Le dio unataque. Era increíble.
Cené algo —farfalle con pesto— yconseguí que se quedara en el estómago.
Capítulo 25
A la mañana siguiente me despertémuy nerviosa porque había soñado queestaba sola en medio de un enorme lago.Salté de repente en la cama, tiré delBiPAP y sentí la mano de mi madresobre mí.
—Hola. ¿Estás bien?El corazón me latía a toda
velocidad, pero asentí.—Kaitlyn está al teléfono —me dijo.Señalé el BiPAP. Me ayudó a
quitármelo, me conectó a Philip y por fincogí el móvil, que me tendía mi madre.
—Hola, Kaitlyn —la saludé.—Te llamo solo para saber cómo
estás —me dijo—, cómo te va.—Bien, gracias —le contesté—. Me
va bien.—Has tenido la peor suerte del
mundo, cariño. Es excesivo.—Supongo —le dije.De todas formas, ya no pensaba
demasiado en mi suerte. Sinceramente,no quería hablar de nada con Kaitlyn,pero ella se dedicó a alargar laconversación.
—¿Y cómo ha sido? —me preguntó.—¿Que se muera tu novio? Pues una
mierda.
—No —me dijo—. Estarenamorada.
—Ah… Ha sido… Ha sido bonitopasar tiempo con alguien tan interesante.Éramos muy diferentes y no estábamosde acuerdo en muchas cosas, pero él erasiempre muy interesante, ¿sabes?
—Por desgracia, no. Los chicos conlos que me relaciono son infinitamentepoco interesantes.
—No es que fuera perfecto. No eratu príncipe azul ni nada de eso. Intentabaserlo algunas veces, pero me gustabamás cuando se dejaba de esas historias.
—¿Tienes un álbum de fotos y cartasque te haya escrito?
—Tengo algunas fotos, pero laverdad es que nunca me escribió cartas.Excepto, bueno, se han perdido unaspáginas de una libreta suya que quizáeran para mí, pero supongo que las tiróo se han perdido.
—Quizá te las mandó por e-mail —me dijo.
—No, me habrían llegado.—Entonces quizá no las escribió
para ti —me dijo—. Quizá… bueno, noquiero deprimirte, pero quizá lasescribió para otra persona y se lasmandó por e-mail…
—¡VAN HOUTEN! —grité.—¿Estás bien? ¿Qué ha sido eso?
¿Tienes tos?—Kaitlyn, te quiero. Eres un genio.
Tengo que dejarte.Colgué, corrí a coger mi portátil, lo
encendí y mandé un e-mail alidewij.vliegenthart.
Lidewij:Creo que Augustus Waters
mandó unas páginas de libreta aPeter van Houten poco antes demorir (Augustus). Es muyimportante para mí que alguienlea esas páginas. Yo quieroleerlas, por supuesto, peroquizá no las escribió para mí.Alguien tiene que leerlas a todacosta. ¿Puedes ayudarme?
Tu amiga,Hazel Grace Lancaster.
Me contestó a última hora de latarde.
Querida Hazel:No sabía que Augustus había
muerto. Me entristece mucho lanoticia. Era un chico muycarismático. Lo siento mucho yestoy muy triste.
No he hablado con Peter desdeque dimití, el día en que nosconocimos. Aquí es ya muy tarde,pero lo primero que haré mañanapor la mañana será pasarme porsu casa para buscar esa carta y
obligarlo a leerla. Las mañanassuelen ser su mejor momento.
Tu amiga,Lidewij Vliegenthart.
P. D. Iré con mi novio por sitenemos que sujetar físicamentea Peter.
Me preguntaba por qué en aquellosdías había escrito a Van Houten, en lugarde a mí, diciéndole que solo quedaríaredimido si me ofrecía la segunda parte.Quizá las páginas de la libretasimplemente repetían su petición a VanHouten. Tenía sentido que Gus utilizarasu enfermedad terminal para hacer
realidad mi sueño. Esa segunda parte noera algo glorioso por lo que morir, peroera lo mejor que le quedaba a sudisposición.
