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UNIDAD 2 EL REALISMO 3. El debate meliano TucíDIDES [416 a. de J.C.) 84. Al verano siguiente, Alci- bíades se desplazó a Argos con veinte galeras , y. ahí capturó a los argivos sospechosos y a todos aquellos que parecieran favorecer a la facción lacedemónica, en número de trescientos, lleván- dolos a la más cercana de las islas súbditas del estado ateniense. Los atenienses emprendieron asimismo la guerra contra la isla de Melos, con treinta gale- ras propias, seis de Khíos y dos de Lesbos, en las cuales transportaban a mil doscientos de sus hombres de armas, a trescientos arqueros y a veinte arqueros de caballería; entre sus confe- derados y habitantes de las islas contaban con unos mil quinientos hombres armados. Los me- lianos son colonia de los lacedemones, por lo que se rehusaron, al igual que el resto de las islas, a convertirse en súbditos de los atenienses; en un principiO guardaron posidón de neutra- lidad, y posreriormente, cuando los atenienses, comenzaron a invadir SUS tícrtas, decidieronJan- zarse en guerra franca. Tomado de, The PelQjJQnnesian War, quin- to volumen, traducción de Thomas Hobb.es. 36 Ahora bien, los comandantes atenienses Cleó- medes, hijo de Licómedes, y Tisias, hijo de Ti - símaco, acampados con sus fuerzas en tierras de Melos, antes de infligir daño alguno enviaron embajadores a los habitantes de la isla para ne- gociar en conferencia. Los melianos se negaro a presentar a dichos embajadores ante la mul- titud , exigiéndoles por el contrario que pro- nunciaran su mensaje ante los magistrados y la minoría; así, intercambiaron las siguientes pa- labras: 85. Atenienses. "Puesto que no nos es per- mitido expresarnos ante la multitud, por temor de que ésta se sienta atraída al escuchar nuestros argumentos persuasivos e irrebatibles al uníso - no, en fluido discurso (pues conscientes estamos de que tal ha sido la causa de hacernos confe- renciar ante la minoría)¡ tomad muy encuenta ese pilnto, voSOtros aquí séntados; responded VQsotros a cada pormenor, no en discurso ela- bOi''ado ", síno de hecho interrumpidnos cuando ostentéis una opJnJóocontraria a aquélla por nos '1, en primer responded si esta mOcJón es o: no de vuestro agrado." 86. A lo cual contest6el consejo de los me- llanas: ' '' Falla 00 ha de percibirse en la equidad

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UNIDAD

2 EL REALISMO

3. El debate meliano

TucíDIDES

[416 a. de J.C.) 84. Al verano siguiente, Alci­bíades se desplazó a Argos con veinte galeras, y. ahí capturó a los argivos sospechosos y a todos aquellos que parecieran favorecer a la facción lacedemónica, en número de trescientos, lleván­dolos a la más cercana de las islas súbditas del estado ateniense.

Los atenienses emprendieron asimismo la guerra contra la isla de Melos, con treinta gale­ras propias, seis de Khíos y dos de Lesbos, en las cuales transportaban a mil doscientos de sus hombres de armas, a trescientos arqueros y a veinte arqueros de caballería; entre sus confe­derados y habitantes de las islas contaban con unos mil quinientos hombres armados. Los me­lianos son colonia de los lacedemones, por lo que se rehusaron, al igual que el resto de las islas, a convertirse en súbditos de los atenienses; en un principiO guardaron posidón de neutra­lidad, y posreriormente, cuando los atenienses, comenzaron a invadir SUS tícrtas, decidieronJan­zarse en guerra franca.

Tomado de, The PelQjJQnnesian War, quin­to volumen, traducción de Thomas Hobb.es.

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Ahora bien, los comandantes atenienses Cleó­medes, hijo de Licómedes, y Tisias, hijo de Ti­símaco, acampados con sus fuerzas en tierras de Melos, antes de infligir daño alguno enviaron embajadores a los habitantes de la isla para ne­gociar en conferencia. Los melianos se negaro a presentar a dichos embajadores ante la mul­titud, exigiéndoles por el contrario que pro­nunciaran su mensaje ante los magistrados y la minoría; así, intercambiaron las siguientes pa­labras:

85. Atenienses. "Puesto que no nos es per­mitido expresarnos ante la multitud, por temor de que ésta se sienta atraída al escuchar nuestros argumentos persuasivos e irrebatibles al uníso­no, en fluido discurso (pues conscientes estamos de que tal ha sido la causa de hacernos confe­renciar ante la minoría)¡ tomad muy encuenta ese pilnto, voSOtros aquí séntados; responded VQsotros a cada pormenor, no en discurso ela­bOi''ado", síno de hecho interrumpidnos cuando ostentéis una opJnJóocontraria a aquélla por nos manifést~da. '1, en primer lu~~t. responded si esta mOcJón es o: no de vuestro agrado."

86. A lo cual contest6el consejo de los me­llanas: '''Falla 00 ha de percibirse en la equidad

de un holgado debate; mas estos preparativos de guerra, no futuros sino aquí presentes, parecen no concordar con lo anterior. Pues vemos que vosotros habéis venido a ser jueces de la con­ferencia, y que esto, si resultamos superiores en . argumentos y, por tanto, no cedemos, nos ha­brá de acarrear la guerra o, por el contrario, si cedemos, la servidumbre."

87. Atenienses. "No, si habréis de limitaros a inferir sospechas de lo que puede ser o de cualquier objetivo ajeno a solicitar consejo so­bre lo que sucede realmente y se despliega ante vuestros ojos, es decir, cómo salvar a vuestra ciudad de la destrución, más valdrá retirarnos. Pero si os apegáis a la realidad, procedamos a discutirla. "

88. Melianos. "Es razonable y excusable que los hombres en un caso como el nuestro diri­jan sus palabras y pensamientos a diversos asun­tos. No obstante, si la presente consulta se ha de sujetar al tema de nuestra seguridad, estare­mos complacidos, si os parece, de seguir el cur­so por vos propuesto."

89. Atenienses. "Como por nuestra parte no hemos de jactarnos, por ejemplo, de que nues­tro reino es legítimo por haber derrotado a los medas, o de haber venido aquí en contra vues­tra por los daños provocados, tampoco habre­mos de realizar un prolongado discurso ante oídos incrédulos; del mismo modo, demanda­mos que vosotros no esperéis prevalecer argu­mentando que no nos despojásteis porque érais colonia de los lacedemones, o que no no~ ha­béis inflingido perjuicio alguno. Mas, de todo lo que predomina en nuestro pensamiento, dis­cutamos sólo aquello que sea factible, tanto para vosotros como para nosotros, sabedores de que en el debate humano sólo se logra la justicia cuando la necesidad es igual; considerando que quienes gozan de poder impar exigen cuanto pueden, y que los débiles ceden a cuantas con­diciones pueden obtener. "

90. Melianos. "Pues bien (en vista de que vo­sotros colocáis el beneficio en el lugar de la justi­cia), consideramos provechoso para nosotros no eliminar un beneficio general de todos los hom­bres, que es el siguiente: que a todos los hombres en peligro, si se defienden con razón y equidad,

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se les otorgue un trato justo, quizás apartándoos un tanto del estricto rigor de la justicia. Y esto, sobre todo, os concierne a vosotros, puesto que de otro modo, si vuestro poder se frustrase, da­ríais al resto del mundo un ejemplo de la mayor venganza concebible."

91. Atenienses. "Por lo que a nos respecta, aun cuando nuestro dominio cesase, no habría­mos de temer a las secuelas. Pues quienes ejercen el mando no son crueles con los vencidos, nor­ma ésta que los lacedemones no observaban (aunque ya nada tenemos que hablar de estos últimos); de hecho, habiendo sido súbditos en alguna época, atacaron a quienes los goberna­ban y lograron la victoria. Pero dejad tal peli­gro a nuestro cuidado. Entre tanto, os decimos que: aquí nos encontramos para engrandecer nuestros dominios y para someter a debate la salvación de vuestra ciudad. Es nuestra inten­ción el ejercer dominio, que no opresión, so­bre vosotros, así como preservaros en beneficio de ambos."

92. Melianos. "¿Mas cómo podemos noso­tros hallar provecho en la servidumbre del mis­mo modo que vosotros en el mando?"

93. Atenienses. "Vosotros, mediante la obe­diencia, os salvaréis de la adversidad; y nosotros, al no destruiros, extraeremos beneficios de vos."

94. Melianos. "¿Mas acaso no aceptaríais que nosotros permaneciésemos en paz y en términos de amistad con vosotros (considerando que an­tes fuimos vuestros enemigos), sin tomar parti­do por nadie?"

95. Atenienses. "No. Pues que vuestra ene­mistad no nos perjudicó tanto como lo haría vuestra amistad; ésta se convertiría en argumen­to de nuestra debilidad y de vuestro rencor por nuestro poderío entre aquellos que ahora go­bernamos. "

96. Melianos. "Pero, ¿por qué? ¿Acaso vues­tros súbditos miden la equidad con una misma vara, colocando a quienes nunca han tenido nada que ver con vosotros, y con ellos mismos, que en su mayoría han sido colonias vuestras, jun­to con aquellos que han sido conquistados tras rebelarse?"

97. Atenienses. "¿Por qué no? Ellos piensan que la razón está de su parte, en uno y otro as-

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pectos, y que quienes viven sometidos, han sido sometidos por la fuerza, y que quienes tienen ascendiente lo tienen por temor nuestro. Por tanto, al someteros a vosotros, además de ex­tender nuestro dominio sobre cuantiosos súb­ditos más, reafirmaremos, ante quienes ya eran nuestros súbditos nuestra posición de amos de los mares, y la vuestra de isleños, más débiles (salvo que vos podáis obtener la victoria) que aquéllos a quienes ya hemos sometido,"

98. Melianos. "Entonces, ¿vosotros conside­ráis que no existe garantía alguna en aquello que hemos propuesto? Pues ahora nuevamente (ya que apartándonos de nuestra defensa de equi­dad nos persuadís de someternos a vuestro be­neficio), habiéndoos expuesto 10 que es bueno para nosotros, debemos esforzarnos por remi­tiros al mismo tema, puesto que también será de provecho para vosotros. Tomando en cuenta que muchos hoy guardan una postura neutral, ¿en qué los convertís vosotros si no en vues­tros enemigos, ahora que se percatan de estos vuestros procedimientos, y de que a partir de este momento vosotros intentaréis asimismo vol­car vuestras armas contra ellos, ¿Y qué significa esto si no azuzar a quienes ya son vuestros ene­migos, ya la vez enemistaros con quienes no 10 son, en contra de la voluntad de todos ellos, lo cual se habría podido evitar adoptando otras medidas?"

99. Atenienses. "No consideramos que pue­dan ser peores enemigos nuestros aquellos que pueblan otras regiones del continente, ya que mu­cho tiempo ha de pasar antes de que deban sal­vaguardar su libertad en contra nuestra. Mas aquellos habitantes no sometidos de las islas, co­mo es vuestro caso, o los que ya se sienten in­sultados por la necesidad de sometimiento en el que ya se eacuentran, ellos sí, mediante recur­sos imprudentes, pueden ponernos en aparente peligro a nosotros y a ellos mismos. "

100. Melianos, "Entonces, ¿si vosotros pre­tendéis retener vuestro poder, y si vuestros vasa­llos han de padecer peligro extremo al alejarse de vos, a caso no se nos imputaría a nosotros, seres libres, indecible vileza y cobardía si no antes ha­cemos frente a lo que sea, con tal de no sufrir la humillación de sumirnos en el cautiverio?"

101. Atenienses, "No, si sabéis conduciros. Pues que no os enfrentáis a una contienda de valor en igualdad de condiciones, donde vues­tro honor quede en prenda, sino a una consulta por vuestra seguridad, a la cual os resistís co­mo si no reconociéreis nuestra superioridad como adversarios."

