el escritor en cardinale

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El escritor en Cardinale (cuentos, op. 3) Óscar Navarro Gosálbez 1

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Colección de cuentos que transcurren en y en torno a la discoteca Cardinale, de Peñalba.

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El escritor en Cardinale(cuentos, op. 3)

Óscar Navarro Gosálbez

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Óscar Navarro Gosálbez

Alicante, 1996

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OTRA COPA

No bebo para olvidar, dice, bebo para esconderme del horror, para engañar a la angustia con el sueño. Bebo y me duermo, bebo y cuando llego a mi casa, cuando mi cuerpo dolorido se derrota sobre la cama y comienza a girar como en una noria, pronto, apenas tardo unos segundos, los ojos se me cierran y me duermo, y me olvido de que el mundo existe.

¿Y el dolor de cabeza a la mañana siguiente, le contesto, no te desanima eso?

Por supuesto que no, todo tiene arreglo.

Las luces acentúan la presión sobre las sienes, sobre los párpados hinchados, sobre los oídos hiperesforzados, las luces de feria atroz, la música atronadora, el calor, el aroma de axilas sudorosas, de entrepiernas húmedas. A él se le van los ojos detrás de aquella espalda, de aquel trasero ceñido y respingón, es evidente, todos lo podemos ver. Se levanta, sujetando el vaso medio lleno con toda la fuerza que le permite la ebriedad, y se acerca a la pista de baile, empujando a varios muchachos, disimulando que se cae con un mal fingido deseo de confraternización. Se queda allí, iluso, creyendo ser el centro de todas las miradas, pero sólo atrae la mía, mirada crítica de escritor y no sabe que le observo para atraerlo hacia estas páginas. Una sonrisa estúpida y medio ida, la cabeza que le pesa demasiado y le

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obliga a bajar la mirada, los ojillos entornados, rojos, sucios.

La ha pillado buena, dice un camarero detrás de mí. Me vuelvo y veo que también él lo mira, con una sonrisa maliciosa.

¿Ha bebido mucho?, pregunto.

No, que va. No sabe beber, Ha mezclado lo seco y lo afrutado. Primero un whisky, luego un vodka con kiwi, luego ron con naranja. No ha bebido mucho, pero ha hecho una mezcla explosiva.

No como yo, pienso, que siempre pido lo mismo para parecer elegante.

Él se mueve ahora un poco, llevando el ritmo con la cintura y la cabeza, poco con la cabeza porque no la puede coordinar bien. Se le ha puesto al lado un chico muy atractivo, que le mira de sesgo. Él ni se da cuenta, se detiene y va hacia la pared, donde deja caer su cuerpo sobre un banco. Se diluye entre la masa de los cuerpos que bailan. Quisiera proponerle ir al cuarto oscuro, no me fío, está demasiado borracho, además, tampoco es que me guste demasiado, pero me atrae.

Está bastante bien, pero es un poco lerdo, dice el camarero. Yo me vuelvo hacia él, que le mira fijo, él me mira.

¿Le conoces?

Poco. Viene algunas veces, siempre solo. Y se larga poco después de que termine el espectáculo, sólo.

Veo un estremecimiento en la masa masculina y surge él, escupido por aquellos cuerpos adorables. Se queda unos

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segundos parado, imagino que recobra la situación y el equilibrio. Deja el vaso, vacío, sobre un estante. Se lleva la mano al bolsillo, saca un paquete de tabaco y coge un cigarro; lo deja suspendido en su boca, pegado al labio inferior mientras guarda el paquete de nuevo. Coge el cigarrillo y se dirige, tambaleándose, hacia la puerta. A mitad del pasillo se detiene y pide fuego, da las gracias y sale.

Bebo para esconderme del horror, ha dicho. Eso lo tengo que anotar. Levanto la vista hacia la pista y veo un chico joven, guapísimo, con el pelo castaño.

30 de agosto de 1996

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EN POCAS PALABRAS

Te has atrevido a mirarme a los ojos, y pretendes ahora que me calle y que no diga lo bonitos que son los tuyos. Estás equivocado, muy equivocado. Pretendes que deje de respirar y que no te mire más. Pero si has sido tú quien ha empezado, ahora no te cortes, no me pares. Acércate. ¿Quieres tomar algo? Venga, siéntate a mi lado, eso es, más cerca. ¿Qué tomas? Como yo, qué bien. No, no te vayas todavía. Aguanta; hazme compañía un rato. Mira, hasta que termine de beberme esto. Gin con lima, bueno, ¿eh? ¿Te gustan los míos, dices? Pero si son muy sosos, mis ojos no tienen nada de especial, ¿qué te gusta de ellos? ¿Que brillan? Claro, como todos. Bueno, no, como todos no. He conocido gente que tenía unos ojos apagados, como de papel de lija, de esos que desconciertan porque no parecen vivos. Pero los tuyos no son así. ¿Te molesta que apoye mi mano en tu muslo? Chico, qué duro estás. ¿Haces ejercicio? Tus ojos, digo, sí que brillan. Sí, es cierto; es porque estás vivo. Pero no te cortes; si estabas muy bien, tan simpático y risueño. Eso es. ¿Te he dicho que tienes una sonrisa preciosa? De verdad. ¿Te ríes? Pero si es verdad. Bebe, bebe. ¿Quieres otro? ¿Tienes fuego? Gracias. Espero que no te moleste que fume. Sí, claro, toma. ¡Qué manos más bonitas, y qué uñas más bien cuidadas! Yo me muerdo las uñas, siempre estoy nervioso.

