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EL DONCEL DE DON ENRIQUE EL DOLIENTE Mariano José de Larra Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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EL DONCEL DEDON ENRIQUE EL

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Advertencia de Luarna Ediciones

Este es un libro de dominio público en tantoque los derechos de autor, según la legislaciónespañola han caducado.

Luarna lo presenta aquí como un obsequio asus clientes, dejando claro que:

La edición no está supervisada por nuestrodepartamento editorial, de forma que nonos responsabilizamos de la fidelidad delcontenido del mismo.

1) Luarna sólo ha adaptado la obra paraque pueda ser fácilmente visible en loshabituales readers de seis pulgadas.

2) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

www.luarna.com

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CAPITULO PRIMERO

Mis arreos son las armas,

Mi descanso es pelear,

Mi cama las duras peñas

Mi dormir siempre el velar.

Cancionero general.Antes de enseñar el primer cabo de

nuestra narración fidedigna, no nos pareceinútil advertir a aquellas personas en demasíabondadosas que nos quieran prestar suatención, que si han de seguirnos en ellaberinto de sucesos que vamos a enlazar unoscon otros en obsequio de su solaz, hanmenester trasladarse con nosotros a épocasdistantes y a siglos remotos, para vivir,digámoslo así, en otro orden de sociedad ennada semejante a este que en el siglo XIX marcala adelantada civilización de la culta Europa.

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Tiempos felices, o infelices, en que ni lahermosura de las poblaciones, ni la fácilcomunicación entre los hombres de apartadospaíses, ni la seguridad individual que en el díacasi nos garantizan nuestras ilustradaslegislaciones, ni una multitud, en fin, derefinadas y exquisitas necesidades ficticiassatisfechas, podían apartar de la imaginacióndel cristiano la idea, que procura inculcarnosnuestro sagrado dogma, de que hacemos enesta vida transitoria una breve y molestaperegrinación, que nos conduce a término másestable y bienaventurado.

Mis arreos son las armasMi descanso es pelear,podían repetir con sobrada razón

nuestros antepasados de cuatro o cinco siglos:nuestra nación, como las demás de Europa, nopresentaba a la perspicacia del observador sinoun caos confuso, un choque no interrumpidode elementos heterogéneos que tendían aequilibrarse, pero que por la ausencia

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prolongada de un poder superior que losamalgamase y ordenase, completando el granmilagro de la civilización, se encontraban conextraña violencia en un vasto campo dedisensiones civiles, de guerras exteriores, derencillas, de desafíos, y a veces de crímenes,que con nuestras extremadas instituciones malen la actualidad se conformarían.

Una incomprensible mezcla de religióny de pasiones, de vicios y virtudes, de saber yde ignorancia, era el carácter distintivo denuestros siglos medios. Aquel mismo príncipeque perdía demasiado tiempo en devocionesminuciosas, y que expandía sus tesoros enpiadosas fundaciones, se mostraba confrecuencia inconsecuente en su devoción, odescubría de una manera bien perentoria lofrívolo de su piedad, pues en vez de arreglarpor ésta su conducta, se le veía no pocas vecessalir de los templos del Altísimo para ir adescansar de las fatigas del gobierno en losbrazos de una seductora concubina, que

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usurpaba la mitad del lecho regio de suconsorte despreciada.

El caballero que volvía de reconquistarel santo sepulcro del Salvador, y que llevabaricamente bordado en el pecho el signo augustode la redención, aquel mismo cruzado que alentrar en el gremio de la Iglesia había depuestoen las fuentes bautismales el vano deseo devenganza, adoptando y jurando, a imitación delhombre Dios, el perdón de las injurias, sin elmenor escrúpulo de conciencia declaraba lasmuestras de su organización irascible, que agala tenía; a la menor sombra de pretendidaofensa corría lanza en ristre a partir el sol delpalenque y a abrir una ancha fuente de sangrehumana en el pecho de su adversario,invocando a un tiempo, por una inexplicablecontradicción, el nombre santo de Dios y elnombre profano de la dama por quien moría.

En vano la religión se esforzaba endulcificar las costumbres de los hijos de losgodos, excitados por la prolongada guerra con

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los sarracenos. Es verdad que ganaba terreno,pero era con lentitud; entretanto se criaba elcaballero para hacer la guerra y matar. Verdades que los primeros enemigos contra quiendebía dirigirse eran los moros; pero muchasveces lo eran también los cristianos, y habíaquien matando dos de aquéllos por cada unode estos últimos, creía lavado el pecado de suespantoso error. Matar infieles era la grandeobra meritoria del siglo, a la cual, como al aguabendecida por el sacerdote, daban engañadosalgunos la rara virtud de lavar toda clase depecados.

Para los hombres el ejercicio de lasfuerzas corporales, el fácil manejo de la pesadalanza, el arte de domeñar el espumoso bridón,la resistencia en el encuentro, y el pundonorfalsamente entendido y llevado a un extremopeligroso; y para las mujeres el arte deconquistar con las gracias naturales y deartificio al campeón más esforzado, y ceñirle albrazo la venda del color favorito, recompensa

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del brutal denuedo del vencedor del torneo, yel recato sólo para con el caballero no amado,eran la educación del siglo. Dios y mi dama,decía el caballero; Dios y mi caballero, decía ladama.

En medio del furor de guerrear quedebía animar a todos en aquella época, algunosministros del Altísimo no dudaban acompañarlas huestes, armados a la vez como losguerreros, y aun cuando no desenvainasen enlas lides la poderosa espada de Damasco y deToledo para herir con ella al enemigo, estacostumbre arrastraba a algunos a autorizartrances de rebelión del soberbio rico-hombrecontra la majestad de su rey y señor natural.

Un corto número de espíritus máspusilánimes, o acaso más calculadores que suscontemporáneos, poseía la corta riquezaliteraria griega y romana que de las ruinas delPartenón y del Capitolio habían podido salvar,en medio de la devastación desoladora de la

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irrupción de los bárbaros, algunas primitivascomunidades monásticas.

El estudio todo que se hacía en losclaustros estaba reducido, y debía estarlo, a laciencia eclesiástica, la única que podía y debíasalvar, como efectivamente salvó, a la Europade su total ruina. Las bellezas gentílicas de losHomeros y Virgilios debían reservarse paraotros tiempos; y los monasterios, conservandoestos monumentos clásicos de la antigüedad,hacían a la literatura todo el servicio quepodían hacerla.

Otros espíritus, no obstante, sededicaban fuera de aquellas escuelas al estudio,y la ciencia que adquirían era sólo el mediocriminal de granjearse una consideración y unafortuna aún más criminales todavía. Afectandola ciencia de los astros, o una misteriosacomunicación con el mundo de los espíritus,sabían abusar de la insensata credulidad de losreyes y de los pueblos, y convertir en propio yparticular provecho suyo las luces que no

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trataban de difundir, sino antes de conservarentre sí clandestina y masónicamente, como unpérfido talismán que ejerciendo al cabo suirresistible influencia sobre los espíritus débilese ignorantes, libraba en las manos de unospocos empíricos solapados, la palanca poderosacon que movían y removían a su placer cuantosobstáculos a sus dañadas intenciones sepudieran presentar.

A esta época, pues, y al trato belicoso delos nietos de las hordas del norte, al centro deaquella informe sociedad, hija de padres tancontrarios como los bárbaros de la fría Noruegay las cultas ruinas de la capital del mundo, aesta época, a ese trato y a esa sociedad vamos atrasladar a nuestros lectores.

No se crea tampoco por el cuadro querápidamente acabamos de bosquejar, que seapreciso entrar con horror a desentrañar lascostumbres de tan inexplicable época; lejos denosotros esta idea; también se ofrecen en ellavirtudes colosales que no son por cierto de

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nuestros días. El amor, el rendimiento a lasdamas, el pundonor caballeresco, lairritabilidad contra las injurias, el valor contrael enemigo, el celo ardiente de la religión y dela patria, llevado el primero alguna vez hasta lasuperstición, y el segundo hasta la odiosidadcontra el que nació en suelo apartado, si no sonprendas todas las más adecuadas alcristianismo, no dejan por eso de tener su ladohermoso por donde contemplarlas, y aun suutilidad manifiesta, dado sobre todo el dato delorden de cosas entonces establecido, las hacíatan necesarias como deslumbradoras.

El carácter, empero, más verda-deramente distintivo de la época, era la luchaestablecida y siempre pendiente entre elpríncipe y sus primeros súbditos, una escalaascendiente y descendiente que constituía a lospecheros, vasallos de vasallos, y a los reyesseñores de señores, era el principal obstáculoque impedía al poder ejercer a la vez suinfluencia igual y equitativa por toda la

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extensión de sus dominios; el pechero,doblemente súbdito, tenía dobles obligaciones(más bien que contraídas, impuestas) para consu dueño inmediato, y para con el señor naturalde todos. Por otra parte, era de notar el poderno reprimido de los orgullosos magnates, sincuya cooperación voluntaria hubiera sido unavana fantasma la autoridad del monarca. Esteen todo trance de guerra se veía poco menosque precisado a mendigar los hombres dearmas, que sólo podían proporcionarle para lasjornadas los ricoshomes que los sostenían a susexpensas, y por consiguiente a su devoción, yque desigualaban a placer la fuerza recíprocade los partidos con la más leve inclinación desu parte; el señorío absoluto (si no de derecho,de hecho) de vidas y haciendas en susinmensos dominios; sus bien defendidoscastillos feudales, de donde mal pudieradesalojarlos la sencilla arcabucería y manera deguerrear de la época; su orgullo, nacido de losgrandes favores que en la continua reconquista

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contra moros les debía el rey y la patria; y laremisión sobre todo de los agravios al dueloparticular, al paso que inutilizaban toda laenergía de un rey y sus buenas intenciones,eran las causas, por entonces irremediables, dela impunidad de los delitos; causas queperpetuaban la injusticia y el abuso de la fuerzade los primeros hombres de la nación, que nohabía especie de ambición ni pasión frenéticade que no se dejasen torpemente arrastrar.

Este era el estado de las costumbres dela Europa, y por consiguiente de nuestraEspaña, en la época a que nos referimos. En elaño en que pasaba lo que vamos a contar, hacíaya trece que don Enrique III, dicho el Doliente,y nieto del famoso don Enrique el Bastardo,había subido a ocupar el trono, vacante por ladesastrosa muerte de su padre don Juan I,ocurrida en Alcalá de Henares de caída decaballo. Y apenas habían bastado estos treceaños para reparar los daños que por su menoredad había acarreado a Castilla desvalida.

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El cisma duraba en la Iglesia desde laelección tumultuosa del arzobispo de Bari,llamado Urbano VI, ocurrida el año 1378,después de la muerte de Gregorio onceno.Habíanse reunido los cardenales en cónclave;pero sabedores acaso los romanos de que lacorte de Francia trataba de influir en la elecciónde cardenal de Génova, ligado por parte depadre con los condes de Génova de la casa deOliveros, y por parte de madre con los condesde Boloña, parientes de la casa real de Francia,se amotinaron, y precipitándose en el lugar delcónclave, después de forzar las cerraduras,según en nuestras leyendas se refiere,clamaron: ¡Error! No se encuentra el origen dela referencia., de cuya infracción notable ysacrílega, resultó la elección del arzobispo, quese coronó el día de Pascua de Resurrección.Varios cardenales, empero, refugiándose en ellugar de Anania, y después en Fundi,proclamaron la invalidez de la elección forzada,y amparados de la corte de Francia eligieron al

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cardenal de Génova, que tomó el nombre deClemente VII, y estableció la silla de su iglesiaen Aviñón. Urbano y Clemente habían enviadoentrambos al rey de Castilla, a la sazón EnriqueII, sus mensajeros, así como los había enviado,en apoyo del último, Carlos V, rey de Francia;la corte de Castilla permaneció por entoncesindecisa hasta consultar en materia tan delicadaa sus varones más famosos. Posteriormente, enel año 1381, el sucesor de don Enrique II, donJuan I, hallándose en Medina del Campo, ydespués de haber reunido y consultado a susprelados, ricoshombres y doctores, se decidiópor Roberto de Génova, negando la obedienciaal intruso apostático Bartolomé, como le llamaen la carta que con fecha de Salamanca leescribió a Clemente VII, prestándole homenajecomo a único Papa verdadero. Más adelantemurió en su palacio de Aviñón el PapaClemente VII, a 26 de septiembre de 1394,reinando en Castilla don Enrique III; y suscardenales, deseosos de la unión de la Iglesia,

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se propusieron elegirle un sucesor, jurandotodos antes sobre los santos Evangeliosrenunciar al papazgo inmediatamente despuésde nombrados, si así fuese necesario, y en elcaso de que se ciñese a hacer otro tanto Urbano,para proceder unidos de nuevo todos loscardenales en Roma a la elección válida yconforme de uno solo.

Fue elegido, pues, en Aviñón elcardenal don Pedro de Luna, aragonés denación, y ricohombre de los de Luna; negóse alprincipio a admitir la triple corona, pero unavez sentado en la silla apostólica, se resistióenteramente a las solicitudes de sus cardenalesy del rey de Francia, que le envió a Juan, duquede Berry, y a Felipe, duque de Borgoña, sustíos, para que renunciase conforme habíajurado. Esto dio lugar a continuos debates quese hallaban en pie todavía en el tiempo a quenos referimos, habiéndose declarado en favorde Benedicto Francia, Castilla, Navarra y

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Aragón, y por el Papa romano, el Emperador,la Inglaterra y la Italia.

Con respecto a Portugal, Castilla seguíadefendiendo aunque débilmente, sus derechos:verdad es que desde la infausta jornada deAljubarrota, perdida por la impericiaestratégica de los jóvenes y acaloradoscaballeros del ejército de don Juan I, este mismohabía casi abandonado las esperanzas derecobrar aquel reino que indisputablemente lepertenecería por su boda con doña Beatriz, hijay única heredera del muerto rey don Fernando.El odio entre portugueses y castellanos, y elempeño sobre todo de aquéllos en no vernuevamente fundido en la corona de Castilla susuelo independiente, había dado unapopularidad extraordinaria al maestre de Avis;ayudado de ella se propasó a quitar la vida alconde de Orén en el mismo palacio de laregente, y permitió a sus partidarios la muertedel infeliz obispo de Lisboa, despeñado de latorre: erigióse rey en Coimbra con el dictado de

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Juan I después de la resignación de la regenteviuda Leonor, y reclusión de ésta por nuestrorey en el monasterio de Otordesillas, como lellaman nuestras crónicas contemporáneas.

Ya don Juan I de Castilla, en sutestamento otorgado en Celórico de la Vera,poco antes de la jornada de Aljubarrota,vacilando él mismo sobre la legitimidad de susderechos, al legárselos a su hijo y sucesorEnrique III, le había legado también las dudasque acerca de tan delicada contienda en supropio corazón albergaba. En la época denuestra narración, era tan débil ya la guerraque se sostenía contra Portugal, que másparecía efecto de una obstinación irrealizable,que una verdadera lucha que presentasesíntomas de un término definitivo. Ni apenas sehubiera dicho que semejante guerra existíaentre las dos naciones, si no lo hubiesenatestiguado las continuas treguas y largosarmisticios, que continuamente por una parte yotra se ratificaban.

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Enrique III, al subir al trono a los catorceaños, para dar fin a la anarquía que en elEstado alimentaran sus poderosos tutores,había ratificado las ligas hechas por su padrecon don Carlos VI de Francia y con los reyes deAragón y de Navarra; y sólo con el rey moro deGranada sostenía una guerra, muy semejanteen su lentitud y en sus largas treguas a la dePortugal.

Tal era también el estado político deCastilla en la época de nuestra historiacaballeresca, a que daremos principio desdeluego sin detenernos más tiempo endigresiones preparatorias, de poco interés parael lector, si bien hasta cierto punto necesariaspara la particular inteligencia de los hechos quea su vista tratamos de exponer sencilla ybrevemente.

Con respecto a la veracidad de nuestrorelato debemos confesar que no hay crónica nileyenda antigua de donde le hayamostrabajosamente desenterrado; así que, el lector

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perdiera su tiempo si tratase de irle a buscarcomprobantes en ningún libro antiguo nimoderno: respondemos, sin embargo, de que sino hubiese sucedido, pudo suceder cuantovamos a contar, y esta reflexión debe bastartanto más para el simple novelista, cuanto quehistorias verdaderas de varones doctos andanpor esos mundos impresas y acreditadas, decuyo contenido no nos atreveríamos a sacartantas líneas de verdad, o por lo menos deverosimilitud, como las que encontrará quiennos lea en nuestras páginas, tan fidedignascomo útiles y agradables.

CAPITULO SEGUNDO

De Mantua salió el marquésDanes Urgel el leale,Allá va a buscar la caza,A las orillas del mare.Con él van sus cazadoresCon aves para volare,

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Con él van los sus monterosCon perros para cazare.Cancionero de romances.A fines del siglo XIV estaba la hoy

coronada y heroica villa de Madrid muy lejosde pretender el lugar preeminente que en laactualidad ocupa en la lista de los pueblos de laPenínsula. Toda su importancia estabareducida a la fama de que gozaban sus espesosmontes, los más abundantes de Castilla en cazamayor y menor: el jabalí, la corza, el ciervo,hasta el oso feroz hallaban vivienda y alimentoentre sus altos jarales, sus malezas enredadas ysus silvestres madroñeros, que handesaparecido después ante la destructoracivilización de los siglos posteriores. Elimplacable leñador ha derrocado por el suelocon el hacha en la mano la erguida copa de lospinos y robles corpulentos para satisfacer a lasnecesidades de la población, considerablementeacrecentada, y el hombre ha venido a hollar lamagnífica alfombra que la Naturaleza había

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tendido sobre su suelo privilegiado; ha tenidofuerzas para destruir, pero no para reedificar; laNaturaleza ha desaparecido sin que el arte sehaya presentado a ocupar su lugar. Inmensosarenales, oprobio de los siglos cultos, ofrecenhoy su desnuda superficie al pie del caminante;al servir los árboles de pasto al fuego insaciabledel hogar, los manantiales mismos han torcidosu corriente cristalina o la han hundido en lasentrañas de la madre tierra, conociendo ya, si senos permite tan atrevida metáfora, la inutilidadde su influjo vivificador. Madrid, el antiguocastillo moro, la pobre y despreciada villa, ciñómientras fue olvidada de los hombres lasuntuosa guirnalda de verdura con que laNaturaleza quiso engalanarle, y Madrid, laopulenta Corte de reyes poderosos, término dela concurrencia de una nación extendida, ytumba de sus caudales inmensos y de los de unmundo nuevo, levanta su frente orgullosa,coronada de quiméricos laureles, en medio deun yermo espantoso y semejante al avaro que,

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henchidas de oro las faltriqueras, no ve entorno de sí, doquiera que vuelve los ojos, sinomiseria y esterilidad.

Al famoso soto de Segovia, que seextendía hasta el Pardo y más acá, concurríanlos reyes y los grandes de Castilla de todaspartes para lograr el solaz de la cetrería y de lamontería, placer privilegiado y peculiar de losfeudales señores de la época.

El sol, rojo como la lumbre, despidiendosus rayos horizontales por entre las altas copasde los árboles marcaba el fin próximo de unode los más hermosos días del mes de mayo:como a cosa dos leguas de Madrid unacompañía de cazadores, ricamente engalanadosy vestidos, turbaba todavía la tranquilidad delmonte y de la selva: varias magníficas tiendaslevantadas a orillas del Manzanares eranindicio de haber durado aquel placer algunosdías; acababa de practicarse el último ojeo, ypuestos los monteros en acecho, esperaban enlas encrucijadas a que asomase por alguna

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parte el animal para precipitarse sobre él con elvenablo aguzado y rendirle en tierra del primergolpe. Infinidad de reses de todas especies,suspendidas fuera y dentro de las tiendas,daban claras muestras de la destreza de losmonteros y de la bienandanza del día.

En una de ellas preparaban variosmanjares y daban vueltas a un largo asador doshombres, que así revolvían con sus brazosarremangados el asador como atizaban labrasa, que iba dorando ya el engrasado lomo dela víctima. Miraban tan interesante operaciónotros dos personajes: el uno representaba tenera lo más treinta años; su aire no común, surostro afable, aunque grave, sus manerasfrancas y su traje, sobre todo, daban a entenderque podía pertenecer, si no al primer rango dela sociedad de aquel tiempo, a una buenafamilia por lo menos; y de todas suertes seechaba bien de ver a la primera ojeada, en todosu exterior, cierta libertad que sólo dan lasatisfacción, la holgura y la costumbre de

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frecuentar grandes personajes, ya que no seatreviera el observador a asegurar que él lofuese.

En frente de él se hallaba otro quepodría tener veinticinco años: su personal erabueno, y, sin embargo, no sé qué expresiónparticular de siniestra osadía tenía su rostro;una sonrisa asomada de continuo a sus labios ledaba cierto aire de complacencia obligada quesuponía en él el hábito de vivir al lado depersonas de categoría superior a la suya; unavoz verdaderamente seductora, sobre todo ensus modulaciones, probaba que no descuidabamedio alguno para captarse la voluntad; susojos, entre pardos y verdes, tenían no sé qué detalento y de misterio, y su pelo, crespo y de unrojo muy subido, prestaba a la cara que debieraadornar cierta aspereza y aun ferocidadrechazadora. Vestía un corto sayo pardo demontero, sujeto en el talle por un cinturón devaqueta verde, prendido con un gran broche delatón; llevaba unos botines altos de paño del

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mismo color del sayo y atacados hasta larodilla, un capacete adornado de plumasblancas, y pendía de su cintura un largocuchillo de monte.

En el momento en que su conversaciónempezó a interesar a nuestra historia, decía elprimero al segundo:

-¿Puedo yo saber, Ferrus, cómo habéisdejado un solo momento el lado del poderosoconde de Cangas y Tineo?...

-Pardiez, señor Vadillo, me gusta másver al jabalí en la brasa que entre la maleza:sobre todo desde que uno de ellos me rompió elaño pasado junto a Burgos un rico sayo devellorí que me había regalado el conde mi amo.Desde que me convencí, colgado de un roble,de que no había mediado entre su colmillo y mipersona más espacio que el que separa mi ropade mi cuerpo, juré a todos los santos delparaíso no volver a ponerme en el camino deningún animal de esa especie. Son tan brutos,que así respetan ellos a un rimador favorito del

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pariente del rey como a un montero adocenado.¿Y puedo yo hacer la misma pregunta al señorFernán Pérez de Vadillo, primer escudero de suseñoría?

-Os habéis hecho harto curioso ypreguntón, Ferrus. Respondedme antes a otrapregunta, y después veré de responderos a lavuestra, si me place. ¿Habéis visto un palafrénque acaba de llegar de Madrid cubierto depolvo y devorando tierra no hace medio cuartode hora? ¿Habéisle conocido?

-Es Hernando, criado del Doncel.-¿Y a qué vino?-No lo sé, aunque lo sospecho. Me

parece que su amo estaba encargado por elconde de una comisión particular... El maestrede Calatrava estaba en los últimos...

-Cierto... acaso habrá terminado susdías...

-Tal vez...-¿Y qué podría tener eso de común con

la venida de Hernando?

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-Mucho; me temo que don Enrique deVillena anda hace tiempo acechando unmaestrazgo.

-¿Sabéis que es casado?-¿Puedo ignorarlo, señor Fernán Pérez?

Pero puedo asegurar a todo el que tenga interésen saberlo que don Enrique de Villena y suesposa doña María de Albornoz no son dosamantes...

-¡Chitón!, Ferrus, no estamos solos -dijoalarmado el primer escudero echando unaojeada de desconfianza hacia el paraje dondedaba vueltas todavía sobre la brasa el ciervo,impelido del brazo del infatigable repostero.

-Tenéis razón, señor escudero. Nuncame acuerdo de que no es esa gente el mejorconsonante para mis trovas.

-¿Y qué queréis decir con la proposiciónque habéis aventurado? -dijo acercándose a élVadillo y con tono de voz apenas perceptible.

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-Sólo sabré deciros -contestó Ferrus conigual misterio- que nuestros señores noduermen juntos...

-Brava ocasión para chanzas, Ferrus...-¿Chanzas, eh? Dígalo la señorita Elvira,

vuestra misma esposa, que no se separa unpunto de la condesa...

-Coplero, ¿queréis hablar alguna vezcon formalidad? ¿Y dejará de ser casado porqueno haga vida común con ella?

-Decís bien, pero como allá van leyes...No os enojéis, haré por enfrenar mi lengua.¿Sabéis la historia del rey don Pedro?

-¿Y bien?-Casado estaba con doña Blanca de

Borbón... y casó sin embargo con la Padilla...-¿Y queréis suponer?... ¿Don Enrique

sería capaz de imitar al Rey cruel?...-¿No habría un medio de compostura

sin necesidad de que muriese mi señora doñaMaría? ¿No hay casos en que el divorcio?...

-Mucho sabéis.

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-¿Pensáis que el rey Enrique III podránegar muchas cosas a su tío don Enrique deVillena?...

-No; el prestigio de que goza en la Cortees demasiado grande.

-¿Y pensáis que el señor Clemente VII seexpondría a perder la amistad y protección deCastilla y Aragón en su lucha con Urbano VIpor tener el gusto de negar una bula dedivorcio al conde de Cangas y Tineo?

-Por San Pedro, Ferrus, que tenéiscabeza de cortesano más que de rimador.

-Muchas gracias, señor Fernán. Algunosseñores de la Corte que me desprecian cuandopasan delante de mí en el estrado de Su Altezay que me dan una palmadita en la mejilladiciéndome: Adiós, Ferrus; dinos una gracia,podrían dar testimonio de mi destreza sisupieran ellos...

-Entiendo; no estoy en ese caso.-Yo estimo demasiado al primer

escudero de mi amo para confundirle con la

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caterva de cortesanos, cuyo brillo me ofende ycuya insolencia provoca mi venganza.

-¿Y en qué estamos de Hernando y desu comisión? -interrumpió Vadillo dándole lamano y apretándosela como para dar aentender que aquel apretón de manos debíasignificar más que todas las frases vulgares queen semejantes casos se dicen.

-Ya he dicho que no sé sino quesospecho que el conde quiere ser maestre; queHernando puede traer noticias de la salud dedon Gonzalo de Guzmán y que esta noche nose acostará don Enrique de Villena sin haberaligerado y repartido la carga de su secreto, sitiene alguno; también quiero ser franco: talpuede ser él que no me sea lícito confiarle ni avos mismo. Pero atended. ¿No oís?

-¿Qué es? -repuso el escuderoescuchando.

-Es la señal de haber salido la pieza; ¿nooís los ladridos de los sabuesos y la gritería delos monteros?

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-En efecto -dijo Vadillo-; salgamos, si esque no tenéis miedo también de ver a estadistancia la caza.

-Salgamos.Pasaba efectivamente como a tiro de

ballesta un horrendo jabalí perseguido de unajauría de valientes canes; ya dos de éstos habíanprobado sus agudas defensas, dando al vientosu sangre y sus entrañas palpitantes; más de unmontero, a punto de dar el golpe que hubieraterminado la ansiedad en que a todos los teníala fiera, se había visto arrebatado fuera delsendero que ésta seguía por su caballoespantado. ¡Error! No se encuentra el origen dela referencia., gritaban los ojeadores, y más dediez cuernos, resonando en medio del silenciode la selva habían dado aviso a los impacientescazadores que en el llano se hallabanguardando los pasos y salidas. Mucho menostiempo del que hemos tardado en describir estamaniobra tardó en desaparecer a los ojos denuestros pacíficos observadores por entre la

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espesura la encarnizada caterva, cuyosindividuos apenas podían percibirse ya a taldistancia y a aquellas horas.

Perdíanse en lontananza los cazadores,y el ruido también de sus voces y sus bocinas,cuando salieron de la selva dos jinetesgalopando a más galopar hacia las tiendasdonde se aderezaba el banquete para la noche,que empezaba ya a convidar al descanso consus frescas auras y sus tinieblas a los fatigadosperseguidores de las inocentes reses del soto deManzanares.

-¿No os dije yo -gritó Ferrus estirando elcuello y abriendo los ojos para reconocer a loscaballeros- que la venida de Hernando nostraería novedades de importancia? Mirad haciala derecha por encima de ese ribazo, allí, ¿noveis? Entre aquellos dos árboles, el uno másalto y el otro más pequeño... más acá, seguid laindicación de mi dedo... ahí... ahí...

-Sí, allí vienen dos galopando...

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-¿No reconocéis el plumero encarnadodel más bajo?

-Sí; él es...-Hernando es el otro-¿Qué apostáis a que desde este

momento se ha acabado ya la partida de caza?-Sin embargo, sabéis que veníamos para

cuatro días, y no llevamos sino tres.-Enhorabuena: pues no vuelva yo a

hacer una estancia ni a probar vino de Toro enla copa de mi señor si dormimos esta nocheaquí... y voto va que si tal supiera dieraprincipio a una pierna de esa ánima en penaque está purgando en la brasa las corridasinútiles que habrá hecho dar por el bosque amás de cuatro cazadores inexpertos -y lanzó unsuspiro clavando sus ojos en el asador, vueltode espaldas al sitio de donde venían loscabalgantes.

-¿Qué hacéis, Ferrus, ahí distraído?Apartad, apartad -gritó Vadillo, sacudiéndole

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por un brazo y desviándole del camino mal sugrado.

En esto llegaban los jinetes a las tiendas,y mientras que el uno de ellos se adelantaba aapearse y tener de la brida el caballo del otro,Ferrus, ambicioso de servir el primero al reciénllegado, ganó por la delantera al escudero ytomando el estribo con una mano, mientras quecon la otra descubría su cabeza roja yensortijada, acogió con su acostumbradasonrisa de deferencia una rápida inclinación decabeza y una ojeada de amistosa protección quele dispensó el caballero.

-Ya veo, Ferrus -le dijo éste al apearse-,que pudieras desempeñar ese oficioperfectamente si muriesen de repente todos losdignos escuderos de mi casa -y arrojó aldescuido una mirada sardónica hacia elnegligente Vadillo, que con el capacete en lamano e inclinando el cuerpo, esperaba sin dudaa que le dejase algo que hacer el solícito poeta...

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-No hay duda, señor -contestó Vadillo,apreciando en su justo valor el ligero sarcasmodel caballero-, que la costumbre de correr trasel consonante presta a los poetas cierta agilidadde que nunca podrá gloriarse un escuderoindigno, aunque hijodalgo.

-Aunque hijodalgo -dijo entre dientesFerrus, pero de modo que pudo oírlo el que eraobjeto de la consideración y respeto deentrambos-, cada uno es hijo de sus obras, y lasmías pueden ser tan honradas como las delprimer escudero de Castilla.

-Paz, señores, paz -dijo el caballero-; pazentre las musas y los hijosdalgo; en estosmomentos he menester más que nunca de launión de mis leales servidores -y quiso repartirun favor a cada uno para equilibrar elmomentáneo desnivel de su constante amistad-. Cubríos, Vadillo; la noche empieza a refrescary vuestra salud me es harto preciosa parasacrificarla a una etiqueta cortesana. Ferrus,toma ese pliego y cuando estemos en Madrid,

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me dirás tu opinión acerca de ese incidente queme anuncian; tú sabrás si es fausto odesdichado para nuestros planes

Cogió Ferrus el pergamino y guardóleen el seno con aire de satisfacción, echando unamirada de superioridad sobre el desairadoescudero; superioridad que efectivamente ledaba la confianza que en público acababa dehacer de él su distinguido señor. Pero éste,atento a la menor circunstancia que pudierarenovar el mal apagado fuego de la rivalidadde sus súbditos, se apoyó en el brazo de suescudero y llevando a la izquierda al ambiciosojuglar y detrás a Hernando con entramboscaballos de las bridas, penetró en una tienda, acuya entrada quedó éste respetuosamente,esperando las órdenes que ni debían de tardarmucho en comunicársele.

La tienda en que entraron, inmediata aaquella donde hemos dicho que se aprestabanlas viandas, se hallaba sencillamente alhajada,una alfombra que representaba la caza del

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ciervo, y alegórica por consiguiente a lascircunstancias, ofrecía blando suelo a nuestrosinterlocutores, cuatro tapices de extraordinariadimensión decoraban sus paredes o lienzos conlas historias del sacrificio de Abraham, de lacasta Susana sorprendida en el baño por losviejos, del arca de Noé y de la muerte deHolofernes a manos de la valiente y hermosaJudit. Una mesa artificiosamente trabajada demodo que pudiera armarse y desarmarsecómodamente para esta clase de expediciones yvarias banquetas de tijera fáciles de plegarcompletaban el ajuar de aquella viviendacampestre y provisional; una cámara interior yreducida estaba ocupada por un lecho con sucubierta de seda labrada de damasco. Algunosarcos y ballestas suspendidas aquí y allí yvarios venablos apoyados en los rincones,daban a entender a la primera ojeada el objetode la expedición que en el campo detenía poraquellos días a su dueño. Una armaduracompleta que en el lugar preeminente se veía

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suspendida, manifestaba que la seguridadpersonal no era olvidada de los caballerosbelicosos del siglo XIV ni aun entonces mismoque se entregaban a los placeres de una épocapacífica y ajena de temores de guerra.

-Ferrus, partiremos inmediatamente -dijo el caballero a su confidente.

-¿Sin cenar, señor?-¡Ferrus!-Señor -interrumpió el juglar volviendo

en si de la distracción y falta de respeto a quehabía dado ocasión la mucha familiaridad quesu amo le consentía-, si tus negocios hanmenester de mi ayuno y si mi hambre puede enalgo contribuir a su buen éxito, marchemos...

-Naciste para comer, Ferrus; hago malen creer que tengo un hombre en ti...

-Pero, gran señor, tú propio anduvierasacertado en restaurar tus fuerzas; el caminohasta Madrid es malo y largo, la noche oscura yDios sabe si malhechores o enemigos tuyosesperarán a que pasemos para enviarnos en pos

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del maestre... si es que ha muerto -añadióacercándosele al oído, como presumo. ¿Quémal puede haber en que nos pillen reforzados?

-En buen hora, bachiller, deja de hablar.Fernán Pérez, dispondréis que al rayar mañanael día se recoja la batida, y marcharéis conmigolo más pronto que pudiéreis. Ferrus, haz quenos den un breve refrigerio. Seguiré tu consejo.

No oye reo su indulto con más placerque el que experimentó Ferrus al escuchar larevocación de la cruel sentencia, que a doslargas horas de hambre le condenaba. En pocosminutos se vio cubierta la mesa de un limpiomantel labrado y un opíparo trozo de exquisitomorcón curado al fuego se presentó ante losávidos ojos de nuestros tres interlocutores. Elhidalgo hizo plato a su señor, que no quisoacelerar para su servicio el fin de la caza, ni securó de llamar a los dependientes, a quienestales oficios de su casa estaban cometidos, lasituación de su ánimo, devorado al parecer desecretas ideas y el deseo de permanecer en la

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compañía libre y desembarazada de aquellosen quienes depositaba su confianza, redujo ados el número de sus servidores en tan críticasituación. Luego que el hidalgo le hubo hechoplato y Ferrus servídole la copa:

-Sentaos -dijo- y cenad, Fernán Pérez,que bien podéis poner la mano en el plato demi propia mesa-. Sentóse respetuosamente alextremo de la mesa Vadillo y el favoritopermaneció en pie a la derecha de su señor,recibiendo de su propia mano los mejoresbocados que éste por encima del hombro lealargaba, como pudiera con un perro queridoque hubiera tenido su estatura. Reíase Ferrus,empero, muy bien de esta manera de recibir lostrozos de la vianda, a tal de recibirlos; sabía élademás que lo que hubiera podido parecerdesprecio a los ojos de un observador imparcialera una distinción cariñosísima que le colocabasobre todos los súbditos del caballero. Sinmortificarle estas ideas dábase prisa a engullirmorcón, sin más interrupción que la que

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exigieron las dos o tres libaciones que con ricovino de Toro, entonces muy apreciado, hacía decuando en cuando el taciturno y distraídopersonaje, cuyo nombre y circunstanciassingulares no tardaremos en poner en claropara nuestros lectores.

Acabóse la corta refacción sin hablarpalabra de una parte ni de otra, sirviéronse lasespecias y púsose aquél en pie.

-Partamos.-Paréceme, gran señor, que harías bien

en armarte mejor de lo que estás, porque ¡viveDios que no quisiera que se quedase España sintan gran trovador! y...

-¡Chitón! Ponme en efecto esaarmadura.

Quitóse un capotillo propio de caza,púsose una loriga ricamente recamada de orosobre terciopelo verde: vistió una fuere cota demenuda malla; ciñó una espada y calzó lasbotas con la espuela de oro, insignia decaballeros de la más alta jerarquía. Prevínose

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también contra la intemperie envolviéndose enun tabardo de velarte, y después que Ferrus sehubo armado, aunque más a la ligera,montaron en sus caballos y se despidieron deFernán Pérez, encargándole sobre todo que enmanera alguna dejase de estar a la mañanasiguiente en la cámara de Su Grandeza a lahora común de levantarse; prometiólo Vadillo,besándole el extremo de la loriga, y al son delas cornetas de los cazadores que daban ya laseñal de recogida a los monteros desparcidos,picaron de espuela nuestros viajeros seguidosde Hernando

Ya era a la sazón cerrada y oscura lanoche; no dicen nuestras leyendas que lesacaeciese cosa particular que digna de contarsea. Ferrus trató varias veces de aventuraralguna frase truhanesca, de aquellas que solíanprovocar el humor festivo de su señor; pero elsilencio absoluto de éste le probó otras tantasque no era ocasión de bufonadas, y que lacabeza del caballero, sumamente ocupada con

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las revueltas ideas a que había dado lugar elpliego que tan intempestivamente había venidoa arrancarle del centro de sus placeres, estabamás para resolver silenciosamente algunaenredada cuestión de propio interés que paraprestar atención a sus gracias pasajeras.Resignóse, pues, con su suerte, y era tanto elsilencio y la igualdad de las pisadas de sustrotones, que en medio de las tinieblas nadiehubiera imaginado que podía provenir de tresdistintas personas aquel uniforme y monótonocompás de pies.

Dos horas habían transcurrido desde susalida de las tiendas, cuando dando en laspuertas de Madrid, llegaron a entrar en el cubode la Almudena, y dirigiéndose al alcázar que ala sazón reedificaba el rey don Enrique III enesta humilde villa, llegó el principal de losviajeros a su labio el cuerno, que a este fin nodejaba nunca de llevar un caballero, e hizo laseñal de uso en aquellos tiempos; la cual oída yrespondida en la forma acostumbrada, no

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tardaron mucho en resonar las pesadascadenas, que inclinando el puente levadizo,dieron fácil entrada en el alcázar a nuestrospersonajes; dirigiéndose inmediatamente a lashabitaciones interiores sin interrumpir elsilencio de su viaje sino con el ruido de susfuertes pisadas, cuyo eco resonaba por lasgalerías donde los dejaremos, difiriendo para elcapítulo siguiente la prosecución del cuento denuestra historia.

CAPITULO TERCERO

Ellos en aquesto estandoSu marido que llegó:-¿Qué hacéis la blanca niñaHija de padre traidor?-Señor, peino mis cabellosPéinolos con gran dolor,Que me dejáis a mí solaY a los montes os vais vos.Anónimo.

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Hallábase concluida la parte principaldel alcázar de Madrid y habitábala ya el Reycon gran parte de su comitiva siempre que elplacer de la caza le obligaba a venir a esta villa,cosa que le aconteció algunas veces en su cortoreinado.

Entre las habitaciones inmediatas a la deSu Alteza se contaban algunas de lasprincipales dignidades de su corte, perodistinguíase entre todas la de don Enrique deAragón, llamado comúnmente de Villena; estejoven señor, uno de los más poderosos yespléndidos de la época, era tío del rey donEnrique III y descendiente por línea recta dedon Jaime de Aragón. Su padre don Pedro,casado con doña Juana, hija bastarda de donEnrique II, y reina después de Portugal, habíamuerto en la batalla de Aljubarrota.Correspondíale de derecho a don Enrique elmarquesado de Villena, que su abuelo donAlfonso, primer marqués de este título, a quienle dio don Enrique II, había cedido a su hijo

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don Pedro reservándose sólo el usufructo portoda su vida. Pero habiendo el rey don EnriqueIII en su menor edad invitado al marqués donAlfonso a que viniese a ejercer su título decondestable de Castilla que le diera don Juan I,y habiéndose él negado con frívolos pretextos atan justa exigencia, se aprovechó esta ocasiónde volver a la corona aquellos ricos dominios,que como fronteros de Aragón no se creíaprudente que estuviesen en poder de unpríncipe de aquel reino. Diose en compensacióna don Enrique el señorío de Cangas y Tineo,con título de conde, y su mujer doña María deAlbornoz le había traído además en dote lasvillas de Alcocer, Salmerón, Valdeolivas yotras; con todo lo cual podía justamentereputársele uno de los más ricos señores deCastilla. No había pensado él nunca enacrecentar sus Estados por los medios comunesen aquel tiempo de conquistas hechas a losmoros. Más cortesano que guerrero y másambicioso que cortesano, había desdeñado las

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armas, para las cuales no era su carácter muy apropósito, y su afición marcada a las letras lehabía impedido adquirir aquella flexibilidad ypulso que requiere la vida de Corte. Laslenguas, la poesía, la historia, las cienciasnaturales habían ocupado desde muy pequeñotoda su atención. Habíase entregado también alestudio de las matemáticas, de la astronomía yde la poca física y química que entonces sesabía. Una erudición tan poco común en aquelsiglo en que apenas empezaban a brillar lasluces en este suelo, debía elevarle sobre elvulgo de los demás caballeros suscontemporáneos; pero fuese que la multitudignorante propendiese a achacar a causassobrenaturales cuanto no estaba a sus alcances,fuese que efectivamente él tratase deprevalecerse y abusar de sus rarosconocimientos para deslumbrar a los demás, elhecho es que corrían acerca de su personarumores extraños, que ora podían en verdadservirle de mucho para sus fines, ora podían

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también perjudicarle en el concepto de las másde las gentes, para quienes entonces comoahora es siempre una triste recomendación lade ser extraordinario. No dejaba de ser notadoen él, a más de su ambición, cierto afectodecidido al bello sexo; y lo que era peor,notábase también que nunca se paró en losmedios cuando se trataba de conseguircualquiera de esos dos fines, que teníanigualmente dividida su alma ardiente y queocuparon exclusivamente todo el transcurso desu vida.

Hallábase ricamente alhajada la parteque en el alcázar habitaba este señor; costosostapices, ostentosas alfombras de Asia,almohadones de la misma procedencia, cuantoel lujo de la época podían permitir, se hallabaallí reunido con el mayor gusto y primor;ardían lentamente en los cuatro ángulos delsalón principal pebeteros de oro que exhalabanaromas deliciosos del oriente, uso que habíanintroducido los árabes entre nosotros. A una

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parte del hogar se veía una mujer joven y asazbien parecida, vestida con descuido a la modadel tiempo y sentada en una pesada poltrona,notable por su madera y por el mucho trabajode adornos y relieves con que se habíadivertido el artista en sobrecargarla,descansaban sus pies en un lindo taburete, y sehallaba ocupada en una delicada labor de susexo. Ayudábala enfrente de ella a su trabajo ya pasar las horas de la primera noche otramujer todavía más sencilla en su traje y pocomás o menos de su misma edad. Todo lo que laprimera le llevaba de ventaja a la segunda endignidad y riqueza, llevaba la segunda a laprimera en gracia y en hermosura. Tez blanca ymás suave a la vista que la misma seda estaturani alta ni pequeña, pie proporcionado a susdimensiones, garganta disculpa delatrevimiento y fisonomía llena de alma y deexpresión. Su cabello brillaba como el ébano;sus ojos, sin ser negros, tenían toda la expresióny fiereza de tales; sus demás facciones, más que

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por una extraordinaria pulidez, se distinguíanpor su regularidad y sus proporcionesmarcadas y eran las que un dibujante llamaríaen el día académicas o de estudio. Sus labiosalgo gruesos daban a su boca cierta expresiónamorosa y de voluptuosidad a que nuncapueden pretender los labios delgados y sutiles,y sus sonrisas frecuentes, llenas de encanto y dedulzura, manifestaban que no ignoraba cuántovalor tenían las dos filas de blancos y menudosdientes que en cada una de ellas francamentedescubría cierta suave palidez, indicio de quesu alma había sentido ya los primeros tiros delpesar y de la tristeza, al paso que hacía resaltarsus vagas sonrisas, interesaba y rendía a todo elque tenía la desgracia de verla una vez para sueterno tormento.

En el otro extremo del salón bordabanun tapiz varias dueñas y doncellas en silencio,muestra del respeto que a su señora tenían.Hablaba ésta con su dama favorita, pero en untono de voz tal, que hubiera sido muy difícil a

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las demás personas, que al otro lado de lahabitación se hallaban, enlazar y coordinar laspocas palabras sueltas que llegaban a sus oídosenteras de rato en rato cuando la vehemenciaen el decir o alguna rápida exclamación hacíansubir de punto las entonaciones del diálogoentre las dos establecido.

-Elvira -decía doña María de Albornoz asu camarera-, Elvira, ¡cuánta envidia te tengo!

-¿Envidia, señora? ¿A mí? -contestóElvira con curiosidad.

-Sí; ¿qué puedes desear? Tienes unmarido que te ama y de quien te casasteenamorada; tu posición en el mundo temantiene a cubierto de los tiros de la ambicióny de las intrigas de la Corte...

-¿Y es doña María de Albornoz, la ricaheredera y la esposa del ilustre don Enrique deVillena, quien tiene envidia a la mujer de unhidalgo particular?...

-¿De qué me sirve ser la esposa de eseilustre don Enrique si lo soy sólo en el nombre?

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Mira lo que en este momento está pasando; tresdías hace ya que partió a caza de montería; enesos tres días Fernán Pérez de Vadillo havenido dos veces a ver a su mujer, y el conde deCangas y Tineo prefiere a la vista de la suya lade los jabalíes y ciervos del soto. Elvira, si sehicieran las cosas dos veces, doña María deAlbornoz no volvería a dar su mano a unhombre cuyos sentimientos no le fuesen bienconocidos, ¡maldita razón de estado!, a unhombre de quien no supiese con seguridad quehabía de ser el mismo con ella a los tres añosque a los tres días.

-¿Dónde está, señora, ese caballero? -preguntó con distracción Elvira, lanzando unsuspiro-. ¿Dónde está?

-¿Dónde está? -repitió asombrada la deAlbornoz-. ¿Tan dificil crees encontrar unesposo que me ame más que don Enrique?

-Si me lo permitís, diré que no seríadifícil; pero desde que un esposo os ame másque don Enrique hasta el hombre que buscabais

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hace poco hay la misma distancia que haydesde la idea imaginaria que del matrimonio oshabéis formado, hasta la realidad de lo que eseste vínculo en sí verdaderamente.

-No te entiendo, Elvira.-¿Y me entenderíais si os dijera que hace

tres años que me casé enamorada con FernánPérez de Vadillo, y que él no lo estaba menossegún todas las pruebas que de ello me teníadadas, y si os añadiese que ni yo encuentro yaen mi excelente esposo el amante por más quele busco ni él acaso encontrará en mí a la Elvirade nuestros amores?

-¿Qué dices?-Acaso no podréis concebirlo. Es la

verdad, sin embargo; estad segura, empero, deque en Castilla difícilmente pudierais encontrarmatrimonio mejor avenido él me estima, y yono hallo en el mundo otro que merezca más mipreferencia. ¡Ah! señora, no está el mal en él nien mí; el mal ha de estar o en quien nos hizo deesta manera o en quien exige de la flaca

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humanidad más de lo que ella puede dar de sí...Perdonadme, señora; no debiera acaso hablaren estos términos, pero sólo a vos confiaríaestos sentimientos que quisiera mantenerencerrados eternamente en mi corazón. La vidacomún, en la cual cada nuevo sol ilumina en elconsorte un nuevo defecto que la venda de lapasión no nos había permitido ver la víspera enel amante, se opondrá siempre a la duración delamor entre los esposos. En cambio unaestimación más sólida y un cariño de otraespecie se establecen entre los desposados, y siambos tienen alternativamente la deferencianecesaria para vivir felices, podrá no pesarlesde haberse enlazado para siempre.

-¡Qué consuelo derraman tus palabrasen mi corazón, Elvira! Si tú no te considerascompletamente dichosa, creo tener menosmotivos para quejarme; sin embargo, de buenagana te pediría un consejo que creo necesitar. Situ esposo te insultase diariamente con sufrialdad y su indiferencia nada menos que

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galantes, si tus virtudes no te bastasen aesclavizarle y contenerle en la carrera deldeber...

-Redoblaría, señora, esas virtudesmismas; no sé si el cielo me tiene reservada esaamarga prueba; pero si tal caso llegase, fuerzasle pediría sólo para resistirla y para vencer engenerosidad al mal caballero que con tan negraingratitud premiase mi cariño y mi conductairreprensible.

-Basta, Elvira, basta; seguiré tu consejo;está en armonía con mis propios sentimientos.Si, la paciencia v la resignación serán misprimeras virtudes. ¡Ah!, don Enrique, donEnrique! ¡Y qué mal pagáis mi afecto! ¡Y quépoco sabéis apreciar la esposa que tenéis!

-¡Tened, señora! ¿No oís la señal delconde? ¡No habéis oído una corneta?

-Imposible; llevan sólo tres días y fueronpara cuatro.

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-No importa; no he podidoequivocarme; no, no me he equivocado; ¿oís laspesadas cadenas del puente?

-¡Cielos! No le esperaba. ¡Ah! estoydemasiado sencilla; Dios sabe si no seráperdido el trabajo que emplee en adornarme.

-¿Qué decís?-Sí; llama a mis dueñas.Acercáronse dos dueñas de las que en la

extremidad de la sala bordaban a la indicaciónque Elvira les hizo levantándose y prosiguió lacondesa:

-Arreglar mis cabellos, pasadme unvestido con el cual pueda recibir dignamente ami esposo; probablemente nos dará lugar;nunca que viene de fuera deja de dirigirseprimero a la cámara del Rey para informarle desu llegada. Jamás me parecerá bastante todo elcuidado que puedo tener en engalanarme yaparecer a sus ojos armada de las únicasventajas que nuestro sexo nos concede. Estemismo cuidado le probará el aprecio que hago

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de su amor; acaso vuelva en sí algún díaavergonzado de su conducta, y acaso no sefrustren estas esperanzas que ahora te pareceninfundadas.

Llegaron dos doncellas que en el menorespacio de tiempo posible recogieron sushermosos cabellos sobre su frente y losprendieron con una rica diadema deesmeraldas, sustituyendo asimismo al sencillovestido que la cubría otro lujosamenterecamado de plata.

-Llegad, Guiomar -dijo a una de sussirvientes doña María de Albornoz-, llegadhasta el alabardero de la cámara del Rey y vedde inquirir si es efectivamente don Enrique deVillena el caballero que acaba de entrar en elalcázar, como tengo sobrados motivos parasospecharlo.

Inclinó Guiomar la cabeza y salió aobedecer la orden que se le acababa de dar.

-¿Puedes comprender, Elvira, la causaque me vuelve a mi esposo un día antes de lo

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que esperaba? ¿Acaso habrá amenazado suvida algún riesgo inesperado?

-No lo temas, señora. En el día y en estepunto de Castilla ningún miedo puedeinspirarnos ni el moro granadino ni elportugués, y por parte de los demás grandes,don Enrique está bien en la actualidad contodos. Acaso el Rey le habrá enviado a buscar;algún asunto de Estado podrá reclamar supresencia.

-Dices bien; me ocurre que la llegada delcaballero que a todo correr entró esta mañanaen el alcazar pudiera tener algo de común conesta sorpresa...

-¿Qué motivos tienes, señora, parapresumir?...

-Motivos..., ninguno...; pero mi corazónme engaña rara vez; y aun si he de creer a suspensamientos, nada bueno me anuncia estesuceso.

-¿Pero sabes, señora, quién fuese elcaballero?

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-Hanme dicho sólo que venía con un suescudero de Calatrava.

-¿De Calatrava? ¿Y no sabes más?...-Dicen que es un caballero que viene

todo de negro...-¿De negro?-Quien me ha dado estos detalles ha

dicho que no sabía más del particular; peroparéceme, Elvira, que te ha suspendido estaescasa noticia que apenas basta para fijar misideas. ¿Conoces algún caballero de esasseñas?...

-No, señora... son tan pocas las que medas...

-Estás, sin embargo, inmutada...-Guiomar está aquí ya -interrumpió

Elvira, como aprovechando esta ocasión que lalibraba de tener que dar una explicación acercade este reparo de la condesa-: ella nos darácuenta de...

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-Guiomar -dijo levantándose doñaMaría de Albornoz-, Guiomar, ¿es mi esposoquien ha llegado?

-Sí señora, es don Enrique de Villena.-Elvira, nuestros esposos.-No, señora, viene sólo con su juglar y

con el escudero del caballero del negropenacho, que llegó esta mañana al alcázar.

-Mi corazón me decía que tenía algo decomún un suceso con el otro... ¿Y por qué tardaen llegar a los brazos de su esposa, Guiomar?

-Señora, no puedo satisfacer a tupregunta: ni yo he visto a tu señor ni le hanvisto en la cámara del Rey todavía.

-¿No?-Parece que se ha dirigido en cuanto ha

llegado a preguntar por la habitación delcaballero recién venido de Calatrava.

-¡Qué confusión en mis ideas! Despejadvosotras, siento pasos de hombres; ellos son;Elvira, permanece tú sola a mi lado.

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Oíanse, efectivamente, las pisadasaceleradas de varias personas, y se podía inferirque trataban andando cosas de más que demediana importancia, porque se paraban detrecho en trecho; volvían a andar y volvían apararse, hasta que se les oyó en el dintel mismodel gran salón. Las dueñas y doncellas salierona la indicación de su ama, y sólo la impacientedoña María y su distraída camarera quedarondentro con los ojos clavados en la puerta quedebía abrirse muy pronto para dar entrada alesperado esposo.

-Podéis retiraros -dijo al entrar donEnrique de Villena a dos personas de tres que leacompañaban, y saludándose unos a otroscortésmente, el conde con su juglar se presentódentro del salón a la vista de su consorteanhelante.

-Esposo mío -exclamó doña María,previniendo las frías caricias de su severoesposo-. ¿Tú en mis brazos tan presto?

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-¿Os pesan doña María? -contestó conrisa sardónica el desagradecido caballero.

-¡Pesarme a mi de tu venida! Yo que nodeseo otra dicha sino tu presencia y que sólopara ti existo.

-Y que sólo para ti me engalano,pudierais añadir, hoy que os encuentro tanprendida sabiendo que estoy en el monte.

-Y si sólo tu venida...-Me es indiferente, señora...-Indiferente... ¡Ah!... Venís a insultar

como de costumbre a mi dolor y a mi...-Acabad...-Sí, acabaré... a mi necedad...-Basta, no estamos solos, señora.-¡Elvira! -dijo la de Albornoz, echando

sobre su camarera una mirada de dolor.-Te entiendo, señora... te esperaré en tu

cámara.Salió doña Elvira del salón por una

puerta que daba a otra pieza inmediata, conrostro decaído, ora procediendo su abatimiento

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de la prolongación imprevista de la ausencia desu esposo, o, lo que es más creíble, de laesperanza chasqueada que de ver entrar alcaballero de Calatrava había alimentadoinútilmente.

-Ferrus, vos también podéis iros -dijodon Enrique a su juglar-; esperadme en micámara, pero haced retirar a todo el mundo;que se acuesten mis donceles y mis pajes; vossolo podéis quedaros... tenemos que tratarmaterias en que no habemos menester testigos.

