el hombre invisible

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V. EL HOMBRE INVISIBLE V. EL HOMBRE INVISIBLE V. EL HOMBRE INVISIBLE V. EL HOMBRE INVISIBLE V. EL HOMBRE INVISIBLE En la fresca penumbra azul, una confitería de Camden Town, en la esquina de dos empinadas calles, brillaba como brilla la punta del cigarro encendido. Como la punta de un castillo de fuegos artificiales, mejor di- cho, porque la iluminación era de muchos colores y de cierta complejidad, quebrada por variedad de es- pejos y reflejada en multitud de pastelillos y confitu- ras doradas y de vivos tonos. Los chicos de la calle pegaban la nariz al escaparate de fuego, donde había unos bombones de chocolate. Y la gigantesca tarta de boda que aparecía en el centro era blanca, remota, edificante, como un Polo Norte digno de ser engullido. Era natural que este arco iris de tentaciones atrajera a toda la gente menuda de la vecindad que andaba en- tre los diez y los doce años. Pero aquel ángulo de la calle ejercía también una atracción especial sobre gen- te algo más crecida; en efecto: un joven de hasta vein- ticuatro años al parecer estaba también extasiado ante el escaparate. También para él la confitería ejercía un singular encanto; pero encanto que no provenía pre- cisamente del chocolate, aunque nuestro joven esta- ba lejos de mirar con indiferencia esta golosina.

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V. EL HOMBRE INVISIBLEV. EL HOMBRE INVISIBLEV. EL HOMBRE INVISIBLEV. EL HOMBRE INVISIBLEV. EL HOMBRE INVISIBLE

En la fresca penumbra azul, una confitería de CamdenTown, en la esquina de dos empinadas calles, brillabacomo brilla la punta del cigarro encendido. Como lapunta de un castillo de fuegos artificiales, mejor di-cho, porque la iluminación era de muchos colores yde cierta complejidad, quebrada por variedad de es-pejos y reflejada en multitud de pastelillos y confitu-ras doradas y de vivos tonos. Los chicos de la callepegaban la nariz al escaparate de fuego, donde habíaunos bombones de chocolate. Y la gigantesca tarta deboda que aparecía en el centro era blanca, remota,edificante, como un Polo Norte digno de ser engullido.Era natural que este arco iris de tentaciones atrajera atoda la gente menuda de la vecindad que andaba en-tre los diez y los doce años. Pero aquel ángulo de lacalle ejercía también una atracción especial sobre gen-te algo más crecida; en efecto: un joven de hasta vein-ticuatro años al parecer estaba también extasiado anteel escaparate. También para él la confitería ejercía unsingular encanto; pero encanto que no provenía pre-cisamente del chocolate, aunque nuestro joven esta-ba lejos de mirar con indiferencia esta golosina.

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Era un hombre alto, corpulento, de cabellos roji-zos, de cara audaz y de modales un tanto descuida-dos. Llevaba bajo el brazo una abultada cartera gris, yen ella dibujos en blanco y negro, que venía vendien-do con éxito vario a los editores desde el día en quesu señor tío —un almirante— le había desheredadopor razón de sus ideas socialistas, tras una conferen-cia pública que dio el joven contra las teorías econó-micas recibidas. Llamábase John Turnbull Angus.

Se decidió a entrar, atravesó la confitería y se diri-gió al cuarto interior —especie de fonda y, pastele-ría— y al pasar saludó, descubriéndose un poco, a ladamita que atendía al público. Era ésta una mucha-cha elegante, vivaz, vestida de negro, morena, de lin-dos colores y de ojos negros. Tras el intervalo habi-tual, la muchacha siguió al joven al cuarto interiorpara ver qué deseaba.

Él deseaba algo muy común y corriente:—Haga el favor de darme —dijo con precisión—

un bollo de a medio penique y una tacita de café solo.Y antes de que la muchacha se volviera a otra par-

te, añadió:—Y también quiero que se case usted conmigo.La damita contestó, muy altiva:—Ése es un género de burlas que yo no consiento.El rubio joven levantó con inesperada gravedad

sus ojos grises, y dijo:—Real y verdaderamente, es en serio, tan en serio

como el bollo de a medio penique; y tan costoso comoel bollo: se paga por ello. Y tan indigesto como el bo-llo: hace daño.

La joven morena, que no había apartado de él losojos, parecía estarle estudiando con trágica minucio-

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sidad. Al acabar su examen, había en su rostro comouna sombra de sonrisa; se sentó en una silla.

—¿No cree usted —observó Angus con aire dis-traído— que es una crueldad comerse estos bollos dea medio penique? ¡Todavía pueden llegar a bollos dea penique! Yo abandonaré estos brutales deportes encuanto nos casemos.

La damita morena se levantó y se dirigió a la ven-tana, con evidentes señales de preocupación, pero nodisgustada. Cuando al fin volvió la cara con aire re-suelto, se quedó desconcertada al ver que el jovenestaba poniendo sobre su mesa multitud de objetos ygolosinas que había en el escaparate: toda una pirá-mide de bombones de todos colores, varios platos debocadillos y los dos frascos de ese misterioso oportoy ese misterioso jerez que sólo sirven en las pastele-rías. Y en medio de todo ello había colocado el enor-me bulto de aquella tarta espolvoreada de azúcar, queera el principal ornamento del escaparate.

