el estudio científico de la lepra en el hospital de san ... · se trataba de la etapa...

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Quipu, Revista Latinoamericana de Historia de las Ciencias y la Tecnología, vol. 15, núm. 2, mayo-agosto de 2013, pp. 193-217. El estudio científico de la lepra en el Hospital de San Lázaro, México, Siglo XIX * Egresada de la Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional Autónoma de México. ** Departamento de Historia y Filosofía de la Medicina, Facultad de Medicina, Universidad Nacional Autónoma de México. [ 193 ] Summary In the framework of the institutional history, the San Lazaro Hospital in Mexico City is analyzed in the period from 1821 to 1862, focusing it as a space that generates scientific practices about leprosy. After several years of observing the patients of the Hospital, Rafael Lucio, its director, made a great contribution to science, he identified three types of the disease: the tuberculous, the anesthetic, and the stained; the last one had not been descri- bed before, and its identification is due to Lucio’s inquiries, even till today it is known as “Lucio’s leprosy”. C orría el año de 1862 cuando se clausuró oficialmente el Hospital de San Lázaro de la ciudad de México a consecuencia de las Leyes de Reforma. El antiguo establecimiento había sido el encargado de recibir a los enfermos de lepra desde 1572, fecha en que lo fundó el médico castellano don Pedro López para sustituir al efímero primer hospital de San Lázaro construido por Hernán Cortés. JIMENA PÉREZBLAS PÉREZ* MARTHA EUGENIA RODRÍGUEZ PÉREZ** http://www.revistaquipu.com

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Quipu, Revista Latinoamericana de Historia de las Ciencias y la Tecnología, vol. 15, núm. 2, mayo-agosto de 2013, pp. 193-217.

El estudio científico de la lepra en el Hospital de San Lázaro,

México, Siglo XIX

* Egresada de la Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional Autónoma de México.** Departamento de Historia y Filosofía de la Medicina, Facultad de Medicina, Universidad Nacional Autónoma de México.

[ 193 ]

Summary

In the framework of the institutional history, the San Lazaro Hospital in Mexico City is analyzed in the period from 1821 to 1862, focusing it as a space that generates scientific practices about leprosy. After several years of observing the patients of the Hospital, Rafael Lucio, its director, made a great contribution to science, he identified three types of the disease: the tuberculous, the anesthetic, and the stained; the last one had not been descri-bed before, and its identification is due to Lucio’s inquiries, even till today it is known as “Lucio’s leprosy”.

Corría el año de 1862 cuando se clausuró oficialmente el Hospital de San Lázaro de la ciudad de México a consecuencia de las Leyes de Reforma.

El antiguo establecimiento había sido el encargado de recibir a los enfermos de lepra desde 1572, fecha en que lo fundó el médico castellano don Pedro López para sustituir al efímero primer hospital de San Lázaro construido por Hernán Cortés.

JIMENA PÉREZBLAS PÉREZ*MARTHA EUGENIA RODRÍGUEZ PÉREZ**

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Con la clausura del Hospital llegaron a su fin casi 290 años de atención hospitalaria para los leprosos, cuyas últimas décadas significaron para la lucha antileprosa en México una serie de fructíferas investigaciones de carácter científico.

Nuestro sujeto de estudio es el Hospital de San Lázaro. No el edificio en sí, sino lo que implica una institución enfocada a la asistencia o práctica médica, a la investigación y a la enseñanza. Un hospital que lleva implícito a sus actores, los administradores, la comunidad médica integrada por el director de la institución, sus colaboradores y la Comisión de Hospitales dependiente del Ayuntamiento de la ciudad de México; el padre capellán y, desde luego, los pacientes. Es una historia institucional que permite entender la emergencia de prácticas científicas modernas, en nuestro caso, dilucidar una enfermedad y proponer su solución, como lo hizo el médico Rafael Lucio, director de San Lázaro de 1842 a 1858. El mérito de Lucio consistió en reconocer una variante de la lepra, la lepra manchada, no descrita hasta ese momento en libro alguno. El presente estudio también admite otros encauces, entre ellos el de la vida cotidiana, el de la salud pública y el ético, dado que el enfermo leproso no sólo fue rechazado por la sociedad sino también estigmatizado por las autoridades gubernamentales, por el Ayuntamiento y la Iglesia católica que ejercieron una fuerte injerencia sobre el nosocomio. Ambos organismos opinaban que el leproso debía encerrarse en el hospital, no sólo por su propia conveniencia sino también por el de la población que gozaba de salud y por ende, deambulaba libremente por la vía pública. Ese estigma hacia el enfermo traspasó el cambio de administración hospitalaria, del eclesiástico al civil.

En cuanto a los límites temporales de nuestra investigación, recurrimos a dos cortes epistemológicos visualizados en 1821 y en 1862. El de 1821 que responde, desde luego, a razones políticas, pero también al saber médico propiamente dicho; hay un vínculo muy claro entre el poder y el saber. Tras la independencia de México la administración de los hospitales se trastorna, en el caso particular del Hospital de San Lázaro pasó de manos de la Iglesia al Ayuntamiento; de ser una institución más religiosa que médica, organizada por la Orden de San Juan de Dios, con elementales conocimientos en el arte de curar, que en momentos llegó a entender la presencia de la enfermedad como castigo divino y regida por el concepto de caridad, pasó a ser una entidad secular. A partir de que el Ayuntamiento asume el control de las instituciones hospitalarias, que continuaron en condiciones precarias, hay una injerencia mayor de la comunidad médica que origina, por decirlo así, una visión racional de la enfermedad, que implicó el inicio de investigaciones sobre el propio mal, su etiología y terapéutica.

Por su parte, el año 1862 responde al cierre del Hospital de San Lázaro, efectuado en el mes de agosto, cuando sus internados fueron trasladados al Hospital de San Pablo, habilitado inicialmente como hospital de sangre con motivo de la invasión norteamericana a la capital mexicana. La clausura de

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San Lázaro fue consecuencia de la secularización de hospitales y centros de beneficencia acaecida a partir de las Leyes de Reforma. Estas disposiciones jurídicas, dictadas por el gobierno liberal que conducía Benito Juárez, fracturaron en su totalidad la alianza Iglesia-Estado en 1859, logrando la laicidad del Estado mexicano.1 Su cierre también obedeció a cuestiones financieras. Como diría Lifshitz, la enfermedad trasciende al individuo porque afecta a la familia, el medio laboral, los amigos y hasta al sistema de salud.2 Después de la secularización hospitalaria, muchos establecimientos cerraron sus puertas para no afectar tanto la economía del gobierno. El Hospital de San Lázaro, pese a su deterioro físico y abandono, costaba al erario.

Con el fin de analizar el devenir del Hospital de San Lázaro en el siglo XIX, que implica definir qué se entendía por lepra, conocer la organización interna de dicha institución y señalar su aportación al conocimiento científico, se han establecido tres apartados a lo largo del texto.

¿Qué es la lepra?

La lepra, que tuvo diversas denominaciones, Mal de San Lázaro, elefanciasis, o gangrena seca, es una enfermedad crónico infecciosa producida por el

bacilo Mycobacterium leprae, el cual permaneció desconocido hasta 1874, cuando lo descubrió el médico Gerhard Armauer Hansen,3 originario de Noruega, de ahí que hoy en día se conozca como enfermedad de Hansen. Laín Entralgo expresa que la obra microbiológica de Louis Pasteur y Robert Koch impresionó profundamente a los médicos, no sólo por su interés científico sino también porque surgió la esperanza de extinguir las enfermedades infecciosas, por lo que se multiplicaron este tipo de investigaciones, entre ellas precisamente la del médico escandinavo.4

En esta enfermedad granulomatosa el parásito se introduce por la dermis, es de prolongada incubación, incluso hasta unos quince años y evoluciona con lentitud alterando gradualmente los nervios periféricos, la piel y las mucosas. La enfermedad no es hereditaria ni de fácil contagio, no obstante que se transmite por contacto directo entre una persona enferma y una sana.

La lepra tiene dos variantes, la tuberculoide, reconocida por la aparición de tumores o tubérculos y la lepromatosa, caracterizada por la presencia de nódulos de color rojizo y más incisiva que la primera, aunque también existen formas

1. Adriana Terán Enríquez, “El contenido moral de las leyes de Reforma”, Las Leyes de Reforma a 150 años de su expedición, México, Facultad de Derecho-UNAM, 2010, p. 60.

2. Alberto Lifshitz, “Prólogo” en: Herlinda Dabbah y Alberto Lifshitz, La otra historia clínica, México, Palabras y Plumas Editores, 2012, pp. 9-11.

3. Stewart T. Cole and Pushpendra Singh, “History and Phylogeography of leprosy” en: Enrico Nunzi y Cesare Massone [comp.], Leprosy, a practical guide, Springer, Milan, 2012, p. 3.

4. Pedro Laín Entralgo, Historia de la medicina, Barcelona, Salvat Editores, 1982, p. 487.

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mixtas. Ambas atacan los nervios periféricos, hay erosión ósea, los músculos experimentan atrofia, producen insensibilidad en las extremidades, ampollas, úlceras, caída de cejas (facie leonina) y pestañas y deformación física en general.

