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EL MENSAJE DE PABLO RESUMEN DEL LIBRO: “Pablo y su mensaje” de Santos Benetti. 1994. P. Donato Vargas, 2008 San Pablo es el más grande evangelizador de todos los tiempos. Es el Apóstol que abrió las puertas de la Iglesia al mundo pagano. El primero que hizo una síntesis entre el mensaje bíblico y las nuevas culturas. El profeta de un mensaje de liberación interior de vida nueva y de reconciliación universal. El testigo que sufrió incomprensión, cárcel, tormentos, persecución y muerte por ser fiel a sus ideales. Por todo eso la vida y el mensaje de Pablo siguen vigentes cuando finalizamos el siglo veinte Y cuando la Iglesia enfrenta una nueva cultura Y una nueva visión del mundo y, por tanto, una nueva evangelización. Y más en América Latina Donde aún no se ha hecho una síntesis de la fe cristiana con la cultura indígena y con la religiosidad popular. Esta es la propuesta de Pablo y su Mensaje: Vivir y evangelizar con la fuerza del Espíritu. ¿Cómo vivir y evangelizar hoy? El Espíritu que guió a Pablo es la respuesta.

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EL MENSAJE DE PABLO RESUMEN DEL LIBRO: “Pablo y su mensaje” de Santos

Benetti. 1994. P. Donato Vargas, 2008

San Pablo es el más grande evangelizador de todos los tiempos. Es el Apóstol que abrió las puertas de la Iglesia al mundo pagano. El primero que hizo una síntesis entre el mensaje bíblico y las nuevas culturas. El profeta de un mensaje de liberación interior de vida nueva y de reconciliación universal. El testigo que sufrió incomprensión, cárcel, tormentos, persecución y muerte por ser fiel a sus ideales. Por todo eso la vida y el mensaje de Pablo siguen vigentes cuando finalizamos el siglo veinte Y cuando la Iglesia enfrenta una nueva cultura Y una nueva visión del mundo y, por tanto, una nueva evangelización. Y más en América Latina Donde aún no se ha hecho una síntesis de la fe cristiana con la cultura indígena y con la religiosidad popular. Esta es la propuesta de Pablo y su Mensaje: Vivir y evangelizar con la fuerza del Espíritu. ¿Cómo vivir y evangelizar hoy? El Espíritu que guió a Pablo es la respuesta.

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ÍNDICE

I. Roma: El Prisionero. (Pg. 3-5) II. Tarso. (Pg. 6-7) III. Damasco. (Pg. 8-12) IV. Antioquia. (Pg. 13-16) V. Primer viaje. (Pg. 17-22) VI. El concilio de Jerusalén. (Pg. 23-27) VII. Segundo viaje: Galacia. (Pg. 28-29) VIII. Macedonia. (Pg. 30-33) IX. Atenas. (Pg. 34-36) X. Corinto. (Pg. 37-39) XI. Primera Carta a los Tesalonicenses. (Pg. 40-51) XII. Segunda Carta a los Tesalonicenses. (Pg. 52-53) XIII. Incidente de Antioquia. (Pg. 54-55) XIV. Tercer viaje: Éfeso carta a los Gálatas. (Pg. 56-58) XV. Conflicto en Corinto: cartas. (Pg. 59-64) XVI. Corinto: Carta a los Romanos. (Pg. 65-69) XVII. Hacia Jerusalén. (Pg. 70-72) XVIII. Jerusalén y Cesarea prisionero. (Pg. 73-78) XIX. Hacia Roma. (Pg. 79-81) XX. Cartas de la Cautividad: Colosenses y Filipenses. (Pg.82-86) XXI. Hacia el final Cartas Pastorales. Epilogo. (Pg. 87-91)

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I. ROMA: EL PRISIONERO

Me llamo Pablo; alias Saulo. Me acerco ya a los 60 años. Soy ciudadano romano y hebreo. Profesi6n, tejedor. Hace más de treinta años que juré erradicar de la tierra a los seguidores de Jesús y fui testigo de la ejecución de Esteban. Ahora estoy en la cárcel, en la más temible de las cárceles del mundo, aquí en Roma. Pero no por haber matado a los cristianos, ni por atentar contra su libertad de culto. ¡No! El emperador Nerón me mandó encerrar, por ser uno de los principales jefes del movimiento cristiano y presiento que “estoy a punto de ser derramado en libación y que el momento de mi partida es inminente. He competido en la noble competición; he llegado a la meta en la carrera, he conservado la FE" (2Tm. 4,6-7). Hace tres años que se ha desatado una cruenta persecución contra todos los cristianos, acusados aquí en la capital, de haber incendiado Roma, aunque en el pueblo se murmura que la catástrofe que acabó con diez de los catorce barrios de la ciudad se debió a la diabólica inspiración de Nerón. Lo cierto es que nuestras buenas relaciones con el Imperio, han finiquitado dramáticamente y son horrorosas las cosas que sucedieron. Ya ha sucumbido Pedro, el viejo Cefas, crucificado como el Maestro sobre una de las colinas de la ciudad. Entre tanto yo sigo consumiendo mis días en este lugar denigrante, casi solo, porque me han abandonado cobardemente algunos hermanos en la fe que me acompañaban. Sólo cuento con mi querido médico Lucas, quien ha puesto en mis manos los borradores de su nuevo libro, que narra precisamente mis andanzas por el Asia, Grecia, Palestina y mí primer viaje a Roma. Por él me he enterado que en Judea, mis hermanos de raza, se han levantado contra el yugo romano y que esta vez las cosas parece que van muy en serio. Luego de diversos desórdenes y motines populares, todo el país se ha puesto en armas y han pasado a degüello a la guarnición romana de Jerusalén. Parece que ya se están sublevando otras comarcas vecinas y que la situación se agravó de tal manera, que el gobernador de Egipto, Cestio Gallo, está reuniendo un poderoso ejército para invadir Judea y reconquistar Jerusalén. ¿Estaremos viviendo los últimos tiempos que en medio de tantas calamidades presagian la nueva era que instaurará Cristo cuando venga como Señor y Juez del mundo entero? No lo sé. Hace muchos años que esperamos la Segunda Venida del Señor y parece más probable que la Iglesia tiene aun por delante un largo destino histórico que cumplir. A mí me sigue preocupando la fortaleza en la fe de mis hermanos, como ciertas desviaciones doctrinales en algunas Iglesias que con tanto celo fundé y cuidé. Acabo de enviarle una segunda carta a Timoteo conjurándolo a que "en presencia de Dios y de Cristo proclame la Palabra e insista a tiempo ya destiempo, porque vendrán días en que los hombres no soportarán la verdadera doctrina y arrastrados por sus propias pasiones, se harán con un montón de maestros con el afán de escuchar novedades" (2Tm. 4, 1-3). Debo confesar que me siento preocupado, porque treinta años de esfuerzos y sacrificios por anunciar el evangelio, no sean ahora destruidos por los enemigos de Cristo.

"¡Por él estoy sufriendo hasta llevar cadenas como un malhechor... pero la palabra de Dios no está encadenada! Al contrario, todo lo soporto por los elegidos para que también ellos alcancen la salvación que está en Cristo Jesús" (2Tm. 2, 9-10). Y cuántos recuerdos vienen ahora a mi mente, ahora que veo acercarse sobre mi cabeza la afilada espada del verdugo, ahora que estoy solo... solo frente a Cristo.

¡Cristo Jesús…! ¡Cómo has cambiado mi vida y qué buena jugarreta me hiciste en Damasco cuando yo marchaba en busca de tus discípulos y vomitaba odio y rabia contra ti, yo el fariseo de ley! Las que tuve que pasar por escuchar tú llamado y anunciar tú evangelio a los paganos del mundo griego y romano. Bien se lo dije un día a los corintios,

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cuyos escándalos y problemas interminables ya me tenían un tanto harto: “Cinco veces recibí de los judíos treinta y nueve azotes; tres veces fui azotado con varas; una vez apedreado; tres veces naufragué; un día y una noche pase perdido en el mar. Viajes frecuentes; peligros de ríos, peligros de salteadores; peligros de los de mi raza; peligros de los paganos; peligros en ciudad; peligros en el despoblado; peligros por mar; peligros par falsos hermanos. Trabajo y fatiga; noches sin dormir, muchas veces; hambre y sed; muchas días sin comer; frió y desnudez. Y aparte de estas cosas, mi responsabilidad diaria por todas las Iglesias" (2Co 11, 14-28). Ahora en la cárcel solo me resta esperar el fin y volver a los recuerdos. Repensar mi vida, reconstruir serenamente esa vida agitada, casi violenta por momentos, intensamente devo-rada por esa búsqueda de la verdad de Cristo y por el celo por mis hermanos. Viajes, discusiones, cárcel, discursos, cartas, alegrías... todo viene ahora a mi mente y he decidido repasar estos casi sesenta años de vida para ponerlos en orden y entregarlos a los lectores... los lectores que vendrán, los del futuro, para que, estén donde estén, sean griegos, partos, germanos o de quien sabe que raza y pueblo, también ellos -quiero decir, ustedes- puedan conocer el maravilloso designio de Dios que transformo al fariseo Saulo en un hombre nuevo, el apóstol Pablo. Espero que la espada de quien ha de cortar mi cabeza -porque soy ciudadano romano y solo puedo ser ajusticiado a espada- me de tiempo para contarles a ustedes todo, absolutamente todo lo que me ha sucedido, desde mi infancia hasta estos momentos que, presiento, son los últimos. Felizmente Lucas, mi querido medico y secretario, me ha entregado sus borradores y esto facilitará mi trabajo, pues no es muy fácil recordar tantas cosas, y además es bueno verse a uno mismo con el ojo del otro. Claro, en algunos detalles Lucas matiza las cosas y trata de limar las aristas, como por ejemplo en la discusión que tuve con Pedro y con la Iglesia de Jerusalén, pero así es Lucas, un hombre tranquilo y dulce. Yo, en cambio, soy más violento y casi agreste, y no me gustan las medias tintas. Prefiero llamar a las cosas por su nombre y poner siempre sobre la mesa los papeles... aunque debo confesar que este método suele traer sus dificultades. Nunca escribí un libro, pero sí varias cartas, y según críticas recibidas, mi estilo es a veces un poco engorroso y hasta difícil. Dicen que escribo bastante desordenadamente, que mezclo las ideas y por afán de aclararlas más y más, al final al lector le cuesta comprender qué quise decir. Veremos si ahora puedo corregirme y darles a ustedes una buena síntesis de mi apostolado y de mis predicaciones y cartas. Deseo entregarles lo esencial de mi mensaje, casi como un testamento, ese mensaje que recibí de Jesucristo y por el que me jugué toda la vida. Trataré de ir cotejando mis recuerdos con los documentos de Lucas, para que todo tenga la mayor objetividad posible, aunque, ¡cómo cuesta ser objetivo cuando se escribe desde una cárcel...! Y es posible que en cuanto me ponga a recordar el pasado y mire el dramático presente que estamos viviendo, surja de mi interior el viejo luchador, y este libro termine siendo una antorcha que encienda a la acongojada comunidad y la ponga muy en guardia porque, "sobre vendrán momentos difíciles: los hombres serán egoístas, avaros, fanfarrones, soberbios, difamadores, rebeldes, ingratos, irreligiosos, desnaturalizados, implacables, calumniadores, disolutos, despiadados, enemigos del bien, traidores, matones, más amantes de los placeres que de Dios, que tendrán la apariencia de piedad pero desmentirán luego su eficacia" (2Tm. 3, 1-5). Como ustedes pueden darse cuenta, con mis adversarios soy tremendo, y por defender la justicia no me mido en detalles. Les ruego, pues, que me disculpen si en algún momento me olvido de ustedes y de que estoy encarcelado, y dejo que la pluma corra inspirada más por el corazón y las emociones que por ideas bien hilvanadas y pacientemente pensadas. Pero confió en la comprensión de

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ustedes que, siendo los del futuro, supongo que ya habrán aprendido muchas lecciones de los errores de hoy. Ahora en Roma reina la intolerancia, la represión de toda idea justa, la persecución de todo hombre que se oponga al despotismo del Cesar. Las cárceles están repletas, y mientras mis hermanos en la fe deben vivir en la clandestinidad, la policía apela a la delación y a las torturas para conseguir más y más nombres de cristianos.

¡Se acabo la paz romana! ¿Dónde ha quedado la famosa justicia que fue gloria de este pueblo? Mientras la corte y hasta el mismo senado son el escándalo del mundo por su corrupción, por su banalizad y servilismo, por costumbres depravadas y por aprobar los caprichos del emperador -¡hasta llegó a matar a su madre Agripina y a una de sus esposas, y nadie levanto el grito!-, los pocos que se animan a denunciar el crimen son encarcelados y se gobierna al Imperio bajo la ley del miedo y del castigo. ¡Hasta el legendario valor de los ejércitos romanos parece hoy resquebrajarse! Los partos atacando desde Persia y Mesopotamia han humillado a más de un general romano, y ahora los judíos tienen en jaque a más de una legión. Vivimos un momento duro y difícil pero… ¡Por la libertad he luchado toda mi vida! ¡Por la libertad de anunciar la verdad del evangelio ahora estoy encarcelada y estoy pronto a las torturas! Por eso, como quizá no tenga tiempo de terminar este libro -porque este tiempo no depende de mi voluntad, sino del capricho del Cesar y de sus inicuos jueces- ya me apresuro a decirles que toda mi vida puede resumirse en esto solo:

"Para ser libres nos libertó Cristo. Manténganse firmes y no se dejen oprimir nuevamente bajo el yugo de la esclavitud. Soy yo, Pablo, quien lo dice" (Gal 5, 1). Esto lo escribí hace trece años a los cristianos de Galacia que no terminaban de comprender toda la novedad del evangelio y todo el empuje nuevo del Espíritu que quiere hacer de nosotros una nueva raza, no por la sangre, sino por la libertad y el amor. Esa frase puede ser la síntesis de todo mi mensaje; más aún, es la síntesis de todas mis luchas. Ahora, sí, vamos a comenzar desde el principio... ¡Cuántos lindos recuerdos me trae Tarso, mi ciudad natal, junto al río Cidno...!

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II. TARSO

Mi querida y recordada Tarso, capital de la provincia de Cilicia, es una ciudad muy antigua, fundada por los fenicios, y ubicada a pocos kilómetros del mar, en una linda llanura bordeada por los montes Tauro y regada por el rió Cidno. Tiene un buen puerto y una hermosa carretera que la une a Antioquia, la gran metrópoli de la península de Anatolia. Tarso es famoso por sus tejidos, pero lo es más aún por su universidad de Filosofía griega que irradia cultura helénica a toda la zona. Estamos orgullosos de nuestra ciudad... ya que tuvimos el honor de ser gobernados, años atrás, por el gran orador romano Cicerón, y lo que es más aún, el preceptor del emperador Augusto, llamado Atenodoro, fue oriundo de mi ciudad. En Tarso, como en casi todas las grandes ciudades del imperio romano, hay una importante colonia hebrea. Y así comienza mi historia. En una de estas familias que adoran a Yahvé nací hace más de medio siglo y fui circuncidado al octavo día, de acuerdo a la ley. Como pertenecíamos a la tribu de Benjamín, mis padres me pusieron el mismo nombre del primer rey hebreo, orgullo de esta tribu. Por eso me llamo Saúl o Saulo. Mi infancia fue la normal de un niño hebreo en tierras helénicas. Aprendí la lengua materna, el arameo, y luego frecuenté la escuela de la sinagoga que me inicié en el estudio de los libros sagrados; y aprendí a leer y escribir. Por supuesto que también tuve que aprender el griego popular que hablan casi todos los habitantes del Imperio, sobre todo en Oriente. Por eso también tengo un nombre más acorde con mi situación de miembro del imperio romano; y llevo el segundo nombre de Pablo o Paulo, que significa precisamente "pequeño" en latín. Por aquel entonces, es decir, cuando yo era niño, poco me importaba ser ciudadano romano, ya que mi gran orgullo era ser hebreo. Pero con el tiempo comprendí que también ese era un designio divino, pues mi carta de ciudadanía romana me serviría para librarme luego de más de un azote y sobre todo de la muerte, cuando era perseguido por mis paisanos por causa de la fe. Les decía anteriormente que Tarso es famosa por sus tejidos. En efecto, allí se elabora un grueso tejido hecho con pelos de cabra, utilizado para la confección de carpas o tiendas de campaña. Mi padre vivía de este oficio, y yo lo aprendí con él, de modo que nunca tuve que vivir de la caridad de nadie, pues me gané siempre el pan, aun en mis correrías misioneras, ejerciendo mi oficio de tejedor. Con respecto a la fecha de nacimiento de Pablo, los especialistas la ubican entre el 5 y el 15 después de Cristo. Y como la fecha de su muerte casi con seguridad es el año 67, podemos suponer que Pablo vivió entre 50 y 60 años. A medida que crecía y trabajaba con mi padre, también aumentaba mi interés por profundizar la historia de mi pueblo y por conocer más íntimamente toda la palabra que Dios nos revelara por Moisés y los profetas. Sentía pasión por las Sagradas Escrituras, así que después de haber estudiado cuanto pude en Tarso, vi concretizado uno de mis grandes sueños: estudiar en Jerusalén con el gran maestro Gamaliel. Joven y lleno de bríos, no sentí aquellos kilómetros de caminata que me llevaron a los pies del gran rabí, famoso por su ciencia como por su bondad y ecuanimidad. Enfrascado en mis estudios, poca atención le dedique entonces a ciertos rumores que llegaban a Jerusalén acerca de cierto Jesús, de Nazaret, que predicaba en Galilea y parecía muy emparentado con la corriente de Juan el Bautista. Pablo no tuvo contacto especial ni con Jesús, ni con sus discípulos, ni con su doctrina. Completados mis estudios y con el flamante título de "rabí", me volví a mis tierras y allí pude lucir mis conocimientos en la sinagoga, ante la admiración de mis padres. Tiempo después, algunos peregrinos nos trajeron la noticia de la crucifixión de Jesús, pero no le

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dimos mayor importancia pues ya estábamos acostumbrados a galileos revoltosos que acababan siempre en la pena capital, pues los romanos eran implacables contra la sedición. Sin embargo, esta vez las cosas parecían tener otro cariz, pues pronto nos enteramos que sus discípulos estaban predicando en el mismísimo templo ciertas doctrinas nuevas, atribuidas a Jesús, que estaban acaparando la simpatía de muchos. Debo confesar que sentí una extraña curiosidad por interiorizarme de aquellas novedades y ponerme a total disposición de las autoridades para defender la pureza de la ley. Así, pues, partí hacia Jerusalén y en pocos dais me puse al tanto de todo. Se me informo que mientras Pedro y los más antiguos, mantenían una postura más sensata, un grupo de helenistas, entre ellos un tal Esteban, arremetían contra Moisés, contra la Ley y contra el Templo. ¡Esta es mi oportunidad!, pensé para mis adentros. Ya verán quien es Saulo... A los pocos días Esteban cayó preso y tuve la oportunidad de escucharlo cuando habló ante el Sanedrín. ¡Es un traidor!, pensaba, mientras el prisionero seguía interpretando la historia de la salvación desde una perspectiva totalmente nueva para mí. ¿Sería posible que un judío helenista como yo pueda menos valorizar el Templo y todas nuestras sagradas instituciones? No lo podía comprender. El resto, seguramente ustedes ya lo conocen. Esteban fue llevado fuera de la ciudad, y mientras los testigos lo apedreaban, yo cuidaba sus mantos. Pero no paró allí el asunto. Llevado por mi fogosidad "encarnizadamente perseguí a la Iglesia de Dios y la devasté, sobrepasando en el judaísmo a muchos de mis compatriotas en el celo por las tradiciones de mis padres", como se lo escribí a los gálatas (Gal 1, 13-14). Los discípulos y compañeros de Esteban, entre tanto, se habían dispersado por Judea y Samaria, y tuve conocimientos de que ya anteriormente habían fundado otras comunidades fuera de Palestina, incluso en la misma Damasco. Decidí, pues, cerrarles el paso y, muñido de los papeles respectivos de las autoridades judías de Jerusalén, obstaculizar su accionar lo antes posible en las ciudades del helenismo. Todo estaba perfectamente calculado y pensado... menos un detalle. Y ese detalle que no estaba previsto en mis planes, iba a cambiar mi vida radicalmente. Ahora comprendo que yo estaba como ciego, obnubilado por la fatuidad de mis conocimientos y por el titulo de rabí-fariseo que tanto prestigio me daba.

Poco me importaba la sangre de Esteban y los malos ratos que hacía pasar a los seguidores de Jesús. Sólo me importaba la Ley, la exacta Ley, interpretada por los grandes maestros de Jerusalén. Era sincero, totalmente sincero. Por eso he dicho que estaba como ciego... ¡Creer que la vida depende del cumplimiento estricto de una ley sin espíritu!

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III. DAMASCO

Damasco es una ciudad situada a unos 250 kilómetros al norte de Jerusalén, en un pequeño oasis del desierto de Siria. Sus orígenes son de tiempos inmemoriales y concreta en sus murallas una larga historia de guerras e invasiones, ya que era un cruce estratégico entre los pueblos de Asiría y Caldea, de Persia y Media, y el país de Egipto o las provincias griegas. Toda la ciudad está atravesada de este a oeste por una gran avenida, llamada "La Recta", bordeada de magníficos edificios y columnatas de mármol. Damasco siempre estuvo muy ligado a la historia de Israel, por lo que no puede extrañarnos si allí había también una floreciente colectividad judía. Más nadie crea que hablo de Damasco por motivos de historia antigua o reciente. No. Para mí Damasco tiene un significado muy especial, pues fue a sus puertas donde cambió mi vida. Todo hombre tiene en su vida un momento decisivo, crucial. Hacemos planes y cálculos, estudiamos esta u otra posibilidad, y de pronto sucede lo imprevisto. Nos encontramos frente a una coyuntura que nos exige una toma de posición que comprendemos inmediatamente que es decisiva en nuestra vida. Fue lo que me pasó a mí. Allí me encontré con ese "detalle" que no había previsto, porque era un detalle de los misteriosos caminos de Dios. Yo había tornado el camino de Jerusalén a Damasco con las intenciones que ya ustedes conocen. Y allí mi camino se cruzó con el camino de Dios. ¿Qué pasó?... Eso es lo difícil de explicar. Aquí tengo las narraciones de Lucas, y comprendo que dicen mucho de lo que sucedió, pero no todo. Es muy difícil expresar con palabras qué sucede en el corazón de un hombre cuando cambia el rumbo de su vida. Qué sucedió en el fariseo Saulo cuando se encontró con Jesús de Nazaret, -el detalle que no estaba en mis planes- y mi vida tuvo que comenzar de nuevo... Mientras leemos juntos las narraciones de Lucas que me ayudan muchísimo a refrescar mi memoria acerca de un acontecimiento para mi decisivo, procuraré pensar en la forma de explicarles a ustedes que pueden significar esos relatos y que sentí yo en aquellos momentos. Lo vamos a escribir en base a las tres narraciones: la primera es la de Lucas (Hch 9,1-19). La segunda la hice yo ante los judíos de Jerusalén (Hch22, 4-16) y la tercera, fue mi relato ante el rey Agripa (Hch 26, 9-18)

PRIMERA NARRACIÓN (Hch 9,1-19) "Entre tanto Saulo, respirando todavía amenazas y muerte contra los discípulos el del Señor, se presentó y al sumo sacerdote y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, para que si encontraba algunos seguidores del camino, los pudiera llevar atados a Jerusalén". "Yendo de camino, cuando estaba cerca de Damasco, de repente le rodeó una luz venida del cielo, y habiendo caído en tierra, oyó una voz que le decía: -Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? El respondió: ¿Quién eres, Señor? -Yo soy Jesús a quien tú persigues. Ahora levántate, entra en la ciudad, y allí se te dirá lo que debes hacer". "Sus compañeros se quedaron de pie sin palabra, porque oían la voz pero no veían a nadie. Saulo se levanto del suelo, Y aunque tenía los ojos abiertos no veía nada. Lo llevaron de la mano Y lo hicieron entrar a Damasco. Y paso tres días sin ver; y no comió ni bebió.

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Había en Damasco un discípulo llamado Ananías; y el Señor le dijo en una visión: -Ananías. Y él respondió: -¡Aquí estoy, Señor! -Levántate y vete a la calle llamada "La Recta" y pregunta en casa de Judas por uno llamado Saulo de Tarso. Mira, está en oración y ha visto que un hombre llamado Ananías entraba y le imponía las manos para devolverle la vista. Respondió Ananías: -Señor, he oído a muchos hablar de ese hombre y de los muchos males que ha causado a los santos en Jerusalén, y que está aquí con poderes de los sumos sacerdotes para apresar a todos los que invocan tu nombre. El Señor le contestó: - Vete, pues éste me es un instrumento de elección que llevará mi nombre ante los gentiles, los reyes y los hijos de Israel. Yo le mostraré a él todo lo que deberá padecer por mi nombre. Fue Ananías, entró en la casa, le impuso las manos y le dijo: -Hermano Saulo, me ha enviado el Señor Jesús, que se te apareció en el camino cuando estabas viajando, para que recuperes la vista y seas lleno del Espíritu Santo. Al instante cayeron de sus ojos unas como escamas y recobró la vista. Y levantándose fue bautizado. Y cuando hubo comido, recobró las fuerzas". SEGUNDA NARRACIÓN (Hch 22, 4-16) “Yo perseguí a muerte a ese camino, encadenando y arrojando a la cárcel a hombres y mujeres, como puede atestiguarlo el sumo sacerdote y el consejo de ancianos. De ellos recibí también cartas para los hermanos de Damasco y me puse en camino con intención de traer también encadenados a Jerusalén a todos los que había allí para que fueran castigados". "Yendo de camino, estando ya cerca de Damasco, al mediodía, me envolvió de repente una gran luz venida del cielo, caí en tierra y oí una voz que me decía: -Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Yo respondí: -¿Y tú quien eres, Señor? -Yo soy Jesús de Nazaret, a quien tú persigues. Yo le dije: -¿Que he de hacer, Señor? Y el Señor me respondió: -Levántate y vete a Damasco; allí se te dirá todo lo que está establecido que hagas". "Mis compañeros vieron la luz, pero no oyeron la voz del que me hablaba. Como yo no veía, a causa del resplandor de aquella luz, conducido por la mano de mis compañeros, entre en Damasco. Un tal Ananías, hombre piadoso según la ley, bien acreditado por los judíos residentes allí, vino a verme y presentándose ante mi me dijo: -Hermano Saulo, recobra la vista. Y en aquel momento recobre la vista. Y él me dijo: -El Dios de nuestros padres te ha destinado para que conozcas su voluntad, veas al único Justo y escuches la voz de sus labios, porque has de ser testigo de él ante todos los hombres de lo que has visto y oído. Y ahora, ¿qué esperas? Levántate y recibe el bautismo y se limpio de tus pecados invocando su nombre".

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TERCERA NARRACIÓN (Hch 26, 9-18) “Yo, pues, me había creído obligado a combatir con todos los medios el nombre de Jesús Nazareno. Así lo hice en Jerusalén y, con poderes recibidos de los sumos sacerdotes, yo mismo encerré a muchos santos en las cárceles; y cuando se los condenaba a muerte, yo contribuía con mí voto. Frecuentemente recorría todas las sinagogas y a fuerza de castigos los obligaba a blasfemar y, rebosando furor contra ellos, los perseguía hasta en las ciudades extranjeras". "En este empeño, iba hacia Damasco con plenos poderes de los sumos sacerdotes; y al mediodía, yendo de camino, vi, ¡oh rey!, una luz venida del cielo más resplandeciente que el sol, que me envolvió a mí y a mis compañeros en su resplandor. Caímos todos a tierra y yo oí una voz que me decía en lengua aramea: -Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Te es duro dar coces contra el aguijón. Y yo le dije: -¿Quién eres, Señor? -Yo soy Jesús a quien tú persigues. Ahora levántate y ponte en pie, pues me he aparecido a ti para constituirte servidor y testigo, tanto de las cosas que de mí has visto, como de las que te manifestaré, eligiéndote de tu pueblo y de los gentiles a los que te enviare, para que les abras los ojos y se conviertan de las tinieblas a la luz, y de Satanás a Dios; para que reciban el perdón de los pecados y una parte de la herencia entre los santificados, mediante la fe en mí. Quizás alguno de ustedes me quiera preguntar cuál de las tres narraciones es la más exacta o porque hay tres y en cada una de ellas siempre se dice algo nuevo y distinto. Pues es esto lo primero que deseo explicarles. No han de pensar ustedes que yo desde un primer momento comprendí todo lo que Dios me pedía cuando me echó en cara que estaba persiguiendo al mismo Jesucristo al perseguir a sus discípulos. Fue un largo y lento proceso de reflexión y de oración, de meditación de la Palabra y de procurar descubrir la voluntad divina en los acontecimientos diarios, lo que me llevo finalmente a ver con total claridad que yo estaba destinado por Dios y elegido por el mismo Jesús para ser un apóstol, no uno más, sino el apóstol que se encargará de abrir las puertas de la fe al mundo de los paganos. A medida que avanzaba mi vida, el Espíritu Santo me iba mostrando el camino a seguir hasta que un día me encontré con que yo, el antiguo fariseo defensor estricto de la ley, era quien defendía el derecho de los paganos a entrar a la fe cristiana sin judaizarse previamente y sin aceptar las antiguas tradiciones de mi raza. Es por todo esto que cada narración, cada discurso mío que tocaba el tema, aportaba algún elemento nuevo, porque yo mismo con el tiempo iba descubriendo todo lo que Jesucristo quiso decirme en aquel primer encuentro, tan tremendo como consolador. Lo primero que descubrí y que realmente me sacudió hasta tirarme por tierra con todas mis antiguas estructuras, era que Jesucristo es el Señor resucitado y que está vivo y presente en su comunidad. "Yo soy Jesús a quien persigues"... Todavía me parece estar escuchando esa frase. Persiguiendo a los cristianos, perseguía al mismo Cristo. Pero esto no era todo. Este Jesús a quien yo perseguía se me presentó con tal fulgor y tan radiante en su nueva vida que no pude resistir ante su figura, y comprendí que no podía mirarlo con los ojos materiales, sino que necesitaba otros ojos, los de la fe. No era el Jesús de Galilea el que yo veía o podía tocar o hablar; no, era el Jesús resucitado, el Señor, con una vida nueva y distinta, sentado a la derecha del Padre. Así como lo vio Esteban cuando era apedreado, así lo contemple yo. Con el tiempo fui comprendiendo que hacía mucho tiempo que estaba ciego al no descubrir en las Escrituras todo lo referente a Cristo. Pero también me di cuenta de que

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hay que perder "esta vista" para poder verlo. Recién cuando Ananías me dijo: "Hermano Saulo", y me instruyó en la fe y me bautizó, recién entonces recobre la vista... la vista de la auténtica fe. Antes miraba a Cristo de una forma, ahora ya lo podía ver de otra. También mis compañeros vieron la luz, pero no escucharon la voz ni quedaron ciegos. En efecto, solo yo descubrí a Cristo como el Señor resucitado, y por eso pude escucharlo; y por eso mismo tuve que cambiar mis ojos, reubicarme totalmente ante él, y comenzar a leer todas las Escrituras desde otro punto de vista... Pero cuando Jesucristo, al igual que Dios en el Antiguo Testamento, se aparece así a un hombre, ciertamente que lo hace para encomendarle una tarea muy especial. Ya Jesús había elegido a los Doce y a ellos se les había aparecido resucitado, por eso ellos eran sus "apóstoles" y ocupaban un lugar especial en la comunidad. Y aquí comenzaron mis problemas. Pronto comencé a preguntarme: ¡No soy yo también un apóstol, ya que vi al Señor y me escogió para una tarea tan precisa? Cuando yo inicie mis viajes apostólicos por el cercano Oriente y por Grecia, y me entregue de lleno a la predicación a los no judíos oponiéndome a que fueran circuncidados, hubo quienes me negaron poder para anunciar ese evangelio y para comportarme como lo hacía. "¿Acaso tu eres apóstol?", me decían. Y yo declaré y no lo negué: Si, soy apóstol, porque al igual que a los Doce, aunque en último lugar, el Señor se me ha manifestado. Ahora me acuerdo que fue precisamente a los cristianos de Corinto, tan revoltosos y discutidores, y que no querían aceptar mis palabras acerca de la resurrección de los muertos, a quienes les escribí en mi primera carta: “Porque les transmití lo que yo también recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Pedro, luego a los Doce; después a más de quinientos hermanos a la vez. Luego se apareció a Santiago y más tarde a todos los apóstoles. Y en último término se me apareció también a mí, como a un abortivo. Pues yo soy el último de los apóstoles, indigno del nombre de apóstol por haber perseguido a la iglesia de Dios. Mas, por la gracia de Dios, soy lo que soy, y la gracia de Dios no ha sido estéril en mí" (1Co. 15, 3-10). Tan cierto es esto que ni Pedro ni los demás, jamás pudieron echarme en cara que yo usurpara el título de apóstol; muy al contrario, pude discutir de igual a igual con ellos, aunque siempre con el respeto debido al lugar que Cefas ocupaba en la Iglesia. Más no solamente fui descubriendo que Jesucristo me elegía como su apóstol. También debía ser testigo de cuanto había visto y descubierto. Un testigo no inventa nada; simplemente declara lo que ha visto y oído. Yo en aquel encuentro con el Señor vi una nueva realidad, lo vi a él y escuché una palabra que nunca antes había escuchado. Visión y palabra irresistible... por eso me jugué por ellas. Fue por esto que cuando me bautizo Ananías, fui lleno del Espíritu Santo, como lo fueron los apóstoles en Jerusalén para "ser testigos del Señor en Jerusalén, en Judea y en todo el mundo". Con la fuerza del Espíritu me atreví a cumplir el cometido del Señor: ser su instrumento elegido para llevar su Nombre "ante los gentiles, ante los reyes y ante los hijos de Israel". Fue así como no tuve reparos en anunciar la fe cristiana a los griegos, a los romanos, a los gobernadores y reyes, ante el Sanedrín y ante mis compatriotas. Nadie jamás pudo encadenar la Palabra que estallaba en mi, testigo y profeta. Como bien me lo dijo Ananías: "El Dios de nuestros padres te ha destinado para ser testigo de él ante todos los hombres...". No solamente no rompía con la fe de mis antepasados, sino que esa misma fe me impulsaba a proclamar al Dios vivo a quienes aun yacían en las tinieblas de la muerte. Yo no podía negarme ni resistir, y desde entonces me consideré testigo... y también "siervo" de Dios: puse toda mi vida al servicio de su generoso plan de redención universal.

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Así pues -y no sé si a ustedes les queda en claro todo lo que significó para mí el encuentro con el Cristo glorioso- me encontré de buenas a primeras con que debía tirar por la borda todos mis planes para el futuro y comenzar ahora, digamos de cero, a recorrer una calzada, larga y llena de dificultades. Pero, como dice el refrán griego, “es inútil dar patadas contra el aguijón"... El encuentro con Cristo implicó que cambiara todo mi modo de pensar y me preparara para una misión que cada día veía más clara. Pero todo ello llevó su tiempo. Desde mi bautismo hasta el día en que comencé mi primer viaje misionero anunciando a Cristo a los gentiles, pasaron casi diez años. Diez años de contacto con las comunidades cristianas, diez años de meditación y de oración. Al descubrir ahora, ya viejo, cómo Dios me condujo por tan maravillosos caminos jamás soñados ni sospechados por mí, comprendo lo que significa realmente la "vocación". Vocación significa que Dios nos llama a cada uno de nosotros para ser "alguien" en la historia. Pienso que cada uno de ustedes también tiene esta vocación o llamado de Dios para ocupar ese lugar, que cada uno debe ocupar como propio. Pedro tuvo su misión específica en Palestina, Santiago la tuvo en Jerusalén... y yo recibí la mía para los pueblos extranjeros. Lo nuevo, es que Dios nos llama por medio de Jesucristo. Eso fue lo que me hizo exclamar: "¿Qué debo hacer, Señor?". Sentir la propia vocación es “ver a Jesús", o si ustedes prefieren, es vernos en Jesús; vernos desde Jesús. Cuando nos vemos así, todo cambia, todo es nuevo y distinto. Que diferente es el trabajo, la salud, el dinero, el amor... vistos desde Cristo. Pero también hace falta "escuchar a Jesús", escuchar todo lo que nos dice, no solamente la parte que nos interesa. Su palabra incluye consuelo y sacrificio, dolor y gozo. Y yo les puedo asegurar a ustedes que es formidable dejarse invadir por su palabra, una palabra que nos transforma en hombres nuevos. Ahora me acuerdo lo que les escribía a los cristianos de Filipos, contraponiendo a Saulo fariseo con el Pablo de Cristo: "Circuncidado al octavo día, del linaje de Israel, de la tribu de Benjamín; hebreo e hijo de hebreos; en cuanto a la ley, fariseo; en cuanto al celo, perseguidor de la Iglesia; en cuanto a la justicia de la ley, intachable. Pero lo que era para mí ganancia, lo he juzgado una pérdida a causa de Cristo. Y más aun, considero que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas mis cosas y las tengo por basura para ganar a Cristo..." (Flp. 3, 5-9). ¿Qué pasó cuando yo caminaba hacia Damasco? ¿Me convertí a la fe cristiana? No... Fue mucho más. Nací de nuevo. Me sentí un hombre nuevo. Y esa experiencia no la puedo describir. Yo sé que cambié, que salí distinto. Y esto todos lo vieron: el perseguidor se había transformado en discípulo. Lo que nadie pudo ver fue el proceso interior, verdaderamente misterioso que aún hoy para mí sigue siendo un enigma: ¿Por qué Cristo me eligió a mí? Es seguramente la pregunta que también usted se estará haciendo: ¿Por qué Cristo me llama hoy a ser un hombre nuevo, a ser su testigo, a dejarme invadir por el misterio de su evangelio? ¿Por qué?". Y usted, al igual que yo, buscará muchas respuestas y opiniones diversas, y al final seguramente concluirá conmigo: "Porque Dios nos ha elegido en Cristo antes de la creación del mundo para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos para ser sus hijos adoptivos por media de Jesucristo... tras haber oído la Palabra de la verdad, la buena nueva de vuestra salvación y tras haber creído en él, para ser sellados con el Espíritu Santo" (Ef. 1,4.5.13).