—Pero, ¿qué hace usted?—Mi deber, querida Laure —comenzó él.—¡Oh, por Dios! Pare, pare: no me hable usted así.

¿Qué significa todo esto?—Un banquete ceremonial, Miss Hope.—¿Y eso? —dijo ella, impaciente, señalando la

montaña de azúcar.—Eso es la tarta de bodas, señorita Angus —contes-

tó el joven.La muchacha le arrebató la tarta y la volvió a su

sitio de honor; después volvió adonde estaba el jo-ven, y, poniendo sobre la mesita sus elegantes codos,se quedó mirándolo cara a cara, aunque no con airedesfavorable, sí con evidente inquietud.

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—Y ¿no me da usted tiempo de pensarlo? —pre-guntó.

—No soy tan tonto —contestó él—. ¡Tanta es mihumildad cristiana!

Ella seguía contemplándole; pero ahora, tras lamáscara de su sonrisa, había una creciente gravedad.

—Mr. Angus —dijo con firmeza—; basta de niñe-rías: no pase un minuto más sin que usted me oiga.Tengo que decirle algo de mí misma.

—¡Encantado! —replicó Angus gravemente— y yaque está usted en ello, también debería usted decir-me algo sobre mí mismo.

—Ea, calle usted un poco y escuche. No es nada deque tenga yo que avergonzarme ni entristecerme si-quiera. Pero, ¿qué diría usted si supiera que es algoque, sin ser cosa mía, es mi pesadilla constante?

—En tal caso —dijo seriamente el joven—, yo leaconsejo a usted que traiga otra vez la tarta de boda.

—Bueno, ante todo, escuche usted mi historia —insistió Laure—. Y, para empezar, le diré que mi pa-dre era propietario de la posada «El Pez Rojo», enLudbury, y era yo quien servía en el bar a la parro-quia.

—Ya decía yo —interrumpió él— que había no séqué aire cristiano en esta confitería.

—Ludbury es un triste soñoliento agujero de loscondados del Este, y la única gente que aparecía por«El Pez Rojo» era, amén de uno que otro viajante, delo más abominable que usted haya visto, aunque us-ted no ha visto eso jamás. Quiero decir que eran unosharaganes, bastante acomodados para no tener queganarse la vida, y sin más quehacer que pasarse el díaen las tabernas y en apuestas de caballos, mal vesti-dos, aunque harto bien para lo que eran. Pero aun

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estos jóvenes pervertidos aparecían poco por casa,salvo un par de ellos que eran habituales, en todoslos sentidos de la palabra. Vivían de su dinero y eranociosos hasta decir basta, y excesivos en el vestir. Contodo, me inspiraban alguna lástima, porque se me fi-guraba que sólo frecuentaban nuestro desierto esta-blecimiento a causa de cierta deformidad que cadauno de ellos padecía; esas leves deformidades quehacen reír precisamente a los burlones. Más que ver-dadera deformidad, se trataba de una rareza. Uno deellos era de muy baja estatura, casi enano, o por lomenos parecía «jockey», aunque no en la cara y lo demás; tenía una cabezota negra y una barba negra muycuidada, ojos brillantes, de pájaro; siempre andabahaciendo sonar las monedas en el bolsillo; usaba unagran cadena de oro, y siempre se presentaba tan ata-viado a lo gentleman, que claro se veía que no lo era.Aunque ocioso, no era un tonto; hasta tenía un talen-to singular para todas las cosas inútiles; improvisabajuegos de manos, hacía arder quince cerillas a un tiem-po como un castillo de artificio, cortaba un plátano ouna cosa así en forma de bailarina... Se llamaba IsidoreSmythe. Todavía me parece verle, con su carita tri-gueña, acercarse al mostrador y formar con cinco ci-garrillos la figura de un canguro.

El otro era más callado y menos notable, pero mealarmaba más que el pequeño Smythe. Era muy alto yligero, de cabellos claros, nariz aguileña, y tenía cier-ta belleza, aunque una belleza espectral, y un bizqueode lo más espantoso que pueda darse. Cuando mira-ba de frente, no sabía uno dónde estaba uno mismo oqué era lo que él miraba. Yo creo que este defecto leamargaba un poco la vida al pobre hombre; porque,en tanto que Smythe siempre andaba luciendo sus

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habilidades de mono, James Welkin (que así se llama-ba el bizco) nunca hacía más que empinar el codo enel bar y pasear a grandes trancos por los cenicientosllanos del contorno. Pero creo que también a Smythele dolía sentirse tan pequeñín, aunque lo llevaba conmayor gracia. Así fue que me quedé verdaderamenteperpleja y del todo desconcertada y tristísima cuan-do ambos; en la misma semana, me propusieron ca-sarse conmigo.

El caso es que cometí tal vez una torpeza; al me-nos, eso me ha parecido a veces. Después de todo,aquellos monstruos eran mis amigos, y yo no queríapor nada del mundo que se figurasen que los rehusa-ba por la verdadera razón del caso: su imposible feal-dad. De modo que inventé un pretexto, y dije que mehabía prometido no casarme sino con un hombre quese hubiera abierto por sí mismo su camino en la vida,que para mí era cuestión de principios el no despo-sarme con un hombre cuyo dinero procediera, comoel de ellos, del beneficio de la herencia. Y a los dosdías de haber expuesto yo mis bien intencionadas ra-zones comenzó el conflicto. Lo primero que supe fueque ambos se habían ido a buscar fortuna, como en elmás cándido cuento de hadas.