En el siglo XIX se habló de dos variantes de la lepra, la tuberculoide y la anestésica, por la pérdida de sensibilidad en las extremidades. Correspondió a un médico mexicano, Rafael Lucio Nájera (1819-1886) detectar una variante más de la enfermedad, la lepra manchada o lepromatosa. Hoy en día la lepra anestésica no se considera una tercera variante, puesto que la insensibilidad y hormigueo (parestesias) también caracterizan a las otras dos.

Desde tiempos bíblicos los leprosos fueron estigmatizados, no obstante que debió tratarse de alguna dermatitis en particular y no lepra, dado que se habla de su curación. En cuanto a la lepra propiamente dicha, la que padecían los internados en el Hospital de San Lázaro de la ciudad de México, se asintió que era una enfermedad contagiosa, de ahí que se le temiera. El rechazo experimentado hacia el leproso también se debía a la deformidad y a la repugnancia producida por el cuerpo que comienza a transformarse en un ente que vive entre el límite de la vida y la muerte. Los portadores de la plaga debían ser mantenidos en confinamiento estricto por lo que al interior del Hospital de San Lázaro, una de las tareas más importantes de los empleados, entre ellos el administrador, era evitar que los internados regresaran a las calles por medio de fugas o licencias, así como evitar que quienes los visitaban en los horarios permitidos no pasaran más allá de los corredores.5

La vida al interior del leprosario

En 1821, cuando el Ayuntamiento de la ciudad de México se responsabiliza de los hospitales, el concepto de contagio estaba presente, no obstante que

se trataba de la etapa premicrobiana, por lo que las únicas medidas profilácticas disponibles para manejar la lepra eran la reclusión y la marginación. Se esperaba que aquellos que eran enviados o que llegaban por voluntad propia a aislarse al Hospital de San Lázaro, llevaran su enfermedad con paz y resignación ante lo inevitable, una muerte que podía tomar varios años en llegar, pero en la práctica, los enfermos se aferraban a aquellos aspectos de la vida cotidiana que sus gobernantes se proponían prohibirles, como era el libre tránsito, la socialización entre hombres y mujeres y hasta la comida y bebida de su elección.

Así, la primera razón de ser del hospital consistió en proteger la salud pública, cuidar el bienestar de los transeúntes y que los enfermos no anduvieran por las calles revelando el mal, el contagio y su desagradable apariencia física.

5. “Consideraciones sobre el reglamento formado por la Comisión respectiva para el Hospital de San Lázaro”, Archivo Histórico del Distrito Federal (AHDF), Ayuntamiento (Ayto.), Hospitales: San Lázaro (HSL), 1845, vol. 2307, exp. 77, f. 2 vta.

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Desde tiempos antiguos el leproso fue estigmatizado; es decir, inhabilitado para una plena aceptación social.

De acuerdo a Goffman, los griegos crearon el término estigma para referirse a signos corporales con los que se intentaba exhibir algo malo y poco habitual en el estatus moral de quien los presentaba. Esos signos consistían en cicatrices por heridas y quemaduras en el cuerpo, indicando que el portador era un esclavo, un criminal o un traidor. De manera adicional, durante el cristianismo el término tuvo dos significados metafóricos, uno “hacía alusión a signos corporales de la gracia divina, que tomaban la forma de brotes eruptivos en la piel; el segundo, referencia médica indirecta de esta alusión religiosa, a los signos corporales de perturbación física.”6 Dado que el medio social establece las categorías de personas que en él se pueden encontrar y las que son aceptables a los ojos de la mayoría, el leproso, considerado débil y peligroso, producía un descrédito total, por lo que difícilmente podía ser reclasificado y reintegrado a una sociedad donde pudiera desenvolverse plenamente; de ahí la importancia del hospital.

En el manejo del Hospital de San Lázaro figura una amplia gama de actores: el administrador, el padre capellán y el facultativo. En teoría, el administrador manejaba la disciplina, las finanzas y las compras de acuerdo con el presupuesto y las ordenanzas municipales; el padre capellán se ocupaba de la salud espiritual y el director médico, o facultativo, del bienestar físico. A su vez, cada uno contaba con ayuda de los dependientes menores como los practicantes, los enfermeros mayores y menores y los sirvientes; el afanador, el bañero, la bañera, el sacristán, un campanero, dos mozos, una ayudante, una lavandera de vendas y trapos, dos para la ropa, una cocinera, su ayudante y la galopina para proporcionar una vida digna y ocupada a los enfermos que comenzaban sus días casi siempre al despuntar la mañana.

Tanto para los leprosos como para los empleados, el jefe inmediato del hospital era el administrador, quien estaba obligado a mantener los principios del aislamiento para controlar la enfermedad, cuidar que los dormitorios no fueran comunes a ambos sexos ni que existiera comunicación entre ellos, hacer cumplir puntualmente el reglamento y proporcionar ocupación y ejercicio a los enfermos,7 que tenían cierta propensión a organizar reuniones de juegos, fugas y otros desórdenes tan pronto como tuvieran el tiempo y la oportunidad para ello.

Sólo hacía falta que un enfermo lograra burlar la puerta para que se desarrollara todo un escándalo, como pudo comprobar el Ayuntamiento en 1842, cuando el paciente Francisco Ramírez logró escapar la mañana de un 8 de mayo para regresar al hospital casi a las seis de la tarde muy ebrio, asociándose

6. Erving Goffman, Estigma. La identidad deteriorada, Buenos Aires, Amorrortu Editores, 2010, p. 9.

7. “Consideraciones sobre el reglamento…”, AHDF, Ayto., HSL, 1845, vol. 2307, exp. 77, f. 2 - f. 2 vta.

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a otro enfermo de nombre Luna y responder al regaño correspondiente con un motín compuesto de otros seis enfermos, que amenazaron al administrador hasta obligarlo a encerrarse y pedir auxilio a la guardia para que contuviera el desorden.8

El administrador comenzaba las mañanas dando parte por escrito al presidente de la Comisión de Hospitales y al Ayuntamiento si lo requería, del número de enfermos que se trataban, los de nuevo ingreso, los que hubieran sido dados de alta y los que hubieran fallecido, así como de las limosnas, las faltas de los dependientes y sirvientes y de todo lo extraordinario que hubiera ocurrido a últimas fechas.9 En otro libro llevaba las finanzas, la cuenta de los dos pesos mensuales que correspondían a cada enfermo para vestuario, lavandería, barbería, etc., presentando mensualmente el corte de caja a la Comisión, la que cuidaría de finiquitar la cuenta cada tres meses. A su vez, el día ocho de cada mes el administrador preparaba el borrador del presupuesto de gastos para el siguiente mes con el fin de obtener el visto bueno de la Comisión de Hospitales. La cantidad que se hubiera presupuestado para los gastos del mes se recibía en la Tesorería municipal en partidas parciales, semanalmente y con recibos visados por la Comisión, cuyos miembros debían cuidar que el administrador no tuviera en su poder más de 200 pesos.10

Mientras el administrador se ocupaba de las tediosas cuentas y de vigilar la disciplina, la sección propiamente médica trabajaba con intensidad. Cada día comenzaba alrededor de las cinco y media de la mañana en verano y seis en invierno, cuando el portero abría las enfermerías, despertaba a los enfermos y los dejaba al cuidado de los enfermeros mayores, quienes por una parte verificaban que el lugar estuviera aseado, que se repartiera el desayuno, consistente en chocolate o champurrado, acompañado de una pieza de pan bien cocido y fresco y por otra, se preparaban para la visita del médico, quien determinaría el método curativo que se aplicaba a los enfermos, los “aparatos” que iban a necesitar11 y la forma en que los enfermeros y practicantes realizarían las curaciones a lo largo del día. Cada enfermero mayor contaba con la ayuda de dos enfermeros menores para asistir cada uno a la mitad de los internados de su departamento en cualquier tratamiento o limpieza que hiciera falta.

Las enfermerías donde dormían los leprosos eran dos grandes salas o “departamentos”, una para hombres y otra para mujeres. Por el balance que

8. “Sobre que se proceda a la separación de las obras que la demandan en el de S. Lázaro”, AHDF, Ayto., HSL, 20 de mayo de 1842, vol. 2307, exp. 64, f. 1.

9. “Reglamento económico para el Hospital de San Lázaro, formado por la Comisión respectiva y aprobado por el ecsmo. Ayuntamiento”, AHDF, Ayto., HSL, 1845, vol. 2307, exp. 77, f. 11 vta.

10. “Reglamento económico ...”, AHDF, Ayto., HSL, 1845, vol. 2307, exp. 77, f. 11 vta.11. “Reglamento interior para el Hospital de San Lázaro”, AHDF, Ayto., HSL, 6 diciembre

de 1842, vol. 2307, exp. 66, f. 2.

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aparece en el Opúsculo sobre el mal de San Lázaro que escribieron los médicos Rafael Lucio e Ignacio Alvarado en 1852, en diciembre del año anterior había 41 enfermos en el hospital; 20 hombres y 21 mujeres.12 La separación de los internados debía cuidarse con especial atención para evitar el desorden y la inmoralidad, por lo que el portero revisaba cada mañana si alguna de las cerraduras había sido “abierta ó serrada [sic] maliciosamente”13 durante la noche y avisaba al administrador en caso de hallar alguna irregularidad.

