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Cuentos de la tierra Emilia Pardo Bazán Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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Page 1: Emilia Pardo Bazán¡sicos en Español...Sin duda la leña estaba húmeda de tanto llo-ver la semana entera, y ardía mal, soltando una humareda acre; pero el labriego no reparaba:

Cuentos de la tierra

Emilia Pardo Bazán

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Las medias rojas

Cuando la razapa entró, cargada con el haz deleña que acababa de merodear en el monte delseñor amo, el tío Clodio no levantó la cabeza,entregado a la ocupación de picar un cigarro,sirviéndose, en vez de navaja, de una uña cór-nea, color de ámbar oscuro, porque la habíatostado el fuego de las apuradas colillas. Ildara soltó el peso en tierra y se atusó el cabe-llo, peinado a la moda "de las señoritas" y re-vuelto por los enganchones de las ramillas quese agarraban a él. Después, con la lentitud delas faenas aldeanas, preparó el fuego, lo pren-dió, desgarró las berzas, las echó en el pote ne-gro, en compañía de unas patatas mal troceadasy de unas judías asaz secas, de la cosecha ante-rior, sin remojar. Al cabo de estas operaciones,tenía el tío Clodio liado su cigarrillo, y lo chu-paba desgarbadamente, haciendo en los carri-llos dos hoyos como sumideros, grises, entre elazuloso de la descuidada barba

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Sin duda la leña estaba húmeda de tanto llo-ver la semana entera, y ardía mal, soltando unahumareda acre; pero el labriego no reparaba: alhumo ¡bah!, estaba él bien hecho desde niño.Como Ildara se inclinase para soplar y activarla llama, observó el viejo cosa más insólita: algode color vivo, que emergía de las remendadas yencharcadas sayas de la moza... Una piernarobusta, aprisionada en una media roja, de al-godón... -¡Ey! ¡Ildara! -¡Señor padre! -¿Qué novidá es esa? -¿Cuál novidá? -¿Ahora me gastas medias, como la hirmán delabade? Incorporóse la muchacha, y la llama, que em-pezaba a alzarse, dorada, lamedora de la negrapanza del pote, alumbró su cara redonda, boni-ta, de facciones pequeñas, de boca apetecible,de pupilas claras, golosas de vivir.

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-Gasto medias, gasto medias -repitió sin ami-lanarse-. Y si las gasto, no se las debo a nin-guén. -Luego nacen los cuartos en el monte -insistióel tío Clodio con amenazadora sorna. -¡No nacen!... Vendí al abade unos huevos,que no dirá menos él... Y con eso merqué lasmedias. Una luz de ira cruzó por los ojos pequeños,engarzados en duros párpados, bajo cejas hir-sutas, del labrador... Saltó del banco donde es-taba escarrancado, y agarrando a su hija por loshombros, la zarandeó brutalmente, arrojándolacontra la pared, mientras barbotaba: -¡Engañosa! ¡engañosa! ¡Cluecas andan lasgallinas que no ponen! Ildara, apretando los dientes por no gritar dedolor, se defendía la cara con las manos. Erasiempre su temor de mociña guapa y requebra-da, que el padre la mancase, como le había su-cedido a la Mariola, su prima, señalada por supropia madre en la frente con el aro de la criba,

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que le desgarró los tejidos. Y tanto más defen-día su belleza, hoy que se acercaba el momentode fundar en ella un sueño de porvenir. Cum-plida la mayor edad, libre de la autoridad pa-terna, la esperaba el barco, en cuyas entrañastanto de su parroquia y de las parroquias cir-cunvecinas se habían ido hacia la suerte, hacialo desconocido de los lejanos países donde eloro rueda por las calles y no hay sino bajarsepara cogerlo. El padre no quería emigrar, can-sado de una vida de labor, indiferente de laesperanza tardía: pues que se quedase él... Ellairía sin falta; ya estaba de acuerdo con el gan-cho, que le adelantaba los pesos para el viaje, yhasta le había dado cinco de señal, de los cualeshabíansalido las famosas medias... Y el tío Clodio,ladino, sagaz, adivinador o sabedor, sin dejarde tener acorralada y acosada a la moza, repe-tía: -Ya te cansaste de andar descalza de pie ypierna, como las mujeres de bien, ¿eh, conde-

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nada? ¿Llevó medias alguna vez tu madre?¿Peinóse como tú, que siempre estás dale quetienes con el cacho de espejo? Toma, para quete acuerdes...

Y con el cerrado puño hirió primero la cabeza,luego, el rostro, apartando las medrosas mane-citas, de forma no alterada aún por el trabajo,con que se escudaba Ildara, trémula. El cachetemás violento cayó sobre un ojo, y la rapaza viocomo un cielo estrellado, miles de puntos bri-llantes envueltos en una radiación de intensoscoloridos sobre un negro terciopeloso. Luego, ellabrador aporreó la nariz, los carrillos. Fue uninstante de furor, en que sin escrúpulo lahubiese matado, antes que verla marchar, de-jándole a él solo, viudo, casi imposibilitado decultivar la tierra que llevaba en arriendo, quefecundó con sudores tantos años, a la cual pro-fesaba un cariño maquinal, absurdo. Cesó al finde pegar; Ildara, aturdida de espanto, ya nochillaba siquiera.

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Salió fuera, silenciosa, y en el regato próximose lavó la sangre. Un diente bonito, juvenil, lequedó en la mano. Del ojo lastimado, no veía. Como que el médico, consultado tarde y demala gana, según es uso de labriegos, habló deun desprendimiento de la retina, cosa que noentendió la muchacha, pero que consistía... enquedarse tuerta. Y nunca más el barco la recibió en sus conca-vidades para llevarla hacia nuevos horizontesde holganza y lujo. Los que allá vayan, han deir sanos, válidos, y las mujeres, con sus ojosalumbrando y su dentadura completa... "Por esos mundos", 1914.

Un poco de ciencia

Solía yo reunirme con aquel sabio en mis pa-seos por los alrededores del pueblecito dondemi madre -cansada de mis travesuras de estu-diante desaplicado- me obligaba a residir. El

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sabio lo era, casi, casi exclusivamente en epigra-fía romana. Famoso y ensalzado en su provin-cia, le conocían muchos académicos de Madridy algunos alemanes. Había publicado o, al me-nos impreso, un folleto sobre Dos lápidas en-contradas en el Pico Medelo, y otro sobre Unsarcófago que se halló en las cercanías de Au-gustóbriga, folletos que aumentaron la conside-ración respetuosa y enteramente fiduciaria querodeaba su nombre. Porque, en cuanto a leerlos folletos, se cree que sólo lo harían los cajis-tas, que no pudieron humanamente evitarlo.

He notado después que casi siempre tienenaureola de sabios los que se dedican a una es-pecialidad, y mejor cuanto más restringida.Esto es achaque de la Edad Moderna. Bajo elRenacimiento, el sabio es todo lo contrario: el"varón de muchas almas", la enciclopedia en-cuadernada en humana piel. Actualmente, paraobtener diploma de sabio es menester encerrar-se en una casilla, en la más estrecha. Conaprenderse la papeleta correspondiente a esta

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casilla, se está dispensado hasta de saber elnombre de las casillas restantes. El que es sabioen monedas árabes, verbigracia, puede, sinmengua de su sabiduría, ignorar si hubo mo-neda en los demás países del mundo.

Y, siendo ello es verdad, es preciso añadir quemi sabio, don Matías Caldereta, aparte de suciencia epigráfica, era hombre de agradabletrato, más ligero de sangre de lo que suelen sersus congéneres, y con una nota de dulce escep-ticismo en lo que respecta a la infabilidad de losdemás especialistas en los varios géneros ysubgéneros en que la Ciencia se divide, comotorta cortadita en trozos. Contaba anécdotaschuscas, errores de doctos y consuelo de igno-rantes. Recuerdo ahora una, que nos hizo reíruna tarde entera bajo una parra, cuyas uvasempezaban a pintar, al borde de una charca enque las ranas, verdes y confianzudas, nos mira-ban un punto con sus ojos saltones, chapuzán-dose en seguida entre cañas y espadañuelas.

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Caldereta reía más, halagado en su amor pro-pio de sabio trasconejado y oscuro, por la ideade que también estas eminencias de extranjis,trompeteadas y célebres, se equivocan comocada hijo de vecino, como puede equivocarse lanotabilidad de campanario que vegeta en elrincón silencioso de un pueblo, igual que lasranas en su palude, croando a la luna.

-Si, sí -repetía-. ¡Sepa usted que se trata nadamenos que de Champollion, del gran preste delos epigrafistas..., del que descifró los jeroglífi-cos y reveló, mediante ellos, el misterio deEgipto antiguo, que sin él acaso estuviese ahoratan oscuro como están los códices mayas! Y, sinembargo, el caso es auténtico: una de esas his-torias que recuerdan a veces, al final de las se-siones académicas, los académicos viejos a losnovatos... Estos días ha vuelto a salir a colación,a propósito de los famosos escarabajos del reyNecao, fabricados ayer por un falsificador yconsagrados un momento por todo el areópago

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de los inteligentes, y comprados y colocados enun famoso Museo... La cosa se remonta a la época en que comen-zaba en el del Louvre, en París, a organizarseesa sección de antigüedades egipcias que hallegado a ser la primera del mundo. Diariamen-te recibía el director del Museo fardos y cajasconteniendo momias, diosecitos, collares, obje-tos encontrados en las sepulturas, papiros cu-biertos de jeroglíficos misteriosos. Al punto loscopiaba exactamente un pintor de mala mano,que en trabajo tan modesto se ganaba el pan. Y he aquí que cierta mañana llama el directoral pintor a su despacho y le entrega un papirocon infinitos garabatos y dibujos. -Agradeceré -advirtióle- que me copie estepapiro para esta tarde misma. Hoy tengo con-vidado a comer al ilustre Champollion, y quie-ro darle la sorpresa de que antes que nadie veala nueva remesa y la traduzca. Cargó el pintor con el papiro amarillento y seretiró a cumplir la orden. Era una tarea asaz

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penosa: ¡copiar tanto garabato antes del ano-checer! Un poco nervioso dio principio a sulabor... Y he aquí que, por culpa precisamentede los nervios, alterados con la prisa, da unmanotón involuntario, y el tintero, enterito, sevuelca sobre aquellas tiras de papiro que elescriba, con su delicada cañita, bordó de figuri-llas y emblemas hace tantos miles de años...

Era un lago negro, un baño absoluto... En vanoquiso el pintor remediar el mal. Cuanto mástrabajaba con la esponja, el paño y el raspador,tanto más penetraba la tinta, borrando hasta laidea de lo que hubiese debajo.

"¿Qué hacer? -pensó el mísero-. ¿Confesar lasdesgracias? ¿Perder su colocación, el sustentode sus hijos?"

El mísero sudaba frío y se mordía las uñasdesesperado. ¡Aquellos papiros, justamenteaquellos, que era preciso copiar con tanta ur-gencia! ¡Y de pronto acudió la idea, salvadoraacaso!

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"Desde que copio estas malditas tiras -pensó-,¿no he notado que son todas iguales? Hiladas ymás hiladas de cocodrilos, de hombres con ca-beza de perro, de escarabajos, de cruces conasas, de grullas, de toros... El señor de Champo-llion viene a comer; por muy sabio que sea,después de comer no va a ponerse a descifrar.¡Qué demonio! ¡Preferirá echar un sueñecito, ofumar, o charlar, o jugar a la báciga! ¡Será unhombre, qué caramba, al menos mientras digie-re! ¡Lléveme pateta si entiendo qué gusto lesacan a estar siempre con la nariz sobre estosgarrapatos! En fin..., ánimo... Voy a inventar lacopia... Mañana diré que ha sido el ordenanzael que, al arreglar la mesa, ha volcado el tinte-ro..., y malo será que, por lo menos, no les que-de la duda..."

Y, en efecto, forjó sus veinte páginas, llenas acapricho -pues él no entendía palabra de lo quecopiaba diariamente-, de ibis, cocodrilos, esca-rabajos sagrados y cruces con asa... Hecha lahabilidad, llevó el manuscrito al director, que

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estaba en gran conferencia con el propioChampollion, comentando los recientes envíos. -Bueno -exclamó el director, bondadoso-; hoycome usted con nosotros... Es muy justo... Nuevo sudor frío... Pero el pintor no tuvo másrecurso que aceptar. A los postres -a los amar-gos postres-, hubo que desenvolver el manus-crito de impostura, porque el director, frotán-dose las manos, ordenó: -Ahora, enséñele usted al señor de Champo-llion la sorpresita... Con manos trémulas, el culpable desató elbalduque... Parecía su cara la de una momia;sus piernas temblaban... Iba a descubrirse elenredo... ¿No valía más echarse de rodillas,confesar, pedir misericordia? Champollion, reposadamente, tomó el rollo;aproximóse a la lámpara, lo aplanó con la ma-no, y se enfrascó un momento en la contempla-ción de aquellos signos, sólo para él compren-sibles... Entre el silencio se oían el volver de las

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hojas y la respiración congojosa del falsario, apique de ser descubierto...

De pronto se alzó la voz del gran Champo-llion, del revelador del Egipto antiguo... Leía enalto, leía tranquilamente, a libro abierto. ¡Leía,majestuoso, la inscripción que no existía!...

-"A la gran Isis, señora de lo creado, y a OsirisAmmon Ra, que domina la tierra y el agua, yo,Tolomeo, Faraón XXXVI, habiéndoles elevadoun templo votivo..."

El pintor cayó desplomado en el sillón... ¡YChampollion seguía leyendo sin interrupción...sin titubear un instante! ¡Hasta la última hoja!¡Hasta el último jeroglífico!

-Y ahí tiene usted -añadió Caldereta- por loque he llegado a desconfiar de la ciencia y desus engaños... Sólo le aseguro que el caso queacabo de contar no puede ocurrir con una lápi-da romana. En eso..., vamos, no me equivoco.En eso no cabe falsificación... ¡Las lápidas ro-manas son lo más serio de la epigrafía!

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"La Ilustración Española y Americana", núm.31, 1909.

Sin querer

Ocurren en el mundo cosas así; se diría que lacasualidad, inteligente, se complace en arre-glarlas... o en desarreglarlas. En el presentecaso, la casualidad dispuso que Juaniño de Ro-zas y Culás de Bonsende, oyendo toda la vidahablar el uno del otro, contar el otro las proezasdel uno, hartos de alabanzas a la guapeza recí-proca, no se hubiesen encontrado, lo que sedice encontrarse cara a cara, jamás. Cierto que concurrían a las mismas fiestas; esindudable que allí pudieran haberse tropezado;imposible negar la hipótesis; pero fuese porque,lo repito, la casualidad es el diantre, o porque aveces la ayudamos nosotros, hay que consignarel hecho, ya tan comentado.

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Juaniño de Rozas no había cruzado la palabracon Culás de Bonsende, y las respectivas pa-rroquias ya lo hallaban extraño, shocking, di-ríamos si el ambiente no lo vedara. Los que conocen tan sólo a la España superfi-cial y epidérmica creen que esto de la guapezay la fanfarronería pertenece al Sur, como el sol,las naranjas y las palmeras. Los valientes, quecomparten con el buen vino el privilegio dedurar poco, parecen pintables en pandereta,pero no acompañables con gaita; y, sin embar-go, los que hemos nacido en tierras de nubladocielo, sabemos hasta qué punto nuestros teme-rones achican a los majos andaluces, hasta en lahipérbole, que es la forma retórica de los gua-pos. Paisanos somos de aquel soldadito, al cual sepropusieron tomar el pelo unos cuantos delmediodía, contándole cómo el uno había esca-bechado a más de veinte mambises y el otrohabía defendido él solo un fortín, rechazando acuatrocientos de negrada.

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-Y tú, ¿qué hiciste, gallego? -preguntaron, iró-nicos, al ver que el soldadito escuchaba sindespegar los labios. -¿Yo? -respondió él, levantando la cabeza-.Yo..., ¡morrín en todas las batallas! No sé si serían capaces de esta homérica res-puesta Juaniño y Culás; pero si lo eran de repe-tir, a su modo, el célebre reto del Romancero: Y siquiera salgan tres, y siquiera salgan cuatro, y siquiera salgan cinco; y siquiera salga el diablo...

cantando en tono irónico, de desafío, al pasarde noche por el sitio más oscuro, requiriendo lagarrota claveteada: Yo soy hombre para dos... Esta noche ha de haber leña...

o cualquiera otro de los retos que atesora lamusa popular.

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No obstante, por muchas canciones que den alviento, es imposible probar la guapeza cantan-do; llega un día en que es preciso también sol-fear, y de firme. Los gallegos guapos, profesio-nales, tienen, respecto a los andaluces, la des-ventaja de trabajar para un público más esca-món, crédulo solamente en lo supersticioso, yde tejas abajo, desconfiadísimo. Por algúntiempo se sostendrá una reputación sin pruebaspositivas; al cabo habrá que darlas, o caer delpedestal entre solapada burla. Juaniño y Culásllegaron a comprender que el hecho de nohaberse afrontado los comprometía seriamenteante los mozos rifadores, los sesudos viejospetrucios, las mociñas, hipócritamente cándidasy las viejas medrosicas, que a todo se persignanexclamando: -¡Asús, Asús me valga, mi madre la Virguene! Las dos parroquias tenían su honor; el consa-bido honor de andar a porrazos, puesto en ma-nos de Culás y de Juaniño, sus campeones; noera cosa de sufrir que lo empañasen no admi-

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nistrándose una rociada de las de padre y muyseñor mío, con el fin de aquilatar cuál de lasdos parroquias, la de la tierra baja o la de laalta, la ribereña o la montañesa, puede preciar-se de tener hombres más hombres, ¡rayo!

Ya principiaba en las romerías el juego de di-chos, insultillos y burletas. Como los héroes deHomero, los mozos de Rozas y de Bonsende seejercitaban en la inventiva, esperando el instan-te en que Aquiles se midiese con Héctor. Habíarisotadas ofensivas, fumaduras de tagarninaimpertinentes, escupiduras de costado y puñosque apretaban mocas y cardeñas, o que, consentido más modernista, se deslizaban en lafaltriquera, cerciorándose de que estaba allí,cargado y brillante, el revólver... Porque estosadelantos de la civilización han llegado a lasidílicas aldeas, y el comercio de navajas y ar-mas de fuego es activo y fructuoso, y cada no-che, en las carreteras, resuenan detonaciones,no se sabe contra quién...

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A la salida de misa, funcionaban activamentelas lenguas. Se convenía en que si Juaniño yCulás no se daban prisa a despachar aquelcuento, sería difícil, en la primera fiesta, conte-ner a los demás mozos, impedir que se enreda-sen, según andaban de alborotados... Y todosconvenían en que, a suceder tal desdicha, mu-chos emplastos había que aplicar al día siguien-te y no pocos pesos que aflojar para que se cer-tificasen de leves y curables, en cortos días,heridas gravísimas, y evitar que más de cuatrorapaces de bien fuesen "echados" a presidio... En vista de esto, Culás, el más vivo de los dosguapos, vio claramente que no era posible re-trasar el encuentro; había llegado la hora... Como el matador remolón en la plaza de to-ros, sintió la voluntad colectiva sustituyéndosea su voluntad personal, y decidió, aquella mis-ma tarde, decirle dos palabrillas a Juaniño, quetornaría de la feria por el camino del crucero. Bajo el crucero mismo se apostó, encendiendoun papel y sacando fumadas lentas, con ade-

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mán despreciativo. Lo que pensase en su almaCulás de Bonsende, eso lo sabrá Dios, pues sa-be hasta lo que la policía ignora; pero el gestoera gallardo, la mano no temblaba, ni en el tos-tado semblante había rastro de palidez. Laspatillas rojas del mozo relumbraban como hila-do cobre a los últimos rayos del sol, y sus ojosverdes, de gato joven, relucían fieros.

Volvía Juaniño de la feria cabalgando un jacopeludo que acababa de mercar. Como era unmocetón hercúleo, las piernas casi le arrastra-ban, porque el fracatrús pertenecía a la exigua yresistente raza del país.

Al oír las pisadas del caballejo, Culás tiró elcigarro y empezó a silbar, desdeñoso, atrave-sándose en el angosto camino. Y como Juaniño,sin hacer caso del obstáculo, intentase pasar, elde a pie abrió los brazos y gritó ásperamente,con claridad y estridencia de gallo arrogante:

-¡Ey! ¡No se pasa! ¡Bajarse del caballo, que aquíestá un amigo!

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La salvaje ironía de la última frase fue biencomprendida... Juaniño pensó para su chaque-ta: "Vamos... No hay remedio... Milagro que nofue antes..." Pausado, frío, descabalgó y amarró al castañomás próximo su ridícula montura. No habíapronunciado palabra, ni Culás añadió ningunaa las ya articuladas. Así que sujetó al jaco, vol-vióse, y preguntó lacónico: ¿Qué se ofrece? El ademán fue la respuesta... Culás hacia mo-linetes con su garrote en el aire. Juaniño asintió. No valía aplazar. No sentía,en el fondo de su alma, ni chispa de malquerercontra Culás. No mediaba ni una rapaza bonita,ni un vaso de vino, ni una brisca mal jugada.No pleiteaban. No se habían hablado. Y eranecesario que se agarrasen. Lo exigía el honorde dos parroquias. El único honor que ellosconocían.

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Y cayeron el uno sobre el otro. Juaniño, espe-cie de gigantón, parecía deber llevar ventaja;sólo que Culás era más ágil, más diestro. Sinsospechar ni en el nombre del jiu-jitsu, poseíasus tretas. Asestó cierto golpe al tórax ancho, yJuaniño se tambaleó, aturdido, pronto a des-plomarse. Más antes tuvo tiempo de descargar,maquinalmente, el puño sobre la cabeza de suadversario, que se doblegó como un muñeco degoma. Ambos cayeron al suelo. Volvieron a erguirse.La lucha se reanudó entre sofocadas interjec-ciones. Se habían propuesto no emplear armas. Noera cosa para dejar el pellejo. ¡Si no se queríanmal! Pero al recibir otro porrazo cruel en la ca-ra, Culás, viendo estrellas y círculos rojos antesus pupilas cegatas, echó mano al cuchillo...¡Juaniño se derrumbó! No hubo sangre. Laherida sangraba por dentro. Culás se alzó. Él, en cambio, estaba como uncarnero degollado: por narices y boca arrojaba

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hilos purpúreos. Corrió a lavarse en una fuente.Y corrió más después, porque comprendía que,no se sabe cómo, había matado a un hombre, yla justicia le echaría mano... No quedaba másrecurso que esconderse unos días, arreglar enMarineda el asunto y embarcar para BuenosAires. "Blanco y Negro", núm. 954, 1909.

La Corpana

Infaliblemente pasaba por debajo de mi balcóntodas las noches, y aunque no la veía, como ellaiba cantando barbaridades, su voz enroquecida,resquebrajada y aguardentosa me infundía ca-da vez el mismo sentimiento de repugnancia,una repulsión física. La alegre gente moza, queme rodeaba y que no sabía entretener el tiem-po, solía dedicarse a tirar de la lengua a la per-dida, a quien conocían por la Corpana; y cele-braban los traviesos, con carcajadas estrepito-

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sas, los insultos tabernarios que le hipaba a lafaz. Cuando me encontraba en la calle a la beoda,volvía el rostro por no mirar a aquel ser degra-dado. No solamente degradado en lo moral,sino en lo físico también. Daban horror su carabulbosa, amorotada; sus greñas estropajosas, deun negro mate y polvoriento; su seno protube-rante e informe; los andrajos tiesos de purosucios que mal cubrían unas carnes color deocre; y sobre todo la alcohólica tufarada queesparcía la sentina de la boca. Y, sin embargo,en medio de su evidente miseria, no pedía li-mosna la Corpana... Aquella mano negruzca nose tendía para implorar. Los que tenían el valor de ponerse al habla conella, de eso precisamente la oían jactarse: deque "se valía sola"; de que vivía y se embriaga-ba a cuenta de su trabajo... ¡Su trabajo!... Parecíaincreíble: la arpía encontraba labor..., ya que dealgún modo hemos de decirlo... Trajineros yarrieros que incesantemente cruzaban el pue-

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blecillo llevando sus recuas cargadas de pelle-jos de mosto, cueros o alfarería vidriada; men-digos, transeúntes que corrían tierras espigan-do la caridad; jornaleros que acababan de gas-tarse en la taberna parte del sudor de la sema-na; mozallones desvergonzados que salían detuna y se recogían antes del amanecer, temero-sos de una tolena de sus padres..., he aquí losque ofrecían a la Corpana, entre bisuntas mo-nedas de cobre, fieras zurribandas con las cin-chas de los mulos, puñadas entre los ojos, pun-tillones de zueco y bofetones de los que inflanel carrillo... Porque ha de saberse que los más seacercaban a la Corpana con objeto de tener elgusto de

majar en ella, y la diversión consistía en la lu-cha, de la cual la mujer, con sus bríos de hem-bra terne, salía rendida y vencida en todos losterrenos, excepto en el verbal, no agotándose elchorro de sus injurias y sus pintorescos dicte-rios, ni cuando yacía en el suelo, medio muertaa fuerza de golpes y de ultrajes. Alguien llama-

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ría sadismo a la peculiar atracción, salvaje ycruel, que ejercía la Corpana en su clientelaespecial; y si hubiese sadismo en este caso, pre-ciso será conocer que no es la literatura quienpropaga tales iniquidades, pues la mayoría delos atormentadores de la muyerona no creo quehubiesen deletreado, no digo yo al consabidodivino marqués, pero ni aún el abecé en la es-cuela.

