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EL HOMBRE Y LA NOCHE EN SAN JUAN DE LA CRUZ Ell hombre Juan de Yepes El mundo del pensamiento contemporáneo está dominado por la pre- ocupación de saber lo que es el hombre. ¿Qué idea del hombre tenía San Juan de la Cruz? Hay en los escritos de San Juan de la Cruz im- plícita una «antropología», es decir, una visión sobre el hombre. Ahora bien, lo que el hombre cree conocer sobre el hombre está, allá muy en lo más profundo, determinado por las peculiaridades de su manera de ser como individuo. Este es quizás el más importante de los aprendiza- jes que nuestro tiempo ha hecho. En la idea que del hombre nos for- mamos resuena siempre lo más escondido de nuestro propio ser, de aque- lla singularidad de nuestra persona que nos distingue de todos los de- más. Es, pues, recomendable que, antes de ocuparnos de cuál puede ser la idea del hombre que se forma San Juan de la Cruz, examinemos brevemente cuál pudo haber sido el hombre Juan de Yepes. No hace excepción Juan de Yepes, el futuro San Juan de la Cruz, a esa desventurada regla que señala la oscuridad, involuntaria las más de las veces, que envuelve la infancia de las grandes figuras españolas. Sobre la vida de San Juan de la Cruz disponemos de un libro excelente, la biografía redactada por el P. Crisógono de Jesús. Pero, aún en ella, la información sobre la infancia de Juan de Yepes es muy escasa. Sa- bemos con certeza, eso sí, que el niño Juan de Yepes hace, desde muy

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EL HOMBRE Y LA NOCHE EN SAN JUAN DE LA CRUZ

Ell hombre Juan de Yepes

El mundo del pensamiento contemporáneo está dominado por la pre­ocupación de saber lo que es el hombre. ¿Qué idea del hombre tenía San Juan de la Cruz? Hay en los escritos de San Juan de la Cruz im­plícita una «antropología», es decir, una visión sobre el hombre. Ahora bien, lo que el hombre cree conocer sobre el hombre está, allá muy en lo más profundo, determinado por las peculiaridades de su manera de ser como individuo. Este es quizás el más importante de los aprendiza­jes que nuestro tiempo ha hecho. En la idea que del hombre nos for­mamos resuena siempre lo más escondido de nuestro propio ser, de aque­lla singularidad de nuestra persona que nos distingue de todos los de­más. Es, pues, recomendable que, antes de ocuparnos de cuál puede ser la idea del hombre que se forma San Juan de la Cruz, examinemos brevemente cuál pudo haber sido el hombre Juan de Yepes.

No hace excepción Juan de Yepes, el futuro San Juan de la Cruz, a esa desventurada regla que señala la oscuridad, involuntaria las más de las veces, que envuelve la infancia de las grandes figuras españolas. Sobre la vida de San Juan de la Cruz disponemos de un libro excelente, la biografía redactada por el P. Crisógono de Jesús. Pero, aún en ella, la información sobre la infancia de Juan de Yepes es muy escasa. Sa­bemos con certeza, eso sí, que el niño Juan de Yepes hace, desde muy

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pronto, cuatro encuentros esenciales. Pienso -un próximo libro mio gira alrededor de esta tesis- que el hombre es, ante todo, «encuentro». Algo en él, en sus raíces biológicas, va subterráneamente preparando estruc­turas «abiertas», en las que se presienten una serie de encuentros que van a concluirlas, a cerrarlas: encuentro con otros seres que le protejen y amparan, encuentro con un paisaje que le envía los primeros estímulos, encuentro con una estructura social, con sus sistema de normas, apre­ciaciones y valores, encuentro con el afecto y con la hostilidad de los hombres y de la naturaleza, encuentro con las secretas leyes de la rea­lidad del universo.

Ahí tenemos al niño Juan de Yepes, nacido en Fontiveros, en los ho­rizontes abiertos y diáfanos de Castilla, haciendo desde muy temprano en la vida el encuentro con la pobreza, con el hambre, con la orfandad y con los largos caminos fatigosos. Es, ante todo, Juan de Yepes, uno de tantos niños de Castilla, uno de tantos niños de España. No hace demasiado tiempo, al final de nuestra guerra, por obligación científica, pude estudiar el hambre de los niños en un suburbio madrileño. Via­jando más tarde por las mismas tierras que recorrió, durante su vida, San Juan de la Cruz, alguna vez me ha sucedido, no hace tampoco muohos años, encontrar niños que parecían alegres, contentos, pero que, tras un pequeño interrogatorio técnico, descubrían como sin darle im­portancia la frecuencia con que habían estado sometidos al asedio so­lapado del hambre. ¡Harnbre de los niños de España! Todos hemo,> evitado escribir sobre esto, como si se pudiese pretender hacer, en serio, una antropología del hombre español sin tener en cuenta estos duros avatares de la existencia infantil, que tratamos de olvidar a toda prisa, sobre todo en las épocas de abundancia. Uno de los episodios más ex­traños y, sin embargo, más reveladores, de «Don Quijote de la Mancha» es el de las bodas de Camacho, en el que, por contraste, se pone de manifiesto el triste fondo de ayunos y de yantar es escuálidos que sirve de paisaje fisiológico a la obra de Cervantes.

Juan de Yepes apenas tiene padre. El padre de San Juan de la Cruz enferma casi desde el momento en que Juan nace, padeciendo dolores y «consumido de trabajos», fallece cuando el niño tiene dos años. Es éste, precisamente, el momento en que el padre comienza a ser necesa­rio en la construcción de la personalidad. Aunque también interviene antes, desde el nacimiento, con algo que, cuando tiene ocasión de ma­nifestarse, podríamos llamar «ternura viri!». Nuestro Juan de Yeyes, con un padre enfermo, no ha podido conocer de él ni tan siquiera eso; úni­camente la ausencia. Al encuentro con el hambre y con la pobreza se une ahora el encuentro con la orfandad. Evitemos la tentación de hacer con ello literatura. Por ejemplo, diciendo que el niño hispánico curte y endurece su personalidad con estas carencias. Ante el paisaje solitario

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y duro, frenle al rigor de la paupérrima pitanza y rodeado de un mundo hostil, pretendemos elevar la pobreza a la categoría de sobriedad. Pres­temos atención y buen oído a que en esta version nuestra de las ven­tajas de la sobriedad y de la pobreza hay no poca arrogancia escondida, que trata de «hacer de tripas corazón» y de exaltar lo que, en el fondo, es una carencia que deja siempre cicatrices en el alma. Catalina Alva­rez, la madre, debió ser una admirable mujer. Envuelve al niño Juan de Yepes un mundo hosco, áspero, pobre. Los biógrafos del santo nos representan a Catalina caminando luengas jornadas por los senderos de Castilla en busca de pan para sus hijos, de trabajo para ella. ¡Qué filtro maravilloso tuvo que ser para convertir la parvedad en riqueza, la fa­tiga de los caminos en juego, el hambre en fantasía! Pasan por los caminos «muchas necesidades y trabajos», ella con el niño Juan en sus brazos. El arcediano de Torrijas, su único tío pudiente, les da con la puerta en las narices, cuando vienen a pedir pan. El niño, siempre en los brazos de la madre, lo percibe todo. Sabemos que incorpora como sustancia sutil a lo más entrañable de su futuro ser, las más mínimas reacciones. Es como un registro infinitamente sensible al que nada es­capa; ni el rechazo del poderoso, ni la amargura de la madre, ni la oleada de cariño y amor con la que ésta esconde el desengaño, imagi­nando así que el niño que en su regazo abriga no va a percibirlo. Un ritmo nace de esta suerte en el alma del infante. Cierto, en el mundo hay algo hostil, tenebroso, una constante amenaza que, en ocasiones, se agudiza angustiosamente. Momentos en que el estómago vacío reclama en vano o en los que los brazos amorosos se aflojan en la desesperación. Pero todo ello va milagrosamente unido a un rebrote de la ternura. Los brazos vuelven a apretarse sobre el cuerpo infantil y los besos maternos redoblan su frecuencia. No debe ser «aquello» tenebroso que nos en­vuelve tan malo cuando de él puede renacer, fortalecida, la delicia pro­tectora. 'Desde muy pronto en la vida, Juan de Yepes conoce, no sólo las noohes por los áridos caminos de Castilla, sino la noche del desam­paro, pero también la luz que puede haber en la noche y como de su oscuridad nace, inesperadamente, la bienaventuranza.

