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CAPÍTULO V EL HELENISMO 1 EL OCASO DE LA POLIS Aunque la muerte prematura de Alejandro Magno supuso el fracaso de su grandioso proyecto político, el genial macedonio no vivió en vano. Su figura y aventura marcan un cambio tan decisivo en el horizonte del Mediterráneo orien- tal que los historiadores coinciden en señalar que con él comienza una nueva época histórica: el Helenismo. A la muerte de Alejandro, su fugaz imperio es repartido entre sus principa- les generales. Fue un reparto polémico, es decir, que sólo se llega a él tras múltiples batallas entre los pretendientes. Los jefes militares vencedores en estas luchas se constituyen en monarcas de los territorios sobre los que consiguen establecer su poder. Las monarquías helenísticas son una nueva forma de orga- nizaci ón política a una nueva escala. Esta fragmentación política no significó fragmentación cultural. Todo lo contrario. Los griegos se impusieron como capa dominante sobre una pobla- ción menos culta, manteniéndose la brecha entre helenos e indigenas, y difun- dieron su cultura. El mundo helenístico es un ámbito cultural mucho más ex- tendido que el helénico, no sólo porque abarca todo el Mediterráneo oriental, sino también porque se hace presente en el occidental. Roma, qu e entra en esta época de la Historia como el sólido poder que ha unificado la península italia- na y sigue extendiendo su poder por todo el Mediterráneo occidental, cae den- tro de la órbita de la cultura helenística. En el siglo II a.e. todo el Mediterráneo forma una unidad cultural cuya lengua franca era el griego. En lo dicho está implícito que la polis ha perdido por completo su papel de protagonista del mundo político. La mayoría de las poleis siguieron existiendo con sus instituciones, pero en una situación precaria, porque Macedonia no renunciaba al dominio de la Hélade y sólo cuando disminuía su presión por problemas internos, era posible que las poleis pudieran respirar temporalmen- te aires de autonomía. Este fracaso puede ser sintetizado como el fracaso de la autarquía. * * *

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CAPÍTULO V

EL HELENISMO

1 EL OCASO DE LA POLIS

Aunque la muerte prematura de Alejandro Magno supuso el fracaso de su grandioso proyecto político, el genial macedonio no vivió en vano. Su figura y aventura marcan un cambio tan decisivo en el horizonte del Mediterráneo orien­tal que los historiadores coinciden en señalar que con él comienza una nueva época histórica: el Helenismo.

A la muerte de Alejandro, su fugaz imperio es repartido entre sus principa­les generales. Fue un reparto polémico, es decir, que sólo se llega a él tras múltiples batallas entre los pretendientes. Los jefes militares vencedores en estas luchas se constituyen en monarcas de los territorios sobre los que consiguen establecer su poder. Las monarquías helenísticas son una nueva forma de orga­nización política a una nueva escala.

Esta fragmentación política no significó fragmentación cultural. Todo lo contrario. Los griegos se impusieron como capa dominante sobre una pobla­ción menos culta, manteniéndose la brecha entre helenos e indigenas, y difun­dieron su cultura. El mundo helenístico es un ámbito cultural mucho más ex­tendido que el helénico, no sólo porque abarca todo el Mediterráneo oriental, sino también porque se hace presente en el occidental. Roma, que entra en esta época de la Historia como el sólido poder que ha unificado la península italia­na y sigue extendiendo su poder por todo el Mediterráneo occidental, cae den­tro de la órbita de la cultura helenística. En el siglo II a.e. todo el Mediterráneo forma una unidad cultural cuya lengua franca era el griego.

En lo dicho está implícito que la polis ha perdido por completo su papel de protagonista del mundo político. La mayoría de las poleis siguieron existiendo con sus instituciones, pero en una situación precaria, porque Macedonia no renunciaba al dominio de la Hélade y sólo cuando disminuía su presión por problemas internos, era posible que las poleis pudieran respirar temporalmen­te aires de autonomía. Este fracaso puede ser sintetizado como el fracaso de la autarquía.