Vagaba la Corpana siempre sola; ni las regate-ras, fruteras ni panaderas del mercado, ni lasaldeanas que venían a vender gallinas y leña, nilas golfas de la calle, en pernetas y sin peinar,se hubiesen juntado con semejante barredura.Equivocado estará el que crea que la noción dela desigualdad social la cultivan las altas clases.Es en las bajas, y aún en las ínfimas, donde seacata mejor esa ley de la clasificación y la des-igualdad ante los seres humanos. El mohín dedesprecio que hacía a la Corpana, por ejemplo,la Gorgoja, panadera de las más humildes, quecompraba la harina averiada y se sustentaba de

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revenderla, y que no era ninguna Lucrecia, sihemos de atender a las murmuraciones, nopuede compararse sino al que hace la gran se-ñora a la burguesa entremetida, que aspira aforzar las puertas de su trato. A bien que laCorpana, altanera a su modo, digna a su estilo,no se acercaba a ninguna de aquellas desdeño-sas: se contentaba con soltarles, a distancia, unaristrade insultos: "¡Lamelonas! ¡Porcallonas! ¡No te-nedes faldra en la camisa!". Y cuál sería el grado de desprecio que inspira-ba la Corpana, que ni aún se dignaban cruzarsecon ella. Reían entre sí, escupían de lado, selimpiaban con el delantal y después aparenta-ban, diplomáticamente, no haberla visto ni oí-do. Indescriptible fue el asombro de la gentecuando un día apareció la Corpana llevando dela mano a una niña. Y no a una niña del arroyo; no a una de esascriaturas enlodadas y famélicas, hoscas y escro-

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fulosas, que representan, para tantas pobresmujeres el fruto ansiado de las entrañas, sinouna especie de señorita gentil y escantadora,rubia y blanca, vestida con esmerada pulcri-tud... Una chiquilla como un sol, de unos nuevea diez años, altiva, trajeada de cretona gris, consu cuello blanco, su lazo azul en el pelo y lamata de reflejos dulcemente trigueños tendidapor la espalda. La extrañeza, elevada a pasmo,se reflejaba en los cándidos ojos, de violeta dela flor de lino, que la pequeña alzaba hacia sumadre... Porque todo el pueblo lo sabía a lamedia hora: la chiquilla era hija de la Corpana,recogida, criada y educada en casa de una her-mana mayor de la perdida, que tenía tienda alláen Puentemillo, y que acababa de morir súbi-tamente. Los herederos, los sobrinos legítimos,devolvían a la loba la inocencia lobezna, y allíandaban las dos, madre e hija, todo el día de la

mano; la borracha, sin borrachera; la criatura,atónita y encogida de miedo a algo, no sabíaella decir a qué... Sus mejillas palidecían, su

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boca se contraía, sus manos se ponían color desebo, su vestidito planchado se ajaba y a la se-mana siguiente había adquirido el aspecto sór-dido de las pobretonas...

Un domingo, al cruzar la plaza para ir a misa,vi que la propia Corpana me salía al encuentroy me cortaba el paso. No temí la racha de inju-rias que hasta involuntariamente expelía aque-lla boca: la Corpana venía de paz, venía con losojos en el suelo... y, en aquel mismo instante,sentí dentro de mí dos cosas: la primera, queaquella mujer no profería una palabra que nofuese dolor y vergüenza de sí misma; la segun-da, que yo ya no sentía ni repulsión ni desdén.Había entre nosotras algo humano que tácita-mente nos ponía de acuerdo.

-Por caridad de Dios -balbucía la que nuncahabía pedido limosna y lo tenía a menos-. Sa-quen de mi poder a esta criatura, señores... Sá-quenmela pronto, llévenmela... ¡Ya ven que nopuede ser!

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-No puede ser -repetimos todos, compren-diendo inmediatamente; y tomando a la niñacon nosotros, la rodeamos como de un círculodefensivo, la aislamos, por un movimiento alcual el instinto dio la precisión de una manio-bra militar.

Y lo terrible fue que la niña, sonrosada de go-zo y emoción, se nos entregaba, presurosa delibertarse de su tremenda madre; se nos pega-ba, huyendo horripilada de la que le había da-do el ser... Y yo, fijando el mirar con involunta-ria atracción en la Corpana, vi que de los ojosinyectados de la alcohólica saltaba una lágrimapequeña, que debía de ser muy acre, amargosacomo el zumo de las retamas en el monte bra-vío...

Cuando hubimos colocado a la chiquilla en unconvento de enseñanza, a fin de que pasase allílos años que le faltaban para tener edad de ga-narse el pan honradamente, me dijo un día Tro-piezo, el médico de Vilamorta:

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-¿Llorar la Corpana? Sería aguardiente de oru-jo. ¡No! Era sangre y agua, era dolor líquido... Entodo corazón está oculta una lágrima. Y losmoribundos la vierten en la agonía, si en vidano pudieron... "El Imparcial", 16 septiembre 1907.

Lumbrarada

En el mismo lindero del monte se encontraron,mirándose con sorpresa, porque no se conocí-an... Y en la aldea, eso de no conocer a un cris-tiano es cosa que pasma. A la extrañeza iba unida cierta hostilidad, elmal temple del que, dirigiéndose a un sitio da-do para un fin concreto, tropieza con otra per-sona que va al propio sitio llevando idénticofin. No cabía duda; armados ambos de unhacha corta, en día tan señalado como aquel,sólo podían proponerse picar leña al objeto de

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encender la lumbrarada de San Juan... Así esque prontamente, desechando el pasajero enojo,su juventud estalló en risa. Ella reía con un to-rongueo de paloma que arrulla, columpiando eltalle y el seno; él reía enseñando los dientes delobo entre el oro retostado del bigote. -Entonces, ¿viene por rama? -preguntó ella, asíque la risa le permitió formar palabras. -¿Y por qué había de venir, aserrana, no sien-do por eso? -¿Yo qué sé? También se podía venir pasean-do. -¿Paseando con la macheta? -Bueno, cada persona tiene su gusto... Mientras tocaban estas dicherías se examina-ban, ya medio reconciliados, llenos de curiosi-dad, creyendo reconocerse y no lográndolo.¿Dónde había visto ella aquellos ojos color delmar cuando está bravo y se quiere tragar laslanchas pescadoras? ¿Dónde habían reído otravez para él aquellos labios de cereza partida,

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infladitos, bermejos y pequeños? ¿Dónde, dón-de? -¿Tienes la casa muy lejos? -¿Por qué me lo pregunta? -articuló ella súbi-tamente recelosa-. ¡Hay tanto pillo capaz deburlarse de las mozas si las topa solitas en unmonte cubierto de pinos, cuando no se oye másruido que el del viento zumbando en la copas yno se ve más cosa viviente que las pegas blan-quinegras saltando entre la hojarasca podrida! -Lo preguntaba al tenor de que le pesará elfajo para carretarlo allá a cuestas. -Ayudando Dios, bien lo carretaré hasta la eradel tío Miñobre. -¿El tío Miñobre? ¿El zapatero? ¡Qué de me-dias suelas me echó a los zapatos siendo yochiquillo, mujer! ¿Y qué eres tú del tío Miño-bre? -Su hija, ¡vaya! ¿Qué había de ser? El mozo, asombrado, se quedó pensativo. Sufigura esbelta, bien plantada, lucía con el trajede marinero, que le descubría el cuello robusto,

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atezado, hendido en la nuca por enérgica ex-presión. Al fin castañeó los dedos triunfalmen-te. -¡Camila! ¡Camila! ¿No te alcuerdas de mí? Soltó la rapaza el hacha de leñadora y juntan-do las manos en señal de admiración, exclamóplacentera: -¡Félise! ¡Ya lo estaba cavilando: este, o es Féli-se o es el mismo demonio en su figura! -¡Vaya, mujer! ¡Conque Camila! -¡Vaya, hombre! ¡Conque Félise! ¡Tantos añosque largaste de aquí! Y luego, ¿viéneste a que-dar en la aldea? -A eso vengo. Serví, cumplí, traigo unos pesosy hay salú. Mientras mi madre viviere, aquí meha de sostener la tierra. -Por muchos años... -deseó ella, bajando lavista, con el dulce mohín vergonzoso de lasvírgenes aldeanas. -Y entonces, ahora que nos conocemos, ¿cor-tamos la ramalla de una vez? Porque yo faltode la aldea desde que era pequeño como un

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botón, y tengo ganas de armar la lumbrarada,como en aquel tiempo, ¿oyes, mujer?

Cada uno de los dos interlocutores rompió aesgrimir con ánimo el hacha. Había, en el mo-vimiento de cortas ramas y hasta pinos menu-dos, una especie de porfía de vigor y de fanfa-rronada juvenil; tratábase de reunir pronto másleña, para avergonzar al compañero. Era esepugilato de fuerzas físicas entre el varón y lahembra, que es uno de los atavismos de la raza,en la cual las hembras no han sido vencidas porlos hombres, ni en caletre ni en musculatura. Yaunque Camila Moñobre tuviese poco de vira-go, y sintiese que el sudor brotaba de cada on-da de su pelo negro, alisado con agua e indómi-to ya, se daba prisa, incansable, apilando made-ra verde, envuelta en el vaho de resina y cu-bierta por el espesiallo de finas púas, que caía acada golpe. Las mariposas forestales de alas deterciopelo castaño huían despavoridas; los pá-jaros monteses se disparaban revolando, alar-mados ante aquel estropicio; una liebre salió

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por pies de entre las uces. Félix sintió una com-pasión irónica. -Deja, mujer, que ya tienes ahí para dos fogue-ras. ¿De qué te vale tanto cortar? Luego nopuedes cargarlo a lomos. -Si puedo o no puedo, se verá... ¿Tú cortasteya lo que te cumplía? -Paréceme que sí -Pues ¡hala! Y, con resolución furibunda, atropelladamen-te, la moza, desciñéndose una cuerda que lle-vaba arrollada al talle, empezó a liar el haz.Otro tanto hizo Félix, también provisto de soga.Después, galantemente, se ofreció a erguir ycargar el haz de Camila: él ya se las arreglaríapara echarse a cuestas el suyo. Y lo hizo, apo-yándose en el vallado, hinchándosele un pocolas venas del cuello. Los haces eran enormes; elramaje barría el suelo y cubría a los portadoresque, al romper a andar trabajosamente, agobia-dos, parecían un matorral ambulante. Avanza-ban dando traspiés, cegados, y del fondo del

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matorral salía a veces una risada, violenta porla fatiga y el esfuerzo. Ninguno de los dos, ni por el valor de unaonza de oro, hubiese confesado que aquellopesaba de más. Al resistir el peso significaban,con bizarra vanidad, ella: "Soy hembra de la-bor, capaz de ayudar a mi hombre", y él "Aun-que me ves de marinero, sigo siendo un mozode aldea, y lo que otro haga, a fe, hágolo yo". Ycontinuaban, habiendo salido ya a la carreteravecinal, que ocupaban de cuneta a cuneta, conel desbordamiento del fajo reventón. De pron-to, el haz de Camila pareció aplastarse en tierra:era que la rapaza se había caído de rodillas. Nopodía Félix ayudarla... Se irguió como supo, yde entre las ramas tupidas brotó una protesta. -Fue que di contra un croyo... Velo ahí, ¿ves? Félix desvió con el pie la piedra, y siguieronmarchando, mudos, jadeantes. La tarde caía, yel lucero tembloroso como una perla colgaba enpendentivo, titilaba en el cielo pálido. En larevuelta, el crucero abría sus brazos de piedra

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ruda donde, toscamente esculpido, moría elRedentor. El sol no quería acabar de ocultarse:estaba quieto, rendido de tanto haber bailado alsalir en la mañana mañanera del señor SanJuan. El crepúsculo era infinitamente largo ydulce. Los dos mozos se habían detenido a lavez, soltando el haz y pasándose la mano por lafrente inundada, en que latían las arterias. -¿Aquí? -murmuró él, transigiendo. -Bueno, aquí... -contestó ella, hipócrita, comoquien se deja obligar. Emprendieron a desliar el fajo, y él, echandode soslayo una ojeada a la rapaza sofocadísima,propuso: -¿Armamos dos lumbraradas..., o una sola,Camiliña de azúcar? -Según sea tu gusto, Félise. Sin más, autorizado, juntó el marinero los doshaces en enorme pira y, restallando un fósforo,les prendió fuego. Camila ayudaba, soplaba,activaba. Chasquearon las ramas, se alzó humodenso, y el olor a manzanilla y saúco que venía

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del prado vecino quedó ahogado entre el vahoa trementina del pino frescal... Félix, con agili-dad de marino, saltó la hoguera, alzando torbe-llinos de centellas menudas, y al tomar vuelofue a caer contra Camila, que reía otra vez yque le amparó. Y como la hoguera iba terminando -¡qué pron-to arde tanta rama!- se miraron, y enganchadosdel dedo meñique alejáronse lentamente delcrucero, entre la apacible penumbra del crepús-culo, que no terminaba nunca. Félix, a la orejade Camila susurraba: -Buena lumbrarada la que hemos armado,mujer. "El Liberal", 5 agosto, 1907.

La advertencia

Oyendo llorar al pequeño, el de cuatro meses,la madre corrió a la cuna, desabrochándose yael justillo de ruda estopa para que la criatura no

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esperase. Acurrucada en el suelo, delante de lapuerta, a la sombra de la parra, cargada de ra-cimos maduros, dio de mamar con esa placidezfísica tan grande y tan dulce que acompaña a lavital función. Creía sentir que un raudal tibio eimpetuoso salía de ella para perderse en el ni-ño, cuyos labios inflados y redondos atraíantenazmente la vida de la madre. La tarde erabonita, otoñal, silenciosa. Sólo se oía el silbidode un mirlo, que rondaba las uvas, y el golosoglu-glu del paso de la leche materna por la gor-ja infantil.

Sobre el sendero pedregoso resonaron apara-tosas las herraduras de un caballo. Resbalabanen las lages, y sin duda arrancaban chispas. Laaldeana conoció el trote del jamelgo: era el delmédico, don Calixto. Y gritó obsequiosamente:

-Vaya muy dichoso.

El doctor, en vez de pasar de largo, como so-lía, paró el jaco a la puerta de la casuca y desca-balgó.

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-Buenas tardes nos dé Dios, Maripepiña deNorla... ¿Qué tal el rapaz? Se cría rollizo, ¿eh? La madre, con orgullo, alzó al mamón la ropay enseñó sus carnes, regordetas, rosadas, nodemasiado limpias. -¿Ve, señor?... Hecho de manteca parece. -Mujer, me alegro... De eso me alegro mucho,mujer... Porque has de oírme: he recibido cartade los señores, ¿entiendes?, de los señores, losamos... Que les mande allá una moza de fun-damento, y de buena gente, y sana, y bonita, yque tenga leche de primera, para amamantarlesel hijo que les acaba de nacer... Y con estas se-ñas no veo en la aldea, sino a ti, Maripepiña. Un asombro, una curiosidad atónita, se mar-caron en el rostro algo amondongado, perofresco y lindo, de la aldeana. -¿Yo, don Caliste? ¿A mí...? -A ti, claro, a ti... No sé de qué te pasmas... Amí no había de ser... Si te dijese que te llamabanpara guiar el coche, bueno que te asombrases...

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-Y entonces, ¿quiérese decir que tengo quelargar para Madrí, don Caliste? -No siendo que pienses darle teta desde aquíal pequeño de los señores... -No se burle... No se burle... ¿Y qué dirá mihombre cuando sepa que dejo la casa y los ra-paces? -Dirá que perfectamente. ¿Qué diantre ha dedecir? Os cae en la boca una breva madura.Ocho pesos de soldada al mes, comida..., ¡yasupondrás qué comida! Y ropa... ¡De ropa, co-mo la reina! Collares y pendientes de monedasde oro, pañuelos bordados, mantel de terciope-lo... ¡Hecha una imagen! -Ocho pesos -repitió impresionada la aldeana,mientras el mamón, acogotado de hartura, ce-rraba los ojuelos y se adormecía-. ¿Dice queocho pesos? -¡Y propinas! ¡Propinas gordas! Maripepiña meneó la cabeza, cubierta de den-sa crencha, de un rubio magnífico, veneciano,que, sencillamente alisado para domar su rizo-

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sa independencia, brillaba a los últimos rayosdel sol. Cubrió el globo del seno, que todavíarozaba, descubierto, la cabeza del niño dormi-do, y repitió: -¿Qué dirá mi hombre? -¿El trabaja en la viña de Méntrigo? -Sí señor... Allí está el enfelís, aguantando ca-lor desde la madrugada. -Pues, paso por allá y se lo remito... porqueesto no da espera, mujer. Si te determinas, hasde salir hoy mismo: vengo a recogerte y te llevoa Vilamorta; la diligencia sale a las once de lanoche, por aprovechar las horas frescas. Nada contestó la moza... Su estrecha frenteestaba como abarrotada de pensamientos con-tradictorios. El médico cabalgó otra vez y sealejó, con el mismo choque de eslabón de lasherraduras contra las lages de la calzada bruñi-das por el tiempo. Un cuarto de hora después, el hombre de Ma-ripepa aparecía, chaqueta al hombro, azadón

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terciado. No hubo explicación: ya venía infor-mado por el médico:

-Y luego, Julián, ¿qué nos cumple hacer?

El aldeano, al pronto, calló, con cazurro silen-cio. Soltó azadón y chaqueta y fue a sacar de laherrada un tanque de agua fría, que apuró atragos largos, como se deben apurar las amar-guras inevitables...

Limpiándose la boca con el dorso de la mano,se acercó, cejijunto, a su mujer, que acababa desoltar al crío en la cuna.

-Nos cumple, nos cumple... -repitió sentencio-so-. Nos cumple a los pobres obedecer y aguan-tar... El amo, si está de buenas, puédese dar quenos perdone la renta del año; y que la perdone,que no la perdone, tus ocho pesos nadie te losquita. Y tú, según los vas cobrando, aquí losremites, que yo tengo mi idea, mujer, y nosperdonando la renta, si tú se lo sabes pedir conbuen modo a la señora, con tu soldada mercá-bamos el cacho de la viña que está junto al pa-

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jar, y ya teníamos huerta, patatas y berzas, yjudías, y calabazas, y todo... -Bien; estando tú conforme, voy a recoger laropa. El marido gruñó: -Lleva no más lo puesto, parva, que ropa hasobrarte. -Y a los rapaces, ¿quién los atiende? -Estarán atendidos. Vendrá mi hermana, lamás pequeña. Ya cumplió los diez años por SanJuan; sirve para cuidarlos. -Que no le falte leche a Gulianiño -imploró lamadre, señalando a la cuna. Y al pronunciar el nombre cariñoso del nene,se le quebró la voz a Maripepa y las lágrimasapuntaron en sus ojos verdes, del color de lospámpanos de la vid. El marido, por su parte, también sintió no séqué allá, en lo hondo de sus toscas entrañas delabriego amarrado sin reposo a la labor quegana el pan oscuro y grosero... Por un instante

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los esposos se miraron, con el mismo ¡ay!, conla misma devoción a la cría, a la prole. -Voyme de mala gana, mi hombre -suspiró lahembra. -¡No hay remedio! -articuló él, reflexivamente. Y, de pronto, agarrando por el pescuezo a Ma-ripepa, la besó sin arte, restregándole la cara. -Cata que eres moza y de buen parecer -refunfuñaba entre estrujones-. Cata que no sevayan a divertir a mi cuenta los señoritos... Túvas para el chiquillo y no para los grandes,¿óyesme? En Madrid hay una mano de pillería.Como yo sepa lo menos de tu conducta, laaguijada de los bueyes he de quebrarte en loslomos... La aldeana sonreía interiormente, bajandohipócrita los ojos. Ella sería buena por el aquelde ser buena; pero su hombre no tenía un pieen Norla y otro en Madrid, y los mirlos no ibana contarle lo que ella hiciese... Y, con moditomaino, se limpió los carrillos del estregón ysacudiendo la mano en el aire, articuló mimosa:

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-¡Asús, lo que se te fue a ocurrir, santo! ¡Nues-tra Señora del Plomo me valga!...

Obra de Misericordia

El pueblecillo parecía difumado en sombríabruma y en el aire flotaba dolor. La escasa gen-te que se atrevía a salir a la calle iba a tirohecho: a buscar remedios, que escaseaban en labotica, o a pedir en el huerto del conventillo deSan Pascual rama de eucalipto, para quemarlaen braseros y cocinas y aprovechar así el másbarato y humilde de los desinfectantes. A lapuerta de don Saturio, el médico, había siempreun grupo que se comunicaba sus cuitas en vozlastimosa y apagada. -No está... Salió esta mañana cedo, para Le-breira, que muérese el cura... -Y cuando torne, somos más de cincoenta a lollamar...

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-Yo tengo el padre en las últimas. No sé qué ledar, ni qué le hacer. -Las dos fillas mías echan la sangre a golpa-das. -Este negro mal les da a los mozos, a los sanos,y nos deja por acá a los que ya más valiera quenos llevara... ¡Nuestra Señora del Corpiño nosvalga, Asús! El trote cansado de un rocín interrumpió laplática. El médico, enfundado en recio gabán,calado un sombrerón ya desteñido por las llu-vias, regresaba de Lebreira, y en su rostro, quela mal afeitada barba rodeaba hoscamente, seleían la inquietud y el disgusto. A las preguntasde las comadres contestó con un gesto de adus-tez. -¿El señor cura? Con Dios, ya desde antes deyo llegar... Un coro de súplicas se alzó: -Señor, por el alma de quien más quiera, ven-ga a mi casa.

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-Venga antes a la mía, señor, que el marido yel hijo están acabando y no sé cómo valerles... -A la mía, que mayor desdicha no la haberá... Rabioso, se apeó el médico, gritó a su criado laorden de recoger el caballejo a la cuadra, y des-pués de vacilar unos segundos -hubiese prefe-rido descansar y una taza de café muy caliente-siguió a la que acababa de alegar la gravedaddel marido y del hijo. Por callejas sucias y pedregosas se dirigieron auna casa algo más cuidada, de mejor aparienciaque las restantes. Las maderas de esta casa,puertas y ventanas, eran nuevas, y tenían elaspecto de solidez de lo bien construido. Comoque el moribundo era el mejor carpintero delpueblo, y le sobraba trabajo, sobre todo desdeque se había declarado la fatal epidemia... Sí:desde que caían diariamente diez o doce perso-nas, aterradora proporción para tal vecindario,Mateo Piorno no descansaba de día ni de no-che, serrando y ajustando tablas destinadas aese luengo estuche, más ancho y alto por la

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cabecera, en que ha de contenerse todo el orgu-llo, toda la maldad, toda la miseria y toda lailusión humana. Los ataúdes producían másque otro trabajo cualquiera, porque aún losmuy pobres no suelen regatear tratándose deestos artículos, y llovían los pesos duros en lahucha de Mateo Piorno, hasta el día en que leacometió también a él -a fuerza de cerrar cajasacercándose a los muertos

y manejándolos- el mal, aquel mal que de losmuertos venía, que era seguramente la emana-ción deletérea de tanta carne de hombre haci-nada en los campos de batalla, mal cubierta porla tierra madre, horrorizada de ver sus entrañasprofanadas así. Y mientras el carpintero, toda-vía joven y vigoroso, luchaba con el morbo, alprincipio hipócritamente benigno, de repenteavasallador, el hijo, de dieciséis años, se rendíaa su vez, y la queja sorda de los dos enfermosera un ruido quizá doblemente fatídico que elde los martillazos clavando las cajas...

