el jurado de 12 hombres en pugna

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12 Hombres en pugna Los personajes Henry Fonda: De profesión arquitecto, es el personaje que inicia el debate, señalando el deber de hablar. Destacan en él su enorme templanza y racionalidad. Con estas cualidades es capaz de enfrentarse a una sociedad –de la que estos doce hombres son metáfora– hostil, diversa, aferrada a sus propias preconcepciones del mundo y sus anclados hábitos de conducta y juicio. Ese dominio racional de su persona es lo que le confiere la independencia de criterio y la firmeza de sus convicciones. A lo largo de toda la película manifiesta esa independencia en varias escenas. El mero hecho de discrepar serenamente con todos, en el comienzo del juicio, nos presenta el carácter del personaje. Provocado e incluso insultado en varias ocasiones por el iracundo, no deja sin embargo de mantener su postura dialogante. De hecho, sitúa sus cualidades en una posición superior: soportando esos ataques y esa cerrazón sin perder la calma, le sirven para ir conociendo y esclareciendo cada personalidad, lo que utilizará a su favor cuando desmorona uno de los argumentos, que oyeran al chico amenazar de muerte a su padre, gracias a la ira que ha suscitado precisamente en quien le atacaba con ella. Pero hay otra característica fundamental en él. No se trata sólo de que se guíe por su razón y de que se atenga firmemente al análisis objetivo de los hechos (esta misma actitud, como veremos, la mantiene también uno de sus más firmes oponentes: el corredor de bolsa). Es también un hombre de ideales. Cree en la justicia, se siente en la obligación de llevarla a cabo. El ideal es la motivación, y sin esa motivación no hubiera sentido la necesidad de buscar una revisión de las supuestas evidencias que fueron presentadas en el juicio. No es el único miembro del jurado con una conciencia moral, pero sí el único que la antepone a las apariencias, a la presión social, al “realismo”

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12 hombres en pugna

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Page 1: El Jurado de 12 Hombres en Pugna

12 Hombres en pugna

Los personajes

         Henry Fonda: De profesión arquitecto, es el personaje que inicia el debate,

señalando el deber de hablar. Destacan en él su enorme templanza y racionalidad. Con

estas cualidades es capaz de enfrentarse a una sociedad –de la que estos doce hombres

son metáfora– hostil, diversa, aferrada a sus propias preconcepciones del mundo y sus

anclados hábitos de conducta y juicio. Ese dominio racional de su persona es lo que le

confiere la independencia de criterio y la firmeza de sus convicciones. A lo largo de

toda la película manifiesta esa independencia en varias escenas. El mero hecho de

discrepar serenamente con todos, en el comienzo del juicio, nos presenta el carácter del

personaje. Provocado e incluso insultado en varias ocasiones por el iracundo, no deja

sin embargo de mantener su postura dialogante. De hecho, sitúa sus cualidades en una

posición superior: soportando esos ataques y esa cerrazón sin perder la calma, le sirven

para ir conociendo y esclareciendo cada personalidad, lo que utilizará a su favor cuando

desmorona uno de los argumentos, que oyeran al chico amenazar de muerte a su padre,

gracias a la ira que ha suscitado precisamente en quien le atacaba con ella.

Pero hay otra característica fundamental en él. No se trata sólo de que se guíe por su

razón y de que se atenga firmemente al análisis objetivo de los hechos (esta misma

actitud, como veremos, la mantiene también uno de sus más firmes oponentes: el

corredor de bolsa). Es también un hombre de ideales. Cree en la justicia, se siente en la

obligación de llevarla a cabo. El ideal es la motivación, y sin esa motivación no hubiera

sentido la necesidad de buscar una revisión de las supuestas evidencias que fueron

presentadas en el juicio. No es el único miembro del jurado con una conciencia moral,

pero sí el único que la antepone a las apariencias, a la presión social, al “realismo”

conformista que prima en un principio en otros personajes también éticos pero pasivos.

