el niño, el secreto de la infancia

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El Niño, el Secreto de la Infancia Capítulo 10

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Page 1: El Niño, el Secreto de la Infancia

El Niño, el

Secreto de la

Infancia

Capítulo 10

Page 2: El Niño, el Secreto de la Infancia

10 – LOS CONFLICTOS E EL CAMINO DEL DESARROLLO

DORMIR

El conflicto entre el adulto y el niño comienza cuando {este llega, en su

desarrollo, a poder actuar.

Nadie podía hasta entonces impedirle oír ni sentir, es decir, realizar la

conquista sensitiva de su mundo.

Pero a partir del momento que el niño actúa, and, toca los objetos que le

rodean, el cuadro se presenta desde otro punto de vista. Entonces, a pesar del

amor real y profundo que siente el adulto por el niño, un instinto de defensa se

desarrolla en el adulto contra él.

Pero los estados síquicos del niño y del adulto son tan distintos entre sí, que la

convivencia del adulto con el niño es casi imposible, si no se recurre a ciertas

concesiones. No es difícil comprender que estas adaptaciones se realizarán en

completo perjuicio del niño, pues éste se encuentra en un estado de

inferioridad social; la represión de los actos del niño, en un ambiente donde

reina el adulto, será absolutamente fatal, por el hecho de que el adulto,

inconsciente de esta actitud de defensa, sólo se siente consciente de su amor y

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abdicación generosa… La defensa inconsciente aflora a la conciencia,

revestida de una máscara; la avaricia ansiosa para la defensa de los objetos

del adulto, se erige en “el deber de educar al niño para que adquiera buenas

costumbres” y el temor contra el pequeño perturbador será la “necesidad de

que el niño descanse mucho en beneficio de su salud”.

En los ambientes populares, la madre se contenta con defenderse con

abundantes golpes, gritos e insultos, enviando al chiquillo a jugar a la calle; sin

perjuicio de las caricias exuberantes y besos sonoros, que corresponden a la

parte de amor que siente por el niño.

En las familias distinguidas estas mascaradas se revisten de actitudes morales

bien vistas por la alta sociedad, presentándose bajo distintas formas del

sentimiento, como el amor, el sacrificio, el deber, el control de los actos

exteriores. Sin embargo, las madres de estas clases superiores, se desprenden

de sus hijos incómodos de manera distinta a las mujeres del pueblo,

confiándolos a niñeras que los lleven a paseo y les hagan dormir mucho.

La paciencia, amabilidad y hasta sumisión de estas madres para con las

nurses, constituye una especie de compromiso tácito, por el que todo lo

perdonan, con tal de que el niño molesto, no vaya a perturbar la tranquilidad de

sus progenitores, ni a destrozar los objetos de su propiedad.

Desde que el niño, salido victoriosamente de su crisálida, llega a animar sus

instrumentos de actividad, goza de su victoria, pero se encuentra con el ejército

formidable de poderosos gigantes, que le impiden su ingreso en el mundo. Esta

dramática situación nos recuerda el éxodo de los pueblos primitivos cuando

quisieron librarse de la esclavitud, avanzando por lugares oscuros e

inhospitalarios, como hizo el pueblo hebreo guiado por Moisés. Cuando los

sufrimientos del desierto parecían que iban a terminar, transformándose en

bienestar al acercarse a un oasis, no era la hospitalidad ansiada, sino la guerra

que les acogía. Y el amargo recuerdo de la resistencia de los amalecitas contra

el pueblo errante, que llenó a los hebreos del fantasma espantoso de una

guerra imaginaria. Y por esto se fueron errando sin rumbo durante cuarenta

años por el desierto, donde tantos cayeron exhaustos.

Es una ley elemental de la naturaleza; aquellos que tienen su ambiente

establecido, se defienden contra el invasor. Entre los pueblos esta ley adquiere

una violencia extrema, pero la necesidad cruel que engendra el impulso de

esta defensa, permanece escondida en las profundidades del alma humana. La

manifestación más imprevista de esta ley se produce cuando el pueblo de

adultos establecidos, defiende su tranquilidad contra el pueblo invasor de las

nuevas generaciones. Pero el pueblo invasor no se resigna: combate

desesperadamente, pues lucha por la vida.

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Esta lucha, escondida bajo la máscara de la inconsciencia, se desarrolla entre

el amor de los padres y la inocencia de los niños.

* * *

Es muy cómodo para el adulto exclamar: “el niño no debe moverse, no debe

tocar nuestros objetos, no debe hablar ni gritar, debe comer y dormir”. O bien

“el niño debe salir a pasear al cuidado de una extraña sin amor”. El adulto,

arrastrado por la inercia, sigue el camino más fácil y práctico: hace dormir al

niño.

Nadie duda de que el sueño es necesario.

Pero el niño es un ser capaz de observación, no es un dormilón por naturaleza.