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Cuando el médico entró, Mateo, desde hacíamedia hora, había cesado de quejarse. Don Sa-turio alzó el embozo y miró el rostro, que em-pezaba a adquirir tintas plomizas. -¡Para este -gruñó- no hago falta!... La mujer exhaló un chillido desesperado.Comprendería de súbito. Y cuando empezaba alamentarse una voz familiar la llamó desde lapuerta: -¿Qué es eso, Cándida? ¿Qué ha pasado? Era un fraile mendicante, alto, seco, que veníacargado de un brazado enorme de rama de eu-calipto; y con él entró una ráfaga de esenciapura, fuerte; un aire de salud. El médico le hizouna seña. -Me encontré esta novedad... Y no será la úni-ca... Falté del pueblo unas horas, porque fui aLebreira, donde el abad ya falleció. Esto es elfin del mundo. La mitad más uno de los veci-nos con la tal peste. Aquí, el muchacho me pa-rece que salvará; haga usted la desinfección conel formol, y déle otro sello de aspirina. Yo me

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voy, que me esperan quince o veinte. Aún nohe comido. Me duele la cabeza. Y lo peor es queno sirve de nada tanto fatigarse. ¡Caen comomoscas! El fraile entró. Empezó por rezar brevementeante la cama de Mateo. Se volvió luego hacia lamujer, y poniéndole la palma de la mano en elhombro, no sugirió: ordenó la conformidad. -Lo manda Aquel... No somos nadie para rebe-larnos contra lo que manda. Y tú, Cándida,¿puede saberse por qué no me avisaste antes?No debiste dejar que tu marido se fuese así... Amás, yo estaba bien cerca: en casa de Manuel elalbéitar, que la madre también... ¡Ea, mujer,ánimo! Reza conmigo, y después, no te faltaquehacer con el muchacho. Dale a beber aguacon una cucharada de ron. Yo le administrarélas medicinas. Va a sudar; ponle otra manta. La mujer iba a coger la de la cama de Mateo;un respingo del fraile la contuvo. -Pero, señor, si ya mi marido, malpocado, nonecesita la manta...

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-Hay que perdonarte porque no sabes lo quehaces. Coge una de las que tienes de reserva,para el enfermo. Después, ve a avisar que ven-gan a llevarse a tu esposo: ya sabes que nopermiten que estén en casa ni una hora.

Mientras la mujer cumplía los menesteres, elfranciscano entró en la pieza que servía de ta-ller a Mateo. Había en ellas olas de virutas,hacinamiento de astillas y tablones, el bancoreluciente por el uso, con esos curiosos esgra-fiados que son la vanidad de los carpinteros. Yen el centro del taller, un féretro nuevo, oliendogratamente a resina, al cual sólo faltaba unatabla en la tapa. El carpintero no pudo acabarsu labor...

El fraile tomó el martillo y, torpemente, clavóla tabla, pegándose más de una vez en los de-dos. Luego arrastró tapa y caja al dormitorio,donde yacía Mateo, y donde su hijo empezabaa amodorrarse, en el bienestar del sudor resolu-tivo. Tapó al enfermo, desinfectó rápidamente.

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Cándida no tardó en presentarse gritando deun modo histérico: -¡Ay señor! ¡Ay santo! ¡Ay padre! ¡Infames,perdidos! No querían darle sepultura. -¿Qué dices, mujer? -Que el enterrador está en la cama, y los otrosdicen que no es cosa suya, que no es obligación.¡Tienen miedo! ¡Malvados! -Motivo hay... -declaró el franciscano, mo-viendo la cabeza-. No los insultes. Bastante in-felices sois todos. Y como Cándida sollozase amargamente,compadeciéndose a sí misma, el fraile añadiócon imperio: -Ayúdame, hermana. Aquí tenemos el ataúd;tú envuelve en la sábana el cuerpo. Mientras la mujer realizaba esta tarea, el frailecorrió de nuevo al taller, y con dos astillas yuna tachuela hizo una cruz. -¡Ahora, ánimo! Agárralo por los pies, yo porlos hombros...

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Lo depositaron cuidadosamente en el féretro,y el fraile depositó sobre el pecho la tosca cruz,sujetando lo mejor que supo la tapa de la caja. -¿Y ahora, señor? -murmuró la mujer. -¡Ahora, arriba! ¡A los hombros! ¿Puedes? Había que poder. El carpintero pesaba. Grue-sas gotas de sudor corrían por la frente del frai-le. Cándida no penaba tanto, hecha a más rudaslabores, sin duda, pero la sacudía el zopillarangustioso. -Calla, mujer, calla; ya hiparás después... A nadie encontraron en su fúnebre paseo. Elcementerio estaba próximo, por fortuna. Notardaron en hallar las herramientas. Los brazosles dolían, la respiración les faltaba al cavar enel suelo endurecido la ancha fosa. El fraile,cuando ya vio el ataúd depuesto, pensó en orar.Dijo las preces, bendijo la sepultura cristiana.Luego cubrió el ataúd con los removidos terro-nes. Y enjugándose el sudor, ya frío en sus sie-nes, iba a retirarse, a tiempo que divisó a doshombres, portadores de otra fúnebre carga.

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Sólo que esta vez faltaba el féretro. ¿No faltabatambién el carpintero? Venían los despojos en-vueltos en una manta. Y el fraile, sencillamente,suspirando de fatiga, tomó otra vez el azadón... -Yo los ayudo, hermanos. "Raza Española", núm. 1, 1919.

Bajo la losa

Cuando entrábamos en la antigua mansión,entregada desde hacía tantos años, no al cuida-do, sino al descuido de unos caseros, me dijomi padre: -Mañana puedes ver el cuerpo de una tíaabuela tuya, que murió en opinión de santa...Está enterrada en la capilla y tiene una lápidamuy antigua, muy anterior a la época del falle-cimiento de esta señora; una lápida que, si malno recuerdo, lleva inscripción gótica. La señoraes de mediados del siglo dieciocho. -Veremos un puñado de polvo -observé.

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-La tradición de familia es que está incorrupta,y que de su sepulcro se exhala una fraganciadeliciosa. -¿Y cómo se llamaba? -interrogué, empezandoa sentir curiosidad. -Se llamaba doña Clotilde de la Riva y Altami-rano... Vivió siempre aquí, y no debió de sercasada, pues papeleando en el archivo he en-contrado sus partidas de bautismo y defunción,pero no la de matrimonio. -¿Se sabe algo de su vida? -Poca cosa... Lo que de boca en boca se hantransmitido los descendientes... A mí me lo dijomi madre, yo te lo repito ahora... Parece que erauna especie de extática tu tía... Y añaden quecuraba las enfermedades con la imposición demanos. Lo que puedo asegurarte es que muriójoven: veintiocho años... Añaden que no sólocuraba los cuerpos, sino las almas. Cuando unamoza de la aldea daba que sentir, se la traían ala tía Clotilde y le quitaba la impureza del cora-zón poniendo la palma encima.

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-Pero de todo eso, ¿quedan testimonios escri-tos? -insistí con anhelo de evidencia en queapoyar los deliciosos abandonos de la fe. -Ninguno... Esas cosas no suelen escribirse, y,sin embargo, son las más interesantes... Pero simañana encontramos el cuerpo incorrupto,¿cómo dudar de que tenemos a una santa en lafamilia? Mi padre no añadió palabras sobre el asunto,porque tuvo que dar disposiciones relacionadascon el problema de cenar y dormir. Todo estabaabandonado en el caserón; aquella gente la-briega tenía los muebles destrozados, y las ca-mas torneadas, de columnas salomónicas, dedi-cadas a frutero. Al fin logramos que nos habili-tasen dos colchones y que se friesen unos hue-vos y se calasen unas sopas de leche. Despuésde la frugal refacción, mi padre se fue a cele-brar una conferencia con los caseros, matrimo-nio ya encanecido, y yo me asomé a un balcónque daba al antiguo jardín de mirtos, y sobre elcual, formando ángulo, presentaba su fachadita

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algo barroca la capilla donde reposaba doñaClotilde. El jardín era ya bosquete confuso yenmarañado. Cada planta había crecido a sutalante, y la forma severa y geométrica del di-seño ni adivinarse podía. Arboles enormes sedestacaban sobre la masa de verdor oscuro, y atrechos las sendas y glorietas aún blanqueaban.Olores de miel subían de los

macizos en flor. A lo lejos, la ría enroscaba sulomo de dragón de plata, dormido bajo los ópa-los misteriosos de la luna. Se escuchaba el cris-talino gotear de una fuente, oculta entre losarbustos, que, sin duda, en otro tiempo manóhermoso chorro de agua; pero ahora, obstruidoel caño, exhalaba un sollozo interrumpido, len-to. Y dentro de mi alma le contestaba otro so-llozo. Porque yo -y al llegar aquí de su relación,el sobrino y nieto de doña Clotilde estaba tanpálido como debió de estarlo su tía y abuela enel féretro-, yo, entonces, tenía el corazón másenfermo de lo que pudieran tenerlo las mozas aquienes la Santa curaba aplicándoles la mano; y

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enfermo de peor enfermedad, pues no era im-pureza, sino pasión desesperada a fuerza de serpura y llena de idealismo, lo que yo padecía, loque ocultaba como debiera Don Quijote haberocultado su locura generosa, y lo que, habiendosubyugado mi razón, amenazaba dar al trastecon ella, llevándome sabe Dios a qué abismo,entre negras

ondas de melancolía... Clavando los ojos en lacerrada puerta que guardaba el arcano de unavida más cercana al cielo que al suelo vil, invo-qué a la Santa, recordándole que soy de su es-tirpe, que me une a ella un lazo que jamás serompe... "¡Santa Clotilde -murmuré, como a mipesar-, la del cuerpo incorrupto!... Pon tu palmafina sobre este corazón donde circula la mismasangre que circulaba por el tuyo, superior a lasmiserias de la vida y a los afanes que la consu-men... Sáname, sáname... Que yo piense en otracosa, que yo me liberte de esta idea mortalmen-te adorada...".

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Y con la fuerza y el relieve que tienen las alu-cinaciones, me representé a la tía Clotilde talcual estaría en el momento en que alzásemos lalápida desgastada que cubría sus restos... Pare-cería dormida, no muerta. Sus ojos, dulcementecerrados, darían sombra con las pestañas largasa las mejillas de magnolia. Sus manos, llenas desortijas, largas como manos de retrato, cruza-das sobre el pecho, no habrían perdido nada desu flexibilidad ni de su delicadeza mórbida; yyo, cometiendo una respetuosa profanación,cortaría una de esas sagradas manos, para apli-cármela sobre el corazón y curarme. Despuésguardaría la mano milagrosa en una caja deplata, lo más rica posible, cuajada de gemas yde topacios, y siempre que la pasión me ronda-se en la sombra, sacaría el talismán, y su contac-to de sedosa nieve volvería la calma a mi espíri-tu...

En medio de mi ensueño, me sobrecogí... Lapuerta de la capilla se abría sin ruido, y salía deella una mujer... Era imposible distinguir a

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aquella distancia y entre la sombra que proyec-taban los arbustos, entrelazados y espesos, nisus facciones, ni aún su forma; su ropaje erauna vaguedad blanca, y su rostro, una manchamás blanca aún, bajo el ópalo triste de la luna.Más indecisa aún la visión, porque, como teme-rosa, se escondió prontamente entre el follaje.Hasta podría dudarse si era real su aparición. Ya se deja entender que apenas dormí. No erala incomodidad de la cama lo que me impedíacerrar los ojos. Era el afán, la impaciencia de verlas manos divinas que consuelan los corazonesy mitigan las fiebres de las almas locas... Apenas mi padre despertó y despachó un fru-gal desayuno, bajamos a la capilla provistos deherramientas para desquiciar la losa. El caseronos acompañaba. La capilla estaba más aban-donada y destruida aún que el resto del edifi-cio. Por los claros del techo, podrido de hume-dad, entraba la luz del día. Paja y boñiga al-fombraban el pavimento. Mi padre, enojado, sevolvió hacia el casero.

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-¿Por qué metéis aquí los bueyes? El hombre negó primero; luego, trató de excu-sarse torpemente... Empezó a desquiciar la losade carcomidos caracteres góticos, y mi padre yyo le ayudamos con nuestros palos de hierro.Al fin logramos conmoverla, y fuimos alzándo-la cuidadosamente. Mi fantasía, excitada, mehacía percibir un aroma exquisito, que sin dudaera el de las rosas del jardín pasando al travésde la puerta. Salió la losa de su engaste. Un hueco sombríoapareció. Era una sepultura en cuyo fondo seveían algunos huesos carcomidos, trozos detela de color indefinible y próximos a deshacer-se en ceniza; en suma, lo que suele hallarse entodo sepulcro. ¡No ya cuerpo incorrupto, nisiquiera cuerpo momificado! Nos miramos llenos de contrariedad... Resolvimos dejar caer otra vez la losa en susitio, cuando reparé en un puntito brillante queasomaba entre el polvo. Tendí la mano, y cogíun medallón pendiente de cadena sutil. No me

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vieron cometer el piadoso latrocinio: mi padreestaba distraído en examinar los desperfectosdel retablo, de suntuosa talla dorada, y el case-ro en disculparse. Habían hecho establo, y sabeDios si pajera, de la capilla... Después, así que averigüé que el casero teníauna hija joven, comprendí que era ella la que visalir de noche, recatándose, después de haberborrado precipitadamente y mal la huella detantos abusos. Y cuando examiné el medallón hallado en latumba de Clotilde, comprendí también por quéno podría curarme su mano... El medallón con-tenía un retrato y un rizo de pelo. ¿Cómo mehabía de curar la desdichada, si debió de pade-cer mi propio mal, y acaso de él murió? "La Ilustración Española y Americana", núm.28, 1909.

Milagro natural

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En la iglesuela románica, corroída de vetustez,flotaba la fragancia de la espadaña, fiuncho ysaúco en flor, que alfombraban el suelo y queiban aplastando los gruesos zapatones de loshombres, los pies descalzos de los rapaces. Alláen el altar polvoriento, San Julianiño, el de lapaloma, sonreía, encasacado de tisú con flori-pones barrocos, y la Dolorosa, espectral, comosi la viésemos al través de vidrios verdes, seafligía envuelta en el olor vivaz, campestre, delas plantas pisoteadas y de las azules hortensiasfrescas, puestas en floreros de cinco tubos, queparecen los cinco dedos de una mano. Sin razonar nuestro instinto, deseábamos quela misa terminase. Al pie del atrio, allende la carcomida verja demadera del cementerio, nos aguardaba el coche-cuyas jacas se mosqueaban impacientes- queiba a reconducirnos, a un trote animado, a lasblancas Torres, emboscadas detrás del castañardenso, sugestivo de profundidades. Y ya nospreparábamos a evadirnos por la puerta de la

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sacristía, cuando el párroco, antes de retirarse,recogiendo el cáliz cubierto por el paño, rígido,de viejo y sucio brocado, se volvió hacia losfieles, y dijo, llanamente:

-Se van a llevar los Sacramentos a una mori-bunda.

Comprendimos. No era cosa de regresar, se-gún nos propusimos, a las blancas Torres.Había que acompañarle. Irían todos: viejos,mociñas, rapaces, hasta los de teta, en brazos desus madres, y con sus marmotas de cintajostiesos. Y sería una caminata a pie, entre polva-reda, porque, ¡Madre mía de los Remedios!,años hace que no se veía tal secura, no llover enun mes, y las zarzas y las madreselvas estabangrises, consumidas del estiaje y de la calor...

Mientras nos tocábamos los velitos y compro-bábamos, con ojeada de consternación, que notraíamos sombrillas, tratamos de indagar. ¿Caíamuy lejos? La respuesta enigmática del terruño:

-La carrerita de un can...

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Se organizaba el cortejo. Rompimos a andarpor el camino hondo, barrancoso, resquebraja-do. Delante, el cura y el acólito, y en tropel, elgentío, oliente a la lejía de las camisas limpiasdomingueras y al sudor de los cuerpos. El díaera de los de sol velado y picón, sol mosquero,más cansino que el descubierto, si no tan rigu-roso. Jadeábamos un poco, pero nos sostenía lanecesidad de no desmerecer ante los aldeanos,y sus exclamaciones apiadadas eran estímulospara nuestro valor. ¡Ahora se verían las seño-ras, las regalonas! Apretábamos el paso. Unaserie de portillos que saltar; y después, las tie-rras labradías, el angosto carrero, orlado demanzanillas ajadas. El carrero se prolongaba alo lejos, en cuesta, al principio insensible; luego,más empinada. El gentío iba como hilera dehormigas, pero hormigas de chillón colorido, yla tolvanera que se alzaba era asfixiante. El soljugaba con nosotros; a ratos descubría la cara, aratos se metía detrás de una nube. Teníamossed.

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Nos parecía haber andado ya kilómetros. A una revuelta del caminillo, un manchón dearboleda, un prado reseco, y detrás, un hórreoy una especie de establo. La casa de la enferma. Las mujerucas del rueiro habían revestido lapuerta con colchas de zaraza remendada, enobsequio al Señor, y allá, al fondo del establo,en un jergón, también disimulado bajo sobre-camas y sábanas con puntillas, hipaba la mori-bunda. No se veía de ella sino una máscara senil, lívi-da, un mechón gris, una mano amarilla, dese-cada y nudosa. Y su biografía, exclamada entrecompasivos gemires de las comadres, era la deuna malpocada, sin familia, venida nadie sabíade qué tierras, acaso de la montaña, que esdonde vinieron todos los desheredados de laorilla-mar; agazapada en lo que fue cuadra debestias y ahora albergue humano, bajo un teja-do a tejavana, que da paso al viento y a la llu-via; mendiga por las puertas desde veinte años,y hoy a punto de muerte, no se sabe de qué

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mal, de vejez, sin duda... El cura se había acer-cado al camastro, y, administrado el Viático,recitaba la recomendación del alma. Los aldea-nos se desviaban, respetuosos, para que noperdiésemos nada del espectáculo: de los callo-sos pies descubiertos, pronto ungidos con losóleos; del estertor que sacudía el pecho, en queresaltaban visibles las costillas. "¡Y, alma mía,aquello era el gunizar!" Y otras viejas solloza-ban, pensando en su

propia hora...

El anhelar de la enferma se mitigaba: parecíahaber caído en síncope. Se hacía tarde: las va-cas, los cerdos, aguardaban su sustento; el potegorgoriteaba a la lumbre, y la gente aldeana sedisponía a dispersarse. Emprendimos la vuelta.Por la cuesta abajo, todos los santos nos ayuda-ban; íbamos ligeros. Pronto el coche rodó elásti-camente sobre la carretera, en que el sol, yadescarado, hacía relucir las partículas de micaentre el polvorín que alzaban las ruedas.

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Al pasar bajo las enormes acacias, una de no-sotras expresó su opinión: -Esa mujer se muere de hambre. No tiene otracosa sino necesidad. -¿Enviarle un frasco de somatosa? ¿Leche? -¡Bah! ¡Pamplinas! Ahora mismo, jerez, man-tecadas, chuletas fritas y jamón, que lo hay enlonchas... Reímos. Ya conocíamos el sistema. ¿Aquelcadáver comer mantecadas? El portador delcesto, sin embargo, salió volandero hacia labodega desmantelada donde la mísera se moríapor instantes, y todos los días ya volvió a salircon su canasto bien repleto. Y fue quince días después -ni uno más ni unomenos- cuando nos avisaron de que allí estabala resucitada, la pordiosera, que venía a darnoslas gracias. Ella misma, por su pie, derrengabasobre un báculo de aliaga, que es madera quesustenta mucho y pesa poco, arrastrándose,pero viva, y hasta con remoce de color de tejaen los carrillos y cierta alegría picaresca e inge-

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nua en los ojuelos, cercados de pliegues y arru-gas... -¡Un milagre, santiñas, un milagre! La VirgenNuestra Señora que me arresucitó estando yoen las ansias de la gunía. ¡Ay! ¡Un milagre deNuestro Señor! Era un día primoroso de julio. Había llovidoen los anteriores; el prado se vestía de seda co-lor manzana, y las últimas rosas del primerciclo foral trascendían a gloria. Nos mirábamos,satisfechas y persuadidas del portento. El con-tenido de los cestos, cosa material, no bastabapara explicar la curación de la infeliz. Milagrolo había; milagro de vida y de gozo. Y las esen-cias del campo, y la claridad del firmamentoluminoso, y la paz de la tarde, nos infundieronla alegría del milagro, de la muerte y la nadavencidas un momento, de la Segadora, que huíacon su guadaña inútil... "El Imparcial, 15 de noviembre 1909.

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La casa del sueño

Mi vida había sido azarosa, una serie de traba-jos y privaciones, luchas y derrotas crueles. Ami alrededor, todo parecía marchitarse apenasintentaba florecer. Dos veces me casé, y siem-pre el malhadado sino deshizo mi hogar. Envarias carreras probé mis fuerzas, y aunque nopuedo decir que no carezco de aptitudes, es locierto que, por una reunión de circunstanciasque parecía obra de algún encantador maligno,mientras veía a los necios y a los menguadostriunfar, yo quedaba siempre relegado al últi-mo término, frustrados mis intentos, en ridículomis propósitos. Se creyera que existía algúndecreto de la suerte loca para que todo se memalograse, todo se me deshiciese entre las ma-nos. Y así, por las asperezas de tantas decep-ciones, llegué a no interesarme en nada, a con-cebir, no misantropía, sino algo peor, repulsióncompleta a todas las casas. No existía en locreado fin que me pareciese digno de interés,

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que produjese en mí una impresión de simpa-tía, un movimiento de gozo.Evocar recuerdos era para mí equivalente aregistrar un cementerio, deletreando en las lá-pidas nombres de gentes que hemos amado. Niel pasado ni el presente, ni menos ese enigmaque se llama el porvenir, lograban arrancarmede la cárcel de mi pesimismo infecundo; porquehay un pesimismo de ajenjo, que entona y vita-liza; pero el mío era un caimiento de ánimo, nouna absorción; no mística a la indiana, sinodesesperada y abatida. Ni deseos, ni propósi-tos, ni reacciones de sensibilidad. Sin embar-go... Así como en las regiones polares, aún bajoel hielo, alguna saxífraga o algún liquen ha debrotar en primavera, en la desolación de miespíritu, flotaban jirones de una ilusión. Toda-vía deseaba yo algo... Y este algo era una ni-miedad, absolutamente sentimental, pero exal-tada, creciente, nimbada por esa luz que rodeaa los períodos de la vida que pertenecieron a laprimera edad: la luz de nuestra aurora...

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Mi deseo adquiría mayor vehemencia, porqueapenas definía yo su objeto; y me hubiese sidodifícil describir, ni aún inexactamente, lo mis-mo que ansiaba. Sabía yo que se trataba de unacasa, bajo unos árboles, en una aldea, lejos,muy lejos de las ciudades que me habían za-randeado con su oleaje; pero era lo curioso queignoraba por completo en qué parte de Españase encontraba esa casa, esa aldea, esos árboles,cuyo verdor engañaba aún mi desecado espíri-tu. Cuando habité la casa ¡era tan niño! Pero,niño y todo, me había quedado en el paladar elsabor de la bienaventuranza, en el regazo de mimadre o abrazado al Melampo, que me lamíalealmente la faz... Desde que dejamos aquelrincón, ¿dónde estaba, cuál sería su nombre?,empezaron mis desventuras. Perdí a mi madre;mi padre me abandonó, recibí la torturanteprotección de mi tía, que me hizo sufrir tanto, ycomenzó la forjadura de la cadena de fallidosintentos y frustrados propósitos.

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No tenía a quién preguntar para orientarmerespecto a la situación del lugar en que aúnaleteaba para mí el ave rara del ensueño. Por-que, vencido y náufrago, había resuelto reti-rarme a aquel rincón en que había probado elgusto a miel de la ventura, y vegetar allí, pro-curando no acordarme sino de los tiemposbuenos, borrados casi, como pintura cuya be-lleza aún se adivina en medio de la destrucción.

En balde daba tormento a la memoria, forzán-dola a que precisase qué provincia, qué locali-dad era aquella donde yo comprendía que aúnme restaban fuerzas para seguir viviendo. Sabíaque de allí nos habíamos venido en diligencia aMadrid; que allí existían montañas, ni muybajas ni muy ingentes, montañas vulgares; queallí se alzaba una iglesia, con su atrio; semejantea la mayor parte de las iglesias; que allí cercapasaba un riachuelo, análogo a millares de ria-chuelos; que la sombreaban unas altas frondas(pero yo, en aquella edad, mal podía compren-der si se trataba de castaños, álamos o pinos...).