102. Melianos, "Pero nosotros sabemos que, en materia de guerra, se da el caso de que no siempre el resultado va de acuerdo con la dife­rencia numérica de los bandos; y que si cedemos en este momento, perderemos toda esperan­za; no obstante, si sabemos resistir, podremos acariciar cierta esperanza de conservar nuestra posición, "

103. Atenienses. "La esperanza, consuelo del peligro, cuando se le emplea de sobra, pese a que puede perjudicar, no destruye. Mas entre aquéllos que en ella cifran toda su confianza (pues por naturaleza es asaz pródiga), pronto se da a conocer por su fracaso; y una vez co­nocida, no deja lugar para precaución futura. Que no sea tal vuestro caso, vos que no sóis sino débiles y no contáis más que con dicho recurso, Tampoco seáis como muchos hombres que, aunque puedan salvarse de inmediato por medios humanos, cuando sus esperanzas más firmes los abandonen bajo la presión del enemi­go, se aferran a cosas fútiles como la adivina­ción, los oráculos, y tantas otras que, mediante la esperanza, destruyen al hombre."

104. Melianos, "Vos bien sabéis que para no­sotros sería extremadamente arduo el combatir vuestro poderío y fortuna, a menos que pudié­semos hacerlo en igualdad de circunstancias. No obstante, sentimos que en lo concerniente a la fortuna no seremos inferiores de ninguna ma­nera, ya que tendremos a los dioses de nuestra parte por nuestra postura inocente ante hombres injustos; por lo que respecta al poder, aquello de 10 que carezcamos nos será abastecido mediante nuestros nexos con los lacedemones, que por necesidad están obligados a defendernos, si no por causa distinta, en aras de la consanguineidad y de su propio honor. Por tanto, estamos con­fiados, y no sin razón como vosotros pensáis."

105. Atenienses. "En cuanto al favor de los dioses, esperamos gozar de él tanto como voso-

tros; pues ni hacemos ni exigimos nada opuesto a lo decretado por la humanidad con respecto a venerarlos o a sus divinas presencias. Pues que los dioses guardamos el concepto de la opinión común; y de los hombres, tenemos por seguro que, por necesidad de la naturaleza, deberán rei­nar en todas aquellas regiones donde cuenten con el poder para hacerlo . Ni establecimos no­sotros esta ley, ni somos los primeros en hacerla valer; mas así que la hallamos, y la legaremos a la posteridad, así pensamos emplearla, sabedo­res de que tanto vosotros, como cualquier otro que detentase el ' mismo poder que nosotros, procedería de la misma manera. Por tanto, en lo concerniente al favor de los dioses, la razón nos hace no temer a vernos minimizados. Y en lo que respecta a la opinión que vos guardáis de los lacedemones, creyendo que os respaldarán en aras de su honor, os bendecimos, espíritus inocentes, mas no intentaremos disuadiros. Los lacedemones suele ser, en gran parte, genero­sos por lo que toca a ellos mismos y a las cons­tituciones de su propio país; mas en lo relativo a otros, aunque mucho pudiese alegarse, trataré de resumir su actitud con certera brevedad: a toda luces, de entre todos los hombres, osten­tan como honorable aquello que les place, y co­mo justo aquello que les beneficia. Tal opinión no favorece en nada a vuestro ahora absurdo recurso de seguridad."

106. Melianos. "No, gracias a esta misma opinión que vos expresasteis, ahora creemos con mayor firmeza que no traicionarán a su pro­pia colonia, los melianos, ya que se tornarían desleales hacia sus amigos, los griegos, favore­ciendo así a sus enemigos."

1 07. Atenienses. "Por tanto, vosotros no consideráis que aquello que sea benéfico deba también ser seguro, y que toda causa justa y ho­norable deba ser emprendida con riesgo, riesgo que, de entre todos los hombres, los lacedemo­nes son los menos dispuestos a arrostrar [en aras de otros] ."

1 08. Melianos. "Mas suponemos que afron­tarán el peligro en favor de nosotros, más que de ningún otro pueblo; y además, que saben que nos apegaremos más a ellos que a ningún otro, ya que por hechos, somos vecinos del

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Peloponeso y, por afecto, les guardemos mayor fidelidad por nuestro estrecho parentesco" .

109. Atenienses. "La seguridad de quienes se encuentran en guerra, no ha consistido jamás en la buena voluntad de aquellos que han con­vocado en su auxilio, sino en el poder de los recursos que dominan. Es este un precepto que impera entre los lacedemones más que entre otros; por tanto, como desconfían de sus pro­pias fuerzas, llevan en expedición a gran parte de sus confederados, con el fin real de atacar a sus vecinos. Sin embargo, siendo nosotros los amos del mar, resulta improbaole que jamás lo­gran apoderarse de una isla."

110. Melianos. "Sí, pero podrán enviar a otros en su lugar; el mar de Creta es muy ex­tenso, y será más difícil para el amo del mismo capturar a otro en él que para éste surcarlo a hurtadillas en busca de su salvación. Y si dicho método fracasara, podrán levantarse en armas contra vuestro propio territorio o contra vues­tros confederados que no hayan sido invadidos por Brasidias. Y entonces no deberéis preocu­paros más de un territorio donde nada teníais que hacer, sino únicamente de vosotros mismos y de vuestros confederados."

111. Atenienses. "Dejadlos adoptar el mé­todo que más les convenga, que ya vosotros sa­bréis por experiencia, y no ignoraréis, que los atenienses jamás levantan un sitio por temor a crear diversión entre otros. Mas observamos que, pese a haber dicho que consultaríais acerca de vuestra seguridad, no habéis pronunciado, en todo este intercambio, una sola palabra a la que se pudiese atener un hombre en busca de su preservación; vuestros argumentos más sonoros se reducen a esperanzas futuras; y vuestro po­der actual es por demás escaso para defende­ros contra las fuerzas contra vos dispuestas. En consecuencia, llegaréis a conclusiones absurdas a menos que, excluyéndonos, acordéis entre vos de manera más prudente; así [cuando os reunáis en privado], ya no girarán vuestros con­ceptos en torno a la vergüenza que, por lo ge­neral, ha perdido a los hombres cada vez que el deshonor y el peligro se posan ante sus ojos. Pues que muchos, aun previendo los peligros que sobre ellos se cernían, fueron de tal manera

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subyugados por el fantasma del deshonor, pa­labra potente, que los hizo precipitarse volun­tariamente en indecibles calamidades, y así, por su propia demencia, padecer un deshonor mu­cho mayor que el que la fortuna les hubiese de­parado. Ahora bien, si vosotros deliberáis con prudenda, sabréis esquivar dicho riesgo, sin con­siderar vergonzoso el someteros a una ciudad extremadamente poderosa, bajo las condiciones razonables de una liga y gozando de cierta auto­nomía, bajo tributo; puesto que ante vosotros se despliega la alternativa de guerra o seguridad, no escojáis la peor por mera obstinación. Pues quienes proceden con mayor sabiduría, aunque no ceden ante sus iguales, encuentran justo aco­modo con sus superiores, y emplean la modera­ción para con sus inferiores. Por tanto, someted todo esto a consideración en tanto que nos apar­tamos; y no olvidéis, que en vuestra delibera­ción, vuestro país se encuentra en juego, y que esta única consulta le brindará la dicha o la des­gracia."

112. Dicho lo cual, los ateniense5 se retira­ron de la conferencia; y los melianos, tras haber decretado lo mismo que anteriormente habían expuesto, les dieron contestación de la siguiente manera: "Hombres de Atenas, nuestra resolución es la misma que escuchasteis previamente; no hemos de deponer, en momento tan breve, esa libertad que por espacio de siete centurias pre­valeció en nuestra ciudad desde su fundación. Emprenderemos nuestros mayores esfuerzos por así preservarla, confiados en la fortuna que los dioses han tenido a bien concedernos hasta ahora y en la ayuda de nuestro prójimo, es de­cir, de los lacedemones. Mas ofrecemos lo si­guiente: nuestra amistad para con vosotros y nuestra enemistad para con nadie; que vosotros os alejéis de nuestra tierra tras llegar a un acuer­do que ambos consideremos conveniente."

113. Tal fue la respuesta de los melianos. A la cual los atenienses, una vez disuelta la confe­rencia, replicaron así: "A nuestro parecer, por este debate, sóis vos los únicos hombres que perciben mayor certeza en las cosas del futuro que en las palpables, y que, por un deseo de tor­narlas ciertas, las miran vacilantes como si es­tuviesen a punto de suceder. Vuestra decepción

será inmensa, ya que atribuís inmensos pode­res y confianza a los lacedemones, a la fortuna y a la esperanza."

114. Concluida la sentencia, los embajado­res atenienses partieron hacia su campamento. y los comandantes, al enterarse de la firmeza de los melianos, pronunciaron el grito de gue­rra; dividiendo el trabajo entre las diversas ciu­dades, procedieron a cercar con una muralla la ciudad de los melianos. Posteriormente, los ate­nienses destacaron algunas fuerzas propias y de sus confederados para que hiciesen guardia por tierra y por mar, y tras reunir al grueso de sus fuerzas, marcharon de regreso a casa.

115. Por esos días los argivos, en su camino a Pliasia, perdieron casi ochenta hombres en una emboscada que les tendieron los soldados del Plío y los forajidos de su propia ciudad. Y los atenienses estacionados en Pilos transportaron a dicho lugar un regio botín de los lacedemo­nes. No obstante lo anterior, los lacedemones decidieron no atacarlos por haber repudiado la paz; únicamente emitieron un edicto mediante el cual, autorizaban a cualquier individuo del pueblo que así lo deseara para que se apodera­se recíprocamente de botines en el territorio de los atenienses. Los corintios sí combatieron a los atenienses por causa de ciertas desavenencias propias, mas el resto del Peloponeso se mantu­vo al margen.

En ataque nocturno, los melianos se apode­raron del sector de la muralla ateniense que da­ba al mercado; tras eliminar a los hombres que la vigilaban, llevaron grano y otras provisiones al pueblo, y todo aquello que pudiesen adqui­rir con dinero. De tal modo regresaron, y per­manecieron sosegados. A partir de entonces, los atenienses redoblaron la vigilancia. Y así llego el fin del estío.

116. El invierno siguiente, los lacedemones estuvieron a punto de irrumpir con su ejército en el territorio de los argivos, mas decidieron volver sobre su huella al percibir que los sacrificios que debían padecer para atravesar la frontera eran inhumanos. Los de Argos, sembrando la sospe­cha entre algunos de su habitantes con respecto a tal decisión de los lacedemones, aprehendie­ron a algunos de ellos; otros lograron escapar.

Por esos mismos días, los melianos se apo­deraron de otro sector de la muralla del sitio ateniense, que para entonces había quedado insuficientemente resguardada . Hecho lo cual, arribaron refuerzos de Atenas bajo el mando de Filócrates, hijo de Demeas. Y la ciudad, ya fuer­temente situada, e incluso habiendo ejecutado

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algunas prácticas de rendición, capitul6 a la vo­luntad de los atenienses, que masacraron a todos los varones en edad militar, hicieron esclavos a mujeres y niños, y ocuparon el lugar creando una colonia de quinientos atenienses que hasta esos lares se desplazaron posteriormente.

4. De El Príncipe

NICOLAs MAQUlAVELO

CAPíTULO V: DE CÓMO SE HAN DE GOBERNAR AQUELLAS CIUDADES O PRINCIPADOS QUE, A~TES DE SER CONQUISTADOS, SE REGlAN POR SUS PROPIAS LEYES.

El conquistador puede valerse de tres recursos para imponerse en aquellos estados que estaban acostumbrados a la libertad y al gobierno bajo sus propias leyes. El primero es arruinarlos; el segundo, que el conquistador vaya a residir en ellos; el tercero, que permita a esos pueblos seguir viviendo bajo sus propias leyes, supedi­tados al pago de un tributo periódico, y que es­tablezca en ellos un gobierno minoritario que mantenga al país en términos amistosos con el conquistador. Tal gobierno, así establecido por el nuevo príncipe, consciente estará de que no podrá subsistir sin el respaldo de su poderío y buena voluntad, por lo que será en su interés saberlo respaldar. Si es deseo del conquistador

Traducido por Christian E. Detmold; publi­cado por vez primera en los Estados Unidos de Norteamérica en el año de 1882.