Aquella noche actualicé mi correocontinuamente, dormí unas horas yempecé a actualizar de nuevo hacia lascinco de la mañana. Pero no llegó nada.Intenté ver la tele para distraerme, peromis pensamientos volaban a Amsterdam.Imaginaba a Lidewij Vliegenthart y a sunovio recorriendo la ciudad en bicicletacon la loca misión de encontrar la últimacarta de un chico muerto. Sería divertidoir dando botes en la parte de atrás de labicicleta de Lidewij Vliegenthart por las
calles de ladrillo, con su pelo rojo yrizado en mi cara, el olor de los canalesy de los cigarrillos, todo el mundo en lasterrazas de las cafeterías bebiendocerveza y diciendo sus erres y sus ges deuna manera que no había conseguidoaprender.
Eché de menos el futuro.Obviamente, sabía incluso antes de quesu cáncer recurriera que nunca me haríavieja con Augustus Waters. Pero, alpensar en Lidewij y en su novio, mesentí estafada. Seguramente no volveríaa ver el océano desde treinta mil pies dealtura, tan arriba que no puedesdistinguir las olas y los barcos, que el
océano es un infinito monolito. Podríaimaginarlo, podría recordarlo, pero nopodría volver a verlo, y se me ocurrióque los sueños que se hacen realidadnunca sacian la voraz ambición humana,porque siempre pensamos quepodríamos volver a hacerlo todo mejor.
Y seguramente es así aunque vivashasta los noventa años… pero sientocelos de la gente que logra descubrirlo.Pero ya había vivido el doble que la hijade Van Houten. Qué no habría dado porque su hija muriera a los dieciséis.
De pronto mi madre se colocó entrela tele y yo, con las manos detrás de laespalda.
—Hazel —me dijo en tono tan serioque pensé que pasaba algo.
—Dime.—¿Sabes qué día es hoy?—No es mi cumpleaños, ¿verdad?Se rió.—Todavía no. Es 14 de julio, Hazel.—¿Tu cumpleaños?—No…—¿El cumpleaños de Harry
Houdini?—No…—Estoy harta de adivinar, de
verdad.—¡ES EL DÍA DE LA BASTILLA!
[14]
Sacó las manos de detrás de laespalda y aparecieron dos banderitasfrancesas, que agitó con entusiasmo.
—Suena falso, como el Día Mundialcontra el Cólera.
—Te aseguro, Hazel, que el día de laBastilla no tiene nada de falso. ¿Sabíasque hoy hace doscientos veintitrés añosque los franceses tomaron la cárcel de laBastilla para coger las armas y lucharpor su libertad?
—¡Uau! —exclamé—. Tenemos quecelebrar este aniversario trascendental.
—Pues resulta que precisamente heorganizado un picnic con tu padre en elHolliday Park.
Mi madre nunca se daba porvencida. Apoyé las manos en el sofá yme levanté. Preparamos juntas unosbocadillos, y en el armario del recibidorencontramos una cesta de picnicpolvorienta.
Hacía un día precioso, por finverano de verdad en Indianápolis,caluroso y húmedo, el tiempo que, trasel largo invierno, te recuerda que elmundo no fue creado para el hombre,sino que el hombre fue creado para elmundo. Mi padre, vestido con un trajecolor canela, nos esperaba tecleando en
su móvil en un parking paradiscapacitados. Nos saludó con la manocuando aparcamos y me abrazó.
—Qué día tan bonito —dijo—. Siviviéramos en California, serían todosasí.
—Sí, pero entonces no losdisfrutarías tanto —replicó mi madre.
Estaba equivocada, pero no lacorregí.
Acabamos poniendo la manta cercadel extraño recinto de ruinas romanasplantificadas en medio de un campo deIndianápolis. Pero no son ruinasauténticas. Son como una recreación dehace ochenta años, aunque no han
cuidado demasiado las falsas ruinas, asíque se han convertido en ruinas realespor accidente. A Van Houten le gustaban,y a Augustus también.
Nos sentamos a la sombra de lasruinas y comimos.
—¿Quieres protector solar? —mepreguntó mi madre.
—No, gracias —le contesté.Se oía el viento entre las hojas, y en
aquel viento viajaban los sueños de losniños que jugaban a lo lejos, los niñospequeños que descubrían la vida, queaprendían a correr por un mundo que nohabía sido creado para ellos corriendopor un parque infantil que sí había sido
creado para ellos. Mi padre vio queobservaba a los niños.
—¿Echas de menos corretear cómoellos?