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No, ahora no. Contigo me encuentro a gusto. Mira, cómo está aquel chaval. Pero, no. Pues claro que tú eres mucho más guapo. ¿Puedo darte un beso? ¿Otra vez te cortas? Ven. ***No, por favor, no digas eso porque sabes perfectamente que no es verdad. No digas que me quieres. ¿Acaso te lo he dicho yo? Me gustas mucho, eso sí. Pero te quiero son unas palabras muy fuertes. ¡Qué serio te has puesto, chico! Así me parece que estás hasta más guapo. Venga, alegra esos labios. No, si no me he molestado, sólo digo que no puede uno enamorarse tan fácilmente. ¿Que cómo lo sé? Pues porque es así, ¿qué quieres que te diga? Deja que te cuente una cosa. Bueno, ven, dame otro beso. ¡Qué dulces son tus labios! Pues... ya no me acuerdo de lo que te iba a contar. No te rías. No-te-rías. ¡Estás recién afeitadito! Tienes la cara tan suave... Pienso que, a lo mejor sí podría enamorarme de ti. Pero no hoy, que es tarde, quizás mañana. ¡Qué cara pones, pareces un niño haciendo pucheros! Bueno, mañana hablaremos de eso, ahora acércate, dame un beso. ¿Quieres que vayamos a aquel rincón? ¡Qué vergonzoso! Bueno, vamos, mañana hablaremos de eso, pero dame otro beso. ***No, no quiero hablar más. Abrázame, que sienta en mi cuerpo tu calor, ese pecho musculoso tuyo. Así. ¡Qué fuerte estás! No, bésame porque no quiero hablar más, que a lo mejor digo algo que no quiero decir. Bésame en la oreja, en el cuello, en los ojos. Bésame otra vez, así, otra vez. Mañana hablaremos. Bésame.

24 de noviembre de 1996

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ILIA Y ELECTRA

Pero una gota no puede derribar el muro de Berlín, dice Ilia.

Por supuesto, la voz de Electra suena grave, pero ¿no has pensado que quizás una inundación sí se llevaría por delante la muralla china?

Una discusión sin importancia, sin mayores trascendencias; los besos, como los abrazos, pretenden correr ante ellas una cortina de intimidad.

¿Recuerdas el mar?, dice Electra, ¿recuerdas aquel brillo?

Sí, y el olor del verano, cuando estuvimos juntas tanto tiempo.

Pasábamos desapercibidas.

Eso era importante. Pero tú no podías disimular las caricias por debajo del mantel.

¿Y qué iba a disimular?

Las luces oscurecen el espacio. Ilia mira de soslayo y pretende ocultar su mirada a los demás. Acerca sus labios al oído de Electra y habla, pero Electra le interrumpe el discurso con un beso y piensa.

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el consuelo de la palabra no es equiparable al consuelo de la caricia; pero qué amable es este consuelo.

Los ojos de Ilia parpadean al notar una ráfaga de aire fresco que llega de la calle. Dirige su mirada hacia la puerta, tropezando con la de los demás, y ve entrar a Bárbara. La cintura insinuante fija la atención de todas las pestañas, y ese brillo de sus formas perfectas. Incluso atrae mi mirada, poco predispuesta a sus encantos. Bárbara ES el cuerpo perfecto.

Ya llegó esa idiota, susurra Electra al oído de Ilia.

Deja que te acaricie el labio.

Bárbara se entretiene cerca de la barra, saludando con risa de vendaval y destellos en sus ojos lila; poco después las descubre y se acerca.

Hola Óscar, dice.

Hola, le contesto y llevo el vaso de whisky hacia mis labios secos.

Buenas noches, Bárbara, dice Ilia con desgana. Electra sólo esboza una sonrisa.

Tengo una urgencia, y debo acudir a aliviarla. Sólo he tardado unos minutos, pero cuando vuelvo me encuentro a Ilia dándole la espalda a Electra. Bárbara no está.

Han discutido, oigo que me dicen cerca del oído.

¿Cómo podría aliviar su enfado?, pienso. Ayer lo había visto, la felicidad, en los ojos negros de Ilia que los abrió, con la cabeza apoyada en el hombro de Electra; Cuando los abrió, fue como si una luz nueva y poderosa se encendiera en aquel lugar. Al principio me costó reconocerlo, pues no estoy habituado, pero aquella era la luz de la felicidad.

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¿Y ahora?

¿Qué ha pasado?, pregunto, y recibo hombros encogidos por respuesta.

Me acosa la tentación de ser un salvador, de acercarme a ellas y reconciliarlas para ver de nuevo ese cariño. Pero no es necesario: me doy cuenta pronto del brillo del labio de Electra, que dibuja una suave sonrisa, y sus ojos van despacio hacia el pelo ensortijado de Ilia, y su mano a la espalda. Hay electricidad, hay querer que no he sentido, pues a ese querer se le corresponde. Me niego aquello de que toda historia de amor es tormentosa. Electra e Ilia no están enamoradas, pienso, pues lo que va de una a otra es algo superior. Ilia se da la vuelta y sonríe a la sonrisa que le ofrece Electra. En un abrazo se funde aquello que hay entre ellas, que antes no sabía cómo se llamaba y ahora no me atrevo a pronunciar. Ahora, es envidia el nombre de lo que siento.

Salgo a la calle y respiro. Al mirar al cielo veo la oscuridad, y en la fachada el reflejo de la luz que brota de detrás de mí.

24 de noviembre de 1996

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EL MECHERO

Aquel Mechero se lo había regalado yo a Luis, así que me sentó mal que lo hubiera perdido. Lo que no me molestó tanto fue que se lo hubiera dejado a Héctor porque, cuando los presenté, había pensado

¡qué buena pareja que hacen estos dos!,

y creí que terminarían juntos. Lo creí sinceramente, o más bien deseé que se conjurara en ellos dos, que me gustaban, la felicidad que a mí me rehuía.

La verdad, me quedé helado cuando, tras dejarlos solos, hablando, y sin parar yo de espiarlos desde lejos, vi que Luis le daba a Héctor el mechero para que se encendiera un cigarro, y éste se lo guardaba en el bolsillo de la americana; pensé

ya verás como se despiden y Héctor se queda cn el mechero,

así que, cuando se fue de allí, la reprimenda que dejé caer sobre la cabeza inexperta de Luis ya estaba bien meditada y, por eso, no fue lo dura que hubiera deseado. Pero resultó lo bastante severa como para que Luis saliera corriendo en busca del mechero y de Héctor, que le había dicho dónde iba a estar.