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Y, a pesar de no serme posible concretar nada-¿y quién sabe si justamente por eso mismo?-,era aquella casa, y no otra; eran aquellos árbo-les, y no otros, los únicos cuyas sombras apete-cía; era el frescor de aquel riachuelo el únicoque pudiera refrigerar mi alma, y eran las bó-vedas de aquella iglesia las que me devolverí-an, entre tantas cosas para mí perdidas, el leja-no yceleste tesoro de la fe, o, al menos, de la miste-riosa confianza en lo desconocido. A veces me hacía yo razonamientos para de-mostrarme que tal empeño se asemejaba a ma-nía, y era acaso la dolorosa huella del trastornomental sordo y manso que producen las reite-radas contrariedades, las magulladuras delnáufrago, batido sin cesar por la resaca contralas peñas. ¿Por qué aquel afán, que crecía con elcorrer del tiempo? ¿Por qué la casa poco a pocollegaba a constituir una obsesión para mí? ¿Porqué cifrar en una casa, idéntica a cien mil casas,la probabilidad de encontrar, si no la dicha, al

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menos un poco de paz y de sosiego? ¿No era lomismo recogerse a la primera morada solitariaen el campo y figurarse que fuese la otra? No debía de ser lo mismo, al menos para mí,cuando iban indisolublemente juntos mi en-sueño y la idea de aquel rincón en que supe loque era la felicidad..., la cual se compone denada, de un estado de indiferencia, de no an-helar, de no aspirar, de olvidar que corre lahora. Retirarme a otro sitio me hubiese sido imposi-ble. Y parecía imposible también descubriraquel, isla perdida en un archipiélago de islotesconfusamente iguales... La casualidad, mi eterna enemiga, por una vezaparentó servirme. El caso fue, como obra suya,inesperado. En un puesto de libros y papelesviejos, que revolvía por instinto, encontré, entremil cartas amarillentas, una de mi padre a mimadre... Parecióme que se abría un ataúd y salía de élese vaho peculiar a flores secas hechas polvo...

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La misiva era insignificante, sin trascendenciaalguna; lo interesante para mí, las señas delsobre. Decía: "En San Martín de Maceira, pro-vincia de..." Y, como si de repente se desgarraseun velo, recordé... ¡No haber recordado antes!...Claro, San Martín de Maceira; en letras, delumbre veía el nombre... Y aquella misma tardehice mi hatillo y corrí a la estación...

No acierto a decir cómo iba. No hay quienrefiera estas cosas, que se componen de sensa-ciones tenues, o tan hondas como los hondonescallados de los ríos. Lo que puedo afirmar esque, por primera vez desde hacía tanto tiempo,experimenté una alegría extraña, un impulsoreanimador. Empecé a fantasear la tranquilavida del sabio y del filósofo, que desdeña lascontingencias de su propia suerte y las dominadesde la altura de su calma. En mi retiro estabalibre de las fatalidades que, ensombreciendo midestino, me lo convertían en tormento y argo-lla. Y ahora, próximo a rêver, recordaba todo,detalles de la casa, menudencias del jardín, la

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forma de nuestras habitaciones. ¡Qué goce verde nuevo aquellos muebles arcaicos, aquellasconsolas de patas retorcidas, aquellas mesitasde tocador de nublado espejo, donde reapare-cen las caras muertas, aquella vieja cama decaoba, toda desbarnizada, deslucida por lahumedad! Yo compraría la mansión, los mue-bles, todo, al precio que mepidiesen; y, sentado ante la puerta, miraría a losque pasasen (sin darles el aviso piadoso de queno intentasen dirigirse a parte alguna, puestoque todos los caminos van a parar al mismoparadero...) Andaba apresurado, reconociendo las veredi-llas, los accidentes del terreno, las ciénagas, losvalladares pedregosos. Anochecía. El segmentode la luna asomaba, bogando plácido por elcielo apacible. No me separaban del ideal sinoalgunos pasos. Una sorpresa empezaba a em-bargarme. ¡No veía los árboles, la espesura quedoselaba la casa! Raso todo. Una mujer vieja,renqueante, se acercaba a mí.

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-¿Han cortado los árboles, madre? -interrogué,con temblor de voz. -Sí, hijo, cuando arrasaron la casa. Me detuve. Se me enfriaron las sienes. -¿Y qué hay ahora en el sitio de la casa? -Nada. Araron, sembraron trigo. Me oyó un sollozo... Vino, compadecida, aatenderme. Y me eché en sus brazos, como si la conociesede toda la vida -no he vuelto a verla jamás-.Mientras duró el abrazo sentí un poco de calorde bondad humana. Por eso no me he arrojadoya desde mi balcón a la calle. Compadeced, quelo han menester los tristes. "La Ilustración Española y Americana", núm.12, 1911.

Entre humo

A los pocos días de residir en el poblachón dela montaña donde me confinaba mi carrera y la

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necesidad de empezar a formarme un porvenir-éramos seis hermanos, y mis padres tenían loestricto y nada más- empezaron a hablarme demi patrona a medias palabras reticentes.

Para combinar un arreglo económico, mi ma-dre había escrito a aquella mujer, de quien supopor referencias, para que me cediese habitacio-nes y guisase mi pitanza. El precio nos parecióinverosímil, y cuando probé el trato creció misorpresa. Vivía yo como un príncipe por unacantidad módica hasta lo sumo. No faltaban enmi mesa frescas truchas del río, pollos tiernos,jamón excelente, embutidos sabrosos y otrosregalados manjares; mi alcoba y mi despachitoeran tazas de plata; a mi ropa blanca no le fal-taba cinta ni botón, y Mariña, la huéspeda mehablaba en tono de respeto, que gradualmentefue matizándose con unas ráfagas de algo queparecía cariño. Al oírme ensalzar las cualidadesde Mariña, su habilidad de cocinera, en la tertu-lia de la botica y en las tardes ociosas del Casi-no, menudearon las indirectas, unas en tono de

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chanza, otras con acentuación grave y fúnebre.Mariña..., ejem... Mariña..., jum... Mariña...,¡vamos! Bueno, Mariña...

Supuse, al pronto, que me insinuaban algorespecto a la conducta de la patrona en el terre-no amoroso; y a la verdad, como este punto metenía perfectamente sin cuidado y me encon-traba en el hospedaje cual ratón en queso, meencogí de hombros, echándome a reír. ¡Histo-rias de mujeres y de hombres! ¡Pchs! Un comi-no... Sin embargo, miré con cierta curiosidad aMariña. Frisaría en los treinta y pico, y su cara,de facciones bien perfiladas, no mostraba esetono rojizo de las mujeres laboriosas de bajaclase, sino una firme palidez, que daba realce alcolorido de los labios, muy rojos. El pelo, negrí-simo, abundoso, liso y fuerte, lo recogía en ro-detes tras de la oreja. Los brazos, arremanga-dos, eran de un modelado correcto. Bajo sublusa de percal, el seno conservaba proporcio-nes juveniles. La mirada, un poco cautelosa, lavelaban pestañas densas. Las cejas, sombrías,

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pobladas y juntas, imprimían cierta dureza a lafisonomía. Era, en suma, una mujer que, sin serfea, no sugeríaideas voluptuosas; un no sé qué en ella, alejabala tentación. En cambio, indefinible recelo meempezó a acometer en medio del bienestar quela solicitud de Mariña me proporcionaba. Y esque un día tras otro, las vagas indicacioneshacen mayor efecto que haría la forma calum-nia. Se apoderan del ánimo con fuerza superior;su lento trabajo es más seguro. Por otra parte,las insinuaciones, al reunirse, se condensaban. -¿Qué tal los guisos de Mariña? -Guisa bien la patrona, ¿eh? -¡Compone muy ricas las anguilas! ¡Qué em-panadas! ¿Le da empanada? -Hay que comerlas con cuidado, que a veceshacen daño. -Sí, esos platos fuertes... -No se atraque mucho, por si acaso, registra-dor... -me aconsejaban, sardónicos.

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Preocupado ya, decidí esclarecer el misterio.Cogí a Agonde, el boticario, hombre formal, debuen consejo, y le intimé mi formal voluntad desaber qué era aquello... ¡de una vez! -Diré a usted... -murmuró el boticario, a ladefensiva, sobándose reflexivamente la barbagris-. Son gaitas... La gente... ¡Cuentas claras! El boticario escupió de soslayo, y, con calma,encendió un puro, dióme otro y, confortado yrefugiado tras del humo de la primera chupa-da, profirió: -Bueno, ahí va esa... Mariña fue bonita y secasó con un tío suyo, un usurero, siendo mozacomo de veinte años. Que el tío le dio mala vi-da, hasta los gatos lo saben; la hacía levantar alas altas horas para guisarle caprichos, carne asíy huevos del otro modo; le tiraba a la cara latartera si no estaba a su antojo el guiso, y undía, por ese pelo tan largo que tiene aún, laamarró a la columna de la chimenea, en la coci-na, y también tiene la lengua demasiado largui-ta.

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-Al contrario; yo me quejo de la lengua corta...Cuando se suelta un cabito, desembuchar ya deuna vez.

-Bien dice usted -observó, astutamente, Agon-de-. Sólo que, para desembuchar, es necesariosaber las cosas a punto cierto, y ahí está el quid,registrador... Hablar no es probar, ¿eh? Hablan,por que tienen boca.

-Agonde -insistí-, estamos solos, y le doy mipalabra de caballero de que me callo. No le pi-do tampoco su opinión, pido nada más quesaber a qué, mentira o verdad, aluden cuandome echan esas indirectas transparentes. Ea...,salga a relucir lo que demonios fuere: fue mila-gro que no se le pegase fuego a las ropas y noquedase ánima del purgatorio. Y así, nueve odiez años... De este modo salió tan buena gui-sandera, ¿eh?

-No es milagro... ¡Hay que empezar por contarlo del marido antes de llegar a lo de ella...!

-Vamos, que tomaría un querido...

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-¡Ca! No, señor. En ese particular, de Mariñano hubo que decir ni tanto... ¿Un querido? Másvaliera... ¡Dios me perdone! -y Agonde rió, en-vuelto en el humo, que le prestaba atrevimientoy picardía. -Entonces... -Entonces... El cuento que corre es que,habiendo pescado el Miñoca, ¿no sabe?, eseviejo que saca del río las truchas a docenas, unaanguila magnífica, gorda como mi brazo, se latrajo al marido de Mariña, que ordenó una em-panada. La mujer se esmeró, y la empanadaestaba tan rica, tan rica, que mi hombre se ex-cedió tal vez... Ello fue que aquella misma no-che, ¡pum!, al otro barrio. Un frío sutil me serpeó por las venas... La tragedia se me presentaba completa, lógica,como escrita por la mano profundamente artís-tica de la Fatalidad. No me quedó ni sombra niduda... ¿Quién podrá explicar por qué, al mis-mo tiempo, se me impuso la idea, el propósitofirme, de tomar la defensa de la envenenadora

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y rehabilitarla si pudiese? Son fenómenos oaberraciones de la sensibilidad, anomalías delalma. -¡Vamos! -exclamé, en voz alta, velándometambién con el humo para disimular la expre-sión involuntaria de mis ojos-. ¿Y no hay másque eso? ¿Se hicieron averiguaciones serias?¿Qué opinaron los médicos? ¿Medió la justicia?¿No? -Agonde, tras la cortina de humareda,hacía con la cabeza signos negativos-. Pues en-tonces permítame que le diga que todo ello sereduce a chismes lugareños, a murmuracio-nes... El marido era viejo, ¿a qué sí? Tragabacomo un bárbaro... ¿a qué sí? Y sobrevino lacongestión... ¿a que sí? -Los signos negativos sehabían convertido en afirmativos-. Y si no,Agonde, a ver: usted era entonces el único far-macéutico aquí, como ahora... Usted bien sabráque no le despachó a esa mujer droga ningu-na... Apenas lo lancé me arrepentí; tal fue, y lo vi altravés del humo, la descomposición de las fac-

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ciones del boticario. Comprendí que habíapuesto el dedo en viva llaga, y que la inquietudde haber vendido, inadvertidamente, sabe Diosqué pócima, le atenaceaba mil veces, en horasinsomnes. Y exclamó, con voz alterada, tarta-mudo: -¿Qué había de despachar? ¿Qué había dedespachar? Pues no anda uno con poco cuida-do... Callamos breves momentos, y luego añadí,decisivo: -Estamos usted y yo en el deber de atajar esoschismes... Y el humo se mezcló, formando nube de mis-terio. Con dos o tres desplantes, nadie volvió asusurrarnos cosa alguna, aunque era fijo quecontinuaban pensando... Y yo pensaba también,y perdía el apetito no obstante los piperetes conque Mariña me regalaba, desvivida por cui-darme... Solicité permuta, la obtuve, y me fui, no sincierta pena. Los ojos de Mariña, al través de su

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denso pestañaje, perdida la cautela, parecíanpreguntar la causa de mi partida y en qué habíapodido desagradarme, ella que, noche y día,sólo se ocupaba en discurrirme platos gustosos,y en mullir mi limpia cama... Nunca he vuelto aencontrar patrona como Mariña. "La noche", 6 diciembre 1911.

La señorita Aglae

Residía yo entonces en mi pueblo natal, puertode mar donde incesantemente hay salidas devapores para América, y hacía la vida hurañadel que acaba de sufrir grandes penas, y noteniendo quehaceres que le distraigan de suspensamientos tristes, siente germinar un tedioque parece incurable. En pocos meses habíaperdido a mi madre y a mi hermano menor aquien quería con ternura, y dueño de mis ac-ciones y solo en el mundo, me había encerradoen mi casa, saliendo rara vez a la calle. De las

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mujeres huía, y sinceramente pensaba que losgolpes sufridos infundían en mi corazón insen-sibilidad completa.

Paseando una tarde mis melancolías por elmuelle, oí una voz conocida, no escuchadadesde hacía muchos años, que pronunciaba minombre, y unos brazos se enlazaron a mi cuello.

-¡Medardo! ¿Tú por aquí?

-¡Jacobito! ¡Otro abrazo!

El que me estrechaba era un hombre todavíajoven, grueso, de alegre faz, vestido de viaje ycon ese aire resuelto y animado de las personasemprendedoras que ejercitan sus fuerzas en laconcurrencia vital. Aquel sujeto, Medardo So-lana, había sido mi íntimo amigo en Madrid,cuando yo estudiaba los últimos años de carre-ra, y con él no existían dificultades, pues poseíael don de arreglarlo todo, de sacar rizos dondefaltaba pelo y de bandeárselas siempre mejorque nadie, por lo cual yo solía acudir a él enmis apuros estudiantiles. Al volver a verle le

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encontraba poco variado, siempre con su carade pascuas, su tipo de aventurero jovial. En dos palabras me explicó que venía paraembarcarse al día siguiente, rumbo a BuenosAires, donde había arrendado un teatro. -Pero te encuentro tristón, desmejorado, Jaco-bito -murmuró, afectuosamente-. ¿Qué te hasucedido a ti?... Nos sentamos en un café de los muchos queexisten en los muelles. Solana pidió coñac, y leconté mis cuitas: la muerte de mi madre, la me-ningitis que se llevó a mi hermano, mi soledad,el estado de mi espíritu... -¿Por qué no haces una humorada? ¿Por quéno te vienes conmigo a Buenos Aires? ¡Así, sinmás ni más! -¡Este Medardo! -respondí-. Te envidio, y nocreas que es de ahora: envidio tu genio, tu buenhumor. Mira, además de que aún tengo aquíasuntos que arreglar, de esos que quedan pen-dientes como una pena más al faltar las perso-nas queridas, créeme que estoy tan abatido, tan

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descorazonado, tan escaso de fuerzas, que nome atrae plan ni idea ninguna. Me es imposibleinteresarme por nada. Los días corren monóto-nos, llenos de fastidio, sin incidentes, y yo mevoy habituando a esta calma dormilona. ¡Nome propongas cambios! Me parece que meconvendrían, sí; pero carezco de ánimos parahacer la prueba. Él me miraba, compadecido, sin duda, y arru-gaba la frente como le había yo visto hacer alreflexionar, y después de un sorbito de coñac,exclamó: -Si es así, ¿qué le haremos? Sentirlo, y nomás... En cambio, Jacobito, tú puedes hacerme amí un favor muy grande. ¿Vas a negármelo? -¡No! ¡Será un placer! ¿De qué se trata? -Ya te he dicho que me llevo a Buenos Airesun espectáculo, que soy empresario... ¡Quéquieres! Los que no tenemos patrimonio noshemos de ingeniar, a ver si juntamos un pocode dinero. Has de saber que en mi troupe vauna joven encantadora, la señorita Aglae, que

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me sigue porque está enamorada de mí. ¿No locrees? Pues es muy cierto. Te advierto que yo,aunque la adoro, he respetado su pudor, y has-ta el día en que nuestra unión sea bendecidapor la Iglesia y la ley, pienso seguir respetándo-lo. A bordo, o en la Argentina, nos casaremos...Pero como es una hija de familia, y sus padresson gentes muy distinguidas y poderosas, yacaso sospechan con quién está Aglae, y acasoen el último instante nos prendan, hasta vermeen alta mar no estoy tranquilo, y tengo el ma-yor interés en ocultar a Aglae en un sitio dondeno puedan dar con ella. ¿Comprendes?

Yo, al pronto, no comprendía, y Medardoañadió:

-¡Tu casa! Allí nadie la va a buscar. El barcollega al amanecer, y sale dos horas después. Enel último momento, si no hay moros en la costa,nos embarcaremos, ¡y ya me tienes feliz! Aglaees un prodigio de hermosura y un ángel depureza...

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Accedí, sin fijarme en ciertas inverosimilitudesde la relación, y convinimos en que yo prepara-se habitación para Aglae, y, ya cerrada la no-che, el mismo Medardo la conduciría a mi casa,que está en una calle solitaria de la ciudad anti-gua, encargándome de alejar a los criadoscuando entrase la pareja. Sin tardanza me retiréa arreglarlo todo.

Agitado, a pesar mío, por la novedad de lasituación, dispuse para Aglae el departamentoque mi madre había ocupado, y que adorné conla mayor coquetería, llenándolo de flores y deobjetos de tocador, de plata. Saqué mis sábanasmejores, con encajes, y la colcha de Manila ce-leste y bordada de blanco. Fui a buscar dulces,emparedados, una botellita de Málaga, y todolo coloqué sobre un velador, en el gabinete queprecedía a la alcoba. Mientras hacía estos pre-parativos, mi corazón latía, como si aquellamujer desconocida, y que debía serme indife-rente, significase algo para mí.

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A boca de noche vino Medardo, y contemplócon satisfacción el elegante hospedaje que yodestinaba a su novia.

-Mira, aún tengo que pedirte otro favor más...Llegaremos a eso de las once, porque ella cenacon las demás artistas, y como me ha dicho quele da, vamos, cierta fatiga el que tú la veas, yola traigo a su habitación, y mañana la recojo a lahora del embarque. ¿No te parece mal?

-¡No, por cierto! Lo que os sea más grato a ellay a ti...

Entregué la llave de mi puerta a Medardo yme encerré discretamente, después de ordenara los criados que se acostasen en el piso de arri-ba. A cosa de las once, como la habitación demi madre estuviese contigua a la mía, sentí quealguien entraba, y creí percibir un cuchicheo.Poco después, Medardo volvió a salir, y quedésolo en la casa con la señorita Aglae. Desde elprimer momento comprendí que no me seríaposible conciliar el sueño un minuto. Mis ner-

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vios estaban tirantes; mi imaginación, desataday loca. ¡Qué diferencia entre mi estado moral y el delos días anteriores! Me parecía despertar de unamodorra estúpida, y, sin saber lo que hacía,maquinalmente me acerqué a la puerta delcuarto donde la señorita Aglae reposaba... Miasombro fue inmenso al encontrarla abierta. Eché una mirada al interior de la cámara...Reinaba en ella semioscuridad. Sólo la luz ve-lada de la alcoba dejaba pasar entre las cortinastenue reflejo. El silencio era tal, que supuse dormía a piernasuelta la señorita Aglae. Titubeaba, dudoso, entre retirarme o avanzarunos pasos; porque, al fin, es prometerse mu-cho de la naturaleza humana no concederle niel derecho a la curiosidad. Ardía en deseos desaber cómo era la enamorada de mi amigo. Eneso, ¿qué mal había? Verla un instante y reti-rarme en punta de pies... Aunque una voz in-terior me argüía que no era delicado ni respe-

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tuoso, la tentación se hizo tan fuerte que, re-primiendo el aliento y andando como deben deandar los ladrones, avancé, y miré ávidamenteal través de las cortinas de la alcoba, entreabier-tas... Echada de lado, vuelto el rostro hacia mí, ya-cía la señorita, cuya vista me deslumbró. Contemplaba a una belleza perfecta, singularí-sima, aumentada por el tendido cabello, colorde mies madura, que se esparcía en ondasabundantes sobre sus hombros de nácar. Lamano y el brazo me asombraron por su delica-deza. Los encajes de la camisa velaban casta-mente el escote, y una suave respiración subía ybajaba esos encajes. La actitud era tan púdica,tan hechicera, que caí de rodillas ante la cama,pensando, aterrado y extático: "¡Yo adoro a estamujer!". No sé cuánto tiempo permanecí así, embele-sado en mirar a la señorita Aglae, repitiendopara mis adentros que la adoraba y formandodesatinados planes, a fin de unir su destino al

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mío... Seguir a la compañía hasta el fin delmundo; raptar a viva fuerza o como fuese aaquella criatura divina y llevármela a mi casade campo hasta que lograse su amor; matar aMedardo; en fin, cuantos absurdos pueden cru-zar por la mente a las tres de la madrugada y ala cabecera de una beldad sobrehumana quenos ha enloquecido sólo con su vista..., todo seme ocurrió y todo lo deseché... Lo poco que merestaba de razón me consejaba huir de allí; perono quise hacerlo sin imprimir un beso en lamano celestial que se ofrecía a mi boca. En todoel largo tiempo que yo llevaba allí ni una vez sehabía vuelto la señorita Aglae; no había hechoun movimiento... Su sueño tenía que ser pro-fundísimo. No sentiría mi atrevida acción... Meincorporé a medias y apoyé los labios en la de-liciosa manita... Una sensación singular me arrancó un grito... Cinco minutos después estaba completamenteseguro de haber hecho el papel más ridículo delmundo y de que la señorita Aglae era buena-

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mente ¡una figura de cera de las que, medianteun mecanismo, simulan la respiración!... Y Medardo me dijo al día siguiente, en elpuente del buque: -Siento que no hayas podido admirar todo mimuseo: hay en él cosas notables. Supongo queme perdonas... No sé si te dejo amoscado con-migo; pero se me figura que te he curado... Loque tú padecías era histérico del corazón... Yalo sabes: ¡el amor es el remedio! "La Ilustración Española y Americana", núm.1, 1913.

El pañuelo

Cipriana se había quedado huérfana desdeaquella vulgar desgracia que nadie olvida en elpuerto de Areal: una lancha que zozobra, cincoinfelices ahogados en menos que se cuenta...Aunque la gente de mar no tenga asegurada lavida, ni se alabe de morir siempre en su cama,

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una cosa es eso y otra que menudeen lances así.La racha dejó sin padres a más de una docenade chiquillos; pero el caso es que Cipriana tam-poco tenía madre. Se encontró a los doce añossola en el mundo..., en el reducido y pobremundo del puerto.

Era temprano para ganarse el pan en lapróxima villa de Marineda; tarde para que na-die la recogiese. ¡Doce años! Ya podía trabajarla mocosa... Y trabajó, en efecto. Nadie tuvo quemandárselo. Cuando su padre vivía, la labor deCipriana estaba reducida a encender el fuego,arrimar el pote a la lumbre, lavar y retorcer laropa, ayudar a tender las redes, coser los des-garrones de la camisa del pescador. Sus mane-citas flacas alcanzaban para cumplir la tarea,con diligencia y precoz esmero, propio de mu-jer de su casa. Ahora, que no había casa, faltan-do el que traía a ella la comida y el dinero parapagar la renta, Cirpriana se dedicó a servir. Poruna taza de caldo, por un puñado de paja demaíz que sirviese de lecho, por unas tejas y,

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sobre todo, por un poco de calor de compañía,la chiquilla cuidaba de la lumbre ajena, lindabalas vacas ajenas, tenía en el Colo toda la tardeun mamón ajeno, cantándole y divirtiéndole,para que esperase sin impaciencia el regreso dela madre. Cuando Cipriana disponía de un par de horas,se iba a la playa. Mojando con delicia sus curti-dos pies en las pozas que deja al retirarse lamarea, recogía mariscada, cangrejos, mejillones,lapas, nurichas, almejones, y vendía su recolec-ción por una o dos perrillas a las pescantinasque iban a Marineda. En un andrajo envolvíasu tesoro y lo llevaba siempre en el seno. Aque-llo era para mercar un pañuelo de la cabeza...¿qué se habían ustedes figurado? ¿Qué no teníaCipriana sus miajas de coquetería? Sí, señor. Sus doce años se acercaban a trece, yen las pozas, en aquella agua tan límpida y tanclara, que espejeaba al sol, Cirpiana se habíavisto cubierta la cabeza con un trapo sucio... Elpañuelo es la gala de las mocitas en la aldea, su

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lujo, su victoria. Lucir un pañuelo majo, de co-lorines, el día de la fiesta; un pañuelo de sedaazul y naranja... ¿Qué no haría la chicuela porconseguirlo? Su padre se lo tenía prometidopara el primer lance bueno; ¡y quién sabe si elansia de regalar a la hija aquel pedazo de sedacharro y vistoso había impulsado al marinero aecharse a la mar en ocasión de peligro! Sólo que, para mercar un pañuelo así, se nece-sita juntar mucha perrilla. Las más veces rehu-saban las pescantinas la cosecha de Cipriana.¡Valiente cosa! ¿quién cargaba con tales por-querías? Si a lo menos fuesen unos percebitosbien gordos y recochos, ahora que se acercabala Cuaresma y los señores de Marineda pedíanmarisco a todo tronar. Y señalando a un escolloque solía cubrir el oleaje, decían a Cipriana: -Si apañas allí una buena cesta, te damos dosreales. ¡Dos reales! Un tesoro. Lo peor es que paraganarlo era menester andar listo. Aquel escollorara vez y por tiempo muy breve se veía descu-

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bierto. Los enormes percebes que se arracima-ban en sus negros flancos disfrutaban de granseguridad. En las mareas más bajas, sin embar-go, se podía llegar hasta él. Cipriana se armó deresolución; espió el momento; se arremangó lasaya en un rollo a la cintura, y provista de cu-chillo y un poje o cesto ligeramente convexo,echóse a patullar. ¿Qué podría ser? ¿Qué subie-se la marea de prisa? Ella correría más... y sepondría en salvo en la playa. Y descalza, tre-pando por las desigualdades del escollo, empe-zó, ayudándose con el cuchillo, a desprenderpiñas de percebes. ¡Qué hermosura! Eran comodedos rollizos. Se ensangrentaba Cipriana lasmanitas, pero no hacía caso. El poje se colmabade piñas negras, rematadas por centenares delívidas uñas...