Los leprosos más enfermos se instalaban en habitaciones independientes donde podían permanecer todo el tiempo de su convalecencia, a diferencia de los enfermos cuyo estado les permitía convivir con los demás y comer juntos a una misma hora fuera de sus dormitorios.14

A partir de 1821, cuando el leprosario comenzó a funcionar como establecimiento municipal, los primeros facultativos que dictaron la atención médica que se proporcionaba a los leprosos fueron el médico Manuel López López, quien fue despedido el 8 de marzo de 182215 y el cirujano Miguel Uribe, que ocupó el puesto entre 1822 y 1839.

El médico López López perdió el puesto debido a las quejas de los internados sobre el maltrato y desinterés con el que los atendía, a su vez, el médico aseguró al Ayuntamiento sentirse complacido por la denuncia porque el rechazo de los enfermos probaba que no había cedido a todas aquellas peticiones que eran contrarias a “la sana moral y práctica de la medicina, o bien contra la economía del Hospital que debo cuidar.”16 Como respuesta, el Ayuntamiento formó una comisión que investigara el problema y al descubrir que las quejas tenían fundamento se prescindió de los servicios del médico López López, quien fue sustituido por el cirujano Miguel Uribe.

El cirujano Uribe visitaba diariamente el hospital para atender no “solo al execivo [sic] número de enfermos que se medicinan en él; sino también á sus dependientes de todas las enfermedades que adolecen.”17 Realizaba sangrías, amputaba miembros, dilataba abscesos y tumores, reconocía las úlceras y reponía las luxaciones de huesos que eran tan comunes en los leprosos. No obstante,

12. Rafael Lucio e Ignacio Alvarado, Opúsculo sobre el mal de San Lázaro o Elefanciasis de los griegos, México, Imprenta de M. Murguía y Compañía, 1852, p. 8.

13. “Reglamento interior para el Hospital de San Lázaro”, AHDF, Ayto., HSL, 6 diciembre de 1842, vol. 2307, exp. 66, f. 3.

14. “Reglamento económico para el Hospital de San Lázaro”, AHDF, Ayto., HSL, 1845, vol. 2307, exp. 77, f. 11.

15. “Oficio donde se advierten las fallas del facultativo, la petición de licencia de matrimonio de una enferma y se sugiere la formación de un reglamento”, AHDF, Ayto., HSL, 8 de marzo de 1822, vol. 2306, exp. 27, f. 3.

16. “Nota escrita por el facultativo Manuel López López”, AHDF, Ayto., HSL, 4 de junio de 1822, vol. 2306, exp. 26, f. 1.

17. “Queja del cirujano Miguel Uribe sobre el sueldo que recibe”, AHDF, Ayto., HSL, 1827-1831, vol. 2306, exp. 37, f. 1.

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sus métodos se reducían a las curaciones inmediatas, las que le parecieran más convenientes y que no necesariamente respondían a una norma para tratar la aflicción que las originaba.

Al iniciar el siglo XIX ni los cirujanos ni los médicos contaban con una terapéutica acertada para combatir la lepra. Los primeros esfuerzos que se hicieron para unificar el tratamiento se dieron con la convocatoria que emitió la Comisión de Hospitales en 1824 para reunir a los facultativos.18

En ese entonces, la Comisión citada recomendó como el tratamiento más efectivo contra la lepra el uso de la herbolaria. Apuntaba que los enfermos bebieran frecuentemente cocimientos de un leño y raíz llamado “Fondin” y algunas plantas sudoríficas como la saponaria, la zarzaparrilla, la contrayerba, la serpentaria de virginia, la cedoaria, la anapsis apilla, el tedum palustre, el trébol acuático, la corteza del olmo piramidal y la dulcamara. También sugería la aplicación de frecuentes baños para los enfermos, ya fuera con agua tibia, emoliente, de mar, de aguas minerales, sulfúrica o de vapor. Para curar las úlceras consideraron que el mejor remedio serían las tinturas de mirra y aloes, el cocimiento de corteza del quino o “cascarilla”, ungüento de brea (residuo de la pirolisis de un material orgánico o de la destilación de alquitranes) y lociones acuosas o saturninas (con base de acetato de plomo), seguidas de otras “espirituosas” para fortificar el cutis una vez que las lesiones hubieran sanado.19

En 1839 el cirujano Uribe se retiró del Hospital de San Lázaro20 para ser sustituido por el doctor Ladislao de la Pascua, quien introdujo en el leprosario el entusiasmo por la modernización de la medicina; la que se estaba gestando tanto en Europa como en el territorio mexicano a partir de la reforma educativa lanzada por el vicepresidente Valentín Gómez Farías, la que inauguró el Establecimiento de Ciencias Médicas de 1833. De hecho, el doctor Ladislao de la Pascua fue egresado de la primera generación de médico-cirujanos del Establecimiento, que al venirse abajo la reforma educativa por órdenes del presidente Antonio López de Santa Anna, fue el único plantel que sobrevivió bajo el nombre de Escuela de Medicina. Una de las innovaciones del Establecimiento fue la unión de la medicina y la cirugía en un sólo práctico, lo que significó para el Hospital de San Lázaro un director médico familiarizado con textos de carácter nove-doso y técnicas modernas como el método anatomopatológico, que verificaba por medio de las autopsias las lesiones morbosas en el interior del cuerpo,

18. “Informe de los facultativos de la Junta de Sanidad Municipal y el Comisionado de Hospitales tras revisar el Hospital de San Lázaro”, AHDF, Ayto., HSL, 1824, vol. 2306, exp. 33, f. 8.

19. “Informe de los facultativos…”, AHDF, Ayto., HSL, 1824, vol. 2306, exp. 33, f. 12.20. Existe una confusión de fechas, entre 1838 y 1839 dado que la renuncia de Uribe aparece

en 1839, pero el propio Ladislao de la Pascua señala haber ocupado la dirección del Hospital de San Lázaro por un periodo de cinco años a partir de 1838. Ladislao de la Pascua, “Elefanciasis de los griegos”, Periódico de la Sociedad Filoiátrica de México, No. 3, México, Imprenta de Vicente G. Torres, 1º de julio de 1844, p. 53.

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conduciendo a los médicos a hacer una conexión entre esa lesión y la dolencia de que había sucumbido el paciente. De este afán, expresa Laín Entralgo, nació una de las fecundas vías para la conversión de la medicina en verdadera ciencia, el método anatomoclínico, trabajando al lado del enfermo para llegar a un diagnóstico preciso.21 Siguiendo tales procedimientos, el doctor de la Pascua analizó la esencia de la lepra, echando mano de los recursos tradicionales como la sangría y las plantas medicinales. El objetivo del doctor de la Pascua consistió en traspasar el mero alivio temporal y superficial y obtener una mejoría real y a largo plazo, que aunque no significara la curación, bien podía representar el alta para aquellos enfermos que permanecían en reclusión forzosa.

El médico, quien realizaba su visita diaria entre las seis y las ocho de la mañana, después de ser anunciado por el portero con el sonido de diez campanadas, comenzaba su inspección en la enfermería de mujeres, a menos que una emergencia indicara lo contrario, y luego en la de hombres. En ambas realizaba un estudio de cada paciente, informándose de su estado y ordenando los medicamentos, alimentos y régimen necesarios.

Como parte del tratamiento, el doctor Ladislao de la Pascua ordenó que los enfermos consumieran como agua de uso algunos cocimientos de plantas con efectos sudoríficos como la zarzaparrilla y el guayacán.22 Para manejar las úlceras, que de acuerdo con el doctor de la Pascua podían dividirse en superficiales y “de buen carácter” o dolorosas y profundas conocidas como “de mal carácter”, aplicó, entre otros medios, agua clorurada y lienzos untados con “cerato de Galeno”, un preparado farmacéutico compuesto de cera, aceite y agua de rosas, en las primeras, mientras que las “pútridas o de mal carácter” requerían de mayor esfuerzo y recursos. En cuanto a las úlceras de formas irregulares, color verdoso o supuraciones fétidas, el facultativo probó el llamado “bálsamo negro”, que se hacía con el jugo del cedro chino y se empleaba como cicatrizante de heridas y úlceras, pero descubrió que sólo empeoraban el problema, por lo que en su lugar prefirió la aplicación de lavatorios con un cocimiento emoliente o de quina con cloruro de sosa líquido. También las trataba limpiando la piel y untándolas con ungüento blanco alcanforado que solía prepararse poniendo la manteca a baño maría hasta que estuviera derretida y transparente y agregando poco a poco el polvo de alcanfor,23 después se le agregaba carbonato de plomo y se dejaba enfriar. Sobre las curaciones, el doctor colocaba cataplasmas emolientes simples o con algún aceite narcótico para aliviar el dolor;24 para su preparación

21. Pedro Laín Entralgo, Historia de la medicina, p. 320.22. Ladislao de la Pascua, “Elefanciasis de los griegos”, Periódico de la Sociedad Filoiátrica

de México, pp. 51-52.23. Ma. Eugenia Patricia Ponce Alcocer, Algunas enfermedades, remedios y tratamientos

terapéuticos en el México del siglo XIX, México, Universidad Iberoamericana, 2004, pp. 66-68.24. Ladislao de la Pascua, “Elefanciasis de los griegos”, Periódico de la Sociedad Filoiátrica

de México, p. 52.