Ese ideal, tan asentado en su alma y en su temple, queda de manifiesto en el final de la

película: cuando desmorona al iracundo, tras haberse enfrentado duramente a él, no

siente ningún revanchismo. Muy al contrario, es el único que permanece entonces

cercano a él, el único que le muestra empatía, calor humano y respeto, cuando,

completamente abatido aquél, es él quien coge su chaqueta y le ayuda a ponérsela. La

magia de la película, lo que nos hace afirmar que parece realista, es que refleja,

precisamente, la fuerza del ideal moral, su distancia del mundo real y el camino que

conduce de uno a otro, que no es otro sino la luz de la razón.

        El presidente del jurado: ayudante de entrenador. Un hombre sencillo en sus

juicios, pero con voluntad de hacer las cosas bien. Se siente afectado por el comentario

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crítico del hombre maduro que manifiesta sus prejuicios desde el principio contra la

gente de suburbios. Es bueno, pero emotivo y susceptible a la crítica, lo que debilita su

capacidad de imponer el ideal moral en el mundo.

        El más joven, empleado, de profesión pintor. Posee un carácter noble y se

rige por principios, cualidad que manifiesta cuando sale en defensa del anciano al ser

tratado de forma despectiva por el iracundo. No tiene prejuicios, por ello su

planteamiento será limpio y tendente a encontrar y sostener la verdad: de inmediato

corrobora el argumento del ruido ensordecedor que causan los trenes al pasar, haciendo

incoherente el testimonio de que oyeran al chico decir nada. Pero, como confiesa al

protagonista, no está habituado a tomar decisiones, a pensar, por lo que en un principio

tiende a aceptar la apariencia de culpabilidad sin percibir esas incoherencias de las

declaraciones de los testigos. No se trata de un personaje de poca inteligencia, sino de

excesiva modestia en lo que a su capacidad de reflexión se refiere. A partir de su

cualidad más destacada, la nobleza de carácter, podrá poner en marcha esa capacidad

reflexiva gracias a la guía del protagonista.

        El señor de bigote. Es un personaje poco llamativo, pero no por ello menos

necesario para el desarrollo de la acción. El convencimiento de los miembros del jurado

de enfrentarse de forma reflexiva y responsable a la realidad sólo es posible en la

medida en que cada persona esté dispuesta a hacerlo. Algunas personas son incapaces

de acceder a la reflexión por la sola fuerza moral que implica, pero sí cederán ante la

presión de la sociedad, en la cual tenemos que desarrollar nuestra vida y nuestros

intereses; de ahí la importancia de los valores morales de una sociedad. Éste es otro

personaje de carácter decididamente templado y moral, representando así un punto de

apoyo más para crear esa conciencia social que presione sobre las argumentaciones

sesgadas, interesadas y contaminadas por las emociones de cada individuo aislado. Será

él quien denuncie la falta de principios morales del que quiere ir al béisbol cuando

cambia su voto.

        El publicista. Es un hombre relativamente joven, de presencia más o menos

apuesta. Su personalidad abierta y su desarrollo profesional de la elocuencia le

confieren una apariencia de seguridad y personalidad de las que carece: por su

profesión, está habituado a persuadir para obtener fines, no a analizar la realidad tal cual

es. La deducción lógica no ha formado parte de las habilidades adaptativas en su vida.

Su dominio de la persuasión hace que se sobrevalore en este aspecto y que muestre su

debilidad cuando, ya avanzado el juicio, la adhesión a la verdad de los hechos se va

imponiendo y esta cualidad, que le proporciona éxito en su trabajo y su vida, es

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inoperante. En ese punto, titubea y cambia de voto varias veces sin una verdadera

convicción.

        El bajito con gafas. De personalidad endeble, no puede justificar su primer voto

de culpabilidad; es el tipo de hombre sin aparente criterio propio, muy susceptible al

entorno, pero que acaba despertando sus valores y haciéndose fuerte precisamente

cuanto se introduce en la trama de la reflexión. Contrapunto del publicista, aparenta ser

un hombre frágil que se deja avasallar con facilidad. Pero el desarrollo del debate le

hacen crecer como persona al desarrollar su razón y su lógica. Embotado por su

debilidad de carácter, que se refleja en su propio aspecto físico, se libera cuando se ve

estimulado a usar su razón, que le llevan a descubrir su propia fuerza moral. En ese

punto, es capaz de enfrentarse al de las entradas para el partido y exigirle respeto a los

demás, algo que sorprende a este personaje, que se limita a defenderse irónicamente con

un “eres todo un hombrecito”.

