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Centenario JuanRamónJiménez EL ROMANCE DE JUANRAMON JIMENEZ José Hierro A nte todo, una aclaración, a fin de evi- t decepciones. No voy a desarrollar el tema de este artículo -el romance de Juan Ramón Jiménez- desde el pun- to de vista de su contenido poético. Trataré úni- camente de los moldes, del continente y no del contenido, de cómo llega el romance hasta Juan Ramón y cómo lo hace viable para los poetas contemporáneos. Lo peor es que un tema así, visto desde el ángulo a que acabo de referirme, exige rigor, solidez científica. Mi enque, inevi- tablemente, será el de un poeta que divaga, que pretende adivinar, más que probar, las entes del romance juanramoniano, el camino recorrido por el poeta hasta encontrarse con una forma a la que sería siempre fiel. Comencemos con el joven aprendiz de poeta Juan Ramón Jiménez, que en- 1898 descubre la poesía nueva, la poesía de su momento, gracias a Rubén Darío. La fecha citada, 1898, no debe acep- tarse sin reservas, pues el propio Juan Ramón, cuando años después se· refiere a este descubrís miento, pone tras la fecha un signo de interroga- ción. El primer poema de Rubén lo leyó en las páginas de «La Ilustración Española y Ameri- cana». Veamos lo que Juan Ramón escribe al res- pecto: «En esa revista leí, por primera vez, el má- gico poema «Cosas del Cid», y poco después, en «El Gato Negro» de Bcelona, que yo recibía y al que mandaba versos y dibos, el para mí entonces extravagante «Friso». Y en «Vida Nueva», de M2�.�d, donde yo colabo- raba frecuentemente, «Ua votiva», esa joya de la palabra y el ritmo nuevos.» Lo de menos es que sean éstos -y no otros- los poemas que ponen a Juan Ramón sobre la pista de la nueva poesía. Pudieron ser éstos u otros. Y es posible que, a este respecto, la memoria traicio- nase al poeta, si tenemos en cuenta que el descu- brimiento se produce, más o menos, alrededor de 1898, y en esa fecha «Urna votiva» no había sido editada ni, probablemente, escrita. Ernesto Mejía, en su edición de las poesías de Rubén, da la fecha de 1904 como año de composición o publicación, por primera vez, del citado poema. Pero estas minucias no invalidan el hecho de que es Rubén, su poesía, quien entrega a Juan Ramón las llaves de la nueva estética: el moder- nismo. Por otra parte, no deja de ser extraño el hecho de que, en 1898, Juan Ramón no conozca 58 «Azul», publicado diez años antes, al que don Juan Valera había saludado tan justa y encomiás- ticamente. Y acaso ese desconocimiento haya sido providencial. Porque los poemas de «Azul» -me refiero a la primera edición- siendo esencialmente nuevos no son formalmente tan sorendentes como los de «Prosas profanas». Recuérdese que no hay en «Azul» -e insisto en que me refiero a la primera edición de Vparaíso, la que llegó a ma- nos de don Juan Valera, ninguna de las innovacio- nes métricas que constituyen uno de los aspectos más llamativos del modernismo. Juan Ramón Ji- ménez joven, aún indeciso en su camino creador, es probable que no hubiese sido capaz de percibir la novedad de una obra que Valera, vuelto hacia el pasado, -detectó rápidamente. El modernismo constituye, pa Juan Ramón, el punto de partida de su obra, cosa que ya es sabida de sobra. (Debo aclarar que utilizo el vocablo modernismo en el sentido habitual y restringido, no en el más amplio, utilizado por nuestro poeta, para quien el siglo XX es modernista.) Pa Ru- bén, en cambio e, lógicamente, el punto de lle- gada. La prehistoria poética de Rubén, desde «Primeras notas», en 1885, hasta «Azul», tres años más tarde, constituye una búsqueda de algo que flotaba en el ambiente. Rubén parte de los Siglos de Oro, apoya un pie en el vacío, y salta al vacío, al turo, en el que todavía no hay nada, por encima de las cabezas de Zorrilla, Campoa- mor, Núñez de Arce. No huye de la poesía inme- diatamente anterior, a la que desprecia amable- mente, sino que reanuda y vivifica una corriente que se agotó al fin del barroco. El camino de Juan Ramón es, prácticamente, el inverso. Su prehisto- ria poética finaliza con el modernismo, un movi- miento que le seduce, y en el que milita y al que rinde tributo en dos libros, muy pronto repudiados y perseguidos a muerte por el poeta: «Almas de Violeta» y «Ninfeas». Son estos dos libros los representativos de la etapa servilmente modernista de Juan Ramón. Pero el modernismo -e insisto en que estoy refi- riéndome al modernismo en sentido estricto y ha- bitual- reaparecía posteriormente bajo apiencias atenuadas, tras su etapa de romances y canciones, moldes predominantes en los libros publicados en la primera década del siglo. De este modernismo atenuado renegaría también, aunque con menos virulencia. «¡ Qué no día yo -y perdóneseme este otro desahogo- porque todo el río, unos tres mil poemas huidores, manado en alejandrino franchute y en silva italianera, no lo hubiese escrito en corriente española; por no haber sido tan estúpido como lo i en mi segunda juventud, por el parnasianismo y cierta parte del simbolismo..., y por no tener que arrepen- tirme tanto de tanta versificación épica! ¡ Ro- mance, «riomío de mi huir» ... Pero veamos cómo pudo llegar a descubrir el