Juegan unos niños junto a una laguna cenagosa, metiendo en ella con fuerza unas varitas. De pronto, Juan cae al agua y se hunde en la charca. Sale flotando y vuelve a hundirse. Lo cuenta así «y vido, es­tando dentro, una señora muy hermosa que le pedía la mano alargán­dole la suya, y él no se la quería dar por no ensuciarla; y estando en esta ocasión llegó un labrador y con una ijada que llevaba le alzó y sacó fuera». El psicoanálisis nos ha enseñado la importancia de estos «recuerdos infantiles» y su compleja estructura. Muchas veces sirven de pantalla a otros recuerdos, mucho más traumáticos y decisivos. Es casi seguro que el hecho es cierto, pero la manera de contar el Santo su

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vivencia no deja, por ello, de ser reveladora. No es ésta la primera vez que Juan de Yepes cae a una charca cenagosa y está a punto de morir. Ha caído desde su nacimiento en el seno de un agua triste y turbia, el mundo que le rodea. Pero la caída determina la aparición de esa se­ñora hermosa que le alarga la mano y a la que él no quiere manchar, para no ensuciarla. No sería difícil, para cualquier psicoanalista, sacar a relucir, con motivo de este recuerdo infantil, ese miedo que hay en todo niño a la apetencia al retorno a la madre, a su totalidad protectora, que suele presentarse en la literatura especializada con el nombre de «pro­blema edipico». La mano se le presenta alba y salvadora, dentro del fango de la charca. Pero él tiene miedo de ensuciarla. La fantasía in­fantil traduce aquí uno de los conflictos más radicales y habitualmente peor comprendidos de la naturaleza humana. Ahí está la madre que salva del mundo fangoso, del hambre, de la privación, de la tristeza. Esta madre, tan tierna y poderosa, es una imagen limpia, pura. Nada más natural que agarrar su mano, tornar a ella, volver a fundirse en su seno protector. Pero ¿como hacer para no mancharla? Porque ya se está en el mundo; ya hemos caído en él, ya estamos llenos de su fango y de su tristeza. ¡Bendita sea la imagen de sueño que sobre nosotros se inclina, ofreciéndonos la mano salvadora! Pero ¿cómo hacer para no mancharla con nuestra impureza? Ya en este recuerdo infantil, como vemos, hay implícito, latente, todo un boceto de antropología.

Aparece en la vida de la familia del Santo algo realmente muy sin­gular. Catalina Alvarez vive, con sus hijos Francisco y Juan, una vida menesterosa. Francisco, que entra de escudero en casa de unas beatas, no las aguanta y, de pronto, se dedica a recoger a las puertas de las iglesias a los niños sin padres que, en ausencia de Inclusa, son las que hacen sus veces en esta época de la historia de España. Los niños ex­pósitos faltos de un sitio a donde puedan llevarlo sus padres que, por mil razones, no pueden criarlos, suelen ser en esa época abandonados a las puertas de los templos. Francisco y su madre, llenos de privaciones, se erigen, no obstante, en una especie de Inclusa particular. Francisco recoge a los niños, los bautiza y él mismo hace de padrino, busca ama que los críen y pide limosna por las calles de Medina para poder darles de comer. Alguno de estos niños es recogido en la propia casa de Ca­talina, la madre, hasta que se muere.

Nada más cierto; el Padre Crisógono observa con lucidez. Francisco y Juan, faltos de padre, han de buscarse uno. Un padre siempre es ne­cesario. Las vacilaciones que se observan en ambos, principalmente en Juan, en la eleccion de un camino en la vida, tiene profundamente que ver con esta ausencia primaria de figura paternal. Pero, aparte de algún protector, como don Alonso Alvarez de Toledo, cuya eficacia en lo ma­terial no puede tener, en cambio, esa expresión afectiva, íntima, que

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exige el contacto cotidiano y directo entre persona y persona, no apa­recen figuras paternas en la vida de los dos hermanos. Ambos tienen que recurrir a la gran solución, la solución dramática del huérfano. Ya que no existe en el mundo exterior figura paterna, es preciso replegarse en la riqueza interior, en ese mundo que hasta ahora sólo la madre ha po­dido constituir y allí encontrar, en sí mismos, esa instancia fundamental del hombre que conocemos como «paternidaro>. Ya que fuera, en el mundo, no hay padre, hay que inventarlo; hay que volverse uno mismo figura patema. Bautizar a los niños desamparados, por ejemplo, cuidar­les, hacer las veces de padre para ellos. Ahora bien, esta figura paterna va a ir impregnada de las condiciones que reinan en el mundo interior en el que se ha ido fraguando. Será una figura paternal nada violenta, ni agresiva. Tendrá fuerza, visilidad, pero también ternura. Así, de esta suerte, en el meollo del alma de los dos niños, acaba por irse constitu­yendo como imagen paternal, núcleo de la persona futura, esa cualidad singular, cualidad de héroes y de santos, pero también del hombre co­rriente, aunque éste, llevado a veces de prejuicios sociales más o menos estúpidos del momento la rechaza o la niega, esa cualidad que he de­nominado la temU1'a viril.

El calabozo

Saltemos ahora muchos años de la vida de Juan de Yepes para pasar al episodio central de la vida del que ya es Juan de la Cruz, metido de lleno en la reforma carmelitana: su prisión en Toledo. Vimos hasta ahora que, de niño, Juan de Yepes había hecho encuentros decisivos, muy frecuentes en los niños españoles de la época: con la pobreza, con el hambre, con el paisaje, hermoso, pero nada próvido. Había hecho también el encuentro, más duro y difícil que los anteriores, con la or­fandad. Ahora va a hacer ese otro encuentro que parece misteriosamente ligado a la historia de las Españas, desde sus comienzos. No sólo de esta España, sino también de las otras, las que siguen su historia, in­dependientemente de nosotros, al otro lado de los mares. El encuentro con la discordia fraterna. Con el odio de hermanos. Con una de esas luchas llamadas por los historiadores, no sé bien por qué, «intestinas», quizás para señalar su carácter visceral, esto es, que proceden de lo más recóndito y escondido del alma colectiva. Todos conocen la historia y no es menester volver sobre ella. En virtud de las «luchas entre herma­nos», San Juan acaba con sus huesos, después de haber sido maltratado en el camino, en el convento de la Encarnación de Toledo. Estamos en 1577; el convento, habitado por ochenta religiosos, es como una forta-

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leza cuyos muros se desploman casi a pico sobre las rocas entre las que se desliza el Tajo. Tras ser azotado y juzgado, es condenado por el tri­bunal como rebelde y contumaz. Durante nueve meses va a estar en­cerrado en una celda lóbrega. El P. Crisógono nos dice de ella que es «angosta, oscura, asfixiante como una tumba».

A San Juan de la Cruz lo han encerrado en un retrete. Sin luz ape­nas. Con comida miserable. No puede hablarse de un aislamiento total. A la puerta, los frailes hablan entre sí, diciendo todo cuanto puede amar­garle más y hasta susurran que puede hacérsele desaparecer sin dejar rastro. Tres días a la semana, ayuno a pan yagua y, además, se le lleva al refectorio. Mientras los religiosos comen sentados a la mesa, fray Juan, de rodillas en el suelo, come sólo pan yagua. Tras una violenta repren­sión, los viernes es azotado por todos los demás frailes, dispuestos en rueda. El responde a todo, golpes, injurias, soledad, con maravillosa mansedumbre.