Entre tanto subía la marea. Cuando venía laola, casi no quedaba descubierto más que elpico del escollo. Cipriana sentía en las piernasel frío glacial del agua. Pero seguía despren-diendo percebes: era preciso llenar el cesto a

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tope, ganarse los dos reales y el pañuelo decolorines. Una ola furiosa la tumbó, echándolade cara contra la peña. Se incorporó medio ri-sueña, medio asustada... ¡Caramba, qué mareatan fuerte! Otra ola azotadora la volcó de cos-tado, y la tercera, la ola grande, una montañalíquida, la sorbió, la arrastró como a una paja,sin defensa, entre un grito supremo. Hasta tresdías después no salió a la playa el cuerpo de lahuérfana. "Pluma y Lápiz", núm. 30, 1901.

El legajo

Leía tranquilamente bajo un árbol, a la hora enque el calor empieza a ceder, cuando uno de lostrabajadores que deshacían la muralla de lacerca para reconstruirla más lejos, acudió agi-tado, con ese aire de misterio que toman losinferiores al dar una mala noticia o causar unaalarma a los superiores.

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-Venga, señorito... Hemos encontrado unacosa... -¿Una cosa? -repitió Lucio Novoa, alzando lacabeza-. ¿Qué? -Ya verá... Levántose y echó a andar hacia el sitio en quearrancaban las piedras. El otro jornalero, con lacara seria, esperaba, apoyado en su azadón. YLucio vio entre la tierra algo blanquecino. -Parecen huesos... -murmuró el primer cava-dor. -Huesos de persona -confirmó el segundo. Inclinándose Lucio, se cercioró de que, enefecto, lo que allí aparecía eran restos humanos. Mandó apresuradamente: -Sigan cavando... ¡A ver, a ver!... Apretaron las azadas, y el esqueleto apareció,ya ennegrecido por la humedad, medio disuel-to. Fragmentos de tela de las ropas se deshacíanen ceniza oscura al salir a la luz, y era imposiblereconocer ni su forma ni la clase de tejido. Lu-cio miraba más impresionado de lo que parecía.

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Los cavadores fueron recogiendo algunos obje-tos envueltos en tierra y difíciles al pronto declasificar: monedas, una llave, un par de pisto-las... -¿Qué se hace con esto? -preguntaron, indeci-sos, los jornaleros, en cuyo rostro se leía unaespecie de miedo y reprobación ante el misteriode aquel crimen que la azada acababa de reve-larles. -Traigan la carretilla -ordenó Lucio-. Ponganen ella los huesos... Déjenlos luego en la sala dela capilla, con mucho cuidado de que no falteninguno... -y, completando su pensamiento,advirtió: -Pónganlos sobre la alfombra... Así que los trabajadores se retiraron a esparcirpor toda la aldea la nueva terrorífica del descu-brimiento, Lucio se dirigió a la sala, no sinhaber tomado antes una sábana fina. En ellaenvolvió con sumo cuidado los despojos y lospuso sobre una mesa, pensando: "El Juzgadovendrá probablemente. Es preciso que pueda

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ver estos restos, y cerciorarse de que no mealcanza responsabilidad alguna..." La tarde caía. La sala de la capilla, llamada asíporque desde su recinto se pasaba a la sacristíay a la capilla antigua del pazo, iba impregnán-dose de la gris melancolía del crepúsculo, y losretratos de los abuelos, colgados de la pared, seborraban, para confundirse en una manchasola. Lucio no pudo menos de pensar: "Algunode estos ha debido ser el asesino del hombrecuyo esqueleto acabamos de recoger". Un trabajo mental, ahincado, se produjo en elcerebro del descendiente para averiguar cuál deaquéllos pudiera haber ejecutado la terriblevenganza. De pronto se dio un golpe en la frente. -¡Tonto de mí! ¡Pues si es la cosa más fácil desaber de fijo! El cuerpo no estaba enterrado alpie de la muralla, sino muy hondo bajo los ci-mientos de la muralla misma... Es decir, que altiempo en que la muralla se construyó, ya seencontraba allí el cuerpo...

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Examinó los objetos encontrados, y al limpiarcon el pañuelo las monedas, arrancó una vis-lumbre dorada entre la negrura de la pátinaterrosa. -¡Las monedas son de oro! Subió a su cuarto de tocador y las fregó fuer-temente con jabón y agua. De oro eran, en efec-to, y de Fernando VII: doblillas, centenes, me-dias onzas; unas ocho o nueve en todo. ¡Se trataba de un caballero, de una persona deposición! Confirmó la hipótesis el examen de las pisto-las. La madera, podrida, se deshacía; pero losmetales eran bronces, y los adornos, de platacincelada. No cabía duda: la tragedia ocurrióentre gente de clase, y todo autorizaba a supo-ner una historia de amor, celos, venganza som-bría. ¿Cómo habrían podido ocultarla a los ojoscuriosos y maliciosos de los aldeanos? Lucio pasó al archivo y se entregó con avidezal examen de viejos papelotes. Quería averi-

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guar en qué época y bajo qué poseedor del pa-zo se había construido aquel muro. Excitado, calenturiento, pasó casi toda la no-che en esta labor. Blanqueaba la luz del alba yse despertaban los pajaritos, haciendo su trina-da música, cuando, rendido de la vela, se dejócaer en un sofá antiguo, de esos enormes, decrin, y mientras reposaba un poco, con los ojoscerrados, recogió mentalmente el resultado desu indagatoria. -El muro -calculó-, según las cuentas que exis-ten, fue construido en tiempo de mis bisabuelospaternos doña Dolores Andrade y don AndrésAvelino Novoa, a principios del siglo pasado.Doña Dolores tenía entonces treinta y dos otreinta y tres años...: la edad de las pasiones. Demi bisabuelo he oído decir a mi padre, que lohabía oído al suyo, que era un señor bastantevicioso y que medio arruinó la casa. En sutiempo se vendieron muchos foros y fincas li-bres... A no ser por él, los Novoa seríamos mu-chos más ricos. Bien; discurramos un poco para

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interpretar este suceso aterrador. Doña Dolorestendría, por estos pazos vecinos, algún primo,algún amigo de la niñez, que poco a poco fueconvirtiéndose en algo más dulce. A los colo-quios bajo los castañares y los robles de la fragaseguirían entrevistas tiernas; y la esposa, que yano amaba a su marido, y que tal vez hasta ledetestase por su mala conducta, acabó por ce-der a un sentimiento que la arrastró a recibiraquí a su

amante. Seguramente salió doña Dolores a des-hora, pisando la hierba, impregnada de rocío,palpitante de emoción, a reunirse con su amigo,o más bien, abriría la ventana y por ella saltaríael atrevido galán, en ausencia del esposo. Undía, ¿quién lo duda? fueron sorprendidos...Hubo lucha, funcionaron acaso las pistolas,cuyos restos he examinado; pero el ladrón dehonra sucumbió, y, quizá en un momento es-pantoso, fue obligada la misma Doña Dolores aayudar al marido ofendido a arrastrar el cuerpohasta la fosa, abierta en un paraje retirado, y

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sobre la cual, para mayor precaución, se edificódespués la tapia de la cerca... Lucio se representaba la vida de la mísera do-ña Dolores, bajo la impresión terrible de aquelsecreto, perdido el amor, perdida la estimaciónen el hogar, y viniendo, siempre que el maridocruel se ausentaba, a visitar la para siempreignorada, sepultura del desventurado que mu-rió por amar... La imaginación de Lucio, joven yun poco romántico, a lo cual inclinan la soledady la sugestión de los pazos seculares, tejía alre-dedor de la bisabuela una leyenda semejante ala de Macías el trovador, convirtiendo a la da-ma en Elvira, enferma de añoranzas de la feli-cidad perdida y del horrible destino del serquerido, hasta más allá de la tumba... De pronto recordó Lucio que quedaba unaminiatura, con marco de oro, representando adoña Dolores. Corrió a buscarla, y la miró coninmenso interés, casi con piedad amorosa. Re-presentaba doña Dolores unos veinticinco años;era gruesa, mórbida, pero de negro y duro ceño

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y facciones acusadas, enérgicas. Quedó pensa-tivo el bisnieto. No realizaba la señora el tipode la soñadora apasionada, sino el de la mujerresuelta, de recio carácter, ante cuya voluntadtodo se doblega. De la pared colgaba el retratoal óleo, de mala mano de don Andrés Avelino,el esposo. Un hombre rubio, de tipo sensual,labios gruesos, ojos halagüeños, bonita cabeza,rizada...

"De estos retratos nada saco en limpio... -pensó, algo desconcertado, el descendiente-.Don Andrés no tiene trazas de un esposo ven-gador de su honra, y ella no se parece a unaenamorada de novela... En fin, ¡la cara engaña!Y no cabe encontrar otra explicación al fúnebrehallazgo de esos huesos..."

Recordó que, cansado ya de su papeleo, sehabía dejado un legajo por registrar. Abrió lapuerta de hierro del archivo de familia, y acertócon el legajo, amarillo ya por el tiempo, y queolía a humedad rancia. Sentóse ante la mesa y

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empezó a destripar el legajo, bastante volumi-noso. Era justamente del tiempo de doña Dolores.Lo primero que en él figuraba, la autorizaciónjudicial para que la señora administrase todoslos bienes de la casa, por ignorarse el paraderode don Andrés Avelino, ausente desde hacíacinco años, sin que hubiese dado noticia algunade su suerte a su mujer e hijos. -¿A ver, a ver? -dijo, casi con voz alta, Lucio-.¿Ausente, sin dar noticias? Y el muro, ¿en quéfecha exacta se construyó? También pudo hallar en el legajo este datodecisivo. La desaparición de don Andrés lafijaba la providencia judicial hacia enero de1815, y la construcción de la tapia se comenzóen abril del mismo año. -¡Hola, hola, hola! -repetía, aturdido, el des-cendiente. Veía ahora, claro como la luz, el crimen másespantoso de lo que había imaginado. El con-sorte, dilapidador e infiel, asesinado por la es-

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posa cuando se disponía a algún viaje en pos desus antojos, y teniendo sus pistolas ceñidas; elenterramiento, sabe Dios con qué complicida-des; el muro, construido para resguardar eter-namente la fosa, y que nunca pudiese el azardescubrir el negro atentado, y doña Dolores,disfrutando libremente de aquella fortuna, sal-vada, por su crimen, para su descendencia... "La verdad -pensó Lucio, asombrado de larealidad que salía del legajo amarillo- que, si noes doña Dolores, yo sería casi pobre o pobre deltodo, y no poseería ni este solariego caserón demis antepasados... Daré sepultura cristiana alesqueleto, haré un funeral en sufragio...; peronadie sabrá nunca, por mí, la verdad del dra-ma..." "La Ilustración Española y Americana", núm.5, 1913.

Como la luz

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Llevaba Berte en la casa más de un año deservicio y aún no había visto un momento lasonrisa de sus amos. Había tenido la desgraciade entrar sucediendo a un golfo descarado, unladronzuelo, que en pocos días hizo más estra-gos que un vendabal, y dieron por seguro queel nuevo botones sería, como el antiguo, unpillo de siete suelas. Así, desde el primer mo-mento, la sospecha le envolvía como negra nu-be; todos se creían con derecho a vigilarle y aobservar sus menores actos: si el gato se llevabaun filete, a Pancho le atribuían el desmán, y lastravesuras de Federico, Riquín, el hijo de lacasa, se las colgaban al servidorcillo con tantamás facilidad cuanto que éste se las dejaba col-gar mansamente. ¿Qué no hubiese hecho él porfavorecer a Riquín? El pescuezo que le cortasen.

Y es que Riquín, dos años menor que el boto-nes, era el único ser que le mostraba amistad. Aescondidas de sus padres, que reprobaban talesfamiliaridades, galopineaba con él, le daba go-losinas y le tiraba de las orejas. Esto último lo

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hacía porque lo había visto hacer a su padre;pero eran muy distintos los tirones del señor delos de Riquín. Aquellos dolían; estos teníanmiel. Berte se hubiese arrodillado para suplicara Riquín que le estirase las orejas un poco. Los dos chicos se juntaban para charlar, y Ber-te contaba cosas de la aldea. A Riquín, las cosasde la aldea le gustaban mucho. Sentía que supadre, en verano le enchiquerase en San Sebas-tián, en vez de llevarle buenamente a las Perei-ras, su hermosa finca galiciana. De allí, de lasPereiras, era Pancho: allí trabajaba un lugar sufamilia. ¡Lo que se divertían en las Pereiras!Había un río, y en él se pescaban truchas, can-grejos de agua dulce, y en las represas, anguilasgordas; había prados, y en ellos, vacas rojas,ternerillos, yeguas peludas y salvajes, maripo-sas coloreadas, y, a miles, manzanos, perales,viñas, mimbrales; fresas rojas diminutas, lla-madas amores, en el bosque, y nidos deoropéndolas, y tantos tesoros, que ambos niñosno acababan de contarlos nunca.

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-Un día -declaró, gravemente, Riquín-, yo y túnos escapamos y nos vamos, corre, corre, a lasPereiras. -¿Y el dinero para el tren? -objetó Berte, nodesmintiendo la previsión económica de suraza. -Nos lo da papá, tonto. -No querrá, señorito... -Se lo cogeremos de la mesa de noche. -¡Madre del Corpiño! ¡Nos valga Dios! Al se-ñorito bueno, no le pegarían; pero a mí me aca-baban a palos. Discurrid otra cosa, Don Riquín. Discurrían, discurrían... Y aplazaban el discur-so definitivo para allá, cuando fuese el tiempode las frutas, el tiempo gustoso de la aldea. Ber-te, diplomático, engañaba así la impaciencia desu amigo. En su cautela, de oprimido que sedefiende, comprendía que todo el viaje a lasPereiras era un sueño. Y como sueño lo cultiva-ba, como sueño se recreaba en él. Cerrando losojos, veía los castañares, la honda corriente delAmeige reflejando allá en su fondo la luna, la

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pradería de verde felpa, la yegua brava en quemontaba en pelo, sin siquiera un ramal. Veía lascaras amadas, aunque regañonas: la madrebrusca, el padre descargándole con el zueco unsosquín, los hermanillos de rotos calzones ycamisilla de estopa, la abuela impedida, siem-pre meneando la cabeza como un péndulo. Ytodo esto le bullía en el corazón, le cosquilleabaen el alma, con un cosquilleo de ternura infini-ta. Pensaba que mejor fuera no haber salido deallí. Pero le dijeron: "Anda a ganarlo". ¡Ganarlo!Ni un

céntimo de salario le habían dado, por ahora."Cuando sepas." Berte creía saber. Hasta pormomentos suponía que nadie entre la servi-dumbre sabía tanto... Porque no existía laborque no le encomendaran. Sin obligación fija,hacía la general. La doncella le endosaba sacu-dido y cepillado de vestidos; a la cocinera nohabía cosa en que no tuviese que "echarle unamano"; el ayuda de cámara le encajaba el lus-trado de botas; el criado de comedor le pasaba

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el sidol para la plata... Y, al mismo tiempo, lahostilidad contra el chiquillo era constante. Alacostarse, Berte lloraba resignado, pero muytriste. Riquín le llevaba dulces, piedras de azú-car, alcachofas finas de pan, que sustraía delcanastillo. -No coja nada para mí, señorito, por Dios -rogaba el botones-. Mire que voy a llevar laculpa. -¡Será lila! Figúrate que esto me lo hubiesecomido yo, ¿eh? ¡Pues era muy dueño, me pa-rece, digo! Y si se me antoja regalarlos, ¿quiénme lo impide? Al primero que chiste le doy unamorrada. Era preciso atenerse a estas razones de pie debanco; pero el chico temblaba de miedo. Comole sucede a los desdichados, le asustaba másuna pequeña caricia de la suerte que los diariosgolpecillos. Creía, con ellos, evitar el definitivo,la expulsión, amenaza constante suspendidasobre su cabeza. Le echarían, y si le echabanpor acusación de robo, ¿dónde le recibirían,

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vamos a ver? Y tocante a volver a las Pereiras,¿con qué pagaba el billete? Se veía por las callesde Madrid, durmiendo en un banco, bajo lanieve; tendiendo la palma a problemática li-mosna... Pero, en especial, se veía separadodefinitivamente del señorito Riquín... Y esto eralo que le apretaba el corazón de terror. ¡Todoantes que eso!

Acaeció que aquellos días, los de Navidad,hubo gran consumo de golosinas en la casa.Riquín llevó a su amigo peladillas, mandarinas,hasta una loncha de trufado. Por cierto, quehabiendo desaparecido sin explicación plausi-ble una caja de turrón de yema, el mozo de co-medor dejó caer implícitas acusaciones a Berte:¿quién sino un chiquillo es capaz de sustraeruna caja de turrón? Pero el ama de casa, estavez, se puso de parte del chico. Que no se dis-culpase el del comedor, que cada cual tiene suobligación, y de los postres él era el responsa-ble.

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Y ante esta actitud apareció la caja en no séqué rincón de la alacena. ¡Ojo! ¡Cuando la seño-ra decía!

La noche de Reyes, Riquín tardó en dormirse,porque esperaba los aguinaldos ansioso.

-Eres talludo ya para juguetes -le había dichosu papá-. Los Reyes se olvidarán de ti, y haránbien.

-Les disparo un tiro -contestó, resueltamente,con su viva acometividad, el pequeño.

Y esperaba, acurrucado, no a los Reyes -¡vayauna tontería!, ¡ya no le daban a él ese camelo!-,sino a su mamá, que, de puntillas y a tientas, ledejaría sobre la cama chucherías preciosas... Aeso de las doce -no habían dado aún- sintió, enefecto, Riquín como una catarata... Cajas, envol-torios... Dio luz... Quedó deslumbrado. Auto-móviles, aviones, cañones, soldados, caballos,molinos, cabras ordeñables, un teatro guignol...¡El demontre! Nunca los Reyes habían sido tanespléndidos.

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Algunos instantes se embriagó del goce pri-mero de la posesión... Y de pronto le asaltó unaidea. Berte había dicho aquella tarde: "Los Re-yes no hacen caso de los pobres, señorito. Aun-que los Reyes fuesen verdad, para mí no traerí-an."

Se levantó, cogió en brazo lo más que pudo, ypor pasillos solitarios, débilmente alumbrados,subiendo escaleras angostas, buscó el zaquiza-mí en que su amigo dormía. Empujó suave-mente la puerta y soltó su provisión de jugue-tes de rico, de niño mimado. Y como Pancho nose despertase, volvió furtivamente a su alcoba.

Por la mañana, en la casa, ¡un revuelo! ¡Losjuguetes bonitos de Riquín en poder del boto-nes! Sí; la doncella lo había visto; el ayuda decámara y, especialmente el de comedor, lo de-nunciaron... Y Berte fue traído a presencia delos señores, llorando y renqueando, porque eldel comedor le había atizado una puntera.Llamaron a Riquín para el careo inevitable.

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Los nueve años de Riquín maduraron depronto en virilidad, bajo una emoción de in-dignada cólera. Se encaró con sus papás. Rojode furia, gritó: -Dejadle en paz, ¡ea! ¡Se acabó! ¡Esos juguetesse los han regalado los Reyes! -¡Valiente paparrucha! -protestó el padre. -¿Y por qué paparrucha, caramba? ¿No decís que los Reyes me han regalado otroa mí? Si los Reyes son personas de bien, debenregalar primero a los pobrecitos como éste, queno tienen nada. Y de seguro que lo hacen. Yesta vez lo han hecho. Berte, recoge tus regalos.Los Reyes han cumplido. ¡Vivan los Reyes! Y mientras estampaba en la mejilla del boto-nes un beso fraternal, los papás no sabían quéreplicar a aquella argumentación. No había quedarle vueltas. "El Imparcial", 31 de diciembre, 1917.

El último baile

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En el corro aldeano se cuchicheaba: el caso erade apuro. ¿Quién iba a bailar el repinico aquelaño?

Desde tiempo inmemorial, el día de la fiestade Santa Comba -dulce paloma cristiana, marti-rizada bajo Diocleciano, no se sabe si con losgarfios o en el ecúleo- se bailaba en el atrio delsantuario, después de recogida la procesión,aquel repinico clásico, especie de muñeira bor-dada con perifollos antiguos, puestos en olvidopor la mocedad descuidada e indiferente dehoy. Gentes de los alrededores acudían atraídaspor la curiosidad, y el señorío veraneante en lasquintas y en los pazos próximos al santuariodel Montiño concurría también, para convenirque tenía cachet aquel diantre de danza céltica,al son agreste de una gaita, bajo los pinos ver-diazules, única vegetación que sombreaba elatrio solitario olvidado el año entero en la ma-jestad silenciosa de la montaña abrupta...

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Si apasionados del repinico eran los señoritosy las señoras que se divertían una tarde en su-bir al Montiño, no les iba en zaga el señor abad.En su opinión, el castizo baile representaba lasbuenas usanzas de otro tiempo, los honestossolaces de nuestros pasados... ¡Mala peste enese impúdico agarrado que ha venido a susti-tuir a las viejas danzas sin contactos, sin oca-sión próxima! "Crea usted que esas cosas lassabemos nosotros por la confesión... El agarra-do, en el campo, es la disolución de las costum-bres." Y a fin de estimular y proteger las danzasde antaño, el señor abad y el señorito de Mou-relle largaban cada cual sus cinco pesetas alvencedor del repinico, porque el lauro se dispu-taba; la opinión pública los discernía al mejordanzarín...

Y gracias a la manificencia del señorito y delpárroco, seguía bailándose aún el repinico; perono por la gente moza, que lo había olvidadocompletamente y se entregaba con delicia alotro baile pecador. Los que salían al corro, a

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trenzar puntos, invitando a la pareja, eran tresviejos caducos: Sebastián el Marro, el tío Acho-ca y el tío Matabóis; y las danzarinas que, ren-didas a su llamamiento, pero vergonzosas yrecatadas, acababan por asomar al redondelmoviendo el pie tímido, con los ojos bajos y lasyemas de los dedos junturas, eran la tía Nabiza,la Manuela de Currás y la señora María laFiandeira; entre las tres parejas contarían, deseguro, sus cuatrocientos y pico de años. Nadiesin embargo, se reía burlonamente cuando lasestantiguas rompían a bailar; una sensación derespeto convertía la mofa en aprobación. Noera el respeto a las canas ni a las arrugas, sino ala veneración involuntaria del pueblo a todo elque realiza perfectamente un ejercicio corporal,porque

no sabía cuál de las parejas repinicaba con ma-yor garbo, ligereza y donaire. En los primerosmomentos, dijérase que los goznes mohosos deaquellos cuerpos se resistían y rechinaban; perouna vez calientes las junturas, daba gozo ver

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cómo brincaban, cómo señalaban los puntos ypasos, al son de las postizas, meneadas ágil-mente por los dedos que había deformado elreúma. Un poco de juventud volvía, no se sabegracias a qué milagro, a las piernas temblonas,a los brazos cansados de la labor, a las cabezasen que ya la piel se pegaba a los huesos secos...y el repinico, una vez todavía, era vitoreado yaplaudido por el concurso, pareciendo la gaitasonar más alegre y estridente para acompañarel baile tradicional, la danza de los mayores, delos que duermen en los cementerios herbosos,en la gran paz de lo eterno...