—A veces, supongo.Pero no era eso lo que pensaba. Solo
intentaba observarlo todo: la luz en lasruinas, un niño que apenas sabía andardescubriendo un palo en un rincón delparque, mi incansable madreextendiendo mostaza en su bocadillo depavo, mi padre dando palmaditas almóvil, que llevaba en el bolsillo, yresistiendo la tentación de revisar lasllamadas, un chico lanzando un disco, ysu perro corriendo detrás, cogiéndolo y
devolviéndoselo.¿Quién soy yo para decir que estas
cosas podrían no ser eternas? ¿Quién esPeter van Houten para afirmar como unhecho la suposición de que nuestra labores temporal? Todo lo que sé del cielo yde la muerte está en este parque: unelegante universo en incesantemovimiento, lleno de ruinasdeterioradas y de niños que gritan.
Mi padre pasó la mano por delantede mi cara.
—Vuelve, Hazel. ¿Estás aquí?—Perdona, sí. ¿Qué?—Mamá ha propuesto que vayamos
a ver a Gus.
—Sí, claro —le contesté.
Después de comer fuimos alcementerio de Crown Hill, el lugar en elque descansan tres vicepresidentes, unpresidente y Augustus Waters. Subimosla colina y aparcamos. Detrás, en lacalle Ochenta y seis, rugían los coches.Era fácil encontrar la tumba, porque erala más nueva. Todavía había tierraamontonada alrededor del ataúd y aúnno habían colocado la lápida.
No me dio la sensación de queestuviera allí, pero aun así cogí unaestúpida banderita francesa y la clavé en
el suelo, al pie de su tumba. Quizá losque pasaran pensarían que era unmiembro de la Legión Extranjerafrancesa o algún heroico mercenario.
Lidewij me contestó por fin despuésde las seis de la tarde, mientras estabaen el sofá viendo la tele y a la vezvídeos en mi portátil. Enseguida observéque había cuatro archivos adjuntos en ele-mail y quise abrirlos inmediatamente,pero vencí la tentación y leí el e-mail.
Querida Hazel:Peter estaba muy borracho
cuando llegamos a su casa estamañana, pero eso nos facilitó eltrabajo. Bas (mi novio) loentretuvo mientras yo buscabaentre las bolsas de basura conlas cartas de los admiradores,pero de pronto caí en la cuentade que Augustus sabía ladirección de Peter. En la mesadel comedor había una gran pilade correo en la que no tardé enencontrar la carta. La abrí y vique estaba dirigida a Peter, asíque le pedí permiso para leerla.
Se negó.Entonces me enfadé mucho,
Hazel, pero todavía no le grité.Lo que hice fue decirle quedebía a su hija muerta leer esacarta de un chico muerto. Se la
di, la leyó entera y dijo —citoliteralmente—: «Mándasela a lachica y dile que no tengo nadaque añadir».
No he leído la carta, aunqueno he podido evitar ver algunasfrases mientras revisaba laspáginas. Las he adjuntado eneste correo y te las mandaré atu casa. ¿Sigues teniendo lamisma dirección?
Dios te bendiga y estécontigo, Hazel. Tu amiga,
Lidewij Vliegenthart.
Abrí los cuatro archivos adjuntos.La letra era un desastre, totalmenteirregular, las líneas estaban torcidas, y
el color del bolígrafo cambiaba. Lahabía escrito en varios días y condiferentes niveles de conciencia.
Van Houten:Soy una buena persona, pero
una mierda de escritor. Usted esuna mierda de persona, pero unbuen escritor. Formaríamos unbuen equipo. No quiero pedirleningún favor, pero si tienetiempo —y, por lo que sé, tienemucho—, me preguntaba si podríaescribir un discurso fúnebrepara Hazel. He tomado notas,pero quizá usted podría darlesforma coherente o algo así. Osimplemente decirme qué deberíadecir de otra manera.
Lo más importante sobreHazel: a casi todo el mundo leobsesiona dejar huella en elmundo. Dejar un legado.Sobrevivir a la muerte. Todosqueremos que nos recuerden. Yotambién. Lo que más me preocupaes ser una olvidada víctima másde la antigua y poco gloriosaguerra contra la enfermedad.