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se extendía sobre un lienzo una mezcla resultante de hervir un cuartillo de agua con cuatro onzas de semillas de linaza; cuando alcanzara cierta viscosidad, se mezclaba con una octava parte de aguardiente o alcohol alcanforado.25

Las lesiones de la garganta las cauterizaba con nitrato de plata, utilizando sal inorgánica como antiséptico y desinfectante aunque también llegó a usar nitrato ácido de mercurio en la forma de gárgaras emolientes o ligeramente astringentes.

Los sudoríficos, cataplasmas y narcóticos utilizados por el doctor de la Pascua hacían posible mejorar temporalmente las lesiones provocadas por la lepra e incluso podían detener su avance pero no lograban una cura definitiva, por lo que el facultativo experimentó remedios que atacaran la enfermedad a un nivel más profundo que la mera curación de los síntomas y accidentes.

El recurso que le pareció más efectivo fue el arsénico y elaboró con él un tratamiento que comenzaba con una serie de baños tibios y un purgante suave que preparaba el estómago del enfermo para llevar un régimen compuesto de píldoras de arsénico. Cada píldora estaba hecha con arsénico de potasa, polvo de goma y agua y debía ser consumida una diaria durante 24 días. Después, la dosis iba aumentando paulatinamente a dos píldoras diarias en la 2ª dosis, tres de la 3ª dosis y seis de la 4ª, hasta que el enfermo estuviera tomando un gramo diario del medicamento. La idea era que el estómago del leproso se habituara a la acción del arsénico como agente terapéutico sin sufrir su acción tóxica, pero por lo común los enfermos experimentaran náuseas y vómitos, que cuando llegaban a ser muy graves obligaban al doctor de la Pascua a suspender el tratamiento.

El facultativo también probó por poco tiempo las tarántulas (Lycosa tarentula), las que preparaba en forma de tintura o cocimiento, dejando al animal machacado en alcohol etílico o etanol para extraer los principios activos. El remedio era más amable con el estómago de los enfermos y tenía el efecto positivo de producir gran cantidad de sudor, lo que se consideraba benéfico para expulsar los malos humores de la enfermedad, advirtiéndose una etapa de transición entre modelos médicos. En el artículo “Elefanciasis de los griegos”, publicado en 1844 en el Periódico de la Sociedad Filoiátrica, el doctor de la Pascua menciona haber recetado la tintura de tarántula en dosis de hasta una onza y media tres veces al día, sin embargo, no llegó a obtener datos concluyentes sobre el potencial de las tarántulas como medicina por haberlas usado por breve tiempo.26

En su intento por encontrar la cura de la lepra, la polifarmacia enunciada muestra un sinfín de remedios con que se saturaba al paciente, con efectos secundarios, haciéndole muchas veces más difícil su estancia en el hospital.

25. Ma. Eugenia Patricia Ponce Alcocer, Algunas enfermedades..., p. 51.26. Ladislao de la Pascua, “Elefanciasis de los griegos”, Periódico de la Sociedad Filoiátrica

de México, p. 53.

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En 1842, el doctor Ladislao de la Pascua dejó el puesto de facultativo en el Hospital de San Lázaro y fue sustituido por el joven médico Rafael Lucio Nájera, de 23 años. Él retomó muchos de las medicinas de uso tradicional como los cocimientos, los baños, las sangrías y el uso de algunos instrumentos de cirugía como las ventosas, objetos de forma redondeada, de vidrio o metal, que se calentaban y aplicaban en distintos puntos de la superficie del cuerpo para atraer a ellos un flujo de líquidos al producir vacío.27 Asimismo, dividió su método curativo en tres partes: medios para la enfermedad misma, medios para cada uno de los síntomas y medios para las complicaciones.28

Para la enfermedad, Lucio probó el guano sin obtener buenos resultados, las tarántulas y la zarzaparrilla como sudoríficos; yodo, arsénico, mercurio y el uso de baños. Como medios para los síntomas recetó la aplicación local del éter sulfúrico, la tintura licosa y la belladona; para las úlceras simples cerato de Galeno, opiados para las más dolorosas, aplicaciones de yodo y toques de nitrato de plata y proto-cloruro de mercurio para las de la boca.29 La tercera parte, los medios para las complicaciones, incluía opio para el dolor y el insomnio y vejigatorios, una especie de emplastes, parches o compresas sujetadas al vientre por medio de vendajes30 en caso de diarreas y dolores intestinales, en tanto que las neumonías y males oftálmicos se trataban como si fuera un enfermo cualquiera y no un lazarino.31

Las labores que realizaba el director médico del hospital eran múltiples y se hacían con toda seriedad y método; a más de los leprosos, atendía a los dependientes del hospital que enfermaran y requirieran sus servicios, hacía los reconocimientos que le ordenara la Comisión de Hospitales y expedía los documentos de medicina legal y policía de salubridad e higiene pública que se solicitaran al Hospital.32 Por otra parte, impartía lecciones de clínica a los practicantes, y de manera prioritaria, recetaba el tratamiento pertinente a los en-fermos. Para este último paso, elaboraba la historia clínica, anotando en un libro la patria, edad, oficio, temperamento, constitución, causa de la enfermedad, marcha, complicaciones, método curativo, terminación y en su caso, resultados de la autopsia. La historia clínica se enfoca a la enfermedad, explorando de alguna manera el contexto y los antecedentes: “Se trata de ponerle nombre de

27. A. Tavernier, Manual de Cirugía, que contiene el modo de observar en cirugía, una esposición del diagnóstico con los caracteres anatómicos de las enfermedades quirúrgicas y la terapéutica de ella, incluso las operaciones y los vendajes, Trad. Juan Gualberto Aviles, Madrid, Imprenta que fue de Fuentenebro, 1830, t. II, p. 262.

28. Rafael Lucio e Ignacio Alvarado, Opúsculo sobre el mal de San Lázaro..., p. 37.29. Rafael Lucio e Ignacio Alvarado, Opúsculo sobre el mal de San Lázaro..., pp. 43-46.30. A. Tavernier, Manual de Cirugía..., t. II, p. 303.31. Rafael Lucio e Ignacio Alvarado, Opúsculo sobre el mal de San Lázaro..., pp. 47-48.32. “Reglamento interior...”, AHDF, Ayto., HSL, 6 diciembre de 1842, vol. 2307, exp. 66,

f. 1 vta.

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enfermedad a los sufrimientos del paciente, bajo el supuesto, a veces artificioso, de que este enunciado permite elegir el tratamiento, clasificar al enfermo, anticipar su pronóstico y entender los cambios que están ocurriendo en el cuerpo del paciente”.33

Al terminar la visita y realizar la historia clínica, el médico firmaba el recetario, ordenaba el formulario que debía hacerse para facilitar el despacho de las medicinas en la botica, rubricaba los libros de prescripciones y ordenatas y abandonaba el hospital, aunque podía regresar si algún practicante lo llamaba por alguna emergencia.34 Cuando el médico se retiraba del hospital, los responsables de los leprosos por el resto del día eran los practicantes y enfermeros. Los practicantes del Hospital de San Lázaro eran estudiantes de 4º y 5º años de la Escuela Nacional de Medicina que habían ganado el concurso abierto convocado por la Comisión de Hospitales, además de presentar los mejores documentos de buena conducta y calificaciones. Como señala Foucault, la experiencia de los hospitales y su práctica cotidiana reúne la forma general de una pedagogía; se trata de un dominio en el cual la verdad se enseña por sí misma y de la misma manera a la mirada del observador experimentado y a la del aprendiz; para ambos hay un solo lenguaje, y el hospital es la escuela misma.35

Los deberes, penas y recompensas de los practicantes, al igual que la de todos los sirvientes, estaban sujetos al criterio de la Comisión de Hospitales.36 Los practicantes, considerados como dependientes subordinados al médico, eran los responsables de cumplir sus órdenes, administrar los medicamentos, apli-car los tratamientos recetados, imponer arrestos en el Hospital y otros castigos correccionales en ausencia del facultativo, aunque no podían realizar operaciones graves ni ensayar “método curativos peligrosos” sin previa autorización.37 El hecho de que el reglamento del Hospital mencionara las palabras castigo y arresto, nuevamente nos está denotando el estigma hacia el enfermo.

Los practicantes comenzaban sus labores por la mañana con la llamada “curación de pinzas” que llevaban a cabo en sus respectivas enfermerías. Después asistían al médico en su visita y cuando éste se había ido entregaban el formulario firmado a los enfermeros, quienes mandaban al mozo del hospital a la botica con el recetario y los trastos necesarios para transportar las medicinas. Por precaución, el reglamento especificaba que los practicantes no podían abandonar el hospital al mismo tiempo. Siempre debía permanecer uno de guardia para lo que se ofreciera en las enfermerías.

33. Alberto Lifshitz, “Prólogo”, pp. 9-11.34. “Reglamento interior...”, AHDF, Ayto., HSL, 6 diciembre de 1842, vol. 2307, exp. 66,

f. 1 vta.35. Michael Foucault, El nacimiento de la clínica. Una arqueología de la mirada médica,

México, Siglo XXI Editores, 2009, p. 104.36. “Consideraciones sobre el reglamento...”, AHDF, Ayto., HSL, 1845, vol. 2307, exp. 77, f. 7.37. “Reglamento económico...”, AHDF, Ayto., HSL, 1845, vol. 2307, exp. 77, f. 12 vta.

