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El origen del mundo Hacía pocos años que había terminado la guerra de España y la cruz y la espada reinaban sobre las ruinas de la República. Uno de los vencidos, un obrero anarquista, recién salido de la cárcel, buscaba trabajo. En vano revolvía cielo y tierra. No había trabajo para un rojo. Todos le ponían mala cara, se encogían de hombros o le daban la espalda. Con nadie se entendía, nadie lo escuchaba. El vino era el único amigo que le quedaba. Por las noches, ante los platos vacíos, soportaba sin decir nada los reproches de su esposa Beata, mujer de misa diaria, mientras el hijo, un niño pequeño, le recitaba el catecismo. Mucho tiempo después, Joseph Verdura, el hijo de aquel obrero maldito, me lo contó. Me lo contó en Barcelona, cuando yo llegué al exilio. Me lo conto: él era un niño desesperado que quería salvar a su padre de la condenación eterna, y el muy ateo, muy tozudo, no entendía razones. Pero papá le dijo Joseph, llorando. Si dios no existe ¿quién hizo el mundo? Tonto dijo el obrero cabizbajo, casi en secretoTonto. Al mundo lo hicimos nosotros, los albañiles. El arte desde los niños Ella estaba sentada en una silla alta, ante un plato de sopa que le llegaba a la altura de los ojos. Tenía la nariz fruncida y los dientes apretados y los brazos cruzados. La madre pidió auxilio: Cuéntale un cuento, Onelio, pidió . Cuéntale, tú que eres escritor. Y Onelio Jorge Cardoso, esgrimiendo una cucharada de sopa, comenzó su relato: Había una vez una pajarita que no quería comer la comidita. La pajarita tenía el piquito cerradito, cerradito, y la mamita le decía: «Te vas a quedar enanita, pajarita, si no comes la comidita.» Pero la pajarita no hacía caso a la mamita y no abría su piquito… Y entonces la niña lo interrumpió: Qué pajarita de mierditaopinó”. Los nadies Sueñan las pulgas con comprarse un perro y sueñan los nadies con salir de pobres, que algún mágico día llueva de pronto la buena suerte, que llueva a cántaros la buena suerte; pero la buena suerte no llueve ayer, ni hoy, ni mañana, ni nunca, ni en lloviznita cae del cielo la buena suerte, por mucho que los nadies la llamen y aunque les pique la mano izquierda, o se levanten con el pie derecho, o empiecen el año cambiando de escoba. Los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada. Los nadies: los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos. Que no son, aunque sean. Que no hablan idiomas, sino dialectos. Que no profesan religiones, sino supersticiones. Que no hacen arte, sino artesanía. Que no practican cultura, sino folklore. Que no son seres humanos, sino recursos humanos. Que no tienen cara, sino brazos.

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Page 1: El origen del mundo - WordPress.com · – Cuéntale un cuento, Onelio, ... Julio Ramón Ribeyro Con dos meses de anticipación, don Fernando Pasamano había preparado los pormenores

El origen del mundo

Hacía pocos años que había terminado la guerra de España y la cruz y la espada reinaban sobre las

ruinas de la República. Uno de los vencidos, un obrero anarquista, recién salido de la cárcel,

buscaba trabajo. En vano revolvía cielo y tierra. No había trabajo para un rojo. Todos le ponían

mala cara, se encogían de hombros o le daban la espalda. Con nadie se entendía, nadie lo

escuchaba. El vino era el único amigo que le quedaba. Por las noches, ante los platos vacíos,

soportaba sin decir nada los reproches de su esposa Beata, mujer de misa diaria, mientras el hijo, un

niño pequeño, le recitaba el catecismo.

Mucho tiempo después, Joseph Verdura, el hijo de aquel obrero maldito, me lo contó. Me lo contó

en Barcelona, cuando yo llegué al exilio. Me lo conto: él era un niño desesperado que quería salvar

a su padre de la condenación eterna, y el muy ateo, muy tozudo, no entendía razones.

– Pero papá –le dijo Joseph, llorando–. Si dios no existe ¿quién hizo el mundo?

– Tonto –dijo el obrero cabizbajo, casi en secreto– Tonto. Al mundo lo hicimos nosotros, los

albañiles.

El arte desde los niños

“Ella estaba sentada en una silla alta, ante un plato de sopa que le llegaba a la altura de los ojos.

Tenía la nariz fruncida y los dientes apretados y los brazos cruzados. La madre pidió auxilio:

– Cuéntale un cuento, Onelio, –pidió –. Cuéntale, tú que eres escritor.

Y Onelio Jorge Cardoso, esgrimiendo una cucharada de sopa, comenzó su relato:

– Había una vez una pajarita que no quería comer la comidita. La pajarita tenía el piquito cerradito,

cerradito, y la mamita le decía: «Te vas a quedar enanita, pajarita, si no comes la comidita.» Pero la

pajarita no hacía caso a la mamita y no abría su piquito…

Y entonces la niña lo interrumpió:

–Qué pajarita de mierdita– opinó”.

Los nadies

Sueñan las pulgas con comprarse un perro y sueñan los nadies con salir de pobres, que algún

mágico día llueva de pronto la buena suerte, que llueva a cántaros la buena suerte; pero la buena

suerte no llueve ayer, ni hoy, ni mañana, ni nunca, ni en lloviznita cae del cielo la buena suerte, por

mucho que los nadies la llamen y aunque les pique la mano izquierda, o se levanten con el pie

derecho, o empiecen el año cambiando de escoba.

Los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada.

Los nadies: los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos.

Que no son, aunque sean.

Que no hablan idiomas, sino dialectos.

Que no profesan religiones, sino supersticiones.

Que no hacen arte, sino artesanía.

Que no practican cultura, sino folklore.

Que no son seres humanos, sino recursos humanos.

Que no tienen cara, sino brazos.

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Que no tienen nombre, sino número.

Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local.

Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata.

(Selección de cuentos extraídos de El libro de los abrazos de Eduardo Galeano).

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El banqueteJulio Ramón Ribeyro

Con dos meses de anticipación, don Fernando Pasamano había preparado los pormenores de este

magno suceso. En primer término, su residencia hubo de sufrir una transformación general. Como

se trataba de un caserón antiguo, fue necesario echar abajo algunos muros, agrandar las ventanas,

cambiar la madera de los pisos y pintar de nuevo todas las paredes.

Esta reforma trajo consigo otras y (como esas personas que cuando se compran un par de zapatos

juzgan que es necesario estrenarlos con calcetines nuevos y luego con una camisa nueva y luego

con un terno nuevo y así sucesivamente hasta llegar al calzoncillo nuevo) don Fernando se vio

obligado a renovar todo el mobiliario, desde las consolas del salón hasta el último banco de la

repostería. Luego vinieron las alfombras, las lámparas, las cortinas y los cuadros para cubrir esas

paredes que desde que estaban limpias parecían más grandes. Finalmente, como dentro del

programa estaba previsto un concierto en el jardín, fue necesario construir un jardín. En quince días,

una cuadrilla de jardineros japoneses edificaron, en lo que antes era una especie de huerta salvaje,

un maravilloso jardín rococó donde había cipreses tallados, caminitos sin salida, una laguna de

peces rojos, una gruta para las divinidades y un puente rústico de madera, que cruzaba sobre un

torrente imaginario.

Lo más grande, sin embargo, fue la confección del menú. Don Fernando y su mujer, como la

mayoría de la gente proveniente del interior, sólo habían asistido en su vida a comilonas

provinciales en las cuales se mezcla la chicha con el whisky y se termina devorando los cuyes con

la mano. Por esta razón sus ideas acerca de lo que debía servirse en un banquete al presidente, eran

confusas. La parentela, convocada a un consejo especial, no hizo sino aumentar el desconcierto. Al

fin, don Fernando decidió hacer una encuesta en los principales hoteles y restaurantes de la ciudad y

así pudo enterarse de que existían manjares presidenciales y vinos preciosos que fue necesario

encargar por avión a las viñas del mediodía.