Y del poético cementerio, en la falda del Mon-tiño, con sus cuatro arciprestes y sus matorralesde zarzas al borde, cuyas moras maduras ten-taban a los chicos, salió la voz que impuso eldescanso -descanso sin fin- a tres de los bailari-nes... El invierno se llevó al tío Atocha de "unfrío malo"; a Manuela de Currás, de un "pasmopor todo el cuerpo", y a Matabóis, de la palizaque le atizaron al volver de la feria los pillava-

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nes para robarle los cuartos de la venta de unayunta que daba envidia... Quedaron descabala-das las parejas, dos mujeres para un hombre...Y el hombre, Sebastián el Marro, era la únicaesperanza del abad y del señorito de Mourelle -no despreciando, un señorito cabal- cuando seplanteó el problema de que se bailase el repini-co, según los usos patriarcales, en el atrio de lamilagrosa Santa Comba, al pie del crucero do-rado por el liquen.

-¡El Marro! Que venga el Marro... ¿Dónde es-tá?

Descubrieron por fin al que había de salvaruna vez más la tradición sagrada. Sentado enuna piedra, en el escarpe de la montañita, consu cabeza toda blanca y su tez toda amoratada,apenas si podía, con lengua estropajosa, res-ponder a las interrogaciones y a las órdenesterminantes:

-¡Eh!... ¿Qué hace ahí, tío Sebastián?

-¿En qué cavila?

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-Que es ahora el repinico... Venga, este añonadie le disputa los dos pesos. -Ande, menéese... -¿Seque está tonto? -Lo que está es borracho como una uva... -declaró, escandalizado, el abad. -No..., no, señor...; borracho, dispénseme -articuló al fin el viejo-. Con perdón de las bar-bas honradas que me escuchan, un hombre esun hombre, y un hombre tiene que echar unvaso... si ha de mover los pies. Ya no es uno unmozo... Están duros los huesos y cuesta caro elarrincar. -¡Arriba! -incitó chancero el señorito ayudán-dole; y Sebastián se enderezó difícilmente. Suspies titubeaban, sus rodillas temblaban, su caratenía una expresión entre jocosa y humilde-. ¡Alcorro! La gaita ya espira sus notas de preludio;el tamboril, porfiado, marca el compás... Sebastián de despoja de la chaqueta, se adaptalas postizas y se queda en pie, oscilante, próxi-mo a caer, sostenido por un prodigio de equili-

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brio y voluntad oscura. Empieza a marcar lospasitos -la invitación a la hembra, repicando lascastañuelas también bruñidas de vejez-, y todaslas miradas buscan a la Nabiza, habitual parejadel Marro. Allí está la mujeruca, pero se apoyaen una muleta; el invierno, que acabó con otras,a ella la ha dejado medio tullida... Todos la aco-san; una le arrebata la muleta, empujándolasuavemente al espacio del corro, donde entrarisueña y azarada, enseñando su boca, que nin-gún diente guarnece ya, y moviendo sus dedosretorcidos, tofosos, y sus pies torpes, metidosen zapatones gruesos...

Ya está la pareja en baile. Sebastián, desenfu-rruñado, hace primores. Sus pies dibujaban enel polvo, y un rumor de admiración saluda susvueltas y mudanzas. A veces vacila: es lahumareda del vino que sube a su cerebro y leembarga. Se rehace en seguida: enderézase yvuelve a bordar y tejer los pasos, clásicamentegraduados. Galantemente se quita el sombrero,saluda a la concurrencia, lo arroja y se queda en

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el cráneo al sol, al vivo sol de agosto. Aquel solde brasa dijérase que le calienta y anima: bailaaprisa, con un frenesí mecánico, con saltos queno son naturales, sino que semejan las de unmuñeco de resorte... Y -a un salto más rápido-se tiende cuan largo es sobre la hierba agostadadel atrio, sin proferir un grito. Le levantan, lesocorren, pero no vuelve en sí. La congestiónfue de las buenas... Y así se acabó la danza tradicional del repini-co, en el Montiño, donde, una vez al año, sonríeSanta Comba, en sus andas pintadas de azul, alos que suben al santuario por festejarla. "Blanco y Negro", núm. 916, 1908.

So tierra

-Aquella historia ya puede contarse, porquehan muerto los únicos que podían tener interésen que no se supiese, y yo no he sido nunca

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partidario de descubrir faltas de nadie, y menoscrímenes. Así se expresaba el registrador, en un momen-to de descanso, momento que bien pudierallamarse hora de los expedicionarios al montedel Sacramento. Habían dejado el automóvildonde ya la senda se hacía impracticable, bue-na sólo para andarla en el caballo de San Fran-cisco; y, después de merendar bajo unos casta-ños remendados, huecos a fuerza de vejez yrellenos de argamasa, fumaban y departían,traídos a la conversación los sucesos de actua-lidad y los antiguos por los de actualidad. -¿De modo que queréis oírla? -añadió-. Puesno deja de ser interesante: Había en Rojaríz, donde yo estaba entoncespor asuntos, un matrimonio que pasaba porejemplar. Él, muy guapo, el mejor mozo de lacomarca; ella, una señora también vistosa y,sobre todo, tan prendada de su marido, que sele caía la baba cuando salía a la calle con él delbracero. Yo los trataba, no muy íntimamente,

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pero lo bastante para ver que allí existían todaslas apariencias de la felicidad más completa.Eran gente rica, y tenían, según fama, muchosahorros. Hasta extrañaba que él, no teniendohijos, demostrase tal manía y tal empeño eneconomizar, por lo cual ella tenía costumbre deembromarle. Por entonces, cosas que hace el demonio, su-cedió que yo me enamoré de una señorita lindí-sima, huérfana y con fama de ser así... un pocomística, que no pensaba en casarse, sino másbien en algo de monjío, pues se la veía muchoen la iglesia. Claro es que, al enamorarme, di enrondar su casa, como es estilo y costumbre enprovincia. Quería verla cuando saliese a la ca-tedral, y quería también de noche espiar supaso por detrás de las cortinas cuando fuese,percibir al menos su sombra. Estaba lo que aho-ra se dice colado. Así es que, involuntariamente, me convertí enun espía. La casa de la señorita, que vivía solacon una criada vieja, daba a una calle muy poco

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frecuentada y estrecha, pero hacía esquina ypor la parte de atrás se enfrentaba con las tapiasde unos huertos. Tenía la casa también un jar-dincito chico o, por mejor decir, un huerto, conalgo de arbolado, y una puertecilla muy vieja ymuy igual en color a la pared, por lo cual, alnochecer, apenas se distinguía de ella. Por allíno cruzaba nadie, y era preciso estar como es-taba yo, tan ferido de punta de amor, para me-terse en el barro inmundo que formaba el suelode la tal callejuela, para nada; para no ver si-quiera a mi tormento.

Había un ángulo en la tapia de los cercadosfronterizos, que me permitía disimularme yrecatar mi presencia... ¿Recatar? ¿De quién? Ahíestá el intríngulis... A poco tiempo de rondar lacasa de Teresa -supongamos que se llamabaasí- se me puso en la cabeza que otro la ronda-ba también... Un hombre, embozado en ampliacapa, se acercaba con sospechosa insistencia ala casa de Teresa, mirando alrededor y avizo-rando si le observaban. Esto fue para mí como

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una banderilla para un toro. Teresa tenía otrogalanteador, no cabía duda. Hasta aquí podía pasar, y, si bien la cosa meindignaba, no tenía por qué extrañarme. Lo queya pasó del límite de mi sufrimiento y hasta demi comprensión, fue que, en otras dos nochesde espionaje pasadas, me convencí de quehabía un tercero en discordia. Un sujeto nomuy bien vestido, de bufanda y chaqueta, dabasospechosas vueltas por allí, fijándose tambiénmucho en la casa, en sus tapiales, como si inten-tase asaltarla... Y, claro, no tardé en darme un cachete en lafrente, y en llamarme a mí mismo tonto... Allípodía haber un rondador, y era el de la capa, elalto, el bien plantado; pero el segundo, el malfachado, ¿qué querían ustedes que fuese? ¿Quépodía ser sino un ladrón? Desde aquel momen-to, mi empresa amorosa tuvo el interés de undrama o de una novela de folletín. Todas lashipótesis cruzaron por mi mente. Mis faculta-des de observación se agudizaron. Me armé de

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una pistola, cargada. La luna estaba en men-guante, y me daba el corazón que a la primeranoche nublada sucedería algo de cuenta. A decir verdad, por el lado del galanteador nocreía que ocurriese cosa que digna de contarsefuera. La vanidad de los hombres es tal, quesiempre les ha de costar trabajo creer que otrologra lo que ellos no han logrado. Valido de laoscuridad, me escondí en mi puesto de acecho,dejando apenas asomar algo de la cabeza por latapia del muro. Era un admirable acechaderoaquel huerto abandonado a la maleza, y en elcual no había perros que os saltasen a las cani-llas. La cosa tenía mucho de romántica y yosentía hasta palpitaciones. Pero la aventura me pareció menos bonitacuando, en vez de aparecer el ladrón, vi entrarpor la calleja, cuidadoso y mirando a todas par-tes por si le seguían, al hombre bien plantado...El embozo de la capa le cubría por completo elrostro, pero su paso ágil y elástico revelaba aun sujeto en la fuerza de la edad. Así que se

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creyó seguro, se acercó a la puertecilla, y misojos desesperados vieron cómo se abría desdeadentro, y cómo el hombre se colaba por ella...Les aseguro a ustedes que pasé un mal cuartode hora. ¡En eso habían venido a parar los re-pulgos místicos de aquella Teresa tan adorada!¡Y yo que pensaba en ella, como se piensa en laVirgen!

La puerta se había cerrado y no tenía trazas deabrirse; las horas pasaban; yo permanecía cla-vado en mi puesto de acecho, pues quería sabercuándo se terminaba la entrevista. Mil ideasinsensatas me hacían devanarme los sesos. ¿Porqué este misterio en la cita? Teresa era soltera,era libre. Podía recibir ante el mundo a su no-vio, podía casarse... Y, a fuerza de dar y tomaren esta idea, se me ocurrió la más lógica: Teresaera libre, ¿y si él podía no serlo? Y ya entoncesme pareció que se hundía el mundo dentro demí y que sus ruinas me aplastaban. ¡Teresa!¡Teresa capaz de tal atrocidad!

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De súbito (cuando está uno así adquiere unaperspicacia extraordinaria), se me figuró que serasgaba una cortina de niebla y que se destaca-ba la figura del hombre para quien la puerta sehabía abierto... Yo conocía aquella silueta, y melo había dicho a mí mismo varias veces, duran-te el acecho; una cara puede recatarse con unembozo, pero un modo de andar y una posturano se recatan. Era Fajardo, el marido modelo, elhombre económico, el que llevaba siempre enlos bolsillos fuertes cantidades... ¿Qué queríadecir todo esto? Y si no me había dado cuenta antes de que eraFajardo, en efecto, era porque me lo estorbabauna suposición de imposibilidad, que acababade abolirse. Si el que entraba en casa de Teresano podía hacerlo en público, cabía que fuese deFajardo aquella silueta que lo parecía. Todo eso pasó en dos horas, de diez a doce.Cerca ya de la medianoche, mis ojos, que no seapartaban de la puerta, vieron algo que me so-bresaltó: el segundo rondador, el tercero con-

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tándome a mí, el mal fachado, acababa de apa-recer saliendo de la oscura travesía y se situabadetrás de la puerta... Se me alborotaba el corazón, pero ahora no decelos ni de rabia, sino de susto. Aquel agudodiscurrir que notaba desde hacía dos horas, medecía claramente que el nuevo personaje estabaapostado para robar a Fajardo, aprovechando lasingular y conocida manía del rico propietariode llevar siempre encima fuertes sumas. No tuve tiempo de pensar lo que más conve-nía hacer, si intervenir o limitarme al papel deespectador. Al sonar, en lejano reloj, las trému-las campanadas de la medianoche, la puerta seabrió sigilosa, y vi en ella, entreví dijera mejor,dos figuras enlazadas estrechamente. Se deshizo el abrazo, y el hombre salió, y lamujer se esfumó tras de la puerta. Al puntomismo, el mal fachado alzó el brazo y escuchéun grito apagado y desgarrador. Fajardo cayóal suelo y el asesino empezó a registrarle, atientas. Y volvió la puerta a abrirse, y la mujer

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asomó, dando señales de susto, pero el bandidohuía ya, con su presa, la cartera repletísima deque Fajardo no se separaba nunca...

Salté de mi murallón. Teresa, sollozando, seinclinaba sobre el cadáver, pues el golpe habíasido certero, en la arteria, que seccionó. Yo nopodré decir cómo nos entendimos en aquelterrible instante: la mujer medio loca, y yo, queme proponía salvarla del deshonor seguro. Nientiendo cómo se fió en mí: es verdad que meconocía, sabía que quien la andaba rondandoera, al menos, una persona incapaz de una cosaenteramente mala. Yo creo que es que hay ins-tantes en que se razona eléctricamente o, mejordicho, no es que se razone, es que se procede deun modo instintivo, y el instinto es más seguroque nada, y es instantáneo. Entre los dos tras-ladamos el cuerpo al jardincillo; entre los dosborramos las huellas de sangre del suelo: porfortuna, lo más de la hemorragia lo habían ab-sorbido las ropas. Teresa no quería creer queestuviese muerto y, sin recato, cubría de besos

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el rostro frío y la ya amoratada boca. Y, conigual impudor, olvidada de cuanto no fuese elespantoso caso,respondía a mis preguntas: -¿Tiene usted una cueva, un sótano? -Sí, hay uno. -Pues es preciso llevar allí el cuerpo... Si no, sehará público todo, y hasta se verá usted en unacárcel. No podemos probar que lo asesinaronotros. Yo también me estoy jugando muchascosas. La convencí, y me ayudó en la fúnebre tarea.Cavamos en aquella especie de cueva, cuyosuelo era terrizo, y enterré bien hondo el despo-jo triste. Teresa sufrió varias convulsiones. Entre sus accesos de llanto, repetía: -¡Ya tenía yo miedo siempre, con llevar él en-cima tanto dinero! -¿Para qué lo llevaba? -no pude menos de pre-guntar.

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-Para marcharnos juntos si era preciso... y losería muy pronto... Así es que hoy me dejó eldinero en mi poder... Las palabras de Teresa me sugirieron algo queya era necesario; no podía aquella mujer que-darse allí, custodiando aquel muerto, pensandoverlo salir de su huesa. Como la hubiese prepa-rado el mismo Fajardo, en vida, preparé yo lafuga de la muchacha. El alba asomaba ya cuan-do la saqué de su casa, envuelta en tupido man-to lutero, y la empaqueté en la diligencia queiba a Tuy. Desde Tuy a la frontera portuguesa,un paso. Y en Portugal, Teresa estaba segura, silograba esconderse. Por adoptar todas las precauciones, la obliguéa que escribiese a su vieja asistenta, anunciandoun corto viaje a tomar unas aguas, y encargán-dola de ventilar la casa alguna vez. Y esperé los acontecimientos. La desaparición de Fajardo alarmó, no tantocomo se hubiese podido suponer, pero lo bas-tante para que se indagase y revolviese. Se

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habló del asunto quince días o más; pero comono había Prensa, o si la había no tenía aún lacostumbre de ocuparse de estas cuestiones,nada se averiguó de positivo. Yo oía los comen-tarios; claro es que se susurró cosa de amores;pero nadie pronunció el nombre de Teresa, dequien, por su vida retirada y devota, nadie sos-pechó. Y pasó el tiempo, y vino el olvido, y sólo yo séque en una cueva hay unos huesos, que ya esta-rán hechos moho por la humedad... Y el saberlosólo yo, ¿creerán que me da a veces escalofríosde remordimiento? Rieron los circunstantes y, hartos y descansa-dos, se pusieron otra vez en camino.

Madrugueiro

Llamaban así en Baizás al cohetero, por suviveza de genio característica, por aquel ade-lantarse a todo, que unas veces degeneraba en

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precipitación peligrosa, en su arriesgado oficio,y otras, le había traído suerte, adelanto. En lapila le habían puesto Manuel, y era toda sufamilia una hijastra, Micaela, lunática, histérica,leve como una paja trigal, de anchos y negrísi-mos ojos escudriñadores, y que tenía fama debruja y zahorí. Infundía en la aldea miedo, por-que se suponía que adivinaba hasta las inten-ciones, y que sólo ella podría decir quién era elautor de tal oculto robo, de tal misteriosa muer-te, y qué mujer de la parroquia abría, por lasnoches, la cancela de su casa a un mocetón,mientras el marido estaba allá en las Indias...

Además, descollaba Micaeliña en aplicar losevangelios, cosidos en una bolsita de tela roja, ala testuz de las vacas y ternerillos, previniéndo-los contra el aojamiento y la envidia, y sabía delas encantaciones del famoso libro de San Ci-priano, encontrado entre otros muy ratonadosen una alacena vieja, en casa del cohetero. Eloficio de éste se rozaba con la química elemen-

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tal, que tenía sus ribetes de alquimia, y por talcamino se acercaba a la magia. El único escéptico que había en Baizás, respec-to a las artes de Micaeliña, era su padrastro..."A fe de Manoel, que un día agarro un palo detojo y le saco del cuerpo las meiguerías". Entre sus desvaríos, solía afirmar la moza queo poco había de vivir, o moriría rica.., ¡más ricaque la mayorazga de Bouzas! Como que se en-contraría, bajo la corteza de la tierra, en loshuecos de las paredes so las vigas carcomidasde algún antiguo edificio, un tesoro: y, con lasfórmulas de encantamiento que estudiaba undía tras otro, lo descubriría, lo haría suyo, sebañaría en oro, a oleadas. Un día se supo en la parroquia que acababa demorir, súbitamente, el cura. Una hemoptisisfulminante se lo llevó, y la misma enfermedadhabía dado cabo, tres o cuatro años antes, delhermano del párroco que, desde Montevideo,vino a reponer sus fuerzas y a descansar de unavida de ímproba labor. Micaeliña solía ayudar

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en las faenas del menaje a la vieja Angustias,ama del sacerdote. Una idea tenaz la impulsabaa prestar estos servicios desinteresadamente, ycon asiduo celo. Aprovechando todas las oca-siones, la bruja moza registraba sin cesar la ca-sa, a pretexto de asearla y barrerla. El desván,sobre todo, era objeto de sus predilecciones. Enél se guardaban los tres baúles, que trajo el in-diano, de cuero de buey, con cantoneras delatón. Dos estaban vacíos, abiertos. El otro, conla llave puesta, sólo guardaba papeles, cuentascomerciales, periódicos viejos, botas, una bu-fanda... La moza no cesaba de percudar, espe-rando siempre el indicio. Y un día, como pasasesu mano por

el fondo de uno de los baúles, en un ángulo, susuñas arrastraron un objeto menudo, circular...Lo miró a la escasa luz que entraba por la cla-raboya. Sus pupilas destellaron. Era una mone-dita de oro, una doblilla menuda, donde brilla-ba la grave faz paternal del pelucón Carlos III.

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Ya no cabía dudar. ¡En esos baúles había ve-nido la fortuna del indiano! Con husmear de gata fina, con sigilo de vulpe-ja cazadora, con maña de ratoncillo que buscala entrada de una despensa, empezó Micaela ainvestigar. Angustias, interrogada capciosa-mente, fue soltando retazos de lo probable,mezclados con mil fábulas. Sí, ya estaba ellaenterada de que en la aldea eran unos mentiro-sos; creían que el hermano del señor cura veníarelleno de onzas..., y pensaban que toda esariqueza la había escondido el párroco debajodel altar mayor... ¡Invencionistas del demonio,que armaban un cuento en el aro de una penei-ra!... En su casa, mientras Manuel envolvía en su-cias cartas de baraja la cabeza de los cohetes,sacaba Micaela la conversación del tesoro delpárroco. ¿Sería verdad que estuviese escondidoen la iglesia? El cohetero reía. ¡Buenas y gordas!El indiano traería..., ¡a ver!, unas cuantas pese-tas roñosas; justamente había muerto de priva-

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ciones, de la miseria que pasó allá en Montevi-deo. La muchacha agachaba la cabeza y apreta-ba contra el pecho la monedita de oro, que lle-vaba colgada del cuello, en un saco. Dos o tresveces tuvo al borde de los labios la súplica: "Se-ñor pá, aúdeme a buscare el tesoro..." Un inex-plicable recelo la contuvo. Notaba en su pa-drastro algo de singular. Andaba como agitado,como fuera de sí. Para adquirir, según decía, loselementos del fuego artificial que había de ar-der el día de la fiesta del Patrón, hacía salidasfrecuentes, viajes a Compostela, que durabandías. Y Micaela se quedaba sola frente al pro-blema: averiguar dónde se ocultaba una rique-za de cuya

existencia no le quedaba ni la menor duda, perocuyo paradero sólo Dios... Porque en la casa delcura no estaba el tesoro. Y en el altar mayor...¡Imposible! Otro era el escondrijo. ¿Cuál? Unahermosa noche de plenilunio, la bruja resolvióapelar a los encantos. Recitaba la fórmula dellibro y, provista de una varita de avellano, salió

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de su casa, encaminándose a la del cura. Nocorría ni un soplo de viento: las madreselvas delos zarzales esparcían fragancia deliciosa y pu-ra: a lo lejos, los canes lanzaban su triste ¡ouuu!,y la queja de un carro estridulaba muy distantetambién, como una despedida. Micaela desatóel pañuelo, cuyas puntas le cruzaban la frente,y desenvolviéndolo, lo ató sobre los ojos, mien-tras con fuerza nerviosa apretaba la varita. Untemblor convulsivo agitaba su cuerpo. A ciegas,creía sentir mejor la corriente de esa extrañainspiración que se resuelve en adivinanza. Noera ella la que avanzaba: era una virtud desco-nocida la que la impulsaba hacia unlado o hacia otro. Por allí se iba a la casa delcura y a la iglesia... ¿Adónde la guiaría la vari-ta, que se estremecía entre sus dedos? Impulsada por aquel temblor de la varita, an-daba Micaela sin ver..., tropezando en los cono-cidos senderos. Sus pies, al fin, se hundieron enla tierra blanda de un huerto y por poco dancontra un muro... Alzó el pañuelo que le cubría

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los ojos, y reconoció dónde estaba. Ante ellaalzábase el abandonado palomar del cura. Erauna especie de torrecilla redonda, pequeña,cuyo tejado caía en ruina. La puerta, mediodesvencijada, aparecía abierta de par en par. Lamoza, derechamente, se fue hacia el interior,donde penetraba la clara plata de la noche. Uninstinto le decía que era allí, y no en otra parte,donde había que buscar la riqueza del india-no... Sus asombrados ojos miraban, mirabancon ansia, recorrían el recinto, confusamentetapizado de viejos plumajes y de telarañas... Apique estuvo de hocicar un hoyo, no pequeño,recién abierto, al borde del cual un objeto oscu-ro yacía caído. Micaeliña miraba, fascinada, elagujero, la tierra de fresco removida, todas lasseñales de

haber sido allí destripado y violado un secreto,su secreto. Otro se había adelantado, otro reco-gido el oro... Y no pudo la muchacha dudar niun instante de quién fuese el ladrón; allí estaba

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el testimonio acusador, la rota y deformadacaperuza de su padrastro... Uno de los ataques nerviosos de que era aco-metida, atacó a la moza, haciéndola retorcerse ylanzar gritos y de arrojar espuma y, por último,provocando una crisis de lágrimas. ¡Aquel malvado! Aquel oro, en que ella fun-daba sus esperanzas de otra vida diferente,hermosa, colmada, se lo llevaba el tunante, queya le había robado, años antes, el amor de lamadre, y acaso matándola a disgustos y a celos. La crisis cesó. La bruja se alzó, quebrantada,dolorida, y esta vez sin venda en los ojos, conpaso de autómata, zumbándole los oídos y sin-tiendo un raro deseo de morder alguna cosa, seencaminó a su casuca. En el umbral de la puer-ta vio ya a Madrugueiro despabilado y alerta.Reía con risa maliciosa e irónica, que se convir-tió en carcajada cuando Micaela le metió casipor el rostro la caperuza perdida. A las injurias, a los dicterios de la muchacha,el cohetero sólo respondía:

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-Madrugaras, filla, madrugaras... Quien nomadruga, no llega a la misa..., ¡je! Y dejáraste demeigallos y de encantaciones. La encantación esllegare antes y tenere el ojo abierto. Anda y tiraal fuego las meiguerías y la uña de la Gran Bes-tia. A te acostar... Paciencia y dormire. -No se ría tanto -rezongaba ella sombríamen-te-. Mire que le puede salir cara la risa. A partir de este momento, la incertidumbreenvuelve el episodio... La aldea de Baizás sólopudo saber que poco antes de la salida del solun ruido espantoso estremeció las pocas casasde la aldea, la misma iglesia, que pareció tam-bolearse. La morada del cohetero acababa desaltar, como castaña en la hoguera. Al discurrirsobre las causas del caso atroz, opinaron losmejor enterados que Madrugueiro tenía prepa-rado el fuego de la fiesta patronal y por descui-do dejaría caer un ascua del fogón sobre tantapólvora. Se encontró su cuerpo carbonizado, nolejos de Micaela. Y sólo un año después se ave-riguó que el cohetero era rico. Un sobrino des-

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cubrió los caudales, depositados en seguro enCompostela.