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Cuando el mozo regresaba, los practicantes entregaban a los enfermeros mayores los medicamentos y las instrucciones escritas para distribuirlos. Los enfermeros mayores cuidaban que los internados no cometieran fraude al momento de distribuirse los medicamentos, es decir, que no se robaran las medicinas entre ellos o que al contrario se negaran a tomarlas, lo que se informaba al practicante en caso de suceder.38 También vigilaban que cada remedio fuera repartido correctamente y que los pacientes no se auto medicaran.39

De acuerdo con las sugerencias hechas por la Comisión de facultativos que se reunió en 1824, las medicinas debían complementarse con una buena dieta, higiene y ejercicios que podían llevarse a cabo en el campo, evitando a toda costa que los leprosos llegaran a la población.40 Recuérdese que el Hospital de San Lázaro se ubicó lejos de la traza de la ciudad, según los lineamientos que las instituciones medievales dictaban para los enfermos contagiosos, por lo cual eran estigmatizados.41 El hospital que nos ocupa se situó al oriente de la ciudad de México, el barrio más desamparado en cuanto a servicios se refiere. Como señala Goffman, hay que distinguir la visibilidad de un estigma de su conocimiento.42 Si la persona posee un estigma muy visible, el simple contacto con los que le rodean dará a conocer dicho estigma. Pero el conocimiento que los demás tienen de él dependerá de otro factor además del de la visibilidad corriente, de que conozcan previamente al estigmatizado. Por otra parte, hay de estigmas a estigmas, como por ejemplo, el tartamudeo es un defecto invisible, pero impacta al oído, en cambio el leproso, con defectos físicos imposibles de encubrir, impacta a los ojos y afecta definitivamente en el fluir de la interacción social.

Para aliviar las necesidades fisiológicas, la Comisión de facultativos de 1824 recomendó que se construyeran baños dentro del hospital, que todos los enfermos que pudieran caminar se cuidaran de “exonerar en los comunes” y que los que no pudieran llegar hasta esos espacios usaran una especie de vasos o recipientes que se guardarían dentro de cajas de madera con tapa, bajo las camas hasta que los enfermeros los recogieran para limpiarlos en la mañana y al final de la tarde con el fin de evitar que las exhalaciones de los deshechos se unieran a los gases de la atmósfera, haciéndola menos respirable.43

38. “Reglamento interior...”, AHDF, Ayto., HSL, 6 diciembre de 1842, vol. 2307, exp. 66, f. 2.39. “Reglamento interior...”, AHDF, Ayto., HSL, 6 diciembre de 1842, vol. 2307, exp. 66,

f. 1 vta.40. “Informe de los Facultativos...”, AHDF, Ayto., HSL, 1824, vol. 2306, exp. 33, f. 13 vta.41. Francisco Guerra, Historia de la medicina, 3ª ed., Madrid, Ediciones Norma-Capitel,

2007, p. 117.42. Erving Goffman, Estigma..., pp. 69-71.43. “Informe de los facultativos...”, AHDF, Ayto., HSL, 1824, vol. 2306, exp. 33, f. 15.

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Entre la hediondez y el deterioro del hospital, debió haber aumentado el sufrimiento de los enfermos. El estudiante Hilarión Frías y Soto, quien cursó la enseñanza clínica al lado del doctor Rafael Lucio describió con detalle el ambiente:

No puedo recordar sin una honda melancolía el aspecto horrible que presentaba el edificio sombrío y viejo con sus paredes negras, leprosas y desmoronándose, rasgadas por hondas grietas donde hormigueaban millares de lagartijas. Todo allí era tétrico y repugnante…Sobre aquella cárcel de leprosos, sobre aquel conjunto de charcos de agua sucia y espesa, que lenta y penosamente despiden las atarjeas, reverbera un sol de fuego que verifica millones de inmundos insectos que hierven en el suelo o nublan el viento. Sólo los que pasamos allá las primeras horas de la mañana, cuando centenares de úlceras una a una y haciendo las guardias nocturnas, encerrados en aquella mazmorra más terrible y repugnante que los presidios de la costa, pudimos estimar la importancia de los trabajos del Dr. Lucio, que, ayudado por una administración filantrópica, pudo ir mejorando la situación de los asilados.44

Independientemente de lo ruinoso y húmedo del Hospital, en ese entonces, el aseo ya se consideraba como parte primordial del tratamiento médico y según el reglamento de la institución, se convirtió en una parte muy importante del régimen de los leprosos, por lo que se dispuso que la limpieza de la ropa de cama y la personal se llevara a cabo de forma supervisada al menos cada ocho días, incluyendo las vendas, cabezales y lienzos que se utilizaban en las curaciones.45 Tal propuesta figura formalmente en el reglamento interior que se redactó en 1842, donde se especifica que cada sábado, los enfermeros mayores pasarían visita de ropa a cada una de sus enfermerías, enfermo por enfermo, revisando que cada uno contara con sus prendas y anotando si hacía falta alguna pieza. A la mañana siguiente, entregarían una muda de ropa limpia a los enfermos y se llevarían la sucia, la que sería entregada a la lavandera los lunes. Los leprosos tenían que cuidar mucho su ropa de uso porque de perderla, les estaba prohibido cubrirse con la ropa de cama.

Los leprosos tenían pocas actividades que no estuvieran relacionadas con su curación. Además de la asistencia diaria del médico, recibían las visitas de los familiares los domingos y jueves desde las nueve de la mañana hasta las once y cuarto y después desde las tres de la tarde hasta las nueve de la noche,46 y aquellos que estuvieran en condiciones, asistían a los servicios religiosos que se practicaban en el templo anexo al hospital o iban a confesarse con el padre

44. Citado en Xóchitl Martínez Barbosa y Jorge Zacarías Prieto, Rafael Lucio. Su trayectoria en la Escuela de Medicina, México, Departamento de Historia y Filosofía de la Medicina-Facultad de Medicina-UNAM, 2006 (Archivalia Médica No. 5), p. 5.

45. “Informe de los facultativos...”, AHDF, Ayto., HSL, 1824, vol. 2306, exp. 33, f. 13 vta.46. “Reglamento económico”, AHDF, Ayto., HSL, 1845, vol. 2307, exp. 77, f. 11 vta.

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capellán, quien estaba encargado del culto divino en la Iglesia de San Lázaro, de la asistencia espiritual del establecimiento y de la enseñanza y explicación de la doctrina cristiana a los enfermos y sirvientes.

El padre capellán debía vivir en el hospital, visitar a los enfermos todos los días y administrarles oportunamente los Santos Sacramentos, impartir pláticas doctrinales los domingos y tres veces a la semana, reanimar en el establecimiento el espíritu de caridad, necesario a la buena asistencia de los enfermos, firmar las partidas de limosnas cuando los donantes no supieran o no quisieran hacerlo y llevar la cuenta de todo lo que recibiera la Iglesia para el culto en un libro que debía presentar a la Comisión de Hospitales siempre que ésta lo pidiera.47 A sus órdenes se encontraba el sacristán y el campanero, oficio que podía ser ejercido por alguno de los enfermos, siempre y cuando estuviera en condiciones de ayudar.

Las líneas anteriores demuestran el interés de los especialistas de la salud por encontrar el alivio de los leprosos, recurriendo y experimentando en un amplio marco de productos farmacéuticos; por otra parte, figuró el padre capellán, que podría pensarse brindó apoyo moral a los internados y entendió su enfermedad; sin embargo, por los relatos de archivo, se limitaba a impartir misa y organizar los rezos matutinos y nocturnos, quedando un vacío, una frialdad hacia los internados, una incomprensión del dolor que sentía el enfermo. Independientemente de los síntomas del leproso, sus nauseas, cólicos, diarreas, cefaleas e insensibilidad en los dedos, por mencionar algunos, el deterioro del aspecto físico por caída de cejas, pestañas, manchas en la piel y las inevitables amputaciones como respuesta a la avanzada artritis en las articulaciones del codo, rodilla y puño supurados, deprimía a cualquiera. Córdova Villalobos señala que hasta hace poco se consideraba que el dolor era sólo un síntoma físico, una señal o una expresión de enfermedad, que había que dejar que siguiera su curso puesto que significaba una evidencia para el diagnóstico del médico. Sin embargo, agrega, que la evolución del conocimiento ha mostrado que su aparición obedece no sólo a procesos biológicos, bioquímicos, neurofisiológicos y psicológicos del individuo, sino también al entorno en el cual se desenvuelve el sujeto de estudio. Además de la edad, el tipo y la localización del dolor, los factores socioculturales juegan un papel sustancial en la vivencia y percepción del dolor en el individuo.48 Al interior del Hospital de San Lázaro se percibe no sólo un dolor físico, sino también emocional crónico que afectaba la calidad de vida y que por supuesto, no era tratado con dignidad o ni siquiera se detenían a pensar en él; el sufrimiento que el dolor impone a quien lo padece se advierte por las fugas de los pacientes, que frecuentemente pretendían abandonar el espacio

47. “Reglamento económico”, AHDF, Ayto., HSL, 1845, vol. 2307, exp. 77, f. 12.48. José Ángel Córdova Villalobos, “Prólogo” en Uriah M. Guevara López, Dolor por

especialidades, 2ª ed., t. 1, México, Corporativo Intermédica, 2008, 620 pp., pp. XII-XIII.