Desde entonces no he vuelto a ver a ninguno deellos. Pero he recibido dos cartas del hombrecillo lla-mado Smythe, y realmente son inquietantes.

—Y del otro, ¿no ha sabido usted más? —pregun-tó Angus.

—No; nunca me ha escrito —dijo la muchacha des-pués de dudar un instante—. La primera carta deSmythe decía simplemente que había salido, en com-pañía de Welkin con rumbo a Londres; pero, comoWelkin es tan buen andarín, el hombrecillo se quedó

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atrás y tuvo que detenerse a descansar al lado delcamino. Le recogió una compañía de saltimbanquisque casualmente pasaba por allí; y en parte porque elpobre hombre era casi un enano, y en parte por susmuchas habilidades, se arregló con ellos para traba-jar en la próxima feria, y le destinaron para hacer nosé qué suertes en el Acuario. Esto decía en su primeracarta. En la segunda había ya más motivo de alarma.La recibí hace apenas una semana.

El llamado Angus apuró su taza de café y dirigió asu amiga una mirada cariñosa y paciente. Ella, al con-tinuar, torció un poco la boca, como esbozando unasonrisa:

—Supongo que en los anuncios habrá usted leídolo del «Servicio silencioso de Smythe», o será usted laúnica persona que no lo haya leído.

Por mi parte, no estoy muy enterada; sólo sé quese trata de la invención de algún mecanismo de relo-jería para hacer mecánicamente todo el trabajo de lacasa. Ya conoce usted el estilo de esos reclamos: «Opri-me usted un botón, y ya tiene a sus órdenes un ma-yordomo que nunca se emborracha». «Da usted vuel-ta a una manivela, y eso equivale a una docena decriadas que nunca pierden el tiempo en coqueteos,etc.». Ya habrá usted visto los anuncios. Bueno: lasdichosas máquinas, sean lo que fueren, están produ-ciendo montones de dinero, y lo están produciendopara los purísimos bolsillos del mismísimo duendecon quien trabé conocimiento en Ludbury. No puedomenos de celebrar que el triste sujeto tenga éxito;pero el caso es que me aterra la idea de que, en todomomento, puede presentárseme aquí y decirme queya ha logrado abrirse un camino, como es la verdad.

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—¿Y el otro? —preguntó Angus con cierta obsti-nada inquietud.

Laure Hope se puso en pie de un salto.—Amigo mío —dijo—, usted es un brujo. Sí, tiene

usted razón, usted es un brujo. Del otro no he llegadoa recibir una sola línea. Y no tengo la menor idea de loque será de él, o dónde habrá ido a parar. Pero es deél de quien tengo más miedo; es él quien se atraviesaen mi camino; él quien me ha vuelto ya medio loca.No, lo cierto es que ya me tiene loca del todo; porquefigúrese usted que me parece encontrármelo dondeestoy segura de que no puede estar, y creo oírle ha-blar donde es de todo punto imposible que él estéhablando

—Bueno, querida amiga —dijo alegremente el jo-ven—, aun cuando sea el mismo Satanás, desde elmomento en que usted le ha contado a alguien el caso,su poder se disipa. Lo que más enloquece, criatura, esestarse devanando los sesos a solas. Pero, dígame¿dónde y cuándo le ha parecido a usted ver u oír a sufamoso bizco?

—Sepa usted que he oído reírse a James Welkintan claramente como le oigo hablar a usted—dijo lamuchacha con firmeza—. ¡Y no había un alma! Por-que yo estaba allí, afuera, en la esquina, y podía ver ala vez las dos calles. Además, y aunque su risa era tanextraña como su bizqueo, ya se me había olvidado surisa. Y hacía como un año que ni siquiera pensaba enél. Y lo curioso es que la primera carta de su rival(verdad absoluta) me llegó un instante después.

—Y ¿alguna vez ha hablado el espectro, o chilladoo hecho alguna cosa? —preguntó Angus con interés.

Laure se estremeció, y después dijo tranquila-mente:

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—Sí. Precisamente cuando acabé de leer la segun-da carta de Isidore Smythe, en que me anunciaba suéxito, en ese mismo instante oí a Welkin decir: «Contodo, no será él quien se la gane a usted». Tan clarocomo si hubiera hablado aquí dentro de la habitación.Es horrible: yo debo de estar loca.

—Si usted estuviera loca realmente —contestó eljoven—, creería usted estar cuerda. Pero, en todo caso,la historia de este caballero invisible me resulta untanto extravagante. Dos cabezas valen más que una(y ahorrémonos alusiones a los demás órganos) y así,si usted me permite que, en categoría de hombre ro-busto y práctico, vuelva a traer la tarta de boda queestá en el escaparate...

Pero al decir esto se oyó en la calle un chirridometálico, y un motorcito, que traía una velocidad dia-bólica, llegó disparado hasta la puerta de la pastele-ría, y paró. Casi al mismo tiempo, un hombrecito conun deslumbrante sombrero de copa saltó del motor yentró con ruidosa impaciencia.