Le vi marcharse con cara no sé si de preocupación por la pérdida del mechero o de alegría por la oportunidad de

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volverlo a ver. Ciertamente, Héctor era un chico majo. Me acuerdo de aquella vez que estaba yo tan cansado y, como no conocía todavía bien las calles de esta ciudad, dejó a sus amigos para acompañarme hasta el hostal en el que me alojaba. Entonces pensé

¡este chico es una joya, cómo me gustaría que me pidiera de salir con él!

Aunque nunca lo hizo, ni yo le manifesté lo mucho que me gustaba. Supongo que siempre he tenido miedo a verme involucrado en una relación duradera, aunque ahora la echo en falta, pero creo que nunca es tarde, y que mi momento llegará un día de estos.

Fue increíble: como si tuviera el poder de leerme el pensamiento, al mirar hacia la puerta de la disco vi que Héctor volvía a entrar. Se detuvo, vacilante, unos segundos, se dirigió hacia mí con cara de congoja, y me dijo

oye, ¿dónde está Luis ¿; es que me ha dejado antes su mechero y se me ha olvidado devolvérselo; y como me ha dicho que le tiene mucho aprecio, pues...

e hizo un gesto de llevarse la mano al bolsillo para sacarlo, pero le sujeté el brazo y le dije

Luis ha ido a buscarte donde le habías dicho que ibas a estar; ¿por qué no vas y se lo devuelves?

Héctor asintió, me dio un beso en la mejilla y salió corriendo, no sé si con cara de preocupación o de alegría por ver a Luis de nuevo. Me dediqué entonces a dejar en libertad mi imaginación, a fantasear que Héctor iría allí donde estaba Luis buscándole, y que se encontrarían y le devolvería el mechero que yo le había regalado, y que se

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pondrían a hablar y, un poco más tarde, caerían el uno en brazos del otro y se besarían, y ya nunca volverían a separarse, y serían felices, y ... en aquel punto de mis ensoñaciones entró Luis y vino derecho a mi

¿le has visto?; me he encontrado con su amigo Víctor y me ha dicho que había vuelto para devolverme el mechero.

Sí, pero acaba de salir hacia donde ibas tú. Seguro que os habéis cruzado por el camino.

¡Vaya!, dijo Luis, y se dio la vuelta; pero le retuve, asiéndole por los faldones de la camisa, y le pregunté

¿te gusta, verdad?,

y no hizo falta que dijera nada, porque bastó con la expresión que vi en su carea para darme cuenta de que sí, que le gustaba mucho. Así que le solté y dejé que fuera tras él, quedándome yo con mi vaso de whisky, vacío, y con una sabia mezcla de no sé si rencor al saber que ninguno de los dos iba a ser para mí, o de satisfacción porque pensaba que podrían llegar a ser felices juntos.

Aunque, si iban a pasarse toda la noche cruzándose y buscándose en vano el uno al otro...

Todavía era temprano, apenas las cuatro de la mañana, así que me pedí otro whisky, el tercero, creo. Y en aquel momento dudé si el alcohol no estaría haciéndome alucinar, porque creí que Héctor entraba otra vez en la discoteca, que otra vez se paraba cerca de la puerta buscando a alguien con la mirada, y que otra vez se paraba cerca de la puerta buscando a alguien con la mirada, y que otra vez se venía hasta mí y ponía sus manos sobre mis rodillas, apoyando en ellas todo el peso de su cuerpo, Evidentemente no alucinaba, sino que se trataba de una

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presencia tan real e inevitable que no pude más que exclamar

¡así no hay manera!,

y él, jadeante, me explicó que había visto a su amigo Víctor y le había dicho que Luis había vuelto a Cardinale a buscarle y él, para evitar cruzarse otra vez, había venido a la carrera, pero demasiado tarde;

mira, si vuelve a venir, dile que voy a estar en Mister-Io, y que no me moveré de allí hasta que llegue. De todas formas, dale mi número de teléfono y, si no nos vemos hoy, que me llame mañana y ya quedaremos para devolverle el mechero.

De acuerdo, dije, y Héctor volvió a marcharse. Pero antes de que saliera le grité

¡Héctor!, ¿seguro que para devolverle el mechero!,

y él, sonriendo, me sacó la lengua y se fue. Aquello me recordaba e verso de Horacio que dice que Cupido siempre corre más rápido que sus perseguidos. Yo, cada vez deseaba con más fuerzas que aquellos dos se encontraran, pero lo veía tan difícil...

Sin embargo, empecé a sospechar que ya estarían juntos al mirar mi reloj y comprobar que eran las cinco de la madrugada. ¡Y pensar que había sido gracias al mechero que yo le había regalado a Luis por lo que él y Héctor se habían conocido! Casualidades, de las que abundan en la vida.

Vacilaba entre pedirme un último vaso de whisky o marcharme a casa cuando entró Luis y se sentó a mi lado. Yo lo recibí con una sonrisa cómplice.

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¿qué tal? ¿os habéis encontrado?

¡Qué va! Ese tío es más escurridizo que un salmonete. He estado en el pub por si llegaba, pero ahí no ha ido.

¡En el pub! Pero si él estaba esperándote a ti en la discoteca Mister-Io.

¿Cómo en mister-Io?, si él me había dicho...

Yo me encogí de hombros y le dije

de todas formas me ha pedido que te dé su teléfono para que quedéis mañana y te devuelva el mechero.

Paso; estoy cansado. Me voy a dormir.

Pero, el mechero...

Ya se lo pediré otro día, dijo; buenas noches, y se fue.