Cuando todos estos detalles quedaron ultimados, don Fernando constató con cierta angustia que en

ese banquete, al cual asistirían ciento cincuenta personas, cuarenta mozos de servicio, dos

orquestas, un cuerpo de ballet y un operador de cine, había invertido toda su fortuna. Pero, al fin de

cuentas, todo dispendio le parecía pequeño para los enormes beneficios que obtendría de esta

recepción.

-Con una embajada en Europa y un ferrocarril a mis tierras de la montaña rehacemos nuestra

fortuna en menos de lo que canta un gallo (decía a su mujer). Yo no pido más. Soy un hombre

modesto.

-Falta saber si el presidente vendrá (replicaba su mujer).

En efecto, había omitido hasta el momento hacer efectiva su invitación.

Le bastaba saber que era pariente del presidente (con uno de esos parentescos serranos tan vagos

como indemostrables y que, por lo general, nunca se esclarecen por el temor de encontrar

adulterino) para estar plenamente seguro que aceptaría. Sin embargo, para mayor seguridad,

aprovechó su primera visita a palacio para conducir al presidente a un rincón y comunicarle

humildemente su proyecto.

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-Encantado (le contestó el presidente). Me parece una magnifica idea.Pero por el momento me

encuentro muy ocupado. Le confirmaré por escrito mi aceptación.

Don Fernando se puso a esperar la confirmación. Para combatir su impaciencia, ordenó algunas

reformas complementarias que le dieron a su mansión un aspecto de un palacio afectado para

alguna solemne mascarada. Su última idea fue ordenar la ejecución de un retrato del presidente (que

un pintor copió de una fotografía) y que él hizo colocar en la parte más visible de su salón.

Al cabo de cuatro semanas, la confirmación llegó. Don Fernando, quien empezaba a inquietarse por

la tardanza, tuvo la más grande alegría de su vida.

Aquel fue un día de fiesta, salió con su mujer al balcón par contemplar su jardín iluminado y cerrar

con un sueño bucólico esa memorable jornada. El paisaje, sin embargo, parecía haber perdido sus

propiedades sensibles, pues donde quiera que pusiera los ojos, don Fernando se veía a sí mismo, se

veía en chaqué, en tarro, fumando puros, con una decoración de fondo donde (como en ciertos

afiches turísticos) se confundían lo monumentos de las cuatro ciudades más importantes de Europa.

Más lejos, en un ángulo de su quimera, veía un ferrocarril regresando de la floresta con su vagones

cargados de oro. Y por todo sitio, movediza y transparente como una alegoría de la sensualidad,

veía una figura femenina que tenía las piernas de un cocote, el sombrero de una marquesa, los ojos

de un tahitiana y absolutamente nada de su mujer.

El día del banquete, los primeros en llegar fueron los soplones. Desde las cinco de la tarde estaban

apostados en la esquina, esforzándose por guardar un incógnito que traicionaban sus sombreros, sus

modales exageradamente distraídos y sobre todo ese terrible aire de delincuencia que adquieren a

menudo los investigadores, los agentes secretos y en general todos los que desempeñan oficios

clandestinos.

Luego fueron llegando los automóviles. De su interior descendían ministros, parlamentarios,

diplomáticos, hombre de negocios, hombre inteligentes. Un portero les abría la verja, un ujier los

anunciaba, un valet recibía sus prendas, y don Fernando, en medio del vestíbulo, les estrechaba la

mano, murmurando frases corteses y conmovidas.

Cuando todos los burgueses del vecindario se habían arremolinado delante de la mansión y la gente

de los conventillos se hacía una fiesta de fasto tan inesperado, llegó el presidente. Escoltado por sus

edecanes, penetró en la casa y don Fernando, olvidándose de las reglas de la etiqueta, movido por

un impulso de compadre, se le echó en los brazos con tanta simpatía que le dañó una de sus

charreteras.

Repartidos por los salones, los pasillos, la terraza y el jardín, los invitados se bebieron

discretamente, entre chistes y epigramas, los cuarenta cajones de whisky. Luego se acomodaron en

las mesas que les estaban reservadas (la más grande, decorada con orquídeas, fue ocupada por el

presidente y los hombre ejemplares) y se comenzó a comer y a charlar ruidosamente mientras la

orquesta, en un ángulo del salón, trataba de imponer inútilmente un aire vienés.

A mitad del banquete, cuando los vinos blancos del Rin habían sido honrados y los tintos del

Mediterráneo comenzaban a llenar las copas, se inició la ronda de discursos. La llegada del faisán

los interrumpió y sólo al final, servido el champán, regresó la elocuencia y los panegíricos se

prolongaron hasta el café, para ahogarse definitivamente en las copas del coñac.

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Don Fernando, mientras tanto, veía con inquietud que el banquete, pleno de salud ya, seguía sus

propias leyes, sin que él hubiera tenido ocasión de hacerle al presidente sus confidencias. A pesar de

haberse sentado, contra las reglas del protocolo, a la izquierda del agasajado, no encontraba el

instante propicio para hacer un aparte. Para colmo, terminado el servicio, los comensales se

levantaron para formar grupos amodorrados y digestónicos y él, en su papel de anfitrión, se vio

obligado a correr de grupos en grupo para reanimarlos con copas de mentas, palmaditas, puros y

paradojas.

Al fin, cerca de medianoche, cuando ya el ministro de gobierno, ebrio, se había visto forzado a una

aparatosa retirada, don Fernando logró conducir al presidente a la salida de música y allí, sentados

en uno de esos canapés, que en la corte de Versalles servían para declararse a una princesa o para

desbaratar una coalición, le deslizó al oído su modesta.

-Pero no faltaba más (replicó el presidente). Justamente queda vacante en estos días la embajada de

Roma. Mañana, en consejo de ministros, propondré su nombramiento, es decir, lo impondré. Y en lo

que se refiere al ferrocarril sé que hay en diputados una comisión que hace meses discute ese

proyecto. Pasado mañana citaré a mi despacho a todos sus miembros y a usted también, para que

resuelvan el asunto en la forma que más convenga.

Una hora después el presidente se retiraba, luego de haber reiterado sus promesas. Lo siguieron sus

ministros, el congreso, etc., en el orden preestablecido por los usos y costumbres. A las dos de la

mañana quedaban todavía merodeando por el bar algunos cortesanos que no ostentaban ningún

título y que esperaban aún el descorchamiento de alguna botella o la ocasión de llevarse a

hurtadillas un cenicero de plata. Solamente a las tres de la mañana quedaron solos don Fernando y

su mujer. Cambiando impresiones, haciendo auspiciosos proyectos, permanecieron hasta el alba

entre los despojos de su inmenso festín. Por último se fueron a dormir con el convencimiento de que

nunca caballero limeño había tirado con más gloria su casa por la ventana ni arriesgado su fortuna

con tanta sagacidad.

A las doce del día, don Fernando fue despertado por los gritos de su mujer. Al abrir los ojos le vio

penetrar en el dormitorio con un periódico abierto entre las manos. Arrebatándoselo, leyó los

titulares y, sin proferir una exclamación, se desvaneció sobre la cama. En la madrugada,

aprovechándose de la recepción, un ministro había dado un golpe de estado y el presidente había

sido obligado a dimitir.

FIN

Cuentos de circunstancias, 1958

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Funes, el memorioso�

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LA NOCHE BOCA ARRIBA

JULIO CORTÁZAR

Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos;

le llamaban la guerra florida.

A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde, y se apuró a salir a la calle y sacar la

motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla.

En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba.

El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y —porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía

nombre— montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento

fresco le chicoteaba los pantalones.

Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle

central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga,

bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras,

apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo sobre la derecha como

correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su

involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se

lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y

la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue

como dormirse de golpe.

Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la

moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla, y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar

la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo

alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su

derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la

garganta. Mientras lo llevaban boca arriba a una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no

tenía más que rasguños en las piernas. «Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de

costado.» Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo

dándole a beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.