Angus, que hasta aquí había conservado una fácilhilaridad, por razón de higiene interior, desahogó lainquietud de su alma saliendo a grandes pasos haciala otra sala, al encuentro del recién venido. La sospe-cha del enamorado joven quedó confirmada a prime-ra vista. Aquel sujeto elegante, pero diminuto, con labarbilla negra, insolentemente erguida, los ojos viva-ces y penetrantes, los dedos finos y nerviosos, no podíaser otro que el hombre a quien acababan de descri-birle: Isidore Smythe, en suma, el hombre que hacíamuñecos con cáscara de plátano y cajas de fósforos;Isidore Smythe, el hombre que hacía millones conmayordomos metálicos que no se embriagan y cria-das metálicas que no coquetean. Por un instante, los

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dos hombres, comprendiendo instintivamente el airede posesión con que cada uno de ellos estaba en aquelsitio, permanecieron contemplándose con esa gene-rosidad fría y extraña que es la esencia de la rivali-dad.

Pero Mr. Smythe, sin hacer la menor alusión a losmotivos de antagonismo que podía haber entre am-bos, dijo sencillamente, en una explosión:

—¿Ha visto, Miss Hope, lo que hay en el escapa-rate?

—¿En el escaparate? —preguntó Angus asombrado.—No hay tiempo de entrar en explicaciones —dijo

con presteza el pequeño millonario—. Aquí sucedealgo extraño, y hay que proceder a averiguarlo.

Señaló con su pulida caña al escaparate reciente-mente saqueado por los preparativos nupciales de Mr.Angus, y éste pudo ver con asombro una larga tira depapel de sellos postales pegada en la vidriera, quecon toda certeza no estaba allí cuando él estuvo aso-mado al escaparate, minutos antes. Siguiendo al enér-gico Smythe a la calle, vio que una tira de papel engo-mado, como de un metro, había sido cuidadosamen-te pegada a la vidriera, y que en el papel se leía, concaracteres irregulares: Si se casa usted con Smythe,Smythe morirá.

—Laure —dijo Angus, asomando al interior de latienda su careta roja—. No está usted loca, no.

—Es la letra de ese tal Welkin —dijo Smythe conaspereza—. Hace años que no le veo, pero no por esoha dejado de molestarme. En sólo estos quince díascinco veces me ha estado echando cartas amenaza-doras, sin que sepa yo quién las trae, como no seaWelkin en persona. El portero jura que no ha visto aninguna persona sospechosa; y aquí ha estado pegan-

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do esa tira de papel en un escaparate público, mien-tras que la gente de la confitería...

—Exactamente —concluyó Angus con modestia—,mientras que la gente de la confitería se entretiene entomar el té. Pues bien, señor mío, permítame decla-rarle que admiro su buen sentido en atacar tan direc-tamente lo único que por ahora importaba. De lo de-más, ya tendremos tiempo de hablar. Nuestro hom-bre no puede estar muy lejos, porque le aseguro austed que no había papel alguno hace unos diez oquince minutos, cuando me acerqué por última vezal escaparate. Por otra parte, tampoco es fácil darlecaza, puesto que ignoramos el rumbo que habrá to-mado. Si usted, Mr. Smythe, quisiera seguir mi conse-jo, pondría ahora mismo el asunto en manos de uninvestigador experto, y mejor de un investigador pri-vado, que no de persona perteneciente a la policíapública. Yo conozco a un hombre inteligentísimo, queestá establecido a cinco minutos de aquí, yendo en elauto de usted. Su nombre es Flambeau, y aunque sujuventud fue algo tormentosa, ahora es un hombrehonrado a carta cabal, y tiene un cerebro que valeoro. Vive en la casa Lucknow, que está por Hamps-tead.

—¡Qué coincidencia! —dijo el hombrecillo fruncien-do el ceño—. Yo vivo en la casa Himalaya, al volver laesquina. Supongo que usted no tendrá inconvenienteen venir conmigo. Así, mientras yo subo a mi cuartopor los extravagantes documentos de Welkin, ustedpuede ir a llamar a su amigo el detective.

—Es usted muy amable —dijo Angus cortésmen-te—. Bueno; cuanto antes, mejor.

Y ambos, con improvisada buena fe, se despidie-ron de la dama con la misma circunspección formal,

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y subieron al ruidoso y pequeño auto. Mientras Smythemovía palancas y hacía doblar la esquina al vehículo,Angus se divertía en ver un gigantesco cartelón del«Servicio Silencioso de Smythe», donde estaba pinta-do un enorme muñeco de hierro sin cabeza, llevandouna cacerola, con un letrero que decía: Un cocineroque nunca refunfuña.

—Yo mismo los empleo en mi piso —dijo el hom-brín de la barba negra, riendo—. En parte por anun-cio, y en parte por comodidad. Y, hablando en plata,crea usted que esos muñecones de relojería le traen auno el carbón o le sirven el vino con más prestezaque cualquier criado, simplemente con saber bien cuáles el botón que hay que oprimir en cada caso. Peroaquí inter nos, no le negaré a usted que también tie-nen sus desventajas.

—¿De veras? —preguntó Angus—. ¿Hay algunacosa que no pueden hacer?

—Sí —replicó fríamente Smythe, No pueden de-cirme quién me echa esas cartas amenazadoras encasa.