Bueno, finalmente no había sucedido nada, y mis esperanza quedaron sólo en eso. Media hora después, porque me entretuve saludando a unas amigas, salí también yo de Cardinale con ansias de mi cama caliente y mullidita. En la calle hacía frío y ya apenas brillaban algunas pocas estrellas Me cruce la cazadora sobre el pecho y caminé hacia el coche. Vi a una pareja de tortolitos abrazados, dándose calor mutuamente, besándose, y pensé

así sí que se pasa el frío,

y me detuve sólo un segundo contemplándolos. Pero cuando mis ojos se acostumbraron a la escasa luz del exterior, los reconocí. Aquellos dos abrazados eran Héctor y Luis.

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¡Finalmente! Al darme cuenta de que eran ellos, sentí dentro de mí una alegría enorme y acudí a saludarlos. Pero me detuve pues, después de tanto enredo, merecían disfrutarse solos en aquel momento, y me fui sin hacer ruido. No sabía si al día siguiente u otro día se volverían a ver; no sabía si entre ellos iba a surgir algo importante. Pero, al menos aquella madrugada que llegaba a su fin, los vi felices, y yo dormí contento pensando que, aunque sólo un poco, mi mechero había contribuido a aquel encuentro.

26 de noviembre de 1996

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DIEGO, CON UNIFORME

Últimamente, cuando veo un uniforme militar, me pongo muy triste y los ojos se me llenan con ganas de llorar. Y eso que se supone que Diego ha dejado de ocupar un espacio en mi vida, pero me acuerdo de él cada vez que pasa un soldadito por delante de mí, y el brillo de los botones de su chaqueta me devuelve su cara a la memoria. Y me pongo triste. Y no debería ser así, pues lo que me dijo cuando nos despedimos aquella mañana fue muy doloroso. En realidad le odio, creo que le odio, porque me hizo mucho daño. No se puede insultar de esa manera a alguien que te ha querido con la pasión loca con que le quise yo, que te ha tratado con los mimos y delicadezas con que lo traté yo, que ha llegado a ser tan imprescindible para vivir como yo lo fui para Diego. Aquella mañana –cierto es que no era la primera vez que discutíamos– nuestros gritos llenaban el edificio, y sé que asustamos a los vecinos más atentos.

¿Quién iba a decir, cuando nos conocimos una noche de fiesta en Cardinale, que acabaríamos nuestra relación de una manera tan tormentosa? Yo no lo podía ni imaginar pues, cuando Diego llegó a mi piso cargado de maletas, cuando nos sentamos a comer después de haber retozado durante horas en la cama, nos pusimos un momento serios y formulamos un pacto de convivencia

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si alguna vez nos damos cuenta de que lo nuestro no puede continuar tenemos que dejarlo y cortar civilizadamente, porque no es necesario que dejemos de ser amigos.

En aquel instante, henchidos ambos de enamoramiento, creímos que ese propósito sería fácil de cumplir; porque no veíamos siquiera una sombra de aquella pelea tan violenta que nos sirvió de despedida.

Las discusiones forman parte inevitable, y casi necesaria, de una relación, eso lo sé bien, pero ni siquiera cuando Diego se marchó de casa dando un fuerte portazo, aquella vez que nos peleamos a los dos meses de estar juntos, supuse que nuestra despedida definitiva iba a ser tan amarga y violenta.

Pero hoy, cuando veo por la calle un uniforme limpio y bien planchado, no creo que me ponga triste el recuerdo de aquella escena, sino otra cosa. Las palabras tan duras de Diego ya las he olvidado, y puedo obligarme a la alegría, pero negarse los sentimientos es negarse a uno mismo, reducirse a la nada; aunque, ¿qué me importa ya si me reduzco o no a la nada? ¿Debería importarme?

Aquella primera pela grave terminó dos días después; yo reconocí que había tenido la culpa de lo que sucedió, y le pedí perdón, y Diego volvió a casa, a dormir en mi cama, dándome calor bajo las sábanas. Ahora mi cuerpo está frío.

Si hago un poco de memoria, creo que lo peor de todo aquello fue que nos cogió a los dos desprevenidos. No fue, como puede suceder otra veces, que la pelea y la posterior separación suponen el final de un camino largo de tensiones y de desencantos. No, creo que la noche anterior

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a la pelea Diego me quería con una intensidad igual a la del primer día.

¿Y yo? Bueno, creo que debo confesar que aquella pelea la provoqué yo de alguna manera con algo que dije o hice, y de lo que no me acuerdo. Sí recuerdo que una de las pocas cosas que no me gustaban de Diego era su querencia por el servicio militar. Yo, que no lo he hecho porque soy objetor de conciencia, no podía entender que tuviera tanto amor por el ejército, y recuerdo que más de una vez discutimos por este asunto. ¡Con lo guapo que debe de estar él con su uniforme de marino! Pero creo que me desvío del tema.

Sí le quería, mucho. Ahora estoy convencido de que será la última persona a la que querré tanto. Pero era necesario que cortáramos, dejar que él se fuera al cuartel y se olvidara de mí, separar de forma irreparable nuestros caminos. Eso lo tuve claro una tarde: él llegó de su trabajo como todos los días, y traía el correo. Entre las carta se encontraba la del Ministerio de Defensa donde le informaban de su inminente incorporación a filas; también había una para mí, una cuyo contenido leí con una calma que ahora me asombra, y que rompí antes de que Diego pudiera verla; en ese momento empecé a darme cuenta de que tenía que hacerle daño, tenía que obligarle a odiarme. Y desde ese día empecé a ser más dulce, más amable, más tierno y necesario para él, hasta que una mañana precipité sus insultos y sus gritos con algo que le dije. Yo no lloraba, pero él sí; y sus lágrimas, hoy el recuerdo de sus lágrimas, me permitían darme cuenta de que se había consumado mi victoria.

Sé que ha intentado dar conmigo, pero yo he cambiado de piso, y he pedido que nadie le diga dónde me podría

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encontrar. Se fue, y no le he querido volver a ver. Creo que empezó el servicio militar hace un mes, en Cádiz. Por mi parte, últimamente, cuando veo un uniforme, me pongo muy triste y los ojos se me llenan con ganas de llorar.