-Serás obedecido -dijo el juglar, y saliódejando a la de Albornoz retorciendo susmanos en medio de su desesperación y con losojos clavados en el conde con cierto asombro,nada de extrañar en quien estaba como ellamuy poco acostumbrada a tener con su esposoescenas solitarias como la que al parecer deintento la preparaba.

-Ya estamos solos -exclamó don Enriquelevantándose-. Extrañaréis este paso sin duda,la de Albornoz... -Al llegar aquí calló como si

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no estuviera muy resuelto todavía a decir loque traía pensado, y empezó a pasearse a lolargo con pasos tendidos y acelerados...

-Perdonadme si no os he respondidomás pronto -contestó su esposa después de unaligera pausa-; creí que ibais a seguir hablando.¿Deberé alegrarme de esta inesperadaentrevista? ¿Por fin vuestro corazón, donEnrique, se ha rendido a mi amor? ¿Habéispensado ya decididamente volver la paz alpecho de vuestra esposa y cortar de raíz lasrencillas que han amargado hasta ahora nuestradesdichada unión?

-¿Desdichada?, maldecida debieraisdecir -murmuró entre dientes el conde,paseándose siempre sin volver los ojos una solavez a mirar a su afligida mitad.

-Si tal es vuestro intento -continuó sinoírle la de Albornoz-, ¿qué tardáis en venir a losbrazos de la mujer que más os ama y que no haamado nunca sino a vos?... Desechad esa duraindiferencia... Si algún rubor de vuestra pasada

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frialdad os impide darme ese contento, yo os loperdono todo.

-Perdón... -gritó fuera de sí el conde aloír esta palabra, que le sacó de su letargo-.Perdón... vos a mí. ¿Y sabéis antes si osperdono yo a vos?

-¡Santo cielo! ¡Qué palabras! ¿Pues enqué pude yo ser culpable jamás? ¿En amarosdemasiado, en sufriros?... ¡Ah! perdonad, perosoy vuestra esposa y tengo derecho a vuestroamor, o por lo menos a vuestra consideración.

-No se trata ya de amor.-¿Se ha tratado con vos alguna vez?-Lo ignoro; sólo sé que ha llegado el

caso de un rompimiento completo.-¿Un rompimiento? ¡Desgraciada

María!... ¿Y qué causa podréis alegar para tanindigna conducta?

-¡María! -gritó don Enrique.-Sí, sacad el puñal todo; no os contentéis

con apretarle en vuestra mano; aquí tenéis elcorazón criminal que os ha querido bien;

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acabad de una vez con el único estorbo devuestros intentos... De otra manera, donEnrique, jamás conseguiréis esa separación; yoquiero antes saber el motivo que os conduce a...

-Ya lo podéis haber conocido; el estudioque ocupa todas las horas de mi vida meimpide que me entregue como debiera a lacontemplación de una belleza terrenal... loshondos arcanos de las ciencias, el objetoimportante de mis tareas misteriosas...

-¿Vos pretendéis embaucar como alvulgo de las gentes a vuestra misma esposa?...¡Delirios!

-Bien, señora, pues que no os satisfaceesa respuesta, os diré secamente: mi voluntad.

-Para ese divorcio que pretendéisnecesitáis de la mía.

-Y ésa es precisamente la que vengo apediros...

-¿Yo dar mi consentimiento?-Vos..., sí.-Jamás.

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-¡María! ¿Conoces mi furor? Tú me ledarás...

-¡Ah!, vos ocultáis mal vuestra perfidia;vos amáis a otra; no, no puede tener otro origenese extraño interés que manifestáis.

-¿A otra mujer? -interrumpió rojo decólera don Enrique-. Cuando don Enrique deVillena pueda volver al estado de la estupidezy de la ignorancia de un ente que nace almundo, entonces amará a una mujer...

-¡Mentís, don Enrique!...-¿Mentís, María, habéis dicho? ¿Mentís?-Nada temo ya; mentís como fementido

caballero yo os he visto más de una vez, yo oshe visto profanar con miradas de iniquidad lafaz más pura acaso y celestial que existe sobrela tierra; yo he leído en vuestros ojos el pecado,no me lo ocultaréis...

-¡Silencio!-Los ojos de una mujer que quiere ven

más de lo que pensáis los hombres insensatos eignorantes en medio de vuestra sabiduría...

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-¡Silencio, repito! -dijo con voz roncadon Enrique-. Oíd; quiero conceder vuestrasgratuitas suposiciones: ¿pretendéis, imagináisvencer mi repugnancia a fuerza de amor? Sitanto sabéis, no podéis ignorar que vuestrasolicitud sería inútil...

-Lo sé; dad gracias, don Enrique, a queno de ahora lo sé, y a que he llorado muchaslágrimas que han desahogado mi corazón; quede no, con mis propias manos yo os hicierapagar...

-Teneos, María; y acabemos... Si losabéis, y si ya de mucho tiempo habéisconsentido en ello, de nada servirá vuestratenacidad; dadme vuestro consentimiento yretiraos a un monasterio. Los estados deSalmerón, Alcolea y Valdeolivas que metrajisteis al matrimonio pagaránespléndidamente vuestra dote.

-Nunca; lo sé, y sé que todos misesfuerzos serán inútiles; cederé, si, cederé a lafuerza de los sucesos empero nunca pondré yo

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misma la primera piedra para el edificio de mideshonra. Haced, don Enrique, lo que gustéis;pero puesto que queréis guerra, guerra os jurode muerte...

-María, es en vano; desprecio tusbalandronadas mira ese pergamino: tu firmahace falta al pie...

-Dejadme... Soltad...-No os iréis sin firmarle.-¿Cuál es su contenido?-Una demanda de divorcio que pedís

vos misma...-¿Yo? Soltad.-No -exclamó don Enrique deteniéndola

con una mano, mientras le enseñaba elpergamino extendido sobre la mesa con la otra,en que relucía su agudo puñal.

-¡Nunca! ¡Socorro! ¡Elvira! ¡Elvira! -gritóla desesperada condesa huyendo hacia lacámara.

-Callad o sois muerta -interrumpió convoz reconcentrada el conde, fuera de sí,

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arrojándose delante de ella para impedirle lasalida-; callad o temblad este puñal.

Pero ya era tarde: la condesa habíallegado al colmo de su indignación, queestallaba en aquella coyuntura con tanta másfuerza cuanto mayor tiempo había estadocomprimida en el fondo de su corazón. En vanoprocuraba taparla la boca su iracundo esposoimponiéndole repetidas veces la mano sobre loslabios; no bien la separaba, sonidosinarticulados se escapaban del pecho de lacondesa y resonaban por los ámbitos del salónen balde trataba el conde de sujetarla a susplantas, la condesa, de rodillas conforme habíacaído al querer huir, hacía inconcebiblesesfuerzos por desasirse de aquellos lazoscrueles que la detenían.

-¿No firmaréis? -repitió cuando la tuvomás sujeta don Enrique-. ¿No firmaréis?

En este momento se oyó una puerta que,girando sobre sus goznes ruidosos, iba a dar

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entrada en el salón a Elvira, que asustadaacudía a las voces de su señora.

-Sí -gritó levantándose la de Albornozanimada con el ruido de la puerta, que hacíaperder asimismo su posición opresora al conde-, sí, firmaré, firmaré -y añadiendo "pero de estamanera", y precipitándose sobre el pergamino,lo arrojó al fuego inmediato, sin que pudieraevitarlo don Enrique estupefacto, a quien habíaquitado la acción la inesperada vista de Elvira.

-¿Qué tenéis, señora, que dais tantosgritos? -preguntó azorada Elvira, echando unamirada exploradora de desconfianza hacia elconde, que con los brazos cruzados, pero sinpensar en esconder el puñal, parecía su propiaestatua enclavada en medio de su casa.

Arrojóse la condesa en brazos de Elvirasin tener aliento sino para exhalar tristísimosayes y profundos suspiros y regar conabundantes y ardientes lágrimas el pecho de sucamarera, donde ocultó su rostro avergonzado.

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Volvió el conde al mismo tiempo lasespaldas, sonriéndose con cierta expresiónsardónica de desprecio y de indignación, y sinproferir una sola palabra que pudiese dar aElvira la clave de lo que entre sus señores habíapasado, anduvo varios pasos, escondió supuñal en la vaina y al llegar a la pared apretócon su dedo un resorte oculto en la tapicería, elcual cedió y manifestó una puerta de la altura yancho de una persona, secretamente practicadaen aquella parte. Por ella desapareció como unespectro que se hunde en una pared o que seborra y desvanece al mirarle detenidamente;que no otra cosa hubiera parecido el conde alespectador que le hubiera mirado estandoignorante de la salida misteriosa, la cual nodejó después de su desaparición la menor señalde fractura, raya o llave, por donde pudieseconocerse que no era obra de magia o deencantamiento.

CAPITULO CUARTO

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Este es aquel AlbenzaydeQue entre todos tiene fama.La cámara de don Enrique de Villena,

adonde vamos a trasladar a nuestro lector, erauna rareza en el siglo xv. Una ancha y pesadamesa, que en balde intentaríamos comparar conninguna de las que entre nosotros se usan, erael mueble que más llamaba la atención al entrarpor primera vez en el estudio del sabio. Variosvoluminosos libros, de los cuales algunosabiertos presentaban a la vista del curiosogruesos caracteres góticos estampados, o mejordiremos, dibujados sobre pulidas hojas depergamino; un reloj de arena; un enormetintero, cuyos algodones hubieran podidoprestar zumo para varios tomos en folio; dos otres lunas redondas, de aquellas con que solíasurtir la reina del Adriático entonces a laspersonas ricas; algún espejo metálico girandosobre un eje a la manera de los modernostocadores de las damas; varios instrumentos

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groseros de matemáticas, que el vulgo creíatalismanes mágicos, y no pocos alambiques yredomas aplicables a usos químicos, si asípodemos llamar a las confecciones misteriosasde los que en aquella época encanecíanbuscando la piedra filosofal o la esencia del oro;crisoles y aparatos sencillos, si bien costosos, defísica, eran los objetos que cubrían la mesa quehemos procurado describir; veíanse a otra partede la habitación armas ofensivas y defensivas,que, según la estima que en aquellos tiemposbelígeros tenían, no dejaban nunca de verse enlas cámaras de los caballeros, una lámpara decuatro mecheros, suspendida del artísticoartesón, y otra manual y más pequeña colocadaentre la confusión de objetos que llenaban lamesa, iluminaban el laboratorio del conde deCangas y Tineo

Un enorme sillón de baqueta, dondehubieran podido sentarse cómodamente másde dos personas, completaba el ajuar del

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misterioso personaje de nuestros primeroscapítulos.

En la noche a que nos referimos, y a unahora medianamente avanzada, consideradas lascostumbres del siglo, se hallaba en aquellapieza un hombre solo, en quien el lectorreconocerá al momento a Ferrus con sólo notarsu sonrisa maligna y el aire de importancia yfranqueza con que paseaba a lo largo y a loancho en una habitación de que ciertamente noera él el dueño. Después de un momento depausa:

-Rui Pero -dijo en voz baja Ferrus-, RuiPero.

A esta interpelación se manifestó otrohombre en la cámara.

-¿Habéis llamado, señor Ferrus?-Sí; ¿se ha recogido todo el mundo?-Sólo queda en pie el ballestero de la

parte exterior de la puerta.-Bien.

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-Y yo, que, como camarero de nuestroamor, estoy aguardando su venida paraprestarle los servicios de mi cargo.

-Es inútil; yo le serviré.-Mirad que soy su camarero.-Le serviré os he dicho; sé sus

intenciones.-En ese caso me retiraré-Es lo mejor que podéis hacer.-Buenas noches, señor Ferrus.-Esperad... decidme antes, ¿no habría

algún paje cerca por si fuese necesario despuésservirse de una tercera persona?...

-Jaime ha quedado conmigo; está en laantecámara.

-Llamadle.-Está bien.-Id con Dios. Ya se fue... No sé por qué

razón -dijo para sí luego que estuvo solo eljuglar mirando a todas partes-, no sé por quérazón he de tener miedo, cuando estoy solo enesta cámara. Verdad es que nunca he podido

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comprender cómo hay hombres valientes, y esoque en más de un encuentro me he hallado yomismo con el enemigo, pero puedo jurar queme da más miedo esta soledad que la compañíade diez moros y veinte portugueses en un díade batalla. Estas voces que corren de que miamo es nigromante y este aparato... ¡Dios mevalga! No tocaría a una redoma de ésas por milcornados... ¿Quién sabe cuántas legiones dedemonios podrán caber en cada una?... No serámalo hacer la señal de la cruz y santiguarme...¿Qué es esto?... ¡Ah!, no es nada; es misobrecapote, lo estaba pisando; hubiera dichoque tiraban de mí... Disimulemos el miedo; yaestá aquí el paje: es preciso buscar un pretextopara estar acompañado.

A esta sazón entraba ya un pajecito quepodría tener catorce o quince años todo lo más.

-El camarero dice...-Sí, el camarero dice bien -interrumpió

Ferrus sin enterarse y sin saber todavía qué

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pretexto suponer para justificar aquellaintempestiva llamada-. ¿Dormías, Jaime?

-Pesia mi alma si he podido en mi vidapegar los ojos en esta maldita cámara. El miedome tiene más despierto que una liebre.

-¿El miedo?-Pienso que puedo hablar francamente

con el señor Ferrus y que no irá a decir a suseñoría...

-Habla sin temor. ¡Error! No se encuen-tra el origen de la referencia. -dijo para sí elingenioso juglar.

-Si va a decir verdad, puedo jurar por elsalto que dio el Cid sobre la puerta de Burgosestando un día a caballo, según nos cuentan...

-Adelante.-Puedo jurar que no veo sino espíritus

del otro mundo... y a cada paso se me antojaque me arrebatan por los aires...

-¡Eh! -interrumpió Ferrus echando unamirada a todas partes-. ¡Bah!, niñerías, Jaime,niñerías; yo te creí hombre de más valor. ¡Qué

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valiente es uno -añadió para sí- cuando está conun cobarde!

-¿Niñerías? ¿Os parece, señor Ferrus,que cuando las gentes han dado en hablar de lamagia blanca o negra, que ni aun eso quierosaber, de nuestro amo, no se lo tendrán biensabido? Si hubierais de dormir, como yo,algunas noches tabique por medio con nuestroseñor conde, ya me daríais noticias de lasniñerías; y si no decidme ¿con quién habla miamo cuando no habla con nadie?

-Claro está, con nadie.-Quiero decir cuando está solo.-¿Y con quién puede hablar?-¿Con quién ha de ser? Con el diablo

que me lleve; ello es que habla, y que a él nadiele responde, y que se pasa las noches de claroen claro trabajando y afanado sobre esoscacharros que llama crisoles y rodeado dellamas, y que anda un olor tal, que Dios meperdone si se me pasa por la imaginación hacerconocimiento con el pomo de esencias de

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donde la saca... Venid aquí -añadió elbarbilampiño cogiendo de la manoinesperadamente a Ferrus, que se estremeció alsentirse tocado en tan crítica circunstancia-;venid aquí, decidme qué significan esosgarabatos que escribe sobre ese papel, y si noson signos diabólicos... ¡Mal año para mí siquiero permanecer más tiempo al servicio delseñor conde...! No, sino estéme yo aquí ylléveme el diablo mi alma una noche, sin tenerarte ni parte en los productos que sin duda ledará a nuestro amo por precio de la suya. Osdigo que no se pasarán tres días sin que metorne al servicio de mi hermosa prima Elvira. Alo menos allí no hay más hechizos que los desus ojos.

-¡Tate! señor paje, ¿con que se osentiende también a vos de esotros hechizos?

-Os aseguro que no estoy para aplaudirvuestras gracias. Mirad bien esos caracteres.

-Bien, paje, pero no hay necesidad deacercarse tanto; verdad es que son raros;

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imagino, sin embargo -añadió el copleroafectando una indiferencia que estaba muylejos de sentir-, imagino que ésos pueden serversos, porque has de saber que el conde haceversos... y como ni tú ni yo sabemos leer niescribir, acaso maliciemos...

-¡Voto va! ¡No sabéis escribir! ¿Pues nohacéis vos trovas también?

-Cierto que hago trovas, y las canto, quees más; empero no las escribo.

-¿Eh? ¿No digo yo que ésos seránencantos?... Mirad, Ferrus, os quiero porquenos soléis hacer reír en el hogar con vuestrassandeces, quiero decir con vuestras sales... yoos aconsejaría que imitarais mi ejemplo y osvinierais...

-Eso no, señor paje; paso, paso, queantes me dejaré llevar de todos los espíritus quetengan el menor interés en especular con mishuesos que abandonar a mi amo. Verdad es queno las tengo todas conmigo; pero todos loscaballeros de la Tabla redonda, incluso el rey

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Artus, que se volvió cuervo, ni los doce deFrancia, no me convencerán de que donEnrique de Villena es tonto, y si él sabe másque yo, quiero yo perderme cuando él sepierda...

-A la buena de Dios, señor Ferrus; mas¿no oís pasos?

-¡Santo cielo! -exclamó Ferrus-. ¡Ah! sí,es don Enrique; sí, será don Enrique; veteretirando... poco a poco... ¡Jaime! Más despacio;pudiera ser que no fuese él...

Miraba atento Ferrus a la parte dedonde provenía el rumor, a tiempo que el paje,de suyo poco inclinado a esperar aventuras deninguna especie y menos de aquella a que él sefiguraba pertenecer la que se presentaba, sehabía puesto ya en salvamento en laantecámara, donde le parecía que no estaba tanal alcance de los perniciosos efectos de lasmaléficas redomas que tanto temor leinfundían. Santiguábase allí a su placer ydábase prisa a besar una santa reliquia que en

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el pecho para tales ocasiones llevaba, con másfervor que besaría un enamorado la blancamano de su Filis dejada al descuido entre lassuyas.

Miraba atento Ferrus, y no esperabanada menos que el ver alguna desmesuradafantasma o ridículo endriago que viniese apedirle cuentas de su mal pasada vida. Abrióse,por fin, una puerta tan secreta como la que ennuestro capítulo anterior hablando del salóndejamos descrita, y se presentó a los ojos delespantado confidente la persona del mismodon Enrique, a la cual daba cierto aire nadatranquilizador la escena que acababa de pasarentre él y su desdichada esposa, la deAlbornoz.

-¡Maldita tenacidad! -entró diciendo convoz iracunda el enojado conde, sin reparar ensu medroso confidente, ni menos acordarse dela orden que de esperarle en su cámara le teníaanteriormente conferida-. Mal conoce a donEnrique el desdichado que pretende

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atravesarse en el camino de sus planes -añadióacercándose a la mesa-; resiste, infeliz, resistemañana todavía, y conocerás bien pronto quiénes don Enrique de Villena.

-Señor, perdonadme si os he ofendido -exclamó hincándose de hinojos el espantadoFerrus e interpretando contra si el sentido delas últimas palabras del conde únicas que habíaoído distintamente-. Perdonadme...

-¡Ah!, ¿estás ahí? -dijo don Enriquevolviendo en sí-. ¿Qué haces en esa postura?¿Rezas, insensato?

-Sí, gran señor, insensato, pero te juroque mi intención es buena.

-Alza, ¿has perdido el juicio? Bien quenunca le tuviste. Alza, miserable, ¿no sabrásdistinguir jamás cuándo es ocasión de farsas ycuándo no?

-Dios me perdone -dijo levantándoseFerrus-; Dios me perdone mis muchos pecados.Dame tus órdenes y te probará tu esclavo sidesconoce la oportunidad de servirte.

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-¿Estás solo?¡Error! No se encuentra el origen de la

referencia., iba a decir el intempestivo juglar,pero el gesto mal encarado de su amo lerecordó lo que acababa de decirle en aquel tonoque tiene tanto prestigio sobre las almasdébiles.

-Solo, señor -pronunció titubeando-.Jaime es el único que vela en la antecámara.

-Dale las señas de la habitación delcaballero que ha llegado esta mañana deCalatrava. Que llegue a ella, que dé tres golpesy que pronuncie mi nombre en voz baja; nadamás. Es señal convenida.

Salió Ferrus a obedecer la orden de suseñor, y no tardó mucho en volver a entrar conla noticia de que quedaba desempeñada sucomisión con el mismo celo de que tantaspruebas tenía dadas.

-En buen hora, Ferrus. Llégate más cercay habla bajo. Conozco tu celo, y tú conoces mipoder. Hasta la presente creo haberte

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recompensado más allá de tus esperanzas, yaún más allá de lo que tus méritos exigían.

-Estoy harto pagado con el honor deservirte -dijo el astuto juglar.

-Bien, dejemos lisonjas que tú no creesni yo tampoco; toma esas monedas; cadacornado que aceptas debe pesar más que elplomo en tu bolsillo si piensas faltarme algúndía; del plomo sabría hacer oro si lo hubiesemenester; pero también del oro sabré hacerfuego si tu conducta...

-Ofendes a Ferrus, señor.-Quiero creerlo así; escucha, dame el

pergamino que te he confiado. Bien. El maestrede Calatrava ha muerto; esta es la nueva queaquí me dan.

-Dios le haya perdonado y tenga sualma...

-Bien; ésas no son cuentas nuestras.Atiende primero, luego le encomendarás; en elestado en que está puede esperar muchotiempo; lo mismo es hoy que mañana. Nadie

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sabe en la Corte todavía este importante suceso.El doncel favorito de Enrique III ha llegado adarme este aviso, y no ha descansado desdeCalatrava hasta Madrid. Es preciso ser granmaestre de Calatrava antes que nadie piense enpretenderlo.

-Tendrás, señor, por enemigo a don LuisGuzmán, sobrino del muerto.

-Despreciable enemigo; otro tengo máscerca, Ferrus, y más temible.

-¿Más temible y más cerca?-Sí, más cerca y más temible. Soy

casado.-Cierto que es mal enemigo la mujer

propia...-El instituto de la orden exige voto de

castidad.-También es mal enemigo ese voto.-Tregua a las chanzas, Ferrus. No es el

enemigo el voto, ni en eso pudiera yo pararme.Pero ¿cómo combinar ese voto con mi estado?

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-No serás el primero que se hayadivorciado; yo te citaré ejemplos...

-Ninguno ignoro, y el paso ya le hedado, pero inútilmente; he levantado la caza yhe perdido el rastro. La de Albornoz ha dadoen el más raro desatino que se pudieraimaginar: ama a su marido y es constante.

-Con todo, es mujer.-Desgraciadamente, como hay pocas.-¿Es posible?-Y sin embargo es preciso buscar un

medio.-Quedóse un momento pensativo el

conde, como hombre que busca en suimaginación agotada algún arbitrio, o queespera en la inacción que la casualidad lepresente alguna idea luminosa que él se sientedesesperado ya de encontrar.

Ferrus discurría en tanto más de prisa, yaun un buen fisonomista, al ver sus ojosinciertamente fijos en el conde y sus labiosmoverse por sí solos maquinalmente hubiera

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conocido cuán importantes reflexionesocupaban su cabeza, que era en realidad mejory más firme de lo que a él le conveníaaparentar. Bajo el velo de una lealtad ciega y deuna estupidez atolondrada, ocultaban vastosplanes, que sin duda hubiera llegado a realizarSi la educación ignorante que había recibido enla clase ínfima de la sociedad no le hubierarodeado de preocupaciones y supersticionesvulgares que continuamente se atravesabancomo obstáculos insuperables en el camino desu ambición. En una palabra, no era el malvadobastante impío para las exigencias de suambición. Ya hacía tiempo que variasconversaciones que había tenido con el conde lehabían iluminado acerca de sus miras dealcanzar un maestrazgo; porque es de advertirque Villena, acostumbrado a no ver en Ferrussino un juglar grosero e incapaz de planes parasí, lo tenía a su lado y en su favor conpreferencia a cualquier otro; contaba con queera bueno para ejecutar, y a la par incapaz de

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penetrar los motivos de sus acciones, las cualesno siempre los tenían tan buenos que pudieseél gustar de que por el conducto de algúnincauto o taimado confidente llegase el públicoa saberlos. Hacíase el conde, además, la dobleilusión tan común en los hombres, yespecialmente en los de talento, de creer queera sumamente dificultoso escudriñar lascausas de sus acciones y encontrar el hilo desus intrigas. Así que, en muchas ocasiones enque no esperaba nada de la inventiva de suconfidente, contábale, sin embargo, sus cuitas yhablaba alto delante de él, depositando en eltaimado Ferrus sus más importantes secretoscon la misma tranquilidad con que deja unmoro sus pecados en el agujero practicado parael descargo de su conciencia. Si quería Ferrusinfluir en las determinaciones de su señor,soltaba las ideas que a su entender había deaprovechar; pero soltábalas como ideasocurridas al acaso, sin plan ni conocimiento yriéndose él primero de su supuesto desatino;

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tenía de este modo la habilidad de hacer quecreyese don Enrique que eran suyas propias lasideas que más de una vez le hacía él soloadoptar. Las más veces se contentaba conescuchar, afectando una completa inmovilidade indiferencia en sus facciones, actitud que lefavorecía mucho para no perder una solapalabra; y en estas ocasiones se hubiera creídoque don Enrique y su juglar eran un solo entecompuesto de dos personas: la una sublime einteligente que debía discurrir, hablar yproponer, y la otra material y brutal encargadade escuchar.

En la circunstancia actual revolvíaFerrus aceleradamente en su imaginación lasventajas que de lograr Villena el maestrazgo lepodrían resultar, y cierto que no eran pocas.Don Enrique de Villena era rico por si, esverdad, pero la pérdida de su marquesado deVillena le había privado de un sinnúmero decastillos y vasallos, y su condado de Cangas yTineo estaba casi en su totalidad reducido a

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tener bajo su jurisdicción dos o tres de losmejores montes de oso de toda España. Lasposesiones que su mujer le había traído en doteeran pingües, mas nunca había querido contarcon ellas como cosa suya, porque habiéndosellevado siempre mal con la de Albornoz,conocía que tarde o temprano había de llegarentre ellos el punto de una eterna separación, yel caso por consiguiente de restituir lo que sóloen calidad de dote había recibido. Los maestresde las tres órdenes militares de Santiago,Calatrava y Alcántara eran entonces trespotentados a quienes sólo la corona faltabapara poderse llamar reyes. Una infinidad deriquezas, castillos y vasallos no reconocían otrodueño, y su inclinación a cualquier partidohacía un contrapeso casi imposible de vencerpor el mismo Rey con todo su poder.

Todo esto sabía Ferrus, y bien se lealcanzaba que cuanto creciese en gloria suseñor crecería él en poder y aun ¿quién sabe sihabría concebido entre sus miras ambiciosas la

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de ser armado algún día caballero y versealcaide de alguna fortaleza o clavero de laorden o aun algo más, si el viento le soplaba enpopa como hasta la presente le había felizmenteacontecido? Resolvió, pues, en su corazónponer de su parte cuantos medios estuviesen asu alcance para derribar el obstáculo que la deAlbornoz presentaba a su futura grandeza, sinhacer escrúpulo alguno hasta de perderla sifuese preciso recurrir a medios violentos, que alparecer no debía tener adoptados todavía suagitado esposo. Quiso, sin embargo, explorar elcampo y soltar alguna expresión por dondepudiera conocer la firmeza del terreno en queiba a aventurar su pie mal seguro.

-Es preciso buscar un medio -repitió donEnrique después de otra pausa de inútilreflexión.

-Si mi mujer, gran señor, se empeñaraen estar casada conmigo a la fuerza, o mefingiría impotente...

-¿Estás loco? ¿Impotente?

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-¿Crees, señor, que ella resistiría a esaprueba?... o... hallaría algún medio para que sequitase ese obstáculo por el mismo término quese nos ha quitado el obstáculo del maestre.

-¿Qué quieres decir?... -dijo espantadodon Enrique.

-¡Eh! -dijo Ferrus, afectando una risaestúpida-. Digo que si yo, hablo de mí no más,si yo supiera hacer del plomo oro, como ha unrato me has dicho, también sabría hacer de losvivos muertos -y clavó sus ojos en los del condepara explorar el efecto que había producido suexpresión, bien como el muchacho, después dehaber tirado la piedra, anda buscando con losojos en el espacio el punto que debe marcarle elalcance de su tiro.

-Lejos de mí semejante idea; si laseparación es imposible, no seré maestre; perorecurrir a una violencia, nunca, todavía no hemanchado con sangre mi diestra, si la intriga nobasta, no llamaré al puñal ni al veneno en misocorro.

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-¿La intriga? -repitió vagamente eljuglar, convencido de que había aventuradodemasiado-. ¿Sabes, señor, que si me daslicencia yo he de encontrar de aquí a poco unaintriga que te plazca? Tengo una idea; ya sabesque soy un necio, o poco menos, pero acaso elespíritu que suele protegerte se valga de estemedio grosero e indigno de tu grandeza paraponer en tus manos el deseado maestrazgo.

-¿Tú, Ferrus?-Yo, señor; repito que tengo una idea..-¿La impotencia de que me has hablado?

Cierto que la impotencia es un pretextoexcelente; en el último caso... -dijo para sí donEnrique-, ¿quién se atrevería a probarme locontrario? ¿Es esa impotencia de que hashablado? ¿Ese medio que me pondría enridículo y...?

-Mejor aún.-¿Mejor? Habla, Ferrus, habla; te lo

mando: me debes tu existencia, tus ideas.

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-¿Y si me engañan mis esperanzas?...¿Si...?

-Habla de todos modos.-Si quieres que declare mi proyecto

necesito callar un momento y meditarlo.-¡Mentecato! ¡Necio de mí en creer que

de esa cabeza pueda salir una sola idealuminosa!

-¡De esta cabeza! -repitió por lo bajoFerrus-. ¡Orgulloso conde! ¿Quién sabe si deella saldrá un día tu rutina? -y añadió en vozalta-: Si me concedes el permiso de callar,ilustre conde, y el de retirarme en el acto, elmaestrazgo es tuyo.

¿-Mío? ¡Imbécil! Y si estoy siendojuguete de una ilusión y de una quiméricaesperanza, juglar, si me haces perder momentospreciosos, ¿qué castigo te sujetas a sufrir?

-La caída de tu gracia, el sentimiento deno haberte podido servir; ¿te parece tan ligero?-contestó Ferrus con serenidad.

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Este cumplimiento lisonjero delhipócrita desarmó enteramente al conde.

-Bien -dijo-, te doy permiso; una solacondición quiero imponerte: supuesto que nadame ocurre a mí propio que pueda ser deprovecho en tan crítica circunstancia, quieroprobar tu entendimiento. ¿Sabes empero lo quees la vida? ¿Sabes lo que es mi honor? Respetala primera en la víctima y el segundo en tuamo; ¿te acomoda esta condición?

Una inclinación de cabeza manifestó elasentimiento del juglar.

-En buen hora; adiós -dijo el condelevantándose-. Ferrus, vida y honor; si infringeslos tratados, tu sangre me responderá de tumalicia o de tu ignorancia y pagarás cara tuloca presunción; serás la primera víctima quepodrá acusarme de haber borrado un ser de lalista de los vivientes.

Otra inclinación de cabeza, su elocuentesilencio y la resolución con que Ferrus salió dela cámara, tranquilizaron algún tanto al

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inquieto Villena, si bien poco o nada esperabade la inventiva del juglar.

Volvióse a su sillón después de lamarcha del confidente, ora calculando quéesperanzas podía fundar en su jactancia yseguridad, ora queriendo adivinar losproyectos del loco, ora disponiéndose, en fin, aotra entrevista que debía tener aquella nochemisma con un personaje nuevo, que en elsiguiente capitulo daremos a conocer a nuestroslectores; entrevista que él creía antes que todo,y antes que el descanso de sus miembrosfatigados, necesaria al buen éxito de susambiciosas intrigas.

CAPITULO QUINTO

De un ardiente amor vencido,Dice: -De cuatro elementosEl fuego tengo en mi pecho,El aire está en mis suspiros,Toda el agua está en mis ojos,

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Autores de mi castigo.Romance del rey Rodrigo.Hacia otra parte del alcázar de Madrid,

y en un aposento que a su llegada se habíasecretamente aderezado por las gentes deVillena, descansaba, reclinado en un modestolecho, un caballero a quien no permitía cerrarlos ojos al sueño un amargo pesar, de que eranclaros indicios los hondos y frecuentes suspirosque del pecho lanzaba.

Algo apartado de él aderezaba unaballesta con aquel silencio de deferencia propiode un inferior, y a la luz de una mortecinalámpara que sobre una mesa ardía, aquelmismo Hernando que tan intempestivamentehabía distraído de la caza al conde de Cangas yTineo, según en el primer capítulo de nuestraverídica historia dejamos referido.

A los pies de entrambos dormía unsoberbio can, de la familia de los alanos, y suinquietud y sus sordos e interrumpidosronquidos, único rumor que en medio del

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profundo silencio variaba la monotonía de lossuspiros de su amo, daban lugar a sospecharque soñaba acaso hallarse en percusión dealgún azorado jabalí en medio del monteenmarañado.

-Hernando -dijo por fin el angustiadocaballero-, mañana habremos de madrugarpara partir con el alba; recógete y descansa.

-¿Y tú, señor? ¿No tañerás de acogida? -respondió Hernando.

Debemos advertir para la más fácilinteligencia de nuestros diálogos sucesivos, queHernando, hijo de un montero de don Juan I, ymontero él mismo, sólo vivía en la caza y en elmonte, y así pensaba él en hablar otro lenguajeque el de la montería como por los cerros deUbeda. No conocía más amistad que la que conlos venados del monte hacía tantos años teníaestablecida, ni más amor que el de su fielBrabonel -tal era el nombre del poderoso alanoque a sus pies roncaba-, al cual distinguía detodos los demás perros que a la sazón en la

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corte de don Enrique tenían nota de valientes,no sólo por su constancia en seguir y acosardías y noches enteras a la res, sino también porel conocimiento extremado con que buscaba laosera y escatimaba el rastro y levantaba al osodonde quiera que estuviese escondido.Pagábale, en verdad, el leal Brabonel con usurasu marcada afición, y conocíase esto más queen nada en no querer recibir el alimento sino dela propia mano del laborioso montero. Sólo sele conocía a Hernando un flaco, quecontrapesaba casi siempre con ventaja el cariñoque a su perro tenía, a saber, la fidelidad a suamo, único hombre a quien manifestabarespeto y deferencia, y para quien moderaba ysuavizaba la condición agreste que en losbosques se había formado con no pocoperjuicio de sus adelantos e intereses, puessolía responder a un cumplimiento conpalabras tan duras y ofensivas como la ballestaque en la diestra llevaba las más horas del día,en muestra de su pasión montaraz. Con esta

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pequeña digresión, que en vista de suimportancia nos perdonarán fácilmentenuestros lectores, estarán más éstos dispuestosa interpretar la técnica jerigonza con queentreveraba los más de sus discursos yconversaciones.

La pregunta que acababa Hernando dedar por respuesta al taciturno caballero, notardó en obtener una contestación aclaratoriade la situación del espíritu de aquel a quien sedirigía.

-Nunca, Hernando, nunca -repuso elatribulado señor-, nunca encontrará el reposoentrada en mis párpados desvelados. Mañanaal lucir el día partiremos de nuevo paraCalatrava, si esta noche, como lo espero, quedaconcluida la comisión que a Madrid nos hatraído ¡Si tú supieras cuánto me pesa laatmósfera en la inmediación de!...

Al llegar aquí detuvo la lengua elcaballero como si hubiera temido haber dicho

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ya demasiado con respecto al secreto que tantoen su corazón pesaba.

-¿Y hemos de seguir atados a la traílladel conde? Por el soto de Manzanares teaseguro que no comprendo cómo un caballeroque ha seguido siempre el sonido de la bocinadel buen rey Enrique puede vivir contentoandando al monte del nigromante de...

-Silencio, Hernando; haces mal enofender al conde de Cangas con esas voces queel vulgo ha adoptado tal vez con sobradaligereza. Verdad es que soy doncel de SuAlteza; empero aceptando el encargo del conde,aprovechaba el único medio que a la sazóntenía para desembarazarme de la confusión dela Corte, que aborrezco.

-Solo desde que levantaste la caza...porque antes la amabas como yo amo el monte.

-Como quieras; no por eso dejará de serverdad que en el día la aborrezco. La muerte esla que me espera en la Corte; una estrella fijaque la acompaña siempre y que luce en medio

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de ella como Venus entre los demás planetas,deslumbra mis débiles ojos... La afición quedesgraciadamente me ha tomado el Rey nohubiera permitido que yo me separase conningún pretexto de esa Corte, donde he deencontrar mi perdición, a no haberle alegado sumismo tío el de Villena, a quien nada puedenegar, la falta que de mi tenía. Supe que elconde necesitaba un emisario en Calatrava,fingí adaptar mi carácter al suyo, y aceptó misservicios. Y he pretendido que esta venida semantuviese oculta a todo el mundo, y así heexigido de don Enrique, porque si el Reysupiera mi estancia en su propio palacio, no mesería tan fácil volver al lugar apartado donde ladistancia de la causa de mis penas me pone acubierto de los peligros que su inmediación meprepara.

-Confieso, señor, que no entiendo tumanera de cazar. ¡Voto va! Cuando yo sé quehay venado en el monte, en vez de salirme de

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él, cada vez me interno más en la maleza, y operezco en la demanda, o salgo con la res.

-Bien, Hernando; pero el venado de losmontes donde cazas es tuyo y de todo el quetiene perros para levantarle.

-¿Tiene, pues, dueño el venado que hasvisto? Te asiste entonces sobrada razón. Nuncahe metido mis sabuesos en monte ajeno nivedado. A quien Dios se le dio, San Pedro se lebendiga. Pero en justa compensación, ¡ay delque hiciera resonar una bocina en monte de miseñor! Mi fiel Brabonel, que duerme ahoradescansadamente, y la punta de mi venablo, leenseñarían la salida y le sabrían obligar a tañerde sencilla.

-Hernando, calla, calla por Dios y porBrabonel.

No sabía el tosco montero, pococortesano, cuán adentro había entrado en elcorazón de su señor su última alegoría, másdespedazadora que el agudo acero de sumismo venablo.

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-Callaré; pero antes he de decir que elmontero que pasa por monte vedado, si eldiablo le tienta para escatimar el rastro, ha deapretar los ijares al caballo e irse a monte suyo.¡Voto va! que hay venados en el mundo y no seencierra en un monte solo toda la caza deCastilla. Yo quiero darte el ejemplo. ¿Te pareceque no habrá sufrido Hernando cuando ha oídoesta tarde en medio del monte las bocinas desus amigos, y cuando en vez de aderezar laballesta ha tenido que contentarse con sacar delbolsillo un inútil pergamino, y volverse comoperro cobarde con las orejas agachadas y sinsiquiera ladrar por obedecer a su amo?

-Seguiré tu consejo, Hernando -repusoel caballero lanzando un suspiro-, le seguiré, ycon la ayuda de Dios y de mi buen caballo,estaremos al alba fuera de Madrid. Recógete,pues, Hernando, y descansa.

No había acabado aún de hablar elresuelto caballero cuando levantándoseBrabonel sobre sus cuatro patas, abrió una boca

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disforme, lamióse los labios, agitó la cola, ysacudiendo las orejas, acercóse a pasos lentos ymesurados a la puerta, como dando muestrasde oír algún rumor que reclamaba su atencióny vigilancia. No tardó mucho en romper aladrar después de haber imitado un momentopor lo bajo el sordo y lejano redoble de untambor.

-Brabonel -dijo Hernando acercándose ydándole una palmada en el lomo-, vamos, ¿quéinquietud es esa? No estamos en el encinar.¡Vamos, silencio!

Lamió las manos de Hernando elanimal, más tranquilo ya con el tono seguro yreposado de su amo, y de allí a poco tresgolpecitos iguales y misteriosos sonaron en lapuerta, que Hernando se acercó a abrir,preguntando antes quién a semejante deshoravenía a turbar el reposo de los caballeros quehabitaban aquella parte del alcázar.

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-Don Enrique de Villena -respondió entono algo bajo una voz mal segura que delatabala corta edad del que la emitía.

-Abre, Hernando; es la señal -dijo enoyéndola el caballero, y se levantó del lechodonde yacía vestido-; abre y retírate. ¡Llévemeel diablo si no quiero reconocer esta voz, y sicomprendo por qué es éste el emisario de donEnrique!

Abrió Hernando la puerta, y Jaime elpajecillo, a quien enviaba el conde de Cangas yTineo, entró en el aposento, manifestando biena las claras cuánto gusto tenía en poner términoal miedo que se había acrecentado en él alrecorrer las escaleras oscuras y largoscorredores poco alumbrados del espaciosoalcázar de Madrid. Retiróse Hernando,obediente a las indicaciones de su señor, y conél el terrible alano, a cuya vista se habíadetenido algún tanto el azorado paje en eldintel de la puerta. No bien hubierondesaparecido los dos inoportunos testigos,

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cuando alzando la cabeza el caballero yalzándola el paje, entrambos a dos quedaroninmóviles dudando aún de la identidad de lapersona que cada uno de ellos en frente de síveía. Revolvía el primero en su cabeza mil ideasencontradas; dudaba si sería aquél el emisariode don Enrique, y reflexionaba si podría haberdado la señal convenida, sin saberla, por unacasualidad posible, si bien no probable. En esteúltimo caso pesábale de que aquél más que otrosupiese de su repentina llegada.

El paje fue el primero que volvió delestupor en que su agradable sorpresa le habíapuesto, y arrojándose casi en brazos de suinterlocutor:

-¿Vos en Madrid? ¿Sois vos, señorMacías? -exclamó.

-¡Silencio, paje indiscreto, silencio! -dijoel caballero, separándole con extraña frialdad,que cortó la manifestación de su alborozo-. Haymás gente que nosotros en el castillo, y lasparedes oyen, y oyen más que las mujeres.

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-¡Ah! perdonad, señor... señor Ma... noos sé llamar de otra manera; como me dabatanto gozo pronunciar vuestro nombre, no creíque podría ser malo... Pero ya veo que habéismudado de amigos, y no sois el que antes erais.Bien dice mi hermosa prima Elvira que no hayafecto que dure, ni hombre constante... Me voyme voy.

-Detente, paje; has hablado demasiadopara no hablar más. ¿Dice eso tu prima Elvira?¿Cuándo? ¿A quién lo dice? ¡Habla! -repuso elcaballero, a quien llamaremos por su nombrede aquí en adelante, supuesto que ya nos le harevelado el imprudente paje-; habla -repitióasiéndole fuertemente de un brazo, nopudiendo disimular la vibración de la cuerdaprincipal de su corazón, herida fuertemente porel muchacho.

No sabía el paje si su antiguo amigo,como le había llamado, había perdido el juicio;mirábale de alto abajo y sonriéndose por fin lecontestó:

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-Os preciáis de invencibles loscaballeros, y ved aquí que una sola palabra deun pobre paje ha alterado toda la serenidad deun doncel tan cumplido como el trovador M...,no tengáis miedo, no lo volveré a pronunciar.Pero veo en el calor con que habéis oído mispalabras -añadió maliciosamente- que tomáistodavía algún interés por vuestras antiguasconexiones.

-¿Te complaces en atormentarme, paje?¿De parte de quién vienes? ¿Qué te trae aquí? Sies quien tengo motivos para sospechar, dilopresto; nunca enviado alguno habrá logradouna recompensa más brillante.

-Os equivocáis. Guardad la recompensapara mejor ocasión.

-¡Cielos! -exclamó Macías-. Bien que... -añadió para sí-, ¿no ignora mi venida? ¿Y no esmi voluntad que la ignore? ¿Te envía el infiernopara abrir mis heridas mal cicatrizadas?

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-Bien podéis decir que me envía elinfierno, porque vengo de parte de su mayoramigo.

-¿Estás loco?-Del nigromante. ¿No me entendéis?-¿Es posible que el conde no pueda

destruir esa voz injuriosa que corre de él ycrece de día en día?

-Buenas trazas lleva de quererdestruirla, y ha alhajado su gabinete por elestilo del de el físico de Su Alteza, el judíoAbenzarsal, y se andan a la magia demancomún...

-¡Silencio otra vez! Dejemos la magia yel judío y el nigromante. Respóndeme, paje. ¿Ypor qué te envía a ti don Enrique de Villena?No me había dicho que serías tú su emisario.

-Os lo diré si me soltáis este brazo, queme va doliendo más de lo que es menester; noos acordáis que tengo quince años. Si el brazofuera de mi prima, no os distrajerais de estamanera.

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-Basta; habla, pues, la verdad; con esacondición te suelto.

-Apuesto que me habéis hecho uncardenal. -¿Quieres apurar mi paciencia, paje?Habla, o te hago otro en el otro brazo

-Piedad de mí, señor caballero. Pero nodudéis que me envía don Enrique. ¡Error! No seencuentra el origen de la referencia., me dijode su parte Ferrus, ¡Error! No se encuentra elorigen de la referencia..

-Bien, lo sé, era la señal convenida paraanunciarme que le esperase. Pero ¿eres porventura de su familia?

-Sí soy; habéis de saber que donEnrique, estando un día con Fernán Pérez deVadillo...

-¿Fernán Pérez?-Sí, el marido de Elvira, a quien conocéis

como a mí...-Prosigue, paje, y no me irrites más con

tus digresiones.

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-Me vio en el cuarto de mi prima y hubede agradarle; díjome que si quería servirle enclase de paje, y acepté a pesar de mi prima, quequería tenerme a su lado porque como sóloconmigo podía hablar de... ¿Queréis que lodiga?

-Acaba, paje del infierno.-De vuestra señoría -añadió el paje

malicioso quitándose una especie de birrete queen la cabeza traía y haciendo una profundacortesía.

-¿De mí? ¡Ah! tiembla, Jaime, si tediviertes a mis expensas.

-Os quiero demasiado para eso; como osdigo, entré a servirle, pero os juro que desdemañana me vuelvo al lado de mi prima, porquehe cobrado miedo a sus hechizos. Dicen quesabe alzar figura y.. ¡Jesús!... yo me entiendo.

-Paje, óyeme: nadie en el mundopudiera haberme hecho más feliz con menospalabras; tú has renovado ideas que yo debierahaber abandonado hace mucho tiempo; pero

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nadie puede más que su destino. Si en tu vidahas sospechado alguna cosa del mal quepadezco, calla como la tumba; si nada hassospechado, nada preguntes, nada inquieras.Sobre todo, vuelvas o no al lado de Elvira,júrame no abrir tu boca para decir que me hasvisto en Madrid; toma -añadió quitándose unanillo que en el dedo pequeño traía-, toma, yéste te recordará la obligación en que quedasconmigo y que el doncel de Enrique III noolvida jamás a las personas que una vez quisobien. Ahora parte y calla. Nada has oído, nadahas visto.

-Señor doncel, ignoro el valor de estosdiamantes, pero aunque fuera este anillo dehierro, bastaba para lo que yo le quiero.Decidme sólo que no quedáis enojado conmigo.

-¿Enojado, Jaime? ¿Enojado? ¡Dichoso,Jaime! Adiós. Si algún día necesitas del socorrode un caballero, acuérdate del doncel deEnrique III. Adiós; a esta hora no meconvendría que te encontrase nadie en mi

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aposento, parte, Jaime, y si vuelves a donEnrique, di que tu comisión ha quedadocompletamente desempeñada.

Acomodó el paje en el dedo en quemejor ajustó el anillo del doncel, ydespidiéndose afectuosamente, no tardaron enoírse sus pasos por los corredores; de allí apoco sus ecos fueron gradualmente perdiendosonido hasta desvanecerse y perderse del todoen la distancia.

La escena del diálogo inesperado queacababa de sostener el desdichado doncel noera lo más a propósito para tranquilizar suagitado espíritu. En cuanto dejó de oír losúltimos ecos de los pasos del mancebo, quehabía abierto casi inocentemente sus antiguasllagas y había echado leña seca en el fuego queardía, hacía poco al parecer amortiguado, en supecho, cerró su puerta y comenzó a pasear supena por la pieza con pasos tan vagos como susideas. Largo espacio de tiempo duró en aquelestado de lucha consigo mismo, ora paseando

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aceleradamente, ora parándose de repentecomo si el movimiento de su cuerpo seopusiese al de sus pensamientos. ¡Error! No seencuentra el origen de la referencia. ¡Error! Nose encuentra el origen de la referencia.ienpudierais haberme hecho prendarme, que fuepreciso que me entregaseis a discreción de laúnica tal vez de quien un juramento sagrado yuna unión mil veces maldecida para siempreme separan? ¡Yo romperé esa ara, yo ladestrozaré! ¡Yo hollaré con mis propios pies esealtar funesto que nos divide!», concluía al cabode un paseo más agitado.

Pero de allí a poco volvía la reflexión aocupar el lugar de la pasión y se le oía entredientes: ¡Error! No se encuentra el origen de lareferencia.

En estos y otros soliloquios a éstossemejantes le encontró el momento de la visitaque esperaba. El conde de Cangas y Tineo,envuelto en un sobrecapote de fino vellorí, ycon una linterna sorda en la mano para

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alumbrar sus pasos, se presentó llamando a supuerta. Abrióle, y después de un corto ysilencioso saludo, dieron principio alimportante coloquio que nos vemos precisadosa dejar para otro capítulo.

CAPITULO SEXTO

Calledes, conde, calledes.Conde, no digáis vos tale.......................................El conde desque esto oyeraPresto tal respuesta hace:-Ruégote yo, caballero,Que me quieras escuchare.El conde Dirlos.Cuando don Enrique de Villena entró en

el aposento de Macías, éste le arrimó unasiento, el cual ocupó sin hacerse de rogar,como hombre que se reconoce superior enjerarquía al que guarda con él unaconsideración. Macías se sentó en otro,

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colocándose de suerte que quedaba la mesa conla lámpara que en ella ardía en medio de losdos; y lo hizo con el aire de un hombre que sibien se cree en el caso de tributar atenciones aaquel con quien está en sociedad, no se imaginade ninguna manera en posición de sostener depie, con él sentado, una larga conferencia.Colocados de esta manera, daba la luz de llenoen el rostro de entrambos, y como creemos nohaber dado hasta ahora idea alguna de lasfisonomías y exterior de estos dos principalespersonajes de nuestra narración,aprovecharemos esta coyuntura favorable paradescribir lo que en ellos hubiera visto o almenos creído ver cualquier observador que loshubiera acechado, por pocos progresos quehubiese hecho en el arte Lavateriano,posteriormente reglamentado por el sabioabate, pero cuya existencia tiene tantaantigüedad como el dicho vulgar, en todos lospaíses y épocas conocido, de que los ojos son

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las ventanas del corazón y la cara el trasladodel alma.

Don Enrique de Villena era de cortaestatura; sus ojos, hundidos y pequeños, teníanuna expresión particular de superioridad ypredominio que avasallaba desde la primeravez a los más de los que con él hablaban; su vozera hueca y sonora, calidades que nocontribuían poco a aumentar en el vulgo laimpresión mágica que en los ánimos débilesejercía. Su nariz afilada y su boca muy pequeñale daban todo el aire de un hombre sagazpenetrante, vivo, falso y aun temible. Sinembargo, como ha podido inferir el lector de sudiálogo con Ferrus no estaba tan corrompido sucorazón que no respetase todavía en lasociedad en que vivía una porción deconsideraciones, que su criado, por el contrario,atropellaba sin el más mínimo escrúpulo deconciencia. De Ferrus dijimos que no era elmalvado bastante impío para sus fines, y dedon Enrique podemos, por el contrario,

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asegurar que no era el impío bastante malvadopara los suyos. Naturalmente afeminado ydedicado al estudio faltábanle el vigor y laenergía de carácter que corona las empresasaventuradas. Difícil nos sería decir si era o noreligioso; nos contentaremos con exponer a lavista del lector varios rasgos que puedencaracterizarle cumplidamente bajo este dudosopunto de vista, y él más que nadie podrá juzgarsi era la religión para él un instrumento o unapreocupación.

El interlocutor que enfrente tenía era unmancebo que en caso de duda hubiera podidoatestiguar con su propia persona la largadominación de los árabes en Castilla. Su colorera moreno, sus cabellos negros como elazabache; sus ojos del mismo color, perograndes, brillantes y guarnecidos de largaspestañas; una sola vez bastaba verlos paradecidir que quien de aquella manera losmanejaba era un hombre generoso, franco,valiente y en alto grado sensible. Un

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observador más inteligente hubiera leídotambién, en su lánguido amartelamiento, que elamor era la primera pasión del joven. Su frenteancha, elevada y espaciosa, y su nariz biendelineada, denunciaban su talento, su naturalarrogancia y la elevación de sus pensamientos.Ornábale el rostro en derredor una rizadabarba que daba cierta severidad marcial a sufisonomía; su voz era varonil, si bien armoniosay agradable, su estatura gallarda.

-Macías -comenzó a decir don Enriquede Villena después de un breve espacio en quepareció reunir todas sus fuerzas paradeterminarse a proponer sus ideas-, vengo adaros la muestra que de gratitud os debo por laexactitud con que habéis cumplido la delicadacomisión que en vuestras manos confié.Decidme si es posible que tenga alguien en laCorte noticia de la muerte del maestre.

-Señor -respondió Macías-, Hernando yyo no hemos cesado de correr desde Calatravaa Madrid y a nuestra salida del monasterio

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éramos los únicos que en la villa sabíamos elinfausto acontecimiento; en dos días lo menosno se tendrá en Madrid más noticia que la quenosotros queramos esparcir.

-Ninguna. Dadme vuestra palabra.-De caballero os la doy.-Permitidme ahora que os pregunte si

habéis sospechado cuál puede ser mi objeto.-Lo ignoro -respondió Macías,

asombrado de la pregunta.-Sabedlo pues: creo no haberme

equivocado cuando he pensado en vos para laejecución de mis planes; el paso que,conociendo ya mi carácter, disteis en Calatrava,me hace pensar que habéis formado planespara vos mismo análogos acaso a los míos.

-Os juro que no tenía más plan que el deserviros.

-¡Doncel! -dijo sonriéndose donEnrique-, en vuestra edad es natural el rubor deconfesar ciertas intenciones...

-No os entiendo...

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-No importa; si nuestros intereses estánunidos, y si os sentís con audacia para ponerlos medios que he menester, guardad silencio,tanto mejor. Oídme, que acaso mi confesiónfacilitará la vuestra. Intento ser maestre deCalatrava -añadió bajando la voz.

-¿Vos, señor?-¿No lo habéis sospechado nunca? Pues

bien, si don Enrique de Aragón es algún díamaestre de Calatrava, el doncel Macías sellamará comendador. ¿Queréis ocupar otropuesto que os venga mejor?

-Y tanto, príncipe generoso -respondióMacías inclinando respetuosamente la cabeza ymirando con asombro al maestre futuro.

-Dejad esa inoportuna modestia;imagino que entrambos nos conocemos -dijoVillena apretando la mano del manceboadmirado-. ¿Estáis sorprendido?

-Permitid que me confiese asombrado.Los vínculos sagrados del himeneo os unen a

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una mujer, y no podéis ignorar que este es unobstáculo insuperable.

-Obstáculo sí; insuperable, ¿por qué? -exclamó don Enrique, apoyado en la seguridaddel plan que acaba de inspirarle su juglar pocoantes de venir a buscar al doncel, y que él habíaabrazado con tanta más confianza cuanto quesu pérfido consejero había empleado parahacérselo adoptar los acostumbrados recursosque arriba dejamos indicados. Verdad es que elplan era diabólico, y tanto había admirado adon Enrique, que aquella había sido la primeravez que había llegado a dudar si efectivamenteel espíritu enemigo del hombre tendría poderpara sugerir ideas a sus fieles servidores.