Quiero dejar huella.Pero Van Houten: las huellas
que dejamos los hombres suelenser cicatrices. Construyes unespantoso centro comercial, dasun golpe o intentas llegar a seruna estrella del rock, ypiensas: «Ahora me recordarán»,pero: a) no te recuerdan, y b)lo único que dejas tras de ti
son más cicatrices. Tu golpe seconvierte en una dictadura. Tucentro comercial se convierte enuna herida.
(De acuerdo, quizá no soy tanmierda como escritor. Pero nopuedo enlazar mis ideas, VanHouten. Mis pensamientos sonestrellas con las que no puedoformar constelaciones.)
Somos como una manada deperros meando en bocas deincendio.[15] Envenenamos lasaguas subterráneas con nuestrasmeadas, nos apoderamos de todoen un ridículo intento desobrevivir a la muerte. Yo nopuedo dejar de mear en bocas deincendios. Sé que es idiota einútil —en mi actual estado,
épicamente inútil—, pero soy unanimal como cualquier otro.
Hazel es diferente. Caminaligera, Van Houten. Caminaligera sin tocar el suelo. Hazelsabe la verdad: es tan probableque hagamos daño al universocomo que lo ayudemos, yseguramente no haremos ningunade las dos cosas.
La gente dirá que es tristeque deje una cicatriz menor, quemenos personas la recordarán,que la querían mucho, pero nomuchos. Pero no es triste, VanHouten. Es un triunfo. Esheroico. ¿No es eso el verdaderoheroísmo? Como dicen losmédicos: ante todo, no hagasdaño.
En cualquier caso, losverdaderos héroes no son los quehacen cosas. Los verdaderoshéroes son los que OBSERVAN lascosas, los que les prestanatención. El tipo que inventó lavacuna de la viruela en realidadno inventó nada. Simplementeobservó que las personas quetenían viruela bovina no cogíanla viruela.
Después de recoger losresultados de mi escáner, mecolé en la UCI cuando ellaestaba inconsciente. Entrédetrás de una enfermera quellevaba una placa y conseguíestar a su lado unos diezminutos, hasta que me pillaron.De verdad creía que iba a
morirse antes de que pudieradecirle que también yo iba amorirme. La incesante arengamecanizada de los cuidadosintensivos era atroz. Le sacabandel pecho, gota a gota, aquellíquido oscuro. Los ojoscerrados. Intubada. Pero su manoseguía siendo su mano, todavíatibia, las uñas pintadas de unazul oscuro casi negro, y yo lacogía de la mano e intentabaimaginar el mundo sin nosotros,y por un segundo fui lo bastantebuena persona para esperar quese muriera y así nunca llegara aenterarse de que yo me moríatambién. Pero después quise mástiempo para que pudiéramosenamorarnos. He conseguido mi
deseo, supongo, y he dejado micicatriz.
Llegó un enfermero y me dijoque tenía que marcharme, quesolo podía entrar la familia. Lepregunté si iba bien, y el tipome contestó: «Sigue entrándolelíquido». Bendito sea eldesierto, y maldito sea el mar.
¿Qué más? Es preciosa. No tecansas de mirarla. No tienes quepreocuparte de si es másinteligente que tú, porque sabesque lo es. Es divertida sinpretenderlo siquiera. La quiero.Tengo la inmensa suerte dequererla, Van Houten. No puedeselegir si van a hacerte daño eneste mundo, pero sí eliges quiénte lo hace. Me gustan mis
elecciones. Y espero que a ellale gusten las suyas.
Me gustan, Augustus.Me gustan.
Agradecimientos
En esta novela, tanto la enfermedadcomo su tratamiento son una ficción. Porejemplo, no existe nada parecido alPhalanxifor. Me lo inventé porque megustaría que existiera. Los que busquenuna historia real del cáncer deberíanleer The Emperor of All Maladies, deSiddhartha Mukherjee. Estoy además endeuda con The Biology of Cancer, deRobert A. Weinberg, y también con JoshSundquist, Marshall Urist y JonnekeHollanders, que compartieron conmigosu tiempo y su experiencia en cuestiones
médicas que no sabía si se ajustaban ono a mis caprichos.
Quisiera dar las gracias a EstherEarl, cuya vida fue un regalo para mí ypara muchos otros. También a la familiaEarl —Lori, Wayne, Abby, Angie,Graham y Abe— por su generosidad ysu amistad. Inspirándose en Esther, y ensu memoria, los Earl han fundado laONG This Star Won’t Go Out.Encontraréis información al respecto entswgo.org.