La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse

a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al

policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda

la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte;

unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada.

«Natural —dijo él—. Como que me la ligué encima...» Los dos se rieron, y el vigilante le dio la mano al

llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una

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camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y

deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando

una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el

brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las

contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.

Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el

pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le

acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de

una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la

mano derecha. Le palmeó una mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.

Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a

pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía

nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se

movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de

hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no

apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.

Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se rebelara

contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego.

«Huele a guerra», pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana

tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño,

en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy

lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor

rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un

animal que escapaba como él del olor de la guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada,

pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al

corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más

duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a

su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada horrible del olor que más

temía, y saltó desesperado hacia adelante.

—Se va a caer de la cama —dijo el enfermo de al lado—. No brinque tanto, amigazo.

Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de

sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado,

colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero

no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando

despacio y hubiera podido dormirse otra vez pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados

los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna

pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con

alcohol la cara anterior del muslo y le clavó una gruesa aguja con un tubo que subía hasta un frasco de

líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para

verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas

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tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como

estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.

Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trocito de pan, más

precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente

en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los

ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no le iba a ser difícil dormirse. Un

poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del

caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.

Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o

confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de

copas de árboles era menos negro que el resto. «La calzada —pensó—. Me salí de la calzada.» Sus pies

se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le

azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se

agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada

podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como el

escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios

musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los

bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro,

la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había

empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la

selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizás los guerreros no le siguieran el

rastro. Pensó en los muchos prisioneros que ya habían hecho, pero la cantidad no contaba, sino el tiempo

sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y

su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.

Olió los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte,

vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca.

El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en

hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces, los gritos alegres. Alcanzó a cortar el

aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.

—Es la fiebre —dijo el de la cama de al lado—. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno.

Tome agua y va a ver que duerme bien.

Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara

violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces

un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin ese acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la

pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan

cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche.

Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con

vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se

vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto.

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¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le

dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el

momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al

mismo tiempo tenía la sensación que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera

tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas.

El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi

un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja

partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y

era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo

despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral.

Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba

apagando poco a poco.

Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el

olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil

abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió

las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el suelo, en un piso de lajas helado y húmedo.

El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su

amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del

final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían

traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.

Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que

gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a

venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían

ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las

mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo

interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por

zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el

dolor se hizo intolerable y tuvo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó

antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le

acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de

plumas. Cedieron las sogas y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como bronce; se sintió alzado,

siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de

antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los

acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del

techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez de techo

nacieran las estrellas y se alzara frente a él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El

pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire lleno de estrellas, pero todavía

no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo

impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.

Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba.

Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua

tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó, buscando el

alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que

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cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del

saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño

profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la

modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella

de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía

interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque

el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra y los acólitos se enderezaban y de la

altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se

cerraban y se abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y

cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza

colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de humo perfumado, y de golpe

vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado que arrastraban

para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo

por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque otra vez estaba inmóvil en la cama, a

salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía la muerte, y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada

del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los

párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso

había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas

de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de

metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira de ese sueño también lo habían alzado del suelo,

también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba

con los ojos cerrados entre las hogueras.

F I N

Título Original: La Noche Boca Arriba.

Digitalización, Revisión y Edición Electrónica de Arácnido.

Revisión 3.

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Míster Taylor

Augusto Monterroso

-Menos rara, aunque sin duda más ejemplar -dijo entonces el otro-, es la historia de Mr. Percy

Taylor, cazador de cabezas en la selva amazónica.

Se sabe que en 1937 salió de Boston, Massachusetts, en donde había pulido su espíritu hasta el

extremo de no tener un centavo. En 1944 aparece por primera vez en América del Sur, en la región

del Amazonas, conviviendo con los indígenas de una tribu cuyo nombre no hace falta recordar.

Por sus ojeras y su aspecto famélico pronto llegó a ser conocido allí como “el gringo pobre”, y los

niños de la escuela hasta lo señalaban con el dedo y le tiraban piedras cuando pasaba con su barba

brillante bajo el dorado sol tropical. Pero esto no afligía la humilde condición de Mr. Taylor porque

había leído en el primer tomo de las Obras Completas de William G. Knight que si no se siente

envidia de los ricos la pobreza no deshonra.

En pocas semanas los naturales se acostumbraron a él y a su ropa extravagante. Además, como tenía

los ojos azules y un vago acento extranjero, el Presidente y el Ministro de Relaciones Exteriores lo

trataban con singular respeto, temerosos de provocar incidentes internacionales.

Tan pobre y mísero estaba, que cierto día se internó en la selva en busca de hierbas para

alimentarse. Había caminado cosa de varios metros sin atreverse a volver el rostro, cuando por pura

casualidad vio a través de la maleza dos ojos indígenas que lo observaban decididamente. Un largo

estremecimiento recorrió la sensitiva espalda de Mr. Taylor. Pero Mr. Taylor, intrépido, arrostró el

peligro y siguió su camino silbando como si nada hubiera pasado.

De un salto (que no hay para qué llamar felino) el nativo se le puso enfrente y exclamó:

–Buy head? Money, money.

A pesar de que el inglés no podía ser peor, Mr. Taylor, algo indispuesto, sacó en claro que el

indígena le ofrecía en venta una cabeza de hombre, curiosamente reducida, que traía en la mano.

Es innecesario decir que Mr. Taylor no estaba en capacidad de comprarla; pero como aparentó no

comprender, el indio se sintió terriblemente disminuido por no hablar bien el inglés, y se la regaló

pidiéndole disculpas.

Grande fue el regocijo con que Mr. Taylor regresó a su choza. Esa noche, acostado boca arriba

sobre la precaria estera de palma que le servía de lecho, interrumpido tan solo por el zumbar de las

moscas acaloradas que revoloteaban en torno haciéndose obscenamente el amor, Mr. Taylor

contempló con deleite durante un buen rato su curiosa adquisición. El mayor goce estético lo extraía

de contar, uno por uno, los pelos de la barba y el bigote, y de ver de frente el par de ojillos entre

irónicos que parecían sonreírle agradecidos por aquella deferencia.

Hombre de vasta cultura, Mr. Taylor solía entregarse a la contemplación; pero esta vez en seguida

se aburrió de sus reflexiones filosóficas y dispuso obsequiar la cabeza a un tío suyo, Mr. Rolston,

residente en Nueva York, quien desde la más tierna infancia había revelado una fuerte inclinación

por las manifestaciones culturales de los pueblos hispanoamericanos.

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Pocos días después el tío de Mr. Taylor le pidió -previa indagación sobre el estado de su importante

salud- que por favor lo complaciera con cinco más. Mr. Taylor accedió gustoso al capricho de Mr.

Rolston y -no se sabe de qué modo- a vuelta de correo “tenía mucho agrado en satisfacer sus

deseos”. Muy reconocido, Mr. Rolston le solicitó otras diez. Mr. Taylor se sintió “halagadísimo de

poder servirlo”. Pero cuando pasado un mes aquél le rogó el envío de veinte, Mr. Taylor, hombre

rudo y barbado pero de refinada sensibilidad artística, tuvo el presentimiento de que el hermano de

su madre estaba haciendo negocio con ellas.

Bueno, si lo quieren saber, así era. Con toda franqueza, Mr. Rolston se lo dio a entender en una

inspirada carta cuyos términos resueltamente comerciales hicieron vibrar como nunca las cuerdas

del sensible espíritu de Mr. Taylor.

De inmediato concertaron una sociedad en la que Mr. Taylor se comprometía a obtener y remitir

cabezas humanas reducidas en escala industrial, en tanto que Mr. Rolston las vendería lo mejor que

pudiera en su país.