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Centenario

JuanRamónJiménez

EL ROMANCE DE JUANRAMON JIMENEZ

José Hierro

Ante todo, una aclaración, a fin de evi­tar decepciones. No voy a desarrollar el tema de este artículo -el romance de Juan Ramón Jiménez- desde el pun­

to de vista de su contenido poético. Trataré úni­camente de los moldes, del continente y no del contenido, de cómo llega el romance hasta Juan Ramón y cómo lo hace viable para los poetas contemporáneos. Lo peor es que un tema así, visto desde el ángulo a que acabo de referirme, exige rigor, solidez científica. Mi enfoque, inevi­tablemente, será el de un poeta que divaga, que pretende adivinar, más que probar, las fuentes del romance juanramoniano, el camino recorrido por el poeta hasta encontrarse con una forma a la que sería siempre fiel.

Comencemos con el joven aprendiz de poeta Juan Ramón Jiménez, que en- 1898 descubre la poesía nueva, la poesía de su momento, gracias a Rubén Darío. La fecha citada, 1898, no debe acep­tarse sin reservas, pues el propio Juan Ramón, cuando años después se· refiere a este descubrís miento, pone tras la fecha un signo de interroga­ción. El primer poema de Rubén lo leyó en las páginas de «La Ilustración Española y Ameri­cana». Veamos lo que Juan Ramón escribe al res­pecto:

«En esa revista leí, por primera vez, el má­gico poema «Cosas del Cid», y poco después, en «El Gato Negro» de Barcelona, que yo recibía y al que mandaba versos y dibujos, el para mí entonces extravagante «Friso». Y en «Vida Nueva», de M2�.�d, donde yo colabo­raba frecuentemente, «Urna votiva», esa joya de la palabra y el ritmo nuevos.»

Lo de menos es que sean éstos -y no otros- los poemas que ponen a Juan Ramón sobre la pista de la nueva poesía. Pudieron ser éstos u otros. Y es posible que, a este respecto, la memoria traicio­nase al poeta, si tenemos en cuenta que el descu­brimiento se produce, más o menos, alrededor de 1898, y en esa fecha « Urna votiva» no había sido editada ni, probablemente, escrita. Ernesto Mejía, en su edición de las poesías de Rubén, da la fecha de 1904 como año de composición o publicación, por primera vez, del citado poema.

Pero estas minucias no invalidan el hecho de que es Rubén, su poesía, quien entrega a Juan Ramón las llaves de la nueva estética: el moder­nismo. Por otra parte, no deja de ser extraño el hecho de que, en 1898, Juan Ramón no conozca

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«Azul», publicado diez años antes, al que don Juan Valera había saludado tan justa y encomiás­ticamente. Y acaso ese desconocimiento haya sido providencial. Porque los poemas de «Azul» -me refiero a la primera edición- siendo esencialmente nuevos no son formalmente tan sorprendentes como los de «Prosas profanas». Recuérdese que no hay en «Azul» -e insisto en que me refiero a la primera edición de Valparaíso, la que llegó a ma­nos de don Juan Valera, ninguna de las innovacio­nes métricas que constituyen uno de los aspectos más llamativos del modernismo. Juan Ramón Ji­ménez joven, aún indeciso en su camino creador, es probable que no hubiese sido capaz de percibir la novedad de una obra que Valera, vuelto hacia el pasado, -detectó rápidamente.

El modernismo constituye, para Juan Ramón, el punto de partida de su obra, cosa que ya es sabida de sobra. (Debo aclarar que utilizo el vocablo modernismo en el sentido habitual y restringido, no en el más amplio, utilizado por nuestro poeta, para quien el siglo XX es modernista.) Para Ru­bén, en cambio fue, lógicamente, el punto de lle­gada. La prehistoria poética de Rubén, desde «Primeras notas», en 1885, hasta «Azul», tres años más tarde, constituye una búsqueda de algo que flotaba en el ambiente. Rubén parte de los Siglos de Oro, apoya un pie en el vacío, y salta al vacío, al futuro, en el que todavía no hay nada, por encima de las cabezas de Zorrilla, Campoa­mor, Núñez de Arce. No huye de la poesía inme­diatamente anterior, a la que desprecia amable­mente, sino que reanuda y vivifica una corriente que se agotó al fin del barroco. El camino de Juan Ramón es, prácticamente, el inverso. Su prehisto­ria poética finaliza con el modernismo, un movi­miento que le seduce, y en el que milita y al que rinde tributo en dos libros, muy pronto repudiados y perseguidos a muerte por el poeta: «Almas de Violeta» y «Ninfeas».