Han pasado cuatro siglos. En una de las clínicas psiquiátricas de Centroeuropa que, bajo la dirección de un profesor español, Ajuriague· rra, se ha convertido en uno de los centros más importantes del mundo en la especialidad, se reúnen sabios de los países más diversos para es­tudiar lo que, en lenguaje técnico, se denomina «deaferentización», es decir, la supresión de todo estímulo aferente. Este tema había interesado ante todo a los filósofos, principalmente a Condillac y a Diderot. El famoso psiquíatra Kraepelin, en 1915, habló, ya de las «psicosis carce­larias» y observa, cuando hay aislamiento en un calabozo, reducción al mínimo de los contactos con el exterior, supresión de estímulos auditi­vos y visuales, la aparición de cuadros alucinatorios. En nuestro tiempo, esta carencia de estímulos aferentes ha sido estudiada en centenares de trabajos científicos y examinada en varias reuniones y en monografías diversas. La futura presunta soledad de los viajeros interplanetarios ha sido una de las motivaciones de estos trabajos. Los resultados de esta carencia de esttmulos aferentes son muy variables según la personalidad previa del sujeto. A veces, tras aislamientos relativamente inofensivos se observan grandes alteraciones de la percepción; otras, despersonali­zación y modificaciones de la imagen corporal. Aunque algunos autores hablan de «alucinaciones», con más prudencia se prefiere denominar a las imágenes que se producen en estos estados de carencia de estímulos aferentes «sensaciones visuales comunicadas» (Zuckerman y Cohen). Bajo este epígrafe se mezclan una serie de fenómenos diver·sos que os­cilan entre sueños, sueños vigiles, es decir, imágenes oníricas que se perciben mientras se está despierto, imágenes hipnagógicas, etc. En las experiencias de Fredman y de Grenblatt, a las ocho horas de privación sensorial, principalmente visual, se observan alteraciones en las imáge­nes ópticas: líneas rectas que se mueven o se quiebran, o que parecen

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más largas o que están rodeadas de un halo luminoso. No se parecen demasiado a las que algunas veces se presentan tras la administración de dietilamida del ácido lisérgico, mucho más patéticas, más cargadas de valor emocional y, sobre todo, coloreadas dramáticamente.

También en otros campos de la percepción se encuentran distorsio­nes, por ejemplo, en la sensación del propio cuerpo, en la sensibilidad táctil, en la rapidez de percepción, etc. Estos problemas suscitaron gran interés, sobre todo, por adquirir actualidad con motivo dE1 los métodos de «lavado de cerebro» llevados a cabo en algunas naciones del mundo en sujetos mantenidos largo tiempo en confinamiento en celdas. Los re­sultados de las diversas escuelas no son nada uniformes y, por lo pronto, demuestra que la sugestión, ejercida de manera involuntaria por los in­vestigadores, desempeña en ellos un papel muy importante.

El aislamienfio como técnica de curación, 1'egla de vida y vía de perfeccionamiento

De manera inesperada, este estupendo Simposium, organizado en su clínica de Ginebra por mi buen amigo el vasco Ajuriaguerra, termina con un capítulo sobre el aislamiento como técnica curativa, como regla de vida y vía de perfección. Durante las reuniones se ha discutido si había o no que separar las «carencias de estímulos periféricos» de las «carencias de estímulos sociales». En primer lugar, se había llegado a la conclusión que la ausencia de movimientos supone también una ca­rencia de estímulos y que ambas cosas, falta de suficientes movimientos y falta o restricción de la llegada de estímulos, cosas ambas que se dan en el encarcelamiento, van estrechamente unidas, como era de esperar dada la indisoluble unión que la neurofisiologÍa moderna descubre que existe entre movimiento y percepción. En segundo término, también se había llegado a un relativo acuerdo en que la carencia de estímulos sen­sorio-motores va, en la práctica, unida necesariamente a una carencia de contactos sociales. Una vez examinados los inconvenientes y daños que resultan del aislamiento de estímulos, provengan estos del mundo o de nuestros semejantes, es el propio director del simposium, Ajuria­guerra, el que considera necesario completarlo examinando las ventajas que, tanto para el tratamiento de enfermos, como para la vida espiritual, pueda tener la soledad.

Si el organismo tiene, fisiológicamente, «hambre de estímulos», hay ciertos períodos de su vida en que necesita disminución de impactos ex­teriores. Esto es, en que tiene «hambre de soledad». El aislamiento de los enfermos mentales viene ya practicándose desde la medicina helé­nica hasta las modernas «curas de sueño». Para muahos participantes en la reunión, el empleo de los modernos fármacos contra el trastorno

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mental supone, en muchos casos, asimismo, una privación de estímulos, un aislamiento. Un jf\Jponés, Morita, contemporáneo de Freud, influido probablemente por el budismo Zen, empleó en el tratamiento de los enfermos mentales un tipo de tratamiento con separación absoluta del mundo exterior. Un método similar fue ensayado en Occidente con los niños neuróticos, por Oharny. Remito al lector curioso al excelente tra­bajo de nuestro compatriota en el Segundo Symposium de B el-A h', en el cual también se incluyen dentro de estos métodos terapéuticos las hoy tan difundidas «curas de relajación» o el «método de entrenamien­to autógeno de Schultz». A continuación, pasa Ajuriaguerra a examinar el «aislamiento como regla de vida y vía de perfección». Advierte, con prudencia: «Nos parece que estas experiencias -se refiere a la de los místicos de todos los países- de las cuales la ciencia es espectadora, no deben ser psiquiatrizadas, como ha ocurrido con ciertos autores, como Leube, ni confundidas con estados psicopato1ógicos. Sería quitarles toda su originalidad». Expone, seguidamente, la iniciación al Tao, al arte del olvido de sí mismo, tal como se practica en el budismo Zen, el aisla­miento que se· obtiene, de manera paradójica, incrementando los estí­mulos sonoros; por ejemplo, en las tribus primitivas y que, esto ya a mi modo particular de ver, hoy se practica en nuestra civilización en los sa10ncitos de baile contemporáneos donde se llega al aislamiento me­diante una música estridente y ensordecedora. Al final examina las téc­nicas de autoconcentración que sirven, de manera indirecta, al aisla­miento.

Entre estas técnicas de auto concentración que determinan aislamien­to o soledad, las diversas técnicas del yoga ocupan un lugar importante, pero también las de <<invocación del nombre», que se encuentran tanto en el sufismo como en el budismo Zen, en el tantrismo y en el hesicasma bizantino. Hesiquia quiere decir «soledad» y, como afirma Juan de Clí­maco, la soledad es un culto y un sevicio ininterrumpido a Dios.

El interés que todas estas técnicas tienen para el médico, principal­mente para el médico con orientación psicosomática, es que en ellas se trata de producir efectos en el cuerpo, acciones curativas por el ejer­cicio de actividades espirituales o anímicas, tales como la relajación o la concentración en imágenes hipnagógicas. Juan de Clímaco decía «El hesicasta es -el que aspira a circunscribir lo incorporal en una vivienda de carne». Se parte, en todos estos sistemas, del principio de que el cuerpo, generalmente de manera insensible o imperceptible, toma parte en los movimientos anímicos.