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IV. ANTIOQUÍA Debo confesarles a ustedes, que después de todo lo que me había sucedido, sobre todo al descubrir que sin querer había estado luchando contra los planes de Dios, persiguiendo a Jesucristo en sus fieles, me quedé como aturdido interiormente. Yo tenía mi vida ordenada psíquicamente, sabía quién era, qué quería, cuáles eran mis principios religiosos. Ahora todo bullía en mi interior como un volcán de ideas, de imágenes, de fantasías acerca de todo esto nuevo que me había sucedido. Así pues, tal como se lo recordé a los gálatas (Ga 1, 17), me retiré por varios meses al desierto de Arabia, en un lugar donde no era conocido por nadie y donde pude pensar con serenidad. De la misma forma que Jesús pasó sus cuarenta días en el desierto en oración y ayuno antes de ser enviado a las gentes para predicarles, así sentí yo la misma necesidad. Fueron aquellos, días de oración, de lectura de las Escrituras, que ahora interpretaba desde la óptica de Jesús, el Mesías Hijo de Dios. Demás está decir que en Damasco algunos discípulos me catequizaron con ciertos pormenores acerca de Jesús y su mensaje. Más no me pareció conveniente permanecer en la ciudad. El desierto es el lugar y el tiempo en que Dios prepara sus hombres para las grandes empresas. Con su espacio infinito, sólo arena y cielo, abre el corazón del hombre a la comprensión de las grandes verdades del Absoluto. Con su desnudez tremenda, templa el espíritu y lo dispone para ser irrigado por la Palabra, fuente de agua viva para todo el que cree. El desierto con sus senderos interminables y semidifusos, porque el viento borra un día el camino ayer recorrido, es la imagen del caminar del profeta: siempre atento para descubrir sobre la arena los pasos de Dios. El profeta necesita una vista especial, y yo que la había recibido cuando me bautizó Ananías, debía ahora ejercitarla para poder en su momento oportuno ver lo que otros no veían. Así, pues, la oración, el ayuno y la meditación de las Escrituras templaron mi espíritu, me devolvieron la serenidad interior, y decidí entonces volver a Damasco, allí donde había sido enviado por los jefes de Jerusalén para perseguir a los cristianos, para dar ahora testimonio de la fe en Cristo Señor. Una mañana, muy temprano, enfilé mis pasos hacia Damasco, ansiosamente y me encontré con una importante novedad política; había muerto Tiberio, y como no tenia sucesor, el mismo Senado eligió coma emperador a Cayo Cesar, de sobrenombre Calígula, de 27 años. Sobre mi estancia en Damasco aquí leo lo escrito por Lucas: "Saulo permaneció algunos días con los discípulos de Damasco, y muy pronto se puso a predicar en las sinagogas que Jesús era el hijo de Dios. Todos los que lo oían quedaban maravillados y decían: -¿No es este el que en Jerusalén perseguía a los que invocaban et nombre de Jesús? ¿Acaso no vino aquí para llevarlos presos ante los jefes de los sacerdotes? Pero Saulo se fortalecía cada vez más y confundía a los judíos en Damasco, demostrando que Jesús era el Mesías" (Hch. 9,20-23). Mi querido medico a veces narra las cosas como si fuese un parte de enfermo: breve y conciso. En realidad, mi actividad en Damasco se prolongo por dos largos años, y ustedes se pueden imaginar con que expectación se me escuchó en la sinagoga aquel primer sábado en que fui invitado a hablar... ¡Saulo proclamando que Jesús era el Mesías anunciado por los profetas, el Hijo de Dios...! La comunidad cristiana de Damasco era fervorosa y floreciente, y había sido fundada por amigos de Esteban, así que se distinguía por su espíritu abierto. El contacto con aquella gente fortaleció en mí la fe que me permitió conocer muchos pormenores acerca de Jesús y de la comunidad de Jerusalén. Sentí deseos de conocer al famoso Cefas, de quien todos

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contaban maravillas, como a Juan, a Santiago y a los demás. Y como siempre sucedió en mi vida, la oportunidad se me presentó de la forma más inesperada. "Pasado cierto tiempo, los judíos decidieron matarlo. Saulo supo esta determinación y cómo vigilaban las puertas día y noche para que no escapara. Pero unos discípulos lo descolgaron de noche por la muralla dentro de un canasto" (Hch. 9,23-25). Como quizás a ustedes les gusten los datos precisos, debo corregir aquí un poco a Lucas. Por esa época la ciudad de Damasco había pasado a formar parte del reino de los nabateos, por donación de Calígula. Estaba gobernada, pues, por un etnarca del rey Aretas IV. Los judíos lograron comprar su benevolencia, y el mismo etnarca puso guardias propios para apresarme. El resto ya lo conocen: metido en un gran canasto me descolgaron desde una ventana que daba justo a la muralla de a ciudad. Este detalle de mi vida lo tengo escrito en la segunda carta a los Corintios (2Co. 11,32-33). De pronto, pues, me encontré en plena noche justamente bajo las murallas y saliendo de un canasto... ¿Qué hago ahora? ¿Hacia dónde dirijo mis pasos?... ¡A Jerusalén!..., dije inmediatamente. Esta es la oportunidad de conocer a Cefas y su gente. Una semana después arribaba a la ciudad de David, cansado y hambriento. Hacía tres años que la había abandonado con los poderes de los jefes sacerdotales. "¡Cómo cambia la vida!", dije entre dientes al trasponer su gran muralla... Con emoción contenida averigüe el paradero de algunos de la comunidad, pero en seguida me di cuenta que me tomaban por un falso convertido. Bien lo narra Lucas: "Llegado a Jerusalén, intentó juntarse con los discípulos, pero todos le tenían miedo porque no creían que fuese discípulo. Entonces Bernabé lo tomo consigo, lo presentó a los apóstoles y les contó que Saulo había visto al Señor en el camino, lo que le había hablado y como en Damasco había predicado valientemente en el nombre de Jesús. Así empezó a convivir con ellos en Jerusalén, predicando con valentía nombre del Señor. También hablaba y discutía con los judíos helelenistas; pero ellos querían matarlo. Cuando los hermanos lo supieron, lo llevaron a Cesarea y lo enviaron a Tarso" (Hch. 9, 26-30). Siempre en la vida aparece de pronto algún personaje providencial que lo saca a uno de apuros en el momento preciso. Luego de vagar un día entre el justo recelo de los discípulos de la comunidad madre, me encontré con Bernabé y le conté todo lo que me había pasado. Hombre sincero y justo, creyó en mí y en mis palabras y me presento a Pedro. "Quince días permanecí en Jerusalén y pude conocer así a Cefas, pero no vi a ningún otro apóstol; en cambio, sí a Santiago, el hermano del Señor". Pero era evidente que seguir a Cristo como testigo significaba tomar su cruz cada día. Ya me había acostumbrado a compartir con la comunidad, cuando tuve una visión inesperada. "Estando en oración en el templo, caí en éxtasis; y le vi a él que me decía: -Date prisa y márchate inmediatamente de Jerusalén, pues no recibirán tu testimonio acerca de mí. Yo respondí: -Señor, Ellos saben que yo andaba por las sinagogas encarcelando, azotando a los que creían en ti; y cuando se derramó la sangre de Esteban, tu testigo, yo también me hallaba presente y estaba de acuerdo te enviaré lejos a los gentiles (Hch.22, 17-21) . Como ustedes pueden ya imaginarse, esta visión confirmaba la de Damasco, y a pesar de mis razonamientos en favor de seguir predicando a los judíos pues debían creer al mismo que antes había perseguido a los cristianos, el Señor insistió en su punto de vista: yo tenía por delante un largo camino y estaba destinado a los gentiles. Tan pronto como pude y luego de despedirme del grupo, emprendí rumbo a Tarso, antes que fuera demasiado tarde.

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Después me dirigí a Antioquia Yo no conocía a Antioquia. Al igual que muchas otras comunidades, también la de Antioquia fue fruto de la sangre que derramara Esteban. Así lo cree y narra Lucas: "Los que se habían dispersado a raíz de la persecución que siguió a la muerte de Esteban, recorrieron hasta Fenicia, la isla de Chipre y la ciudad de Antioquia, aunque sólo predicaban a los judíos. Sin embargo, había entre ellos algunos hombres de Chipre y de Cirene que, al llegar a Antioquia, predicaron también a los griegos y les anunciaron la buena nueva del Señor Jesús. La fuerza del Señor estaba con ellos y fueron numerosos los que creyeron y siguieron al Señor" (Hch. 11, 19-21), Como vemos, pronto en Antioquia se forma un centro entusiasta de la fe, a tal punto, que se comienza a predicar el Evangelio a los mismos paganos. Esto naturalmente llegara a los oídos de los de Jerusalén, siempre muy celosos de la ortodoxia. “Esta noticia llegó a oídos de la Iglesia de Jerusalén y mandaron a Bernabé a Antioquia. Cuando llegó y vio la gracia de Dios, se alegró y los animó a permanecer fieles al Señor con firme corazón, pues Bernabé era un hombre bueno, lleno del Espíritu Santo y de fe. Así una enorme multitud conoció al Señor" (Hch. 11,22-24). Entre tanto, y mientras Bernabé aprobaba la nueva política de evangelización de la Iglesia antioqueña, yo seguía en Tarso, predicando el evangelio tanto en esta ciudad como en toda la provincia de Cilicia. Me sentía bastante impaciente ya que habían pasado casi seis años desde mi bautismo y ahora no lograba entrar de lleno en un plan misionero juntamente con los otros grandes evangelizadores. Seguía esperando, pues... Si en Jerusalén fue Bernabé quien me libro de la angustia y me presento a Pedro, será el mismo chipriota quien ahora me sacaría de la soledad para llevarme a Antioquia y presentarme a los hermanos. Indudablemente le había caído en gracia. "Bernabé entonces salió para Tarso en busca de Saulo, y apenas lo halló, lo llevó consigo a Antioquia. En esta Iglesia convivieron todo un año y enseñaron la doctrina a una gran muchedumbre. En Antioquia fue donde por primera vez los discípulos recibieron el nombre de cristianos" (Hch. 11,25-26). Mi estadía en Antioquia fue más bien breve, un año, y coincidió con la persecución que Herodes Agripa hiciera contra Pedro y los cristianos en Palestina. Pedro fue preso y luego milagrosamente liberado, mientras que Herodes moría en Cesarea. Poco después una nueva circunstancia me llevó por pocos días a Jerusalén. La recuerda Lucas: "Por aquellos días bajaron unos profetas de Jerusalén a Antioquia. Uno de ellos, llamado Agabo, movido por el Espíritu, se levantó y profetizó que vendría una gran hambre sobre la tierra, la que efectivamente tuvo lugar en tiempos de Claudio. Los discípulos determinaron enviar algunos recursos, según las posibilidades de cada uno, para los hermanos que vivían en Judea. Así lo hicieron y se los enviaron a los presbíteros por medio de Bernabé y de Saulo. Entre tanto la palabra de Dios crecía y se multiplicaba. Bernabé y Saulo volvieron a Jerusalén, una vez cumplido su ministerio, trayéndose consigo a Juan, por sobrenombre Marcos" (Hch. 11, 27-30; 12,24-25). En las comunidades cristianas el Espíritu distribuye ampliamente sus carismas. Uno de ellos es el profetismo. Generalmente los profetas recorrían las comunidades interpretando ciertos acontecimientos a la luz de la palabra divina, e incluso en ciertas ocasiones, avizoraban acontecimientos inminentes. El profeta Agabo tiene para mí un recuerdo muy especial, pues unos trece años después, mientras yo me dirigía a Jerusalén, me anunció mi arresto y prisión. Cuando llegamos a Jerusalén, ya no estaba Pedro que, luego de su liberación, había huido hacia el norte, y entregamos el importe total a los presbíteros. En Jerusalén la comunidad cristiana era guiada por un consejo de ancianos o presbíteros, al modo de las comunidades judías, bajo la superior dirección de Santiago, el pariente del Señor.

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Con este rápido viaje a la ciudad santa, concluye una primera parte de mi vida de cristiano. Casi diez años en que pude madurar mi fe, mientras el Espíritu me hacía ya intuir insospechadas perspectivas en lo que respecta a la presentación de la fe a los pueblos griegos.

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V. PRIMER VIAJE

No habían pasado muchos días de nuestra vuelta a Antioquia, cuando el Espíritu del Señor nos indicó con toda claridad, que había llegado el momento de iniciar una nueva e importante etapa misionera. Este primer viaje durará 4 años. ¿Cómo surgió la idea de este primer viaje?... Al Espíritu se la debemos. "En Antioquia, en la Iglesia que estaba allí, había profetas y maestros: Bernabé, Simeón llamado el Negro, Lucio de Cirene, Mamahem, que se había criado con Herodes, y Saulo. Mientras celebraban, el culto litúrgico del Señor y ayunaban, el Espíritu Santo les dijo: -Separadme a Bernabé y a Saulo, y envíenlos a realizar la misión a que los he llamado. Ayunaron, pues, e hicieron oraciones, les impusieron las manos y los enviaron" (Hch. 13, 1-3). La comunidad cristiana antioqueña era gobernada por estas cinco personas, entre las cuales estaba también yo. Nuestra misión era la de ser profetas, alentando a los herma-nos, y maestros, es decir, enseñándoles las Escrituras santas y completando su formación en la fe. Los sábados por la noche nos reuníamos para la cena eucarística, tal como el Señor lo había ordenado. En estas reuniones que llamábamos "liturgias", o sea, "servicio a Dios", o simplemente "culto", no solamente se hacía la fracción del pan y comulgábamos el cuerpo y la sangre de Cristo, sino que también orábamos en comunidad, escuchábamos la Palabra y el comentario que hacían los profetas o maestros. Pero el Espíritu no estaba atado a nadie, por lo que era común que cualquier persona de pronto se levantara en la reunión e, inspirada por el Espíritu, nos dirigiera la palabra. Fue así como aquel día, uno de estos profetas dio a la comunidad la orden de que Bernabé y yo, fuéramos preparados para el primer viaje misionero. Me sentí profundamente emocionado y se me fue aclarando el panorama que, desde Damasco, todavía seguía un poco entre nubes. A imitación de Jesús, nos preparamos para esta misión con ayunos y oraciones. Cuando con Bernabé nos sentimos preparados y listos para emprender el viaje, nos impusieron las manos para que recordáramos que en nombre del Espíritu de Cristo debíamos hablar y obrar y que a él nos debíamos totalmente. "Entonces ellos, enviados por el Espíritu Santo, bajaron al puerto de Seleucia y de allí navegaron hasta la isla de Chipre. Llegados a Salamina, anunciaron la palabra de Dios en las sinagogas de los judíos, teniendo a Juan Marcos como ayudante" (Hch. 13, 4-5). En Chipre, que contaba con una gran mayoría de judíos, ya allí la fe había llegado por aquellos cristianos que habían huido de Jerusalén luego de la muerte de Esteban. Después de desembarcar en el puerto oriental de Salamina, fuimos recorriendo toda la isla hasta llegar a su capital, Pafos, ubicada a unos ciento cincuenta kilómetros. "Atravesaron toda la isla hasta Pafos, y encontraron un mago y falso profeta judío, llamado Bar-Jesús, que vivía al lado del procurador Sergio Paulo, hombre de buen criterio. Este mandó llamar a Bernabé y a Saulo, ya que deseaba escuchar la palabra de Dios. Pero se les opuso el mago, también llamado Elimas, que trataba de apartar de la fe al gobernador. Entonces Saulo, también llamado Pablo, lleno del Espíritu Santo, fijó sus ojos en él y le dijo: -Tú, hijo del diablo, lleno de engaño y de maldad, enemigo de todo bien, ¿cuándo terminarás de torcer los caminos de Dios? Ahora la mano del Señor va a caer sobre ti. Quedarás ciego y por algún tiempo no verás la luz del sol. Al instante lo envolvió la oscuridad y caminaba a tientas buscando a alguien que le diera la mano. El procurador, al ver lo que había pasado, creyó y se admiraba por la doctrina del Señor" (Hch 3, 6-12). La conversión a la fe cristiana del procurador romano nos lleno de inmensa alegría y decidimos retornar al continente para continuar nuestro viaje.

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"Pablo y sus compañeros navegaron desde Pafos hasta Perge de Panfilia. Allí Juan Marcos se separó de ellos y regresó a Jerusalén, mientras que ellos, partiendo de Perge llegaron hasta Antioquia de Pisidia" (Hch. 13,13-14). Al llegar a Perge discutimos hacia donde seguir. Yo sugerí internarnos en el continente y, a pesar de los pésimos caminos y el peligro de los bandidos, arribar a Antioquia de Pisidia. Juan Marcos no estuvo de acuerdo con empresa tan arriesgada y nos abandonó, volviendo a su casa materna de Jerusalén. Aquel gesto suyo me chocó tanto, que no lo olvidaría fácilmente. Para llegar a Antioquia de Pisidia tuvimos primero que ascender los montes Tauro y luego recorrer una altiplanicie montañosa, hasta que después de unos 160 kilómetros llegamos a la ciudad antes citada, ubicada a unos 1.200 metros de altura. Fue un viaje sumamente duro y penoso y empleamos de 7 a 10 días. "El sábado entramos en la sinagoga y nos sentamos. Después de lectura de la ley y los profetas, los jefes de la sinagoga nos mandaron decir: Hermanos, si tienen una palabra de aliento para los hermanos, hablen. Yo, entonces, me levanté, hice señal con la mano y dije: Hijos de Israel y también ustedes los "temerosos de Dios", escuchen: El Dios de Israel, nuestro pueblo, eligió a nuestros padres, y después que hizo prosperar a sus hijos durante su permanencia en Egipto, los sacó de allí triunfalmente. Durante unos cuarenta años los alimentó en el desierto, y después de destruir siete naciones en la tierra de Canaán, les dio en herencia su tierra, al cabo de unos cuatrocientos cincuenta años. Después les dio jueces hasta el profeta Samuel. Entonces pidieron un rey, y Dios les dio a Saúl, de la tribu de Benjamín, que reinó cuarenta años. Poco después, Dios lo rechazó y les dio por rey a David, de quien dijo este testimonio: „Encontré a David, hijo de Jesé, un hombre a mi gusto, que actuará en todo según mis planes‟. Ahora bien, de la familia de David, Dios ha hecho salir un Salvador para Israel, como lo había prometido, y ese es Jesús. Antes que se manifestara, Juan proclamó a todo el pueblo un bautismo de conversión. Y cuando Juan terminaba su carrera decía: ‟No soy lo que ustedes piensan, pero sepan que detrás de mi viene aquel a quien no yo no soy digno de desatarle el calzado" (Hch. 13,14-25). "Hermanos, hijos y descendientes de Abraham: A nosotros nos dirigió Dios este mensaje de salvación. Bien es cierto que los habitantes de Jerusalén y sus jefes lo desconocieron como también desoyeron los llamados de los profetas que se leen cada sábado. Condenaron a Jesús y con eso cumplieron las profecías, aunque no encontraron en él ningún motivo para condenarlo a muerte, pidieron a Pilato que lo hiciera morir, y cuando cumplieron todo lo que sobre él estaba escrito, lo bajaron de la cruz y lo pusieron en un sepulcro. Pero Dios lo resucitó de entre los muertos. Durante muchos días se apareció a los que habían ido con él desde Galilea a Jerusalén, los que ahora son sus Testigos ante el pueblo. Y nosotros les venimos a anunciar lo mismo que Dios prometió a nuestros padres. Dios lo ha cumplido con sus hijos, es decir, con nosotros, al resucitar a Jesús, tal como está escrito en el salmo segundo: „Tu eres mi hijo, hoy yo te he engendrado‟. Dios lo resucitó entre los muertos, de modo que nunca más pueda morir, según había dicho: Cumpliré las promesas hechas a David, las que no fallarán. Por eso esto también escrito en otro lugar: „No permitirás que tu santo sufra la corrupción‟. Ahora bien, David murió después de haber cumplido durante su vida la voluntad de Dios, se reunió con sus antepasados y sufrió la corrupción. En cambio no sufrió la corrupción el cuerpo de Aquel que Dios resucitó" (Hch. 13, 26-37).

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"Hermanos, les anunciamos que por él obtendrán el perdón de los pecados y de todas las cosas de las cuales buscaron en vano rehabilitarse por la ley de Moisés. Quien cree en este Jesús es perdonado y liberado. Tengan cuidado pues, que no les pase lo que dijeron los profetas: Atiendan ustedes que desprecian, asómbrense y desaparezcan, porque voy a realizar en sus días una gran obra, que si se la contaran, no creerían" (Hch. 13,38-41). Como ustedes pueden observar, en este discurso están las principales ideas que con Bernabé desarrollábamos cuando les hablábamos a nuestros hermanos de raza. Siempre comenzábamos con el recuerdo de los grandes hechos del pueblo de Israel, con Abraham, Moisés, David y los profetas, para hacerles descubrir como Jesucristo no vino a romper una historia, sino precisamente lo contrario, a darle la plena continuidad y su cabal cumplimiento. Es decir, les enseñábamos a leer esas mismas páginas de las Escrituras desde la novedad de Jesucristo; así cada página revivía con nuevo sentido y las profecías adquirían pleno cumplimiento. Lo novedoso de nuestro anuncio o evangelio, radicaba en la figura de Jesucristo, muerto y resucitado por nuestros pecados, y por quien podíamos obtener el perdón de todas las culpas y la plena liberación. No es el cumplimiento de la ley de Moisés lo que salva y libera al hombre, o como decimos con un término más hebreo, lo que lo justifica (o hace justo y santo ante Dios), sino la fe, es decir, la total aceptación de Cristo y su mensaje. Ya sé que ustedes me estarán preguntando: ¿Y qué pasó después de ese discurso? "Cuando salimos, nos rogaron que les siguiéramos hablando sobre estas cosas el sábado siguiente. Terminada la reunión, muchos judíos y prosélitos nos siguieron; nosotros conversábamos con ellos y los invitábamos a no perder este don de Dios. El sábado siguiente se reunió casi toda la ciudad para escuchar la palabra de Dios. Los judíos, al ver tal gentío, se llenaron de envidia y se pusieron a contradecir con insultos lo que yo enseñaba. Entonces con Bernabé les dijimos con firmeza: -Ustedes eran los primeros a quienes debíamos anunciar el mensaje de Dios. Pero ahora, al rechazarlo, se condenan a no recibir la vida eterna y nosotros nos dirigiremos a los que no son judíos, ya que así nos ordenó el Señor: „Te puse como luz de las naciones para que lleves la salvaci6n hasta los confines del mundo‟. Los paganos, al oír todo esto, se alegraron y comenzaron a alabar el mensaje del Señor y creyeron todos los que estaban dispuestos para la vida eterna. Mientras tanto la palabra de Dios se difundía por toda la provincia" (Hch. 13,42-49). Ante la oposición de mis hermanos hebreos, comprendí con mayor lucidez el segundo cántico del siervo de Dios que dice: "Dios me llamo desde el seno de mi madre, hizo mi boca una espada afilada y como flecha aguda... Y el que me plasmó como siervo suyo me ha puesto como luz de todas las naciones para que la salvación alcance hasta los confines de la tierra" (Is. 49, 1-6). Así, día a día, me convencía más que el evangelio debía ser predicado a los paganos, pues ellos estaban llamados a ocupar el lugar que abandonaban los judíos. Pero esto era una tremenda innovación y hasta parecía un insulto a los míos. Un hondo sentimiento de orgullo de raza, de sangre y de culto impedía a los hebreos valorizar a los no judíos y reconocer también en ellos un pueblo llamado por Dios a formar parte de su herencia. Como les explicaré más adelante, no solamente los judíos se opondrán a esta idea, sino que los mismos cristianos de Jerusalén y otros de su misma mentalidad, no verán con buenos ojos esta apertura de la fe. Como pueden ustedes imaginarse, con toda la colectividad judía en contra de nosotros, la situación en la ciudad se nos iba a ser poco menos que insoportable. "Los judíos entonces incitaron a mujeres distinguidas y también hombres importantes que eran „temerosos de Dios‟, y organizaron una persecución contra nosotros, logrando que

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nos echaran de su territorio. Nosotros, entonces, sacudimos nuestros pies, como señal de protesta, y nos dirigimos a la ciudad de Iconio, dejando a los discípulos llenos de gozo y del Espíritu Santo" (Hch. 13,50-52). La ciudad de Iconio es una colonia romana ubicada a unos 130 kilómetros al sudeste de Antioquia de Pisidia. Allí la enemistad de los judíos nos impedirá ejercer el apostolado por mucho tiempo. A medida que avanzábamos crecía la oposición y aumentaban los peligros para nosotros que, en más de una oportunidad, estuvimos a punto de ser muertos. "En Iconio, entramos en la sinagoga y hablamos de tal manera que una multitud de judíos y griegos creyeron. Pero los judíos que no creyeron excitaron a los paganos y los indispusieron contra nosotros. A pesar de todo, permanecimos allí bastante tiempo; predicábamos sin miedo, confiados en el Señor que confirmaba el anuncio de su gracia con milagros y prodigios que realizaba por nuestro intermedio. La gente de la ciudad se dividió: unos estaban a favor de los judíos; otros, a favor nuestro. Un grupo de paganos y judíos con sus jefes al frente, se preparó para atacarnos y apedrearnos. Al enterarnos, huimos y nos dirigirnos a las ciudades de la provincia de Licaonia; Listra, Derbe y otras más. Allí nos pusimos a anunciar la buena nueva" (Hch. 14, 1-7). Listra y Derbe son dos pequeñas poblaciones, casi exclusivamente compuestas par paganos, ubicadas una de otra a unos cincuenta kilómetros. Toda la región circundante era famosa par sus bandidos que sembraban el terror entre los viajeros. Mas no en vano la persecución nos empujo a sus puertas. En Listra abrazará la fe Timoteo, quien más tarde me acompañará en mí segundo viaje, y llegará a ser el Jefe espiritual de Éfeso, el mismo a quien le dirigiré dos cartas, escritas hace muy poco, ahora que estoy prisionero en Roma. "En Listra se hallaba presente un hombre con los pies tullidos, rengo de nacimiento y que nunca había podido caminar. Mientras escuchaba mi discurso clave en él mi mirada y descubriendo que tenia fe como para ser curado, le dije en alta voz: -Ponte de pie. El hombre dio un salto y se puso a caminar. La gente al ver lo que había sucedido se puso a gritar en su idioma nativo: -„Los dioses han tornado forma de hombres para bajar hasta nosotros‟. A Bernabé lo llamaban Júpiter, y a mí Mercurio, porque era el que predicaba. Entonces el sacerdote del templo de Júpiter, ubicado a la entrada de la ciudad, trajo toros y guirnaldas hasta las puertas y de común acuerdo con la muchedumbre, quería sacrificarlos en home-naje a nosotros. Pero cuando con Bernabé nos dimos cuenta, rasgamos nuestras vestiduras llenos de indignación y metiéndonos en media de la gente les gritamos: -¡Amigos! ¿Por que hacen esto? Nosotros también somos hombres mortales, igual que ustedes, y les predicamos que abandonen estos ídolos y se conviertan al Dios vivo, que hizo el cielo y la tierra, el mar y cuanto hay en ellos. Él permitió que en las generaciones pasadas, cada nación siguiera su propio camino; aunque nunca ha dejado de manifestarse ni de derramar sus beneficios. Desde el cielo envía las lluvias y las cosechas a su tiempo, dando el alimento y llenando de alegría los corazones. A pesar de estas palabras, a duras penas logramos que no nos ofrecieran un sacrificio” (Hch. 14,8-18). Este incidente nos enseñó que al tratar con paganos, debíamos insistir más en que existe un solo Dios, y que los ídolos eran puras construcciones humanas. Al mismo tiempo comprendimos que un milagro sin la suficiente palabra de Dios, puede tener efecto contradictorio, ya que puede ser confundido con un acto mágico o supersticioso. Día a día nos dimos cuenta que predicar a los paganos tenía sus dificultades, ya que no conocían las Escrituras, ni tenían idea alguna del accionar de Dios. Hasta ahora, nunca

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nos habíamos aproximado al mundo pagano y no disponíamos de buenos recursos y hasta de un lenguaje apropiado para dirigimos a ellos. Poco a poco la experiencia y los fracasos me irán llevando adoptar muchas palabras de uso griego y adaptarlas al cristianismo, dejando a un lado los modismos hebreos o ciertas formas de pensar que los griegos no podían aceptar de buenas a primera. Evidentemente, predicar a los gentiles era una tarea nueva y muy difícil. Terminando con nuestra experiencia en Listra, me olvidaba de darles el final que por poco me resulta por demás trágico. "Algunos judíos vinieron de Antioquia y se ganaron al pueblo. Entonces me apedrearon y me arrastraron fuera de la ciudad, convencidos de que yo estaba muerto. Pero cuando mis hermanos se reunieron alrededor de mi cuerpo, pude levantarme y entrar en la ciudad. Al día siguiente partí con Bernabé hacia Derbe. Después de haber evangelizado esta ciudad y hecho muchos discípulos volvimos a Listra, después a Iconio y finalmente a Antioquia de Pisidia. Animábamos a los discípulos y los invitábamos a perseverar en la fe; y les decíamos: -Nos es necesario pasar por muchas pruebas para entrar en el reino de Dios. En cada Iglesia designábamos presbíteros y después de ayunar y orar, los encomendábamos al Señor, en quien habían creído" (Hch. 14,19-23).Como ustedes ven, el viaje de retorno lo hicimos visitando las mismas ciudades que ya habíamos evangelizado. Y esto por varios motivos: Primero, para afianzarlos en la fe, responder a preguntas y completar la enseñanza recibida. Segundo, para organizarlos poniendo al frente de cada comunidad un grupo de presbíteros que nosotros mismos elegíamos de entre los más dispuestos y llenos del Espíritu Santo. Orábamos sobre ellos y les imponíamos las manos, según la costumbre de la Iglesia y de nuestros antepasados. Era fundamental acertar en la elección de estos presbíteros sobre quienes recaía una gran responsabilidad, ya que el contacto conmigo se hada difícil debido a las distancias y al inmenso campo de acción que cada día era más grande. Más tarde, debido a ciertos problemas que surgieron en las comunidades, opté por escribirles cartas en las que, amén de solucionar sus cuestiones, completaba la instrucción o los introducía a nuevas perspectivas en la comprensión de la fe. "Finalmente atravesamos la provincia de Pisidia y llegamos a la de Panfilia, predicando la palabra de Dios, y llegando a la costa de Atalía. De allí navegamos hasta Antioquia, de donde habíamos partido, encomendados a la gracia de Dios para la obra que acabábamos de realizar. A nuestra llegada, reunimos a la iglesia y nos pusimos a contar todo lo que Dios había hecho por nuestro intermedio y cómo habíamos abierto la puerta de la fe a los pueblos paganos. Y allí permanecimos bastante tiempo con los discípulos" (Hch. 14, 1'2.4-28). Se pueden ustedes imaginar la alegría de todos y el recibimiento cordial que tuvimos. ¡Cuatro años ausentes de la comunidad, pasando tantos peligros y apuros en nombre de Cristo! Fue emocionante narrarles todas nuestras aventuras y constatar cómo la gracia de Dios nos acompaña en todo momento, y cuan cierto era lo que les decíamos a las comunidades recién fundadas: "Nos es necesario pasar por muchas pruebas para entrar en el Reino de Dios". ¡Qué linda época aquella de Antioquia! Una comunidad unida donde pastores y fieles compartíamos hasta el último momento de gozo o de pena, sin secretos, sin el orgullo fatuo creerse superior a nadie, trabajando todos por el Reino de Dios

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Yo me sentía muy feliz. El camino de Damasco, aquel camino que Cristo se me cruzó para una insospechada misión ahora ya se iba haciendo realidad. Las puertas de la fe estaban totalmente abiertas al mundo pagano... ¡Era hora!

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VI. EL CONCILIO DE JERUSALÉN

Al cabo de pocas semanas, a la vuelta de mi viaje misionero y luego de unos días de descanso y alegría con todos los hermanos, sentí que ciertos hermanos me miraban con malos ojos y hablaban mal de mí a mis espaldas. Razón tiene Lucas cuando escribe: "Algunos que habían llegado de Judea, enseñaban a los hermanos en la forma siguiente: - Si no se circuncidaban, de acuerdo a la ley de Moisés, no podrán salvarse. Esto ocasionó bastante agitación, así como discusiones violentas de Pablo y Bernabé contra ellos" (Hch.15, 1-2). Sobre estos hechos tengo mi propia versión en la carta a los Gálatas. Y con gran sorpresa me encuentro con que Lucas tiene la suya, que difiere bastante de la mía. Procuraré, pues, decirles primeramente como vi y viví yo el problema, y leer luego la versión de Lucas para captar sus aportes y sus diferencias. De, acuerdo a mi temperamento apasionado y enérgico, decidí enfrentar la situación con total claridad y sin ceder un paso lo que consideraba un intolerable abuso de los cristianos-judíos ¿Con qué derecho había que obligar a los griegos a hacerse primero judíos, mediante la circuncisión, para poder tener acceso a la fe de Cristo? Si es Cristo quien salva, ¿para qué circuncidar y cumplir el resto de las normas judaicas?· Como el problema en cuestión no se resolvió del todo en esta oportunidad sino que siguió lacerando a la Iglesia por largos años, fue como tuve que escribir más tarde la carta a los cristianos de Asia que yo mismo había evangelizado y que estaban a punto de ser deformados por los judeocristianos. Fue por eso que en la carta a los Gálatas aludí al problema y expliqué cómo en Jerusalén, con Pedro, Juan y Santiago, ya habíamos dado una solución común a la situación planteada. En dicha carta escribí, a propósito de estos incidentes, lo que sigue: "Al cabo de catorce años, subí nuevamente a Jerusalén con Bernabé, llevando conmigo también a Tito". "Subí movido por una revelación y les expuse el evangelio que proclamo entre los gentiles (no judíos) y tomando aparte a los notables para saber si corría o había corrido en vano. Pues bien, ni siquiera Tito que estaba conmigo con ser griego; fue obligado circuncidarse. Pero, a causa de los intrusos, de los falsos hermanos que solapadamente se infiltraron para espiar la libertad que tenemos en Cristo Jesús con el fin de reducirnos a esclavitud, a quienes ni por un instante cedimos sometiéndonos a ellos, a fin de salvaguardar para ustedes la verdad del evangelio" (Ga. 2, 1-5). Ustedes pueden darse cuenta que esa carta la escribí con pasión y grande enojo, y no dude en llamar "intrusos y falsos hermanos" a estos infiltrados que pretendían quitamos la libertad que Cristo nos había otorgado. Cristo había roto las cadenas de la ley y, en cambio, nos había encadenado a la libertad que brinda la verdad de su evangelio. En Jerusalén me fui derecho al grano y tomé aparte a los "notables" de la comunidad, es decir, a Pedro, a Santiago y a Juan. Les expuse mi manera de pensar y mi criterio acerca del asunto en cuestión, y a tal punto lo aceptaron como valido, que Tito no fue obligado a circuncidarse, a pesar del grave peligro de escándalo en la ciudad santa. "y de parte de los que eran tenidos por notables -¡qué importa lo que fuesen, en Dios no hay diferencia entre personas! digo, pues, que los notables nada nuevo me impusieron. Antes, al contrario, viendo que me había sido confiada la evangelización de los no judíos, al igual que a Pedro la de los judíos, -pues el mismo que hizo de Pedro apóstol de los judíos hizo de mí el apóstol de los gentiles- y reconociendo la gracia que me había sido otorgada, Santiago, Cefas y Juan, que eran considerados como columnas, nos tendieron

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la mano en señal de comunión a mí y a Bernabé: nosotros nos iríamos a los paganos y ellos a los judíos; sólo que nosotros debíamos tener presentes a los pobres, cosa que he procurado cumplir con todo esmero" (Ga. 2, 6-10). A raíz de las charlas habidas con las tres columnas de la Iglesia, entre ellos el pariente de Jesús, llegamos a un acuerdo final: los paganos no se someterían a ninguna de las exigencias que querían los judaizantes; lo único que nos pidieron los tres es que nos ocupáramos en forma especial de los pobres, pues especialmente para ellos vino Jesús al mundo. Hicimos, pues, un pacto, dándonos la mano y señalando con claridad el terreno de acción de cada uno: nosotros seguiríamos ocupándonos de los no judíos, y ellos de los judíos. Bien, como me gusta ser objetivo ahora que estoy anciano y a punto de morir y tener en cuenta también el punto de vista de los demás, quiero leer con ustedes la versión que da Lucas en estos apuntes, sobre el mismo acontecimiento. Ya les adelanto a ustedes, que hay una coincidencia general, pero al mismo tiempo, varias notables diferencias que trataremos de explicar, ya que se que mi secretario es sincero y fiel en lo que dice. "Los de Antioquia decidieron que Pablo, Bernabé y algunos de ellos subieran a Jerusalén para tratar esa cuestión con los apóstoles y los presbíteros. Después de despedirse de la Iglesia, atravesaron Fenicia y Samaría, contando cómo se convertían los no judíos, lo que produjo gran alegría en todos los hermanos. Al llegar a Jerusalén, fueron recibidos por la Iglesia, por los apóstoles y los presbíteros, a quienes contaron todo lo que Dios había hecho por su intermedio. Algunos del grupo de los fariseos que habían abrazado la fe intervinieron para decir que los que no eran de origen judío, debían circuncidarse y que era necesario ordenarles que cumpliesen toda la ley de Moisés" (Hch. 15, 2-5). "Después de una larga discusión, Pedro se levantó y dijo: -Hermanos, ustedes saben que desde los primeros momentos Dios me eligió para que hombres de pueblos paganos escucharan de mis labios la predicación del evangelio y creyeran. Y Dios, que conoce los corazones, se declaró en favor de ellos, al comunicarles el Espíritu Santo, al igual que a nosotros. No ha hecho ninguna distinción entre nosotros y ellos y con la fe purificó sus corazones. ¿Por qué pues, ahora tientan a Dios? ¿Por qué quieren poner sobre el cuello de los discípulos un yugo que ni nuestros antepasados ni nosotros fuimos capaces de soportar? Nosotros creemos, más bien, que la gracia del Señor Jesús es la que nos salva, del mismo modo que a ellos. Toda la asamblea calló, y escucharon a Bernabé y a Pablo contar todos los prodigios y señales que Dios había realizado por su intermedio entre los paganos. Cuando terminaron de hablar, Santiago tomó la palabra y dijo: -Hermanos, escúchenme: Simón ha contado cómo Dios desde el principio, se preocupó de formar un pueblo con hombres de pueblos paganos. Esto esta de acuerdo con las palabras. Esto está de acuerdo con las palabras del profeta que dice: Después de esto, volveré y construiré de nuevo la casa de David, reconstruiré sus ruinas y la volveré a levantar para que todos los hombres busquen al Señor, todas esas naciones me fueron consagradas a mí nombre. Así dice el Señor que hoy hace lo que dio a conocer desde siempre. Por eso, yo considero que no se debe molestar a los pueblos paganos que se convierten a Dios; solamente escribirles que no coman de lo ofrecido a los ídolos, que se abstengan de la impureza, y que no coman animales estrangulados ni su sangre. Efecto, Moisés tiene desde mucho tiempo en cada ciudad sus predicadores y cada sábado recuerdan sus leyes" (Hch. 15, 7-21) Lo que más me llama la atención en estos escritos de Lucas es este discurso de Santiago las tres prohibiciones a las que somete a los paganos convertidos. Es cierto que en su discurso Santiago, citando al profeta Amós, propugna la adoración del Dios por todos los

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pueblos del mundo, pero luego tiene esta conclusión que está en contradicción con lo que yo viví en Jerusalén y escribí en mi carta a los Gálatas. La primera, prohibía comer las carnes sacrificadas a los ídolos, para no dar ni la imagen de idolatría o superstición. La segunda, prohibía ciertas relaciones sexuales que la ley judía tenia como graves y portadoras de impureza ritual. La tercera, exigía la abstención de comer animales cuya sangre no era derramada al ser muertos, ya que para los judíos la sangre es algo sagrado y el símbolo de la vida. Así, pues, por lo que veo, Lucas con su afán de buscar coincidencias y de explicar todo conforme al criterio de la caridad, atribuye este decreto un tanto pesado para los cristianos venidos del paganismo, a aquella reunión que yo tuve con los tres. Pero, en realidad, fue posterior.

