el perro

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Celina Salvatierra El perro Supimos que lo buscaban cobradores que tocaron a su puerta sin que hubiese respuesta. Algunos creí- mos que el portero lo ayudaba, que le llevaba alimento o bebidas. Después el mismo portero nos asegu- ró que no. Nadie sabía con exactitud cuánto le había afectado a nuestro vecino el rugir de las calles del centro --que se oía muy intenso incluso dentro de los departamentos-- ni cómo era estar solo aunque rodeado de observadores. Es decir, todos nosotros. Ahora que vuelvo a aquellos días, confieso que no pudimos medir cuán amenazante puede ser la soledad y el ruido de un organito interminable, si se nos niega la posibilidad del acostumbramiento. Pero eso de la soledad lo pensamos mucho después porque todos creíamos que el perro le hacía com- pañía. Quien sabe. Así fue pasando el tiempo. Un día, el ala del edificio donde estaba su departamento comenzó a oler mal y progresivamente la nube fétida alcanzó todo el piso. Soportamos una semana. Quizá algunos días más. Cuando el hedor se pegó a nuestras narices y nos acompañaba donde quiera que fuésemos, nos organizamos y barreta en mano, irrumpimos en el departamento. Al hacerlo, de inmediato, esperamos que llegara el perro a ladrarnos, pero nada. Sólo nos sobrevino una sensación de encierro insoportable. Después algo asqueados, caminamos con los ojos dispuestos a captar el mínimo movimiento. Aquel verano hizo muchísimo calor. Recuerdo que estuvimos en su departamento en un atardecer pero que parecía noche. El interior de aquel lugar era un túnel, una boca de lobo. Caminábamos como si fuera sobre cáscara de huevo, con el miedo de pisar lo que los ojos no alcanzaban a definir. Yo vi el colchón del dóberman, y a su lado un muñeco de trapo con tripas de retazos desparramadas. Más allá, hojas de libros marcadas con el filo de los dientes caninos, cerca de ropa sucia y botellas. No pude imaginar cómo había logrado comprar bebidas sin que alguien lo viese salir. Seguimos cruzando las habitaciones sin perdernos de vista, como visitantes de un museo macabro; el del francés y su perro. De pronto, llegó una vecina más. –¿No hay nadie?¿Revisaron todos los cuartos?–. --falta uno—dijo alguien, pero nadie avanzaba. Ella tomó la iniciativa. Era veterinaria y había ayudado nacer a caballos y a gran daneses y podía poner el cuerpo a casi cualquier cosa. Cuando llegó al límite de la puerta tras el breve pasillo donde todos es- tábamos paralizados, tomó el picaporte, entreabrió la puerta y asomó su cabeza. Nos pareció que vio algo entre las sombras, porque retrocedió abruptamente. Yo quise asomarme también y vi las frases

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Cuento de CeSal

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Page 1: El perro

Celina Salvatierra

 

El perro

Supimos que lo buscaban cobradores que tocaron a su puerta sin que hubiese respuesta. Algunos creí-

mos que el portero lo ayudaba, que le llevaba alimento o bebidas. Después el mismo portero nos asegu-

ró que no. Nadie sabía con exactitud cuánto le había afectado a nuestro vecino el rugir de las calles del

centro --que se oía muy intenso incluso dentro de los departamentos-- ni cómo era estar solo aunque

rodeado de observadores. Es decir, todos nosotros. Ahora que vuelvo a aquellos días, confieso que no

pudimos medir cuán amenazante puede ser la soledad y el ruido de un organito interminable, si se nos

niega la posibilidad del acostumbramiento.

Pero eso de la soledad lo pensamos mucho después porque todos creíamos que el perro le hacía com-

pañía. Quien sabe. Así fue pasando el tiempo.

Un día, el ala del edificio donde estaba su departamento comenzó a oler mal y progresivamente la nube

fétida alcanzó todo el piso. Soportamos una semana. Quizá algunos días más. Cuando el hedor se pegó

a nuestras narices y nos acompañaba donde quiera que fuésemos, nos organizamos y barreta en mano,

irrumpimos en el departamento. Al hacerlo, de inmediato, esperamos que llegara el perro a ladrarnos,

pero nada. Sólo nos sobrevino una sensación de encierro insoportable.

Después algo asqueados, caminamos con los ojos dispuestos a captar el mínimo movimiento. Aquel

verano hizo muchísimo calor. Recuerdo que estuvimos en su departamento en un atardecer pero que

parecía noche. El interior de aquel lugar era un túnel, una boca de lobo. Caminábamos como si fuera

sobre cáscara de huevo, con el miedo de pisar lo que los ojos no alcanzaban a definir.

Yo vi el colchón del dóberman, y a su lado un muñeco de trapo con tripas de retazos desparramadas.

Más allá, hojas de libros marcadas con el filo de los dientes caninos, cerca de ropa sucia y botellas. No

pude imaginar cómo había logrado comprar bebidas sin que alguien lo viese salir. Seguimos cruzando

las habitaciones sin perdernos de vista, como visitantes de un museo macabro; el del francés y su perro.

De pronto, llegó una vecina más.

–¿No hay nadie?¿Revisaron todos los cuartos?–.

--falta uno—dijo alguien, pero nadie avanzaba.

Ella tomó la iniciativa. Era veterinaria y había ayudado nacer a caballos y a gran daneses y podía poner

el cuerpo a casi cualquier cosa. Cuando llegó al límite de la puerta tras el breve pasillo donde todos es-

tábamos paralizados, tomó el picaporte, entreabrió la puerta y asomó su cabeza. Nos pareció que vio

algo entre las sombras, porque retrocedió abruptamente. Yo quise asomarme también y vi las frases

Page 2: El perro

Celina Salvatierra

 escritas con mierda en las paredes. Maldiciones. En el resto del cuarto, los depósitos de ese material

acumulado durante días, quizá para seguir esa obra cargada de venganza. En un costado, también logré

contar ocho bolsas de basura negras, altas. Detrás de mí otros se asomaron, pero ya no buscamos al

perro que no estuvo.

Cuando al día siguiente volvió a bajar la luz, vimos cómo los hombres contratados por la administración

terminaron de limpiar. Retiraron todo, y subieron muchas más bolsas a un camión de basura. Desde mi

ventana parecía que para transportar algunos bultos se requirieron dos trabajadores. Nunca supimos

más pero no pudo haber sido peor que imaginarlo. Entre nosotros quedaron diversas conjeturas, que

volvían en días de otros veranos, como mosquitos insistentes. Ahora, que aquel episodio parece poco

relevante me acuerdo de que al leer leyendas en francés al igual que los otros bajé las escaleras rápi-

damente y al salir a la calle encendí un cigarro. Luego, me quedé contemplando el cielo en una noche

que me pareció realmente hermosa.