Son estos dos libros los representativos de la etapa servilmente modernista de Juan Ramón. Pero el modernismo -e insisto en que estoy refi­riéndome al modernismo en sentido estricto y ha­bitual- reaparecía posteriormente bajo apariencias atenuadas, tras su etapa de romances y canciones, moldes predominantes en los libros publicados en la primera década del siglo. De este modernismo atenuado renegaría también, aunque con menos virulencia.

«¡ Qué no daría yo -y perdóneseme este otro desahogo- porque todo el río, unos tres mil poemas huidores, manado en alejandrino franchute y en silva italianera, no lo hubiese escrito en corriente española; por no haber sido tan estúpido como lo fui en mi segunda juventud, por el parnasianismo y cierta parte del simbolismo ... , y por no tener que arrepen­tirme tanto de tanta versificación épica! ¡ Ro­mance, «riomío de mi huir» ...

Pero veamos cómo pudo llegar a descubrir el

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Juan Ramón es el poeta que tiene miedo al futuro y siente añoranzas del seno materno ...

romance, ese «riomío de mi huir» al que tan apa­sionadamente se refiere en el párrafo transcrito, perteneciente a una de las conferencias pronun­ciadas en Buenos Aires en 1948, «Dos líneas per­manentes de la poesía española».

Hasta el descubrimiento de Rubén las lecturas poéticas de Juan Ramón -las lecturas gustosas­había sido, fundamentalmente, el Romancero, Bécquer, Augusto Ferrán, Rosalía de Castro, Cu­rros Enríquez, Jacinto Verdaguer, Vicente Me-

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dina, etc. Es decir poesía generalmente en verso de arte menor; poesía, también de tono menor (entendido lo de tono menor en su recto sentido musical). Hasta el momento del descubrimiento de Rubén, Juan Ramón vive vuelto hacia el pasado, remoto o inmediato. Los nuevos maestros españo­les, como Salvador Rueda, que han irrumpido en la lírica con aires renovadores, no le satisfacen.

«Salvador Rueda -escribiría en su madurez-

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cantaba, en versos movidos, de cuya inven­ción se envanecía, temas nacionales, regiona­les, democráticos. Y en todos sus cantos tenía estrofas, versos sueltos de rica belleza intui­tiva. Era una cigarra sencilla, un auténtico gorrión salido, no sé cómo, del falso ruiseñor tenor hueco de Zorrilla. Y anduvo mucho en­tre los animalillos que luego habían de tentar al granadino Federico García Lorca. Traía a la poesía española, seca entonces como un corcho, luz, embriaguez, vida. Y se emborra­chaba verdaderamente de mosto y luz solar.»

Juan Ramón, una vez asimilado y rechazado el modernismo de acarreo, parece sentir miedo de la aventura de lo nuevo en la que gozosamente se había embarcado. Lo nuevo es embriaguez, caos luminoso y musical, no exento de retórica, aunque esta retórica sea diferente de la de Zorrilla o Nú­ñez de Arce. Rubén es, para Juan Ramón, el lí­mite al que se puede llegar en la vía del moder­nismo. Tras de él están los rubenianos, los segui­dores y exageradores, los epígonos cuyo verso «no da el pego», Villaespesa o Rueda. Es enton­ces cuando vuelve atrás. Juan Ramón es el poeta que tiene miedo al futuro y siente añoranzas del seno materno. Por eso emprende el viaje en sen­tido opuesto a Rubén: salta del presente, apo­yando un pie en Bécquer, hacia el pasado, hacia el Romancero y los poetas de los Siglos de Oro.

Lo que inconscientemente se propone es rein­terpretar, revitalizar la tradición, contemplarla desde una ventana diferente, desde una sensibili­dad nueva. Esta vuelta al pasado no supone un anacronismo, un juego de ingenio a la manera de los layes y dezires de Rubén, pastiches de vistosa retórica, sino una recuperación de las esencias perdidas en el siglo neoclásico.

El viaje al pasado se inicia en 1901:

«En 1901, la nostalgia de España desde Fran­cia me devolvió el octosílabo y la canción, después de los dos primeros abortos míos «modernistas» , «Almas de Violeta» y «Nin­feas» (tinta morada y verde).»