"La Deixada"

El islote está inculto. Hubo un instante en quese le auguraron altos destinos. En su recintohabía de alzarse un palacio, con escalinatas yterrazas que dominasen todo el panorama de laría, con parques donde tendiesen las coníferassus ramas simétricamente hojosas. Ampliostapices de gayo raigrás cubrirían el suelo, con-decorados con canastillas de lobelias azul tur-quesa, de aquitanos purpúreos, encendidos alsol como lagos diminutos de brasa viva. Ante elpalacio, claras músicas harían sonar la diana,anunciando una jornada de alegría y triunfo... Al correr del tiempo se esfumó el espejismoseñorial y quedó el islote tal cual se recordabatoda la vida: con su arbolado irregular, susmanchones de retamas y brezos, sus miríadas

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de conejos monteses que lo surcaban, pululan-do por senderillos agrestes, emboscándose enmatorrales espesos y soltando sus deyecciones,menudas y redondas como píldoras farmacéu-ticas, que alfombraban el espacio descubierto.Evacuado el islote de sus moradores cuando seproyectaba el palacio, todavía se elevaban en laorilla algunas chabolas abandonadas, que ibanquedándose sin techo, cuyas vigas se pudríanlentamente y donde las golondrinas, cada año,anidaban entre pitíos inquietos y gozosamentenupciales.

En la menos ruinosa se había refugiado un serhumano. Era una mujer enferma y alejada detodos. Eso sí, para el sustento no le faltaba nun-ca. Las gentes de los pueblos de la ribera, pes-cadores, labradores, tratantes, sardineras, alcruzar ante el islote en las embarcaciones, ofre-cían el don a la Deixada, que así la llamaban,perdido totalmente el nombre de pila. Nadiehubiese podido decir tampoco de qué bandaera la Deixada; nadie conocía ni los elementos

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de su historia. ¿Casada? ¿Viuda? ¿Madre? ¡Bah!Un despojo. Y los marineros, saltando al rudi-mento de muelle que daba acceso al islote, de-positaban sobre las desgastadas piedras la dá-diva: repollos, mendrugos de brona, berbere-chos, que cierran en sus valvas el sabor del mar,frescos peces, cortezas de tocino. Nunca salía laDeixada a recoger el "bien de caridad" hastaque la lancha o el bote se perdían de vista.Permanecía escondida mientras hubiese ojosque la pudiesen mirar, como un bicho conscien-te de que repugna, como uncriminal cargado con su mal hecho. En el balneario de lujo emplazado en la islapróxima se temía vagamente, sin embargo, laaparición de la Deixada. ¿Quién sabe si un díacualquiera se le ocurría salir de su escondrijo ypresentarse allí, trágica en fuerza de fealdad yde horror, descubriendo el secreto, bien guar-dado, de la miseria humana? Con ello vendríael convencimiento de que es la especie, no unsolo individuo, quien se halla sometida a estas

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catástrofes del organismo; que somos hermanosante el sufrimiento... y que es acaso lo único enque lo somos. Y sería horrible que se presentase esta mujerpredicando el Evangelio del dolor y de la co-rrupción en vida. Verdad es que parecía im-probable el caso: no la admitirían en ningunaembarcación, y a nado no había de pasar... Paraque no necesitase salir de su soledad a implorarsocorro, del balneario empezaron a enviarlecosas buenas, sobras de comida suculenta,manteles viejos y sábanas para hacer vendas ytrapería. Le mandaron hasta aceite y dinero,que no necesitaba. Hallábase a la sazón de temporada en el bal-neario un religioso, joven aún, atacado de linfa-tismo. Modesto y retraído, no se le veía ni en elsalón, ni donde se reuniesen para solazarse yentretener sus ocios los demás bañistas. Encambio, hacía continuas excursiones, y cuandono andaba embarcado, estaba recostado bajo lospinos, bebiendo aire saturado de resina. Una

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tarde, yendo a bordo de la lancha que traía elcorreo, vio, al cruzar ante el islote, cómo el ma-rinero colocaba sobre los pedruscos resbaladi-zos la limosna. -¿Para quién es eso? -interrogó curiosamente. -Para la Deixada -contestó, con la indiferenciade la costumbre, el marinero. -¿Y quién es la Deixada? -Una mujer que vive ahí soliña. Nadie se lepuede arrimar. Tiene una enfermedá muy malí-sima, que con sólo el mirare se pega. ¡Coitada!Pero no piense; la boena vida se da. Yo le traigode la cocina del hotel cosas ricas. Aun hoy, ca-chos de jamón y dulces. No traballa, no jala delremo, como hacemos los más. ¡La boena vida,corcho! El religioso no objetó nada. Sin duda, para elmarinero las cosas eran así, y se explicaba, pormil razones, que lo fuesen. Hasta era dueña laDeixada de un pintoresco islote. Podía pasearsepor sus dominios horas enteras, cuando el rocíode la mañana endiamanta el brezo y sus globi-

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tos de papel rosa, cuando la tarde hace dulce lasombra de los arbustos, donde se envedijan lasbarbas rojas de las plantas parásitas. Nadie le robaría el bien de la soledad; nadieturbaría su pacífico goce, ni se acercaría a ellapara sorprender el espanto de su figura, enmedio de la magia de una Naturaleza libre yserena, entre el encanto de los atardeceres quetiñen de vívido rubí las aguas de la ría. Pensaba el religioso cuán grato fuera para élvivir de tal modo, lejos de los hombres, leyendoy meditando. ¿Quién se arriesgaría a visitar a laDeixada? Una idea le asaltó. La Deixada era,seguramente, una leprosa... Aquella enfermedad que se pega "sólo con elmirare"; aquel esconderse del mundo, como siel mostrarse fuese un delito... ¿Qué otra cosa? Yel andrajo humano, no obstante, tenía un alma.Sabe Dios desde cuánto aquella alma no habíagustado el pan. El cuerpo enfermo se sustenta-ba con cosas sabrosas, regojos de banquetesopíparos; el alma debía de tener hambre, sed,

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desconsuelo, secura de muerte. La verdaderadeixada era el alma... Y el religioso se decidiódespués de breve lucha con sus sentidos.

-Desembárcame en el islote.

El marinero creyó haber oído mal.

-Señor, ahí nadie le desembarca.

No hubo remedio. Renegando, meneando lacrespa testa bronceada, el marinero obedeció. Yel religioso saltó al atracadero con agilidad y semetió valerosamente isla adentro. Soledad ab-soluta; no se escuchaba ni un rumor; sólo seagitaba el cruzar asustado de los conejos, elrelámpago rubio de alguna mancha de su pela-je. El religioso avanzó, recorrió las casucas. A lapuerta de una de ellas divisó al cabo un bultoinforme, que en rápido movimiento se ocultódentro de la vivienda. Al entrar en ella, el reli-gioso estuvo a punto de retroceder. Veía unaforma entrapajada, una cabeza envuelta envendas pobres, rotas, y, detrás de las vendas, lemiraban unos ojos sin párpados, y asomaba

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una encarnizada úlcera, cuya fetidez ya le soli-viantaba el corazón. Se dominó, y la palabra de amor salió de suboca, envuelta en el halago del dialecto. -Mulleriña, no vengo a molestar... Vengo apreguntarle si quiere que la atienda. La Deixada hacía gestos desesperados, furio-sos. -Váyase, apártese. Váyase corriendo -repetíaen sorda, en estropajosa voz. El religioso, en vez de irse, se sentó en un talloy empezó a hablar, lenta y calurosamente. Ve-nía a ofrecer lo único que poseía. Un alma re-quería su auxilio. Allí estaba él para ocuparsede esa alma, que valía más que el pobre cuerporoído por la enfermedad. Vestida de luz el almasubiría hacia su patria, el cielo, cuando el cuer-po se rindiese. Atónita, la mujer escuchaba. Alfin de la exhortación, murmuró, ronca, vencida: -No entiendo. Será verdade, cuando usted lodice.

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-No hubo -dijo después el religioso- confesiónmás conmovedora. La Deixada, como casi notenía voz, contestaba a mi interrogación porsignos. Le exigí que perdonase a los que la "de-jaban"... Le costó algún trabajo, porque al ladode la llaga del padecimiento roía su corazónotra llaga de enojo y cólera contra los hombres.Lo mismo que no sabía la naturaleza de su otrallaga, no sabía la de ésta; fue mi interrogatoriolo que se la reveló. Su ira dormía como sierpeenroscada, y yo la alcé, silbadora, para macha-carle la cabeza. Se creía con derecho a maldecir,y hasta con derecho a pegar su mal, si no te-miese ser apedreada. Sus ojos, secos, me mira-ban con siniestra furia. ¡Lo que me costó que, alfin, se humedeciesen!... No fue sólo por mediode la palabra.

Y el religioso no quiso explicarse más. Nohabiendo presenciado nadie la entrevista, nohay por qué creer que hubiese acariciado a supenitente como a una madre. Sería o no sería...

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Lo cierto fue que al otro día le llevó la santacomunión. Aquel invierno notaron los marineros que lacomida para la mujer quedaba en las piedras.Algún tiempo la disfrutaron los pájaros. Des-pués cesó la limosna. Y la islita fue ya definiti-vamente deixada. "El Imparcial", 6 de mayo 1918.

Antiguamente

Lo que se suele decir de la honradez de otrostiempos y de la lealtad de otros tiempos, y delbuen servicio de otros tiempos -opinó RamiroVillar, cuando salimos de la quinta dondehabíamos pasado la tarde merendando y ju-gando al bridge, como si fuésemos algunoselegantes de ultra Mancha y no señoritos espa-ñoles, que deben preferir el chocolate y el tresi-llo-, tiene sus más y sus menos... Entonces, lo

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mismo que hoy, existía una cosecha brillante debribones redomados. -Sin embargo, era otra cosa -insistió don Brau-lio Malvido-. Algo había entonces en el ambien-te que reprimía un poco la desvergüenza de labribonada. No existía tanta desfachatez. -Mala es la desfachatez -declaró el muchacho-;pero ¿le gusta a usted la hipocresía? No sé cuálserá más repugnante. Acaso a mí la hipocresíame parezca peor, porque tuve en la historia demi familia un caso de hipócrita que nos perju-dicó no poco en nuestros intereses. Mi padreme lo refirió, porque la cosa ocurrió en tiempode nuestros abuelos. Parece que mi abuelo pa-terno era un señor muy bueno... Diré a ustedesque yo detesto cordialmente a los buenos seño-res, mucho más funestos que los malos. Losbuenos señores son aquéllos que se dejan enga-ñar por todo el mundo. Sin embargo, convieneañadir que para engañar a mi abuelo se desple-gó una habilidad que no debía de ser necesaria,siendo él, como consta, materia tan dispuesta.

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Es el caso que en mi casa, quiero decir en lasolariega, que es un magnífico palaciote, allá enla comarca más vinícola de estas provincias,existía una leyenda a la cual unos daban créditoy otros no: se refería a un tesoro que se suponíaenterrado en

no se sabe cuál rincón de la casona. Claro esque cuanto más ignorantes eran las personasmás creían la conseja; pero mi abuelo se reía deella a mandíbula batiente, y había prohibido,con la mayor severidad y del modo más categó-rico, que se hiciesen excavaciones, registros ninada relacionado con la búsqueda de tal rique-za, cuyo origen decían ser la venida de un an-tepasado virrey del Perú, cargado de onzas ybarriles de polvo de oro, y a cuya muerte, acae-cida muy poco después, no se encontró sino unescasísimo haber. El virrey había anunciadoque pensaba transformar la casona en un mag-nífico palacio que fuese asombro de la comarca,y los planos del palacio sí que se hallaron,

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completos y ostentosísimos, y aún se conservanhoy en el archivo nuestro. En fin, lo repito, mi abuelo dio por paparruchalo del tesoro, aun cuando la gente seguía em-peñada en que el tesoro había y tres más. Yapor entonces estaba a su servicio Froilán Mo-chuelo. ¿Les hace gracia el nombre? Los nombres,amigos, son una cosa muy significativa. Yo en-cuentro algunos que retratan a las personas.¡Froilán Mochuelo! ¿No encuentran ustedesalgo de especial, de significativo en esta manerade llamarse? Puede que ahora no; pero esperenel fin de la historia. Froilán era sobrino de un cura. Había estadoen Portugal varias veces, y hablaba medio por-tugués, dulzarrón y nasal. No se sabía qué ofi-cios ejerció hasta entrar en el servicio de miabuelo; pero era, por lo visto, mañoso para to-do, y entendía de descubrir manantiales, decuidar viñas, de enfermedades del ganado y deherrero y carpintero. Tantas habilidades sedu-

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jeron a mi abuelo; pero lo que más le conquistófue le devoción y piedad del sirviente. Dabagozo verle ayudar a misa, y la capilla, desdeque él entró a servir, parecía un espejo de lim-pia y de primorosa. Él dirigía el rosario contoda especie de requilorios, y él enseñaba a lasmuchachas a cantar gozos, trisagios y letanías.Como si fuese poco, a veces se iba a rezar solito,y, desde la tribuna, mi abuelo le veía proster-narse y besar el suelo, o pasarse las horas muer-tas de rodillas y con los brazos en cruz. En laaldea le llamaron el santiño. Jamás se encoleri-zaba; jamás incurría en falta, ni más leve, ni derespeto, ni de probidad. Y, poco a poco, miabuelo fue tomándole un cariño desmedido. Nohablaba más que de Froilán. Froilán era suspies, sus manos, su brazo derecho. Pasaron así doce años, sin que se desmintiesela perfección del sirviente y sin que dejase decrecer el entusiasmo del señor. Parece que miabuela no participaba de los entusiasmos de sumarido por Froilán, y el asunto hasta llegó a ser

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causa de polémicas y disensiones en el por otraparte muy bien avenido matrimonio. -Pero, mujer, ¿qué tacha puedes ponerle? -Tacha, ninguna; pero no me gusta, Ramiro (elabuelo se llamaba como yo, o, mejor dicho, yome llamo como el abuelo). Mira, no le fiaría yoa ese santiño el valor de cinco duros. -Las mujeres tenéis el espíritu de contradic-ción -respondía mi abuelo. Pero fue él quien lo tuvo, y no su esposa, puestal vez por darle en la cabeza, como suele decir-se, resolvió demostrar a Froilán la mayor con-fianza. Llamándole un día a su despacho, diz que ledijo: -Atiende, Froilán; tengo que contarte un secre-to... ¿Has oído tú hablar del tesoro que suponenque hay enterrado en esta casa? Yo he prohibi-do que se busque, y he corrido la voz de quetodo eso eran cuentos y patrañas. -Y serán, señor -parece que respondió, en eltono más indiferente, el Mochuelo.

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-No, no; a ti te digo la verdad; estoy persuadi-do de que no son sino realidades. No se sabequé fue del contenido de los cofres del virrey.Trajo una impedimenta enorme, y al morir apa-recieron los cofres y arcas vacíos, y nunca sepudo rastrear dónde estaba su fortuna. El aireno se la llevaría. No puede estar sino aquí.¿Dónde? Eso es lo que tú puedes tratar de ave-riguar, porque si yo me pongo a escarbar aquí yallí, llamaré la atención, y me expongo hasta aun robo a mano armada. Tú, a la sordina, pue-des registrar la casa: como en requisa de cons-trucción, a pretexto de reparos, lo miras todo,despacio y a gusto, y mucho me sorprenderáque no hallemos nada... ¡Ah! -añadió-. Y comolo encuentres, no necesito decirte que asegurarétu suerte para toda la vida.

Autorizado así, tan en regla, Froilán empezó adesempeñar el encargo. Quejándose de la ve-tustez de la casa, que tanto remiendo le obliga-ba a echar, desorientó a los aldeanos, y no ex-trañaron verle manejar la sierra y la azuela, la

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pala del albañil y la del revocador. Dos añosanduvo como un ratonzuelo, revolviendo aquíy allí. Hasta cavó en el huerto, porque tenía,según dijo, que poner árboles. ¿En qué rincónhalló el tesoro? Eso no lo cuenta la crónica; o,mejor dicho, lo cuenta de tantas maneras dife-rentes, que no hay modo de poner en claro sifue en la tierra, si en las vigas, o dentro de lasparedes donde lo había ocultado el señor vi-rrey. Lo positivo es que, después de muchasgestiones que declaraba inútiles, un día Froiláncargó dos mulas con sacos que, según él, conte-nían grano, que iba a llevar al molino de Riori-ba, en que la harina salía más fina para el pande los señores. No consintió que le ayudasenadie a cargar los sacos. Esta particularidad serecordó

después. Los sacos parecían pesar mucho; Froi-lán sudaba al izarlos. Él siguió a pie a las mu-las. Dijeron que se le había visto subir, en efec-to, hacia Rioriba, donde está el puente viejo,que del Miño lleva a tierra portuguesa. Des-

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pués, sus huellas se perdieron, y nadie dio ra-zón de haberle visto en parte alguna. Llegaronrumores de que estaba en Lisboa, viviendo co-mo un gran señor; también se susurró quehabía pasado al Brasil. Lo positivo, en casa demis abuelos, fue que el matrimonio, hasta en-tonces bien avenido, se desunió, por las cons-tantes reconvenciones de mi abuela, que nocesaba de tratar de cándido y de bolonio a miabuelo, por haberse fiado en aquel cazurro, encuyos ojos, cuando podían vérsele, había unresplandor de todas las maldades. Y mi abuelo,que en vez de dar por perdido alegremente untesoro que al fin no había descubierto, ni acasotuviese la paciencia de descubrir jamás, cayó enuna negra melancolía, acusándose también dehaber dejado escapársele de

entre las manos el porvenir de su casa, el orodel virrey, llevado en sacos por el infiel sirvien-te Dios sabe a qué tierras remotas. Mi padrecreía también que no era sólo la codicia defrau-dada lo que así abatió el espíritu del abuelo,

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sino también el desengaño, el haber sido burla-do de una manera tan audaz, el haber pasadopor un necio a los ojos de todos, no sólo a los desu esposa. Porque después de la fuga de Froi-lán, se había hecho público todo el caso, y en laaldea, y en muchas leguas a la redonda, y hastaen la ciudad, se hablaba del tesoro, de la burla,de la inmensa riqueza perdida por mi casa, porcausa de la infelicidad de aquel señor tan bue-no y tan confiado que había conseguido perder-lo todo. Y la tristeza dio al traste con mi abuelo,que tardó poco en morir, a los treinta y seisaños.

Como unos quince después de estar bajo tierrael bendito señor, grande fue la sorpresa de miabuela al recibir a un sacerdote portugués, quele traía una fuerte suma, restitución -dijo- hechapor un moribundo. El sacerdote se negaba a darel nombre, pero mi abuela le dijo categórica-mente:

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-Quien envía este dinero no envía ni la décimaparte de lo que nos ha robado... Es el pillastrede Froilán. -El que manda esto, señora, ya no existe, y meconsta que manda cuanto le quedó de una for-tuna muy considerable. Me ha encargado quepida a ustedes el perdón, que cristianamente nole podrán negar. -¿Pero era cristiano ese tuno? -preguntó miimplacable abuela. -No sé si se condujo como tal; pero los sufri-mientos y el remordimiento le cambiaron mu-cho. Murió, señora, de una enfermedad horri-ble, que sólo pueden padecerlas los negros. -Y yo -añadió Ramiro- detesto desde entoncesa los hipócritas. "La Ilustración Española y Americana", núm.27, 1913.

Atavismos

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-¿De modo -pregunté al párroco de Gondás,que se entretenía en liar un cigarrillo- que aquíse cree firmemente en brujas? Despegó el papel que sostenía en el canto de laboca, y con la cabeza dijo que sí. -Pues usted debe combatir con todas sus fuer-zas esa superstición. -¡Sí, buen caso el que me hacen! Por más quese les predica... Y lo que es en esta parroquiaespecialmente... -¿Por qué en esta parroquia especialmente?¿Es aquí donde las brujas se reúnen? -Mire usted -murmuró el interpelado, enro-llando su pitillo con gran destreza y sentándoseen el pretil del puente; porque ha de saberseque esta plática pasaba al caer la tarde, a orillasdel camino real, y allá abajo las aguas del río,calladas y negras, reflejaban melancólicamentelas vislumbres rojas del ocaso-. Mire usted -repitió-, en esta parroquia pasaron cosas raras,y el diablo que les quite de la cabeza que andu-vo en ello su cacho de brujería.

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-A veces -observé-, los hechos son... -Justo, los hechos... -confirmó el cura-. Aunquereconozcan causas muy naturales, si los aldea-nos les pueden encontrar otra clave, es la quemás les gusta... Y lo que sucedió en Gondáshace poco, se explica perfectamente sin magiani sortilegio ni nada que se le parezca; sólo queen la imaginación de esta gente... Al expresarse así el abad, sobre la cinta blan-cuzca de la carretera negreó un bulto encorva-do, una mujer agobiada bajo el peso de un hazde ramalla de pino. Desaparecía su cabeza en-tre la espinosa frondosidad de la carga; pero,sin verle el rostro, el cura la conoció. -Buenas tardes, tía Antonia... Pouse el feixemuller... Yo ayudo... Asombrada, pero humilde, la aldeana se dejóaliviar y nos saludó con respetuoso "Nas tardesnos dé Dios". Era una vejezuela vestida de luto,el luto desteñido y pardusco de los pobres; ibadescalza y sus greñas y su, curtida cara rugosaexhalaban el grato y bravo olor a resina de los

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pinares. Nos miraba no sin vago recelo, perouna pesetilla extraída de mi escarcela la tran-quilizó y desató su lengua en acciones de gra-cias infinitas. -¿Y del hijo, tiene noticias, tía Antonia? -interrogó el párroco. -¡Ay! No, señor; queridiño... ¡Por aquellas tie-rras se habrá muerto tambiene! Enjugaba con el pico del pañuelo de talle, an-drajoso, los ojos, inflamados sin duda de tantollorar, y el párroco entonces ordenó: -A ver, muller, cuente su desgracia a la señoracondesa, que puede dar pasos para que se ave-rigüe el paradero de su hijo... Pero cuente ver-dad, ¿ey? ¡Verdad entera! Ya sabe que yo estoybien enterado, y si miente... pierde el tiempo. -¡Así caya un rayo y me abrase si cuento men-tira! -respondió la mujeruca, sentándose a milado en el parapeto de granito, de espaldas a lapavorosa altura del puente-. Y sabe toda la pa-rroquia, y toda la gente de las aldeas de poraquí, que mis hijos, Ramona y Pepiño, eran dos

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santos, que en su vida le hicieron mal a nadiede este mundo. ¡Asús me valla! Ellos a trabaja-re, ellos a obedecere, ellos a rezare... Unos san-tiños; no dirá menos el señor abad! -Eso es cierto... -confirmó Gondás, dando vi-vas chupadas al pitillo y sonriendo con aproba-ción. -Pero, señores del yalma, ¿quién se libra de unmal querere? ¡Pedir a Dios que no nos mirencon mal ojo, o si no matar a quien nos mira así,para que no nos eche a perder del todo, comoecharon a mis hijos pobriños, que fue su des-gracia, que estaba preparada allí! Hizo un guiño el abad, y acudió en auxilio dela narradora, que volvía a secar las lágrimascon el guiñapo del pañuelo. -Pero diga, tía Antona; esa mujer, esa vecinade usted, la Juliana, ¿por qué les quería mal austed y a su familia, mujer? -¡Ay señore! Por envidia... Oír hablar de envidia a aquella pobre criatura,harapienta y doblegada bajo un fardo de rami-

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llas para la lumbre, me hiciera sonreír si nosupiese que en toda vida humana cabe que otrorecoja, pisándonos los talones, las hojas quearrojamos. -Túvome envidia desde moza. Su mozo ladejó, y el rapaz se le murió de mal extraño. Yentramientras, mis dos fillos, mis dos rosas,dábanle enojo de se comere las manos. Segúnpasaba por delante de mi puerta, les echaba amis palomiños unos mirares que acuchillaban.Y ellos, más aún Ramona, le tenían idea mala, afuerza de la ver pasar mirando de aquel modo,que metía miedo... ¡Señor abad! ¡Por el alma dequien tiene en el otro mundo! Vusté bien sabeque mis hijiños eran honrados, que no hicieronen jamás acción mala de Dios...Tentóles el de-mo, que no los tentara si la bruja no los miraraasí... ¡Fueron los ojos de la Guliana, señoresbenditos, fueron los ojos, y no fue otra cosa, quecon un palo se los había yo de sacare! -Más cristiandad, mujer -respondió con sornachancera el cura.