-¿Por qué? -repitió Macías-; esperad;sólo un medio entreveo: ¿consiente vuestraesposa en un divorcio ruidoso y...?

-Jamás consentirá. En balde la hequerido reducir.

-En ese caso...-Oídme. Cuento con vos.

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-Disponed de mis pocas fuerzas, si elhonor y...

-Oíd y dejad a un lado esas fórmulas desentido, inútiles ya entre nosotros, para usarlascon el vulgo que se paga de ellas.

Encendiéronse las mejillas de Macías, ybien hubiera querido interrumpir a Villenapara darle a conocer cuán lejos estaba deconsiderar el honor fórmula vana; pero elconde, que interpretó a su favor el rubor delmancebo, prosiguió sin darle lugar a hablar:

-Doncel, mañana al caer del díaprocuraré que doña María de Albornoz, mirespetable esposa, no interrumpa su costumbrediaria de pasear por el soto, camino de ElPardo; acompáñala por lo regular en este paseodiurno y solitario su camarera Elvira; cuando sehaya separado largo trecho de sus demáscriados, un caballero, convenientementearmado y ayudado de los brazos que creyesenecesarios, arrebatará a la condesa de lacompañía de Elvira. ¿Qué tenéis?

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-Nada; proseguid -repuso Macíaspudiendo contener apenas su indignación.

-Observaránse las precaucionesnecesarias para que ella y el mundo enteroignoren eternamente su robador y su destino.Guardados en tanto por mis gentes los pasos delos que pudieran venir de Calatrava a dar lanoticia de la muerte del maestre, sabré ganartiempo para que de ninguna manera coincidaun acontecimiento con otro. Permitidme acabar:me resta designaros el osado y valientecaballero que, robando a la condesa, ha de darel paso más difícil en tan importante empresa.Si una placa de comendador de la orden no essuficiente recompensa para su ambición, él seráel verdadero maestre, y después de donEnrique de Villena nadie brillará más en laCorte en poder y en riqueza que el doncel dedon Enrique el Doliente.

-¿El doncel de don Enrique el Doliente?-interrumpió el impetuoso mancebolevantándose y echando mano al puño de su

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espada-. ¿El doncel de don Enrique el Dolientehabéis dicho, conde? ¡Santo cielo! Bien mereceese desdichado doncel el injurioso conceptoque de él habéis indignamente formado, sitantos años de honor no han bastado a impedirque los hipócritas le cuenten en su númerodespreciable. Bien lo merece, juro a Dios, puesque su espada permanece aún atada en la vainapor miserables respetos, sin castigar al osadoque mancilla su buen nombre y espera de élcobardes acciones.

-¡Doncel! -exclamó asombrado,levantándose también a este punto, el conde deCangas y Tineo. No le permitió pronunciar máspalabras en un gran rato la cólera que de él seapoderó al ver defraudadas taninopinadamente sus anteriores esperanzas.Deteníale, sobre todo, la vergüenza de haberdescubierto sus planes al mancebo sin másfruto que su amarga reconvención, y culpábaseen su interior de no haber explorado más

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tiempo el terreno arenoso sobre que habíasentado el pie arriesgadamente.

-¡Doncel! -repitió ya en pie-, ¡vive Diosque no comprendo vuestro loco arrebato, niesperé nunca en vos tal pago de mi indiscretaconfianza!

-¿Y quién os indujo a presumir -respondió el doncel- que un caballero y queMacías había de poner cobardemente la manosobre una mujer indefensa? ¿Qué visteis en mí,señor, que os diese lugar a creer que tuviese tanolvidados los principios y los deberes de laorden de caballería que para acorrer a losdébiles y a los desvalidos recibí del Rey yprofeso? ¿No me habéis visto vos mismo pelearcon los moros y los portugueses? ¿En qué díade batalla me visteis huir? ¡Oh rabia! ¡Ohvergüenza! ¡Oh buen rey Enrique III! He aquí elconcepto que de tus mismos grandes merecentus donceles.

No veía don Enrique de Villena losobjetos que le rodeaban; tal eran la ira y el

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coraje que crecían por momentos en su corazón.Algún tiempo dudó si, echando mano a laespada, vengaría con sangre los ultrajes a supersona que por primera vez oía, y si sepultaríapara siempre en la tumba del impetuosomancebo el secreto que imprudentemente habíadescubierto, o hundiría en la suya propia suvergüenza y su afrentoso desaire. Mirábaleatento a sus acciones todas, para obrar enconsecuencia; el ofendido joven, y bien se veíaen su semblante la resolución que tomada teníade responder con la espada o con la lengua alos desmanes del orgulloso magnate.Reflexionó, empero, don Enrique que un lanceruidoso de esta especie a aquellas horas, y en elalcázar mismo de Su Alteza, no podría tener enningún caso buenas consecuencias para susplanes, determinó encomendar a la prudencialos yerros que por falta de ella habíarecientemente cometido. Revistióse, pues, conasombrosa rapidez la máscara hipócrita que entantas ocasiones le había sido de conocida

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utilidad, y envainando del todo con un sologolpe la espada, cuya hoja había brillado ya enparte un corto instante a los ojos de suinterlocutor:

-Macías -le dijo con voz serena y aunafectuosa-, vuestros pocos años han estado apunto de perdernos a entrambos. Confieso quehe errado el golpe, y os devuelvo todo el honorque os había quitado. No penséis, sin embargo,-añadió el astuto cortesano recogiendo velas-,que era mi objeto llevar completamente a caboel plan que os proponía; tal vez quería conocera fondo y vuestro carácter, y estoycompletamente satisfecho de vuestra laudableconducta. Con respecto al objeto de mi visita,ignoro si, después de haber pensado mejor losmedios que tengo a mi disposición para llegar aser maestre, elegiré ése u otro. De todas suertesno me sois útil; es concluido, pues, vuestroservicio en mi casa; excusáis volver a Calatrava;mañana os devolveré a Su Alteza; pero como ossupongo bastante talento para conocer el

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mundo y los hombres, a pesar de vuestrospocos años, espero que nos separemos amigos,como dos caminantes que han pasado una malanoche en una misma posada y que al díasiguiente, debiendo seguir cada uno un senderoopuesto, se despiden cortésmente. Si sois elcaballero que decís, vuestro honor os dicta sidebéis guardar el de otro caballero y los pactosque estábamos hasta la presente convenidos; sicreéis, sin embargo, de vuestro deber dar a luzpública nuestro diálogo, sois dueño de hacerlo;pero... acordaos -añadió afirmándose en lostalones con ademán de hombre resuelto ydando en la mesa una palmada que resonó engran parte del alcázar- acordaos de que donEnrique de Aragón y Villena, conde de Cangasy Tineo, señor de las villa de Alcocer, Salmerón,Valdeolivas y otras, nieto del rey don Jaime ytío del rey don Enrique, no ha menester sermaestre de Calatrava para hacer probar lostiros de su poderosa venganza a un doncelpobre y oscuro del Rey Doliente, a quien una

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imprudencia ha puesto momentáneamentesobre él.

-Deteneos -dijo Macías más sosegado,asiéndole de la ropa al ver que se preparaba asalir del teatro de su confusión-. Deteneos;puesto que habéis creído necesaria unaexplicación antes de concluir nuestra entrevista,permítame vuestra grandeza que con el respetoque debo a su clase, le exponga missentimientos sobre frases nuevamenteofensivas que acabáis de proferir. Sé cuántodebo al rango que ocupa don Enrique deVillena en Castilla; sé que mi imprudente arrojoha podido empañar sus resplandores; sé quedebiera haberme limitado a responder nosencillamente; pero si vuestra grandeza escaballero, conocerá cuánto cuesta sufrircristianamente un ultraje a quien tiene sangrenoble en las venas. Si exigís de ello unasatisfacción, en esto os la doy; si la queréis deotra especie, mi lanza y mi espada estánsiempre prontas a abonar mis imprudencias. La

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amistad que pedís, ni la busco ni la otorgo:vuestra protección no la necesito. Comocaballero observaré los pactos y guardaré lossecretos que como caballero prometí guardar.Nadie sabrá por mí la muerte del maestre. Conrespecto a vuestros planes, no me exigisteispalabra de ocultarlos...

-¿Cómo? -interrumpió don Enrique deVillena, inmutado.

-Permitidme, señor, que hable. No estoyobligado a guardarlos; os prometo, sinembargo, en consideración al nombre ilustreque lleváis, y cuyo brillo no quisiera verempañado, que no haré más uso de lo queacerca de vuestras intenciones me habéis dichoque el indispensable para salvar a la inocenciaque queréis oprimir. Dadme licencia de que osasegure que fuera tan criminal en consentirlocon vergonzoso silencio como en cooperar allogro de la maldad. Mientras pueda salvar a lade Albornoz sin hablar, callaré; mas si puede

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mi silencio contribuir a su ruina, hablaré. Aesto me obliga el ser caballero.

-Hablad en buen hora, hablad -dijo donEnrique en el colmo del furor-, pero ¡temblad!...

-Permitid, señor, que os acompañe hastaque os deje en vuestra estancia -añadió Macíascon respeto y mesura.

-No, estaos aquí; yo lo exijo; a Diosquedad.

-Ved, señor, que no es esa la salida; porallí saldréis mejor.

-Ciego voy de cólera -dijo para sí al salirdon Enrique de Villena, que en medio de suarrebato había equivocado la puerta interiorcon la exterior.

Abrióle Macías la que daba al corredor,y asiendo de la lámpara que sobre la mesaardía, alumbróle hasta que comenzó a bajar losescalones, y cuando ya se alejó lo bastante paraque él pudiese retirarse: ¡Error! No se encuen-tra el origen de la referencia., dijo en voz altael comedido doncel. Un ligero murmullo que

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confusamente llegó a sus oídos dio indicios deque había sido oído su saludo y respondidoentre dientes, acaso con alguna maldición, porel irritado conde, que se alejaba premeditandolos medios de venganza que a su arbitrio tenía,y sobre todo la manera que debería observarpara impedir los efectos de la terrible amenazaque, al despedirse de él, le había hecho elmagnánimo doncel.

Volvióse éste a entrar en su aposento,revolviendo en su cabeza la notable mudanzaque había efectuado en su situación la escenaen que acababa de hacer un papel tan principal;determinóse en el fondo de su corazón a nodejar perecer la inocente y débil oveja a manosdel tigre en cuya guarida se hallabadesgraciadamente presa. Después de habercerrado su puerta con cuidado, llegóse a la quedaba a la cámara de Hernando y llamólo en vozbaja.

-¿Quién pregunta? -dijo entre sueños elfeliz montero-. ¿Tañen de andar al monte?

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-Si algo oíste, Hernando, esta noche -dijo el doncel- haz como si nada hubieras oído.Mañana no partiremos al alba; duerme, pues, ydescansa, y deja descansar a los caballos.

-Se hará tu voluntad -respondió la vozgruesa del montero, y no tardó en oírse denuevo el ronquido sordo de su tranquilo sueño.

Bien quisiera imitarle el desdichadodoncel, pero no le dejaba el recuerdo de suingrata señora ni el deseo de buscar trazas quea los proyectos que preparaba para el díasiguiente pudiesen ser de pronta utilidad.

Don Enrique, en tanto, despechado sedirigió a su cámara, donde encontró a suFerrus. Allí trataron los dos, no ya de llevar acabo su proyecto tal cual primeramente lehabían concebido, sino con aquellasalteraciones que exigía la nueva posición enque los había puesto la repulsa de Macías, y dela venganza y precauciones que deberían usarcontra el doncel antes de que pudieraperjudicar a sus pérfidas intenciones. Después

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que hubieron conversado largo espacio, tratódon Enrique de averiguar qué hora podría ser.Mas fue imposible saberlo jamás por su reloj dearena, pues con la agitación de las escenas de lanoche, habíase descuidado volver el reloj alconcluírsele la arena; como buen astrónomo,sin embargo, pasó a la cámara inmediata quetenía vistas al soto, y reconoció que debía haberdurado mucho su coloquio con Ferrus,decidiéndose en vista de la hora avanzada, queél se figuraba por las estrellas ser la de lascuatro, a entregarse al descanso de que tantotiempo hacía ya que gozaban los demáspacíficos habitantes del alcázar de Madrid. Ibaya a cerrar la ventana para realizar sudeterminación, cuando le detuvo de improvisoun extraño rumor que oyó, el cual le pareció nopoder provenir a aquellas horas de causaalguna natural; empero, permítanos el lectorque demos algún reposo a nuestro fatigadoaliento.

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CAPITULO SÉPTIMO

Ya se parte el pajecitoYa se parte, ya se va,Llorando de los sus ojosQue quería reventar.Topara con la princesa;Bien oiréis lo que dirá.Rom. del conde Claros.Cuando don Enrique de Villena,

volviendo silenciosamente la espalda a suesposa a la aparición de Elvira, que habíaacudido con tanta oportunidad a atajar losefectos de su furor, la dejó toda llorosa enbrazos de su camarera, ignorante de cuantohabía pasado, ésta empleó cuantos mediosestaban a su alcance para hacerla volver en sidel estado de estupor y de profundaenajenación en que la había puesto ladesdichada escena que con su injusto esposoacababa de tener. Sentóla en un sillón, dondeno daba muestras de vida la infeliz condesa,

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enjugó las lágrimas que habían inundado en unprincipio su rostro, pero cuyo curso habíadetenido ya el exceso del dolor; la aflojó elvestido con que tan inútilmente se habíaengalanado pocos momentos antes en obsequiodel caballero descortés y refrescó la atmósferaque la rodeaba con un abanico. Al cabo dealgún tiempo produjo la solicitud de Elviratodo el efecto que deseaba; comenzó la condesaa dar indicios de querer desahogar su pechooprimido, y de allí a poco rompió de nuevo allorar amargas y copiosas lágrimas, exhalandoprofundos gemidos acompañados de vocesinarticuladas, las cuales producía a trechos y apedazos, en los huecos del llanto, con un acentoconvulsivo y un tono de voz ora agudo, orareconcentrado, que ninguna pluma de escritoro de músico puede atreverse a representar en elpapel.

Poco a poco fue perdiendo fuerzas suacceso de cólera, como pierde impetuosidad eltorrente si, una vez roto el dique que le

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enfurecía, halla anchas y fáciles salidas a susondas por la tendida campiña; mitigóse sudolor, pero por largo espacio conservó indiciosdel enojo anterior, como se echaba de ver en elmovimiento de elevación y depresión de suagitado seno, semejante al mar, cuyas olas,mucho tiempo después de pasada la borrasca,conservan, aunque decreciente, la inquietudque el huracán les imprimió.

Luego que estuvo en estado de hablarcon más serenidad, refirió a Elvira cuanto conel conde le acababa de pasar, y fueron inútilestodos los consuelos que su fiel camarera tratóde prodigarle. Revolvía en su cabeza mil ideasencontradas: ora quería salir inmediatamentede aquella parte del alcázar que le estabadestinada y refugiarse a sus villas; oraintentaba acogerse al amparo del mismo Rey,esperando de su justicia que reprimiría losdesórdenes de su esposo y le impondría algúntemor para lo sucesivo, pues pensar en que ellaconsintiese en la separación que el conde

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manifestaba desear, era sueño, puesto que sehabía casado enamorada de Villena; verdad esque el trato y la mala vida que la daba hubieransido bastantes a hacer odioso al más perfecto delos hombres; pero todos sabemos que lafrialdad y el despego suelen ser incentivosvivísimos del amor, y lo eran tanto más en lacondesa cuanto que, habiendo vivido siempredon Enrique apartado de ella después de suinfausta boda, no había dado jamás entrada alhastío que hubiera seguido a una larga ytranquila posesión. Aguijoneaba además, a lainfeliz condesa la saeta de los celos; en variasocasiones había sorprendido al conde deCangas en conquista o persecución de algunasbellezas, y aun una de las que habíaconsiderado siempre como primer objeto de susobsequios era aquella misma Elvira en quientenía puesta toda su confianza; mas como teníapruebas de que ésta se había negadoconstantemente a dar oídos a toda proposiciónamorosa del de Villena, y en la seguridad en

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que estaba de que cualquiera que a su ladoviviese había de excitar los deseos de su esposo,quería tener más bien por camarera aquella decuya lealtad y odio a la persona del conde nopodía dudar en manera alguna.

En esta ocasión se equivocaba lacondesa en sus temores porque no un amoradúltero, sino la ambición era quien a tandescortés procedimiento a don Enriqueobligaba. Empero esta era la verdad: por unaparte el amor, que a pesar de los desdenes deVillena en su corazón duraba, y por otra lacreencia en que estaba de que sólo proponíaaquel rompimiento para entregarse más a susalvo a alguna nueva intriga amorosa, eransuficientes motivos para que nunca hubiese ellaprestado su consentimiento al propuestodivorcio.

Logró por fin persuadirla Elvira a que serecogiese y tratase de poner un paréntesis a supesar en el sueño dejando para el día siguienteel resolver lo que debería hacerse. Hízolo así la

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condesa, y Elvira se retiró a la cámarainmediata, en donde se proponía esperar, allado del fuego, a que su señora se hubieseentregado completamente al descanso paraseguir su acertado ejemplo. Sentóse cerca de lalumbre, después de haber dado las Oportunasdisposiciones para que durante la noche nofaltasen sus dueñas del lado de la condesa, ypúsose a leer un manuscrito voluminoso, queentre otros muchos y muy raros tenía donEnrique de Villena, por ser libro que a la sazóncorría con mucha fama y ser lectura propia demujeres. Era éste el Amadís de Gaula. Hacíapocos años que su autor, Vasco Lobeira, habíadado al mundo este distinguido parto de suingenio fecundo, y don Enrique de Villena, porel rango que ocupaba en Castilla y por sudecidida afición a las letras y relaciones que conlos demás sabios de su tiempo tenía, habíapodido fácilmente hacer sacar de él una de lasprimeras copias que en estos reinos corrieron.El carácter de Elvira simpatizaba no poco con

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las ideas de amor, constancia eterna y demásvirtudes caballerescas que en aquel libro leía;hubiera dado la mitad de su existencia porhallarse en el caso de la bella Oriana, y aun nole faltaba a su imaginación ardiente un retratode Amadís cuya fe la hubiera lisonjeado másque nada en el mundo; era éste un mancebogeneroso de la corte de Enrique III, a quienhabía conocido desgraciadamente después queFernán Pérez de Vadillo. Habíase casado, enverdad, ciegamente apasionada del hidalgo;pero desde su boda hasta el punto en que laencuentra nuestra historia, se había ensanchadoconsiderablemente el círculo de sus ideas.Fernán Pérez, por el contrario, era siempre elmismo que en otro tiempo había cautivado sinmucho trabajo el inocente corazón de la niñaElvira; pero ésta no era ya la amante que sehabía prendado de Fernán Pérez; su carácter sehabía desarrollado de una manera prodigiosa,y un foco de sensibilidad y de fogosas pasionescreado nuevamente en su corazón, había

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producido en su existencia un vacío de que ellamisma no se sabía dar cuenta. Se habíaformado en su cabeza un bello ideal, no hijo delmundo real en que habitaba, sino de suexaltación; y se complacía en personificar estebello ideal en tal o cual joven cortesano quesobre el vulgo de los caballeros de la corte deEnrique III se distinguían. Uno entre todoshabía avasallado ya su albedrío bajo estapersonificación, y Elvira, juguete de laNaturaleza, que puede más que sus criaturas,no sabía ella misma que iba tomando sobre sucorazón demasiado imperio un amor ilícito ypeligroso. Por desgracia, su virtud misma erasu mayor enemigo; la confianza en que estabade que nunca podrían faltarle fuerzas pararesistir, la hacía entregarse sin miedo, concriminal complacencia, a mil ideas vagas, quecada día iban ganado más terreno en suimaginación. Encontrábase, en fin, en aquelestado en que se halla una mujer cuando sólonecesita una ocasión para conocer ella misma y

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dar a conocer acaso a su propio amante laventaja que sobre ella ha adquirido. Como unincendio que ha crecido oculto e ignorado en laarmazón de una casa vieja, que no ha menestermás sino que descubriéndose una pequeñaparte de la techumbre que lo cubre, tengaentrada la más mínima porción de aire;entonces estalla de repente como un vastoinfierno improvisado, se lanzan las llamas enlas nubes, crujen las maderas y viene al suelo eledificio desplomado, sepultando en sus ruinasal incauto y desprevenido propietario.

No era, pues, la lectura de Amadís laque a la triste Elvira mejor pudiera convenirle;pero era tanto más disculpable cuanto que en elsiglo XIV no había muchos libros en queescoger, y pudiera darse cualquiera porcontento con divertir las horas ociosas pormedio del primero que en las manos caía.

Una tristeza vaga y sin causapositivamente determinada era el síntomapredominante de la hermosa camarera de la de

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Albornoz; y la soledad era el gran recurso de suimaginación deseosa de empaparse sin reservani testigos en la contemplación de lasseductoras ilusiones que se forjaba; estadisposición de ánimo no era, ciertamente, lamás favorable para la virtud de Elvira en lasescenas, sobre todo, en que aquella mismanoche, fecunda de acontecimientos, debíancolocarla.

Poco tiempo podría hacer que con elprimer libro de caballería en España conocidose entretenía la sensible Elvira, cuando sintióabrir la puerta del salón, y una persona, queseguramente no esperaba, se presentó a sulado, dándole las buenas noches con rostroalegre y maliciosa sonrisa.

-¿Qué buscas, Jaime, en estashabitaciones y a estas horas? Ya deben ser cercade las diez; vuelve a la cámara del conde, si esque no te envía como precursor, a anunciarnosnuevos pesares y desventuras.

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-Hermosa prima mía -contestó Jaime-,depón el enojo; de aquí en adelante puedesvolverme a llamar tu querido primo.

-¿Qué novedades traes?-Ninguna; pero he tenido miedo de las

cosas que se hablan de don Enrique, y estanoche misma le he suplicado que me permitiesevolver al lado de mi amada prima. ¡Meacordaba tanto de ti!

Una lágrima de sensibilidad se asomó alos ojos de Elvira oyendo la ingenuamanifestación del medroso pajecillo.

-¿Y don Enrique te lo ha concedido?-Por más señas que no he escogido la

mejor ocasión, estaba tan distraído y tanocupado en sus... mira... se me figura queestaba en uno de aquellos ratos en que dicenque tienen los hechiceros el enemigo... ¡Jesús!

-¡Jaime! ¿Quién te ha enseñado a hablarasí de tu señor?

-Bien; no volveré a hablar, ahora ya nome importa. Ya estoy con mi Elvira, que me

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confiará sus penas -añadió el paje tomando unade las manos de la hermosa camarera.

-¿Qué anillo es ese? -exclamó éstadejando el voluminoso pergamino que hastaentonces había leído, para examinar de cerca elhermoso brillante que relumbraba en un dedodel paje-. ¡Jaime!

-¡Ah! esto no se ve -gritó puerilmenteJaime, retirando y escondiendo su mano-. ¡Estono se ve! Es un regalito; a mí también meregalan, señora prima, no es a vos sola aquien...

-Vamos, ven acá, Jaime, y dime quién teha dado ese anillo; o si por ventura tienes queacusarte de algún...

-¡Chitón!, señora prima -interrumpió elpaje con indignación.

-¡Ah! ya le tengo -gritó Elviraaprovechando para asirle la mano aquelmomento en que la pundonorosa irritabilidaddel paje le había estorbado la precaución- ya letengo.

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-No, no me lastimes y te le daré -dijo elpaje viendo que se disponía la interesanteElvira, tan niña como él, a valerse de lasuperioridad que le daban sus fuerzas para vera su salvo el anillo; quitósele, en efecto, peroechando a correr en cuanto Elvira le hubocogido-, no me importa -añadió-; ¿qué veréisseñora curiosa? Nada; un anillo; mas no por esosabréis quién me lo ha dado.

Equivocábase el inexperto paje; laperspicaz Elvira, que al principio había sidoinducida sólo por mera curiosidad alreconocimiento de la alhaja, cuya posesión nocreía natural en el pajecillo, había fijadonotablemente en ella su atención, y examinabaal parecer alguna señal o particularidad pordonde esperaba venir en conocimiento de suprocedencia.

-No hay duda -exclamó sonrojándosecomo grana-, no hay duda; una letra pierdo;pero sería mucha casualidad... esmeralda... e;lapislázuli... 1; brillante, b; rubí, r; amatista, a. Y

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luego... una, dos, tres, cuatro, cinco, seis. Nohay duda.

El paje, que había alborotado la sala consus gritos y sus burlas al ver la perplejidad desu prima, no se asombró poco al oír laextraordinaria y no esperada explicación quedaba a la sortija; y tanto más confundidoquedó, cuanto que creyó no haber sido en estaocasión sino el juguete del doncel, que se habíavalido de él para manifestar a Elvira aquel suamor, de que el malicioso paje tenía ya nopocas sospechas.

Nada más común en aquel tiempo queestas combinaciones de piedras y ese lenguajeamoroso de jeroglíficos en motes, colores,empresas y lazadas. Un platero de Burgoshabía engarzado artísticamente, a ruego deMacías, en un mismo anillo aquellas seispiedras, cuya traducción había acertado tansingularmente Elvira por un presentimiento sinduda de su corazón. Había perdido lasignificación de una piedra, cosa nada extraña,

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no hallándose ella muy adelantada en el artedel lapidario; pero en cambio había entendidola equivocación del platero, que habíasignificado la y con la b, inicial de brillante; niel quid pro quo del platero ni el acierto deElvira tenían nada de particular en un tiempoen que no sabían ortografía ni los plateros ni losamantes. El número, sin embargo, de laspiedras, y la colocación de las conocidas, nodejaba la menor oscuridad acerca de laintención del que había mandado hacer lasortija.

Quedábale todavía a Elvira un resto deduda que a toda costa quería satisfacer: enprimer lugar no era ella la única Elvira que enCastilla se encerraba, y en segundo, la alusión,que la había puesto en camino de sospechar, nole daba, sin embargo, noticia cierta de quiénfuese el que usaba con ella semejantegalantería. Deseaba por una parte saberlo;temía por otra oír un nombre indiferente.

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-¿Quieres cambiar este anillo, Jaime, porotro mejor que yo te dé?

-¿Y qué diría -dijo el astuto paje- elcaballero que me le ha regalado?

-¿Con que ha sido caballero?... -interrumpió Elvira.

-Y de los mejores y más valientes de laCorte de Su Alteza.

-¡Santo cielo! -decía Elvira impaciente-.Jaime, yo te ruego que me des señas de él almenos, ya que no quieres decir su nombre.

-¿Señas?-Espera; dime primero -exclamó

reflexionando un momento-, ¿cuándo te le hadado y dónde?

Comprendió el paje al momento ladoble intención de esta pregunta, y se sonriómalignamente viendo a Elvira cogida en supropio lazo, porque al punto recordó que nopodía saber la llegada del doncel

-Hoy y en el alcázar.

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-¿Hoy y en el alcázar? -repitió Elviraqueriendo leer la verdad en los ojos del paje-.¡Entonces no puede ser! -dijo entre dientes,satisfecha ya al parecer toda su curiosidad,dejando caer los brazos, inclinando la cabeza ysaliendo, en fin, de la ansiedad y tirante en queestaba como arco que se afloja. Siguió mirandopero más vagamente, el anillo, haciendo con ellabio inferior, que se adelantó al superior, ungesto particular entre distraída y resignada.

-¡Ah!, ¡ah! que no lo acierta -exclamó ensu triunfo el paje, victorioso-; escuchadme,señora adivina: es un caballero joven.

-Bien; déjame -repuso ella, sin prestarapenas atención a la voz chillona y triunfantedel mozalbete.

-No, que lo has de acertar. Cuando setrata de coger sortijas, ensarta con su lanzatantas como corazones con su hermosapresencia. Si monta a caballo, es el más fogosoel suyo y lo domeña como un cordero; si se

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trata de correr cañas, nadie le aventaja; y en untorneo sólo don Pero Niño...

-Jaime, él no puede ser más que uno -exclamó levantándose Elvira.

-Cierto que no es más que uno -repusoel taimado paje, que se divertía con su primacomo el gato con el ratón.

-¿Ha venido? ¡Ah! Ahora recuerdo queesta mañana un caballero...

-¿Quién? -contestó con cachaza el pajefingiendo no entender.

-Mira, Jaime, vete de aquí y no vuelvas -gritó furiosa Elvira-; marcha, huye si temesmí...

-Bien, primita, lo diré: ése es...-¿Quién? -preguntó la atormentada

belleza-. ¿Quién? acaba o...-El doncel de...-Basta. ¿Estás cierto?Acordóse de pronto el imprudente paje

del especial encargo que de guardar secreto lehabía hecho el doncel, y no sabiendo las

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últimas mudanzas que en la situación volvíaninfructuoso este cuidado, trató de reparar elolvido de que la escena bulliciosa que con suprima traía era causa y efecto.

-No me habéis dejado acabar, señoracamarera. El rey don Enrique III no tiene unsolo doncel. Sabed que no os puedo decir más.Ni una palabra más.

Al oír el tono resuelto del rapaz, bienvio Elvira que no sacaría de él más partido queuna honrosa capitulación; lo más que pudorecabar de él fue que le dejase el anillo hastaque ella adivinase como pudiese suprocedencia; dejósele el pajecillo y se acabó lacontienda entre los primos, determinando quepor aquella noche Jaime dormiría vestido enuna cámara inmediata a la alcoba donde, casivestida también, trataba de reposar la infelizElvira, no atreviéndose a desnudarse del todopor miedo de que hubiese menester la deAlbornoz sus consuelos en el discurso de lanoche.

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Bajóse para esto a su habitación, quedebajo de la condesa caía, después de habersecerciorado de que ésta yacía profundamentedormida y de haber dejado advertido a lasdueñas que la avisasen a la menor novedad quesintiese su señora o que en aquella parte delalcázar ocurriera. Echóse después en su lecho,habiéndose despedido del paje, y en vanoprocuró imitar a éste en la prontitud con queconcilió el sueño reparador de las fuerzasperdidas.

Revolvía una y mil veces en su cabezalas ideas del día y procuraba atarlas ycoordinarlas entre sí; empero agolpábansetodas a su imaginación ferviente; la condesa, laviolencia de Villena, sus solicitudes, la ausenciade su esposo, el Amadís, la indiscretaconversación del paje, las dudas que acerca deldueño del anillo había dejado sin resolverdespués de su inquieto diálogo, todo estoreunido y amasado junto de nuevo en sumente, en medio del silencio y de la oscuridad

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de la noche, le representaba un cuadrofantástico, lleno de objetos incoherentes, muysemejante en la confusión a esos lienzos queentre nuestros abuelos tanto se apreciaban conel nombre de mesas revueltas. Pero aproporción que el largo insomnio y el cansanciodel día fueron rindiendo sus fuerzas yentornando los párpados fatigados de Elvira,todas esas imágenes confusas tomaron en sucerebro contornos informes y poblaron susueño de escenas parecidas a las que habíanpasado por ella en el día, y de otras que, comocombinaciones nuevas del choque de aquéllas,suelen producirse por sí solas en la imaginacióncansada de un calenturiento que duerme, o deuna persona habitualmente agitada porsensaciones extraordinarias y que pasa por unalarga y fatigosa pesadilla.

CAPITULO OCTAVO

Helo, helo por do viene

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El infante vengador,Caballero a la jinetaEn caballo corredor........................................Iba a buscar a don Cuadros....................................El venado le arrojó.Rom. del infante vengador.Muy avanzada estaba la noche y muy

en silencio todos los habitantes de Madrid y desu fuerte alcázar. No todos, sin embargo,disfrutaban del sueño y del descanso, comohubiera podido cualquiera figurarse. Podemosasegurar que don Enrique de Villena y Ferrusconversaban muy animadamente en ellaboratorio del hermético, como arriba dejamosdicho. El enamorado doncel había tratadoinútilmente de conciliar el sueño, y se habíaentregado desesperado ya de conseguirlo, a lamás profunda meditación, buscando en sucabeza un arbitrio por medio del cual pudiesedescubrir a la de Albornoz el peligro inminente

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que la amenazaba. Bien conocía que el avisourgía, pues si antes de haber descubiertoVillena su plan lo tenía aplazado para el díasiguiente, era probable que tratase de atropellarla ejecución de sus ideas desde el momento enque había hecho partícipe de él al enemigo. Eldoncel estaba determinado a dar su amparo a lade Albornoz, en primer lugar por pertenecer ala orden de caballería que principalmente sedaba, como se lee en Amadís de Grecia, ¡Error!No se encuentra el origen de la referencia.;orden por la cual ¡Error! No se encuentra elorigen de la referencia., como en el instituto dela Banda, fundado por Alonso XI, se contiene;orden, en fin, por la cual se advertía a los que larecibían, como en el Doctrinal de caballerosconsta al lib. I, tít. 3, que ¡Error! No se encuen-tra el origen de la referencia.. Agregábase aesta principal razón otra, si bien menosgenerosa y obligatoria, más fuerte acaso quetodos los institutos y órdenes del mundo; asaber, cierta simpatía que con una persona

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ligada a la suerte de la de Albornoz alimentabaMacías en todas sus acciones.

Pero si estaba decidido a favorecer a lasdébiles víctimas del poder del ambicioso conde,no por eso dejaba de conocer cuán dificultosoera, si no imposible, introducir a aquellas horasun saludable aviso en la habitación de lacondesa o de su camarera.

Después de largo rato de discurrir, enque desechó unas ideas, adoptó otras, volvió adesechar éstas y a adoptar y desechar otrasciento, fijóse, por fin, decididamente en unaque debió de parecerle la mejor y la menosarriesgada de ejecutar si la fortuna le ayudaba.No quiso despertar a Hernando, quesordamente roncaba, para no ser conocido en laexpedición que premeditaba si llegaba asorprenderle fuera del alcázar la madrugadaque a largos pasos andando se venía; endosóseun basto sayo de montero de su criado, sugorro de lo mismo, su tosco tabardo de pañoburiel, ciñó la espada, y tomando debajo del

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brazo un objeto que, como trovador, siemprellevaba consigo, salióse pasito de su estancia ysin ser sentido llegó hasta la puerta exterior delalcázar, evitando por corredores y patiosconocidos de él las centinelas interiores, quehubieran podido interrumpir su proyecto; pero,llegado allí, estuvo tentado varias veces devolver a su aposento y desistir de su empresa,cuando se oyó dar el ¿quien va? del ballesteroencargado de la guardia de aquel punto.

-Un caballero que desea salir.-Atrás, ¡voto a Santiago! -le respondió

una voz ronca del vino o del frío de la noche-.Buena hora de salir a tomar el fresco, cuandoestá un cristiano deseando el relevo paracalentarse.

No había meditado el doncel esteinconveniente, no quedaba, sin embargo, másremedio que desistir y abandonar a la condesaa su destino o descubrir su clase de doncel deSu Alteza, y como tal lograr que se le abriesenlas puertas. Calculando que de todas suertes

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habría de saberse al día siguiente su entrada enel alcázar, puesto que ya no podía por entoncespensar en volverse a Calatrava, decidióse alsegundo partido prontamente; hizo llamar aljefe del pequeño destacamento y no tardó enoír su voz, que denotaba el mal humor de unhombre a quien se ha sacadointempestivamente del sueño para cumplir conun deber.

-Por la Virgen de Atocha, vive Dios -exclamó observando y dejando ver su oblongafigura-, que he de escarmentar al borracho quea estas horas...

-Mirad lo que habláis -interrumpióMacías al oír hablar de sí, como quien estádebajo de una campana, a aquel amalgama degordura, de bestialidad y de sueño.

-¿Quién sois, voto va, el que habláis tangordo? ¡Ah! -prosiguió bostezando.

-Por Santiago, ya os debía haberconocido en lo que tenéis de común con losjabalíes de El Pardo. ¿Sois vos, Bernardo?

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-¿Quién es, repito, por las muelas desanta Polonia quién es el que me conoce tan afondo?

-Dejadme salir; soy un doncel de SuAlteza y voy a asuntos del servicio del Rey...

-¿Doncel? Metedme el dedo en la boca;más traza tenéis que de doncel de don villano -repuso el ingenioso Bernardo a caza delequivoquillo-. El vestido.

-¡Voto va, Bernardo, que os hagaarrepentir de vuestra insolencia si insistís enfaltar al respeto a!... Pero oíd -añadióacercándose a su oído-, ¿conocéis a Macías?Miradle aquí.

-¡Ballesteros!, echadme a ese aventureroen un cubo de agua fresca; dice que es unhombre que está en Calatrava. Voto va el santopatrón del sueño que, o ha trasegado de labotella a su estómago mucho del tinto, o eshechicero.

No pudo sufrir ya más tiempo el doncelel impertinente responder del ballestero; y

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asiéndole con mano vigorosa del cuello, llevólesin dejarle gañir, ni aun para pedir socorro a lossuyos, hacia un farol que cerca de ellos ardía, yenseñándole entonces su rostro descubierto:

-¿Conoceisme, don Bellaco, portero delos infiernos y hablador que Dios no perdone?¿Conoceisme? ¿O habéis menester todavía queos abra yo los ojos con el puño?

Abría el ballestero unos ojos como tazas,y no acababa de comprender cómo podía salirdel alcázar un hombre que no había entrado enél, pues lo creía en Calatrava hubo, sinembargo, de convencerse, y tendiendo entoncesla pierna hacia atrás y descubriendo su cabeza,pidió mil excusas al doncel, y fue preciso queéste pusiera treguas también a sus disculpas ycortesías como a sus impertinencias, sin lo cualnunca se hubiera visto donde por fin se vio, esdecir, en medio del campo y recibiendo sobre síuna menuda lluvia que a la sazón comenzaba acaer, lo cual, añadido a la persecución delcerbero del alcázar, no era del mejor agüero

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para nuestro osado doncel, que dejaremosrodeando los altos muros de la fortaleza paradar cumplimiento a sus caballerescosproyectos.

Mientras que los acontecimientosparalelos de la conversación de don Enriquecon Ferrus y la salida del doncel se verificabanen el alcázar a una misma hora, dormíainquietamente y luchando con los fantasmasque su imaginación le representaba, la hermosaElvira, que en su lecho, medio desnuda,dejamos. Habíase quedado con sólo un vestidoblanco; cubríale éste desde la garganta hasta lospies, que, desnudos, parecían dos carámbanosde apretada nieve; su cabello, tendido cuanlargo era, velaba sus hombros, su seno, su talley por algunas partes su cuerpo entero; unamano pendía del lecho, y la opaca claridad dela luna que penetraba por entre las nubes, nomuy densas, y sus ventanas, entreabiertas porel calor de la estación, la hacía aparecer un

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verdadero ser fantástico, como la hubierasoñado un amante deseoso de una ocasión.

Su seno y su respiración interrumpidadenunciaban la inquietud de su descanso y eltrabajo de su imaginación aun en el sueño.

Fuese casualidad, fuese porque era elque más había dormido, el paje fue el primeroque a un extraño rumor que en aquellasinmediaciones se oyó, hubo de interrumpir elreposo en que yacía. Un laúd suave ydiestramente pulsado adquiría nueva dulzuradel silencio de la noche; oyólo primero el pajeentre sueños, pero la realidad tomó en sufantasía la apariencia de una representaciónficticia y se creyó transportado a algún sábadode hechiceras, que era la especie de gentes queél más temía. Había templado algún rato elmúsico, para llamar la atención, pero sin seroído de nadie; y cuando el paje echó de ver laaventura, y cuando don Enrique había notadola música que le había obligado a no cerrar suventana, como arriba dejamos dicho, había

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cantado ya con melodiosa voz, si bien varonil,las dos siguientes coplas, cuyos ecos se llevó elviento antes que fuesen para nadie ( provecho aque sin duda aspiraban:

En el almenado alcázarDuerme Zaida sin cuidado.Guarda, mora, que tus grillosTe forja un conde cristiano.Alza y parte, desdichadaPrimero que veas relumbrar su espada.Vela tú, si Zaida duermeOh dulce señora mía.¡Guar del conde que la acecha!Que un caballero te avisa.Alza y parte, desdichadaPrimero que veas relumbrar su espada.Al repetir estos dos últimos versos del

estribillo fue cuando el paje, elevando la voz,llamó a la hermosa Elvira.

-¿Oís, discreta prima?-¡Cielos! -exclamó Elvira sentándose

sobre el lecho-. ¿A estas horas?...

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-No he podido entender la letra...-Oigamos, qué prosigue.Volvía efectivamente a empezar de

nuevo el músico, despechado de no advertirninguna señal de inteligencia en las bellas aquienes advertía su propio riesgo. Repitió,pues, la última copla, que hizo un efecto biendiferente en el paje que en su alterada prima,que aún no había vuelto enteramente en sí desu asombro, y en don Enrique y Ferrus, queprestando la mayor atención desde su cámaraescuchaban.

-Ferrus -dijo don Enrique a la mitad dela copla-, desde aquí no podemos ver quién esel músico que tan delicadamente se viene aregalarnos los oídos a deshoras de la noche; elángulo saliente del alcázar nos impidereconocerle, y aun su voz llega aquí tandesfigurada que es imposible entenderle.

-¿Qué quieres, pues, señor? -contestóFerrus.

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-Importa a mis fines confirmar odesvanecer mis sospechas; ¡voto a Santiago quesi fuese!... Escucha, Ferrus: baja al soto lo másde prisa que pudieres...

-¿Yo, señor? -interrumpió Ferrus conalgún sobresalto.

-En el acto, Ferrus; ni una palabra más,y quiero darte instrucciones acerca de lo que entodos casos deberás hacer.

No había medio de replicar a una ordentan positiva; oyó Ferrus las instrucciones que ledaban y se propuso no traspasar los límites delpuente levadizo sin llevar consigo a ciertadistancia alguno que otro ballestero deldestacamento de la puerta para que le guardaselas espaldas contra el músico, que podía nogustar de que saliesen a escucharle al claro dela luna.

-¡Cielos! -exclamó la agitada camarerasaltando del lecho al oír las primeras palabrasde la letra-. Conozco la voz. ¿Es cierto, pues,que ha vuelto de Calatrava? ¿Sueño todavía?

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Mas ¿qué sentido encierran esas palabras? ¡Elconde, un caballero te avisa! ¡Entiendo,entiendo!

El músico, que oyó aquel rumor en lahabitación donde sabía que habitaba Elvira,clavó los ojos en la ventana, abierta ya de paren par: distinguió un leve contorno blanco, queparecía salirse del mismo fondo de las tinieblas,como nos dicen que salió el mundo del caos;olvidó la prudencia que debiera haber sido sunorte y no pudo resistir a la tentación de poneren su carta una posdata para sí.

Volviendo a preludiar en suinstrumento, añadió a las dos ya cantadas lasiguiente estrofa:

¡Pluguiera a Dios que pudieseLibrarse así el caballeroQue tienes, señora mía,Entre tus cadenas preso!...Al llegar aquí no pudo Elvira contener

más tiempo el sobresalto y la agitación que laofuscaba: ¡Basta!, oyó decir el caballero, ¡basta,

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trovador imprudente! a una voz que resonó ensu oído como la campana de la poblacióninmediata en el del caminante perdido, y oyóen pos cerrar con un ¡ay! doloroso la ventana.

Mas no tardó mucho en volverse a abrir.Cesó de pronto el laúd; el músico, cuyo bultohabía visto hasta entonces Elvira al pie de suventana, había mudado entretanto de sitio ohabía obedecido a la voz celestial; un ruidocomo de voces ofensivas y alteradas se oyó unbreve instante; sucedió un confuso ruido dearmas, el cual cesó de allí a poco; sacó Elvira lacabeza por entre los hierros de la reja, comosaca el cuello del agua el infeliz, asido de unatabla, que se siente ahogar en medio del mar,un prolongado gemido se siguió al silencio, yretumbo el ruido hueco y resonante de uncuerpo armado que cae en tierra cuan largo es.

Helóse la palabra en la garganta de lainfeliz Elvira, que era todo oídos, pues nadaalcanzaba a ver. Un momento después oyó el

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ruido de un hombre que monta a caballo yparte aceleradamente.

-¡Infeliz! -exclamó Elvira después de unmomento de pausa glacial; pero un nuevorumor la obligó a prestar atención.

-¿Dónde está? -dijo una voz de hombreque sobrevino de allí a poco.

-¡Qué sé yo! ¡Voto a tal? ¿No le oísteispor aquí? -respondió otra.

-Debió caer.-Y también debió levantarse.-O debieron levantarle; según yo oí, no

quedó muy bien parado.-Volvamos, y el diablo le lleve.-Llévele en buen hora. ¡Ah!-¿Qué es eso? ¿Os caéis?-Voto a tal que con el lodo está el piso

que parece mármol. Héme caído.-¿Con el lodo, eh? A ver, volveos;

poneos a la luz de la luna. Por el alma delcobarde, que es el diablo quien le ha llevado o

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el hechicero, porque aquí ha dejado... toda...su... vida...

-¿Qué decís?-¿No veis cómo os habéis puesto? ¿¿De

qué?-¡De sangre, voto a tal! ¡Y que esto pase

por alguna desvanecida!El diálogo era en todas sus partes

destrozador para la infeliz Elvira, que por losantecedentes que tenía no podía prescindir dever claro en este desdichado asunto; cadapalabra retumbaba en su alma como el golpedel martillo que hace entrar a trozos la cuña enla madera; así entraba la horrible realidad en elalma de Elvira. Pero al oír la palabra sangre unestremecimiento involuntario la sobrecogió; laatmósfera pesó como plomo sobre su cabeza alresonar en el aire el amargo reproche con que lafrase concluyó; un ¡ay! penetrante se escapó desu pecho desgarrado; dio consigo en tierra,privada de sentido la triste camarera, sonando

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su cabeza sobre el pavimento como piedrasobre piedra, y nada volvió a oír.

Llegó el ay dolorido a los oídos de losdos que hablaban, y era, efectivamente, tanpenetrante e inexplicable, que no sólo en aquelsiglo de ignorancia, sino aun en éste, más de unvaliente hubiera temblado al escucharle aaquellas horas, en aquel sitio, sin ver de dóndesaliese, y sobre el pedazo de tierra que acababade ser teatro de una muerte, según todas lasapariencias.

-¿Has oído? -dijo uno al otro-. ¡Cuerpode Cristo! Aquí ha quedado su alma para pedirvenganza a todo el que pase; ese grito no es depersona; huyamos.

-Huyamos -repuso el compañero, ysonaron un momento sus pasos precipitados alrededor del muro. De allí a un momento nadase oía ni dentro ni fuera ni en las inmediacionesdel funesto alcázar.

CAPITULO NOVENO

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Ese caballero, amigo,Dime tú qué señas trae.Canción. de Rom.La hora del alba sería cuando el famoso

caballero don Enrique de Villena, cansado deesperar inútilmente a su juglar, a quien habíacomprometido, como sabe el lector, en elmisterioso y nocturno acontecimiento de lavíspera, vacilando entre mil ideas confusas,había entregado al descanso sus miembrosfatigados. Ni el miedoso juglar había vuelto, niél, desde el punto en que le enviara a explorarquién fuese el músico, había tornado a oír másque el confuso ruido de las armas de losdesconocidos combatientes. No habiendoquerido dar sospechas a nadie en el alcázar deque pudiera tener la menor parte en los sucesosque él se figuraba haber ocurrido, no se habíadeterminado ni a salir en persona a reconocer elestado de las cosas ni a despertar a ninguno desus pacíficos sirvientes. Habíale, entretanto,

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sorprendido el sueño en medio de laencontrada lucha de sus opuestospensamientos, y vestido como estaba, se habíareclinado en su rico lecho, determinado aesperar el día y con él la aclaración de losacontecimientos de la noche. El sol, sinembargo, que a más andar se venia,amaneciendo por las doradas puertas delOriente, daba la señal a caballeros y escuderosde tornar a las obligaciones diarias, porque enla época de nuestra narración no se habíaintroducido aún la moda regalona de perder lasgentes principales las horas más hermosas deldía en el mullido y caliente lecho.

La cámara principal del señor deCangas y Tineo, inmediata a su gabinetealquimístico (cuya entrada no era a todospermitida), presentaba un aspecto imponente,tanto por el lujo y afectación con que se hallabaalhajada como por las diversas personas que enella se veían reunidas, esperando a que sedignase recibir su acostumbrado homenaje el

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ilustre pariente de Enrique III.Gentileshombres, caballeros y escuderos de sucasa, oficiales de su servicio, donceles y pajes,conversaban en diversos grupos, pendientesdel menor ruido que pudiera anunciarles ladeseada presencia de su señor. Notábase sólo lafalta de dos personas, y no se oían más quepreguntas misteriosas sobre su extrañaausencia.

¿Qué era del primer escudero? ¿Qué deljuglar?

-¿Qué puede causar la tardanza deFernán Pérez?

-Por el señor Santiago que es cosa difícilde comprender. Cuando volvíamos anoche dela batida, él se adelantó con un solo montero yse separó de nosotros. Desde entonces no levolvimos a ver.

-Si -reponía otro-, apostaría la mejorpieza de mi arnés a que fue a ver bajo lasventanas de su amada esposa si andaban morosen la costa.

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-Bravo modo de decirnos que elescudero es celoso.

-¡Dios me perdone! Como un moro.-¡Oh! entonces -decía un tercero- ya se

explica su ausencia. Habrá tardado en conciliarel sueño... al lado de su dama...

-¡Chitón! La puerta de la cámara se haabierto.

-Es el camarero.-El camarero, el camarero -repitieron

varias voces por lo bajo. Fijáronse las miradasde todos en Rui Pero, quien con la mayorinquietud preguntó:

-¿No ha venido aún Ferrus? Su señoríapregunta por su juglar.

-Estará haciendo alguna trova opensando algún donaire -dijo el más atrevidode los caballeretes.

-Cierto que comienza su tardaza ainquietarme -dijo Rui Pero. Y acercándose a losprincipales personajes de aquella corte-: SuSeñoría no se ha desnudado esta noche; Fernán

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Pérez no aparece, Ferrus tarda... -les dijomisteriosamente-; temo grandes novedades.Voy a prevenir a Su Señoría -añadió en vozbaja, y se entró.

Duraron otro rato las misteriosasconversaciones de la cámara; pero no tardómucho en venir a interrumpirlas la presenciadel primer escudero.

-Dios nos dé su bendición -dijo enentrando- al comenzar este día -y se santiguódevotamente.

-Dios nos la dé -repitieron loscircunstantes, e imitaron, como en las cortes seusa, la acción del valido-. Bien venido sea elescudero de Su Señoría -exclamaron después.

-Bien venido, sí, y bien despierto; latrasnochada me ha hecho ser indolente.Vuestras mercedes me darán licencia que entrea tomar las órdenes de nuestro amo. Ya hacerato que debiera estar a su lado.

No le dio lugar, sin embargo, a entrar lasalida del conde en persona, a quien

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acompañaba su fiel camarero. Hízose, como losdemás, a un lado respetuosamente FernánPérez; y el conde, que le habla visto antes que aotro alguno, disimulándolo sin embargo, comopara castigarle de su tardanza, dirigiócomedidamente la palabra a sus principalescortesanos, después de las ceremonias yfórmulas de uso.

-Caballeros -dijo el conde-, asuntos dealguna importancia me obligan a separarme devuestras mercedes. Podréis esperarme en laantecámara de Su Alteza, adonde no tardaré enseguiros. Fernán Pérez, quedaos.

Inclinaron la cabeza los circunstantes, yhablando entre si por lo bajo, dejaron la cámaradesocupada, no muy contentos con el fríorecibimiento del distraído conde de Cangas yTineo.

-Y bien. Fernán Pérez -dijo a éste luegoque quedaron solos-, supongo que habéisencontrado en completa salud a la hermosaElvira.

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-Esa pregunta, señor...-¡Oh! No, hacéis bien; no se puede

vacilar entre el servicio de una hermosa y el deun conde. Voy viendo que os debo de armarcaballero, porque ya, sin serlo, cumplísperfectamente con la orden de caballería. ¿Aqué hora habéis entrado en Madrid? Rui Pero,dispondréis que se busque dentro y fuera delalcázar a Ferrus. Su ausencia me inquieta. Yaestamos solos, Vadillo. ¿A qué hora habéisentrado?

-Podrían ser las cuatro, si dicen las horaslas estrellas.

-¿Las cuatro? A esa hora... ¿no habéisvisto a la entrada a Ferrus?

-Ojalá, señor, que hubiera visto a Ferrus;algo peor es lo que he visto.

-¿Peor? Explicaos presto.-Y peor lo que he oído.-¿Habéis oído?-Volvía, señor, de la batida como me

dejaste mandado, a la cabeza de los caballeros y

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monteros de tu casa; al llegar al alcázarhabíame adelantado algún tanto para hacer laseñal de que nos echaran el rastrillo, cuandocreí oír hacia cierto punto del alcázar, pero dela otra parte del foso, un laúd asaz bientemplado.

-Seguid, Vadillo.-Parecióme mal que a tales horas se

diesen serenatas hacia la parte precisamente delalcázar que habita...

-Seguid.-Apreté los ijares al caballo; cuando

llegué, la música había cesado; pero un hombreque rodeaba el muro exterior, y que a la sazónse hallaba debajo de las ventanas de mi señorala condesa.

-¡Vadillo!-De Elvira, señor... Perdonad si mi

lengua... ¡maldita sospecha! ahora caigo enque... Aquel hombre, pues, no me pareció bien,y le acometí.

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-Por Santiago que acertaste. ¡Es mihombre! ¿Era el músico?

-Sin duda, puesto que por allí otroalguno no se veía.

-¿Se defendió?-Trató de defenderse y trató de hablar;

pero mi venablo no le dio todo el espacio que élquisiera. Le disparé y cayó.

-¿Cayó? Adelante, Vadillo. Turecompensa igualará tu servicio.

-Apeéme del caballo para reconocerle,pero fue imposible; había llovido, y él cayó enel fango; mi venablo le había pasado por lafrente, y su cara estaba llena de lodo y desangre; la oscuridad, además, y mi turbación nome permitieron conocerle. Figuréme, sinembargo, que no debía de estar muerto aún,pues latía su corazón y se quejaba. Deseoso desaber quién fuese el músico que a aquellashoras osaba comprometer el honor de lasdueñas del alcázar, atravesélo en mi caballo; sinembargo antes de entrar lo encomendé al

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cuidado del montero que se había adelantadoconmigo, respondióme de su seguridad. Fui adar órdenes para hospedar a la gente de labatida, y ahora sólo espero las tuyas, gran señorpara reconocer al insolente trovador

-¡Ah! ¿No sabéis aún quién sea?-Sólo sé que no está herido de muerte,

pero el montero al anunciármelo añadió que elmaestro a quien había recurrido, al hacerle lacura, había encargado que no se le viese nihablase. Creí, pues, del caso esperar a lamañana. Parecióme, sin embargo, joven ygallardo mancebo.

-El es, no hay duda. Te tengo en mipoder, mal caballero. Vadillo, es preciso tenerlea buen recaudo.

-¿Conócesle tú entonces, gran señor?-Sí, le conozco; tú le conocerás también.

Necesito sin embargo a Ferrus. A esa mismahora de las cuatro le envié a reconocer almúsico; de entonces acá ha desaparecido. Elvillano cobarde ha tenido miedo sin duda acaso

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luego se aparecerá y creerá desarmar mi enojocon alguna juglaría. Entretanto Rui Pero está enel encargo de encontrármelo muerto o vivo. Susorejas servirán de pasto a mis lebreles si hacometido villanía, por Santiago. Ahora, Vadillo,es preciso no perder tiempo, supuesto que estáen nuestro poder quien pudiera únicamentedesbaratar mis planes, dentro de una hora hede quedar servido. Hernán Pérez, ¿tenéis valory resolución? Dispón, señor, de mi vida.