El reencuentro con el romance representa el descubrimiento de la veta interior de la poesía española. Y, sobre todo (aunque esto pueda pare­cer un disparate referido a un poeta· cuyo lema «a la inmensa minoría» , torcidamente entendido, haya servido para encasillarlo entre los egregios solitarios enemigos de lo popular), lo que encuen­tra en el romance y en la canción es el tono de lo popular, tradicional y actual. Es algo que el propio

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Juan Ramón no advierte entonces, pero que vería más tarde, cosa lógica porque -recordemos a Unamuno- «Todo verdadero poeta es un hereje, y el hereje es el que se atiene a postceptos y no a preceptos, a resultados y no a premisas, a crea­ciones, o sea poemas, y no a decretos, o sea dogmas» .

Los postceptos juanramonianos surgirán mu­cho tiempo después de que su instinto le haya llevado a crear el romance lírico moderno. Una poesía, parece necesario recordarlo, porque se ol­vida con frecuencia, de sustancia popular, de mis­teriosa claridad expresiva. Porque, insisto, más que el descubrimiento de una forma métrica, el contacto con el romance equivale a un descubri­miento de la savia popular que lo recorre. Hasta el punto que le importa más ese tono popular que el octosílabo, en el que con mayor frecuencia se refugia. El romance proporciona a Juan Ramón la posibilidad de escribir esa poesía «pura, vestida de inocencia» a la que se refirió en el famoso poema. Es su primer refugio tras la experiencia modernista de «Almas de Violeta» y de «Nin­feas» .

«Bécquer no usa casi el romance octosílabo en sus Rimas. Pero está contagiado de él y de la copla popular de su tiempo, y sus rimas vienen a ser, como be dicho tanto, peteneras, soledades, malagueñas mayores ... Si hubiera escrito en Romance sus Rimas, este breve libro podría haber sido una sucesión natural del mejor Romancero, el afectivo.»

Recordaba antes cómo la novedad de «Azul» no reside en sus inexistentes novedades formales. Esto mismo puede aplicarse a «Arias tristes>> (1903), «Jardines lejanos» (1904) y «Pastorales»

(1911). Son libros en los que no existen novedades formales, lo que no es óbice para que sean esen­cialmente nuevos. (Tres libros, por otra parte, que son los culpables de que la imagen de Juan Ramón

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quede definitivamente perfilada en la mente de los lectores perezosos que ignoran a los juanramones posteriores. Un error semejante al que tuviese de Picasso una imagen que llega hasta la época rosa.) A este romance sería Juán Ramón fiel hasta sus últimos días. En cierta ocasión, refiriéndose a 1916, año en que se produce su encuentro con el verso libre, escribió estas palabras:

«Desde entonces no me gustan más versos españoles que el octosílabo del romance mío, el apropiado de la canción y el verso libre. El consonante lo aborrezco hoy ... »

El octosílabo del romance suyo establece el modelo que, encaminándolo en otras direcciones, aportándole estilos personales distintos, será utili­zado por los poetas del 27. El descubrimiento del romance como forma válida de expresión ha ocu­rrido -antes lo recordaba con palabras del poeta­en 190 l. Tanto como «la nostalgia de España desde Francia» influyó, por reacción, el cansancio de la aparatosidad, altisonancia, chisporroteo de rima rica propios de los modernistas epígonos, comenzando por el propio Juan Ramón, autor por entonces de «los dos primeros abortos míos mo­dernistas». Pero tiene también otros antimodelos situados en el campo del romance: las leyendas del Duque de Rivas y de Zorrilla. Juan Ramón, el hereje, actúa por impulso, por instinto. Sólo casi medio siglo después formula sus postceptos. Ha­blando de poesía cerrada y poesía abierta, tras

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hacer el elogio del «manantial limpio de Bécquer», añade:

«Y qué trabajo me cuesta pasar, en este punto, a la otra orilla, y encontrarme allí, en su jaca, con el Duque de Rivas, el jaranero y diplomático que en el romanticismo español es la aproximada equivalencia de Vigny en el francés ... Angel de Saavedra limita de nuevo el octosílabo ilimitado de Bécquer:

Sobre el corazón la mano me he puesto, porque no suene su latido, y de la noche turbe el silencio solemne.

En quien, con Espronceda: Está la noche serena de luceros coronada,

aparece el romance moderno, que Rubén Da­río, con doble sensualismo, cargándolo de jo­yas, nos pasa a nosotros, los romanceristas descargadores particulares que decidimos para siempre ya su empleo en la poesía ac­tual.»