Yo mismo en algunas cartas les recomendé a los cristianos, que para evitar escándalos y también discusiones, cedieran un poco en algunas cosas no fundamentales, ya que la caridad es nuestro bien supremo. En conclusión: Lucas, de acuerdo a su costumbre de unir varios episodios para darnos una interpretación general de los mismos, transforma mi charla con los tres de Jerusalén, en una magna asamblea en la que participan los apóstoles, los presbíteros y hasta el mismo pueblo, para dar solución a varios problemas de la Iglesia. Conociendo, pues, este su método de narrar los hechos, descubrimos que dice la verdad, ya que enseña cómo nosotros en aquel momento, como siempre, procuramos mantenernos en unidad con la Iglesia de Jerusalén, aceptando la autoridad de Pedro, y tratando de no herir a nadie, sino de buscar una solución que respetase los derechos de ambas partes. Ahora me doy cuenta de que en mí carta yo fui más tajante; Lucas presenta la otra cara de la moneda: la unidad, la paz y el amor estaban por sobre nuestras discusiones. Por este mismo motivo, así concluye su relato: "Entonces los apóstoles y los presbíteros de acuerdo con toda la Iglesia, decidieron elegir a quienes enviarían a Antioquia con Pablo y Bernabé. Los elegidos fueron Judas Barsabás y Silas, hombre de prestigio entre los hermanos. Con ellos mandaron esta carta: Los apóstoles y los presbíteros saludan a los hermanos de otras razas de Antioquia, Siria y Cilicia. Nos hemos enterado que algunos de los nuestros los han molestado con sus palabras, turbando sus ánimos. Nosotros no les habíamos dado ningún mandato. Pero ahora, decidimos de común acuerdo elegir y enviar hasta ustedes a los queridos hermanos Bernabé y Pablo, que han consagrado sus vidas al servicio de nuestro Señor Jesucristo. Así, pues, les mandamos a Judas y Silas que les dirán lo mismo personalmente. Fue el parecer del Espíritu Santo y el nuestro, no imponerles ninguna prohibición más que estas cosas necesarias: privarse de carnes inmoladas a los ídolos, de la sangre, de los animales sin sangrar, de la impureza. Harán bien si se privan de estas cosas. Adiós. Después de despedirse, fueron a Antioquia, reunieron a la asamblea, y entregaron la carta. Cuando la leyeron todos se alegraron con aquel mensaje consolador. Judas y Silas, que también eran profetas, dieron ánimo y confortaron a los hermanos, con un largo discurso. Pasado algún tiempo, fueron despedidos en paz por los hermanos y volvieron a los que los habían enviado. En cuanto a Pablo y Bernabé, se quedaron en Antioquia, enseñando y anunciando la palabra del Señor, en compañía de muchos otros" (Hch. 15,22-35). Quizás alguno de ustedes que está leyendo estos escritos míos, y se esté preguntando si era tan importante la cuestión tratada como para que toda la Iglesia se movilizase en

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busca de una solución. De acuerdo a mí punto de vista, debo decirles lo siguiente: si con Bernabé no me hubiera puesto firme como lo hicimos, y no nos hubiéramos jugado el todo por el todo en aquella oportunidad, con toda seguridad la Iglesia hoy sería una secta más del judaísmo; nada más. ¿Les parece poco importante, esto? Jesús, en tal caso, sería un profeta más, en todo caso el último, pero que sólo hubiera venido a completar el ciclo del pueblo judío, no a traer la gran novedad de su evangelio: Es probable que tanto Pedro como los demás de Jerusalén, no se dieran cuenta aún del grave riesgo que corría la Iglesia. Pero nosotros que estábamos en contacto más directo con los griegos, y conocíamos mejor su modo de pensar, y habíamos visto cómo les bastaba Cristo y su evangelio para ser salvos y recibir al Espíritu Santo, en seguida intuimos que había que obrar con rapidez, pues si quedábamos bajo el sometimiento de las normas judías, todos los pueblos no judíos, acabarían por repudiarnos y, me atrevería a decir, que Jesús habría muerto en vano. Aquí se descubre lo importante que es dialogar con los otros, no quedar en el círculo en el que uno fue formado. Observen lo siguiente: cuando yo era fariseo, y miraba el mundo desde el ángulo del judaísmo de Jerusalén, nada entendí de la posición de Esteban y aprobé su muerte. ¿Se acuerdan? Catorce años después, luego de mirar el mundo de los ojos de los griegos de Cilicia., Siria y otras regiones, en esa misma Jerusalén, pude captar cómo seguían encerrados y cómo no habían comprendido toda la fuerza del testimonio de Esteban, y hasta la misma conversión del centurión romano Cornelio, les había pasado por alto. ¡Que importante es, entonces, no quedarse quietos en la cultura de uno, para mirar el evangelio sólo desde ese ángulo! Me imagino que ustedes, que pueden sacar experiencia de nuestras luchas y errores, cuán amplios de espíritu serán y cómo evitaran por todos los medios que el evangelio se case con esta cultura o la otra, con un modo de pensamiento o tal filosofía. Pero deseo prevenirles de algo: también ustedes pueden encerrar el evangelio tras sus murallas si no están muy atentos y vigilantes. Es fácil ver cómo otros lo encerraron, y no descubrir que uno hace lo mismo. Estamos tan compenetrados con nuestra cultura y forma de pensar, que sin darnos cuenta le hacemos decir al evangelio eso mismo que ya nosotros siempre hemos pensado y creído. ¿Dónde queda, entonces, la novedad de la fe? No sé si me entienden: uno, sin darse cuenta, pretende creer que la única forma de vivir el evangelio es como uno mismo lo vive. Así el Espíritu queda encadenado, y la libertad de la fe acaba siendo una pura ilusión. Otro criterio que tomamos como norma reguladora en la solución del conflicto, fue el respeto a las tradiciones que, venidas del mismo Jesús, tienen como depositarios primordiales a los Apóstoles, y en primer término, a Pedro. Nuestra fe es "apostólica" y ha de guiarse siempre por el testimonio especializado de los apóstoles, que no sólo han estado con Jesús durante su vida publica, sino y muy especialmente lo han visto resucitado y han recibido la plenitud del Espíritu. Desgraciadamente no todo se desarrolló después con la suavidad y unidad que pinta Lucas. Los cristianos judaizantes a quienes yo no dude en llamar "falsos hermanos", me siguieron haciendo la guerra por largos años, y me consta que aun hoy, hay algunos grupos de ellos que no se mezclan con el resto de la Iglesia y siguen practicando en todo, la ley de Moisés y las tradiciones judías, condenando nuestro proceder más abierto. ¡Pero allá ellos si no quieren vivir la libertad de Cristo! No nos dejaremos encadenar bajo su yugo. Así concluye mi primera y gran experiencia evangelizadora. Me tomaré un breve descanso aquí en la cárcel, ya que me resulta bastante incómodo el escribirles, tanto por falta de luz como por mi mala vista, y luego continuare con apremio,

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ya que aún tengo mucho por decirles, y esto hay que hacerlo antes de que aparezca el verdugo...

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VII. SEGUNDO VIAJE: GALACIA

Hoy decido continuar con este relato, luego de un descanso forzoso y de esperar en vano noticias de Judea donde seguramente continúa la revuelta judía en lucha encarnizada contra los romanos. Tampoco tengo noticias de las Iglesias, ya que mi aislamiento es cada día mayor. Espero que pronto Lucas venga a hacerme un poco de compañía y alivie mi ánimo bastante acongojado. Vueltos a Antioquia, nos dispusimos, pues, a emprender una segunda marcha evangelizadora, esta vez de mayor envergadura por la importancia de las regiones que íbamos a misionar, llevados por el Espíritu Santo. Han de saber ustedes, en efecto, que al principio de este viaje yo no tenía una idea muy clara de los lugares que tenia que visitar ni había confeccionado un minucioso plan de viaje; más bien me deje llevar por el Espíritu que fue corrigiendo el trazado de mi camino... y así comienza esta segunda etapa de mi vida apostólica. He aquí como Lucas describe su desarrollo: "Al cabo de unos días dijo Pablo a Bernabé: -Volvamos a ver como les va a los hermanos de todas aquellas ciudades en que anunciamos la palabra del Señor. Bernabé quería llevar también con ellos a Marcos. Pablo, en cambio, pensaba que no debían llevar consigo al que se había separado de ellos en Panfília y no los había acompañado en la misión. Se produjo entonces una tirantez tal, que acabaron por separarse el uno del otro: Bernabé tomó consigo a Marcos y se embarcó rumbo a Chipre; por su parte, Pablo eligió por compañero a Silas y partió, encomendado por los hermanos a la gracia de Dios" (Hch. 15,36-40). Como ustedes pueden ver, también yo tengo mi genio, y como Bernabé era tío de Marcos, se armó tal discusión que acabamos por separarnos y seguir cada uno un rumbo distinto. Lo que pas6 es que me costaba perdonar a Marcos que en un momento difícil nos había abandonado dando las espaldas al compromiso asumido. Por aquel entonces lo veía muy joven e inestable, y de ninguna manera quería arriesgarme a emprender tan largo y peligroso viaje, con un hombre que podía nuevamente, dejarnos plantados. Lo cierto es que Bernabé y Marcos se dedicaron a misionar nuevamente en Chipre; yo, en cambio, tome por compañero a Silas. Al mismo que había traído la carta de Jerusalén, y decidimos abordar el ascenso rocoso de los montes Tauro para llegar así hasta las ciudades que había evangelizado en mi primer viaje: Mas debo aquí aclarar ya, en homenajea la verdad, que Marcos luego se comportó valientemente y nuestras relaciones volvieron a ser cordiales a tal punto que, cuando estuve en Roma prisionero por primera vez, fue uno de los que más me acompañó y lo mismo hará posteriormente. La tormenta de Antioquia había pasado. Sigamos, pues, el viaje. "Recorrimos Siria y Cilicia consolidando las Iglesias. Llegamos también a Derbe y Listra. Había allí un discípulo llamado Timoteo, hijo de madre judía creyente y de padre griego. Los hermanos de Listra y Derbe daban de él un buen testimonio, por lo que quise que viniera conmigo. Luego lo circuncide a causa de los judíos que había por aquellos lugares, pues todos sabían que su padre era griego” (Hch 15,41-16, 3). "A medida que íbamos pasando por ciudades, les íbamos entregando, para que las observasen las decisiones tomadas por los apóstoles y presbíteros en Jerusalén. Las Iglesias se afianzaban en la fe y crecían en número de día en día. Atravesamos Frigia y la región de Galacia, pues el Espíritu Santo nos había impedido predicar la Palabra en Asia" (Hch. 16, 4-6). Por lo visto Lucas tiene mucho apremio por narrar hechos futuros, ya que lo que sucedió en varios meses de duro caminar por zonas inhóspitas y malos caminos, pues recorríamos

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una zona montañosa y agreste, lo dice con tan pocos trazos y tan simplemente que cualquiera diría que estábamos haciendo turismo al modo de los ricos de Roma. En cada Iglesia que llegábamos reuníamos a la comunidad y completábamos la instrucción de la fe, respondiendo también a muchas preguntas y dudas. A partir de Listra, el viaje se hizo más llevadero por la compañía de Timoteo que tan íntimamente estará ligado a mi apostolado a partir de este momento. Mí intención era dirigirme luego hacia Éfeso, la capital de a provincia romana del "Asia", mas un profeta nos hizo saber que el Espíritu nos ordenaba avanzar más hacia el norte y llegar a la tierra de los gálatas que jamás habían escuchado la Palabra. Pues bien, al llegar a esas regiones, fui atacado por una grave enfermedad que me obligó a permanecer allí mucho más de lo pensado, y esa fue la oportunidad elegida por el Espíritu para que fundara aquella Iglesia y la evangelizara. Allí todos me demostraron la mayor de las paciencias y un gran cuidado, ya que mi situación física era muy seria. Finalmente pude recomponerme y decidí emprender el viaje. Ignoraba entonces, que años más tarde estos mismos gálatas me darían un gran dolor de cabeza al dejarse seducir por la predicación de los judeocristianos, lo que me obligaría a intervenir drásticamente con una dura carta. “Estando ya cerca de Misia, intentamos dirigirnos a Bitinia, pero no lo consintió el Espíritu de Jesús. Atravesamos, pues, Misia y bajamos a Tróada" (Hch. 16,7-8). Allí el Señor me indicó con claridad cual era su voluntad y hacia donde tenía que dirigirme. Todo sucedió así:“Por la noche tuve una visión: un macedonio estaba de pié y me suplicaba: -Pasa a Macedonia y ayúdanos. Inmediatamente decidimos pasar a Macedonia, persuadidos de que Dios nos había llamado para evangelizarlos" (Hch. 16,9-10). Pero ahora nuestro pequeño grupo había aumentado hacía unos días que se nos había unido Lucas, quien, debido a mi delicado estado de salud, había venido a mi encuentro y se dispuso a acompañarme par tan largo viaje. Fue además nuestro secretario y relator de viaje.

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VIII. MACEDONIA

Filipos es una ciudad que está grabada en mi corazón con letra de fuego. En efecto, ninguna comunidad como la de los filipenses me demostró nunca tanto cariño y me dio menos fastidios. Bien se lo dije en la carta que les envié diez años después desde la cárcel: "Doy gracias a Dios cada vez que me acuerdo de ustedes, rogando siempre y en todas mis oraciones por ustedes debido a la colaboración que han prestado al Evangelio desde el primer día hasta hoy... Y es justo que yo sienta esto así de todos, pues los llevo en mi corazón, partícipes como son de mi gracia, tanto de mis cadenas como en la defensa y consolidación del Evangelio. Pues testigo me es Dios de cuanto los añoro a todos ustedes en el corazón de Cristo Jesús" (Flp. 1,3-8). Tan buenos como generosos, en más de una oportunidad me ayudaron económicamente, por ejemplo cuando estaba en Tesalónica fundando esa Iglesia, y sobre todo cuando años más tarde me encontraba en extrema pobreza prisionero en Roma. Ellos me enviaron por medio de Epafrodito una abundante donación que agradecí en la misma carta y que me permitía, como les decía a ellos, "nadar en la abundancia". Con tanto afecto me trataron cuando llegue a ellos que por única vez en mi vida permití a una comunidad cristiana que me ayudara económicamente mientras yo les predicaba. Sólo ellos, se lo recordaba en aquella carta, “me abrieron cuentas de haber y debe" (Flp. 4, 10-16). Ya ven ustedes que al acordarme de ellos me olvidé de seguir relatando mi viaje y de qué manera se realizó la fundación de esa Iglesia. Sigo, pues. "Nos embarcamos en Tróade y fuimos derecho a Samotracia, y al día siguiente a Neápolis; de allí pasamos a Filipos, que es una de las principales ciudades de Macedonia, y además es colonia romana" (Hch. 16, 11-12). Tuvimos un viaje con tan buen tiempo que luego de tocar la isla de Samotracia, a los dos días ya estábamos en el puerto... de Neapolis, y de allí nos dirigimos a pie hasta la ciudad de Filipos, situada a solo unos 12 kilómetros. En Filipos hay muy pocos judíos, a tal punto que ni siquiera tienen una sinagoga; se suelen reunir, en cambio, junto al rió Gangites, en cuyas riberas están sus casas y negocios. "En esta ciudad nos detuvimos algunos días. El sábado salimos fuera de la ciudad, a la orilla del rió donde suponíamos que habría un sitio para orar. Nos sentamos y empezamos a hablar a las mujeres que habían concurrido. Una de ellas, llamada Lidia, vendedora de púrpura, natural de Tiatira, y que adoraba a Dios, nos escuchaba. El Señor le abrió el corazón para que se adhiriese al evangelio. Cuando ella y los de su familia recibieron el bautismo, nos suplicaron: -Si creen que somos fieles al Señor, vengan y hospédense en nuestra casa. Y nos obligó a ir" (Hch. 16/ 13-15). Como era mi costumbre, comencé la evangelización con los judíos, y una de las principales convertida, era Lidia que, aunque no judía, adoraba a Dios. Su ciudad natal, Tiatira, es famosa por sus púrpuras y sus tintorerías. Lidia se había enriquecido con este negocio y viendo nuestra situación nos obligó a hospedarnos a los cuatro en su casa, cosa que yo generalmente no aceptaba, para permanecer con mayor libertad ante la comunidad. Mas esta vez ante su insistencia me vi obligado a hacerlo. Todo marchaba como por una calzada cuando sucedió lo imprevisto y nos vimos envueltos en serias dificultades. Pero ya nos íbamos acostumbrando. "Un día que íbamos al lugar de oración, nos salió al encuentro una esclava que tenia espíritu de adivinación y proporcionaba a sus amos pingues ganancias adivinando la suerte. Nos venía siguiendo y gritaba: -Estos hombres son siervos de Dios altísimo y anuncian el camino de la salvación.

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Y hacía esto durante varios días. Al fin yo, fastidiado, me di vuelta y le dije al mal espíritu: -En nombre de Jesucristo te mando salir de ella. Y salió en ese mismo instante. Sus amos, al descubrir que desaparecía una fuente de ganancias, me hicieron tomar preso juntamente con Silas, y a la fuerza nos llevaron al foro ante los magistrados. Cuando se presentaron los Pretores, dijeron: -Estos hombres, que son judíos, alborotan nuestra ciudad y predican costumbres que nosotros, romanos, no podemos aceptar ni practicar. Entonces la multitud se enardeció y los pretores nos hicieron arrancar el manto y nos hicieron azotar con varas" (Hch.16, 16-22).Después que nos dieron muchos azotes, nos encarcelaron, encargando al guardián que nos vigilase con rigor. Él con esta orden, nos arrojo al calabozo más interior, y sujetó nuestros pies en el cepo. A medianoche, me puse con Silas en oración, cantando himnos a Dios, mientras los presos nos escuchaban" (Hch. 16, 23-25). Con nuestras espaldas terriblemente doloridas y aun sangrantes por los golpes de vara, prácticamente inmovilizados por el cepo que sujetaba nuestros pies, sin embargo nos sentimos de pronto invadidos por una profunda alegría: en el dolor estábamos engendrando a una nueva comunidad. Fue tal nuestro sentimiento que oramos en voz alta, cantando salmos a Dios en medio del más impresionante silencio de nuestros compañeros de cárcel. Lo que luego sucedió aquella memorable noche aun me parece estar viviéndolo por lo impresionante que fue. Escuchen: "De repente, sobrevino un gran terremoto y se quebrantaron los cimientos de la cárcel; se abrieron en un instante todas las puertas y se soltaron las cadenas de todos. Se despertó el carcelero, y cuando vio abiertas las puertas de la cárcel, desenvainó la espada para suicidarse pensando que los presos se habían fugado. Yo entonces le grite: -No te hagas daño, que todos estamos aquí. Entonces pidió una antorcha, entro, y se echó temblando ante mí y Silas. Nos saco afuera y nos dijo: -Señores, ¿qué debo hacer para salvarme? Le dijimos: -Cree en el Señor Jesús y serás salvo tu y tu familia. Después le enseñamos la doctrina de Jesús a él y a todos los que había en su casa. Y en aquella misma hora de la noche nos llevó consigo, nos lavó las heridas, y fue en seguida bautizado el y todos los de su familia. Luego nos hizo subir a su casa, puso la mesa, y se alegró con toda su familia por haber creído en Dios. Llegado el día, enviaron los Pretores a los "lictores" diciendo: Suelten a aquellos hombres. El carcelero me comunicó la noticia diciendo: -Los pretores han ordenado que ustedes queden libres. Salgan, pues, y váyanse en paz. Pero yo le respondí: -Siendo nosotros ciudadanos romanos, nos azotaron públicamente y nos echaron a la cárcel, y ¿ahora nos sueltan así en privado? Pues no, que vengan ellos y nos saquen públicamente. Los lictores transmitieron estas palabras a los pretores, quienes al enterarse de que éramos ciudadanos romanos, se llenaron de miedo. Vinieron enseguida, nos presentaron sus excusas, nos soltaron, y nos rogaron que saliéramos de la ciudad. Un vez fuera de la cárcel, fuimos a casa de Lidia, vinieron los hermanos, nos animaron y nos fuimos" (Hch. 16,23-40). Ya ven ustedes que misteriosos caminos tiene el Señor para que su Palabra penetre en los corazones de los hombres. Un hecho casual, como aquel temblor, bastante frecuente

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en esas regiones, fue la oportunidad para que el carcelero se abriera a la fe y fue bautizado con toda su familia, que vivía en un recinto especial de la cárcel. En medio de la pesadilla de aquella noche, el Señor nos mostró cómo ni la cárcel, ni las cadenas ni el cepo son obstáculos para que su evangelio llenara de alegría a quienes estaban por sucumbir ante el pánico. La palabra de Dios es luz, es fuerza, y es fuente de regocijo para todos aquellos que la abrazan. Así nos habló el Señor aquella noche. Felices, pues, abandonamos Filipos, quedando en cambio allí Lucas que se uniría con nosotros unos ocho años después, cuando yo decidí regresar a Jerusalén después del tercer viaje misionero. "Atravesando Anfípolis y Apolonia, llegamos a Tesalónica, donde los judíos tenían una sinagoga" (Hch. 17, 1). El camino lo hicimos por la esplendida calzada romana llamada "Egnacia" que comunica Oriente y Occidente. De Filipos a Anfípolis hay unos 50 kilómetros, y otros tantos de aquí a Apolonia. De esta ciudad a Tesalónica recorrimos unos 60, completando así un extenso recorrido como si hubiésemos atravesado Palestina de norte a sur. Tesalónica tiene unos tres siglos de vida y lleva el nombre de la mujer de Casander, el general macedonio que la fundó. Ahora es capital de Macedonia y tiene el honroso titulo de "ciudad libre" que le concedió Augusto, pues ayudó a su ejército en la batalla de Filipos. Esta ubicada en un hermoso valle llamado Axios, en la falda del monte Kortiatis. “Según mi costumbre fui a la sinagoga y durante tres sábados discutí con los judíos en base a las Escrituras, explicando y probando que era necesario que el Mesías padeciese y resucitase de entre los muertos, y que el Mesías es Jesús, a quien yo predicaba. Algunos se convencieron y se nos unieron, como también una gran multitud de paganos que adoraban a Dios y muchas mujeres distinguidas. Pero, envidiosos los judíos, echaron mano de algunos vagos y maleantes que promovieron alborotos y perturbaron la ciudad. Fueron a la casa de Jasón para buscarnos y llevarnos ante la asamblea del pueblo. Como no nos encontraron, llevaron a Jasón y a algunos otros hermanos ante los "prefectos" de la ciudad, gritando: -Estos perturbadores del mundo también se han presentado aquí y Jasón los ha hospedado. Todos estos obran contra los decretos del Cesar y afirman que hay otro Señor llamado Jesús" (Hch. 17,2-7). Los romanos consideran que el único señor o rey es el emperador, cuyo culto esta oficializado en esta ciudad. Nuestros adversarios nos acusaron de estar contra el Cesar ya que llamábamos "Señor" a Jesucristo. Su obrar era pérfido, pues el señorío de Jesucristo es espiritual y en nada se opone al legal y justo gobierno del emperador. La acusación que se hizo a Jasón y sus compañeros pudo habernos traído muy serias consecuencias, pues no había más que un paso para que se nos considerara a todos los seguidores de Jesús como elementos subversivos contra la autoridad imperial. Felizmente primó el buen criterio de los magistrados romanos de Tesalónica. "Al oír esta acusación, el pueblo y los magistrados se alborotaron. Pero, después de recibir una fianza de Jasón, nos dejaron ir. Inmediatamente por la noche, los hermanos nos enviaron a Berea. Al llegar allí, fui con Silas a la sinagoga de los judíos, que aquí eran de un temperamento mejor que los de Tesalónica, y aceptaron la palabra de Dios de todo corazón. Diariamente examinaban las Escrituras y creyeron muchos de ellos, y entre los griegos, mujeres distinguidas y no pocos hombres" (Hch. 17,10-12). Como ven, con toda premura y casi huyendo, debimos abandonar Tesalónica, pero dejamos allí una comunidad que pudimos organizar en algunas semanas y a la que al año siguiente le iba a dirigir mi primera carta, seguida luego por otra más.

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Para llegar a Brea tuvimos que desviarnos de la ruta “Egnacia” y adentrarnos unos 75 kilómetros en Macedonia de cuyo tercer distrito es precisamente Berea la capital, pues esta provincia romana esta dividida en cuatro zonas o departamentos. Debido a su aislamiento, creíamos que allí podríamos residir un tiempo tranquilos, sobre todo teniendo en cuenta que la comunidad judía allí residente no tenia espíritu revoltoso y nos trató en todo momento con gran simpatía. Pero no fue así. "Cuando los judíos de Tesalónica se enteraron que estábamos anunciando la palabra de Dios en Berea, vinieron en seguida agitando y alborotando al pueblo. Entonces los hermanos me acompañaron hasta el mar, quedándose allí Silas y Timoteo. Algunos me condujeron hasta Atenas y regresaron con la orden de que Silas y Timoteo volvieran lo más pronto posible" (Hch. 17, 13-15). Así termina una primera etapa de mi predicación por Europa, fundando tres comunidades: en Filipos, Tesalónica y Berea. El espíritu de Cristo parecía tener gran urgencia, pues en ningún caso pude predicar con toda tranquilidad ni dedicarme a robustecer la fe y organizar las Iglesias fundadas con la dedicación necesaria. La persecución me pisaba siempre los talones y empujaba la semilla del evangelio desparramándola por todas partes. Hoy comprendo que, quizás, sin estas persecuciones el evangelio se hubiera expandido mucho más lentamente y, posiblemente, se hubiese estancado. Dios, que conduce misteriosamente los hilos de la historia, parecía burlarse y divertirse con todos nosotros: cuanto más se perseguía su Palabra, más se expandía. Por mi parte por ese entonces ya no me quedaban dudas de que ser el apóstol de los paganos, era tomar la cruz todos los días y así seguir al Señor.

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IX. ATENAS

El viaje hacia Atenas despertó en mí inmensas ansias e inquietudes. A medida que el barco avanzaba bordeando la costa, comencé a recordar cuánto había aprendido acerca de la ciudad que más fascinación ejercía sobre todo amante de la cultura. Fundada como una fortaleza de los pueblos egeos, Atenas alcanzó la cumbre de su gloria bajo el gobierno de Pericles, hace unos quinientos años. Gran curiosidad tenía yo por contemplar con mis propios ojos las maravillosas obras de arte que albergaba en su seno, sus templos, palacios y estatuas. Si bien Atenas había perdido toda importancia política y comercial, seguía siendo la madre de la cultura helénica, y los mismos romanos, al igual que los pueblos del cercano Oriente, sienten el orgullo de ser los poseedores de su rica cultura. Ningún intelectual puede preciarse como tal si no visita Atenas y si no escucha a sus filósofos o expone allí sus nuevas teorías. Atenas fue, y es, el máximo desafió a todo pensador, filósofo u hombre de letras que pretenda adquirir fama o preciarse de culto. Desde El Pireo recorrimos a pie los ocho kilómetros que nos separaban de la ciudad por una amplia calzada. Esa tarde conseguimos alojamiento en casa de unos hebreos y me despedí de mis acompañantes que al día siguiente bebían retornar a Berea. Así, pues, comencé mi recorrido por la dudad. Visite primero el Ágora, la bullidosa plaza llena de comercios y con grupos de gente que discutía de cuanto tema interesante hubiese en el mundo. Desde el Ágora comencé a subir la escalinata de 60 grandes peldaños de mármol que me llevarían hasta el corazón de la ciudad, la Acrópolis, levantada sobre un peñasco. Allí pude ver de cerca la colosal estatua de Palas Atenea, protectora de la ciudad, y a su derecha el gran templo de la diosa: el Partenón, rodeado por magnificas columnas dóricas. Dentro, la estatua de la diosa, en oro y marfil, obra también de Fidias. Se me aconsejó permanecer el día entero en el Ágora, pues la famosa plaza y mercado era el lugar favorito de los filósofos de turno, tanto atenienses como extranjeros. Dos eran las corrientes filosóficas que dominaban y aun siguen dominando el pensamiento filosófico del helenismo: el epicureismo y el estoicismo. Tanto el epicureismo como el estoicismo son corrientes filosóficas fundadas hace unos 350 años por Epicuro y Zenón respectivamente, y tienen ciertos elementos más o menos comunes. Las diferencias entre ambas corrientes son, a su vez, notables. Los Epicúreos sostienen que el supremo bien del hombre y fuente de su felicidad es el placer, aunque entienden que ciertos placeres o su exceso pueden ser perjudiciales. El mayor placer está en la serenidad del alma, en el pensar y en la ausencia de todo sufrimiento físico o mental. También sostienen, y este detalle es muy importante, que el alma es material, y que por lo tanto no puede sobrevivir al cuerpo luego de la muerte. Por su parte los dioses viven en su Olimpo totalmente despreocupados por el hombre y por el universo, que se rige por sus propias leyes. Como tampoco juzgan ni premian o castigan a los hombres, no son de temer. En definitiva: lo importante es vivir tranquilos. Por su parte los Estoicos sostienen que el universo esta regido por leyes inmutables, e incluso afirman la existencia de una providencia divina, de tal modo que todo lo que sucede aunque parezca malo, al fin y al cabo, redundará en beneficio del mundo. Cada hombre tiene un destino fatal que cumplir y poco puede hacer para modificarlo libremente. Su deber es resignarse al orden establecido, sabiendo que es bueno, someterse a su destino, y de esta forma alcanzar la paz y felicidad espiritual. De nada vale llorar y lamentarse: hay que saber aceptar la vida con dignidad y entereza.

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Entre tanto pasaban los días y yo, impetuoso por naturaleza, no veía la hora de subirme a un entarimado y anunciar a Jesucristo. Mientras seguía estudiando a los filósofos, no perdí el tiempo y predique la Palabra en la sinagoga, entablando al mismo tiempo los primeros diálogos con los epicúreos y estoicos en el Ágora. Aquí veo que Lucas sintetiza muy bien las cosas cuando escribe: “Mientras tanto Pablo sentía que la indignación se apoderaba de él al contemplar la ciudad llena de ídolos. Discutía en la sinagoga con los judíos y con los que adoraban a Dios y también lo hacía diariamente en la plaza publica con los que pasaban par allí" (Hch. 17,16-17). Una tarde, mientras paseaba por uno de los hermosos jardines de la ciudad, me detuve de pronto sorprendido ante un extraño y pequeño altar con esta inscripción: “Al Dios desconocido". ¡Aja...!, dije para mis adentros. “Esto sí que esta bueno. Si los atenienses han levantado un altar a un Dios al que no conocen pero que suponen que puede existir, esta es mi oportunidad: anunciarles precisamente a ese Dios, apoyado por ellos mismos que ya lo veneran aun sin conocerlo". Más alegre y confiado, esa misma noche redacte el borrador de un supuesto discurso que tarde o temprano tendría que hacer público ante los filósofos griegos. Busqué algunas citas de eximios poetas, otras de filósofos, pulí y retoqué mi estilo y estudié la forma de impactar lo más posible a mis supuestos oyentes. Sin darme cuenta estaba cometiendo uno de mis grandes errores y no tardaría mucho en darme cuenta de ello. El evangelio no depende de la elocuencia humana sino de la fuerza del Espíritu y del testimonio de vida de los creyentes. Pero Atenas me había tentado y yo no pude resistir... “Al día siguiente me dirigí a la plaza para conversar con la gente, e incluso algunos filósofos epicúreos y estoicos dialogaban conmigo. Algunos comentaban: ¿Que estará diciendo este charlatán? Y otros: Parece que es un predicador de divinidades extranjeras. Decían esto porque yo anunciaba a Jesús y la resurrección. Entonces me llevaron con ellos al Areópago y me dijeron: -¿Podríamos saber en que consiste la nueva doctrina que tú enseñas? Predicas cosas que nos parecen extrañas y quisiéramos saber que significan. Porque todos los atenienses y los extranjeros que allí residen, no tienen otro pasatiempo que el de transmitir o escuchar la ultima novedad" (Hch. 17, 18-21). "Yo, entonces, de pie en medio del Areópago, dije: -Atenienses, veo que ustedes son, desde todo punto de vista, los más religiosos de todos los hombres. En efecto, mientras me paseaba mirando los monumentos sagrados de la ciudad, encontré entre otras cosas un altar con esta inscripci6n: "Al Dios desconocido". Pues bien, yo vengo a anunciarles eso que ustedes adoran sin conocer" (Hch. 18,22-23). Como ustedes ven, traté de entrada de ganarme la simpatía del auditorio, alabando su espíritu religioso y aludiendo al culto al Dios desconocido. Ahora iba a procurar hablarles de Dios pero no trayendo citas de la Biblia, por supuesto, sino de algunos poetas y escritores griegos. Quería demostrarles que al fin y al cabo el mensaje de Jesucristo no estaba tan lejano del pensamiento griego como a primera vista podía parecer. En síntesis les dije lo siguiente: "El Dios, que ha hecho el mundo y todo lo que hay en él, no habita en templos hechos por mano de hombre, porque es el Señor del cielo y de la tierra. Tampoco puede ser servido por manos humanas como si tuviera necesidad de algo, ya que él da a todos la vida, el aliento y todas las cosas. El hizo salir de un solo principio a todo el género humano para que habite en toda la tierra, y señaló de antemano a cada pueblo sus tiempos y sus fronteras, para que ellos busquen a Dios, aunque sea a tientas, y puedan encontrarlo. Porque en realidad el no está lejos de cada uno de nosotros.