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prevalecer en el ánimo de ese pueblo, habrá de tomar en cuenta que los propios habitantes de una ciudad acostumbrada a instituciones libres son el mejor medio para lograrlo. Espartanos y romano constituyen grandes ejemplos de estos distintos métodos de conservar a un estado con­quistado.

Los espartanos se apoderaron de Atenas y de Tebas, donde crearon gobiernos minoritarios; no obstante, perdieron el control de dichos estados. Los romanos, con el objetivo de reafirmarse en Capua, Cártago y Numancia, arrasaron con ellas, mas no las perdieron. También quisieron preser­var su dominio sobre Grecia siguiendo en cierta medida el ejemplo de los espartanos, otorgán­dole libertad y permitiéndole gozar del ejercicio de sus propias leyes, mas su designio fracasó; por tanto, viéronse obligados a destruir numerosas ciudades de esa provincia para poderla conser­var. En realidad, el único recurso seguro para reafirmar la posesión de la provincia fue el arrui­narla. Aquel que se convierta en amo de una ciu­dad acostumbrada a la libertad, y no la destruya, consciente deberá estar de que será derrocado por ella. Pues ésta invariablemente recurrirá a la rebelión en nombre de la libertad y antiguas

instituciones que ni el paso del tiempo ni los be­neficios conferidos por el nuevo gobernante bo­rrarán jamás de su memoria. No importa lo que éste baga, ni las medidas precautorias que tome, si ,no divide y dispersa a los habitantes de la pro­vincia, éstos invocarán en la primera oportuni­dad el nombre de la libertad y la memoria de sus antiguos establecimientos, como sucedió en la ciudad de Piza, luego de haber estado sometida durante más de una centuria al dominio de los florentinos.

Sin embargo, aquellos estados acostumbrados a vivir bajo el régimen de un príncipe represen­tan un caso totalmente distinto. Una vez extinta la dinastía del señor que reinaba, los habitantes, por una parte habituados a obedecer y, por la otra, carentes de su antiguo soberano, no acier­tan a erigir uno nuevo de entre sí, mas tampoco a vivir en libertad; por tanto, se mostrarán me­nos dispuestos a tomar las armas, y el conquis­tador podrá ganarse fácilmente su buena voluntad y su lealtad. Las repúblicas, por el con­trario, emanan mayor vitalidad, alimentan un fuerte ánimo de resentimiento y sed de vengan­za, pues la memoria de la autonomía de que an­tes gozaba no les podrá ni les habrá de permitir que permanezcan en calma; por tanto, los úni­cos recursos seguros con que habrá de contar el conquistador para sustentar su dominio sobre ellas será destruirlas o establecer su sede en ellas ...

CAPíTULO XV: DEL MODO EN QUE lOS HOMBRES, Y EN PARTICULAR lOS PRíNCIPES, SE HACEN ACREEDORES DE ACLAMACiÓN O DE CENSURA.

Ahora se impone abordar la materia de cómo se ha de conducir un príncipe para con sus súb­ditos y aliados; sabedor de que existen muchas versiones anteriores al respecto, comprendo que disertar sobre el tema pueda parecer presun­tuoso, en especial porque he de diferir de las nor­mas establecidas por otros. Sin embargo, en tanto que es mi objetivo escribir algo útil para aquel a quien competa directamente, considero

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conveniente procurar la esencia misma de la materia sin distraer la atención en meras es­peculaciones; pues en las fantasías de muchos se han recreado repúblicas y principados que jamás han existido en la realidad. El modo en que el hombre vive es tan distinto de aquél en que debería vivir que quien abandona el cauce común para seguir el correcto no tarda en per­catarse de que éste lo conducirá más a la ruina que a la seguridad. El hombre que, en todos los aspectos, esgrima la profesión del bien como único fin, propiciará su ruina personal entre tan­tos que obran con perversidad. En consecuen­cia, el príncipe que desee hacer prevalecer su dominio deberá aprender a no actuar siempre con bondad, sino a emplearla o no según el ca­so lo requiera. Haciendo caso omiso, por tan­to, de los desvaríos acerca de los príncipes, y aplicándonos exclusivamente a las realidades, diré que todos aquellos hombres, y especial· mente los príncipes, que se hacen notar por tener una posición sobresaliente cobran repu­tación por una cierta ' cualidad que los hace acreedores de aclamación o de censura. De tal modo, uno es juzgado liberal, y el otro mísero, por emplear una expresión toscana (ya que ava­ro es aquél que mediante actos de rapiña codi­cia la riqueza, y mísero es el que se abstiene en demasía de disfrutar de lo suyo). A los ojos del pueblo, un hombre es generoso, el otro rapaz; uno cruel, otro misericordioso; uno pérfido, el otro fiel; uno es conocido por afeminado y pu­silánime, el otro por fiero y valiente; uno es agra­dable, otro soberbio; uno lascivo, otro casto; éste sincero, aquél malicioso; uno de disposición fá­cil, aquél inflexible; a éste lo juzgan sombrío, al otro frívolo; a éste religioso, al otro escéptico; y así sucesivamente.

Perfectamente consciente estoy de que lo más deseable sería que un príncipe ostentara todas las cualidades dignas de alabanza de entre las enumeradas; mas, como su naturaleza humana le impediría poseerlas todas, o ejercer plena ob­servancia de las mismas, por lo menos deberá conservar la prudencia necesaria para saberse apartar de la infamia de esos vicios que pudieran despojarlo de su principado; y, en la medida de lo posible, deberá ' saberse guardar de aquello

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que le representen grave riesgo. Ahora bien, si esto no fuese posible, podrá seguir sus inclina­ciones naturales con menos reserva. No ha de preocuparse por la censura que tales vicios pu­diesen suscitar, si en ausencia de estos le resul­tare difícil preservar su estado. Pues, si ha de ponderarse todo de manera justa, se encontrará que ciertos caminos que parecen virtuosos sólo conducen a la ruina, en tanto que otros, con as­pecto de vicio, ofrecen al final la seguridad y el bienestar . ..

CAPÍTULO XVII: DE LA CRUELDAD Y LA CLEMENCIA, Y DE SI ES MEJOR SER AMADO QUE TEMIDO.

Abordando otras de las cualidades previamente citadas, digo que todo príncipe debe ambicio­nar reputación de compasivo, y no de cruel; mas siempre ha de guardar buen cuidado de no ha­cer mal uso de la compasión. César Borgia creó fama de ser despiadado; no obstante, gracias a la inclemencia reuOlficó a la Romagna dentro de sus estados, y restableció el orden, la paz y la lealtad en dicha provincia; y, si analizamos meticulosamente su proceder, veremos que ex­cedió en piedad al pueblo de Florencia, que para librarse de la reputación de cruel permitió la des­trucción de Pistoya. Por tanto, un príncipe debe hacer caso omiso de ser tenido por despiadado, si gracias a ello puede mantener a sus súbditos unidos y leales; pues unos cuantos despliegues de severidad serán más clementes que permi­tir, por un exceso de compasión, la gestación de revueltas que degeneran en actos de rapiña y muerte; éstos lesionan a la comunidad ente­ra, mientras que las ejecuciones decretadas por el príncipe sólo afectan a unos cuantos indivi­duos. Y más que a ningún otro, al príncipe le re­sultará imposible apartarse de la reputación de crueldad puesto que, en términos generales, los estados nuevos están expuestos a enormes pe­ligros . . .

No obstante, el príncipe debe ser pausado en credulidad y en actos; no debe dejarse sobreco­ger con demasiada facilidad por sus propios te­mores. Por el contrario, su proceder debe ser

moderado, prudente y benigno, de modo tal que no se torne incauto por exceso de confianza, pero tampoco intolerante por exceso de desco­nianza. Aquí surge la interrogante central: "¿Vale más ser amado que temido?" o "¿vale más ser temido que amado?" Naturalmente, la respues­ta más deseable sería conjuntar ambas posibi­lidades a un mismo tiempo; sin embargo, ante la extrema dificultad de ser temido y amado a la vez, en favor de la seguridad es preferible ser temido y no amado, si ha de elegirse una de las dos posiciones. Hablando de hombre en gene­ral, se puede decir que es ingrato y voluble, en­gañoso, temeroso del peligro y codicioso de riquezas . En tanto que se ve colmado de bie­nes por su príncipe, le guarda lealtad ciega; los hombres ponen a los pies del príncipe su sangre, esencia, vida y vástagos, puesto que la necesidad de llevarlo a efecto es posibilidad remota; mas cuando la ocasión se presenta, se rebelan. Y el príncipe, que ha cifrado toda su seguridad en la palabra de sus hombres, enfrenta su ruina; pues que la amistad que se gana con recompen­sas y no con nobleza y grandeza de alma, aun­que merecida, carece de sinceridad y resulta futil en tiempos de adversidad.

Por otra parte, el hombre duda menos en ofender al que se hace amar que al que se hace temer; teniendo en cuenta la naturaleza perversa del hombre, el amor establece un lazo de obliga­ción que se rompe con extrema facilidad, cuando ello favorece a los intereses de la parte obliga­da. Sin embargo, el temor hace presa del hom­bre por el miedo al castigo, como un fantasma perenne. No obstante, un príncipe debe hacer­se temer de modo tal que, si no ha sido capaz de ganarse el aprecio de su pueblo, tampoco in­curra en su animadversión; puesto que el ser temido sin ser odiado resulta una postura favo­rable, si el príncipe se abstiene de privar a los súbditos de sus bienes y deja en paz a sus mu­jeres. Si se da el caso en que se viera obligado a infligir pena capital sobre uno de ellos, debe­ra tener buen cuidado de hacerlo sólo cuando exista justificación plena y causa manifiesta para ello; mas, por encima de todo, debera abstenerse de privar al ajusticiado de sus bienes, pues que el hombre olvida con mayor presteza la muerte

de sus padres que la pérdida de su patrimonio. Además, nunca faltan razones para adueñarse de la propiedad del pueblo, y el príncipe que co­mienza a vivir de los actos de rapiña siempre encontrará excusas para privar a otros de sus bienes. Por otra parte, no se encuentran fácil­mente razones para privar a los súbditos de la vida, y las existentes se agotan rápidamente. Mas cuando un príncipe se yergue a la cabeza de su ejército, con una multitud de soldados a su man­do, es menester ante todo que haga caso omiso de reputación de crueldad; el rigor es elemen­to indispensable para mantener a un ejército unido, y dispuesto a gestas triunfantes . . .

Retomando el dilema de la conveniencia de ser amado o temido, concluyo que, en tanto que el hombre ama por libre albedrío, mas teme a su gobernante por la voluntad de éste, el prín­cipe que se precie de ser sabio deberá depen­der invariablemente de sí mismo, y nunca de la voluntad ajena; pero, sobre todo, deberá es­forzarse siempre por no ser aborrecido, como ya lo he dicho en líneas anteriores.

CAPíTULO XVIII: DEL MODO EN QUE lOS PRíNCIPES D~BEN CONSERVAR lA LtAlTAD. '

De acuerdo con la opinión general, es altamen­te loable que un príncipe sepa preservar la leal­tad, y enarbolar la integridad en detrimento de artificios y engaños. Y sin embargo, la experien­cia de nuestros tiempos demuestra que aquellos gobernantes que han hecho caso .omiso de la buena fe y que han sabido embaucar con arti­mañas la inteligencia de otros, cuentan con gran­des logros en su haber; además, nos demuestra que estos salieron mucho mejor librados que aquellos que se dejaron guiar por la lealtad y la buena fe ...

Por tanto, el príncipe sagaz no puede, ni de­be hacer valer sus juramentos cuando éstos re­sulten opuestos a sus intereses, ni cuando hayan fenecido las causas que lo indujeron a tales jura­mentos. Ciertamente sería éste un mal precepto si todos los hombres practicaran la bondad; mas como por naturaleza el hombre es perverso y

De El prínciPe 45

sabe esquivar la lealtad jurada, el gobernante de­be proceder siguiendo el mismo ejemplo; nun­ca ha carecido gobernante alguno de razones legítimas para exagerar su deseo de buena fe. Existen infinidad de instancias de esta época pa­ra ilustrar tal situación; del mismo modo, será fácil enumerar series interminables de tratados de paz y de compromisos que han sido anula­dos e invalidados por la deslealtad de los prín­cipes; el que mejor supo desempeñar el papel de la zorra, obtuvo siempre el mayor triunfo.