Y o no entiendo cómo Juan Ramón puede atri­buir a Rubén el papel de puente entre el romance moderno -Bécquer y Espronceda- y «los roman­ceristas ... que decidimos para siempre ya su em­pleo en la poesía actual». La admiración que Juan Ramón sintió siempre por el gran nicaragüense puede ser la causa de que le atribuya un papel que jamás desempeñó. En 1903, cuando aparece «Arias tristes», Rubén Darío ha publicado -deje­mos aparte sus libros de poesía «pre-rubeniana­«Azul», en 1888 y «Prosas profanas», en 1896. Admitamos que ambos libros fueron leídos por Juan Ramón entre 1898 (fecha en que sólo conocía de Rubén tres poemas, leídos en revistas) y 1901 (año en que «la nostalgia de España desde Fran­cia» le devuelve el octosílabo). Olvidemos que la escritura de los romances constituye una huida del modernismo, huida que es perfectamente compa-

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tible con la veneración a Rubén. Pero lo que no podemos olvidar es que en la obra publicada hasta entonces por éste no hallamos más que un ro­mance -«Primaveral»-, el que abre el libro «Azul», al que podría añadirse «Pensamiento de otoño», escrito en versos de siete sílabas, con cambio de asonancia en cada tirada de versos ( de 10 a 14 cada grupo).

Bien es verdad que, como antes señalé, el ro­mance es para Juan Ramón algo que desborda los límites del estricto molde métrico. El nos lo dice en algunos lugares de su ensayo «El romance, río de la lengua española»; sirvan estas palabras del poeta como ejemplo de sus ideas al respecto:

« ... aparte del octosílabo, lo que da sentido al romance y aún lo echa por encima de él, es el arranque, la voz, la apoyatura, la naturalidad, el garbo ... » «No escribieron muchos romances (Santa Te­resa de Jesús y San Juan de la Cruz), pero el son del romance está en ellos como en nadie de su tiempo y no se vuelve a encontrar, exceptuando algún soneto de Lope de Vega, hasta la poesía contemporánea, empezando con Bécquer. »

Pero encontrar el son del romance en un poema que no lo es formalmente (¡ incluso en algún so­neto de Lope !) es capaz Juan Ramón de hacerlo en 1954, cuando da a conocer el texto al que pertenecen las palabras citadas antes, no en 1901, cuando escribe romances que lo son en el sentido estricto. Y, aunque un solo poema de un maestro sea capaz de «poner sobre la pista» a un joven

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poeta, ábriéndole las puertas para mostrarle hori­zontes nuevos, el único romance octosílabo de Rubén, el citado «Primaveral», no parece posible que influyese en Jlltm Ramón. Su paganismo ex-

terno, su carga mitológica hace pensar en un Me­léndez V aldés que fuese gran poeta, en un neoclá­sico más que en un clásico:

«Allá hay una clara fuente que brota de una caverna, donde se bañan desnudas las blancas ninfas que juegan. Ríen al son de la espuma, hienden la linfa serena; entre polvo cristalino esponjan sus cabelleras y saben himnos de amores en hermosa lengua griega ...

Si este romance fue conocido por Juan Ramón, que es lo más probable, no me parece que fuese capaz de influirlo. Su ambiente, su acento, lo em­parentan, en ciero modo, con algunos poetas pre-modernistas, como Reina. En el romance de Rubén no se dan ese «arranque, la voz, la apoya­tura, la naturalidad, el garbo» que Juan Ramón exige al romance: blancas ninfas, clara fuente, linfa serena son algunas de las parejas -sustanti­vo-adjetivo- mostrencas que entresaco de los ver­sos transcritos, ejemplos claros de una retórica vieja que aún sobrevive en el Rubén de «Azul».

No es de Darío de quien le llega el son del romance, sino, como Juan Ramón ha declarado abundantemente, de Bécquer, Ferrán, Rosalía de Castro, V erdaguer, de los poetas del litoral. Pero en el Juan Ramón de 1901, el son del romance es todavía inseparable de su forma métrica, de su sistema de asonancias. Y es muy posible que sea Rosalía de Castro, algunos de cuyos poemas en lengua gallega tradujo Juan Ramón, uno de los poetas con los que se sienta más afín. Recordemos un fragmento de «En las orillas del Sar» y com­probemos si entre estos versos y los del primer Juan Ramón no existe mayor afinidad qúe con los de Rubén, que pertenecen a otra estirpe lírica.

«Dicen que no hablan las plantas, ni las fuen­[tes, ni los pájaros,

ni el onda con sus rumores ni con su brillo [los astros;

lo dicen, pero no es cierto, pues siempre [ cuando yo paso

de mí murmuran y exclaman: ahí va la loca [soñando

con la eterna primavera de la vida y de los [campos

y ya muy pronto, muy pronto tendrá los cabe­[llos canos.»