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-¡El Señor me perdone...! ¡Háganse cargo vus-tés, que dos hijos tuve, y ninguno tengo, y solame alcuentro y al pie de la sepultura! Mis hijosno me pidieron consejo, que yo bueno se lohabía dar. Allá un día que la Guliana salió asachar sus patatas, metiéronse en la casa por laparte del curral de la era, y... Por segunda vez acudió el cura a activar lamarcha del relato. -Y vamos, señora Antona, que encontraroncosas sabrosillas, ¿eh? La Juliana, en tantosaños de vivir como un sapo en su agujero, teníaarañados unos cuartitos, y los guardaba en elpico del arca; además sus hijos de usted carga-ron con dos ferradiños de maíz, y unas buenascostillas de cerdo, y dos ollas de grasa, y unaspocas habas, y un pañuelo nuevo, amarillo... -¡Ay, ay señor! -hipó la vieja-. ¡Cargaron, nodigo yo menos, cargaron; pero sólo por la rabiaque le tenían, que los iba consumiendo a losdos con el veneno del mirare! ¡Fue por se ven-gar, señor, y que se acabase el mal de ojo! Pero

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no hay quien pueda con las brujas, que mandanmás que todos. La Guliana dio parte a la justi-cia, eso lo primero; y luego ¡malvada! salía to-dos los días a la puerta, y cada vez que pasabanmis joyas, les gritaba mismo así: "¡Permita Diosque lo gastedes en la mortaja! ¡Permita Diosque los ladrones mueran antes del año!" ¡Seño-res mis amos, las plagas caen siempre! La justi-cia no importa. Son las plagas lo que nos echaal campo santo...

Calló un momento, trágica, mientras en lasuperficie del río, lento, se apagaba el últimoresplandor del poniente.

-Pepiño -murmuró al fin- escapó para Améri-ca. Me quedé sin el que labraba la tierra, sinquien trabajaba el lugar. Quedóme Ramoniña, yesa, desde el otro día de la desdicha, se empezóa secare, a secare como un palo, con perdón. Yhay que vere que otra moza como ella, tan sanay tan rufa, no la hubo en las parroquias de poracá...

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-Eso es cierto -intervino el abad-. Parecía que ala muchacha le derretían la carne al fuego. Co-mo que me sorprendió cuando la vi ponerseasí, en tan pocos meses. Antes vendía salud yera recia como un hombre... -¡Capás era de trabajar el lugar ella sola, si nole viene la enfermedá por las plagas de esacondenada! -insistió la madre-. Fue un milagro,un asombro. "¿Qué te duele, Ramoniña?" "Do-lerme, nada." "¿Por qué no comes, Ramoniña?""Porque no tengo voluntá." "¿Quieres que ven-ga el médico, paloma?" "El médico no me cura,señora madre..." "Voy a ofrecerte a NuestraSeñora del Moniño." "Tampoco me ha curar...Solo si me levantan la plaga que me echaron..."Y yo fui a casa de Guliana, y me arrodillé, así -hacía la vieja mímica, expresiva demostración-,y le pedí por las almas de sus padres... ¿Sabe loque me contestó, que si soy otra la mato, la es-migo con los pies? "¡Lo que me robaron, que lesvalga a los ladrones para la mortaja!" -Y Ramona, ¿murió antes del año?

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-Por cierto... ¡El día que tenía que presentarseen la Audiencia de Marineda, señor, a respon-der! ¡Tal día estaba de cuerpo presente! Allíremató la causa. No había a quién dar el casti-go... -Le queda su hijo, mujer -dije por vía de con-suelo a aquella amargura-. A la hora menospensada escribe, vuelve con mucho dinero... -¡Los difuntos no escriben, ni tornan a su casa,mi señora! El hijo mío murió de la plaga, lomismo que la hija. Y esa malvada vive, ¡quechamuscada con tojo la había yo de ver, Asúsme perdone! La noche descendía; el cura ayudó a la vieja acargar el haz de espinallo, y vimos como, ende-rezándose trabajosamente, se alejaba a pasotardío. -Toda la historia es para afianzar la supersti-ción... -murmuré. -Y será milagro -advirtió el abad- que un día,con estos haces de rama de pino que trae delmonte, la tía Antona no arme una lumbrarada

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bonita en la casa de la hechicera... Y yo no po-dré evitarlo... Cuando reprendo, me dan la ra-zón; pero luego hacen lo que les dicta su instin-to... ¡La brujas mandan! "La Ilustración Española y Americana", núm.15, 1912.

En silencio

Todos creían que la hija del tabernero de laPiedad aspiraba a casarse con un señorito. Nocon un señorito de los que, a veces, al pasarante la taberna a caballo o en automóvil, se de-tenían a beber un vasete del claro vinillo delpaís, y piropeaban a la muchacha; con estos, nohabía que pensar en bendiciones; solo algúncurial de Brigos, algún lonjista de Areal quebien pudieran prendarse de aquella moza fres-cachoncilla, peinada a la moda, y tan peripues-ta con su blusita de percal rosa, incrustada enentredoses. Y se prendarían o no se prendarían;

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pero lo cierto fue que, con gran sorpresa de laclientela y del contorno, Aya -que así la llama-ban, con el nombre de una santa mártir allí demucha devoción- tomó por esposo a un albañilhumilde, que ni siquiera era de la tierra: unportugués, venido a trabajar en las obras deuna quinta próxima al santuario de la Piedad, yque los domingos solía comer en la taberna. Cierto que el portugués era lo que en su patriallaman un perfeito rapaz. De mediana estatura,forzudo, con el pelo rizado, negro y brillante,cuando se endomingaba soltando la costra decal, y bien acepillado de chaqueta y blanco decamisa, iba a pelar la pava con la joven taberne-ra, se comprendía que esta le hubiese preferidoa todos. Otra estampa así... El tabernero, cardíaco y con las piernas hin-chadas frecuentemente, vio sin desagrado aaquel yerno robusto y que se traía a casa unjornal de dieciocho reales diarios, limpio depolvo y paja. "Ha hecho bien mi hija, nadie de-be salirse de su clas", repetía, congratulándose

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con la parroquia. Y como tardó poco en morirel viejo, quedó el matrimonio al frente de lataberna. Luis Feces, el marido, iba a su trabajo;pero, como hoy ya las horas de éste no son "lasde otros tiempos", volvía lo más temprano po-sible, y a la hora de mayor despacho y más pe-ligrosa de riñas o borracheras, estaba al lado desu mujer, para protegerla y auxiliarla. Y noquerían criada, por economía, pues aspirabaLuis a que, en algunos años, su fortuna se re-dondease y pudiesen establecerse en Marinedacomo maestro de obras y adornista, pues sabíamanejar el estuco y doraba y pintaba bien lasmolduras y adornos.

Cuatro o cinco años llevaba de casada la ta-bernerita, y mientra el marido parecía cada vezmás enamorado ella empezaba a desear vaga-mente no sabía qué, algo, un suceso que distra-jese su imaginación, cansada de lo monótonode aquel vivir. Pensaba en cómo sería la casaque habitarían en la ciudad, y si tendría venta-nas para ver pasar la gente, y si habría cines y

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teatros, y que, al anochecer, se podría dar unavuelta por las calles, rozándose con el señorío.Porque, en el fondo de su alma, a pesar dehaberse casado cediendo a la atracción queejerció sobre sus sentidos el arrogante mozo,Aya continuaba siendo muy remilgada y fanta-siosa, y repugnaba servir vino a los blasfemoscarreteros de sucia boca, a los arrieros de mofle-tes colorados, a los labriegos hirsutos, que olíana boñigas de buey. Estaba harta de brutalidadesy suponía, que en una ciudad, volvería a querera su marido como el primer día, ilusión fre-cuente en los humanos, que atribuyen a lossitios lo que está ennosotros. Pero el portugués, que desde el pri-mer día habló sin timidez y como amo, habíafijado de antemano la suma que necesitabanpara montar la industria en Marineda, y másvalía que sobrase que verse allí ahogados. Senecesitaban, lo menos, cuatro mil duros, y me-jor cinco mil. Hasta verlos juntos, taberna yjornal. No quedaba otro remedio.

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De pronto, parecieron calmarse las impacien-cias de Aya. No habló ya de Marineda, no pro-puso el traspaso de la taberna para completar lasuma. Al mismo tiempo dio en componersemás que de costumbre, aunque siempre habíagustado de presentarse hecha una semiseñorita.Se hizo blusas, se compró calzado fino y mediasde algodón muy caladas en el empeine. Y estasy otras coqueterías de su atavío, encandilaronla pasión de Luis, nunca apagada, y le hicieronasiduo y exacto en volver a casa a las horas mástempranas que podía. Había para esto una ra-zón más. Siempre había sido celoso, con celosvagos, porque sin duda tenía algunas gotas desangre africana, que se revelaban en sus grue-sos labios y en el rizado crespo de su pelo; y laexacerbación de coquetería de su mujer le cau-saba esa extrañeza, que es la puerta de la sos-pecha. Con enlazar dos cabos sueltos, la sospe-cha pidiera trocarse en acusación. Aya nohablaba ya de Marineda, parecía encontrarse enla Piedad muy a gusto...

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Había coisa, como dicen sus paisanos; habíaalgo que era preciso aquilatar... ¡Y vaya si lodesenredaría! La observación de las tardes, en la taberna, nodio ningún fruto. Aya servía a todos, sin fijarseen nadie. Les servía, les presentaba la cazuelade bacalao o el guiso de patatas, les escanciabala cerveza, a que empezaba a aficionarse la gen-te aldeana, con aire más bien desdeñoso, concierto repulgo de persona superior al cometidoque está desempeñando. Ninguno, entre aque-llos rudos parroquianos, se hubiese atrevido allamarla "mi comadre" ni a chuscarle un ojo,aunque la encontrasen muy repolluda y fresca;pero la gente del terrón respeta la coyunda, yno caza en vedado, a menos que la veda se le-vante de suyo. Luis Feces, que había rodadoalgo antes de hacer alto en la taberna de la Pie-dad, era experto y no era tonto. Por allí com-prendió que nada había. ¿Por dónde, pues? Por donde... Su instinto creía haberlo adivina-do. Es más: lo sabía de fijo, pero no de ahora,

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sino de atrás, de muy atrás... ¡Qué! Si se lohabían advertido antes de que se casase, y suscompañeros, los que con él trabajaban en laobra de Cordeira, le habían dado más de unafestiva cantaleta con las rivalidades que pudie-ra temer del señorito Raimundo, el dueño delpazo de Morcelle. Ése, y sólo ése, puede ser. Era el único quetenía las costumbres libres, el que acostumbra-ba a "echar a perder" a las garridas mozas...Había rondado a aquella de soltera, y la festeja-ba ahora también... Una mañana, de rocío y niebla, de un otoñoque se anunciaba húmedo, se abrió el postigodel corral de la taberna, y salió por él un hom-bre de gentil talante, que rápido se dirigió alpinar, y en su seno desapareció, como si la ma-sa oscura de los pinos se lo hubiese bebido. Eraaún la hora incierta del amanecer, y el albañilhabía salido casi con noche, para ser el primeroen la obra de la casa que en Brigos decoraba.Un bonito negocio; le pagaban espléndidamen-

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te. Pero, apenas dejó su cama y engullido elcafé a tragos largos, habíase apostado Luis endando la vuelta al recodo del camino y escon-dido por un matorral. Y había visto salir por elpostigo su deshonra. Permanecía en pie, inmó-vil, un poco sacudido por un horrible temblorde rabia, con un borde de espuma franjeandosus gruesos labios... Aquella misma noche se encaró con Aya, paradecirle sin preámbulos: -¿No sabes, mujer? He acordado que lo deltaller de Marineda era una tontería... -Sí, hombre -confirmó Aya-. A mí también melo parecía, solamente que no te lo quise decir. -No, pues tú bien entusiasmada estabas alprincipio -dejó caer, no sin cierta ironía, el por-tugués-. Pero mejor nos ha de ir en América.Tengo proposiciones de allá, de Buenos Aires...,superiores. Se pueden ganar quince mil pesosal año... Un deslumbramiento pasó por ante los ojos deAya. ¡Ser rica! ¡Poder tener trajes como los de

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las señoras! ¡Que la sirviesen, en lugar de servirella a aquellos brutanes de trajineros y de fe-riantes que apestaban! Sentiría, claro, su idilioamoroso, el señorito que olía a cosas exquisitas,a fragancias caras. El horizonte, sin embargo,era tan amplio, tan lisonjero para sus vanidadesy deseo de lucir, que sonrió halagando los cabe-llos rizosos del portugués. -¡Quince mil duros! -repitió soñadora. -Hay que juntar -murmuró Luis- cuanto tene-mos. Mañana me darás autorización para tras-pasar la taberna y recoger el dinero. El que laquiere, porque yo ya me he enterado, es Armu-ña, el del café en Brigos; exige que se le ha deblanquear todo, y de eso me encargo yo. Tam-bién quiere una despensita... nada, un rincónahí junto a la cocina. Todo se hará. Con su fina percepción femenil, notó Aya entodo ello algo extraño. -¿Qué tienes? Hablas así... de mala gana... ¿eh? -Es que ciertas cosas dan para cavilar mucho -contestó el portugués sombríamente.

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Realizóse el programa, y Luis, amén del blan-queo, construyó una despensilla, con tabiquede ladrillo. Aya le interrogaba curiosa y algopreocupada también. -¿Para qué haces esa pared delante de la otra? -Quiere así Armuña... Es como un armariomás reservado -dijo él. Cuando todo estuvo pronto, se enteró Luis delbarco, y fue a Marineda a tomar el pasaje. Lavíspera del día de su marcha, enviado ya por elcoche su pequeño equipaje, despachada la cria-da desde dos días atrás, se acostaron los espo-sos. A medianoche, hubo como el ruido y trajínde una lucha, y poco después encendió luz elmarido, por cuya frente rezumaba un glacialsudor. Cogiendo el cuerpo inerte de Aya, lollevó hasta el supuesto armario, en la nuevadespensa; y recostándolo de pie contra la pa-red, trajo ladrillo y mezcla, que había dejado enel patio, y tapió el hueco de la puerta que debíacerrar aquella cavidad. Con tal esmero lo hizo,que nadie hubiese podido sospechar, cuando al

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amanecer terminó de cerrar aquella sepultura,que no era una pared lisa, sin comunicacióncon nada. Recogió aún, cuidadosamente, las ropas de sumujer; las puso en un lío con las suyas del pri-mer momento; se terció al hombre la chaqueta,y dejando la llave en la puerta -Armuña ya es-taba avisado- emprendió la vuelta de Marine-da, por el camino real, blanco y desierto. Las piernas le vacilaban un poco; pero segúnse alejaba de la taberna, donde había empare-dado su venganza, corría más. Y bien le vinodarse prisa, porque el gran transatlántico calen-taba ya sus calderas, y fue de los últimos enllegar entre los emigrantes. "La Ilustración Española y Americana", núm.15, 1914.

Bohemia en prosa

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Cuando se supo que había fallecido Vieyra -deuna enfermedad consuntiva, latente toda suvida y declarada al final-, la gente no se pre-guntó la causa de tal suceso. "¡Hombre, todoshemos de pasar por ahí!". Lo que se dieron ainvestigar durante media hora en la Pecera, enla reunión de amigos y otros círculos localesfue, no cómo había muerto el bueno de Vieyra,sino cómo había vivido. Encontraban en su vivir una paradoja realiza-da. Había vivido... sin poder. Por todo recursocontaba con dos o tres heredades que le produ-cían una renta irrisoria, y un vago destino, deesos que a fuerza de reducciones y descuentos,suspensiones y amagos de supresión, no sóloparece que no deben mantener a un hombre,sino que dan la idea de que será preciso ponerdinero encima. Vieyra era intérprete en el Laza-reto... y no es lo bueno que lo fuese, sino que loera sin saber idioma alguno. -Yo tengo resuelta esa dificultad -declaraba alos que le daban bromas-. Si vienen americanos,

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claro es que me expreso en español... Si portu-gueses o brasileños, en gallego del más puro...Y si son franceses o ingleses..., ¡demonio!, en-tonces... Entonces..., ustedes reconocerán que aesos tíos nadie les ha hablado jamás en su len-gua. Les presento picadura, maryland, una bo-tellita de cerveza o de jerez... y me entienden enseguida. Con tales botellitas, adquiridas a un precio yrevendidas a otro; con algo de negocio de pica-dura y tabaco, ciertas pequeñas ganancias rea-lizaba Vieyra; pero era tan eventual todo ello,tan mermado y, sobre todo, tan dependiente desu capricho y de su humor, asaz tornadizos ymuy poco industriales, que continuaba igual-mente problemático cómo había podido susten-tarse aquel hombre -sin pedir a nadie nada, sindeber tampoco-, y el gran lujo español, ¡fu-mándose buenos puros! Por razones de vecindad en el campo y porhabladurías de domésticos, conocía yo la exis-tencia íntima de Vieyra, y estaba en el secreto

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de sus interioridades. Habitaba Vieyra una casani de aldea ni de pueblo, un poco más alta delLazareto, en la primera revuelta del caminoreal. La casa, semirruinosa, no tenía huerto; unseto de zarzales la guarnecía. Pero puede decirse que Vieyra habitaba allí,como se diría que el pájaro habitaba en la rama.Porque realmente, no paraba en su viviendamás de lo preciso para no dormir en un pajar, ysí bajo tejas. Cuando no le invitaba algún ami-go, algún señor residente en las quintas o pazosde las aldeas cercanas, entraba en la tabernamás próxima, engullía una escudilla de pote yuna tortilla de chorizo, pagaba sus tres reales, ytan conforme. Hubo, sin embargo, en esta existencia diogéni-ca dos notas que le dieron un relieve: un día,Vieyra adquirió un caballo de montar; otro día,Vieyra se casó. Siquiera por un sentimiento de respeto a lajerarquía de lo creado, debemos dar la proce-dencia al casamiento. Hubo en él algo de singu-

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lar, o, por lo menos, no está dentro de las cos-tumbres, ni de las malas ni de las buenas. Debe advertirse ante todo, para comprenderaquel episodio, que es tal la flaqueza humana,que casi nadie se exime de un resbalón, si Diosno le ayuda, y Vieyra, desde hacía algunosaños, por la necesidad de adquirir en buenascondiciones pitillos, picadura y maryland, quele servían, como sabemos, de lengua inglesa,trabó relaciones con algunas operarias de laFábrica de Tabacos, y en especial con una, oji-negra y no mal engestada, en cuyo trato hallómás especial atractivo, sin duda, pues fue lar-gos años su proveedora. Vino un día en quealgunos amigos, y entre ellos un respetablesacerdote, a quien Vieyra miraba con deferen-cia, emprendieron una campaña para que aque-llo se arreglase. -Hombre, va muy largo... Es hora de que hayauna solución... -¡No sé para qué! -respondía Vieyra. -Para... Por decoro, por...

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-¡Pchs! El decoro es cosa de ricos. Los pobresno podemos... -Pero... ¡no te merece ella!... -¡Sí! Me merece mucho..., sólo que, por lomismo, no es cosa de que la convide a morirsede hambre... Hoy ella vive de su trabajo; yo...,bueno..., de mi pereza si queréis. El día en quenos unamos, moriremos... Porque ella verá có-mo está mi vivienda y le darán ganas de barrery de poner el pote a la lumbre..., y ya no traba-jará..., y yo tendré que mantenerla y que com-prarle en invierno una saya... Y esto es superiora mis medios, y supone economías, que nihago, ni haré, ni nadie haría si la Humanidadtuviese sentido común. A pesar de estas razonadas objeciones, tantoporfiaron los amigos susodichos, que Vieyra,por cansancio y por no discutir, se avino a po-ner el cuello al yugo. Una mañana, muy de madrugada, Vieyra fuecon su amiga al altar. El sacerdote, fautor de laboda, quiso también bendecirla, y brindar en el

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café una jícara de chocolate a los novios. Alsalir del establecimiento, aun cuando la novia,¡pobrecita!, se agarraba ufana al brazo de suesposo, éste se desasió, y en tono categórico eimperativo le dijo, impulsándola hacia otracalle: -Bueno mujer. Ya estamos casados. Por mu-chos años sea. ¡Ahora tú a tu casa y yo a la mía!¡Larga, que se hace tarde! Y como se produjese entre padrinos y testigosla natural estupefacción, Vieyra, subiéndose elcuello del gabán, porque hacía humedad, ycorría fresco, añadió: -¿Qué se habrían figurado? Así se estableció la vida conyugal de Vieyra... En cambio, la adquisición del caballo de mon-tar dio ocasión a que Vieyra desarrollase unaserie de sentimientos afectuosos y cordiales quenunca se hubiesen sospechado en él. Al decir caballo de montar, ruego a los lecto-res que no asocien a esta frase ideas muy retóri-cas; que no piensen en los alazanes gallardos y

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fieros de los romances y los dramas. No; que sefiguren en cambio un ejemplar típico de la razadel país, un bicho cuyas dimensiones oscilanentre las del perro de Terranova grande y elborriquillo castellano pequeño. Sus ranillasestán cubiertas de pelo híspido, su cabeza noguarda proporción con el cuerpo, y sus ojos,zainos y traidores, miran siempre de soslayo,preparando el mordisco, con el cual se defiendemucho más que con la coz. Tal fue el innoble bruto que Vieyra trajo a casapor la suma de cincuenta y ocho reales, de laferia del primero, y que bautizó con el nombrede Peral -debido a una persistente convicciónde que aquello del submarino no salió bien pormanejos de la envidia... Chiquito y todo, Peral llevaba a lomos a sudueño hasta las casas de señores esparcidas porla campiña, donde Vieyra tenía puesto su cu-bierto y hasta preparada su cama. Antes deentrar en el patio de las quintas, Vieyra, pru-dentemente, ataba al caballejo a un árbol, y lo

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dejaba allí entregado a sí mismo, sin temor deque le robasen tal prenda. Conviene advertir que aun cuando Vieyravivía en la más estrecha unión e intimidad consu montura, la cuestión de mantenerla jamás lepreocupó. Había dos razones para este descui-do. La primera, que en el presupuesto del bo-hemio no existía partida para pienso de irracio-nales -¡tantas veces no la había para el del ra-cional!-. La segunda, que no conviene alterarlas costumbres establecidas, y verdaderamente,Peral no estaba habituado a comer. Es más: elcomer, lo que se dice comer, le ocasionaba, se-gún se verá desórdenes graves. Así es que Vieyra arregló este asunto con sin-gular facilidad... Peral subsistiría del merodeo.En las lindes mordisqueaba hierba; alguna vezentraba a saco en los ajenos pajares; devorabalos desperdicios y tronchos que encontraba enel camino real y a las puertas de las tabernas; ala playa bajaba a mariscar, goloso de almejas ycangrejillos, y en las heredades donde la cose-

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cha maduraba, cometía numerosos delitos, conel instinto de saber ocultarlos. Vieyra, en lascasas amigas, se metía en el bolsillo mendru-gos, dulces de los postres, y todo era para Peraligualmente delicioso. Dormía Vieyra sobre elestablo donde Peral se recogía. Algunas tablasdel piso estaban rotas. Cuando el amo, fatiga-do, apagaba su candileja, tenía cuidado deechar por las aberturas del piso El Imparcialque acababa de leer y que el caballo se zampa-ba inmediatamente... Teníamos la broma de que la montura deVieyra estaba mantenida con periódicos. Espe-rábamos que a cualquier hora rompiese ahablar en forma de despacho telegráfico. No rompió a hablar..., pero hizo una trastaday le costó la vida. Un día tuvo Vieyra una mala idea. En vez dedejar a Peral atado a un árbol, pidió hospitali-dad para el facatrus en la cuadra de una quinta.El dueño, a quien divertía mucho el célebrepenco, ordenó que se le diese a discreción ce-

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bada. ¡Qué festín! Y Peral no se indigestó, comoera lógico; lo que hizo fue embriagarse...

Sí, embriagarse absolutamente, como si hubie-se absorbido una cuba de jerez... Lo primerorompió la cuerda y se deshizo de la cabezada.Después salió al patio y rompió en una zara-banda de brincos, corcovos, zapatetas, coces ytodo género de acrobatismos. Después la borra-chera del animal tomó otro aspecto: furor ama-torio y furor homicida. El olor de las yeguas delcoche llegaba hasta él, y quiso lanzarse a lacuadra... Como el cochero le contuvo, converti-do en fiera se defendió a muerdos... El lacayo,que sufrió terribles mordeduras en la manoizquierda, agarró un palo y brumó las costillasdel pobre jaco hasta dejarlo por muerto. Nomurió, sin embargo; era duro, pero quedó re-sentido. Al llegar el invierno contrajo pulmo-nía.

-No conviene que los hambrientos coman a sutalante una vez -solía decir Vieyra muy entris-

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tecido-. A Peral no le hacía falta comida, ni a mídinero. A bien que no lo he de tener nunca...

Tal vez por falta de los cincuenta y ocho realespara comprar un sustituto a Peral, Vieyra espa-ció sus visitas a las casas donde encontrabaalimento sano. La consunción avanzó.

¡Una hoja más que el viento se lleva!