Del examen de estos sistemas de perfeccionamiento basados en la soledad y el aislamiento pasa Ajuriaguerra al estudio de las técnicas de oración y contemplación en el cristianismo occidental, subrayando la importancia que tuvieron los escritos de la escuela flamenca de Groote

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y Mombaer en los «ejercicios espirituales» de San Ignacio de Loyola. En el Abecedario de Francisco de Osuna se aconseja una escala sabia­mente graduada primero de ejercicios corporales, intelectuales después, hasta llegar al recogimiento de donde nace el amor. Una de las reglas de este arte consiste en «volverse ciego, sordo y mudo» para el uni­verso exterior. El recogimiento máximo se obtiene, no por la reflexión, sino por un sentimiento placentero y un esfuerzo de «no pensar en nada». De este «no pensar en nada» se pasa a un <<pensarlo todo», es decir, a un pensar en Dios. También en los ejercicios de San Ignacio se acon­seja oscurecer la luz, cerrar puertas y ventanas, mantener los párpados cerrados o la vista fija; en una palabra, a un aislamiento sensorial, para crear el mejor ambiente para la plegaria.

Estas técnicas de aislamiento sensorial, no es extraño, dado lo que hoy sabemos sobre las experiencias de carencia de estímulos, que vayan acompañadas de «visiones». Ahora bien, con gran probidad científica nos recuerda Ajuriaguerra que tanto Santa Teresa como, en grado mu­cho más firme y decidido, San Juan de la Cruz, desde el principio han adoptado una actitud muy crítica ante todo género de viSIOnes, a dife­rencia de lo que ocurre con otros místicos, como por ejemplo Suso, cuyas visiones parece hoy demostrado que se presentaban en estado de sueño o en estado hipnagógico, «Santa Teresa-dice Ajuriaguerra-reconoce tener visiones que no siendo naturales no son sobrenaturales y, aconse­jada por su confesor, pone en guardia a sus religiosas contra estas ilusio­nes». Es muy revelador del 'cambio en la mentalidad de los modernos hombres de ciencia, en relación con la profesada hace algunos años, la cita que hace nuestro compatriota de Lepée cuando, a propósito de Santa Teresa, dice: «No hay en la gran mística nada que con seguridad podamos llamar desorganización del yo o disolución de la personalidad». En otro trabajo mío he insistido sobre la robustez magnffica del yo de la gran Santa carmelita. Ahora bien, continúa diciendo Ajuriaguerra, si Santa Teresa se ha complacido en sus visiones, en cambio San Juan de la Cruz se ha opuesto enérgicamente a esta contribución de lo sensible. «Cuando se le lee nos damos cuenta del esfuerzo que ha desplegado para mantenerse en un cuadro dentro del cual lo natural, sobrepasándose, llega a lo sobrenatural, habiendo soslayado el paso por una imaginación sensorial que hubiera quitado su pureza a la línea directora».

Me ha parecido interesante exponer, en resumen harto conciso, estos puntos de vista de lo más valioso del pensamiento neuro-psiquiátrico con­temporáneo, en ¡primer lugar, porque traducen con claridad el cambio profundo que éste ha experimentado en relación con los fenomenos que trascienden de la ciencia y, en segundo término, por tratarse de inves-

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tigaciones pertinentes al tema, que han sido dirigidas por un investiga­dor español y que culminan en un tácito homenaje a la figura del gran carmelita.

La verdad de la noche

Volvamos ahora a nuestro santo encarcelado. Las más crueles expe­riencias actuales de privación sensorial duran tan sólo algunas semanas; a San Juan de la Cruz se le tuvo encerrado nueve meses. La privación sensorial era casi completa; llegaba incluso a practicársele, mucho antes de nuestro tiempo, un rudimentario «lavadO' de cerebro», ya que, como nos dice el P. Crisógono, ~ban frailecitos a susurrar a su puerta, que la causa que él defendía estaba perdida y a transmitir noticias que sembra­ran confusión en su ánimo. A ello hay que añadir, como en el lavado de] cerebro, los ayunos, el hambre y la flagelación, sin contar con los piojos, que también. ponían algo de su parte ya que, más afortunados que e] santo, tenían algo con que alimentarse, el sayal. Las condiciones son, pues, las óptimas para quebrar el ánimo más templado y, desde el punto de vista médico, para producir una despersonalización o una desintegra­cion del yo.

Pero, por fortuna, Juan de Yepes no es la primera vez que se enc1,len­tra en la noche de la prisión. Su vida, desde muy temprano, tiene a la Noche como compañera. Es hombre aguerrido en noches y lo poco que de su infancia sabemos nos lo demuestra. Noches pasadas al descampado, en la fría llanura de Castilla, con el estómago vacío, pero maravillosas de estrellas y de cielo inmenso, con el tibio calor del regazo de la ma­dre, que todo lo transforma. N oehe de la laguna cenagosa, de la que le quiere sacar la mano purísima de una dama. Noche del pozo en que no importa haberse caido, ya que, milagrosamente, la Santísima Virgen le ha salvado. Toda su infancia ha sido, en realidad, noohe, encuentro con los aspectos sombríos de la existencia, pero encuentro iluminadO' siempre por el amor.

Filósofos y poetas de todos los tiempos han señalado la noche como el momento de la jornada en que pueden revelarse secretos trascenden­tes del existir. Muchos descubrimientos han sido promovidos por sue­ños, como el famoso del hexágono de Kekulé, base de la química orgá­nica. Pero estimo que hay que distinguir aquí dos realidades distintas: la solución de un problema que se revela en el sueño y que, de esta forma, expresa el trabajo subterráneo del subconsciente, es una cosa. Otra, una nueva vision por decirlo aSÍ, intemporal y trascendente, una «ilumina­ción» que sobreviene, no en el sueño ni a través del soñar, es decir me-

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diante los sueños, sino en el estado que se llama, con más exactitud, de duermevela.

El pan de J ahvé, el destino que se contempla, las sublimes visiones y los sublimes conceptos, vienen «en los sueños». Pero pienso que la reali­dad que Rilke indica con más precisión ocurre en la media luz, es decir, en el medía sueño, en la duermevela. Llamo a esto, la «verdad de la noche». Algunos de mis pacientes que tomaba, de vez en cuando, dosis pequeñas de ácido lisérgico-sobre el que tantas patrañas se han divul­gado-lo hacía porque sentía que en el estado crepuscular que esto le determinaba podía tomar decisiones importantes, ya que su visión sobre el pasado y el futuro de su vida, en esta situación, experimentaba como un esclarecimiento inusitado. Era como una iluminación preñada de des­tino. En psicopatología son bien conocidas las llamadas imágenes hip­nagógicas o visiones antes del dormir, que han sido estudiadas con muo cho detenimiento por Leroy primero, después por Tournay y Rouques. Son imágenes informes o geométricas, arabescos, encajes que no produ­cen ansiedad. Naturalmente, no me refiero aquí a este fenómeno, sino a una visión intelectual, en la que el sujeto no siente angustia pero sí sobrecogedora tensión, ya que le parece asistir a la revelación de un mis­terio sobre su propia existencia, a una verdad a la que difícilmente hubie­ra llegado por el juego habitual de su razón. No se trata, pues, de la «solución de un problema diurno», por ejemplo de un poema inconcluso ° de un enigma científico que nos está ocupando, sino de una ilumina­ción sobre lo trascendente, que ocurre en la duermevela. Es a esto a 10 que llamo, «la verdad de la noche».

