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Crítica / EnsayosReseñas, notas y entrevistas sobre literatura argentina e internacional.Ediciones CEC 2013 - Colección Ensayo

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El toro mecánico Críticas / Ensayos

Nicolás Mavrakis

www.elcec.com.ar

2013

Page 3: El toro mecánico - Nicolás Mavrakis

3

Diseño de tapa: Florencia Valdés Mavrakis

El toro mecánico se terminó de diseñar en abril de 2013

Su circulación es libre y gratuita

www.elcec.com.ar

Buenos Aires, Argentina, 2013

Page 4: El toro mecánico - Nicolás Mavrakis

4

Sobre el autor

Nicolás Mavrakis (Buenos Aires, 1982). Crítico, escritor, ensayista, periodista cultural.

Autor del ebook de ensayos #Findelperiodismo y otras autopsias en la morgue digital

(CEC, 2011) y de los relatos No alimenten al troll (Tamarisco, 2012). Sus cuentos han

aparecido en antologías como Buenos Aires Escala 1:1 (Entropía, 2007), Uno a Uno (RHM,

2008), Vienen Bajando (CEC, 2012) y Panorama Interzona (Interzona, 2012). Es miembro

del Centro de Estudios Contemporáneos (CEC) donde coordina y dicta talleres sobre

literatura y crítica.

Page 5: El toro mecánico - Nicolás Mavrakis

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ÍNDICE

Unas palabras previas /7

I / EL OFICIO

Stephen King, 22/11/63 /10

Siri Hustvedt, El verano sin hombres /11

Norman Manea, La guarida /12

Thomas Pynchon, Vicio Propio /13

Paul Auster, Diario de Invierno /15

Chuck Palahniuk, Pigmeo /16

Haruki Murakami, 1Q84 /17

Martin Amis, La viuda embarazada /18

Kurt Vonnegut, Cuna de gato /20

John Updike, Un libro de Beck /21

Ian McEwan, Solar /23

Joyce Carol Oates, Memorias de una viuda /24

Umberto Eco, El cementerio de Praga /26

John Connolly, Voces que susurran /27

Jaime Bayly, Morirás mañana /28

Amélie Nothomb, Una forma de vida /29

Leonardo Oyola, Kryptonita /31

Martín Caparrós, Los Living /32

José María Brindisi, Placebo /32

II / ALGUNAS NOTAS A PIE DE PÁGINA

Michel Houellbecq, poeta /35

Jorge Asís contraataca /38

Marilyn Monroe /41

Pensar los 90: Gorodischer, Robles, Lezcano /43

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6

Siri Hustvedt entre J. M. Coetzee y Paul Auster /46

III / ESCUCHAR, PREGUNTAR, TRANSCRIBIR

Enrique Vila-Matas /51

Minae Mizumura /54

John Katzenbach /58

Margo Glantz /65

Kjell Askildsen /70

João Gilberto Noll /72

Julia Kristeva /75

Beatriz de Moura /77

Martín Kohan /84

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7

UNAS PALABRAS PREVIAS

Estas reseñas, notas y entrevistas se publicaron en papel y fueron pensadas

y producidas en el marco preciso de la demanda del reino del mercado

editorial, especie periodismo, categoría cultural. Como ocurre con cualquier

tecnología hundida en el ocaso, el periodismo siempre puede utilizarse a la

manera de esos toros indómitos de metal que aparecían en las películas

norteamericanas del siglo pasado y que servían para entretenerse montando

al estilo rodeo (nuestra versión autóctona sería la doma), en el fondo

acolchonado de un bar. Jamás subí a una de esas máquinas, pero la imagen

de esa naturaleza desbocada transformada en un mecanismo brutal sin pies,

cola, ni cabeza, extracta también la certeza de que la caída, a pesar de la

artificialidad del riesgo, puede doler. Reseñar un libro, redactar una nota o

entrevistar a un autor para un medio periodístico es, si se me permite la

metáfora, tan irrelevante a los fines de una intervención singular y efectiva

en el campo cultural como montar un toro mecánico en esos oscuros bares

para rednecks y creerse un cowboy (nuestra versión autóctona sería un

gaucho). Aún así, el riesgo de la caída y del golpe, aunque estrictamente

privado e invisible, existe. Se trata, entonces, de montar al toro mecánico

con la mayor decencia posible, al menos por motivos entendiblemente

narcisistas o, como podrá decodificarlo alguna sensibilidad más cómoda en

la retórica de los recursos humanos, por motivos necesariamente

profesionales.

Respecto a las reseñas, escritas sobre libros que en casi ningún caso me fue

dado elegir —detalle que sí me parece valioso y que agradezco porque me

obligó a enfrentar numerosos prejuicios—, noto que se repite, una y otra

vez, una fórmula: "Este libro podría leerse como...". Pienso que hay menos

ingenuidad en la timidez de la propuesta que la certeza de que no hay

lectura —celebratoria o anatemática— que no sea más que una lectura

posible entre muchas otras. Respecto a las notas, atraviesan temas que me

interesaron y que dibujaron una parte fragmentaria del trabajo desarrollado

en seminarios sobre Michel Houellebecq, Jorge Asís y la literatura argentina

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del siglo XXI, este último proyecto llevado adelante junto al escritor Juan

Terranova en el Centro de Estudios Contemporáneos.

Respecto a las entrevistas, el género más desprolijo y confuso, muchas, casi

todas, suelen deparar más decepciones que sorpresas. John Katzenbach

guardaba una idea sobre el mérito de terminar un libro y publicarlo que

podría perfectamente ligarse a la idea que Enrique Vila-Matas tenía sobre su

propio y esmerado esfuerzo por construir lectores. Beatriz de Moura,

matriarca de Tusquets, sintetiza una idea del feminismo que a los setenta

años parece resolver con auténtica practicidad española el debate de un

siglo. Julia Kristeva, esto sí es pura anécdota, articuló ante una pregunta

algo extraña un comeback que me costó al menos cinco minutos de terapia:

"Es un problema complicado y finalmente no tiene ninguna importancia".

La entrevista a João Gilberto Noll, por otro lado, cambiaría mi vida para

siempre por motivos que nada tenían que ver con lo que registró la

grabadora. El toro puede ser mecánico, por supuesto, pero eso no lo hace

menos emocionante.

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9

I /

EL OFICIO

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Stephen King, 22/11/63

La posibilidad de que Stephen King (Portland, EE UU) alcanzara a los 64

años, y con varias decenas de libros publicados desde hace ya casi cuatro

décadas de trayectoria, una novela capaz de sintetizar en 860 páginas el

cúmulo de una destreza adquirida a lo largo de otras cientos de miles, es tal

vez el último estímulo para que la crítica canónica comience a pensar en

King como lo que ha sido para millones de lectores: uno de los grandes

escritores del siglo XX.

A la altura de su imaginación, ese mismo siglo XX le ofrece al escritor uno

de sus personajes más intrigantes –porque su muerte aún es tema de

controversias, porque su recuerdo es también un símbolo y porque fue

amante y (tal vez) mente ejecutora de la otra gran figura americana: Marilyn

Monroe–: John Fitzgerald Kennedy.

22/11/63 lleva al autor de Carrie hacia la ucronía, esa versión especular de

la "novela histórica" que se ocupa de desnudar –como intentó buena parte

de la semiología estructuralista del siglo pasado– hasta qué punto la

reconstrucción histórica de los eventos del pasado no es más que un efecto

del discurso, una invención narrativa que convoca y dictamina el sentido de

quienes han resultado victoriosos, antes que una "reconstrucción objetiva y

documentada". ¿Qué habría pasado, entonces, si JFK no hubiera muerto en

Dallas en noviembre de 1963? ¿Cuál habría sido el destino del mundo si Lee

Harvey Oswald no hubiera acertado dos de los tres disparos contra el

presidente de los Estados Unidos?

Depositario del oscuro secreto de un pasadizo albergado en los cimientos de

un viejo restaurante que permite retroceder en el tiempo hasta el año 1958,

el profesor de literatura Jake Epping decide abandonar un presente

rutinario y apostar por un futuro radicalmente diferente. El precio,

abandonar su época y pasar cinco años de exilio a casi medio siglo de

distancia, hasta la fecha clave.

En términos de género, la ucronía no implica necesariamente terror y es a

través de esa brecha que Jake Epping se construye, desde el inicio, como

una voz que no le teme al humor ni siquiera bajo la forma del gag: "Mi ex

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mujer alegó que el motivo principal de la separación era mi «inexistente

gradiente emocional» (como si el tipo que conoció en las reuniones de

Alcohólicos Anónimos no hubiera influido)". Con un estilo que se las arregla

para alcanzar una velocidad cinematográfica –no hay que desalentarse ante

860 páginas si se las piensa, en términos visuales, como 860 cuadros por

segundo–, no es infructuoso describir 22/11/63 como una novela de "lectura

ágil y atrapante", por una vez, en el mejor de los sentidos posibles.

Siri Hustvedt, Un verano sin hombres

Un verano sin hombres cuenta el apogeo y la caída de un matrimonio a

partir de un punto de quiebre. Treinta años de vida juntos y una hija

después, Boris, un eminente científico, le comunica a su mujer Mia, una

poeta y docente universitaria, que ha decidido tomarse una pausa. “La

Pausa era francesa y tenía un pelo castaño lacio y brillante. Era joven, por

supuesto, veinte años más joven que yo”, dirá Mia, a quien el repentino

cambio de vida de su esposo le provocará, a los 57 años, un inesperado

Trastorno Psicótico Transitorio. Superado ese trance, durante el que tendrá

coraje para continuar escribiendo versos, se trasladará junto a su madre a su

ciudad natal en Minnesota para intentar reconstruirse. Y es en este punto

donde Siri Hustvedt (EE UU, 1955) construye y pone en marcha un

mecanismo literario que combina lucidez, humor, memoria y sensibilidad

para refundar –a veces con una imagen, a veces con una idea– la

subjetividad completa de la voz narradora de Mia.

Ubicada en el presente puro del desamor, la poeta comienza a revisar hacia

atrás y hacia delante el núcleo profundo de todas las relaciones familiares,

profesionales e incluso físicas que configuraron su vida, a la vez que se

descubre insertada en una nueva red social: un mundo enteramente

femenino, compuesto por su madre y sus amigas –los cisnes, para quienes la

muerte es una certeza–; sus alumnas adolescentes de un curso de poesía –

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para quienes incluso la maldad es parte de una vida que aflora–, y la joven

con dos hijos que vive junto a un marido impredecible frente a su casa.

Esas coordenadas bien definidas permiten a la autora de Todo cuanto amé

no sólo una narración metadiscursiva sobre objetos culturales tan variados

como el psicoanálisis o el feminismo –en una versión poderosamente sutil y

lúcida–, sino que esencialmente le dan rienda suelta a Hustvedt para

transformar todo su texto en la reescritura terapéutica de un yo, haciendo

del lector un grato acompañante terapéutico.

Radiografía de la vida sentimental de un género en todas las edades y

funciones vitales, relato sobre la parábola inevitable del amor, sonda

exploratoria lanzada hacia la psiquis de un hombre confundido que también

intentará volver –a través de un lábil intercambio de mails–, Un verano sin

hombres narra, en definitiva, la posibilidad del devenir arte de todos los

padecimientos en el interior del gineceo. Una premisa que sólo la misma

mano detrás de La mujer temblorosa podía sostener con calidad y éxito

hasta la última página.

Norman Manea, La guarida

La guarida puede leerse como una de las obsesiones más incandescentes

entre los escritores que aún se sienten atravesados por la experiencia de la

Segunda Guerra Mundial: las fronteras del mundo de lo imaginario ante los

horrores del mundo real.

Para Norman Manea (Rumania, 1936), lo imaginario se define entre una

lejana pertenencia cultural ligada a las coordenadas de su Europa del Este

natal, donde vivió hasta 1986 oscilando entre la censura y el éxito de su

obra, y las vicisitudes del inmigrante que ha llegado a los Estados Unidos

para sentirse, hasta hoy, infinitamente extranjero. Ese es el nudo que rige

las historias de Agustín Gora y Peter Gaspar, dos hombres que,

diferenciados primero por la edad pero hermanados por el mismo origen, se

disputarán también el amor de una mujer. En el medio, la experiencia del

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horror, renovándose cíclicamente –a través del Holocausto, a través de las

Torres Gemelas, a través de las agonías de una enfermedad terminal– pero

sin resolverse nunca. “Pronto, el profesor Gora se enteraría de que Peter

había rechazado el estatuto de superviviente que los benévolos

estadounidenses estaban dispuestos a conferirle, del mismo modo que había

rechazado desde siempre cualquier alusión a la tragedia de la que había

nacido”, escribe Manea, dilucidando otra de las hipótesis de la novela: si el

horror no tiene solución lógica –idea para la que el rumano convoca a Jorge

Luis Borges a sus páginas–, el conflicto en el plano de lo real sólo puede

resolverse a través de un mundo distinto. Un mundo creado bajo el poder de

la palabra; es decir, a través de la escritura y la reescritura de una historia –

y de todas las historias, bajo la forma final de literatura– que funcione como

guarida.

A la sombra de un crimen que, como el horror que da origen al universo de

Manea, tampoco logrará resolverse, Gora y Gaspar se disputarán una mutua

supervivencia incluso más allá de lo terrenal, mediante la constitución de

sus propios relatos, sus propias obras y sus propias memorias. Hasta que la

enfermedad pondrá otra vez en jaque las posibilidades de cualquier guarida.

“Brotes de pánico, pinchazos en las sienes, el pecho cargado de toxinas. El

cuerpo enajenado. Los signos confusos. El sensor del cerebro era difícil de

bloquear, el cuerpo estaba desorientado”, se describe Gora mientras explora

la frontera última de todos sus intentos por constituir una identidad: la

inminencia del silencio. Y aún así, la tarea es resistir: “¿Quién podría

precisar, con toda certeza, cuán absoluta es la amnesia, aparentemente

total, del moribundo?”

Thomas Pynchon, Vicio Propio

La obra de Thomas Pynchon (Nueva York, 1937) podría leerse como una

compleja discusión con aquella teoría que proponía a la novela como una

forma ya frígida e inútil. Vicio Propio, en tal caso, intenta volver a retener

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aquella teoría en su pasado gélido, reinventando una de las grandes líneas

de la novela popular contemporánea: el género policial.

Ubicada en la California hippie pero ya republicana de los años sesenta y

setenta, este policial sui generis comienza por mezclar un poco del clásico

policial de misterio con otro poco del clásico policial negro. El poder del

clásico thriller también tiene su lugar y, hasta ahí, todo podría correr el

riesgo de sonar convencional. Pero la clave de la fórmula pynchoniana no

está en la mezcla, sino en dejarla fermentar sobre gran parte del imaginario

más libertario de lo que pudo ser (y representar, para varias generaciones)

el hippismo.

¿El resultado final? Un texto ágil y a la vez melancólico, que con justicia

podría llamarse "novela policial lisérgica". Un género al que los lectores

locales también podrán asignarle la enorme cantidad de incomprensibles

galicismos que, a la par de las densas nubes de marihuana entre las que vive

el protagonista de Vicio Propio, Doc Sportello, corretean de punta a punta

en la traducción castellana.

Entre surfers crónicos, policías malditos, neonazis sensibles, rubias de

costumbres flexibles, empresarios millonarios que desaparecen sin rastros y

—siempre— mucha marihuana, cocaína y LSD, el detective privado Doc

Sportello tendrá que descubrir qué pasó con el oscuro Mickey Wolfmann,

un pope inmobiliario que tal vez esté muerto, exiliado o simplemente

enloquecido en algún lugar secreto, víctima de una vasta conspiración.

Alrededor de Doc, comenzarán a vislumbrarse hacia adelante fantasías

exóticas como internet —"es como el ácido, otro mundo, completamente

extraño..., donde el tiempo y el espacio cambian"— y, hacia atrás, el

microcosmos cerrado de una época que comenzó proponiendo amor libre y

terminó con patrullas motorizadas preocupadas por Charles Manson. En el

transcurso, los más fanáticos podrán rastrear en esa California "hippie y

drogata" huellas del propio autor: del hombre cuyo rostro y domicilio son

un enigma —aunque su voz pueda escucharse en algunos capítulos de Los

Simpsons y también en Youtube, promocionando la novela—, circula la

versión de que vivió en California durante el mismo período que ahora

relata. Para quienes, en cambio, se conformen con la estricta letra escrita,

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Vicio Propio provocará la sensación de un Pynchon demasiado mainstream,

dueño de un estilo, una voz y una leyenda que a los 74 años, tal vez, ya no

quiera privarse de nada.

Paul Auster, Diario de invierno

¿Cómo juzgar la relevancia literaria o la calidad estética de una

autobiografía? La primera cuestión merodea los usos y las costumbres de la

época: Auster es un escritor realmente masivo incluso en el mercado

iberoamericano, y eso ha multiplicado, durante años, sus entrevistas, sus

apariciones públicas y sus libros.

En la cima de una aceitada maquinaria publicitaria en los tiempos en que la

exposición crea la existencia, las oportunidades para conocer la vida y la

obra de Auster –incluyendo sus inquietudes creativas y políticas, la relación

con Siri Hustvedt, su vida neoyorquina en Brooklyn y hasta la carrera como

cantante de su hija Sophie– no son pocas, ni cuesta demasiado encontrarlas.

¿Cómo construir literatura, entonces, a partir de tanto material en estado de

desfile constante? (A lo que se suma, además, la existencia previa de textos

autobiográficos como La invención de la soledad y A salto de mata).

Si bien el género autobiográfico es un dispositivo enmarañado –y las

mejores novelas de J. M. Coetzee, amigo epistolar de Auster, lo confirman–,

una repuesta posible conduce de inmediato a la segunda parte de la

pregunta: ¿narrando, tal vez, la lisa, llana y desnuda verdad?

Escrita en segunda persona, Diario de invierno opta por el tono de lo

inefable antes que el de la revelación. Y es bajo ese traje de intelectual y

escritor full time que Auster evita exponer(se) cualquier faceta más allá de

las peligrosamente previsibles. Incluso su relato de una épica sexual –la de

un estadounidense de clase media, timorato y con todas las inquietudes

correctas– se sofoca en un primer paso que no escapa de la carcasa del tropo

poético: una prostituta (negra) que le descubre al joven remanido los

placeres que las chicas de su clase no conocen ni se atreven a explorar. A

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partir de ahí, los episodios de intensa hipocondría, el viaje iniciático a

Francia (que vuelve a empujarlo hacia las figuritas canónicas del siglo XIX),

la pasividad de su primer matrimonio y la idealización (entre cursi y

elíptica) con la que trata a su actual esposa, hacen del autor de Viajes por el

Scriptorium casi una caricatura, confeccionada a la medida de lo que

debería ser un escritor serio y comprometido con su oficio.

En el mejor caso, podrá argumentarse que Auster se sabe vedado a ciertas

exposiciones. “Eras incapaz de mostrar tu aflicción de la forma en que suele

hacerlo la gente, de modo que tu cuerpo se desmoronó y sintió tu pena por

ti”, recuerda durante la muerte de su madre.

¿La vida de un escritor tiene el deber de ser interesante? Claro que no. Tal

vez, sí, el de narrarse de una manera más verídica y menos acartonada; en

definitiva, más libre.

Chuck Palahniuk, Pigmeo

A la luz de sus últimos intentos, Pigmeo parece ser la última novela en la

que Chuck Palahniuk apuesta con todas sus armas a revalidar su título de

"escritor de una generación" —los 90, en su versión occidental globalizada—

, después del éxito fenomenal de El club de la pelea (1996), y de una

recepción más que buena, entre críticos y lectores, de colecciones de relatos

non—fiction como los reunidos en Error humano (2004).