        El que tiene entradas para el partido de béisbol. No tiene el menor interés por

el resultado. Su única preocupación es permanecer el menor tiempo posible. Cambia su

voto con esa única finalidad. Representa un tipo de persona primaria, egoísta y

hedonista, en el sentido más vulgar de la palabra. Elude responsabilidades. Este tipo de

personalidad tiende a no admitir críticas sobre su persona y a no permitir que se altere

su holganza. Su juicio se limita a criticar cuanto le estorba y cuando le estorba: no posee

por ello una coherencia de opinión. Declara expresamente que utiliza el humor y la

chanza con ese fin.

        El que desprecia a la gente de suburbios. Sus prejuicios son de tipo social;

anulan su capacidad de reflexión y le obcecan hacia la condena. Por su tipo de

personalidad, su juicio y capacidad de aprendizaje y crítica están embotados por el

egoísmo y la codicia. Se identifica exclusivamente con su propiedad –declara que en el

tiempo que está invirtiendo en ese debate su negocio está “perdiendo dinero”–. Es esa

codicia lo que le impide percibir en el chico acusado más que un miembro más de esa

clase social amenazante para sus intereses –son “delincuentes”– y de la que, por su

escasez de recursos, no puede obtener ninguna ventaja.

        El que se crió en un suburbio. Su presencia en el juicio es importante, porque

representa el contrapunto a los prejuicios del anterior. Es un personaje que aporta la

reflexión de que la influencia del entorno no lo es todo en la modelación de la

personalidad: lejos de ser un delincuente más, es un hombre honrado que ha luchado por

salir adelante con honestidad; no aparenta haber alcanzado un puesto de importancia en

la sociedad, pero conserva la dignidad ante su propia conciencia. Pese a haber convivido

con ellas donde se crió, no puede evitar declarar que “odia esos chismes”, refiriéndose a

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las navajas, cuando el coger una le produce el recuerdo emotivo de lo que sentía por los

valores agresivos y defensivos del entorno hostil en que se crió.

Cada vida particular aporta unas vivencias distintas a otras, por lo que la edad

tampoco es un factor determinante de la experiencia: gracias a la suya puede aportar un

dato que no hubiera podido aportar el anciano, porque no lo ha vivido: el modo en que

debió usar el chico la navaja si realmente hubiera matado a su padre.

La escena en que es acusado sin fundamento por el iracundo de blando y

sentimentalista muestra cómo actúan los prejuicios sociales sobre la moral individual:

conociendo su procedencia y circunstancias, el iracundo presupone cuál puede ser su

actitud crítica, sus emociones y su carácter. Pese a que este personaje está intentando

juzgar con imparcialidad, el prejuicio y la ofensa recibida podrían haber anulado su

intención de dialogar si los hechos no hubieran demostrado el error del iracundo. En

efecto, podría haber sido él quien hubiera cambiado en primer lugar su voto por motivos

morales, pero la desvirtuación de esta intención habría anulado su credibilidad y

derecho a opinar en sociedad. 

        El más anciano: no es el más elocuente ni racional, pero su finura en la

percepción psicológica de los testigos es de vital importancia. Representa la experiencia

en cuanto esa forma de discernimiento de lo particular, de las singularidades de la vida.

Aparece como un hombre humilde, sin éxito, al que la vida no le hubiera otorgado

ningún reconocimiento. Cuando describe a uno de los testigos que en el juicio declara

contra el chico parece analizarse a sí mismo. Es un hombre anciano, pobre, al que

parece que nadie hubiera querido escuchar nunca, cuya experiencia nadie requiere. Por

una vez en su vida se siente importante: la gente está pendiente de su palabra; lo que él

diga va a tener una repercusión. Declarar que no sabe o que no está seguro no sería más

que un golpe para él, una humillación más; perder la oportunidad de ser valioso y

mostrarse como un viejo inútil. Curiosamente, ese sentimiento, mezcla de vanidad y

falta de confianza, que hace que el joven pueda ser condenado injustamente –en la

deliberación el jurado demuestra que es imposible que oyera la pelea y viera bajar al