-Venid conmigo; prontitud y secreto.Dicho esto, salieron don Enrique y su

primer escudero, y atravesandoapresuradamente las galerías del alcázar, sedirigieron a las caballerizas del conde; dieronallí varias órdenes, al parecer de la mayorimportancia, y separáronse en seguida. Elprimer escudero buscó y habló misteriosamentea algunos escuderos de la casa de Su Señoría. Elmovimiento y el sigilo con que ciertospreparativos se hacían, pronosticaban algúnproyecto de la mayor importancia. Reuniéronse

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de nuevo el conde y su primer escudero, y enotra secreta conferencia aquél pareció dar a ésteinstrucciones de grave peso, después de lascuales se dirigieron entrambos, seguidos de losescuderos y armados que para su plan habíanescogido, y desaparecieron entrándose por lacámara de don Enrique. Nada se trasluce en lascrónicas del objeto de aquellas ignoradasconferencias. El lector, sin embargo, si prestaun poco de paciencia, podrá tal vez adivinarlopor sus prontos resultados.

CAPITULO DÉCIMO

Mate el conde a la condesa,Que nadie no lo sabría,Y eche fama que ella es muertaDe un cierto mal que tenía.Rom. del conde Alarcos.Cuando Fernán Pérez de Vadillo hubo

dejado su presa al cuidado del montero, seapresuró a desvanecer las sospechas que en su

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alma comenzaban a nacer acerca de la dueña aquien podría haber sido la serenata dedicada.Era evidente que el trovador se hallaba debajode las rejas de doña María de Albornoz;¿rondaba, empero, a la condesa? ¿Era acasoElvira el objeto de tan intempestiva música? Laconducta irreprensible de la condesa y de suesposa las ponían en cierto modo a cubierto decualquier juicio temerario. Los maridos, sinembargo, que nos lean, no extrañarán que elceloso escudero fabricase en el aire mil castillosfantásticos hasta la completa aclaración, por lomenos, de sus terribles dudas.

El taimado pajecillo, entretanto, al oírsaltar de su lecho a su hermosa prima, se habíalevantado y había conseguido hacer que ellavolviese en sí de su aturdimiento, golpeando asu cerrada puerta y preguntándola si necesitabaalgún auxilio, y cuál era la causa de aquel ¡ay!doloroso y del extraordinario ruido queacababa de oír.

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Repúsose Elvira lo mejor que pudo, ytranquilizando al paje, mandóle que se retirasea su lecho, y aun le trató de visionario y decurioso impertinente. A lo de curioso tenía elpobre Jaime que responder, pero en cuanto a lode visionario, él sabía muy bien que no habíasoñado lo que realmente había oído, y siobedeció por entonces, no fue sin reservarse elderecho de averiguar todo el caso enamaneciendo. Elvira, satisfecha con el silenciodel paje, tornó a escuchar, pero no oyendoruido alguno que pudiese ponerla en caminode dar con la verdad de lo sucedido, volvióse allecho también; de suerte que a la venidainesperada del celoso escudero, pudo disimularconvenientemente la reciente turbación.Después de las primeras preguntas que entrelos dos pasaron acerca de aquella imprevistallegada, en balde trató Fernán Pérez de sondearmañosamente el alma de su avisada esposa.Nada había oído, nada sabía de cuanto aVadillo traía inquieto. Hubo éste, pues, de

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conformarse y remitir a otra ocasión másfavorable la satisfacción de sus deseos. Concilióel sueño de que tanta falta tenía, y cuandodespertó se vistió apresuradamente, ydespidiéndose de su amada esposa, se dirigió ala cámara de don Enrique, como arriba dejamosindicado.

No deseaba Elvira otra cosa; cada vezmás inquieta acerca del oscuro sentido de lastrovas de la noche pasada, presagiaba ya milpróximas desventuras; determinó dar aviso a lacondesa, quien había oído muy confusamentelos sucesos referidos. Antes, empero, de dareste importante paso, llamó al paje y le dijocómo era inútil que guardase por más tiempo elsecreto de la venida del caballero de Calatrava,puesto que ella lo había reconocido; añadióleque importaba mucho a la seguridad de suseñora la condesa saber cuál había sido eldesventurado lance de la noche, y hablar alcaballero, si había quedado de él con vida ylibertad, para que le aclarase sus misteriosos

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avisos; prometió el paje indagar cuanto hubieseen el asunto, tanto por dar contento a suquerida prima, como por el interés que en lascosas del caballero trovador se tomaba. Salió,pues, en busca de él, resuelto a no volvermientras no diese con él y no le indicase eldeseo de la condesa, de agradecerle su finaamistad e implorar al mismo tiempo suprotección y amparo, si algo sabía que fuese encontra de ella o de los suyos.

Más tranquila después de esta primeradiligencia, acudió la triste Elvira a la cámara desu señora, a quien encontró levantada, pero norepuesta de las terribles escenas de la víspera.No contribuyó a aquietarla lo que Elvira lerefirió, y entrambas a dos determinaron vivircon cautela, no dudando que las palabras deltrovador tuviesen alguna relación con losproyectos que el irritado conde había dejadotraslucir la noche antes en medio de su coléricoarrebato contra su inocente esposa.

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Bien quisiera la condesa penetrar elarcano que las nocturnas trovas encerraban, yaun más quisiera traslucir quién podía ser elcaballero generoso que tan bien informado sehallaba de las asechanzas que contra ella seprevenían y que tan singular interés por suseguridad tomaba. No eran pequeñas, por otraparte, las zozobras y la duda que a entrambasnuestras heroínas agitaban acerca de losresultados de la desgracia que al caballero lehabía acarreado su generosidad.

Era para Elvira evidente que pocodespués de haber callado el desventuradocantor, le había sobrevenido un trance dearmas; la caída de un cuerpo había resonadoluego funestamente en sus oídos y en sucorazón, y el silencio y la duda habían sucedidoa la catástrofe. Era de presumir que el muerto oherido fuese el músico; pero era imposiblesaber nada a punto fijo antes de la vuelta delpaje. Corría entretanto el tiempo, si bien no tanaprisa como al desgraciado que espera le suele

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comúnmente convenir, y el paje no dabanoticias de su persona.

Si nuestros lectores han esperado algunavez podrán formar una idea aproximada de lapenosa agonía de la de Albornoz y Elvira,porque idea exacta de ninguna manera lapodrán concebir.

-¿Has oído? -preguntaba en medio delmayor silencio la condesa.

-¡Es Jaime! -respondía Elvira-; mas no,no suena nada -añadía después de un momentode inútil expectación.

-Ahora... ahora sí -exclamaba de allí aun rato la condesa.

-Sí; ahora; pasos son, y pasosacelerados...

-De muchacho.-Jaime, Jaime es... ahora sí... -repetía

Elvira atenta a la puerta, los ojos fijos en susbatientes hojas y palpitándole el senoaceleradamente con el movimiento de las olasazotadas por la brisa; veíala abrirse ya, se

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medio incorporaba en su asiento, entreabría loslabios para hablar a Jaime... La puerta, sinembargo, cerrada, fija, inmóvil como unapared. Los pasos se alejaban, apenas se oían.Nada ya.

-Sería algún criado que pasaba.Una vez, en fin, la puerta se movió al

morir en ella el ruido de los pasos; todavía nose podía ver al que iba a entrar; parecíasacudirse lo bastante para dar paso al paje, queera sin duda el que iba a entrar, la condesa yElvira unánimemente inspiradas de uno deesos raptos del primer momento, tan comunes eirreprimibles como inexplicables en lasmujeres, habían gritado:

-¡Jaime!, entra, Jaime.Abrióse por fin la puerta enteramente y

entró don Enrique de Villena. Hay unainclinación natural en el que espera a creer quenadie puede venir sino el esperado; nadatienen, pues, de particular el asombro y larepentina frialdad de la condesa y su camarera

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al ver echado por tierra tan inesperadamentetodo el aéreo castillo de sus fantásticasesperanzas. Miráronse una a otra en el primermomento de estupor; el lector hubieraadivinado en sus semblantes infinidad de ideasque bullían en sus imaginaciones y que por lavista se cruzaban, se comunicaban, se hablaban,se refundían en un solo objeto de entrambascomprendido sin más verbal explicación.

Examinó un momento don Enrique deVillena las cambiantes fisonomías de la señoray su camarera.

-Bien veo -dijo pausadamente despuésde un momento- bien veo, doña María, que noesperáis a vuestro esposo. ¿Pudiera yo merecervuestra confianza hasta el punto de saber cuálinterés os liga al imprudente paje que haabandonado de una manera tan imprevista mienvidiado servicio? ¿Calláis? ¿Me conserváisrencor aún por la escena de anoche?

Dijo estas palabras con tal acento dedulzura y de reconvención que no pudo menos

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la ilustre víctima de manifestar a las daras en susemblante su singular asom-bro. Tenía,efectivamente, el de Villena gran facilidad pararevestir la máscara que a sus fines mejorconvenía. Nadie hubiera reconocido en susmodales y palabras al tirano esposo de lavispera.

-¿No queréis, señor, que extrañe tansingular mudanza en vuestras acciones? ¿Debocreeros o prepararme para otra?...

-Basta, doña María; ¿es posible que noacabéis de conocer los sentimientos de donEnrique de Villena? No negaré que pudieraisestar justamente ofendida; pero vengo areclamar mi perdón. He pensado mejor misverdaderos intereses, he reconocido mi error;vuestras virtudes me han hecho abrir los ojos; sisois la misma que habéis sido siempre, Elvirapuede ser testigo de nuestra reconciliación.

-¡Don Enrique! -exclamó alborozada lade Albornoz. Miró, sin embargo, a Elvira comopara preguntarla con los ojos si podría creer en

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la sinceridad de las palabras del conde. Elvirabajó los suyos y dejó sin respuesta la mudainterrogación de su señora.

-Desechad las dudas, doña María.Vengo a daros una prueba positiva de miafecto. Espero que esta noche os presentaréisbrillante de galas y preseas en la corte deEnrique III. Quisiera que vencieseis enesplendor a todas vuestras émulas, y que lacorte toda, a quien hemos dado harto motivode murmuración con nuestras anteriorescontiendas, presenciase los efectos de nuestranueva alianza. ¿Dudáis aún?

-Esta duda, señor -repuso la deAlbornoz-, puede seros garante del deseo queen mi alma abrigaba de veros, por fin, esposoalgún día. ¡Ah! si vuestro amor, si estareconciliación fuesen una nueva artería, sifuesen un lazo...

-¡María!-Perdonadme; vos habéis dado lugar a

mi desconfianza; si esta paz aparente fuese sólo

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la calma precursora de nuevas borrascas, seríaisbien cruel y bien pérfido caballero. ¿Qué gloriapodría prestarle al león el jugar con la inocentey crédula oveja? Ved mi alma: yo os perdono,don Enrique; perdonémonos entrambos. Oíd,empero. Si sólo intentáis divertiros a costa demi loca credulidad, Dios confunda al malsín,abandone la Virgen Madre al engañador de lasdamas y el buen Santiago al mal caballero.Apodérese el ángel malo del alma del traidor, yno le sean bastante castigo las penas todas delos condenados al fuego eterno. He aquí mimano y mi amor, don Enrique.

Las últimas palabras enérgicas que la deAlbornoz había pronunciado con toda laentereza de la virtud y el entusiasmo de lainspiración habían hecho bajar los ojos alimperturbable don Enrique; unestremecimiento involuntario le había cogidodesprevenido, y estrechó la mano de la deAlbornoz, diciendo balbuciente y confuso:

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-Ved aquí la mía; el cielo sabe la verdadde mis palabras.

Abrazáronse los consortes en presenciade la asombrada Elvira, quien, acostumbrada ala táctica de don Enrique, no hacía sinoexaminar su semblante como buscando en susfacciones y en el más insignificante de susgestos pruebas contra sus palabras. La deAlbornoz, deslumbrada por su mismo deseo ysu amor al conde, se entregaba más fácilmentea la esperanza de ver, por fin, su suertemejorada. ¿No era, por otra parte, muy posibleque sus virtudes hubiesen hecho realmente endon Enrique el efecto que éste acababa desuponer? Nada hay más fácil que hacernoscreer lo que con vehemencia deseamos. La deAlbornoz tragó, pues, el cebo y el anzuelo.

-Repuesto don Enrique de su primeraturbación, no perdonó medio alguno deinspirar confianza a su esposa; las palabras mástiernas fueron por él prodigadas y las más

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vivas protestas de amor y fidelidad. Un amanteno hubiera dicho más que el hipócrita marido.

Poco tiempo podía hacer que estaescena duraba en la cámara de doña María deAlbornoz, cuando la puerta misma que el díaantes había proporcionado a don Enriqueretirada, se abrió con admiración de loscircunstantes, y se aparecieron seis figurasfantásticas, que un hombre del vulgo hubierallamado entonces seis endriagos. Veníanarmados, al parecer, de pies a cabeza, pero unasespecies de sayos que sobre la armadura traían,y cuya capucha cubría su cabeza y rostro, amanera de los que usaban los almogávares, nopermitían ver quiénes ni qué especie dehombres fuesen.

Suspensas quedaron a tan extrañaaparición doña María y su camarera; mirábansealternativamente, y miraban luego con atenciónexploradora a don Enrique, deseosas dereconocer en su fisonomía si se presentaban los

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intrusos allí por su orden o si tendrían ellasmotivo para temer algún nuevo peligro.

-¡Vive Dios! -exclamó don Enriquelevantándose-; ¿quién es el osado que os envía?¿Quién se atreve a interrumpir de un modo tanincivil las conversaciones del conde de Cangasy Tineo? Salid fuera y...

No le dieron tiempo a proseguir losencubiertos; el que parecía ser el jefe de ellosdesenvainó una espada, a cuya señal seacercaron los demás con sendos puñales a lasaterradas damas, todo sin proferir una palabra.

-¡Don Enrique! -exclamó la de Albornozarrojándose a sus pies y estrechando susrodillas; al paso que éste, con el acero fuera yade la vaina, parecía protegerla de todo extrañoacometimiento.

-Traición, señora -gritó Elvira-; traición;¡nos han vendido! -y quiso arrojarse hacia lapuerta para demandar socorro. No se loconsintieron dos de los fantasmas, quearrojándose a su paso, la sujetaron fuertemente

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y pusieron término a sus alaridos cubriendo suboca con un fino cendal y procediendo enseguida a sujetarla a una de las columnas de lacámara. Don Enrique, entretanto, gritaba ymaldecía.

-¡Por Santiago! he olvidado mi silbatode plata en mi cámara y ningún criado me oiráaunque los llame. Pero venid -añadía al jefe delos invasores-; llegad y arrancadme la vidaantes que el honor. En vano trató la deAlbornoz de separar a su esposo del trance quele esperaba. Don Enrique la rechazó y cruzó laespada con la del desconocido, en tanto que loscompañeros de éste, apoderándose de la casidesmayada doña María, vendaban su boca consu propio pañuelo, en cuyas puntas se veíanricamente recamadas en oro las armas reunidasde su casa y la de Aragón; cubriéronla toda conun largo manto negro, que de pies a cabeza laocultaba, y comenzaron a sacarla fuera de lacámara por la puerta secreta, sin que pudiese

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oponerles resistencia alguna la consternada yya enteramente enajenada víctima.

Combatía entretanto don Enrique con eldesconocido el cual, visto lo hecho por suscompañeros, se replegaba defendiéndose condestreza. Miraba Elvira con atención elsemblante de don Enrique por ver si descubríaen él alguna señal que manifestase estarmancomunado con los traidores. Ofendía y sedefendía éste, empero, con bizarría; voceaballamando a sus criados y persiguiendo siempreal fuerte caballero que protegía la retirada delos suyos con su presa, mas sin poder herirle; alllegar a la puerta secreta el desconocido hizo suúltimo esfuerzo para desembarazarse de sumolesto perseguidor, y tirándole un furibundomandoble desarmó al conde. Bien trató el alparecer irritado Villena de recoger su acero encuanto vio que el encubierto no se habíaaprovechado de su ventaja para rematarle, perola acción de don Enrique dio tiempo al fugitivo;lanzóse a la escalera cerrando tras sí la puerta

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con el oculto cerrojo, de modo que cuando elconde, apoderado ya de su arma, volvió a lacarga, no halló más que una pared tersa einsuperable delante de sí, procurando en vanotocar el resorte que solía abrir.

Volvióse atrás entonces el conde, y noparando mientes en Elvira, que atada yamordazada permanecía, salió por la puertaprincipal de la cámara llamando socorro yarmas contra los robadores, como los llamaba,y malandrines que acababan de arrebatar a sucara esposa de entre sus mismos brazos,allanando su propia habitación por arte sinduda de Luzbel y con auxilio de todas laspotestades del abismo, contra su robusto yvaleroso brazo.

-A la mina, mis escuderos, al campo -gritaba-, al campo del moro, al Manzanares; allílos alcanzaremos; la escalera secreta no tieneotra salida.

No tardó mucho en esparcirse por elalcázar la noticia del extraordinario robo y

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desacato cometido en la persona de la condesade Cangas y Tineo; caballeros y escuderosacudían todos a la voz del conde, y en menosde media hora estuvo éste en disposición detraspasar el rastrillo en busca de los robadores.Quién enlazaba este acontecimiento con lamúsica oída la noche antes bajo la ventana de lacondesa, quién suponía que el hecho eraimposible, en vista de que sólo don Enriqueposeía las llaves de los candados que cerrabanaquella salida al campo. Todos conjeturaban,todos hablaban, nadie veía clara la verdad.

No era, sin embargo, menos cierto quelos robadores habían hallado el secreto deintroducirse en la cámara de la de Albornoz porla puerta que la unía con la del conde, y quetenía salida a la escalera, y de allí a la largamina no conocida de todos. Nada másfrecuente en los alcázares antiguos, y deconstrucción morisca sobre todo, que estasminas secretas; hacíanse prudentemente con lamayor reserva y secreto, y solían parar a una o

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dos leguas, a veces, del alcázar a quepertenecían. Varias puertas y trampas dehierro, bien cerradas y puestas a trechos,impedían la entrada en ellas a los enemigos,aun en el caso de ser su boca descubierta, cosade suyo poco menos que imposible, y podíanser de mucha utilidad a los poseedores delalcázar, tanto para hacer una salida imprevistacomo para introducir víveres, como tambiénpara salvarse por ellas en una noche laguarnición del castillo en el caso de versereducida al último extremo por un ejércitoaguerrido y numeroso. Por una de estas minas,pues, escaparon los encubiertos; de suerte queya se hallaban muy lejos de Madrid cuandopudieron llegar sus perseguidores a la boca dela mina, habiéndoles sido preciso reunirse,armarse, salir del alcázar y dar un gran rodeopara su objeto, pues perseguirlos por la mismamina era caso imposible, puesto que habiendosustraído y llevado las llaves de las diversaspuertas los encubiertos, era claro que habrían

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ido cerrándolas todas sucesivamente tras sí,como con la primera de la cámara había hechoel jefe de ellos, con el prudente objeto deasegurarse las espaldas.

Dejemos a don Enrique a la cabeza delos oficiales de su casa corriendo el Campo delMoro en busca de su robada Elena y pidamos allector un ligero descanso que, después de lapasada refriega y aventura extraordinariareferida, habemos en gran manera menester.

CAPÍTULO DÉCIMO

Cuando el conde aquesto vidoFuérase para el palacioDonde el rey solía estar,Saludó a todos los grandes,La mano al rey fue a besar.Rom. del conde Grimaltos. Silva de

varios romances.La pequeña corte de la antecámara de

don Enrique, que dejamos en anteriores

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capítulos descrita, era un imperfecto y pálidoremedo de la del muy alto y poderoso donEnrique III.

Veíanse lucir en ésta, a más de los quetenían los primeros oficios de la real casa de SuAlteza, las principales dignidades de Castilla.Hallábanse en derredor del trono a derecha eizquierda, y por el orden de su dignidad yfavor, el buen condestable don Rui LópezDávalos, el almirante don Alfonso Enríquez,don Fadrique, duque de Medinaceli, el condedon Juan Alfonso de Niebla, los maestres deSantiago y Alcántara, el mariscal don GarciGonzález de Herrera, don Juan de Velasco,camarero mayor, Diego López de Stúñiga,justicia mayor, Pero López de Ayala, chancillermayor y del sello de la puridad, el adelantadoPedro Manrique, donceles y caballerosprincipales, en fin, que a la corte asistían. En elmomento de nuestra narración llegaba SuAlteza a ocupar su regia silla; acompañábanleal lado don Pedro Tenorio, arzobispo de

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Toledo, don Juan Hurtado de Mendoza, sumayordomo mayor, y sosteníanle del brazofray Juan Enríquez, su confesor, y don Mosénde Abenzarsal, su físico. Don Enrique III, enmedio de su juventud, tenía él natural aspectoenfermizo que a su rostro prestaban sushabituales dolencias. Semblante pálido yprolongado por la enfermedad, noble con todo,grave y lleno de majestad; sus ojos eranhermosos; mezclábase en ellos cierta languidezy tristeza con la penetración y la severidad; suandar era lento y su voz flaca.

Hasta el momento de la entrada de SuAlteza habíase tratado con raro interés entre lospalaciegos del robo singular de doña María deAlbornoz, y ninguno en consecuenciaextrañaba la ausencia de don Enrique deVillena y de los caballeros de su casa. Sucedióel mayor silencio a la entrada de Su Alteza, yéste recorrió con la vista apresuradamente elcírculo de sus cortesanos, saludando a uno yotro lado con su natural sequedad.

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-¿Y nuestro fiel pariente y vasallo donEnrique de Villena? -preguntó Su Alteza-.Condestable, ¿creo que me habéis dicho que havuelto de la montería del Real de Manzanares?

-Señor -dijo el buen López Dávalosinclinando su cabeza cana y despojada por eltiempo-, cierto es lo que aseguré a tu Alteza:don Enrique volvió ayer de El Pardo.

-¡Por San Francisco! que no sabe susintereses mi primo cuando olvida presentarse asu Rey.

-¡Es una omisión imperdonable!... Pero,señor, hay causas a veces que...

-¿Causas? Quiero saberlas.-Seis enmascarados han robado a su

esposa.-¿Robado? ¿Dónde?-En su cámara misma.-¿En mi palacio? No puede ser,

condestable. Tal desacato costaría la cabeza...Explicaos.

-Nada hay más cierto, señor.

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Aquí el condestable, amigo del conde deCangas y Tineo, refirió al Rey cuanto en elalcázar corría acerca de tan extrañoacontecimiento.

-Diego López de Stúñiga -dijo el Reylevantándose cuando hubo oído la relación delcaso-, el rey Enrique no desmentirá jamás lafama que tiene granjeada de justiciero. Comojusticia mayor de mis reinos os cometo laaveriguación del suceso. Compadezco anuestro fiel pariente y vasallo y quiero vengarla felonía cometida en la persona de mi muyamada doña María de Albornoz. Antes de tresmeses me habréis descubierto quién sea el reo.Juro por las llagas de San Francisco que no lepodré dar seguro aunque me le pida.

Inclinó respetuosamente la cabezaDiego López de Stúñiga y volvió a ocupar sulugar.

-Vos, Pero López de Ayala, tendréisentendido que quiero que se extienda hoymismo la cédula que os dije; es mi real

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voluntad que no paguen mis reinos másmonedas, a pesar de no haberse acabado aún laguerra con Granada. ¿Qué os parece,almirante?

-Paréceme, señor, que pudieranrecrecerse graves daños de la supresión deltributo de las monedas -repuso el almirante-; sibien con eso contestáis a los pecheros yhombres de afán, también si los moros vuelvena hacer entrada...

-No me lo digáis -repuso el Rey- estadcierto que tengo yo mayor miedo de lasmaldiciones de las viejas de mis reinos que decuantos moros hay de esta parte del mar.

Calló el almirante, y alto murmullo deaprobación acogió el paternal dicho de Enriqueel Doliente.

Otra media hora pasaría en que el reyde Castilla despachó en medio de su cortealgunos negocios del gobierno de sus reinos; yaiba a dar la vuelta a la cámara cuando se sintióruido como de muchas personas armadas que

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se acercan; volviendo todos las cabezas hacia elsitio por donde el rumor sonaba, un faraute deSu Alteza llegando hasta el medio de la sala,hizo una reverencia, otra a poca distancia, yhecha la tercera a los pies casi del trono:

-Decid que entre a mi pariente y lealvasallo.

Retiróse el faraute con las mismascortesías, sin volver jamás las espaldas, yllegado a la puerta:

-Entrad -dijo con voz descomunal.Dos farautes de don Enrique precedían.

Don Enrique de Villena detrás, con rostro a lapar airado y pesaroso. Seguía a su lado suprimer escudero y detrás un caballero de sucasa con el estandarte de sus armas, en quelucían sobremanera las barras paralelas deAragón. El estandarte, pendiente de una asta ala manera de los que aún se usan en algunasprocesiones, era ricamente recamado de oro yplata sobre campo azul. Venían después,

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armados como su señor, los caballeros yescuderos vasallos del poderoso don Enrique.

Pedido y dado el permiso de hablar porSu Alteza, tres veces reclamaron los farautes dedon Enrique la atención y silencio de los demásseñores y asistentes.

-Oíd, oíd, oíd el desacato y feloníacometido en la persona de la muy noble eilustre señora doña María de Albornoz, esposadel muy noble e ilustre señor don Enrique deAragón, y de que en nombre de Dios Padre,Hijo y Espíritu Santo, y de la BienaventuradaVirgen gloriosa, viene a pedir justicia yreparación.

Respondido hablad, tres veces también,por el faraute de Su Alteza, comenzó donEnrique, hincando en tierra una rodilla, a hacerrelación de cómo le había sido, en su mismacámara, robada su muy amada esposa, y decómo había salido en persecución de losrobadores, entre los cuales contábanse criados

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de su casa, cuya falta había notado al mismotiempo.

-Alzad -le dijo el Doliente rey-, conde deCangas y Tineo, y decid cuál sea el fruto devuestra expedición.

-No me levantaré, señor excelso,mientras no acabe el cuento de mi cuita y noesté seguro de que tu Alteza me otorga lo que apedirte vengo. Inútilmente he recorrido elcampo en busca de los robadores; a haberlosencontrado, señor, no hubiera menester pedirtejusticia y porque mi espada me la supiera darmuy suficiente Pero ¡oh dolor!, gran Rey, hehallado en vez de la esposa o de la venganzaque buscara, esos sangrientos despojos que sólouna funesta catástrofe me pueden anunciar.

Adelantáronse, al llegar a decir esto, dosescuderos, que tendieron a la vista del rey elmanto y el velo de doña María de Albornoztodos ensangrentados.

-¡Cielo santo! -exclamó horrorizado elpiadoso Rey. Un movimiento de horror circuló

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por la corte, y todos apartaban la vista de lossangrientos restos.

-He aquí, señor -exclamó sollozando eldesdichado esposo-, ¡y ojalá no hubieraencontrado más pruebas de mi desgracia!

-¿Qué decís? Hablad -exclamó EnriqueIII.

-Un pastor, gran Rey, que es el que ves ypuede darte de ello testimonio, me haasegurado que unas horas antes de encontrarcon estas ropas había visto pasar a unosarmados con un cadáver de una mujer, a suparecer hermosa y joven; mi esposa, señorReceláronse de él y quisieron echarle manopara impedir que su mal hecho se supiese; masel conocimiento que tiene del país, lasquebradas de las peñas y sus buenos pies lesalvaron, por desdicha mía, para mi amargodesengaño.

-Pastor, llegad -dijo don Enrique-; ¿voshabéis visto eso?

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-Verdad dice su grandeza -repuso elpastor con visible turbación, que achacarontodos al asombro de hallarse en tal paraje-Llevábanla, sin duda, a enterrar en los sitiosocultos en donde los vi.

-Justicia, pues, señor, justicia.Otorgadme que me dé a buscar al alevoso, yque donde quiera que le encuentre, pueda, sinduelo ni formalidad alguna, castigar al quecomo villano se portó.

-Yo os juro, don Enrique, justicia yreparación. Alzad; ¿tenéis vos indicios de quiénpueda ser el robador?

-Ninguno -respondió Villenalevantándose. -¿Sospecháis, por ventura, si unavenganza o si una pasión?

-¡Ay de quien osare ofender la memoriade mi esposa!..

-Nadie en mi presencia la ofenderá,conde de Cangas y Tineo. Imposible me fueraconcederos que os entreguéis a buscar aldelincuente; necesito vuestra asistencia en mi

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corte Pero los oficiales de mi justicia apuraránla verdad y le hallarán donde quiera que seesconda. Os otorgo, sin embargo, en nombre deDios trino y uno, a quien en la tierrarepresentan los reyes ejercitando su justicia,que matéis al villano, si lo halláis, donde quieraque lo halléis, armado o desnudo, solo oacompañado, por vuestra mano o por la devillanos vasallos vuestros. Otorgo, otro sí, quequede privado de cualquier gracia que pudiereyo hacerle o le hubiere hecho sin conocerle;mando a quien le encuentre, caballero,escudero, noble o pechero, y le requiero que lecastigue como su villanía merece, y al que lemate hágole de su muerte salvo y perdonado.Alzad ahora, don Enrique

-No esperaba yo menos, gran Rey, de turecta justicia,

Adelantándose entonces don Enrique elespacio que del trono le separaba, llegó conrostro apenado, y doblando de nuevo la rodillaante el rey Doliente, quitóse el yelmo, besóle la

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mano, y dióle repetidas gracias por el favorsingular que acababa de otorgarle Retiróse enseguida a desarmar, con sus caballeros, por elmismo orden que habían venido.

Quedaron los cortesanos estupefactosde cuanto acababan de oír. ¿Qué motivoracional se podía, efectivamente, dar a laextraordinaria muerte de doña María? Todosdiscurrían y se hablaban al oído; pero ningunoconjeturaba la verdad, si bien muchos dudabandel relato y de la manera y forma de la muertepor don Enrique referida. Pero donde el Reyhabía creído públicamente, no era lícito, ni aúna los mayores enemigos de don Enrique, dudardel caso sino en secreto. Todos, por lo tanto,callaron, y el físico de Su Alteza, que vio que laanimada audiencia de la mañana y lo muchoque Su Alteza había hablado, había alteradovisiblemente su color, le advirtiórespetuosamente que le convenía tomar algúndescanso. Oído esto por el Rey, bajó del regiosillón, y despidiendo a sus cortesanos, entróse

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en su cámara con aquellos mismos que lehabían acompañado a su salida, menos donPedro Tenorio, el arzobispo de Toledo, quequedó en la sala de audiencia con los másgrandes, dando y tomando en la singularaventura del que, entonces más que nunca,comenzó a aparecer verdadero hechicero a losojos de los suspicaces cortesanos de donEnrique el Doliente.

CAPITULO DUODÉCIMO

Por dar al dicho don CuadrosDado ha al Emperador................................-¿Por qué me tiraste, infante?¿Por qué me tiras, traidor?-Perdóneme la tu Alteza,Que no tiraba a ti, no.Rom. ant. del Infante vengador.No bien hubo llegado don Enrique a su

cámara, despachó a sus caballeros y sólo quedó

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a su lado su predilecto escudero; depuesta allíla falsa máscara de la pena, cuando huboquedado solo el intrigante conde con FernánPérez de Vadillo, trabó con él una breveconversación.

-Fernán, nada tenemos que temer.-Siempre tiene que temer quien no obra

bien, señor.-¡Fernán!-Perdonadme, pero no apruebo lo

hecho. Y ahora que he obedecido tus órdenessin murmurar tengo algún derecho a descargarmi conciencia.

-Vadillo díjole al oído el conde-, de nadatiene que acusarme la mía.

-¿De nada?-Bien; convengo en que el medio ha sido

violento pero era preciso ser maestre deCalatrava.

-Callo, señor; obedezco, pero no loapruebo. Permíteme que te lo diga por últimavez.

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-En buen hora; vuestro silencio yvuestra obediencia es lo que necesito. Y vamosa lo que más importa. Tiéneme inquieto elcamino que habrán tomado los armados.

-En cuanto a los que llevaron a lacondesa, yo te respondo de su silencio y de sufidelidad.

-Bien; ¿y Ferrus?-¿Tanto sentís la pérdida del juglar?-¡Sí, la siento, Hernán! Aquél nunca

desaprueba nada; su conciencia es la delestúpido; nada le dice nunca; yo soy harto débily harto bueno todavía para no necesitar tener ami lado en mis fines un hombre honrado comovos. Quiero un instrumento, no un amigo. ¿Y eltrovador prisionero?

-Podemos verle.-¡Podemos!... Es indispensable. ¿No os

dije yo que era él? Ved si ha estado detrás delsillón del trono, como acostumbra hallándoseen la corte. El golpe nuestro será tanto másseguro cuanto que nadie tiene noticia de su

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llegada. Habrá desaparecido del mundo, yquién sabe si alguien notará la coincidencia desu desaparición y de la condesa.

-Eso, señor, pudiera no convenirte.-Conviéneme mucho ser maestre de

Calatrava. Partamos. Guíame a donde esté.Inquietos iban los dos acerca de la

entrevista que con el nocturno músico lesesperaba. Al odio que contra él, por ladenegación referida, abrigaba don Enrique,agregábase cierto recelo de que hubiese en suconducta algo más que ley de caballería y puragenerosidad hacia la condesa; y aunque noamaba a su esposa, como bien a las claras loacababa de probar, irritábale, sin embargo, laidea de que un simple caballero hubiese puestolos ojos en cosa suya y en tan alta persona. Conrespecto a Vadillo, no dejaba de tener algunainquietud, pues no estaba muy claro para él sidaba serenata a la condesa o si acaso suesposa... Imposible y horrorosa le parecía tandescabellada sospecha de la virtud de Elvira;

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pero la duda se había hecho lugar en sucorazón, y es huésped por cierto que, una vezalojado, no se arroja del pecho a voluntad. Aentrambos parecía cosa indisputable que elmúsico era Macías, y nosotros, que desde lanoche anterior nada sabemos de su existencia,no podemos menos de abundar en la opiniónde los que tal pensaban.

Llegaron, por fin, a una puerta pequeñaque en el extremo de una larguísima galería seencontraba.

-Alvar -dijo llamando Vadillo, y se abrióla puerta inmediatamente. Alvar era el monteroa quien en la noche anterior había confiado elescudero la importante presa. Entraron en unapequeña habitación, cerrándose tras ellos lapuerta.

-¿Y el preso? -preguntó Vadillo.-Descansa en la pieza inmediata; debía

no haber dormido en un mes, roncatranquilamente.

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-¿Ronca? ¿No está, pues, herido depeligro?

-Más daño debió de hacerle el miedoque vuestro venablo, señor escudero. Tienealgo arañada la cara de la caída y un brazovendado; pero el maestro que lo ha reconocidoesta mañana asegura que podrá salir despuésdel medio día.

-Despertad a ese caballero -repitió entredientes Alvar.

-¿Qué respondéis en voz baja?Despachad -dijo Fernán-. ¿Hase quejado de laviolencia que con él se ha usado?

-Ayer noche todo era pedir que se leconduiese a presencia de su amo el ilustreconde...

-¿Su amo? -dijo el conde-. El trovador haperdido la cabeza.

-Voy a advertirle que vuestrasseñorías...

-Presto, Alvar, presto.

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Entróse Alvar en la inmediata pieza,mientras que don Enrique y Fernán sepreparaban a la extraña entrevista que iban atener. No tardó mucho en volver a salir Alvar,asegurando que había despertado al enfermoquien, sintiéndose completamente reparado defuerzas con el pasado sueño, metía sus vestidospara salir a recibir a sus ilustres huéspedes.

-¿Es segura esa puerta, Alvar? -preguntó el conde.

-Las fuerzas de diez hombres reunidosno bastarían, señor, a violentarla -respondióAlvar-. Además dos monteros le guardanconmigo y está indefenso; de aquí no saldrásino para donde vuestras señorías determinen.Pero aquí está.

Salía, en efecto, el asombradoprisionero, el cual, no bien hubo visto al conde,cuando, acercándose a él, como quien ve a sulibertador, se echó a sus pies, y con lágrimas degozo y de temor:

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-Señor -exclamó besándoselos-, ¿en quéha podido ofenderte para merecer tan duraprisión tu fiel Ferrus?

Dos estatuas de mármol parecieron atan inesperada vista el conde y su escudero. Nosería mayor el asombro y la indignación delrústico pastor que se viese torpemente cogidoen el propio lazo que hubiera preparado para elraposo.

-¿Tú, Ferrus? -exclamó después de laprimera sorpresa el furioso conde-. ¿Tú, Ferrus?Fernán, nos han vendido. Venid acá, donvillano -añadió derribando por tierra de unempellón al desesperado juglar-; venid acá vos,Alvar, ¿es éste el preso que se os ha confiado?¿Qué hicisteis, don bellaco, del doncel de SuAlteza?

Asíale de la garganta, y ahogárale sinremedio, si no se le pusiera por medio Hernán,que más sereno comenzaba a vislumbrar laverdad del caso.

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-¿Qué doncel, señor? -gritó cuandopudo Alvar-. Lleve mi alma el diablo si tuve yojamás en mi poder más preso que el que elseñor escudero me entregó, y si no es ése elmismo de que me encargué.

-¿Qué es esto, Hernán? -dijo donEnrique soltando la presa.

-¡Qué ha de ser, señor! Que sin dudadebió de ser Ferrus el músico que yo cogí.

-Negra fortuna mía -gritó don Enrique-.¡Qué músico habíais de coger, ni qué!... ¡PorSantiago! Venid acá, Ferrus; ¿qué hicísteis vosde cuanto os encargué? ¿Quién era el músico,juglar? Acabad o...

-Serénate, señor -respondió temblandoel aterrado Ferrus-. Yo obedecí tus órdenesciegamente; yo rodeaba el muro y me acercabaya al que tañía, cuando él, echando de ver mibulto, calló y hundióse precipitadamente en latierra; el diablo debía de ser sin duda que tomóla forma de músico para perderme en tuestimación...

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-¿El diablo? Malandrín... -no pudomenos de sonreírse don Enrique al oír lasimpleza de su juglar-. ¿El diablo?

-Señor, lo jurara; lo cierto es que yo no levolví a ver más; y cuando, todo ojos y orejas,me acercaba al sitio donde le había visto ybuscaba el boquerón que habría dejado alhundirse, sin saber por dónde encontréme conun caballo encima y un caballero... Bien sabeDios que en aquel trance me santigüé...

-Adelante, miserable, acaba.-Por acabado, señor; desde aquel punto

ni vi ni oí; cuando recobré el uso de mi razón,halléme en ese camaranchón donde me curabanlas heridas que el mal enemigo me había hecho.

-Calle el necio -interrumpió, nopudiendo sufrir más, don Enrique-. ¡Vive Diosque nada comprendo, Hernán!

-Yo infiero, señor -dijo Hernán-, que elmúsico debió ser, si no diablo, muy ligero porlo menos, y yo debí tomar a Ferrus por el quetañía.

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-Eso debió ser sin duda. Pero ¡voto aSantiago! que todos los deseos que de encontrara Ferrus tenía no me pagan del pesado chasco.Alza, Ferrus, y vente con nosotros. ¡Necio de míque fui a escoger para tan delicada empresa almandria mayor que vio la tierra! ¿Enviéte yopara que cogieras al músico o para que tedejaras coger por el primero que llegase?

-Perdóname, señor -contestó algorepuesto Ferrus-; dijérasme lo que había dehacer contra el diablo en viéndole...

-¿Vuelves a mentar al diablo,menguado? ¿Dónde está el diablo, malservidor? Enséñamele, desalmado.

-¡Jesús! Líbreme Dios. ¡Jesús! -exclamóFerrus, santiguándose a más y mejor.

-Vamos de aquí, Hernán. Juro no abrirlibro ni hacer trova, y júrolo por el apóstolSantiago, hasta no tener en mi poder alinsolente doncel que de tal manera ha burladomi esperanza. Ahora está libre, ¡vive Dios! y

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puede hacernos mucho mal. Alvar, tu fidelidadserá recompensada.

Inclinóse Alvar, y nuestros trespredilectos personajes salieron silenciosamentea la galería; regocijado Ferrus de verse libre, enpoder de su señor legítimo, y disipado ya elnublado que sobre su cabeza tronaba desde lanoche anterior; disimulando Hernán la risa queen el cuerpo le retozaba al recordar a sangrefría el chasco inesperado y mohíno por demásel desairado conde, a cuya imaginación seagolpaba, entre otros peligrosos recuerdos, eldel secreto que había imprudentementeconfiado al perseguido doncel, y dándole nopoco cuidado la reflexión de no haberle visto enla corte, siendo así que no era la causa que élhabía pensado la que podía habérseloimpedido.

CAPITULO DECIMOTERCERO

¿Qué es aquesto, mi señora?

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¿Quién es el que os hizo mal?Cancionero de Romances.Largo tiempo hacía que Elvira, atada a

la columna y sin poder pedir a nadie auxilio acausa del pañuelo que le tapaba la boca,esperaba con insufrible paciencia a que lacasualidad o el transcurso del día le deparaseun libertador que de tan crítica situación lasacase. Por fin llegó el momento deseado, y elpaje que tanto había tardado en la averiguaciónde lo que se encomendara a su cuidado, abriólas puertas de la cámara que de prisión servía ala afligida hermosa. Miró en derredor y a nadieveía, hasta que, fijando los ojos en la columna,ofrecióse a su vista el espectáculo de suaprisionada prima. Asustóse primero yexclamó:

-¡Santo Dios! ¿Qué ha ocurrido aquí?...Mal podía responderle Elvira sino con

los ojos; pero cuando vio el pajecillo que noparecía nadie, ni había asomos de peligroalguno, soltó la carcajada, impertinente a la

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verdad en aquel momento, y comenzó a darbrincos.

-¿Quién os ha puesto así, mi señoraElvira? ¿Os ató el señor escudero por?...

Diole lástima al llegar aquí el ver que suprima no parecía gustar de la prolongación detan pesada chanza. Llegóse entonces elatolondrado a Elvira y desató sus cruelesligaduras.

-¡Dios mío! ¡Dios mío! -exclamó Elviraen viéndose libre-. Alguna desgracia estásucediendo a mi señora la condesa. Corramos...

-¿Adónde vais tan de prisa? -repuso elpaje deteniéndola-. ¿Y quién me paga mirecado? ¿Quién escucha las nuevas que traigo?¿Quién, sobre todo, me cuenta lo que os hasucedido y la razón de haberos encontrado asímano a mano con esa columna negra?

-¿Traes nuevas? -preguntó Elviraolvidando todo lo demás-. ¿Traes nuevas?

-Y buenas -contestó el paje-. El caballerode las armas negras era el que tañía...

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-Lo se... y...-Pero sabed que le esperé inútilmente

dos largas horas, más largas que las delarenero...

-¿Inútilmente?-Sí, pero por fin llegó.-¿Llegó? ¿Con que no era él el?... ¡Yo os

bendigo, Dios mío!... Sigue.-¡Si le vierais qué agitado!

Descompuesto el cabello, espantados los ojos,entró en su cámara y no me vio. ¡Negra suerte!-exclamó, y despedazó con sus manos el laúdque traía cruzado sobre la espalda-. ¿No meserviréis -dijo rompiendo las cuerdas- sino degemir eternamente? Viome en seguida. ¿Quéhaces aquí? -me dijo con voz terrible; pero alreconocerme templóse toda su ira-. Paje -medijo entonces con voz mesurada-, ¿tornas aúncon nuevas demandas del hechicero?

-¡Ah! si supierais quién me envía -dijeentonces-; si supierais que una hermosa dama...

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-Silencio -exclamó-, no pronuncies sunombre.. ¿Es posible? Díjele entonces lacomisión que me disteis en nombre de la señoracondesa; largo rato suspiró y miró al cielo sinhablar. Paje -me dijo en fin-, no nos veremosmás. He creído que mi brazo podía ser útil auna inocente; pero si es fuerte contra loshombres, es impotente contra los recursos deuna ciencia misteriosa y maldecida. El infiernome envía enemigos en medio de la soledad y laMadre de Dios me abandona. Unacontecimiento extraordinario ha interrumpidomis avisos. He rondado la noche toda paravolver a entrar en el alcázar; las órdenes másrigurosas, dadas no sé por quién después de misalida, me han impedido verificarlo. He debidoesperar a que entrase el día para que no fuesemi entrada sospechosa. Pero mañana el alba meencontrará lejos, bien lejos de Madrid. Si algunamujer necesita mi amparo en cualquier ocasión,mal pudiera negársele un doncel de donEnrique. Dígame qué puedo hacer, por mí lo

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ignoro. Adiós. Apretóme la mano de unamanera, prima, que yo creí que leatormentaban otros recuerdos que los denuestra amistad. Envolvióse entonces en supardo gabán, y cubriéndose con él la cabeza,oíle sollozar y salí. He aquí, prima, las nuevas.

-Tristes, bien tristes -dijo pensativaElvira-. ¿Y de la condesa supiste?...

-¿La condesa? ¿Es su confidenta la queme pregunta?

-Sí, ¿nada sabes?-Pero, querida prima, ¿qué tenéis?

Vuestra palidez, vuestra agitación me asustan...-¡Ah, Jaime!, la condesa es víctima en

este momento de la más espantosa villanía...Volemos a su socorro: no sé adónde me dirija;la menor imprudencia mía puede comprometersu suerte y el éxito mismo de mis diligencias. Sisupiera... pero la más completa oscuridad reinaen todas mis conjeturas.

Meditó un momento Elvira el partidoque tomaría, mientras que hacía nudos a uno

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de los cordones, que de su cintura pendía, eldistraído paje. De pronto pareció que habíailuminado su entendimiento un rayo de luz.

-No hay más recurso -dijo-, para loscasos extremos son los remedios violentos.Jaime..., deja ese cordón, déjale te digo... Vamosa buscar a mi esposo; averigüemos primero quévoces corren de lo ocurrido y qué se cree en elalcázar... Después, si eres prudente, si has deser callado, pero callado como la muerte, tú,que sabes el camino, me guiarás adonde piensoir.

-Puede que algún día pruebe Jaime a suhermosa prima que no es tan atolondrado comole llaman.

Elvira apretó la mano del inteligentepajecillo con expresión de gratitud, y ambossalieron de la cámara que acababa de ser teatrode tan extraordinarias escenas.

Buscó Elvira a su esposo sin másdemora, porque si bien sospechaba que donEnrique hubiera tenido parte en la pérfida

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desaparición de la condesa, ni veía claro en estoni menos lo podía asegurar. ¡Tan bien se habíarepresentado por todos la farsa que dejamosdescrita! Ni por otra parte, aunque a piesjuntillas hubiera creído la traición del conde,cabía en su imaginación la menor sospechaacerca del extremado honor de su esposo,sabíale ligado a los intereses de su señor, peroque él hubiese tomado parte activa en el malhecho no le era lícito a Elvira imaginarlosiquiera.

Así era la verdad: hidalga sangre corríapor las venas del escudero y hacía vanidad dehonradez y de rectos sentimientos; no era unode los pocos hombres ilustrados de la época; nohubiera sostenido una intrincada tesis con unteólogo; participaba de las preocupaciones desu siglo; pero era en sus acciones hidalgo, yesto es por lo menos tan recomendable como eltalento. Alguna parte había tenido en elcriminal proyecto de don Enrique, pero sóloaquella que no había podido excusar en calidad

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de escudero suyo; así que se había opuestoconstantemente a las miras de su señor, habíaleafeado los medios y le había reconvenidodespués, como arriba dejamos indicado; pero lamisma probidad que le impulsaba a manifestarfrancamente sus sentimientos en tan delicadoasunto, a riesgo de perder la gracia del conde,le impedía oponerse de hecho a sus deseos; eraforzoso obedecer y callar por el propio honordel deslumbrado magnate; propúsose, pues, sercompletamente pasivo y guardar el másriguroso silencio. Sospechando sin embargo,que la primera que había de poner a prueba sufidelidad había de ser su esposa, no habíavuelto a desatar las crueles ligaduras en quehabía quedado presa, y de que había sido él lacausa, pues desde luego había manifestado alconde la imposibilidad de separarla de él y ladificultad que hubiera encontrado para realizarsu voluntad mientras Elvira pudiese obrarlibremente en los primeros momentos. Había,pues, dejado a alguna casualidad que no podía

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tardar en sobrevenir el cuidado de su esposa,deseoso de retardar a cualquier costa el instantede una explicación con ella, para la cual notenía todavía muy meditadas las respuestas.

Avínole mal, no obstante, pues pocotardó Elvira en presentarse ante sus ojos conuna agitación tal, que no le pudo quedar dudaal infeliz del objeto de su intempestiva venida.Hubiera él querido hallarse a cien leguasentonces de su consorte y del mundo entero, encuyas miradas creía ver a cada paso otras tantasreconvenciones a su reservada y ambiguaconducta. Repúsose, con todo, lo mejor quepudo, y ni las preguntas sencillas de Elvira, nisus halagos, ni sus reconvenciones, lograronrecabar de él la menor noticia que pudiese darluz sobre lo ocurrido a la desconsoladahermosa. Obstinóse en negar constantemente lamenor participación del conde en el robo de lacondesa; en una palabra, manifestó con todaentereza hallarse en la misma ignorancia que lacorte toda, y aun se indignó con notable aire de

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verdad a la menor idea de sospecha presentadapor Elvira. Comenzaban ya ésta a dudar siserían sus juicios temerarios, pero nunca pudoconvencerse a sí misma; vio además a donEnrique y parecióle que brillaban al través desu aparente dolor sentimientos de otra especie.Difícil cosa es, por cierto, engañar la naturalpenetración de una mujer; la inutilidad de losesfuerzos del de Villena para dar con losrobadores y el horrible atentado cometido enuna mujer que a nadie había hecho daño,reunidos a los antecedentes particulares que deaquel matrimonio desgraciado sólo ella acasotenía, la hacían ver más claro en tan atrozintriga que todos los demás. Inexplicable fue sudolor cuando llegó a sus oídos la funestanueva, que de boca en boca corría por elalcázar, de la desdichada muerte de su señora;afirmábanse al recordarla todas sus sospechas,ardía en deseos de venganza, y la idea de laimpunidad la hacía padecer tormentosimponderables. Resolvióse, pues, a realizar el

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plan que tenía meditado, arriesgado en verdad,y delante del cual había retrocedido muchasveces. El amor, en fin, que a la condesa habíatenido, una voz superior y celestial que creía oírcontinuamente, pidiéndole venganza yreparación, la hicieron creer que el cielo mismoy que su conciencia la obligaban a volver por lainocencia, y constituyóse entonces campeón dela ultrajada virtud. Seguida del inquieto paje,que, tan asombrado como ella, lloraba tambiénla desgracia de doña María de Albornoz,entróse en su aposento, donde la dejaremosponiendo los medios que más propios creíapara dar cima a la importante empresa quesobre sí tomaba, sin comprometer su honor porotra parte, su virtud y hasta su mismatranquilidad.

CAPITULO DECIMOCUARTO

Contadme vuestros enojosNo toméis malencolía

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Que sabiendo la verdadTodo se remediaría.Rom. del conde Alarcos.En la misma postura que el paje refería

haber dejado al melancólico doncel, envueltoen su gabán hasta los ojos y roto a sus pies ellaúd, permanecía cuando se presentó delantede él Hernando, diciéndole con suacostumbrada sequedad:

-¿Lloras, señor? Levanta la cabeza ymira, que o yo entiendo poco de rastro o se teviene la res por sí sola a tiro de tu venablo.

Alzó la frente el consternado mancebo yvio a pocos pasos de él una figura envuelta enun ropón negro y cubierta la cara con lamascarilla que usaban en aquel tiempo lasdamas cuando salían, sobre todo, de su casa ocuando habían de hablar con caballerosdesconocidos.

-¿De qué res hablas, Hernando? ¿Quiénes esta dama? -preguntó desembozándose conenfado el doncel. Miróla entonces de alto abajo

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y reparando que su silencio podía indicar queno venía a hablarle con testigos:

-Retírate, Hernando -dijo-; yo te llamarécuando te haya menester -cogiendo entonces deuna mano a la dama hízola entrar en su cámara.Luchaban en su fantasía mil encontradas ideas.

-Señora- le dijo con voz mesurada ytímida-, sola estáis; si alguna revelación tenéisque hacerme, si alguna ocasión tenéis queproporcionarme en que pueda seros útil midébil brazo, hablad; no en vano os habéisdirigido a un caballero de la corte del ínclito ypoderoso rey de Castilla.

-Caballeros tiene la corte de donEnrique que pudieran desmentir la hidalguíade vuestras palabras -repuso la tapada con vozque desfiguraba enteramente la mascarilla quecubría su rostro.

-Nombradlos, señora; si algún caballeroha mancillado el nombre de una orden decaballería, él me dará razón y satisfacción.

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-No os alteréis y oídme. Sí, caballeroshay, y cerca de nosotros, que amancillan laclase a que pertenecen. Ni la sangre que correpor sus venas, ni el nombre ilustre queostentan, ni la dorada cuna en que se mecieron,son rémora bastante a sus desenfrenadosdeseos. ¿Conocéis a la condesa de Cangas yTineo, a la ilustre doña María de Albornoz?...

-¿Sería posible? ¿Seríais vos, señora?...-¡Pluguiese al cielo! Pero ni soy la

condesa... ni...-¿Quién sois, pues, vos, la que en su

nombre?...-Templad vuestro ardor, noble

caballero, y dadme palabra de oírme y de noindagar quién yo soy...

Latía violentamente en el pecho elcorazón de Macías -miraba una y otra vez a ladesconocida; no osaba, sin embargo, afirmarseen sus sospechas.

-Con esa palabra proseguiré en midemanda -dijo la dama-. Contóle en seguida al

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caballero, que de todo estaba ignorante, cuantode la condesa se decía...

-¡Muerta la condesa! -exclamó Macías alllegar al funesto desenlace de tan triste historia-. ¡Y vive el conde todavía... y!...

-¡Silencio! He aquí el objeto de mivenida. La tiranía, la injusticia pidenreparación. Mañana una amiga de la condesa searrojará a los pies del Rey y denunciará latraición. Acaso será preciso que un caballerosalga fiador con su espada de su acusación.¿Estaréis mañana en la corte de don Enrique?...

-¿Qué me pedís, señora? Cuandopensaba alejarme de esa funesta corte...

-¿Alejaros? -dijo con un movimiento desorpresa la dama-; ¿alejaros? -repitió, lanzandoun amargo suspiro.

-¡Ah!, señora, ¿ignoráis -repuso eldoncel con la mayor agitación- que mitranquilidad depende acaso de mi marchaprecipitada?...

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-¿Y dejaréis a la inocencia ser presa de latraición?...

-Jamás; pero...-¿Y sabéis vos, por ventura, poco

generoso mancebo, lo que en este momentosacrifica la que tenéis ante vuestros ojos, losrespetos que atropella, los riesgos a que seexpone?...

-Acabad, santo Dios, ¿quién sois? Vos,vos... no hay duda...

-Caballero, respetad mi silencio y midolor. Acabemos; he procedido de ligerocuando he creído que...

-No, no; mañana estaré en la corte dedon Enrique. Una sola gracia os pido. Si he deser vuestro caballero, dadme una prenda,señora, un color...

-¡Mi caballero! -interrumpió la dama-. Elcaballero seréis de la inocencia: el mío esimposible...

-¡Imposible! Elvira, vos sois...

