el tesoro en el campo

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El que encuentra, busca

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Agostino Clerici

EL TESORO EN EL CAMPOEl que encuentra, busca

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INTRODUCCIÓN

EL QUE ENCUENTRA... BUSCA

Me ocurre a menudo, cada vez más a menudo, que deseo la sencillez.

Miro a la cara a las personas con quienes me en-cuentro, escuchando la complejidad de su vida que pasa ante mis ojos, y me brota del corazón el deseo de decirles en pocas palabras que puedan eliminar la angustia, devolver la serenidad o re-animar de alguna forma el corazón para que pueda seguir latiendo.

En cambio, lo que me sucede es que me encuen-tro diciendo muchas palabras.

A veces la locuacidad es también necesaria, porque nuestro mundo ha complicado la vida de tal manera, que el «devanar la madeja» es también cuestión de saber colocar, palabra tras palabra, en la construcción de una casa confortable, que ocupe el sitio del vacío en que se encuentra el hombre de hoy.

Pero estas palabras deben ser plenas, cálidas, vibrantes, apasionadas, llenas de sentido. Palabras con flechas indicadoras que marcan una dirección, un destino.

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He aquí que, entonces, resurge la necesidad de sencillez.

Poder decir pocas palabras que aclaren todo el contenido. Palabras que sigan resonando dentro de la caja armónica del corazón, aun cuando la cuerda de la voz –mi pobre voz– ya no vibre.

Jesús fue maestro de sencillez. El Evangelio está lleno de estas palabras. Y nosotros somos estúpi-damente orgullosos cuando creemos que nuestras recetas pueden ser más eficaces que esta medicina que el Padre nos ha enviado mediante su Palabra hecha carne.

La sencillez consiste en seguir haciendo resonar a Jesús. Prestando la propia voz a sus palabras. Dando tu cuerpo para que los hombres y las mujeres puedan todavía encontrarlo.

«Nos mira a los ojos con los ojos de quien mira a Dios». Éste es el testimonio que da de la Madre Teresa de Calcuta la canción de un musical dedicado a su vida. En efecto, la vida del cristiano consiste en saber regalar miradas diversas, cuya luz se ha generado en el encuentro con Cristo. Éste es el único secreto verdadero de la sencillez cristiana que sabe afrontar la complejidad de la vida.

Los teólogos la llaman «encarnación». O bien: aceptar el desafío de que la carne pueda contener a Dios. La carne de Jesucristo, claro. Pero, en Él, también la mía.

¿Acaso no es éste el más grande de los misterios? ¿No es la noticia más desconcertante? ¿No es la más

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dramática y al mismo tiempo la más admirable de las responsabilidades?

Hay un versículo del Evangelio de san Mateo (13,44), que contiene toda una parábola, y es un modelo de sencillez cristiana. Escuchemos: «El reino de Dios es semejante a un tesoro escondido en el campo. El que lo encuentra lo esconde y, lleno de alegría, va y vende todo lo que tiene y compra aquel campo». Es la parábola del tesoro en el campo. Es la parábola de la encarnación.

Pocas y sencillas palabras que lo contienen todo. Es bello leerlas, escucharlas y después volver a releerlas. Y recorrer varias veces el rastro de aque-llas palabras intentando comprender su misterio, superar el velo de la semejanza: «El reino de Dios es semejante…», para alcanzar la verdad (que es a-letheia, «lo que no se oculta»).

Es como cuando se recorre varias veces una senda de montaña, la primera vez lo haces tú solo y bajo un cielo completamente sereno; la siguiente en compañía de aquella persona concreta, y recuerdas que os pilló una tormenta; otra vez con un grupo de chicos tan alegres que ¡ni siquiera recuerdas qué tiempo hacía!

Las mismas palabras hablan de muchas mane-ras.

En las páginas que siguen, quiero intentar recorrer la senda de esta maravillosa parábola de la encarna-ción, que el evangelista Mateo nos ha conservado en un versículo de su Evangelio. Hay que releerla varias

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veces desde distintos puntos de vista, descubriendo en ella todo el Evangelio y la vida cristiana.