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El romance juanramoniano nace pe1tecto, es decir: conectado con la corriente tradicional. La experiencia modernista, asimilada y desechada, le permite a Juan Ramón avanzar un paso más. Hace, en la primera década del siglo, lo que ex­plica medio siglo después. Si eliminamos alusiones que sólo tienen sentido cuando se considera que las palabras fueron escritas en 1954, las siguientes palabras podrían corresponder a 1901.

«El romance popular de hoy tendria que ser como la copla popular de hoy ... o como algu­nos romances de poetas individuales que han acertado con una expresión que podriamos llamar infantil, por su sencillez y economía. El asunto del romance sería directo, es decir, visto por el poeta, sin huir de lo corriente, no fantasista como los de Federico García Lorca. Tanto en los romances suyos como en el alu­dido de Antonio Machado (se refiere a «La tierra de Alvargonzález» ) hay exceso descrip­tivo, de fondo y acción, y el Romancero es modelo de sobria descripción e imagen, y su fondo, igual que su escape, no son más que lo necesario para clavar la acción en su sitio, tiempo y espacio, de una vez.»

Reitero la idea que he expuesto poco antes: el romance juanramoniano nace perfecto, lo que significa que conecta, sin anacronismos, con el tradicional. Su aportación mayor consiste en con­vertirlo en vehículo de sus estados de ánimo ante

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el paisaje, ante los seres que por él pasan. Lo ha despojado de sus elementos narrativos. De un gé­nero definido en los manuales como épico-lírico, se ha quedado con lo estrictamente lírico. O, di­cho de otro modo, lo que en sus romances hay de narrativo es el pretexto mínimo para «justificar»

su subjetividad.

«El pastor, lánguidamente, con la cayada en los hombros, mira, cantando, los pinos, del horizonte brumoso ... »

( «Arias tristes»)

Este desplazamiento afecta a la visión y, conse­cuentemen_te, a la expresión. Pero ya desde sus primeros romances va a producirse una innova­ción formal. En los tradicionales, en los del Duque de Rivas o Zorrilla, es muy poco frecuente la utilización del encabalgamiento. Y cuando el en­cabalgamiento aparece, sentimos la impresión de que se trata, más que de una peculiaridad expre­siva, de una incapacidad del versificador para ha­cer que frase y metro coincidan. Pero no es ese el caso de Juan Ramón. Y aún más: sus romances más encabalgados son precisamente los más vi­sionarios, los más subjetivos:

«Campanarios de la helada ¿de qué pueblo sois? ¿Qué hora es en vosotros? Yo no me acuerdo ya de las cosas ... Son transfigurado, son que yerras, campanas locas que erráis entre las estrellas cuajadas ... ¡No! ...

Estos romances, en los que el ritmo de la frase está en pugna con el metro, difícilmente los identi­fican como tales quienes los escuchan por primera vez, por muy sensible que sea su oído a la medida

y a la asonancia. La secuencia métrica ha sido sacrificada al ritmo de la frase. El resultado es casi un verso libre. Puede decirse, con cierta osada esquematización, que es el romance -este tipo de romance- el que le está abriendo las puer­tas del verso libre que empezará a utilizar a partir de 1916.

Pues bien, este octosílabo abruptamente enca­balgado, puede provenir de aquel asombroso poema de José Martí «Los héroes»:

«Sueño con claustros de mármol donde, en silencio divino, los héroes de pie reposan: ¡de noche, a la luz del alma, hablo con ellos! ¡ de noche!

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Están en fila: paseo entre las filas; las manos de piedra les beso; abren los ojos de piedra; tiemblan las barbas de piedra; empuñan la espada de piedra; lloran ...

Puede advertirse que Martí utiliza el encabal­gamiento constante del octosílabo -utilización ex­cepcional dentro de su producción poética- en este poema visionario, onírico, exactamente lo mismo que hará más tarde Juan Ramón en poemas de características semejantes. Tuviera o no pre­sente el poema de Martí, el hecho es que Juan Ramón utiliza el procedimiento en sus momentos más desvaídos y misteriosos. Intuye que la rigu­rosa arquitectura métrica impide esa desmateriali­zación de la expresión necesaria para que los con­tenidos oníricos lleguen al lector con toda su carga de ensueño y vaguedad. Atenuar la asonancia, abrir grietas en las fronteras de la métrica, forman parte de esa «desmaterialización» de la palabra. Pero hay algo más: un procedimiento sutil del que a veces se ha valido Juan Ramón, que aparece borrosamente. en uno de los romances de «Arias tristes»:

«Alguna noche que he ido solo al jardín, por los árboles he visto a un hombre enlutado que no deja de mirarme. Me sonrío, y lentamente, no sé cómo, va acercándose, y sus ojos quietos tienen un brillo extraño que atrae. He huido, y desde mi cuarto, a través de los cristales, lo he visto subido a un árbol y sin dejar de mirarme.