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-Soltad, imprudente joven, soltad. ¿Pordónde presumís que soy la esposa delescudero? Vuestra imaginación os engaña, yacaso vuestro deseo...

-¡Me engaña!... Mi deseo, señora, es deservir a esa dama, que conozco, como pudieraconocer...

-Vuestra turbación os delata; pero esaimprudencia permanecerá oculta en mi pecho.Conozco a esa Elvira, y su honor me es hartocaro...

-Nunca podría padecer su honor...-Bien, ¿qué importa Elvira? La prenda

que me pedís, si mañana, ante la corte toda, elRey decreta el duelo y el juicio de Dios, latendréis; pero ni os podréis nombrar micaballero ni exigiréis de mí que me descubra.Básteos saber que conozco demasiado a ladama que nombrasteis y que sé, doncel, queella no viniera a vos.

-¿Eso sabéis?-Lo sé.

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Dejó caer Macías al oír estas dospalabras, pronunciadas con funestatranquilidad, la mano con que tenía asida unapunta de la ropa de la tapada como paradetenerla. Inclinando en seguida la cabezadeclaró que al día siguiente se hallaría en lacorte de don Enrique, y ofreció su mano a ladesconocida; aceptóla ésta para salir, pero unnotable temblor la agitaba; oprimiólasuavemente el doncel, como si quisiese tentareste ultimo y desesperado recurso para salir desu terrible duda; un movimiento involuntario yconvulsivo correspondió a su indicación, y enel mismo momento la tapada, volviendo en sí,arrancó su mano de la del doncel y se lanzófuera de la estancia. Arrojóse en pos Macías; ibaa prosternarse a sus pies, iba a hablar, pero unademán imperioso de la negra fantasma lemandó apartarse, y más rápida en seguida queesas rojas exhalaciones que surcan el espacio enuna oscura noche de estío, desapareció a susojos la aérea visión. Macías creyó ver un ser

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sobrenatural, la sombra acaso de la mismacondesa; permaneció con los brazos cruzados yla vista fija, corno si quisiese ver más allá de laoscuridad y de la distancia. Entonces oyó unsuspiro lanzado a lo lejos, y parecióle que aldesaparecer de sus ojos en el confín delcorredor, se había reunido la dama a otra figuramás pequeña que allí la estaba sin duda algunaesperando.

-Sé, doncel, que ella no viniera a vos -repitió un momento después Macías condoloroso acento-. Yo también lo sé: nunca meamó. ¿No amaba a ese infeliz escudero cuandose unió a él en indisolubles lazos? ¡Loco,insensato de mí! Ah, quien quiera que seas laque vienes a implorar mi espada, ¡cuán pococonoces el corazón del hombre! ¡Un amantecorrespondido, un mortal feliz es invencible; aun miserable despechado y aborrecido un niñole vence!!!

CAPITULO DECIMOQUINTO

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¿De dónde vino este diablo?Rom. del Cid.De vuelta don Enrique en su cámara con

su primer escudero y con su favorito juglar,revolvía en su cabeza los medios de dar a suintriga la feliz conclusión que por tanto tiempohabía deseado. Estorbábale la idea de Macías,pero dejó al tiempo el cuidado de iluminarleacerca de lo que de él podía temer. Despidió,pues, a Hernán, cuya probidad le incomodabano poco para sus fines, y sólo el juglar, de cuyaaparente estupidez nada recelaba, entró con élal secreto laboratorio.

-Libres estamos ya de la condesa, Ferrus-dijo-; pero merced a tu singular valorquédanos en campaña otro enemigo no menosterrible...

-¿Eres ya maestre, señor?...-Lo seré, Ferrus, o poco ha de poder don

Enrique de Aragón; acabo de recibir un avisosecreto de que ha sido elegido papa en Aviñón

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don Pedro de Luna bajo el nombre deBenedicto XIV. Esperaba este favorableacaecimiento de un momento a otro. Luna esaragonés, como yo, y vínculos de amistad nosunen; la lucha que habrá de sostener ademáscon Urbano en este cisma de la Iglesia y lanecesidad que tiene de Castilla y Aragón, unidaa la influencia que él sabe que ejerzo en estosdos reinos, me aseguran su provisión para elmaestrazgo, la piedad, por otra parte, de donEnrique III no podrá menos de pesar en labalanza en favor mío cuando éste sepa que miallegado, el ricohombre de Luna, ha ceñido asus sienes la triple corona. Ahora necesito sacarpartido de la ignorancia en que de esta nuevaestá la Corte y de la feliz tardanza de la noticiade la muerte del maestre de Calatrava..

-Tu antecesor.-Así lo espero, Ferrus. Tira el cordón

que corresponde al cuarto del astrólogo yretírate a esa cámara inmediata.

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Hízolo Ferrus como se le mandaba.Apenas había doblado tras sí las batientes hojasde la puerta, oyéronse los vacilantes pasos deuna persona de edad que bajaba escalones contoda la prisa que sus cansados años lepermitían.

-Entrad -dijo don Enrique, y se presentóen la habitación el físico de Su Alteza, MosénAbrahem Abezarsal, el mismo que en la cortede la mañana había acompañadoconstantemente al Doliente rey. Su estatura erapequeña, su tez pálida y macilenta; brillabansus ojos en su oscuro semblante como doscarbunclos en medio de las tinieblas de lanoche, y era la expresión de toda su personamalignidad y avaricia; su mano descarnada ysu barba larga le daban cierto aire de adustagravedad. Su traje era un largo y ampliobalandrán negro cogido con una larga correa;ayudábale a andar un nudoso y retorcidobáculo semejante al bastón pastoral, y una

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toquilla con dos plumas malamente colocadasencubertaba su calva zolloa.

-¿En qué puedo servir al ilustre yeminente?...

-Tregua a las lisonjas; nos conocemos yentre nosotros no son necesarias.

-Sea en buena hora, conde -repuso conhumildad el físico-. ¿Habéis menester de miciencia y de las relaciones que con el espíritudel ser conservo? ¿Queréis consultar el curso delas estrellas?...

-En cuanto a las estrellas, Abrahem, nocreo saber menos que vos. Dejemos a los astrosdel cielo recorrer tranquilamente su carrera yno nos acordemos más de ellos que ellos seacuerdan de nosotros. Otros astros máshumildes que cruzan sombríamente por estaesfera terrestre, haciendo sombra a mis vastosplanes, son los que os será preciso desviar y noconsultar.

-¿Queréis que amolde una semejanza decera?... Señaladme la víctima: antes que la

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noche haya tendido sus densas sombras sobreel alcázar de Madrid, veréisla concluida yatravesado el pecho con punzante almarada;una lámpara arderá delante de ella; cuandogustéis, una vez pronunciado el funestoconjuro, vos mismo apagaréis el resplandormortecino, y el que os haya ofendido, bienpudiera estar en el apartado polo, caerá heridode invisible mano...

-Tregua, viejo miserable, tregua al torpemanejo de vuestra pérfida ciencia. ¿Creéis, porventura, que tengo yo mi tiempo libre para oírvuestras impertinencias? ¿Creéis que habláiscon el imbécil don Enrique el Doliente, a quiensu débil contextura arroja como una víctimainerme en vuestros groseros lazos? ¿Creéis quehe pasado años enteros sobre los triángulos ylos crisoles, llamando inútilmente a ese espíritude las tinieblas, para dejarme deslumbrar devuestra imprudente charlatanería? Guardadpara el vulgo esa necia ostentación y acordaosde que es más fácil oír que adivinar.

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Temblaba el viejo de mal reprimidocoraje, pero no osaba arrostrar la indignacióndel impaciente Villena.

-Ea, Abrahem -dijo entonces donEnrique, más sosegado con el terrible efectoque en el réprobo habían hecho sus tonantesexpresiones-, ¿cuánto oro habéis fabricado estamañana?

-¿Oro? ¡Pluguiera al cielo! En vano heintentado encerrar en el crisol un rayo de esesol que nos alumbra; él contiene la apetecidaesencia del oro; pero el medio, el medio...

-¿No sabéis, pues, hacer oro con vuestraciencia?

-Si supiera hacer oro, señor, ¿imagináisque fraguara, para ganarle, mentiras que algúntiempo yo mismo creí, pero que la experienciame obliga en fin a desechar tristemente?

-Bien, Abrahem; ahora os ponéis en larazón, ahora habláis con el conde de Cangas.Ved, yo soy mejor alquimista. Sin andar a cazade la esencia del oro encerrada en un rayo del

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sol, yo hago ese precioso metal con los terronesde mis estados. Tomad esas doblas -añadióalargando al viejo, cuyos ojos brillaban ya dealegría, un repleto bolsón de cuero-, ése es elmejor conjuro; a la voz de ése no hay espírituen el orbe que no responda.

-¿Y en qué puede serviros vuestrocriado?

-Oíd: ¿sabéis qué os ha elevado al altofavor que en la corte de don Enrique gozáis?

-Con tu licencia, señor, mi padreAbrahem Abenzarsal era ya físico del rey donPedro el Cruel.

-¿Y os sostendríais, Abenzarsal, en eselugar, que creéis arrogantemente haberheredado, si el nieto del célebre y primermarqués de Villena quisiese patentizar a lacorte entera que vuestra existencia toda,vuestras palabras, vuestra misma persona noson más que una prolongada impostura?

-Pero ¿esas preguntas?...

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-Quiero asegurarme vuestra fidelidad.Conozco a los hombres; son fieles cuandotienen interés en serlo. Escuchad ahora. Quieroser maestre de Calatrava.

-¡Por Israel! Comprendo; un rayo de luzacaba de iluminarme, y la muerte de la condesano es ya un enigma para...

-Pues os advierto, precisamente, quedebe serlo hasta para vos.

-En buen hora, señor; no digas más:confieso que no lo entiendo. Pero hay ya unmaestre, y no suele haber dos en ningunaorden...

-Precisamente eso es lo que todas lasfiguras cabalísticas no os hubieran reveladonunca a vos antes que a los demás. No hayninguno.

-¡Dios de Abraham! Dos muertos.-Con respecto al maestre Guzmán de

Abraham que invocáis tuvo a bien vida.-¿Qué dices, señor?

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-Ahora lo sabemos dos en Madrid. Vosy yo.

-¿Y creéis que Clemente VII...?-Clemente VII estará probablemente

ahora donde el maestre...-¡Qué de importantes noticias!-Don Pedro de Luna ocupa la santa silla

de Aviñón Ahora bien, ¿a qué hora veréis a SuAlteza?

-Debo asistir a su refacción de la noche.-¿Qué más pudierais pretender?

Deslumbrad a la corte. Allí podéis hacer uso devuestra recóndita ciencia. Adivinad delante deSu Alteza las noticias que acabo de daros yadivinad también que el maestre de Calatravaha de ser...

-Don Enrique de Villena.-Justo. Mañana me ha de saludar el Rey

en la corte con ese pomposo título. Para el logrode nuestro fin es preciso que le conste al Reyque no nos hemos visto.

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-Nada más fácil. Ya sabes, señor, que laquebrantada salud del joven Rey me obliga ahabitar, ciñéndome a sus mismas órdenes, unahabitación inmediata a la suya y que todosignoran que tengo una comunicación abiertacon vuestro laboratorio. Su Alteza juzga queencanezco mejor ahora sobre los crisoles, queconsulto las estrellas sobre el éxito de la guerrade Granada y que revuelvo a Dioscóridesbuscando remedio a sus dolencias.

-Perfectamente. Esperad. Dos personasmás me estorban para mis fines...

-Ya sabéis que he recibido no ha muchode Italia un pomo de aquella agua clara, máscristalina que la que envían las sierras vecinas aesta villa, y que el que la llega una vez a suslabios no vuelve en sus días a tener sed.

-Basta, Abenzarsal, basta. Si el estudioendurece de esa suerte el corazón del hombre,quemaré mis libros, viejo empedernido en elpecado; soy ambicioso, pero creo que hay unDios, y juzgo que ya he hecho lo bastante hoy

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para haberle de dar cuentas largas y terribles eldía que se digne llamarme a su juicio.

-En ese caso...-Oíd. La una persona es un doncel de

Enrique el Doliente, un mancebo valeroso; lasarmas no pueden nada con él... pero es mozode pasiones vivas; acaso manejándolas yvolviéndolas contra él mismo...

-¿Se llama?-Macías.-¿Está en Calatrava?-En el alcázar, por mi desgracia.-Prosigue, señor: la otra...-Elvira, la mujer de...-Tranquilizaos. Vos ignoráis, acaso,

algunas circunstancias que derraman gran luzsobre mis ideas. Mañana os he de decir...

-No; hablad ahora.-Bien; sabed que ese mancebo ha estado

fuera de la Corte por una pasión que ledomina...

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-¿Qué decís? Yo creí que mis serviciossólo...

-Os equivocáis.-¡Ah! ¡De esa ignorancia nació mi error!

Proseguid.-Es bizarro, pero preocupado,

supersticioso como los jóvenes todos de esacorte ciega y atrasada...

-Proseguid.-En una ocasión halléle en mi

habitación; iba a consultarme sobre suhoróscopo; examiné su temperamento ardiente,arrebatado; hícele varias preguntas al parecerindiferentes, pero un joven de veinte años malhubiera pretendido encubrir su flaco a unhombre de mi experiencia. Díjome sin quererdecirlo que amaba, y de sus respuestas, que yoaparentaba despreciar, inferí que amaba a unadama casada...

-¿Casada?-Mi predicción fue vaga. Deseoso de

informarme mejor, tomé tiempo para

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responderle más claramente. Observéleentretanto; de allí a pocos días un ramilletecayó del pecho de una dama desde un corredoral patio de los leones de Su Alteza; recordaréisque un caballero incógnito, armado y calada lavisera, se precipitó a recoger el ramillete ariesgo de su vida...

-Adelante, Abrahem. -El ramillete era deElvira; el caballero, Macías. En la corte, y entrelos que no tenían antecedente ni interés algunoen observarlos, esta anécdota sonó dos días y seolvidó después. De allí a poco anuncié almancebo que un astro fatal le perseguía en laCorte.

-¡Santo Dios!-El crédulo mancebo me creyó y

desapareció. No me cabe duda: ama a Elvira, yla ama como un frenético. Más, debe de sercorrespondido; la dama no pensó en recoger suramillete. Creedme, le he examinadoatentamente; es de aquellos hombres en

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quienes el amor es siempre precursor de lamuerte.

-¡Qué descubrimiento! ¿Y pensáis que...?-Pienso que si logramos poner en juego

esa pasión, pienso que si el doncel no haolvidado su amor, vuestros enemigos sedestruirán por sí solos, sin que necesitéis cargarvuestra conciencia con un crimen.

-Hacedlo, Abenzarsal, hacedlo -gritódon Enrique fuera de sí-, quitaisme un pesohorrible.

-Un medio para reunirlos, una ocasión,y son perdidos.

-Un medio, una ocasión... es más fácildecirlo que...

-No importa. Una ocasión.-Y que Hernán Pérez...-Sí, una vez impuesto Hernán Pérez, su

ruina es cierta; el escudero es osado,pundonoroso, valiente...

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-¡Ah! pero me hacéis recordar... Si ha deenvolver su desgracia la de mi escudero...Mirad que me ha prestado servicios...

-Tranquilizaos, ilustre conde. ¿Qué malle podrá venir? ¿Haber de encerrar a su mujeren una reclusión para toda su vida? Supongoque sabéis que un esposo de tres años no semorirá de tristeza por tan terrible golpe... Voserais también esposo y...

-Abrahem, Abrahem, ya os he dicho queno consiento alusiones en esa materia; dejadmetiempo a lo menos para reconciliarme conmigomismo.

-Señor...-En buen hora, concluyamos en ese

asunto, pues vos me respondéis de miinocencia y de la vida de mi escudero; deconsuno buscaremos un medio para reunirlos,y acaso la Virgen Santísima de Atocha, dequien soy devoto, nos le proporcione presto. Silo consigo, ofrezco edificarla un santuario en lamejor villa del maestrazgo...

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-Besad este escapulario, señor, querepresenta su efigie -dijo entonces el redomadofísico, alargando el que del cuello traíapendiente-, y ella y su Hijo os ayuden.

-Amén -dijo levantándose don Enrique,con aquella incomprensible mezcla de devocióny de imprudencia, de religión y de vicios, quedistinguía así a los hombres vulgares como alos más ilustrados de la época, sin que dejemosde inclinarnos a creer que en hombres comonuestros dos interlocutores eran aquellasprácticas exteriores hijas sólo de la costumbre-.Amén -repitió, y apretando la mano del físico,separáronse con una afectuosa mirada deinteligencia; volvió a subir el astrólogo laescalera escondida por donde había bajado,para meditar en los medios de cooperar a losplanes ambiciosos de don Enrique, y éste cruzósu laboratorio alquimístico en busca de Ferrus,que en la cámara impaciente le esperaba.

CAPITULO DECIMOSEXTO

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Viendo aquesto un moro viejoQue solía adivinar...Suspirando con gran pena,Aquesto fue a razonar.Canc. de Rom.Inútil es decir a nuestros lectores que el

físico Abrahem Abenzarsal contó, en cuantollegó a su aposento, las relucientes doblas delde Villena, y que animado con su sonidovivificador, y con la esperanza fundada demerecer nuevas confianzas de la mismaespecie, coordinó sus ideas y estudiópreventivamente el dificil papel que ante el reyde Castilla había de representar de allí a poco.Llegada la hora, asistió como tenía decostumbre a la mesa frugal de Su Alteza, orapreviniéndole los platos que debía comer y losque sólo debía gustar, ora dando pábulo consus bien estudiadas respuestas a laconversación naturalmente seca y desabrida deEnrique III. Hubieron, empero, de chocarle

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tanto a Su Alteza las misteriosas palabras conque salpicó la cena su médico, que no pudomenos de hacerle entrar en su cámara, y apresencia sólo del buen condestable Rui LópezDávalos, que gozaba con él de la mayorprivanza, y era no poco afecto a supersticionesy hechicerías:

-Abrahem -le dijo-, tus palabrasencierran esta noche un sentido que no aciertoa comprender. Dime, por tu vida, si algúnfausto acontecimiento se prepara para estosreinos, o si alguna calamidad nos amaga, quepodamos evitar con el favor de nuestro padreSan Francisco, a quien venero particularmente.

-Vana es ya la intención de los santos,señor, cuando es pasada la hora del hombre.

Paróse aquí el inspirado varón, arqueólas cejas con siniestro mirar, dio un golpe en elpavimento con su nudoso báculo y permaneciósuspenso largo espacio, insensible a lasreiteradas instancias del asustado monarca, quepuesto en pie y descubierta su cabeza, pendía

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de su boca, ni más ni menos que el reo queespera oír de la boca de su juez la temidasentencia. Llegándose entonces el astrólogojudiciario a una rasgada y gótica ventana, yexaminando el cielo detenidamente:

-No me engañaron -exclamó con vozhueca y sonora, que salía como un trueno de lomás hondo de su agitado pecho-, no meengañaron los infalibles cálculos de mi cábala.El astro que ha presidido tan infausto día,velado entre cenicientas y rojas nubes, acabó sudiurna revolución y corrió a lanzarse en lainmensidad de los mundos, dejando tras sísangrientas huellas de su funesto paso. ¡Oh rey!humilla tu frente soberbia; la Iglesia de tu Dios,dividida y presa de un cisma prolongado, va acaer su columna principal; el sublime vicario desu ungido inclina la frente pálida, soltando sussienes la triple corona que dignamente llevó ysus débiles manos las llaves de Pedro y el anillodel Pescador.

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-¡Dios mío! -exclamaron a un tiempo elpiadoso Rey y el asombrado condestable-.¡Clemente VII!

-Sí, Clemente VII -continuó elenergúmeno- ha pagado a la tierra el tributo deque sólo un profeta de Israel, arrebatado por elfuego del cielo, pudo eximirse. Pero, esperad;veo levantarse sobre su asiento y calzar lasagrada sandalia a un ilustre aragonés; unricohombre de los de Luna es el elegido delSeñor, a quien confía el timón de su navezozobrante... ¡Oh, Benedicto, catorce de estenombre! A alta misión has sido llamado por elcielo. ¡Qué de lágrimas costará tu aragonesacondición tu invencible tenacidad a los fielesdivididos! En ti habrán de estrellarse losesfuerzos conciliadores de Urbano y del SacroColegio romano.

-¡Don Pedro de Luna! -exclamó, vueltohacia el condestable) el sorprendido Rey-. ¡DonPedro de Luna! -y arrodillándose ante unavenerada estampa de las llagas de San

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Francisco-, ¡oh portento! -continuó-; libradme,Señor, de todo mal, y purificad mi alma si estaspredicciones son hechas por arte de Vosreprobado...

-Rey -interrumpió al oír este escrúpuloreligioso el solapado Abrahem-, el Dios delcielo y de la tierra no reprobó nunca la ciencia,si bien quiso descubrir a pocos sus recónditosarcanos. Los hechos que te refiero, además, noson prescripciones de incierto porvenir, en cuyaoscuridad no es dado siempre a los míserosmortales penetrar; a la hora esta, si es cierto quehablan los astros a los que poseen el don deentender su lenguaje sublime, Aviñón ha sidotestigo ya de los grandes acontecimientos quete anuncio. ¿Ves aquella estrella, cuyo inciertoresplandor parece querer apagarse convacilantes oscilaciones, a la derecha de la Osamenor, siguiendo la dirección de mi báculo?Parece lanzar sus mortecinos reflejos a la partede Calatrava...

-Abrahem, ¿qué nueva desdicha?...

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-Una columna de la cristiandadespañola yace derribada, el rayo contra el morode Granada se extinguió. Acaba de entregar suespíritu al Señor...

-¿Guzmán? -preguntó con precipitaciónel buen López Dávalos.

-Sí; ¿veis aquella parda y manchadanubecilla que el viento del Norte impeleviolentamente hacia el Mediodía? Miradlareunirse a los demás vapores que un resto delcalor del día levanta de la húmeda superficie dela tierra. El astro del virtuoso maestre se haeclipsado para no volver a lucir jamás.

Al llegar aquí, un profundo silenciosucedió a la tonante voz de Abenzarsal, y donEnrique y el condestable oraronfervorosamente por el alma del difuntomaestre.

-Si las señales de mi ciencia -continuó elfísico- no han de ser infalibles, sangre másilustre ha de reemplazar la del piadoso maestre,y el estandarte de Calatrava verá agregarse a su

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cruz roja las barras de Aragón. Otro aragonésllevará a la victoria a los valientes caballeros deCalatrava. El cielo ensalza a los hijos de donJaime y un nieto del primer condestable deCastilla...

-Basta -interrumpió don Enrique III convoz desfallecida-, ¡basta, Abrahem! Los altosjuicios de Dios son incomprensibles, pero eltiempo viene a justificarlos. Ayer todo el votode la orden de Calatrava hubiera apartado a esenieto del primer marqués de Villena del altopuesto a que está destinado. Un acontecimientodesgraciado, pero cuya causa, escondida hastaahora, revelan tus palabras, ha llevado a mejorvida a mi muy amada doña María de Albornoz,y su afligido esposo ha quedado desatado delos lazos que le alejaban del maestrazgo. Dios latenga en su santa gloria. ¡Adoro tus fines, ohProvidencia! Abrahem, decid, ¿habéis visto hoyal conde de Cangas?

-Señor -respondió con afectada sorpresael hipócrita charlatán-, tu Alteza sabe que el

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estudio absorbe las horas de mi vida y desdeesta mañana no he cesado de consultar mispergaminos en mi cámara inmediata a la tuya.Don Enrique, por otra parte, no se aparta de suestancia en estos momentos de luto para sucorazón. No he visto, pues, al conde...

-¿No sabes, en ese caso -repuso el rey-,si está dispuesto a admitir el alto cargo a que elcielo le destina?

-No creo que haya pensado en ellosiquiera, ni menos que pueda saber nadie en elalcázar todavía la triste muerte de donGonzalo...

-Dices bien, Abrahem. Por otra parte, elnombre ilustre de mi pariente no puede menosde dar realce a la orden de Calatrava, y suscaballeros no opondrían obstáculo a tanacertada elección.

-¡Hágase la voluntad del Señor! -respondió el taimado físico con solemneentonación, e inclinando la cabeza, el

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recogimiento en que quedó pareció anunciar elfin de sus predicciones.

-Condestable -dijo el Rey después deuna ligera pausa-, mañana dispondréis que lacorte se reúna. Quiero recibir a los embajadoresdel Tamorlán y del rey de Francia Abenzarsal,ayudadme a entrar en mi cámara; mis fuerzasse debilitan, y después de la agitación de estanoche necesito que las restaure un sueñoreparador.

Llamó el condestable a los camareros deSu Alteza, y abriéndose las puertas de laestancia en que dormía, despidióse de él elprimero; el Rey, de allí a poco, apoyado en elbrazo de su físico favorito, desapareció,volviéndose a cerrar las hojas de la puerta yquedando aquella parte del regio alcázarsumida en el más profundo silencio.

CAPITULO DECIMOSÉPTIMO

Yo os repto, los zamoranos,

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Por traidores fementidos;Repto a todos los muertos,Y con ellos a los vivos;Repto hombres y mujeres,Los por nacer y nacidos;Repto a todos los grandes,A los grandes y a los chicos,A las carnes y pescados,Y a las aguas de los ríos.Canción. de Rom.Aún no había conciliado el sueño el

poderoso rey de Castilla cuando ya elimpaciente conde de Cangas y Tineo sabía,palabra por palabra, el coloquio que en elanterior capítulo dejamos descrito. A la mañanasiguiente creyó ya del caso la llegada de lanoticia de la muerte del maestre de Calatrava;tomó en consecuencia sus disposiciones paraque el enviado, que precisamente había llegadola víspera y que él había sabido entretener, sepresentase en la corte de aquel día, y esperótranquilo el resultado de su artificio.

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El salón principal del alcázar dondetenía corte Su Alteza se hallaba ya ocupado enla mañana del día que tan fecundo prometía seren notables acontecimientos por algunoscaballeros jóvenes, donceles del Rey, por variospajes de lanza y de estribo, y por los caballerosque guardaban las puertas, como prevenía laetiqueta del tiempo. Algunos caballeroscortesanos, de los que no acompañaban al Reya la misa, que a la sazón oía, discurrían sobrelas noticias del día.

-¿Qué novedades -dijo un joven degallarda apostura y de pulido arreo, a otrocaballero que paseaba con él a lo largo delsalón-, qué novedades habéis recogido paravuestra corónica, señor coronista Pedro Lópezde Ayala?.

-La principal, señor don Luis deGuzmán, es la que de Sevilla me escribe elginovés Micer Francisco Imperial.

-¿El de las trovas que comienzan Gransosiego e mansedumbre, a doña Angelina de

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Grecia, la princesa que ha regalado a Castilla elgran Tamorlán, del botín que cogió al turcoBayaceto?

-El mismo. ¡Buen ingenio!-¿Y qué os dice?-Díceme que el ginebrino que envió a

buscar Su Alteza a París para componer el relojde la torre de Sevilla halo compuesto a las milmaravillas, y que da todas las horas como antesde haber caído el rayo hace un año.

-Cierto que es importante, porque nohabía otro reloj tan maravilloso en Castilla niquien supiera componer aquella enredadamáquina. ¿Premiáronlo bien?

-Merece más de diez mil maravedís.¿Habéis oído, señor comendador, que acaba dellegar un demandadero de Calatrava?

-Por la Virgen de Atocha que eso meinteresaría, porque mi tío el maestre estabamalo...

-¿Sabéis que si muriese, lo que Dios noquiera, podríais pretender?...

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-Acaso. Pues nada oí; estuve jugando alas tablas...

-¡Ah!, vos bohordáis bien.-Sí, ahora que no está aquí el doncel

Macías; cuando está, nadie lanza con más tinoel bohordo, ni derriba más veces el tablero.Cobróle afición el Rey sólo por eso.

-¿Y qué es de Macías? ¡Bravo trovador ybuen caballero!

-Desde que está en comisión delhechicero, no se sabe de él. ¿Sabéis que esehombre es el diablo y que todo el que se le llegadesaparece? Mirad ahora la condesa.

-¡Bah! Como dice Rodríguez del Padrón,el trovador gallego, amigo de Macías, ya se lepodría hechizar a él con una buena lanza,porque sea dicho sin ofenderle, se le entiendemás de lais y virolais, que de achaque deencuentros Ahora anda enseñando la gayaciencia al marqués de Santillana

-Ése sí que es mancebo de sutil ingenio.El joven don Iñigo de Mendoza gusta mucho de

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letras, y ha de hacer con el tiempo mejorestrovas que el mismo Alfonso Alvarez deVillasandino y que el judío Baena. A propósito,¿cómo lleváis vos vuestro rimado?

-Téngolo suspendido, porque digograndes verdades en él, y ya sabéis que enpalacio...

-¡Oh! la verdad nunca gusta a...-¡El Rey! -repitieron dos farautes que

entraban ya, vestidos de ceremonia, por laspuertas del salón. Apartáronse los caballeros, ydon Enrique subió a su trono, rodeado de losprincipales señores de Castilla, a cada uno delos cuales seguían los caballeros y escuderos desu casa.

Ocupaba don Enrique de Villena, comotío segundo que era de Su Alteza, el lugarpreeminente, si se exceptúa el del físico y el delcondestable Dávalos, que a uno y otro ladopisaban el primer escalón del trono. Tenía elconde a su izquierda a su primer escudero ydetrás al juglar, y rodeábanle varios caballeros

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en cuyos pechos lucían las cruces de Calatrava,en lo cual echará de ver el lector que no sehabía descuidado aquella mañana enatraérselos con mercedes y distinciones paratenerlos favorables a sus miras. Vestía luto,pero su semblante más anunciaba alegría quedolor, por más que procuraba él disimularla.

-Chanciller -dijo don Enrique cuando sehubo sentado y saludado en derredor a suscortesanos-, ¿qué letras tenéis?

-Acábanse, señor, de recibir éstas.-¡Ah! de Otordesillas, de mi esposa.

Díceme dona Catalina que está próxima a sualumbramiento. ¿Paréceos, Abenzarsal, quetendrá Castilla que jurar un príncipe deAsturias después de haber juradosolemnemente a la infanta doña María, mi muyamada hija?

-Pudiera ser, señor. ¿Qué mal habría eneso?

-Haced, condestable, que se dispongantiros, y avisad a los pueblos de aquí a

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Otordesillas que se hagan grandes fogatas yahumadas en las eminencias luego que las veanhacer en el pueblo inmediato, empezandoOtordesillas mismo en cuanto Su Alteza dé aluz un príncipe. De esa suerte sabremos esefausto acontecimiento pocas horas después;dispondréis que no falten atalayas. ¿Hay mas?

-Señor, desea besar los pies de tu Altezael sublime Mahomat Alcagí, embajador delllamado gran Tamorlán.

-Que entre -dijo Su Alteza, y loscortesanos todos volvieron las cabezas conansiosa curiosidad hacia la puerta, como quieniba a ver una cosa que no todos los días se veía.

Entró, efectivamente, el tártaro conáspero continente al aviso de un paje deantecámara. Acompañábanle al lado PayoGómez de Sotomayor y Hernán Sánchez dePazuelos, embajadores del rey de Castilla alTamorlán, que habían vuelto con él después dehaber recorrido vastas regiones, climasapartados y diversas costumbres de países.

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Hablaba el bárbaro, y Sotomayor, queen dos años que su larga embajada habíadurado, había tenido ocasión de aprenderalgún tanto su lengua, le sirvió de truchimán.

-El rey Tamurbec el Honrado, TaborBermacián, mi señor, me envía a ti, Rey de lasciudades y lugares de Castilla y de León eEspaña. Dure tu tiempo y buena fama ennoblezas generales y en gracias cumplidas. ElRey, mi amo, noticioso de la grandeza de tureino, acepta la amistad y buenacorrespondencia que con tus embajadores leenviaste a ofrecer. El Profeta te sea en ayuda, tedé sus salutaciones. En muestra de buenaamistad, envíate el Rey mi señor el presente dejoyas y las dos hermosas damas que te trajepara tu harem, que al hijo de Osmín ha cogidoen la gran victoria que le ha ganado. El Rey delos Reyes ha humillado la soberbia condicióndel hijo de Osmín, y hoy, en una jaula dehierro, sirve de estribo al poderoso Tamurbec,rayo de Dios.

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-Recibo vuestra embajada, valienteMahomat Alcagí, y no os doy respuesta -dijodon Enrique-, porque quiero que tornenembajadores míos a vuestro amo y señor elmuy honrado Tamurbec, con mis cartas ypresentes. Rui González de Clavijo -añadióvuelto a este su camarero, que entre la turba decortesanos andaba oscurecido-, quiero que vosy fray Alonso Páez de Santa María, maestro enSanta Teología, y Gómez de Salazar, mi guarda,hagáis este viaje como embajadores míos.

Adelantóse entonces Rui González deClavijo, y poniendo en tierra una rodilla:

-Beso a tu Alteza los pies -dijo- por lalisonjera distinción con que honras a tu vasallo.

Retiróse el embajador de Tamorlán, ysalieron con él algunos caballeros, curiosos depreguntarle y saber las varias noticias que detan luengas tierras y afamadas hazañas podíadarles.

Entraron en seguida los embajadores delrey Carlos de Francia, sexto de este nombre, los

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cuales dijeron a Su Alteza, después de lasprimeras fórmulas de etiqueta, cómo se hallababastante malo el Rey su amo de resultas dehabérsele prendido fuego en un baile demáscaras a una piel de salvaje de que ibavestido. Aseguraron después a los cortesanos,en confianza, que lo que en Francia más setemía no eran las resultas de este accidente,sino que corría el rumor de que el buen reyCarlos VI estaba a punto de perder la razón;que se había observado ya muchas veces talcual desatino en su conducta, que pasaba losdías enteros sin hablar y otras extravaganciasde esta especie. Estos embajadores trajeron enpresente dos truenos grandes, como entonces sellamaban, que fueron la admiración de loscortesanos, por haberse reducido ya a tancortos límites un arma que había empezado porno poderse usar sino en las murallas de unaplaza sitiada, que se había podido trasladar deun punto a otro después por medio de unamáquina convenientemente montada, y que ya

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podía manejar y disparar casi un hombre solo,si bien con trabajo. Apreció mucho este regaloel rey Enrique y despachó a los embajadores loscuales volvieron para su tierra, no sin dejaralguna moda de las de su traje en la corte delrey de Castilla, pues eran muy galanos y veníanlindamente ataviados. Al día siguiente salieronya varios jóvenes donceles con el pantalón muyajustado y dos mangas perdidas recortadascomo las habían visto en los embajadores;moderaron la barba, que antes se dejaban creceren derredor de la cara, porque los embajadoresno la traían, y hubo quien sacó el zapatoretorcido y puntiagudo, que entonces sellevaba, con más de seis pulgadas de punta, nimás ni menos que el asta de un toro.

Presentóse, en seguida de losembajadores franceses un demandadero deCalatrava, el cual anunció a Su Alteza lainfausta noticia de la muerte del maestre

-La sabíamos -dijo el Rey-, y hoy mismole nombraré sucesor.

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-Hernán Pérez -dijo el de Villenadándole con el codo.

-Entiendo, señor -contestó el taimadoescudero

Apenas se había retirado eldemandadero, cuando se dejó ver en laspuertas del salón, precedida de dos dueñasvestidas de negro, una dama enlutada y conantifaz que le tapaba completamente el rostro...Grande fue la sorpresa de los cortesanos todos;examinaban detenidamente sus contornos porver si descubrían quién fuese la que de aquellamanera se presentaba. Llegóse la tapadalentamente hasta los pies del trono yprosternóse en actitud de esperar a que SuAlteza le diese licencia para hablar.

-Condestable -dijo curioso y admiradodon Enrique-, ¿por qué no me habéis prevenidoque hoy nos las habíamos de haber confantasmas? Vive Dios que hubiera preparadomi alma a rehuirlas dignamente. ¿Sabéis quiénsea esta dolorida?

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-Ha burlado sin duda la vigilancia delos ballesteros; si su presencia te incomoda,señor, harásela salir.

-Es mujer, condestable, y su manera depresentarse encierra algún misterio que esfuerza aclarar. Alzad, señora -prosiguió donEnrique-, alzad y declarad qué causaextraordinaria os fuerza a venir de esta manera.

-¡Justicia, señor, justicia! -exclamó condoliente voz la arrodillada dama.

-Alzad y contad vuestras cuitas -repusoSu Alteza-, nunca el Rey de Castilla negójusticia a nadie.

-Señor -prosiguió la dama levantándosey mirando en derredor con notable inquietud,como si buscase a alguien que apoyase lademanda que iba a hacer-; señor, un crimen seha cometido en tus dominios, en tu villa deMadrid, en tu propio palacio.

-¿Un crimen?-Un crimen, y crimen destinado a

quedar impune. Los poderosos que rodean

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insolentemente tu trono, validos de tu favor,son, señor, los que infringen tu justicia y losque la arrostran. Doña María de Albornoz, lailustre condesa de Cangas y Tineo, ha sidoasesinada...

-Lo sabemos, dueña -dijo don Enrique-,y ya hemos dado nuestras órdenes para que sedescubran los autores de tan horrible atentado.

-¿Los autores, señor? Uno hay no más, yése no corre los campos fugitivo a esconder,como debiera, debajo la tierra su insolenterostro; ése se ampara en tu misma corte. Ésenos oye.

-¿En mi corte? -dijo don Enriquemirando dudoso a todas partes. Agolpáronse aloír estas palabras los cortesanos para escucharmás de cerca a la atrevida acusadora. DonEnrique de Villena, de cuyo semblante habíadesaparecido su natural serenidad desde elmomento en que había columbrado el sentidode las palabras de la dama, la miraba con ojosindagadores, y afectando una curiosidad hija

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del interés que le convenía aparentar por eldescubrimiento del perpetrador del asesinatode su esposa.

-Hernán -dijo en voz baja a su escuderodurante la pausa que se siguió a las últimaspalabras de la tapada-, Hernán Pérez, ¿quéquiere decir esto?

Hernán Pérez estaba tan inquieto comoel conde, por una parte creía que la tapada nopodía ser otra que una persona que muy decerca le tocaba. Su voz, aunque disfrazada, lehabía hecho un efecto singular; por otra parteno podía concebir que se diese tal paso sin sunoticia.

-Señor -contestó al conde-, sea lo quefuere, tu escudero no desmiente nunca sufidelidad.

-En tu corte -prosiguió la dama-; él nosoye y... él recibe tus beneficios...

-Nombradle -dijo el Rey-, nombradle.

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-Sí -añadió con voz trémula el deVillena, echando el resto a su mal sostenidodisimulo-, ¿quién es?

-¡Vos! -respondió una voz tonante-, ¡vos!-¿Yo? -preguntó don Enrique-. ¿Yo?-¡Don Enrique! -repitieron en voz

confusa, casi a un mismo tiempo, los señorestodos que rodeaban el trono.

-¡Santo cielo! -exclamó el agitado conde,volviéndose al Rey con ademán y gestohipócrita-. ¿No me bastaba, señor, que una fatalestrella me privase de mi esposa; era precisoque la calumnia se uniese a la alevosía y quedon Enrique de Villena se viese así ultrajado enla misma corte y en tu presencia misma? Toma,señor, los honores que me has dado, recoge lasdistinciones con que me has honrado; toma estaespada, acepta esa banda que mal pudierallevar con honor quien vio de esa manera elsuyo atropellado...

-Serenaos, don Enrique -dijotranquilamente, después de un breve rato de

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meditación, el Rey justiciero-, serenaos;conservad esas distinciones, que tan bien osestán, y tened presente que la calumnia seembota en el inocente como la punta de la lanzaen el bruñido peto.

-¿La calumnia? -repitió mirando denuevo en derredor la dueña desconsolada.

-Dueña -dijo don Enrique entonces conentereza-, ¿sabéis el nombre que habéis tomadoen boca y la persona a quien ultrajáis...?

-La verdad nunca puede ser ultraje.-¿Sabéis a ciencia cierta lo que

dijisteis...?-Juráralo si fuera menester.-¿Qué caución dais de vuestras

palabras? ¿Quién sois? ¿Por qué venís tapada aacusar al delincuente? La verdad trae la caradescubierta a la faz del sol. La mentira es la quese esconde.

-¿Quién yo soy, señor? Si pudieradecirlo no viniera de este modo. ¿No es posibleque circunstancias personales me impidan

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descubrirme en público? Tomad, señor -dijoentonces la tapada, presentando a Su Alteza unanillo que en el dedo traía-. Ese anillo puededecir quién soy algún día.

Tomó Su Alteza el anillo y examinóledetenidamente.

-¿Conocéis ese anillo, Abenzarsal, o laseña que dice esa dama?

-Señor -dijo Abenzarsal al oído de SuAlteza-, las piedras forman un nombre.

-Guardadle, pues.-Además, señor, no trato de huir;

póngome bajo tu salvaguardia; sé que desde elpunto en que tomo sobre mí esta acusación, milpeligros me rodean.

-¿Y sabéis, incauta dueña, que la penadel talión espera al impostor...?

-Sólo sé que el crimen debe denunciarsey desenmascararse al criminal.

-¿Sabéis que si os faltan pruebas, o uncaballero que sostenga vuestra acusación, seréispuesta en tormento y...?

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-¡En tormento! -dijo espantada la dama,volviendo a mirar en derredor con inquietud-.¡En tormento!

-A tiempo estáis de desdeciros...-¡Desdecirme!... -exclamó la dama

enlutada, clavando en don Enrique los ojos, queaparecían en medio de su antifaz como losrelámpagos que rasgan la negra nube en mediode una noche tempestuosa-. ¡Jamás!

-En ese caso es forzosa la muerte deldelincuente o la vuestra.

-¡Nadie, nadie! -dijo entre dientes lademandante mirando a las puertas, yescuchando con la mayor ansiedad. ¿No hay uncaballero -exclamó entonces con despecho,volviéndose a los cortesanos todos-, no hay uncortesano siquiera del poderoso rey de Castillaque sepa empuñar una lanza por la inocencia,que salga por una mujer?

Leve y susurrante murmullo corrió porla asamblea a esta invitación desesperada. Perolucían en los pechos y en los brazos de los más

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jóvenes caballeros prendas del amor de susdamas; un caballero que tenía la suya no podíaadoptar otra. No era, además, seguro que laacusadora no hubiese perdido el juicio, cuandocon tan poco apoyo y favor osaba habérselascon el más poderoso señor de Castilla. ¿Quiénla conocía? Nadie, ¿quién estaba seguro de noser víctima del rencor del de Villena si tomabala defensa de la advenediza?

-¡Oh oprobio! ¡Oh mengua! ¡Ohcaballeros! -exclamó sollozando la desairadahermosa-. ¡He aquí la corte de don Enrique III!Lo veo, aunque tarde: la inocencia no encuentradefensa entre los hombres. ¡No importa! Insistoen la acusación.

-Faraute -dijo entonces Su Alteza-,haced vuestro deber.

Adelantóse un faraute, y en la fórmuladel tiempo anunció tres veces en alta voz laacusación hecha a don Enrique de Villena;preguntó si algún caballero tomaba la demandade la acusadora, y sucediendo a sus voces

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sepulcral silencio, intimó a aquélla que en elplazo preciso de tres días había de presentar undefensor o las pruebas de su acusación, y quecumplido el plazo sin presentarle, sería puestaen tormento y llevada al suplicio, donde le seríala lengua cortada y arrojada a los canes;después de ello ajusticiada por calumniadora.

No pudo oír esta última parte de laintimación la desolada dama sin exhalar ungemido de terror, y abandonándola sus fuerzas,dejóse caer en brazos de una de las dueñas quela habían acompañado.

Movido a lástima el Rey al ver susituación, alzóse en el trono y puesto en pie:

-Don Enrique -dijo-, estoy seguro devuestra inocencia, y el cielo en todo caso saldrápor ella. Aflígeme, sin embargo, el estado deesa desgraciada, y la administración de lajusticia exige que yo satisfaga la vindictapública. Dadme, Abenzarsal, ese anillo. Quieroyo mismo requerir por última vez un defensor.Ricoshombres, caballeros, ¿quién de vosotros

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toma esta demanda? El caballero que seproclame su defensor recibirá este anillo comoprenda de la dama que va a defender, y si salecon victoria de la prueba a hierro y demuestraen el palenque, con el favor de Dios, la verdadde la acusación, que no creemos, este anillo leservirá de seguro para los días de su vida; lapersona que me lo presente logrará la graciaque pida, y su dueño será libre de toda pena enel momento de presentarlo. ¿Quién de vosotrostoma la demanda de la acusadora?

-¡Yo! -exclamó una voz estentórea queresonó fuera de la cámara todavía.

-¡Él es! -gritó con penetrante alarido laenlutada, y el exceso de la alegría, pudiendomás en su alma que el pasado dolor, la derribósin sentido en brazos de sus dos dueñas.

Volvieron los ojos los cortesanos a mirarquién fuese el temerario que en tan arriesgadademanda se entremetía, y don Enrique deVillena, cuya alegría se había manifiestamenteconocido por algunos instantes, dirigió miradas

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de fuego y de incertidumbre hacia eladvenedizo defensor de su acusadora.

Entraba éste ya por la cámara conademán resuelto y pasos precipitados. Veníaarmado de pies a cabeza; su sobrevesta negra ysu penacho del mismo color que ondeabafunestamente sobre su capacete, parecíananunciar la muerte a todo el que se opusiese asu bizarro valor.

-Yo -repitió con voz fuerte entrando.Dirigiéndose en seguida hacia el trono,arrodillándose y pidió a Su Alteza para tomarla demanda de la desconocida, fuese la quefuese.

Mirábanse unos a otros loscircunstantes; no sabían qué pensar de lasaventuras de la mañana.

-Condestable -dijo el Rey volviéndose aRui López Dávalos-, ¿será que hoy no hayamosde conocer a ninguno de nuestros vasallos?¿Qué decís, conde de Cangas, de este defensor?¿Le conocéis?

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-No responderé nunca, señor, a laacusación de dos enmascarados.

-¿Y responderéis a la mía? -preguntóalzándose la visera el denodado mancebo.

-¡Macías! -exclamó el Rey.-¡Macías! -repitieron asombrados los

más de los que presentes estaban. Don Enriquefue el único que, sobrecogido de la ira y delterror, ni acertaba a pronunciar palabra niosaba levantar los ojos del suelo, al cual se loshabían hecho bajar mal su grado la seguridad yla audacia de las miradas de Macías

-Perdóneme tu Alteza -prosiguió éstevuelto a don Enrique el Doliente- si me hallo entu palacio sin haberme presentado antes arecibir tus ordenes; tu Alteza conoce mi lealtad,y sólo poderosísimas causas pueden habérmeloimpedido.

-Sensible es a mi corazón, doncel, quecuando os veo después de tan larga ausenciasea para declararos contrario de mi muy amadopariente el conde de Cangas y Tineo y para

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defender contra él una acusación que estimocalumniosa.

-El cielo, señor, puede sólo decidir estaquerella.

-Aquí, pues, tenéis -dijo el Reypresentando a Macías el anillo de la tapada,que ya había vuelto en si de su desmayo- laprenda de la dama que elegís.

-Perdóneme tu Alteza -exclamó la damaarrojándose en medio del Rey y de Macías-,permite que no reciba de mi mano ese anillohasta el día en que haya de verificarse elcombate. Yo informaré a la persona de tuconfianza que elijas, de mis circunstancias, yquedaré hasta que las sepas en tu poder, sinecesario fuese. Como prenda de que os admitopor mi campeón, aceptad este lazo, noblecaballero.

Arrodillóse el mancebo, a quienpalpitaba violentamente el corazón dentro delpecho, y mientras que su dama rodeaba sucuello con una banda negra que tenía por lema

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estas dos palabras bordadas imposible,venganza:

-¿Será posible -le dijo en voz baja- queinsistáis en ocultaros de quien ha de ser vuestrocaballero no sólo acaso en la lid...?

-Imposible -repuso, por lo bajo también,la tapada.

-¿Qué tenéis, pues, derecho a exigir demí?... -repuso Macías.

-Venganza -volvió a contestar la dama,concluyendo de anudarle el lazo.

-Y bien, Macías, ¿tenéis que pedirmegracia? -dijo el Rey.

-Ninguna -respondió el doncel-, sinoque oiga tu Alteza y apruebe mi desafío. Oíd,ricoshombres, caballeros y escuderos. Yo,Macías, doncel del poderoso rey de Castilla donEnrique III, a ti, don Enrique de Aragón deVillena, conde de Cangas v Tineo, tomamos portestigos a todos los aquí presentes, tedesafiamos de mal caballero, descortés y aleve,y te retamos a muerte como matador de tu

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esposa la muy ilustre doña María de Albornoz,a ti y a todos los caballeros de tu casa, a lanza oa espada, a pie o a caballo, mientras corra lasangre en las venas, renunciando a la mía, ysobre esto Dios y la Virgen de Atocha meayuden. A ti solo o a varios.

Al decir estas palabras, arrojó Macías suguante. Gran suspensión y silencio siguió a estaacción determinada.

-Conde de Cangas y Tineo -dijo el Rey,volviéndose a alzar en el trono y comenzando abajar los escalones-, Macías, mi doncel,ricoshombres, caballeros, escuderos aquípresentes, yo don Enrique, rey de Castilla,concedo el juicio de Dios a mi doncel Macías ya don Enrique de Villena para que en combatesingular riñan cuerpo a cuerpo, y declarotraidor y aleve y digno de muerte al que fuereen la lid vencido, si saliere del vencimiento convida. Dios sea en favor de la inocencia y de lajusticia. Conde, ¿qué hacéis? -añadió viendo

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que don Enrique inmóvil, no recogía el guanteque le había arrojado su contrario.

-Espero, señor, que no permitirás que yodescienda de la clase en que el parentesco quenos une y los honores con que me hasdistinguido me han colocado para rebatircuerpo a cuerpo con un simple doncel de tuAlteza una calumnia que desprecio y...

-Si os empeñáis -contestó el Rey picado-,igualaré al doncel Macías...

-No es necesario, señor -replicó HernánPérez, adelantándose a recoger la prendaabandonada-, no es necesario, yo la alzaré pormi señor...

-Tenéos... -gritó Macías poniendo un pieen el guante-: sois escudero.

-Le armaré -dijo el conde- y será vuestroigual; y en tanto, Hernán, alzad el guante pormí. O yo o vos. Bastamos cualquiera de los dospara castigar la insolencia del campeón de lasdamas desconocidas.

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Iba a responder Macías a este sarcasmo,pero el Rey, volviéndose a entrambos:

-Conde -dijo-, espero que vos, o uncaballero en vuestro lugar, sostendréis vuestrabuena fama. Os hago maestre de Calatrava;espero que ni los caballeros de la Orden ni SuSantidad desaprobarán esta elección que recaeen mi misma sangre.

-Señor -dijo inclinándose con malrebozada alegría el conde-, estoy pronto aaceptar esta nueva honra si los caballeros de laOrden...

-¡Viva el maestre don Enrique! -clamaron tumultuariamente varios de lospresentes.

-Bien, señores, bien - dijo el Rey-; noesperaba menos de mis leales caballeros deCalatrava. A vos, Macías, os doy un hábito deSantiago, y os cubriré yo mismo. Habéismanifestado hoy valor y cortesanía. Espero queentraréis en mi cámara en cuanto os desarméis.

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Inclinóse Macías en señal de gratitud, yel Rey se retiró diciendo al condestable:

-Rui, me recordaréis que debo fijar el díadel combate. Vos, Abrahem Abenzarsal,encargaos de esa dueña en vuestra cámarahasta que órdenes posteriores mías os indiquendónde puede permanecer durante el plazo quefalte para el combate.

El físico, en consecuencia, intimó laorden a la dama enlutada y la encaminó con unpaje a su cámara. Retiróse el Rey, y con sumarcha desaparecieron en pocos momentos losmás de los cortesanos.

-No ha sido del todo feliz el día -dijoAbenzarsal a don Enrique, que se retiraba consu escudero-; pero no importa, son nuestros;haced por dirigir a la noche a Hernán Pérez ami cámara.

-¿Habéis hecho algo? -preguntó donEnrique.

-Espero hacer.

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Dicho esto se separaron por no darsospechas. Don Enrique y su escudero sefueron, departiendo cerca de los muchossucesos buenos y malos que habían pasadoaquel día, y acerca de quién podía ser la dama,si bien muy pocas dudas les quedaban, y ya seproponía salir de ellas al momento el escudero.

Entretanto rodeaban a Macías varioscaballeros, quién a darle la bienvenida, quién apreguntarle nuevas de Calatrava. Entre losmuchos que se le acercaban tocóle uno en elhombro con misteriosa familiaridad.

-¡Ah! sois vos, padre mío, buenAbrahem -le dijo Macías con unestremecimiento involuntario, y una nube detristeza envolvió su frente.

-Bien venido a la Corte.-¡A la Corte!-Sí; adiós, joven osado...-Escuchad; esas palabras... me dijisteis,

es verdad... ¡Corte, Corte funesta!-Adiós.

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-¿No podéis explicaros?-Ahora imposible; si queréis verme, al

anochecer os esperaré en mi cámara.-¿Cierto, Abrahem? Esperadme. Adiós.-Adiós.Siguió el astrólogo con su aparente prisa

la dirección de su cámara y Macías, distraído,revolviendo mil confusas ideas en suimaginación, quedó entre sus curiosos amigos,a quienes ni contestaba ya acorde ni podíaapenas atender. ¡Tal era la impresión que lapalabra corte pronunciada por el físico, habíahecho en su imaginación!

-Macías ha perdido la cabeza -ibandiciendo sus amigos al despedirse de él-. Esemaldito hechicero, en cuyas comisiones haandado, le ha turbado el juicio. ¡Habéis vistoqué desconcierto! ¡Qué distracción! O estáenamorado o ha perdido el seso.

CAPITULO DECIMOCTAVO

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Melisendra está en Sansueña,Vos en París descuidado,Vos ausente, ella mujer.Harto os he dicho; miraldo.Rom. de Gaiferos.En cuanto había llegado a su habitación

don Enrique de Villena se había despedido deél el escudero, ansioso de saber definitivamentesi era su esposa la que, por obsequio a lamemoria de la condesa, se había presentadocon tanta osadía en la corte del rey de Castilla.Pesábale en gran manera que hubiese cabido enla imaginación de su consorte tan heroicadeterminación, pero lo que con más cuidado letraía era la circunstancia de haber llegado tan apunto el doncel para tomar sobre sí sudemanda, y la exclamación de la tapada al oírla voz de su defensor, circunstancias entrambasque ligaba, mal que bien, con el músico de lanoche anterior a la desaparición de la condesa.Podía ser casual esta coincidencia; podrían muybien, su consorte por amistad a doña María de

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Albornoz, y Macías por amor a esa misma, opor cortesanía de caballero ocioso, encontrarseen el mismo camino. Esta reflexión, sinembargo, no bastaba a aclarar sus dudas, ypensó en el partido que debería tomar si noencontraba a Elvira en su cuarto.

Sucedióle, sin embargo, lo que nopensaba. Llamó el escudero a su habitación, yla primera persona con quien dio fue con ellisto paje, el cual con aire sumamente alegre:

-Buenos días -le dijo-, señor HernánPérez; bien hacéis en venir, porque desde que laseñora condesa ha desaparecido, no hay mediode alegrar a mi prima. Venid, venid aconsolarla; mis esfuerzos todos son inútiles.

-¡Vuestra prima, señor paje! -dijo conasombro y gravedad el escudero-. ¿Supongoque no os queréis burlar de mí?