27 de noviembre de 1996

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NOCTURNO

El futuro se hace de los brazos desconocidos del pasado,

Escribió Julio Verne. Hace unos instantes me han informado los doctores de que, si no se le estabiliza el pulso, morirá dentro de pocas horas. Hay una invasión de estorninos en el jardín que se ve desde la ventana. Ayer traté de localizar a su familia, pero no conseguí nada, nadie quiere saber de él, salvo yo. Y yo no sé qué hacer más que escribir para no olvidarlo y para no volverme loco en la espera. De fondo, el sordo ronquido de su respiración irregular, y ese pitido consolador de la máquina.

Domingo no se merece esto, siempre fue una buena persona. Aunque no le trataba mucho, siempre me cayó bien. Ahora, que sólo a mí me tiene, me gustaría saber qué piensa de mí, si es que puede pensar. Mañana, es posible que todos hablen de sus vicios porque, como de costumbre, no tendrán nada mejor que hacer; pero quisiera yo que le hubieran conocido a fondo.

Óscar, me dijo en una ocasión, ¡cómo deseo que encuentres ese amor que llena para siempre; cómo desearía que lo encontráramos los dos, porque yo nunca lo he tenido!,

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y desde aquel día, Domingo dejó de ser para mí ese tipo que abundaba en poses y en gestos ridículos y trasnochados. Alguien que, sin apenas conocerte, es capaz de descender de su pedestal para dejarte ver una pizca de sus vísceras

no puede ser una mujer malvada, no puede ser una vulgar sirena(...)porque la vi llorar.

Han caído tantos ya. Son tantas las vidas amigas que se han truncado, que una más no me debería afectar, mi corazón plastificado y seco. Pero la esperanza no termina de morir, aunque la pisoteen sin cesar. Cada segundo que resiste, Domingo me dice que aún tengo que esperar, que aún podremos tomar copas juntos, reír, gozar de esa vida que es maravillosa.

El futuro se hace de los brazos desconocidos del pasado.

Esa frase no deja de rondarme. ¿Quién no hubiera estado alerta con aquello que dijo?

yo soy mortal e invulnerable,

y todos, incluso yo, lo tomamos como un gesto más de su ingenio fecundo. Nadie es invulnerable, Domingo; ¿te enteras ahora?

El viento empuja contra el cristal de la ventana. Domingo descansa en su inconsciencia entubada, y yo escribo. Una vez más, recuerdo aquellas noches de diversión en Cardinale, lo único que teníamos en común. Él rebosaba alegría, resplandecía, y yo lo admiraba en

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silencio. Ahora es él quien permanece callado; y aún así, me dice tanto. Él es, y será siempre, un ideal.

Los médicos han entrado de nuevo y lo han reconocido. Me han dicho que se encuentra mejor, que se recuperará, y uno de ellos me ha puesto la mano en el hombro. Domingo seguirá viviendo, y no dejo de pensar que

el futuro se hace de los brazos desconocidos del pasado;

¿pero dónde acaba el pasado, desde dónde buscar el futuro? Hoy he sido el único que ha permanecido a su lado, y mañana, cuando despierte, será la mía la única cara conocida que vea. ¿Y será eso entonces el futuro, o acaso no es ya el pasado? Ahora debo dormir yo.

2 de diciembre de 1996

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BRILLOS

Entra en el momento en que hay más gente en Cardinale. La discoteca bulle como hacía tiempo que no se veía. Sostengo mi vaso de vodka con naranja y un cigarrillo, aburrido, oyendo el parloteo del grupo con el que he venido. Entra, y mi atención dispersa se concreta en su cuerpo, ceñido de ropas ajustadas, con cara infantil y algún brillo remoto de madurez, que me lo hace aún más atractivo. Sé que mis pupilas se contraen al enfocarle, y la mano izquierda, con el cigarrillo, cae sobre la pierna. Está serio, pero su cara me sugiere alegría, y yo me alegro con él. Creo que lo he visto alguna vez, pero no estoy seguro. Entra un poco más, y parece que busca a alguien, y para ello debe sortear el obstáculo de todos los cuerpos que se le interponen y que le interrogan con miradas descaradas, algo así como la mía, aunque la mía mira cosas diferentes. No sé por qué, cuando sus ojos negros se cruzan con los míos, me atrevo a sonreírle, y él empieza a abrirse paso hacia mí. Al llegar me sonríe y dice

hola, Óscar,

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y se acerca para darme dos besos, que yo le correspondo extrañado.

Perdona, le digo, pero no me acuerdo tu nombre, y pienso que tampoco de su cara, ni de él, aunque hay algo familiar en el olor que noto cuando se inclina hacia mí para besarme.

Pone cara de asombro, y hay un mohín en el rojo intenso de sus anchos labios. Creo que se ha cortado. Saca un paquete de tabaco del bolsillo delantero de su cazadora, coge un cigarrillo y se lo lleva a la boca; le ofrezco fuego y él acerca la cara a la llama, y veo un brillo limpio en sus cejas espesas y negras, pero se interpone entre nosotros una cortina de humo.

¿Puedes ayudarme a recordar?, le digo.

Bueno, es que creo que me he confundido; perdóname, dice y se aleja de mí, hacia el interior de la discoteca. Su pelo negro y brillante destaca sobre las cabezas de los demás. Yo le sigo con la mirada.

¿Quién era?, me pregunta un amigo.

Pues no estoy seguro, contesto, y bebo un sorbo de vodka. Y el caso es que su voz, el eco de su voz, parece querer arrancar algún recuerdo escondido en mi memoria.

Hola, Óscar, me repito mentalmente varias veces, y cada vez se me acelera un poco el corazón pues parece que estoy a punto de desvelar el misterio. Poco a poco, sin embargo, el sonido de su voz, en mi mente, va dejando paso al de la mía, y se desvanecen las posibilidades que tengo de acordarme.