El auto era tan pequeño y ágil como su dueño. Yes que, lo mismo que su servicio doméstico, era unartículo inventado por él. Si aquel hombre era un char-latán de los anuncios, era un charlatán que creía ensus mercancías. Y el sentimiento de que el auto eraalgo frágil y volador se acentuó aún más cuando en-traron por unas carreteras blancas y sinuosas, a lamuerta pero difusa claridad de la tarde. Las curvasblancas del camino se fueron volviendo cada vez másbruscas y vertiginosas: formaban ya unas verdaderas«espirales ascendentes», como dicen las religionesmodernas. Trepaban ahora por un rincón de Londres,casi tan escarpado como Edimburgo, cuando no sea

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tan pintoresco. Las terrazas aparecían como encara-madas unas sobre otras, y la torre de pisos a que ellosse dirigían se levantaba sobre todas a una altura egip-cia, dorada por el último sol. Al volver la esquina yentrar en la placita de casas conocida por el nombrede Himalaya, el cambio fue tan súbito como el abriruna ventana de pronto: la torre de pisos se alzabasobre Londres como sobre un verde mar de pizarra.Frente a las casas, al otro lado de la placeta de guijas,había una hermosa tapia que más parecía un valladode zapas o un dique que no un jardín, y abajo corríaun arroyo artificial, como un canal, foso de aquellahirsuta fortaleza. Cuando el auto cruzó la plaza, pasójunto al puesto de un vendedor de castañas, y al otroextremo de la curva, Angus pudo ver el bulto azuloscuro de un policía que paseaba tranquilamente. Enla soledad de aquel apartado barrio no se veía másalma viviente. A Angus le pareció que expresaban todala inexplicable poesía de Londres; le pareció que eranlas estampas de un cuento.

El auto llegó, lanzado como una bala, a la casa encuestión, y allí echó de sí a su dueño como una bom-ba que estalla. Smythe preguntó inmediatamente aun alto conserje lleno de deslumbrantes, galones y aun criado diminuto en mangas de camisa, si alguienhabía venido a buscarle. Le aseguraron que nadie ninada había pasado desde la salida del señor. Enton-ces, en compañía de Angus, que estaba un poco des-concertado, entró en el ascensor, que los transportóde un salto, como un cohete, hasta el último piso.

—Entre usted un instante —dijo Smythe casi sinresuello—. Voy a mostrarle a usted las cartas deWelkin. Después irá usted, en una carrera, a traer a suamigo.

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Oprimió un botón disimulado en el muro, y lapuerta se abrió sola.

Abrióse sobre una antesala larga y cómoda, cuyosúnicos rasgos salientes, ordinariamente hablando,eran las filas de enormes muñecos mecánicos semi-humanos que se veían a ambos lados como maniquíesde sastre. Como los maniquíes, no tenían cabeza, y aligual que ellos, tenían en la espalda una gibosidadtan hermosa como innecesaria, y en el pecho una hin-chazón de buche de paloma. Fuera de esto, no teníanada más de humano que esas máquinas automáti-cas de la altura de un hombre que suele haber en lasestaciones. Dos ganchos les servían de brazos, ade-cuados para llevar una bandeja. Estaban pintados deverde claro, bermellón o negro, a fin de distinguirlosunos de otros. En lo demás eran como todas las má-quinas, y no había para qué mirarlos dos veces. Almenos, nadie lo hizo entonces. Porque entre las dosfilas de maniquíes domésticos, había algo más intere-sante que la mayor parte de los mecanismos que hayen el mundo: había un papel garrapateado con tintaroja, y el ágil inventor lo había percibido al instante.Lo recogió y se lo mostró a Angus sin decir palabra.La tinta todavía estaba fresca. El mensaje decía así:«Si has ido hoy a verla, te mataré».

Tras un instante de silencio, Isidore Smythe dijotranquilamente:

—¿Quiere usted un poco de whisky? Yo tengo an-tojo de tomar una copita.

—Gracias. Prefiero un poco de Flambeau —dijoAngus poniéndose tétrico—. Me parece que esto sepone grave. Ahora mismo voy por mi hombre.

—Tiene usted razón —dijo el otro con admirableanimación—. Tráigalo usted lo más pronto posible.

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Al tiempo de cerrar la puerta tras de sí, Angus vioque Smythe oprimía un botón, y uno de los muñecosse destacaba de la fila y, deslizándose por una ranuradel piso, volvía con una bandeja en que se veían unsifón y un frasco. Esto de abandonar a aquel hombre-cillo solo en medio de aquellos criados muertos, quehabían de comenzar a animarse en cuanto Angus ce-rrara la puerta, no dejaba de ser algo funambulesco.

Unas seis gradas más abajo del piso de Smythe, elhombre en mangas de camisa estaba haciendo algocon un cubo. Angus se detuvo un instante para pedir-le —fortificando la petición con la perspectiva de unabuena propina— que permaneciera allí hasta que élregresara acompañado del detective, y cuidara de nodejar pasar a ningún desconocido. Al pasar por el ves-tíbulo de la casa hizo el mismo encargo al conserje, ysupo de labios de éste que la casa no tenía puertaposterior, lo cual simplificaba mucho las cosas. Nocontento con semejantes precauciones, dio alcance alerrabundo policía, y le encargó que se apostara frentea la casa, en la otra acera, y vigilara desde allí la entra-da. Y, finalmente, se detuvo un instante a comprarcastañas, y le preguntó al vendedor hasta qué horapensaba quedarse en aquella esquina.

El castañero alzándose el cuello del gabán, le dijoque no tardaría mucho en marcharse, porque parecíaque iba a nevar. Y, en efecto, la tarde se iba poniendocada vez más oscura y triste. Pero Angus, apelando atoda su elocuencia, trató de clavar al vendedor en aquelsitio.