Es menester, empero, que el príncipe sepa mostrar un cariz distinto a tal naturaleza, que sea un maestro supremo en las artes de la hipo­cresía y el engaño. Pues que los hombres son en esencia tan simples, y ceden tanto a la nece­sidad inmediata, que el maestro del engaño nun­ca carecerá de víctimas . ..

Sin embargo, no es indispensable que un príncipe posea todas las cualidades antes men­cionadas; aquello que sí resulta fundamental es que por lo menos dé apariencia de poseerlas. Incluso me aventuraré a señalar que la posesión y la práctica constante de tales cualidades produ­ce efectos perniciosos, mas el'aparentar poseer­las es por demás conveniente. Por ejemplo, un gobernante debe aparentar ser clemente, leal, benigno, religioso y justo, y aun serlo en la rea­lidad; pero su mente debe estar de tal modo en­trenada que pueda adoptar una actitud contraria cuando la situación lo amerite. Es necesario acla­rar con ftrmeza que un príncipe, y especialmente aquél que haya adquirido su estado recientemen­te, no puede darse el lujo .de apegarse a todas esas virtudes que en el hombre crean repma­ción de bondad; en aras de preservar su esta­do, se verá impelido con frecuencia a obrar de manera contraria a los preceptos de humanidad, de caridad y de fe religiosa. En consecuencia, es menester que posea un ánimo versátil, capaz de transformarse en la dirección que le deparen los vientos y los cambios de fortuna; como ya he dejado asentado previamente, no ha de desviar­se del camino del bien, si es posible, mas sabrá recurrir a las vías del mal cuando la necesidad apremie.

Así, el príncipe deberá guardar extremo cuida­do de sus palabras, que todo aquello que emane

46 El realismo

de sus labios se apegue estrictamente a las cinco cualidades antes enunciadas, de modo tal que al verlo y escucharlo, parezca todo caridad, inte­gridad y humanidad, todo justicia, todo piedad. Es menester que demuestre esta última cualidad por encima de todas, pues en general, la huma­nidad juzga más por aquello que ve y escucha, que por aquello que siente, ya que a todos es dado el ver, mas a pocos el sentir. Todo el pue­blo puede ver aquello que el gobernante aparenta ser, mas pocos son quienes tienen el privilegio de sentir su esencia real; y estos pocos privile­giados no osan contradecir la opinión de la ma­yoría, protegida por la majestad del estado, pues las obras de todos los hombres, y en particular de los gobernantes, son juzgadas por los resul­tados, donde no existe más juez al cual apelar.

Por ende, un príncipe debe tener como mi­ra fundamental la preservación exitosa de su es­tado. No importa cuáles sean los métodos que emplee a tal 'fin; éstos siempre se tendrán por honorables y dignos de alabanza' entre los hom­bres; cabe recordar que el hombre común y co­rriente invariablemente se deja llevar por las apariencias y por los resultados, y que es preci­samente el vulgo la masa que al mundo confi­gura. Escasos son aquellos que portan rango y condición, y muy numerosos quienes nada tie­nen que los respalde. Existe un cierto príncipe en nuestra época, cuyo nombre no es conve­niente citar, que se dedica a predicar únicamen­te la paz y la buena fe; sin embargo, de haber observado siempre una u otra, le habría costa­do la pérdida de su reputación o su estado ...

CAPíTULO XXI: DE CÓMO SE DEBEN CONDUCIR lOS PRíNCIPES PARA HACERSE APRECIAR.

.. . Es de vital importancia que un príncipe dé ejemplos contundentes de su gobierno interior (similares a los de Messer Barnabó -Visconti­de Milán), cada vez que en el orden civil se pre­sente la ocasión de recompensar o castigar a cualquier particular que haya prestado un gran servicio al estado o cometido algún delito, de modo tal que exalte el interés del pueblo. Mas,

por encima de todo, un príncipe debe empeñar sus esfuerzos en revestir todos sus actos de un se­llo de grandeza y de excelencia. Además, un go­bernante se hace acreedor de estimación cuando demuestra una posición resuelta de amistad ca­balo de enemistad total; es decir, cuando apar­tando todo temor a las consecuencias se declara abiertamente en favor o en contra de otro, po­sición que le ganará reputación mucho más be­néfica que si opta por la neutralidad. Así, en la contingencia de que dos soberanos vecinos emprendieran la guerra entre sí, adoptará tal posición que, cuando cualquiera de ellos fuese vencido, el gobernante en cuestión tendrá o no motivos para temer al conquistador. En cual­quiera de los casos, siempre resultará más con­veniente que el príncipe declare su postura de manera franca y libre una guerra acorde a la mis­ma; que si así no lo hiciere, será susceptible de caer presa del vencedor, para deleite y satisfac­ción de la facción derrotada, y sin posibilidad de demandar protección o apoyo a cualquiera de las partes beligerantes. Habrá de tomar debida cuenta de que el conquistador no deseará la pro­ximidad de amigos inciertos; que no lo hayan respaldado en el m~mento de la adversidad; ni el vencido lo habrá de perdonar por haberse re­husado, armas en mano, a correr el riesgo en aras de su fortuna .. .

Asimismo, siempre se presentará el caso en que aquel que no sea amigo del gobernante, so­licite su neutralidad, en tanto que aquel que efectivamente sea su amigo, le damande la in­tervención armada en su favor. Con la mira de esquivar un riesgo inmediato, los gobernantes indecisos adoptan con suma frecuencia la neutra­lidad, de la cual dimana generalmente su ruina. Sin embargo, cuando un príncipe se declara re­sueltamente en favor de uno de los contendien­tes, y éste consigue la victoria final , aun cuando sea poderoso y el príncipe se encuentre a su merced, el vencedor guardad para con él una deuda de afecto y de obligación moral; nunca el hombre es lo suficientemente ruin como pa­ra pagar la generosidad recibida con la flagran­te ingratitud de la opresión.

Más aún, no existe victoria tan rotunda que exima al vencedor de todo miramiento por la

justicia. Ahora bien, si resulta vencido aquél a quien el príncipe brindó su apoyo, siempre lo tendrá por buen amigo y, cuando se encuentre en condiciones de hacerlo, le ofrecerá su res­paldo a cambio; de modo tal, el príncipe se ha­brá hecho partícipe de una fortuna que podrá recuperar llegada la hora.

En e! segundo de los casos, cuando las par­tes beligerantes son tales que el príncipe no guarda motivos para temer al vencedor, lo más aconsejable es que se pronuncie en favor de este último; así, contribuirá a que e! uno arruine al otro, aunque si e! uno fuese sabio, salvaría al otro. Aun cuando haya derrotado a su adversa­rio, seguirá a merced de! príncipe, pues sin e! respaldo de éste le habría resultado imposible acariciar la victoria. En este punto habrá de su­brayarse especialmente, que e! príncipe debe­rá guardar buen cuidado de no emprender causa común con otro gobernante que le exceda en poderío, en su intento de atacar a otro sobe­rano, a menos que se vea obligado a ello por absoluta necesidad. Si e! más poderoso sale vic­torioso, e! príncipe quedará a su merced, y to­do gobernante tiene la obligación, en la medida de lo posible, de esquivar todo aquello que lo coloque en dicha posición.

Los venecianos se aliaron con Francia en contra del Duque de Milán, nexo que pudieron haber eStado con facilidad, y que provocó su ruina. Mas cuando las alianzas resultan inevita­bles, como en el caso de los florentinos al re­gistrarse la unión de fuerzas de España y del Papa con el fin de atacar a la Lombardía, el go­bernante debe anexarse a la facción más pode­rosa en virtud de las razones antes enunciadas.

De El príncipe 47

No ha de suponerse que un estado pueda asu­mir jamás una postura de seguridad absoluta; muy por e! contrario, el príncipe debe hacerse al ánimo de correr el riesgo que implican todas las dudas e incertidumbres; pues según e! or­den natural de las cosas, sólo se puede esqui­var un inconveniente a riesgo de exponerse a otro. Compete a un juicio prudente e! saber dis­cernir entre tales inconvenientes, y aceptar por buena la alternativa menos perniciosa.

Asimismo, un príncipe debe erigirse en aman­te de la virtud, y honrar a todo aquél de entre sus súbditos que se distinga en cualquiera de las bellas artes, alentando a sus ciudadanos a seguir e! llamado de su vocación, sea el comercio, la agricultura o cualquier otro empeño humano; de modo tal que el uno no se abstenga de em­bellecer sus posesiones por temor a ser despo­jado de ellas, ni e! otro de establecer nuevas fuentes de comercio por temor a los tributos. El príncipe deberá ofrecer recompensas a todo aquél que se encuentre dispuesto a realizar ta­les proezas, así como a todo e! que se esfuerce por engrandecer a su ciudad o a su estado. A más de todo lo anterior, en los periodos en que se estime apropiado, deberá brindar esparci­miento a su pueblo, mediante festividades y es­pectáculos. Y, habida cuenta de que las ciudades se dividen por lo general en gremios y clases, deberá tener siempre a dichos cuerpos sociales en mente y, de cuando en cuando, hacer acto de presencia en sus asambleas, y sentar ejem­plo de su afabilidad y magnificencia, sin dejar de enarbolar en ningún momento la majestad de su rango, que no deberá verse empañada nun­ca, bajo ninguna circunstancia.

5. La guerra y la iglesia norteamericana

REINHOLD NIEBUHR

La iglesia cristiana de los Estados Unidos de Norteamericana jamás se ha encontrado en ni­vel tan inferior de penetración espiritual y de sensibilidad moral como en esta trágica era de conflicto mundial. Vive entre una humanidad adolorida, sus oídos han quedado abrumados por los gritos desgarrados de víctimas de la tiranía y de la conflagración, y por ello, ha preferido identificar al1ema "Mantengamos a Norteamé­rica fuera de la guerra", con el evangelio cris­tiano .. .

... Por supuesto, es importante que la reli­gión no se involucre nuevamente en una gue­rra santa. Es vital que la cristiandad se percate de que todas las pugnas históricas se han dado entre hombres regidos por el pecado, y no entre justos y pecadores; pero es igualmente impor­tante salvar lo poco que guarda de decencia y de justicia el mundo occidental, contra la tira-

Condensado de Christianity and Power Po­tities, de Reinhold Niebuhr (New York: Charles Scibner's Sons, 1940), pp. 33, 35-38, 39, 40-41 , 42-47. Reimpreso co n autorizació n testamenta­ria del autOr.

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nía más demoniaca de la historia. Es por demás obvio que si la sociedad occidental no fuese co­rrupta, los nazis jamás habrían podido lograr una posición en Europa desde la que ahora les es factible ondear su bandera en todo el continen­te. Evidenteme~te , hay decadencia en el mundo democrático, y no existe seguridad alguna de que las democracias capitalistas vayan a po­der rescatar aquello de sus sociedades que con­serve cierta decencia y justicia, de las garras de la corrupción interna o del peligro externo. Sin embargo, la historia no nos ofrece ideales ni al­ternativas perfectamente definidas.

Hubo una época en la cual, con toda razón, los socialistas austriacos declararon que no exis­tía gran diferencia entre el fascismo de Hitler y el de Schuschnigg. Sin embargo, cuando se en­frentaron realmente al peligro de ver a Austria subyugada por la infame tiranía de Hitler, de manera sabia (aunque tardía) decidieron que esa pequeña diferencia podría resultar esencial en ese momento histórico en particular. Tal situa­ción fue simbólica de todas las decisiones his­tóricas. El concepto según el cual es posible hallar un punto ventajoso de inocencia desde el cual proceder en contra del mundo no es de ori-

gen cristiano; de hecho, pertenece al racionalis­mo moderno. Desde el siglo dieciocho, los secu­lares modernos han procurado encontrar las causas específicas del pecado social, yeliminar­las. Se suponía que la injusticia tenía su origen exclusivamente en gobiernos deshonestos, o en una defectuosa organización económica de la sociedad, o en la ignorancia humana. Se te­nía a la democracia como la fuerza de la justicia en contra de la monarquía. Se asumía que el so­cialismo estaba libre de todo apasionamiento imperialista, en tanto que el capitalismo era, su­puestamente, recurso exclusivo de la voluntad imperial.