Los primeros días hubo algunas molestas dificultades con ciertos tipos del lugar. Pero Mr. Taylor,

que en Boston había logrado las mejores notas con un ensayo sobre Joseph Henry Silliman, se

reveló como político y obtuvo de las autoridades no sólo el permiso necesario para exportar, sino,

además, una concesión exclusiva por noventa y nueve años. Escaso trabajo le costó convencer al

guerrero Ejecutivo y a los brujos Legislativos de que aquel paso patriótico enriquecería en corto

tiempo a la comunidad, y de que luego luego estarían todos los sedientos aborígenes en posibilidad

de beber (cada vez que hicieran una pausa en la recolección de cabezas) de beber un refresco bien

frío, cuya fórmula mágica él mismo proporcionaría.

Cuando los miembros de la Cámara, después de un breve pero luminoso esfuerzo intelectual, se

dieron cuenta de tales ventajas, sintieron hervir su amor a la patria y en tres días promulgaron un

decreto exigiendo al pueblo que acelerara la producción de cabezas reducidas.

Contados meses más tarde, en el país de Mr. Taylor las cabezas alcanzaron aquella popularidad que

todos recordamos. Al principio eran privilegio de las familias más pudientes; pero la democracia es

la democracia y, nadie lo va a negar, en cuestión de semanas pudieron adquirirlas hasta los mismos

maestros de escuela.

Un hogar sin su correspondiente cabeza teníase por un hogar fracasado. Pronto vinieron los

coleccionistas y, con ellos, las contradicciones: poseer diecisiete cabezas llegó a ser considerado de

mal gusto; pero era distinguido tener once. Se vulgarizaron tanto que los verdaderos elegantes

fueron perdiendo interés y ya sólo por excepción adquirían alguna, si presentaba cualquier

particularidad que la salvara de lo vulgar. Una, muy rara, con bigotes prusianos, que perteneciera en

vida a un general bastante condecorado, fue obsequiada al Instituto Danfeller, el que a su vez donó,

como de rayo, tres y medio millones de dólares para impulsar el desenvolvimiento de aquella

manifestación cultural, tan excitante, de los pueblos hispanoamericanos.

Mientras tanto, la tribu había progresado en tal forma que ya contaba con una veredita alrededor del

Palacio Legislativo. Por esa alegre veredita paseaban los domingos y el Día de la Independencia los

miembros del Congreso, carraspeando, luciendo sus plumas, muy serios, riéndose, en las bicicletas

que les había obsequiado la Compañía.

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Pero, ¿que quieren? No todos los tiempos son buenos. Cuando menos lo esperaban se presentó la

primera escasez de cabezas.

Entonces comenzó lo más alegre de la fiesta.

Las meras defunciones resultaron ya insuficientes. El Ministro de Salud Pública se sintió sincero, y

una noche caliginosa, con la luz apagada, después de acariciarle un ratito el pecho como por no

dejar, le confesó a su mujer que se consideraba incapaz de elevar la mortalidad a un nivel grato a los

intereses de la Compañía, a lo que ella le contestó que no se preocupara, que ya vería cómo todo iba

a salir bien, y que mejor se durmieran.

Para compensar esa deficiencia administrativa fue indispensable tomar medidas heroicas y se

estableció la pena de muerte en forma rigurosa.

Los juristas se consultaron unos a otros y elevaron a la categoría de delito, penado con la horca o el

fusilamiento, según su gravedad, hasta la falta más nimia.

Incluso las simples equivocaciones pasaron a ser hechos delictuosos. Ejemplo: si en una

conversación banal, alguien, por puro descuido, decía “Hace mucho calor”, y posteriormente podía

comprobársele, termómetro en mano, que en realidad el calor no era para tanto, se le cobraba un

pequeño impuesto y era pasado ahí mismo por las armas, correspondiendo la cabeza a la Compañía

y, justo es decirlo, el tronco y las extremidades a los dolientes.

La legislación sobre las enfermedades ganó inmediata resonancia y fue muy comentada por el

Cuerpo Diplomático y por las Cancillerías de potencias amigas.

De acuerdo con esa memorable legislación, a los enfermos graves se les concedían veinticuatro

horas para poner en orden sus papeles y morirse; pero si en este tiempo tenían suerte y lograban

contagiar a la familia, obtenían tantos plazos de un mes como parientes fueran contaminados. Las

víctimas de enfermedades leves y los simplemente indispuestos merecían el desprecio de la patria y,

en la calle, cualquiera podía escupirle el rostro. Por primera vez en la historia fue reconocida la

importancia de los médicos (hubo varios candidatos al premio Nóbel) que no curaban a nadie.

Fallecer se convirtió en ejemplo del más exaltado patriotismo, no sólo en el orden nacional, sino en

el más glorioso, en el continental.

Con el empuje que alcanzaron otras industrias subsidiarias (la de ataúdes, en primer término, que

floreció con la asistencia técnica de la Compañía) el país entró, como se dice, en un periodo de gran

auge económico. Este impulso fue particularmente comprobable en una nueva veredita florida, por

la que paseaban, envueltas en la melancolía de las doradas tardes de otoño, las señoras de los

diputados, cuyas lindas cabecitas decían que sí, que sí, que todo estaba bien, cuando algún

periodista solícito, desde el otro lado, las saludaba sonriente sacándose el sombrero.

Al margen recordaré que uno de estos periodistas, quien en cierta ocasión emitió un lluvioso

estornudo que no pudo justificar, fue acusado de extremista y llevado al paredón de fusilamiento.

Sólo después de su abnegado fin los académicos de la lengua reconocieron que ese periodista era

una de las más grandes cabezas del país; pero una vez reducida quedó tan bien que ni siquiera se

notaba la diferencia.

¿Y Mr. Taylor? Para ese tiempo ya había sido designado consejero particular del Presidente

Constitucional. Ahora, y como ejemplo de lo que puede el esfuerzo individual, contaba los miles

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por miles; mas esto no le quitaba el sueño porque había leído en el último tomo de las Obras

completas de William G. Knight que ser millonario no deshonra si no se desprecia a los pobres.

Creo que con ésta será la segunda vez que diga que no todos los tiempos son buenos. Dada la

prosperidad del negocio llegó un momento en que del vecindario sólo iban quedando ya las

autoridades y sus señoras y los periodistas y sus señoras. Sin mucho esfuerzo, el cerebro de Mr.

Taylor discurrió que el único remedio posible era fomentar la guerra con las tribus vecinas. ¿Por

qué no? El progreso.

Con la ayuda de unos cañoncitos, la primera tribu fue limpiamente descabezada en escasos tres

meses. Mr. Taylor saboreó la gloria de extender sus dominios. Luego vino la segunda; después la

tercera y la cuarta y la quinta. El progreso se extendió con tanta rapidez que llegó la hora en que,

por más esfuerzos que realizaron los técnicos, no fue posible encontrar tribus vecinas a quienes

hacer la guerra.

Fue el principio del fin.

Las vereditas empezaron a languidecer. Sólo de vez en cuando se veía transitar por ellas a alguna

señora, a algún poeta laureado con su libro bajo el brazo. La maleza, de nuevo, se apoderó de las

dos, haciendo difícil y espinoso el delicado paso de las damas. Con las cabezas, escasearon las

bicicletas y casi desaparecieron del todo los alegres saludos optimistas.

El fabricante de ataúdes estaba más triste y fúnebre que nunca. Y todos sentían como si acabaran de

recordar de un grato sueño, de ese sueño formidable en que tú te encuentras una bolsa repleta de

monedas de oro y la pones debajo de la almohada y sigues durmiendo y al día siguiente muy

temprano, al despertar, la buscas y te hallas con el vacío.

Sin embargo, penosamente, el negocio seguía sosteniéndose. Pero ya se dormía con dificultad, por

el temor a amanecer exportado.

En la patria de Mr. Taylor, por supuesto, la demanda era cada vez mayor. Diariamente aparecían

nuevos inventos, pero en el fondo nadie creía en ellos y todos exigían las cabecitas

hispanoamericanas.

Fue para la última crisis. Mr. Rolston, desesperado, pedía y pedía más cabezas. A pesar de que las

acciones de la Compañía sufrieron un brusco descenso, Mr. Rolston estaba convencido de que su

sobrino haría algo que lo sacara de aquella situación.