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que los recluía. Respecto a su alivio o mejoría, nos preguntamos qué tanto fue considerado como un derecho humano fundamental.

El padecer del enfermo, la manera como él vivía su enfermedad, no debió haber importado mucho. La vida al interior del nosocomio era un tanto mecánica, por ello había que seguir diariamente con la rutina. Así, a las 12 del día se servía la comida, por lo que los enfermeros mayores hacían que los internados se dirigieran a la cocina con cajones y portaviandas para recibir sus alimentos, los que repartían conforme a una lista redactada por el facultativo. Los enfermeros mayores revisaban que todo enfermo ocupara su lugar respectivo para comer y que consumieran todos sus alimentos. Si alguno de los facultativos o el practicante descubría a uno de los internados tratando de comer algo no permitido, debía impedírselo o dar aviso inmediato al administrador. La comida de las doce, de acuerdo a las sugerencias de 1824, consistía de caldo, sopa y una ración de carne y agua, mientras que aquellos enfermos que estuvieran acostumbrados al pulque podían beber una libra o “quartillo.”49

Al final del día se tocaban nueve campanadas para que el practicante pasara la ordenata a la que asistían el enfermero mayor y el menor. En dicha visita se preguntaba a cada enfermo si había tomado los medicamentos y alimentos que tenía señalados, y en caso contrario se corregía la falta. Al concluir la ordenata se rezaba el rosario y se repartía la cena entre las siete y las ocho de la noche. A las nueve, en medio del silencio, se tocaban nueve campanadas y los enfermeros mayores cuidaban que cada enfermo estuviera en su respectiva cama.50

Emergencia de prácticas científicas

Pese a que el Hospital de San Lázaro fue una institución empobrecida, en lamentables condiciones físicas, inmunda y antihigiénica, resultó ser una

fuente de conocimiento y significativo espacio de investigación, no con el rigor de las instituciones que surgirían en el mismo siglo XIX, donde habría investigadores propiamente dichos integrando una comunidad científica, laboratorios, sociedades académicas y publicaciones. En San Lázaro el doctor Rafael Lucio Nájera, quien se desempeñó como director del nosocomio de 1842 a 1858, se ocupó de una enfermedad que poco o nada podía ofrecer a aquellos hombres preocupados por los aspectos más prometedores de la vida del ser humano. Sin embargo, el director no vio en la lepra un final o el colmo de la desesperanza, al contrario, vio un misterio que bien podría llegar a resolverse y como científico puso todo su empeño en el desciframiento de la naturaleza y etiología de la lepra. Por ello logró identificar tres formas de la enfermedad:

49. “Reglamento económico...”, AHDF, Ayto., HSL, 1845, vol. 2307, exp. 77, f. 12.50. “Reglamento interior...”, AHDF, Ayto., HSL, 6 diciembre de 1842, vol. 2307, exp. 66,

f. 2 vta.

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la tuberculosa, la anestésica y la manchada; esta última no se había descrito con anterioridad, su identificación se debe precisamente a las indagaciones de Lucio, de ahí que incluso al día de hoy se le conozca como “lepra de Lucio”.

Rafael Lucio fue originario del Estado de Veracruz, realizó sus estudios de medicina en la institución heredera de las innovaciones implementadas por el Establecimiento de Ciencias Médicas de 1833 y se tituló de médico cirujano en 1842. Efectuó dos viajes a Europa con el fin de enriquecer sus conocimientos en el área de la medicina operatoria. Fue médico personal de Benito Juárez, motivo por el que le correspondió anunciar la muerte del presidente en 1872.51 Dirigió la Academia Nacional de Medicina en dos ocasiones, en 1869 y en 1880 así como la Escuela Nacional de Medicina de 1873 a 1874 y en 1885. Un hecho que deseamos subrayar, como aportación al presente estudio, consiste en precisar que Rafael Lucio no fue el último director del Hospital de San Lázaro, como señalan todos los escritos hasta ahora publicados. Lucio fungió como titular del nosocomio de 1842 al 8 de abril de 1858, como se constata en su carta de renuncia:

Suplico a V.S. tenga la bondad de hacer presente al Exmo. Ayuntamiento, que no siéndome posible continuar, por mis muchas ocupaciones, sirviendo la plaza de Médico del Hospital de San Lázaro, hago renuncia de ella.Protesto a V.S. las seguridades de mi particular aprecio.Dios y Libertad, Abril 8 de 1858.Rafael Lucio (Rúbrica)52

Como titular del nosocomio continuó el doctor Luis Fernández Gallardo, quien fue el último director de San Lázaro, y ocupó el cargo por un periodo de cuatro años.

A raíz de sus observaciones en el Hospital, el doctor Lucio se convirtió en un facultativo que reunía diversas cualidades que caracterizaron a los hombres de ciencia del siglo XIX, como fue el entusiasmo por la incipiente tecnología, la curiosidad del naturalista, la observación del clínico y el rigor del investigador que busca seguir un método ordenado que pueda ofrecer resultados exactos.

Dotado de dichas capacidades, el doctor Rafael Lucio fue capaz de implantar un nuevo método para ocuparse de aquellos enfermos que hasta entonces habían sido desahuciados. Armado de confianza en la exactitud, el rigor y el conocimiento cierto sobre la naturaleza de las cosas que ofrecía la ciencia, el doctor Lucio se acercó a sus enfermos de forma personal, en la cabecera de sus sencillos catres, para aplicar los principios de la clínica, recabar signos y síntomas, identificar lesiones, comparar las historias clínicas, hecho en el que

51. Juan María Rodríguez, “El día 30 de mayo falleció en esta capital el Señor Doctor Don Rafael Lucio”, Gaceta Médica de México, 15 de junio de 1886, v. XXI, núm. 12, p. 35.

52. “Carta de renuncia del doctor Rafael Lucio Nájera a la plaza de facultativo del Hospital de San Lázaro”, AHDF, Ayto., HSL, 8 de abril de 1858, vol. 2307, exp. 109, f. 7.

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pone sumo esmero y así rastrear las razones y causas de la enfermedad antes de ser vencidos por ella y verse obligados a continuar la búsqueda en la mesa de autopsias.

Cada día, el doctor Lucio tenía la oportunidad de observar, estudiar y experimentar diversos recursos para combatir tanto los síntomas como los accidentes o complicaciones, e incluso la causa subyacente de la misteriosa lepra. Por la mañana, al finalizar la revisión de cada enfermo, el doctor determinaba aquellos métodos curativos que debían seguirse de manera regular con base en las observaciones de los efectos secundarios y estragos que hubieran causado durante las primeras pruebas en los cuerpos de los enfermos.53

En aquellos casos más urgentes que requirieran cirugía, el doctor no sólo debía confiar en sus conocimientos teóricos, también debía hacer acopio de fuerza, habilidad y rapidez dado que la introducción de la anestesia en México se dio hasta mediar el siglo XIX, cuando el doctor Pablo Martínez del Río la puso en práctica. Una operación grave podía significar perder a uno de los enfermos hasta varios años antes de que la lepra misma marcara su final. El desempeño del doctor Lucio en estos casos puede verse en la extrema situación del enfermo José María Villagrán, un lazarino de 39 años de edad que se había estado curando en el leprosario en abril de 1843.

En la cuidadosa descripción que hace el director de su caso, aparecen descritos sus síntomas, incluyendo vómitos, diarrea y una gran úlcera en el paladar que produjo una abertura anormal entre las fosas nasales y la boca, así como desmayos producidos por las frecuentes evacuaciones que incluso llegaron a impedirle la respiración de tal forma que fue necesario practicarle una traqueotomía para salvarle la vida, operación que posteriormente se comprobó que había sanado.54 En el registro de este caso, es posible notar la decepción que le produjo al doctor Lucio el haber perdido a José María a la mitad de la noche sin haber podido registrar los últimos síntomas que presentó.55

A lo largo de todo el siglo XIX, Francia fue considerada como el lugar indicado para informarse de las innovaciones terapéuticas y avances científicos que pudieran aportar nuevas herramientas a la práctica de la medicina. Algunos de esos recursos que se encontraban en práctica en hospitales y clínicas europeas fueron la hidroterapia y la electroterapia, experimentados en San Lázaro con resultados diversos.

53. “Reglamento interior...”, AHDF, Ayto., HSL, 6 de diciembre de 1842, vol. 2307, exp. 66, f. 1.

54. Rafael Lucio e Ignacio Alvarado, Opúsculo sobre el mal de San Lázaro..., p. 46.55. “Registro de enfermos, tratamientos y complicaciones”, Archivo Histórico de la Secreta-

ría de Salud (AHSS), Hospitales y Hospicios (HyH), Hospital de San Lázaro (HSL), abril de 1843, Lb. 4, f. 44- 44 vta.