Estoy atento a nada, sólo preocupado en mantener mi ensimismamiento, y vuelvo a verlo, allá al fondo, camino

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de los aseos. Y de nuevo parece que mi mente quiere recordar, al ver el balanceo de su cabeza bien pelada. Creo que me ha mirado, pero no lo puedo asegurar. Desaparece detrás de la cortina y me quedo con la certeza de que ese andar lo he visto antes. Pero es muy habitual que, cuando conoces a alguien que te atrae, tu cerebro dispare un mecanismo de idealización que hace que un rostro nuevo te parezca familiar: más que certeza, eso es deseo.

Noto que me ponen una mano en la espalda y me vuelvo. Es Tomás, un chico al que le di clases hace años, buen amigo mío ahora;

Hola, Óscar; ¿cómo te va?

Muy bien, chaval. ¿Tomas algo?

Sí, gracias. Oye, dice cambiando la expresión de su cara, ¿has visto a Roberto?

¿A quién?, pregunto. Ese nombre me resulta conocido, pero no logro asociarlo con rostro alguno.

Sí, hombre, Roberto. Nos dabas clases de latín a los dos ¿No te acuerdas?

¡Así que era Roberto!, pienso. De repente encaja todo. Me acuerdo de su cara de niño travieso y simpático, de sus vaqueros rotos, por cuyos agujeros asomaban porciones de unas piernas cubiertas por un fino vello oscuro, de la sonrisa con que acogía mis explicaciones y de la aplicación de su mirada, que me ponía tan nervioso. De repente, lo recuerdo todo.

Y con el recuerdo acude el remordimiento, el arrepentimiento por sentir una atracción que creo incorrecta. El chico me gusta, mucho, pero afirmo que no

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está bien, que no debo enrollarme con un antiguo alumno. Además, no sé si le gusto. Porque la diferencia de edad...

¡Al diablo con mis aprensiones!

4 de diciembre de 1996

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EL ANDRÓGINO

Las historias que cuenta Eduardo algunas noches, sentado al final de la barra de Cardinale con la majestad de un califa, siempre son interesantes para mis oídos de escritor. Y la de esta noche me ha fascinado como ninguna de ellas.

Pocas veces he estado enamorado, Óscar, me ha dicho, y nunca desde que lo estuve perdidamente de Ángel, aunque todo en aquella relación fue singular y tocado por un aire trágico, en el sentido griego de trágico.

Eduardo, profesor veterano de literatura, sabe exprimir las palabras para despojarlas de todos sentido que les sea ajenas, y las deja desnudas cada vez que cuenta una de sus historias.

Ahora, dice, con el tiempo aquello me hace sonreír, pero entonces se me hizo un mundo. Yo tenía treinta años –han pasado otros tantos–, y casi no había disfrutado de unas semanas de paz desde la última vez que estuve con una mujer.

¿Con una mujer?, he preguntado.

Sí. A mí, entonces, sólo me gustaban las mujeres, creo. Una noche acudí con mis amigos a una verbena, a principios de verano. Llegamos un poco bebidos, y al rato, mis amigos desaparecieron dejándome solo entre un

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montón de gente a la que sólo conocía de vista. Recuerdo que aquella noche se esperaba un eclipse total de Luna, y que todos estábamos expectantes ante aquel suceso. Lo que ninguno de nosotros imaginaba era que aquel eclipse duraría tanto como duró: dos meses; los científicos formularon muchas teorías sobre lo que sucedió aquella vez con la Luna, pero nunca han dado con una explicación acertada; la única correcta la sé yo.

Bueno. Yo estaba sentado en un rincón cuando alguien gritó que el eclipse había comenzado. Miramos todos al cielo, y vimos a la Luna, como si unos ratones se la hubieran comido por un lado. La música paró, y sólo se oían murmullos de admiración. Yo, al cabo de unos minutos con la cabeza levantada, empecé a sentirme mareado, así que dejé tranquilo al eclipse y me fui a mi casa. Conforme me alejaba de ella, las voces de la verbena se iban apagando, hasta que dejé de oírlas totalmente. Anduve todavía media hora.

Cuando llegué a la calle donde vivía, no imaginaba que iban a comenzar ahí mis desgracias. Metí la llave en la cerradura del portal e iba a abrir, pero sentí el impulso de mirar por última vez al cielo; la Luna ya había desaparecido por completo. Y entonces, al bajar la vista, mis ojos se tropezaron con la muchacha de cara más fina y bonita que jamás he visto. Tez pálida, labios carnosos, ojos oscuros y profundos, pelo liso y negro. Llevaba un vestido de color gris claro. Yo me quedé tan sorprendido por su inesperada aparición que no pude dejar de mirarla, y ella también me miraba a mí. Su cara era totalmente inexpresiva, hasta que me sonrió, y todo el rostro se le cubrió de un brillo cálido. En ese momento, tuve la sensación de que estaba presenciando el despertar de una

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estatua de sal. Yo sólo pude responder a su sonrisa con una inclinación azorada de cabeza. Abrí precipitadamente el portal y subí a mi piso. Aquella noche no pude dormir bien pues sentía cerca de mí una presencia extraña.

La mañana siguiente, domingo, debía ir a jugar una partida de petanca con unos amigos. Salí a la calle y, al doblar la esquina, volví a encontrarme con la muchacha de por la noche, y casi me di de bruces con ella. Vestía igual que entonces, pero llevaba unas gafas redondas de sol. Ella sonreía, pero yo me quedé helado, sin saber qué hacer. No sé por qué me sentía tan incómodo ante Ángel, supongo que me gustaba mucho. Por cierto, ella era Ángel. Esto lo supe después, cuando se me pasó el azoramiento, empezamos a hablar, yo no acudí a mi partido de petanca y nos sentamos en una terraza a tomar unas cervezas. Cerca de mediodía nos despedimos y quedamos en volver a vernos aquella misma noche. La tarde, en casa, la pasé nervioso; creo que empezaba a sentir ese cosquilleo que preludia o intuye el enamoramiento. Pero prefería apartar de mi mente estas ideas porque acababa de poner fin a un noviazgo y no quería entrar en otro. ¿Acaso se puede evitar? Poco imaginaba que iba a ser el último de mi vida.