Los embarques, antes diarios, disminuyeron a uno por mes, ya con cualquier cosa, con cabezas de

niño, de señoras, de diputados.

De repente cesaron del todo.

Un viernes áspero y gris, de vuelta de la Bolsa, aturdido aún por la gritería y por el lamentable

espectáculo de pánico que daban sus amigos, Mr. Rolston se decidió a saltar por la ventana (en vez

de usar el revólver, cuyo ruido lo hubiera llenado de terror) cuando al abrir un paquete del correo se

encontró con la cabecita de Mr. Taylor, que le sonreía desde lejos, desde el fiero Amazonas, con una

sonrisa falsa de niño que parecía decir: “Perdón, perdón, no lo vuelvo a hacer.”

FIN

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-2-

En Londres, a principios del mes de junio de 1929, el anticuario Joseph Cartaphilus,

de Esmirna, ofreció a la princesa de Lucinge los seis volúmenes en cuarto menor (1715-1720)

de la Ilíada de Pope. La princesa los adquirió; al recibirlos, cambió unas palabras con él. Era,

nos dice, un hombre consumido y terroso, de ojos grises y barba gris, de rasgos singularmente

vagos. Se manejaba con fluidez e ignorancia en diversas lenguas; en muy pocos minutos pasó

del francés al inglés y del inglés a una conjunción enigmática de español de Salónica y de

portugués de Macao. En octubre, la princesa oyó por un pasajero del Zeus que Cartaphilus

había muerto en el mar, al regresar a Esmirna, y que lo habían enterrado en la isla de Ios. En

el Último tomo de la Ilíada halló este manuscrito.

El original está redactado en inglés y abunda en latinismos. La versión que ofrecemos

es literal.

I

Que yo recuerde, mis trabajos empezaron en un jardin de Tebas Hekatómpylos,

cuando Diocleciano era emperador. Yo había militado (sin gloria) en las recientes guerras

egipcias, yo era tribuno de una legión que estuvo acuartelada en Berenice, frente al Mar Rojo:

la fiebre y la magia consumieron a muchos hombres que codiciaban magnánimos el acero. Los

mauritanos fueron vencidos; la tierra que antes ocuparon las ciudades rebeldes fue dedicada

El inmortal

Solomon saith: There is no new thing upon the earth.So that as Plato had an imagination, that all knowledgewas but remembrance; so Solomon giveth his sentence,that all novelty is but obtivion.

FRANCIS BACON, Essays, LVIII

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eternamente a los dioses plutónicos; Alejandría, debelada, imploró en vano la misericordia del

César; antes de un año las legiones reportaron el triunfo, pero yo logré apenas divisar el rostro

de Marte. Esa privación me dolió y fue tal vez la causa de que yo me arrojara a descubrir,

por temerosos y difusos desiertos, la secreta Ciudad de los Inmortales.

Mis trabajos empezaron, he referido, en un jardin de Tebas. Toda esa noche no dormí,

pues algo estaba combatiendo en mi corazón. Me levanté poco antes del alba; mis esclavos

dormían, la luna tenía el mismo color de la infinita arena. Un jinete rendido y ensangrentado

venía del oriente. A unos pasos de mí, rodó del caballo. Con una tenue voz insaciable me

preguntó en latín el nombre del río que bañaba los muros de la ciudad. Le respondí que era

el Egipto, que alimentan las lluvias. «Otro es el río que persigo -replicó tristemente-, el río

secreto que purifica de la muerte a los hombres.» Oscura sangre le manaba del pecho. Me

dijo que su patria era una montaña que está del otro lado del Ganges y que en esa montaña

era fama que si alguien caminara hasta el occidente, donde se acaba el mundo, llegaría al río

cuyas aguas dan la inmortalidad. Agregó que en la margen ulterior se eleva la Ciudad de los

Inmortales, rica en baluartes y anfiteatros y templos. Antes de la aurora murió, pero yo

determiné descubrir la ciudad y su río. Interrogados por el verdugo, algunos prisioneros

mauritanos confirmaron la relación del viajero; alguien recordó la llanura elísea, en el término

de la tierra, donde la vida de los hombres es perdurable; alguien, las cumbres donde nace el

Pactolo, cuyos moradores viven un siglo. En Roma, conversé con filósofos que sintieron que

dilatar la vida de los hombres era dilatar su agonía y multiplicar el número de sus muertes.

Ignoro si creí alguna vez en la Ciudad de los Inmortales: pienso que entonces me bastó la

tarea de buscarla. Flavio, procónsul de Getulia, me entregó doscientos soldados para la em-

presa. También recluté mercenarios, que se dijeron conocedores de los caminos y que fueron

los primeros en desertar.

Los hechos ulteriores han deformado hasta lo inextricable el recuerdo de nuestras

primeras jornadas. Partimos de Arsinoe y entramos en el abrasado desierto. Atravesamos el

país de los trogloditas, que devoran serpientes y carecen del comercio de la palabra; el de los

garamantas, que tienen las mujeres en común y se nutren de leones; el de los augilas, que sólo

veneran el Tártaro. Fatigamos otros desiertos, donde es negra la arena, donde el viajero debe

usurpar las horas de la noche, pues el fervor del día es intolerable. De lejos divisé la montaña

que dio nombre al Océano: en sus laderas crece el euforbio, que anula los venenos; en la

cumbre habitan los sátiros, nación de hombres ferales y rústicos, inclinados a la lujuria. Que

esas regiones bárbaras, donde la tierra es madre de monstruos, pudieran albergar en su seno

una ciudad famosa, a todos nos pareció inconcebible. Proseguimos la marcha, pues hubiera

sido una afrenta retroceder. Algunos temerarios durmieron con la cara expuesta a la luna; la

fiebre los ardió; en el agua depravada de las cisternas otros bebieron la locura y la muerte.

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Entonces comenzaron las deserciones; muy poco después, los motines. Para reprimirlos, no

vacilé ante el ejercicio de la severidad. Procedí rectamente, pero un centurión me advirtió que

los sediciosos (ávidos de vengar la crucifixión de uno de ellos) maquinaban mi muerte. Huí del

campamento con los pocos soldados que me eran fieles. En el desierto los perdí, entre los

remolinos de arena y la vasta noche. Una flecha cretense me laceró. Varios días erré sin

encontrar agua, o un solo enorme día multiplicado por el sol, por la sed y por el temor de la

sed. Dejé el camino al arbitrio de mi caballo. En el alba, la lejanía se erizó de pirámides y de

torres. Insoportablemente soñé con un exiguo y nítido laberinto: en el centro había un cántaro;

mis manos casi lo tocaban, mis ojos lo veían, pero tan intrincadas y perplejas eran las curvas

que yo sabia que iba a morir antes de alcanzarlo.

II

Al desenredarme por fin de esa pesadilla, me vi tirado y maniatado en un oblongo nicho

de piedra, no mayor que una sepultura común, superficialmente excavado en el agrio declive

de una montaña. Los lados eran húmedos, antes pulidos por el tiempo que por la industria.

Sentí en el pecho un doloroso latido, sentí que me abrasaba la sed. Me asomé y grité

débilmente. Al pie de la montaña se dilataba sin rumor un arroyo impuro, entorpecido por

escombros y arena; en la opuesta margen resplandecía (bajo el último sol o bajo el primero)

la evidente Ciudad de los Inmortales. Vi muros, arcos, frontispicios y foros: el fundamento era

una meseta de piedra. Un centenar de nichos irregulares, análogos al mío, surcaban la monta-

ña y el valle. En la arena había pozos de poca hondura; de esos mezquinos agujeros (y de los

nichos) emergían hombres de piel gris, de barba negligente, desnudos. Creí reconocerlos:

pertenecían a la estirpe bestial de los trogloditas, que infestan las riberas del Golfo Arábigo

y las grutas etiópicas; no me maravillé de que no hablaran y de que devoraran serpientes.