Producto de una estética donde lo "excesivo" todavía funcionaba como

metáfora de una época y como usina para poner en marcha a cualquier

personaje, Snuff (2008) —sobre el mundo de la industria pornográfica—,

Rant (2007) —sobre un criminal que deja una huella profética en un futuro

demasiado teñido de J. G. Ballard— y Fantasmas (2005) —una genial serie

de cuentos con una trama común— delinearon para este escritor algo que,

entre sus millones de lectores, comenzó a sonar como la extraña repetición

de sí mismo, pero en numerosas versiones.

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Por eso, si El club de la pelea sirvió en los '90 como plataforma de abordaje

de algunos tonos fugaces del terrorismo doméstico, Pigmeo representa esta

vez un salto hacia el terrorismo internacional en el nuevo siglo. Un joven

agente secreto de una difusa potencia comunista asiática simula formar

parte de un programa de intercambio escolar para llegar a los Estados

Unidos, "el degenerado nido de la serpiente". Su misión: Operación Estrago,

un feroz ataque químico que el infiltrado describe como una mezcla

hedionda de "Viagra, Zanax y chicle de menta".

Camuflado en el interior de una familia tipo, los partes secretos de

inteligencia enviados a su país —escritos con la detallada rusticidad de

quien no domina el idioma local— harán del "agente 67" un antropólogo

descarnado del american way of life, pero también un espejo de los modos

en que los Estados Unidos imagina a sus enemigos. Por eso podrán

encontrarse, entre las citas "motivacionales" recolectadas por este terrorista,

nombres como Juan y Eva Perón, o el "Che" Guevara, entre muchos otros

"venerados líderes" como Benito Mussolini, el africano Idi Amin Dada o

Fidel Castro.

Ácida, violenta, efectista y con un giro asegurado hacia el final, Pigmeo es

una novela que vuelve a funcionar como otro "cover" que Chuck Palahniuk

hace de Chuck Palahniuk. Lo cual confiere al menos una certeza: sus

millones de seguidores no serán defraudados. Y quienes todavía no lo

conozcan, no deberían dejar pasar la oportunidad.

Haruki Murakami, 1Q84

Haruki Murakami (Kioto, 1949) juega en esa liga literaria donde la categoría

"fenómeno de mercado" produce efectos tan ambiguos como seductores. Y

por "seductores" no debe pensarse siempre en encandilamientos literarios

absolutos —algo que ocurre masivamente, como el merchandising alrededor

de 1Q84 lo demuestra—, sino también en romances breves y plagados de

falsas expectativas. "No tenía pensado escribir un tercer libro, pero cuando

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terminé de escribir las últimas líneas del segundo sentí que todavía me

quedaba en el corazón algo que contar", dice el propio Murakami sobre la

tercera y última entrega de 1Q84, una novela de larguísimo aliento y

enormes ansias que se propone alcanzar la creación de un mundo propio y

totalizador, a la manera de Marcel Proust y En busca del tiempo perdido

(referencia cuya mención constante, a lo largo de este tercer volumen

termina por ser casi dañina).

Dimensión paralela frente a lo real, territorio donde fantasías y miedos se

materializan tanto como vida y muerte; mezcla de expedición amorosa a la

manera de la Divina Comedia y de clásico policial negro con detectives

sentimentales, el universo cerrado de 1Q84 propone un Japón anclado en

un 1984 como clave onírica para comprender el mundo. Y es en esa zona

fantástica donde —como el autor de Kafka en la orilla (2005) ha sabido

habituar a sus lectores— todo puede ocurrir más allá de las fronteras

habituales de la percepción. Aun así, es a veces con frases del estilo de:

"Donde hay luz tiene que haber sombra y donde hay sombra tiene que haber

luz. No existe la sombra sin luz, ni la luz sin sombra...", entre otras, que

Murakami moldea la profundidad de algunos de los personajes más

"enigmáticos" de 1Q84.

Con un estilo sencillo casi hasta la planicie, que hace de la marca de una

escritura oriental la presencia de apenas unos poco localismos japoneses

aclarados a pie de página, es con un largo contrapunto entre las historias de

Aomame —la heroína que se esconde luego de haber asesinado al líder de la

poderosa agrupación Vanguardia—, Tengo —el retraído escritor que la

ama— y Ushikawa —un detective encargado de dar con ambos—, que esta

tercera parte de la ambiciosa novela de Murakami cierra, a través de un

relato amoroso, lo que las 744 páginas de las primeras dos partes previas de

1Q84 habían abierto antes.

¿El resultado? Una jugada tal vez demasiado zigzagueante a la hora de

medir los méritos finales. En todo caso, habrá que prestar atención a la

descripción de su trabajo que hizo el propio autor de Tokio Blues

(Norweigan Wood) (2000): "Mi novela trata del idealismo extremo, y

ningún extremismo es beneficioso para la sociedad."

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Martin Amis, La viuda embarazada

Martin Amis (Oxford, 1949) es una lectura imprescindible para quien

conozca ese curioso poder secular con el que ha logrado trasmigrar hacia

sus novelas los zeitgeist o "espíritus de época" que Occidente ha atravesado

en los últimos 25 años. Apenas un par de ejemplos: si Dinero (1984) fue el

grotesco sentimental retratando la voracidad financiera de los '80, La flecha

del tiempo (1996) hizo de su propia forma el único absurdo capaz de

sintetizar medio siglo de innumerables reflexiones colectivas sobre el

Holocausto nazi.

La apuesta literaria de Amis y su confianza en su propia capacidad de

interpretar al "cronista de su tiempo" no son menores. Que haya publicado

sus memorias (Experiencia, 2000) tan sólo a los 51 años, o que haya afilado

sus más provocadoras ideas —hoy más potentes que nunca— sobre el

terrorismo y el universo islámico tras el 11 de septiembre de 2001 (El

segundo avión, 2008) son prueba de hasta dónde está dispuesto a apostar

en ese juego.

Con La viuda embarazada, la apuesta toma nuevos rumbos, pero conserva

la esencia —típicamente inglesa— del retratista que ha estudiado tan

acabadamente una época que puede despedirla con el frío beso de la muerte.

¿Su nuevo gran paisaje? La revolución sexual, desde las esperanzas y

fantasías de los años '60 y '70, hasta su oscurecimiento y ocaso en los años

'90 y 2000. ¿Los colores? Una saga de personajes que comienza en un alter

ego bastante autobiográfico como Keith Nearing y el despertar de su

autoconciencia amorosa, para alcanzar máximos brillos en voces como la

imposible Scheherazade, la novia eterna Lily y una dama casi chauceriana

como Gloria.

¿Una perspectiva? La certeza (desoladora, incontestable) de que "un mundo

que fenece no deja tras de sí un heredero sino una viuda embarazada".

¿El resultado? Una novela que —como Michel Houellebecq en Ampliación

del campo de batalla o Las partículas elementales, por mencionar un

contemporáneo del peso de Amis— explora con crudeza no sólo el devenir

Page 20: El toro mecánico - Nicolás Mavrakis

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presente de una era que pretendió cambiar las sensibilidades universales

para siempre, reescribiendo sus códigos amorosos y sexuales, sino que

también se detiene en la lectura inteligente de sus vestigios actuales, a la

manera de un historiador lúcido y cargado de ideas.

¿Qué es finalmente aquello que para Amis transita sus últimas etapas,

cuales "viudas embarazadas"? Es una excelente pregunta a tener en cuenta

antes de comenzar a leer, aunque sin dudas podrán rastrearse, en principio,

la literatura sentimental en sí misma —por supuesto—, pero también el

amor libre, el juvenilismo, el feminismo y, por qué no, esa suma azarosa de

peripecias individualistas que podríamos llamar "la vida moderna".

Kurt Vonnegut, Cuna de gato

La reedición de Kurt Vonnegut —en la cuidada y nueva traducción de Carlos

Gardini— es una oportunidad para volver a uno de los autores

norteamericanos más interesantes del siglo XX desde una perspectiva capaz

de suscitar interrogantes en los albores del siglo XXI. En ese sentido, desde

su propia experiencia primero y como escritor después, Kurt Vonnegut

(1922—2007) ha sido uno de los testigos más lúcidos del desmoronamiento

del credo humanista bajo el que Occidente intentó regir el destino de su

propia subjetividad.

Si es conocida la anécdota de la presencia involuntaria de Vonnegut como

prisionero de guerra durante el bombardeo de Dresde, en Alemania, en

1945, que volcaría con elocuencia en Matadero Cinco (1969), el regreso a

Cuna de gato (1963) muestra hasta qué punto este escritor comprendió que

su época era también la del fin de la Humanidad.

Como la de H. P. Lovecraft, J. G. Ballard o el más contemporáneo Michel

Houellebecq, la obra de Vonnegut es un divertido y preciso espejo que

reflejando un mundo donde el régimen cientificista ha desnudado su alianza

con los caprichos del mercado y sus máquinas de guerra. Eso es lo que el

escritor Jonás descubre al iniciar la reconstrucción literaria del día que Félix

Page 21: El toro mecánico - Nicolás Mavrakis

21

Hoenikker —una de las mentes científicas más luminosas del proyecto

nuclear norteamericano— pasó en familia mientras la bomba atómica que

había ayudado a desarrollar caía sobre la ciudad de Hiroshima. Lo que se

termina sobre las cenizas de Japón —descubre Jonás— es la familia de

Hoenikker, el patriotismo de sus hijos, las expectativas iluministas de sus

colegas ante un horizonte de simple y apabullante destrucción.

El viaje a través de esas ruinas lo llevará a la república “bananera” de San

Lorenzo, un páramo inhóspito en el que tal vez se gesta el inminente

porvenir metafísico de una sociedad que se ha rendido ante la crueldad

material de sus propios descubrimientos racionales.

Con un estilo que a casi cincuenta años de su publicación aún reúne humor,

originalidad e inteligencia en cada página, encontrar en Cuna de gato una

pieza exótica inaugural en el largo rompecabezas de Kurt Vonnegut —del

que la novela Galápagos (1985) parece casi una versión remixada— sería

una obviedad. Cuna de gato es, en cambio, uno de los más radicales

intentos literarios del siglo pasado por reflexionar acerca de los peligros de

una nueva era. No desde el miedo o el moralismo del oscurantista, tampoco

desde el romanticismo fácil del conservador; la voz de Vonnegut no es la de

un Humanismo humillado que recela el futuro, más bien se consolida como

la del último humanista sensato: el que narrará su propio final.

John Updike, Un libro de Beck

La obra de John Updike (1932—2009) es la de un verdadero coloso de las

letras de los Estados Unidos del siglo XX. Ganador de dos Premios Pulitzer,

Medalla Nacional de las Artes en su país, donde también reunió diversos

premios de la crítica, Updike hizo de su literatura y de su estilo un espacio

de particular reflexión sobre casi todas las vicisitudes de su época, incluida

también una larga reflexión sobre la tarea del escritor. Un libro de Bech

(1970) es el primero de los tres volúmenes de la saga de Henry Bech, un

antiheroico escritor judío cuya lejana contribución al Parnaso Literario

Page 22: El toro mecánico - Nicolás Mavrakis

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descansa sobre obras que se leen en universidades de todo el mundo y sobre

un prestigio que ha hecho de su portador un fantasma en términos de

creatividad, pero también un lascivo explorador del mundo, sus

circunstancias y, sobre todo, de sus mujeres: "Los hombres que viajan solos

desarrollan un vértigo romántico. Bech ya se había enamorado de la pecosa

esposa de un embajador en Praga, de una cantante dentuda en Rumania y

de una impasible escultora mongola en Kazajistán. En la galería Tretyakov

se había enamorado de una estatua yacente, y en la Escuela de Ballet de

Moscú de una sala entera de señoritas".

A diferencia del Harry "Rabbit" Angstrom de la saga Rabbit (la más famosa

de las creaciones de Updike), Henry Bech funciona menos como la

construcción profunda y detallada de un personaje que como una voz —

ácida, cómica y siempre incisiva— útil para recorrer un universo cultural

que comienza en la Unión Soviética (cuando faltaba mucho para que la

Guerra Fría comenzara a disolverse), atraviesa la sensibilidad de los Estados

Unidos de los años sesenta, regresa a Europa y finaliza con un nostálgico

viaje a la infancia, en el que pueden registrarse algunos elementos

autobiográficos del propio Updike.

"Pero este hombre de letras soltero en concreto, que había sido el único hijo

varón de sus padres y que veía a la familia de su hermana en Cincinnati

menos de una vez al año, se sentía insultado cuando se encontraba inmerso

en el cieno de la promiscuidad familiar", se retrata a sí mismo Bech,

mientras lucha por el afecto de una amante a la que descubre tan hábil para

el amor como para la maternidad. Lección de estilo para quienes desconfíen

de una literatura cuya gravedad necesita basarse en las afecciones de la

solemnidad y también para quienes confundan lo humorístico con la simple

ausencia de seriedad, Un libro de Bech es una puerta de acceso rápida y

grata para conocer algunas de las obsesiones recurrentes del autor de

novelas tan disímiles como Las brujas de Eastwick y Terrorista.

Page 23: El toro mecánico - Nicolás Mavrakis

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Ian McEwan, Solar

Ian McEwan (1948) es uno de los capitales culturales del Reino Unido y en

su última novela comprueba una vez más que la capacidad de su prosa para

"surfear" —dirían Alan Pauls o Vila-Matas— se mantiene intacta. Esta vez,

los experimentos humorísticos de Solar resultan tan efectivos como

poderosamente opuestos a clásicos como El jardín de cemento (1978),

construido sobre tonos fríos y opresivos, o las incisiones casi antropológicas

de Chesil Beach (2007).

No es un detalle que, junto a Martin Amis o Hanif Kureishi, McEwan sea

una de esas estrellas del circuito literario inglés capaces de permitirse textos

como quien satisface algún capricho exótico (o innecesario). En ese sentido,

Solar podría leerse en la misma línea de lo que Submarino Amarillo fue

para Los Beatles: una excentricidad posible para quien todo está admitido

(como cualquier estrella pop, McEwan promocionó su novela

fotografiándose entre libros y champagne con un cerdo bautizado Solar).

Entrenado en el arte de bucear por los intersticios más oscuros de las

relaciones humanas, la apuesta es contar las contradicciones grotescas,

trágicas e irresolubles de Michael Beard, un físico ganador del Premio Nobel

que se deshace entre sus propias miserias mientras lucha para concretar la

revolución científica que salvará al mundo del recalentamiento global. Al

menos, hasta que sus infiernos personales —bajo la forma de cinco ex

esposas, amantes, una hija y varios discípulos inescrupulosos— arruinen sus

planes.

Pero matizado por las peripecias de Beard —que arrancarán más de una

risa—, el gran tema de Solar es la ecología. Cuestión que, al menos a este

lado del hemisferio, no puede dejar de sonar demasiado abstracta como

para considerarla un problema del "mundo real" (McEwan, por su lado,

participó en 2005 de un viaje interdisciplinario al Polo Norte muy parecido

al que describe en la novela, invitado a concientizarse sobre el asunto).

¿Cuáles serían, por lo tanto, las condiciones de recepción para una "novela

ecologista" entre lectores argentinos? Difícilmente puedan rastrearse

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antecedentes más allá de algunos textos periodísticos de divulgación.

Mientras tanto, la ficción más contemporánea, pasando por alto algún relato

apocalíptico en el que la ecología funciona apenas como excusa, recién

comienza a explorar seriamente algunas temáticas "primermundistas" como

el turismo. Por ejemplo, en los cuentos de Varadero y Habana Maravillosa,

de Hernán Vanoli (Tamarisco, 2010).

La conclusión de McEwan sobre la cuestión, por ahora, es pesimista: ningún

proyecto de salvación colectiva triunfará mientras el poderoso egoísmo de

sus propios agentes se interponga en el camino

Joyce Carol Oates, Memoria de una viuda

Memorias de una viuda retrata la agonía y muerte del esposo de Joyce

Carol Oates (Estados Unidos, 1938) como punto de partida para una

meditada reflexión sobre la construcción del matrimonio, el desconsuelo de

la soledad y el dolor como prisma desde el cual colocar en la balanza de los

años la suma de experiencias que constituyen toda una vida.

Novelista experimentada, dramaturga, poeta y crítica, Joyce Carol Oates

avanza por ese sendero largamente transitado –por razones de época, de

cultura y también de mercado– de la autobiografía, aunque apostando a lo

que por momentos se convierte en el dibujo de un retrato a dos manos. Por

un lado, su propia voz recorre el mundo antes y después de la muerte de

Raymond Smith, tras casi medio siglo de matrimonio; por otro lado, la voz

de la narradora se construye a sí misma a través del hombre que ya no está.

“Mi marido no leyó nunca casi ninguna de mis novelas ni mis relatos cortos.

Ray era un editor excelente, sagaz y culto pero no leyó casi nada de mi

ficción, y, en ese sentido, podría afirmarse que Ray no me conocía por

completo o, en un aspecto importante, ni siquiera en parte”, escribe la

autora de Un jardín de placeres terrenales e Infiel, algunas de sus novelas

traducidas al castellano.

Consciente de los mecanismos estéticos que rigen la arquitectura de la

memoria y de la palabra cuando se vuelven literatura –Oates es profesora de

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25

escritura creativa en la Universidad de Princeton, espacio crucial cuando se

avecine la muerte–, también avanza sobre la creación como ejercicio de

ascesis. “Escribir es un trabajo solitario, y uno de sus peligros es la soledad.

Pero una ventaja de la soledad es la intimidad, la autonomía, la libertad”,

reflexiona Oates, abriendo la posibilidad del entendimiento reflexivo ante lo

que amenaza con imponerse apenas como una muralla impenetrable de

recuerdos y dolor.

¿Quién es finalmente Raymond Smith, este hombre ante el cual su esposa

asegura haber aprendido a “no agitar su indignación, sino a aplacarla”, ese

editor y jardinero paciente, al que podemos ver junto a su Oates en su “casa

de cristal” de Princeton? ¿Quién es la mujer y la escritora que lo acompaña y

en qué se convierte una vez que lo ha perdido? Como toda autobiografía

escrita con sensatez, la Joyce Carol Oates de Memorias de una viuda no se

permite ofrecer respuestas sino abrir nuevas preguntas. “Esto no es una

persona. Esto no es una vida. Una vida de escritora no es una vida”, escribe

para desarticular cualquier aspiración al hallazgo de realidades útiles detrás

del nombre que enmarca su existencia. Porque el único deber importante de

una viuda –escribe también– es mantenerse viva.

Umberto Eco, El cementerio de Praga

La Europa decimonónica de Umberto Eco en El cementerio de Praga es un

universo asomado a su propio abismo. El fin de las monarquías, las

revoluciones de las que nacerán los estados modernos, el comunismo, el

psicoanálisis, la imparable secularización de la sociedad: ninguno de los

grandes eventos culturales son ajenos al diario en primera persona del

huraño e intratable Simone Simonini. Un narrador a través del que, con un

tono lacerante y cínico, que incluso los fans del televisivo doctor House

podrán reconocer de inmediato, el escritor italiano juega a desmontar los

escondites contemporáneos de aquello que él mismo ya ha analizado bajo la

forma de lo políticamente correcto.

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Treinta años después de El nombre de la rosa, el thriller filosófico-policial

que lo hizo famoso en el mundo, El cementerio de Praga vuelve a recorrer

algunas de las cuestiones con las que, como buen semiólogo, la obra de Eco

parece obsesionarse: ¿Cómo se construye lo real? ¿Cuáles son sus bordes?

¿Qué lo separa de lo irreal?

La luz sobre esas preguntas comenzará a encenderse a lo largo de la historia

de la carrera del falsificador profesional Simone Simonini, "que en poco

tiempo superó al maestro y descubrió que poseía prodigiosas habilidades

caligráficas". A partir del uso de los más rancios discursos antisemitas,

machistas y homofóbicos —que Eco mueve con la destreza del tahúr

consciente de que sus naipes forman parte de un juego que hoy tampoco ha

acabado—, Simonini descubrirá que, ante la inminencia del siglo XX, la

información y el conocimiento se han fundido en dos soportes tan

verosímiles como manipulables: los libros y la prensa.