Aquella noche cenamos juntos, y también el martes; el miércoles la invité a comer en mi casa; el viernes yo ya daba por sentado que la iba a volver a ver. Y, aunque aquellas dos primeras semanas nos vimos mucho, apenas hablamos. Cada vez que yo le preguntaba algo acerca de ella, Ángel fijaba sus ojos negros en los míos y me sonreía; y yo caía como en una hechizo que me hacía olvidar lo que le había preguntado. Así estuvimos, hasta que hicimos el amor por primera vez. Sé que hacer el amor es un eufemismo estúpido, que para ello hay verbos elocuentes

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en nuestra lengua, pero yo estaba plenamente abandonado a su amor; así que no me pareció en absoluto extraño que me prohibiera mirarla desnuda, o que le tocara nada aparte de los senos, o que me obligara a penetrarla por detrás. No se me ocurrió formular ninguna pregunta ni protesta, y a las pocas veces de acostarme con ella ya no me extrañaban sus manías.

Pasó un mes desde que comenzó nuestra relación, y si nadie, ni siquiera mis más íntimos, sabían nada de ella, fue porque Ángel me dijo que desaparecería de mi vida si se llegaba a enterar alguien. Yo me sentía muy raro manteniendo aquel secreto que no entendía, pero el enamoramiento nubla la razón, y no pensé ni por un momento en decirlo. Y de esa manera secreta transcurrió el primero de los dos meses que duró mi noviazgo con Ángel. Yo la quería tanto que ya no era dueño de mi voluntad; y sin embargo era feliz.

¡Qué raro, tantos secretos!, he dicho.

Sí. Pero yo estaba en la inopia. Una noche, sin embargo, sucedió algo que le dio un nuevo rumbo a nuestra relación. Ángel estaba dormida, con las luces apagadas, como siempre. Entonces, al meterme en la cama junto a ella, deslicé descuidadamente mi mano demasiado cerca de su cuerpo y tropecé con algo que no me esperaba; las yemas de mis dedos notaron el tacto húmedo y caliente de un pellejo ente sus piernas. Retiré la mano asustado, y me quedé unos minutos quieto y tratando de pensar con calma. Al final, salí de la cama y arranqué con violencia la sábana que cubría el cuerpo semidesnudo de Ángel; pero, como no había luna, tuve que encender la luz; y allí, mal disimulado por un pliegue del camisón blanco, vi un pene fláccido entre las piernas de mi novia.

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Ángel abrió los ojos y me miró; y me sonrió. Cabría esperar, puesto que me sonrió, que lo hiciera con una mueca de ironía y burla; pero no, era la misma sonrisa tierna y dulce de siempre. En ese momento, me di cuenta de que su tez había tomado bastante color durante aquellas semanas.

¿Qué es esto?, creo que fue lo que pude decir. ¡Tú eras una mujer, creía que lo eras, y me has engañado! ¿Cómo has podido?

Yo era una mujer. Pero ahora no lo soy, dijo, y se quitó el camisón. Entonces, vi delante de mí el torso plano y musculoso de un muchacho, con el pecho cubierto de un fino vello oscuro. No lo podía creer, y sentí un mareo. Porque yo le había acariciado muchas veces los senos, y eran senos de mujer, no me podía equivocar. Pero Ángel, en ese momento, era un hombre. Me apoyé en la pared para no caer, y Ángel siguió hablando;

hombre o mujer; si me quieres, ¿qué más da?

¿Qué más da?

Sí. Tú me quieres, a Ángel, un ser, no un cuerpo, y eso es lo que importa. Mi cuerpo es mudable, cambia constantemente. Déjame demostrarte que me quieres, dijo, y se acercó a mí, desnudo. Me puso las manos en las mejillas y me besó en los labios. Al principio traté de rechazarle pues era la primera vez que me besaba un hombre. Pero era presa de una especie de ebriedad, y me dejé hacer.

Ángel me llevó a la cama y me acostó a su lado, y me besó por todo el cuerpo. Yo también le besé a él, y luego él me penetró. Sentí entonces unos placeres que ni siquiera

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había imaginado. Me di cuenta de que, cualquiera que fuera su forma, yo estaba enamorado de Ángel, y no era dueño de mi voluntad.

De nuevo se impuso la necesidad de guardar en secreto lo nuestro, ahora con mayor necesidad. Ángel vino a vivir conmigo, y sólo salía al atardecer, a escondidas; pero nunca perdía aquella sonrisa con que me atrapó. Y sí, era mutable. Cada noche entraba en mi cama bajo una forma diferente: unas era una muchacha, otra era un hombre, unas joven, otras mayor. Y fue la forma masculina la que, poco a poco, fue predominando, quizás porque era con la que yo iba encontrando mayor placer. Aunque su cuerpo era lo de menos pues yo amaba simplemente a Ángel, un nombre, una presencia, una compañía, no unos genitales. Se puede decir que el segundo de los dos meses que estuvimos juntos pasó con la intensidad que proporciona la constante novedad; y yo era feliz, aunque me mareaba la fatiga de aquella inestabilidad.

De todas formas, aunque era feliz, comencé a atormentarme con dudas y preguntas que no me atrevía a formularle. No podía dejar de pensar, cuando le tenía delante de mí con su sonrisa alienante, en quién sería Ángel realmente, de dónde habría salido para entrar en mi vida y trastocarla de aquella manera. Una noche no pude más y le abordé

por favor, Ángel, le dije, necesito que me contestes.

Él me miró, como otras veces, sonriendo para que me zambullera en la oscuridad de sus ojos negros como cráteres. Pero yo me levanté y fui hacia la ventana, dándole la espalda.