La vaguedad del asunto se subraya con la va­guedad del sonido en los versos cuarto y duodé­cimo en los que ha utilizado una especie de aso­nancia interna -«que no dejade mirarme», «y sin dejarde mirarme»- que llega al oído casi inadver­tidamente, aunque produzca -o refuerce- el efecto que trata de provocar el poema. Podría tratarse de una casualidad y, lo más probable, el poeta no lo advirtió inicialmente. Lo que no significa que no se diese cuenta muy pronto de las posibilidades, ya que lo utilizaría en otros poemas de manera sistemática. Consiste el procedimiento en la utili­zación de asonancias interiores en los versos pa­res. En el ejemplo que acabo de citar, la asonancia aparece enmascarada, casi imperceptiblemente, ya que son dos las palabras que la originan -de­jarde mirarme-, pero en ejemplos posteriores el

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procedimiento es utilizado de manera más evi­dente. Así en estos versos pertenecientes a su rorriance «Vendaval»:

Campana de Francia, ¿lloras por mis amadas de España todas muertas, todas vivas, y enterradas en mi alma? Conmigo están todas, ¡ay!, y yo qué sólo entre tantas. Y cómo llorar con ellas por mí, campana de Francia. Abril ruje. Las glicinas como almas se levantan hasta el cielo; mis tristezas se levantan, como almas.

Este procedimiento desmaterializador, difumi­nador, equivale al del pintor que desvae los límites de los objetos, fundiéndolos así con la atmósfera que los envuelve. Un procedimiento que llega al máximo en uno de los más hermosos poemas juanramonianos: «Jeneralife». No creo que poda­mos señalar como antecedente del procedimiento la consonancia interior, pues es de signo inverso. La consonancia interior cumple la tarea de poner en el conjunto una nota destacada de color. Y ambos procedimientos -la asonancia interior en los versos pares, difuminadora, y la consonancia interior, en un momento determinado- aparecen en el poema que acabo de citar, y del que cito un breve fragmento.

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Hablan las aguas y lloran bajo las adelfas blancas, bajo las adelfas rosas, lloran las aguas y cantan, por el arrayan en flor, sobre las aguas opacas Locura de canto y llanto, de las almas, de las lágrimas. Entre las cuatro paredes, penan, cual llamas, las aguas; las almas hablan y lloran las lágrimas olvidadas, las aguas cantan y lloran, las emparedadas almas ...

Alguien puede pensar -y tal vez tenga razón: la suya, no la mía- que todos estos tiquismiquis y minucias poco tienen que ver con la poesía. Mi opinión, respetando las ajenas, es la contraria. El poeta, como el arquitecto que erige una catedral, sabe que el resultado final es consecuencia de la primorosa elaboración de cada palabra, cada pie­dra, cuya forma depende -y queda modificada al integrarse en una totalidad- de las vecinas. «La poesía, ya lo dijo Mallarmé, no se hace con ideas, sino con palabras». Con palabras encadenadas. Con palabras que significan y que suenan, que son sonido y sentido. Y, desde luego, ritmo. Juan Ra­món, cuando «descubre» el verso libre -el verso desnudo, según su terminología- en el que «todo

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es de uno», no abandona por ello el romance ni la canción. Es decir: sabe perfectamente que hay, para cada mensaje, una forma que propicia su expresión; porque lo que se llaman artificios poé­ticos -metro, rima, ritmo, etc.- no son obstáculos, sino que facilitan la expresión, alusiva, de lo ine­fable, aunque ello pueda parecer una contradic­ción. Y la rima es uno de esos artificios facilitado­res del mensaje, siempre que el mensaje lo exija, para lo cual no hay más juez que la intuición del poeta, que nunca puede dudar acerca de la forma externa de su poema. Un tema -una intuición- nace ya, como sabía perfectamente Rubén, con su forma: verso libre, romance, tirada de endecasíla­bos, etc.

La opinión de Juan Ramón que antes transcribí. Aquella de «desde entonces no me gustan más versos españoles que el octosílabo, el apropiado de la canción y el verso libre ...

aclara suficientemente lo que acabo de recordar. El verso libre, que él utiliza por primera vez, no desbanca al romance de sus prime.ros años. Coe­xiste con él. En ocasiones, para reelaborar -no «revivir», en el sentido juanramoniano- una in­tuición de sus años de juventud que, misteriosa­mente reaparece. Y es curioso que estas reapari­ciones de antiguos temas adopten siempre la forma métrica original. No se trata, por lo tanto, de «rehacer» un poema que adoptó una forma que no era la suya, sino de retomar una intuición, el chispazo que surgió hace muchos años, y darle otra vez expresión. Intuiciones, temas, experien­cias renacidas.