—Caliéntese usted con sus propias castañas —ledijo con la mayor convicción—. Cómaselas todas, yose lo pagaré. Le daré a usted una libra esterlina si nose mueve de aquí hasta que yo vuelva, y si me dice si

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ha entrado en aquella casa donde está aquel conserjede librea, algún hombre, mujer o niño.

Y echó un último vistazo a la torre sitiada.«Como quiera, le he puesto un cerco al piso de ese

hombre —pensó—. No es posible que los cuatro seancómplices de Welkin».

La casa Luclmow estaba en un plano más bajo queaquella colina de casas en que la Himalaya represen-taba la cumbre.

El domicilio semioficial de Flambeau estaba en unbajo, y, en todos sentidos, ofrecía. el mayor contrastecon aquella maquinaria americana y lujo frío de hoteldel «Servicio Silencioso». Flambeau, que era amigo deAngus, recibió a éste en un rinconcillo artístico y abi-garrado que estaba junto a su estudio, cuyo adornoeran multitud de espadas, arcabuces, curiosidadesorientales, botellas de vino italiano, cacharros de coci-na salvaje, un peludo gato persa y un pequeño sacer-dote católico romano de modesto aspecto, que pare-cía singularmente inadecuado para aquel sitio.

—Mi amigo el padre Brown —dijo Flambeau—.Tenía muchos deseos de presentárselo a usted. Untiempo excelente, ¿eh? Algo fresco para los meridio-nales, como yo.

—Sí, creo que va a aclarar —dijo Angus, sentándo-se en una otomana a rayas violetas.

—No —dijo el sacerdote—. Ha comenzado a nevar.Y en efecto, como lo había previsto el castafiero, a

través de la nublada vidriera se podían ver ya los pri-meros copos.

—Bueno —dijo Angus con aplomo—. El caso es queyo he venido a negocios, y a negocios de suma urgen-cia. El hecho es, Flambeau, que a una pedrada de estacasa hay en este instante un individuo que necesita

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absolutamente los auxilios de usted. Un invisible ene-migo le amenaza y persigue constantemente, un bri-bón a quien nadie ha logrado sorprender.

Y Angus procedió a contar todo el asunto deSmythe y Welkin, comenzando con la historia de Laurey continuando con la suya propia, sin omitir lo de lacarcajada sobrenatural que se oyó en la esquina delas dos calles solitarias, y las extrañas y distintas pa-labras que se oyeron en el cuarto desierto. Flambeause fue poniendo más y más preocupado, y el curitapareció irse quedando fuera de la conversación, comoun mueble. Al llegar al punto de la banda de papelpegada en la vidriera del escaparate, Flambeau se pusode pie y pareció llenar la salita con su corpulencia.

—Si le da a usted lo mismo —dijo—, prefiero queme lo acabe de contar por el camino. Creo que nodebemos perder un instante.

—Perfectamente —dijo Angus, también levantán-dose—. Aunque, por ahora, mi amigo está completa-mente seguro, porque tengo a cuatro hombres vigi-lando el único agujero de su madriguera.

Salieron a la calle seguidos del curita, que trotabaen pos de ellos con la docilidad de un perro faldero.Como quien trata de provocar la charla, el curita decía:

—Parece mentira cómo va subiendo la capa de nie-ve, ¿eh?

Al entrar en la pendiente calle vecina, ya toda es-polvoreada de plata, Angus dio al fin término a surelato. Al llegar a la placita donde se alzaba la torrede habitaciones, Angus examinó atentamente a suscentinelas. El castañero, antes y después de recibir lalibra esterlina, aseguró que había vigilado atentamentela puerta y no había visto entrar a nadie. El policía fuetodavía más elocuente: dijo que tenía mucha expe-

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riencia en toda clase de trampistas y pícaros, ya dis-frazados con sombrero de copa o ya disimulados en-tre harapos, y que no era tan bisoño como para figu-rarse que la gente sospechosa se presenta con apa-riencias sospechosas; que había vigilado atentamen-te, y no había visto entrar un alma. Esta declaraciónquedó rotundamente confirmada cuando los tres lle-garon adonde estaba el conserje de los galones.

—Yo —dijo aquel gigante de los deslumbradoreslazos— tengo derecho a preguntar a todo el mundo,sea duque o barrendero, qué busca en esta casa, yaseguro que nadie ha aparecido por aquí durante laausencia de este señor.

El insignificante padre Brown, que estaba vueltode espaldas y contemplando el pavimento modesta-mente, se atrevió a decir con timidez:

—¿De modo que nadie ha subido y bajado la esca-lera desde que empezó a nevar? La nieve comenzócuando estábamos los tres en casa de Flambeau.

—Nadie ha entrado aquí, señor, puede usted con-fiar —dijo el conserje, con una cara radiante de auto-ridad.

—Entonces, ¿qué puede ser esto? —preguntó elsacerdote, mirando con absorta mirada el suelo. Losotros hicieron lo mismo, y Flambeau lanzó un jura-mento e hizo un ademán francés. Era incuestionableque, por mitad de la entrada que custodiaba el de loslazos de oro, y pasando precisamente por entre lasarrogantes piernas de este coloso, corría la huella grisde unos pies estampados sobre la nieve.