Doy las gracias a la Dutch LiteratureFoundation, que me concedió dos mesespara escribir en Amsterdam, y enespecial a Fleur van Koppen, Jean
Cristophe Boele van Hensbroek, Janettade With, Carlijn van Ravenstein, MargjeScheepsma y la comunidad nerdfighterholandesa.
A mi editora, Julie Strauss-Gabel,que confió en esta historia durantemuchos años de subidas y bajadas, y alextraordinario equipo de Penguin. Doylas gracias en especial a Rosanne Lauer,Deborah Kaplan, Liza Kaplan, ElyseMarshall, Steve Meltzer, Nova RenSuma e Irene Vandervoort.
A Ilene Cooper, mi mentora y hadamadrina.
A mi agente, Jodi Reamer, cuyossabios consejos me han librado de
infinitos desastres.A los nerdfighters, porque son
increíbles.A Catitude, porque lo único que
quiere es hacer que el mundo sea unpoco menos mierdoso.
A mi hermano, Hank, que es mimejor amigo y mi más estrechocolaborador.
A mi mujer, Sarah, que es no solo elgran amor de mi vida, sino también miprincipal y más fiable lectora. Tambiénal niño al que dio a luz, Henry. Además,a mis padres, Mike y Sydney Green, y amis suegros, Connie y Marshall Urist.
A mis amigos Chris y Marina
Waters, que me ayudaron con su historiaen momentos cruciales, como hicierontambién Joellen Hosler, Shannon James,Vi Hart, Karen Kavett (brillante con losdiagramas de Venn), Valerie Barr,Rosianna Halse Rojas y John Darnielle.
JOHN MICHAEL GREEN nació enIndianapolis en 1977. Se graduó enLengua y Literatura Inglesa y en EstudiosReligiosos en el Kenyon College. Trasempezar carrera en el mundo editorialcomo crítico y editor, publicó suprimera novela Looking for Alaska en2005, que levalió una medalla Printz y
lo situó en el top diez de mejoresnovelas juveniles. Sus siguientestrabajos, An abundance of Katherines(2006) y Paper towns (2008), le hanconvertido en uno de los autores másreconocidos del género novela juvenil ycrossover. Ha sido galardonado con elpremio de honor Printz, el PremioEdgar, y dos veces finalista del PremioLibro del LA Times.
Notas
[1] La frase de la espada de Damoclesse utiliza para expresar la presencia deun peligro inminente o de una amenaza,así como lo efímero e inestable quepuede ser la felicidad. <<
[2] El corte de pelo a lo paje es un cortefemenino y recto que se extiende hasta lamandíbula y el cuello. <<
[3] Tienda cónica. <<
[4] Es un cáncer óseo que aparece por logeneral en cualquiera de los extremos dela diáfisis de un hueso largo, másfrecuentemente en el fémur, la tibia y elhúmero. <<
[5] Unidad de Cuidados Intensivos. <<
[6] La tomografía por emisión depositrones o PET (por las siglas eninglés de Positron EmissionTomography), es una técnica no invasivade diagnóstico e investigación «in vivo»por imagen capaz de medir la actividadmetabólica del cuerpo humano. <<
[7] Es un centro temático, en DisneyWorld. <<
[8] Es una máquina de ventilaciónasistida no invasiva. <<
[9] Tienda de juguetes. <<
[10] Sin Evidencia de Cáncer. <<
[11] Es una novela de F. Scott FitzGeraldpublicada en 1925. La historia sedesarrolla en Nueva York y Long Islanden los años 20 del siglo XX. <<
[12] Esto no es una pipa, en francés. <<
[13] Es un procedimiento de primerosauxilios para desobstruir el conductorespiratorio, normalmente bloqueadopor un trozo de alimento o cualquier otroobjeto. <<
[14] 14 de Julio. Ese día es FiestaNacional en Francia porque seconmemora la toma de Bastilla por partede más de 45,000 personas que,cansadas de la tiranía el despotismo dela monarquía francesa, no tuvieronningún reparo en asaltarla, llegando asíal final del poder monárquico y alcomienzo de la Revolución Francesa. <<
[15] Puntos donde se conectan lasmangueras en o fuera de unaconstrucción cuando hay un incendio. <<