La urgencia de la sed me hizo temerario. Consideré que estaba a unos treinta pies de

la arena; me tiré, cerrados los ojos, atadas a la espalda las manos, montaña abajo. Hundí la

cara ensangrentada en el agua oscura. Bebí como se abrevan los animales. Antes de perderme

otra vez en el sueño y en los delirios, inexplicablemente repetí unas palabras griegas: «Los

ricos teucros de Zelea que beben el agua negra del Esepo...».

No se cuantos días y noches rodaron sobre mí. Doloroso, incapaz de recuperar el

abrigo de las cavernas, desnudo en la ignorada arena, dejé que la luna y el sol jugaran con mi

aciago destino. Los trogloditas, infantiles en la barbarie, no me ayudaron a sobrevivir o a

morir. En vano les rogué que me dieran muerte. Un día, con el filo de un pedernal rompí mis

ligaduras. Otro, me levanté y pude mendigar o robar -yo, Marco Flaminio Rufo, tribuno militar

de una de las legiones de Roma- mi primera detestada ración de carne de serpiente.

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La codicia de ver a los Inmortales, de tocar la sobrehumana Ciudad, casi me vedaba

dormir. Como si penetraran mi propósito, no dormían tampoco los trogloditas: al principio

inferí que me vigilaban; luego, que se habían contagiado de mi inquietud, como podrían

contagiarse los perros. Para alejarme de la bárbara aldea elegí la más pública de las horas,

la declinación de la tarde, cuando casi todos los hombres emergen de las grietas y de los

pozos y miran el poniente, sin verlo. Oré en voz alta, menos para suplicar el favor divino que

para intimidar a la tribu con palabras articuladas. Atravesé el arroyo que los médanos

entorpecen y me dirigí a la Ciudad. Confusamente me siguieron dos o tres hombres. Eran

(como los otros de ese linaje) de menguada estatura; no inspiraban temor, sino repulsión. Debí

rodear algunas hondonadas irregulares que me parecieron canteras; ofuscado por la grandeza

de la Ciudad, yo la había creído cercana. Hacia la medianoche, pisé, erizada de formas

idolátricas en la arena amarilla, la negra sombra de sus muros. Me detuvo una especie de

horror sagrado. Tan abominadas del hombre son la novedad y el desierto que me alegré de

que uno de los trogloditas me hubiera acompañado hasta el fin. Cerré los ojos y aguardé (sin

dormir) que relumbrara el día.

He dicho que la Ciudad estaba fundada sobre una meseta de piedra. Esta meseta

comparable a un acantilado no era menos ardua que los muros. En vano fatigué mis pasos: el

negro basamento no descubría la menor irregularidad, los muros invariables no parecían

consentir una sola puerta. La fuerza del día hizo que yo me refugiara en una caverna; en el

fondo habla un pozo, en el pozo una escalera que se abismaba hacia la tiniebla inferior. Bajé;

por un caos de sórdidas galerías llegué a una vasta cámara circular, apenas visible. Habla

nueve puertas en aquel sótano; ocho daban a un laberinto que falazmente desembocaba en

la misma cámara; la novena (a través de otro laberinto) daba a una segunda cámara circular,

igual a la primera. Ignoro el número total, de las cámaras; mi desventura y mi ansiedad las

multiplicaron. El silencio era hostil y casi perfecto; otro rumor no había en esas profundas

redes de piedra que un viento subterráneo, cuya causa no descubrí; sin ruido se perdían entre

las grietas hilos de agua herrumbrada. Horriblemente me habitué a ese dudoso mundo;

consideré increíble que pudiera existir otra cosa que sótanos provistos de nueve puertas y que

sótanos largos que se bifurcan. Ignoro el tiempo que debí caminar bajo tierra; sé que alguna

vez confunda en la misma nostalgia, la atroz aldea de los bárbaros y mi ciudad natal, entre los

racimos.

En el fondo de un corredor, un no previsto muro me cerró el paso, una remota luz cayó

sobre mi. Alcé los ofuscados ojos: en lo vertiginoso, en lo altísimo, vi un circulo de cielo tan

azul que pudo parecerme de púrpura. Unos peldaños de metal escalaban el muro. La fatiga

me relajaba, pero subí, sólo deteniéndome a veces para torpemente sollozar de felicidad. Fui

divisando capiteles y astrágalos, frontones triangulares y bóvedas, confusas pompas del

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granito y del mármol. Así me fue deparado ascender de la ciega región de negros laberintos

entretejidos a la resplandeciente Ciudad.

Emergí a una suerte de plazoleta; mejor dicho, de patio. Lo rodeaba un solo edificio de

forma irregular y altura variable; a ese edificio heterogéneo pertenecían las diversas cúpulas

y columnas. Antes que ningún otro rasgo de ese monumento increíble, me suspendió lo

antiquísimo de su fábrica. Sentí que era anterior a los hombres, anterior a la tierra. Esa notoria

antigüedad (aunque terrible de algún modo para los ojos) me pareció adecuada al trabajo de

obreros inmortales. Cautelosamente al principio, con indiferencia después, con desesperación

al fin, erré por escaleras y pavimentos del inextricable palacio. (Después averigüé que eran

inconstantes la extensión y la altura de los peldaños, hecho que me hizo comprender la singular

fatiga que me infundieron.) «Este palacio es fábrica de los dioses», pensé primeramente.

Exploré los inhabitados recintos y corregí: «Los dioses que lo edificaron han muerto». Noté

sus peculiaridades y dije: «Los dioses que lo edificaron estaban locos». Lo dije, bien lo sé,

con una incomprensible reprobación que era casi un remordimiento, con más horror intelectual

que miedo sensible. A la impresión de enorme antigüedad se agregaron otras: la de lo

interminable, la de lo atroz, la de lo complejamente insensato. Yo había cruzado un laberinto,

pero la nítida Ciudad de los Inmortales me atemorizó y repugnó. Un laberinto es una casa

labrada para confundir a los hombres; su arquitectura, pródiga en simetrías, está subordinada

a ese fin. En el palacio que imperfectamente exploré, la arquitectura carecía de fin. Abundaban

el corredor sin salida, la alta ventana inalcanzable, la aparatosa puerta que daba a una celda

o a un pozo, las increíbles escaleras inversas, con los peldaños y la balaustrada hacia abajo.

Otras, adheridas aéreamente al costado de un muro monumental, morían sin llegar a ninguna

parte, al cabo de dos o tres giros, en la tiniebla superior de las cúpulas. Ignoro si todos los

ejemplos que he enumerado son literales; sé que durante muchos años infestaron mis

pesadillas; no puedo ya saber si tal o cual rasgo es una transcripción de la realidad o de las

formas que desatinaron mis noches. «Esta Ciudad -pensé- es tan horrible que su mera

existencia y perduración, aunque en el centro de un desierto secreto, contamina el pasado y

el porvenir y de algún modo compromete a los astros. Mientras perdure, nadie en el mundo

podrá ser valeroso o feliz.» No quiero describirla: un caos de palabras heterogéneas, un

cuerpo de tigre o de toro, en el que pulularan monstruosamente, conjugados y odiándose,

dientes, órganos y, cabezas, pueden (tal vez) ser imágenes aproximativas.

No recuerdo las etapas de mi regreso, entre los polvorientos y húmedos hipogeos.

únicamente sé que no me abandonaba el temor de que, al salir del último laberinto, me

rodeara otra vez la nefanda Ciudad de los Inmortales. Nada más puedo recordar. Ese olvido,

ahora insuperable, fue quizá voluntario; quizá las circunstancias de mi evasión fueron tan

ingratas que, en algún día no menos olvidado también, he jurado olvidarlas.

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III

Quienes hayan leido con atención el relato de mis trabajos recordarán que un hombre

de la tribu me siguió como un perro podría seguirme, hasta la sombra irregular de los muros.