Ni la imagen del célebre novelista Alejandro Dumas, ni las campañas

militares de Garibaldi en Italia estarán a salvo del objetivo final de Simonini

y los conspiradores con los que se irá cruzando a lo largo de Europa:

convencer al gran público, a través de textos falsificados y editoriales

manipulados, de que los judíos son el origen de los fracasos y peligros que

acechan desde siempre a la Humanidad. "Los judíos eran enemigos del

altar, pero lo eran también de las plebes, a las que chupaban la sangre y,

según los gobiernos, también del trono", se regodean los autores de uno de

los documentos falsos más exitosos del siglo pasado: Los protocolos de Sión,

un panfleto antisemita que fue publicado en la Rusia zarista de 1903 y sobre

el que Eco se permite revelaciones que —en un mundo aún atravesado por la

xenofobia y la manipulación— dan a la novela un último giro, ante el que

difícilmente algún lector dejará de sentirse interpelado.

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John Connolly, Voces que susurran

Alguna vez, Robert Graves escribió que lo esencial de las legendarias

batallas heroicas de los griegos era que había fuerzas que los hombres no

podían controlar. Divinidades que hacían de las tragedias humanas un

teatro de excusas donde desatar conflictos que ni siquiera incumbían a los

mortales. Voces que susurran juega con esa idea mítica y expiatoria, pero en

un escenario mucho más contemporáneo: la guerra de Iraq. Charlie "Bird"

Parker, el protagonista de la exitosa saga detectivesca creada por John

Connolly (Dublín, 1968), tampoco abandona los rasgos del clásico detective

de género —la melancolía, la abulia moral, el sentido del deber—, aunque sí

profundiza un costado esotérico que sus seguidores ya conocen desde Los

amantes (2009) y El ángel negro (2005).

Con la previsión de tiempos y estilos que caracteriza a los mejores best

sellers, sin embargo, Connolly construye su novela a partir de la posibilidad

de que sea la primera de muchas en manos del lector. A partir de una

investigación casi rutinaria que llevará a Charlie Parker tras un misterioso

grupo de veteranos de guerra que contrabandean mercancías a través de

Canadá, la historia se ubica en Maine, un estado norteamericano sobre la

frontera canadiense, alrededor de la cual bastarán unas pocas páginas para

conocer el "background" del detective —cuya mujer e hija han sido

asesinadas— y su círculo de colaboradores, entre los que se destaca la

famosa pareja de asesinos gays, Louis y Ángel, narrados en Los hombres de

la guadaña (2008).

Con algunos pasajes que en tono de denuncia critican el pobre

equipamiento y el posterior destrato que sufren los veteranos

norteamericanos cuando regresan del frente —sin mayor referencia a los

invadidos—, otras pocas páginas, en un registro muy cinematográfico,

concentran de inmediato la acción sobre otro hecho real: el saqueo que, en

2003, sufrió el Museo Nacional de Iraq tras la invasión y que significó la

desaparición de 14 mil piezas arqueológicas. "Soldados, un tesoro, una

discordia entre ladrones", dice El Coleccionista, uno de los amigos de

Parker. Lo que ninguno de los involucrados podría haber previsto es que,

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entre esas piezas que ahora se contrabandean por "razones humanitarias",

hay un pequeño cofre milenario que alberga al Demonio."Algo de lo que

estaba retenido dentro encontró la manera de envenenar las mentes de

quienes entraban en contacto con la caja", escribe Connolly, aunque

restringiendo muy bien al terreno privado de la moral lo que, llevado un

poco más allá, pudo haber funcionado como una interesante metáfora

política sobre una invasión militar más saqueadora que libertaria.

Jaime Bayly, Morirás mañana

Sintetizar la obra literaria de Jaime Bayly (Perú, 1965) como un largo

tratado sobre la economía del odio no sería una idea insuficiente ni

incorrecta. Novelista centrado casi tanto en la vigencia contemporánea de

sus temas —ahí la vena periodística del media star latino— como en su

movedizo estilo para narrar —no son, porque no suenan iguales, No se lo

digas a nadie (1994) ni Los amigos que perdí (2000)—, la literatura de

Bayly es un territorio donde el ánimo incendiario del comentarista,

polemista a la carta y escandalizador serial de las últimas buenas

conciencias construye, con precisión y humor, un mundo que vale la pena

ser leído.

Morirás mañana, trilogía que comenzó en 2010 con El escritor sale a

matar, continuó en 2011 con El misterio de Alma Rossi y concluyó en 2012

con Escupirán sobre mi tumba, reúne la historia de Javier Garcés, un best—

seller con una expectativa máxima de seis meses de vida. Lejos del ánimo de

redención espiritual y pacificación ante la muerte, Garcés, en cambio,

asume la noticia y planifica su retiro del planeta con un objetivo preciso:

"Serán los mejores meses de mi vida y lo serán porque estarán animados

por el afán de venganza y porque ese afán no estará exento de astucia,

prudencia y valor".

A través de una sucesión de virtuosos crímenes contra viejos enemigos que

sirven para pintar, con más o menos guiños, la paleta de colores del

mundillo literario iberoamericano —incluidos algunos tonos narrados en

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Buenos Aires—, Bayly resuelve, esta vez a la velocidad de un thriller de

carácter tarantinesco, un asunto recurrente en su obra: la degradación y

extinción de construcciones que, como el diario tradicional de Los últimos

días de La Prensa (1996) o el cerco de amor familiar de Yo amo a mi mami

(1998), se imaginan a sí mismas como protectoras indiscutibles de

subjetividades necesariamente vacilantes a su alrededor. "Antes era adicto a

escribir novelas. Ahora soy adicto a matar personas a las que odio o

desprecio, o a las que simplemente me divierte matar", dice Javier Garcés

para desangelar la expectativa de que un escritor, sus formas y la cultura

civilizada que se espera que encarne no son —ni siquiera necesariamente—,

sinónimos de bondad, paz y comprensión. "Es bueno aferrarse a los

rencores honorables con un fin terapéutico y se nos dice que perdonar un

agravio purifica: no lo creo, en mi experiencia cuando te han hecho una

putada muy fea, perdonar es inhumano, a mí lo que me permite resistir es

mantener la distancia y saber que hay dos trincheras y que silban las balas",

dijo Bayly en una entrevista. Tratado ligero de una filosofía del odio,

Morirás mañana cumple sin dudas el objetivo.

Amélie Nothomb, Una forma de vida

Resulta difícil ceñir una lectura homogénea a la obra expansiva de Amélie

Nothomb (Japón, 1967), la autora de origen belga que desde hace una

década se jacta de publicar una de las tres novelas que escribe por año. Sin

embargo, ese ritmo desenfrenado de escritura y publicación –que en cierto

modo podría emparentarla con nuestro escritor serial César Aira– ha hecho

también de la autora de Estupores y temblores una voz capaz de teorizar

sobre la génesis del relato literario.

Aún atrapada por ciertos convencionalismos de larga tradición europea,

Una forma de vida se presenta, primero, como una novela epistolar

decimonónica alrededor de los problemas de la creación. Las primeras

cartas le sirven a Nothomb para exponer los rigores del mundo privado de

una best seller ante los intentos diarios que cientos de lectores –

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magnetizados por una fuerza de transferencia equiparable a la que surge

entre un psicoanalista y sus pacientes– hacen para colonizar su existencia

real. Esa excursión abstracta por el mundo privado de la autora de Ni de

Eva ni de Adán, sin embargo, será el punto de inicio para las aventuras de la

creación misma, desde el momento en que uno de sus ávidos fans

epistolares exigirá una categoría existencial verdadera.

"Deseo existir para usted. ¿Es pretencioso? No lo sé. Si lo es, lo siento. Es lo

más auténtico que puedo decirle: deseo existir para usted", le escribe Melvin

Mapple, un soldado de los EE UU estacionado en Irak que asegura ser un

lector voraz de todos sus libros.

Es a partir de ese cruce entre género epistolar y realidad política donde

Nothomb comienza su verdadera novela: un examen de las categorías de la

ficción y la creación literaria, donde cada carta construye mutuas realidades

aparentes y donde la forma escrita se autonomiza de la mera realidad,

convirtiéndola en algo cada vez más extraño: "Desde que estoy en Irak he

engordado 100 kilos. Diecisiete kilos por año. Y no he terminado. Cien kilos

es el peso de una persona enorme. Ya que esta persona ha nacido estando yo

aquí, la llamo Sherezade", se confesará el soldado ante la escritora.

¿Pero cuál es el pacto de lectura posible entre dos corresponsales al que el

ejercicio de la escritura ha construido como iguales? Si la literatura consiste

en construir mundos paralelos que funcionen con coordenadas propias, Una

forma de vida puede leerse como la reflexión de una profesional de la

palabra acerca de los rigores que reclama toda apuesta creativa. Pero si la

teoría se aparta y lo que resta es la literatura como dispositivo ocioso, Una

forma de vida funciona también como una máquina creciente de sorpresas,

donde ningún paso resulta conducir hacia donde en apariencia promete

hacerlo.

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Leonardo Oyola, Kryptonita

Si la literatura puede pensarse como un artefacto capaz de resignificar el

mundo a través de la construcción de un universo de sentidos propios,

Leonardo Oyola (Buenos Aires, 1973) está entre esos nuevos escritores que

ya pusieron en marcha un horizonte y un lenguaje personal para lograrlo.

Autor de historias donde el suspenso y el misterio se entremezclan con un

género policial marcado por el eco de una larga experiencia autobiográfica

en el oeste del Conurbano Bonaerense, Gólgota (2008, recién traducida al

francés), Santería (2007) y Chamamé (2007, Premio Dashiell Hammett en

España) son de esas pocas novelas argentinas que supieron hacer del

"realismo sucio" post crisis de 2001 y de la "marginalidad" un universo de

voces propias.

Oyola no escribe como quien le propone a la metrópoli un tour sensible y

sociológicamente volátil por la castigada periferia bonaerense, sino como

quien retrata existencias capaces de interpelar más allá de lo anecdótico y lo

superficial. Fiel a ese universo, Kryptonita propone un giro: ¿qué pasa

cuando los objetos culturales de la metrópoli son "absorbidos" por esa

periferia? ¿Qué nuevas voces se activan? ¿Y qué se vuelven capaces de

decir? Sería inútil (pero muy posible) pensar Kryptonita como una novela

de tesis sobre la que orbitaran conceptos como los "híbridos culturales",

acerca de los que escribió el filósofo Néstor García Canclini. Inútil porque a

Kryptonita no le interesa narrar abstracciones, sino las castigadas vidas

terrenales de los integrantes de la banda criminal de Pinino —apodado

"Nafta Súper"—, mientras le dejan entrever a un azorado médico del

Hospital Paroissien, en Isidro Casanova, que no son más que una liga de

superhéroes, con sus propias versiones de Superman o Batman, enfrentados

a su vez con versiones autóctonas de archienemigos como el Guasón.

¿Qué ocurriría si los personajes más famosos del comic mundial hubieran

nacido entre pibes chorros en los peores rincones de La Matanza y no en sus

habituales ciudades cosmopolitas y anglosajonas? ¿Quiénes serían sus

enemigos? ¿Cómo codificarían el bien y el mal? ¿Cómo opondrían sus

poderes ante las oscuras fuerzas de la redistribución de la riqueza o la

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Policía Bonaerense? ¿Quiénes serían sus seguidores? Kryptonita es un

abanico de respuestas posibles. Un abanico que Oyola, a su modo, despliega

durante la última noche de "Nafta Súper" en un hospital, mientras lucha

contra lo único en el universo capaz de matarlo.

Martín Caparrós, Los Living

Política es toda novela que represente un orden social. Lo cual significa que

no hay novela que no sea política. La obra de Martín Caparrós (Buenos

Aires, 1957) ha sido, sobre todo en el terreno periodístico, la de un lúcido –

perseverante y original– narrador de los órdenes sociales a través del género

de la crónica. A pesar de ser una forma narrativa que hoy goza, en nuestro

país, de un auge algo anacrónico ante las nuevas tecnologías de la

experiencia, Caparrós ha logrado lo que pocos: manufacturar desde la

desnudez de lo real suficientes instantes de verdad para plasmar lugares y

momentos. Larga distancia (1992) o La guerra moderna (1999), entre

otros, forman ya parte de un canon indiscutible. La discusión, para Caparrós

–como para cualquier escritor válido–, en cambio, se abre en el terreno de

la literatura. Ganadora del premio Herralde de Novela 2011, Los Living

podría considerarse un capítulo más de esa extensa discusión –con giros y

vueltas– que Caparrós mantiene con la política argentina alrededor de las

formas en que el pasado condiciona (o interpela) las posibilidades del

presente y del futuro. Novelas como No velas a tus muertos (1986) y A

quien corresponda (2008), así como ensayos al estilo de La Voluntad

marcan incluso desde sus títulos, una zona de polémicas sensibles e

inevitablemente irresueltas en la arena política contemporánea.

“Un grande es un necio que quiere lo que sabe que no puede suceder, a

diferencia de un chico, que cree que todo es posible y no tiene que pensar en

esos sinsentidos y quiere cosas posibles porque todavía no aprendió que no

lo son”, se dice a sí mismo el joven protagonista de Los Living, apodado

Nito, para disimular el nombre Juan Domingo, que recibió tras haber

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nacido el mismo día en que murió el General Perón. Narrándose a sí mismo

como un Tristram Shandy argentino, la vida de Nito será un devenir

alrededor del peronismo, la Guerra de las Malvinas, la dictadura, el

alfonsinismo y los albores del menemismo, hasta la aparición de un exótico

pastor religioso brasileño. Episodios marcados por una única experiencia en

común: la muerte, que desde el principio hermanará a Perón con su propio

padre. “Trataba de decidir si era mejor ser necio o ser iluso”, continúa Nito,

trazando lo que se permite sonar como un cuadro de situación sobre más de

uno de los dilemas que orbitan alrededor de la novela (de la obra) de

Caparrós. El final –vale la pena anticiparlo– vuelve a sembrar la misma

válida pregunta de otras oportunidades: ¿qué sociedad viviente puede

experimentar realmente la muerte, si no logra velar y enterrar a sus

muertos?

José María Brindisi, Placebo

Una conciencia, la de Lucio Becerra, empresario próspero durante el día y

literato secreto en sus noches libres, marido consumido ante una mujer y

amante exaltado ante otra, recorre durante 99 páginas —sin descansos ni

puntos aparte— la última novela de José María Brindisi (Buenos Aires,

1969). La apuesta formal tiene su correlato directo con la trama: la muerte

inminente de Horacio, un amigo de toda la vida, ha hecho del mundo del

protagonista una conciencia que, de repente, desborda recuerdos, fantasías

y miedos. Una corriente continua donde, como en aquel famoso monólogo

de Molly Bloom, lo que se coloca en tensión no sólo son sus propias

posibilidades formales de existencia narrativa, sino también las

posibilidades de espesor para las percepciones y la paciencia del lector.

Placebo, sin embargo, es menos un artefacto de ensayo formal que la

exploración descriptiva de una angustia. Sobre la crisis de madurez de

Becerra en la mitad de la vida, un hombre cuya "razón se ve a cada

momento más empañada" mientras "una suerte de susceptibilidad extrema

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lo está atrapando lentamente", resuena menos el eco vanguardista de Joyce

que el de esos mismos escritores decimonónicos rusos que su madre —

encerrada en un geriátrico— admira por haber pasado a la historia como los

mejores investigadores del abismo de la tristeza.

Ante la certeza de la muerte inobjetable de su amigo, el tour de force de la

conciencia de Becerra se convierte en una lucha por convertir en admisible

lo que al principio se niega a admitir como posible. "Diga lo que diga el

imbécil de Faulkner, no hay nada poético en la muerte, ni en el

sufrimiento", se dice el protagonista, mientras se esfuerza por saturar sus

sentidos físicos y psíquicos para "salir lo más ileso posible".

A lo largo de esa conciencia enfrentada a la muerte, se dibuja una cuadrícula

urbana en la que Buenos Aires se carga con un mapa de dolores antiguos

que adormecen al protagonista, en contraste con la naturaleza desnuda del

Tigre, donde Becerra está obligado a tratar con el vacío amoroso de su

presente, encarnado en una mujer cuya sola presencia física lo asquea. Es

ahí, junto al río y a la buena de los elementos, donde las percepciones de

Becerra se inflaman gracias a sus obsesiones imaginarias. Sutton, un

misterioso vecino que boxea bajo la lluvia, o aquel caballo blanco y muerto

que Becerra recuerda una y otra vez haber acariciado al costado de un

camino, van llenando progresivamente su mente, construyendo el

verdadero placebo ante lo inevitable, que irrumpe bajo una forma tan

sorpresiva que casi echa por la borda todo lo demás.

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ALGUNAS NOTAS A PIE DE PÁGINA

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Michel Houellebecq, poeta

Michel Houellebecq (Francia, 1958) es esencialmente un poeta. Ninguna

clasificación tajante sobre un artista suele funcionar de un modo justo ni

completo, pero en el caso de Houellebecq conviene no alejarse demasiado

de ese centro de órbita.

En tal caso, el "personaje público" Houellebecq —ese best seller misántropo

y genial, ese célebre polemista "siempre a la defensiva", como él mismo

dice— podría no ser sino un poeta en su versión de performer. La tarea de

ese performer es agitar los "buenos sentidos" desde las máquinas europeas

de la ansiedad. Es también desde la poesía —que escribe desde los '90,

cuando estudiaba a H. P. Lovecraft— que Houellebecq traza las líneas

esenciales de su obra. "No teman a la felicidad: no existe", escribió en el

poemario Supervivencia (1996). Y también: "Oigo los autobuses y el rumor

sutil de los intercambios sociales. Accedo a la presencia."

El pesimismo, la soledad, la decadencia. El ocaso de las sociedades

industriales y el desvanecimiento de sus formas de interacción. La

tecnificación mercantil de los lazos colectivos y el auge del narcisismo

individualista. En pocas palabras, la imposibilidad de afianzar vínculos

humanos, incluso, a través del sexo. Para Houellebecq, como para muchos

autores de su generación, allí están los cadáveres exquisitos: el trance

profundo entre el siglo XX y XXI. ¿Pero qué hay en Houellebecq que logra

ese beneplácito tan ajeno a otros de sus contemporáneos? ¿Por qué incluso

su reciente "desaparición" —que sirvió para especular hasta con un

secuestro terrorista— durante la promoción de su última novela, El mapa y

el territorio, fue noticia mundial? ¿Qué encuentran los lectores en

Houellebecq?

Su gran desembarco como perito forense sobre su época ocurrió con

Ampliación del campo de batalla (1994). Y lo hizo recuperando esa

tradición francesa de la sencillez estilística y del retrato de ideas en forma de

tesis —la comparación con Albert Camus y El extranjero fue instantánea—,

aunque con un giro clave. Todo lo que en los '60 había sido un

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existencialismo protagonizado por la libertad, Houellebecq lo encontró

transformado en un mercantilismo liberal que deparaba a hombres y

mujeres el rol de daños colaterales.

"En un sistema sexual perfectamente liberal, algunos tienen una vida erótica

variada y excitante; otros se ven reducidos a la masturbación y a la soledad",

escribió Houellebecq hace casi 20 años, anticipando al fantasma que, hoy,

parece dar vida a las redes sociales digitales. Con un territorio ya delineado,

Las partículas elementales (1998) fue su paso hacia el estatus de celebridad.

"Novela del fin del milenio", como la catalogaría la crítica, la fuerza

consagratoria, sin embargo, le llegaría desde el propio mercado. Si

Houellebecq disfrutaba lanzar latigazos simbólicos a través de sus palabras,

miles de lectores en todo el mundo disfrutaban recibirlos con devoción.

Aunque eso tendría sus inconvenientes.