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En efecto, en él nos movemos, vivimos y existimos, como bien lo dijeron algunos poetas de ustedes: "Nosotros también somos de su raza". Y si nosotros somos de la raza de Dios, no debemos creer que la divinidad es semejante al oro, la plata o la piedra trabajados por el arte y el genio del hombre" (Hch. 17,24-29). En esta parte de mi discurso procuré corregir las ideas que los paganos tienen sobre Dios, o sobre los dioses como es su creencia. Los filósofos estoicos, a su vez, creían en un Dios supremo, pero un Dios con poca personalidad y casi ninguna ingerencia en la historia del hombre. Observaba que hasta este momento me habían escuchado con bastante atención ya que, por supuesto, me había cuidado muy bien en no decir algo que pudiera causarles demasiada extrañeza. Mas llegó el momento crucial en que debía incitarlos a un cambio total de vida, abandonar su idolatría y sus hábitos de pecado, para aceptar a Jesucristo, su muerte y su resurrección. ¿Cómo reaccionaria mi publico? Los miré firmemente y sin vacilar continué así: "Pero ha llegado el momento en que Dios, pasando por alto el tiempo de la ignorancia, manda a todos los hombres, en todas partes, que se arrepientan y cambie de vida. Porque el ha establecido un día para juzgar al mundo con justicia, por medio de un hombre que él ha destinado y acreditado delante de todos, haciéndolo resucitar de entre los muertos " (Hch. 17,30-31). Una solemne carcajada recibió estas últimas palabras. Yo enrojecí de cólera y vergüenza, mientras algunos filósofos estoicos, para consolarme, me dijeron: -"Otro día te oiremos hablar sobre eso... Y así fue como me alejé de ellos. Sin embargo, algunos me siguieron y abrazaron la fe. Entre ellos estaba Dionisio, miembro del Areópago, una mujer llamada Damaris y algunos más" (Hch. 17, 32-34). Así se cierra mi estancia en Atenas. Con la risa burlona de aquellos fatuos filósofos, a los que aun me parece estar viendo con su aire cobrador, mientras yo bajaba del estrado sin comprender aun lo que había pasado. Pablo sintió la tentación de “endulzar el evangelio”, para que cayera bien, y no causara problemas a nadie, pero no cayó en ella. Al paso y cabizbajo descendí la colina de la Acrópolis, crucé la plaza donde en los corrillos ya se comentaba risueñamente mí fracaso y me dirigí resueltamente al hospedaje, dispuesto a no quedarme un minuto más en esta esquiva Atenas. Pero, cuál no fue mi sorpresa y alegría al encontrarme con Silas y Timoteo que habían regresado de Berea trayéndome buenas noticias acerca de aquella comunidad. Por mi parte, les conté todo lo acaecido en Atenas y ellos procuraron levantar mi ánimo caído. Vista la situación, rehicimos nuestro plan de viaje misionero, y se decidió de común acuerdo, que Silas regresara para visitar Berea y Filipos, mientras que Timoteo hiciera lo mismo con la comunidad de Tesalónica. Yo estaba sumamente ansioso por la suerte de estos hermanos, y el fracaso aquí en Atenas me hacía temer más por esas comunidades macedonias a las que no podía asistir personalmente. Decidimos también que yo partiera para Corinto, donde, si las cosas iban bien, permanecería largo tiempo evangelizando, para encontrarme nuevamente con Silas y Timoteo. Al día siguiente nos despedimos y me encontré nuevamente solo, rumbo a Corinto.

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X. CORINTO

“Después de esto Pablo dejó Atenas y se fue a Corinto” (Hch 18,1) Es el conciso renglón con que Lucas describe mi viaje penetrando por el estrecho de Corinto, teniendo el mar a mi derecha y a mi izquierda, y caminando por una buena calzada, muy transitada por comerciantes, soldados y turistas. Aún no recuperado anímicamente por lo sucedido en el Areópago, caminaba sumido en mis pensamientos hacia la gran ciudad griega y capital de la provincia de Acaya, Corinto, ubicada a unos cien kilómetros de Atenas. Estaba pasando un mal momento de mi vida, sintiendo como nunca el fracaso de Atenas y añorando una comunidad que me brindara compañía y afecto. Pero la soledad que hacía tiempo me acompañaba, esta vez me fue favorable. Necesitaba meditar y recomponer mi esquema evangelizador. ¿Qué había pasado en Atenas, qué había fallado en mí, para que fracasaran mis actividades y para que me sintiera tan mal anímicamente? Comencé entonces a recordar mi camino a Damasco cuando Cristo se me cruzó y me invitó a ser el apóstol de los paganos. Debía llevar la luz a los pueblos, sí, pero no sentado en una carroza triunfal. Debía hacerlo como el Siervo sufriente, engendrando a las nuevas comunidades en el dolor de un amor totalmente entregado. Había que aceptar la cruz, la locura de la cruz, esa cruz que parecía una burla ante los oídos griegos cuando les predicaba que en ella había muerto el Salvador. Cruz y pobreza... Ahí estaba la cuestión. Quizás, y sin quizás, en Atenas sentí un poco de vergüenza de presentar un mensaje divino amasado de cruz y pobreza; y en mi vanidad intenté el camino de la gran elocuencia y de los sabios conocimientos. Más tarde se lo escribiría a los corintios desgarrados por divisiones nacidas de la vanidad: "Porque no me envió Cristo a bautizar sino a predicar el evangelio. Y no con palabras sabias, para no desvirtuar la cruz de Cristo. Pues la predicación de la cruz es una necedad para los que se pierden; mas para los que se salvan, es fuerza de Dios... Pues mientras los judíos piden milagros y los griegos piden sabiduría, nosotros predicamos a Crista crucificado: escándalo para los judíos, estupidez para los griegos...” (1Cor. 1, 17-18. 22). Ahora veía más claro: Cristo no solo me había dado su mensaje, sine también un método para anunciarlo. Ese método era el mismo que él había empleado: la sencillez, la sinceridad, el amor, la pobreza; la entrega total a los hermanos. Solamente somos sembradores de la Palabra... Queda en manos del Padre que la semilla de fruto y en que porcentaje... ¿Por qué estar abatido si en Atenas ni siquiera fue posible fundar una comu-nidad como había sucedido en otras ciudades? La brisa del mar tonificó mi cuerpo y aceleré el paso, pues Corinto estaba cerca y me sentía ansioso par conocerla de cerca, ya que su fama era sumamente ambigua. Varios son los motivos de la fama de Corinto: por un lado, su magnifica edificación, sus dos puertos, sus templos y anfiteatros. Luego, su comercio internacional, sus grandes almacenes, el mundo de gente de todos los países del imperio. Y finalmente, su corrupción. En Corinto existe un importante templo a la diosa Venus, la diosa del amor, y allí más de mil prostitutas sagradas ofrecen su cuerpo en increíble rito religioso. No hay vicio que no florezca en esta ciudad, a tal punto que en nuestro lenguaje popular "corintiar" significa lisa y llanamente fornicar. Se debe tener en cuenta al mismo tiempo que la mayor parte de la población de Corinto está compuesta por gente humilde y esclavos, estando la mayoría de las riquezas en manos de una escasa oligarquía. Precisamente en estos días en que estoy escribiendo estos recuerdos aquí en Roma, el emperador Nerón se encuentra en Corinto pues se están celebrando allí los grandes juegos olímpicos en honor de Poseidón, el dios del mar. Parece ser que Nerón,

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enamorado de la ciudad, ha ordenado la construcción de un canal que, cortando el istmo, una los dos mares. También sabía yo de antemano que la colonia judía en Corinto era muy numerosa, y esto me permitiría desplegar una gran actividad tanto entre mis hermanos de raza como, y sobre todo, entre la clase humilde y popular de la ciudad. De entrada no más, las cosas parecieron presentarse con un tono más optimista y favorable. “Al llegar a Corinto encontré a un judío, originario del Ponto, que acababa de llegar de Italia con su mujer Priscila, a raíz de un edicto del emperador Claudio que obligaba a todos los judíos a salir de Roma. Ellos ejercían el mismo oficio que yo, me alojé en su casa, y trabajaba con ellos haciendo tiendas de campaña" (Hch. 18,2-3), "Todos los sábados discutía en la sinagoga y trataba de persuadir tanto a los judíos como a los paganos. Pro cuando Silas y Timoteo llegaron de Macedonia, me dediqué por entero a la predicación de la Palabra, dando testimonio a los judíos de que Jesús es el Mesías. Pero como ellos me contradecían y me injuriaban, sacudí mi manto en señal de protesta diciendo: Que la sangre de ustedes caiga sobre sus cabezas. Yo soy inocente de eso: en adelante, pues, me dedicaré a los paganos. Entonces, alejándome de allí, me fui a la casa de un tal Ticio el Justo, uno de los paganos que adoraba a Dios y cuya casa lindaba con la sinagoga. Crispo, el jefe de la sinagoga, creyó en el Señor con toda su familia. También muchos habitantes de Corinto abrazaron la fe y se hicieron bautizar" (Hch. 18,4-8). Silas y Timoteo me trajeron buenas noticias de las Iglesias de Macedonia, y así lleno de alegría y con gran ansiedad al mismo tiempo, decidí escribirles a los cristianos de Tesalónica, mi primera carta, que fue seguida de una segunda al poco tiempo. Pero sobre el contenido de estas dos cartas, les quiero hablar después con un poco más de detenimiento. Con la compañía de mis dos buenos colaboradores, Silas y Timoteo, inicie un largo periodo de evangelización de Corinto, dedicándome casi exclusivamente a los paganos. Pero como las iniciales dificultades con los judíos me hacían temer que me pasara lo que en las otras ciudades griegas en que tuve que huir apresuradamente dejando apenas evangelizadas a las comunidades, parece que el Señor esta vez tuvo piedad del pobre Pablo. En efecto: "Una noche, el Señor me dijo en una visión: -No temas. Sigue predicando y no te calles. Yo estoy contigo. Nadie pondrá la mano sobre ti para dañarte, porque en esta ciudad hay, un pueblo numeroso que me está reservado. Por tanto, me radiqué allí un año y medio, enseñando la palabra de Dios" (Hch. 18,9-11), Ustedes seguramente querrán saber cómo me fue y que hice durante estos largos meses, mas he aquí que mi pícaro secretario se ha vuelto más lacónico que nunca, como si sobreentendiera que es "trabajo de rutina". Yo, por mi parte, prefiero ahora hablarles de mis cartas a los tesalonicenses, y cuando tenga que referirme a mis cartas a los corintios, tendré la oportunidad de darles algunos datos interesantes sobre esta comunidad, fervorosa pero bastante alborotadora y bullanguera. Como sucede tantas veces, cuando uno funda una comunidad, al principio todo va bien y se siente gran fervor. Es como una época de enamoramiento... Pero después surgen los problemas y cada miembro de la comunidad se muestra tal cual es y con sus reales defectos y virtudes. Así sucedió en Corinto... Durante mi estancia allí fue maravilloso ver el surgir de una comunidad joven, entusiasta, llena de vida y dinamicidad. Mas al poco tiempo de mi partida, sobre la cual aun tengo que hablarles, surgió uno de los conflictos

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más serios que tuve que afrontar y que muchas lagrimas y canas me costaron, por lo que prefiero hablar luego, para analizarlo todo serena y concienzudamente. Ahora sí, luego de descansar un breve momento, quiero narrarles un recuerdo muy querido y grato en mi vida: como surgió mi primera carta y cual fue su contenido. Los tesalónicos a quienes tanto extrañaba y por cuyo bienestar espiritual tanto temía, fueron los culpables de que Pablo se pusiera a escribir... El primer Apóstol que anuncia por escrito el mensaje de Jesucristo... Y perdónenme, pues ya estoy viejo, este atisbo de vanidad.

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XI. PRIMERA CARTA A LOS TESALONICENSES

En las familias suele suceder que la madre tiene una predilección y cuidado especial por el hijo más enfermo o más pequeño e indefenso. Y pienso que algo así me sucedió con Tesalónica: de todas las comunidades fundadas en Macedonia y Grecia, era la que contó con menos tiempo y dedicación de mi parte, no por mala voluntad por cierto, sino porque la persecución de los judíos apenas si me permitió predicar lo más esencial de la fe. De ahí que durante mi viaje hacia el sur, permanentemente vivía angustiado pensando cómo andaría esta comunidad y si su fe no habría zozobrado ante las asechanzas de los judíos por un lado, y ante las tentaciones de la vida pagana que acababan de abandonar, por otra. Ya saben ustedes como, presa de esta angustia, a pesar de que yo mismo necesitaba la presencia de Timoteo cuando éste se juntó conmigo en Atenas, lo envié en seguida a Tesalónica para que viera como andaban las cosas, tratará de ahondar la evangelización y bajará cuanto antes trayéndome noticias. Cuando finalmente Timoteo llego a Corinto lo acosé con un sinnúmero de preguntas todas al mismo tiempo hasta que el pobre Timoteo me tranquilizó que todo andaba bien, si bien existían ciertas dudas que los tesalónicos querían que yo les aclarase. ¿Cuál era el problema? Ya ustedes se lo pueden imaginar. Como buenos griegos, también estos benditos, no podían entender lo referente a la vida después de la muerte, y qué pasaría con los muertos. Al mismo tiempo se habían tomado tan a pecho la llegada de Jesucristo como Señor del universo, que nosotros llamamos "parusía", que me preguntaban si todos lo podrían acompañar en ese día, aún los que ya habían muerto. En esa época nosotros pensábamos que Cristo vendría pronto como Señor y juez de vivos y muertos, y de a poco nos fuimos dando cuenta que el tiempo de la Iglesia era un poco más prolongado del que, un tanto impacientes, mal habíamos ,calculado. Así, pues, en la imposibilidad de ir hasta allá para resolver sus dudas, ese mismo día llamé a mi secretario calígrafo y le redacte la carta que ustedes ahora van a conocer, para poder enviarla urgentemente con el primer correo. Hacía escasamente un año que yo los había abandonado, perseguido por mis paisanos que no me dejaban tranquilo, y ahora iba a ellos con una palabra de aliento y esperanza. Tenía yo por ese entonces, unos 40 años. Los lectores que tienen alguna Biblia o Nuevo Testamento en sus manos, deben tener en cuenta que los libros sagrados no están ubicados en su orden cronológico sino según un esquema distinto. Primero están los cuatro evangelios, luego el libro de los Hechos de los Apóstoles, y en tercer término las epístolas de Pablo, según su importancia teológica. Finalmente, están las epístolas de Santiago, Pedro, Juan y Judas, para terminar con el Apocalipsis de Juan. En cambio, según su tiempo de aparición deben ocupar el primer lugar esta carta a las Tesalonicenses, seguida par las cartas a los Gálatas, Corintios, Romanos, Filipenses y Filemón. Solo después de la muerte de Pablo habrían hecho su aparición los escritos de Marcos, Lucas y Mateo. No siendo tan extensa esta carta, y por ser la primera, se la voy transcribir en su texto completo y yo mismo les iré comentando y explicando algunos detalles interesantes, pues aunque luego mi pensamiento ha evolucionado y crecido mucho y algunos puntos los expuse más intensamente en otras cartas, sin embargo en esta ustedes pueden encontrar como un primer borrador del evangelio, un compendio simple de lo que constituía nuestra predicación a las jóvenes comunidades. La carta como es costumbre entre nosotros, comienza con un saludo:

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"Pablo, Silas y Timoteo, a la Iglesia de los Tesalonicenses en Dios Padre y en Jesucristo Señor: que les llegue la gracia y la paz" (1Tes. 1, 1). Observen cómo la carta la dirigimos los tres evangelizadores a esa comunidad que consideramos "la Iglesia en Dios Padre y en Jesucristo Señor". En efecto, es Dios, quien como un verdadero Padre ha reunido a los tesalonicenses para formar con ellos su pueblo, su familia. Dios los llamó... por eso son Iglesia, es decir, los llamados, los reunidos y convocados en asamblea divina. No es un Dios que está por las nubes del Olimpo, como los dioses griegos, ni un Dios terrible y vengativo, sino un Dios lleno de amor entrañable por nosotros los hombres, que somos sus hijos. Y aunque estemos separados de su amor por nuestro egoísmo y pecado, él nos llama, pero con una palabra tan dinámica y viviente que esa misma Palabra nos transforma, nos renueva, nos une a él y nos une a nuestros hermanos. Pero esta convocatoria que Dios ha hecho, la realizó mediante Jesucristo, nuestro único Señor. A Jesús, yo suelo llamarlo directamente "Jesucristo", uniendo su nombre de nacimiento, Jesús, con el titulo de su función como Mesías: Cristo. Jesucristo es el Señor. Los griegos llaman Señor a sus dioses y también al emperador, al que ahora se acostumbra divinizar. Los cristianos, en cambio, sólo reconocemos como Señor a Cristo, pues ese señorío lo ha conquistado en la cruz cuando dio su vida por nuestra salvación. Los tesalonicenses, pues, están unidos como comunidad eclesial por Dios y por Jesucristo; por eso les deseamos en nuestro saludo inicial que la gracia y la paz estén con ellos. La gracia es este don de Dios que hace que vivamos unidos en su amor, ya que nos reconcilió mediante Jesucristo. Y la paz es el fruto más preciado de la salvación. Paz que es alegría, serenidad, convivencia, amor. Una comunidad que no sabe vivir en esta paz de Cristo, no merece el nombre de Iglesia. Y seguramente ustedes mismos habrán observado lo siguiente: mis compañeros y yo predicamos el evangelio... pero quienes verdaderamente llaman a los hombres a la fe no somos nosotros. Es Dios quien obra por medio de nuestro ministerio. Es Cristo el que realiza la liberación total de los que abrazan la fe. Los predicadores necesitamos recordarlo esto todos los días: nuestro oficio debe ser realizado en el silencio y la humildad. Acuérdense de lo que me paso en Atenas... “Siempre damos gracias a Dios por todos ustedes, cuando los recordamos en nuestras oraciones, y sin cesar tenemos presente delante de Dios, nuestro Padre, cómo ustedes han manifestado su fe con obras, su amor con fatigas y su esperanza en nuestro Señor Jesucristo con firme constancia" (1Tes.1,2-3). Ante todo lo que ha sucedido en Tesalónica, nuestra actitud fundamental es dar gracias a Dios, de quien proviene todo bien. Esta acción de gracias forma la esencia de nuestro culto, ya que al celebrar la cena del Señor nuestros corazones se llenan y desbordan de alegría pensando en cuanto ha hecho el Señor por nosotros. Al mismo tiempo, en el culto nos unimos en oración a las demás Iglesias, pues tenemos conciencia de que, como lo escribiré más tarde a los corintios, todos formamos el único cuerpo de Cristo. ¿Y por qué damos gracias a Dios por lo sucedido en Tesalónica? Porque aquellos hombres, un día alejados del Señor en su ignorancia, ahora son hombres nuevos, ya que tienen tres características fundamentales: CREEN - AMAN - ESPERAN. El cristiano, ante todo, cree; es decir, tiene fe. Una fe que es adhesión y entrega total a Jesucristo; no la fe de los labios o del simple rito, sino la fe que se manifiesta en obras, en hechos concretos, aúnen las persecuciones. Es la fe que cambia la vida, que nos hace abandonar el vicio y la pereza, para caminar en la santidad y en la justicia. Y el cristiano, ama. Tiene amor, amor concreto a sus hermanos. Un amor probado en los momentos duros, en las fatigas y sacrificios que impone una vida en comunidad. Un amor

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que se expresa en la paciencia, la confianza mutua, la tolerancia, la benignidad. Sobre este amor tendré que volver a hablar en otras cartas, pues es lo más frágil y es nuestro signo característico. Finalmente, el cristiano espera. Tiene esperanza. ¿En qué o qué esperamos? Apoyados en la palabra y en la fidelidad de Dios, esperarnos al señor Jesucristo que ha de regenerar totalmente nuestro cuerpo como asimismo a toda la sociedad. Para nosotros la historia camina hacia una dirección: el señorío de Cristo por medio de su justicia y su paz. Precisamente este será el tema más importante de esta carta. Así, pues, la vida de una comunidad cristiana se asienta sobre tres pilares esenciales: fe - amor - esperanza. Observen ustedes nuestra preocupación por poner buenas bases a una comunidad; de lo contrario sólo se edifica en apariencias. Nuestras comunidades no tienen templos, como los paganos o los judíos en Jerusalén, ni tienen casi dinero ni se lo gasta en adornar nuestros sencillos lugares de culto con estatuas, alfombras o decorados, cual es la costumbre general. Tenemos, en cambio, plena conciencia de que Dios habita en la propia comunidad, en la misma gente, ya que somos su templo viviente. Aquí esta la piedra fundamental de este templo-comunidad: su conciencia de estar unidos por la misma fe, de amarse con el mismo amor y de confiar en la misma esperanza consoladora. Pero aun hay un elemento esencial que forma parte de una comunidad cristiana: "Sabemos, hermanos amados por Dios, que ustedes han sido elegidos" (1Tes.1, 4). A estos miembros de la comunidad, aunque no pertenezcan a nuestra misma raza, les damos el hermoso titulo de “hermanos". Y no crean ustedes que es un simple titulo de compromiso. Así lo sentimos y así lo vivimos. Y hermanos muy amados por Dios. No es la fraternidad que emerge solamente porque se hace algo en común o porque nos une cierto interés. Es algo mucho más profundo: es sentir y vivir la presencia del amor de Dios en la vida de cada uno de nosotros. No pueden imaginarse con cuanta alegría, yo Pablo, el fariseo, el hebreo, el nacido en Cilicia, el ex perseguidor de la Iglesia, en fin, yo el extranjero Pablo, digo que no pueden imaginarse con cuanta alegría y emoción llamaba a estos macedonios de Tesalónica: "hermanos, muy queridos por Dios". Y me imagino, y me gozo en ese pensamiento, como ustedes también han de gozar en llamarse y en tratarse como hermanos. Pues ¿qué vale la raza, el color de la piel, nuestra posición social, esta idea o aquel pensamiento, tu opinión o la mía, si a todos nos une el mismo amor del Padre? Me imagino las comunidades de ustedes, hombres de otros pueblos y culturas, pero que han comprendido todo el sentido profundo del evangelio. Si los tesalonicenses con quienes apenas estuve unas semanas, lo comprendieron, como no lo vivirán ustedes que pueden leer y meditar los escritos que ya han sido publicados con el evangelio de Jesucristo, y que pueden aprovechar nuestros yerros y nuestra experiencia y ver así con mucha más caridad que no hay nada más bello que escribir una carta a una comunidad lejana y hasta ayer extraña, y decirles: Hermanos... Elegidos... por Dios, se entiende. Por su amor, para ser también ellos miembros de su pueblo. Nadie llega a la Iglesia por casualidad o por el destino. No. Hay un acto especial y libre de Dios que en su amor lo llama y lo eligió ¿Y cómo se hizo este llamado y elección? Para responder hay que hacer entrar en la escena a otro personaje importante. "Porque la buena noticia que les hemos anunciado llegó hasta ustedes no solamente con palabras, sino acompañada de la fuerza de Espíritu Santo y de toda clase de dones. Ya saben cómo procedimos cuando estuvimos allí al servicio de ustedes. Y ustedes, a su vez, imitaron nuestro ejemplo, y el del Señor, abrazando la Palabra en media de muchas dificultades, con la alegría que da el Espíritu Santo" (1Tes.1, 5-6).

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Dios llama a través de los predicadores, que tenemos la obligación de anunciar el evangelio. Anunciar con claridad, con valentía, con alegría, con convicción. Y este anuncio que nosotros hacemos con palabras, Dios lo rubrica con su fuerza, con su poder, el mismo poder del Espíritu, ese Espíritu que obró en Cristo, que fue derramado en Pentecostés y que nos acompaña en la fundación de todas las comunidades otorgando sus dones o carismas. Sin esta fuerza del Espíritu nuestra palabra resonaría como un instrumento hueco que sólo podría llegar a los oídos, pero no transformar los corazones. Y ante este llamado que Dios realiza con tanta fuerza, los tesalonicenses no se quedaron con los brazos cruzados escuchado como los filósofos de Atenas. ¡No! Abrazaron con todo su ser esa Palabra que les exigía el cambio de vida y el seguimiento de Jesús, imitando su estilo de vida y poniendo en práctica sus enseñanzas. Una fe que no imita al Señor, es una fe vacía. Una fe costosa, porque nada en medio de dificultades y persecuciones. Más ellos no se arredraron y no perdieron la alegría que les daba el Espíritu. Esto es lo lindo de nuestra vida comunitaria. No perdemos la alegría interior, esa que nace de la libertad de ser hijos de Dios, a pesar del odio que nos persigue o de duros contratiempos, ¿por qué temer, si la fuerza del Espíritu esta con nosotros? Y así hemos comprobado como a pesar del poco tiempo de nuestra predicación en Tesalónica, sin embargo la fuerza de la fe que obraba en ellos iba más allá de toda expectativa. “Así ustedes llegaron a ser un modelo para todos los creyentes de Macedonia y Grecia; en todas partes se ha difundido late que ustedes tienen de Dios, de manera que no es necesario hablar de esto. Y todos saben cómo ustedes me han recibido y cómo se convirtieron a Dios, abandonando los ídolos, para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar a su Hijo que vendrá del cielo: Jesús, a quien el resucito y que nos libra de la ira venidera" (1Tes.1, 7-10). Como ustedes ya se dan cuenta, en estos pocos renglones hay una síntesis o resumen de nuestra fe, esa misma fe que los de Tesalónica abrazaron con tanta alegría. ¿Qué exige la fe? Abandonar primero a los ídolos, esos falsos dioses tras los cuales nuestro corazón se corrompe, nuestra mente se aliena y nuestra vida se destruye. Ídolos personificados en estatuas, pero que esconden tras sí toda la gama de vicios y aberraciones humanas. Unos adoran el dinero y el lujo, otros el placer y la comodidad, otros el comer y beber bien; aquellos el afán de poder y de dominar a los demás, estos, la fama y el prestigio... La fe exige abandonar estas falsas posturas, estos esquemas fatuos de encarar la existencia, para dirigir nuestro rumbo hacia Dios que es lo único vivo y verdadero que da consistencia a la vida. Vida y verdad... esa es la esencia de nuestro Dios. Y porque buscamos la vida, seguimos esperando en su Hijo Jesucristo, el mismo que vendrá para completar totalmente en nosotros la obra ya iniciada. Cristo resucitado que ha de resucitar nuestros cuerpos, es decir, nuestro ser todo, y nos ha de librar así del juicio que lleva a la muerte. Es interesante que acotemos lo siguiente: sólo han pasado unos veinte años de la muerte de Jesús, y admira ver como el Credo cristiano va tomando forma y se va estableciendo en frases claras, concisas y de hondo sabor bíblico. Por esto entendemos que esta epístola es un material de gran utilidad para todos los que ejercen el apostolado catequístico. Luego de esta parte introductoria de mi carta, les recuerdo a mis hermanos el trabajo que realicé con ellos, explicándoles cómo el apostolado de la Palabra tiene sus exigencias y no puede confundirse con la actividad de cualquier charlatán de turno o vendedor de mercancías. "Ustedes saben muy bien, hermanos, que la visita que les hicimos no fue inútil. Después de ser maltratados e insultados en Filipos, como ya saben, Dios nos dio la audacia

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necesaria para anunciarles su evangelio en media de un penoso combate. Nuestra predicación no se inspira en el error, ni en la impureza, ni en el engaño. Al contrario, Dios nos encontró dignos de confiarnos el evangelio y nosotros lo predicamos, procurando agradar no a los hombres sino a Dios que penetra nuestros corazones. Ustedes saben. -y Dios es testigo de ello- que nunca hemos tenido palabras de adulación ni hemos buscado pretexto para ganar dinero. Tampoco hemos ambicionado el reconocimiento de los hombres ni de ustedes ni de nadie, si bien como apóstoles de Cristo, teníamos el derecho de hacernos valer" (1Tes.2, 1-6), ¡Magnifica página para sacerdotes, catequistas, religiosas! El anuncio del evangelio tiene sus exigencias y precauciones. ¿Qué significa para mí, Pablo, anunciar la buena noticia? Ante todo se me exige "audacia", es decir, esa valentía unida a la libertad para no callar una verdad que no me pertenece, pues viene de Dios, y que por lo tanto debo anunciarla guste o no guste. Anunciarla con franqueza, sin medias tintas, con la fuerza que otorga la convicción y la que nos da el Espíritu. ¡Ay del apóstol que se acobarde frente a las persecuciones, o la burla o las amenazas! ¡Ay de la Iglesia que calle cobardemente ante la fuerza de los poderosos y se cubra la cara de vergüenza porque no es capaz de mirar de frente a los que se dicen investidos de poder! En efecto, ¿qué puede detenerme o hacerme vacilar? ¿Acaso anuncio una idea o doctrina mía? No. Es la palabra de Dios, la misma que anunció Cristo. Una Palabra que no pretende ni engañar, ni falsear las cosas, ni trampear a nadie. Cuando predicamos esta buena noticia, somos conscientes de que no siempre gratificaremos los oídos de muchos escuchas, pero si procuramos gratificar al Señor a quien servimos. Sólo Dios ve lo interior de nuestra sinceridad y sólo él ve lo interior de quien nos escucha. Ser apóstol es un camino de exigencias y sin concesión alguna. No podemos adular a los grandes o endulzar el evangelio para que sea más digerible. Tampoco podemos pretender, ¡Dios nos libre de ello!, acumular dinero so pretexto que estamos haciendo un gran beneficio a Dios ya su Iglesia. La pobreza es la paga del evangelizador. Y si quiere comer, que trabaje, como lo hice yo con mis propias manos, ya que jamás acepte ser mantenido por nadie. Es cierto que en último caso quien se dedica a la comunidad y le entrega su tiempo y salud, tiene cierto derecho a que la comunidad también se preocupe por él; mas pienso que para no mezclar las cosas ni para dar una imagen falsa de nuestro apostolado, lo mejor es renunciar a estas ventajas, de tal modo que el recibir dinero o alimentos de la comunidad no aparezca como un soborno que la comunidad nos hace para que no seamos tan exigentes en el momento que debemos serlo. Con las manos libres de dinero y de otros intereses, el apóstol podrá echar sus cartas limpiamente y tendrá las espaldas bien cubiertas. Luego les recuerdo a los tesalonicenses todos los cuidados que tuve para con ellos, como una madre para con sus hijos, y cómo no sólo les predique sino que me entregue a ellos y procuré serles en todo momento de buen ejemplo y de sano consejo. Siempre tengo delante de mí el ejemplo de Jesús, buen pastor, que cuida a cada una de sus ovejas y da la vida por ellas. “Al contrario, fuimos tan solícitos con ustedes, como una madre que alimenta y cuida a sus hijos. Sentíamos por ustedes tanto afecto, que deseábamos entregarles, no solamente la buena noticia de Dios, sino también nuestra propia vida: tan queridos llegaron a sernos. Recuerden, hermanos, nuestro trabajo y nuestra fatiga: cuando les predicábamos el evangelio de Dios, trabajábamos día y noche para no series una carga. Nuestra conducta con ustedes, los creyentes, fue siempre santa, justa, irreprochable; ustedes son testigos y también Dios lo es. Y como recordarán los hemos exhortado y

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animado a cada uno personalmente, como un padre a sus hijos, instándolos a que lleven una vida digna del Dios que los llama a su reino y a su gloria" (1Tes.2,7-12). "Nosotros, por nuestra parte, no cesamos de dar gracias a Dios, porque cuando recibieron la Palabra que les predicamos, la aceptaron no como palabra humana, sino como lo que realmente es: como palabra de Dios, que actúa en ustedes los que creen" (1Tes.2, 13). Aquí les recuerdo a mis hermanos otro punto esencial de nuestra fe. La Palabra que nosotros los apóstoles anunciamos, no la hemos fabricado ni inventado nosotros, sino que la hemos recibido del mismo Jesucristo quien nos la transmitió del Padre. Es, por lo tanto, auténtica palabra de Dios, palabra llena de verdad, de vida, de santidad. Palabra que como ustedes bien lo saben fue pronunciando Dios desde hace muchos siglos por medio de Abraham, de Moisés, de los profetas, y finalmente fue dicha en toda plenitud por medio de Jesucristo. ¡Qué importante es, por lo tanto, que los evangelizadores la transmitamos con absoluta fidelidad, sin añadir ni quitar nada, no sea que sea desvirtuada por nuestra vanidad o nuestro afán de novedades! Y esta Palabra recibida como algo sagrado es una Palabra viviente, que actúa, que obra la salvación. No es una palabra vacía, no es un conjunto de sonidos los que transmitimos, sino un mensaje, un llamado de Dios, que exige el cambio y que obra en nosotros ese mismo cambio de vida. "En efecto, ustedes, hermanos, siguieron el ejemplo de las iglesias de Dios, unidas a Cristo Jesús, que están en Judea, porque han sufrido el mismo trato que ellas sufrieron de parte de los judíos. Ellos mataron al Señor Jesús y a los profetas, y también nos persiguieron a nosotros; no agradan a Dios y son enemigos de todos los hombres, ya que nos impiden predicar a los paganos para que se salven. Así están colmando la medida de sus pecados, y la ira de Dios caerá sobre ellos para siempre" (1Tes.2, 14-16), Seguramente les habrá llamado a atención a ustedes el comienzo de este párrafo: la iglesia de Tesalónica esta unida a todas las otras iglesias o asambleas de Dios, y esta unión se realiza por medio del mismo Cristo. Por esa época ya había surgido en mí una idea que más tarde la iba a desarrollar mucho más extensamente en otras cartas, y es que todas las Iglesias forman en realidad una sola Iglesia que es el único cuerpo de Cristo, templo viviente de Dios. Cristo, como cabeza y pastor, realiza la unión de todos los miembros, de tal forma que poco valen las distancias geográficas, pues uno solo es el pueblo de Dios. Al enseñarles esto a los tesalonicenses, les recordé como ellos estaban unidos a nuestra Iglesia-madre, la de Jerusalén y a las otras esparcidas por Judea, y que no debían extrañarse de haber sido perseguidos por los judíos, pues lo mismo sucedió con Jesús, con los anteriores profetas, y con las Iglesias de Palestina. Este es un tema muy doloroso para mí, pues como judío, me duele profundamente que gente de mi propia raza y llamada desde Abraham para ser parte del reino de Cristo, esa misma gente haya sido la que más se haya opuesto. Más aún: se oponen a que los paganos ingresen a su pueblo y se salven. Esto crea en mí una sensación de pena y confusión, y siento que la terrible guerra que ahora se ha desatado en mi patria en lucha contra los romanos, tenga que ver con esta ira de Dios que ahora se descarga quizás como un llamado final a que mis compatriotas abran los ojos y recapaciten sobre lo que han hecho. Mientras redactaba mi carta, volvían a surgir hermosos recuerdos y surgía el deseo de estar con esos hermanos que ahora tanta alegría me proporcionaban. Así, muy emociona-do, continué dictando lo siguiente: “En cuanto a nosotros, hermanos físicamente separados de ustedes aunque no de corazón-, sentimos un ardiente y vivísimo deseo de volver a verlos. Por eso quisimos ir

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hasta allí y yo mismo lo intente varias veces, pero Satanás me lo impidió. ¿Quién sino ustedes son nuestra esperanza, nuestro gozo y la corona de la que estaremos orgullosos delante de nuestro Señor Jesús, el día de su venida? ¡Sí, ustedes son nuestra gloria y nuestro gozo!" (1Tes.2, 17-20). Luego, les recuerdo como Timoteo fue hasta ellos y me trajo sus buenas noticias: “Por eso, no pudiendo soportar más, resolvimos quedarnos solos en Atenas, y enviarles a Timoteo, hermano nuestro, y colaborador de Dios en el anuncio del evangelio de Jesucristo. Lo hicimos para afianzarlos y confortarlos en la fe, de manera que nadie se deje perturbar por esas tribulaciones. Ustedes saben que estamos para eso. Cuando todavía estábamos con ustedes, les advertimos que íbamos a tener dificultades, y así sucedió como ustedes pudieron comprobarlo. Por eso, no pudiendo soportar más les envié a Timoteo, para que me informara acerca de la fe de ustedes, temiendo que el tentador los hubiera puesto a prueba y que todo nuestro trabajo hubiera resultado estéril. Pero ahora Timoteo acaba de regresar de allí con buenas noticias sobre la fe y el amor de ustedes, y él nos cuenta cómo nos recuerdan siempre con cariño y tienen el mismo deseo que nosotros de volver a vernos. Por eso, hermanos, a pesar de las angustias y contrariedades, nos sentimos reconfortados por ustedes, al comprobar su fe. Sí, ahora volvemos a vivir, sabiendo que ustedes permanecen firmes en el Señor. ¿Cómo podremos dar gracias a Dios por ustedes, por todo el gozo que nos hacen sentir en la presencia de nuestro Dios? Día y noche le pedimos con insistencia que podamos verlos de nuevo personalmente, para completar lo que todavía falta a su fe" (1Tes.3, 1-10). A pesar de lo mucho que los tesalonicenses habían progresado en la fe, aun faltaba completar la obra de la evangelización. La Palabra tiene que ser constantemente anunciada para poder profundizarla cada vez más y para ahondar en el misterio de Cristo. Esta profundización a la que alude Pablo, la solemos llamar "catequesis", para diferenciarla del primer anuncio, llamado " evangelización". Y termino estos recuerdos elevando a Dios una oración por los hermanos de Tesalónica: "Que el mismo Dios, nuestro Padre, y nuestro señor Jesucristo, nos allanen el camino para ir hasta allí. Que el Señor los haga crecer cada vez más en el amor mutuo y hacia todos los demás, semejante al que nosotros tenemos por ustedes. Que él fortalezca sus corazón en la santidad y los haga irreprochables delante de Dios, nuestro Padre el día de la venida del señor Jesús con todos sus santos" (1Tes.3,11-13). Lo que les falta ahora a los tesalonicenses, cristianos jóvenes y nuevos, es crecer y fortalecerse. Crecer en el amor, que es la síntesis de todo el evangelio. Fortalecerse en la vida de santidad a la que todos fuimos llamados por Dios. Dos palabras que sintetizan la vida del cristiano: amor santidad. Así se preparan para el día de la venida de nuestro señor Jesucristo cuando se manifieste ante toda la humanidad. Mas sobre este tema, voy a volver en seguida para ampliarlo un poco más, pues aquí residía la duda y el problema principal de los tesalonicenses. Como Pastor y Padre de esa comunidad, ahora les recuerdo cual es el modo de comportamiento de un cristiano. No olviden ustedes que los cristianos griegos deben vivir en un medio ambiente sumamente corrompido, y que cosas que nosotros consideramos como pecado, los griegos las hacen con la mayor naturalidad. Han de saber ustedes que la prostitución es un mal general, al punto que es practicada en los mismos templos con las sacerdotisas; igualmente está muy extendida la homosexualidad, practicada desde tiempos muy antiguos por los griegos casi como costumbre nacional. Por otra parte, en general los griegos, por su excesivo aprecio a la mente y a los razonamientos filosóficos, tienden a despreciar el trabajo manual, y el mismo Aristóteles, siglos atrás, justificó la

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existencia de esclavos para que estos trabajasen en beneficio de los intelectuales que debían dedicar sus horas al estudio y al pensar. No les extrañe, pues, si debo insistir en ciertas normas de vida cristiana que quizás para ustedes son tenidas como muy normales, pero que resultaban novedosas y difíciles para estos pueblos. "Por lo demás, hermanos, les rogamos y los exhortamos en el señor Jesús, que vivan conforme a lo que han aprendido de nosotros sobre la manera de comportarse para agradar a Dios. De hecho, ya ustedes viven así: hagan mayores progresos todavía. Ya conocen las instrucciones que les he dado en nombre del señor Jesús" (1Tes., 1-2). Las normas de moral que les doy a las comunidades no las saco de la filosofía griega sino de las enseñanzas del mismo Jesús. Por eso los exhorté "en nombre del señor Jesús". La fe cristiana exige un modo especial de vida, el mismo modo de vida de Cristo que no tuvo más deseo que agradar al Padre y cumplir su voluntad. Nuestra ética es muy simple: escuchar a Dios y cumplir su Palabra. El resto es hojarasca. “¿Y cuál es esta voluntad de Dios? “La voluntad de Dios es que sean santos, que se abstengan del pecado carnal, que cada uno sepa usar de su cuerpo con santidad y respeto, sin dejarse llevar por la pasión desenfrenada, como hacen los paganos que no conocen a Dios. Que nadie se atreva a perjudicar ni a dañar en esto a sus hermanos, porque el Señor hará justicia por todas estas cosas, como ya se lo hemos dicho y atestiguado. Dios, en efecto, no nos llamó al vicio sino a la santidad. Par eso, el que desprecia estas normas, no desprecia a un hombre sino a Dios, a ese Dios que les da su Espíritu Santo" (1Tes.4" 1-8). Como ustedes pueden ver, no me contento con dar normas y leyes, pues una norma dada así, es vacía y hace de la religión una simple formalidad hueca y carente de espíritu. Procuro hacer descubrir que la forma de vida del cristiano debe responder a una convicción: de que tenemos una dignidad interior conforme a la cual tenemos que vivir. Dios nos ha llamado a la santidad. ¿Qué significa esto? Muy simple: la santidad es el modo de vida de Dios, es su forma de proceder, es su misma esencia. Abrazar la fe, implica por lo tanto procurar vivir con esa misma vida: hecha de dignidad, respeto, de amor, de justicia. Y siendo por estas tierras el pecado sexual el que más estragos hace, me preocupé para que los griegos comprendan que también nuestro cuerpo tiene una dignidad, como lo tiene el de la mujer, sea quien fuere ella. El trato entre hombres y mujeres tiene que ser un trato digno de seres humanos; más aún, digno de hijos de Dios. Si Dios vive en cada hombre, ese hombre adquiere una trascendental dignidad que debe saber respetar en si mismo y en los otros. Nuestro cuerpo, como se lo diré más explícitamente a los corintios luego, es templo del Espíritu Santo; por lo tanto, fornicar es violar ese templo, prostituyéndonos nosotros como personas. Y quien desprecie el cuerpo de su prójimo y abuse de él, está despreciando al mismo Dios, ya que pretende abusar de un hijo de Dios y templo de su Espíritu.