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El estudio científico de la lepra en el Hospital de San Lázaro, México, Siglo XIX 211

La hidroterapia consistía en el empleo tópico o externo del agua en los enfermos por los efectos físicos y mecánicos que se derivaban de la aplicación del calor superficial o del frío.56 El doctor Lucio los aplicó en forma de baños de agua fría, pero concluyó, tras un periodo de prueba, que realmente la mejoría que provocaban en un principio era muy breve y que en cambio, la enfermedad solía regresar con mayor fuerza, por lo que después la definió como “un medio á veces perjudicial y siempre inútil”.57

Por otra parte, la “electroterapia” tuvo mejor suerte a los ojos de Lucio, quien a diferencia de algunos sectores médicos en Gran Bretaña que se resistían a emplearla, era aceptada como una forma respetable de medicina entre los facultativos franceses así como el uso de varios instrumentos electro médicos como baterías, bobinas de inducción, generadores electromagnéticos o fajas eléctricas que llegaron a ser muy comunes en Europa durante la primera mitad del siglo XIX,58 de ahí que el doctor Lucio se decidiera a experimentarla.

Basados en aquellas entradas de enfermos que recibieron toques electromagnéticos en el Hospital de San Lázaro, es posible aventurar que el doctor Lucio utilizó el galvanómetro entre los años de 1849 y 1850.59 Él llamaba al aparato “máquina galvánica” o “electro galvanómetro” y después de probarlo continuamente en diferentes enfermos de la variedad conocida como anestésica, llegó a la conclusión que la electroterapia podía ser de gran ayuda si se aplicaba al principio de la enfermedad, a tal grado, que incluso era posible que se recuperara la sensibilidad perdida en los miembros a los pocos días de aplicar los toques.60 Un afortunado que se vio beneficiado por el uso del galvanómetro fue Felipe Muñoz, un hombre de 30 años, natural de Yztapaluca que llegó al Hospital en 1849. Su tratamiento “con la máquina” consistía en la aplicación de toques después de recibir una sesión de baños de 15 minutos, cuatro veces por semana. A la tercera sesión, los síntomas de Felipe comenzaron a desaparecer y “después del cuarto toque se le dio de alta por estar ya bueno el día 27 de Octubre de 1849”.61

Al mediar el siglo XIX, el uso de los instrumentos para apoyar el ejercicio de los especialistas de la salud desempeñó un papel primordial en el proceso de modernización de la medicina, llegando a constituirse en símbolos emble-

56. Tomás Gallego Izquierdo, Bases teóricas y fundamentos de la fisioterapia, Buenos Aires-Madrid, Ed. Médica Panamericana, 2007, 237 pp. (Colección Panamericana de Fisioterapia), p. 25.

57. Rafael Lucio e Ignacio Alvarado, Opúsculo sobre el mal de San Lázaro..., p. 41.58. Peter Bowler e Iwan Rhys Morus, Panorama general de la ciencia moderna, Barcelona,

Editorial Crítica, 2007, p. 571.59. “Registro de enfermos”, AHSS, HyH, HSL, 27 de octubre de 1849 y 16 de octubre de

1850, Lb. 4, f. 30 y f. 43.60. Peter Bowler e Iwan Rhys Morus, Panorama general…, p. 42.61. “Registro de enfermos”, AHSS, HyH, HSL, 27 de octubre de 1849, Lb. 4, f. 30.

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máticos de la medicina científica de la centuria en cuestión.62 Entonces, como parte del proceder científico se evidenció cada vez más la necesidad de utilizar la tecnología y los instrumentos, en su mayoría procedentes de Europa, fundamentalmente de Francia, Inglaterra y Alemania por lo que sobra comentar lo oneroso que resultaban. El instrumental que arribaba al territorio mexicano se utilizó tanto en los laboratorios de la Escuela Nacional de Medicina como en los hospitales. Además de los ya mencionados, como el electro galvanómetro, en el Hospital de San Lázaro se requirió instrumental quirúrgico para efectuar no sólo las sencillas intervenciones sino también las amputaciones de miembros supurados, muy comunes en los leprosos y, en última instancia, las autopsias. Para tales prácticas había que solicitar escalpelos, pinzas y sondas, entre otros. Asimismo, cabe mencionar que durante su estancia en Francia, Rafael Lucio conoció a Eduard P. M. Chassaignac, de Nantes, quien introdujo el drenaje quirúrgico mediante sondas de goma e ideó el constrictor de Chassaignac, traído a territorio mexicano por el doctor Lucio. Nuestro protagonista fue “…partidario decidido de la extirpación radical de las almorranas por medio del constrictor de Chassaignac”, llevando a cabo alrededor de cuatrocientas intervenciones quirúrgicas, con lo que se advierte que Lucio fue un hombre de ciencia actualizado.63

Las líneas anteriores reflejan bien el desarrollo de la medicina científica en México, que se empezó a gestar de manera constante a partir de la reforma educativa emprendida por el vicepresidente de la República Valentín Gómez Farías.

Como señala Saldaña, entre 1833 y 1834, con el establecimiento de instituciones de enseñanza científica de carácter público, se llegó a la más importante consecuencia que para la ciencia tuvo la Independencia y la formación del Estado nacional mexicano.64 Así, el Establecimiento de Ciencias Médicas, conocido posteriormente como Escuela Nacional de Medicina, fue una expresión de la primera política pública de la ciencia en México. Desde 1833 se leyeron sin problema alguno a los autores franceses, quienes llevaban el liderazgo de los avances médicos e impusieron la clínica como el mejor método de estudio del enfermo, de manera que el hospital se convirtió en el corazón de la empresa; el hospital fue a la medicina lo que la catedral es a la religión y el

62. María del Socorro Campos Sánchez, La colaboración médico-artesano en México y Cuba (1850-1910). El caso del instrumental médico, Tesis de Maestría en Estudios Latinoamericanos, Asesor: Juan José Saldaña, Facultad de Filosofía y Letras, UNAM, México, 2005, p. 11.

63. Francisco Flores, Historia de la medicina en México, (1888), Edición facsimilar, México, IMSS, 1982, II, p. 418.

64. Juan José Saldaña, Ciudad de México. Metrópoli científica, una historia de la ciencia en situación, México, Ediciones Amatl/Instituto de Ciencia y Tecnología del Distrito Federal, 2012, p. 345.

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palacio a la monarquía, como diría Roy Porter.65 Nuestro personaje principal, Rafael Lucio, quien mostró al Hospital de San Lázaro como un espacio de emergencia de prácticas científicas modernas, puesto que en su interior es como él llegó a reconocer una variedad de la lepra, vivió en un ambiente académico que pretendía institucionalizar la ciencia. Si bien es cierto que Lucio fue el director del hospital citado, responsabilizándose de la organización propiamente médica de la institución y por supuesto, de la atención de los enfermos, el trabajo de investigación que llevó a cabo, de manera un tanto individual, es suficiente para afirmar que en el Hospital de San Lázaro existían prácticas científicas de carácter público, puesto que fue una institución sufragada por el Ayuntamiento.

Por otra parte, aún existía una actividad científica de carácter privado, como la emprendida en el marco de la Academia de Medicina de Mégico [sic], la primera creada en 1836 y una segunda en 1851, además de la Sociedad Filoiátrica, conformada en 1841. Esas asociaciones académicas se debían al entusiasmo de sus integrantes, careciendo del apoyo gubernamental. Y con ese mismo afán de progreso, contaron con un periódico como órgano publicitario que diera a conocer las novedades científicas, el intercambio de opiniones y que los actualizara como profesionistas, enunciando en su conjunto el desarrollo de la medicina mexicana. Al igual que Ladislao de la Pascua, Lucio probó remedios para la lepra con la aplicación de sudoríficos, cocimientos de diversos agentes como animales machacados, lagartijas o tarántulas e incluso bebedizos compuestos de guano, pero no logró dilucidar el origen de la enfermedad, aunque sí una variedad de la misma. Todas aquellas valiosas observaciones, casos inusuales y registros detallados de su experimentación científica, quedaron asentados en el Opúsculo sobre el mal de San Lázaro o elefanciasis de los griegos, el cual redactó en sociedad con el doctor Ignacio Alvarado, a quien pidió que pasara un periodo en el hospital para juzgar el contenido de sus registros y conclusiones, como una prueba más de su interés por encontrar certeza y certidumbre en aquellos enunciados que ponía a la disposición del público. Como resultado de su aguda observación, Lucio escribe en su Opúsculo:

Hace ocho años que estoy encargado de la dirección del hospital destinado a los lazarinos, y en dicho periodo he tenido ocasión de observar esta enfermedad tan poco conocida por los médicos europeos y aun por los mexicanos. Una de las formas, sobre todo, la que está caracterizada por la presencia de manchas rojas y dolorosas en la piel, no se encuentra descrita en ninguna obra publicada hasta hoy, que yo conozca; esto hace muy probable la suposición de que esta enfermedad es propia de México, y enteramente desconocida de los médicos europeos.66

65. Roy Porter, Breve historia de la medicina, trad. Irene Cifuentes y Teresa Carretero, México, Taurus, 2004, p. 209.

66. Rafael Lucio e Ignacio Alvarado, Opúsculo sobre el mal de San Lázaro..., p. 5.

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Para la redacción del Opúsculo, Lucio tomó en cuenta la publicación que dejó el médico Ladislao de la Pascua, exdirector del Hospital de San Lázaro, los ya citados apuntes sobre la Elefanciasis, que sólo describían la forma tuberculosa.