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El fracaso de la polis como fonna llevó consigo el fracaso de toda la imponente construcción de pensamiento «político» que hemos expuesto en los capítulos anteriores. Platón y Aristóteles habían centrado su reflexión en la polis: aun­que supieron criticarla, no supieron superarla. Las nuevas líneas de pensa­miento político partieron de supuestos contrarios: la vida «política» ha queda­do devaluada por las circunstancias, ya no ofrece tantas posibilidades para la realización en plenitud, ha dejado de ser autárquica; por tanto, hay que buscar un nuevo tipo de vida feliz.

El pensamiento político tenía como prímera línea de desarrollo seguír su­poniendo que la realidad colectiva es el punto de partida. Ahora la forma po­lítica valiosa, interesante, era la monarquía de grandes dimensiones. La tarea intelectual consistía en adaptar el pensamiento «político» a las nuevas formas, trasladar las categorías elaboradas para la polis a la monarquía. Así, por ejem­plo, había que trasladar a la monarquía la lealtad que el ciudadano sentía ha­cia la polis. Esta lealtad nacía y se hacía sentir en la participación del ciudada­no. En la monarquía no cabía pensar en ese tipo de lealtad participativa. Se difundió la idea de la reverencia que merecía un poder personificado y, para hacerla más viva y más sentida, se la llenó de contenido religioso. Son las ideas que veremos al tratar la monarquía helenística.

Pero cabía un planteamiento más profundo que consistía en tomar nota de la desintegración de la comunidad y partír del individuo. Ahora el griego se vuelve hacia sí mismo. El sabio ya no busca la actividad política, sino que huye de ella: busca la realización privada. El hombre deja de pensarse como ciuda­dano y comienza a pensarse como individuo. El centro de esta línea de pensa­miento consistió en trasladar la autarquía desde la polis al individuo I El indi­viduo tenía ahora que buscar un nuevo sentido a su vida, un nuevo ideal de felicidad. Una respuesta a esta búsqueda vino desde la esfera religiosa. Hubo un gran crecimiento del número de sociedades privadas religiosas que ofre­cían la unión con algún dios a través de ciertos ritos que sólo eran accesibles después de un periodo de iniciación o noviciado; volveremos sobre ello al tra­tar de la aparición del cristianismo. Pero la respuesta que nos interesa aquí es la filosófica: aparecen nuevas escuelas que dejan en segundo plano la especu­lación metafísica y dan especial importancia a la ética, investigando los cami­nos de la felicidad individual.

En lo que respecta al pensamiento político, había dos lineas posibles de refle­xión. La que podemos llamar negativa, de apartamiento de la vida «política», que es protagonizada por los epicúreos, cuyo objetivo práctico inmediato con relación a dicha vida es reducir sus exigencias al mínimo, lo cual significa au­tomáticamente que se comienza a pensar sobre la sociedad en términos de uti­lidad. Podemos llamar positiva a la otra línea en cuanto que afirma la prima­cía ética de la construcción de la comunidad porque el individuo humano es por naturaleza un ser comunitario, sólo que la comunidad que se quiere cons­truír ya no es la pequeña polis, ni siquiera el reino helenístico, sino la comuni­dad universal o cosmópolis: así pensaban los estoicos.

I Hemos visto ya que en el siglo IV los cínicos habían hecho esta traslación.

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2 LAS MONARQUÍAS HELENÍSTICAS

Fueron las circunstancias históricas, y no las decisiones individuales de los protagonistas, las que impusieron la forma monárquica como la organización política de la época. El elemento definitorio de la misma es la instauración de un poder absoluto individualizado: un poder personal con rasgos carismáticos sustituye al poder impersonal de la ley propio de la cultura política griega. Se trata de dominar con un aparato muy poco desarrollado a pueblos muy distin­tos establecidos sobre territorios muy extensos; se trata de una unión personal que sólo puede ser efectiva si se acentúa la importancia de la figura del monar­ca que se coloca muy por encima de todas las estructuras sociales.