Cuando salí del último sótano, lo encontré en la boca de la cavena. Estaba tirado en la arena,

donde trazaba torpemente y borraba una hilera de signos, que eran como las letras de los

sueños, que uno está a punto de entender y luego se juntan. Al principio, creí que se trataba

de una escritura bárbara; después vi que es absurdo imaginar que hombres que no llegaron

a la palabra lleguen a la escritura. Además, ninguna de las formas era igual a otra, lo cual

excluía o alejaba la posibilidad de que fueran simbólicas. El hombre las trazaba, las miraba y

las corregía. De golpe, como si le fastidiara ese juego, las borró con la palma y el antebrazo.

Me miró, no pareció reconocerme. Sin embargo, tan grande era el alivio que me inundaba (o

tan grande y medrosa mi soledad) que di en pensar que ese rudimental troglodita, que me

miraba desde el suelo de la caverna, había estado esperándome. El sol caldeaba la llanura;

cuando emprendimos el regreso a la aldea, bajo las primeras estrellas, la arena era ardorosa

bajo los pies. El troglodita me precedió; esa noche concebí el propósito de enseñarle a

reconocer, y acaso a repetir, algunas palabras. El perro y el caballo (reflexioné) son capaces

de lo primero; muchas aves, como el ruiseñor de los Césares, de lo último. Por muy basto que

fuera el entendimiento de un hombre, siempre sería superior al de los irracionales.

La humildad y miseria del troglodita me trajeron a la memoria la imagen de Argos, el

viejo perro moribundo de la Odísea, y así le puse el nombre de Argos y traté de enseñárselo.

Fracasé y volví a fracasar. Los arbitrios, el rigor y la obstinación fueron del todo vanos.

Inmóvil, con los ojos inertes, no parecía percibir los sonidos que yo procuraba inculcarle. A

unos pasos de mí, era como si estuviera muy lejos. Echado en la arena, como una pequeña

y ruinosa esfinge de lava, dejaba que sobre él giraran los cielos, desde el crepúsculo del día

hasta el de la noche. Juzgué imposible que no se percatara de mi propósito. Recordé que es

fama entre los etíopes que los monos deliberadamente no hablan para que no los obliguen a

trabajar y atribuí a suspicacia o a temor el silencio de Argos. De esa imaginación pasé a otras,

aun más extravagantes. Pensé que Argos y yo participábamos de universos distintos; pensé

que nuestras percepciones eran iguales, pero que Argos las combinaba de otra manera y

construía con ellas otros objetos; pensé que acaso no había objetos para él, sino un

vertiginoso y continuo juego de impresiones brevísimas. Pensé en un mundo sin memoria, sin

tiempo; consideré la posibilidad de un lenguaje que ignoraba los sustantivos, un lenguaje de

verbos impersonales o de indeclinables epítetos. Así fueron muriendo los días y con los días

los años, pero algo parecido a la felicidad ocurrió una mañana. Llovió, con lentitud poderosa.

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Las noches del desierto pueden ser frías, pero aquélla había sido un fuego. Soñé que

un río de Tesalia (a cuyas aguas yo había restituido un pez de oro) venía a rescatarme; sobre

la roja arena y la negra piedra yo lo oía acercarse; la frescura del aire y el rumor atareado de

la lluvia me despertaron. Corrí desnudo a recibirla. Declinaba la noche; bajo las nubes

amarillas la tribu, no menos dichosa que yo, se ofrecía a los vívidos aguaceros en una especie

de éxtasis. Parecían coribantes a quienes posee la divinidad. Argos, puestos los ojos en la

esfera, gemía; raudales le rodaban por la cara; no sólo de agua, sino (después lo supe) de

lágrimas. «Argos -le grité-, Argos.»

Entonces, con mansa admiración, como si descubriera una cosa perdida y olvidada

hace mucho tiempo, Argos balbuceó estas palabras: «Argos, perro de Ulises». Y después,

también sin mirarme: «Este perro tirado en el estiércol».

Fácilmente aceptamos la realidad, acaso porque intuimos que nada es real. Le pregunté

qué sabia de la Odisea. La práctica del griego le era penosa; tuve que repetir la pregunta.

«Muy poco -dijo-. Menos que el rapsoda más pobre. Ya habrán pasado mil cien años

desde que la inventé.»

IV

Todo me fue dilucidado, aquel día. Los trogloditas eran los Inmortales; el riacho de

aguas arenosas, el Río que buscaba el jinete. En cuanto a la ciudad cuyo renombre se había

dilatado hasta el Ganges, nueve siglos haría que los Inmortales la habían asolado. Con las

reliquias de su ruina erigieron, en el mismo lugar, la desatinada ciudad que yo recorrí: suerte

de parodia o reverso y también templo de los dioses irracionales que manejan el mundo y de

los que nada sabemos, salvo que no se parecen al hombre. Aquella fundación fue el último

símbolo a que condescendieron los Inmortales; marca una etapa en que, juzgando que toda

empresa es vana, determinaron vivir en el pensamiento, en la pura especulación. Erigieron la

fábrica, la olvidaron y fueron a morar en las cuevas. Absortos, casi no percibían el mundo

físico.

Esas cosas Homero las refirió, como quien habla con un niño. También me refirió su

vejez y el postrer viaje que emprendió, movido, como Ulises, por el propósito de llegar a los

hombres que no saben lo que es el mar ni comen carne sazonada con sal ni sospechan lo que

es un remo. Habitó un siglo en la Ciudad de los Inmortales. Cuando la derribaron, aconsejó

la fundación de la otra. Ello no debe sorprendemos; es fama que después de cantar la guerra

de Ilión, cantó la guerra de las ranas y los ratones. Fue como un dios que creara el cosmos

y luego el caos.

Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la

muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal. He notado que, pese a

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las religiones, esa convicción es rarísima. Israelitas, cristianos y musulmanes profesan la

inmortalidad, pero la veneración que tributan al primer siglo prueba que sólo creen en él, ya

que destinan todos los demás, en número infinito, a premiarlo o a castigarlo. Más razonable

me parece la rueda de ciertas religiones del Indostán; en esa rueda, que no tiene principio ni

fin, cada vida es efecto de la anterior y engendra la siguiente, pero ninguna determina el

conjunto... Adoctrinada por un ejercicio de siglos, la república de hombres inmortales había

logrado la perfección de la tolerancia y casi del desdén. Sabía que en un plazo infinito le

ocurren a todo hombre todas las cosas. Por sus pasadas o futuras virtudes, todo hombre es

acreedor a toda bondad, pero también a toda traición, por sus infamias del pasado o del por-

venir. Así como en los juegos de azar las cifras pares y las cifras impares tienden al equilibrio,

así también se anulan y se corrigen el ingenio y la estolidez, y acaso el rústico Poema del Cid

es el contrapeso exigido por un solo epíteto de las Églogas o por una sentencia de Heráclito.

El pensamiento más fugaz obedece a un dibujo invisible y puede coronar, o inaugurar, una

forma secreta. Sé de quienes obraban el mal para que en los siglos futuros resultara el bien,

o hubiera resultado en los ya pretéritos... Encarados así, todos nuestros actos son justos, pero

también son indiferentes. No hay méritos morales o intelectuales. Homero compuso la

Odisea; postulado un plazo infinito, con infinitas circunstancias y cambios, lo imposible es no

componer, siquiera una vez, la Odisea. Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos

los hombres. Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy

mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy.

El concepto del mundo como sistema de precisas compensaciones influyó vastamente

en los Inmortales. En primer término, los hizo invulnerables a la piedad. He mencionado las

antiguas canteras que rompían los campos de la otra margen; un hombre se despeñó en la más

honda; no podía lastimarse ni morir, pero lo abrasaba la sed; antes que le arrojaran una

cuerda pasaron setenta años. Tampoco interesaba el propio destino. El cuerpo es un sumiso

animal doméstico y le bastaba, cada mes, la limosna de unas horas de sueño, de un poco de

agua y de una piltrafa de carne. Que nadie quiera rebajamos a ascetas. No hay placer más

complejo que el pensamiento y a él nos entregábamos. A veces, un estímulo extraordinario

nos restituía al mundo físico. Por ejemplo, aquella mañana, el viejo goce elemental de la lluvia.