-¿Yo burlarme, señor escudero, pesia mialma? Para burlas estamos por cierto, y no secesa de llorar hoy en esta habitación. Entradvos mismo y lo veréis.

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Abrió Hernán Pérez la mamparainmediata y quedóse como de piedra cuando,contra todas sus esperanzas, vio levantarse, alpresentarse él, a Elvira, que con afectuosaspalabras:

-Esposo -le dijo-, cuán mal lo hacéisconmigo; vos tenéis secretos para mí, vos pasáislos días enteros lejos de mí; hoy, sobre todo, mehabéis dejado sola, y sabéis que no tenía ya lacompañía de la condesa...

-Perdonad, Elvira, si... yo... ya sabéisque... -pero nunca pudo decir más elasombrado escudero. Su esposa estaba vestidade negro, sí, pero su ropa no manifestaba habersalido aquella mañana; por otra parte, la damaenlutada había quedado en palacio.

-¿Qué tenéis? ¿Traéis mala nueva?-Sí por cierto -contestó más repuesto

Fernán Pérez; os traigo la de que me he vueltoloco.

-Muy cuerdo lo decís.-Jurara que os había visto en otra parte...

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-Puede...-¿Cómo? ¿puede?...-Tantas veces me habéis dicho que no

me separo un punto de vuestra imaginación,que me veis en todas partes tal cual soy... Qué...¿no es cierto?

-Sí -replicó mordiéndose los labios eldesairado esposo-. Pero esta mañana no os creíyo ver de ese modo. En fin, parece que estáisaquí...

-¿Os estorbo, Vadillo? Habladme con elcorazón en la mano... ¿Queréis que salgaefectivamente...? -No, no es eso; es que me hevuelto loco, ya lo he dicho.

-Lindo humor traéis, esposo. Sihubiérais perdido una amiga, si os persiguieseuna voz que os gritase continuamente envuestro pecho: un crimen se ha cometido y elcriminal está impune...

-¿Qué decís? ¿Oís vos esa voz?

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-Os digo que no puedo desechar de miimaginación que esa pobre condesa ha sidomalamente muerta, y que una persona...

-¡Silencio! -gritó con terror Vadillo.-¿Silencio, por qué? Esta noche lo he

soñado.-¿Qué habéis soñado?-Tonterías; pero cuando está una

afligida y prevenida por una idea... no sé quéefecto...

-Contad.-Nada; soñé que había estado en la corte

no sé por qué accidente, y que una dueñaenlutada se había aparecido a pedir justicia...

-Proseguid -dijo temblando Vadillo.-Sus facciones eran las de la condesa, su

voz la misma; arrojéme a abrazarla y...-¿Vos?-Yo, y me rechazó: ¡Error! No se en-

cuentra el origen de la referencia. Un chorro,entonces, pareció salpicarme toda, y temblé...Pero ¡Dios mío! vos tembláis también.

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-No.-Sí.-Bien, sí... Estoy mortal -añadió para sí,

levantándose, Vadillo-; ¿si habrá muertoefectivamente la condesa? ¿sería capaz elconde?... ¡Qué horror! Por otra parte,conociéndome, si lo hubiera hecho, me lohubiera ocultado... Yo le afeé... ¡Dios mío! ¡Diosmío! ¿Yo he sido cómplice de un asesinato? Ladueña enlutada no podía ser sino la sombramisma de la condesa. ¡Jesús! ¡Jesús! ¡VirgenSantísima! -gritó Vadillo fuera de sí.

-Esposo, ¿qué es eso? ¿Sabéis queempiezo a temer que sea cierta la pérdida devuestra razón?... Contadme, por Dios...

-Nada; imposible; en dos palabras: ¿vosno habéis salido?

-¡Qué pregunta!-¿No saldréis?-¡Qué aire!

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-Adiós, Elvira, adiós. No me esperéishasta la noche. Asuntos de importancia mellaman al lado de don Enrique...

-¿Os vais? ¿Para eso habéis venido?Mirad...

-Bien sé que me queréis, que me soisfiel; soy un loco... pero... la condesa... yasabéis... Ahora dejadme por Dios, dejadme,vuestra presencia me hace mal.

Separóse, al decir esto, casi por fuerzade los brazos de su esposa, la cual quedósollozando en un sillón con el paje al lado.

-Esto es mejor -dijo el paje-. ¿Lloráis deveras?

-Jaime, sí. Hace una tantas cosas contrasu voluntad; las consideraciones del mundo...

-¿Cómo? ¿Lo decís porque tenéis queagasajar y poner buen semblante a vuestroesposo?

-¿Qué dices, Jaime? -preguntó, lanzandoun suspiro, Elvira-. ¿Quién te ha dicho eso? Es

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mentira, mentira. Yo amo a mi esposo; nipudiera amar sino a él; ¡es tan bueno!

-Pues entonces -dijo el paje- no osentiendo; yo por mí, si no os viera llorar, ahorame reiría, soltaría la carcajada.

-¿Por qué? ¿Porque una circunstanciadesgraciada le ha puesto en el caso bien tristede no poder distinguir la verdad del engaño?¿Porque una mujer tenga mil veces que parecerartificiosa con su esposo se habrá de deducirque éste es risible? Ah, Jaime, en todo engañoten lástima siempre del engañador, que enrealidad ése es el más risible, y ése es acasorealmente el engañado.

Después de esta pequeña reprimendano osó hablar el pajecillo.

-Mira, Jaime, si va lejos ya HernánPérez.

-Tan lejos que no le alcanzaría el mismoHernando, que no hay corza que no alcance.

-Vamos, pues, paje; no hay tiempo queperder; ya tienes tus instrucciones. Prudencia y

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silencio... como la muerte, ¿estás? Como lamuerte -respondió el paje. Dichas estaspalabras, Elvira y el paje pasaron a otra pieza,donde no nos es lícito penetrar con ellos.

Fernán Pérez, entretanto, recorría conmás terror que , los las inmensas galerías delalcázar; cada pisada suya c parecía las de lacondesa. Hay muchos hombres valientes,temerarios contra un millar de enemigosarmados en un día de batalla y que perecen deterror ante la idea de un muerto y el recuerdode una fantasma, que treparían los primeros ala brecha y no subirían nunca solos unaescalera oscura. En aquel momento HernánPérez era de éstos; el menor ruido que hubieraoído realmente, la menor sombra que sehubiera puesto delante de sus ojos, le hubieraderribado por tierra sin sentido. Tal traía él laimaginación llena de ideas de muertes yapariciones, de sombras y emplazamientos.Llegó, por fin, a la cámara de don Enrique.Abrióla de golpe y precipitóse dentro con los

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cabellos erizados y los ojos casi fuera delcráneo.

-¿Qué traes, Vadillo? -dijo levantándosedon Enrique al ver el desorden de su escudero.

-Es su sombra, señor, es su sombra -repuso Vadillo, mirando atrás todavía yprocurando componer su semblante.

-¿Qué sombra? -replicó don Enrique-.Será la que hace vuestro cuerpo al pasar pordelante de la lámpara de la galería.

-No es eso, señor, no es eso.-¿Qué es, pues? Explicaos.-Mi esposa...-¿Vuestra esposa es sombra? ¿Qué

decís?Temblaba ya Ferrus de pies a cabeza con

la explicación del escudero, y no sabía donEnrique qué creer de a semejante asombro.

-Digo, señor -concluyó Vadilloreponiéndose-, que la dueña enlutada no es miesposa, porque mi esposa está en su habitación,y mi esposa no ha salido ni saldrá...

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-¿Estáis seguro?-Como estoy vivo.-¿Quién puede entonces?...-No puede ser -dijo Ferrus-, sino...-La sombra de la condesa -concluyó

Vadillo.-¿La sombra de la condesa? ¡Esa es

buena! -exclamó soltando una estrepitosacarcajada don Enrique de Villena.

-¿Te ríes, señor?-¿No he de reírme, si habéis perdido

entrambos la cabeza?-Ah, señor -repuso Vadillo-, veo que si

yo contara un sueño... En fin, quiero que mehayáis referido de la condesa la pura verdad.¿Estáis seguro de que el encargado de...?

-Deliráis, Vadillo, deliráis. Verdad esque ahora pierdo yo el hilo de misobservaciones y no sé... Puesto que decís queestáis seguro de haber visto a vuestra esposa,confieso que no entiendo... De todos modos, esnecesario que vayáis a buscar al astrólogo; os

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aguarda para darme una razón que espero conansia. ¿Os atreveríais, ya que vais, Vadillo, aaveriguar quién sea la tapada? ¿Tendríaisresolución...?

-Manda, señor, a tu escudero.-Bien, pues yo confío a vuestro talento

esa intriga si el nigromántico lo sabe, os lo dirá;si no, ved de tocar siquiera esa sombra, quecomo la toquéis, y como ella ofrezca cuerpo yresistencia -añadió riéndose don Enrique-podéis estar seguro, no quiero yo decir de quesea vuestra esposa, pero a lo menos, sí, de quees persona; y a ser hombre, como parecemujer...

-Entonces, señor, yo os prometo que miespada hiciera pronto la experiencia. Perdona siel sobrecogimiento de una escena que he tenidotan rara, tan extraordinaria, me ha hechoparecer a tus ojos, señor...

-Vadillo, os he visto pelear; sé que tenéisvalor. Conozco, por otra parte, a los hombres:

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son débiles y miserables en todo. Unapreocupación es más fuerte que cien caballeros.

Iba a despedirse el escudero para lacámara del astrólogo, donde le esperabanacontecimientos más extraordinarios cien vecesque los pasados; pero don Enrique le detuvopara dar lugar, lo uno a las intrigas que debíapreparar el nigromante, y lo otro porqueentonces, que en realidad le engañaba, una vozinterior le gritaba que debía tratarle con másamistad y consideración que nunca. No debíafaltarles tampoco que hablar desde que donEnrique era maestre, desde que iba a serHernán Pérez caballero, y desde que el singularduelo de la mañana había venido a complicartan extraordinariamente los negocios y losintereses de los principales personajes denuestra verídica historia.

CAPITULO DECIMONOVENO

Y después de haber propuesto

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Su intento y sus pretensionesA los de guerra y estadoQue atento le escuchan y oyen,En confuso conferirLa diversidad de voces.Rom. de Bernardo del Carpio.Cosa indudable es que don Enrique de

Villena, una vez adoptadas sus ambiciosasideas de elevación, no perdonaba medio algunode llevarlas a cabo, ni daba punto de reposo asu imaginación, buscando trazas paraasegurarlas. El alto puesto que anhelaba era, sinembargo, bastante apetecible para que se leofreciesen naturalmente en el camino de susintrigas temibles maquinaciones de susenemigos y poderosos contendedores. Nohabrá olvidado el lector tan pronto, si es que hallegado a tomar alguna afición a los sucesosque le vamos con desaliñada pluma enarrando,aquel don Luis de Guzmán, que paseaba elsalón de la corte en la mañana de este mismodía, hablando con el famoso cronista Pero

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López de Ayala. Si no ha olvidado a aquelcaballero, y si recuerda el diálogo en que se lepresentamos por primera vez, tendrá presente,también, que el cronista le había designadocomo sucesor probable de su tío don Gonzalode Guzmán, último maestre de Calatrava.Llamábanle, efectivamente a este alto puesto,en primer lugar su parentesco con el difunto, suvida ejemplar e irreprensible conducta, el títulode comendador de la Orden y la confianza queinspiraba a los más de los caballeros. Erageneralmente querido, y en realidad más dignodel maestrazgo que don Enrique de Villena, enaquella época, sobre todo, en que el valor solíasuplir todas las demás cualidades; teníale donLuis en alto grado, y había dado de élrepetidísimas y brillantes pruebas en lasguerras de Portugal y de Granada; al paso quede don Enrique se podía sospecharfundamentalmente que no era su virtudfavorita, pues nadie recordaba haberlo vistojamás en ningún trance de armas. Había

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probado, además, don Luis que conocía losdeberes todos de buen caballero en las diversasjustas y torneos en que había sido mantenedoro aventurero; sabía manejar en todas ocasionescon singular gracia un caballo, rompía unalanza con bizarría, corría parejas con extremadonosura, cogía sortijas con destreza ydisparaba cañas con notable inteligencia. DonEnrique, por el contrario, empleaba todo sufuego en semejantes circunstancias en haceruna trova muy pulida y altisonante, en quecantaba las hazañas ajenas a falta de laspropias. Pero era el mal que en la corte de donEnrique no habían obtenido todavía las trovasaquel grado de estima que en reinadosposteriores llegaron a alcanzar; cosa en verdadque no dejaba de ser justa, si se atiende a quelas trovas servían sólo para matar el fastidiomomentáneamente en un banquete de damas ycortesanos, al paso que una lanza bienmanejada derribaba a un enemigo; y enaquellos tiempos belicosos eran más de temer

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los enemigos que el fastidio. Las intrigas dedon Enrique habían impedido que estemancebo generoso supiese a debido tiempo lainfausta nueva de la muerte de su tío. Laprimera noticia que de ella tuvo fue la que enpública corte recibió, y en el primer momentola sorpresa de no haber sido de ella avisado,circunstancia que no acertaba a explicarse a símismo fácilmente, y el dolor, le embargarontoda facultad de pensar y abrazar un partidoprontamente. Sacóle, empero, de su letargo laelección que hizo el Rey de su pariente parasuceder en el maestrazgo, e indignóle, aún másque semejante nombramiento, la bajeza con quese adelantaron varios caballeros de su Orden aproclamar casi tumultuosamente al conde. Malpodía, sin embargo, en aquella circunstanciamanifestar su agravio, ni menos oponerse a ladicha de su competidor. Aunque lo hubieraintentado, hubiérale sido muy difícilpronunciar una sola palabra, porque debemosañadir a lo que de su carácter llevamos

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manifestado, que tenía tanto don Luis decortesano como don Enrique de Valiente. Todossus conocimientos estaban reducidos a los deun caballero de aquellos tiempos; habíanleenseñado, en verdad, a leer y escribir, merced ala clase elevada a que pertenecía; pero cuandono tenía olvidado él mismo que poseía tanperegrinas habilidades, que era la mayor partedel tiempo, no comprendía por qué se habríanempeñado sus padres en hacerle perderalgunos años en aquellos profundísimosestudios, que no le podían ayudar, decía, arescatar una espuela ni el guante de su dama enun paso honroso. ¿Qué cota, por débil quefuera, qué almete por mal templado, habíacedido nunca a la lectura de un pergamino, porbien dictado que estuviese, o al rimado de unatrova, por armoniosa que sonase? Despreciaba,asimismo, las galas del decir y el eleganteartificio de la oratoria, porque solía repetir queél llevaba la persuasión en la punta de su lanza;y efectivamente había convencido con ella a

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más moros que los misioneros que ibancontinuamente a Granada; éstos no solían sacarotro fruto de su peregrinación cristiana que lapalma del martirio, la cual podía ser muy santay buena para su alma, pero no daba un solosúbdito a la Corona de Castilla, sino antes se loquitaba.

Bien se ve por este ligero bosquejo queera don Luis hombre positivo y que no hubierahecho mal papel en el siglo XIX. En estacandorosa ignorancia, y en la fuerza de subrazo, consistía su popularidad, porqueentonces, como ahora, se pagaba y paga lamultitud de las cualidades que le son másanálogas y que le es más fácil tener; en ellastomaba su origen el carácter impetuoso y pocoo nada flexible de don Luis; cuando oyó laelección que había hecho el rey Doliente, miró auna y otra parte todo asombrado, como si nopudiese ser cierta una cosa que no le agradaba,enrojecióse su rostro, cerró los puños connotable cólera e indignación, miró en seguida al

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Rey, miró al conde de Cangas, miró a loscaballeros calatravos que le proclamaban,encogióse de hombros y sin proferir una solapalabra salióse determinadamente de la corte;acción que en otras circunstancias menosinteresantes hubiera llamadoextraordinariamente la atención de loscircunstantes. Nadie, sin embargo, la notó, y elofendido caballero pudo entregarse librementeal desahogo de su mal reprimida indignación.Hubiera él dado su mejor arnés y su mejorcaballo por haber sabido el golpe que leesperaba en el momento aquél en que laacusadora de su rival había apostrofado a loscaballeros presentes en favor de su demanda.No hubiera sido Macías entonces el que sehubiera llevado el honor de salir por la belleza;porque es de advertir que la acusación, que,como a todos, le había parecido inverosímil enel instante de oírla, comenzó a tomar en sufantasía todos los visos no sólo de verosímil,sino de probable, y hasta de cierta, desde el

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punto en que se vio suplantado por el que eraobjeto de la querella.

¡Error! No se encuentra el origen de lareferencia. Desde que hizo este raciocinio hastael día de su muerte, don Luis de Guzmán nopudo admitir jamás suposición alguna que nofuese en apoyo de esta opinión; era evidentepara él que don Enrique había matado a suesposa, y aunque la hubiera vuelto a ver denuevo buena y sana, cosa que no sabremosdecir si era fácil ya que sucediese, hubieradudado primero de sus propios ojos que deldelito de don Enrique. Así juzgan los hombres,y los hombres exaltados sobre todo.

Llegado don Luis a su casa, llamó a suescudero y le dio el encargo de convocar a loscaballeros de Calatrava en quienes másconfianza tenía y que no habían asistido a lacorte de aquel día. Mientras que el escuderopartió a desempeñar su delicada comisión,quedó don Luis paseando a lo largo de suhabitación y maquinando cómo podría asir la

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dignidad que acababa de deslizársele entre lasmanos.

De allí a poco comenzaron a ir llegandolos caballeros de Calatrava, llamados unos, desu propia voluntad otros, al saber laescandalosa novedad que en la Orden ocurría.Varios entre ellos tenían el mismo motivo deagravio que don Luis, es decir, que no podíanalegar más causa de su enemistad a donEnrique que el haber éste conseguido lo queellos para sí deseaban; estos tales se hubieranreunido igualmente con Villena contra don Luissi hubiera sido éste el afortunado. El amorpropio ofendido y el deseo de derribar alposeedor eran su único objeto al reunirse, cosaque sucede comúnmente en los más de losconspiradores y descontentos. No sucedió,pues, en esta ocasión sino lo que suele siempresuceder en casos semejantes; pero había unacircunstancia favorable para ellos esta vez, asaber: que Villena prestaba mucho campo a laoposición, de suerte que en realidad no eran

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sus enemigos los que tenían ventaja, sino él eldesaventajado.

No tardaron mucho tiempo en hallarsereunidos en la casa posada de don Luis deGuzmán más de veinte entre caballeros ycomendadores de Calatrava. Seguíapaseándose en silencio el desairado candidato ysolamente una seca inclinación de cabeza y unademán más seco todavía, con que hacía señade ofrecer asiento, marcaban de cuando encuando la entrada de un nuevo concurrente. Alver tan distraído y preocupado al dueño de lacasa, sentábase cada cual y esperaba conhumilde resignación a que tuviese porconveniente romper tan incómodo silencio; lomás a que se extendía el atrevimiento en tansolemne reunión era a preguntar, en vozimperceptible, alguno a su compañero yadlátere el objeto de aquella misteriosaasamblea. Luego que le pareció a don Luissuficiente el número de sus oyentes, soltó larienda a su desnuda elocuencia con toda la

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seguridad de un hombre que está muy lejos deimaginar que puedan reprochársele las frasesque usa o vituperársele los vocablos que paraexpresar sus ideas adopta.

-¡Por Santiago, caballeros de Calatrava -exclamó-, que hoy luce un día bien triste paranuestra Orden! Día de oprobio, día que nosaldrá fácilmente de vuestra memoria. Un Reydébil, un Rey enfermo, un Rey en cuya manoestaría mejor la rueca de una dueña que lalanza de un caballero osa atropellar vuestrosfueros y privilegios, y ¡voto va! que no lucebien la cruz roja en un pecho dispuesto a sufrirhumillaciones. ¿Sabéis lo que es honor,caballeros de Calatrava? -se interrumpióbruscamente a sí mismo el comendador,parándose de pronto en su paseo, comohombre que ha perdido el hilo de un largodiscurso que trae mal estudiado y que se decidepor fin a reasumir en una sola frase enérgica yterminante todos sus cargos y

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argumentaciones-. ¿Sabéis lo que es honor,caballeros de Calatrava?

A la primera enunciación de esteinesperado apóstrofe, dejóse percibir sordomurmullo de desaprobación en el auditorio, yponiéndose en pie uno de sus principalesoyentes:

-Duda es esa, señor don Luis deGuzmán -dijo- que cada uno de los que aquímiráis reunidos a vuestro llamamiento sabríadesvanecer bien presto, a no ser vos el que laanunciáis. Ignoro los motivos que podéis tenerpara haber llegado a darle entrada en vuestrocorazón, pero yo en mi nombre, y en el detodos los presentes, os ruego que os sirváisexponernos brevemente la causa que a estaconvocación os mueve y a declarar qué habéisvisto en los caballeros de la Orden queprovoque tan alta indignación. Espada tenemostodos, y en cuanto al valor, no será esta laprimera ocasión en que probemos que no

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estamos acostumbrados a sufrir ultrajesimpunemente.

-Nunca dudé -contestó don Luis con lasatisfacción de un hombre que ve abundar asus oyentes en sus mismas opiniones- nuncadudé de vuestro valor. Como comendador másantiguo, como pariente de nuestro buenmaestre, que acaba de fallecer en Calatrava, hecreído tener derecho a convocaros cuando setrata de los altos intereses de la Orden y deevitar acaso su ruina.

-¿Su ruina? -exclamaron a una todos loscaballeros.

-Su ruina, sí -repitió Guzmán-; su ruina.Hoy ha llevado un golpe que tarde o nunca sereparará. Varios de vosotros lo habéis oído.Escuchadlo los demás con espanto y conindignación. No se espera ya a que loscaballeros de la Orden, reunidos en su capítulo,pongan a su cabeza, movidos de justas razones,al caballero más perfecto, más experimentadoen las lides, más prudente en los consejos. No;

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un Rey por sí, atropellando nuestros mássagrados derechos, eleva a la dignidad que milhechos heroicos, que una larga vida de virtudesbastan apenas a merecer, ¿a quién? A unhombre cuyo penacho no sirvió nunca de guíaa los valientes en una batalla, a un hombre quenunca dio el primero ni oyó resonar en tornosuyo el grito de ¡Santiago y cierra España!; a unhombre que ha trocado la lanza por la pluma,cuyo campo de batalla es una mesa cubierta deinútiles pergaminos, que no ha vencido nuncasino las necias dificultades de lo que llama élrimas; a un hombre, caballeros, de quien confundada razón se dice que tiene inteligenciacon los espíritus y que...

-¡Qué horror!-Oídlo, sí, con escándalo, nobles

compañeros. Ése es el hombre que nos destinanpor maestre; un afeminado cortesano, unintrigante ambicioso, un rimador, unnigromante en fin...

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-¡Fuera, fuera! -gritaron a una loscaballeros, cuyos ánimos iba templando ya elcalor comunicativo y la natural elocuencia de lapasión que dominaba en el comendador.

-¿Lo sufriremos? -continuó don Luis,como una piedra que caída de una alturadesmesurada sigue rodando largo espaciodespués, de llegada al llano-. ¿Lo sufriremos?Yo por mi, nobles caballeros, juro a Santiago deno dormir desnudo y de no comer pan a lamesa mientras que vea la Orden a su cabezaal... al... ¿para qué callarlo, en fin? Al asesino desu esposa.

No necesitaban ni tanto ya los caballerosreunidos en casa del comendador para acabarde perder la poca sangre fría que les quedaba.La última frase del orador produjo el efecto deuna chispa lanzada en medio de un montón deestopa seca. Veíase lucir en todos lossemblantes la misma animación que en el deGuzmán; todos provocaban y excitabanmutuamente su cólera con la relación de las

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ofensas que en aquel momento se figuraba cadacual haber recibido o del rey Doliente o delintruso maestre. Inútil es decir si serecapitularon largamente las calidades delconde de Cangas. Había quien le había vistohoras enteras evocando los manes de losdifuntos en un cementerio, en compañía deljudío Abenzarsal; había quien le había vistosepultarse en una larga redoma y desaparecer alos ojos de los circunstantes, y hasta se llegaba aprobar que había estado en más de una ocasiónen dos partes opuestas a un mismo tiempo, locual, como convinieron todos, no podía obrarsesino por arte del demonio, si se atiende a quecada uno suele tener en el mundo más que uncuerpo. Ahora bien: era cosa sabida que eldemonio no hace nada de balde, circunstanciaque podría hacerle pasar perfectamente porescribano o agente de negocios, de lo cual eraforzoso inferir que don Enrique le habríavendido su alma, si bien no había entre tantoilustre caballero quien osase descifrar las

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ventajas que al demonio le podían resultar deposeer el alma de don Enrique de Villena, tantomás cuanto que a todo tirar no era realmente delas mejores.

Quedó, sin embargo, establecido porpunto general, primero, que don Enrique habíasido, era y sería eternamente nigromante porpacto con el demonio; segundo, que había sidoasimismo, era y sería eternamente el asesino desu esposa, lo cual había de ser irremisiblementecierto, mas que no hubiese tal demonio ni talesposa muerta, cosas para nosotros, si hemosde decir verdad, igualmente dudosas.

Resueltos estos dos puntos principales,era consecuencia forzosa el resolver ladeposición del maestre; esto, en verdad, ofrecíamás dificultades, pero la imaginación lassuperó; convínose primeramente en que donLuis de Guzmán quedaría en la Corte paraexponer reverentemente a Su Alteza que losestatutos de la Orden de Calatravadeterminaban que sólo pudiese ser nombrado

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el maestre por elección de los caballeros ycomendadores reunidos en capítulo; y que paraganar tiempo, mientras se recababa de SuAlteza la revocación del nombramiento ilegal,saldrían varios de los caballeros presentes encalidad de emisarios a los diversos puntosdonde había fortalezas y castillos de la Ordenpara evitar que se reconociese y prestasejuramento de pleito homenaje al conde deCangas. Uno, sobre todo, debía ir y declarar alclavero de la orden, residente en Calatrava, queera la voluntad del mayor número de loscaballeros que siguiese desempeñando lasfunciones de maestre; lo cual además, lesuplicaban rendidamente por el bien de todosmientras que se procedía a la elección del quehubiese de ser válida y legalmente nombrado.

No perdieron, pues, instantes preciosos,y antes de anochecer los caballeros habíanhecho voto solemne de llevar adelante suempresa mientras que estuviese pegado elpuño de la espada a la hoja y mientras que

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corriese una gota de sangre por las venas; todoshabían ofrecido al santo de su devoción el donque les parecía más grato a sus ojos, y se habíanseparado, después de conferidos poderes acada uno de los emisarios en nombre de aquellajunta, que llamaron capítulo extraordinario, yal cual supusieron igual poder que al capítulogeneral, en vista de la urgencia y apuro de lascircunstancias en que se había celebrado.

Verdad es que tampoco se habíadormido don Enrique de Villena, a quien no sele ocultaba que podría encontrar una enérgicaoposición en los caballeros; antes, disponiendode varios de los que se habían pronunciado ensu favor en la corte de aquella mañana, tomóigual providencia, enviando a Calatrava, aAlhama y a otros puntos, emisarios que ledieran a reconocer, que animasen a los tibioscon promesas de adelantamiento, ganasen a losdescontentos con plazas efectivas decomendadores y enardeciesen a los amigospara que no pudiese en ningún caso ser

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contraria a la elección de Su Alteza la eleccióndel capítulo, que bien sabía él que se necesitabapara la tranquilidad e indisputable posesión delapetecible maestrazgo.

Dejemos, empero, a los emisarios deuno y otro corriendo los campos de Castilla, yllevando de una parte a otra órdenescontradictorias, y volvamos a seguir el hilo delas maquinaciones de que era teatro la parte delalcázar destinada a las habitaciones de SuAlteza y de sus más allegados servidores.

CAPITULO VIGÉSIMO

Quien esto vos aconseja,Vuestra honra no quería.Rom. de don García.Empezaba a anochecer cuando el

astrólogo Abrahem Abenzarsal, paseándose ensu laboratorio con notable inquietud, parecíaesperar a alguna persona, o el éxito por lomenos de alguna de las muchas intrigas en que

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le tenía embarcado a la sazón su desmedidaavaricia.

-¿Si habré cometido una imprudencia? -decía-. ¡Oh, a mi edad sería imperdonable! ¡Losmotivos que me expuso fueron tan poderosos ytantas sus lágrimas, tan eficaces sus ruegos! ¡Nosé qué principio de condescendencia hay en elcorazón del hombre, el más duro, el másempedernido, el más viejo, para con una mujer,y una mujer hermosa y joven que suplica!...Pero... alguien viene... ¡Ah! No cometíimprudencia alguna. Señora, me halláis en lamayor inquietud... estaba anocheciendo ya...

-Os di mi palabra -respondió la damaque entraba- e hicisteis mal en estar concuidado. Pero os advierto lo mismo que estamañana os advertí: bien conocéis cuán difícil esque en mi posición pueda continuar semejanteenredo. Os he dicho ya que las razones que aocultarme me obligaron nada tenían de comúncon Su Alteza; muchas veces no se puede haceruna obra buena a cara descubierta; las pasiones

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de la vida... En fin, ya me habéis comprendido.Espero, pues, que si no habéis hablado a SuAlteza, le habléis cuanto antes os sea posible.

-Esta misma noche, señora, podréisretiraros. Una vez que sepa Su Alteza quiénsois, ¿qué inconveniente podrá haber?...

-¡Qué agradecida debo estaros, sabioAbrahem!

-Vuestra estancia aquí es ahoraindispensable. Su Alteza pudiera querer veros,y sus órdenes han sido tan terminantes... Porotra parte, no es de extrañar que quiera tomarcon la acusadora de su querido pariente todaslas medidas que la prudencia indica, sobre todocuando no presenta acusación tan atrevidavislumbre alguno de verosimilitud.

-¿Vos también, Abenzarsal, vos queconocéis a don Enrique de Villena?...

-Porque le conozco, señora, no le creínunca capaz de un...

-De todo, Abrahem, de todo.

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-Veo que os hace obrar, señora, algúnresentimiento particular... ¡Oh! Sabido es que elconde fue siempre aficionado en demasía a lasbellas...

-De nada le hubiera servido esa aficiónpara conmigo...

-Conozco vuestra virtud..., pero pudieramuy bien...

-¿Sí? ¿Y qué? ¿Para qué negarlo? Largotiempo duró su persecución; pero si alguno delos dos puede aborrecer al otro por eserecuerdo, él es y no yo...

-Lo sé, señora.-Por lo que a mí hace, me ha movido la

amistad que a la condesa, mi señora, siemprehe profesado, y el cielo, no otrasconsideraciones. Las que puedan moverle a élcontra mí me interesan poco, Abenzarsal.Hállome bajo la protección de las leyes, bajo lasalvaguardia de mi estado, bajo la custodiaahora de Su Alteza mismo.

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-Decís bien, hermosa dama.Perdonadme si no entro ahora mismo a hablarpor vos a Su Alteza; pero tengo para mí que hade estar en su cámara todavía su doncelfavorito, cuya larga ausencia no podía menosde dar lugar ahora a largas entrevistas.¿Conocéis, supongo, al doncel Macías? ¡Peroqué distracción! Es vuestro defensor.

-Sin embargo -respondió la dueñacubriéndose el rostro con su abanico morisco-,nunca le hablé...

-¿No?-Ya visteis que su presencia en la Corte

no tenía indicio de cosa premeditada deconsuno. La casualidad sin duda le trajo... atiempo que ningún caballero de la corte de donEnrique quería arrostrar por una débil mujer elpoder del insolente Villena.

-Y su bizarro valor fue, en ese caso, y sucortesanía lo que le obligó a...

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-¡Oh! eso no es nada. Más es de admirarla cobardía de los demás caballeros que suvalor. Ese es deber..

-No seréis vos, sin embargo -prosiguióel astuto astrólogo-, la que negaréis al únicocaballero que os ha librado del riesgo en queestabais las brillantes y peregrinas dotes queCastilla toda le concede...

-Ciertamente, no. ¿Sabéis qué hora es?-Aquí tenéis el arenero... Un solo defecto

suelen encontrarle...-¿A quién?-Al doncel.-¿Y cuál -repuso la dama, afectando una

indiferencia que por cierto no sentía.-Nada; dícese que nunca se le ha

conocido dama alguna; sin embargo, tiene yaedad de enamorarse...

-¿Quién sabe si lo estará realmente? ¿Esforzoso decir a gritos?...

-No; pero sabéis que a su edad es raro elcaballero que no puede llevar un mal lazo, una

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banda, prenda del amor de su dama. Hasta esdesdoro. Como no sea que adore en secreto aalguna belleza cuyo mote no puede llevar...

-¿Qué decís?-O es eso, señora, o es que el doncel no

es sensible sino al aguijón de la gloria. En esecaso, su galantería sería pura caballerosidad...

-¿Estará ya solo Su Alteza? -interrumpióla agitada dama.

- Paréceme, señora, que tenéis interés eninterrumpir la conversación del doncel... ¿Seríayo indiscreto al hablar delante de vos?

-¡Oh no, no, nada de eso; hablar de élcomo pudierais de cualquier otro. Sólo merelaciona con él el vínculo de la gratitud querecientemente me ha merecido.

-Sólo una cosa tenía que añadir, en elsupuesto de que esta conversación no osincomode... ¿Estáis inquieta?

-No, os he dicho que no; estoy tranquila.¿Por qué no habría de estarlo?

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-Digo, pues, que acaso ahora con servuestro caballero...

-¡Mi caballero!-Forzosamente ha de serlo.-Sí, mi campeón -repuso la enlutada,

con un suspiro escapado del pecho a su pesar.-Como queráis. La posición en que está

para con vos, ese misterio que os empeñáis enguardar, la compasión que inspiráis y elentusiasmo al mismo tiempo a que inclina elhermoso rasgo de amistad que habéis...

-No me lisonjeéis y acabad.-Todo eso, pues, hará nacer acaso en su

imaginación ideas que no habrá tenido nuncatal vez, y en su corazón una afición...

-Perdonad, Abrahem, si os interrumpo;pero admiro vuestra penetración. ¿Habéisconocido antes en mi rostro que me sentíaincomodada?...

-¿Será cierto? Esta conversación...-No, la conversación no -repuso la dama

reclinándose-; pero la agitación del día, la

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precipitación, además, con que he tenido queandar, no me ha permitido tomar alimento, ysiento una debilidad...

-¿No os decía yo? La palidez de vuestrorostro me lo anunciaba. Ved qué necio, yo creíaque era la conversación. ¡Qué tontería! Ya veoque el día que habéis traído hoy es más quesuficiente motivo...

-Decís bien.-Ya sabéis que mi primera ciencia es la

de curar; si queréis seguir mis consejos...-¡Ah! ¿Creéis que esta debilidad...?-¿Queréis tomar algún alimento?-Me será imposible...-Verdad es... Si quisierais una bebida

cordial que os diese fuerzas...-¿Tenéis?...-Yo mismo os la prepararía... Os daría

descanso y fuerzas...-Como gustéis, Abrahem.

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-La tomaréis -dijo el físico preparandounas yerbas- y podréis descansar un rato aquímientras que paso a hablar a Su Alteza.

-Pero en vuestra ausencia...-No temáis; nadie viene a mi cámara; el

estudio y el retiro en que vivo alejan de mí lasvisitas que pudieran turbar vuestro reposo.Ningún sitio del palacio más seguro que éste;su inmediación a la cámara del Rey, las muchasguardias que custodian las próximas galerías...

-No, no es que tema ningún peligro;pero...

-Perded miedo; por otra parte tenéisvuestro antifaz, que puede en todo casoguardaros de la indiscreción, y vuestras dosdueñas esperan vuestras órdenes en miantecámara. A la menor voz, ellas y losballesteros...

-Decís bien.-Perdonad si vuestros mismos intereses

me obligan a dejaros sola en mi habitación; miausencia será corta.

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-Eso deseo.-Tomad, pues, señora, esa bebida.-Pero ¿me respondéis de su eficacia?...-Estoy seguro de ella; apuradla.-Ya veis si tengo confianza en el físico

de Su Alteza; ni una sola gota he dejado.-Obrasteis como prudente -repuso el

empírico con una alegría que disimulaban malsus ojos de fuego y de esperanza-. Reclinaosahora un momento.

-No, no hay necesidad.-Presto conoceréis sus efectos; es

maravillosa la virtud de la bebida; al principioparecerá quitaros las fuerzas; pero después... yobra con una rapidez...

-Sí; paréceme que siento como pesadez...-¿No os dije? Acaso os hará dormir...-¡Dormir, Dios mío! y aquí... ¡Abrahem!-¡Señora!-¡Santo Dios! ¿Por qué no me lo habéis

dicho?-Oh! será un momento... una hora.

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-¡Una hora, Abrahem! Quieromarcharme... Me pondré el antifaz...

-¿Qué decís? Si queréis, mi lecho...-¡Dios mío! ¡Dios mío!... ¡Qué sueño,

Abrahem, qué pesadez! Es de plomo mi cabeza.. . Abrahem, Abrah... ah... Bien.

Apenas tuvo fuerzas para pronunciaresta última palabra, a la cual no podía ya dar laenlutada sentido alguno. Inclinóse su cabeza,dejó caer su brazo lánguidamente, abrióse sumano y desprendióse de ella sobre su sitial elhermoso pañuelo que bordado de su propiamano traía, y en que lucía su nombre congruesos caracteres góticos de oro y sedaartificiosamente mezclados. El más profundoletargo había sobrecogido a la enlutada, v elastrólogo conocía, efectivamente, muy bien elmaravilloso efecto de la narcótica bebida.

-¡Es mía! -dijo, después de un momentode silencio, el físico-. ¡Es mía! -añadiólevantando el antifaz con que se había cubiertola dueña la cara antes de dormirse, y volviendo

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a dejarle caer sobre sus hermosas faccionesluego que la vio profundamente dormida-.Téngola segura aquí para hablar con Su Alteza,otra para el desenlace de esta intriga infernal.Infernal, sí, pero pagada. Esta es lacircunstancia que han de tener las intrigas.

Dichas estas palabras, reconoció elastrólogo su habitación y las puertas de ella;cerró la comunicación con la escalera secreta ysalió con dirección sin duda a la cámara de SuAlteza.

CAPITULO VIGESIMOPRIMERO

¿Cuyo es aquel caballoQue allá bajo relinchó?......................................¿Cuyas son aquellas armasQue están en el corredor?......................................¿Cuya es aquella lanzaQue desde aquí la veo yo?

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Canc. de rom. Anónimo.Más de una hora había pasado desde

que el intrigante viejo había sepultado enletargo profundo a la incauta enlutada y nohabía alterado en aquel espacio el más mínimoruido la tranquilidad que en el laboratorioreinaba.

Por fin dos hombres, vestido el uno derica y vistosa seda, de tosco buriel el otro,armado aquél simplemente con una espada,balanceando éste en su diestra mano un agudovenablo, entraron en la pieza inmediata a la delastrólogo.

-¿Con que está decidido? -dijoHernando- que vais a ver a ese astrólogo?

-Citóme esta mañana Hernando -repusoMacías-, y no ha mucho que le he visto en lacámara de Su Alteza.

-¡Plegue a Dios que no acabe el judío devolverte el juicio, señor!

-¿Por qué, Hernando?

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-Por el soto de Manzanares, señor, queotra vez le viniste a ver y nos ha costado andarmeses enteros perdiendo halcones en losmontes de Calatrava, que así sirven para los deMadrid como sirven los más de los perros delrey Enrique para mi leal Brabonel.

-Así estaba escrito, Hernando; mi negraestrella lo dispuso de esa suerte.

-Voto va, señor, que yo no tuve nuncamás constelación que mi mano derecha; y loque sé decirte es que siempre está escrito quemuera el venado contra el cual disparo mivenablo.

-¿Niegas tú, pues, la influencia de lasconstelaciones?

-No niego nada, pesia mí; pero si tienesenemigos, señor, y si quieres conjurarlos, ¿porqué no me dices: Hernando, escatima el rastrode aquel oso que me incomoda? Mal año paraHernando si antes de la luna nueva no habíasde poderte hacer una buena zamarra con la pielde la bestia.

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-Muchas veces, Hernando, convienecazar de otra manera. Puede más el ingenio quela fuerza.

-Y qué, ¿no tiene ingenio un montero?No todo ha de ser tampoco dar lanzada; peromaneras hay de cazar, si bien no se hicierontodas para monteros de corazón. No gusto yode ardides; pero por ti, válame Dios, quemonteara yo presto de todos modos. Tambiényo estuve en tu tierra, allí en Galicia aprendí lamontería a buitrón, y más de un lobo he cogidoal alzapié.

-Bien se trasluce, Hernando, que se tealcanza más de ardides de montería que deintrigas de corte. Mira si puedes esperar a misalida, y dejemos para mejor coyuntura tustoscos lazos.

-Toscos, señor, pero seguros. Aquí teespero, y a la buena de Dios. Quiera éste que nocaigas tú en la hoya del adivino y salgas cazadopudiendo cazar.

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-No temas, Hernando, que en el últimoapuro no ha de faltarme nunca una buenalanza, y eso es todo lo que necesita uncaballero. Entretanto, no tengo que temer delastrólogo, a quien nunca hice mal, sino de mímismo, y este peligro es el que vengo aprevenir, que aquél prevenido está.

-Como de esas veces sale la fiera dedonde menos se espera. El oso era enemigo delhombre antes que el hombre supiera cazarle.Anda con Dios, señor, mientras yo le quedorogando que sea más feliz esta predicción delastrólogo que la pasada.

Sentóse a un lado Hernando dichasestas últimas palabras, y el dudoso doncel entróen el laboratorio del judío, inquieto por suspropios presentimientos, reforzados con laspalabras del montero y por el objeto de susupersticiosa visita.

La luz que alumbraba la habitación erauna lámpara de que sólo ardía un mechero, yése con pálido resplandor, porque el adivino no

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ignoraba cuán favorable es a la osadía en elamor un débil reflejo que sirve de velo al pudory de capa al enamorado deseo. El doncel, por lotanto, dirigió la vista a la mesa a la que solíaestar sentado trabajando el judío, y no vio anadie. El sitial, donde estaba la dama reclinada,caía del otro lado de la mesa, y el aburridocaballero se creyó solo por consiguiente.

-No está -dijo para sí-; le esperaré.No hacía mucho que se había

abandonado en un asiento a sus melancólicasimaginaciones, cuando le sacó de su distracciónun ruido acompasado semejante al que produceel desigual aliento de una persona que duermeagitadamente. Miró a todos lados y creyó quesu oído le engañaba, cuando un profundísimosuspiro vino a confirmarle en su primerasospecha

-¿Quién hay aquí? -dijo levantándose-,¿quién? Alguien duerme en esta habitación.¿Será que el judío, rendido al poder delsueño?... Pero, Santo Dios, ¿qué veo? -añadió

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reparando en la dormida, cuyo vestido seconfundía en color con el fondo oscuro de losmuebles y de la habitación-. Una persona...:ella... ella es... La dama que esta mañana... nohay duda. Yo te doy gracias, santo Dios, poresta ocasión que me deparas propicio paraaveriguar lo que tanto anhelaba saber. ¡Oh! -añadió acercándose con blando paso, temerosode despertarla-. ¡Haced, Dios mío, que novenga nadie ahora, nadie!

La postura que el abandono de suletargo había hecho adoptar a la dormida eratan elegante como puede serlo la de unahermosa dormida: su ropa la cubríaenteramente; uno de sus pies adelantadoindolentemente, y levantando el extremo de suvestido, dejaba ver el toreando y ascendentecontorno de una pierna modelada por el deseo:no la hubiera hecho más perfecta laimaginación. Reclinábase sobre la una mano sucabeza, y la otra, naturalmente caída, parecíadestinada a ser el objeto de la osadía de un

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amante arrodillado. Su extrema blancura, quese destacaba del fondo negro del vestido sobreque descansaba, la hacía semejante a esaspequeñas manchas de nieve que suelen versetodavía a fines de la primavera, desde largadistancia, resaltando entre las quebradas deuna escarpada y oscura montaña. La agitaciónde su descanso marcaba a cada sobrealiento ladelicada forma de su seno, que se alzaba ydeprimía como suelen alzarse y deprimirse lasleves ondas al blando impulso de la brisaazotadora. Su aliento desigual solevantaba decuando en cuando el ligero antifaz de seda ydejaba descubierta un instante la extremidad desu rostro, por la cual parecía poderse deducirfundamentalmente la hermosura del resto queno se llegaba a ver; levantándose alguna vez unpoco más el antifaz, llegaba a descubrirse cercade la boca la huella de una fugitiva y vagasonrisa; bien como un relámpago másprolongado suele, en una noche tenebrosa,ofrecer por un instante a la vista del ansioso

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espectador una porción del cielo que dejan adescubierto los intervalos de las nubes o lalejana y suave superficie de un arroyo plateado.

El doncel, cruzado de brazos a su lado,y sin atreverse a respirar ni acercarse por noterminar él mismo con el más leve ruido ladicha de su contemplación, esperaba elinmediato movimiento del antifaz, como sihubiese de ir viendo cada vez más porción deaquel tan deseado rostro, que la importuna telarobaba a sus ansiosas miradas.

No era, sin embargo, el descanso deltierno objeto de su expectación aquel que en lainmediación de la mañana tiñe en alegresimágenes la fantasía de una bella; era el sueñofatídico de una horrible pesadilla producidapor la pena o por una bebida ponzoñosa yantinatural. Algún gemido se escapaba decuando en cuando del pecho oprimido; un ayoscuramente pronunciado moría al nacer en sustrémulos labios, y la mano que pendía,moviéndose con dificultad, parecía querer

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desviar de su dueño la fantástica figura queatormentaba sin duda su intranquilo sueño.

-Padece la infeliz, padece -dijo entredientes Macías-. ¡Ah! ¿Quién puede ser sinoella? ¿Quién sino ella podría atar de estamanera mis acciones? ¿Quién producir esterespeto y esta agitación que a un mismo tiempome dominan?

Un movimiento, en fin, más marcadopareció anunciar que iba a despertarse

-Dejadme, dejadme -dijo confusamente-;huid. La muerte, la muerte...

-No -dijo Macías sin poderse contenerpor más tiempo-, no; la vida, la vida a tu ladoeternamente. ¿Quién se atreverá a ofenderteestando Macías a tu lado?

Arrojóse entonces a sus pies, e iba alevantar con mano atrevida el antifaz.

-Salgamos de una vez -exclamó- de estapenosa situación-. Recordó entonces que en lamañana del mismo día había manifestado laenlutada su deseo de no ser conocida, y que él

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la había empeñado su palabra de nodescubrirla.

-¡Horrible tormento! -exclamó-; perorespetaré tu voluntad, mujer cruel. Atrevióseentonces a llegar su mano a la de la tapada, yun fuego desconocido corrió por sus venas.

-¡Dios mío! -gritó despertándose ladama, al sentir su mano oprimida por la deldoncel-. ¿Dónde estoy? ¡Ah! ¿Qué hacéis?¡Abrahem! Pero, cielos, ¿qué veo? ¿Pierdo lacabeza? ¿Quién sois? Soltad... Guiomar,Guiomar -añadió levantándose y llamando auna de sus dueñas que en la antecámara laesperaban.

-Callad, por Dios, callad -exclamóMacías mirando a la puerta-. No llaméis anadie; señora, ¿qué tenéis?

-¿Quién sois? ¡Ah! ¡Sois vos! ¿Meengaña mi deseo?

-¿Tu deseo? ¿Has dicho tu deseo?Repítelo otra vez, repítelo.

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-No; no, caballero; no he dicho mi deseo.Perdonad si... no sé lo que pronuncio; el sueño,la... Pero decidme ¿por qué estáis aquí? ¿Quéhacéis? Huid, huid, ahora que os conozco.

-¡Cruel! ¿Por qué?-Soltad mi mano; soltadla, que no es

vuestra...-¡No es mía! ¡Mil rayos me confundan!

Perdonad si mi dolor... Pero ¿qué veo? Esteanillo... ¡Santo Dios! ¡Ella es! ¡Ella es! ¿Quiénsino ella pudiera tener este anillo? Es el mismo,le conozco, es el mismo.

-¡Imprudente! -exclamó la damaretirando y escondiendo precipitadamente sumano.

-¡Elvira!-¡Silencio!-Vos sois, vos sois; no me lo ocultéis por

más tiempo si no queréis que muera a vuestrospies.

-Y bien, yo soy -respondió la damaabalanzándose hacia atrás para poner todo el

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espacio posible entre ella y el doncel-; yo soy,puesto que fuera inútil negároslo por mástiempo. Y ¿qué queréis? ¿Qué exigís de mí?

-¿Qué exijo, señora, qué exijo? -preguntóel doncel arrebatado de su loco frenesí-. ¿Tengoderecho a exigir algo de vos?

-Huid, pues, y no turbéis por mástiempo mi tranquilidad.

-¿Vuestra tranquilidad? Y la mía,señora, ¿quién la turbó sino vos? ¿O no es nadapor ventura mi tranquilidad?

-¿Yo?-¿Quién sino vos emponzoñó mi

existencia, antes feliz y descuidada? ¿Quiénsino vos me dijo: Macías, mírame y ama?

-¿Yo?-Vuestros ojos, vuestros ojos se clavaron

cien veces en los míos y bien claro lo dijeron.¡Ah!, Elvira, yo he aprendido bien a mi costa aleer en ellos.

-Santo Dios, ¿qué decís?

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-¿Juzgáis, señora, por ventura, que eslícito mirar a un hombre y elegirle con los ojosentre la multitud para abrasarle impunemente?¿Creéis que no vale tanto un hombre como unamujer? ¿Imaginasteis que su vida no es nada,que su existencia es vuestra? Vuestra, sí, si lacompráis; pero con una sola moneda, con lasola moneda que la paga; ¡con amor!

-Pero Macías, ¿deliráis?-Sí, deliro, porque te veo, porque te

hablo, porque esta era la felicidad que anhelabay que huía hace tres años. ¡Tres años, Elvira! Túsabes los días, los larguísimos días queencierran, cuando se pasan sin esperanza. Hehuido yo también, pero no hay hombre másfuerte que su destino. Te amo, Elvira, te adoro.Amame o mátame.

-Elegid, caballero, lo que gustéis -exclamó Elvira fuera de sí y haciendo unesfuerzo sobrenatural-. ¡Vos osáis ofenderme,vos abusáis de esa manera de mi locaconfianza! ¿Quién os ha dicho que os amé?

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¿Olvidáis que no puedo ser vuestra nunca,jamás?

-¡Yo olvidarlo, señora! ¡Pluguiera alcielo que me fuera dado olvidarlo! ¿Quién másdichoso entonces? Pero nunca creí que vosmisma os complaceríais en repetírmelo.Añadidme ahora que amáis a ese hidalgo

-¿Y si os lo dijera mentiría? Le amo...-¡Silencio! El infierno, el infierno se abre

en este momento ante mis ojos... Necio de mí,que consumí una vida entera de amor enconquistar este desengaño... pero, ¿qué veo?¿Lloráis? Elvira, ¿lloráis? Nos entendemos; sehablan nuestras almas a pesar de nosotros y delos obstáculos, confesadlo; es imposible que nome améis. No se ama nunca con este amor queme abrasa para no ser correspondido. Oscomprendo. ¿Teméis? ¿Miráis a todas partes?Bien, callaré, señora, callaré. Pero decidme osamo y nada más.

-Basta ya; ¡es imposible! ¿Paréceos quela superchería que conmigo usáis, y que este

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encuentro, casual sin duda, en la habitación delastrólogo, merecen de mi parte premio ygalardón? Creedme, joven imprudente, unmundo entero existe entre vos y entre mí; jamásle traspasaréis.

-¡Jamás!, ¡Dios míos!-Y escuchad; si queréis evitar mi odio, si

mi aprecio os interesa, jamás me habléis deamor; os prohibo que os presentéis delante demí, os prohibo que me dirijáis trova ni canciónalguna; os prohibo...

-Prohibidme el vivir, cruel, y acabaréismás pronto -contestó el doncel con toda laamargura de la desesperación.

-Juradlo, Macías, juradlo si soiscaballero.

-¿Que jure yo no amarte? Jurad vos noser hermosa, jurad que vuestra voz no serádulce y penetrante, jurad que vuestros ojos nome abrasarán en lo sucesivo y yo juraréentonces...

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-¡Silencio! Soy perdida. ¿No sentíspasos? ¿No oís? ¡Abrahem, Abrahem!

-Sí; pero esa puerta se cerrará...-¿Qué hacéis? Teneos. ¿Queréis hacerme

delincuente cuando soy sólo desgraciada?-Señor Fernán Pérez -dijo a este tiempo

la conocida voz del astrólogo en la antecámara-,entrad en mi habitación y daré satisfacción avuestras preguntas.

-El es -exclamó Macías apretando porúltima vez la mano de Elvira, que se desasió deél, y lanzando un ¡ay! agudo y penetrante, sedejó caer sobre el sitial que detrás de si tenía.

El lejano y repentino ruido de laconocida tormenta no pone más pavor en elcorazón del asustado marinero que el queprodujo en el pecho del hidalgo la vozacongojada que en balde intentaba desconocer.

-¡Santo cielo! -gritó-; ¡esta voz es la suya!-lanzóse en seguida en la habitación como seabalanza el tigre al redil llamado por el tímidobalido de la inocente oveja.

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Detúvole, empero, y acabó de confundirtodas sus ideas la presencia del doncel, que yaen pie, y echada la visera, parecía el ángeltutelar de la enlutada, puesto allí delante deella para defenderla de todo riesgo.

-Abrahem -dijo entonces vuelto hacia elastrólogo-, ¿quién es esta enlutada?

Fingía el judío hallarse en la mayoragitación.

-Señor -le respondió por último-,permitid que no descubra a nadie este secretoque se me ha encargado, y menos a vos...

-¿A mí?... Yo he de saberlo... Acercóseentonces resuelto, a la tapada, con ánimo alparecer de descubrirla.

-¿Qué hacéis, hidalgo?... -preguntó unavoz de trueno, deteniéndole al mismo tiempo elbrazo del doncel.

Llegándose entonces el astrólogo a ladama, que se había arrojado de rodillas como aimplorar piedad ante el celoso marido, asiólade una mano, y aprovechando el momento en

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que forcejeaba Hernán Pérez con el doncel,sacóla de la cámara, diciéndola al oídoprecipitadamente:

-Me ha sido imposible evitarlo; perosalvaos.

-La he de seguir -exclamó el hidalgo.-No mientras esté yo aquí -repuso el

doncel-. Id, señora...-¿Y con qué derecho?...-Con el de la fuerza.-¡Ah! os conozco, mis dudas se

desvanecen; ¿sois vos el doncel...?-Yo mismo. Sacad la espada...-¿Osado y descortés? Sacadla.-No en el alcázar -gritó el astrólogo

arrojándose entre los dos-. Imprudentes,respetad mis canas. Macías, no tenéis razónsino para envainar vuestro acero. Hidalgo, osdeslumbra tal vez...

-¡Basta, pérfido astrólogo! -gritó fuerade sí el irritado hidalgo-; ¡basta! Doncel,

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respetemos este lugar; pero en otra parte tengoque hablaros: salgamos.

-Salgamos -repuso Macías echando aandar tras el escudero-. ¡Tiempo hace que lodeseaba! -añadió en lo más profundo de sucorazón.