Para construir una explicación teórica de esta forma política el pensamien­to utilizó los elementos que habían sido elaborados en el marco de la polis y los adaptó convenientemente a la nueva situación sin tener que hacer grandes es­fuerzos, porque los pensadores precedentes ya habían hecho ensayos de una teoría monárquica. Recordemos que Platón había propuesto la figura del filó­sofo-rey, aun sabiendo que se trataba de un tipo ideal no practicable; Aristóte­les tiene bastantes páginas dedicadas al estudio de la monarquía, que no he­mos reseñado anteriormente por falta de espacio, y admite que si hubiera un hombre dotado de una sabiduría excepcional, la solución lógica sería entregarle todo el poder; pero, sobre todo, hay que mencionar a Jenofonte como el defen­sor de la monarquía.

Platón y Aristóteles habían dejado muy claro que sólo una monarquía so­metida a la ley, es decir, respetuosa con las leyes que ella misma crea, podía ser un poder legitimo. Este principio era la base de la distinción entre monar­quía y tiranía y permaneció en la cultura del Helenismo. La monarquía hele­nística mantuvo el principio tradicional griego de la soberanía de la ley. Ahora bien, esta monarquía acerca los términos ley y monarca mucho más que los dos grandes maestros: llega a identificarlos. El monarca es una «ley animada», viva. De esta manera pretende trasladar al monarca la fuente de legitimidad de la ley que es su racionalidad objetiva: el monarca manda por su racionalidad subjetiva; es su racionalidad personal el título más legitimo de la autoridad monárquica.

El problema se concreta, pues, en la racionalidad del monarca. Nunca se piensa en una racionalidad científica, pues el monarca nunca pretende ser un sabio en el sentido moderno de la palabra, sino justamente en la racionalidad política, la necesaria para captar y expresar el orden conveniente a la sociedad que gobierna. Esta racionalidad operativa se expresa por el término areté apli­cado al monarca. Hemos visto que el contenido político de la areté justificaba la pretensión política del ciudadano. Ahora se traslada el concepto al monar­ca: éste monopoliza la areté entendida como el conjunto de disposiciones per­sonales que lo hacen apto para gobernar, entre ellas las cualidades morales.

La areté propia del monarca es algo tan fuera de lo común que sólo se expli­ca porque tiene una especial condición que ya con Alejandro se expresó colo-

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cando al monarca en la esfera de la divinidad. Esta sanción religiosa de la ins­titución procedia del Oriente. Alejandro aceptó la divinización que le dieron en Egipto, que se difundió por el Oriente, y la extendió al mundo griego man­dando que se le diese culto en las poleis. Naturalmente, no podemos juzgar estas prácticas con nuestros criterios actuales marcados por una concepción trascen­dente de la divinidad. Para los griegos no había fronteras tajantes entre los hombres y los dioses. Justamente entre unos y otros estaban los héroes de la mito logia, híbridos de dioses y hombres. Y llegó el momento, dentro de esta cultura religiosa, en que hombres históricos fueron colocados en la esfera reli­giosa para significar que su gestión había sido extraordinariamente benéfica.

En el caso del monarca helenístico, su particular relación con la esfera divi­na se encuentra mediada por la Fortuna, un concepto que entra en el mundo político con el Helenismo y que va a tener larga historia. La Fortuna es unas veces una diosa que asiste al rey en su gestión y otras una potencia impersonal que es poseída en mayor o menor grado por el monarca. La Fortuna es un con­cepto totalmente helenístico. No se trata del azar, pues éste es ciego e irracio­nal, sino de un tipo especial de orden de los hechos que los hombres no tienen medios para comprender. El éxito del gobernante es la prueba de que tiene la Fortuna de su parte. Ante todo se requiere el éxito en la guerra. Como verifica­ción ejemplar de la teoría weberiana del liderazgo carismático, los primeros monarcas de estas nuevas formas fueron siempre generales victoriosos. La vic­toria militar era signo eficaz de la presencia de la Fortuna junto al general y garantía de los frutos benéficos que se esperaban de su gobierno. Pero también en la paz los monarcas helenísticos adoptaron nombres que revelan las ideas políticas que los legitiman. Con frecuencia adoptaron sobrenombres como Benefactor o Salvador.

3 LOS EPICÚREOS

Epicuro fundó su escuela en Atenas en el año 306. Fue una escuela de larga vida que tuvo su exponente más conocido dos siglos más tarde en Roma: el poema De rerum natura de Lucrecio.