"La fama cultural sólo era un mediocre sucedáneo de la verdadera gloria, la

gloria en los medios de comunicación", apunta Houellebecq en una novela

que narra la desaparición de la humanidad bajo una versión biológicamente

mejorada de sí misma. Esa "gloria", sin embargo, también intentaría

devorarlo. Y ni las acusaciones públicas y privadas de farsante, misógino y

—un poco más tarde, de xenófobo, por sus opiniones contra el Islam—

podrían prepararlo para lo peor.

Hasta su propia madre —Lucie Ceccaldi, la mujer que dio por muerta luego

de que lo abandonara en manos de su abuela, de quien Houellebecq tomó su

apellido— publicaría un libro en su contra, ofendida por algunos

paralelismos autobiográficos en Las partículas elementales. Sin embargo,

los fríos mecanicismos sociales y la imposibilidad de sostener experiencias

sensibles volverían a sedimentarse en su próxima novela, Plataforma

(2001).

Con ese retrato de un mercado globalizado de la demanda y la oferta sexual

—donde los adultos liberales de los países centrales consumen el único

"capital humano" del que disponen todos los menores de los países más

periféricos—, Houellebecq volvió a ser acusado, esta vez, de celebrar ese

mismo espejo ante el que sus lectores no podían dejar de fascinarse (las

ediciones de la novela se imprimían casi a la misma velocidad que se

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38

agotaban). Lacónico, se radicó sucesivamente en Irlanda y en España. Para

evitar impuestos, persecuciones y el ruido que él mismo genera cuando es

necesario, como con la publicación de la novela La posibilidad de una isla

(2005).

Supuestos sabotajes editoriales, contratos millonarios, traducciones a 35

idiomas y una película dirigida por el propio escritor tres años después,

entonces, demostraron hasta qué punto los hilos del "escándalo mediático"

también podían ser manipulados a su propio gusto. El desprecio público lo

alimentaba, y esa dieta parecía hacer más adictos a sus lectores, aún a riesgo

de opacar el rédito estético de uno de sus trabajos más acabados. Con un

Houellebecq a pleno en un mundo de humoristas, clones, ninfomaníacas y

gurúes new age, el francés volvía a lanzar sus latigazos.

"Mi deseo de desagradar encubre un inmenso deseo de gustar. Pero quiero

gustar por mí mismo, sin seducir, sin ocultar lo que puedo tener de

vergonzoso. Puede que me haya entregado a la provocación; lo lamento,

porque no es ese mi carácter profundo", dice en una serie de cartas escritas

al filósofo Bernard-Henri Lévy. Publicadas como Enemigos públicos

(2008), ese juego arcaico del intercambio epistolar entre dos intelectuales

franceses se transformó en uno de los documentos más personales

alrededor de las ideas de Michel Houellebecq.

Rechazando la sombra facilista del nihilismo con una elaboración afilada de

las causas de las derrotas contemporáneas, Houellebecq insiste: "Si hay una

idea, una sola, que atraviesa todas mis novelas, hasta la obsesión quizás, es

la de la irreversibilidad absoluta de todo proceso de degradación, una vez

iniciado." Hacia allá vuelve su última novela, El mapa y el territorio (2010),

esta vez, con el arte y sus hacedores en la mesa de autopsias. Hacia allá van

otra vez miles de lectores, como Houellebecq parece disfrutarlo más: con la

nariz cerrada y los ojos abiertos.

Page 39: El toro mecánico - Nicolás Mavrakis

39

Jorge Asís contraataca

En 2005, el autor de Flores robadas en los jardines de Quilmes (1980)

publicó sus Cuentos Completos. Añadía en el prólogo que "los equívocos, la

diversidad de pliegues, intercalación de juegos, de trampas e imposturas del

personaje que, lo sé, soy" eran "la máxima adversidad para la valoración

objetiva de mi obra".

Escrita por el autor de Carne Picada (1981) y Canguros (1983), la

afirmación tenía poco de armisticio –más de cuatro décadas de carrera

literaria han hecho de Jorge Asís un auténtico tiempista– y mucho de

afinada lectura del funcionamiento del campo cultural argentino. Una zona

donde política y literatura han disputado y deformado cualquier aspiración

a una "autonomía del arte" desde El matadero, de Esteban Echeverría.

La inquietud por las fronteras –asunto que obsesiona a Asís desde los

agitados años setenta– es clave para una lectura espacial, intelectual,

estilística, histórica e incluso –para no dejar de caer en la necesaria

"intercalación de juegos"– biográfica de un autor que hizo de su propia

trayectoria vital una intensa excursión literaria por el mundo de la

militancia juvenil en La manifestación (1971) –cuando fue militante–, el

miserabilista microcosmos del periodismo en Diario de la Argentina (1984)

–cuando fue periodista– y el de la diplomacia en Del Flore a Montparnasse

(2000) –cuando fue embajador–, para llegar finalmente a los ansiados

pasillos de la política profesional –sin las sutilezas elípticas de La línea

Hamlet (1995)– con Hombre de gris (2012).

¿Pero dónde estuvo el autor más prolífico de su generación desde la

publicación en 2001 de su última novela, Excelencias de la NADA? La

pregunta lleva a otra clave en la obra del autor de Los reventados (1974) y

La familia tipo (1974). La erizada condición de "escritor maldito".

Un realismo implacable como el de Honoré de Balzac, la convicción de que

el lenguaje es un distrito inclaudicable más allá del abanico de poderes que

se disputen su sentido y una obra que propuso desde los poemas

inaugurales de Señorita Vida (1970) que "serán todos personajes de mis

cuentos / pondré en bolas vuestros tejes y manejes", pueden convertirse en

Page 40: El toro mecánico - Nicolás Mavrakis

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una fuerza incómoda. Y el autor de Fe de ratas (1976) ha conocido el precio

de esa "maldición". Eso, sin embargo, no fue –y por eso se lee, se edita y se

discute– una barrera ante el único capital de un escritor: sus lectores.

Novela sobre la política argentina del siglo XXI, Hombre de gris explora la

condición del "maldito" bajo la sombra de la derrota. "Ningún inocente

reprochador, de los que sobreactuaban la indignación, podía riesgosamente

reconocerlo. Ni encararlo con reclamos. Menos aun en las jornadas

gloriosas de la lluvia, tampoco podían insultarlo. Ni gritarle ladrón. Ni

exigirle que tuviera vergüenza. Para que no anduviera por la calle como

cualquier tonto derrotado del montón", piensa Tadeo, un asesor extraoficial

de la provincia imaginaria de San Patricio, a quien Buenos Aires le parece

“temible pero fácil de ser conquistada”. Como en Cuaderno del acostado

(1988) o Lesca, el fascista irreductible (2000), Asís se ocupa –apostando a

la voluntaria confusión del "equívoco"– no de personajes que mendigan la

exoneración pública por su propia responsabilidad ante el pasado, sino de

desnudar las fuerzas que pretenden dirigir y construir los valores y las

fantasías del "deber ser" de los sucesivos presentes (voluntad que, como

funcionario en los años noventa, haría muy fugaz su paso por la Secretaría

de Cultura de la Nación, al proponer castellanizar el inglés que hablaba el

mercado en pleno auge neoliberal).

Publicada cuando era ya un best seller y Clarín el diario más influyente del

país –y donde el pseudónimo Oberdán Rocamora había hecho del autor de

Don Abdel Zalim (1972) un "cronista estrella"–, la reedición de Diario de la

Argentina, cuya relevancia se ha vuelto más contemporánea que nunca, es

una oportunidad para que nuevos lectores descubran cuál fue el tenor del

golpe dado por Jorge Asís desde la llanura solitaria de la literatura. Novela

sobre la batalla de un escritor por librarse del régimen estamental de

quienes pretenden controlar la realidad, Diario de la Argentina inició el

exilio nominal de Asís por parte de la corporación periodística, sumando su

poder de veto a "acusaciones" previas (haber sido el "best seller de la

dictadura") y futuras (haber sido el primer intelectual orgánico del

menemismo). Quedaría así cimentada la "maldición" –explícita incluso en

Page 41: El toro mecánico - Nicolás Mavrakis

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La ficción política (1985)–y la imposición del ostracismo que lo llevaría a

retirar sus libros de circulación en 1990.

Pero a diferencia de Louis-Ferdinand Céline, que escribió sus

Conversaciones con el profesor Y (1955) como expiación, Jorge Asís, el

"escritor maldito", eligió resistir. El siglo XXI hizo de la Web su refugio y

trinchera. Un paso con el que se adelantó a casi todos sus contemporáneos.

Una nueva época y nuevos "talonarios de facturas" dejaron la publicación de

literatura —pero no la escritura— en segundo lugar. Era el turno de las

máscaras utilitarias del polemista, el retórico provocador, el mordaz

periodista y el agudo analista político. De uno y otro lado, entre

celebraciones o diatribas, odios o amores, Asís logró su objetivo: ser leído.

Interpelar hasta lo visceral. Escapar del mar de indiferencia donde se

ahogan en una opinología gris tantos candidatos al lugar complejo y casi

sacrificial del "provocador".

En 2006, los artículos publicados en su sitio digital –La marroquinería

política, El descascaramiento, La elegida y el elegidor, El kirchnerismo

póstumo– volverían a colocar a Asís con éxito en las librerías, aunque ante

un público para el que la verdadera obra literaria era desconocida o

prescindible. ¿Dónde estuvo, entonces, el escritor más prolífico de su

generación desde la publicación de su última novela? Escribiendo y

esperando el momento propicio para volver. Ahora. Sus lectores

comprobarán que el talento sigue intacto.

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Marilyn Monroe

Marilyn Monroe es un símbolo especial lo largo de un siglo XX que se

descubrió tan hábil para inventarles sentidos como para sacrificarlos. Pero

ser un símbolo no es fácil. Y ser un símbolo viviente, como le ocurrió a

Marilyn, tampoco lo es. Ser, además, un símbolo sexual —sea lo que fuere

que ese puesto ambiguo en el Olimpo del Deseo signifique—, tampoco

parece simplificar el asunto, sino más bien todo lo contrario.

Retrospectivamente, las relaciones de Marilyn Monroe se configuran como

las de alguien con perfecta conciencia de su poder: en Hollywood, en el cine,

en el imaginario popular, en las fantasías de millones de hombres (y

mujeres, según sus últimas biografías). ¿Quiénes fueron aptos para

acompañar ese poder? ¿Y a qué precio?

Huérfana y desamparada, su primer matrimonio con el policía y soldado

James Dougherty fue la búsqueda de una primera fuerza protectora. Algo

que el star system de Hollywood —esa otra gran fuerza— acabaría por

romper, exigiendo de su futura estrella la fantasía de una "permanente

disponibilidad" (algo parecido le ocurriría a John Lennon al principio de

Los Beatles, cuando Brian Epstein le recomendaba disimular su vida

matrimonial para no descorazonar a los fans).

¿Reivindicarían hoy las mujeres la decisión de terminar un matrimonio por

conveniencias profesionales? En los Estados Unidos de los años cuarenta,

no fue fácil. "La hermosa niña", como la retrataría Truman Capote,

convertida ya en una celebridad, afianzó su poder en los años cincuenta

junto a otro ícono popular: el jugador de baseball Joe DiMaggio.

Celebridad amada por todos los estadounidenses, sin embargo, DiMaggio

no aceptaba que Marilyn fuera algo más que el símbolo de su propia

conquista e intentó que abandonara su carrera y convertirla en otra ama de

casa (detrás de la famosa escena del vestido blanco que se levanta, hubo una

golpiza que pretendió disciplinar sin éxito la fuerza superior de Monroe). La

relación duró años —DiMaggio llevaría flores a su lápida cada semana hasta

su muerte en 1999— aunque su matrimonio apenas se extendió por nueve

meses.

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Estrellas como Frank Sinatra, Marlon Brando, Tony Curtis, el director Elia

Kazan e Yves Montand —este último durante el último matrimonio de

Monroe con el dramaturgo Arthur Miller en los años sesenta, el hombre por

el que se convirtió al judaísmo— fueron algunos de los amantes que

lograron entrever lo que había más allá del mito y de las sábanas de

Monroe: una mujer en el borde permanente de la angustia.

Las drogas, las depresiones y la inestabilidad convivían bajo la misma

imagen de esa mujer poderosa que buscó a lo largo de su vida cobijarse, sin

éxito, bajo el poder de la fuerza, de la fama y del prestigio intelectual.

Su aireada relación con los hermanos John y Robert Kennedy fue tal vez el

máximo intento de una alianza con hombres, esta vez, más poderosos que

ella. En 1962, tres meses después de cantar para JFK su famoso "Happy

birthday, Mr. President", el mayor símbolo sexual del siglo XX moriría

(como los mismos Kennedy) en circunstancias aún oscuras. Hoy, su propio

mito de deseos incontrolables, sed de fama y miserias privadas tras la

búsqueda del amor hace de Marilyn Monroe un símbolo casi más

contemporáneo que nunca.

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Pensar los 90: Gorodischer, Robles, Lezcano

Los '90 son un objeto complejo en la literatura argentina. Década

estigmatizada simbólicamente por la misma generación que supo disfrutarla

y, a la vez, apresada en el discurso único de la tragedia económica por

quienes padecieron su otro costado; representada desde el simplismo de la

demonización —"el menemismo como segunda Década Infame"— o desde el

facilismo políticamente correcto del cliché de "la pizza y el champán", los

'90 no terminan de decantar en una forma que explore sus significados

profundos. En ese sentido, aquella época continúa siendo una extensa playa

abierta a nuevos y necesarios desembarcos.

Y no es casual que quienes hoy bordean los 30 años, y para quienes aquella

década fue, sobre todo, un período de despertar, de educación sentimental y

de maduración, sean los primeros en construir una narrativa que interpela

con firmeza a todas las generaciones.

¿Pero cómo reconstruir una época desertificada por prejuicios colectivos?

¿Cómo confluir memoria íntima y memoria social? ¿Qué resta como

inevitables huellas generacionales, aun tras la eclosión de 2001? Con estilos

y trayectorias singulares, las novelas de Violeta Gorodischer (Los años que

vive un gato, publicada por Tamarisco), Sebastián Robles (Los años felices,

por Pánico el Pánico) y Walter Lezcano (Los mantenidos, por Funesiana,

descargable gratis como e-book) trazan, como una tácita trilogía, líneas

poderosas para comenzar a pensar estas y otras preguntas.

"Hay dos miedos que atravesaron y atraviesan a la clase media: el declive

económico y el qué dirán. La familia que protagoniza mi relato debe

enfrentarlas juntas: desde los gastos exorbitantes por la enfermedad de la

hija y la consecuente limitación de los viajes que disfrutaron al comienzo de

la década, hasta la percepción de la homosexualidad de su hijo como drama

ante la mirada ajena", explica Gorodischer, que en su primera novela

alcanza, desde la voz de una joven que recuerda con ingenuidad e

inclemencia, un relato sismográfico del devenir de una familia aterrada ante

el espejo íntimo de sus propios miedos, durante los años de la

Page 45: El toro mecánico - Nicolás Mavrakis

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Convertibilidad.

Esa misma década es la que configura también un nuevo inventario de

posibilidades narrativas. "El acceso a determinados paisajes, gracias a la

posibilidad que había de viajar, juega un rol importante a la hora de

describir escenarios y sensaciones. En esta novela el paraíso no es Miami

sino Cuba. Y la vorágine consumista se traduce en la misma matriz: la

familia progre puede hacer el clásico viaje a la cuna del socialismo, pero con

los ojos vendados ante las grietas del sistema castrista", dice la autora de

Los años que vive un gato, en la que las huellas del pasado alcanzan por

momentos un eco magnético al estilo de J. M. Coetzee.

"Quise mantener la percepción de que el pasado próspero de la clase media

resultaba tan lejano como la idea de que las transformaciones sociales

podían ser llevadas adelante por la política y no por el mercado, como

indicaba el discurso hegemónico de la época", dice por su lado Sebastián

Robles sobre la dinámica de los adolescentes que, en Los años felices,

crecen en medio del repliegue de los grandes discursos colectivos. Relato de

iniciación, retrato de nuevos consumos, fotografía instantánea del caos que

implica la construcción de nuevos hábitos sociales, Los años felices también

es un mapa humorístico de la configuración cultural de toda una

generación. "Como adolescente, accedí a una serie de bienes de consumo

culturales que eran impensables pocos años atrás. Series, películas, música,

programas de televisión, todo eso sigue gravitando en mi formación. Es una

influencia que me marcó a fuego y me interesaba rescatar", explica Robles.

"¿Cómo ser felices, en ese contexto? ¿Teníamos derecho a serlo? Yo creo que

sí y esta felicidad, digamos, esporádica, matizada por la angustia propia de

la adolescencia (y por la angustia propia de la época), es la que quise

trasladar al texto. Una felicidad no exenta de ironía, pero que no por eso es

menos válida", dice ante la "demonización" final que padecería la década

menemista.

Por su parte, Walter Lezcano explora el costado menos regenerativo de la

experiencia noventista: el desgarro profundo del tejido social. "En mi casa

de clase media baja, si es que eso existe, siempre se tuvo que laburar

muchísimo para poder llegar a fin de mes. No faltaba la comida pero había

Page 46: El toro mecánico - Nicolás Mavrakis

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que pelearla mucho", cuenta el autor de Los mantenidos, una novela de

formación ambientada en el Conurbano Bonaerense donde, con crudeza

pero sin conmiseración, Lezcano retrata, también desde un registro en

primera persona, los diversos planos del derrumbe material y cultural —y

los intentos legítimos (y a veces no tanto) para evitar el abismo—, de los

años del uno a uno. "La cuestión económica es un tema importante. A todos

los personajes los moldea y delimita sus posibilidades, destinos y accesos a

mundos diferentes de su realidad cotidiana. En un punto, es una condena la

clase a la que pertenecés", señala el autor.

La cuestión, entonces, vuelve sobre una inquietud común. ¿A qué podían

aferrarse los futuros escritores de los '90? "La sensación que tengo de esos

años es de un desencanto profundo con los referentes inmediatos. Eso se vio

reflejado en la música, con el grunge o el hardcore. De golpe, todos los

guachos estábamos solos. Las familias se hacían mierda, los trabajos eran

ilusiones, la guita no aparecía por ningún lado y la tele era inexistente,

aunque estaban Los Simpsons, dice Lezcano. "Creo que el rock nacional

como banda de sonido de las acciones adolescentes aportaron un valor

estético: los Redondos en especial, y el contacto iniciático con la angustia y

el miedo a partir del caso Bulacio. Todos los jóvenes de los '90 podrían

haber sido Walter Bulacio y muchos crecimos con esa sensación de amenaza

latente ante las primeras salidas en banda", añade Gorodischer. "No existió

el peso agobiante de un Borges o un Cortázar, como le sucedió a la

generación anterior. Y en algunos casos, los nuevos referentes ni siquiera

provienen de la literatura, sino del cine o la televisión, lo cual me parece

saludable y liberador", agrega por último Robles.

Page 47: El toro mecánico - Nicolás Mavrakis

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Siri Hustvedt, entre J. M. Coetzee y Paul Auster

La primera impresión es que un vínculo entre Paul Auster (Estados Unidos,

1947) y John Maxwell Coetzee (Sudáfrica, 1940) está condenado a la

improbabilidad. No sólo por motivos geográficos, aunque la tecnología —a

la que ambos, Auster desde Brooklyn y Coetzee desde Adelaida, Australia,

dicen rehuir— es perfectamente capaz de resolver el detalle. Son, en cambio,

sus biografías, sus pasados, sus formas de narrar y comprender el mundo;

en definitiva, sus trayectorias y sus jerarquías tan distantes en el mundo

literario —Coetzee es, entre otras cosas, Premio Nobel de Literatura—;

estilos y novelas completamente antitéticas para los lectores —galaxia

silenciosa que difícilmente compartan—, las que vuelven a la mera

posibilidad de su fraternidad epistolar, incluso, insoportable.