Esos lapsos eran rarísimos; todos los Inmortales eran capaces de perfecta quietud; recuerdo

alguno a quien jamás he visto de pie: un pájaro anidaba en su pecho.

Entre los corolarios de la doctrina de que no hay cosa que no esté compensada por

otra, hay uno de muy poca importancia teórica, pero que nos indujo, a fines o a principios del

siglo x, a dispersamos por la faz de la tierra. Cabe en estas palabras: Existe un río cuyas

aguas dan la inmortalidad; en alguna región habrá otro río cuyas aguas la borren. El

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1 Hay una tachadura en el manuscrito; tal vez el nombre del puerto ha sido borrado.

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número de ríos no es infinito; un viajero inmortal que recorra el mundo acabará, algún día, por

haber bebido de todos. Nos propusimos descubrir ese río.

La muerte (o su alusión) hace precisos y patéticos a los hombres. Éstos conmueven por

su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser último; no hay rostro que no

esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de

lo irrecuperable y de lo azaroso. Entre los Inmortales, en cambio, cada acto (y cada

pensamiento) es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron, sin principio visible, o el

fiel presagio de otros que en el futuro lo repetirán hasta el vértigo. No hay cosa que no esté

como perdida entre infatigables espejos. Nada puede ocurrir una sola vez, nada es

precisamente precario. Lo elegíaco, lo grave, lo ceremonial, no rigen para los Inmortales.

Homero y yo nos separamos en las puertas de Tánger; creo que no nos dijimos adiós.

V

Recorrí nuevos reinos, nuevos imperios. En el otoño de 1066 milité en el puente de

Stamford, ya no recuerdo si en las filas de Harold, que no tardó en hallar su destino, o en las

de aquel infausto Harald Hardrada que conquistó seis pies de tierra inglesa, o un poco más.

En el séptimo siglo de la Hégira, en el arrabal de Bulaq, transcribí con pausada caligrafía, en

un idioma que he olvidado, en un alfabeto que ignoro, los siete viajes de Simbad y la historia

de la Ciudad de Bronce. En un patio de la cárcel de Samarcanda he jugado muchísimo al

ajedrez. En Bikanir he profesado la astrología y también en Bohemia. En 1638 estuve en

Kolozsvár y después en Leipzig. En Aberdeen, en 1714, me suscribí a los seis volúmenes de

la Ilíada de Pope; sé que los frecuenté con deleite. Hacia 1729 discutí el origen de ese poema

con un profesor de retórica, llamado, creo, Giambattista; sus razones me parecieron

irrefutables. El 4 de octubre de 1921, el Patna, que me conducía a Bombay, tuvo que

fondear en un puerto de la costa eritrea1. Bajé; recordé otras mañanas muy antiguas, también

frente al Mar Rojo; cuando yo era tribuno de Roma y la fiebre y la magia y la inacción

consumían a los soldados. En las afueras vi un caudal de, agua clara; la probé, movido por

la costumbre. Al repechar la margen, un árbol espinoso me laceró el dorso de la mano. El

inusitado dolor me pareció muy vivo. Incrédulo, silencioso y feliz, contemplé la preciosa

formación de una lenta gota de sangre. De nuevo soy mortal, me repetí, de nuevo me parezco

a todos los hombres. Esa noche, dormi hasta el amanecer.

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2 Ernesto Sábato sugiere que el «Giambattista» que discutió la formación de la Ilíada con elanticuario Cartaphilus es Giambattista Vico, ese italiano defendía que Homero es un personaje simbólico, a lamanera de Plutón o de Aquiles

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... He revisado, al cabo de un año, estas páginas. Me consta que se ajustan a la verdad,

pero en los primeros capítulos, y aun en ciertos párrafos de los otros, creo percibir algo falso.

Ello es obra, tal vez, del abuso de rasgos circunstanciales, procedimiento que aprendi en los

poetas y que todo lo contamina de falsedad, ya que esos rasgos pueden abundar en los

hechos, pero no en su memoria... Creo, sin embargo, haber descubierto una razón más intima.

La escribiré; no importa que me juzguen fantástico.

La historia que he narrado parece irreal porque en ella se mezclan los sucesos de

dos hombres distintos. En el primer capítulo, el jinete quiere saber el nombre del río que

baña las murallas de Tebas; Flaminio Rufo, que antes ha dado a la ciudad el epíteto de

Hekatómpylos, dice que el no es el Egipto; ninguna de esas locuciones es adecuada a él, sino

a Homero, que hace mención expresa, en la Ilíada, de Tebas Hekatómpylos, y en la Odisea,

por boca de Proteo y de Ulises, dice invariablemente Egipto por Nilo. En el capítulo segundo,

el romano, al beber el agua inmortal, pronuncia unas palabras en griego; esas palabras son

homéricas y pueden buscarse en el fin del famoso catálogo de las naves. Después, en el

vertiginoso palacio, habla de «una reprobación que era casi un remordimiento»; esas palabras

corresponden a Homero, que había proyectado ese horror. Tales anomalías me inquietaron;

otras, de orden estético, me permitieron descubrir la verdad. El último capítulo las incluye; ahí

está escrito que milité en el puente de Stamford, que transcribi, en Bulaq, los viajes de Simbad

el Marino y que me suscribí, en Aberdeen, a la Ilíada inglesa de Pope. Se lee, inter alía: «En

Bikanir he profesado la astrología y también en Bohemia». Ninguno de esos testimonios es

falso; lo significativo es el hecho de haberlos destacado. El primero de todos parece convenir

a un hombre de guerra, pero luego se advierte que el narrador no repara en lo bélico y si en

la suerte de los hombres. Los que siguen son más curiosos. Una oscura razón elemental me

obligó a registrarlos; lo hice porque sabía que eran patéticos. No lo son, dichos por el romano

Flaminio Rufo. Lo son, dichos por Homero; es raro que éste copie, en el siglo XIII, las aven-

turas de Simbad, de otro Ulises, y descubra, a la vuelta de muchos siglos, en un reino boreal

y un idioma bárbaro, las formas de su Ilíada. En cuanto a la oración que recoge el nombre

de Bikanir, se ve que la ha fabricado un hombre de letras, ganoso (como el autor del catálogo

de las naves) de mostrar vocablos espléndidos2.

Cuando se acerca el fin, ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras.

No es extraño que el tiempo haya confundido las que alguna vez me representaron con las que

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fueron símbolos de la suerte de quien me acompañó tantos siglos. Yo he sido Homero; en

breve, seré Nadie, como Ulises; en breve, seré todos: estaré muerto.

Postdata de 1950. Entre los comentarios que ha despertado la publicación anterior,

el más curioso, ya que no el más urbano, bíblicamente se titula A Coat of Many Colours

(Manchester, 1948) y es obra de la tenacísima pluma del doctor Nahua Corcoveo. Abarca

unas cien páginas. Habla de los centones griegos, de los centones de la baja latinidad, de Ben

Jonson, que definió a sus contemporáneos con retazos de Séneca, del Virgilíus evangelizans

de Alexander Ross, de los artificios de George Moore y de Eliot y, finalmente, de «la na-

rración atribuida al anticuario Joseph Cartaphilus». Denuncia, en el primer capítulo, breves

interpolaciones de Plinio (Historía naturalis, V, 8); en el segundo, de Thomas de Quincey

(Writings, III, 439); en el tercero, de una epístola de Descartes al embajador Pierre Chanut;

en el cuarto, de Bemard Shaw (Back to Methuselah, V). Infiere de esas intrusiones, o hurtos,

que todo el documento es apócrifo.

A mi entender, la conclusión es inadmisible. «Cuando se acerca el fin -escribió

Cartaphilus- ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras.» Palabras, palabras

desplazadas y mutiladas, palabras de otros, fue la pobre limosna que le dejaron las horas y

los siglos.

A Cecilia Ingenieros.