A través del texto, Lucio expresa su método de investigación:

A pesar del largo tiempo que llevo de dirigir el hospital, he creido conveniente, para escribir y publicar estos apuntes, asociarme con otro profesor para que en estos últimos tres meses haya venido á observar los enfermos ecsistentes en este hospital, haya sacado la historia de la mayor parte de ellos y haya podido yo de este modo, comparando sus datos con los mios, llegar á resultados mas seguros y que inspiraran más confianza al público…pero he creido necesario publicarlos mas bien incompletos, que hacer caer en el olvido observaciones nuevas y curiosas, importantes por tratarse de una enfermedad propia de México.67

Si bien es cierto que al interior del Hospital de San Lázaro no había muchos colegas con quien discutir las innovaciones de Lucio, además de Ignacio Alvarado, profesor de fisiología en la Escuela Nacional de Medicina y autor de un estudio sobre la fiebre amarilla en Veracruz; y de los estudiantes de medicina que iban al nosocomio en calidad de practicantes, en 1851 Lucio leyó su Opúsculo en la Academia de Medicina de Mégico [sic], organismo antecesor de la actual Academia Nacional de Medicina y por ende, importante foro de discusión y actualización para el gremio médico de México. Desde 1836, cuando se funda la primera Academia de Medicina, es el espacio donde los médicos daban a conocer sus investigaciones, los casos clínicos con los que se enfrentaban, puesto que no había otro lugar para hacerlo, ya que solo existían los hospitales y la escuela de medicina, orientados exclusivamente a la asistencia y a la docencia respectivamente. Por tanto, afirmamos que sí se daban los criterios para significar un trabajo científico, que implicaba los sujetos, los grupos, las instituciones, como el Hospital de San Lázaro, las corporaciones, como la Academia de Medicina y sus publicaciones y desde luego, la investigación propiamente dicha, la que la clínica le permitía realizar a Lucio; lo que observaba y reflexionaba junto al lecho del enfermo. La clínica, como la definiría en 1905 el catedrático José Terrés, es “el arte que tiene por objeto estudiar el estado patológico de los enfermos para establecer el pronóstico, instituir el tratamiento, evitar la transmisión de las enfermedades y establecer bases para la patología”.68 A través de la clínica se realizaban dos diagnósticos, el del enfermo y el de la enfermedad.

Sobre el Mal de San Lázaro Rafael Lucio explicó que se manifiesta de tres maneras, como ya se ha apuntado, la elefanciasis tuberculosa o leonina, la

67. Rafael Lucio e Ignacio Alvarado, Opúsculo sobre el mal de San Lázaro..., p. 6.68. José Terrés, “Primera lección del tercer curso de clínica médica”, Anales de la Escuela N.

de Medicina, parte médica, t. 1, 1905, p. 8.

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anestésica o antonina y la manchada o lazarina. Nuestro autor expresa que “Los síntomas que las constituyen difieren de tal modo, que para cualquiera [sic] observador que no hubiere visto un gran número de enfermos, serian consideradas no como formas de una misma enfermedad, sino como enfermedades diversas”, lo que denota la experiencia y ojo clínico del autor.69

La elefanciasis tuberculosa se caracteriza por la presencia de tubérculos en la piel de la cara, de los brazos y piernas, algunas veces ulcerados. La elefanciasis anestésica se identifica por la destrucción de los huesos en las extremidades y por la insensibilidad que se adquiere, en tanto que la manchada lleva esa denominación por la presencia de manchas rojas y dolorosas en las piernas y brazos, rara vez en la cara y con úlceras que dejan cicatrices. El síntoma más común es la disminución de la sensibilidad, que también, dice Lucio, “es uno de los signos diagnósticos más preciosos.” La disminución de la sensibilidad que persiste durante toda la enfermedad está precedida por adormecimientos y hormigueo en las manos y en los pies. Asimismo hay caída de las cejas, pestañas, el vello de los brazos, el del tronco y muy rara vez el de la cabeza.

Agrega Lucio que:

la caida [sic] de las cejas es de tanto valor para el diagnóstico, que unida con la disminución de la sensibilidad y con el padecimiento de la mucosa nasal…se puede asegurar, que un individuo está atacado del mal de San Lázaro, y que este se manifestará muy pronto bajo la forma manchada. Es un fenómeno que nunca falta; de mucha utilidad para el diagnóstico, y por consiguiente para el tratamiento.70

Así, como afirma Laín Entralgo, mediante la interpretación de lo observado o medido, es decir, ordenando el “hecho” en la trama de una teoría que lo haga inteligible, los datos que brinda la observación, la mensuración y la experimentación se convierten en saberes científicos.71

Como resultado del trabajo de hospital, Rafael Lucio ahonda en detalles sobre la enfermedad en cuestión. Expresa que el olfato se atrofia, pero no se pierde en su totalidad; aumenta el volumen del lóbulo de la oreja, sin perder la audición. Los síntomas de la forma manchada no acaban ahí. Adiciona Lucio que también hay complicaciones del tubo digestivo por lo espeso de la mucosa, cólicos, sed, insomnios, algo de fiebre y diarreas que frecuentemente causaban la muerte.

Sobre el control de la enfermedad, Lucio señaló que los pacientes llegaban a reestablecerse, pero conservando siempre las deformidades de los dedos y de los ojos, de manera que cuando se atenuaba el mal, algunos internados abandonaban

69. Rafael Lucio e Ignacio Alvarado, Opúsculo sobre el mal de San Lázaro..., p. 7.70. Rafael Lucio e Ignacio Alvarado, Opúsculo sobre el mal de San Lázaro..., p. 10.71. Pedro Laín Entralgo, Historia de la medicina, p. 398.

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el hospital, en tanto que otros llevaban 19, 18 y 14 años viviendo ahí. Las estancias tan prolongadas en el hospital, podrían llegar a ser contraproducentes, si tomamos en cuenta que algunos médicos “estiman que el único lugar posible de remedio de la enfermedad, es el medio natural de la vida social, la familia”, que para el caso de los leprosos, podría mejorar el factor emocional, a la vez que desaparecía “el riesgo de verla complicarse en el artificio, multiplicarse por sí misma y tomar, como en el hospital, la forma aberrante de una enfermedad de la enfermedad”.72

Hasta el momento Rafael Lucio se ha manifestado como un verdadero hombre de ciencia, razón por la que niega las creencias populares respecto a la etiología del mal; “el vulgo” creía que el frecuente consumo de carne de puerco producía el Mal de San Lázaro, a lo que nuestro autor responde “…inferimos que en nada influye para la manifestación ni para la intensidad de la enfermedad usar de esa carne como alimento”.73

Entre las causas capaces de desarrollar la lepra, Lucio se inclina por la herencia, señalando que la madre, más que el padre, trasmite más frecuentemente a los hijos la predisposición de contraer el mal. Este último punto no logra dilucidarlo, lo deja a las siguientes generaciones de médicos. Respecto a la trasmisión de la enfermedad, niega que sea contagioso porque dice:

Si efectivamente fuera contagioso, inoculable, los empleados del hospital lo habrían contraído alguna vez, viviendo como viven continuamente en las salas, durmiendo algunos dentro de estas, y estando la mayor parte del día en contacto inmediato con los enfermos. Por otra parte, los lazarinos que han copulado con mujeres sanas, y al revés, jamas [sic] han trasmitido el mal por un contacto tan inmediato como este… por consiguiente, la enfermedad de que nos ocupamos no es producida por el contacto ni mediato ni inmediato. En las autopsias, repetidas veces, los que las han practicado se han picado las manos como sucede frecuentemente en estos casos, han seguido poniendo la herida que resulta del piquete en contacto con los líquidos del cadáver sin haber tenido jamas [sic] accidente alguno.74

Las investigaciones de Lucio iban por buen camino, con recopilaciones confiables y aportaciones vigentes a la actualidad, hasta que erró al hacer dos afirmaciones, que la lepra no era contagiosa y que se trasmitía por herencia. La ciudadanía en general, incluyendo a los administradores del gobierno y a los profesionistas, en lo que más atención ponía era precisamente el carácter contagioso de la lepra, por lo que sus afirmaciones debieron causar incertidumbre. Por eso recluían a los leprosos, para proteger a la población sana no sólo del

72. Michael Foucault, El nacimiento de la clínica..., p. 65.73. Rafael Lucio e Ignacio Alvarado, Opúsculo sobre el mal de San Lázaro..., p. 29.74. Rafael Lucio e Ignacio Alvarado, Opúsculo sobre el mal de San Lázaro..., p. 30.

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mal aspecto que caracterizaba a los enfermos, sino del contagio, además de la atención que realmente requerían. Hoy en día se sabe que la enfermedad en cuestión es contagiosa, que se trasmite por una prolongada convivencia con el enfermo sin ser hereditaria.

No obstante las dos últimas afirmaciones, la identificación que realizó Lucio sobre la lepra manchada representa una gran aportación a la ciencia, constatando que en el Hospital de San Lázaro se dio una emergencia de prácticas científicas de carácter público.

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