"¿Qué significa un fenómeno como este: una persona más o menos

inteligente como yo, que vive en una época con facilidades para el viaje, pero

que a medida que se acerca al final de su vida tiene que reconocer que su

experiencia múltiple del mundo visible no constituye nada que valga la pena

volver a contar, que lo mismo se podría haber pasado la vida entera dentro

de una biblioteca?", se pregunta Coetzee cuando las vicisitudes de la

realidad se le vuelven cada vez más extranjeras y melancólicas. "Solté una

sonora carcajada cuando leí que estabas dispuesto a hablar de la memoria

conmigo en algún momento del futuro, si nos acordamos de volver sobre el

tema. En la siguiente frase de tu carta te refieres al despiste, y luego, en la

que sigue a esa, dices que te acercas al final de tu septuagésima década en la

tierra: ¡lo que significaría que tienes setecientos años! Un desliz, desde

luego, de los que todos cometemos alguna vez, incluso cuando somos

jóvenes, aun si por lo general no somos proclives a la distracción, pero

cómico en cierto modo cuando se produce en una conversación sobre el

despiste", escribe Auster en una explicación que atenta por excesiva contra

la gracia del asunto, cuando analiza un fallido de su colega.

¿Coetzee, el duro autor que evita las entrevistas mientras narra las

asperezas de la existencia, en diálogo con Auster, el autor que concede una

entrevista por cada página publicada a lo largo de una carrera de crímenes

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filosóficos, amores redentores y fetichismos bibliográficos? Hay, por

supuesto, elementos en común. Ambos son lectores de Jorge Luis Borges.

Ambos tienen sus reservas ante el e—book y los celulares —"si se digitaliza

todo", escribe Auster, "piensa en el eventual daño que podría producirse:

textos borrados, desaparecidos, o, igual de alarmante, textos alterados"— y

ambos prefieren escribirse cartas de papel y enviárselas a través del mundo

por fax. Ambos, también, han escrito su autobiografía: Infancia, Juventud y

Verano, la saga de Coetzee; La invención de la soledad, A salto de mata y

Diario de invierno, la saga de Auster. En un caso, la historia de un hombre

que elabora su vida en un territorio elementalmente ajeno, construido sobre

las sólidas bases de la violencia, la dominación y la humillación que ha

heredado aunque no le pertenezcan —y que se refractan, sin embargo, sobre

una vida escolar, erótica y laboral—; en otro caso, la historia de un hombre

que elabora su vida en un territorio profundamente propio, construido

sobre las sólidas bases del sueño americano de posguerra, el pleno empleo y

el confort a los que, con las afectaciones de quien se ha considerado desde

siempre un escritor, escapa —el verbo puede sonar más dramático: se trata,

primero, de cumplir con la universidad; luego, con los ritos de la "vida

bohemia" en París— para iniciar una carrera literaria. Salvando lo azaroso

de un festival, lo comprensible y necesario de un interlocutor, incluso lo

conveniente, en términos editoriales, de su correspondencia, ¿qué une a dos

escritores tan distintos?

"Las instituciones existen para perpetuarse a sí mismas y el único modo de

eliminarlas es mediante la revolución", le escribe, con relativa ironía, Auster

desde Brooklyn a Coetzee. Para comprender la insipidez de la frase es

necesario reponer la conversación. No hablan de política —ambos

comparten cierto ánimo de acción a favor de posiciones progresistas— sino

del mercado del deporte y su resistencia a la difusión de nuevas invenciones.

Asunto en el que Coetzee (amante del críquet, el ciclismo y el tenis), como

punto de partida, encuentra la posibilidad de que ciertos hombres, mediante

el éxito de su esfuerzo, se conviertan en el "ideal humano materializado".

¿Puede ese desfasaje de sensibilidades y perspectivas —un caso entre los

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muchos reunidos en Aquí y ahora. Cartas 2008—2011— sostener una

amistad?

"Hacerse amigo de una mujer con la que no te has acostado es imposible

porque quedan en el aire demasiadas cosas sin decir", escribe días después

Coetzee. El tópico es amor, amistad y mujeres. "Las mejores amistades, las

más duraderas, se basan en la admiración", responde Auster, para quien "el

matrimonio es una conversación" en la que marido y mujer deben

"encontrar un modo de ser amigos".

Si la corrección política y la convencionalidad —capaces de ofender al lector

inteligente porque, ¿son esas insulsas banalidades las que realmente piensa

un escritor de 66 años en la intimidad de su correspondencia con el autor de

Desgracia?— no hubieran sido suficientes, Auster añade: "¿Pueden ser

amigos hombres y mujeres? Creo que sí. Con tal de que no exista atracción

física en ninguna de las partes" (más tarde, cuando Coetzee menciona las

"comedias amargas" de Philip Roth —autor con el que Auster reconoce "no

nadar en las mismas aguas"— es posible entrever un verdadero intercambio

entre buceadores profundos de la experiencia humana; habrá que esperar

hasta la próxima correspondencia).

¿Qué une, entonces, a los autores de Diario de un mal año y La trilogía de

Nueva York? Tal vez lo mismo que siempre ha unido a dos hombres de

improbable afinidad. "Querida Siri, ¿cómo estás? Yo todavía me estoy

recuperando de la gripe que afectó al jurado en Portugal. Han sido unas

semanas espantosas. Confío en que tú te libraras. No hace falta que te diga

lo divertido que fue pasar tanto tiempo con Paul y contigo (...). Estoy

completamente a favor de las cartas a la antigua usanza con sellos y todo,

pero en este caso me da la sensación de que llevo tanto tiempo fuera de

combate que necesito aprovechar la energía de internet. Con cariño, John".

Apenas veladas entre las cartas escritas por Coetzee y Auster, Aquí y ahora

es también la correspondencia —cuidadosamente viril y amable; en pocas

palabras, la seductora correspondencia— entre Coetzee y Siri Hustvedt

(Estados Unidos, 1955), la talentosa escritora, ensayista y traductora cuyo

cándido y rubio cuerpo destila aún la digna sensualidad de una ascendencia

nórdica y que es, desde hace más de tres décadas, la esposa de Paul Auster.

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"Querido John: Tu carta ha aparecido en el ordenador de Siri, que acaba de

pasarme una impresión. No sé cuándo se escribió ni se envió, y si llevo días

o semanas de retraso en contestar, discúlpame, por favor", escribe Auster

más tarde, con ingenuidad relativa.

Entre diversos tópicos entre Coetzee y Auster —la crisis mundial, los

lectores, los viajes, las diversas adaptaciones cinematográficas de sus

libros—, el sudafricano y Hustvedt comienzan un intercambio privado por

canales diferenciados, a veces bajo iniciativa del propio Auster, aunque se

adivina que el auténtico alcance de "la energía de internet" —para un autor

que, como Auster, se jacta de utilizar máquinas de escribir— puede resultar

no del todo mensurable.

Ese intercambio fugaz pero significativo entre un Coetzee que pavonea sus

responsabilidades de Premio Nobel y una Hustvedt siempre solícita a

ayudarlo (aunque sus respuestas permanecen invisibles a los lectores) abre

un horizonte comprensible para la relación Coetzee—Auster. "Querida Siri:

Tengo dos preguntas que hacer (dos favores que pedir), el primero a ti y el

segundo a Paul. ¿Te importaría comunicarle el segundo?", continúa Coetzee,

lejos de un Auster que insiste en mencionar "lo orgulloso" —una

condescendencia entre paternal y fraterna— que se siente por una esposa

bella, brillante e invitada a dar conferencias por el mundo. "Iba a pedirle a

Siri que te enviara un correo electrónico con dos palabras —Fax

Arreglado— pero evidentemente tú ya lo habías adivinado", le escribe

Auster a su amigo por correspondencia.

Tal vez resulta a través de esa vena subterránea, ligeramente prohibida y

ligeramente erótica entre Coetzee y Hustvedt —¿verdaderas voces de Aquí y

ahora?—, donde palpita con auténtica vida la correspondencia entre los

autores de Hombre lento y Mr. Vértigo. Intercambio que, por otro lado,

desde el comienzo, revela a un Coetzee demasiado humilde para

reconocerse como el maestro y a un Auster demasiado vanidoso para

reconocerse como el discípulo. "Pero ¿cuál es la alternativa a despotricar?"

—escribe Coetzee sobre envejecer y no dejar de intentarlo, y uno sólo puede

imaginar, otra vez, los secretos mails enviados a Siri— "¿Cerrar la boca y

aguantar las afrentas en silencio?"

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III /

ESCUCHAR,

PREGUNTAR,

TRANSCRIBIR

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52

Enrique Vila-Matas

Podría decirse que el español Enrique Vila-Matas tiene con Buenos Aires la

misma clase de relación que tiene con la literatura: la ciudad es un espacio

imaginario donde la ficción, la realidad, las amistades y las afinidades

estéticas se cruzan tantas veces que termina siendo difícil saber dónde

empieza y termina cada una. En su libro Dietario voluble, por momentos

asoman Bioy Casares y Julio Cortázar. Por otros, Alan Pauls y Raúl Escari,

protagonista de muchas de las mejores páginas de su novela París no se

acaba nunca. Pero la apuesta del autor de Doctor Pasavento es convertir

esta ciudad –y cualquier ciudad– en un presagio oscuro, donde vida y

literatura juegan peligrosamente.

“Cuatro días enteros agazapado en el interior de ese hotel argentino jugando

a esconderme y viendo siempre desde mi ventana un único y fúnebre

paisaje: ciertas tumbas del vecino cementerio de la Recoleta, ciertos

panteones de algunos próceres de la patria argentina”, escribe sobre el

mismo hotel en Recoleta donde se hospedó otra vez el año pasado para

venir a presentar su última novela,Dublinesca.

—Los autores argentinos que suele mencionar, ¿son amigos reales o solo

afinidades literarias?

—Ante todo son amigos, pero con ellos también hay enormes afinidades

culturales. A Rodrigo Fresán lo veo con muchísima frecuencia en Barcelona

y me interesa mucho lo que escribe. No sé si en Argentina el hecho de que

esté en el exilio le hace más o menos simpático, pero el hecho es que es un

gran escritor.

—¿También Ricardo Piglia o Raúl Escari?

—Con Piglia tengo una relación buena y muy afín en cuanto a gustos

literarios. Raúl Escari es un amigo al que conocí en París.

—Respecto al modo en que usted se vincula a la tradición española,

en Dietario Voluble menciona el impulso de “sentirse extranjero siempre”.

—Era un buen lema. Podría llevarlo encantado en una camiseta. De hecho,

hay una canción de un conjunto musical español sobre este lema. Alejarse

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de los calificativos, de los nacionalismos, de las categorizaciones de la

literatura misma, es bueno para la literatura. Por eso tampoco existe aquello

de una “literatura argentina” o una “literatura española”. Hay muchos

escritores magníficos y escritores horribles; yo tomo como afines a muchos

escritores argentinos pero no porque sean argentinos, sino porque

realmente hay puntos en común o a veces simple admiración.

—¿Cuáles serían?

—Es más fácil entenderse en cuestión de disgustos. Por ejemplo, mi relación

de amistad con Bolaño durante años se basaba inicialmente en una simpatía

mutua y en lo mucho que nos reíamos con los autores que no nos gustaban.

En los que nos gustaban había diferencias, pero en cuanto a lo que no nos

interesaba, éramos bastante parecidos. E incluso él era bastante más

radical: a algunos no los consideraba ni escritores.

—¿Qué los disgustaba?

—Para mí, siempre es la sospecha sobre aquellos para quienes la literatura

es una profesión que usan para escalar o algo que consideran en un segundo

lugar en su vida. Han leído poco o tienen un gusto grosero. En Dublinesca,

aprovechando que el personaje principal detesta a los escritores, se dice que

no es un gremio con gran altura intelectual, como algunos piensan. En

España, por ejemplo, hay un 80 por ciento de escritores de bajo nivel. Está

muy por debajo de la inteligencia media.

—Si una gran parte de la cultura funciona en base a malos escritores y malos

lectores, ¿cómo explica el éxito de su literatura?

—La mía es una apuesta por lo minoritario, pero llevo cuarenta años en ello.

Ha pasado la travesía del desierto y he inventado un lector que no existía,

para bien o para mal, y que lee mis libros.

—Un trabajo de constancia.

—Sí, porque yo recuerdo que al principio, cuando leía mis textos en los

primeros años en mi país, la gente me decía que se había pasado la primera

media hora de las conferencias creyendo que yo me reía de ellos y que en la

segunda mitad comenzaban a entender por dónde iba la cosa. Esa primera

media hora es la que he tardado muchos años en lograr hacer que se captara

cuál era mi registro y mi tono.

Page 54: El toro mecánico - Nicolás Mavrakis

54

—¿Considera que los argentinos tienen alguna particularidad respecto al

resto de sus lectores?

—Tengo el prejuicio de que es más lector de ensayo que de narración, cosa

que me parece que es el único país de lengua española donde esto ocurre y

en eso coincide conmigo, porque soy más lector de ensayo que de narración.

Estoy siempre metido en historias y necesito compensarlo con libros que

explican cosas del mundo real.

Page 55: El toro mecánico - Nicolás Mavrakis

55

Minae Mizumura

La voz de Minae Mizumura (Japón, 1951) conserva todas las formas de una

tradicional dama oriental, al tiempo que se permite los giros y el humor de

quien hizo de Occidente su gran escuela literaria. Acompañada por su

silente secretario japonés, la voz de Minae Mizumura también es la de quien

se pregunta en Buenos Aires por lo intraducible de su idioma natal. E

incluso se anima a dibujar en una pequeña libreta que la acompaña a todos

lados —cuando las palabras son insuficientes—, a qué se refiere con los

circuitos del "lenguaje del respeto y el honor" en Japón.

"Quiero que mis libros sean contemporáneos y tengan una visión amplia del

mundo, pero lo fundamental es, ante todo, que quienes pueden leer en

japonés los entiendan. De otro modo, sería un trabajo demasiado vago con

el lenguaje, sólo enfocado en la trama", explica Mizumura. Una novela real

(Adriana Hidalgo, 2008) es la única novela en castellano de esta singular

autora criada desde los 12 años en los Estados Unidos, donde estudió

literatura francesa y hoy trabaja como crítica y docente universitaria.

Sus reflexiones sobre la transformación culturales de los lenguajes en

ensayos como La caída del idioma japonés en la era del inglés (2009), la

convirtieron en una referencia constante para medios orientales y

occidentales, además de haber logrado agitar varios debates en su tierra

natal.

Comparada con autores orientales del nivel de Yukio Mishima y Kenzaburo

Oé —con quienes comparte el prestigio de haber ganado el Premio Yomiuri

en Japón, en 2003—, su historia sobre una saga familiar de inmigrantes

japoneses llegados a los Estados Unidos fue aclamada por la crítica mundial.

Mizumura, sin embargo, aún insiste en escribir en japonés. Entre muchas

cosas, para evitar caer en algo demasiado entendible para cualquiera en el

mundo. "En el mejor de los casos, podría convertirse en una buena película

de Hollywood. Y en el peor, en algo como un videojuego", dice con una

sonrisa pudorosa.

—¿Qué dificultades implica escribir literatura en japonés?

Page 56: El toro mecánico - Nicolás Mavrakis

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—En japonés se puede escribir de una manera que sea 100% traducible. Por

ejemplo: "Obama vino a Tokio ayer." Eso es por completo traducible. Pero

incluso en ese caso, cada nombre y palabra puede escribirse con un alfabeto

distinto, lo cual coloca en juego una cuestión visual. Nosotros tenemos tres

alfabetos distintos con tres tipos distintos de caracteres, incluso algunos

chinos, y dos alfabetos fonéticos: uno para representar los sonidos y otro

para representar las palabras. Es un sistema muy complejo de escritura.

—En términos de mercado, ¿no resulta tentador escribir en inglés?

—Nunca recibí ofertas para escribir literatura en inglés. Pero leyendo

novelistas de países que pertenecieron al imperio británico, pienso que me

sería imposible escribir como V. S. Naipaul o Salman Rushdie. Nadie me ha

pedido que escriba en inglés todavía, pero a veces pienso que debería

hacerlo. Es mi dilema personal.

—¿Qué se pierde o se gana en ese proceso de traducción?

—Definitivamente algo se pierde. Una de las protagonistas de Una novela

real, por ejemplo, utiliza un lenguaje honorífico muy particular que, a su

vez, implica distintos registros según se aplique con alguien de jerarquía

superior o inferior. Esos cambios de lenguaje se pierden en la traducción y

es una pena, porque es muy interesante ese uso del lenguaje hecho por una

mujer que, sin embargo, trata siempre de sostener su orgullo. También

ocurre con ciertos términos chinos que suelen utilizarse en el japonés para

remarcar la masculinidad, y que se pierden entre otros personajes. Sin

embargo, una buena traducción también implica ganar y no sólo perder.

—¿Hay matices literarios intraducibles entre Oriente y Occidente cuando se

trata de describir emociones?

—Creo que hay algo bueno en eso, porque muchos lectores entonces pueden

imaginar qué es lo que realmente piensan los personajes. En cuanto al

lenguaje, las diferencias de clases en Japón han desaparecido tan rápido que

quise conservar en mi novela los distintos tonos del japonés en los diálogos,

variando de generación en generación.

—Y en la vida personal, ¿esos contrastes se hacen presentes?

—Bueno, los japoneses siempre son muy correctos, por supuesto (ríe). Pero

las jerarquías sociales no siempre son demasiado estáticas. Por ejemplo, el

Page 57: El toro mecánico - Nicolás Mavrakis

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modo en que una persona habla sobre otra con alguien que no pertenece a

su círculo social inmediato, es muy distinto del modo en que lo haría si

perteneciera a su círculo propio. Diferencias de ese estilo también se miden

en términos generacionales, entre jóvenes y adultos. Por eso creo que los

japoneses usan al hablar el 50% de sus cerebros sólo para manipular las

diferencias jerárquicas.

—Nacer en Japón, vivir en los Estados Unidas y ser leída en todo el mundo

parece componer el perfil de autora cosmopolita.

—Creo que sí. Es algo que depende mucho de la capacidad de visión que

cada autor logra para permanecer en su país y, a la vez, alcanzar una

emoción que conmueva más allá de sus fronteras. En ese sentido, es difícil

para un japonés ser un escritor cosmopolita, ya que Japón está tan aislado...

—Dentro de ese abanico, ¿opta por alguna identidad cultural en particular?

—Al escribir en japonés, me considero una escritora japonesa. Y en términos

culturales, soy una mujer que intenta atraer a quienes no pertenecen hacia

la cultura japonesa y su literatura.

—¿Las influencias de la literatura inglesa y francesa también son un modo

en que lo cosmopolita emerge en sus textos?

—Escribí otra novela, más vinculada a la literatura francesa y que trabaja

algunas intertextualidades con Madame Bovary, de Flaubert. Una novela

real, en cambio, está inspirada en Cumbres Borrascosas, de Emily Brontë.

Sin embargo, la cuestión de la memoria de la niñez abriéndose a un trabajo

ficcional y recorriendo 40 años desde mi propia infancia, en Tokio, funciona

también como la magdalena de En busca del tiempo perdido, donde todas

las memorias regresan a partir de un elemento. La escritura de mi vida en

Japón durante los años cincuenta y todos los recuerdos que había olvidado

de algún modo volvieron y fluyeron como en Proust.

—En la novela hay una argentina, ¿conoce la literatura argentina?

—En realidad es pura coincidencia: había conocido a una argentina cuyo

marido era un ingeniero y la incluí en el texto. Mi conocimiento de la

literatura argentina se limita a Borges. En él percibo algo diferente.

Parecería existir sólo en su mente y no puedo imaginarme a un escritor

Page 58: El toro mecánico - Nicolás Mavrakis

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como él. Supongo que fue uno de los escritores más difíciles de entender.

Mucho más que Goethe, para mí.

—¿Sabía que Borges se casó con una descendiente de japoneses?