Hay temas -materia prima siempre palpitante­que aparecen en los primeros romances de Juan Ramón y reaparecen en su etapa última. Valga como ejemplo el del árbol, pues no trato de hacer un aburrido catálogo de ellos. Se trata del árbol humanizado, el que habla o escucha, el árbol que se convierte en misterioso refugio de un hombre misterioso, acaso de una criatura simbólica, del mismo poeta desdoblado. Este árbol, humanizado en mayor o menor grado, está ya en los romances de los tres libros que constituyen su etapa de poesía vestida de inocencia. Escuchemos algunos versos con árboles humanizados:

¡ Qué pena tendrán los árboles esta noche sin estrellas ...

Y he acariciado los árboles con miradas de terneza que les van abriendo hojitas verdeluz de primavera. ¿Es que están soñando, así, con sus pobres hojas secas?

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Yo les digo: «No lloréis; vendrán con las hojas nuevas.

Sueñan los árboles verdes, al ir lloroso del agua ...

Los pinares se han dormido ...

Los árboles de la acera se han dormido bajo el cielo ...

Las carretas que se llevan del monte los troncos muertos ...

Esta «humanización» de los árboles es aún de primer grado, pues atribuir características huma­nas a lo inanimado tiene antecedentes remotos.

Pero en algunos casos, el tema aparece como nú­cleo de esos inquietantes romances a los que me referí antes. Así, en el que recordé hace poco:

alguna noche que he ido solo al jardín, por los árboles, he visto a un hombre enlutado que no deja de mirarme

Quiero insistir en el halo misterioso de este poema, que lo emparenta con otros del ciclo: con el que comienza «¿ Soy yo quien anda esta noche / por mi cuarto, o el mendigo / que rondaba mi jardín / al caer la tarde ... romance incluido en Jardines lejanos, o con algunos de los que frag­mentariamente cité antes. El grado máximo de alucinación lo logran estos temas en la tercera plenitud de Juan Ramón. Es esta irrealidad del tema lo que aproxima romances como el que acabo de recordar, el del hombre enlutado, a otros de los incluidos en su libro «En el otro costado», como el titulado «Arboles hombres»:

Ayer tarde volvía yo con las nubes que entraban bajo rosales (grande ternura redonda) entre los troncos constantes.

La soledad era eterna y el silencio inacabable. Me detuve como un árbol y oí hablar a los árboles.

El pájaro solo huía de tan secreto paraje, sólo yo podía estar entre las rosas finales.

Y o no quería volver en mí, por miedo de darles disgusto de árbol distinto a los árboles iguales.

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Los árboles se olvidaron de mi forma de hombre errante, y, con mi forma olvidada, oía hablar a los árboles.

Me retardé hasta la estrella. En vuelo de luz suave fui saliéndome a la orilla con la luna ya en el aire.

Cuando yo ya me salía vi a los árboles mirarme, se daban cuenta de todo, y me apenaba dejarles.

Y yo los oía hablar, entre el nublado de nácares, con blando rumor, de mí. Y, ¿cómo desengañarles?

¿Cómo decirles que no, que yo era sólo el pasante, que no me hablaran a mí? No quería traicionarles.

Y ya muy tarde, ayer tarde, oí hablar a los árboles.

Podría hacerse una indagación, exhaustiva, a través de un tema, de cómo el romance de Juan Ramón va haciéndose cada vez más misterioso. Hace irreal lo real, y real lo irreal. Ha ido redu­ciendo su paleta, en la que ya no aparecen los verdes, malvas y platas de sus primeros roman­ces. Y esta, reducción de los elementos cromáti­cos, hasta casi su desaparición en los poemas úl­timos, lo entronca con el Romancero tradicional, tan escaso en colores, tan rico en misterios y encantos. Nos lo dice Juan Ramón:

« ... Lo distintivo del Romancero es su sensiti­vidad sencilla, su sentido común general ex­traordinario y, a veces, un realismo mágico prodigioso; y todo conmovedor por compren­sivo y por directo. Nada más tierno hay en la poesía española que algunos versos del Ro­mancero, ni nada tampoco más misterioso ni más encantador, a veces, el «sello de la poe­sía» que envuelve para siempre el romance del Conde o el Infante Arnaldos, los de Geri­neldos, El Prisionero, etc.»

Y con estas palabras doy fin a este artículo que sólo pretendió aportar algunas hipótesis y obser­vaciones sobre cómo llega a Juan Ramón el ro­mance y qué es lo que le añade -algo de lo que le añade- en el aspecto puramente formal. Reitero mis palabras del principio: mi enfoque, lamenta­blemente, ha tenido más de divagación de �pÓeta que de exposición científica, que es �lo que el tema precisaba. �

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