San Juan de la Cruz concibe gran parte del luminoso Canto Espiri­tual en la noche oscura de su cárcel. En cambio, la Noche oscura fue es­crita, a lo que parece, cuando ya está en libertad, tras su evasión que, vuelvo a repetir, nos recuerda, descrita por el P. Crisógono, la de un héroe de Stendhal, o de Stevenso. Ahora ha llegado, tras largo caminar, después del Capítulo de Almodóvar, a las lindas campiñas, a las serra­nías olorosas a jara, a cantueso, a mejorana, al aire perfumado de liber­tad, aleteante de luz, a las. colinas suaves, a los bosquecillos recogidos; en una palabra, al paisaje de la sierra del Segura. Y así como antes, en la noche lóbrega del calabozo, surgieron las estrofas cristalinas del Cán­tico; ahora, en la luz diafanísima del paisaje andaluz, aparece el recuer­do de la Noche. ¿Qué relación psicológica puede haber entre esta noche de la prisión y la Noche mística? Por de pronto, en lugar de disociar su personalidad, de quebrarla, la ha fortalecido, le ha dado luminosidad y transparencia. En el prólogo a la edición de La Lectura, MartÍnez Bur­gos recuerda, a este propósito, a Boecio que escribió De divina conso­latione en la prisión y a Silvia Pellico y sus Le mie pl'igione. Pero la cár­cel de San Juan de la Cruz fue más dura y más estrecha que ninguna, fue

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un verdadero experimento de privación sensorial; las circunstancias muy distintas, casi imposibilitaban surgiera la inspiración más mínima. Todo es milagroso. Yo recordaría más bien, a este propósito, a otro poeta, éste radicalmente diferente de San Juan de la Cruz, pero cuya obra está llena de nocturnidad y de noohes, a Gerardo Nerval. René Daumal, le ha lla­mado «el nictalope», esto es el poeta que ve en la noche. Por el contrario, San Juan de la Cruz es el poeta que ve con la noche, que utiliza la noche como un cristalino inusitado y trascendente, como uria lente poderosa para ver lo que hay más allá de la 1·ealidad.

El símbolo de la noche

La noche es un símbolo muy antiguo. SólO' recordaré algunos de los muchísimos ejemplos que se refieren a la luminosidad de la noche. Dice el Salmista: «La tiniebla no es ante ti tiniebla y la noche es lumi­nosa como el día» (S. 139, 12). Es en la noche cuando CristO' instituye el Sacramento de la Eucaristía. Pedro es iluminado en el cursO' de la noche en la que Cristo fue transfigurado (Luc 9, 29, 37), y según San Mateo «Cristo-esposo vendrá en medio de la noche y, al igual que las vírgenes sabias con sus lámparas encendidas, la Esposa dirá: «Duermo, pero mi corazón vela». Los Apóstoles serán libertados milagrosamente de su prisión en plena noche. También la noche es luminosa para San Pablo, cuyos ojos se hunden en las tinieblas, para revelarse a la luz resplandeciente de la fe (Act. 9, 3, 8, 18).

Mircea Eliade, en sus estudios comparativos de las religiones, ha indicado cómo la Noche cósmica juega, simbólicamente, un papel im­portante en las ceremonias de iniciación en forma de vientre de mons­truo, donde el neófito es, en forma figurada, sepultado. Estas ceremo­nias suponen, por lo general, un nuevo nacimiento, el nacimiento de un hombre nuevo, que ocurre tras un retorno a las tinieblas primitivas, a la noche maternal. En todas las religiones de la tierra la Noche es equipa­rada a la Gran Madre tutelar, protectora. Se retorna a la Noohe, esto es, al sueño, como a un amparo. En las creencias difundidas por las islas de la Melanesia, por Nueva Guinea, por Indonesia y por el Sudeste de Asia desempeña un papel, muy significativo el verraco de jabalí, el cual es sacrificado durante la noche, por ser la noche el momento del prin­cipio femenino, es decir, en holocausto a la Gran Madre. Pero el mismo importante papel desempeña el jabalí como animal sagrado en las mito­logías céltica y teutona, donde con frecuencia aparece un joven dios muertO' por un jabalí. Así sucedió con Odín, al que un jabalí da muerte, y con Freyr, cuya hermana, Freya, cabalga en otro jabalí, que con Sil

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resplandor va «iluminando la noche», es decir, comenta Layard, escla­reciendo el mundo psíquico.

Muchos poetas han cantado a la Noche, pero pocos han visto en ella ,su intrínseca y misteriosa luminosidad. Ya en el Libt'o de horas, el Rilke juvenil descubría en la oscuridad de la noche algo en lo que confián­dose, puede el hombre encontrar a 'Dios.

«Oscuridad de la que provengo, te amo más que a la llama». Y, en los mismos versos, tiene una intuición de eso que acabo de llamar «la verdad de la noche».

<<.Amo las oscuras ho1'as de mi set', en las que mis senUdos se vuelven más penetrantes». Pero el gran poema de Rilke sobre la noche es Die g1'Osse N acht, que podíamos traducir por la noche inmensa. «La noche grande» y también «La crecida noche», como traduce Ferreiro Alempar­te, tan entusiasta y enterado siempre, confieso que no me gusta ninguno de los dos como versión española de Die grosse Nacht. Recordemos su comienzo:

Salia estupefacto contemplarte, ante la ventana apena$ estrenada Mirando con asombro. Todavia me estaba prohibida la ciudad nueva y el paisa;e, inconvincente, se oscurecía como si yo no fuese. Ni siquiera las cosas más cercana! se esforzaban en tornarse comprensibles. Entre los faroles ascendían en angosta apretura las callejas ...

La noche inmensa forma parte del ciclo de los Poemas a la noche que, según parece, fueron escritos en París, en 1913, inmediatamente después del regreso de Rilke de España, y con mucha probabilidad, sobre boce­tos surgidos, parte en Toledo, parte en Ronda. También Ferreiro Alem­parte piensa que estos poemas están, de pies a cabeza, determinado~ por la experiencia de las noches que ha vivido Rilke en España. Se trata de algunos de los más bellos poemas a la noche que jamás se han escri­to y de los más importantes de Rilke. No deja de ser impresionante esta coincidencia, que creo hasta ahora no ha sido señalada. Volvamos ahora a un día de agosto de 1578; por los muros de un convento toledano, pen­diente de una cuerda hecha con tiras de manta, se desliza, en la noche, hacia las rocas que se precipitan verticales sobre el Tajo, un fugitivo. Lleva harapos por vestido, su rostro está macilento y su cuerpo desme­drado por el hambre. La cuerda no llega al suelo, ha de dar un salto peligrQso y poco falta para que caiga en la sima bajo sus pies. Es pre­ciso leer la descripción de la fuga por el P. Crisógono, y sus peripecias ya dentro de Toledo, hasta que encuentra un lugar relativamente seguro para organizar la huída definitiva hacia las serranías andaluzas. El eco de esta huícla resuena, años más tarde, en los versos que sirven de lema a la «Noche oscura».