—Mucha gente talentosa y excéntrica suele tener esposas japonesas o chinas

(ríe). Eso es porque a veces requieren que sus esposas se vuelvan

inexistentes para poder expandir por completo su ego, y aun así llevar una

vida en matrimonio (ríe). ¡Con una esposa japonesa no necesitan

intercambiar nada, debe ser por eso!

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John Katzenbach

A primera vista, John Katzenbach parece otro turista estadounidense de los

que se pueden ver paseando por Buenos Aires. Camisa bien planchada y sin

pretensiones de elegancia, jean azul y zapatillas claras. Nadie que lo viera

podría identificar a ese ciudadano común de Massachusetts —casado con

Madeleine Blais, ganadora del Pulitzer, y padre de dos hijos— como la

mente creadora detrás del esquizofrénico torturado de novelas como La

historia del loco (2004), el asesino que aterroriza a Miami en Al calor del

verano (2005) o el oscuro exterminador de sobrevivientes del Holocausto

en La sombra (2008).

Alto y afable, Katzenbach sonríe con la satisfacción del best-seller mundial

consciente también del éxito que sus thrillers de misterio tienen entre

millones de lectores en Sudamérica. "Sé que tengo muchos lectores, porque

los editores me lo dicen. Pero como escritor, hasta que no ves algo por vos

mismo, no lo considerás real", dice en un inglés que no disimula el

entusiasmo. Durante la última feria del libro porteña, Katzenbach visitó a

sus 61 años la región por primera vez y presentó su última novela traducida

al castellano, El profesor, en la que un catedrático ya jubilado ve desvanecer

sus capacidades psíquicas mientras lucha por resolver el secuestro de una

adolescente.

Ex cronista policial de The Miami Herald y Miami New, ocupación que

abandonó en 1987 para dedicarse sólo a la literatura, su gran éxito mundial,

sin embargo, fue el thriller psicológico —como él prefiere definir el género

de sus novelas— El psicoanalista (2002), en la que un médico es acosado

por un psicópata que destruye de a poco toda su vida. Otras de sus novelas

exitosas han llegado al cine interpretadas por Sean Connery (Causa justa,

1995) y Bruce Willis (La guerra de Hart, 2002).

Pero Katzenbach no es la clase de autor a la que un repaso fugaz de los

argumentos de sus novelas logre hacer justicia. Es lo que suele pasar con

casi todos los grandes best seller: hay algo más que tramas truculentas

empujando a millones de personas —y especialmente a quienes no son

lectores regulares— a dejarse atrapar por sus libros en medio de situaciones

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tan variadas como la fila de un banco, un viaje atiborrado en subte o la orilla

del mar. Y Katzenbach es un autor consciente de esa virtud y del misterioso

poder narrativo que eso encierra dentro de un universo donde la industria

editorial, la tradición literaria e incluso la política de los Estados Unidos

juegan un rol activo.

"La verdad, no me preocupan las ventas. Si uno se preocupa como escritor

por hacer algo que complacerá la noción de alguien más sobre cómo debería

ser un best seller; si pensás, digamos, que al cambiar esto por aquello en el

libro entonces vas a vender 3000 ejemplares más, enloquecés. Lo que me

preocupa es contar la mejor historia que pueda. Reconozco que suena un

poco arrogante, pero si te preocupa lo demás, no vas a triunfar", argumenta.

—¿El periodismo fue el oficio adecuado para vincularse con el horror actual?

—Cuando me convertí en novelista, descubrí que como periodista ya había

sido educado en los fundamentos del thriller. Este género funciona de un

modo semejante al de las historias dramáticas del periodismo: se cruzan

fuerzas buenas y fuerzas malvadas que llegarán a la resolución de una

historia.

—¿Hasta qué punto los lectores del género son conscientes de estos

mecanismos?

—Es interesante, porque lo que ocurre es que a todos nos excita lo

horroroso. Yo trato de tomar pequeñas historias cotidianas que cualquiera

de nosotros pueda vivir —la idea de que alguien nos persigue, por ejemplo—

y les subo el calor hasta que empiezan a hervir. Así que cuando la gente llega

al libro, dicen: "Claro, entiendo cómo es esto." Y a partir de ahí, se crea la

tensión.

—Es decir que, al momento de escribir, tenés un conocimiento preciso de

qué atrae al público.

—Sí. Aunque cuando me siento a escribir, estoy tan atrapado

emocionalmente en la historia y en la mejor forma de expresarla, que lo

pierdo de vista. Lo más importante en todos mis libros es que, ya sea sobre

un esquizofrénico o un psicoanalista cuya vida está siendo destruida, la idea

es que esos personajes y estas situaciones parezcan reales para todos los

lectores.

Page 61: El toro mecánico - Nicolás Mavrakis

61

—¿Por qué el thriller psicológico fascina por igual a lectores de todo el

mundo?

—Creo que la fascinación con este tipo de historias proviene de la noción de

que algunos de los mejores narradores actuales están involucrados con este

tipo de escritura. Hace años, un thriller se consideraba un libro para leer y

tirar, con esas tapas con una chica desnuda y un tipo con un cuchillo.

Entonces, grandes escritores americanos llegaron al género y lo

transformaron. Raymond Chandler y Dashiell Hammet, desde la novela

negra, le hicieron ganar prestigio y credibilidad al thriller. Con el tiempo,

más y más escritores sofisticados llegaron a escribir sus historias y eso creó

el thriller psicológico.

Katzenbach hace una breve pausa y sus ojos emiten cierto resplandor. "En

última instancia, si lo pensás, es realmente fácil para mí describir algo como

sacar un arma y dispararle a un reportero", se ríe. "El verdadero desafío es

describir qué está pensando el reportero cuando ve que saco el arma, qué

pienso yo al hacerlo y en qué contexto psicológico ocurre este ataque. ¿Qué

ocurre con esta persona que dispara? ¿Qué ocurre con esta persona a la cual

le han disparado? El thriller psicológico permite identificarse más de cerca

con los personajes. Esto no cambia en Corea, ni en Buenos Aires o

Frankfurt. Stieg Larsson, por ejemplo, ubica sus historias en Escandinavia.

Tiene una globalidad, una universalidad, en la que pueden identificarse

muchos".

—¿La última década, atravesada por las guerras y el terrorismo, también fue

propicia para el género?

—Durante la administración de George W. Bush, el miedo se convirtió en

algo con un nuevo poder en los Estados Unidos, porque se nos hizo sentir

mucho más vulnerables como Nación. Por otro lado, algunos que debieron

haber reasegurado a los americanos permitieron que muchos de estos

miedos crecieran... En Iowa, por ejemplo, hay toda clase de seguridad,

¡como si Al Qaeda fuera a atacar ahí! Esto ha creado situaciones para que el

thriller psicológico interese a la gente, pues el miedo está en el núcleo de

todos mis libros y los de todos los que hacen libros como los míos.

Page 62: El toro mecánico - Nicolás Mavrakis

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—Si los años de Bush te resultaron productivos como escritor, ¿eso implica

algún conflicto con tus ideas políticas?

—Sí (dice Katzenbach por primera vez en español y vuelve a sonreír). Los

años de Bush fueron muy difíciles. ¿Esto afectó mi escritura? No lo sé. Sé

que cuando se sienten tensiones políticas y cuando el diario que leés cada

mañana está lleno de noticias que te enojan y te provoca tirarlo lejos, eso

ayuda porque significa una concentración distinta. En mi caso, me obliga a

trabajar más duro y mantenerme concentrado en tensiones que, en parte,

desde el diario se trasladarán a veces al texto. Por lo tanto, tal vez debería

agradecerle a George Bush... ¡Pero no lo haré!

—No te gustaron las adaptaciones de tus novelas para Hollywood. ¿Eso te ha

dañado como autor?

—Sí y no. Sobre la cuestión de las adaptaciones, durante muchos años traté

de ser diplomático. Como escritor, es fácil frustrarse. En el cine es muy

habitual que digan que les encanta un libro por tal personaje. Y que tal

situación y tal escena podría llevarse maravillosamente a la pantalla, pero

cuando llegan al set de filmación, todo queda en el olvido. Están más

preocupados por Sean Connery que por John Katzenbach, y me parece

legítimo que así sea... Como novelista, estás preocupado en contar tu

historia y nunca pensás a quién vas a complacer o no mientras escribís tus

libros. La única persona que quiero complacer es a mí, a mi perro y a mi

esposa.

—¿Te considerás un best seller?

—No, me considero un escritor.

—Pero sos un best seller.

—¡Sí, gracias a Dios!

—Pregunto porque, en ciertas adaptaciones para el cine de best sellers como

Dan Brown, por ejemplo, es difícil percibir que haya alguna preocupación

sobre cómo el resultado afectará su trabajo. ¿Cómo te ubica esta clase de

preocupaciones entre esa escala de escritores?

—Steven Spielberg dijo que para hacer una película a partir de un libro,

necesitaba sacarle la espina dorsal e ignorar todo lo demás. Pero esa es sólo

su idea. Las adaptaciones siempre se hacen según la empatía que sienta el

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director hacia los personajes y la historia. Cuando esto coincide con el

novelista, es fantástico. No quiero ser crítico con Dan Brown, realmente no

pude meterme nunca en su trabajo y sus películas me resultaron igual de

incomprensibles. Pero parecen producir un montón de dinero y entonces a

nadie le preocupa. A mí me preocupa. Y es difícil ver descartados elementos

de mis libros que yo considero importantes.

—Y según ese criterio estético, ¿qué otros best sellers te parecen

respetables?

—Antes que nada, es difícil escribir una novela, así que cualquiera que se las

haya arreglado para lograrlo y convencer a un editor de que la publique es

respetable, venda un millón de ejemplares o uno. El tema es que, en mi

caso, evito leer a otros autores. La razón es que hay escritores muy buenos y

a veces agarro un libro y encuentro pasajes que me resultan tan buenos que

pienso que jamás podría hacer eso... Y no quiero lastimarme a mí mismo.

Así que, por gusto propio, leo mucha historia y periodismo, pero no a

demasiados colegas.

—¿Qué te parece un fenómeno como la saga Millennium, de Stieg Larsson?

—Leí las primeras 100 páginas de Los hombres que no amaban a las

mujeres y tuve que dejarlo. Pero me dijeron que no podía ser posible, que

tenía que leer las siguientes 100 páginas, así que lo hice. Tiene un estilo muy

interesante. ¿Por qué es tan popular en todo el mundo? Para mí es

complicado saberlo...

Katzenbach vuelve a hacer una pausa. Otra vez el resplandor en sus ojos.

"¿Querés leer un buen libro? Lee Grandes esperanzas, de Charles Dickens.

Eso sí es emocionante. Todos los libros deberían lograr que uno no pudiera

dejar de dar vuelta la página y eso es lo que espero cumplir", dice.

—Considerando la vieja oposición entre triunfo comercial y crítica, ¿te

preocupa tu prestigio como escritor?

—Hace mucho tiempo, al recibir las reseñas de mis primeros libros, me di

cuenta de que si yo consideraba en serio a quienes decían que los míos eran

los mejores libros desde la Biblia, también tendría que hacerlo con quienes

decían que haber escrito mis libros era un crimen. Ahora le presto poca

atención a la posible ubicación de mi estándar literario. Sí espero que la

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gente disfrute mi trabajo, y eso incluye tanto a los críticos como a los

lectores del subte.

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Margo Glantz

A los 82 años, Margo Glantz tiene más para escribir, decir y observar que

muchos de los autores con la mitad de su edad. Académica, crítica, escritora,

traductora, periodista y "twitt—star" en permanente ascenso, Margo Glantz

llegó desde su México natal a la ciudad de Buenos Aires durante el último

Festival Internacional de Literatura (Filba). "Empecé a escribir ficción

tarde, así que soy jovencísima. Los años pasan pero soy una persona muy

vital. No siento los 82 años que tengo aunque de repente me caigo y los

recuerdo", cuenta Glantz, con una sonrisa alegre al referirse a su

recuperación de una reciente caída accidental que le dejó los ojos un poco

amoratados. "Tengo una gran relación con gente joven, tengo amigos

íntimos que podrían ser mis hijos y el hecho de haber sido profesora

durante tantos años revivifica. Eso ha sido muy importante. Pero también la

curiosidad que tengo por las cosas y la intensidad con la que las vivo.

Parezco un personaje de novela, ¿verdad?".

Destacada en 2010 con la Medalla de Oro de Bellas Artes en México y

galardonada, entre varias distinciones, con el Premio Xavier Villaurrutia, el

Premio Universidad Nacional (UNAM), el Premio Sor Juana Inés de la Cruz

y múltiples doctorado honoris causa, recorrer la carrera multifacética de

Margo Glantz significa también transitar una constelación de tareas que van

desde la docencia en universidades como Princeton hasta el trabajo como

ministro de asuntos culturales para la embajada de México en Inglaterra.

"No creo que vaya a tener más reconocimientos porque ya no estoy

enseñando, pero me gustaría quizás tener más reconocimiento en mi país. A

veces siento que soy una figura no muy canónica y que no saben dónde

colocarme. Para conseguir mi último libro publicado allá, alguien me dijo

que finalmente logró encontrarlo en una librería donde estaba clasificado

como Literatura Latinoamericana... En México los libreros son pésimos.

Vieron mi nombre y me pusieron ahí. Mi obra reunida por el Fondo de

Cultura Económica es muy impresionante pero casi nadie la compra porque

son como ladrillos", dice Glantz con un tono bien estudiado entre el

reproche y la boutade.

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Saña (Eterna Cadencia, 2010) su último libro publicado en nuestro país,

reúne varios textos bajo la forma de fragmentos que responden a diversos

géneros. De esa manera, historia, periodismo, literatura, arte, moda y viajes,

entre otros asuntos, se combinan con registros donde lo académico, lo

humorístico, lo banal y lo siniestro se entrecruzan hasta producir un efecto

colectivo propio. Uno de los fragmentos se llama Elipsis: "Cuando oigo

hablar de cultura, dijo Goering, según Robert Brasillach —citado por

Quignard—, saco mi revólver de su funda".

"Es difícil organizar un libro así. Escribir los fragmentos es fácil porque cada

uno tiene una identidad singular, pero al unirlos se complica", explica la

autora. "Ubicarlos uno junto a otro implica un trabajo muy serio de

organización y selección para que vayan adquiriendo una totalidad diferente

y se armonicen. En última instancia, a mí me gustan todo tipo de discursos y

bajo la forma del libro llegan a desarrollar vasos comunicantes. Ese trabajo,

por un lado, es muy consciente, y por otro no lo es. Voy escribiendo cada

texto una y otra vez, lo imprimo y lo corrijo, lo vuelvo a escribir. Todos mis

textos tienen hasta 200 versiones en la computadora y luego otras 20

versiones impresas. Luego se digieren y en un momento sé su orden.

Cuando va a la imprenta, el libro ha adquirido su propia identidad y ya no

me interesa".

La destreza de Glantz para ese trabajo sobre los géneros narrativos y la

lógica gramatical de sus propios soportes tal vez pueda encontrarse en su

percepción del entrecruzamiento cotidiano. "Ayer comía en un restaurante y

vi dos noticias que me impresionaron: una pelea de obreros luchando

porque van a cambiar el estatuto del servicio médico y luego otra,

completamente diferente, sobre una chica a la que habían servido soda

cáustica en un restaurante y le habían quemado el esófago", cuenta la autora

de Las mil y una calorías. "Y estaban las dos noticias juntas. Eso me parece

maravilloso porque responde a dos órdenes completamente distintos: una

noticia política ligada a la salud y una noticia en la que a otra persona le

arruinan la salud. Esas dos cosas se pueden usar en un texto".

Otro de los espacios donde Margo Glantz ha encontrado nuevas

experiencias literarias y estéticas es la web. "He descubierto el Twitter y es

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divertidísimo. Algo instantáneo y en 140 caracteres: la obligación de ser

sintético y escoger las palabras para que funcionen bien. Evidentemente en

Twitter se van también un montón de cosas estúpidas; hay una banalidad y

un narcisismo masturbatorio impresionante. La banalidad es fundamental

en la vida diaria, pero hay que organizarla en un contexto", se entusiasma la

autora de El rastro, que tampoco dejó de utilizar su cuenta de Twitter

durante su estadía en Buenos Aires. "A veces me pongo a reflexionar sobre

cuestiones como el fragmento durante días enteros, o hablo de unos

pajaritos que vienen todos los días a verme a mi jardín y de repente ya no

vienen. Eso también me define una relación con el espacio, el tiempo, la

realidad, la naturaleza", explica.

La relación de Margo Glantz con Argentina está atravesada por la literatura

y también por la vida privada. Alrededor de esas coordenadas, su

experiencia con el país ha conservado en el transcurso de los años un

elemento de fascinación y extrañamiento constantes. "En los años cincuenta

estaba en París estudiando. Vecina a la casa de México, en la ciudad

universitaria, donde me albergaba, estaba la casa de Argentina. En un

restaurante para chicas donde solíamos comer iban muchas argentinas, así

que me hice muy amiga de los argentinos. Era la época del peronismo y allí

la gente era antiperonista. Yo ayudé a descolgar un cuadro de Juan Perón de

la residencia argentina cuando cayó su gobierno. Y esas mismas personas

después se hicieron peronistas... Me fascinan los vaivenes de la vida

argentina y en algún sentido me siento más argentina que mexicana.

Cuando era chica leía las revistas Billiken, Para Tí y mi padre tenía la

colección de la revista Sur. Para mí es importantísima la cultura argentina".

Entre los escritores argentinos que más interesan a Glantz hay nombres

como César Aira, Juan José Saer y Héctor Libertella. "Los argentinos

escriben mejor que los mexicanos. Tienen una relación con el lenguaje y la

lectura mucho más intensa, con una forma de razonar muy argentina que a

veces puede resultar relativa porque piensan demasiado y se los lleva la

trampa, ¿no?", sonríe. "Me interesa mucho cómo se piensa en Argentina, me

gusta mucho la crítica de Josefina Ludmer o los ensayos de Tamara

Kamenszain. También Ricardo Piglia y un largo etcétera. No dejo de estar al

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tanto de lo que se publica en editoriales como Mansalva o Beatriz Viterbo.

Estoy bastante conectada con las novedades", aclara.

Como académica, Margo Glantz ha dedicado buena parte de sus ideas al

análisis de figuras femeninas clave en la construcción de la cultura

americana, como la poetisa y religiosa Sor Juana Inés de la Cruz o Malinche,

la intérprete a la que recurrió Hernán Cortés durante su campaña de

conquista sobre los primitivos pueblos mexicanos. "He trabajado también

con mucha teoría feminista y no adhiero a ninguna. Mi escritura no es

feminista pero sí es una escritura desde lo femenino. Eso para mí es

fundamental", dice la autora de Historia de una mujer que caminó por la

vida con zapatos de diseñador.

"A las escritoras no les falta espacio. Creo que hay muchas a las que incluso

les sobra. Por eso aprovechan clichés sentimentaloides para escribir. Eso me

choca, me parece espantoso. Explotan el erotismo de una manera

convencional y con pretensiones siniestras", afirma Glantz con otra sonrisa.

En ese contexto, ¿podría imaginarse a una mujer presidenta de México?

"Pues ojalá, sería buenísimo, pero son bastante estúpidas y más estúpidos

son ellos. México es un país siniestro. Maravilloso pero siniestro. La

corrupción...", comienza a pensar. Hace una breve pausa y sigue: "Todo se

denuncia y nada pasa. En lo narrativo, ese material a veces se convierte en

algo con un nivel muy coyuntural. Todo lo que tenga que ver con

narcotráfico se vuelve material vendible. Entonces abunda ese tipo de

material y mucho suele ser basura: algo que se lee y se tira como basura.

Hay muchas corrientes literarias que creen que porque organizan el

material alrededor de mucha sexualidad y muchas groserías y

narcotraficantes, ya se hicieron novelistas. Eso se vende, pero luego no

sedimenta en nada".