—¡Dios mío! —gritó Angus sin poder contener-se—. ¡El Hombre Invisible!

Y, sin decir más, se lanzó hacia la escalera, segui-do de Flambeau. Pero el padre Brown, como si hubie-

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ra perdido todo interés en aquella investigación, sequedó mirando la calle cubierta de nieve.

Flambeau se disponía ya a derribar la puerta conlos hombros; pero el escocés, con mayor razón, si biencon menos intuición, buscó por el marco de la puertael botón escondido. Y la puerta se abrió lentamente.

Y apareció el mismo interior atestado de muñe-cos. El vestíbulo estaba algo más oscuro, aunque aquíy allá brillaban las últimas flechas del crepúsculo, yuna o dos de las máquinas acéfalas habían cambiadode sitio, para realizar algún servicio, y estaban porahí, dispersas en la penumbra. Apenas se distinguíael verde y rojo de sus casacas, y por lo mismo que losmuñecos eran menos visibles, era mayor su aspectohumano. Pero en medio de todas, justamente en elsitio donde antes había aparecido el papel escrito continta roja, había algo como una mancha de tinta rojacaída del tintero. Pero no era tinta roja.

Con una mezcla, muy francesa, de reflexión y vio-lencia, Flambeau dijo simplemente:

—¡Asesinato!Y entrando decididamente en las habitaciones, en

menos de cinco minutos exploró todo rincón y arma-rio. Pero, si esperaba dar con el cadáver, su esperanzasalió fallida. Lo único evidente era que allí no estabaIsidore Smythe, ni muerto ni vivo. Tras laboriosas pes-quisas, los dos se encontraron otra vez en el vestíbu-lo con caras llameantes.

—Amigo mío —dijo Flambeau sin darse cuenta deque, en su excitación, se había puesto a hablar, enfrancés—. El asesino no sólo es invisible, sino que haceinvisibles a los hombres que mata.

Angus paseó la mirada por el penumbroso vestí-bulo, lleno de muñecos, y en algún repliegue céltico

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de su alma escocesa hubo un estremecimiento depánico. Uno de aquellos aparatos de «tamaño natu-ral» estaba cerca de la mancha de sangre, como si elhombre atacado le hubiera hecho venir en su auxilioun instante antes de caer. Uno de los ganchos que leservían de brazos estaba algo levantado, y por la ca-beza de Angus pasó la fantástica y espeluznante ideade que el pobre Smythe había muerto a manos de suhijo de hierro. La materia se había sublevado, y lasmáquinas habían matado a su dueño. Pero aun eneste absurdo supuesto, ¿qué habían hecho del cadá-ver?

—¿Se lo habrán comido? —murmuró a su oído lapesadilla.

Y Angus se sintió desfallecer ante la imagen deaquellos despojos humanos desgarrados, triturados yabsorbidos por aquellas relojerías sin cabeza.

Con gran esfuerzo logró recobrar su equilibrio, ydijo a Flambeau:

—Bueno; esto es hecho. El pobre hombre se haevaporado como una nube, dejando en el suelo unaraya roja. Esto es cosa del otro mundo.

—Sea de éste o del otro —dijo Flambeau—, sólouna cosa puedo hacer, bajemos a llamar a mi amigo.

Bajaron, y el hombre del cubo les aseguró, al pa-sar, que no había dejado subir a nadie, y lo mismovolvieron a asegurar el conserje y el errabundo casta-ñero. Pero cuando Angus buscó la confirmación delcuarto vigilante, no pudo encontrarlo, y preguntó coninquietud:

—¿Dónde está el policía?—Mil perdones; es culpa mía —dijo el padre

Brown—. Acabo de enviarle a la carretera para averi-

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guar una cosa... una cosa que me parece que vale lapena averiguar.

—Pues necesitamos que regrese pronto –dijo Anguscon rudeza—, porque aquel desdichado no sólo ha sidoasesinado, sino que su cadáver ha desaparecido.

—¿Cómo? —preguntó el sacerdote. —Padre —dijo Flambeau tras una pausa—. Creo

realmente que eso le corresponde a usted más que amí. Aquí no ha entrado ni amigo ni enemigo, peroSmythe se ha eclipsado, lo han robado los fantasmas.Si no es esto cosa sobrenatural, yo...

Pero aquí llamó la atención de todos un hechoextraño: el robusto policía azul acababa de apareceren la esquina y venía corriendo. Se dirigió a Brown yle dijo jadeando:

—Tenía usted razón, señor. Acaban de encontrarel cuerpo del pobre Mr. Smythe en el canal.

Angus se llevó las manos a la cabeza.—¿Bajó él mismo? ¿Se echó al agua? —preguntó.—No, señor; no ha bajado, se lo juro a usted —dijo

el policía—. Tampoco ha sido ahogado, sino que mu-rió de una enorme herida en el corazón.

—¿Y nadie ha entrado aquí? —preguntó Flambeaucon voz grave.

—Vamos a la carretera —dijo el cura.Y al llegar al extremo de la plaza, exclamó de

pronto:—¡Necio de mí! Me he olvidado de preguntarle una

cosa al policía: si encontraron también un saco gris.—¿Por qué un saco gris? —preguntó sorprendido

Angus.—Porque si era un saco de otro color, hay que co-

menzar otra vez —dijo el padre Brown—. Pero si eraun saco gris, entonces le hemos dado ya.