"Si no encontramos la causa real de la in­justicia social", dijo recientemente un represen­tante de la corriente moderna, "nos veremos obligados a replegarnos a la absurda doctrina del pecado original". Ese comentario es revelador de la "objetividad" científica de la modernidad. Se descarta a priori el concepto cristiano del pecado original, lo cual resulta perfectamen­te comprensible en un mundo no cristiano. Lo que sí se antoja absurdo es que la cristiandad actual haya asimilado con tan patética presteza esta negación moderna de la doctrina del peca­do original, y haya tenido que emplear tanta energía en tratar de demostrar que un cristiano puede ser tan respetable y moderno como un secular. ¿Acaso no sostiene el mismo dogma ab­surdo de la bondad de la naturaleza humana y no conserva la misma patética esperanza de que, al corregir talo cual defecto del sistema educa­tivo, social, político o económico, el hombre dejará de representar un peligro para sí mismo y para su prójimo?

El problema de tal optimismo acerca de la na­turaleza humana estriba en que crea confusión en todo asunto político del mundo moderno. El cristianismo contemporáneo, lejos de ofrecer un enfoque correctivo de ese optimismo, agrava la confusión al exagerarlo. El secular cree en el sur­gimiento gradual de una mente universal. El cris­tianismo cree que todo hombre es un Cristo en potencia. Se ha olvidado de que, según las inter­pretaciones más profundas del cristianismo, to­do hombre vislumbra en Cristo no sólo aquello que es, y que debería ser, sino también la rea-

La guerra y la iglesia norteamericana 49

lidad esencial que crea una contradicción en su existencia. A diferencia de los pesimistas, el cris­tianismo no conceptúa al hombre como ególatra por naturaleza, pero tampoco comparte el punto de vista optimista según el cual la egolatría se puede superar fácilmente . Más bien, sostiene que el hombre es un ególatra en contradicción con su naturaleza esencial. He ahí la doctrina del pecado original, despojada de todo espejis­mo literario ...

La paz internacional, la justicia política y económica, así como toda forma de logro so­cial, representan estructuras precarias donde se pone a prueba el egoísmo del hombre e, iróni­camente, se da por sentado; donde se deben explotar al máximo la compasión y el amor hu­mano y, sin embargo, se dan por descartados. La paz universal no puede estar a la expectativa de la cultura universal ni del amor universal. De he­cho, la paz universal no puede existir como tal si por ella se entiende la armonía sin desacuer­dos entre las naciones y la justicia perfecta en­tre los hombres. No obstante, debe ser factible que la sociedad occidental alcance un mayor grado de cohesión social y política y evite la anarquía total. Tal posibilidad, empero, depen­de de un grado de realismo político del que ac­tualmente se carece, tanto en nuestra cultura religiosa como en la secular. Depende de un rea­lismo que sepa comprender lo débil e incierta que resulta toda forma de paz social y de jus­ticia ...

En un sentido, la lógica de este aislacionismo es, por supuesto, absolutamente correcta. No es posible realizar una selección discriminada en el ámbito político sin correr el riesgo de invo­lucrarse al final de cuentas en un conflicto, por que toda tensión social puede derivar en un conflicto patente, y todas aquellas formas que respalden a uno u otro bando tendrán que su­frir la consecuencia de precisar de un apoyo más directo. La lógica del aislacionismo es, en sí, plausible, mas las implicaciones morales de la misma son intolerables. Si el grueso de la so­ciedad acatara sus preceptos cabalmente, cada familia procuraría construirse un refugio aislado, por temor a verse involucrada en las horrendas realidades de la pugna política, parte integrante

50 El realismo

de toda existencia nacional. La paz en Nortea­mérica, como símbolo de la bondad del hom­bre, sólo se puede preservar a costa de acentuar todos los vicios del carácter norteamericano, en especial aquéllos relativos al farisaísmo y a la ostentación de la probidad, generados en una nación que, gracias a estar cercada por dos océa­nos, se ha salvado de verse involucrada con de­masiada obviedad en la pugna internacional, y cuya riqueza la ha preservado de un despliegue demasiado obvio de lucha social interna ...

La confusión moral y política engendrada por aquellos perfeccionistas religiosos y seculares que no aciertan a comprender la responsabili­dad de la humanidad entera en las pecaminosas realidades de la historia, ha sido exacerbada por los sueños de paz de los perfeccionistas. La cris­tiandad norteamericana ha convertido casi en un dogma universal el lema de que cualquier ti­po de paz es mejor que la guerra. Finalmente, esto implica invariablemente que la tiranía es preferible a la guerra, puesto que la sumisión pa­ra con el enemigo es la única alternativa cierta a la resistencia contra el enemigo.

Una enorme cantidad de pronunciamientos actuales en el mundo religioso revelan que la suposición dogmática de que nada puede ser peor que la guerra conduce de manera inevita­ble a la aceptación implícita o explicíta de la ti­ranía. Las iglesias, en una conferencia de análisis sobre la situación internacional, realizada bajo los auspicios del Federal Council of Churches a principios de 1940, declararon: "Estamos con­venddos de que existen fundamentos para esperar que surja una paz justa mediante la negociación. En pro del bienestar de la humanidad, es vital que se dé fin al conflicto, no mediante una paz impuesta, sino negociada, basada en los intere­ses de todas las partes afectadas".

Dicha declaración, que el principal periódico cristiano de los Estados Unidos alabó por con­tener la esencia misma del consenso cristiano con respecto a la situación de guerra, reflejaba una separación total de cualquier realidad polí­tica. El hecho es que Hitler deseó una paz nego­ciada desde el momento en que invadió Polonia hasta que lanzó la gran ofensiva. Habiéndose apoderado del continente, con excepción del

territorio francés, resultaba obvio que la paz ne­gociada sólo habría sido factible en términos de reconocer su posesión del botín hasta enton­ces logrado. De haberse concertado ese tipo de paz, las naciones menos poderosas que aún no se encontraban bajo el yugo nazi habrían sido conquistadas gradualmente mediante la presión económica y política. Asimismo, habríancareci­do de fuerza y de incentivos para ofrecer resis­tencia, ya que no hubieran podido ambicionar ningún auxilio en su intento de frenar el desplie­gue del nazismo. La paz negociada, tal y como fue propuesta por las iglesias en esa época, ha­bría sido equivalente a una sencilla victoria nazi.

La otra alternativa, es decir, el esfuerzo por desalojar a los nazis, puede representar la rui­na de Europa aun cuando se tenga éxito; si se fracasa, podrá degenerar en el mismo resultado de una capitulación prematura mediante la paz negociada. Supuestamente, eSte hecho justifica la frenética exigencia de paz a cualquier pre­cio. Sin embargo, nuestros moralistas norteame­ricanos no logran comprender que, aquellos pueblos y naciones que hoy se enfrentan a la inminente amenaza de la esclavitud, no se de­tienen a realizar graciosos cálculos de posibles consecuencias. Existen momentos críticos en la historia en que tales consideraciones se tornan irrelevantes. Se compromete todo instinto de su-

. pervivencia y todo impulso decoroso de huma­nidad, exhortando a la resistencia sin importar las consecuencias. El resultado puede ser trági­co; pero sólo un moralismo insulso puede ig­norar la belleza y la nobleza que engrandecen a esa tragedia, y seguir especulando sobre los enormes beneficios que habría aportado el acep­tar la esclavitud sin resistencia, en lugar de te­ner que aceptarla después de la resistencia.

Del mismo modo en que el énfasis dogmático relativo a que nada puede ser peor que la guerra conduce a la aceptación explícita o implícita de la tiranía, así la identificación sin reservas de la neutralidad con la ética cristiana conduce a una ofuscación perversa de diferencias morales de importancia entre las fuerzas contendientes. The Christian Century (El siglo cristiano) ha cri­ticado ferozmente al presidente Roosevelt por no mantener una posición neutral preclara. Apa-

rentemente, tal publicación no comprende que esos significaría condonar a una tiranía que ha derrocado a la libertad, que sería pretender ani­quilar a la religión cristiana, que degradaría a sus súbditos a la categoría de robots sin opinión ni juicio propios, que amenazaría a los judíos de Europa con la exterminación total y a todas las naciones europeas con la sumisión bajo el do­minio imperial de una "raza superior" .

The Christian Century se concreta a debatir los argumentos de quienes creen que la civiliza­ción corre grave peligro ante la victoria de ale­mania, afirmando con extrema simplicidad que eso no puede ser cierto por que es la guerra la que pone en peligro a la civilización. En tan­to que reconoce una cierta inquietud de fondo entre los norteamericanos, les aconseja sujetar­se a su resolución de no involucrarse de manera alguna en el conflicto, y pretende liberarlos de todo cargo de conciencia adviertiéndoles que la "la conciencia protestante" de Holanda y de Sui­za llegó a las mismas conclusiones. La gran mayo­ría de esos neutrales de Europa a cuya conciencia The Christian Century hizo referencia, fueron exterminados mientras ésta los enarbolaba co­mo gloriosos ejemplos.

En su moralismo simplista, The Christian Century no logró esclarecer el problema básico de las relaciones internacionales. Dicho problema es la imperiosa necesidad de una coincidencia obvia entre intereses nacionales e ideales, antes de que las naciones se embarquen en las azaro­sas aguas de la guerra. En ninguna de las naciones neutrales pequeñas surgieron dudas en cuanto al carácter definitivo del conflicto actual. Muchas de ellas abrigaron esperanzas de que Europa se salvara sin su apoyo. Absolutamente en todos los casos, sus intereses vitales se veían afectados de manera final, mas no inmediata. Cuando de he­cho se sintieron afectados de manera inmedia­ta, expresamente por la invasión enemiga, ya era demasiado tarde para obrar en pro del interés nacional , o de los valores de la civilización que trascienden al interés nacional.

El que deba existir cierta congruencia entre los intereses nacionales e ideales para exhortar a la acción nacional en medio de una crisis es, inevitablemente, un hecho político, mas no se

La guerra y la iglesia norteamericana 51

puede negar que su importancia real es dudosa desde el punto de vista moral, y ambigua desde el político. Resulta moralmente dudosa, porque permite que otras naciones resientan el impacto de defender a una civilización que trasciende a la existencia misma de esas naciones. Desde el punto de vista político resulta ambigua, puesto que los intereses vitales de una nación pueden correr un riesgo final, aunque no un riesgo in­mediato. El hecho de aguardar hasta el riesgo final, se convierte en un medio inmediato para esperar demasiado.

La mejor recomendación a las naciones escan­dinavas habría sido la de ofrecer resistencia con­junta a la agresión, en vez de esperar la extinción de sus libertades individuales. Holanda y Bélgica procuraron evitar el desastre mediante la elabo­ración de un programa de neutralidad, que de­paraba un mismo riesgo en los designios de los poderes imperiales contendientes. El riesgo no era el mismo. En realidad, uno de los bandos no representaba peligro alguno. La consecuen­cia de esa política que ensombreció los hechos reales, fue la invasión de dichas naciones y la irrupción del ejército alemán en territorio fran­cés. Por supuesto, Estados Unidos está en la mis­ma posición; supuso que sus intereses vitales se verían afectados en la misma medida tanto por la victoria alemana como por la aliada. La situa­ción real es que, tanto la causa final de la civili­zación como nuestros intereses vitales, corren un peligro mucho más grave ante los alemanes que ante los aliados. Hemos abierto gradualmen­te nuestro entendimiento a este hecho desde la victoria de los ejércitos germanos en Holanda, Bélgica y Francia, pero probablemente, ya sea demasiado tarde.