Necesita las horas normales de sueño, y hemos de velar escrupulosamente

para que esta necesidad quede satisfecha. Pero es preciso distinguir entre el

sueño normal del niño, y el sueño que provocamos artificialmente en el mismo.

Es cierto que un ser de voluntad poderosa puede sugestionar a un ser débil, y

que la sugestión se infiltra iniciando su obra en el sueño; quien quiere

sugestionar comienza por adormecer al ser débil. El adulto hace dormir al niño

por sugestión, de modo inconsciente.

Los mismos adultos, representados por las madres ignorantes, o por personas

especializadas en cuidar de los niños, como las nurses, condenan al sueño a

estos seres tan vivos. No solamente los pequeñuelos de pocos meses de edad,

sino también los niños de dos, tres, cuatro o más años son condenados a

dormir más de lo que necesitan. Los niños del pueblo no tanto; estos corretean

todo el día por las calles y o fastidian a sus madres, escapando al peligro del

sueño. Es bien sabido que los niños del pueblo son menos nerviosos que los

hijos de las personas cultas. Sin embargo, la higiene recomienda los “largos

sueños”, haciendo panegíricos de la vida vegetativa. Recuerdo a un niño de

siete años, que me hizo la confidencia de que jamás había visto las estrellas,

pues siempre le habían acostado al atardecer; y me decía: “quisiera ir a la

cumbre de una montaña durante una noche y tenderme en el suelo para

admirar las estrellas”.

Muchos padres se vanaglorian de haber acostumbrado a sus hijos a dormir

temprano, al anochecer, para poder salir de noche.

El lecho de los niños que ya saben moverse solos, es una aberración: distinto

de la cuna, que tiene una forma inspirada en la belleza y blandura; distinto de

las camas de los adultos, concebidas para estirarse cómodamente y dormir. La

llamada cuna para los niños que se mueven, es la primera prisión cruel que la

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familia ofrece a estos seres que luchan por su existencia intelectual. Estos

niños son verdaderos prisioneros y la alta jaula de hierro a la cual hacen

descender los padres a sus hijos para encontrar la yacija forzada, es una

realidad y un símbolo a la vez. Los niños son los prisioneros de una civilización

creada exclusivamente por los adultos. La cama del niño es una jaula elevada,

para que el adulto pueda manejar al niño sin tener que bajarse; así podrá

abandonar a esta criatura que llorará ciertamente, pero no podrá hacerse daño.

Se hace la oscuridad alrededor del mismo, de modo que cuando amanezca, la

luz no pueda despertarle.

Uno de los primeros elementos necesarios a la vida síquica el niño, ha de ser la

reforma de su cama y de las costumbres relativas al largo sueño impuesto,

contra las leyes de la naturaleza. El niño ha de tener el derecho de dormir

cuando tiene sueño, de despertarse cuando ha terminado su sueño, y de

levantarse cuando le apetezca. Así pues, aconsejamos la abolición de la

clásica cama para niños y muchas familias ya se han inspirado en nuestros

consejos, sustituyéndola por un colchón muy bajo, sin barandillas para que el

niño pueda entrar y salir a voluntad.

Los lechos pequeños y bajos, situados casi al nivel del suelo, son económicos,

como todas las reformas que facilitan la vida síquica del niño, pues éste

necesita cosas simples. Y los pocos objetos que han sido creados para él, se

han complicado con obstáculos contra su propia vida. Muchas familias han

adoptado esta reforma colocando un pequeño colchón en el suelo, sobre una

alfombra tupida y de amplias dimensiones. Los niños van por sí solos a la cama

al anochecer, llenos de gozo y por la mañana se levantan espontáneamente,

sin despertar a nadie. Estos ejemplos demuestran los errores profundos

existentes en la organización de la vida infantil, y como el adulto, por el bien de

los niños, va en contra de sus necesidades inconscientemente, siguiendo

instintos de defensa, que podría vencer fácilmente.

De este conjunto de hechos, resulta que el adulto debería interpretar las

necesidades del niño para comprenderlas, preparándole un ambiente

adecuado. De esta manera podría iniciarse una nueva era en la educación, la

del auxilio a la vida. Es absolutamente necesario que termine la época en la

que el adulto consideraba al niño como un objeto que se toma y transporta a

cualquier sitio, cuando es pequeñito; y cuando mayorcito, no tiene más que

obedecer y seguir. Este concepto erróneo es el obstáculo invencible para que

la vida del niño sea más racional. Es preciso que el adulto quede persuadido

de que ha de ocupar un lugar secundario, esforzándose e comprender al niño,

con el vehemente deseo de convertirse en un auxiliar suyo. Esta es la

verdadera orientación educativa que deberían seguir las madres y sus

educadores. Si la personalidad del niño debe ser auxiliada en su desarrollo por

la personalidad del adulto, que es poderosa, es necesario que éste sepa ser

indulgente; y tomando como punto de apoyo las directrices facilitadas por el

niño, considere como un honor el poder comprenderle y seguirle.