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No hagas eso, dije, quiero saber de dónde saliste. No puedo soportar más estas dudas.

Antes de que sigas, me contestó, tengo que advertirte de que si me obligas a hablarte de mí, deberás perderme por tu propio bien.

Por favor, no me amenaces más. Te quiero, y necesito que seas totalmente mío; quiero saberlo.

Está bien, dijo y sonrió, yo soy la Luna. Yo me di la vuelta y me eché a reír.

Vale, dejemos esta conversación absurda, dije. Me acerqué a él y le abracé. Ángel me besó. Yo le dije

no creo que me abandones nunca; prométeme que no lo harás.

Te lo prometo. Nunca dejarás de verme.

Aquella noche hicimos el amor y nos dormimos uno junto al otro. Poco antes del amanecer, me desperté y Ángel no estaba en la cama. Me levanté y lo busqué por toda la casa, pero no estaba. Se había marchado. Sus ropas habían desaparecido, y no quedaba en la casa el menor rastro que me dijera que Ángel hubiera estado allí. Entonces me eché a llorar. No podía entender por qué me había mentido. Dijo que no se iría. Llorando, fui hasta la ventana y miré al cielo. Y vi a la Luna.

Por fin había terminado aquel eclipse tan largo e inexplicado, aún hoy. La Luna brillaba por encima de los tejados, y tenía un intenso color cobrizo. Yo me quedé extasiado contemplándola, y de repente comenzó a apoderarse de mí una angustia profunda, como el cosquilleo del enamoramiento, pero sin posibilidad de aplacarlo. Lo he intentado durante años, buscando en el

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cuerpo de otros muchachos un sustituto a Ángel. Pero ahora ya no busco más, y he aprendido a vivir con esta angustia. Sé que me lo había advertido, pero por un momento creí que bromeaba.

Eduardo baja del taburete y se va. Pero da dos pasos y se vuelve hacia mí

para que luego digan que la Luna es mentirosa.

13 de diciembre de 1996

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DOS LÍNEAS PARALELAS

Me detengo en el semáforo en rojo, al pie de un viejo edificio con gárgolas y quimeras, frente a la fachada de una impresionante construcción moderna, de paredes cubiertas con espejos. ¿Qué sucede? El semáforo se pone en verde y cruzo; camino sin conciencia de ello hacia mi despacho; me esperan papeles y rutina. ¿Qué sucede? Debo cruzar una ancha avenida, muy transitada por peatones, y de nuevo hay un semáforo en rojo. Sé que habrá que esperar unos tres minutos hasta que la luz con el monigote verde me dé paso. No circulan ahora apenas automóviles, pero me tengo, que no hay prisa por llegar al trabajo. Y, entonces, ¿qué sucede?

Delante de mí, al otro lado de la avenida, veo la figura impresionante de un hombre muy atractivo. Me parece sumamente atractivo. Su cuerpo descansa indolente aguardando permiso para cruzar la calle. Me quedo como fulminado ante su vista. Siento una punzante premura en los latidos de mi corazón, y me despojo de las gafas de sol para contemplarlo mejor. Él tiene sus ojos clavados en mi cuerpo dejado y desgarbado, lo cual me halaga, y hace que mis miradas arrecien y también mi interés por él. Me gusta mucho ese hombre.

Es el caso que creo conocerle, que he visto antes esos ojos de mirada atenta, hipnotizadores, esa mandíbula

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elegante y fina. Su pelo, liso, como el mío, está bien peinado, y algunos suaves golpes de viento le agitan el flequillo, señal que yo recibo como saludo. El brazo izquierdo, el derecho desaparece dentro de un bolsillo de abrigo de paño verde, cae a lo largo del costado, sosteniendo en el extremo una abultada cartera de piel. Esto me lo hace aún más agradable, pues me gustan ese tipo de carteras blandas, abultadas quizá por un bocadillo de atún y cebolla, que es lo que yo llevo dentro de la mía. Supongo que él también ha quedado absorto conmigo, pues no deja de mirarme. No me atrevo, pero me tienta el hacerle señas; quizás un besito, o un guiño. Pero no, hay demasiada gente, y no quiero molestar, y podría equivocarme. Miro a mi alrededor para cerciorarme de que sus miradas no van hacia otra persona. No, van hacia mí. Lo noto.

¿Y qué voz tendrá?, me pregunto. Siempre pienso en ser capaz de atrapar la personalidad, el sonido de una voz, incluso el nombre de alguien sólo con su aspecto. Éste tiene cara de llamarse... Luis, Roberto, o Héctor; nombres recios y germánicos, son los que me inspira esa mandíbula apretada. Me sonríe ahora, o veo que sonríe. Sus labios son finos, de color intensamente encarnados. Su sonrisa es agradable, y le contrae la piel de la frente dejando al descubierto la sombra de una vena ancha.

Me he enamorado. Soy enamoradizo por naturaleza, y esa piel cetrina, esa mirada profunda sobre mí, me ha atrapado. Estoy decidido, voy a hablarle en cuanto pase a mi lado. O quizá lo hará él. Era el que estaba esperando toda la vida, el que me estaba destinado. ¿Tendrá los mismos gustos que yo? ¿Seremos compatibles? Dudas estúpidas, absurdas. Lo primero es lo primero. Voy a

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decirle algo, aunque sólo sea un saludo, pues no deja de mirarme y de sonreírme; eso bastará para iniciar una conversación; le invitaré a mi despacho y charlaremos, y seremos pronto amigos. Y caerá en mis brazos y yo en los suyos.

Por fin, el semáforo se pone verde; cruzo y doy un paso hacia él, y él da un paso hacia mí. Nos acercamos unos metros, y yo ya estoy decidido a hablarle. ¿Qué sucede? Le sacude un estremecimiento; se queda quieto, y yo también, y oigo

¡cuidado, coño, que vas a romper el espejo!

18 de diciembre de 1996

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