La doctrina epicúrea puede sintetizarse en torno a tres conceptos nuclea­res: el materialismo por lo que respecta a la cosmologia, el hedonismo por lo que respecta a ética y el utilitarismo por lo que respecta a la filosofía social.

Es un materialismo que recoge la doctrina atomista con el azar como últi­ma explicación del orden del mundo. Con respecto a los seres vivos defiende por primera vez claramente la evolución. También el hombre y la sociedad humana están dentro de este proceso natural. El hombre en un principio es un animal errante y solitario. Para sobrevivir en un ambiente hostil el hombre se une a otros hombres. No se trata de un instinto de sociabilidad. Se trata única­mente del deseo individual de felicidad, cuyo objetivo inmediato es la seguri­dad. De modo accidental los hombres descubren el fuego y a partir de él van

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avanzando hacia la civilización. La primera consecuencia de este materialis­mo es la negación de la intervención de los dioses en nuestro mundo. Epicuro no niega la existencia de los dioses. Niega su presencia práctica entre los hom­bres: los dioses no se preocupan en absoluto de los hombres. Esto tiene una aplicación práctica inmediata que es uno de los puntos más claros y originales del epicureísmo: el ataque a todas las religiones no sólo en cuanto erróneas, sino en cuanto dafunas, pues someten a los hombres a poderes imaginarios y los llenan de temores.

Epicuro profesa el hedonismo como principio fundamental de la ética. Todo ser humano desea su propia felicidad. Esta consiste en el placer entendido en sentido amplio de gratificación, pero cuya manifestación más elemental y bá­sica es el placer sensible (hedone). El hombre ha de calcular sus acciones de modo que obtenga la mayor cantidad de placer o la menor cantidad de dolor posi­ble. Esto significa la conducta inteligente que en muchos casos exige la renun­cia a objetivos inmediatos. Sobre esta base el hombre puede construir todo un edificio de gratificaciones de diversos géneros. Epicuro nos dice que el placer máximo es la amistad, que él trataba de fomentar en el círculo de sus discípu­los. El placer en último término es un bien individual. Todo ser humano es en último término egoísta y el egoísmo es el otro principio fundamental de la éti­ca epicúrea. Pero se trata de un egoísmo inteligente o ilustrado.

Para conseguir mejor sus objetivos egoístas el epicúreo se aparta de la vida pública y se reduce a un círculo pequeño cuya vida es más fácilmente contro­lable. Desde esta posición de distancia el epicúreo contempla la sociedad y la ve como un conjunto de convenciones que el sabio mide por su utilidad, las acepta en tanto produzcan felicidad o las rechaza si le traen complicaciones. El utilitarismo es, pues, el principio básico de la filosofía social epicúrea. No existe una justicia objetiva, tesis que ya defendieron algunos sofistas. La justicia no es más que una convención de no hacer daño a los demás. Precisamente el ca­rácter de convención explica que las normas de justicia varíen: en cuanto que una ley no resulta útil, ya no tiene la cualidad de justicia. Lo que es útil en una determinada sociedad porque se ajusta a sus costumbres, puede no serlo en otra, con lo cual no sería justo. El hecho de que las leyes no sean permanentes no quiere decir que, mientras están vigentes, no tengan la cualidad de justicia. Es verdad que hay normas sociales básicas que son las mismas o muy pareci­das en todas pactes, porque la naturaleza humana es la misma en todas partes y, consiguientemente, sus intereses son los mismos. Pero ello no debe llevar a pensar en una justicia que sea una instancia exterior a la naturaleza.

El poder politico también es contemplado desde la perspectiva utilitaria. Su principal ventaja es que proporciona seguridad, en especial contra las agre­siones de otros hombres. Al ser todos egoístas, los hombres buscan su propio bien y no tendrían reparo en conseguirlo a costa de otros. Pero al compren­der que esto es un planteamiento general, cada uno se siente amenazado por los demás. En consecuencia, llegan a un acuerdo tácito de no infligirse daños, respetar los derechos de los otros. Entonces nace la organización política como sistema para controlar el egoísmo. Lo consigue mediante un sistema de penas

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que hace que una determinada acción, a la que llamamos injusta, no sea pro­vechosa .