El pecado sexual al que se refiere Pablo es toda relación extramatrimonial, al que también había hecho referencia la famosa carta del Concilio de Jerusalén, y la prostitución sagrada. "Acerca del amor fraterno, no es necesario que les escriba, porque Dios mismo les ha enseñado a amarse los unos a los otros, y así lo están haciendo con todos los hermanos de Macedonia. Pero yo los exhorto, hermanos, a hacer mayores esfuerzos todavía. Que sea cuestión de honor entre ustedes el vivir en paz, cumpliendo cada uno sus obligaciones y trabajando con sus manos, de acuerdo con mis directivas. Así llevarán una vida digna ante la vista de los paganos y no les faltará nada" (1Tes.4, 9-12).

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Si una comunidad dice que vive en el amor, y luego no quiere trabajar para poder vivir del esfuerzo de los demás, evidentemente esta muy errada. Yo entiendo que los cristianos debemos vivir en paz, pero en esa paz que construimos con el esfuerzo, con el trabajo de cada día y según la profesión a la que nos hemos inclinado. Que nadie se confunda. La pobreza evangélica no significa que debemos vivir de limosnas, pues esto es una ofensa a la comunidad, y además causa pésima impresión a los no creyentes que nos han tomado por perezosos y holgazanes. Y así llego al punto más crítico de mi carta: el problema de la venida de Cristo y de la resurrección de los muertos. Ya saben ustedes que esto es una completa novedad para los griegos, de modo que no nos deben extrañar sus dudas e incertidumbres. Mas, por otro lado, forma parte de nuestra esperanza y así debemos anunciarlo. “No queremos, hermanos, que vivan en la ignorancia acerca de los que han muerto, para que no estén tristes como los otros que no tienen esperanza. Porque nosotros creemos que Jesús murió y resucitó: de la misma manera Dios llevará con Jesús a los que murieron con él. Queremos decirles algo, fundados en la palabra de Dios: los que vivimos, los que quedemos cuando venga el Señor, no precederemos los que hayan muerto. Porque a la señal dada por la voz del arcángel y al toque de la trompeta de Dios, el mismo Señor descenderá del cielo. Entonces, primero resucitaran los que murieron en Crista. Después nosotros los que aun estamos vivos, seremos llevados con ellos al cielo, sobre las nubes, al encuentro de Cristo, y así permaneceremos con el Señor para siempre. Consuélense mutuamente en estos pensamientos" (1Tes.4, 13-18). Para que ustedes se ubiquen y puedan comprender lo que quise decir en estos renglones, debo hacer algunas aclaraciones importantes. Según la fe transmitida desde los primeros días, nosotros creemos que Jesucristo, desaparecido en forma visible de en medio nuestro, ha de volver como señor y soberano para hacer su entrada triunfal en la Iglesia, su pueblo, su ciudad santa, e iniciar así el reinado glorioso. Naturalmente que no teníamos ni tenemos una idea muy exacta de como iban o van a pasar las cosas. Yo mismo, por esa época, pensaba que el fin de este mundo y la llegada de Cristo sería dentro de muy poco, de tal modo que algunos aún estaríamos vivos para cuando llegase mientras otros ya habrían muerto. Para nosotros los hebreos esta forma de pensar es muy común y desde hace mucho tiempo estamos esperando este día del Señor en que se iniciará una nueva etapa para la humanidad. También estamos acostumbrados a que los profetas nos describan ese día con palabras llenas de símbolos, como voces de ángeles, trompetas, nubes y truenos, etc., pero sabiendo que nadie conoce a ciencia cierta como sucederá todo esto. Pues bien, los tesalonicenses, ajenos por completo a los libros de los profetas y a la expectativa mesiánica de los judíos, no podían hacerse a la idea de como iba a ser todo eso, y como son más aficionados a las pruebas y argumentos racionales, me pedían una explicación más clara. Y he aquí mi problema: ¿cómo dársela sin ser mal interpretado? Entonces recurrí a la siguiente idea. Cuando un soberano o general importante entra y llega a una ciudad griega, se realiza una gran fiesta y toda la ciudad sale a recibirlo ya que entiende que la llegada del rey es símbolo de la mayor felicidad para esa ciudad. Así, pues, decidí dejar a un lado un poco el estilo literario de los profetas, y narrar la venida del señor Jesús como la llegada de un soberano a una ciudad griega. Pues bien, a esta llegada gloriosa los griegos la llaman "parusia", la palabra significa precisamente: "presencia", se entiende del rey o Señor. Yo adapte esa palabra y hable de la parusia o presencia gloriosa del señor-rey-Jesús en medio de su pueblo. Los tesalonicenses, sea porque yo me hubiese expresado mal como porque este problema es de por si complicado y difícil de explicar y entender, fueron bastante más lejos en sus elucubraciones. Totalmente convencidos de la inminencia de esta llegada de Cristo, se

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quedaron muy preocupados cuando algunos de ellos se murieron, pues pensaron que no podían estar presentes en el gran cortejo que recibiría a Jesucristo. Así, pues, traté de consolarlos haciéndoles ver que tanto los muertos como los vivos podrían gozar en ese glorioso día y que no había por qué preocuparse por la suerte de los muertos, pues así como Cristo resucitó de la muerte, también lo harían ellos. Demás está decir que el problema no quedó muy clarificado y, en la segunda carta, tendré que volver sobre lo mismo. Por otra parte, los corintios tendrán la misma dificultad, así que ya en otras oportunidades tendré que ir retocando mi pensamiento, mientras yo mismo iba viendo más claro el problema, a medida que pasaba el tiempo y que la inminente venida de Jesús se iba postergando indefinidamente... Por ahora procuré sacarlos a los tesalonicenses de una vana curiosidad acerca de ese momento, incitándolos más bien a que vivan dignamente para estar siempre preparados para ese día. En todo esto tuve muy presente las enseñanzas que el mismo Jesús nos había dejado. "Hermanos, en cuanto al tiempo y al momento, no es necesario que les escriba. Ustedes saben perfectamente que el día del Señor vendrá como un ladrón en plena noche. Cuando la gente afirma que hay paz y tranquilidad, la destrucción caerá sobre ellos repentinamente, como los dolores del parto sobre una mujer embarazada, y nadie podrá escapar. Pero ustedes, hermanos, no viven en las tinieblas para que ese día los sorprenda como un ladrón: todos ustedes son hijos de la luz, hijos del día. Nosotros no pertenecemos ni a la noche ni a las tinieblas. No nos durmamos, entonces, como hacen los otros; permanezcamos despiertos y seamos sobrios. Los que duermen lo hacen de noche, lo mismo que los que se embriagan. Nosotros, por el contrario, seamos sobrios, ya que pertenecemos al día. No nos destinó para la ira, sino para adquirir la salvación por nuestro Señor Jesucristo que murió por nosotros, a fin de que, velando o durmiendo vivamos junto a él. Anímense entonces y estimúlense mutuamente, como ya lo están haciendo” (1Tes.5,1-11) Ustedes saben muy bien coma el mismo Señor se negó a responder a la curiosidad de los apóstoles acerca del día y la hora de estos grandes acontecimientos. Solo les aseguró que sería de improviso, como un ladrón que llega de noche para el asalto. Lo importante, pues, es estar siempre preparados para vivir en la luz de Cristo, hagamos lo que hagamos. Y si una comunidad cristiana está edificada sobre la fe, el amor y la esperanza: no hay mejor forma de esperar al Señor que viviendo intensamente estas tres actitudes fundamentales de una vida evangélica. Al modo de los soldados romanos, es importante en este combate entre la luz y las tinieblas, el saber defenderse contra toda asechanza. Nada mejor que la coraza de la fe y del amor, cubriendo nuestra cabeza –el lugar más importante- con el casco de la esperanza en nuestra salvación. Un cristiano sin esta esperanza, es un soldado desguarnecido, que expone su cabeza a la estocada del enemigo. Observen de paso ustedes, como también expresé mi fe en Jesucristo "que murió por nosotros". Así interpretamos esa muerte humillante de Jesús en la cruz. Como lo escribiré con mas detenimiento más tarde, Jesús muere cual nuevo Adán en lugar de todos nosotros y para provecho de todos, a fin de que por el podamos ser salvos. Con Cristo renace la raza de Adán que yacía en las tinieblas de la muerte, y emerge a la luz de la vida. La carta la termino con algunas recomendaciones de tipo general: "Les rogamos, hermanos, que sean considerados con los que trabajan entre ustedes, es decir, con aquellos que los presiden en nombre del Señor y los aconsejan. Estímenlos profundamente y ámenlos a causa de sus desvelos" (1Tes.5, 12-13).

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Esto necesita cierta explicación. En cada comunidad tenemos nosotros cierto orden jerárquico u organización, muy simple por otra parte. Algunos de los miembros de la comu-nidad que se distinguen por su celo y su virtud son elegidos, les imponemos las manos y así quedan constituidos como "presidentes" de la comunidad. En otras palabras: ocupan el lugar del Señor, como lo hicimos nosotros. Es decir, se encargan de anunciar la Palabra, de dirigir el culto eucarístico, de ocuparse de los pobres y enfermos, etcétera. Estos presidentes agrupados en forma de Consejo tienen sus ocupaciones diarias y familiares como todo el mundo, lo que significa que le dedican a la comunidad un tiempo especial y un esfuerzo extra. Por esto merecen el respeto y el apoyo de todos, y un amor solicito debido a sus desvelos por la comunidad. "Vivan en paz unos con otros. Los exhortamos también a que reprendan a los indisciplinados, animen a los tímidos, apoyen a los débiles, y sean pacientes con todos. Procuren que nadie devuelva mal par mal. Par el contrario, esfuércense por hacer siempre el bien entre ustedes y con todo el mundo. Estén siempre alegres. Oren sin cesar. Den gracias a Dios en toda ocasión. Esto es lo que quiere Dios de ustedes en Jesucristo. No extingan la acción del Espíritu; no desprecien a los profetas; examinen todo y quédense con lo bueno. Cuídense del mal en todas sus formas" (1Tes.5, 14-22). En estos pocos renglones, me refiero al espíritu que debe reinar en la comunidad, y señalo algunas de sus características. Primero: que todos se ayuden mutuamente para corregirse los defectos, para apoyar a los más necesitados o débiles, actuando con la mayor paciencia. La comunidad cristiana es como una familia donde todos deben crecer espiritualmente con el apoyo de todos. Segundo: practicar el bien sin distinción alguna, sin envidias, sin recelos. Tercero: La alegría de la Pascua es nuestra mejor distinción: Si hay esperanza hay alegría; si estamos abiertos al Espíritu que nos da el amor y la libertad, habrá siempre alegría. Cuarto: la oración. Una comunidad cristiana debe rezar, unos por otros. Rezar con el corazón dispuesto a poner en práctica la palabra del Señor. Una oración que sobre todo debe ser de acción de gracias, pues es demasiado lo que Dios hace por nosotros, y nada mejor que reconocer su bondad. Quinto: no apagar la llama del Espíritu. Esto suele costar bastante. Apagamos al Espíritu cuando nos quedamos en la letra, en las fórmulas, en la oración y el culto fríos. Lo apaga-mos cuando no queremos crecer en la fe, cuando nos contentamos con lo que ya tenemos. Lo apagamos cuando no nos preocupamos por extender el evangelio hacia otros que no lo conocen, o nos encerramos en un círculo de intocables, o no queremos comprender toda la dimensión, anchura y profundidad del evangelio También lo apagamos cuando despreciamos a los profetas, esos hombres llenos del Espíritu que quizá sin haber estudiado mucho, sin embargo, nos hacen abrir los ojos y nos interpretan los acontecimientos con una intuición que solo puede venir de Dios. Una comunidad no necesita solamente maestros de la Palabra; también requiere profetas que lean el presente y señalen las huellas de Dios en los acontecimientos de todos los días. Sexto: finalmente, el cristiano, abierto a la luz y la verdad, no se encierra en sí mismo. Está abierto a todo, estudia, investiga, pregunta, mira, escucha... y se queda con todo lo bueno que descubre a su paso. Dios tiene muchos caminos para hablarnos, y urge tener siempre atentos los oídos. Como ven, vivir como cristianos en una comunidad es algo simple y alegre, pero siempre y cuando cada uno ponga todo el empeño para que la Palabra no caiga en vano. El Espíritu esta siempre en la comunidad... pero hay que estar muy vigilantes y alerta, pues habla en la sutileza del silencio y no puede ser captado por los superficiales y los falsos.

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Y como es costumbre en toda carta, termina también esta con el saludo final y despedida: "Que el Dios de la paz los santifique plenamente, para que ustedes se conserven irreprochables en todo su ser --espíritu, alma y cuerpo- hasta la venida de nuestro señor Jesucristo. El que los llama es fiel y así lo hará. Hermanos: rueguen también por nosotros. Saluden a todos los hermanos con un beso santo. Les recomiendo en nombre del Señor que hagan leer esta carta a todos los hermanos. La gracia de nuestro señor Jesucristo este con ustedes" (1Tes.5, 23-28). A ustedes les puede sorprender mi insistencia en la santidad de vida. Nosotros entendemos que todos los hombres sin distinción alguna estamos llamados a la santidad, es decir, a vivir con la misma vida de Dios. La santidad es la conciencia de nuestra total dignidad. Es por eso que entre nosotros también nos solemos llamar "los santos", es decir, los llamados por Dios para vivir en su vida auténtica. Si Dios que nos llama es fiel en cumplir sus promesas, también nosotros debemos serle fieles. Y esta fidelidad a la Palabra divina forma la esencia de nuestra santidad. Terminé la carta enviando un beso a todos los hermanos. Creo que catorce veces empleó en esta breve carta la palabra "hermanos". ¿Cómo no terminar entonces con un beso? Esta es la costumbre en nuestras comunidades: nos saludamos con un beso en la mejilla, pues, ¿de qué otra forma pueden saludarse los hermanos?

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XII. SEGUNDA CARTA A LOS TESALONICENSES Ustedes se estarán preguntando que pasó en Tesalónica cuando llegó mi carta. Pues bien, a los pocos meses algunos me escribieron contándome las últimas novedades. Mientras la mayoría vivía según las enseñanzas recibidas, parece que otros, un tanto superficiales y alocados, se dedicaron a sembrar ideas bastante anodinas, profetizando un inminente fin del mundo y enseñando, por lo mismo, que no valía la pena trabajar ya que de nada serviría, pues pronto todo sería destruido. Así, pues, tuve que enviarles una segunda misiva: Esta segunda carta fue escrita hacia el año 70 por un discípulo de Pablo que interpretó muy bien su pensamiento, aunque la tradición la atribuyó siempre al mismo Pablo. Comencé la carta dando gracias a Dios porque “su fe está progresando mucho y se acrecienta la mutua caridad de todos", y rogando al Señor para que los “haga dignos de la vocación y lleve a termino con su poder todo ese deseo de hacer el bien y la actividad de la fe". En seguida me dedique a ponerlos en guardia contra los alarmistas para que “no se dejen perturbar por anuncios proféticos o por palabras o cartas atribuidas a nosotros, que hacen creer que el día del Señor ya ha llegado". ¡Claro! Ellos me podían preguntar cómo saber cuando está por llegar Cristo. Entonces apelé nuevamente a las antiguas tradiciones hebreas que anunciaban para el final del mundo una época de calamidad y de gran desenfreno provocado por “el impío" o anticristo que procuraría apartar a los hombres de la senda del evangelio. Para que ustedes entiendan este pasaje de mi carta, debo hacerles una nueva aclaración, y desde ya les pido disculpas por estas aclaraciones, pero la experiencia me ha enseñado que por no hacerlas a tiempo, muchas veces fui mal interpretado. Desde los últimos siglos los judíos esperaban la llegada del día de Dios en que vendría el Mesías, destruiría el orden actual e inauguraría una nueva sociedad. Pues bien, desde un siglo antes del nacimiento de Jesús comenzaron a aparecer ciertos libros que nosotros llamamos "apocalípticos" y que describen con palabras simbólicas e incomprensibles todo lo que ocurrirá en ese momento. Entre otras cosas se habla de una gran apostasía o abandono de Dios, de una gran corrupción, e incluso de la aparición de un hombre lleno de impiedad que engañaría a gran parte de la humanidad para llevarla tras sí. Sólo entonces aparecería el enviado de Dios que lo vencería e inauguraría el nuevo tiempo. Pues bien, nosotros los cristianos creemos que Jesús es éste enviado de Dios, y por lo tanto entendemos que de alguna forma ya han llegado los últimos tiempos y se ha entablado esa gran lucha entre la luz y las tinieblas. Pero al mismo tiempo comprobamos que todavía falta algo para ese triunfo final de la luz. Así, pues, vivimos tensionados por esa salvación de Dios, que ya nos llegó por la resurrección de Cristo, y esa hora definitiva en que Cristo vendrá en forma gloriosa. No crean ustedes que esto es muy simple de comprender. Muy por el contrario. Por un lado algunos piensan que ya estamos viviendo la hora final y que por lo tanto todo se nos está permitido pues hemos sido elegidos por Dios para su reino; otros, en cambio, afirman que esta por producirse algo espectacular y que nos esperan horas tremendas. En fin, lo cierto es que todos sabemos que "algo sucederá", pero nadie sabe "cómo sucederá". He aquí mi problema. ¿Cómo hacerles entender a los griegos algo que ni nosotros mismos comprendemos bien? Así, pues, decidí esta vez emplear el lenguaje apocalíptico lleno de símbolos bastante poco claros para que al menos se den cuenta de que por el momento lo mejor es vivir en la

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fe, el amor y la esperanza, y dejarse de especular vanamente acerca de acontecimientos sumamente oscuros y difíciles de comprender. Ustedes tendrán curiosidad por saber como me las arreglé para continuar mi carta. Pues vean esto: "Porque antes de la venida del Señor tiene que venir la apostasía y aparecer el hombre impío, el ser condenado a la perdición, el enemigo, que se alza con soberbia contra todo lo que tenga nombre de Dios hasta llegar a instalarse en el templo, presentándose como si fuera Dios. Ya saben que ahora algo lo retiene, para que no se manifieste sino a su debido tiempo. El misterio de la iniquidad ya está actuando. Sólo falta que desaparezca lo que lo retiene; y entonces se manifestará el impío, a quien el señor Jesús destruirá con el aliento de su boca y aniquilara con el resplandor de su venida" (2Tes.2, 4-8). Debo confesarles a ustedes que con el tiempo yo mismo fui evitando ese lenguaje tan extraño ya que se prestaba a muchas confusiones y preferí insistir en que Cristo ha resucitado inaugurando el nuevo tiempo de la humanidad, que ahora esta presente en medio de nosotros, y que un día nos encontraremos con él cara a cara para gozar de su gloria. Los escritos apocalípticos, por otro lado han hecho mucho mal, pues amén de confundir y alarmar a la gente, ha hecho que en Palestina se hayan levantado varios como falsos Mesías y ahora mismo los zelotes y otros grupos fanáticos han provocado la cruenta guerra contra Roma en la creencia de que Dios vendrá pronto a liberarnos e inaugurar su Reino. Como era de esperarse, en mi segunda carta no quise insistir más en el tema, sino que por el contrario trate de que los tesalonicenses se mantuvieran firmes en la fe, atentos al Espíritu y esperanzados en que Dios haría bien las cosas. Les escribí así: "Nosotros, por nuestra parte, damos gracias a Dios por ustedes. En efecto, Dios los eligió desde el principio para que alcanzaran, la salvación mediante la acción santificadora del Espíritu y la fe en la verdad. Él los llamó por medio de nuestro evangelio para que posean la gloria de nuestro señor Jesucristo. Por lo tanto, hermanos, manténganse firmes y conserven fielmente las tradiciones que aprendieron de nosotros, sea oralmente o por carta. Que nuestro señor Jesucristo y Dios, nuestro Padre, que nos amó y nos dio gratuitamente un consuelo eterno y una feliz esperanza, los reconforte y fortalezca en toda obra y palabra buenas" (2Tes.2, 13-17). Como ustedes ven, lo que importa es depositar nuestra confianza en Dios que obra en nosotros la salvación, y despreocuparnos por vanas curiosidades. La carta la termine recomendando que se aparten de los perturbadores y de los holgazanes, y que todos se dediquen a cumplir el evangelio y a trabajar en paz. "Nos hemos enterado de que algunos de ustedes viven ociosamente, no haciendo nada y entrometiéndose en todo. A estos les mandamos en el señor Jesucristo que trabajen en paz para ganarse el pan. En cuanto a ustedes, hermanos, no se cansen de hacer el bien. Si alguno no obedece las indicaciones de esta carta, señálenlo, y que nadie trate con él para que se arrepienta. No lo consideren como un enemigo, sino que repréndalo como a un hermano” (2Tes.3, 11-15) Y para que nadie se atreva a falsificar mis cartas, les escribí el saludo final de mi puño y letra y no por medio del copista, haciéndolo siempre así en adelante. "El saludo es de mi puño y letra. Esta es la señal característica de todas mis cartas: así escribo yo, Pablo. La gracia de nuestro señor Jesucristo esté con todos ustedes" (2Tes.3, 17-18),

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XIII. INCIDENTE DE ANTIOQUÍA

Espero que ustedes no se hayan olvidado que estamos aun en Corinto y que fue aquí donde escribí las dos cartas a los tesalónicos. Hora es que les diga cómo tuve que abandonar esta ciudad luego de un año y medio de estadía. Como me sucedió otras veces, fue un problema con los judíos lo que aceleró mi partida. "Durante el gobierno del procónsul Galión en Acaya, los judíos se confabularon contra mí y me condujeron ante el tribunal, diciendo: -Este hombre induce a la gente a que adore a Dios de una manera contraria a la ley. Yo estaba por responderles, cuando Galión dijo a los judíos: -Si se tratara de algún crimen o de algún delito grave, sería razonable que los atendiera. Pero tratándose de discusiones sobre palabras y nombres, y sobre la ley judía, el asunto les concierne a ustedes: yo no quiero saber nada de eso. Y nos hizo salir a todos del tribunal. Entonces todos se apoderaron de Crispo, el jefe de la sinagoga, y lo golpearon ante el tribunal. Pero a Galión todo esto lo tuvo sin cuidado" (Hch. 18, 12-17). "Yo permanecí todavía cierto tiempo en Corinto. Después me despedí de los hermanos y me embarque hacia Siria en compañía de Aquila y Priscila. En Cencreas, a raíz de un voto 'que había hecho, me hice cortar el cabello. Cuando llegamos a Éfeso, me separe de mis compañeros para ir a la sinagoga y dialogar con los judíos. Estos me rogaron que me quedara más tiempo, pero no accedí sino que me despedí diciéndoles: -Volveré otra vez, si Dios quiere. Y partí de Éfeso. Desembarque en Cesarea y subí para saludar a la Iglesia de Jerusalén y luego descendí a Antioquia" (Hch. 18, 18-22). Hacía tres años que me había ausentado de Antioquia para iniciar este segundo viaje misionero, mas a pesar del cansancio y del anhelo natural de permanecer cierto tiempo para allí descansar, mi estancia en la ciudad iba a ser breve, pues me urgía volver a visitar las comunidades fundadas para afianzar su fe. Por esos días también Pedro llegó a Antioquia y, a pesar de mi aprecio y respeto personal, tuve que protagonizar con él cierto incidente molesto relacionado al siempre espinoso problema de los judaizantes cristianos, que en estas regiones continuaban con sus pretensiones. Ya ustedes conocen muchos detalles de mi lucha contra ellos y verán como aún deberé enfrentarlos bajo riesgo de que el evangelio claudicara ante sus pretensiones. Cuando un año después al estar en Éfeso me enteré de que la acción de los judaizantes hacía estragos entre los cristianos de Galacia, escribí mi carta más tremenda, y con el objeto de mostrarles que mi evangelio es el auténtico, narré lo acaecido con Pedro aquí en Antioquia y como el primero de los apóstales con su silencio me dio un voto favorable. He aquí en síntesis lo sucedido: "Cuando Cefas llegó a Antioquia, yo le hice frente porque su conducta era reprensible. En efecto, antes que llegaran algunos enviados de Santiago, el comía con los paganos, pero cuando estos llegaron, se alejó de ellos y permanecía apartado, por temor a los partidarios de la circuncisión. Los demás lo imitaron y hasta el mismo Bernabé se dejó arrastrar por la simulación. Cuando yo vi que no procedían rectamente, según la verdad del evangelio, dije a Cefas delante de todos:

-Si tú, que eres judío, vives como los paganos y no como los judíos, ¿por qué obligas a los paganos a que vivan como los judíos?" (Ga 2, 11-14). El motivo de mi enojo, como se puede comprender, era la doblez de la conducta de Pedro. Cuando nadie lo vigilaba no tenía reparos en juntarse con los no circuncidados y corner con ellos; mas cuando los judaizantes lo vigilaban, hacía lo contrario e incluso incitaba a los no judíos a adoptar todas las costumbres de los judíos.

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Así fue como reprendí públicamente al pobre Pedro que, humildemente, bajo los ojos y reconoció lo incorrecto de su conducta. Lamentablemente tiempo más tarde me daría cuenta yo, cómo el mal se había extendido tanto que se estaba corriendo un grave riesgo de desvirtuar toda mi acción, echando por tierra lo que se había pactado en la asamblea tenida en Jerusalén con el mismo Pedro y Santiago. Pero si no hubiera reprendido a Pedro, su mal ejemplo hubiera cundido de tal forma que hubiera traído consecuencias tremendas para las Iglesias por mí fundadas. Lo cierto es que los judaizantes habían violado el pacto de Jerusalén y a mis espaldas penetraban en las comunidades a mi cargo devorándolas como lobos rapaces. Comprenden ahora ustedes porque permanecí tan corto tiempo en Antioquia, pues ya no me sentía cómodo en esa comunidad. Decidí sin más iniciar el tercer viaje evangelizador que tendría un final totalmente inesperado y casi trágico. Mas ahora necesito tomarme un poco de descanso en la cárcel y recomponer ciertos datos para tenerlos ordenados y listos para la redacción. Tengan un poco de paciencia y ya sigo con mi historia. No lo olviden: estamos en Antioquia listos para partir. Es primavera, unos veinte años después de la muerte de Jesucristo…

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XIV. TERCER VIAJE: ÉFESO, CARTA A LOS GÁLATAS Mi tercer viaje misionero tendría como centro a la ciudad de Éfeso, pero preferí no ir directamente hacia la capital de la provincia romana de Asia. Necesitaba visitar a las comunidades fundadas en mi primer viaje y robustecer la fe de muchos hermanos que ya comenzaban a dudar ante la presión de los judeocristianos. Así, pues: “Fui a recorrer unas tras otra las regiones de Calacia y Frigia, para fortalecer a los discípulos. Finalmente llegue a Éfeso, mientras Apolo estaba en Corinto" (Hch. 18, 23j 19, 1). Éfeso es una maravillosa ciudad, autentica mezcla de la cultura griega y del misticismo oriental. Meses antes de ser tomado preso por última vez, deje allí como obispo a mi amigo Timoteo que continúa ahora la obra que yo iniciara con muy buenos auspicios. Fue una novedad para mí el encontrarme con un pequeño grupo de cristianos que me hablaban maravillas de un tal Apolo, judío natural de la gran ciudad egipcia de Alejandría, muy versado en las Escrituras y eximio orador. "Respecto del camino del Señor, tenia algunos conocimientos y, animado por el Espíritu, enseñaba y hablaba todo lo que sabía acerca de Jesús, aunque solamente conocía el bautismo de Juan. Comenzó, pues, a hablar con valentía en la sinagoga y lo oyeron Aquila y Priscila; lo llevaron entonces consigo y le dieron a conocer con mayor precisión el camino del Señor. Como Apolo pensaba pasar por Acaya, los hermanos lo alentaron y escribieron a los discípulos para que le dieran buena acogida. Una vez allí, fue de gran provecho para los que ya creían por la gracia de Dios. Contradecía con gran fervor y con éxito a los judíos, demostrando por las Escrituras que Jesús es el Mesías" (Hch. 18,24-28). Como ven, Apolo era más bien un autodidacta y, entre otras cosas, desconocía la presencia del Espíritu Santo en cuyo nombre somos bautizados los cristianos. Fue así como un día: "Encontré a un grupo de discípulos a los que pregunté: -¿Recibisteis el Espíritu Santo cuando abrazasteis la fe? Ellos me contestaron:

-Ni siquiera hemos oído que exista el Espíritu Santo. Les pregunté de nuevo: -Pero, ¿qué bautismo habéis recibido? -El bautismo de Juan, me respondieron. Entonces les dije: -Juan dio un bautismo para el arrepentimiento, pero invitaba al pueblo a que

creyera en el que vendría después de él: Jesús. Al oír esto, todos fueron bautizados en el señor Jesús. Después les impuse las manos y vino sobre ellos el Espíritu Santo se pusieron a hablar en lenguas y a profetizar. Eran doce hombres" (Hch. 19, 1-7). Como ustedes bien lo sabrán, el Espíritu Santo es el don mesiánico por excelencia y es el signo de la presencia de Cristo resucitado. Es el Espíritu quien aglutina nuestras comunidades, el que fortalece nuestra fe, el que desarrolla la obra misionera y el que nos hace penetrar en el misterio del amor y de la santidad. En Éfeso permanecí por espacio de dos largos años y tuve la oportunidad de predicar abundantemente la palabra del Señor, en seria competencia con los sacerdotes de la diosa Artemisa, quienes al principio no se dieron cuenta de la fuerza con que el Espíritu estaba desarrollando su obra liberadora. "Por espacio de tres meses predique con mucha convicción en la sinagoga, tratando de convencer a los judíos y hablándoles del reino de Dios. Algunos en vez de creer se endurecían y criticaban públicamente el camino. Yo, entonces, me aparte de ellos y formé

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Grupo aparte con mis discípulos, enseñándoles diariamente en la escuela de un tal Tirano” (Hch 19,8-10) La escuela o gimnasio de Tirano estaba destinada, como es costumbre en las ciudades helénicas, a la formación física, intelectual y artística de jóvenes y adultos. Cuando el gimnasio quedaba libre, yo ocupaba el lugar de los filósofos y poetas griegos y predicaba el evangelio. El resto del tiempo lo ocupaba en trabajar fabricando mis tiendas, en orar y en preparar mis predicaciones. El día se me hacía siempre corto... Fue tal el éxito de esta intensa actividad que "muchos de los que habían creído venían a confesar y a revelar todo lo que habían hecho. Y no pocos de los que habían practicado la magia, juntaron sus libros y los quemaron delante de todos. Calculado el precio de los libros, se los estimó en cincuenta mil monedas de plata. Así, par el poder del Señor, la palabra se extendía y robustecía" (Hch. 19, 18-20). De esta manera Éfeso se transformará al poco tiempo en un importante centro de evangelización, como ya lo era Antioquia. Así, poco a poco, fuimos evangelizando las ciudades vecinas: Mileto, Esmirna, Magnesia, Filadelfia, Sardes, Pérgamo, Hierápolis, Laodicea y Colosas. Entre tanto, durante mi primer ano en Éfeso, nos habla llegado la noticia de la muerte del emperador Claudio, yen su lugar ascendi6 al trono Nerón, en cuyas prisiones me encuen-tro. Pero entonces nadie imaginaba que con este hombre, cuyo solo nombre aterra a muchos ciudadanos, llegarían tiempos tan difíciles sobre todo para la Iglesia de Roma. Pero nadie piense que en Éfeso sólo tuve momentos de alegría. Muy al contrario, dos grandes espinas se clavaron en mi corazón y me dieron noches de insomnio. Una fue la comunidad de Corinto, desde donde me llegaron tristes y desalentadoras noticias. La otra provino de las comunidades de Galacia, las mismas que yo había engendrado en mis primeras correrías misioneras y que acababa de visitar. Mientras yo llegaba a Éfeso, un grupo de judeocristianos llegados de Jerusalén comenzaron a serrucharme el piso. Después de poner en tela de juicio mi carácter de apóstol porque no había conocido personalmente a Jesús, se dedicaron a enseñar que todo el mundo debía hacerse circuncidar y practicar toda la ley judía, sin la cual no tenía sentido el bautismo cristiano y la practica del evangelio. Se imaginan mi reacción y consiguiente indignación, máxime que tales señores decían apoyarse en ordenes del mismo Santiago, el hermano del Señor. El mismo día que recibí estas noticias por unos cristianos gálatas, llame a mi calígrafo y redacté una enérgica y tremenda carta que desbordo pasión y calor por todas sus letras. Así comencé la carta: "Pablo, apóstol enviado no por los hombres sino por Cristo Jesús y por Dios Padre que lo resucitó de entre los muertos, a las iglesias de Galacia" (Ga 1, 1). Antes de entrar en tema, les recordé brevemente mi biógrafa, en la que resalta, cómo ustedes ya lo conocen, cómo Dios me eligió para ser el apóstol de los paganos, a pesar de que en un primer momento yo había perseguido a la Iglesia (Ga 1, 6-2,18). "Por mi parte llegaré a ser un muerto para la ley (judía) a fin de vivir para Dios. Estoy crucificado con Cristo, y ahora no soy yo el que vive sino que es Cristo el que vive en mí. Sigo viviendo en la carne, pero vivo con fe en el Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí. Y miren: si uno puede salvarse por el camino de la ley, entonces Cristo murió inútilmente" (Ga 2, 19-21), Esta es la tesis que desarrollo en esta carta, tesis que ustedes ya conocen pues la defendí en el concilio de Jerusalén y fue aprobada por Pedro, Santiago y los demás hermanos. De allí mí indignación ante esta pertinaz insistencia de estos falsos discípulos de Jesús que nada entendían de la gran novedad de su mensaje.