En otras palabras, la política de neutralidad que The Christian Century y otras publicacio­nes de su clase han loado como representativa de cierto tipo de objetivo cristiano, no sólo es una teoría moral reprobable sino también una política denigrante. Ostenta la debilidad cardinal de la democracia ante los peligros de la tiranía. Esa democracia que debe tomar debida cuema de los temores y las angustias del pueblo común y corriente en tanto que las dictadur~s los igno­ran, no podrá jamás actuar a tiempo. Unicamente

52 . El realismo

podia actuar a tiempo si cuenta con gobernan­tes dispuestos y capaces de anticiparse a los pe­ligros que permanecen invisibles para el hombre común. Para cuando éste percibe la magnitud del riesgo al peligro es ya tan inminente que re­sulta imposible todo preparativo para una de­fensa adecuada.

Esa debilidad ingénita de la democracia como forma de gobierno, en lo tocante a la política ex­terior, se ve exacerbada por el liberalismo como cultura que ha ilustrado la vida de las naciones democráticas. En el seno de ese liberalismo, po­co se entiende de los abismos que puede tocar la malevolencia humana, y del nivel al que se puede encumbrar el poder del mal. De hecho,

se intenta un escape fácil e insulso de los terro­res y pesares de una era trágica.

La realidad es que los sueños moralistas de nuestra cultura liberal han sido tan flagrantes, y su voluntad de vivir ha sido tan gravemente des­virtuada por un pacifismo confuso, en el cual se han entremezclado de manera por demás curiosa el perfeccionismo cristiano y la despreocupación burguesa, que hablando con franqueza, nuestro mundo democrático no merece sobrevivir. Qui­zá no sobreviva. Si acaso lo logra será porque a última hora habrá recobrado la sensatez, y por­que las flaquezas de la tiranía pudieran exceder finalmente a sus ventajas transitorias.

6. El poder político Teoría realista de

la política internacional

HANS J. MORGENTNAU

PODER POLÍTICO

I I .

'lQUÉ ES EL PODER pOLíTICO?

aelación que guarda con la nación como 'un todo

'. . La política internacional, al igual que todo ~ipo de política, es una lucha por el poder. No ¡iPlporta cuáles sean los objetivos finales de la pqlítica internacional , el poder se constituye in­

¡y~blemente en el fin inmediato. Gobernantes ,Y pueblos pueden acariciar como meta final la .libertad; la seguridad, la prosperidad o el poder ¡miSmo. Pueden incluso definir tales metas en ~é.rqlinos de un ideal religioso, filosófico, eco­Mmico o social, y guardar la esperanza de que dicho ideal se materialice gracias a un impulso interior, a la intervención de fuerzas divinas, Lo 'a la evolución natural de los asuntos huma­tíos. Asimismo, pueden tratar de promover su ,.

\' Dé Politics among Nations: Tbe Struggle for .po.we'r and Peace, tercera edición, autor: Hans h Morgenthau (Nueva York, Knopf, 1960), pp. n-29, 31 -35,3-4,10-12 , 14. Copyright 1948, 1954, © 1960, Alfred A. Knopf, Inc. Reimpreso con autorización de Alfred A. Knopf. Notas al calce suprimidas.

realización mediante métodos no políticos, tales como la cooperación técnica con otras naciones o con organizaciones internacionales. No obs­tante, cada vez que se esfuerzan por cumplir su objetivo valiéndose de la política internacional, lo hacen mediante la lucha por el poder. Los cru­zados ambicionaban liberar a las ciudades santas del dominio infiel; Woodrow Wilson deseaba salvaguardar al mundo en pro de la democra­cia; los nazis codiciaban abrir Europa Oriental a la colonización alemana, dominar el continen­te europeo y conquistar al mundo. Todos ellos eligieron el camino del poder para alcanzar sus objetivos; por tanto, todos fueron actores en el escenario de la política internacional.

De este concepto de política internacional se desprenden dos conclusiones. Primera: no todos los actos que una nación lleva a cabo con rela­ción a otra son de naturaleza política ...

Segunda: no todas las naciones se encuen­tran en todo momento involucradas al mismo grado en la política internacional. ..

Su naturaleza

.. . Al hablar de poder nos referimos al con­trol que ejerce el hombre sobre la mente y los

53

54 El realismo

actos de otros. Por poder político se entienden las relaciones mutuas de control que se registran entre los individuos que ostentan la autoridad pública, pero también entre estos últimos y la población en general.

El poder político es una relación psicológi­ca entre aquellos que lo ejercen y aquéllos so­bre los cuales se ejerce. A los primeros, les confiere el control sobre una serie de actos de los segundos , merced a la influencia que los primeros tienen sobre la mente de los segun­dos. Dicha influencia emana de tres fuentes : la expectativa de beneficios, el temor a las des­ventajas, el respeto o el amor por los hombres o por las instituciones; y se puede materiali­zar a través de mandatos, amenazas, la persua­sión, la autoridad o el carisma de un hombre o de un organismo gubernamental, o mediante una ágil combinación de varios de estos ele­mentos . . .

DEPRECIACiÓN DEL PODER POLíTICO

Dado que la ambición del poder es el elemento distintivo de la política internacional, como toda política, la internacional es, pornecesi­dad, una política del poder. Este hecho goza de reconocimiento general en la práctica .de los asuntos internacionales; no obstante, los estu­diosos del tema, los publicistas e incluso los estadistas, suelen negarlo en sus declaracio­nes al respecto . ..

Recientemente, la convicción de que la lu­cha por el poder se puede eliminar del escena­rio internacional se ha asociado con las grandes tentativas de organizar al mundo, como las de la Liga de las Naciones y las Naciones Uni­das . . .

. . . Baste enunciar que la lucha por el po­der es universal , tanto en tiempo como en espa­cio, y es un hecho irrefutable de la experien­cia . Resulta imposible negar que, a través de la historia, los estados se han enfrentado unos con otros en contiendas por el poder, sin importar las condiciones sociales, económicas y políticas. Aunque los antropólogos han demostrado que

algunos pueblos primitivos carecen de la ambi­ción de poder, hasta ahora nadie ha demostrado fehacientemente el modo en que se puede re­crear a escala mundial el estado mental que pre­senta y las condiciones en que habitan, para así eliminar del escenario internacional la lucha por el poder. Liberar a uno u otro de los pueblos de la tierra de la ambición de poder, mantenién­dola intacta en otros, no sólo sería inútil sinQ también autodestructivo. Si no se lograra abo­lir en todas las latitudes terrestres el deseo de poder, los pueblos redimidos se convertirían. en presa inmediata del poder de los demas . . .

Fuera condiciones sociales en particular, el argumento definitivo en contra de la opinión de que la lucha por el poder en el escenario in­ternacional es un simple accidente histórico se debe desprender de la naturaleza de la política interna. La esencia de la política internacional es idéntica a su contraparte interna. Tanto la po­lítica interna como la internacional representan una lucha por el poder, exclusivamente modi­ficada por las diversas condiciones en que esa pugna se registra, sea en el ámbito interno o en el internacional. ,--oLa tendencia a dominar, específicamente, se encuentra presente en toda asociación huma­na, desde el núcleo familiar, pasando por las sociedades fraternales y profesionales, y las or­ganizaciones políticas de carácter local, hasta el estado. A nivel familiar, el añejo conflicto en­tre suegra y nuera es, en esencia, un:UlJ~hapoi eLI2Q.º~r -la . defe!l~a. _Q~J!..IlJ2.Qd~.Le.~tabl.e~i_ºg contra la tentativa de establecimiento -de uno !l~.vo :-(;óiñú tal,-esa lüéhi es -ün presa-gió ' del éonflicto que se registra en el escenario inter­nacional, entre las políticas del statu quo y las del imperialismo . ..

Considerando dicha ubicuidad de la pugna por el poder en la esfera de las relaciones so­ciales y en todo nivel de organización social, ¿es acaso de sorprender que la política internacio­nal sea, por necesidad, una política del poder? ¿No sería más desconcertante que la lucha por el poder fuese un atributo accidental y efímero de la política internacional, cuando en realidad es un elemento permanente e indispensable de todas las ramas de la política interna?

El poder político. Teoría realista de la política internacional 55

TEORÍA REALISTA DE LA POLÍTICA INTERNACIONAL

Esta obra pretende exponer una teoría de políti­ca internacional. La teoría en cuestión no debe ser analizada con un criterio a priori y abstracto sino, por el contrario, empírico y pragmático. En otrOS términos, no se debe someter la presente teoría a juicio a la luz de un concepto o princi­pio abstracto y preconcebido, alejado de la rea­lidad, sino a la luz de su objetivo primordi;¡l: el de aportar un orden y un significado al caudal de fenómenos que, en su ausencia, permanecerían incoherentes e ininteligibles. Esta teoría debe satisfacer las exigencias de un análisis doble, em­pírico y lógico: ¿acaso los hechos, en su reali­dad intrínseca, se prestan a la interpretación que la teoría les ha conferido? y, segundo, ¿esas con­clusiones que la teoría extrae siguen un curso lógico, por necesidad, desde sus premisas? En breve, ¿es la teoría congruente tanto con los he­chos corno con su esencia? ". El problema que esta tesis plantea concierne a la naturaleza de todo tipo de política. La his­toria del pensami~nt9_'pQJLti~º~9~e!.!.l6 eil~ .. rustoria déJ}Cconii~n<1ª entr~ c1QS .escuélaiquf . dífíeien fundamentalmente en st! .foC!P·a cte cOn­éeolnanáturaleza aeThombre, la sociedad yla política. UnacteeTrassostÍene 'que"a<iúí, y--aho~ ra;-se-puede lograr un orden político racional y moral, producto de principios abstractos con validez universal. ¡ Así, presupone la bondad esencial y la infiruta maleabilidad de la natu­raleza humana; eU~_acaso del orden social para e1evars_~"a la altura de las normas racionales, 19 ~ca a la falta de.. c0f!-()~imi~JJ.t9 y d.e. .C01ll7 prensipQ,a las instituciones sociales obsoletas o alá depravación de algunos individuos o gru­pos aislactos. Sin embargo, confía en poder corre­grr 'taIes defectos mediante la educación, la re­forma y el empleo esporádico de la fuerza.

-La escuela contraria afirma que el mundo, ,imperfecto corno es desde el punto de vista ra­~j~}fial, es el resultado de fuerzas inherentes a la naturaleza humana. Para mejor<ir al mundo se de.be trabajar con dichas fuerzas, no atacarlas. Al ser éste, de manera inherente, un mundo de in­tereses contrarios y de conflictos intestinos,

nunca es posible la consecución plena de los prin­cipios morales, pero sí resulta factible una ven­tajosa aproximación mediante el equilibrio de intereses, siempre efímero, y la conciliación de conflictos, eternamente precaria. En conse­cuencia, ~tª . escu.e.IªcQJ}$.tde.ca_qy.e .!Ul .si~~~ma º~ .. co!!~l!!~~"~f!- Y.. eq~ilibr!<.>. E~I.1~~uos se d~b<:-' erigir corno principio universal para to~. las $<Jciedades plimilista§: Recurre más al preceden­te histórico que a los principios abstractos, y apunta a la consecución del mal menor, en lu­gar del bien absoluto . ...

El realismQ político s()stien~"gu~J~lítica1. al igual que la sociedad en gene~al, se rige por leyes objetivas con raigambre en la naturaleza humana. Para lograr el progreso de la sociedad, es necesario entender, en rrimer lugar, las le­yes a las que se apega la sociedad. En tanto que el funcionamiento de dichas leyes se torna in­franqueable a nuestras preferencias, el hombre sólo se atreve a desafiarlas a riesgo de fracasar.

Al así creer en la objetividad de las leyes de la política, el realismo debe creer también en la posibilidad de desarrollar una teoría racional que sea reflejo, aunque imperfecto y unilateral, de tales leyes objetivas. Por ende, cree también en la posibilidad de trazar distinciones entre verdad y opinión en el ámbito político -en­tre aquello que es verdadero desde un punto de vista objetivo y racional, apoyado por prue­bas e ilustrado por la razón, y aquello que es sólo un juicio subjetivo, escindido de la reali­dad de los hechos y nutrido de prejuicios y va­nas ilusiones ...