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—¡Hombre, me alegro de saberlo! —dijo Angus conacerba ironía—. Yo creí que ni siquiera habíamos co-menzado, por lo que a mí toca al menos.

—Cuéntenos usted todo —dijo Flambeau con todala candidez de un niño.

Inconscientemente, habían apresurado el paso albajar a la carretera, y seguían al padre Brown, que losconducía rápidamente y sin decir palabra.

Al fin abrió los labios, y dijo con una vaguedadcasi conmovedora:

—Me temo que les resulte a ustedes muy prosai-co. Siempre comienza uno por lo más abstracto, y aquí,como en todo, hay que comenzar por abstracciones.

Habrán ustedes notado que la gente nunca con-testa a lo que se le dice. Contesta siempre a lo queuno piensa al hacer la pregunta, o a lo que se figuraque está uno pensando. Supongan ustedes que unadama le dice a otra, en una casa de campo: «¿Hayalguien contigo?» La otra no contesta: «Sí, el mayor-domo, los tres criados, la doncella, etc.», aun cuandola camarera esté en el otro cuarto y el mayordomodetrás de la silla de la señora, sino que contesta: «No;no hay nadie conmigo», con lo cual quiere decir: «nohay nadie de la clase social a que tú te refieres». Perosi es el doctor el que hace la pregunta, en un caso deepidemia «¿Quién más hay aquí?», entonces la señorarecordará sin duda al mayordomo, a la camarera, etc.Y así se habla siempre. Nunca son literales las res-puestas, sin que dejen por eso de ser verídicas. Cuan-do estos cuatro hombres honrados aseguraron quenadie había entrado en la casa, no quisieron decir queningún ser de la especie humana, sino que ningunode quien se pudiera sospechar que era el hombre en

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quien pensábamos. Porque lo cierto es que un hom-bre entró y salió, aunque ellos no repararon en él.

—¿Un hombre invisible? —preguntó Angus, ar-queando las cejas rojas.

—Mentalmente invisible —dijo, precisando, el pa-dre Brown.

Y uno o dos minutos después continuó en el mis-mo tono, como quien medita en voz alta:

—Es un hombre en quien no se piensa, como nosea premeditadamente. En esto está su talento. A míse me ocurrió pensar en él por dos o tres circunstan-cias del relato de Mr. Angus. La primera, que Welkinera un andarín. La segunda, la tira de papel pegada alescaparate. Después (y es lo principal), las dos cosasque contó la joven, y que pudieran no ser absoluta-mente exactas... No se incomode usted —añadió, ad-virtiendo un movimiento de disgusto del escocés—.Ella creyó que eran verdad, pero no era posible quefueran verdad. Un instante después de haber recibidouna carta en la calle no se está completamente solo.Ella no estaba completamente sola en la calle al dete-nerse a leer una carta recién recibida. Alguien estabaa su lado, aunque ese alguien fuese mentalmente in-visible.

—Y ¿por qué había de estar alguien junto a ella?—preguntó Angus.

—Porque —dijo el padre Brown—, excepto las pa-lomas mensajeras, alguien tiene que haberle llevadola carta.

—¿Quiere usted decir preguntó Flambeau preci-sando— que Welkin le llevaba a la joven las cartas desu rival?

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—Sí —dijo el sacerdote—. Welkin le llevaba a sudama las cartas de su rival. No puede haber sido deotro modo.

—No lo entiendo —estalló Flambeau—. ¿Quién esese sujeto? ¿Cómo es? ¿Cuál es el disfraz o aparienciahabitual de un hombre mentalmente invisible?

—Su disfraz es muy bonito. Rojo, azul y oro —dijoal instante el sacerdote—. Y con este disfraz notabley hasta llamativo, nuestro hombre invisible logró pe-netrar en la casa Himalaya, burlando la vigilancia deocho ojos humanos; mató a Smythe con toda tranqui-lidad, y salió otra vez llevando a cuestas el cadáver...

—Reverendo padre —exclamó Angus, deteniéndo-se—. ¿Se ha vuelto usted loco, o soy yo el loco?

—No, no está usted loco —explicó Brown—. Sim-plemente, no es usted muy observador. Usted nuncase ha fijado en hombres como éste, por ejemplo.

Y diciendo esto, dio tres largos pasos y puso la manosobre el hombro de un cartero que, a la sombra de losárboles, había pasado junto a ellos sin ser notado.

—Sí —continuó el sacerdote reflexionando—,nadie se fija en los carteros y, sin embargo, tienenpasiones como los demás hombres, y a veces llevana cuestas unos sacos enormes donde cabe muy bienel cadáver de un hombre de pequeña estatura.

El cartero, en lugar de volverse, como hubiera sidolo natural, se había metido, chapuzando y dando tras-piés, en la zanja que corría junto al jardín. Era unhombre flaco, rubio, de apariencia ordinaria; pero alvolver a ellos el azorado rostro, los tres vieron queera más bizco que un demonio.

Flambeau volvió a sus espadas, a sus tapices rojosy a su gato persa, porque tenía muchos negocios pen-dientes. John Turnbull Angus volvió al lado de la con-

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fitera, con quien el imprudente joven logró arreglár-selas muy bien. Pero el padre Brown siguió recorrien-do durante varias horas aquellas colinas llenas de nie-ve, a la luz de las estrellas y en compañía de un asesi-no. Y lo que aquellos dos hombres hablaron nunca sesabrá.