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Hay trescientos afias de intervalo entre las dos noches. Las dos gran­des, inmensas noches, de dos grandiosos poetas. El paisaje es el mismo: la noche de Toledo. Los versos de Rilke, en este sentido, son bien ex­plícitos. Quien haya pasado alguna noche en Toledo, discurriendo p'or las callejas que se apretujan entre los faroles, sabe que el poeta se está refiriendo a una vivencia muy precisa. No ya la noche española, sino la noche en la ciudad que «aun le está prohibida» y desde la ventaI,la que «acaba de estrenar». Los dos, San Juan de la Cruz y Rilke piensan, desde su infancia, que la noche es luminosa. Pero aún hay más. Otro poeta, la gran figura de la mística sufi, ese prodigioso Abenarabi, cuya vida y obras han estudiado AsÍn Palacios en España y Carbin en Francia, es también un poeta y un místico de la Noohe luminosa. AJbenarabi naci6 en Murcia en 1164, viajó por todo el mundo islámico, estuvo varias veces en Andalucía, Córdoba, Sevilla,Granada. Las noches españolas eviden­temente le eran bien conocidas. Lo mismo que San Juan de la Cruz es­cribe comentarios muy extensos a su Díwan para mostrar cómo las imá­genes amorosas de sus poesías, lo mismo que la figura femenina, central y dominante, son en realidad alusiones «a los misterios espirituales, a las iluminaciones divinas, a las intuiciones trascendentes de la teosofía mís­tica ... » «Cierta noche-dice-, mientras estaba en trance de hacer los paseos circulares del rito en torno al templo de la Ka'aba y mi espíritu gozaba de paz profunda, una emoción dulcísima de la que tenía con­ciencia perfecta se apoderó de mi. .. » Cuenta cómo, de pronto, le vinie­ron al espíritu unos versos que se refieren a una figura femenina y que, apenas recitados por él en voz alta, sintió sobre su espalda el contacto de una mano más dulce que la seda. Se encontr6 en presencia de una jo­ven ... «Jamás vi mujer de rostro más bello, de hablar más suave, de co­razón más tierno, de ideas más espirituales, con las ilusiones simbólicas más sutiles ... » Gorbin demuestra que esta figura femenina es la perso­nificación de la Sabiduría, de la Sophia aetema, la cual para Abenarabi era de la «raza de Cristo», «Sabiduría erística», como él la llamaba (bikmat 'isaw'iya), esto es, una manifestacion de la Sofía o Sabiduría divina, que aparece ya en las Sagradas Escrituras, en el libro de la Sabi­duría de Salomón y en el propio Cantar de los cantares. Lo curioso es la relación en Abenarabi de esta mística aparición femenina, que no de­jan de recordarnos la dama que a Juan de Yepes le brinda la mano para sacarle de la charca fangosa, en la Noche oscura. «Envuelto en la Noche oscura-dice-por los deseos ardientes que le asaltan como flechas de rá­pido vuelo, no sabe en qué dirección volverse ... » Pero, he aquí «que ella me sonríe, a la vez que fulgura un resplandor y no se bien cuál de los dos desgarra la Noche oscura». Creo que mereda la pena hacer un estudio comparativo de esta «luminosidad de la Noche oscura» en estos tres poetas de la Noche: Abenarabi, San Juan de la Cruz y Rilke. Pro-

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bablemente parten de vivencias muy distintas, pero estas vivencias han nacido, de manera curiosa, en el mismo paisaje nocturno, el primero en 1200, el segundo en 1577, el tercero en H}lII'3. No deja de ser impresio­nante observar cómo la misma noche española, cada trescientos cincuen­ta años, se revela al corazón del poeta, casi en el mismo lugar, en forma de iluminación trascendente. Se me objetará que mientras en San Juan de la Cruz y en Abenarabi la Noche conduce a una visión mística, esto no sucede con Rilke. Pero no es cierto. 'Diez años después de Toledo, Rilke va a escribir una breve poesía que comienza así: «Noche, ¡Tu rostro disuelto en lo más profundo junto a mi propio rostro. Tu, peso desmedido de mi espantada intuición ... » Y en la cual se continúa ha­blando de la Noche como «creación inagotable ... » La «frontera mística» en la que se mueven las Noches rilkeanas pienso que es innegable.

La paternidad 1'ecuperada

Ha llegado el momento de advertir al lector que con cuanto aquí llevamos dicho, únicamente pretendo merodear, un poco al capricho y sin pretensión alguna de trascendencia, por las faldas de ese Monte o Montaña, de ese Carmelo, cuyo trabajoso ascenso es, en definitiva, lo central en la obra de San Juan de la Cruz. Estamos todavía a mil leguas de la cima, en los primeros senderos. Ahora bien, estos humildes vericue­tos son importantes, siempre que no olvidemos que guardan inmensa distancia con la cumbre. Así, volviendo a nuestro Abenarabi, hay que suscribir una sugerencia, la de AsÍn Palacios, de que tiene importancia para nosotros, españoles, el que trescientos años antes de San Juan de la Cruz hubiera también surgido sobre nuestro suelo la idea de que «la tristeza espiritual, nacida de la conciencia de la propia imperfección es más meritoria que la alegría por el disfrute de los divinos favores». La misma difusión de la doctrina de los alumbrados, aún habiendo sido rechazado por la crítica, a mi juicio con sobrada razón todo parentesco con la mística sanjuanista, ¿no es prueba, como también sugiere AsÍn Palacios, de que hay un substrato psicológico en el alma hispánica, prÜ'­picio a ciertas corrientes del sentimiento religioso? Por otra parte, la circunstancia de que alguien tan dispar del alma española como Rilke, fuera movido por el mismo paisaje que frecuentó San Juan de la Cruz, a inspiraciones poéticas sobre la luminosidad y trascendencia de la no­che, ¿no quiere decir algo que permite atisbar un secreto allá en lo más profundo de nuestra contextura espiritual, en los oscuros lugares donde ésta se fragua, en contacto con las peculiaridades de nuestra geografía, de nuestro paisaje?

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Ahora bien si, en un comienzo, la gran intuición nocturna de San Juan de la Cruz se refiere a la «confrontación de la Trascendencia de Dios con la nada de la criatura» (Yvonne Pellé-Duel), lo cierto es que estas imágenes de la Noche del alma, en sus cuatro grados: «Noche acti­va del sentido»; «noche activa del espíritu»; <moche pasiva del sentido» y <moche pasiva del espíritu», se complementan con otros símbolos as­cendentes: la «Subida», la «Montaña», la «Llama». Es natural que la mayoría de los comentaristas hayan quedado impresionados por la fuer­za de las imágenes de la «Noche oscura». Alguien ha querido ver en ella una expresión de esa enfermedad, hoy tan difundida y estudiada, la de­presión psíquica. A mi juicio con claro error, la depresión es todo menos luminosa. Se acompaña de angostamiento de los diversos campos del espíritu, de una pobreza en ideas, en fantasías, de una regresión a las estereotipias más elementales del alma. La depresión que los médicos vemos hoy con tanta frecuencia en la práctica, nada tiene que ver con la Noche oscura de San Juan de la Cruz. Es un pozo, angosto, y sin horizonte, como ese pozo en el que cayó el niño Juan de Yepes, pero sin esa tabla providencial ni esa mano que la Virgen le tendió para ayudarle a salir.

En la Introducción a San Juan de la Cruz, el P. Federico Ruiz Sal­vador nos habla de cómo los modernos teólogos de la «muerte de Dios» han recurrido a nuestro místico castellano. «El teólogo protestante de la muerte de Dios-dice Kieran Kavanaugh-siente la ausencia de Dios en el mundo de hO'y, y proclama que también él, al igual que toda teología especulativa, debe encontrar su fundamento en esa terrible noche cau­sada por la ausencia de Dios». Y, así, se preconiza que la moderna teolo­gía debería sumergirse en esa noche oscu,ra de la mística.

Uno de los estudiosos de la obra de San Juan de la Cruz, Fernando Urbina, conocedor de ella en todas sus di~ensiones: fenomenológica, existencial, teológica, me señalaba cuán interesante sería un estudio ac­tual en ella sobre ciertas experiencias límites de «vacío existencial» y de «plenitud existenciab>. De lo primerO' hay análisis muy certeros en la noche pasiva del espíritu, cap. 5-8; de lo segundo, en el Cántico (cancio­nes 13-14 y 35-39). Casi todo elli:bro de la Llama es, en realidad, una maravillosa exposición de la «plenitud existencial». Desde el punto de vista psicO'lógico y educativo, sugiere también Fernando Urbina la im­portancia que tiene el curioso análisis que hace el Santo en «Noche pasiva del espíritu» sobre los «apetitos o concupiscencias espirituales». En los capítulos 1-7 de dichO' libro habla de la soberbia, de la avaricia, de la gula, de la lujuria espiritual, y cómo ciertas formas de estos ins­tintos, una vez desintegrados y alienados, reaparecen de pronto como voluntad de poder, de dominio, de destrucción del Otro, del prójimo, aunque en apariencia «mortificadas y purificadas». Y esto en personas

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que todos consideran y a sí mismos se estiman muy espirituales y santas. El disfraz sutil que estas pasiones adoptan en ciertos altos niveles de la vida espiritual, nos muestra un San Juan de la Cruz con una rica expe­riencia del alma humana y, además, con un sentido común muy poco frecuente. Recordemos aquella pintoresca anécdota en que le llevan una monja más de las muchísimas que le aportan para que expulse de ella los demonios. En la España de San Juan de la Cruz, lo mismo que en la Francia de Charcot, muchas mujeres buscaban salida a la injusticia social' en crisis histéricas que, sobre todo en el siglo xv se disfrazaba de vocaciones religiosas. Una vez examinada la monja en una conversación, nuestro Santo tranquiliza a las monjas. La examinada-dice-no tiene ningún demonio en el cuerpo; simplemente, «€s tonta».