chico– es el que va a dar fuerza al anciano del jurado. Pese a la sabiduría que su sola

experiencia le haya dado en la vida, no parece haber tenido nunca la oportunidad de

demostrarla, no sólo a los demás sino a sí mismo. A diferencia del testigo, él no se

activa por la mera vanidad de ser oído, sino por la admiración que le suscita la actitud

moral del protagonista. La suya sí va a ser una experiencia decisiva y salvadora: vencer

convenciendo a la férrea racionalidad del corredor de bolsa marca el triunfo del afán

moral que guía el debate: llegar a la duda razonable. Sin su perspicacia y su finura

psicológica –ve muy bien, declara, y hay que añadir que no sólo con los ojos– no

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hubieran podido cuestionar la declaración de la mujer, cuya vanidad le hace quitarse las

gafas para testificar, y cuyos prejuicios le llevaron a presuponer sin más que la escena

que pudo ver sólo borrosamente fue protagonizada por el hijo acusado.

        El iracundo, cuyo hijo le abandonó hace unos años. Delata la vinculación de su

criterio a sus sentimientos (o mejor, resentimientos) personales desde el principio,

precisamente cuando declara que se atiene a los hechos, sin sentimentalismos (excusatio

non petita, acusatio manifesta). Acusa airada y gratuitamente de ese sentimentalismo al

que se crió en un suburbio, sólo porque cree que es quien le está estorbando en su meta,

lo que cree que sería una descarga para él: condenar a su hijo simbólicamente a través

de la condena del joven acusado. Su juicio se ve nublado por el sentimiento de

venganza. Se identifica con el padre muerto, y a su hijo con el muchacho al que juzgan.

Sin embargo, su liberación vendrá precisamente de donde menos lo esperaba: cuando la

presión del entorno social, el resto de los miembros del jurado, le hace ver que su lucha

ha acabado, todo el torrente de dolor que lleva dentro explota y hace que se derrumbe.

Es lo único que vemos de él al final: un hombre abatido ante el reconocimiento de su

propia verdad y ante la derrota en la batalla que tan fieramente había emprendido. La

soledad y la vergüenza parecen bajar el telón para él; quizá el espectador, anímicamente

predispuesto contra “el malo”, podría esperar simplemente alegrarse por ello. Pero es

muy otro mensaje que se desprende, más coherente con el análisis que de la naturaleza

de la moral se va haciendo en toda la película. Nuestro protagonista, Henry Fonda,

comprende. Él sabe que, lo que parece una derrota total, puede ser para este hombre un

nuevo punto de partida. En ese gesto de ponerle la chaqueta le muestra su comprensión

y apoyo, haciendo que abandone ya la sala. Ha sido vencido por la fuerza de la razón y

obligado a enfrentarse a su propia realidad, pero ello ha purgado su corazón. No

sabemos que será de él ni del futuro de su relación con su hijo. Nada de ello aparece en

la película ni nada podemos deducir, porque de él dependerá la actitud que quiera tomar

ante todo lo que ha ocurrido en su interior. Pero lo que sí se muestra es que la moral no

busca victorias, ni revanchismos, reconocimientos u honores. Parte del ansia de verdad

y se realiza cuando llega a ella. Quien parecía un enemigo, no era más que un hombre

que sufre. En nada se puede ayudar disfrazando la realidad; desde un punto de vista

moral, no se puede permitir que ese dolor y ese engaño se contagie a su entorno y lo

dañe, hasta el extremo de jugar con la vida de un ser humano. Pero una vez derrotado,

incapaz ya de dañar, la moral no puede sino desear que salga él también adelante.

        El corredor de bolsa. Este personaje ofrece a la vez una curiosa mezcla entre

paralelismo y contraste al interpretado por Henry Fonda. El hilo lógico de la

argumentación se devana entre estos dos hombres, cada uno de los cuales parte de

defender un veredicto opuesto, de inocencia o culpabilidad. Este personaje se atiene con

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frialdad y desprendimiento a lo que le dice su razón, y es capaz de cambiar de opinión

sin titubeos cuando, sólo por la fuerza de los argumentos, tiene una duda razonable. Su

juicio no depende de nadie; no busca simpatías ni antipatías, ni se perturba por las que

pudiera inspirar. El iracundo intenta buscar su complicidad en todo momento,

aferrándose a las argumentaciones lógicas que él no sabe dar, y haciéndose así

dependiente de la opinión ajena, en la que se apoyan su actitud, sus valores y su imagen.