"Tengo cada día más seguidores en Twitter y estoy fascinada. La recepción

de lo que se escribe a veces es muy estúpida, no debería decirlo. Yo tengo un

sentido del humor bastante negro y los lectores me toman al pie de la letra y

me dicen: "No, Margo...". Pero hay gente con la que funciona muy bien",

explica Glantz su reciente entusiasmo por la red social Twitter, en la que

tuitea de manera diaria bajo el nombre @Margo_Glantz.

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"La cursilería es impresionante. Algunos amigos en Twitter se vuelven muy

sentimentaloides. Yo me paso la vida burlándome de todo eso y me

divierten. Se me hizo una adicción el Twitter. Aunque también de ahí creo

va a salir algún libro. Tengo todo lo que publico en un archivo que se llama

Moscas43", cuenta.

¿Puede ese posible pasaje entre la escritura digital en Twitter y la escritura

en un libro tradicional modificar el sentido y la resonancia de las palabras?

A los 82 años, esa inquietud está dando vueltas por la mente de Margo

Glantz. "Habrá que trabajar eso muchísimo a ver si de veras sirve. Me gusta

como ejercicio. Pero puede no servir para más que para la vida diaria: en

Twitter uno se entera de noticias, piensas cosas, etcétera. Hay un narcicismo

en Twitter que me divierta cultivar y si algún día no tengo nuevos

seguidores me siento muy frustrada. Entonces me pongo a ver quiénes

tienen más seguidores y entro en competencias ridículas. Es muy vital, muy

efímero pero a la vez muy vital, con una consistencia diaria que me obliga a

trabajar aunque esté viajando. Eso estimula también el pensamiento. El

hecho de utilizar un número específico de caracteres funciona como con un

artículo periodístico: si tengo que escribir 4000 caracteres con espacios, mi

cabeza adquiere una destreza casi inconsciente. Es un espacio mental

interesante".

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Kjell Askildsen

Kjell Askildsen (Noruega, 1929) ha hecho de los silencios una marca de

expresión y suspenso que en sus cuentos parecen cifrar ese abismo de

angustia capaz de devorar situaciones cotidianas hasta convertirlas en

experiencias desoladoras. "No busco una meta con mi escritura. Mi

escritura es un arte distinto al periodismo. Aun así, aunque no haya una

meta específica, sí busco lograr un efecto en el lector. Esos silencios logran

el efecto de decirlo todo", dice Askildsen en su lengua natal, la única que

elige utilizar en las escasas entrevistas que otorga.

Prologado y editado por Rodolfo Fogwill, Cuentos reunidos (Lengua de

Trapo, 2010) es entre los lectores locales el único volumen que congrega los

relatos de un escritor en actividad desde hace más de seis décadas y

traducido a más de 18 idiomas. "Puede narrarlo todo y de la mejor manera

con personajes sin rostro ni más rasgos físicos que el detalle indispensable,

con nombres que se olvidan de inmediato, sin tonos de voz", lo describe en

su prólogo Fogwill, que no era dado a los halagos gratuitos.

Admirador de Ernest Hemingway y emparentado por la crítica con Samuel

Beckett, los cuentos de Askildsen conjugan lo sombrío, lo sexual y lo

humorístico en lo que parece un cuadro infinito sobre lo más íntimo de la

vida corriente: un cuadro elaborado hasta lograr un efecto ligado a lo

irreconocible.

"Es muy positivo lo que me han dicho hasta ahora los lectores argentinos;

sin embargo, disfruto también que no hayan podido explicar con precisión

qué es lo que les gusta de mis libros", dice en una pausa durante su visita al

Festival Internacional de Literatura de Buenos Aires, con unos pocos gestos

que agitan su cuerpo como un terremoto.

—¿La imposibilidad de ser libre incluso en la vida privada es un tema

importante en su obra?

—No hay algo específico que busque discutir en mis libros, pero siempre

está presente la cuestión de la dependencia e independencia entre los

personajes. El problema de la libertad individual existe en cualquier

literatura.

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—¿Cómo construye los dramas de esos personajes?

—Comienzo con una imagen y escribo oración por oración, pasando de una

acción a la otra y avanzando en la historia sin nunca conocer adónde va a

llegar. En mis historias siempre hay algún drama, pero es algo que surge

necesariamente en toda historia, más allá de un posible motivo. Mi manera

de escribir es lenta. Escribo una oración que sea tan buena que lleve a una

oración siguiente.

—¿Qué efectos cree que provoca ese desasosiego en sus lectores?

—Nunca busco moralizar, no hay buenos y malos en mi escritura. Pienso

que es bueno que el lector reconozca algo vinculado a sus propias

experiencias y aprecie la lectura en ese sentido. Cuando escribo, uso

recursos como el humor y la ironía para lograrlo, pero sobre todo para llevar

adelante historias.

—¿Por qué cree que cuesta definir ese placer que producen sus cuentos?

—Quizás no exista la posibilidad de una explicación tan definida y ese es

uno de los efectos ligados a lo indefinido que disfruto crear en el lector. Es

algo que también hace funcionar a los cuentos como unidad y que les da

sentido como parte de una colección mayor.

—¿Considera que la imagen de prosperidad asociada a Noruega da a sus

historias un eco particular?

—En Noruega las relaciones humanas son iguales que en cualquier otro

país. La felicidad no tiene que ver con el dinero. En todo caso, tampoco soy

economista sino autor. Escribo sobre las relaciones humanas, la

comunicación. Son cuestiones que no tienen que ver con lo económico. En

todos los países existen condiciones humanas de todo tipo: la envidia, los

celos y las relaciones son iguales. No se trata de la riqueza o la pobreza sino

de los intereses de las personas y cómo se manifiestan entre ellos.

—Si hoy continuara escribiendo, ¿volvería a los mismos temas?

—Sí, siempre escribí sobre lo mismo. El suspenso, la tensión, la ansiedad,

las contradicciones en las que se pueda reconocer el lector. Más allá de la

edad, las relaciones humanas siempre me han ocupado y tengo interés en

que el lector se sienta como coautor de mis cuentos.

Page 72: El toro mecánico - Nicolás Mavrakis

72

João Gilberto Noll

Nacido en Porto Alegre en 1946, voz casi secreta hasta hace muy poco en

castellano, la traducción de las obras claves del brasileño João Gilberto Noll

—Lord (2006), Bandoleros (2008), Harmada (2008) y A cielo abierto

(2009), editadas por Adriana Hidalgo— revelan a un escritor fascinante no

sólo por su estilo, sino también por sus temas. "He caminado mucho por las

calles de Buenos Aires. Para mí, caminar es la felicidad. Sin saber lo que

puedo encontrar, abierto y dispuesto al azar. Lo previsible es un aspecto

funcional de la vida, está bien; pero yo quiero una garantía de que lo

imprevisible pueda sorprenderme", asegura Gilberto Noll durante el 3°

Festival Internacional de Literatura en Buenos Aires. Y lo dice con la

cadencia de quien parece arrastrar sus palabras desde el fondo de un pozo

profundo como esa desolación casi "beckettiana" que asola a sus personajes.

Aproximarse a la literatura de Noll implica asomarse a una construcción

cuidadosamente musical, aunque sin renegar de un origen "pulsional", que

a su vez interroga cuestiones tan contemporáneas como la soledad, el

desvanecimiento de las subjetividades y el tenue equilibrio de toda memoria

en los grandes centros urbanos. Cuestiones que, para Gilberto Noll, revisten

una categoría, ante todo, política.

"La política intenta ir al encuentro de las precariedades humanas para

intentar resolverlas. El sufrimiento humano puede ser el hambre y también

la soledad, por qué no. Yo también pienso que la soledad es uno de los

problemas fundamentales de las grandes ciudades del mundo. Porque están

todos metidos en Internet con la ilusión de que están comunicados con el

mundo entero, pero no es así. Es una falsa comunicación", dice. Y aclara, de

inmediato: "No soy un catastrofista ni un apocalíptico. Considero a la

informática algo muy importante para la evolución social, pero hay

exageraciones."

—¿Por qué lo considera un problema político y no cultural o tecnológico?

—Porque es algo que los hombres pueden modificar y que no está resuelto.

Es necesario hablar de la cuestión de la soledad en conjunto. En mi ficción,

en cambio, yo hablo apenas de un protagonista. En todos mis libros hay un

Page 73: El toro mecánico - Nicolás Mavrakis

73

solo protagonista en estado de soledad, que puede lograr un acceso a la

comunidad a veces a través del sexo. Pero incluso ese es un acceso muy

efímero.

—Esa soledad parece contrastar mucho con la "festividad" que por lo

general se asocia a la cultura brasileña.

—No veo a la cultura brasileña como festiva, no tengo esa visión folklórica.

Es preciso experimentar la cuestión humana en la ciudad para verificar que

esa festividad no se da en la urbanidad brasileña. Por otro lado, hay una

cuestión personal. Soy un hombre con muchos problemas de inadecuación

con lo social. Tuve una adolescencia muy dura, entonces mi biografía no es

una biografía dulce y festiva. Lucho para hacer que las personas vean mi

dolor... Pero también mi alegría, claro.

—Cuestiones como la pérdida de la individualidad parecen acercarlo a

escritores europeos como Enrique Vila-Matas.

—Vila-Matas es muy cerebral, yo soy pulsional. No quiero hablar de

paradigmas y movimientos literarios. No me gusta la metaliteratura. Las

semejanzas se dan porque la pérdida y el despojo de las cuestiones

personales son motivos recurrentes en sociedades masivas como las

nuestras. Ese vacío existencial es una cuestión básica de la

contemporaneidad.

—¿Cree que su propia formación musical lo aleja de una literatura que habla

de sí misma?

—Me gusta escribir en estado de convulsión: no sé demasiado qué es lo que

escribo hasta que me distancio y lo analizo, pero creo que esa es una

formulación exacta: la distancia con esa metaliteratura tan cerebral

proviene de mi formación musical. Mi literatura viene del inconsciente. Soy

un escritor del lenguaje, es lo que me guía. En mi caso, me permite una

preocupación poética por la materialidad de la lengua y el sonido.

—¿Ese vínculo con lo musical lo reconcilia con lo "folklórico" brasileño?

—Tal vez. La música es un lenguaje vital para el pueblo brasileño, pero yo

tengo una historia personal muy ligada a la música. Estudié música para ser

cantor lírico.

—¿Y qué lo hizo abandonar esa carrera?

Page 74: El toro mecánico - Nicolás Mavrakis

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—Una crisis muy grande en la adolescencia. Viví un tiempo de mucho

aislamiento y abandoné los estudios. Entonces, para mí, cantar delante de

un público se tornó muy difícil. Quedó como único camino la soledad de la

literatura.

—Su literatura lo ha convertido en una referencia casi canónica de las letras

brasileñas.

—No lo percibo como una tensión. Me gusta que haya tesis universitarias y

académicas sobre mis libros. Me gusta mucho ser estudiado. Si no, sería

muy triste... Creo que no soy un escritor edificante, pero mis personajes

deambulan por un mundo mejor que este en el que estamos. Me gusta que

mis personajes sean dominados por una impaciencia y una inadecuación.

Me gustan mucho los hombres disconformes porque la realidad, así como

está organizada, es muy desoladora. Y yo apunto a una literatura de la

impaciencia. Una literatura que desea un mundo que podría ser más

humano

Page 75: El toro mecánico - Nicolás Mavrakis

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Julia Kristeva

Búlgara por origen y francesa por decisión. Escritora, ensayista y feminista.

Psicoanalista, filósofa, lingüista y, en la actualidad, casi una diva canónica

del pensamiento occidental, Julia Kristeva pasó por Buenos Aires por

primera vez, dejando la estela de quien compartió aulas con eminencias

como Jacques Lacan o Emile Benveniste, y participó de grupos intelectuales

junto a Roland Barthes, Maurice Blanchot, Jacques Derrida o Tzvetan

Todorov.

Distinguida con un doctorado Honoris Causa otorgado por la Universidad

de Buenos Aires, e invitada a la Argentina como parte del Programa Lectura

Mundi entre la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM) y la

Universidad Paris Diderot—Paris 7, Kristeva abordó algunas de las

cuestiones que su propio trabajo han convertido en un faro para la tradición

humanística contemporánea. "El hilo de la tradición religiosa se ha cortado

en el siglo XVIII y ese fue el corte que emancipó dimensiones y cuerpos,

permitiendo la liberación del pensamiento y de la sexualidad femenina",

dijo la autora de Lo femenino y lo sagrado frente a una nutrida tribuna de

oyentes el último viernes en la UNSAM.

Allí ofreció una charla junto al director de la Biblioteca Nacional, Horacio

González, y el rector de la UNSAM, Carlos Ruta, donde exploró sus trabajos

con el lenguaje —los vínculos más precoces de la infancia con lo simbólico,

tal como aparece en su obra La revolución del lenguaje poético—, y también

sus recientes experiencias a favor de los derechos de la mujer, cuyo fruto es

la creación del premio Simone de Beauvoir para la Libertad de las Mujeres.

"Liberar a la mujer de la esclavitud de la maternidad significa un combate a

favor de los derechos de la mujer sobre su vientre, es decir, hablar del

aborto", profundiza Kristeva durante una breve entrevista. "Sin esta

libertad, adquisiciones como la paridad económica o jurídica no son

posibles; esto no quiere decir que se deba luchar por el aborto, sino que,

lograda la libertad de abortar, las mujeres adquieren el derecho a elegir o no

tener hijos", dice la intelectual.

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Por otro lado, se mostró sorprendida por la intensiva difusión de la práctica

psicoanalítica en Buenos Aires: "Hay diez psicoanalistas por metro

cuadrado", bromea Kristeva.

—¿Por qué eso ocurre en la Argentina antes que en Chile o Brasil?

—Tal vez se deba a que Buenos Aires es una de las ciudades más europeas y

con más contactos con ese continente, y también a que hay un estado de

interrogación permanente por esa curiosidad psíquica que puede tomar

formas políticas y de protesta a las que tampoco las mujeres son ajenas,

como puede verse con las Madres de Plaza de Mayo. El psicoanálisis es casi

natural en ese movimiento de interrogación y protesta continua.

Aunque no mantiene ningún contacto con los variados movimientos

psicoanalíticos locales, Kristeva está al tanto de la fuerte influencia

lacaniana en los divanes porteños. "Que el psicoanálisis tome en este país la

forma lacaniana, antes que freudiana, tal vez se deba a que los discípulos de

Lacan lograron una mayor presencia pedagógica. Es un problema

complicado y finalmente no tiene ninguna importancia", dice.

La pensadora opinó también sobre el rol que cumple China, en el marco de

la crisis económica mundial, que visitó en 1968, en plena revolución cultural

maoísta, junto a diversos integrantes de la mítica revista Tel Quel. "China

provoca miedo, un miedo a que sea más fuerte que nosotros y a que nos

compre, y eso es también una expresión de racismo. Al mismo tiempo, hay

señales de que el capitalismo que se desarrolla en China no es como nuestro

capitalismo occidental. Hay una vitalidad que se resiste a la uniformidad y

al dinero. Las mujeres, por su lado, son ahora en China un factor de

resistencia y cambio, al que el gobierno prefiere no castigar con la cárcel,

por eso han establecido un equilibrio interesante entre lo masculino y

femenino. Es por eso también que hace dos años dimos el premio Simone de

Beauvoir a dos mujeres de ese país", concluyó la psicoanalista más famosa

del mundo en su paso por Buenos Aires.

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Beatriz de Moura

Es el cumpleaños número 72 de Beatriz de Moura, pero ella se sorprende

cuando le acercan regalos. Tal vez porque la visita desde Barcelona de una

de las editoras europeas más importantes en lengua hispanoamericana ha

sido un poco más agitada que de costumbre. Este año, a la mujer por cuyas

manos han pasado varias de las obras literarias más importantes del siglo

XX, y cuyo trabajo insignia es haber fundado la Editorial Tusquets en 1969,

la han nombrado Huésped de Honor de la Ciudad de Buenos Aires. Una

iniciativa del Ministerio de Cultura porteño "como reconocimiento para esta

ciudad por su labor por el libro y la cultura".

Simpática, De Moura entiende que cuatro décadas en la industria del libro

no sólo acarrean amistades y anécdotas con escritores famosos, un alto

prestigio simbólico y un conocimiento profundo de una industria cada vez

más voraz, sino también reconocimientos y menciones. Premio a la Mejor

Labor Editorial Cultural (España, 1994), Condecoración de la Orden de las

Artes y las Letras (Francia, 1998), Medalla al Mérito Editorial (México,

1999), De Moura, sin embargo, asegura que, a diferencia de otros

reconocidos colegas, no da consejos porque no sirven para nada.

"Nunca pensé dedicarme a la edición, pero sabía desde muy pequeña que

viviría rodeada de libros. No sabía qué era una editorial ni un editor, pero en

un momento determinado tuve que defenderme en la vida y pensar en algo

práctico para vivir", recuerda los inicios de Tusquets, una editorial española

con sede en México y la Argentina que, aun habiendo trabajado con varios

de los nombres más grandes de las letras universales —Ian McEwan,

Thomas Pynchon, Mario Vargas Llosa, Milan Kundera, John Irving y Woody

Allen, entre otros— mantiene todavía su esencia artesanal. "Yo me formé

para ser traductora simultánea en instituciones internacionales. Pero los

caminos nunca son rectos. Me detenía a pensar lo que decía la gente

mientras la traducía y eso estaba mal. Mis profesores en Ginebra me

sugirieron que dejara aquello casi desde la segunda vez que estuve en una

cabina. Y tenían razón. Entonces volví a Barcelona y empecé a trabajar en

editoriales", cuenta.

Page 78: El toro mecánico - Nicolás Mavrakis

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—¿Cuál es, según su visión, el panorama actual del mundo editorial?

—El mundo editorial es definitivamente global, en el sentido que ataca más

directamente al libro en sí. Por ejemplo, en el hecho de las grandes

concentraciones: primero editoriales, después libreras y ahora de

distribuidoras. Entonces las editoriales medianas y pequeñas se encuentran

en cierto modo obligadas a entrar a esa dinámica o quedar afuera. Ese es el

problema: inventar algún sistema de supervivencia distinto, cosa que de

momento no veo por ningún lado.

—¿Por qué los grandes grupos editoriales prescinden cada vez más de los

editores?

—Hacerlo es un error. Lo que se pierde al quitarlos es una elección previa

para ir al encuentro con los gustos del público. Por un lado, está el gusto

más exigente, que no sólo busca entretenimiento sino también

conocimiento. Y, por otro, el lector que busca entretenimiento en lo que

hemos conocido como los best sellers. La elección que se ofrece es igual,

porque la oferta surge de un editor. Si no, todo es lo mismo, y el lector ya

está suficientemente perdido en las librerías...

—A veces pareciera que ese lector más "sofisticado" no es demasiado tenido

en cuenta por las editoriales concentradas.

—Depende, hay grupos que tienen en claro que necesitan sellos que se

destaquen para determinados grupos de lectores más cultos. Y estos suelen

tener editores para esto. Ahora, cuando en esa inmensidad también tienen

sellos de libros para cualquiera, a lo mejor se cree que ahí no hace falta

editor. Yo sigo pensando que sí. Hay muy buenos editores de best sellers,

que conocen su materia y están informados de manera global y en tiempo

real dónde buscarlos, cómo encontrarlos y para quiénes hacerlos.

—¿Hubo una evolución del rol de la mujer en la industria a lo largo de estos

años?

—Hay cada vez más mujeres en la edición, pero pocas en lugares de decisión

empresarial. Este crecimiento se ha dado en parte porque se ha ido

confirmando que el público lector es mayoritariamente de mujeres. Sin

embargo, nunca me he fijado en el género de un autor a la hora de leer y

editar su libro. Que sea masculino o femenino me da completamente igual, a

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tal punto que una vez programé la salida de tres novelas de mujeres el

mismo mes y las feministas me dijeron "¡Por fin, tres mujeres juntas!" Pero

yo ni había caído en la cuenta de que había tres autoras mujeres de

diferentes nacionalidades. Las había elegido sólo porque me parecían

buenos libros. Una cosa no tiene nada que ver con la otra.