El mundo que abre al médico y al antropólogo la obra de San Juan de la Cruz es inmenso y forzoso es acotarlo. No obstante, séame permi­tido señalar algo que juzgo de gran interés. La vivencia de la lumino­sidad de la «Noche oscura del alma» ya vimos tiene cierto paralelismo con las vivencias del poeta Rilke y del. poeta y místico sufí Atbenarabi. Ahora bien, en este, la doctrina evoluciona hacia una exaltación de] Eterno Femenino o de lo Femenino-creador como epifanía de la divina Belleza en la que culmina su devoción a la Sophia, esto es la Sabiduría eterna. De tal manera que nuestro místico sufí, y digo nuestro pues al fin y al cabo en Murcia ha nacido, aunque pertenezca al mundo islámico, acaba por utilizar una serie de circunstancias gramaticales y lexicográfi­cas para demostrar su punto de vista, con una filología un poco personal, a la manera que hace en nuestros días Heidegger. De esta suerte, apro­vecha un cambio de género en un texto del Profeta, que pone femenino donde la gramática debiera poner masculino, para llegar a demostrar que, en árabe, todos los términos que se refieren a la causa son siempre femeninos. Por tanto, el Profeta, con su error, ha querido sugerir que el origen y fuente de todo es lo Femenino. Así, por ejemplo, la palabra que designa el origen y fuente de una cosa es, en árabe, Omm que quie­re decir madre, lo cual aludiría a una realidad metafísica superior.

Lo admirable en San Juan de la Cruz es la fuerza y naturalidad con que, en su obra y en su vida, va sorteando todos estos obstáculos. Niño sin padre, ya hemos visto que ha tenido que construirse uno, interior, que hacerse una, por decirlo así, interna paternidad. E'stá constantemen­te en contacto con el mundo femenino; las imágenes del Cántico están llenas de símbolos eróticos y sensuales, su relación con una personalidad femenina tan poderosa como Santa Teresa, es estrechísima. Pero su línea es siempre ascendente; siempre subida, caminar áspero, sendero dificul­toso. El famoso dibujo de la montaña es bien significativo. Su idea de la divinidad va, desde su raíz, dirigida al Padre; es, por decirlo así, mascu­lina, no femenina. Su lenguaje es poético, ciertamente tiernísimo, pero en

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ningún momento este hombre de la «ternura viril» deja de afirmarse en esa voluntad ascendente, en ese camino ascético hacia lo superior que, desde el punto de vista psicológico, tiene su raíz en el munde patriarcal. La oposición que, modernamente, alguien ha querido ver entre Teilhard de Chardin y San Juan de la Cruz, a la que se refiere en su libro el P. Ruiz Salvador, donde a mi juicio se pondría más de manifiesto no es en la repulsa del primero a todo lo que sea negación de la vida, sino también en esa concepcion por el jesuita francés del «Eterno femenino», tal como recientemente lo ha expuesto en un interesante libro el P. H. De Lubac, concepto en realidad muy distinto del de Abenarabi, pero no en línea demasiado lejana de la del místico sufí.

Teilhard y San Juan de la Cruz

Muy lejos nos iba a llevar un paralelismo entre este «místico moder­no» que es el P. Teilhard de Chardin y San Juan de la Cruz, hombre del Renacimiento, con perspectivas todavía medievales, con una visión del mundo aristotélica, aunque con un vislumbre sorprendente de moderni­dad. En Teilhard se manifiesta con toda riqueza la conciencia que el hombre de hoy tiene de sí mismo como «hombre colectivo», como ser en medio de otros, Íntimamente vinculado a todos los demás y, al mismo tiempo, con sentido tan nuestro, tan de nuestro tiempo, de ser el hom­bre etapa, esalbón, en una evolución que marcha hacia arriba, en direc­ción ascendente. Algunos pensadores actuales, los neo-marxistas, sitúan este punto de mira que gobierna la corriente ascendente en una incierta esperanza en los prodigios del progreso científico; Teilhard, con su «pun­to Omega», lo pone en Cristo. Hay tres coincidencias profundísimas en­tre San Juan de la Cruz y Teilhard de Chardin: en primer lugar, en el descubrimiento del misterio de Cristo, con la diferente mentalidad de dos grandes inteligencias, separadas por tres siglos de distancia. En se­gundo lugar, su insistencia en el «camino ascendente», en que el hombre, en su entraña biológica y en su entraña espiritual, es «caminO' hacia arri­ba» tanto en la evolución de las especies, de donde surge, como en la evolución de su alma. En tercer término, el énfasis que los dos, San Juan y Teilhard, ponen en el fenómeno amoroso como clave no sólo de la existencia humana sino del Ser del mundo.

También hay entre ambos diferencias muy fundamentales. La nega­ción del Mundo que parece preconizar San Juan, se contrapone a la afir­mación del mundo y de sus problemas, sociales, psicológicos, económicos, científicos, que constituye la entraña del pensamiento teilhardiano y que, en cierto modo, bajo su influencia, ha inspirado no pocas directrices sur­gidas del II Concilio Vaticano. Un parangón entre ambos espíritus, el

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de San Juan de la Cruz, quizá la mente más poderosa del pensamiento español, y el evolucionista francés, nos conduciría por caminos muy com­plejos y es inagotable. Mas es forzoso que pongamos punto final.

La idea del hombre en San Juan de la Cruz

Todo a lo largo de la obra sanjuanista llama la atención la estrecha unidad que en ella se establece entre lo anímico y lo corporal. El místico vive alma y cuerpo como una experiencia unitaria; estamos muy lejos de lo que va a ser dicotomía cartesiana, de esa escisión del hombre en dos instancias contrapuestas y muchas veces enemigas: lo corporal y lo psíquico. Para San Juan, los sentidos corporales: ver, oír, oler, gustar y tocar son las fuentes de donde nacen «las espirituales representaciones y objetos sobrenaturales» (Subida, L. I1, cap. 11, 1); acepta sin alarma «el gusto que tiene el natural en las cosas espirituales» (Noche, Libro 1, capítulo 4, 2); conoce perfectamente lo que hoy llamaríamos la repercu­sión psicosomática de los conflictos psicológicos. Por ejemplo, cuando afirma (Noohe; libro I1, cap. 1, 2) que «a causa de esta comunicación espiritual que se hace en la parte sensitiva, padecen en ella muohas de­bilitaciones y detrimentos y flaquezas de estomago, y en el espíritu, con­siguientemente, fatigas, porque, como dice el Sabio, el cuerpo que se cOI'1'ompe agrava e'l alma (Sap. 9, 15)>>. Sabe, muy bien, que «de aquí vienen los arrobamientos y traspasos y descoyuntamientos de huesos ... » (Ibid.). Pero donde se muestra como genial anticipo del pensamiento psicosomático más moderno es en este otro párrafo de la Noche oscul/'a:

« ..• De donde la noche que habemos dIcho del sentido más se puede 11 debe llamar cierta reformación y enfrentamiento del apetito, que pur­gación; la causa es p01'que todas las imperfecciones y desórdenes de la parte sensitiva tienen su fuerza y raíz en el espíritu, donde se su;etan todos los hábitos buenos y malos y ansi, hasta que estos se purgan, 108

rebeliones U siniestros del sentido no se pueden bien purga!' ... »

Vuelve a insistir sobre esta unidad en el Cántico espiritual:

« ... y la causa es p01'que seme;antes mercedes no se pueden recibir muy en carne, porque el espíritu es levantado a comunicarse con el Es­píritu divino que viene a el alma, 1/ así por fuerza ha de desamparar de alguna manera la carne; !J de aquí es que ha de padecer la carne y, por consiguiente, el alma en la carne, por la unidad que tienen ...