-¡Oídme! -gritaba el astrólogo-. ¡Teneos!Pero de allí a poco dejó de oír sus pasos

precipitados. Mirando entonces hacia la puertapor donde habían salido:

-¡Miserables -dijo cerrándola-, ospreciáis de fuertes y de entendidos y un torpeanciano juega con vosotros como con susmaniquíes! -abriendo en seguida lacomunicación que daba a la cámara de donEnrique, asió de una lámpara y bajó silenciosa,pero precipitadamente, la escalera retorcida.Daba la luz en parte sólo de su rostro, merced asu mano derecha, que interpuesta le defendíalos ojos del resplandor. Sonaban sus sandaliasde escalón en escalón, y su larga ropa crujíabarriendo el pavimento. Parecía el genio del

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mal de aquel oscuro alcázar, que recorría susmás recónditos rincones, buscando víctimasnuevas que sacrificar el día siguiente a suinsaciable furor.

CAPITULO VIGESIMOSEGUNDO

Cuando la noche cerró,Ambos se fueron armare,Cabalgaron a caballo,Salieron de la ciudade,Armados de todas armasA guisa de peleare.Rom. del marqués de Mantua.Con feroz expresión de alegría llegó

Abenzarsal a noticiar al conde de Cangas yTineo el funesto resultado de su biencombinada intriga; gran parte había tenido enella la casualidad; pero ni creyó oportunodeclarárselo así al conde ni acaso lo creería élmismo. Regocijóse mucho don Enrique deVillena al principio de su narración, pero fue

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oscureciendo su rostro una nube dedescontento cuando, llegando al desenlace dela escena referida en nuestro anterior capítulo,calculó que a la hora en que él estabaescuchando tranquilamente de boca delempedernido viejo la horrible maquinación,ésta podría estar costándole la vida a uno de losdos combatientes, pues no era difícil inferir quea pelear y no a otra cosa habían salido enaquella forma y a aquellas horas del alcázar elamoscado hidalgo y el impetuoso caballero.Parecióle de veras mal que pasase la burla tanadelante. Cuando había admitido para esteasunto los auxilios del astrólogo judiciario o sehabía lisonjeado de que éste Conseguiríacolocar las cosas en cierto punto del cual nopasasen, y que bastase, sin embargo, paraponer fuera de combate a sus enemigos; o loque es más probable, no se había tomado eltrabajo de reflexionar suficientemente que :laspasiones no se manejan con la mano, y que eltino ha de estar en ver cómo se ha de soltar el

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león de la jaula, porque una vez suelto, ni hayretroceder ni hay calcular dónde y cómo habráde parar el estrago. Como todos los hombresdébiles y faltos de energía, había procuradoahogar en un principio los latidos de suconciencia, si se nos permite esta atrevidametáfora. En balde trató el viejo redomado detranquilizar su espíritu y embotar susremordimientos presentándole el caso menosarriesgado de lo que era y debía ser realmente;en balde le citó mil ejemplos de desafíosempezados y no concluidos, y enumeróinfinidad de ellos terminados al llegar al campopor miedo de uno o de los dos adversarios, opor cualquiera extraña casualidad sobrevenida,o llevados a cabo, en fin, a costa sólo de algunasheridas de poca importancia y gravedad. Parahaber cedido a la insinuante persuasión delfísico era preciso no haber conocido elpundonoroso espíritu del hidalgo, y haberignorado completamente la fibra irritable y laarrojada decisión del doncel. Luchaba el conde

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con mortales angustias entre el deseo de verperdido al doncel y el temor de que quedaseenvuelto en su ruina su fiel escudero, cuyosleales servicios y cuya probidad, sólo cariño yrespeto le podían merecer. Si hubiera sidoposible que por una causa ajena enteramente deél hubiera desaparecido Macías y callado parasiempre la importuna honradez del hidalgo,hubiérase alegrado tal vez, pero la idea de queiba a recaer sobre su cabeza la sangre de unsemejante suyo, no era bastante malvado paraarrostrarla. ¡Estado infeliz del hombre que nipuede llamarse bueno ni malo completamente,en cuyo corazón domina todavía elconocimiento de lo primero, sin el suficientevigor para desechar lo segundo! El tiempo,entretanto, corría, y era forzoso decidirsepresto.

-Abenzarsal -dijo por fin Villena con laviolencia que se hace el enfermo para pasar deun trago la amarga medicina a que ha de debermal su grado su salud-, Abenzarsal, me habéis

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perdido. Nada habéis hecho por mí si muerealguno. Corramos a evitar una catástrofe. ¡Ayde nosotros si llegamos tarde! No os mandé yotanto

-¿Qué dices, señor? -repuso asombradoel astrólogo, que contaba todavía con laindecisión del conde y con su propia elocuenciapara acabarle de determinar-. ¿Pretender logrartus planes con semejante cobardía? ¿Nadaquieres sacrificar? Nada, pues, lograrás. Elentendido maestro corta un brazo para salvarlos demás miembros. Los términos mediosnada remedian. Dejémosles correr su suerte. Sisu constelación, por otra parte, es morir, ¿quépoder tendremos para contrastar los astros?

-¡Los astros!, ¡los astros! Acostumbradoa ese pérfido lenguaje, queréis deslumbraros avos mismo. Si uno de ellos está pereciendo eneste instante, ¿qué astro sino vuestra intriga leshabrá perdido?

-Eso querrá decir, don Enrique, que suconstelación era que les perdiese mi intriga.

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-Basta, Abenzarsal -gritó Villenamirando al reloj-. Cada grano de menuda arenaque veis caer en la parte inferior de esa vasija esuna gota de sangre tal vez, y no encierrantantas gotas las venas de ningún hombre comogranos contiene ese arenero. Abenzarsal yoquiero que su constelación no ordene sumuerte; venid conmigo...

-¿Adónde? ¿Quién es capaz de adivinardónde han dirigido sus pasos en medio de lastinieblas de la noche, dos locos, que...?

-Locos, sí, locos; pero hombres, en fin,que cuerdos o locos no tienen más que unavida, y ésa la perderán si les dejamos.

-¿Y bien? ¿Serán los primeros que hayanmuerto víctimas de su necedad? ¿Soy yo, porventura, quien les ha persuadido de que valetanto una hermosura pasajera como la vida delhombre? Si no han aprendido a conocer a lamujer, ¿será nuestra la culpa de su muerte?¡Insensatos! Los que consienten en morir por unser pérfido no merecen que dé nadie dos pasos

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para salvarles la vida. ¿Serán por ventura másfelices cuando la conserven para vivir esclavosy fascinados por el loco capricho de un sexoenvenenador, para creer gozar en una falsasonrisa, para llorar lágrimas de sangre ante uninjusto desdén? Su muerte será acaso sufelicidad.

-¡Sofisma, Abenzarsal, bárbaro sofisma!-Es decir, pues -replicó el viejo, batido

en sus últimos atrincheramientos-, es decir...-Es decir, viejo insaciable, que no

consiento réplicas. ¿Cuánto oro necesitas paraceder? ¿En cuánto aprecias la vida de doshombres?

-Si por eso lo decís, en nada. De baldeles salvaré.

-Tomad, sin embargo -repuso Villenaarrojándole otro bolsón parecido al que pocoantes le había dado-, tomad y acallad con orovuestra conciencia, si es que os remuerde deobrar bien alguna vez. Vamos de aquí. ¡Quierael cielo oír mis votos! Aseguraremos sus vidas,

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y no nos faltarán medios después paradeshacernos de ellos de un modo menosculpable.

Al decir esto asió del brazo al astrólogo,que obedeció de mala gana a la violencia que sele hacía.

-¡He aquí el hombre! -salió diciendoentre dientes detrás de Villena, que a pasosprecipitados se lanzó fuera del aposento-.Inventa recursos, Abenzarsal -añadió hablandoconsigo mismo-, imagina arbitrios paraengrandecer a un ser débil y de carácterindeciso, y él mismo derribará la obra quehayas edificado. ¡Remordimientos,remordimientos dos hombres! Sin embargo, simueren por una hermosa, la hermosa al sabersu muerte, la colgará como trofeo en el altar desus conquistas, y volverá los ojos a emponzoñartranquilamente con sus nuevas sonrisas ydesdenes la existencia de un tercero. ¡Ynosotros, entretanto, con remordimientos!

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Mientras esto pasaba en la cámara dedon Enrique de Villena, caminaban hacia elsoto de Manzanares con el mayor silencionuestros dos competidores. El hidalgo, al salirpor la puerta del cubo de la Almudena, sehabía vuelto a Macías, que le seguía con laindiferencia y serenidad de un hombre quenada espera y que está por consiguientedispuesto a todo, y le había dicho: ¡Error! No seencuentra el origen de la referencia. Al decirestas palabras, que fueron sin duda oídas,aunque no contestadas, hizo un ademán con lamano dando a entender que debían seguiralgún trecho más adelante, camino de la casade El Pardo que a la sazón edificaba donEnrique el Doliente en medio del famoso soto.Macías manifestó su asentimiento a talproposición, siguiéndole a pocos pasos. Asíanduvieron largo trecho, conservando siempreentre sí igual distancia y el mismo silencio;parecían en medio de la oscuridad dos troncoscortados a igual altura, que movidos de

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impulso extraordinario, se trasladaban a otropunto, por entre sus muchos lozanoscompañeros, que desafiaban a las nubes consus altas copas, por cuyas ramas pasaba,agitándolas y susurrando tristemente, el vientode las vecinas sierras. Por fin, llegaron a unaespecie de plazoleta formada por los leñadores,que habían hecho su carga en aquel parajederribando algunos arbustos y matorrales.Paróse al entrar en ella el hidalgo, miró enderredor, y dando con el pie en el suelo ydesembozando su corto capotillo, -. Imitó eldoncel su acción, y desenvainando su espadasosegadamente, esperó a que le acometiera sucontrario con resuelto continente. Desenvainóla suya también el escudero, pero antes deproceder al combate cruel que les esperaba:

-No creo inútil -dijo al doncel- quefijemos los pactos de nuestro duelo. En primerlugar deseo preguntaros si tenéis noticia de unamúsica que se dio no hace muchas noches al pie

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de la ventana de mi señora la condesa deCangas y Tineo.

-Sí -contestó Macías secamente-.Defendeos.

-Esperad. ¿Y sabéis quién era el músico?-No me creo obligado a contestaros -

repuso Macías en el mismo tono, volviendo ahacer ademán de dar principio al combate.

-¿Y queréis decirme quién era la damaenlutada que acusó esta mañana en públicacorte a mi señor el conde?

-Los mismos datos tenéis para conocerlaque yo.

-¿Qué motivos tuvisteis para abrazar sudefensa?

-Los que creí justos.-¿Cómo os he encontrado solo con ella

en el laboratorio del judío? ¿Sabéis que soy suesposo?

-He dicho una vez por todas que no mecreo obligado a responderos. No acostumbro asufrir interrogatorios.

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-No me podréis negar que unaentrevista de esa especie supone relaciones quemi honor...

-Vuestro honor está ileso. Vuestraesposa, inocente.

-Probádmelo.-Con la punta de mi espada, al

momento.-¿No tenéis, pues, otras pruebas?-Para hablar, hidalgo, no necesitábamos

habernos apartado tanto de Madrid.-Decís bien -repuso el hidalgo, en quien

la ira crecía más y más en el corazón con cadarespuesta del arrogante mancebo-: vengamos,pues, a los pactos de nuestro duelo. El quevenza...

-El que venza -dijo Macías irritado yapor la tardanza- enterrará al otro, o lo dejará, sile parece mejor, para pasto de los cuervos deCastilla.

-Si le venciese, empero, sin matarle,podrá imponerle...

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-Os prevengo, hidalgo, que no mevenceréis sino matándome. Por lo demás,recordad que no estáis armado caballero, ycuando me sujeto a reñir con vos, no puedehaber pacto por consiguiente entre nosotros.

-No estoy armado, pero soy hidalgo. Porno haberla recibido no desconozco la orden decaballería...

-Probadlo, pues.Bien vio el hidalgo que en balde

intentaría obtener de su adversario másamplias explicaciones. Meditó un momentobuscando en su imaginación algún medio quepudiera hacerle conocer si era realmente tanculpada su esposa como él lo había imaginadoo si habría procedido de ligero; pero nohallando ninguno, y temiendo, por fin, que susdilaciones diesen motivo al doncel para dudarde su valor, púsose en actitud de acometer sinproferir más palabras, y dentro de pocosinstantes sonaban ya las espadas cruzándosecon desapacible y temeroso ruido. La oscuridad

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no permitía una defensa tan hábil como laexigía la seguridad de cada uno; pero encambio podemos decir que realmenteentrambos a dos tiraban más bien a ofender alcontrario que a resguardar su propia vida delcontrapuesto acero. Por otra parte, los dosmanejaban las armas y las conocíanperfectamente.

Imposible nos fuera enumerar ydescribir los golpes que se tiraron y las heridasque recibieron: nada dicen de esto las leyendas.Lo único que podemos asegurar, como si lohubiéramos visto, es que a poco rato deencarnizada refriega, se hallaba ya tinto el sueloen más de un paraje con la roja sangre de loscombatientes. Ni una palabra se oía; ni unaexclamación involuntaria que exhalara algunoal sentirse herido o al conocer que su estocadahabía dado en el cuerpo del contrario; y elaullido de algún lobo, que al ruido del hierrohuía precipitadamente todo espantado del sitio

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del combate, era el único rumor que en grantrecho a la redonda se percibía.

De allí a poco, parándose de pronto eldoncel y clavando en tierra la punta de suespada:

-Hidalgo -dijo en voz baja-, teneos; ¿nohabéis oído algo?

-Nada -respondió el hidalgo, cesando depronto en el acometer.

-Imaginé haber oído pies de caballos enel camino inmediato, y aun si mi oído no meengaña, pasos de alguna persona entre esosespesos matorrales.

-Alguna fiera que busca su guarida.¿Estáis cansado?

-De vivir y de que me resistáis. Esperoque no podré temer una emboscada ni...

-¿Qué decís? ¿No hemos salido juntos?-Perdonad.-¿Estáis herido?-No -contestó Macías con voz que

reprimía el dolor, tal vez, de los golpes

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recibidos-. No es vuestra la herida que meduele.

-Ahora creo yo oír gente -dijo a su vezFernán-; sintiera que nos interrumpiesen.

-¿Interrumpir, hidalgo? ¡Ea!, acabemosde una vez. A buen tiempo llegan; enterrarán alvencido.

-Acabemos -respondió Fernán.Y volvieron con nuevo furor al

interrumpido combate, no ya como hastaentonces batiéndose según las reglas de lacaballería, y atacando y respondiendo. Alzadasa un tiempo mismo las espadas, descargábanlassimultáneamente, sin cuidar más de la defensaque si tuvieran dos vidas. Iban a acabarse muypresto uno a otro, pues que si bien Macíasllevaba indudablemente ventaja en el manejode las armas, la oscuridad y su rabia no lepermitían usar de ella, y el hidalgo reñía concelos. La casualidad, empero quiso que HernánPérez, al arrojarse sobre su adversario pusieseel pie en un paraje del suelo humedecido con la

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sangre que ambos habían perdido, y por tantoresbaladizo; no bien le había sentado, cuando elmismo impulso que su cuerpo llevaba le hizovenir a tierra a los pies del enfurecido doncel.Vencedor ya éste, dirigió la punta de su espadaal rostro del caído.

-¡Sois muerto! -le gritó; pero al mismotiempo una mano, más fuerte que las manosunidas de diez hombres, asiendo del brazo delvencedor, no sólo le detuvo en su mortíferointento, sino que levantándole en el aire, leapartó largo trecho del sitio de la pendencia,con la misma facilidad que lleva el viento unligero copo de nieve de una parte a otra. Novolvía el doncel de su aturdimiento, ni acababade entender el caído hidalgo cómo le duraba lavida todavía.

Oyóse al mismo tiempo gran ruido decaballos que se abrían paso por entre laespesura de la selva.

-¡Aquí están -decían unos a otros-, aquí!

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Llegándose en seguida dos de losjinetes, que para alumbrarse traían teas en lamano, al que en el suelo yacía, y no debía deestar muy bien parado según lo indicaba suextrema palidez; probó a levantarse al sentirsobre sí aquella máquina de gentes extrañas,pero inútilmente; el terrible golpe que acababade llevar, cayendo cuan largo era, había abiertomás sus heridas, y así permaneció en tierra,esperando en silencio el desenlace de aquellaextraordinaria interrupción. Macías, en tanto,buscaba con los ojos, por todo lo que alcanzabaa ver a la luz de las teas, al atrevido que habíaosado apartarle de aquel modo, tan incivilcomo peregrino, de su ya conseguida victoria;pero en cuanto los de las teas hubieronreconocido al hidalgo y a su contrario, matandolas luces de repente:

-El caído es Fernán Pérez -dijo el queparecía principal de ellos-; el otro el doncel.

Y no bien hubo acabado estas palabras,cuando precipitáronse tres jinetes sobre el

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doncel, que se dirigía ya hacia ellos con elobjeto de reconocer qué gente fuese,desenvainaron las espadas y comenzaron aacometerle todos a una con la ventaja de loscaballos y con la de gente no cansada ya comoél de pelear. Amparó Macías en tan inminentepeligro sus espaldas del tronco de un árbol, ydefendíase como un león acosado a la puerta desu caverna por una manada de hambrientoslobos.

-Date -le gritó uno de los tres-; noqueremos tu vida, sino tu persona.

-Jamás, cobardes -les gritó Macíasdefendiéndose con bizarría, y a los primerosgolpes acertó a dejar a uno desmontado,hiriéndole peligrosamente el caballo. Loscompañeros, que vieron tan indeciso elcombate, acudieron en número de otros tres alauxilio; y era evidente que Macías no hubierapodido resistir mucho tiempo a lucha tandesigual.

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-Date -repitió el mismo que habíahablado al ver llegar el socorro-, date o eres...

No pudo acabar la frase, porque dioconsigo en tierra desde el caballo, con no pocaadmiración del doncel, que entretenido conotro, no había podido ofender al que hablaba.Igual suerte tuvo de allí a un momento el quemás acosaba a Macías.

-¡Mueren por sí solos mis enemigos! -exclamó Macías-. Villanos -prosiguió cobrandoánimo con la invisible protección que el cielo ledaba-, rendíos, y decid quién sois, y qué intentoos ha traído. Si sois salteadores...

-¡Muera! -dijo uno de los tres que lequedaban acometiendo-. ¡Muera! Yo darécuenta de su muerte. El ha muerto a tres de losnuestros. Abalanzóse sobre él Macías, peroantes que su espada hubiese llegado a tocarle-:¡Cielos!, ¡soy muerto! -y cayó cuan largo era.

Al oír esta exclamación tan inesperada,llenos de terror sus compañeros, dieron a corrergritando:

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-¡Es hechicero! ¡Es hechicero! ¡El diablole defiende!

Arrojóse tras ellos Macías, pero conocióque sería vano intento querer alcanzarlos;detúvole en aquel punto la misma mano queparecía haberle salvado aquel día de tantospeligros.

-¿Quién eres? -iba a decir Macías a suinvisible protector, cuando una voz ronca queparecía hablar sola en medio de las tinieblas,dijo con reposado continente:

-¡Voto va! dejad ese venado, que nisirven esas piezas para yantar, ni menos paravestir. El montero de ley no ha de cazar nuncaraposas, cuando puede cazar venado másnoble.

-¡Cielos! -exclamó Macías-; ¿eres tú,Hernando? ¿Es a ti a quien debo esta noche laexistencia acaso?...

-¡Por Santiago! Yo creí que ya sabía miamo el doncel Macías que donde está la fieraallí está Hernando.

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-¡Hernando! -exclamó Macíasarrojándose en sus brazos.

-Vaya, dejemos eso. Si esta noche medebéis la vida yo os la estoy debiendo todo elaño, pues me mantenéis. ¡Voto va!, ¿y qué piezaera ésa que estaba ahí tendida?

-Hernando, me recuerdas mi deber;busquemos a ese desgraciado. Está vencido ydebemos dar treguas al rencor.

Pusiéronse a buscar en seguida alhidalgo, pero inútilmente.

-¡Esta es buena! -dijo Hernando-. Lospícaros lo han llevado. ¡Bella presa! ¿No dije yo,señor, que no podía salir nada bueno de eseastrólogo? A mí líbreme Dios de hombre queno caza. En su vida ha cogido un venablo.

-¡Ea! Hernando, esas reflexiones sonpara otro lugar; puesto que el hidalgo noparece y que nosotros cumplimos ya connuestro deber, partamos. Necesito curar misheridas...

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-¿También eso? Vamos, señor; ¡viveDios! Hernando quiere que lo manteen a él sivuelve a suceder, mientras estemos en estamaldita corte, que se separe un punto de suamo y señor.

Concluida esta imprecación, hicieronotro rebusco por si a una parte u otra podríanencontrar vivo o muerto al escudero. Y yendoapoyado Macías en su fiel montero, por el dolorque empezaban a causarle las heridas, tomaronen seguida el camino de Madrid, por el cualningún vestigio habían dejado los de loscaballos, si es que por él habían pasado.

CAPITULO VIGESIMOTERCERO

¿Qué mal tenéis, caballero?¿Queredes me lo contare?¿Tenéis feridas de muerte?¿O tenéis otro algún male?-Hame ferido Carloto,

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Su fijo del emperantePorque él requirió de amoresA mi esposa con maldade.Porque no le dio su amorAl en mí se fue a vengare.Pensando que por mi muerteCon ella había de casare.Rom. del marqués de Mantua y

Valdovinos.Cuando Elvira fue sacada de la mano

por el astrólogo de su cámara, a la inesperadaentrada de Fernán Pérez de Vadillo, apenastuvo tiempo aquél de indicarla que habiendoinformado ya a Su Alteza de sus circunstancias,la daba éste licencia para restituirse a suhabitación tranquilamente hasta el día en que,realizándose el combate, hubiese de concurrir asostener en el juicio de Dios su acusación, pormedio de sus pruebas o del esfuerzo delcaballero que había escogido por campeón.Pero por una parte, ella esperaba ya esteresultado, y por otra el sobresalto en aquel

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primer momento no podía dar lugar a lareflexión; así que, huir debió ser su primercuidado. En realidad, ninguna de las accionesde Elvira era culpable; por un exceso deamistad poco común, y animada del espíritucaballeresco y reparador de agravios que sedejaba sentir tan generalmente en aquellaépoca, se había lanzado a un acto degenerosidad que nadie podía reprocharle conrazón fundada. Conociendo que no podíavengar a la condesa, o descubrir su suerte yparadero, sin ofender al conde, de quien al finera escudero su esposo, un principio dedelicadeza le había inspirado la idea deocultarse, a lo cual se había añadido otraimportante consideración: no conocía en lacorte de don Enrique caballero tan valiente nigeneroso como Macías a quien dirigirse paraque amparase su debilidad contra el enemigoque iba a granjearse; pero era demasiadoperspicaz para no conocer cuán falsa era laposición en que estaban uno respecto de otro, y

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demasiado virtuosa para no tratar de huir detoda ocasión en que pudiese aventurar aquélverbalmente una declaración que ya tantasveces le habían hecho sus ojos con elocuentesilencio. En este asunto no había, pues, en susacciones otro delito ostensible contra su esposo,sino aquella especie de reserva que con él habíaguardado; reserva tanto más disculpable,cuanto que a no haber sido por la intriga delastrólogo, enteramente independiente deElvira, y que no podía por consiguiente haberentrado en sus planes, le hubiera salido amedida de su deseo, puesto que sólo se hubierasabido que era ella la acusadora, del modo quesabemos haber estado en un baile de máscarasuna persona a quien creemos haber conocido,pero que no se descubrió nunca en él y queniega constantemente su asistencia; lo cual noes saber las cosas, sino dudarlas. El que suesposo la hubiese encontrado sola con el doncelen el laboratorio del químico, ella sabía, y el

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lector sabe perfectamente, que no podía serargumento contra ella.

Pero el lector sabía acaso una cosa queElvira no sabía por lo visto, o que no habíareflexionado bastante, y es que no hay posiciónmás falsa que aquella en que se pone unapersona al guardar secretos para otra que tienederecho a exigir una total franqueza. Elmisterio hace aparecer culpables las cosas másinocentes, y por otra parte es fuerza confesarque si las acciones de Elvira no eran culpables,acaso no podía ella decir otro tanto de suspensamientos, por más que procurasesofocarlos de continuo; y cuando nosotrosmismos nos reconocemos culpados, de nadasirve para nuestra tranquilidad que nos tenga elmundo por inocentes. Si sólo hubiera abrigadoElvira indiferencia con respecto a Macías, no sehubiera creído perdida al ver entrar a Vadillo;de lo cual es forzoso inferir: primero, que Elvirahuyó de sí misma, creyendo huir de su esposo;y segundo, que para ser malo es preciso serlo

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del todo; una mujer menos virtuosa que Elvira,en todo este desgraciado asunto no hubieracomprometido ella misma su seguridad,porque hubiera calculado más y dominadomejor sus emociones.

Su primer pensamiento fue huir sinsaber adónde; pero a poca distancia delaposento de Abenzarsal ofreciéronse a suimaginación las reflexiones todas que hubierandebido ocurrírsele un momento antes: erainocente; declararía a su esposo francamente suposición, y esta franqueza la granjearía más ymás su aprecio. ¿Y adónde podría dirigir suspasos sino a su habitación? Cualquiera otropartido hubiera sido indisculpable. Llena de laidea de que en último resultado nada podíaechársele en cara, pues que había sabido resistira las seductoras palabras del doncel y nadahabía en su conducta verdaderamentereprensible, dirigióse a su departamento, no sinluchar algún tanto, y aunque a su pesardesventajosamente, con el recuerdo

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perseguidor del diálogo que acababa de tenercon un hombre más peligroso de lo que ellapensaba para su tranquilidad. Habíanlaseguido sus dueñas, inquietas al notar suzozobra e indecisión.

Quitáronla el manto en cuanto llegó y elantifaz, y pudo entregarse ya más libremente areflexionar sobre su verdadera posición.

La primera idea que entonces le ocurriófue el riesgo de un próximo rompimiento enque había dejado a Macías y a su esposo.Segura, empero, e ignorante, al mismo tiempo,de las sospechas y recelos que le atormentabande algún tiempo a aquella parte, no creyó quelo ocurrido pudiese ser motivo suficiente paracomprometer su existencia; a lo cual se agregala reflexión de que a aquellas horas y en aquelsitio tan inmediato a la cámara de Su Alteza, noera posible que se enredasen de palabras hastael punto de realizar sus temores; y para el otrodía se prometía haber desvanecido ya todogénero de duda en el corazón de Vadillo con

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respecto a su conducta, porque en esta materialas mujeres suelen contar siempre demasiadocon los recursos que concedió el cielo a su sexo,naturalmente fascinador y artificioso.

Más serena con estas reflexiones, esperóla llegada de su esposo con toda tranquilidadque en su posición cabía, si bien sin hacer casode las continuas interrupciones con que elpajecillo cortaba de cuando en cuando el hilode su meditación. Viendo éste, por fin, que eraninútiles cuantos recursos empleaba paradistraer a la melancólica Elvira, y que tampocoestaba ésta por entonces de humor de descargaren su pecho el peso de sus secretos, decidióse aguardar silencio, esperando otra ocasión máspropicia de averiguar las penas que debían deafligir a su hermosa prima. Retiróse con malhumor a un rincón de la pieza por ver si lellamaba al cabo de un rato de desvío; pero nohabiendo surtido tampoco efecto alguno esteinocente arbitrio, quedóse al cabo de un ratoprofundamente dormido, con aquel sueño que

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tan fácilmente se toma como se deja en aquellafeliz edad de la vida que nuestro pajealcanzaba.

Mucho tardó en llegar el momento tandeseado y temido, al mismo tiempo, de Elvira;pero cuando, por fin, después de horas enterasde ansiosa expectativa, vio a su esposo, ¡cuándistinto le vio de lo que esperaba! Abrióse lapuerta de la cámara, y lo primero que se ofrecióa la vista de Elvira fue Fernán, llevado enbrazos de dos siervos del conde de Cangas yTineo. Apenas creía a sus ojos; pero cuando nopudo rechazar por más tiempo la horriblerealidad, arrojóse hacia él exhalando un ¡ay!que salía de lo más hondo de su corazón y quehizo abrir al herido los ojos lánguidamente, sibien volvieron a cerrarse casi en el mismoinstante.

-¡Vive, vive! -exclamó la desdichadaesposa reparando su movimiento, y llegandosus labios a los suyos para reanimar suamortiguada vida.

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Dirigió en seguida a los que le traían milpreguntas, que se sucedían tan rápidamenteunas a otras, que apenas dejaban entre síespacio para las respuestas.

-¡Dios mío! ¡Dios mío! -exclamó medioinformada ya de lo ocurrido-. ¡Fernán Pérez!¡Querido esposo! -estrechábale en sus brazos,regaba el pálido rostro de Vadillo con susardientes lágrimas, cogía una de las manos delherido entre las suyas, acercaba éstas otra vez asu corazón por ver si palpitaba todavía... Enuna palabra, en aquel momento Macías enterohabía desaparecido de su imaginación; suesposo, herido, bañado en su sangre,moribundo, acaso por su imprudencia, laocupaba toda. Toda lucha había desaparecido,y el más débil, el más necesitado, triunfabaentonces en su corazón de mujer.

Dejémosla entregada a su acerbo dolor yal tierno cuidado del doliente hidalgo; otrospersonajes de nuestra historia reclamaban porahora nuestra atención. Con respecto al

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caballero, no había salido tan mal parado de larefriega, pero no dejaban de reclamar susheridas algún cuidado. Apoyado en el brazo desu tosco montero, llegó a las puertas de Madridy del alcázar poco después que su adversario.Introducido en su cuarto, salió Hernandoinmediatamente a buscar un maestro en el artede curar, como se llamaba entoncesgeneralmente a esos seres de suyo carnicerosque llamamos en el día cirujanos, el cualmaestro declaró que ninguna de sus heridas eramortal con tanta seguridad y un tono tandecisivo, como si él efectivamente lo supiera.Aplicóle las yerbas que más convenientes lehubieron de parecer, y por esta vez hubierasido notoria injusticia dudar un solo momentode su ciencia. Corrióse por la Corte al puntoque el doncel favorito de Su Alteza, a quiennadie conocía en lo distraído de su vuelta deCalatrava, había tenido un duelo singular en elsoto de Manzanares, de cuyas resultas debíaguardar el lecho por algunos días. Y en

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atención a que el escudero de don Enrique deVillena había necesitado también los auxiliosdel arte, y se hallaba igualmente en cama, no sedudó un momento que hubiese sido entre losdos el ruidoso duelo. Ahora bien: sabido esto,no era dificil que la pública maledicenciaañadiese alguna particularidad notable a lascircunstancias de la desavenencia y que tratasede hallar el verdadero motivo de ella.

Algunos de los enemigos del conde deCangas no necesitaron más que asegurar queéste, cuya natural prudencia era pública,tratando de evitar la necesidad, siempredesagradable, de responder a la acusaciónintentada contra él, y sostenida por el doncel,había determinado a su escudero a acometer aaquél, acompañado de otros varios, una tardeque había salido a halconear por el soto deManzanares; relación a que daba bastanteverosimilitud la circunstancia de haber vueltoFernán en brazos de algunos siervos del deVillena. Otros, sin embargo, de los amigos de

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Macías que habían notado su singularaislamiento, su profunda tristeza y que habíancreído interceptar en varias ocasiones algunasmiradas de rencor dirigidas por el doncel aVadillo, y que recordaban con este motivo unaserenata dada cierta noche a los pies de lahabitación de la condesa, no se sabía por quién,tuvieron lo bastante para decir que el doncelhabía puesto los ojos en cierta dama, cosa queno le había parecido bien, según ellos, alhidalgo, que aunque no era caballero, eramarido, y según malas lenguas un si es no esceloso A esta versión daba algún peso tal cualsonrisa maligna que el judío Abenzarsal habíadejado escapar en algunos corrillos de la corte,donde se había referido el duelo singular. Elpropalar estas especies no era, en verdad, serviramistosamente la pasión de Macías ni hacergran favor a la buena opinión y fama de Elvira;pero hay autores que aseguran que la amistadno excluye la envidia, de donde infieren que lasconversaciones de los amigos no son siempre

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las más favorables. Nosotros, que estamos lejosde participar en esta opinión arriesgada,creemos más bien que algún amigo de Macíassospechó aquella explicación como la mássatisfactoria y natural sobre el lance ocurrido;éste, en confianza, comunicaría su idea a algúnotro amigo, quien la trasladaría a otro bajo lamisma fe del secreto, de cuyo modo fuecorriendo la noticia; y como nosotros somosdefensores acérrimos de los amigos, en loscuales creemos como en nuestra salvación, nosatrevemos a asegurar que al repetirse susconjeturas de boca en boca, siempre iríanacompañadas de aquellas expresiones cariñosastales como: «Pobre Macías! ¿Sabéis que eldesafio fue por Elvira? ¿Qué decís? Sí, no lodigáis; pero es indudable, está perdido deamores por ella, y es lástima, ciertamente», yotras semejantes que descubren a cien leguas lamás pura amistad hacia el objeto de talesconversaciones.

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Lo cierto es que esas voces corrieron, ycomo fieles historiadores, nos creemosobligados a asegurar, porque lo sabemos debuena tinta, que ni Macías ni el hidalgopudieron dar lugar a ellas. Aquél estaba hartointeresado en guardar el más riguroso silenciosobre punto tan delicado, y a éste no podíaconvenirle en manera alguna poner en claro lacausa verdadera del desafío, pues tan de cercatocaba al honor de su esposa. El mismo EnriqueIII tentó más de una vez el vado con Macías,usando de las expresiones más afectuosas; peronunca pudo recabar nada de él, y otro tantosucedió con el hidalgo, a quien quiso arrancarel conde de Cangas y Tineo la confesión deaquello mismo que él sabia va demasiado bienpor el astrólogo judiciario.

Por lo que hace a éste y al ilustrecolaborador de su funesta intriga, ya habráconocido el lector que, después de losescrúpulos que habían atormentado, comoarriba dejamos dicho, al indeciso conde, habían

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salido ambos con varios criados en busca de losdesafiados, con el intento de salvar al escuderodel peligro que le amenazaba peleando con tanacreditado caballero como era Macías, y dehacer desaparecer a éste de la Corte,apoderándose de su persona, como en aquellostiempos solían practicarlo los poderosos con losdébiles, y encerrándole después en alguno delos castillos del conde, desde donde no hubierapodido volver a oponer obstáculos en su vida alos planes del nigromántico, como le llamaba elvulgo justa o injustamente.

Si este proyecto se había malogrado, nohabía sido en verdad por culpa del intrigantemaestre, ni de su servicial consejero, sinomerced al valor de Macías y a la desconfianza,penetración y fuerza sobrenatural del monteroHernando, quien, luego que había visto salir enaquella forma a su señor y al escudero, nohabía dudado un solo momento en seguir suspasos a lo lejos y en espiar todas sus acciones,como el lector ha visto en nuestro capitulo

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anterior. Apenas había podido distinguir enmedio de la oscuridad cuál de los doscombatientes era su señor, pero luego que notóque uno de ellos había caído, creyó que en todocaso lo más seguro era separarlos, y sólo al asirdel que era realmente su amo, le habíaconocido.

No sabemos si era su intenciónfavorecer, como favoreció, a su enemigo, perolo que no se puede dudar es que sin su destrezaen herir a los servidores del conde con losvenablos arrojadizos de que se había provistoantes de salir del alcázar, acaso se hubieraterminado nuestra historia mucho antes de loque nosotros mismos deseamos, y de lo quequisiéramos que desearan también nuestroslectores.

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CAPITULO VIGESIMOCUARTO

Todo le parece pocoRespecto de aquel agravio;Al cielo pide justicia,A la tierra pide campo,Al viejo padre licencia,Y a la horda esfuerzo y brazo.Rom. del Cid.Después del mal éxito que había tenido

la tentativa de don Enrique de Villena y deljudío Abenzarsal para quitar de en medio elestorbo de Macías, apenas les quedaba a éstosotro recurso que esperar el sesgo que quisiesentomar las cosas.

En realidad sólo podían temer ya de élfundadamente el juicio de Dios, que acerca dela acusación quedaba pendiente, porque lasmedidas que habían tomado para asegurar elmaestrazgo habían sido tales y tan buenas, queaunque quedaban declarados por la parcialidadde don Luis de Guzmán gran número de

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castillos y lugares de la Orden, podía contar elmaestre, sin embargo, con la mayor parte.Estaban por él Alhama, Arjonilla, Favera,Maella, Macalón, Valdetorno, la Frejueda,Valderobas, Calenda y otras villas delmaestrazgo, con más infinitos castillos, en loscuales había puesto ya alcaides a su devoción.Con respecto a Calatrava, donde estaba elprimer convento de la Orden y el clavero,hechura todavía del maestre anterior, no sehabían apresurado a prestarle el homenajedebido, sino que habían respondido, tanto a élcomo a Su Alteza, que convocarían el capítulopara elegir y nombrar, según los estatutos de laOrden, al maestre. Lisonjeábase el clavero en surespuesta de que la elección de Su Altezahubiese recaído en un príncipe tan ilustre y desangre real, y se prometía que los votos todosunánimes de los comendadores y caballerosserían conformes con los deseos del rey donEnrique; pero esto era, en realidad, resistirse ala arbitrariedad y ganar tiempo con buenas

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palabras. El artificioso conde no había creídooportuno, sin embargo, intrigar para que seacelerase la reunión del capítulo, porque seprometía acabar de ganar las voluntades de susenemigos en el ínterin, y sólo Luis de Guzmánera el que no perdonaba medio de llevar a cabocuanto antes sus intenciones. Presentóse enconsecuencia, a Su Alteza con una humildedemanda firmada por él y sus parciales; en ellaalegaba el derecho de la Orden de elegirse sumaestre, y no dejaba de apuntar el que creíatener a la dignidad de que estaba ya casi enposesión el de Villena. No fue tan bien recibidaesta moción de Su Alteza como se esperaba;pero el rey Doliente era demasiado justicieropara atropellar abiertamente los fueros de unaOrden tan respetable, convencido, además, deque el cielo había designado para maestre a suilustre pariente, curábase poco de creer en laposibilidad de otra elección, y así, fue sudecisión que el capítulo se reuniría en cuanto élrecibiese las noticias que esperaba de

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Otordesillas, que eran en realidad las que máspor entonces le ocupaban, pues deseabaardientemente que su esposa doña Catalinadiese a luz un príncipe digno de suceder en sucorona, si bien estaba jurada ya princesaheredera por las Cortes del reino la infantadoña María su primogénita. Más de unastrólogo de los que en aquellos tiempos decredulidad y superstición vivían especulandocon la pública ignorancia, le habían lisonjeadocon esperanzas conformes con sus deseos.Quedó, pues, pendiente por entonces el litigiodel maestrazgo, y cada uno de los contrincantesprocuró aprovechar aquel intervalo paraengrosar su partido. Don Enrique era,entretanto, el mejor librado, pues disfrutaba abuena cuenta de las prerrogativas y de granparte de las rentas y dominios del maestrazgo,que la adulación de sus parciales se habíaadelantado a poner a su disposición.

Quedaba en pie, solamente, la otramerced que en la mañana de la acusación de

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Elvira había dispensado Su Alteza al adversariode Villena. Pero no tardó mucho Macías enestar en disposición de concurrir de nuevo a lacorte, y de acompañar al Rey en sus partidas decetrería, especie de caza de que gustaba muchoSu Alteza, y en que su doncel sobresalíasingularmente; afianzóse más en ella la amistadque el Rey le profesaba; en consecuencia, de allía poco Su Alteza mismo quiso, como lo habíaprometido, poner el hábito de Santiago a sudoncel; esta ceremonia, con toda la solemnidadque de tal padrino podía esperarse, se verificóen la iglesia de Almudena, con presencia delmaestre de la Orden y de todos loscomendadores y caballeros santiaguistas queasistían a la sazón a la corte; favor singular quehubiera lisonjeado singularmente el amorpropio de Macías si hubiese él podido desecharla funesta idea que le perseguía siempre portodas partes desde que por primera vez habíavisto a Elvira, y en particular desde que laexplicación desgraciada que había tenido en la

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cámara del judío no había podido dejarle a elladuda alguna acerca de su amorosa pasión.

El doncel, desde aquella funesta noche,no había vuelto a ver al objeto de su amor, queviviendo en el mayor retiro, y cuidando sólo dela salud de su convaleciente esposo, evitabatoda ocasión de presentarse en público, fueseporque la tristeza, que cada vez se arraigabamás en su corazón, la hiciese no hallar gustosino en la soledad fuese porque se hubieseafirmado en quitar al doncel todo motivo deesperanza; fuese, en fin, por desvanecer en elánimo de Fernán Pérez de Vadillo todo génerode duda acerca de su irreprensible conducta.¿De qué servía, empero, al doncel no verpersonalmente a Elvira, si un solo momento nose separaba su recuerdo de su ardienteimaginación?

Entretanto se restablecía diariamente elhidalgo de sus heridas; el cuidado de su esposa,la flaqueza que aún le quedaba y la ausenciadel doncel, si no habían bastado a aplacar su

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rencor, contribuían no poco a debilitar la fuerzade sus sospechas y a embotar en gran manerasus primeros celos. Pero conforme ibavolviendo la serenidad al corazón de su esposo,conforme iba el peligro desapareciendo, volvíaa tomar imperio sobre Elvira el recuerdo de superdido amante. Le hubiera sido, además,imposible olvidarle del todo. En la Corteningún caballero hacía más papel que Macías,era raro el día que no tenía que oír de susmismos criados los elogios suyos que de bocaen boca se repetían. Ya había bohordado en laplaza con tal primor, que había dejado atrás alos mejores jugadores de tablas; ya habíacompuesto una trova o una chanzón tan tierna,tan melancólica, que no había dama que no lasupiese de memoria, ni juglar que no la cantaseal dulce son de la vihuela de arco, instrumentode quien dice el arcipreste de Hita, autorcontemporáneo.

La vihuela de arco fas dulses deballadas

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Adormiendo a veces, muy alto a lasvegadas,

voces dulces, sonoras, claras, et bienpintadas

A las gentes alegra, todas las tienepagadas.

¿Y cómo resistir, sobre todo, a estemágico poder, si al leer la trova o la chanzón,donde los demás no veían más que unabrillante poesía, Elvira no podía menos de leerun billete amoroso? Parecía que suscomposiciones la estaban mirandocontinuamente a ella, como los ojos de su autor.Miraba a veces a su esposo, al parecer, Elvira, ysu imaginación solía estar muy lejos de él. Unalágrima entonces, dedicada al doncel, solíaasomarse a sus ojos. Vadillo, convaleciente aún,la miraba absorto y enternecido: ¡Error! No seencuentra el origen de la referencia. Volvía ensí Elvira al oír esas palabras, un ocultosentimiento de vergüenza teñía sus mejillas de

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carmín, y la despedazaba la idea de abusar, sinquerer, de la credulidad de su esposo.

En los primeros días había esperadoElvira a que Fernán Pérez la hablase delacontecimiento que le había reducido a aqueltérmino; y lo había esperado con ansia y contemor, pero en balde. El hidalgo, fuese poramor propio, fuese por no tener bastanteseguridad para emprender una explicación enque él no podía hacer todavía el papel deacusador, guardó el más riguroso silencio. Envista de esta conducta, parecióle a Elvira que lomejor que podía hacer era aventurar algunapregunta; pero igual suerte tuvo su arrojo quesu expectativa. No sólo no consiguió ningunaexplicación satisfactoria en este punto, sino quehabiendo conocido que toda conversaciónrelativa a la noche del duelo, alterabavisiblemente a Vadillo, hubo de renunciar a suimportuna curiosidad. Creyendo el hidalgo,también, que su esposa le negaría haber sidoella la enlutada encontrada en el cuarto del

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astrólogo, y que mientras no tuviese otraspruebas irrecusables sería más bien espantar lacaza que asegurarla el hablar del caso,observaba sobre este particular la mismaconducta que sobre el duelo, reservándose, sinembargo, dos cosas, primero, el propósito deespiar más escrupulosamente en lo sucesivotodos los pasos de Elvira; segundo, la intencióndecidida de terminar cuanto antes, concualquiera ocasión y pretexto que fuese, elsuspendido duelo con el hombre primero quehabía aborrecido en su vida, y que habíaaborrecido como se aborrece cuando no seaborrece más que a uno.

Constante en estos propósitos, no bienestuvo Hernán Pérez restablecido, dirigióse a lacámara de su señor el conde de Cangas. Susemblante dejaba ver todavía la huella de laenfermedad.

-Hernán Pérez -le dijo don Enrique conafabilidad-, ¿os han permitido ya dejar el lecho?Debierais recordar, sin embargo, que vuestra

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salud es harto importante para vuestro señor, yno exponerla con tan temerario arrojo a unarecaída peligrosa.

-Las heridas del cuerpo, gran príncipe,aquellas que hizo la lanza o la espada -repusoVadillo con reconcentrada tristeza- sánansefácilmente, las que recibimos en el honor sonlas que no se curan sino de una sola manera.

-¿Qué decís? ¿Será que, por fin, oshabréis decidido a abrirme francamentevuestro corazón? -contestó don Enrique-. ¿Seráque queráis explicarme los motivos de vuestraconducta, de ese duelo singular, cuyos efectos,se ven todavía en vuestro rostro, y de esareconcentrada melancolía que deja diariamenteen él huellas aún más indelebles y duraderas?

-Señor -contestó Vadillo-, ya creo habermanifestado a tu grandeza en varias ocasionesque mi mayor pena es no poder confiarte lasmuchas que agobian a tu escudero.

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-Quiero no darme por ofendido -contestó fríamente Villena- de vuestrainconcebible reserva.

-Perdónala, señor -dijo Vadillo,hincándose de rodillas-, y permite que puesto atus plantas solicite tu escudero de tu grandezauna gracia, que acaso nunca te hubierapropuesto sino en el campo de batalla, si unaofensa, y una ofensa mortal, no le obligara aello.

-Alzad, Vadillo, y decid la gracia, queyo os juro por Santiago que os será concedida.

-No me levantaré, señor, mientras queno sepa que nadie en lo sucesivo podrá decirimpunemente a un hidalgo: ¡Error! No se en-cuentra el origen de la referencia. Armame,señor. Si mis largos servicios te fueron gratos; sipasando de la clase de doncel, en que fuiadmitido a tu servicio, a la honrosísima queocupo hoy a tu lado, no dejé nunca de cumplircon esas sagradas obligaciones que los másgrandes señores no se desdeñan de ejercer; si

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desempeñé los deberes de la hospitalidad contus huéspedes y los de la mesa contigo; si fuesiempre la fidelidad mi primera virtud; si hastenido pruebas de mi valor alguna vez,confiéreme, señor, esa orden tan deseada. Y sino bastan mis méritos, básteme esa hidalguía,de que en balde blasono, si puede cualquieradeshonrarme impunemente como a villanopechero.

-Alzad, Vadillo -dijo don Enriqueviendo que había acabado su petición elafligido escudero-. Por mucho que mesorprenda vuestra demanda en esta coyuntura -continuó-, por mucho que me dé que recelar,mal pudiera negaros una gracia, a que sois,Vadillo, tan acreedor.

-Guarde el cielo, señor, tu grandeza...-Remitid, Vadillo, vanos cumplimientos.

Os armaré; os lo prometí en pública corte y noha mucho tiempo, y torno a repetíroslo ahora.Pero decidme, ¿qué causa en esta ocasión másque en otra?...

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-Tu honor y el mío. Has sidocalumniado, atrozmente calumniado; por quetú dijiste, señor...

-Calumniado, sí, Vadillo, calumniado.Pongo al cielo por testigo que podéis, fiado enla justicia de mi causa...

-Bástame tu palabra a desvanecer misdudas todas. Quiero, pues, que mi primerhecho de armas, en que gane mi divisa, sea ladefensa de mi señor. Yo alcé en tu nombre elguante que un mancebo temerario arrojópúblicamente en testimonio de desafío. Yoresponderé de él; si tu causa es justa, la victoriaes segura.

-¿Cómo pudiera no aceptar vuestragenerosa oferta, Fernán Pérez? Quédame, sinembargo, una duda; duda que, en obsequiovuestro, quisiera desvanecer. Solos estamos;abridme vuestro corazón; decidme, ¿no tenéisalguna otra causa que os mueva?...

-Señor...

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-¿Presumís que puede tenerse noticia devuestro encuentro con Macías en el soto... y delarrojo con que os adelantasteis en la corte aalzar el guante, al punto que visteis ser él elmantenedor de la acusación, sin sospechar almismo tiempo que causas muy poderosas?...Hablad...

-Acaso las hay. No lo niego.-Escuchad -añadió Villena en voz casi

imperceptible-, ¿sería cierto que tuvisteis celos?-¿Celos, señor, yo celos? -exclamó

Fernán con mal reprimido amor propio-.¿Quién pudo decir?...

-Nadie, Fernán, nadie; yo solo soy el quehe creído en este momento...

-¿Vos solo? Si supiera...-¿Y bien? ¿A mí por qué no

descubrirme?... ¿Vuestra esposa, sinembargo?...

-Basta, señor, no hablemos más de eso.¡Mi esposa Dios mío! ¡Mi esposa! Si mi esposapudiese faltar...

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-¿Qué es faltar, Vadillo?-Si pudiese tan sólo con su pensamiento

empañar la más pequeña porción de mi honor,no necesitaría castigar a ningún caballero;dagas tengo aún; la última gota de su sangre, laúltima, no sería bastante indemnización de taninsolente ultraje. ¡Elvira, a quien amo más que amí propio! ¡Mi bien! ¡Mi vida!

-Sosegaos, Vadillo; nunca fue mipropósito ofende ros; pero pudierais, sin queElvira hubiese empañado nunca vuestrohonor...

-Jamás, señor. Si un atrevido hubieraosado poner sus ojos en mi esposa, ¿viviría aún,viviría? -contestó el hidalgo pudiendodisimular apenas la lucha que existía entre suspalabras y sus ideas.

-Entonces, pues, ¿qué ofensa?...-Permite, gran señor, que la calle. La

hay, lo confieso, y si alguien pudiera vencermeen la lid, si me pudieran vencer todos, nuncaMacías; un fausto presentimiento me dice que

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lavaré en su sangre mis ofensas. Confiéreme laorden de caballería, y yo te respondo, granseñor, de una victoria pronta y segura.

-Sea -contestó don Enrique- como lodeseáis. Mañana os la conferiré. Mañanajuraréis en mis manos defender la fe, el honor yla hermosura.

Después de este breve diálogo, elcandidato besó las manos del conde de Cangasy se retiró a esperar con mortal impaciencia elnuevo día, que había de poner término a todaslas esperanzas que contentaban por entonces suambición.

CAPITULO VIGESIMOQUINTO

Agua le echaron por el rostroPara facerlo acordado,Y vuelto que fuera en síTodos le han preguntadoQué cosa fuera la causaDe verlo así tan parado.

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Rom. del Cid.A la mañana siguiente brillaban con

fuego extraordinario los ojos de Fernán Pérez.Leíase en su semblante la alegría que inundabasu corazón. Efectivamente, la orden decaballería era en aquel tiempo la más altadignidad a que pudiese aspirar un hombre dearmas tomar. Su virtuoso origen y sus fines,aún más virtuosos, le daban tal prestigio, quelos reyes se honraban con tan honoríficodictado, y un caballero, sólo con serlo, teníaderecho a comer en su mesa, honor que nodisfrutaban ya ni sus mismos hijos, hermanos osobrinos, mientras no entraban en aquella noblecofradía. Era preciso ser hidalgo por parte depadre y madre, y con la antigüedad por lomenos de tres generaciones; era preciso haberdado pruebas de valor y gozar de unareputación pura e inmaculada. A muchos lescostaba, además, pasar por el largo noviciadode paje y escudero progresivamente. Los quehabían entrado al servicio v a hacer prueba de

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su persona con un rey o un príncipe de altacategoría, en calidad de pajes, se llamabandonceles; Macías se había hallado con EnriqueIII en este caso, y si se le llamaba todavíapúblicamente el doncel, era porque habiéndoletomado Enrique III, con quien se había criado,más afecto que a otro alguno, habíaleconservado aquel nombre por modo de cariño,aun después de haber recibido la orden decaballería.

En el mismo caso se había hallado condon Enrique de Villena el hidalgo FernánPérez; habíale entrado a servir primero encalidad de paje o doncel, y había pasado a sersu escudero. El cargo de escudero, en estostiempos, y hasta ese nombre, parecen sonar mala los oídos delicados. Podemos asegurarles, sinembargo, que no sólo no tenía en aquel tiemponada de denigrante, sino que antes era tanhonorífico, que muchísimos grandes, señores ypríncipes que habían llegado a ser caballerospor el orden regular de los grados requeridos

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para ello en tiempos de paz, no se habíandesdeñado de ejercerlo. En la recepción deescudero, los padrinos o madrinas del pajeprometían en su nombre religión, fidelidad yamor, con la misma formalidad e importanciaque en la recepción de un caballero. Reducíasela obligación del escudero a seguir por todaspartes a su señor o al caballero con quien hacíaveces de tal, llevándole su lanza, su yelmo o suespada llevaba del diestro sus caballos, en losduelos y batallas proveíale de armas,levantábale si caía, dábale caballo de refresco,reparaba los golpes que iban dirigidos contra élpero sólo en grandes peligros le era lícito tomararmas por sí en las pendencias y encuentros aque asistía. Sus deberes domésticos se ceñían atrinchar y presentar las viandas en la mesa, yaun a ofrecer el aguamanil a los convidadosantes y después de comer. Pero estos cargos sedesempeñaban con tanta más dignidad, cuantoque los platos los recibía de mano delmaestresala, que ya era por si una dignidad,

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aunque más subalterna, y el agua de mano delos pajes, que la tomaban ellos va de losdomésticos inferiores. En público, y en losbanquetes en que reinaba toda etiqueta yceremonia, no podía sentarse el escudero a lamesa de su señor. Para probar que ni el oficiode doncel ni el de escudero eran sino muyhonoríficos, concluiremos diciendo que en lashistorias francesas del siglo XIII hallamosdesignados estos donceles y escuderos con elnombre de valets, más humillante aún en el díaque los de damoiseau y écuyer, quecorresponden a aquéllos en la lengua francesa.Diremos que Villehardouin, en su historia,hablando del príncipe Alexis, hijo de Isaac,emperador de los griegos, le llama en repetidasocasiones el valet (o escudero) deConstantinopla, porque aquel príncipe aunqueheredero del Imperio de Oriente, no habíarecibido todavía la orden de caballería. Porigual causa son calificados con la mismadesignación por los historiadores sus

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contemporáneos, Luis, rey de Navarra; Felipe,conde de Poitou; Carlos, conde de la Mancha,hijo de Felipe, y otros infinitos. Entre nosotrosfue paje y doncel famoso y nobilísimo don PeroNiño, conde de Buelna, y el mismo don Alvarode Luna, célebre por su prodigioso favor comopor su ruidosa desgracia.

En tiempos de guerra, y en losprincipios de la orden de caballería, se conferíaésta con menos pompa y formalidad; el rey o elgeneral creaba caballeros antes y máscomúnmente después del combate; en esoscasos reducíanse todas las ceremonias a dar lapescozada o espaldarazo dos o tres veces en elhombro del candidato con el plano de laespada, diciéndole en alta voz: Os hagocaballero en nombre del Padre, del Hijo y delEspíritu Santo.

Solía ser otras veces el teatro honrosodonde se confería la orden de los valientes,leales y esforzados, un torneo, un campo debatalla, el foso de un castillo sitiado o asaltado,

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la brecha abierta ya de una torre o una fortalezafeudal. En medio de la confusión y tumulto dela refriega, arrodillábase el escudero a lasplantas del rey, del general o de un caballerocualquiera acreditado ya por sus altos hechosde armas. Cuando el famoso Bayardo, caballerosin tacha y sin reproche, confirió de esa suertela orden de la caballería al rey Francisco I:Después, añade el historiador que nos haconservado este rasgo singular, dio dos saltos yenvainó su espada.