Puesto que la entrega al placer de un circulo reducido de amigos supone la abstención de la vida política, se entiende que los epicúreos defiendan la monarquía como forma política que les proporciona seguridad y orden sin exi­gir a cambio ningún compromiso político. Probablemente los epicúreos eran gente acomodada, conservadora, que colocaban la seguridad como primer bien político.

4 LOS ESTOICOS

Es costumbre dividir la historia del estoicismo en tres periodos que corres­ponden al estoicismo antiguo (el de los orígenes a fines del siglo IV y durante el siglo lIT), el medio (abarca los siglos II y 1), Y el nuevo (los siglos 1 y II d.C., cuyos autores son romanos, aunque algunos escriban en griego). Ahora sólo vamos a hablar del estoicismo antiguo.

A fines del siglo lIT, como reacción a la moral egoísta de Epicuro, nace en Atenas la Escuela de la Sloa poikile (el Pórtico adornado con pinturas de Poligno­to), llamada así por el lugar donde impartía sus enseñanzas el fundador, el chipriota Zenón (7-262), que centra el objetivo de su enseñanza en contrarrestar la de los epicúreos que él consideraba moralmente nefasta. El combate moral de Zenón contra los epicúreos repite en algún modo el de Sócrates contra los sofistas. La segunda gran figura de la escuela es Crisipo (muere 208?).

Es verdad que la ética es el objetivo último de todo el sistema estoico, pero éste posee desde sus mismos orígenes una ambición metafísica que se concreta y se muestra en su afán por descubrir la unidad subyacente a la pluralidad de las cosas y acciones. El concepto central de su filosofía es el lagos. En los estoi­cos antiguos no está bien definido si se trata de una realidad inmanente o tras­cendente al universo. En el primer caso, el lagos es la misma estructura racio­nal del universo, que comprende no sólo las relaciones entre los cliversos ele­mentos y seres que lo componen, sino además el dinamismo de todos esos elementos. El universo es un todo dinámico racional. Es una realidad comple­ja en continuo proceso de cambio el cual acontece según un orden racional, el orden «lógico». Esto quiere decir que el estoico contempla el acontecer como un proceso dentro del cual tiene lugar la vida humana y del cual no se puede escapar. Esta vinculación del hombre con el universo racional es vivida con actitud religiosa panteísta. Pero los estoicos nos han legado muchos pasajes en que hacen profesión de una religión trascendente, creen que existe un ser que es la causa del orden racional en el que vivimos: el Lagos es Dios. En cualquier caso, tienen un sentido religioso de la vida: el ser humano cobra pleno sentido vinculándose a una realídad superior que es el Lagos.

Entre los seres que llenan el universo ninguno puede compararse con el hombre, que reproduce en sí mismo lo esencial de la estructura del cosmos.

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Efectivamente, el hombre es un microcosmos que también está regido por la razón, esta vez la razón propia de cada humano. Porque lo especial del hom­bre es que posee un logos personal, su razón. El microcosmos humano es tam­bién una realidad en proceso, en desarrollo, que ha de efectuar tratando con los otros seres del universo, humanos y no humanos.

La norma ética fundamental es la conocida «vivir conforme a la Naturaleza». Esto supone que el hombre descubre lo que exige la Naturaleza y lo pone por obra. Es la razón quien le dice al hombre lo que es la Naturaleza y es la razón el componente más valioso del ser humano. Por tanto, el comportamiento éti­co se reduce en último término a un comportamiento racional. Pero esto no es fácil, porque el hombre siente en sí los impulsos de las pasiones que son mu­chas veces más fuertes que la voz de la razón. La ética se convierte en un com­bate entre la razón y las pasiones. Los estoicos enseñan que hay que luchar para dominar las pasiones y que el hombre sólo adquiere este dominio cuando, mediante un largo y duro trabajo ascético, las ha exterminado, cuando ha lle­gado a la apatía, a no tener pasiones. Entonces el hombre ha alcanzado la ver­dadera sabiduría. El sabio estoico es un «apático».