La unidad del espíritu y de la carne no es profesada por San Juan de la Cruz como una teoría, sino que es vivida en profundísima experien­cia mística. Pasa de hablarnos de cómo las «llagas del espíritu» pueden traducirse a «llaga del cuerpo» (Llama, canción 2, núm. 13) y nos expli-

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ca que, « ... de este bien del alma a veces redunda en el cuerpo la unción del Espíritu Santo y goza toda la sustancia sensitiva, todos los miembros y huesos y médulas, no tan remisamente como comúnmente suele acaecer, Si1W con sentimiento de grande deleite y gloria, que se siente hasta los últimos artejos de pies y manos ... ».

Pienso, no obstante, que la verdadera unidad cuerpo-alma, sentida por San Juan a la vez como vivencia humanÍsima y como vivencia tras­cendente, donde mejor se expresa en su obra, es en los «símbolos», esto es, en su poesía. Aquí es, donde, a mi juicio, está, asimismo, su mayor modernidad. Ya que uno de los rasgos más característicos de lo más egregio del pensamiento contemporáneo, por ejemplo en Heidegger, es su recurso a la. poesía, al análisis del fenómeno poético, cuando en las simas y en las cimas de la reflexión parece que ya no se puede ir más allá. Ese recio pensador que fue San Juan de la Cruz se anticipó a todo ello. En lugar de concluir sus reflexiones con la poesía, con esa transpa­rencia. expresiva que sólo se logra con el lenguaje poético, es con ella con lo que empieza. Ahora bien, como con gran penetración me hace notar Fernando Urbina, es precisamente en el símbolo poético donde se establece, profundísimamente, la unidad de lo corporal y de lo espiri­tual. ¡Con qué maravillosa soltura, con qué garbo majestuoso, maneja San Juan de la Cruz los símbolos más profundos! El de la Montaña, el de la Noche, tanto la negativa, la oscura, como la positiva,la noche pas~ cual, las nupcias, anticipándose a Jung en la intuición profunda de la «conjunctio», la llama, como fuego sagrado, pero también como zarza ar­diente, donde a Moisés se le expresa lo inexpresable, aquello que luego, en la gran ópera de Schoenberg, «Moisés y Aarón», él, Moisés, no va a ser capaz de transmitir a su pueblo ...

Un filósofo contemporáneo, Pablo Ricoeur, ha hecho un análisis muy sutil de los símbolos, en el que ahora no puedo entretenerme: «Hay sím­bolo-dice-siempre que el lenguaje produce signos de grado compuesto en los cuales el sentido, no contento de expresar algo, designa otro senti­do que sólo de esta forma puede alcanzarse». E1 símbolo tiene siempre doble sentido y es este doble sentido, al ser lanzada nueslra mirada hacia un sentido segundo por el sentido primero, lo que pone en marcha la inteligencia. Añade Ricoeur: «Siempre que un hombre sueña, profetiza o hace poesía, hay otro hombre que se levanta para interpretarle». Pues bien, en San Juan de la Cruz, es el mismo hombre quien sueña, hace poesía y se interpreta. Valdría la pena de analizar, más despacio, esta prodigiosa circunstancia que se da en el alba del pensamiento español. Una mente poderosa, con un sentido increíble de la realidad de las cosas, hombre ante todo de lo real, de lo real de todos los días y de lo real trascendente, escribe unos poemas llenos de sosiego, incrustados de sím­bolos a la vez densos y cristalinos. E, inmediatamente, el mismo se pone

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a interpretar. Heidegger, interpretando a Rilke, a HOlderlin, a Trakl, es uno de los más fascinantes espectáculos intelectuales del siglo xx. San Juan de la Cruz, haciéndose a sí mismo la interpretación de su poesía, es un gigante del pensamiento del siglo XVI. ¿No es ahí, en ese misterioso encuentro del pensar poético y del pensar filosófico, donde está lo más enigmático y lo más grandioso de su idea del hombre?

En la intuición sanjuanista de la noche oscura, en la cual el hombre, antes de verse elevado hasta la divinidad en la unión de amor, llega a las fronteras del vacío, del no ser y de la muerte, en esta intuición de San Juan de la Cruz, dice Fernando Urbina se esconde una verdad im­portante; no se puede llegar a Dios sino a través de la muerte. Pero, en otro lugar, afirma también: «La idea directriz de la obra del Santo es la unión de amor». El sistema de San Juan de la Cruz es el movimiento del alma mística. Pero la fuerza que produce este movimiento es el amor. .. » En esto, san Juan se difereeneia de otros místicos, demasido sumergidos en su mismidad, en su monólogo. El desarrollo dialéctico de la maduración del espíritu en San Juan de la Cruz es un movimiento dialogal (Urbina), es un proceso de profundización en un encuentro con el otro, con el prójimo ... ».

Hay momentos, debemos reconocerlo, en que leyendo a San Juan de la Cruz aterra la distancia en que se mueve su misticismo. Nos senti­mos infinitamente alejados de su sueño; éste llega a parecernos casi inhumano en su terrible exigencia. Terrible, ésta es la palabra que em­plea Aranguren en su introducción explicativa al pensamiento de San Juan de la Cruz. Pero no hemos de olvidar esa ternura «viril» que empa­pa hondísimamente, no sólo la poesía, sino la misma prosa del Santo, hasta en los momentos en que se pierde y empobrece en consideraciones y concepciones demasiado escolásticas. Al fin y al cabo, esta obra, que es «movimiento dialogal» en Cristo tenía, en la vida cotidiana, tarnbién un reflejo dialogal: el que el Santo llevaba con Teresa de Ahumada. y del cual es buena muestra esa estupenda anécdota que recuerda el P. Ruiz Salvador en su obra. Cuando habiendo Santa Teresa propue.3to a varias personas que le interpretasen la frase «Búscate en mí» que ella había oído en una revelación y después de escuchar la opinión demasia­do severa de San Juan de la Cruz, la Santa replica con burla y donaire: «Caro costaría si no pudiésemos buscar a [)ios sino cuando estuviésemos muertos al mundo. No lo estaba la Magdalena, ni la Samaritana, ni la Cananea cuando lo hallaron ... » En el castellano más diáfano y a la vez más reció que jamás se ha escrito, dos almas españolas dialogan. En el fondo, dialogan sobre el amor, sobre los caminos que a él conducen, ca­minos concebidos a una manera muy española, ásperos, duros, pero lle­nos de delicia escondida.

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-- Son dos campesinos, un hombre y una mujer de la tierra de España. El, enjuto, con el sayal raído, pobre siempre; ella, una mujer de Castilla. Su habla, es el habla del hombre del pueblo sencillo, hondo, sin retóri­cas. Estas vendrán después, proliferarán como selva espesa, con sus flo­res de trapo, vanidosas, vacías, por estos nuestros mundos y por los mun­dos que también hablan de nuestra lengua, al otro lado de los mares. En formas ampulosas, huecas, artificiales, falsas de toda falsedad. ¡Qué misterio es éste! Los dos carmelitas, del sobrio y recio buen decir, frente a la hojarasca inmensa que ha parasitado y parasita nuestra lengua. Cruza los tiempos de España este enigma. Todav1a no estamos prepara­dos, no somos lo bastante sencillos, lo bastante sensibles, para intentar comprenderlo ...

JUAN ROF CARBALLO Madrid