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Insistí con todas mis fuerzas en que sólo la fe nos salva, de la misma forma que Abraham, que existió antes del judaísmo, fue salvado por su fe y confianza en Dios. El judaísmo ya había cumplido su misión, la buena y hermosa misión de preparar la llegada del Salvador, pues de la misma forma que “la sirvienta lleva el niño a su maestro, así la ley nos conducía a Cristo para que al creer en él nos salváramos por media de la fe" (Ga 3,24). ¿Y cuál es la obra de la fe? “Todos ustedes son hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús; todos fueron bautizados en Cristo y se revistieron de Cristo. Por lo tanto: Ya no hay diferencia entre judío y griego, entre esclavo y hombre libre, entre varón y mujer... pues todos ustedes son uno solo en Cristo Jesús" (Ga 3, 26-28). He aquí un punto fundamental de mi mensaje: a partir de esto, de nada valen los privilegios de raza, color, condición social, sexo o cultura. Ahora todos los hombres están llamados a participar en una gran comunidad o familia donde reina la igualdad, la fraternidad y la más absoluta libertad interior. En efecto: "cuando llegó la plenitud de los tiempos Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, para dar libertad a los que estaban sometidos a la ley y a las fuerzas y principios que rigen el mundo. Ahora todos somos hijos adoptivos de Dios. Y si no somos esclavos sino hijos, por eso mismo recibiremos la herencia de Dios" (Ga 4, 3-7). Este tema de la libertad me fascina. En efecto, la religión puede terminar esclavizando al hombre, sometiéndolo a ritos y practicas variadas que sólo se cumplen por el temor de los castigos o para conseguir cierto premio de Dios. ¡Qué pena tremenda sería! En cambio el evangelio de Jesús nos impulsa a vivir en el amor, desde una convicción interior y a impulsos del Espíritu que nos empuja hacia metas jamás soñadas. De allí que les escribiera a "estos tontos gálatas que se habían dejado hipnotizar" (Ga. 3, 1): “Cristo nos liberó para que fuéramos libres. Por eso, manténganse firmes y no se dejen someter de nuevo al yugo de la esclavitud”. (Ga 5, 1). Hoy se habla mucho, sobre todo entre los griegos, de libertad. Pero muchos la interpretan como un simple dejarse llevar por los instintos, con lo cual se termina en una peor y más sutil esclavitud. Nuestra libertad nace del interior del corazón y consiste en hacer por amor todo lo que el Espíritu nos inspira para el bien de toda la comunidad. No hay libertad sin amor. Esto, para mí, es más claro que el agua. “Ustedes hermanos, fueron llamados a la libertad; no hablo de esa libertad que encubre los deseos del instinto; más bien, háganse esclavos unos de otros por amor. Porque toda la ley se resume en esto solo: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Pero si ustedes se muerden y se devoran unos a otros, ¡cuidado!, pues llegarán a perderse todos" (Ga 5, 13-15), Quien, en cambio, alimenta la libertad del cristiano es el Espíritu, el cual hace que desde nuestro interior broten sus frutos: "Caridad, alegría, paz, generosidad, comprensión, bondad, confianza, mansedumbre y dominio de si mismo. Si tenemos la vida del Espíritu, dejémonos conducir por el Espíritu..." (Ga 5, 22-25). Finalicé la carta exhortándolos a la reflexión para no desviarse del Evangelio, y a que ayuden a los hermanos que habían sido engañados. Los últimos renglones los escribí de puno y letra, recordándoles que: "Ya no hay un pueblo de la circuncisión frente a un mundo pagano, sino que empezó una nueva creación" (Ga 6, 11-18), Me consta que la carta dio sus buenos frutos, aunque el mal no será exterminado del todo. Por otra parte, el carácter constante de estos habitantes del Asia los hará a menudo pasto de cualquier doctrina nueva que esté de moda…

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XV. CONFLICTO EN CORINTO: CARTAS

Hacía muy poco tiempo que había enviado la carta a los gálatas cuando comenzaron a llegar desde Corinto alarmantes noticias, si bien confusas en un primer momento. La comunidad aparecía convulsionada y dividida en varios grupos: unos se decían seguidores de Apolo, el brillante orador alejandrino, que poco después vendrá a verme personalmente a Éfeso; otros se decían seguidores de Pedro; algunos que sólo me tenían en cuenta a mí, Pablo, y no faltaban los que se decían del partido de Cristo sin más... Al mismo tiempo el ambiente pagano de la ciudad parece que influía demasiado en las costumbres de la comunidad y el libertinaje sexual comenzaba a ser una moda entre los que se decían más "liberados". Así, pues, con el alma en un hilo, les escribí inmediatamente para llamarlos al orden y para que se pusieran en comunicación conmigo. Al mismo tiempo envié a Timoteo como mi emisario personal para que arbitrara en los conflictos y redujera a la calma a los más revoltosos. Más tarde me di cuenta que el tímido Timoteo no iba a poder con aquella situación por lo que, cuando las cosas parecieron desbordar por completo, apelé a la habilidad y firmeza de Tito. Esta primera carta de Pablo, sobre la que tenemos referencia en la actual primera, (1Cor 5,9-13) lamentablemente se perdió, al igual que otros muchos escritos de la época. Días más tarde llego desde Corinto la familia de Cloe, quien, no sólo me dio noticias frescas por su propia boca, sino que me trajo una carta de varios miembros de la comunidad para que les resolviera diversas dudas y problemas que tenían. Así, pues, cuando ya Timoteo había partido, hice redactar una segunda y extensa carta que firmé juntamente con Sóstenes, el jefe de la sinagoga judía de Corinto, que había sido uno de los primeros en abrazar la fe. Como era obvio, la primera parte de la carta la dedique a combatir los motivos de la división de la comunidad y a urgir a los corintios a la unidad en Cristo. ¿Cómo había sido el origen de estas rivalidades? Algo muy típico del espíritu griego. Bien saben ustedes que los griegos aprecian por sobre todo la filosofía y el arte de exponer las ideas con brillo y elocuencia. Estos elementos no los pudieron recibir de mi predicación centrada en el evangelio y en la humildad de mis palabras. Pero cuando llego Apolo, a muchos les pareció que su elocuencia era lo más importante y se quedaron con las hermosas palabras, olvidando las exigencias del evangelio. Así comenzaron a surgir diversos grupos más preocupados por retorcer las ideas y defender exquisiteces que por cambiar radicalmente de vida. Así, pues, dediqué abundantes renglones en hacerles comprender que la filosofía o sabiduría del cristiano es única y exclusivamente el evangelio de Jesús y la predicación de la cruz, ridiculizada por griegos y judíos. Por eso mismo Dios comienza la creación de su comunidad llamando a los hombres pobres y humildes, así como Jesús nació y murió en la pobreza y en el vaciamiento de si mismo: "Dios ha elegido a la gente común y despreciada, ha elegido al que no es nada para rebajar al que se cree algo, y así ya nadie se podrá alabar a si mismo delante de Dios. Ustedes mismos, por gracia de Dios, están en Cristo Jesús, el cual ha llegado a ser nuestra sabiduría, venida de Dios, y nos ha hecho agradables a Dios, santos y libres" (1Cor. 1, 26-31). Ahora bien, el que realmente obra en el interior del hombre de fe es el Espíritu de Dios, no quienes somos sus mensajeros. Por lo tanto, poca importancia tiene la forma en que se anuncia el evangelio; lo que vale es la apertura al Espíritu para que su obra de abundantes

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frutos. Los que evangelizamos somos simples servidores de la Palabra, cuya fuerza viene solamente de Dios. Por lo tanto, nada más ridículo que dividirse por cuestiones de oratoria o prestigio personal, cuando lo importante ahora es hacer crecer a la comunidad desarrollando aquella semilla que los evangelizadores han sembrado.

He aquí una síntesis de estas ideas (capítulos 1 al 4): "En realidad, ¿qué es Apolo o qué es Pablo? Son servidores por medio de los cuales ustedes llegaron a la fe, cada uno según Dios se le concedió. Yo planté, Apolo regó, pero Dios hizo crecer... El que planta y el que riega son iguales... pero Dios nos tiene por cooperadores suyos, ya el pertenece el campo y la construcción, que son ustedes. Yo, como un arquitecto, puse las bases; otro ha de levantar la casa.

Pero que cada uno se fije bien cómo construye encima, pues la base nadie la puede cambiar y ya está puesta: es Cristo Jesús. Pero si uno construye sobre ese fundamento con plata o con oro, con piedras preciosas, con barro, madera o paja, la obra de cada uno algún día se descubrirá. El fuego probará la obra de cada cual y dirá lo que vale... ¿No saben que ustedes son templo de Dios y que el Espíritu habita en ustedes? Al que destruya el templo de Dios, Dios lo destruirá. El templo de Dios es santo, y ese templo son ustedes" (1Cor 3, 14-17). En la segunda parte, ataco de raíz a los tres graves pecados que había caído la comunidad: el incesto, el recurso a los tribunales paganos y el libertinaje sexual (cfr. cap. 5-6). Respecto al incestuoso, ordeno que si no volvía al buen camino, fuera expulsado de la comunidad. El recurrir a los tribunales paganos para solucionar conflictos internos de los hermanos, era consecuencia de las rivalidades. Los urjo a la madurez y sensatez. El libertinaje sexual era consecuencia de una falsa visión de la libertad y de la dicotomía cuerpo-espíritu, propia de los griegos. Mi argumento, en cambio, es simple: todo el cristiano es de Cristo, y todo el es sagrado. Por lo tanto, la fornicación afecta al mismo ser del hombre consagrado a Dios. Así les escribo: “¿No saben que su cuerpo es templo del Espíritu Santo, que habita en ustedes y que lo hemos recibido de Dios? Ya no se pertenecen a ustedes, sino que han sido comprados a un gran precio. Por lo tanto, que sus cuerpos sirvan para dar gloria a Dios" (1Cor 6, 19-20). En la tercera parte, contesto a las preguntas que los corintios me hicieron en su carta. El primer problema que les preocupa es el del matrimonio y de la virginidad. ¿Hay un estado superior al otro? Les respondo con el sentido común: que cada uno elija aquel camino que mejor le convenga. Lo importante es vivir plenamente cada uno su propio estado. Si se está casado, que la donación del cuerpo en los esposos sea mutua y generosa. Si se elige la virginidad, que se piense en que es difícil y supone fidelidad (cap. 7). El segundo problema era de si se podía comer la carne que había sido sacrificada a los ídolos y que luego se vendía en los mercados (cap. 8-10). También aquí apelo al sentido común: se la puede comer tranquilamente siempre que esto no provoque grave escándalo en gente de conciencia aún débil. Es mejor abstenerse de carne que crear confusión en algún hermano. De aquí hago surgir un criterio amplio de acción en la comunidad: el amor nos impone el adaptamos a los demás, por respeto a ellos, aunque quizá nosotros podamos tener algún criterio distinto. Así les digo: "Aunque yo era libre respecto a ustedes, me he hecho el servidor de todos con el fin devanarlos en mayor número. Con los judíos me he hecho judío... con los que se dicen sin ley religiosa, me comporte como un hombre sin ley religiosa, aunque por estar sujeto a la ley de Cristo, también tengo ley respecto de Dios... Con los de conciencia débil, me hice

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de conciencia débil, a fin de ganarlos. Me hice todo para todos con el fin de salvar al menos a algunos... "(1Cor 9, 19-22), El espíritu de esto es el siguiente: ¡Cuantas veces por pequeñas tonterías que no tienen mayor importancia perdemos de vista lo principal de una comunidad, o sea, la vivencia de la fe interior, del amor, de la unidad y del respeto a los demás! Esta es libertad que nos otorga el evangelio... En la cuarta parte de esta carta, procuro poner un poco de orden en las celebraciones litúrgicas a fin de que descubran su verdadero espíritu. Resulta que los corintios, llevados por su típico afán de buscar novedades y por sus mismas divisiones internas, habían transformado el culto en una tumultuosa reunión en la que, más o menos, cada uno hacia lo que quería o lo que creía que el Espíritu le inspiraba. Muchos se sentían inspirados por Dios y decían lo primero que se les ocurría, entraban en trance y recitaban cosas ininteligibles. Sin echarles encima un balde de agua fría, traté de que comprendieran que la reunión de culto debe ser comunitaria y compartida por todos evitándose todo lo que suena a individualismo o afán de promocionarse ante los demás. Como ustedes saben, en la eucaristía celebramos una cena en la que cada uno trae algo para comer y beber, que después es compartido por todos. A esto sigue la palabra de Dios y la unión. Pues bien, los ricos no tuvieron mejor idea que comer juntos opíparamente, mientras que los demás pobres debían contentarse con mirar. ¡Qué tremenda distorsión del sentido de la Eucaristía! ¿Cómo hablar de la cena del Señor mientras mantenemos dentro de la comunidad esta división de clases sociales? Así, pues, les escribí: "Me he enterado que cuando se reúnen en asambleas, hay divisiones entre ustedes... de manera que ya no es la cena del Señor, pues cada uno se adelanta a tomar su propia comida, y mientras uno pasa hambre, otro se emborracha. ¿No tienen casas para corner y beber? ¿O es que desprecian a la Iglesia de Dios y quieren avergonzar a los que son pobres? ¿Qué les diré? ¿Aprobarlos? En esto, no" (1Cor 11, 17-22). Entonces les recuerdo cómo fue la cena de Jesús, para que nosotros sepamos hacer lo mismo y con el mismo espíritu de amor y entrega a los hermanos. Aunque yo no estuve presente en la última cena, recibí de Pedro y los demás testigos estos datos concretos que forman la esencia de nuestro culto: "Yo recibí del Señor mismo lo que a su vez les he enseñado. Que el señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó pan, y después de dar gracias lo partió, diciendo: „Esto es mi cuerpo que es entregado por ustedes; hagan esto en memoria mía'. De la misma manera, tomando la copa después de haber cenado, dijo: Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre. Siempre que beban de ella, háganlo en memoria mía. Así, pues, cada vez que coman de este pan y beban de esta copa, están anunciando la muerte del Señor hasta que venga. Por lo tanto, si alguien come el pan y bebe de la copa del Señor indignamente, peca contra el cuerpo y la sangre del Señor" (1Cor 11, 23-27). Para llegar a una buena comprensión de la Eucaristía, era necesario que los corintios vencieran su espíritu individualista, sintiéndose en la Iglesia como parte de una sola familia: el único cuerpo de Cristo. Es este un elemento fundamental de mí mensaje: todos los cristianos formamos el único cuerpo del Señor: la comunidad cristiana. En esta comunidad hay, como es natural, diversas funciones y tareas, pero ninguna de ellas es más que otras o tiene privilegio alguno, pues todas están destinadas a hacer crecer el único cuerpo del Señor. Corresponde al Espíritu el darnos sus dones y nuestro puesto en la comunidad. Estos dones y servicios deben estar siempre para el bien común de todos los hermanos; jamás para alimentar la vanidad de algunos o el afán de dominar de otros.

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Les transcribo parte de esta carta, pues la considero muy importante para todos: “En cada uno el Espíritu Santo revela su presencia, dándole algo que es para el bien de todos. Así a uno se le da el don de hablar con sabiduría... a otro el de hacer curaciones o realizar milagros, o bien de profetizar. A otro se le da el don de hablar en lenguas extrañas o bien de explicar lo que se dijo en esas lenguas... Y todos estos dones son obra del mismo y único Espíritu, el cual los reparte a cada uno como quiere. Del mismo modo que el cuerpo es uno y tiene muchas partes, y todas ellas, aun siendo muchas, forman un solo cuerpo, así también Cristo. Todos nosotros, seamos judíos o griegos, esclavos o libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu para formar un único cuerpo. Y a todos se nos ha dado a beber del único Espíritu... " (1Cor 12, 7-13). Y después de recordar que en el cuerpo humano todos los miembros son importantes, aun los más pequeños o a los que menos aprecio tenemos, continúo:

"Pues bien, todos ustedes son el cuerpo de Cristo, y cada uno en particular es parte de él. Así, pues, Dios nos ha establecido en su Iglesia. En primer lugar a los apóstoles, después a los profetas, y en tercer lugar a los maestros. Después viene el don de hacer milagros, de curar, de asistir con ayuda material, la administración de la Iglesia y el don de lenguas... " (1Cor 12, 27-28). Como ustedes pueden darse cuenta, en primer lugar esta el ministerio de la Palabra o de la evangelización. Los apóstoles, sobre quienes pesa la responsabilidad general de la Iglesia; los profetas, o sea, los que hablan en nombre de Dios para interpretar los diversos acontecimientos que van sucediendo; los maestros que se encargan de ahondar en la catequesis de todos los fieles. Estas son las principales tareas: anunciar el evangelio y profundizar la fe de la comunidad. Después viene el resto... Los cristianos de este siglo no podemos perder de vista este texto de Pablo. ¿Con cuánta frecuencia hemos puesto en primer lugar los problemas organizativos y materiales de la Iglesia por encima de todo, y hemos descuidado el primero de nuestros trabajos: anunciar el evangelio? Por ello nada mejor que profundizar en el concepto paulino de la Iglesia como cuerpo de Cristo. Desde esta perspectiva se subraya, antes que nada, la unidad de los creyentes tanto por la presencia del Espíritu en todos ellos como por su incorporación a Cristo el Señor, cabeza y fuente vital de todas las comunidades. No solamente nos referimos a la unidad entre las diversas confesiones cristianas -como cat61icos, protestantes y ortodoxos-, sino a la unidad interna de la comunidad, unidad que prima por encima de las diferencias. Por tanto, no debe existir dicotomía entre jerarquía y pueblo, pues la jerarquía esta al servicio de la comunidad, y toda la comunidad al servicio de Dios y de su obra salvadora entre los hombres. Como consecuencia de lo expuesto, surge espontáneamente que en la comunidad cristiana debe primar el amor y el servicio a los hermanos. Si no tenemos amor entre nosotros todo el resto de nuestra fe no sirve absolutamente de nada. Por eso sigo escribiendo: "Si yo hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, y me faltara el amor, no seria más que bronce que resuena y campana que toca. Si yo tuviera el don de profecías... y tuviera tanta fe como para trasladar los montes, pero me faltara el amor, nada soy. Si reparto todo lo que poseo a los pobres y si entrego hasta mi propio cuerpo para ser quemado, pero sin tener amor, de nada me sirve. El amor es paciente, servicial y sin envidia. No quiere aparentar ni se hace el importante. No actúa con bajeza ni busca su propio interés. El amor no se deja llevar por la ira, sino que olvida las ofensas y perdona. Nunca se alegra por algo injusto y siempre le agrada la verdad. El amor todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera y todo lo soporta. El amor nunca pasará. Algún día las profecías ya no tendrán razón de ser, ni se hablará más en lenguas ni se necesitará más el conocimiento...

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Al presente vemos como en un mal espejo y en forma confusa, pero entonces veremos cara a cara. Ahora solamente conozco en parte, pero entonces le conoceré a él como él me conoce a mí. Ahora tenemos la fe, la esperanza y el amor. Pero la mayor de las tres es el amor”. (Cap. 13) El último problema que les preocupaba a los corintios era el de la resurrección. Ya saben ustedes el problema que se nos planteó al tener que anunciar a los griegos la resurrección de los cuerpos, dado que para ellos el cuerpo desaparece total-mente bajo tierra y solo pervive el alma. Los corintios querían más datos concretos: cómo sería ese cuerpo resucitado, cuando resucitaríamos, etc. En realidad, estas preguntas no tienen aún una respuesta exacta, y se nos hace muy difícil imaginarnos cómo seremos después de la resurrección. Por lo tanto, traté de insistir en lo esencial: que Jesús ha resucitado "al tercer día, que más tarde se apareció a Pedro y a los Doce, que después fue visto par más de quinientas personas, muchas de los cuales aún viven, y que par último se me apareció a mí también" (15, 1 ss.). Si los cristianos negamos la resurrección, "nuestra predicación ya no contiene nada y nuestra fe tampoco". Efectivamente, resucitar es comenzar una nueva vida, totalmente transformados por el espíritu de Cristo. Si ahora tenemos un hálito o soplo que anima nuestro cuerpo, después tendremos el aliento del Espíritu que ya está obrando ahora en nuestro interior. Querer saber más sobre esto, por ahora, es inútil, pues escapa toda comprensión e imaginación. Con estas ideas envié esta carta, esperanzado en que yo mismo los podría visitar cuando terminara mis trabajos en Éfeso. También le rogué a Apolo que había venido a visitarnos, si quería ir a Corinto para apaciguar los ánimos y reconciliar a la comunidad, pero Apolo no lo creyó oportuno por el momento. Así, pues, quede a la espera de las noticias de Corinto que, para desesperación mía, llegaron con muy malos augurios. Timoteo estaba "fracasando y mis cartas no hacían más que irritar a los revoltosos que ahora me faltaban el respeto en forma descarada, diciendo incluso que yo me hacía el valiente en las cartas pero que no era capaz de ir personalmente... Entonces llame a Tito, le di instrucciones precisas y envié por su intermedio una tercera carta, dura y tajante. Esta carta también se ha perdido aunque se supone que parte de la misma pueden ser los capítulos diez al trece de la segunda actual. En dicha carta tuve que hacer una enérgica defensa de mi apostolado, les recordé nuevamente mi vida puesta al servicio del evangelio, las visiones que había tenido y todo lo que tuve que sufrir por Cristo y su mensaje. Por todo ello los urgí a que cambien de modo de proceder, de lo contrario me vería obligado a visitarlos personalmente, no ya como amigo, sino como un juez que iba a poner en orden las cosas. Confieso que me sentía desesperado ante la impotencia de hallar solución y profundamente desilusionado por aquella comunidad que yo mismo había engendrado en la fe. ¿Se perderá esta comunidad en interminables conflictos? ¿Sería para mí una cruz insoportable? Pero no tuve tiempo de cavilar demasiado. De pronto en Éfeso las aguas se pusieron muy borrascosas, y una vez más me vi obligado a abandonar la comunidad para evitar males extremos ¿Qué habla pasado? Deben saber ustedes que Éfeso es famosa por su inmenso Templo en honor de la diosa Artemisa, protectora de la fertilidad y de la maternidad. Muchos sacerdotes eunucos y sacerdotisas que prestan servicios en los prostíbulos sagrados, se encargan del culto de la diosa, en torno al cual gira toda una industria religiosa, venta de estatuillas y medallones, etcétera y ya se pueden ustedes imaginar el resto de mi historia. Pero dejemos que lo relate Lucas, más especializado para estas cosas. "Después de todo, decidí por inspiración del Espíritu, ir a Jerusalén, visitando antes Macedonia y Grecia. Y decía: Después de estar allí, partiré hacia Roma. Entre tanto,

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mandé a Timoteo, que ya había vuelto de Corinto, y a Erasto a Macedonia, y me quede un tiempo más en Éfeso. Pero en esos días se produjo un gran tumulto a causa del camino del Señor. Un platero, llama do Demetrio, que fabricaba figuritas de plata del templo de Artemisa y que daba buenas ganancias a los artífices, reunió a estos y a los obreros y les dijo: 'Compañeros: saben que nuestra ganancia depende de esta industria. Pero ya es tan viendo y oyendo que no sólo en Éfeso, sino en casi toda la provincia del Asia, ese Pablo convence y ha hecho cambiar a mucha gente, diciendo que no son dioses los fabricados por mano del hombre. Con esto corremos peligro no sólo de que nuestros productos pierdan su valor, sino también de que el templo de la gran diosa Artemisa sea desprestigiado. Con esto se acabara la fama de aquella a quien toda el Asia y el mundo entero adoran. Cuando oyeron esto, muy molestos se pusieron a gritar: ¡Grande es la Artemisa de los efesios! En la ciudad hubo mucha confusión y todos se precipitaron al teatro, arrastrando consigo a Gayo y a Aristarco, dos macedonios compañeros y amigos míos. Yo quería entrar y presentarme al pueblo, pero los discípulos no me dejaron. Incluso, algunos consejeros de la provincia, que eran amigos míos, me mandaron aviso para que no arriesgara yendo al teatro. Allí unos gritaban una cosa y otros, otra. Había gran confusión en la asamblea y la mayoría no sabía por qué se había reunido. Entonces hicieron salir de entre la gente a uno llamado Alejandro, a quien los judíos empujaron adelante. Alejandro pidió silencio con la mano porque quería dar explicaciones al pueblo. Pero cuando se enteraron de que era judío, todos juntos se pusieron a gritar durante dos horas: ¡Grande es la Artemisa de los Efesios! Por fin el secretario de la ciudad logro calmar a la multitud y dijo: 'Efesios, ¿quién no sabe que la ciudad de Éfeso venera el templo de la gran Artemisa y su estatua caída del cielo? Siendo esto indiscutible, conviene que ustedes se calmen y que no hagan nada precipitadamente. Han traído acá a estos hombres que no han cometido sacrilegio ni insulto a nuestra diosa. Si Demetrio y los artífices tienen quejas contra alguno, para eso se celebran las audiencias y están los magistrados. Que presenten allí sus acusaciones. Y si tienen algún otro asunto, se resolverá en la asamblea legal. En realidad, podríamos ser todos acusados de rebelión por lo de hoy, no teniendo motivo alguno para justificar este tumulto'. Dicho esto, disolvió la asamblea" (Hch. 19,21-41). Como ustedes pueden imaginarse, no era para mí lo más oportuno permanecer más tiempo en Éfeso, así que, con gran pesar, decidí abandonar la ciudad, después de dar ánimo a los discípulos, a pesar de que mi espíritu estaba por el suelo... ¿Cómo terminaría esta aventura de predicar a Jesucristo?

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XVI. CORINTO: CARTA A LOS ROMANOS Tito ya había partido para Corinto y habíamos quedado en que él volviera por Macedonia para encontrarnos los dos en Tróade. Yo emprendí viaje hacia esta legendaria ciudad, entristecido, no tanto por lo de Éfeso, cuanto por Corinto. No me los podía sacar de la cabeza y constantemente me preguntaba: ¿Cómo recibirían a Tito? ¿Se logrará la paz? ¿Podré reconciliarme con ellos? Con este depresivo estado de ánimo fui visitando muchas comunidades que se encontraban en mi recorrido y llegue a Tróade. Pero era tal mi desesperación por tener noticias de Corinto y encontrarme con Tito que continué viaje hacia Filipos. Allí me hospede en la casa de mi amiga Lidia, mientras los discípulos trataban de consolarme y darme fortaleza. También ellos estaban preocupados y nunca me habían visto tan abatido. Hasta que una buena mañana Lidia entró gritando: ¡Ha llegado Tito! Salí apresuradamente y antes de abrazarme con mi amigo, ya vi en sus ajos la alegría de las buenas noticias. Mientras le dábamos de comer, le hice narrar con preguntas nerviosas todo lo sucedido en Corinto y juntos dimos gracias a Dios porque todo se había resuelto alas mil maravillas. La comunidad estaba en orden y me pedían la reconciliación fraterna. Me olvidaba decirles que también en Filipos me encontré con Lucas que estaba allí evangelizando, y que, meses después, se uniría conmigo en el largo viaje a Jerusalén y Roma. También me uní a Timoteo, y juntos redactamos una nueva carta a los corintios, carta de alegría y esperanza porque el amor de Dios se había manifestado en ellos. Esta cuarta carta de Pablo a los corintios es nuestra segunda actual. Posiblemente sus últimos capítulos, duros y polémicos, sean parte de la carta anterior, escrita entre lagrimas, al decir de Pablo. En esta breve carta, después de explicarles rápidamente lo sucedido en Éfeso y mi viaje hasta Filipos, les manifiesto mi gran alegría por el éxito de la misión de Tito y la buena disposición de toda la comunidad. Les recuerdo que así como Cristo murió por nuestra reconciliación, así es bueno que todos sepamos reconciliarnos como hermanos. Después les digo: "Háganme un lugar en su corazón. A nadie hemos perjudicado ni arruinado ni estafado. Ya les dije que los llevamos en nuestro corazón, para vivir unidos y morir juntos. Tengo gran confianza y estoy realmente orgulloso de todos ustedes. Ahora me siento muy animado y reboso de alegría en todas mis pruebas... pues Dios que consuela a los humildes me confortó con la llegada de Tito; no solamente porque estuvo a mi lado, sino también porque trajo muy buenas noticias de ustedes. Me dijo también que me tenían profundo cariño, que sentían lo ocurrido y que se interesaban por mí. Esto me alegró mucho… Me alegro de poder confiar en ustedes, ocurra lo que ocurra” (2Cor. 7,2-7. 16). Después de estos desahogos del corazón invito a los corintios a unirse a los demás cristianos de Macedonia y Grecia para realizar una gran colecta en favor de los cristianos de Jerusalén, colecta que yo mismo pensaba llevar a la comunidad madre (cap.8-9). El mismo Tito se encargo de llevar esta carta a la comunidad corintia, y le dije que me esperara allí, pues eran mis deseos pasar el invierno en Corinto, donde quería descansar y escribir. Por mi parte continué visitando las comunidades de Macedonia, e incluso fundando alguna nueva más al norte, hasta que, aproximándose el invierno, encamine mis pasos hacia Corinto. Me acompañaban varios hermanos de diversas comunidades, y así todos juntos, hicimos nuestra entrada para el gran abrazo de la reconciliación con los hermanos corintios. La tormenta había pasado...

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Cayo, uno de los primeros cristianos de allí, a quien yo mismo había bautizado, me hospedo generosamente en su casa. Allí tomo cuerpo un nuevo y audaz proyecto: viajar a Roma para evangelizar en la misma capital del imperio, y desde allí poder hacer lo mismo en otras regiones de occidente, especialmente España. Fue entonces que me puse a meditar largamente, pues quería presentarme a la comunidad romana previamente por medio de una importante carta, algo así como la síntesis de todas mis reflexiones. Pablo permanece en Corinto en el invierno del año 57-58. A esta estancia debemos el escrito teológico más importante del Apóstol. En forma tranquila y serena redacte esta carta, cuyas ideas principales están en la dirigida a los gálatas. En síntesis lo que quiero manifestar es lo siguiente: el mundo actual, tanto el judío como el pagano, se halla inmerso en una estructura de pecado. Es un mundo de tinieblas. Inútil, por lo tanto, buscar en las prácticas legales de las religiones la fuente de la salvación del hombre. Se necesita una obra que afecte al mismo corazón del hombre, engendrándose así una liberación interior y total. A todo esto yo lo llamo fe, que es la adhesión total de la persona a la palabra de Dios manifestada por Jesucristo. La fe es abrazar el nuevo modo de vivir que nos propone el evangelio. Solamente esta fe es capaz de salvar, tanto a los paganos como a los judíos. Lamentablemente, la carta a los romanos y su particular insistencia en la fe será uno de los motivos de la confrontación y división entre católicos y protestantes en el siglo XVI. Comienzo mi carta saludando a la comunidad cristiana de Roma, "cuya fe es famosa en el mundo entero" (Rom.1, 8), por la que doy gracias a Dios, mientras me anima la esperanza de poder visitarlos personalmente dentro de muy poco tiempo. Después expongo la síntesis de todas mis ideas; "Yo no me avergüenzo de esta buena nueva, pues es la fuerza de Dios que viene a salvar a todo el que cree, primero a los judíos, después a los paganos. Esta buena nueva nos revela cómo Dios salva a los hombres por la fe y para la vida de fe, como lo dijo la Escritura: „El justo vive por la fe” (Rm. 1, 16-17). En la primera parte de la carta expongo como tanto los paganos como los judíos se hallan actualmente bajo el poder del pecado. El pecado es como una fuerza misteriosa e interior que subyuga al hombre desviándolo de su supremo objetivo. A pesar de que cualquier hombre puede conocer a Dios a través de las obras de la naturaleza, sin embargo la humanidad prefirió fabricarse sus propios ídolos y seguir tras ellos. Fruto de esta adoración egolátrica es la gama de todos los vicios que hoy invaden la tierra y que terminaron por esclavizar al hombre, a pesar de su aparente libertad. Desde esta perspectiva nadie puede tener excusas, pues la voz de la conciencia a cada uno le indica el recto camino, y está en cada uno el seguirla o no. Por su parte los judíos, si bien tienen la palabra de Dios que cayó sobre ellos en abundancia, sin embargo no la cumplen y se empecinan en una religiosidad que carece de interioridad. También ellos están necesitados de salvación (cfr. Cap. 1-3). En la segunda y tercera parte expongo como Dios nos salva por medio de Jesucristo. La salvación, en efecto, no reside en practicar esta religión u otra, sino que es fruto del inmenso amor de Dios: "Esta salvación la reciben de Dios por la fe en Jesucristo todos los que creen, sin distinción alguna de personas, pues todos pecaron ya todos les falta la presencia de Dios. Pero Dios de manera gratuita les regala su perdón y su amistad; porque Cristo los ha salvado, pues a él Dios precisamente lo ha destinado para ser la victima que nos consigue el perdón, con tal de que creamos en la eficacia de su sangre. Así Dios perdona los pecados cometidos en los tiempos anteriores y que soportó con tanta paciencia. Y en el

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tiempo actual nos da a conocer cómo el es justo y cómo hace justo a todo el que cree en Cristo Jesús" (Rom.3, 22-26). En efecto, los cristianos no hemos aparecido como los hongos sobre la tierra. Somos más bien aquel pueblo que Dios prometió a Abraham, cuando ya era anciano él y su esposa Sara, el pueblo de las promesas, el pueblo de los que se salvan por su fe en Dios salvador. ¿Y en qué consiste esta salvación? Ante todo la fe nos reconcilia con Dios, nos abre a la esperanza y nos otorga el Espíritu del amor: "Ya que por la fe conseguimos la santidad y estamos en paz con Dios, gracias a Cristo Jesús, nuestro Señor... No sólo esto. Nos sentimos seguros en las pruebas... sabiendo que de la fe brota la esperanza, y esa esperanza no defrauda porque el amor que Dios tiene se ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que el nos ha dado" (Rom.5, 1-5). Pero toda nuestra fe tiene un centro indiscutible: Jesucristo. “En efecto, cuando todavía no podíamos hacer nada, vino Cristo en el tiempo fijado y entregó su vida por nosotros que estábamos alejados de Dios... Más aun: ahora nos sentimos seguros en Dios por medio de Cristo Jesús que nos ha obtenido la reconciliación" (Rom.5, 6-11). Para mí, Jesucristo es el nuevo Adán, es decir, el origen de una nueva generación de hombres que ya no viven bajo el signo del pecado y de la muerte. Con Cristo se cierra una etapa de la humanidad y comienza la nueva creación de un hombre libre. “Así como un solo hombre pecó y acarreó la sentencia de muerte para todos, así también ahora uno solo cumplió la condena de todos y procuró un indulto que los hace vivir. Y como por la desobediencia de un solo hombre todos los demás quedaron constituidos pecadores, así por la obediencia de uno solo todos serán constituidos santos... Y del mismo modo que el pecado estableció su reinado de muerte, la gracia a su vez reinará y después de restablecerse la amistad con Dios, conseguiremos la vida eterna gracias a Jesucristo nuestro Señor" (Rom.5, 18-21). Como ustedes bien sabrán, Adán es el símbolo de la humanidad, de los seres que habitan la tierra. Es el prototipo de un estilo de vida, de una forma de conducirse como hombre. Ahora en Cristo tenemos un nuevo modelo, el último y definitivo. Jesús es el prototipo del hombre nuevo... Como pueden ver, se trata de una concepción grandiosa de la fe cristiana, que está mucho más allá de cumplir dos o tres prácticas de culto o dos o tres mandamientos. EI hombre de fe comienza a tener una nueva visión del mundo y de la vida; comienza a sentir las cosas de otra manera, ve a los hombres bajo una nueva dimensión, el amor... El hombre de fe, en síntesis, es un hombre libre que ahora puede romper sus tres grandes ataduras: la muerte, el pecado y la ley. La muerte es algo más que un hecho biológico; es la destrucción total del hombre. Esta destrucción es el fruto amargo del pecado. De ahí que el cristiano ha de liberarse, ante todo, de su fuerza opresora. Así yo entiendo que el bautismo es el comienzo de un largo proceso por el que el hombre comienza a caminar en una vida nueva, muerto al pecado y vivo para Dios. “¿Acaso no se han dado cuenta de que fuimos sumergidos por el bautismo en Cristo, sumergidos con él para participar de su muerte? En efecto, al ser bautizados fuimos sepultados junto con Cristo para compartir su muerte, a fin de que, así como Jesús fue resucitado por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en una vida nueva...

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Comprendan bien esto: con Cristo fue crucificado algo de nosotros, ese hombre viejo, a fin de que sea destruido el hombre del pecado, y de esta manera nunca más seamos sus esclavos... Por lo tanto: considérense como muertos al pecado y vivan para Dios en Cristo Jesús" (Rom.6, 1-13). La comparación de Pablo se entiende mejor si consideramos que el la primitiva Iglesia el bautismo se hacía por inmersión en la piscina bautismal. Observen bien esto: el pecado es todo aquello que nos aparta del amor de Dios y del amor de los hermanos. Por eso, la síntesis de nuestra santidad es el amor pleno y total. Y si todo se resume en la nueva ley del amor, el cristiano es un hombre libre de la ley y de toda religión atada a leyes y prescripciones. Con Cristo caducan las antiguas instituciones religiosas. Ahora ha nacido un nuevo hombre que camina en libertad guiado por el Espíritu... En varias oportunidades hemos hablado de esta obra del Espíritu. Aquí les presento una breve síntesis: "Todos aquellos que son conducidos por el Espíritu, son hijos de Dios. Ustedes no han recibido un espíritu de esclavos para volver al temor, sino que recibieron el Espíritu que los transforma en hijos adoptivos, y que los mueve a exclamar: "Padre". El mismo Espíritu asegura que somos hijos de Dios. Y si somos hijos también somos herederos. La herencia de Dios será nuestra y la compartiremos con Cristo; pues si ahora sufrimos con el, con el recibiremos la gloria... Y toda la creación espera ansiosamente que los hijos de Dios reciban esa gloria que les corresponde... Ahora la creación espera hasta que ella misma sea liberada del destino de muerte que pesa sobre ella, y pueda así compartir la libertad y la gloria de los hijos de Dios. Ahora vemos como todo el universo gime y sufre dolores de parto. Y no solo el universo, sino nosotros mismos, aunque se nos dio el Espíritu como un anticipo de lo que tendremos, ahora gemimos, esperando el día en que Dios nos adopte y libere nuestro cuerpo..." (cap. 8). La conclusión de todo esto salta a la vista: siendo esto así, que nada nos separe de Jesucristo: "¿Quién nos separará del amor de Cristo? Las pruebas o las angustias, la persecución o el hambre, la desnudez o los peligros de la espada... No, en todo esto triunfaremos por la fuerza del que nos amó. Estoy seguro de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los poderes del cielo, ni el presente ni el futuro, ni las fuerzas del universo, tanto del cielo, como de la tierra o de los abismos, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios que hemos encontrado en Cristo Jesús, nuestro Señor" (Rom.8, 35-39). En la siguiente parte de esta carta vuelvo a hablar de mis hermanos de raza, los judíos, y allí expongo ideas que ustedes ya conocen: como el pueblo elegido fue infiel a Dios, rechazó a Jesucristo y fue suplantado por los pueblos del paganismo. Sin embargo, no pierdo la esperanza de que un día volverán a Dios... (cap. 9-~1). Como es mi costumbre, termino la carta exhortando a los cristianos a que vivan en la santidad, en la justicia, en el amor yen el servicio a los hermanos. En esto consiste nuestro culto litúrgico: en servir a toda la comunidad: "Ahora, hermanos, los invito a que se entreguen ustedes mismos como sacrificio vivo y santo que agrada a Dios: este es nuestro culto espiritual" (Rom.12, 1 ss.), Finalmente, les expongo mis planes de poder visitarlos pronto, después de haber ido a Jerusalén con la colecta. Una vez que los visite, partiré hacia España.