De momento, quiero señalar que nuestra parábola remarca un lugar común.

Dice el proverbio: «El que busca encuentra». Y puede que tenga razón. La búsqueda honesta y tenaz lleva al descubrimiento. Pero el Evangelio se atreve a decir otra verdad que precede a la objetividad del proverbio. Dice que «el que encuentra busca». Es decir, que es el encuentro de algo realmente precioso lo que pone en acción la búsqueda. Es el tesoro el que encuentra al hombre, no éste el que encuentra el tesoro. Del hombre de la parábola no se dice que fuese un buscador de tesoros. Se dice sencillamente que encontró uno en un campo al que probablemente había ido por otros motivos.

Aquí tenemos el misterio de la vida como aventu-ra. Ad-ventura: son las cosas las que salen a nuestro encuentro. La realidad nos precede y se trata de abrazarla. La verdad no es una elaboración humana, es algo que se ha de reconocer, que está ya escrito dentro de nosotros y que hay que «sacar afuera» (educar, ¿no es tal vez precisamente e-ducere la verdad que está dentro de nosotros, viviendo en la realidad que nos precede y en la cual estamos metidos?).

El paradigma más hermoso de la vida como aventura es el misterio del nacimiento.

De una mujer embarazada se dice que está «en espera». No hay expresión más adecuada. ¿Qué

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es lo que espera? ¿Que surja la vida? Nada de eso. Cuando una madre está «en espera», la vida ya está dentro de ella. La vida ha precedido y, en cierto sentido, generado la espera (una verdad que nuestro mundo tecnocrático parece haber perdido). Una mujer se descubre mamá, porque una vida ha comenzado ya a tomar morada en ella. La madre está «en espera», pero solamente del nacimiento de aquel fruto que lleva en su seno.

Pues bien, esta historia –que se repite día tras día en millones de semejantes sólo aparentemente iguales–, encierra el misterio de la encarnación, que la Iglesia nos invita a celebrar todos los años en el tiempo de Adviento y Navidad.

En cierto sentido, somos todos, hombres y mujeres, como madres «en espera» dentro de una historia que ya está preñada. Esperamos un naci-miento que ya ha acontecido, pero en realidad esperamos el cumplimiento definitivo de aquel nacimiento. En nuestra historia, cargada de dolor y de fatiga cotidiana, en la que las pequeñas alegrías son contrarrestadas por grandes preocupaciones, cuando no hasta por ansias y miedo, en la que la tranquilidad y la seguridad están amenazadas por la violencia, en esta historia nuestra ha tenido lugar un hecho inédito: una concepción prodigiosa que ha introducido una vida divina dentro de este pobre seno humano. Si bien es cierto que por Navidad hacemos memoria del nacimiento histórico del Hijo de Dios, ya sucedido en la «plenitud de los

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tiempos», es aún más verdadero que la vida entera, toda la historia, es un prolongado embarazo a la espera de que nazca definitivamente el reino de Dios, que tendrá lugar únicamente «al final de los tiempos».

Estamos en espera. En la óptica de la historia de la salvación, el nacimiento de Cristo se asemeja a una concepción que ha puesto en marcha una larga gestación, que demanda una acogida gozosa y nos introduce en una gran espera.

El vientre abultado de una madre, signo de vida que ya está ahí y que espera salir a la luz, es el símbolo más elocuente de nuestra pobre historia, ya habitada por el Dios hecho hombre, para que el hombre y la mujer puedan así, en cierto sentido, hacerse Dios.

Hay un hecho que habita la historia y que sale a nuestro encuentro, generando precisamente la vida –la mía, la tuya, nuestra vida– como «aventura». El inesperado nos sale al encuentro, pero sólo si nosotros nos encaminamos hacia las realidades que salen a nuestro encuentro (por lo demás, también la concepción de un hijo, es sí, don de Dios, pero la ocasión para engendrarlo se realiza mediante la unión carnal de los esposos).

Dicho esto, entramos ya en el misterio fecundo del tesoro escondido en el campo y encontrado.