A la estructura del hombre pertenece la vida en sociedad con los demás hombres, porque su elemento más definitorio, la razón, es algo compartido con los demás. El hombre es un «animal comunitario» (z6on koinonikón), expresión que tanto por su semejanza como por su diferencia de la aristotélica resulta sumamente reveladora de la nueva mentalidad. Con el nuevo punto de vista podemos decir que los estoicos habían encontrado la tercera vía entre la socia­bilidad reducida y totalitaria de Aristóteles y el individualismo universal y utilitarista de los epicúreos. Los estoicos creen que la tendencia hacia la comuni­dad es la tendencia fundamental del hombre y el mandamiento más inmedia­to de la Naturaleza. De la conciencia lúcida de que solamente en y para la co­munidad puede el hombre alcanzar la finalidad de su vida, resulta la necesidad incondicional de sacrificar su individualidad al interés del todo, de renunciar a la ventaja personal en beneficio de la totalidad.

* * *

Sobre estas ideas de filosofía antropológica y social construyeron los estoicos su pensamiento político, cuyo esquema podríamos sintetizar diciendo que proyecta a escala universal los dos principios básicos de la polis según Aristó­teles: la comunidad de iguales y el imperio de la ley. Respecto a lo primero, los estoicos proclaman la igualdad de todos los hombres, pero de acuerdo con la primacía de la interioridad, se trata de una igualdad interior que no tiene por qué reflejarse en las condiciones sociales, ya que éstas son todas indiferentes, incluso la esclavitud. La igualdad estoica, a base de hacerla interior, resulta ineficaz. Bastará con que cambie la actitud hacia las cosas exteriores para que el principio estoico se transforme en el importante principio de todos los dere­chos humanos. Respecto al segundo principio, los estoicos tienen el honor de haber sido los creadores del concepto del Derecho natural cuya formulación

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definitiva dará Cicerón. Hay una ley natural que impera allí donde hay una sociedad humana y a la que deben ajustarse todas las leyes positivas. La ley natural va a operar como un principio crítico de toda decisión política. Se ha observado que el pensamiento político estoico va en sentido contrario al de Aristóteles: como los hombres no son iguales, pensaba el Estagirita, la comu­nidad sólo puede darse a nivel restringido; como todos los hombres son igua­les, pensaban los estoicos, sólo hay una comunidad universal, la cosmópolís. Los estoicos llenaron de contenido positivo la cosmópolis de los cínicos.

Los estoicos toman una actitud positiva respecto de la vida política. En pri­mer lugar, conciben la formación política en función del Derecho, más exacta­mente en función de los dos Derechos: el local positivo y el universal natural. La definición estoica de polis, que será recogida por Cicerón, es muy significa­tiva: agrupamiento humano que habita en un territorio y se rige por un Dere­cho. Es muy importante la presencia del Derecho en la definición. La estructu­ra política aparece como garante del Derecho, que en último término es Derecho natural. En segundo lugar, valoran positivamente la actividad política, frente al quietismo predicado por Epicuro. En tercer lugar, proponen como forma política ideal la vieja Esparta tal como la constituyó Licurgo. En cuarto lugar, ponen su acento sobre el orden, lo cual a nivel político significa una cierta acen­tuación de la relación de subordinación sobre la de participación. Esto se ex­plica muy bien, supuesta la interiorización de la libertad que es propia de la antropologia estoica. La libertad no se entiende tanto como capacidad de par­ticipar en la elaboración del orden social cuanto como capacidad de someterse a él por puro convencimiento personal de que dicho orden es razonable. Final­mente, se tenía que producir en moralistas tan exigentes como los estoicos una natural desconfianza hacia la democracia y una natural inclinación hacia algu­na especie de despotismo ilustrado. A pesar de la preferencia teórica por la constitución mixta, las circunstancias les empujaban a valorar la monarquía. Esta inclinación explica muy bien la abundancia de reyes helenísticos que tu­vieron como consejeros o pedagogos a sabios estoicos, abriendo la serie Antígo­no II de Macedonia, amigo de Zenón. La política estoica siguió un camino in­verso al de Platón: este quería hacer rey al sabio; los estoicos, que parten de la realidad monárquica, pretenden hacer sabio al rey.