El realismo político está perfectamente cons­ciente de la importancia moral del proceder po­lítico. También se percata de la inevitable tensión que se suscita entre los mandamientos de la moral y las exigencias de un proceder político exitoso. Además, resulta inadecuado tratar de encubrir y anular dicha tensión, ofuscando así tanto a la cuestión moral corno a la política, ha­ciéndola aparecer corno si los crudos hechos de la política fuesen, desde el punto de vista mo­ral, más satisfactorios de lo que en realidad son,

56 El realismo

y la normatividad moral menos exigente de lo que es.

El realismo manifiesta que no es posible apli­car los principios morales universales a los actos de los estados en riguroso apego a su esquema universal abstracto; por el contrario, deben tras­cender a las circunstancias concretas de tiempo y lugar. El individuo puede decir para sus aden­tros: "Fiat justitia, pereat mundus (que se ha­ga justicia, aunque el mundo perezca)", pero el estado no tiene derecho alguno de así pronun­ciarse en nombre del pueblo a su cargo. Tanto el individuo como el estado deben juzgar el pro­ceder político bajo el criterio de los principios morales universales, como el que se refiere a la libertad. No obstante, aun cuando el individuo posee el derecho moral de sacrificarse en de­fensa de dicho principio moral, el estado no tie­ne derecho de permitir que su rechazo moral a la violación de la libertad impida la evolución exitosa del proceder político, inspirado a su vez en el principio moral de la supervivencia nacio­nal. No es factible la moral política si se carece de prudencia; es decir, si no se ponderan ade­cuadamente las consecuencias políticas de un acto de apariencia moral. Por tanto, el realismo considera que la prudencia -la justa ponderación de las consecuencias que pueden desencadenar acciones políticas encontradas- es la virtud su­prema de la política. La ética abstracta juzga a la acción por su apego a la ley moral; la ética polí­tica juzga a la acción por sus consecuencias po­líticas .. .

El realismo político se niega a identificar las aspiraciones morales de una nación en particular con las leyes morales que rigen al universo. Del mismo modo que traza distinciones entre ver­dad y opinión, las traza también entre verdad e idolatría. No existe nación que no se haya visto tentada -y son contadas aquellas que han lo­grado resistir mucho tiempo a la tentación- a disfrazar sus aspiraciones y procedimientos muy particulares bajo el amparo de los propósitos morales del universo . El saber que las nacio­nes se encuentran sujetas a las normas morales es una cosa, pero el pretender saber con total certidumbre aquello que es bueno o malo en la relación que guardan las naciones es materia

aparte. Existe un mundo de diferencia entre la creencia de que todas las naciones están supedi­tadas al juicio divino, inescrutable a la mente hu­mana, y la convicción por demás blasfema de que Dios está eternamente de nuestro lado, y que lo que uno desea también lo quiere Dios.

Esa ecuación despreocupada que surge entre un nacionalismo en particular y los designios de la Providencia es injustificable desde el punto de vista moral, ya que representa ese mismo pe­cado de soberbia contra el cual los trágicos grie­gos y los profetas bíblicos previnieron a gober­nantes y gobernados. Tal ecuación es de igual manera perniciosa desde el punto de vista polí­tico, pues permite que se engendre una distor­sión de criterio que, en la ceguedad que provoca el desvarío de una cruzada, arrasa con naciones y civilizaciones -en el nombre de un principio moral, de un ideal o de Dios mismo.

Por otra parte, es precisamente el concep­to de interés, definido en términos de poder, lo que nos salvaguarda del exceso moral y del frenesí político. De tal modo, si vislumbramos a todas las naciones, incluida la nuestra, como entidades políticas que persiguen sus intereses respectivos en términos de poder, estaremos en condiciones de hacer justicia a todas ellas. Pero además, podremos hacerles justicia por partida doble: Al tener la capacidad de juzgar a otras naciones bajo el mismo criterio con que juzga­mos a la propia, una vez concluido nuestro dis­cernimiento, estaremos en posición de procurar la adopción de políticas que respeten los inte­reses de otras naciones y que a la vez protejan y promuevan los nuestros. La moderación en la política no puede dejar de reflejar la modera­ción del juicio moral. ..

El realista político no ignora la existencia y la relevancia de normas de pensamiento aje­nas a las del campo político. En su calidad de realista político, sólo se puede concretar a su­bordinar esas otras normas a las de la política. Asimismo, se aparta de otras escuelas cuando éstas imponen criterios pertenecientes a otras esferas, en el ámbito político. Es en este punto donde el realismo político disiente del "enfoque legalista-moralista" relativo a la política internacio­nal. Son innumerables los ejemplos históricos

El poder político. Teoría realista de la política internacional 57

que pueden demostrar que este tema no es, co­mo se ha objetado, un simple ardid de la ima­g¡nadón, sino que va al núcleo mismo de la controversia . ..

. Esta defensa realista de la autonomía de la es-f(:ra, política contra toda alteración provocada por otras formas de pensamiento no implica, de ninguna manera, que se ignoren la existencia y la importancia de las mismas. De hecho, implica que a cada una se le deben asignar su esfera de acción y sus funciones, adecuadas a su estruc­tura. El realismo político se fundamenta en una concepción pluralista de la naturaleza humana. El ser humano real, es una mezcla del "hombre eco­nómico", del "hombre político", del "hombre moral", del "hombre religioso" , etc. El hom­bre que fuera exclusivamente un "ser político" equivaldría a una bestia, ya que carecería abso­lutamente de toda restricción moral. El hombre que sólo fuera un "ser moral" sería un insensa­to, ya que carecería totalmente de prudencia. El hombre que se concretara a personificar a un 'lser religioso" sería un santo, ya que no acari­ciaría ningún deseo mundano en absoluto .

• J

En tanto que el realismo político está cons­ciente de la existencia de esas distintas facetas de la naturaleza humana, también reconoce que para poder comprender cabalmente cada una de ellas, es necesario abordarlas bajo sus propias condiciones. Es decir, si yo deseo comprender al "hombre religioso", debo abstraerme durante un cierto periodo de todos los demás aspectos de la naturaleza humana, y enfrentar su faceta religiosa como si fuera la única que existiera ... Lo mismo se aplica a cualquier otra faceta de la naturaleza humana. Por ejemplo, ningún eco­nomista moderno concebiría de manera distin­ta a su ciencia y a la relación que ésta guarda con las demás ciencias del hombre. Precisamen­te gracias a dicho proceso de emancipación de otras normas de pensamiento, y al desarrollo de una norma adecuada a la materia que trata, la economía ha evolucionado como una teoría autónoma de las actividades económicas del hombre. El propósito fundamental del realismo político es el de contribuir a un desarrollo simi­lar en el campo de la política.

7. La diplomacia en el mundo moderno

GEORGE F. KENNAN

.. . Tal como ustedes sin duda alguna habrán supuesto, considero que la falla más grave del esquema de nuestra política anterior estriba en algo que podría denominar el enfoque legalista­moralista en torno a los problemas internacio­nales. Tal enfoque se desliza como una madeja roja a lo largo de nuestra política exterior de los últimos cincuenta años. Engloba algo del añejo énfasis en los tratados de arbitraje, algo de las Conferencias de La Haya y de los planes de de­sarme universal, algo de los más ambiciosos conceptos norteamericanos sobre el papel que desempeña la ley internacional, algo de la Liga de las Naciones y de las Naciones Unidas, algo del Pacto Kellogg, algo de la idea de un pacto uni­versal "Artículo 51 ", algo de la fe en la ley mun­dial y en el gobierno mundial. Sin embargo, no es ninguno de tales elementos por completo. Permítanme tratar de definir lo anterior.

Reimpreso de American Diplomacy, 1900-1950; autor: George F. Kennan (Chicago: Uni­versity of Chicago Press, 1951), pp. 95-103, con autOrización de The University of Chicago Press. Copyright © 1951, The University of Chi­cago Press.

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Se trata de la creencia que sustenta la hipo­tética posibilidad de suprimir las aspiraciones caóticas y peligrosas de los gobiernos en el marco internacional, mediante la aceptación de cier­to sistema de normas legales y medidas de re­frenamiento. Indudablemente, dicha creencia representa parcialmente un intento de transpo­ner el concepto anglosajón de la ley individual al campo internacional, y de hacerlo aplicable a los gobiernos del mismo modo que se aplica aquí a los individuos en el plano interno. Asi­mismo, debe derivarse en cierta medida de la remembranza de los orígenes de nuestro pro­pio sistema político - de evocar que, gracias a la aceptación de una estructura común ins­titucional y jurídica, fuimos capaces de dis­minuir a una proporción inofensiva todos los conflictos de interés y de ambición que im­peraron en las trece colonias originales, y de llevarlas a una interrelación pacífica y ordena­da. Al recordar lo anterior, la gente no logra comprender que, aquello que fue factible para las trece colonias bajo una serie dada de cir­cunstancias, podría no resultar en el ámbito internacional, de dimensiones mucho más ge­nerosas.

La esencia de esta creencia dicta que, en vez de abordar los ásperos conflictos de interés na­cional con base en sus méritos y con la mira de encontrar las soluciones que sean menos perni-· ciosas para la estabilidad de la vida en el plano internacional, sería más conveniente establecer un conjunto de criterios formales de naturaleza jurídica mediante los cuales se pudiera definir el comportamiento permisible de los estados. Así, se propiciaría la creación de entidades impar-

· ciales encargadas de ponderar las acciones de los gobiernos a la luz de esos criterios y de de­cidir cuándo su comportamiento es aceptable y cuándo no. Por supuesto, atrás de todo lo anteriormente planteado, está la suposición norteamericana de que aquéllos en los que los demás pueblos de la tierra pueden ofrecer una contienda digna carece, en gran parte, de reco­nocimiento y de importancia, por lo que se es­pera, con toda justicia, que ocupen un lugar secundario a la sombra de la conveniencia de up.. mundo disciplinado, no perturbado por la violencia internacional. De acuerdo con el pen­samiento norteamericano, es poco plausible que los pueblos tengan aspiraciones positivas, a las que ellos consideren legítimas y les den mayor

· importancia que a la tranquilidad y al orden que deben regir la vida internacional. Desde este pun­to de vista, no se puede entender por qué otros pueblos no se podrán unir a nosotros en la acep­tación de las reglas del juego de la política inter­. rlacional, del mismo modo en que nosotros las acatamos en las competencias deportivas pa­raque el juego no se torne demasiado cruel y demasiado destructivo y que, por ende, no adopte una relevancia que no pensábamos otor­garle.

Si procedieran de tal manera continua el razona­miento, se podrían contener esas manifestaciones perturbadoras y caóticas del ego nacionalista, tornándolas insubstanciales o permitiendo que se desecharan sin mayor problema, mediante al­gún método que resultara familiar y compren­sible para la costumbre norteamericana. A partir de esto, la mentalidad propia del estadista nor­teamericano, que encuentra gran parte de sus raíces en la carrera de derecho en nuestro país, busca ti tientas y con inquebrantable persisten-

La dIplomacia en el mundo moderno 59

cia, una estructura institucional que sea capaz de desempeñar esa función ...

En primer lugar, el concepto ue subordina­ción de un número considerable de estados a un régimen jurídico internacional, mismo que limitaría sus posibilidades de agresión y de da­ño contra otros estados, implica que todos ellos fueran similares al nuestro, que se encontraran razonablemente satisfechos con sus fronteras y con su posición a nivel internacional, por lo me­nos hasta un grado tal que se contuvieran de ma­nera voluntaria de ejercer presiones tendientes al cambio sin un previo acuerdo internacional.