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Entre tanto el rigor del invierno cedía el paso a la calidez de la primavera, y me dispuse a dar cumplimiento a mis planes. Pero en ese momento ignoraba que gravísimos acontecimientos me esperaban y que mi vida corría un serio peligro...

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XVII. HACIA JERUSALÉN Terminada mi estancia invernal en Corinto, mi intención era dirigirme en barco con el dinero de la colecta hasta Siria allí seguir hasta Jerusalén para celebrar la Pascua. Pero una mala noticia se filtró y llegó a mis oídos: algunos judíos fanáticos tramaban matarme en este viaje. Entonces decidimos de común acuerdo que yo, con algunos más, entre ellos Timoteo, iríamos por tierra recorriendo Grecia y Macedonia, hasta Tróade, y allí nos juntaríamos con otro grupo que iría en barco a Éfeso y desde allí a Tróade. Así, una vez más, recorrimos las campiñas verdes de Grecia y llegue a Filipos donde me encontré con mi gran amigo Lucas quien, a partir de este momento, no me abandonaría hasta que llegáramos a Roma en un largo e interminable viaje, lleno de peripecias. Después de celebrar la Pascua en Filipos, tomamos un barco y llegamos a Tróade, después de cinco días. Allí permanecimos otros siete: “El primer día de la semana estábamos reunidos para la fracción del pan, y yo, que pensaba irme al día siguiente, conversaba con ellos. La charla se alargó hasta la medianoche. Había muchas lámparas en la habitación del piso superior donde nos habíamos reunido. Un joven llamado Eutico estaba sentado en la ventana y, a medida que yo alargaba la charla, un profundo sueño lo iba dominando, hasta que vencido por el sueño se cayó del tercer piso. Lo recogieron muerto. Entonces baje, me incline sobre él, lo tomé en mis brazos y dije: 'No se preocupen porque su alma no lo ha abandonado'. Subí de nuevo, partí el pan y comimos. Después seguí conversando con ellos hasta el amanecer y me fui. En cuanto al joven Eutico, lo subieron vivo, lo que fue para ellos motivo de un gran consuelo" (Hch. 20,3-12). Al día siguiente emprendimos el largo viaje hacia Jerusalén, ciudad a la que vería por última vez en mi vida. "Mientras un grupo de mi comitiva se adelantó para tomar el barco y se hizo a la vela hacia Asso, donde debían juntarse conmigo, yo inicie el viaje por tierra. Efectivamente nos juntamos en Asso y seguimos hasta Mitilene. Zarpamos de allí y al día siguiente navegamos frente a Quíos; al otro día atracamos en Samos, y al tercero, después de hacer escala en Trogilón, llegamos a Mileto. Yo había decidido no hacer escala en Éfeso para no perder tiempo, porque quería estar en Jerusalén, a ser posible, para la fiesta de Pentecostés. Desde Mileto mande llamar a Éfeso a los presbíteros de la Iglesia. Cuando llegaron les dije: -Saben como me he portado con ustedes desde el primer día que llegué a Asia, sirviendo al Señor con toda humildad, entre las lágrimas y pruebas que me causaron los judíos. Saben que nunca me acobardé cuando en algo podía ser útil para ustedes. Les prediqué y enseñé en público y en las casas; he proclamado tanto para los judíos como para los griegos la conversión a Dios y la fe en Jesús nuestro Señor" (Hch. 20, 12-21), "Ahora voy a Jerusalén, llevado por el Espíritu, sin saber lo que me sucederá allí. Solamente se que en cada ciudad el Espíritu Santo me da a conocer que me esperan prisiones y tribulaciones. Pero de ninguna manera me preocupo por mi vida, con tal de terminar mi carrera y cumplir el ministerio que he recibido del señor Jesús, de anunciar el evangelio de la gracia de Dios" (Hch. 20,22-24). "Y ahora yo sé que no me volverán a ver ustedes, entre quienes pase predicando el Reino. Por eso, hoy puedo declararles que no me siento culpable de nada respecto de ninguno, puesto que nunca deje de anunciarles plenamente la voluntad de Dios. Tengan cuidado de ustedes y de todo el rebaño a cuya cabeza los ha puesto el Espíritu Santo como supervisores (episcopos) para apacentar la Iglesia de Dios, que él se adquirió con su propia sangre.

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Yo sé que después de mi partida, se meterán entre ustedes lobos rapaces que no perdonaran al rebaño; y de entre ustedes mismos surgirán hombres que enseñaran doctrinas perversas y arrastrarán a los discípulos tras si. Por lo tanto, estén atentos y acuérdense de que durante tres años, noche y día, no he dejado de aconsejar, incluso entre lagrimas, a cada uno de ustedes. Ahora les encomiendo a Dios y a la palabra de su gracia, la cual tiene eficacia para darles crecimiento y para conseguirles la herencia que compartirán con todos los santos. Yo de nadie codicié plata ni oro ni ropa. Saben que trabaje con mis propias manos para conseguir lo necesario para mí y para mis compañeros. En todo les he enseñado que es así como se debe trabajar a fin de tener también para ayudar a los necesitados, recordando las palabras del Señor Jesús que dijo: “Hay mayor felicidad en dar que en recibir" (Hch. 20,25-35). Esta frase de Jesús sólo la conocemos par este discurso de Pablo, pues no consta en los evangelios, escritos, como ya se sabe, unos 20 0 30 años después. El dicho es como la síntesis del apostolado de Pablo, apóstol que salvo en una oportunidad en que se dejo ayudar par los filipenses, siempre trabajó con sus propias manos para ganar su sustento, sin dejar par eso de predicar y servir a los hermanos. "Dicho esto, me arrodille con todos ellos y oré. Todos lloraban y se echaban a mi cuello para besarme, entristecidos sobre todo porque les había dicho que no me volverían a ver. Después me acompañaron hasta el barco" (Hch. 20,36-37). "Al fin nos hicimos a la vela, después de habernos separado de los presbíteros de Éfeso. Navegamos directamente hasta llegar a Cos; al día siguiente a Rodas y de allí a Pátara. Encontramos un barco que partía hacia Fenicia, nos embarcamos y partimos. Divisamos la isla de Chipre y, dejándola a la izquierda, fuimos navegando rumbo a Siria. Atracamos en Tiro, porque el barco debía dejar su carga en ese puerto. Allí encontramos a los discípulos y nos quedamos siete días. Impulsados por el Espíritu, ellos me aconsejaron que no subiera a Jerusalén" (Hch. 21, 1-4). "Pero, pasados aquellos días, seguimos nuestra ruta. Todos nos acompañaron con mujeres y niños hasta fuera de la ciudad. En la playa nos arrodillamos y oramos; después nos despedimos y subimos a la nave, mientras ellos volvían a sus casas. De Tiro fuimos a Tolemaida, terminando así la travesía marítima. Saludamos a los hermanos y nos quedamos un día con ellos" (Hch. 21, 5-7). No hay ciudad en la que Pablo no encuentre algún grupo de cristianos, fruto de la rápida expansión del cristianismo y del celo de los apóstoles. "Al día siguiente nos dirigimos a Cesarea. Entramos en casa de Felipe el evangelista, que era uno de los siete, y allí nos hospedamos. Tenía cuatro hijas vírgenes que profetizaban" (Hch. 21, 8-9). Este Felipe es uno de los siete diáconos, elegidos por Pedro, durante la primera época de la comunidad de Jerusalén (Hch 6,1-5) "Llevábamos allí bastantes días cuando un profeta de nombre Agabo, llegado de Judea, vino a vernos. Tomó mi cinturón, me ató pies y manos y dijo: 'Esto dice el Espíritu Santo: Así atarán los judíos al dueño de este cinturón. Y lo entregarán en manos de los romanos. Al oír esto, todos me rogaron que no subieran a Jerusalén. Pero yo contesté „¿Por que me destrozan el corazón con sus lágrimas? Yo estoy dispuesto por el nombre de Jesús no sólo a ser encarcelado, sino a morir en Jerusalén, Como no lograron convencerme, dejaron de insistir y exclamaron: 'Que se haga la voluntad del Señor'(Hch 21,10-14). Admira el coraje de Pablo que, como Jesús, tiene una misión que cumplir y la lleva hasta las últimas consecuencias. Pero ahora, después del anuncio simbólico de Agabo, el profeta a quien ya conocía desde Antioquia, sabe que en Jerusalén debe andar con mucho cuidado pues el judaísmo lo tiene como su enemigo número uno.

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“Después de esos días acabados los preparativos del viaje, subimos a Jerusalén. Nos acompañaron algunos discípulos de Cesarea y nos llevaron a casa de un antiguo discípulo de Chipre, llamado Mnasón, donde debíamos hospedarnos” (Hch 21, 15-16) La ciudad santa respiraba la alegría de la gran fiesta de Pentecostés, como miles de peregrinos llegados de todas partes del mundo que venían al templo para ofrecer a Dios las primicias de sus cosechas y recordar la promulgación de la ley del Sinaí y la primera alianza del pueblo hebreo con Dios. Fue en Pentecostés, fiesta de los cincuenta días después de Pascua, cuando el Espíritu Santo descendió sobre los apóstoles para que estos iniciaran la gran obra de la evangelización del mundo (cfr. Hch. 2, 1 ss.). Y en Pentecostés llegaba a Jerusalén el más grande evangelizador de todos los tiempos, Pablo, el apóstol de los paganos. Y en Jerusalén, ciudad en la que había sido educado como rabino fariseo y en la que había visto caer muerto a Esteban, el primer mártir de la Iglesia, iba a cargar con la cruz. Era el destino de un autentico discípulo de Cristo.

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XVIII. JERUSALÉN Y CESAREA PRISIONERO "Cuando llegamos a Jerusalén, los hermanos nos recibieron con mucha alegría" (Hch. 21, 17). Esto es lo que escribió Lucas en sus apuntes, pero para serles franco, no todos se alegraron. No me refiero solamente a los judíos que venían siguiéndome los pasos desde Éfeso y Corinto para tenderme una celada mortal; también muchos judío-cristianos estaban furiosos conmigo porque trataba en pie de igualdad a los paganos convertidos y no los obligaba a circuncidarse. Varios de estos celosos de la ley formaban el círculo de Santiago, el hermano del Señor, al frente de la Iglesia de Jerusalén. Con cierta extrañeza pude observar que ningún notable de la Iglesia estuvo para mi llegada a la ciudad santa a fin de darme la bienvenida. Pero ya estaba yo acostumbrado a estas cosas, así que decidí presentarme yo mismo en casa de Santiago para que me escucharan personalmente y para entregarles la colecta de las Iglesias de Grecia y Macedonia. “Al día siguiente mis compañeros me acompañaron a casa de Santiago, donde estaban reunidos todos los presbíteros. Los salude y les fui contando, una por una todas las cosas que por mí intermedio Dios había realizado entre los paganos. Al oírme dieron gloria a Dios, pero me dijeron: 'Tú sabes cuantos millares de judíos han creído, pero sin dejar el cumplimiento de la Ley. Han oído decir que tú enseñas a los judíos del mundo helénico que se aparten de Moisés, diciéndoles que no circunciden a sus hijos ni vivan ya según las tradiciones. Entonces, ¿qué hacer? De todas maneras van a saber que tú has venido. Haz, pues, lo que te vamos a decir: Entre nosotros hay cuatro hombres que tienen un voto que cumplir. Tómalos contigo y purifícate en el templo con ellos; paga por ellos el sacrificio que les permita cortarse el cabello: así todos conocerán que es falso lo que han oído de ti, y que, por el contrario, tú también cumples la ley. En cuanto a los que han creído entre los paganos, ya les escribimos para indicarles que no coman lo sacrificado a los ídolos, ni la sangre, ni los animales sin sangrar, y que se abstengan de relaciones sexuales prohibidas" (Hch. 21, 18-25). Cuando aquellos hermanos terminaron de hablar, yo me di cuenta cabal de la situación. Mi indignación era tremenda, ya que se me quería someter a una humillación pública que, de alguna manera, pudiera parecer como una rectificación de todo lo que había dicho y luchado en años anteriores, sobre todo con los gálatas. Sin más, se me urgía a hacer un voto de nazareno, pasarme siete días en los atrios del templo expuesto a que me reconocieran mis enemigos, y pagando incluso todos los gastos de los otros cuatro. Era como expresar públicamente que todo seguía igual"... El voto de los cinco hombres suponía un gasto de unas quince ovejas, quince cestas de pan y alimentos, quince cantaros de vino, y la subsistencia de todos ellos por una semana. Yo me sentía entre la espada y la pared. Entonces quise responder, discutir, replicar... Estaba en mi derecho. Pero también pensé en el escándalo que se armaría, provocándose una división quizás irreparable. En aquel momento recordé algo que les había escrito a los corintios, de como yo sabía hacerme pagano con los paganos y cumplidor de la ley con los que la cumplen, con tal de ganar por lo menos a algunos para Cristo... Y decidí ceder, consciente de esta humillación, primera fase de mi sufrimiento por el Señor. Esto fue, quizás, uno de los sacrificios mayores a los que me sometí por el bien de las Iglesias. El gesto de Pablo, casi incomprensible, es uno de los más hermosos testimonios del apóstol en favor de la paz interna de la Iglesia, paz y unidad que nos deben obligar a cualquier sacrificio personal, ideologías, leyes y puntos de vista deben ceder el paso a la

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primacía de la unidad y del amor, conforme al testamento de Jesús en su discurso póstumo después de la ultima cena.

Si los cristianos de todos los siglos hubiéramos sido capaces de hacer el mismo sacrificio de Pablo, ¡cuántos odios y divisiones no hubieran tenido lugar! “Así, pues, al día siguiente tome conmigo a aquellos hombres, me purifique con ellos y entre en el templo para anunciar que día se ofrecería por cada uno el sacrificio con el que debía concluir el voto de nazareato. Cuando estaban por cumplirse los siete días, los judíos de Éfeso me reconocieron y comenzaron a alborotar a la gente. Se apoderaron por la fuerza de mí y gritaron: „Israelitas, ayúdennos. Este es el hombre que en todas partes predica a todos contra el pueblo, contra la ley y contra este lugar santo. Incluso ha introducido unos griegos en el templo, profanando este lugar santo'. Decían esto porque poco antes me habían visto en la ciudad con Trófimo, de Éfeso, y pensaron que yo lo había hecho entrar en el templo. La ciudad entera se alboroto, la gente concurrió en masa y me arrastraron fuera del templo, cerrando inmediatamente las puertas" (Hch. 21, 26-30). Yo creí que aquello era el fin y me acordé de Esteban, que allí mismo había sido apresado para ser apedreado poco después, bajo las mismas acusaciones de que yo era objeto. En aquel entonces yo cuidé la ropa de los que lo mataban; ahora ocupaba su lugar... “Mientras trataban de matarme, llego al comandante del batallón la noticia de que la ciudad estaba alborotada" (Hch. 21, 31). "El jefe se acerca, me hizo arrestar y ordenó que me ataran con dos cadenas. Después preguntó quién era y qué había hecho, pero todos gritaban al mismo tiempo. Como no podía saber la verdad en un tumulto así, mandó que fuera conducido a la fortaleza" (Hch. 21, <33-34). "Cuando llegamos a la escalinata, tuve que ser llevado en hombros por los soldados, a causa de la violencia de la gente que seguía gritando en masa: ¡Mátenlo! En el momento en que me iban a meter en la fortaleza, le dije al comandante: „¿Puedo decirte una palabra¿ Él contestó: ¿Sabes hablar griego? ¿No eres tú el egipcio que hace poco incita a la rebelión y llevó al desierto a cuatro mil bandidos?'. Yo le con teste: 'Yo soy un judío de Tarso, la celebre ciudad de Cilicia. Permíteme, por favor, hablar al pueblo. El comandante aceptó" (Hch. 21, 35-40). Yo, entonces, de pie en la escalinata, hice una señal con la mano y, en medio de un gran silencio que se acrecentó cuando comencé a hablar en arameo, pronuncie un discurso donde les recordé toda mi vida, desde mi nacimiento en Tarso, mi educación con Gamaliel en Jerusalén, y como, de perseguidor de los cristianos me había convertido en apóstol de Cristo después de la visión del camino a Damasco (Hch. 22,1-20). La gente seguía en silencio hasta el momento en que les dije la frase que el Señor me había dicho: "Márchate que te mandaré lejos de aquí a las naciones paganas". Entonces se pusieron a gritar: ¡Quiten a este hombre de la tierra; no merece vivir! (Hch. 22,21-22). En un momento en que el nacionalismo judío estaba exacerbado, Pablo no pudo haber dicho peor cosa. Su palabra sonaba a blasfemia: integrar a judíos y romanos en un solo pueblo... Obsérvese, al mismo tiempo, la valentía de Pablo y su osadía en anunciar el evangelio, cualquiera sea la circunstancia. Ahora lo ha hecho ante el pueblo días después lo hará ante el mismo Sanedrín y ante las autoridades romanas de Cesarea. El evangelio no conoce mordazas... "Como la gente seguía gritando, rasgando sus vestidos y tirando tierra al aire, el comandante mandó que me encerraran en la fortaleza y que me azotaran para averiguar por que gritaba así la gente" (Hch. 22, 23-24). Los azotes con unas bolas de plomo y púas eran un cruel suplicio para la victima, tendida sobre un caballete y atado de pies y manos. La ley romana prohibía que fuera aplicado a

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un ciudadano romano, y también prohibía que fuera aplicado como tortura para hacer "cantar" a los prisioneros. "Cuando ya me tenían atado para los azotes, yo pregunté al capitán que estaba allí: ¿Les está permitido azotar a un ciudadano romano al que ni siquiera han interrogado?'. Al oír esto, el capitán fue hasta el comandante y le dijo: ¿Qué estás haciendo? Este hombre es ciudadano romano'. Entonces vino el comandante y me preguntó: ¿Dime, eres ciudadano romano? (Hch. 22,25-27). Toda persona que se hacía pasar por ciudadano romano y después se averiguaba que no era merecía la pena de muerte. "Si", respondí. El me dijo: "A mi me costó mucho dinero hacerme ciudadano romano". Yo le contesté: "Yo lo soy por nacimiento". Inmediatamente los que me iban a azotar se alejaron y el comandante tuvo mucho miedo por haber hecho encadenar a un ciudadano romano" (Hch. 22,28-29). Seguramente que esa noche el comandante Lisias habrá consultado a los suyos y tomó la decisión de llevarme ante el mismo Sanedrín para tener una visión más clara de las cosas. Hacía años que yo no los veía a todos juntos y presentía que aquel encuentro podía desembocar en cualquier cosa, menos en una reconciliación. Pero, me preguntaba, ¿estarán con ánimo, al menos, para escucharme? "Al día siguiente, Lisias mandó que se reunieran los jefes de los sacerdotes y todo el Sanedrín; me hizo bajar de la fortaleza y me presentó a ellos. Yo, entonces, los miré fijamente a los ojos y les dije: 'Hermanos, hasta el día de hoy he obrado rectamente ante Dios'. En ese momento, Ananías, el sumo sacerdote, mandó a los guardias que me pegaran en la boca" (Hch. 22,30-23,2). Este gesto era considerado por cualquier judío como el peor agravio... "Yo, entonces, le dije a Ananías: '¡A ti te golpeara Dios, pared blanqueada! Estas sentado para juzgar según la ley. ¿Por qué, pues, mandas golpearme, atropellando la ley? Los que estaban a mí lado me dijeron: Insultas al sumo sacerdote de Dios?', Yo conteste: 'No sabía que era sumo sacerdote; pues esta escrito: No insultarás al jefe de tu pueblo‟" (Hch. 23, 3-5). "Como yo sabia que una parte era saducea y la otra farisea, exclamé en medio del Sanedrín: 'Hermanos, yo soy fariseo, hijo de fariseo; me juzgan por esperar la resurrección de los muertos'. Al decir esto, los fariseos empezaron a discutir con los saduceos y la asamblea se dividió en dos partidos. Todos gritaban y algunos fariseos protestaron diciendo: 'No hallamos nada malo en el. ¿Y si le hubiera hablado un espíritu o un ángel?'. Como el alboroto aumentaba, el comandante tuvo miedo de que terminaran por despedazarme y mandó a la tropa que me sacara de allí para llevarme de nuevo a la fortaleza" (Hch. 23, 6-10). Cuando me encontré en mi celda, me sentí profundamente desanimado. Sabía que Lucas y mis demás amigos, como asimismo una hermana mía que había venido para las fiestas con su hijo, estarían orando por mí para que el Señor me librara como un día libra a Pedro de las manos de Herodes y de los judíos, pero ahora era como si una noche interior se cerniera sobre mi espíritu. Me parecía difícil librarme de una muerte injusta, y todos mis planes de seguir evangelizando y de llegar hasta Roma se me venían abajo.

Estaba ensimismado en mis tristes cavilaciones, cuando de pronto se me apareció el Señor, el mismo que me llama en el camino de Damasco, y me dijo: "¡Ánimo!, así como has dado testimonio de mí en Jerusalén, así debes darlo en Roma" (Hch. 23, 11). Inmediatamente me sentí de nuevo solo, pero con esperanza. La oración de mis amigos no había sido en vano.

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Entre tanto los judíos que habían tramado mi muerte, estaban dispuestos a ultimar detalles para que no se les escapara esta oportunidad. De esto me enteré por mi sobrino, quien logró permiso para visitarme al día siguiente por la tarde y me contó que: "Al amanecer hubo una reunión de judíos que se comprometieron con juramento a no comer ni beber hasta matarme. Los conjurados eran más de cuarenta. Se presentaron, pues, a los jefes y a los ancianos y les dijeron: "Nos hemos comprometido con juramento a no comer ni beber nada hasta dar muerte a Pablo. Ahora, ustedes, de acuerdo con el Sanedrín, convenzan al comandante para que lo haga bajar para otra reunión a fin de examinar mejor su caso; nosotros estaremos, listos para matarlo antes de que llegue" (Hch. 23, 12-15). Al oír este siniestro relato de labios de mi querido sobrino, Lisias le tomó la mano y le dijo: ¿Qué tienes para contarme?' Mi sobrino le contó todo y Lisias lo despidió recomendándole que no dijera a nadie lo que le había contado. Después llamó a dos capitanes y les dijo: 'Preparen para las nueve de la mañana doscientos soldados para ir hasta Cesarea y con ellos setenta de a caballo y doscientos lanceros, preparen también cabalgaduras para llevar a Pablo, y entréguenlo sano y salvo al gobernador Félix'. Después escribió la siguiente carta: "Claudio Lisias saluda al excelentísimo señor gobernador Félix y le comunica lo siguiente: Los judíos han detenido a este hombre y estaban a punto de matarlo. Pero supe que era ciudadano romano y, llegando con la tropa lo liberé de sus manos. Queriendo saber el motivo de que lo acusaban, lo presenté ante el Sanedrín y descubrí que lo acusaban por asuntos de su religión, pero que no había ningún cargo por el que mereciera la prisión o la muerte. Después me enteré de que proyectaban matarlo y por eso te lo mando inmediatamente. Notificaré a sus acusadores que presenten sus quejas ante ti. Adiós". Los soldados, pues, me llevaron hasta Antípatris y regresaron a Jerusalén. Los de caballería siguieron viaje conmigo hasta Cesarea, entregaron la carta al gobernador y me presentaron ante él" (Hch. 23,16-33). "Cuando Félix leyó la carta, me preguntó de dónde era, y al enterarse que provenía de Cilicia, me dijo:"Te oiré cuando lleguen tus acusadores". Después mandó que me custodiaran en el palacio construido por Herodes. Cinco días después bajó a Cesarea el sumo sacerdote Ananías con algunos ancianos y un abogado romano llamado Tertulo. Entonces me llamaron para el juicio, y TMulo me acusó con estas palabras: 'Excelentísimo Félix, gracias a ti gozamos de gran paz y por tus sabios afanes esta nación ha mejorado mucho. Todo esto te lo reconocemos de mil maneras yen todas partes, y te estamos muy agradecidos... Para no molestar más, te ruego nos escuches un momento con tu acostumbrada bondad. Encontramos a esta peste de hombre que provoca desórdenes entre los judíos de toda la tierra y que es el dirigente de la secta de los Nazarenos. Incluso intentaba profanar el templo cuando nosotros lo arrestamos. Queríamos juzgarlo según nuestra ley, pero el comandante Lisias intervino con mucha violencia, nos lo quitó de las manos y mandó a sus acusadores que se presentaran ante ti. Al interrogarlo, podrás convencerte por ti mismo del firme fundamento de nuestras acusaciones‟. Los demás judíos lo apoyaron, afirmando que era así. Entonces Félix me dio la palabra y les dije: ' Como sé que desde hace muchos años, administras esta nación, hablaré con toda confianza en mi defensa ... (Hch. 23, 34-24, 9). Inmediatamente le relate mi vida, cosa que ustedes ya conocen, le describí lo sucedido en Jerusalén e insistí en mi fe en la resurrección de los muertos. "Entonces Félix, que estaba bien informado sobre el cristianismo, retrasó el asunto y les dijo a mis acusadores que cuando viniera Lisias examinaría el asunto más a fondo.

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Después ordenó al capitán que me vigilara dejándome cierta libertad y sin impedir que pudiera recibir visitas y ser atendido por mis amigos. Algunos días después vino Félix con su esposa Drusila, me mandó llamar y escucharon lo que yo enseñaba acerca de la fe en Cristo. Pero "cuando les hable de la justicia, de la castidad y del juicio futuro de Dios, Félix se asustó y me dijo: 'Por ahora puedes irte; te escuchare en otra oportunidad'. Como Félix esperaba que yo le diera dinero a cambio de mi libertad, me llamaba a menudo para conversar conmigo" (Hch. 24,22-26). Así pasaron dos largos e interminables años en aquella cárcel de Cesarea. A pesar de que gozaba de bastante libertad en su interior, el tiempo pasaba sin visos de aclarar; la ansiedad me consumía porque se detenía la evangelización, y sólo hallaba consuelo en la lectura y meditación de las Escrituras, y en la reflexión de nuestra fe cristiana. "Pasados dos años, Félix tuvo por sucesor a Porcio Festo; y como Félix quiso quedar bien con los judíos, me dejó en la cárcel" (Hch.24,27). "Tres días después de su llegada a Cesarea, Festo subió a Jerusalén. Allí los jefes judíos removieron su acusación contra mí, pidiendo al gobernador como un favor que yo fuera conducido a Jerusalén, con la lógica intención de matarme en el camino. Pero Festo les respondió que yo estaba preso en Cesarea, y que como él mismo tenía que ir hasta allá, les dijo: 'Los que tienen más autoridad entre ustedes que vengan conmigo a Cesarea, y si este hombre es culpable de algo, que lo acusen. No permaneció en Jerusalén más de ocho o diez días, y después bajó a Cesarea. Al otro día se sentó en el tribunal y me mandó llamar. Cuando me presente, los judíos que habían venido de Jerusalén, me rodearon y presentaron muchas acusaciones que no padían probar. Yo me defendí diciendo: 'No he cometido ningún delito contra la ley judía, ni contra el templo ni contra el Cesar'. Entonces Festo, dispuesto a ganarse la amistad de los judíos, me preguntó: '¿Quieres subir a Jerusalén? Allí juzgaré tu causa'. Yo le conteste: 'Estoy ante el tribunal del Cesar, que es donde debo ser juzgado. Tú sabes que no he perjudicado en nada a los judíos. Si he cometido alguna injusticia que merezca la muerte, acepto morir; pero si soy inocente de lo que me acusan, nadie puede entregarme a ellos. Apelo al Cesar'. Entonces Festo, después de consultar con el Consejo, me respondió: 'Has apelado al Cesar: iras al Cesar'" (Hch. 25, 1-12). Cansado de tantos juicios que no conducían a nada más que a prolongar mi prisión, una vez más decidí recurrir a mi privilegio de ciudadano romano y apelé al supremo tribunal del imperio. Sólo Nerón o sus delegados directos podrían juzgarme. Al mismo tiempo, esto me permitía llegar a Roma bajo custodia y sin riesgos personales. Ya en Roma vería como arreglármelas, dado que era evidente que no habla cometido delito alguno contra la ley romana, sumamente tolerante en cuestiones religiosas de cada país conquistado. Por ese entonces, yo no suponía que muy pronto esa tolerancia iba a terminar al ser nosotros acusados de sediciosos contra el Cesar por reconocer como único Señor a Jesucristo. “Algunos días después llego a Cesarea el rey Agripa, acompañado de su hermana Berenice, para saludar a Festo" (Hch. 25, 13). "Como los reyes permanecieran en Cesarea algún tiempo, Festo aprovechó para exponer mi caso ante Agripa. Entonces Agripa le dijo: 'Me gustaría oír a este hombre', a lo que Festo respondió: 'Mañana' le oirás'. Al día siguiente, llegaron Agripa y Berenice con gran pompa y entraron en la sala de audiencias, junto con los comandantes y las autoridades de la ciudad. Festo me hizo entrar, y dijo: 'Rey Agripa y todos los aquí presentes: aquí ven a este hombre por quien toda la comunidad de los judíos vino a verme, gritando que no debía vivir más. He comprobado que no ha hecho nada que merezca la muerte; pero como él pidió ser juzgado por Augusto, decidí mandarlo. Pero ahora, como no sé en concreto qué escribir al Cesar,

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lo presento ante ustedes, y especialmente ante ti, rey Agripa, para saber, después que lo interroguen, que debo escribir, porque me parece absurdo mandarle preso sin indicar que acusaciones hay contra él. Entonces Agripa me dijo: 'Puedes presentar tu defensa'. Yo hice un gesto con la mano y comencé así mi discurso: 'Rey Agripa, frente a todas estas, acusaciones de los judíos, me siento feliz de poder justificarme hoy ante ti, sabiendo que tú conoces perfectamente las costumbres judías y sus discusiones. Por eso te pido que me escuches con paciencia'" (Hch. 25, 14-26,3). Acto seguido, les expuse toda mi vida, insistiendo en cómo de perseguidor de los cristianos me había convertido en un fervoroso evangelizador del mensaje de Cristo. Lo esencial de este discurso, como el pronunciado ante el pueblo en Jerusalén, (el lector lo puede encontrar en el Capítulo tres de este libro) Después continué: "No enseño nada fuera de lo que Moisés y los profetas anunciaron de antemano que debía suceder: que el Mesías moriría y que después de resucitar el primero de entre los muertos, anunciara la luz tanto a su pueblo como a las demás naciones". Al llegar a este punto, Festo me interrumpió diciendo: „Pablo, tú estas loco; tu mucha cultura te ha trastornado'. Pero yo le contesté: 'No estoy loco, excelentísimo Festo, sino que hablo cosas verdaderas y sensatas. El rey Agripa esta enterado de todas estas cosas, por lo que le hablo con tanta confianza. Estoy convencido de que no ignora este asunto, ya que no ha pasado en algún rincón. Rey Agripa, ¿crees tú en los profetas? Yo sé que crees'. Entonces Agripa me contestó: 'Pablo, un poco más y me convences de que me haga cristiano', a lo que yo le dije: 'Quiera Dios que por poco o por mucho, no sólo tú sino todos los que hoy me escuchan, lleguen a ser como yo, a excepción de estas cadenas'. En ese momento el rey se levantó, y con él el gobernador, lo mismo que Berenice y los demás asistentes. Mientras se retiraban oí que se decían unos a otros: 'Este hombre no ha hecho nada que merezca la muerte o la cárcel, y Agripa le dijo a Festo: 'Si no hubiese apelado al Cesar, se lo podría poner en libertad'" (Hch. 26,22-32),

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XIX: HACIA ROMA Aun hoy nos admiran los miles de kilómetros que Pablo recorrió en sus varios viajes misioneros en las precarias condiciones de aquel entonces. Piénsese que solamente en los tres primeros viajes por el Asia Menor hizo a pie cerca de cuatro mil kilómetros, sin contar los de Grecia y Macedonia. "Cuando se decidió que nos embarcáramos rumbo a Italia, me entregaron a mí y a otros presos al cuidado de un capitán llamado Julio. Subimos a un barco con destino a las costas de Asia, y partimos acompañados de Lucas y de Aristarco, un macedonio cristiano de Tesalónica" (Hch.27, 1-2). No puedo ocultar la nostalgia y cierta tristeza que me embargaba. A medida que el barco se alejaba lentamente de la costa, quedaba detrás todo un mundo de historia y de recuer-dos. Veía a Jerusalén con sus jefes empecinados y con una comunidad cristiana que tan poco amablemente se había comportado conmigo. También quedaba atrás Cesarea en cuya prisión había dejado dos preciosos años de mi vida. "Al otro día llegamos a Sidón de Fenicia. Julio fue muy humano conmigo y me permitió visitar a mis amigos y ser atendido por ellos. De allí navegamos al abrigo de las costas de Chipre, porque los vientos eran contrarios" (Hch. 27, 3-4). A la vista de Chipre no pude contener mi emoción... ¡Cuántas cosas habían pasado desde que allí comenzara mi primer viaje misionero en compañía de Bernabé y Marcos! Hasta sentí tristeza por la tonta discusión que después tuve con ellos cuando debimos separarnos un tanto enemistados... ¡Chipre! “Después atravesamos los mares de Cilicia y Panfília, llegando Mira de Licia. Allí Julio encontró un barco de Alejandría que iba a Italia y nos hizo subir a bordo. Durante varios días navegamos lentamente, y a duras penas llegamos frente a Cnido. Como el viento nos impedía entrar en ese puerto, navegamos al abrigo de Creta frente a Salmono, y costeándola con dificultad llegamos a un lugar llamado Puertos Buenos, acerca de la ciudad de Lasea" (Hch. 271 5-8). "Pasado bastante tiempo, la navegaci6n se hacía peligrosa ya que había pasado la fecha de ayuno de setiembre. Entonces yo les dije: „Amigos, me parece que será muy peligroso proseguir la travesía; corremos muchos riesgos y podrán perderse no sólo la carga y la nave, sino también nuestras vidas‟. Pero el capitán Julio confió más en el piloto y en el patrón del barco, que en mis palabras. Además, como el puerto no era apropiado para pasar el invierno, la mayoría acordó salir de allí, por si era posible llegar a un puerto de Creta llamado Fénix que mira hacia África y a Coro, donde pasaríamos el invierno. Entonces comenzó a soplar una brisa del sur y pensaron que lograrían su objetivo; izaron el ancla y costearon la isla. Pero poco después se desencadenó un fuerte viento que llaman "eurakylón", que venia de la isla; el barco fue arrastrado y no pudo hacer frente al viento de modo que nos quedamos a la deriva. Mientras pasábamos al abrigo de una pequeña isla llamada Cauda, logramos con mucho esfuerzo recoger el bote salvavidas. Una vez subido a bordo, se soltaron cuerdas para asegurar el casco ciñéndolo por debajo; y como temíamos encallar en las arenas de Sirte, soltamos el ancla flotante. Así seguimos a la deriva. El temporal nos azotaba fuertemente, y al otro día tuvieron que tirar parte del cargamento. Al tercer día los marineros con sus propias manos tiraron al mar el aparejo del barco. Hacía varios días que no aparecía el sol ni las estrellas, y al tener sobre nosotros una tempestad tan grande, íbamos perdiendo toda esperanza de salvarnos. Como hacía días que no comíamos, yo les dije: 'Amigos, hubiera sido mejor seguir mi consejo cuando les dije que no saliéramos de Creta; nos habríamos evitado este peligro y esta pérdida. Pero ahora los invito a que recobren el ánimo, porque ninguno de nosotros morirá; solamente se perderá el barco. En efecto, anoche se me apareció un ángel de Dios a quien pertenezco y sirvo, que me dijo: Pablo, no tengas miedo, tienes que presentarte ante el Cesar y Dios te concede la vida de todos

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los que navegan contigo. Ánimo, pues, amigos míos, porque confío en Dios que sucederá tal coma me dijo. Pero encallaremos en alguna isla'. Cuando llegó la decimocuarta noche en que íbamos arrastrados hacia el mar Adriático, hacia medianoche los marinos presintieron la proximidad de tierra. Midieron la profundidad del agua y era de treinta y siete metros; poco después midieron nuevamente, y era de veintisiete. Temerosos de que fuéramos a chocar contra unas rocas, tiraron cuatro anclas desde la popa y esperaron ansiosamente hasta que amaneciera. Entonces los marinos intentaron huir del barco y con el pretexto de que iban a largar los cables de las anclas de proa, echaron el bote salvavidas al mar. Pero yo le dije al capitán y sus soldados: 'Si estos se van del barco, tampoco ustedes podrán salvarse'. Entonces los soldados cortaron las amarras del bote y lo dejaron caer. Mientras esperaban que amaneciera, yo les dije a todos: 'Hace catorce días que permanecéis sin corner nada en angustiosa espera. Los invito a corner, si quieren vivir, ya que ninguno perderá ni un cabello de su cabeza'. Dicho esto, tomé pan, di gracias a Dios delante de todos, la partí y me puse a comer. Todos se animaron y también comieron. Eran un total de doscientos setenta y seis personas. Una vez satisfechos, echaron el trigo al mar para aliviar el barco. Cuando amaneció, no reconocieron que lugar era, pero descubrieron una bahía con una playa y decidieron, si era posible, avanzar hacia ella. Soltaron las anclas dejándolas caer al mar; aflojaron a la vez las cuerdas de los timones izaron al viento la vela delantera y se dirigieron a la playa. Pero chocamos con un bajío entre dos corrientes y el barco quedó encallado en la arena; la proa, clavada quedó inmóvil; en cambio la popa se deshacía por la fuerza de las olas. Entonces los soldados decidieron que había que matar a los presos para que no huyeran a nado; sin embargo, el capitán Julio que quería salvar mi vida, no lo permitió, sino que ordenó que los que sabían nadar se tiraran los primeros al agua y llegaran a la orilla; los demás debían hacerlo sobre unas tablas o sobre otros restos de la nave. Así, todos llegamos salvos y sanos a la playa. Cuando estuvimos a salvo, supimos que la isla se llamaba Malta. Los nativos nos demostraron una cordialidad poco común. Encendieran una gran fogata y nos atendieron a todos, ya que llovía y hacía frío. Entretanto yo había reunido unas ramas secas, mas, al echarlas al fuego, el calor hizo salir una víbora que se enroscó en mi mano. Los nativos, al ver la víbora colgando de mi mano se dijeron unos a otros: Seguramente que este hombre es un asesino, pues apenas se salvó de la furia del mar, la justicia divina no lo deja vivir'. Yo, sin perder la calma, sacudí la mano y eche la serpiente al fuego sin sufrir daño alguno. Ellos esperaban que me hinchara para caer después muerto; pero, después de haberle observado largo rato y viendo que no pasaba nada, empezaron a decir que yo era un dios. Cerca de aquel lugar había una propiedad perteneciente al hombre principal de la isla, un tal Publio. Este nos recibió y hospedó amigablemente durante tres días. Precisamente su padre estaba en cama con fiebre y disentería. Entonces fui a verlo, oré, le impuse las manos y lo curé. Después de este suceso, los demás enfermos que había en la isla acudieron a mí y fueron sanados. Por eso nos colmaron de atenciones y a nuestra partida nos proveyeron de todo lo necesario. Pasados tres meses, subimos a un barco que había invernado en la isla. Pertenecía a una compañía alejandrina y llevaba por insignia la figura de los Dióscuros. Navegamos hacia Siracusa, donde permanecimos tres días, y después, bordeando la costa llegamos a Regio. Al día siguiente comenzó a soplar viento sur, y al cabo de dos días llegamos a Puteoli, donde hallamos algunos hermanos que nos rogaron que nos quedáramos con ellos una semana. Y a continuación seguimos viaje a Roma. Cuando llegamos a Foro Apia y a Tres Tavernas, nuestros hermanos de Roma, informados de nuestra llegada, salieron a nuestro encuentro. Al verlos, di gracias a Dios y me animé..." (Hch 27,9-44; 28,1-15). Habían pasado tres largos años desde que les

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había escrito a los cristianos romanos durante mi estancia invernal en Corinto, anunciándoles mi próxima visita, y ahora me parecía un sueño el poder llegar después de dos años de prisión y de varias ocasiones de peligro de muerte. ¡Y qué alegría al sentirme recibido por estos dos grupos de hermanos que no esperaron mi entrada a Roma para darme su caluroso abrazo de paz! Con ellos hicimos la última jornada caminando sobre la famosísima Vía Apia, bordeada por majestuosas tumbas de los señores romanos, y bien pavimentada con bloques de basalto. De pronto mis compañeros romanos gritaron jubilosos: ¡ROMA! Sentí una profunda conmoción al oír esa mágica palabra que hada estremecer al mundo: ¡Roma! Seguimos andando viendo muy de cerca el acueducto que llevaba el agua a la ciudad; después mis compañeros me fueron señalando algunos de los principales monumentos funerarios de la antigua aristocracia romana, como los sepulcros de los Escipiones, los Metelos y los Valerios. Finalmente, atravesada la puerta Capena, entramos en la gran ciudad, en medio de un bullicio infernal de soldados, esclavos y ciudadanos de todo el mundo. Pasamos junto al Circo Máximo, después dejamos atrás la residencia imperial del Palatino hasta llegar al cuartel general de los pretorianos, en la vía Nomentana, donde Julio nos entrega al prefecto y comandante Burro, el hombre más importante después de Nerón. Julio me presenta en forma personal y dio cabal y justo informe sobre mi conducta pasada, en forma tal que las autoridades romanas decidieron dejarme en libertad custodiada hasta que se decidiera el veredicto final. La comunidad de Roma me ofrecía una casa para alojarme, mientras un soldado me vigilaba día y noche... (Hch. 28, 16).