En una escena, tras haber desbaratado sin querer un argumento inculpatorio

amenazando de muerte a Henry Fonda, muestra esa debilidad acercándosele en privado

para minar la imagen del protagonista, al que acusa de “querer provocarle”. Nuestro

personaje se limita a contestar con toda la frialdad: “pues lo ha conseguido”. Del mismo

modo, y pese a que los menos racionales viven el debate como una lucha entre dos

bandos, estableciendo complicidades y animadversiones, hay una escena en que

manifiesta en toda su potencia su impasibilidad, independencia e imparcialidad: cuando

uno de ellos verbaliza descarnadamente todo su odio y prejuicios contra la gente de

suburbios, uno a uno de los miembros del jurado van manifestando su repulsa

levantándose y dándole la espalda, hasta que pregunta estupefacto si es que “no habla

claro”. Nuestro personaje ha permanecido sentado, inalterado por la náusea moral que

mueve a los otros, pero es implacable en su reacción, contestando más o menos:

“demasiado. Siéntese y no vuelva a abrir la boca”.

Sin embargo, siendo su razón incluso más inflexible si cabe que la de Fonda, no es

él quien pone en marcha el mecanismo de la argumentación ni revela las inconsistencias

de las pruebas inculpatorias. Hablamos de la necesidad de la reflexión racional en la

moral, y esto nos lleva a un punto radical de la cuestión. Sin un criterio lógico

firmemente llevado es imposible imponer una ética en el mundo, porque para cambiar el

mundo y reconducir su curso según las leyes adecuadas es necesario conocer ese

mundo. Pero lo que emprende el camino hacia la justicia es, sin duda, la inquietud por

ella, y esto es lo que mueve a Fonda; nuestro protagonista parte de una inquietud moral:

ese chico, acostumbrado a recibir un golpe tras otro, merece que le dediquen al menos

unas palabras. Hay una empatía de nuestro protagonista hacia el acusado que no afecta,

en cambio, a este otro hombre. No quiere decir esto que carezca de actitud y criterio

moral: no pone ningún inconveniente en dedicar su tiempo a un caso que en nada afecta

a su vida, del que no va a sacar beneficio ni perjuicio. Tampoco hay ninguna pasión que

le impida cambiar su voto cuando alcanza el criterio que la justicia impone: la duda

razonable. Hemos ido viendo cómo las pasiones y los sentimientos pueden perturbar el

juicio: anular nuestra capacidad de emitirlo, cegarnos ante evidencias, luchar contra

ellas si atentan contra nuestros intereses. Las pasiones, ese algo que padecemos de

nosotros mismos, son sin duda estorbos tanto para la razón como para la moral. No

podemos cercenarlas ni debemos negarlas, pero sí podemos dominarlas. A ello apelaba

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ya Platón en esa fabulosa imagen del alma que presenta en el mito del carro alado. La

razón ha de ser el auriga que conduzca en todo momento nuestra alma, doblegando y

canalizando los apetitos y las emociones. Pero la razón sola, concebida en su aspecto

más frío e imparcial, no explica toda la ética. Ha de producirse una inquietud, un

sentimiento de rebeldía, de insatisfacción ante la realidad del mundo, para activar el

mecanismo de la respuesta moral. Y esa inquietud la proporciona la empatía. La

empatía es una forma de conocimiento más cercana a lo noético que a lo lógico. Nos

permite ponernos en el lugar de los demás desde una perspectiva emotiva. Su naturaleza

consiste en el reconocimiento emocional de los sentimientos ajenos. Cuanto mayor es el

grado en que el individuo la posee, tanto mayor será su bondad. Cuanto mayor sea su

racionalidad, tanto mayor será su capacidad de tener un sentido de la justicia y de

llevarla a cabo. Bondad, idealismo y racionalidad son los pilares sobre los que se

sustenta la ética.