En segundo lugar, en tanto que dicho concep­to se suele asociar con una rebelión en contra del nacionalismo, es por demás curioso percatarse de que, en realidad, tiende a conferir un valor absoluto al concepto de nacionalidad y de so­beranía nacional, valor del que anteriormente carecía. El principio mismo de "un gobierno, un voto", independientemente de cualquier dife­rencia física o política entre estados, exalta el concepto de soberanía nacional y lo convierte en la forma exclusiva de participación en la vida internacional. Vislumbra a un mundo integrado únicamente de estados nacionales y soberanos, donde todos ellos gocen de igualdad plena de posición. Bajo tal esquema, ignora las gigantes­cas variaciones en la solidez y la firmeza de las divisiones nacionales: el hecho de que en mu­chos de los casos, los orígenes de las fronteras entre países y de las personalidades nacionales se dieron de manera fortuita o, al menos, casi en total desapego a las necesidades reaies. Si­multáneamente, ignora la ley del cambio. El mo­delo de estado nacional no es, ni debería ser, ni puede ser algo fijo y estático; por su naturaleza misma, es un fenómeno inestable en constante estado de cambio y de intercambio. La historia ha demostrado que la voluntad y la capacidad de cada pueblo para contribuir al entorno mundial está en cambio continuo. Por tanto, resulta por demás lógico que los esquemas de organización (¿acaso no se reducen a estos gobiernos y fron­teras?) se transformen al unísono con ellos. La función de un sistema de relaciones internacio­nales no es la de restringir ese proceso de cam­bio confinándolo a una camisa de fuerza legal

60 El realismo

sino, por el contrario, propiciarlo para facilitar sus transiciones, para limar las asperezas que sue­le producir, para aislar y moderar los conflictos que frecuentemente conlleva, para procurar que estos conflictos no alcancen dimensiones que pue­dan perturbar la vida internacional en general. No obstante, esta labor corresponde a la diploma­cia, en el sentido más anticuado del término. Para ella, la ley resulta demasiado abstracta, demasia­do inflexible, sumamente difícil de adaptarse a las exigencias de lo impredecible y de lo inesperado.

Por el mismo motivo, el concepto norteame­ricano de ley mundial pasa por alto los recursos de agravio internacional-esos medios de pro­yección del poder y de coerción sobre los pue­blos- que rebasan por completo a las formas institucionales, o que incluso las explotan con­tra sí; por ejemplo, recursos tales como el ata­que ideológico, la intimidación, la penetración y la captura disfrazada de los bienes parafernales institucionales de la soberanía nacional. En otras palabras, hace caso omiso del dispositivo de es­tado títere, así como del conjunto de técnicas mediante las cuales se pueden convertir en tí­teres a los estados sin que para ello medie una violación formal o un desafío a los atributos apa­rentes de su soberanía y de su independencia.

He aquí uno de los factores que han provo­cado que los pueblos de los países satélites de Europa Oriental, miren hacia las Naciones Uni­das con cierto dejo de amargura. Fue rotundo el fracaso de la organización en su intento de preservarlas de la dominación por parte de un gigantesco país vecino, dominación que no deja de ser denigrante en virtud del hecho de haber cobrado vida mediante procesos que no podría­mos calificar de "agresión". Ese resentimiento es justificable hasta cierto punto, dado que el en­foque legalista de los asuntos internacionales de­secha, en términos generales, la importancia in­ternacional que revisten los problemas políticos y las raíces más profundas de inestabilidad in­ternacional. De hecho, presupone que toda gue­rra civil se constreñirá a sus límites nacionales y no degenerará en un conflicto internacional. . . En otras palabras, presupone que los asuntos in­ternos no cobrarán una dimensión internacio­nal, y que la comunidad mundial no se verá

jamás en la disyuntiva de pronunciarse en fa­vor de uno de los rivales por el poder dentro de los confines del estado individual.

Por último, otra de las fallas de este enfoque legalista en torno a las relaciones internacionales es que asume la posibilidad de imposición de sanciones contra agravios y violaciones. De ma­nera general, acude a la acción colectiva para que ésta se encargue de sancionar el comporta­miento equívoco de los estados. Por tanto, ol­vida los límites de efectividad de la coalición militar. Olvida que, a medida que se expande un círculo de socios militares con la mira de cualquier empresa político-militar concebible, se puede incrementar el total teórico de pode­río militar disponible, pero únicamé.nte a costa de solidez del grupo y de holgura en el control. A mayor expansión de la coalición, menor es la factibilidad de mantener la unidad política y el acuerdo general sobre los propósitos y los efectos de lo que se lleva a cabo. Tal como lo podemos apreciar en el caso de Corea, los ope­rativos militares conjuntos en contra de un agre­sor pueden tener un significado distinto para cada uno de los participantes, y plantear pro­blemas políticos específicos e individuales que resulten ajenos a la empresa en cuestión y afec­ten muchas otras facetas de la vida internacio­nal. Así, entre más crece el círculo de socios militares, más difícil de manejar se torna el pro­blema del control político sobre sus actos, y más restringido el común denominador mínimo de acuerdo. Dicha ley de utilidad decreciente pe­sa tanto en las posibilidades de acción militar multilateral que se llega a dudar si, en realidad, la participación de países menores puede con­tribuir en gran medida a la capacidad de las gran­des potencias para garantizar la estabilidad en el plano internacional. La importancia de 10 pre­viamente expuesto resulta contundente, dado que una vez más nos hacF. caer en la cuenta de que, incluso bajo un sistema de ley mun­dial, toda sanción contra un comportamien­to destructivo a nivel internacional podría seguir apoyándose fundamentalmente, al igual que en el pasado, en las alianzas y relaciones de las gran­des potencias. Podrá haber un estado - o pro­bablemente un grupo de estados- que mostrara

una postura violentamente adversa a la de! res­to del mundo, y al cual la comunidad mundial no pudiera obligar a acatar una determinada lí­nea de acción. Suponiendo que éste fuera un caso real, ¿en dónde quedamos nosotros? A mi parecer, de vuelta en e! reino del olvidado arte de la diplomacia, de la que hemos tratato de es­capar durante los últimos diez lustros.

Así, en estas líneas he expuesto algunas de las deficiencias teóricas que, según mi opinión, resultan inherentes al enfoque legalista de los asuntos internacionales. Sin embargo, existe una deficiencia aún mayor que me agradaría men­cionar antes de concluir mi disertación. Me re­fiero a la inevitable asociación que surge entre los conceptos legalistas y los moralistas: a la ex­tensión de la eterna idea de! bien y el mal a los asuntos de los estados, la suposición de que e! comportamiento de un estado es terreno fértil para e! juicio moral. Cualquier persona que ma­nifieste la existencia de una ley debe experimen­tar un sentimiento de indignación, totalmente justificable, hacia aquel que la infrige a la par con una sensación de superioridad moral sobre él. Cuando dicha indignación se vierte al cam­po de la contienda militar, no admite puntos medios en la reducción del infractor hasta el ni­vel mismo de la sumisión total- es decir, la ren­dición incondicional. Resulta irónico, aunque cierto, que e! enfoque legalista de los asuntos internacionales, pese a encontrar sus irrefuta­bles orígenes en un deseo real de eliminar la gue­rra y la violencia, convierta a la violencia en un factor mucho más resistente, más pernicioso y más destructivo para la estabilidad política que las rancias motivaciones de interés nacional. Una guerra que se libra en el nombre de un elevado principio moral, prosigue invariablemente hasta lograr su objetivo de dominación total, en cual­quiera de sus manifestaciones.

De este modo, nos percatamos de que el en­foque legalista de los problemas internacionales se identifica estrechamente con e! concepto de guerra total y victoria total, y que las expresio­nes de una se vierten con extrema facilidad en las de la otra. Además, en esta era conflictiva, a nadie perjudicaría dedicar unos momentos a meditar en e! concepto de guerra total. Sea co-

La diplomacia en el mundo moderno 61

mo sea, este es un concepto relativamente nove­doso en la civilización occidental; de hecho, no hizo acto de presencia en el foro internacional hasta la Primera Guerra Mundial. Sir. embargo, fue la característica principal de ambas confla­graciones mundiales, y las dos -tal como lo he señalado- tuvieron como consecuencia una gran inestabilidad y el desencanto. Lo fundamen­tal ahora, empero, no es la conveniencia del concepto sino su factibilidad. De hecho, me pre­gunto si aun en las gestas del pasado la victoria total no fue sino una mera ilusión desde la po­sición de los vencedores. En cierto sentido, no existe victoria total que no conlleve un genoci­dio, a menos que se trate de una victoria sobre la mente de los hombres. En este punto, cabe señalar que las victorias militares totales no suelen darse precisamente sobre la mente de! hombre. Por otra parte, actualmente nos enfrentamos al hecho de dilucidar si, en una nueva conflagra­ción mundial, podrá darse el resultado de vic­toria militar total, algo por demás dudoso. Por lo que a mí respecta, no crea en tal posibilidad. Ciertamente se produciría un enorme debilita­miento de las fuerzas armadas de uno u otro bando, mas considero totalmente imposible que se pudiese dar una sumisión total y formal de la volutad nacional de cualquiera de las partes con­tendientes. No obstante, una tentativa de lograr ese objetivo inalcanzable podría infligir sobre la civilización otra serie de desastres tanto o más graves que aquéllos provocados por la Primera o la Segunda Guerra Mundial; someto al juicio del mundo el tratar de descifrar si la civilización podría sobrevivir a tales calamidades.

Hace poco, un prominente ciudadano nortea­mericano aseveró que "el objetivo mismo de la guerra es la victoria", y que, "en la guerra nada substituye a la victoria". La confusión, probable­mente, radica en e! significado que se confiere a la palabra "victoria"; quizá se aplica una acep­ción equivocada del término. En una batalla, es factible que se produzca la "victoria", pero en la guerra sólo se puede registrar el cumplimiento o e! incumplimiento de los objetivos trazados. Antaño, los objetivos de guerra se confinaban, generalmente, a fines prácticos, por lo que co­múnmente se medía e! éxito de los operativos

62 El realismo

militares en razón del grado en que éstos apro­ximaban a los objetivos trazados. Sin embargo, cuando se trata de objetivos morales e ideoló­gicos, tendientes a transformar la actitud y las tradiciones de un pueblo entero, o la persona­lidad d~ un régimen, quizá la victoria no sea una meta factible por medios militares, o en un corto plazo; y probablemente en este punto estribe el origen de nuestra confusión.

De cualquier modo, sostengo con toda fran­queza que, a mi parecer, no existe fantasía más peligrosa, nada que nos haya provocado mayor perjuicio en el pasado o que amenace con pro­vocarlo aún mayor en el futuro, que el concep­to de victoria total. Por otra parte, temo que éste se desprenda en gran medida de las deficiencias básicas del enfoque sobre asuntos internaciona­les que he expuesto en estas páginas. Si es nuestro propósito el alejarnos de este peligro, eso no significa que debamos adoptar la actitud errónea de abandonar todo respeto por la ley interna­cional-, ni tampoco nuestras esperanzas de que en el futuro se convierta en útil y bondado­so civilizador de los acontecimientos ... Por el contrario, significa el surgimiento de una ac­titud nueva entre nosotros, hacia la intermina­ble serie de sucesos fuera de nuestras fronteras

que nos provocan irritación e intranquilidad, ... una actitud de desprendimiento, de sobrie­dad y de ágil disposición a someter todo acto a cauteloso juicio. Significa que asumiremos la modestia necesaria para admitir que únicamente somos capaces de conocer y de comprender ca­balmente nuestros intereses nacionales -pero también el valor para reconocer que si todos los objetivos y empresas que ambicionamos ep el plano interno son respetables, carentes de arro­gancia o de hostilidad hacia otros pueblos, o de delirios de grandeza, entonces la incesante bús­queda de nuestro interés nacional invariablemen­te se erigirá en adalid de un mundo mejor. Tal concepto puede resultar menos ambicioso y menos incitante, en su perspectiva inmediata, que aquéllos por los que nos hemos inclinado con tanta frecuencia, a la vez que menos com­placiente de nuestra imagen. Otros muchos en­contrarán en él un cierto cariz de cinismo y de reacción. Yo nO puedo ser partícipe de tales du­das. Todo aquello que en concepto sea realis­ta, fundamentado en un esfuerzo sincero por vislumbramos a nosotros mismos ya los demás en nuestra esencia real, ho puede por ningún motivo ser contrario al estandarte liberal.