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XX: ROMA, CARTAS DE LA CAUTIVIDAD: A LOS COLOSENSES Y FILIPENSES

Como ustedes pueden imaginarse, durante los primeros días de mi estancia en Roma, donde vivía en compañía de Aristarco, recibí numerosas visitas de los muchos cristianos que ya había en la ciudad imperial. También vino a verme Marcos, el sobrino de Bernabé, que pensaba redactar un libro sobre la vida y el mensaje de Jesús, lo mismo que Lucas, mi fiel compañero y medico de cabecera. Tiempo después llegará a Roma mi querido Timoteo con quien escribiré sendas cartas a las comunidades de Colosas y Filipos. Sin embargo, desde un primer momento, fue mi intención ponerme en contacto con los dirigentes de la numerosa comunidad judía que gozaba de gran influencia incluso en algunos miembros de la corte imperial. Se calcula que los judíos de Roma que habían vuelto a la ciudad después de su expulsión por el emperador Claudio (hacia el año 50), podían llegar a sumar unas 30.000 personas, diseminadas en los barrios periféricos de la ciudad. Era judío un actor que enseñó el arte dramático a Nerón, y se sospecha que la amiga de Nerón, Popea Sabina, era prosélito judía. "Así que tres días después de mi llegada, reuní a los principales judíos y les dije: 'Hermanos, yo, sin haber hecho nada contra nuestro pueblo ni contra nuestras tradiciones, fui apresado en Jerusalén y entregado en manos de los romanos. Ellos, después que me interrogaron, querían dejarme en libertad, porque veían que no había hecho nada que mereciera la muerte, pero como los judíos se oponían me vi obligado a apelar al Cesar, sin la menor intención de acusar a los de mi nación. Por este motivo les llamé para verlos y conversar con ustedes, ya que por la esperanza de Israel llevo estas cadenas'. Ellos me respondieron: 'Nosotros no hemos recibido de Judea ninguna carta respecto a ti, y ninguno de los hermanos que han venido de allá nos ha transmitido algún recado o hablado en tu contra, nos gustaría escuchar de tu boca lo que piensas, aunque ya sabemos que ésta secta encuentra oposición en todas partes'. Fijaron conmigo un día y vieron en gran número donde yo me hospedaba. En lo que les dije, di testimonio del reino de Dios, Y traté de convencerlos acerca de Jesús partiendo de la ley de Moisés y de los profetas. Esto duró desde la mañana hasta la noche. Algunos se convertían por mis palabras, otros no. Cuando se retiraron no había acuerdo entre ellos; entonces yo los despedí con esta sola palabra extraída del profeta Isaías: 'Dirígete a este pueblo y dile: Por más que escuchan, no entienden, y por más que miran, no ven. El corazón de este pueblo se ha endurecido; se taparon los oídos y cerraron sus ojos; no sea que vean con sus ojos y oigan con sus oídos, que su espíritu comprenda y que se conviertan, y yo los sanaría (Is. 6, 9-10) Por esto: sepan que ya se va a proclamar a los paganos es a salvación ellos sí que escucharán. Dicho esto, los judíos salieron discutiendo acaloradamente" (Hch 28 17-29) Por lo demás, no me molestaron como en otras ciudades del Asia o Grecia. Sobre el resto de mi actividad misionera en Roma, tiene razón Lucas cuando escribe: "Pablo permaneció dos años enteros en una casa que había alquilado, y donde recibía a los que venían a verlo. Predicaba el reino de Dios y enseñaba lo referente a Jesús, con toda libertad y sin que nadie lo molestara" (Hch. 28, 30-31). Hasta aquí llegan los apuntes de mi amigo Lucas, por lo que yo deberé completar sus notas con mis recuerdos personales.

CARTA A LOS COLOSENSES

Un día, mientras meditaba en las Escrituras, me sorprendió la inesperada visita de un gran amigo mío, Epafras, que venia de Colosas, ciudad de la Frigia, a la que él mismo había evangelizado durante mi estancia en Éfeso.

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Epafras estaba preocupado porque en todas aquellas regiones habían surgido extrañas doctrinas que amenazaban por corromper la esencia del evangelio. En efecto, los frigios, algo crédulos y supersticiosos, habían creado una doctrina con bases bíblicas en la que daban importancia primordial a una multitud de ángeles y demonios, divididos en meticulosas categorías: principados, potestades y dominaciones, llegando a afirmar que el mismo Jesús no había sido sino un ángel especial bajado del cielo. No contentos con esto, tenían especiales celebraciones religiosas durante la luna llena con prescripciones sobre comidas y bebidas circuncisión, etcétera. Antes que estas nuevas ideas tomaran demasiado cuerpo, decidí juntamente con Timoteo, redactar una carta dirigida a los colosenses, para que después circulara por las Iglesias vecinas de Laodicea y demás. En realidad la carta a los Colosenses fue escrita muy posteriormente hacia el año 80 por un cristiano anónimo que interpretó y amplio el pensamiento de Pablo. Lo mismo vale para la carta a los Efesios escrita hacia el 90. En aquella época era corriente que un autor o la comunidad atribuyeran la autoría de algún escrito ana figura de prestigio para darle más importancia. Tampoco la carta a los hebreos es original de Pablo, sino de algún discípulo suyo, seguramente judío-cristiano, que la escribe después de la destrucción de Jerusalén y del templo (año 70) hacia el año 90. El mismo criterio vale para las llamadas Cartas Pastorales de Pablo (a Timoteo y Tito), recién escritas hacia el año 100-110. Comencé la carta dando gracias a Dios por la fe de los colosenses, para exponerles después el plan salvador de Dios por media de Jesucristo, el Señor de todo y al que todo esta sometido: "Porque Dios nos arrancó del poder de las tinieblas y nos trasladó al reino de su Hijo amado. En Cristo nos encontramos liberados y perdonados. El es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda la creación, ya que en él fueron hechas todas las cosas, tanto las del cielo como las de la tierra, lo visible como lo invisible, gobiernos, autoridades, poderes y fuerzas sobrenaturales. Todo fue hecho por medio de él y para él. Él existe antes que todas las cosas y todo se mantiene en él. Y él es también la cabeza del cuerpo, es decir, la Iglesia. El es el principio, y renació antes que nadie de entre los muertos para tener todo el primer lugar, porque así quiso Dios que la plenitud permaneciera en él. Porque él quiso reconciliar todo la que existe, y por él, por su sangre derramada en la cruz, Dios establece su paz, tanto en la tierra como en el cielo" (Col. 1, 13-20). El lector puede apreciar una gran semejanza de este fundamental texto con el prólogo del evangelio de Juan, cuyo autor seguramenteconoci6 esta magistral carta (Jn 1-18). Pablo proclama la universalidad de la redención y la reconciliación universal entre los pueblos, las personas, las clases sociales y los sexos: "Ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre, varón o mujer, pues todos son uno en Jesucristo" (Ga. 3, 27-28). "También ustedes, que antes estaban excluidos por sus malas obras y eran enemigos declarados, Dios los reconcilió par el cuerpo de Cristo entregado a su muerte, para hacerlos santos, sin mancha ni culpa a sus ojos. Pero, por supuesto, siempre que se muestren firmes, cimentados sobre la base de la fe, sin vacilar, y que no se dejen apartar de la esperanza después de haber oído el evangelio. Es la buena noticia que ha sido predicada a toda criatura en el mundo, y de la que yo, Pablo, llegue a ser servidor. En efecto, ahora me alegro cuando tengo que sufrir por ustedes; así completo en mi cuerpo lo que falta a los sufrimientos de Cristo, para bien de su cuerpo que es la Iglesia" (Ga 1, 21-24). "Ahora debo llevar a cabo el decreto de Dios, este plan misterioso que permaneció oculto durante siglos y generaciones, hasta que ahora lo reveló Dios a sus santos. Dios quiso darnos a conocer las riquezas y la gloria de este plan misterioso que se está cumpliendo entre las naciones paganas, pues dispuso que Cristo, la esperanza de la

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gloria, les perteneciera. 'Nosotros predicamos a ese Cristo, advirtiendo con insistencia a cada uno y enseñando a cada hombre la verdadera sabiduría para hacer a todo hombre perfecto en Cristo. Y por esta causa me fatigo luchando, con la fuerza de Cristo, que obra poderosamente en mí". (Ga 1,25-29). Quienquiera lea estos párrafos, sea cristiano laico, catequista o sacerdote, no puede menos que permanecer en honda y prolongada reflexión. ¿Hemos siempre anunciado a "este Cristo", fundamento y centro de nuestra fe? ¿No hemos mezclado, como aquellos frigios, extrañas doctrinas que, no sólo no han puesto de relieve la figura de Jesucristo, sino que la han tapado tras una montaña de complicadas disquisiciones, teorías y cultos no siempre exentos de superstición? Es para pensarlo seriamente. Después de esta primera parte de la carta, como era natural, les instó a los colosenses a que permanezcan fieles a este evangelio, sin dejarse seducir por las extrañas teorías que se estaban propagando, abusándose incluso del nombre de Cristo (cap. 2). Luego les digo: "Así pues, si han resucitado con Cristo, busquen las cosas de arriba donde se encuentra Cristo, sentado a la derecha de Dios; piensen en las cosas de arriba, no en las de la tierra, pues han muerto y vuestra vida está ahora escondida con Cristo en Dios. Cuando se manifieste Cristo, que es nuestra vida, también se manifestarán ustedes con él y les tocará una parte de su gloria" (Ga 3,14). Y después de invitarles a abandonar toda sombra de pecado, les digo: "Ustedes se despojaron del hombre viejo y de su manera de vivir para revestirse del hombre nuevo que se va siempre renovando y que progresa hacia el conocimiento verdadero, conforme a la imagen de Dios, su creador. Ahora ya no hay distinción entre griego y judío, entre circuncidado e incircunciso. Ya no hay extranjero, ni bárbaro ni hombre esclavo o libre... Cristo es todo y en todos" (Ga 3,10-11). Esta carta la finalizo, como es costumbre mía, insistiendo en la vida del amor, del mutuo perdón y de la oración practicada unos por otros. Les recomiendo a Tíquico, el portador de la carta, como asimismo a Onésimo, un esclavo fugado que ahora vuelve a su amo cristiano, quien deberá tratarlo con todo amor. Pero después, se me ocurrió que era mejor dirigirle a Filemón, el amo de Onésimo, una cartita personal para que reciba fraternalmente a su esclavo Onésimo, ya que yo mismo lo abrí a la fe aquí en la cárcel, y en Cristo no hay diferencia entre hombre libre y esclavo. Entre otras cosas le decía a Filemón y su gente: "A lo mejor Onésimo te fue quitado en un momento para que lo ganes para la eternidad. Ya no será tu esclavo, pues pasó a ser un hermano muy querido; lo es para mí de forma singular y lo será para ti mucho más todavía. Por eso, en vista de la comunión que existe entre tú y yo, recíbelo como si fuera yo mismo el que va. Y si te ha perjudicado o te debe algo, cárgalo a mi cuenta... " (Flm. 1-25),

CARTA A LOS FILIPENSES Tiempo después recibí la inesperada y gozosa visita de Epafrodito, un dirigente cristiano de Filipos, que venia a traerme un importante donativo de parte de su comunidad. Era este otro gesto cordial de esta fervorosa Iglesia, la única a la que permití que me ayudara económicamente, tal como lo hicieron durante mi estadía en Tesalónica. Epafrodito permaneció conmigo acompañándome en la cárcel, mas al poco tiempo enfermo tan gravemente que estuvo a punto de morir. Restablecido de su enfermedad decidí devolverlo a su comunidad, enviando con el una cordial carta a mis amigos de siempre, los filipenses. Después de agradecer a Dios por la fe y el fervor de los filipenses, hago afirmación de mi incondicional adhesión a Jesucristo, ya que "todos en el palacio tanto los soldados como los demás saben que estoy condenado por Cristo" (Flp. 1, 12).

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Por eso brotaron de mi corazón estas autenticas palabras: "Sinceramente, para mí, Cristo es mí vida y morir es una ventaja... Pero si la vida en este cuerpo me permite aún un trabajo provechoso, ya no se que escoger, Estoy apretado por los dos lados. Por una parte, desearía partir y estar con Cristo, lo que sería sin duda mucho mejor. Pero a ustedes les es más provechoso que yo permanezca en esta vida. Esto me convence: seguramente me quedaré y permaneceré con ustedes para que puedan progresar alegres en la fe..." (Flp 1, 21-25). Después de esta introducción trato de profundizar en el misterio de Jesucristo que en su suprema humildad y actitud de servicio es nuestro supremo modelo. Sería una gran pena que los cristianos busquemos otros modelos y esquemas de vida cuando tenemos a Cristo que puede colmar todas las aspiraciones de nuestro corazón: “Si ustedes dan algún valor a las advertencias que les hago en nombre de Cristo, si pueden oír la voz del amor y quieren hacer caso de la comunión que existe entre nosotros por el Espíritu Santo, si hay en ustedes alguna compasión y ternura, llénenme de alegría teniendo un mismo amor, un mismo espíritu y un único sentir. En vez de obrar por rivalidad o por orgullo, que cada uno, humildemente, estime a los otros como superiores a sí mismo, y que nadie busque sus propios intereses sino más bien el beneficio de los demás" (Flp 21-4). Y alguno me preguntará: ¿Por qué los cristianos debemos vivir así? Muy simple es la respuesta: porque así vivió Cristo. Y les recuerdo a los filipenses un himno de nuestra liturgia que lo expresa claramente: "Tengan entre ustedes los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús: el, que era de condición divina, no se aferró celoso a su categoría de Dios; al contrario, se rebajó a si mismo hasta ya no ser nada, tomó la condición de esclavo y se hizo semejante a los hombres. Habiéndose comportado como hombre, se humilló y se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz. Por eso Dios lo engrandeció y le concedió un poder que esta sobre todo poder, para que ante el nombre de Jesús todos se arrodillen en los cielos, en la tierra y en los abismos. Y toda lengua proclame que Cristo Jesús es el Señor, para gloria de Dios Padre" (Flp 2,5-12). Cuando los cristianos obran por rivalidad o para dominar a sus hermanos se olvidan de lo más elemental de nuestra fe: que el poder de Cristo le vino por su humildad y por su actitud de servicio a los hombres. Él no domina por la fuerza sino por el amor. Si algún día los cristianos olvidan esta elementalísima verdad, habrán traicionado a Cristo... Por eso concluyo este párrafo: "Por tanto, amadísimos míos, así como siempre me han obedecido cuando me tenían presente, háganme más caso ahora que estoy lejos. Les ruego que sigan preocupándose por su salvación con amor y temor. Pues Dios es el que produce en ustedes tanto el querer como el actuar... Hagan todo sin quejas ni discusiones... y brillaran como estrellas en el universo, manteniendo un mensaje de vida. De esta manera me sentiré orgulloso de ustedes en el día de Cristo, cuando compruebe que mis afanes y desvelos no han sido inútiles. Y aunque deba dar mi sangre derramándola sobre el altar en el que se ofrece a manera de ofrenda nuestra fe, me siento feliz con ustedes, y también ustedes han de sentirse felices y alegrarse conmigo" (Flp 2, 12-18). Después de estos conceptos, poco me quedaba por agregar. Una vez más les insistí: “Hermanos míos, alégrense en el Señor" (Flp 3, 1), Y los inste a permanecer fieles a Jesucristo sin dejarse ilusionar por falsos profetas. Por eso insistí: "Pues todas las ventajas que yo tenia (mis ventajas de judío y fariseo) las considere una perdida a causa de Cristo. Más aun, todo lo tengo al presente como una pérdida, en comparación con la gran ventaja de conocer a Cristo Jesús, mi Señor. Por su amor acepte perderlo todo y lo considero como basura con tal que pueda ganar a Cristo y encontrarme en el desprovisto de la justicia que proviene del cumplimiento de la ley, pero rico de la justicia que viene de la fe en Cristo.

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Con esa justicia que da Dios a los que creen, alcanzare el conocimiento de Cristo y el poder de su resurrección y tendré parte en sus sufrimientos hasta ser semejante a el en su muerte, para encontrarlo, Dios lo quiera, en la resurrección de los muertos. No creo haber alcanzado ya la meta ni me considero perfecto, sino que prosigo mi carrera hasta alcanzar a Cristo Jesús, quien ya me dio alcance…" (Flp 3, 7-14).

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XXI: HACIA EL FINAL, CARTAS PASTORALES

¿Qué sucedió después de estos dos años de prisión romana? Mientras Lucas calla totalmente, los expertos modernos suponen que Pablo fue ajusticiado sin que nada hubiera podido salvar su causa. La opinión tradicional, en cambio, supuso que Pablo quedo libre, que realizó el viaje planeado a España y que hiciera algún viaje misionero por Creta, Asia menor y Grecia donde finalmente fue apresado para morir decapitado en Roma. En nuestro libro nos manejamos con esta ficción para completar el panorama de la Iglesia Primitiva y su desarrollo ulterior a la muerte de Pablo con una organización más compleja y nuevos problemas ideológicos. Después de cuatro largos años de cárcel, dos en Cesarea y dos en Roma, ante la ausencia de mis acusadores judíos demasiado preocupados por los problemas que enfrentaba Palestina, finalmente un día me sentí caminando con toda libertad por las calles de Roma, sin la presencia de los soldados romanos que, por tumo, me vigilaban día y noche. Inmediatamente comprendí que no era la más conveniente permanecer en la capital del imperio, por lo que decidí hacer una extensa gira por tantas comunidades que había fundado y que necesitaban mi apoyo. Después de una visita a algunas comunidades de España, país que siempre había querido visitar, me dirigí hacia la isla milenaria de Creta, donde ya Tito, mi fiel amigo, estaba desarrollando una importante tarea de evangelización. Entre tanto, Timoteo había partido hacia Filipos, tal como se lo había prometido a los cristianos de esa comunidad. En Creta el evangelio se desarrollo sin lucha, dado el carácter ambivalente y el vicio imperante en la isla. Fue en Creta donde me entere de las trágicas noticias llegadas desde Roma. En efecto, un incendio de oscuro origen, había destruido en julio diez barrios de la ciudad y los cristianos fueron acusados de ser los autores. Lo de más ustedes ya lo conocen: la persecución. Lo que más me entristeció fue la crucifixión del viejo Pedro que termino sus días dando fiel testimonio de su fe en Cristo. Su muerte me llegó como un triste presagio... Horas negras se avecinaban para la Iglesia. Organicé, pues, lo mejor que pude la comunidad de Creta, dejé a Tito como pastor, y de común acuerdo con el fiel amigo, decidí partir hacia Éfeso y demás comunidades del Asia. En Asia se me informó con más detalles de otra trágica noticia: a poco de mi partida de Roma, el pontífice judío Ananías había hecho aprisionar a Santiago, el hermano del Señor y pastor de la Iglesia de Jerusalén y lo había hecho apedrear. Su muerte fue como el símbolo de una tragedia nacional que todos presentíamos que se avecinaba. En Éfeso tuve largas conversaciones con los presbíteros que me informaron del peligro que corría el cristianismo de diluirse en nuevas corrientes religiosas que adulteraban el mensaje de Jesucristo. Llamé después a Timoteo y lo deje como pastor de esa comunidad, mientras yo emprendía viaje, por última vez, por las agrestes tierras del Asia, reconfortaba a las comunidades doloridas por lo que había sucedido en Roma, visitaba Tróade, donde me olvide mi capa y mis libros, y me trasladé a Macedonia. En Macedonia mi espíritu se sintió conturbado y temeroso de que Timoteo no pudiese hacer frente a los problemas de su comunidad por lo que decidí enviarle una carta, muy similar a la que poco después redactaría para Tito.

CARTAS PASTORALES

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Las llamadas "cartas pastorales", (pues tienen como objetivo el buen gobierno de las comunidades), tienen un estilo y un contenido tan distinto de las demás cartas de Pablo que los expertos modernos afirman que no son de inspiración directa del Apóstol, sino que fueron redactadas bastante posteriormente, cuando ya la organización de la Iglesia, después de la muerte de los apóstoles, había entrado en una nueva etapa. Mientras vivieron los apóstoles, sobre todo Pedro y Pablo, estos se ocupaban del gobierno de las comunidades, a cuyo frente colocaron a un consejo de presbíteros, también llamados "epíscopos", es decir, "supervisores", apoyados por los diáconos. Pero años más tarde, uno de esos supervisores quedará como pastor de la comunidad, con lo que tenemos el origen de nuestros actuales "obispos", con residencia fija en una comunidad. Cada comunidad formaba un solo grupo compacto, teniendo como cabecera alguna población urbana, ya que las parroquias rurales aparecerán recién siglos después. Se sabe que el obispo de Roma será reconocido como legítimo sucesor de Pedro para la supervisión general de la Iglesia, y así sigue hasta nuestros días, si bien, con el correr de los siglos, tanto las Iglesias griegas como las protestantes, contestarán este derecho. Pero es importante recordar que en tiempos de Pablo, la organización jerárquica de la Iglesia era muy somera y primitiva, y que cada comunidad gozaba de una gran autonomía sin perder la comunión con las demás Iglesias. Después de recordarle a Timoteo que yo mismo lo coloqué como pastor de esa comunidad, y de recomendarle que toda la comunidad haga fervientes oraciones por los gobernadores del imperio para que haya justicia y paz, paso a darle algunas normas para la elección de los episcopos que han de ayudarle en su ministerio. Al respecto le digo: "Es necesario que sean hombres intachables, maridos de una sola mujer, serios, juiciosos, de buenos modales, hospitalarios, capaces de enseñar, no dados al vino ni a las peleas, indulgentes, amigos de la paz y desinteresados del dinero... No debe ser episcopo un recién convertido. También es necesario que goce de una buena fama ante los que no pertenecen a la Iglesia... A su vez los diáconos han de ser hombres respetables y cumpli-dores, moderados en el vino y que no busquen el dinero; hombres que guarden el misterio de la fe con una conciencia limpia. Primero que se los ponga a prueba y después, si no hay nada que reprocharles, que ejerzan su servicio. Que sus mujeres sean estables, no chismosas sino serias y cumplidoras. Que estén casados una sola vez y que sepan dirigir a sus hijos y a su propia casa..." (1Tim. 3, 1-13). A Timoteo le aconsejo "que trate de ser el modelo de los creyentes por su manera de hablar, su conducta, su caridad, su fe y la pureza de su vida. Que se dedique a la lectura, a la predicaci6n ya la enseñanza. Que no descuide el don espiritual que posee y que recibió cuando el grupo de los presbíteros le impuso las manos" (1Tim. 4, 12s.). Igualmente le aconsejo que cuide de los ancianos y de las viudas, que se preocupe por el sustento de los presbíteros, que corrija a los pecadores y que vigile las buenas relaciones entre amos y esclavos. Termino la misiva instándole a la fidelidad a Cristo y a su evangelio, sin dejarse llevar por las nuevas doctrinas que están apareciendo: "Tu, hombre de Dios, busca la justicia, la piedad, el amor, la constancia y la bondad. Lucha en el buen combate de la fe, conquista la vida eterna a la que fuiste llamado y por la que hiciste tu hermosa declaraci6n de fe ante numerosos testigos... Guarda lo mandado, sin mancha ni reproche, hasta la venida gloriosa de Cristo Jesús..." (1Tim. 5, 1s.). El contenido de mi carta a Tito es muy similar a la de Timoteo, si bien más breve. Lo insto para que se mantenga el orden y la obediencia en la comunidad, y termino diciéndole: "Antes nosotros mismos éramos insensatos, rebeldes, descarriados. Éramos esclavos de nuestros deseos, buscando placeres de toda clase. Vivíamos en la malicia y en la envidia, dignos de odio y odiándonos unos a otros. Pero se manifestó la bondad de Dios, salvador

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nuestro, y su amor por los hombres. No se fijó en lo bueno que hubiéramos hecho, sino que solamente tuvo misericordia y nos salvó: En el bautismo nacimos a la vida, renovados por el Espíritu Santo. Después su gracia nos hizo justos por media de Cristo Jesús nuestro salvador, quien derramó abundantemente sobre nosotros el Espíritu Santo para que alcanzáramos la vida eterna conforme a nuestra esperanza" (Tt 3, 1-7), Antes del saludo final, le ruego a Tito que venga a verme a Nicópolis, ciudad cercana a Filipos, donde pienso pasar el invierno. Pasado aquel invierno en Necópolis como si fuera el precursor de tristes acontecimientos, decidí por impulso interior bajar hasta Grecia y de allí emprender viaje nuevamente a Roma, cuya comunidad pasaba difíciles momentos. Fue así como un día me vi rodeado de improviso de policías romanos que sin más consideraciones, me ataron con cadenas y me condujeron a esta cárcel, en la que me encuentro actualmente completando estos improvisados apuntes. Al comenzar estos escritos ya les di cuenta de mi situación en la cárcel, donde estoy prácticamente abandonado por todos, a excepción del fiel Lucas, con cuya ayuda he elaborado estas páginas póstumas. Pasadas las primeras semanas de angustiante espera y desolado ante tanto abandono, decidí redactar una nueva carta a mi amigo Timoteo. Presiento que esta carta es como mi testamento espiritual, por lo que les transcribo sus párrafos iníciales. “Te invito a que reavives el don espiritual que Dios depositó en ti por medio de la imposición de las manos. Porque Dios no nos dio un espíritu de timidez, sino de fortaleza, de amor y de buen juicio. Por eso, no te avergüences del testimonio que tienes que dar de nuestro Señor, ni de mí al verme preso. Al contrario, lucha conmigo por el evangelio, sostenido por la fuerza de Cristo. El nos salvó y nos llamó, destinándonos a ser santos, no en consideración a lo bueno que hubiéramos hecho nosotros, sino porque este fue su propósito... El destruyó 1a muerte e hizo resplandecer la vida y la inmortalidad por medio del evangelio del que fui establecido como predicador, apóstol y maestro. Por esta causa padezco esta nueva prueba. Pero no me avergüenzo, porque sé en quién puse mi confianza; estoy convencido de que él es poderoso y que me guardará hasta aquel día lo que deposité en sus manos. Tú, toma como regla la santa doctrina sobre la fe y el amor de Cristo Jesús tal como lo has oído de mí. Conserva este precioso depósito con la ayuda del Espíritu Santo que habita en nosotros... Acuérdate de Cristo Jesús, descendiente de David, y resucitado de entre los muertos, según la buena noticia que proclamo. Por el sufro hasta llevar cadenas como un malhechor. Pero la palabra de Dios no esta encadenada. Por eso sufro todo por el bien de los elegidos, para que también ellos alcancen la salvación que hay en Cristo Jesús y participen de la gloria eterna” (2Tim. 1 y 2). Después de urgirlo nuevamente a que se mantenga fiel en esta hora difícil, tal como se lo escribí en la primera carta, concluyo diciéndole: “Te ruego, delante de Dios y de Cristo Jesús que vendrá a juzgar a los vivos ya los muertos; te pido en nombre de la venida gloriosa de su reino que prediques la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, rebatiendo, corrigiendo o aconsejando, siempre con pa-ciencia y preocupado de enseñar. Pues vendrá un tiempo en que los hombres ya no soportarán la sana doctrina sino que buscarán una multitud de maestros según sus deseos... Para mí ha llegado la hora del sacrificio y se acerca el momento de mi partida. He combatido el buen combate, he terminado mi carrera, siempre fiel a la fe. Por lo demás, ya me está preparada la corona de los santos con que me preciará el Señor en el ultimo día;

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él, como justo juez, me la dará junto a todos aquellos que han deseado su venida gloriosa" (2Tim. 3). Finalicé la carta dándole cuenta a Timoteo de cómo fui abandonado por mis amigos y como en la primera sesión ante el tribunal romano, nadie se acerco al mismo para defenderme. Le pido, pues, a Timoteo que venga pronto para acompañarme, trayéndome la capa que deje olvidada en Tróade, en la casa de Carpos, ya que aquí en la cárcel el frío y la humedad son insoportables. También le recomiendo que me traiga los pergaminos y libros allí abandonados, pues son para mi de inapreciable valor. Así va pasando aquí el tiempo, mientras llegan a mis oídos, como les dije al principio de estos escritos, la noticia de la sublevación de la colonia judía en Alejandría y, poco después, la sublevación general en Palestina. ¿Es que estamos viviendo los últimos tiempos?... No lo sé; si sé que una íntima angustia me llena el alma al pensar qué será de la Iglesia si el tiempo sigue corriendo y si las dificultades aumentan. ¿Permanecerán los cristianos fieles a Jesucristo y a su evangelio? ¿Serán valientes en la hora de la prueba? ¿Habrá hombres valerosos que sepan anunciar la palabra de Dios, aun cuando arrecien las persecuciones? ¿Se conservará incólume a través de los tiempos este precioso tesoro de la buena noticia de Jesús? No lo sé, aunque espero que siempre haya en el mundo hombres y mujeres que sepan dar sentido a su existencia en una vida de fe, de esperanza y de amor. Hoy me siento cansado y con un dejo de tristeza, por lo que trataré de reposar un poco para continuar mañana con mis reflexiones que, espero, les servirán a ustedes de provecho. Aunque presiento que este mañana podrá no llegar nunca, pues la espada del verdugo puede estar ya levantándose sobre mi cabeza. ¿Habrá llegado mi hora? Sólo Dios lo sabe. A él consagre toda mi vida, que él disponga de mí para el bien de todos... Hasta aquí llegan "los escritos de Pablo", prisionero en Roma por amor de Cristo. El resto no es más que el epilogo de una historia que, como la del Maestro, no podía tener otra alternativa que la cruz.

Pablo, tu suerte está echada... EPÍLOGO

Al día siguiente, muy temprano, un piquete de soldados se cuadro ante la cárcel. Después el anciano prisionero fue llamado y colocado en medio del grupo. El oficial dio la orden de partida y el grupo desfiló por las silenciosas calles de Roma. Pablo pudo ver por última vez los soberbios edificios de la Roma imperial, Se acordó de Bernabé, de Marcos, de Tito, de Timoteo y de tantos amigos que a esas horas aun ignoraban que su amigo caminaba hacia la muerte. El oficial romano encaminó al grupo hacia las afueras de Roma, mientras Pablo recordaba aquel gozoso día en que hacía su entrada en la ciudad, acompañado por dos grupos de hermanos que habían ido a recibirlo. Pero todo se iba haciendo historia... Al llegar a un sitio llamado Aguas Salvias, el oficial ordenó el alto. Pablo palideció súbitamente mientras los soldados lo alejaban algunos metros de la carretera. El oficial le hizo una seña con la mirada. No hubo palabras, ni adiós ni despedidas. La figura de Cristo, la misma que un día lo llamó en el camino de Damasco, se cernió difusa sobre la cabeza del anciano luchador. Después Pablo se arrodillo e inclinó la cabeza. Brilló el acero a la luz del sol naciente y la cabeza del Apóstol de los paganos cayó al suelo.

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El piquete volvió a formar en la carretera, esta vez de cara a Roma. Un ciudadano romano había sido ejecutado conforme a la ley, por orden del emperador Nerón. Horas más tarde algunos cristianos se acercaron sigilosamente y dieron sepultura al evangelizador de los gentiles en un cementerio pagano. También eso era un signo. Hoy, sobre esa tumba sencilla en la que sólo se había escrito una palabra: "Pablo", se levanta la solemne e íntima basílica de san Pablo "extra muros". La piedad cristiana asoció su martirio al de Pedro y celebra la fiesta de las dos columnas de la Iglesia el 29 de junio. Y la historia siguió su curso como si hubiese sido anticipada en el trágico desenlace de Pablo. En ese mismo año 67 el general Vespasiano al frente de un poderoso ejército inicia la reconquista de Galilea. Meses después, en el 68 ocupa también Judea, ante la heroica resistencia de los judíos que esperaban en vano la inminente intervención del Mesías de Dios. En ese mismo año la guardia pretoriana se subleva contra Nerón y Galba ocupa su puesto, mientras el odiado emperador se suicidaba. El imperio se siente conmocionado y el general Vespasiano es aclamado por sus tropas como emperador de Roma. Su hijo Tito ocupa su puesto y en el 69 pone sitio a Jerusalén, abarrotada de peregrinos por las fiestas de Pascua. En el 70 el mundo fue testigo del trágico final de un pueblo. Jerusalén, la ciudad santa, fue tomada por asalto y su maravilloso templo, el mismo en el que Jesús y Pablo habían hecho oración tantas veces, destruido e incendiado. Millares de judíos, pasados a cuchillo, se sumaron a los miles de crucificados en las afueras de la ciudad. El resto emprendió el largo viaje hacia Roma donde formarían parte del cortejo triunfal de Tito, para ser después vendidos como esclavos. También la Iglesia, hija de Jerusalén y heredera de su tradición de fe, sintió la angustia de aquella hora terrible. Pero, tal como lo había escrito Pablo, la palabra de Dios no podía quedar encadenada y el evangelio fue creciendo a lo ancho y a lo largo del imperio. Poco después salían a la luz los evangelios de Marcos, Lucas y Mateo. Hacia final del siglo, el evangelio de Juan y el Apocalipsis. Las bases estaban echadas. El reino de Dios fue creciendo como una semilla de mostaza y su anuncio liberador llega hoy a nuestros oídos. Y con su anuncio, la figura de Pablo, el más grande evangelizador de todos los tiempos; el hombre que tuvo la genialidad de separar definitivamente a la Iglesia del judaísmo; el que hizo del evangelio una autentica buena noticia para todos los hombres de buena voluntad. Han pasado más de 2.000 años de su muerte... ¿Hemos sido fieles a ese evangelio por el que Pablo dio su vida gota a gota, varias veces apedreado, apaleado, prisionero, pero sin que nada ni nadie le pudieran hacer acallar su mensaje de libertad? Pablo murió en la total soledad. Pero, ¿no sigue viviendo hoy en la misma soledad cuando, después de veinte siglos, todavía no hemos comprendido que Jesucristo es el centro de nuestra fe y el que da sentido a nuestra vida? Si este libro sirve para que muchos, o al menos, algunos, comprendan un poco más cual es la esencia del cristianismo, nos damos por satisfechos.

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