A pesar de ser una de las referentes femeninas más importantes en su

campo, a Beatriz de Moura no le resulta demasiado llamativa la defensa de

una perspectiva de género en la industria editorial. "Claro que respeto la

militancia feminista. Pero al machismo lo frecuentamos diariamente en

otras actividades y estamos tan acostumbradas a eso que ni hacemos caso.

¿Para qué? No vamos a entrar en esos debates entre machismo y feminismo.

Pues sí: hay machistas, y cada cual es lo que es", afirma, con más énfasis en

su experiencia concreta de trabajo antes que con un discurso reivindicador.

"Los adelantos que hemos conseguido las mujeres a través del duro siglo XX

están a la vista", dice para terminar la cuestión.

Fogueada bajo la experiencia política del franquismo, a partir de la cual ha

ido divisando el efecto de los distintos momentos políticos mundiales, algo

que sí le preocupa mucho más, en cambio, es la política, incluso en forma de

libro. "A lo largo de estos años eso se ha empobrecido, considerando los

muchos libros que se ofrecen en el mercado y la poca respuesta que

obtienen por parte del público. Esto sólo me demuestra que

desgraciadamente la política interesa poco. Toda la historia del siglo XX,

que ha sido una historia de emancipaciones a costa de dos guerras

mundiales, muertes e injusticias, tendría que haber ido enseñando que la

democracia y el ejercicio de la política, de todas las propuestas ofrecidas

hasta hoy, es la menos mala", dice.

—¿Qué opina sobre las editoriales independientes?

—El editor independiente es aquel cuyo dinero es exclusivamente suyo y con

él puede construir una editorial que funcione. Y teniendo en cuenta eso, los

editores más independientes que existen son los dueños de los inmensos

grupos editoriales, que compran los sellos que les da la gana o no, terminan

con ellos o los fomentan: son libres, son los auténticos libérrimos que hacen

lo que les da la gana (ríe). Yo nunca he sido dueña de Tusquets, ni nadie.

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Algunos socios se han ido, otros han venido, pero todos me han respetado

mi criterio editorial desde hace 42 años, sin que yo haya puesto nunca una

moneda en la editorial.

—¿Las editoriales independientes ofrecen espacios que las grandes no?

—Creo que la independencia está en poder desarrollar un criterio editorial

que evolucione a través del tiempo y que sea coherente. Construir ese

catálogo, como en mi caso, desde 1969, implica que uno cambie mucho.

Sería estúpido pensar que mis gustos no han evolucionado, y esa es la

diferencia. El problema en los grandes grupos editoriales no es que se quite

a los editores, sino que los quiten porque sus sugerencias no son rentables.

Eso interrumpe una evolución coherente de un gusto a través de los años, y

es ahí donde se debería incidir cuando uno se queja del mundo editorial de

hoy.

—¿Y quiénes han logrado desarrollar entonces verdaderas editoriales

independientes?

—En España, que es donde conozco bien, nosotros con Tusquets, por

ejemplo. Pero también Anagrama. Somos las dos editoriales medianas que

mejor hemos sobrevivido al desorden generalizado en el gran ruedo global.

Claro que ahora Anagrama ha vendido parte de su empresa en Italia,

mientras que, en nuestro caso, estamos entrando al problema de la

distribución, algo que podría cambiarnos el panorama.

—¿Imagina a Tusquets teniendo que ser vendida?

—Las editoriales grandes están acostumbradas a comprar, sobre todo

editoriales que han quebrado (ríe). Otra cosa es poder negociar en

condiciones más o menos equitativas. Nuestra editorial viene bien, no sólo

en España, sino también aquí, por lo tanto hay elementos suficientes como

para no ir de pedigüeños, demostrando que uno está regalado.

A lo largo de estos años, Beatriz de Moura ha tratado con distintos autores y

varias de sus anécdotas son conocidas. Un joven Vargas Llosa recién llegado

a España, pobre y preocupado por la raya de sus pantalones. La

sorprendente fealdad de Marguerite Duras. El machismo indómito de Bioy

Casares. Muchos escritores comenzaron su vida literaria bajo su ala —como

Enrique Vila-Matas, que publicó sus dos primeros libros en Tusquets— y

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luego volaron hacia otros destinos. "Tengo que decir que el tercer libro de

Enrique no lo publiqué porque no me gustaba. Se lo dije y él se fue a otro

lado. Me parece perfectamente lógico, sobre todo si el escritor cree que

realmente vale la pena publicar su libro".

—¿Para los debutantes es más fácil publicar ahora que antes?

—Surgen y desaparecen muchos a la misma velocidad, esto es así. La

cuestión de la calidad y la suerte sigue estando vigente, hay que perseverar.

Hay autores que en el mundo entero eran conocidos y se vendían bien, como

John Irving. Pero nosotros publicamos El mundo según Garp, que había

sido su gran explosión mundial y en España no vendió. Entonces

publicamos Una mujer difícil, que era un libro más de él, y sin saber por

qué, se convirtió en best seller.

—¿Sigue leyendo originales?

—Claro, pero para la lengua castellana me he dividido la tarea con otro

editor porque la edad tiene un inconveniente grave: produce cada vez menos

ganas de leer, sobre todo manuscritos. Yo me ocupo de la literatura

extranjera, que me cuesta menos.

—¿Escribiría su experiencia como editora, como han hecho otros?

—No lo hice ni lo haría. Yo no soy quién para darle lecciones a nadie. Los

editores que conozco que han escrito libros te dan lecciones sobre cómo

creen que debes conducirte. ¡Que se vayan a freír espárragos, yo hago lo que

me da la gana! Me parece ridículo que haya editores que se exhiban como

grandes maestros, cuando en definitiva sólo se dedican a vender libros.

—O sea que el libro del editor Jorge Herralde, de Anagrama, no está en su

mesa de luz.

—Con Herralde hemos empezado en el mismo año con nuestras editoriales y

éramos amigos de verdad. Nos hemos seguido la trayectoria editorial

inevitablemente juntos, seguimos 42 años a la par. Pero a mí no me tiene

que enseñar nada. Lo que dice él, lo dice él. Y le ha ido muy bien.

—¿Qué autores considera que están donde están gracias a Tusquets?

—Vila-Matas, Almudena Grandes o Luis Landero, que son grandes autores

al menos en España, muy leídos y conocidos.

—¿Y a cuáles todavía le gustaría poder editar?

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—A Enrique Vila-Matas, a Javier Cercas, que había estado con nosotros y se

fue por razones exclusivamente económicas. De los latinoamericanos,

cuando Vargas Llosa llegó a Barcelona, yo todavía no tenía la editorial, pero

tampoco habríamos podido pagarle lo que cobraba. Después llegó García

Márquez con Cien años de soledad y no hubo entre las editoriales pequeñas

quien pudiera publicarlo. Empezamos a publicar a los escritores que

queríamos recién en los años 80. Cuando supe que Milan Kundera quería

cambiar de editorial, por ejemplo, no perdí un segundo y viajé a París. Nos

encontramos, le mostré nuestro catálogo y le gustó mucho. Por eso nos

eligió desde entonces.

—¿Qué opina sobre el libro digital?

—Estamos a años luz en España de la tecnología que ya funciona en los

Estados Unidos, aunque lo que ni allí ni en lugar alguno funciona es el

control para la piratería. ¿Qué hacemos en una editorial como la nuestra,

mientras tanto? Tenemos todo preparado para que los autores puedan

cobrar la cesión de sus derechos para sus futuros editores digitales,

mientras esperamos que se conforme una estructura más confiable.

—Ya que es amiga de Vargas Llosa, ¿qué le sugiere la enorme expectativa

que provocó su llegada a la Feria del Libro en Buenos Aires?

—En este momento mundial, donde hay un descrédito fuertísimo con

respecto a la práctica de la política en democracia, los escritores que

siempre han opinado y sido muy coherentes consigo mismos y con el

público son un punto de referencia. La gente quiere comunicarse con esta

persona: verlo, tocarlo; se convierten en un punto de referencia palpable y

no fugaz, como en una pantalla de televisión.

—¿Pero no cree que esa figura del intelectual cuyo discurso se propone

irrumpir en la esfera política resulte hoy casi anacrónica?

—Es cierto, pero él viene de otro mundo: él viene del siglo XX, donde el

intelectual tuvo un papel que él sí practicó. Se esté o no a favor de Vargas

Llosa, su honestidad ética, hoy en día, vale oro porque logra movilizar a las

personas. Yo he visto también cómo a Murakami había que salvarlo de la

multitud en Barcelona para que no le arrancaran la ropa, como si fuera un

rockero. Es alucinante. O salas inmensas llenas para escuchar a Almudena

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Grandes hablando sobre la memoria histórica de España, con gente que

llora por asuntos de hace 50 años. Lo que pasa es que esto se da cada vez

menos porque los escritores jóvenes están viviendo una decepción extraña.

No hay ilusiones fuertes entre ellos. Al menos en España, los escritores

jóvenes que conozco están más pendientes del dinero que van a ganar en lo

más inmediato o de cómo van a formar sus familias. ¿Qué riesgos van a

correr? ¡Ninguno!

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Martín Kohan

Ciencias morales (Anagrama, 2007) convirtió a Martín Kohan (43) en el

último argentino, después de Alan Pauls en 2003, en ganar el Premio

Herralde de novela en España. Dentro del mapa de los certámenes

literarios, el premio puede compararse con un carril preferencial hacia los

espacios de lectura y los mercados más prósperos para las letras

iberoamericanas. A esa altura de su carrera, sin embargo, Kohan llevaba

más de una decena de libros publicados —varios ya traducidos en Europa—,

por lo que aquel éxito reforzó los frutos de un largo trabajo como escritor.

No es una función menor para un hombre que se reconoce atravesado por

diversas manías y formas de la neurosis. "En cuanto a mi relación con la

escritura y la literatura, el premio no provocó ningún cambio", aclara.

El año pasado publicó la novela Cuentas pendientes (Anagrama), mientras

que Ciencias morales, la historia de una preceptora del Colegio Nacional

Buenos Aires atrapada por los oscuros mecanismos de disciplina y opresión

que ella misma ejecuta, se estrenó como película bajo el título más explícito

de La mirada invisible, dirigida por Diego Lerman. "No esperaba ninguna

fidelidad a mi novela porque era su película; nunca pensé que debiera haber

un mandato de fidelidad hacia mi texto", asegura Kohan sobre la

experiencia de ver por primera vez su trabajo readaptado y trasladado al

celuloide.

Escritor, ensayista, crítico y profesor universitario de Teoría Literaria, en

Kohan palabras como "lectura" y "sentido" cobran una espesura particular y

siempre aguda a la hora de hablar sobre su obra y los modos —que a veces

también le resultan incómodos— en que se inserta dentro del resto del

panorama narrativo nacional. "Mi novela más traducida es Segundos afuera

(Sudamericana, 2005). Transcurre en 1923 —a partir del relato de la famosa

pelea de boxeo entre Dempsey y Firpo— y se publicó en Italia, Francia,

Inglaterra, Alemania y España. Hay un reduccionismo un poco irritante

cuando se cree que lo único que se traduce es lo que trata sobre la dictadura,

porque los hechos objetivos, en mi caso, son otros", argumenta para

desmarcarse de aquellos escritores contemporáneos cuyo motor creativo

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parece obligado a rondar únicamente historias ubicadas en los años setenta

y la dictadura militar.

"Nunca pensé Ciencias morales como una novela sobre la dictadura, pero al

momento de situarla históricamente me pareció evidente que el texto

ganaba capas de sentido si lo ubicaba en 1982, durante la Guerra de

Malvinas, de la cual nadie habla. Si eso supone escribir una novela de la

dictadura, en el sentido de la fórmula y el estereotipo, a mí me parece que

no", explica Kohan en la librería Eterna Cadencia, donde es habitual

encontrarlo escribiendo sus textos en cuadernos Rivadavia.

—Fogwill dijo una vez que el editor español Jorge Herralde "obliga a los

escritores argentinos a poner un desaparecido por novela".

—Con Fogwill nunca se sabía qué era o no un chiste. Pero Herralde es

mucho más inteligente de lo que esa frase supone. ¿Cuál es el desaparecido

en Ciencias morales? Si la cuestión es si existe en algunos casos un

reduccionismo respecto a la dictadura, yo mismo en una mesa en la última

Feria del Libro de Frankfurt dije que la dictadura no debía ser el nuevo

realismo mágico, y soy el primero en salirme de los estereotipos en ese

sentido.

—¿Pensás que el tema de la dictadura se impuso como "deber" para cierta

generación de escritores?

—Tiendo a pensar que muchos encontraron algo que les interesó más allá de

cualquier "sentido del deber". El problema es que hay una serie de

simplificaciones. ¿Algunos escritores más o menos de mi edad han

encontrado puntos de interés en esa época? Sí. ¿Hay un grupo de escritores

que creen que sólo hay que escribir sobre eso? No. Es la distinción que yo

hago entre algo que merece matices y un tipo de etiquetamiento a veces mal

intencionado.

—¿Imaginás un tipo de lector específico antes de escribir?

—Respecto a las lecturas tengo una posición de absoluta expectativa,

genuinamente abierta. No escribo para un tipo determinado de saber, ni

imagino lectores parecidos a mis compañeros de trabajo o a los estudiantes.

Puede pesar un prejuicio respecto a eso por mi trabajo en la universidad,

pero no es así en absoluto.

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—¿Te pesa ese prejuicio?

—Lo percibo sin paranoia. Un prejuicio por momentos antiacadémico, por

momentos antiintelectual. Me parece empobrecedor para lo que entiendo

que es la literatura. Suponer que defiendo determinado sentido como si

fuese un tesoro encofrado en el texto, y que sólo algunos pueden dar con la

pista para encontrarlo... La literatura no es así y sería absurdo pretender

que funcionara así.

—¿Eso te ubica en algún lugar particular respecto a otros escritores?

—Me ubica en el lugar del error. La información de la que dispongo por mi

trabajo —y prefiero definirlo en esos términos, no en el sentido hueco de la

"identidad del académico"— sólo es parte de mi trabajo. Me he encontrado

con el prejuicio en Segundos afuera de que se suponga que quien maneja

cierta teoría sobre cultura de masas va a entender mejor el texto. ¿Por qué

no pensar que lo va a entender mejor el que sabe de boxeo? El que no sabe

de fútbol, por ejemplo, en Dos veces junio (De Bolsillo, 2005) se pierde

cosas.

—A cuatro años del premio Herralde, ¿sentís que condicionó de algún modo

el resto de tu escritura?

—La escritura en mi caso tiene que ver verdaderamente con el impulso del

deseo de escribir y también con las ideas que aparezcan. No se me ocurre

otra manera. Cualquier cálculo respecto a lo que es viable o inviable, para

mí no cuenta. Cuando el libro sale, tengo ganas de que suscite interés. No

estoy más allá de eso, pero no escribo persiguiendo esa finalidad.

—¿Qué experiencia te dejó la Feria del Libro en Frankfurt, dedicada a la

Argentina?

—Me encontré con una recepción bastante buena de Ciencias morales en

Alemania. Por otro lado, Frankfurt ayudó a la difusión de la literatura

nacional. La invitación de la Argentina a la feria supuso un convenio de

traducción para creo que más de 200 títulos. Eso supone financiar, interesar

editoriales y que haya más de 200 libros con más chances de encontrar

lectores. Esa perspectiva justifica todo.

—¿Qué elementos creés que le faltan al campo cultural?

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—Me parece que hay un déficit en la crítica literaria, y lo digo siendo

también crítico literario. Me considero, antes que nada, profesor, pero al

hablar de crítica también hablo de mí mismo. Hay un papel que cumple la

crítica y que a veces se espera que cumplan los escritores: que se definan,

que se posicionen, y eso es más legítimo que lo haga la crítica.

—¿Qué escritores nuevos te interesan?

—Oliverio Coelho, Ramiro Quintana, Pola Oloixarac, Matías Capelli. Más

allá de cualquier apuesta política, no se saltean una capa de significación

literaria.

—¿Cómo definirías tu posición política?

—Mi definición es bastante estandarizada. Es eso que llamamos izquierda, y

dentro de la izquierda, aunque no sea un militante y esté apartado de sus

prácticas, las ideas del trotskismo son las que más me seducen. Al mismo

tiempo, en los últimos años el gobierno de Kirchner primero y el de Cristina

después, me atraen en un aspecto en el que el peronismo puede atraerme en

más de un caso: a partir de los enemigos que se procuran. La pelea contra el

campo para que hubiera retenciones razonables y contra la Iglesia a favor

del matrimonio igualitario, así como la reapertura de los juicios contra los

represores, me generaron una simpatía hacia el kirchnerismo. Me ha pasado

con el peronismo clásico también. Es más difícil adherir positivamente a los

enunciados de aquel peronismo, que verme seducido por las reacciones de

estupor que fue capaz de generar en lo que se llamaba "la oligarquía".

Para Kohan, sin embargo, la posibilidad de convertir en una práctica

orgánica su rol de intelectual parece enfrentarlo a ciertos fantasmas

privados. "Me cuesta pensarme en otros tipos de inserción más allá de lo

que escribo. Yo no tengo mucha relación con nadie", dice con cierto aire

risueño y algún eco de confesión y de culpa. "Puede sonar un poco estúpido,

pero es la verdad: soy tímido y no trabo muchas relaciones con la gente.

Tampoco cuando hacía periodismo deportivo o cuando trabajaba en

inmobiliarias", dice. "Tal vez es porque me acuesto temprano y la gente hace

esas cosas de noche tarde, no lo sé." La literatura, en todo caso, parece ser

para Kohan una red casi absoluta. "Mis intervenciones a partir de los textos

me interesan; distinto es el compromiso personal, me cuesta muchísimo

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porque requiere algunas virtudes de las que carezco. Por ejemplo: la

capacidad de relacionarme personalmente."

—¿Utilizarías tu neurosis como tema, al estilo de Woody Allen?

—Me han mencionado esa asociación, probablemente tenga que ver con la

modalidad específicamente judía del neurótico. Puede haber algo en mis

novelas, pero de manera muy dispersa. Nunca me tentó ningún tipo de

expresión de lo personal en lo que escribo. Supongo que es porque, en

general, no me considero interesante. Es raro cuando en la mirada del otro

te perciben como un personaje. Desde afuera es una mirada muy legítima; si

me preguntás a mí, hago lo que puedo... Igual que con la escritura.

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OTROS LIBROS DEL #CEC

COLECCIÓN RINO NUEVE

INSTRUCCIONES PARA DAR EL GRAN BATACAZO INTELECTUAL

ARGENTINO – relatos

Juan Terranova. Ediciones Reina Negra-CEC. Buenos Aires, 2012.

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TRASHPUNK – novela

Ramiro Sanchiz. Ediciones CEC, Buenos Aires, 2012. Versión [ pdf para descargar ]

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VIENEN BAJANDO – primera antología argentina del cuento zombie

AA.VV. Ediciones CEC, Buenos Aires, 2011.

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COLECCIÓN ENSAYO

OBRAS PUBLICAS

Luciano Chiconi. Ediciones CEC, Buenos Aires, 2012.

@mazorcablanca Prólogo de Mariano Canal.

Page 90: El toro mecánico - Nicolás Mavrakis

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LA MASA Y LA LENGUA

Artículos sobre Internet, literatura y redes sociales

Juan Terranova. Ediciones CEC. Buenos Aires, 2011.

@juanterranova

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#FINDELPERIODISMO y otras autopsias en la morgue digital Nicolás Mavrakis. Ediciones CEC. Buenos Aires, 2011.

@nmavrakis. Versión [ pdf para descargar ]

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