En tiempos de paz, y cuandoposteriormente hubo llegado esta famosainstitución a su más alto grado de esplendor y asu verdadero apogeo, se solía aprovechar, paraconferirla a los escuderos que se habían hechode ella merecedores, alguna solemnidad. Undía grande de la Iglesia, el aniversario de unafamosa victoria, la boda o nacimiento de unpríncipe o una coronación, eran las coyunturasmás comúnmente escogidas, y en tales casoshacíase la promoción con otra pompa y con

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más minuciosas formalidades; las cualescomplicaron más y más, sobre todo desde elsiglo XI, en que pareció tomar aquella orden uncarácter nuevo con la mezcla de ceremoniasreligiosas y profanas que para la admisión delos señores en esta vasta cofradía se exigieron.

Fernán Pérez de Vadillo no podíamenos de dar a su nueva dignidad laimportancia que en aquellos siglos tenían. Todoaquel día empleó en los preparativos de laceremonia solemne que se preparaba para él. Elcondestable Ruy López Dávalos quiso ser supadrino, y obtuvo que fuese madrina la nobleesposa de don Juan de Velasco, camareromayor de Su Alteza. El conde de Cangas yTineo era un personaje bastante calificado paraque la dignidad que iba a conferir a suescudero llamase la atención de la corte. Suposición ventajosa, en aquel momento más queen otro alguno de su vida, le granjeó laasistencia a aquel acto y la cooperación de lasprimeras personas de Castilla. Don Pedro

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Tenorio, arzobispo de Toledo, se brindó aoficiar en la ceremonia, y el mismo rey donEnrique, al señalar para ella la capilla de suregio alcázar, quiso presenciarla, también,desde una tribuna a pesar de sus dolencias. Elcandidato ayunó aquel día, conformándose conlos usos establecidos; revestido de una largatúnica cenicienta, verdadero traje de su clase deescudero, asistió a la comida que dio donEnrique de Villena a los que debían presenciarla ceremonia.

El candidato, colocado aparte en unamesa pequeña, mientras los demás comían enla principal, permaneció en ella servido pordonceles del conde su señor; pero éste,escrupuloso observador de la etiqueta, leintimó al sentarse que no podría hablar ni reírdurante la comida, ni aun llegar bocado a loslabios. Concluida esta ceremoniosa comida, fuellevado el candidato por sus padrinos,acompañado de los demás concurrentes yseguido de gran número de juglares y

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ministriles, que tañían gran variedad deinstrumentos y cantaban baladas alusivas alacto que se preparaba, a la capilla del alcázar.Esperábale ya, custodiada por dos hombres dearmas de Villena, una hermosa armadurablanca sin mote ni divisa, de que le hacíamerced su señor. Separóse de él allí laconcurrencia, y quedó Fernán Pérez de Vadillovelando sus armas y en oración la noche entera,después de haberse despojado de la túnicaescuderil y haber vestido una cota, embarazadola adarga y empuñado la lanza.

Llegada la mañana, confesódevotamente con fray Juan Enríquez, confesorde Su Alteza. No sabremos decir si vuelto sucorazón a Dios hizo sacrificio ante el altaraugusto de la penitencia del rencor y de lossanguinarios proyectos de venganza que lehabían determinado a armarse caballero.Presumimos que así lo haría, y creemos que siluego, más adelante, la Historia nos haconservado algunos rasgos que podrían

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oponerse a aquella concesión cristiana, debeachacarse más bien esta inconsecuencia a laflaqueza del corazón humano o a la mezclaextraordinaria de pasiones y religión quereinaba en aquella época, que a la falta deverdadera contrición del noble hidalgo.

Hecha su confesión, y veladas ya lasarmas, retiróse el candidato por el mismo ordenque había venido, y llegado a su habitación,vistió el traje de caballero, más rico y adornadoque el de escudero, que acababa de dejar parasiempre. Allí recibió las visitas y felicitacionesde sus deudos y amigos, y varios señoresallegados a don Enrique de Villena vistiéronle,sobre la cota de menuda malla, una anchaloriga guarnecida de piel, adorno reservadosólo en aquel tiempo a personas de categoría, ypusiéronle sobre los hombros un gran manto,cortado a manera de manto real. En esta forma,y llevando colgada del cuello la espada, llegó,seguido de los padrinos, de los convidados y desus amigos, a la real capilla, donde esperaban el

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momento de dar principio a la augustaceremonia. Su Alteza en su tribuna, rodeado devarios dignatarios, el arzobispo, que habíasalido al altar al verle llegar, y gran número dedamas. Distinguíase entre ellas la madrina delnovel caballero, ricamente ataviada, y a laderecha del buen condestable, arrodillados losdos al lado de la epístola en ricos reclinatoriosde terciopelo carmesí, en que se veía recamadoen oro el escudo de sus armas respectivas y deque pendían largos borlones de aquel preciosometal. Algo detrás, y entre otras damasprincipales, se veía a Elvira, esposa del hidalgo,cubierta con un velo, al través del cual setraslucía, sin embargo, su hermosura, comosuele verse al través de ligeras nubecillas elresplandor del sol. A la otra parte se colocó elpoderoso conde de Cangas, acompañado dealgunos caballeros principales y seguido de dosde sus pajes, con su yelmo el uno y el otro conlas espuelas y demás piezas de la armadura quedebían revestirle a Vadillo en acto tan solemne.

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El resto de la capilla estaba ocupado por lanumerosa concurrencia que la calidad de laspersonas había traído, y por bandas deministriles que habían seguido la comitiva,tañendo dulcemente sus instrumentos.

Era gran gusto oír la desacordeconfusión que producían, tocadas a un tiempo,la átola sonora, la guitarra morisca, de las vocesaguda e de los puntos arisca, el corpudo laúd,el rabé gritador, el orabín, el salterio, laadedura albardana, la dulcema e axabeba y elhinchado albogón, la cinfonia, el odrecillofrancés y la reciancha mandurria, cuyos ecosdistintos se unían al sonsonete de las sonajas deazófar y al estruendo de los atambores yatambales, de las trompas y añafiles;instrumentos todos con que se verían tanapurados nuestros músicos del día paraorganizar una sola tocata medianamenteagradable, si se los trocaran de pronto con losque la civilización música les ha perfeccionado,como se verán nuestros lectores para formar

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una exacta idea de su figura y armónicamelodía sin más datos que esta breveenumeración, por más fidedigna que laconstituya la autoridad del trovador arciprestea quien la robamos.

Establecido ya el silencio, arrodillóse elhidalgo ante la reverenda persona delarzobispo, quien le quitó del cuello la espadaque traía suspendida y la colocó en el altar enque iba a oficiar. Comulgó en seguida elcandidato con edificante fervor. Después de unmomento de oración y recogimiento, principióel arzobispo los oficios, acabados los cuales selevantó el candidato, e hincándose de hinojosante la persona de su señor feudal, el poderosoconde de Cangas y Tineo, pidiólereverentemente que le hiciese merced deconferirle la orden de caballería. Juró enseguida en manos del ilustre maestre deCalatrava no excusar su vida ni sus bienes endefensa de la santa religión católica, apostólica,romana, y guerrear hasta morir en toda

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coyuntura y ocasión que se presentase contralos infieles de aquende y allende el mar;fórmula en que se comprendían no sólo losmoros que mantenían guerra todavía con losreyes de Castilla, sino también los sarracenosque poseían a la sazón el santo sepulcro, ycontra los cuales se dirigían de todos los puntosde Europa continuamente innumerablescruzados. Juró amparar y defender las viudas yhuérfanos que hubiesen recibido tuerto, y losdesvalidos que a su fuerte brazo recurriesenpara deshacer sus agravios, no pudiendo deotra manera los enderezar. Prestado este noblejuramento, leyéronsele los Evangelios, sobre loscuales le repitió nuevamente.

Hecho lo cual, el arzobispo, cogiendo laespada que había estado sobre el altar duranteel oficio divino, la bendijo y se la ciñó.Llegándose a él sus padrinos, calzóle la unaespuela el buen condestable don Ruy LópezDávalos y la otra la esposa del noble don Juande Velasco, a quienes el novel caballero dirigió

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las más expresivas gracias por la mercedsingular que le dispensaban. Uno de losprincipales señores que acompañaban a donEnrique de Villena le ciñó la coraza antigua,compuesta del peto y espaldar, dándole pazdespués. Don Enrique de Villena,adelantándose en seguida, le dio tresespaldarazos con el plano de la espada,armándolo caballero en nombre de Dios, de SanMiguel y de Santiago. Recibióle después en susbrazos, y en seguida hicieron con él igualceremonia todos los demás asistentes, comopara darle a entender que se gozaban mucho detener admitido en su gremio caballero que tancompleto prometía ser como el noble hidalgo.

Alzóse entonces alegre estruendo detodos los instrumentos, proclamando al nuevocaballero. Entre los que debían dar la paz alrecién admitido, hallábase uno armado de piesa cabeza, que se había mantenidoconstantemente inmóvil al lado del Evangelio yenfrente del sitio destinado a las damas

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principales de la corte. Ni el oficio divino ni lalarga ceremonia, habían sido parte para sacarlede su asombrosa distracción. Parecía la estatuadel fundador de la capilla, como en aquellostiempos solían verse algunas en las más de lasiglesias.

Pero si se llegaba a presumir que erauna persona y no una estatua para comprendersu perfecta inmovilidad y la fijación de sus ojos,era preciso creer que un maleficio particularejercía sobre él una influencia funesta y leobligaba a mirar a aquella parte con la mismairresistible fuerza con que un instinto fatídicoobligaba a la incauta mariposa a girar en tornode la vacilante llama que la ha de acabar, y conque una atracción física llama hacia la serpientecascabel al mísero pajarillo, para hacerlevíctima de su irresistible voracidad. Causabaaquel embeleso una dama que no había podidomenos de notarla y que en balde había pensadoponerle término interponiendo su velo entre lasatrevidas miradas del caballero y su aciaga

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hermosura. Esta medida había producido unefecto enteramente contrario al que esperaba. Silas miradas habían sido antes continuadas, peronaturales, tomaron después un carácter deinvestigación muy parecido al que tienen las deaquel que trata de leer durante el crepúsculo oa la opaca luz de la luna. Apenas quedabaconcluido el acto, cuando deseosa la dama deesconderse a tan imprudentes miradas, se habíaconfundido y desaparecido entre la multitud;los ojos, sin embargo, del caballero,acostumbrados a ver en aquel punto sucontorno, le seguían viendo gran rato despuésde haber desaparecido, como le sucede al quese atrevió a mirar fijamente por largo espacio alluminar del día. Horas enteras conserva suretina la impresión indestructible, y por másque haya desviado ya los ojos de sudeslumbrante luz, por más que los cierre, enfin, ve el sol todavía donde no le hay.

Al llegar Vadillo al caballero, acababade levantarse la dama. Tendió el hidalgo los

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brazos naturalmente a recibir de él, como de losdemás, el beso de ceremonia, e hizo la mismafigura que el que fuese a abrazar un árbol o unacolumna. No pudo menos de levantar la cabezay de reparar en la especie de estatua quedelante de sí tenía. Conociólo, y su primeraacción fue volverse con la rapidez del rayo aseguir la visual del caballero y ver en quéobjeto se paraba; si alcanzó a ver algo todavía, osi el punto a que las miradas se dirigían bastó acontestar a su muda pregunta, eso es lo que nosabemos. Diremos sólo que su rostro se tiñó decarmín, y que vertiendo fuego por los ojos y losporos de su encendido semblante, sacudió conuna mano al distraído diciendo por lo bajo,pero con reconcentrada cólera: ¡Error! No seencuentra el origen de la referencia. A estasacudida inesperada, volvió en sí el caballerocomo quien despierta de un largo sueño.Reconoció su imprudencia al reconocer al quele hablaba, y no ocurriéndole nada queresponder de pronto a su rara interpelación,

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bajó los ojos y quiso enmendar su pasadadistracción, tendiendo entonces los brazos alhidalgo. Éste, empero, poniendo entrambasmanos en ellos:

-Dejad -le dijo- el abrazo para ocasión enque estéis menos ocupado, que yo quisiera queel que nos diésemos fuese más estrecho y máslargo.

-Como gustéis, hidalgo -repuso elcaballero con arrogancia-, como gustéis.

No había podido menos de notarse porla concurrencia esta pequeña escena episódicalanzada en medio de aquel acto solemne; nadieoyó lo que se dijeron, pero los más tuvieronalgo que decirse al oído acerca de aquella rarasingularidad. Nosotros diremos, como fieleshistoriadores, que la dama, cuando se creyófuera ya del alcance de las miradas delimportuno, volvió la cabeza y alcanzó aún a veralgo, que fue lo bastante para despertar en ellaideas de inquietud a que hacía ya algún tiempoque no había dado lugar en su corazón.

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Acabada la ceremonia, retiróse cadacual, y el novel caballero, acompañado de suspadrinos y de sus deudos, se trasladó a lahabitación del señor de Cangas y Tineo, dondeesperaban ya a la comitiva varias damas yconvidados, y donde un magnífico banquete,dado por el ilustre maestre, terminó con todapompa, digna de tal solemnidad, un díaseñalado en la vida de nuestro celoso hidalgo.

CAPITULO VIGESIMOSEXTO

Mucho os ruego de mi parteMe lo queráis otorgar,Pues que de mi nigromanciaEs vuestro saber y alcanzarQue me digáis una cosa,Que yo os quiero demandar.La más linda mujer del mundo¿Dónde la podría hallar?Rom. de Roldán y Reinaldos.

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La situación de los principalespersonajes de nuestra historia era bien precaria.No hablemos de la infeliz condesa de Cangas, aquien no pudimos menos de abandonar a sutriste suerte. Aun entre los que en el día ocupannuestra atención había más de uno que no teníamotivos para estar contento con su estrella.Elvira, en primer lugar, llevaba continuamenteclavado en el corazón el dardo que se ahondabamás mientras más esfuerzos hacía porarrancarle, y tenía no pocos motivos deinquietud y melancolía.

La falta de la condesa, a quien echaba demenos entonces más que nunca, le recordabasin cesar que tenía pendiente una acusación, enel éxito de la cual se hallaba comprometida, nosólo la vida del hombre a quien no podíamenos de amar, sino la suya propia, pues eracondición de tales juicios que había de morir elacusador o el acusado, si no en el combate,después de él. Elvira se hallaba libre en sucámara; pero lo debía a la buena opinión que

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había merecido siempre en la corte. Luego quese había dado a conocer a Abenzarsal, y éstehabía expuesto a Su Alteza sus circunstancias ylas causas particulares que la obligaban aguardar secreto, se le había dejado en libertadbajo su palabra, con la única condición dehaberse de presentar en el juicio, comoacusadora, el día que Su Alteza tuviese a bienseñalar, día que se retardaba ya demasiado,según lo que solía en tales casos practicarse.

El vulgo de las gentes, sobre todo, queno había podido dar explicación ninguna a laacusación y circunstancias de la tapada, nosabía a qué achacar semejante tardanza, si noera a las brujerías de don Enrique de Villena.Mientras tanto, no era menos cierto que Elviradebía estar en la más cruel expectativa. Laconducta de su esposo era incomprensible, almismo tiempo, para ella; nunca le había dichouna palabra del encuentro en la cámara delastrólogo; semejante reserva, agregada aaquella tristeza misteriosa que le había

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dominado hasta el día en que había recibido laorden de caballería, manifestaba que teníaoculto algún proyecto, idea que no podíamenos de hacerla temblar.

Hernán, por su parte, a quien sabennuestros lectores ocupado únicamente en llevara cabo su venganza contra el doncel, no era másfeliz. Había llegado a creer fijamente queMacías estaba prendado de su esposa, lapequeña escena que había pasado entre los dosen la capilla del alcázar no le podía dejar dudaacerca de este particular; así, pues, esperabacon impaciencia el momento de llegar a lasmanos entonces, que ya tenía permiso de suseñor para defender su parte en el juicio deDios. Con respecto a su esposa, debía estarseguro ya de que era la acusadora de donEnrique; pero justamente resentido de ese paso,tampoco la había hablado de este asunto, ycomo tan complicado con el otro que en unmismo día había él de morir, o castigar alatrevido y al objeto de su osadía, cuidábase ya

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poco de esto. No estaba seguro de que suesposa participase de la culpable pasión deMacías, pero eran tan vehementes sussospechas, que ésta era la única razón por queno había temblado al considerar que o había demorir en el combate o había de morir su esposasi él vencía. Triste alternativa, por cierto, paraotro a quien no hubieran tenido tan ciego loscelos como al hidalgo. Entretanto trataba con lamayor dulzura a su esposa, porque creía queéste era, si había alguno, el medio de asegurarmás la aclaración de sus sospechas. No viendoella en él ninguna señal alarmante, seabandonaría más fácilmente y caería en el lazoque le tenía astutamente tendido.

Don Enrique de Villena no dejaba deestar inquieto tampoco. Cuando la fortuna se lepresentaba tan favorable, cuando habíaconseguido romper los funestos cuantoincómodos vínculos que le unían a su esposa,cuando tenía asido ya el apetecido maestrazgo,un doncel aventurero y una dama

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extravagantemente heroica se habíanatravesado en el camino de sus planes; si élhubiera tenido maldad suficiente, nada másfácil que haber quitado de en medio a todacosta tan importunos obstáculos comocontinuamente le aconsejaba el judío; pero yahemos visto que el indeciso conde creía tenerya harta carga sobre su conciencia con ladesaparición de doña María de Albornoz.

El juicio de Dios le hacía temblar, noprecisamente porque él estuviese convencidode que si el cielo tomaba cartas en el juego nopodía estar nunca de su parte, sino porquecreyendo más, como creía, en el valor de loscombatientes para semejantes trances, que en laparticipación de la justicia divina, no podíamenos de asustarle la idea de que el contrarioera Macías, que pasaba con razón entre lasgentes por caballero mucho más perfecto ycumplido que Hernán Pérez. Éste debía servíctima probablemente de su temerario ygeneroso arrojo; y en este caso don Enrique,

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vencido en la persona de su campeón, tendríaque recurrir a medios muy violentos, y que lerepugnaban sobremanera, para conservar, nosólo el maestrazgo, sino también la vida.

Hasta entonces había tenido la fortunade retardar el señalamiento del día, pero estono podía durar, porque la otra parte instaría, yporque la acusación había sido demasiadopública y la sentencia demasiado terminantepara que pudiese sobreseerse en el asunto.¿Habría algún medio de evitar que la partecontraria compareciese el día aplazado? Estoera lo que formaba el objeto por entonces de lasmaquinaciones de don Enrique de Villena, desu juglar confidente Ferrus y del astrólogojudiciario. En ese caso, tanto Elvira comoMacías serían declarados infames, y reputadosculpables de calumnia, y acreedores, porconsiguiente, al castigo que habrán reclamadoen nombre de la ley contra el conde.

Macías era de todos el menos inquieto,y, sin embargo, el más desgraciado. Él debía

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pelear por su amada; pero el que pendiese lavida de aquélla del esfuerzo de su brazo, erapara él una gloria, una fortuna inapreciable,antes que un motivo de inquietud, fueseVillena, fuese otro más valiente su contrario; ysi Elvira no hubiera huido constantemente desus miradas, si no le hubiese quitado todas lasocasiones de verla y hablarla, ¿quién como él?Pero desde la mañana en que había sidoarmado caballero Fernán Pérez, mañana en quehabía bebido tan copiosamente el veneno delamor, Macías estaba en un estado continuo dedelirio y de fiebre que no le daba lugar areflexionar que desde el punto en que elhidalgo había llegado a concebir la más levesospecha, sólo su extremada circunspecciónpodía excusar a la desdichada Elvira mortalessinsabores. El mísero no veía al hidalgo, no veíael mundo que le rodeaba. Ansioso de saber delastrólogo lo que le había querido decir lamañana de su presentación en la corte, despuésde su llegada de Calatrava, con sus misteriosas

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palabras, y no habiendo podido verificarlo porel funesto encuentro que en la cámara del judíotuviera, había vuelto a visitar a éste después desu curación. Abenzarsal, siguiendo el plan deenredar a los amantes en el laberinto de supasión, aun a pesar del ciego temor del conde,pues trataba de salvar a éste mal su grado, nodudó en echar leña al mortecino fuego de suesperanza.

-Decidme, padre mío, decidme -comenzó Macías-, ¿cuál es el sentido devuestras fatídicas palabras? Esa corte, que mehabéis anunciado siempre como un...

-Sí -le contestó Abenzarsal-; la primeravez que os vi conocí que la corte debía serosfunesta.

-¿Funesta, Abenzarsal? ¿Pero a quéllamáis funesta vosotros? ¿Queréis decir quepodrá acarrear mi muerte?... Porque eso,Abenzarsal, no sería lo peor que pudierasucederme. ¿Qué causa os conduce a pensar...

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qué secreto mío?... Mucho me temo que esaciencia de que os jactáis sea vana y...

-Escuchadme, joven temerario -interrumpió Abenzarsal-. Antes de soltarvuestra inexperta lengua, aprended a respetarlo que no entendéis. ¿Pensáis que puedo vivirignorante de vuestras acciones, de vuestrosdeseos, de vuestros más secretospensamientos? Decid, ¿os acordáis del día enque os dije que al anochecer encontraríais en micámara la satisfacción de vuestras dudas?

-Sí, sí; ¿cómo pudiera no acordarme? Sinel concurso de circunstancias que impidieronentonces una entrevista entre nosotros, éstasería acaso excusada.

-Y bien, ¿y qué encontrasteis en micámara?

-¡Cielos ¿Qué encontré? ¿Sería?...-Joven incrédulo, ¿no encontrasteis el

verdadero astrólogo que buscabais? ¿Quién ospodía dar razón más satisfactoria de lo queintentabais preguntarme?

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-Lo sabe todo, lo sabe todo -dijo para síMacías-. ¡Ah! tu ciencia es cierta. Yo nunca dijea nadie una palabra. Abenzarsal, tomad eseoro; es cuanto traigo; satisfaced ahora a mispreguntas. ¿Me ama, adivino, me ama? ¡Calláis,santo Dios! ¡Oh! ¡Bien me lo temía!

-¿Y qué hicisteis que no se lopreguntasteis? ¿A qué preguntarme a mí lo queella debe saber mejor que yo?

-Viejo artificioso, ¿os burláis de midolor? ¿No habéis conocido nunca una mujer?¿Encontraréis una jamás que haya respondidosí, no, a vuestras inconsideradas preguntas?¿No sabéis que la ficción y el silencio son el artede las mujeres?

-Harto lo sé; estas canas de que veiscubierta mi cabeza no nacen impunemente.

-Y bien, si tanto sabéis, respondedme:¿me ama o me desprecia? ¿Son sus miradas laspeligrosas redes que las mujeres desvanecidassuelen tender a mil amantes, que tal vezaborrecen, o son las de una hermosa incapaz de

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engaño y de artificio? ¿Son sus ojos solos, o essu corazón también el que me mira? ¿Es buenao es mala? ¿Quién pudo conocer jamás a unamujer? ¿Soy su juguete, por ventura, soy sólosu trofeo, o soy, Abenzarsal, su vencedor? ¡Ah!cuanto poseo es vuestro. ¡Si me ama,decídmelo! Entonces la Corte no puede sermenunca funesta, porque aun muriendo, si mueroamado, seré dichoso. Si no me ama, callad. Yohe oído decir que conocéis los hechiceros milmedios que inspiran el amor. Enloquecedla,Abenzarsal, haced vos lo que debiera mi méritohaber hecho; ámeme ella, y sea como quiera.¿Qué condiciones son precisas? ¿Cuál es elpremio de vuestro trabajo?... ¡Oh, Elvira, Elvira,cuánto me cuestas! ¿Necesitáis mi cuerpo, misangre? He aquí, herid y consultad mis venas...¿Necesitáis mi alma? ¡Maldición, maldición!Haced que me adore, Abenzarsal, y tomadlabien. ¡Que me ame! ¡Que me adore, y todo lodemás después!

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-Moderaos, joven arrebatado. ¿Quémotivos tenéis para tanta desesperación? ¿Noarde siquiera en vuestro corazón una chispa deesperanza?

-¿Y cuándo muere la esperanza en elcorazón del hombre? Yo la he visto mil veces;sus ojos me miraban y se detenían sobre losmíos, como se detienen los de una amantesobre los de su querido. Cuando se encuentrannuestros ojos no hay fuerza que los desvíe.Nuestras almas se cruzan por ellos, se hablan,se entienden, se refunden una en otra. Pero¡ah!, Abenzarsal, que huyen a veces, y su rostroairado...

-¿Airado habéis dicho? ¿Y qué másfortuna pedís? Cuando huyen sus ojos de losvuestros, entonces es cuando más os ama;entonces, doncel, os teme.

-¿Qué decís?-No huye la indiferencia, ni se enoja. ¿Y

nunca la habéis hablado?-¡Ah! por mi desgracia una vez...

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-¡Por vuestra desgracia! ¿Le dijisteis?...-Menos de lo que siento, pero le dije...-¿Y respondió?-Mas ¡cómo respondió!-¿Os respondió que no, que la

ofendíais... que huyeseis... que?...-¡Abenzarsal!-¿De qué, pues, os quejáis? ¿Queríais,

mozo inexperto y precipitado, que una mujervirtuosa, una mujer que debe a su esposo?...

-¡Abenzarsal! -gritó furioso Macías.-Y bien. ¿Queréis que me ría en vuestra

cara de esa locura? ¿No os enojáis ahoraporque?... Yo creí que teníais muy sabido...

-Sí, sabido, sí; pero ¡ay del que secomplazca en repetírmelo!

-En buen hora. ¿Queríais que esa mujer,cuyas perfecciones adoráis?...

-Entiendo, entiendo.-Sed más confiado, señor, y menos

impaciente. Vos mismo la hubierais apreciadoen menos y esto las mujeres lo saben. Quieren

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ser premio de la victoria, pero de una victoriareñida, porque cuando son vencidas, doncel,ellas mismas hallan disculpa a su flaqueza,disculpa que no encontrarían si no sedefendiesen. Las menos virtuosas, Macías,quieren parecerlo hasta a sus propios ojos.¿Qué será, pues, las que realmente lo son?

-Sí, pero no confundáis a Elvira con...-En buen hora, doncel. Si os habéis

prendado de un ángel, id a consultar ángeles;yo sólo conozco el corazón humano.

-Judío, ¿y qué me aconsejáis?-¿Necesitáis consejos después de lo que

os he dicho?-¿Es posible? Ah, padre mío, no me

hagáis entrever la felicidad para arrancármeladespués más amargamente de entre las manos.Si mi constelación...

-Las constelaciones, doncel, mandanque tengamos frío en el invierno, y, sinembargo, si os sumergís en un baño de agua

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caliente en el corazón de enero, ¿no hubieraisde sudar?

-¡Cierto!-Andad, pues, y venced, si podéis,

vuestra constelación. Ella se os anunció funesta.Hacedla vos venturosa.

-Explicaos más claro, padre mío... vedque...

-Doncel, os he dado cuantasexplicaciones puedo daros. Recapitulad mispalabras y partid. Sólo os añadiré, y ved que noos hablo más en el asunto, que para vencer esfuerza pelear, por más que muchos que peleanno venzan. Vuestra constelación es funesta; envuestra mano está, sin embargo, vencerla.Confianza y audacia. Adiós.

-¡Confianza y audacia! -salió diciendoMacías-; ¡santo Dios! ¿Serás mía? ¿Será míaalguna vez? -dos lágrimas, hijas de la terribleemoción y de la alegría que henchía su corazón,surcaron sus encendidas mejillas. Desdeentonces el audaz mancebo revolvió en su

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cabeza cuantos medios podían ocurrírsele paratener una entrevista con Elvira; desde entoncesno vio más que a Elvira en el mundo, y desdeentonces pudiera haber conocido, quienhubiera leído en su corazón, que Elvira o lamuerte era la única alternativa que a tanfrenética pasión quedaba.

CAPITULO VIGESIMOSÉPTIMO

Eres mujer finalmente.Rom. de Zaide a Zaida.-Jaime -decía una mañana Elvira a su

paje, que sentado a sus pies la miraba de hitoen hito con ojos ora tiernos, ora indagadores-,Jaime, ¿te habló hoy Fernán Pérez a ti?

-¿A mí? Prima mía, ya sabéis que no soysanto de su devoción; siempre que me vehablando con vos más de lo regular, haymotivo bastante ya para que tenga mala cara undía entero. Sin embargo, nunca le hice malalguno; antes le deseo mucho bien, porque os le

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deseo a vos. Con que si no os ha hablado, loque es a mí...

-¡Ah! tampoco; no sé qué secretamelancolía le devora desde la noche...

-Sí, aquella noche en que...-No la recuerdes; mi falta de confianza

acaso... paso que di... si llegó a cerciorarse deque era yo...

-Pudiera ser, pero me parece que tienealguna cosa mas.

-¿Qué cosa?-Yo he oído decir que los celosos hacen

lo mismo que vuestro esposo... el...-¡Jaime! ¿Será posible que Hernán Pérez

abrigase la menor duda acerca de la virtud desu consorte..?

-No digo eso; antes creo todo locontrario. Alguna vez le he solido sorprenderhablándose solo a sí mismo; acaso me tengarencor por eso... ¡Error! No se encuentra el ori-gen de la referencia., decía antes de ayer

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cuando yo le encontré distraído, ¡Error! No seencuentra el origen de la referencia.

-¿Eso decía?-Eso le oí.-¡Dios mío! ¡Cuán ingrata soy! Y en ese

caso, esos celos que dices...-Esos celos puede tenerlos de alguno,

aun sin pensar que vos...-¿De alguno?-Escuchad. Ayer en la corte miró a un

caballero, que conocéis, de una manera. ¡Ay! Sisus ojos hubieran sido rayos, con la velocidaddel relámpago hubiera sido reducido a cenizasel caballero.

-¡Cielos! ¿Qué os hice para merecertanto rigor?

-Y como se dice que ya en una ocasiónha tenido algún lance con el mismo caballero, yque sus heridas...

-Basta, Jaime, no despedaces micorazón; tú que le conoces, tú que sabes cuáninocente soy...

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-¡Oh! Si yo fuera esposo de la hermosaElvira, ¡qué pocos cuidados me habían de darlos celos! ¡Cómo dormiría a pierna suelta! ¿Noes verdad, prima?

Un estremecimiento involuntario fue laúnica respuesta de Elvira, y un profundosilencio, indicio de la mayor distracción.

-¿No es verdad, prima? -preguntó denuevo el inexperto niño, volviendo a aplicar eldedo imprudentemente en la llaga-. Ello, porotra parte, a mí me da lástima.

-¿Qué te da lástima? -preguntó Elvira.-Si vierais en qué estado está mi pobre

amigo; el que solía llamar así...-¿Qué amigo?-¡Qué amigo queréis que sea! Si vierais

qué rostro tan pálido... tan desfigurado... Porfuerza está muy malo... Si el amor es capaz dehacer tantos estragos, no quiero nuncaenamorarme.

-¿Qué dices, Jaime?

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-Lo que oís; sólo que yo no lo entiendocuando oigo decir que Macías está así porquequiere bien. Yo os quiero bien; no os podráquerer él más, y, sin embargo, vame bien desalud. A pesar de eso, todos dicen que estáenamorado.

-¿Lo dicen todos? ¡Imprudente!-Un caballero tan aventajado, tan...-Jaime, te he prohibido que me hables

de él. ¡Por piedad!-Bien, prima, bien; no os aflijáis. En

confianza... -añadió sonriéndose-, es lo últimoque voy a decir... No tengáis cuidado... enconfianza, se me figura que no estáis vos mejorque él...

Elvira se cubrió el rostro con su pañueloy apretó involuntariamente la mano delpajecillo, que continuó:

-Yo os aseguro que si le vierais... y lehablarais...

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-Jaime -dijo volviendo en sí Elvira ylevantándose-, nunca, ni verle, ni hablarle... nihablarme nada de él; lo he dicho ya.

-¿Tan delincuente puede ser porque osama?...

-Porque es mi voluntad, paje Callad.-Pero haceos cargo de que si está

enamorado, según dicen, ¿cómo puede él dejarde amar, ni qué culpa tiene? Yo no creía quefuerais tan rencorosa. ¡Ah! Si de ese modopagáis el cariño de los que os quieren bien, osdejaré yo de querer...

-No hay remedio, Dios mío, no hayremedio -exclamó Elvira desesperada-. No hede volver los ojos donde no le vea. No he de oírhablar sino de él. Si no queréis, Dios mío, miperdición, empezad por apartar su imaginaciónde mis ojos, su recuerdo de mis oídos. Yo os lopido, y os lo pido de corazón. No quierosucumbir, no quiero

-Ved, prima mía, que siento pasos, y quesi llega alguien y os ve de esa manera, pensará

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que os he reñido yo a vos, en vez de reñirmevos a mí.

-Sí; voy a enjugar las lágrimas. Jaime,ríes, porque no conoces el mundo todavía; nocrezcas, ¡ay! no salgas nunca de tu dichosaedad.

Dichas estas palabras, que dejaron untanto cuanto reflexivo y meditabundo alpajecillo, que no veía muy claro qué peligropodría haber en crecer como todos habíancrecido antes que él, retiróse Elvira por noofrecer su rostro descompuesto en espectáculoa la persona que iba a entrar, si no engañaba elruido de los pasos, que cada vez se oían mascerca.

Apenas había desaparecido, cuando uncaballero, embozado en su capilla, entrómirando con espantados ojos a una y otra parte.

-Tampoco -dijo-, tampoco está aquí.-¿Adónde vais, señor? -preguntó el paje,

asombrado del desorden que reinaba en su

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fisonomía y en toda su persona-. ¿Adónde deesa suerte?

-Jaime, ¿eres tú? Pues bien, he de verla.-¿Habéis de verla? ¿A quién?-¿A quién? ¿Hay otra en el mundo por

ventura? ¿Conoces tú otra?-¿Estáis loco?-Sí. Lo estoy: estoy lo quieras con tal que

me la enseñes. Verla, no más verla. ¿Dóndeestá?

-¡Desdichado! ¿Y Hernán Pérez, señor?-¡Ah! Hernán Pérez no vendrá. Ahora

halconeaba con el Rey en la ribera. Me heperdido de propósito por encontrarla.

-¿Pero no veis cuán mal hecho es lo quehacéis?

-¡Mal hecho! ¡Mal hecho! ¡Siempre lareconvención, siempre el deber y siempre lavirtud! ¿Quién te ha dicho, paje, que estoyobligado a hacerlo todo bien? ¡Peor hecho es serella hermosa!

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-¡Qué palabras! Pues advertid que ver ami prima es imposible.

-¿Imposible? -repitió con una amargadoncel-. ¿Por ventura no está?

-Estar... -respondió con algún embarazoel paje-. Eso... Mirad: está; pero si queréiscreerme, es como si no estuviera. Para vos debeser lo mismo.

-¿Por qué?-Porque está mala. ¡Ah, señor, si la

vierais...! Tened compasión...-¡Compasión! ¿La tiene ella de mí? Pero,

Jaime, ¿qué mal, qué dolencia?...-Yo no sé. Se entristece, no duerme, no

come, llora...-¿Llora? ¿Sufre?-Ya veis, pues, que es imposible.-Ahora más que nunca la he de ver.-¿Qué habláis? Yo creía que con

deciros...-¡Ah! ¿con que me engañas, paje?... ¿No

es cierto cuanto me dices?...

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-Como el evangelio, señor caballero;pero... en una palabra, díjome no ha mucho...Mas, aguardad. Si no me engaño, ella viene...

-¿Ella? ¿Elvira?-Salid, pues; ved que no gustará...-¡Que salga! No, paje, no.-Pero reparad... ¡Anda con Dios! ¡Allá os

avengáis! Yo no pude hacer más -dijo el pajeencogiendo los hombros al ver que Macías,apartándole con brazo poderoso, se dirigíahacia donde sonaba el ruido de los pasos.

-¿Qué altercado es ése, Jaime? -saliódiciendo Elvira-. ¡Santo Dios! -añadió en cuantovio al doncel, que arrodillado ya a sus piesparecía implorar el perdón de su audacia y sudescortesía-. ¡Qué imprudencia, señor, y quéosadía! ¿Qué hacéis? ¿Vos en mi habitación?

-Sí, bien mío -respondió Macías-. Vanaes ya la porfía. Inútil la resistencia; yo os amo,Elvira.

-¡Ah! ¿qué intentáis? Alzad, señor,volveos.

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-¿A dónde queréis, Elvira, que mevuelva? -dijo Macías, levantándose yestrechando entre sus manos las de su amante-.El mundo entero está para mí donde estáis vos.No hay más allá.

-¡Silencio! Si mi esposo...-Elvira, no temáis...-Salid. Os lo ruego, os lo mando.-¡Delirio! ¿Os parece que cuando me

decidí a acción tan aventurada, cuando meexpuse y os expuse a vos misma a los riesgosde esta entrevista, fue para volverme despuésde lograda?

-Yo tiemblo, Jaime -dijo Elvira-, si porventura oyeses...

-Perded cuidado, prima mía... -respondió Jaime.

-Corre, sí; si le vieses venir...-Jaime os probará fidelidad.Dicho esto, salió el inteligente pajecillo,

bien resuelto a ejercer la más activa vigilanciapara evitar que la locura imprudente del doncel

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acarrease a su prima más funesta consecuenciaque la de haber de convencerle de cuántemerario era el paso que acababa de dar enaquel momento. Macías dirigió al paje, quedesaparecía, una mirada en que se podía leerclaramente una larga acción de gracias al cielo,que le proporcionaba por fin aquella secretaocasión de vencer el desdén de la señora de suspensamientos.

-¡Ah!, Macías, si sois generoso, si soiscaballero, oíd mis ruegos por piedad. Idos. Soymujer, y os lo ruego. A vuestras plantas siqueréis...

-¡Elvira! -gritó Macías fuera de sí,levantando a la hermosa Elvira-. Oídme. Unmomento no más. Oídme y partiré. Tres años,señora, hace que os vi la vez primera; tres añosos amé, y os amo, yo os lo juro, como nadieamó jamás; igual tiempo callé. Mil veces fue aescaparse de mis labios la palabra fatal; milveces la sofoqué; la inmensidad de mi amor laahogó en el fondo de mi corazón. Mis ojos, sin

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embargo, os lo dijeron. ¿Cómo imponerlessilencio? Ellos hablaron a mi pesar. ¿Por qué losvuestros me respondieron? Callaran ellos ymuriese yo callando. Ellos me animaron,empero. Bien lo sabéis, señora. Mi amor es obravuestra.

-¿Mía? ¡Ah! ¡Sed, doncel, más generoso!-¿Pedísme generosidad? ¿La usasteis

vos conmigo? ¿Vos me pedís virtudes? Pedidamor, señora. Es lo único que os puedo dar;amor, y nada más. Si es virtud el amar, ¿quiéncomo yo virtuoso? Si es crimen, soy unmonstruo.

-¡Silencio!-¿Por qué? ¿Pensáis que la Naturaleza

ha podido imprimir con caracteres de fuego enel corazón del hombre un sentimiento sublime,un sentimiento de vida, eterno, inextinguible,para que se avergüence de él? ¡Ah! No la hagáisinjuria semejante. Cuando lanzó la mujer almundo, la amarás, dijo al hombre; inútil esresistirla. Sus leyes son inmutables, su voz más

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poderosa que la voz reunida de todos loshombres. Os amo, y a la faz del mundo lorepetiré; harto tiempo lo callé...

-¿Pero podéis ignorar, Macías, que miestado?...

-¿Vuestro estado? Preguntadle a micorazón por qué latió en mi pecho con violenciacuando os vi por la vez primera. Preguntadlepor qué no adivinó que lazos indisolubles yhorribles os habían enlazado a otro hombre.Nada inquirió. Yo os vi, y él os amó. ¿Por qué,cuando dispuso también de vuestrahermosura? Si sólo para un hombre habéisnacido, ¿por qué os dio el cielo belleza pararendir a ciento?

-Vos deliráis, Macías.-Si es delirio el amaros, deliro, y deliro

sin fin. Si en mis acciones, si en mis palabrasecháis de menos por ventura la razón, vos latenéis sin duda, que vos me la robasteis.Vuestros son también mi locura y mi delirio.

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-Falso es, Macías, lo que habláis; esfalso. M vos me amáis ahora ni me amasteisjamás. ¿Dónde aprendisteis a amar de estamanera? Me veis, y vuestros ojos, funestamenteclavados en los míos, están diciendo a todo elmundo: ¡Yo la amo! Corro al campo a buscar latranquilidad que en vano me pide mi corazónen la ciudad, y allí Macías, allí donde yo voy.Veis a mi esposo, que al fin, Macías, es miesposo, es cosa mía, y hacéis gala de decir a lasgentes con vuestras miradas: Porque ella essuya le aborrezco. ¿Y por qué, imprudente, nohe de ser suya? ¿Qué hizo él acaso paramerecer tanto odio? ¿Qué hacéis vos que él nohaya hecho, y antes, doncel? ¿Gustáis de mí,decís? También él lo decía. ¿Puede ser en élcrimen el amarme, y en vos?...

-Crimen, sí, crimen imperdonable, quesólo con mi sangre o con la suya...

-Basta ya, temerario. ¿Y vos me amáis,doncel? ¡Y vos me lo decís! ¿Os encuentra eseesposo a mis plantas casi, no hunde su acero en

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vuestro corazón, como debiera sin dueloalguno, y vos le provocáis y osáis contra élalzar el insolente acero? ¿Eso es amar, Macías?Nadie hay en la corte que al pronunciar vuestronombre no pronuncie el mío al mismo tiempo.¿Por qué esa unión fatal? Vuestra imprudenciaacaso...

-¡Mi imprudencia!-Y no contento con perderme para

siempre, no contento con haber llenado de lutomi corazón, con haber hecho de mis ojos dosfuentes de lágrimas inagotables, ¿osáis aún, ariesgo de ser hallado, traspasar el dintel de mipuerta, osáis comprometer mi vida..., mihonor?...

-¿Yo, Elvira? ¡Maldición sobre mí!-¿Eso es, decidme, lo que debía yo

prometerme de ese amor tan decantado? ¡Ah!,Macías, si os amara, ¡cuán infeliz sería!

-¡Si me amara!-¡Cuán infeliz! Vos mismo habéis

cavado entre los dos un abismo insondable...

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-Abismo que se llenará, que yotraspasaré, o donde entrambos noshundiremos. Me amas, Elvira, me amas. Tullanto, tus acentos, esa voz trémula y agitada, latempestad que anuncian tus palabras sonseñales harto ciertas que descubren el volcáninmenso que arde en tu corazón. Si fuiimprudente, lo confieso, tú tuviste la culpa.¿Por qué no me inspiras una de esas débilespasiones, un amor pasajero, de esos que esdado al hombre disimular, de esos que no seasoman a los ojos, que no hablan de continuoen la lengua del amante, de esos que pasan y seacaban y dan lugar a otros? ¡Ay! Tú lo ignoras,Elvira. Hay un amor tirano; hay un amor quemata; un amor que destruye y anonada como elrayo el corazón en donde cae, que rompe yaniquila la existencia, y que es tan fácil deencerrar, en fin, en lo profundo del pecho,como es fácil encerrar en una vasija esos rayosdel sol que nos alumbra.

-Macías, ¡por piedad!

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-No; sufre ahora, que yo sufrí también, ysin consuelo y sin indemnización y sin premio.Una vez no más te hablo en la vida, pero mehas de oír. ¿Temes el mundo? Bien. Habla, esverdad, habla imprudente lo que sabe, lo queno sabe, lo que existe y lo que acaso jamásexistirá. Témele tú en buen hora. Yo leaborrezco. Huyamos de él, huyamos parasiempre. Una lanza para mí y un caballo paralos dos. Basta.

-¿Qué escucho? ¿Adónde queréisllevarme?

-Donde no haya hombres, Elvira; dondela envidia no penetre. Una cueva nos cederánlos bosques, amor la adornará; tú misma con tupresencia. Sólo nosotros hablaremos denosotros. El león allí no contará a la leona, conmaligna sonrisa, que Macías ama a Elvira. Lasfieras se aman también, y no se cuidan como elhombre del amor de su vecino. El viento sólo lodirá a los ecos, que nos lo repetirán a nosotrosmismos. Ven, Elvira, bien mío.

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-Macías -dijo Elvira desasiéndose de losopresores lazos del doncel-, vos os dejáis llevarde vuestro loco arrebato. Vos me tuteáis...

-¿Y qué importa, señora, que no setuteen nuestros labios, si nuestros ojos setutean?

-¡Ea! partid, dejadme -añadió Elvira conuna emoción difícil de explicar-. Por la últimavez, dejadme.

-Decidme que me amáis y partiré. Unavez sola, una vez; decidme que he de volver averos, que he de volver a hablaros...

-Soltad; es imposible.-Amadme, Elvira, ¡por piedad!-¡Nunca! ¡Jamás! Os aborrezco.-¿Me aborrecéis? ¿No hay en el cielo

rayos? ¿No hay quien me mate? ¡Hernán Pérez!-¿Qué hacéis?-Llamarle. Lleve mi vida quien se llevó

mi dicha. ¡Hernán Pérez!-¡Teneos! Macías. Bien; yo...-Acaba, acaba.

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-Yo os... imposible, jamás. Os aborrezco.-¿Y lo dices llorando? Tus lágrimas

ardientes corren hasta mis manos. Huyamos.Los amantes son sólo, Elvira, los esposos....Inútil es la lucha...

-No, no. Macías, hay un Dios. Hay unDios que nos ve. Mi deber es primero. ¡SantoDios! -exclamó prosternándose la desdichadaElvira-, dadme fuerza y virtud. Sola no basto aresistir.

-¿Qué escucho? ¡Es mía, es mía!Macías estrechaba sobre su corazón a la

infeliz Elvira, que exánime y sin sentido nooponía a su loco arrebato más resistencia que lapasiva inmovilidad del estupor y del asombro.

-Él viene -gritó de pronto una voz hartoconocida a los oídos de Macías y de Elvira-. Élviene -repitió de allí a un momento. Así resonóen el corazón del doncel, como el eco lúgubredel bronce que anuncia al amante parado en laplaya la despedida del buque que lleva consigoel tierno objeto de sus ansias.

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-¿Viene, Jaime?... -preguntó Elvira fuerade sí-. ¡Dios mío! Salid, señor, salid. ¿Veis a quéextremidad me reduce vuestra imprudencia?

-Decidme, pues -contestó Macíasdeteniéndola aún-, decidme una palabra solade consuelo.

-¡No, no! -contestó Elvira mirando atodas partes con la mayor agitación.

-Ved que no es tiempo ya -repitió elpajecillo, mirando por entre los coloreadosvidrios de una rasgada y gótica ventana.

-¡Mi honor, mi honor, Macías! -exclamóElvira.

-Hablad pues...-Bien, sí; lo que gustéis diré, pero

ocultaos.-Sólo por ti...-¡Hacedlo por mí! Sí. Ved ese gabinete.

Armas es lo que hay dentro. Rara vez llega a él.Presto; ocultaos.

Echó Macías una ojeada de dolor aElvira y otra de despecho hacia la puerta por

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donde debía tardar muy poco en entrar elhidalgo; impelido, sin embargo, por el brazo deElvira, que suplicante le rogaba con lágrimas enlos ojos, que salvase su honor, ocultóse en elgabinete y cerróse por sí misma tras él lapesada puerta.

-¡Dios mío! -exclamó Elvira-. ¡Perdón,perdón! ¡Vos veis, Señor, mi inocencia desdelos cielos! ¡Dadme valor para la amarga pruebaque me falta!

No bien había acabado de decir estaspalabras y de enjugar precipitadamente laslágrimas que se habían agolpado a sus ojos,rogó al pajecillo, no menos asustado que ella,que no se separase de su lado en aquel críticomomento, en que necesitaba su serenidad today la de un amigo además, para no revelar antelos perspicaces ojos de su marido la terribleemoción que dominaba en su pecho. Pocodespués entró Hernán Pérez. El lector nosperdonará si dejamos para otro capítulo la

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prosecución del cuento de las cuitas de lainfeliz Elvira.

CAPITULO VIGESIMOCTAVO

E si por ventura quieresSaber por qué soy penado,Plácete, porque si fueresAl tu siglo transportado,Digas que fui condepnadoPor seguir damor sus vías,E finalmente, MacíasEn España fui llamado.Don Enrique de Villena. Infierno de los

enamorados.Suponemos de buena fe que pocas de

nuestras lectoras se habrán encontrado en lasituación de Elvira, si bien no nos atreveríamosa asegurar otro tanto de nuestros lectores conrespecto a la del encerrado doncel. Era,efectivamente, aquélla bastante extraordinaria.En balde había dirigido la virtud más rígida

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todas las acciones y palabras de Elvira; en baldehabía resistido, a costa de los mayorestormentos, a la encendida pasión de suimprudente amante. Una inexplicable fatalidadpesaba sobre ella y sobre cuanto la rodeaba.Ella había inspirado inocentemente una pasiónfrenética, que sólo podía emponzoñar su vida oadelantar su muerte; pero semejante a la abeja,que se lastima al picar y deja perdido el aguijónen la herida que hace, Elvira no había ganado elcorazón del doncel sino a costa del suyo. Másvirtuosa como mujer, luchaba más tiempo; peroluchaba con un enemigo más fuerte que ella, ysólo la mano del Todopoderoso, que acababade implorar, podía salvarla del hondoprecipicio que ante sus pies miraba Amaba a suesposo por otra parte; y ¿cómo no amarle? Era,pues, tan inocente como desgraciada.

La misma fatalidad que pesaba sobreElvira había alcanzado al doncel. Había bebidosin saberlo la ponzoña que corría por sus venas.Largo tiempo había luchado también el deber

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con el amor; pero un concurso decircunstancias no buscadas le habían venido aponer en tal estado, que así le era fácil sacudirel yugo, como le es fácil a la débil palomadesasirse de las crueles garras del sacredevorador.

La puerta del gabinete donde Macíashabía entrado era compuesta de dos altas hojas,construidas según el gusto gótico, o por mejordecir, góticos arabescos, que tenían entoncestodos los adornos arquitectónicos. Pero en cadauna de sus hojas una ventanilla cerrada por unacruz de hierro, y puesta a la altura poco más omenos de una persona, proporcionabadesgraciadamente al caballero la deplorablefacilidad de ver cuanto pasaba en la cámaradonde los dos esposos estaban, no pudiendoser él visto a causa de la oscuridad en que sehallaba sepultado aquella especie de astillero ogabinete de armas, que no tenía más luz que laque del salón inmediato recibía.

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El semblante pálido y deshecho deElvira, sus ojos encendidos de llorar, unaindefinible tristeza que oscurecía sus facciones,como una nube oscurece el día, y ciertaagitación particular, hija del temor y delcuidado con que entonces estaba, la hubieranhecho interesante a los ojos de cualquiera porindiferente que hubiera sido a los tiros delamor. Hacía tiempo, por el contrario, que nohabía tenido Hernán Pérez un día que tantohubiese contribuido a disipar su naturalmelancolía. Había cazado con Su Alteza y condon Enrique de Villena, que ambos a dos lehabían colmado de favores; aquella había sidola primera vez que se había hallado en públicoen calidad de caballero, y el corazón delhombre es harto débil para no lisonjearse desemejantes distinciones. Deseaba partir con unapersona querida su satisfacción; y ¿con quiénmejor que con su esposa? Dirigióse a ella conun semblante más animado y franco de lo quecomúnmente solía.

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-He tardado, ¿no es verdad, Elvira? -dijoacercándose a ella con un hermoso azor en elpuño izquierdo-. ¿He tardado?

-No, Hernán, antes paréceme que habéisvenido...

-¿No me esperabais todavía? Esta es lasuerte de los maridos. Nunca se los espera.

-¡Santo Dios! -dijo para sí Elvira, hastacuyo corazón había penetrado esta casualalusión.

-¿Estáis triste, Elvira? -continuó Hernánacariciando al pájaro distraídamente-.Cualquiera diría que habíais cometido algunaacción de que tuvieseis que avergonzaros. Si oshubiera sorprendido con un amante notendríais la cara más lastimosamentemelancólica. Si he venido a haceros mala obra...

-¡Esposo mío! -exclamó Elvira,destrozada en su interior-. Sabéis que hatiempo que la debilidad de mi cabeza...

-Tenaces son esos males de cabeza yterribles -añadió Hernán-. También está triste

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este pájaro. Miradle, Elvira. Su Alteza acaba decambiármele por el mío; ha cazado tan bienesta mañana que ha querido quedarse con él.Nos ha encantado a todos. ¿Queréis creer quecuantas veces le ha soltado Su Alteza y donEnrique de Villena, otras tantas ha vuelto con lapresa? Sólo una vez que le solté yo se vino conlas garras vacías. Sobre eso quiso Su Altezadarme vaya. «Ea!, dijo, Vadillo, hoy no estáispara cazar. Hoy no cogeréis pájaro ninguno...»¿Qué tenéis, Elvira?... Sobre eso fue tal la rabiaque concebí, que se lo ofrecí al Rey, y de buenavoluntad. Efectivamente no era mi estrellacazar hoy. De allí a poco Su Alteza se empeñóen que le soltara su doncel favorito... y tambiéncazó; pero yo nada. Verdad es que Macías cazabien. Pero, esposa, ¿os alteráis? Esa agitación,acaso... su nombre sólo os ofende. ¿Tanto leaborrecéis? ¿Recordáis por ventura?... Pero veoque os incomoda demasiado. Nunca hemoshablado de eso. No hablemos jamás ya.Volviendo a la caza, Elvira, está visto que hoy

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no cazo. Diome, pues, este azor en cambio delmío, y ¡pardiez! que está triste. Acaso habrádejado su compañera al venir a mi poder. Losanimales nos dan ejemplo de fidelidad, ¿no esverdad, Elvira? Capaz será de morirse. ¡Azor!,¡azor! Sólo por eso le quiero. Él no caza hoy, esverdad; en eso se parece a mí; pero es fiel, yváyase lo uno por lo otro; porque en eso separece a vos.

Volvía Elvira la cabeza a una y otraparte; tosía, bostezaba; cubríase el rostro con elpañuelo; pero la agitación que en su exterior senotaba era, comparada con el desorden de suspensamientos y la lucha atroz de sussensaciones, lo que es la arrugada superficie delmar azotada por una blanda brisa, comparadacon el furor y embate de las montañas de aguaque subleva y despide contra el cielo unadeshecha borrasca. Al pajecillo íbasele un colory vaníasele otro, que aunque de corta edad, nise le ocultaba el riesgo del encerrado manceboni el de Elvira si llegaba a ser descubierto, ni la

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terrible simpatía que entre aquella situación yel diálogo del hidalgo reinaba.

Comenzó éste a parar la atención en elsingular estado de su esposa.

-Os entiendo, Elvira -dijo después de unmomento de pausa-, os entiendo. Lasconversaciones de dos esposos que se aman nohan menester testigos, y vos tenéis sin dudaalgún secreto que fiarme.

-¿Yo? -preguntó azorada Elvira-. ¿Dequé inferís?...

-Sí; Jaime -continuó Hernán Pérez-, yo tellamaré.

-Ah, dejadle, señor; el paje noincomoda...

-No importa. Lleva este azor adentro.Que le cuiden. Que no se escape sobre todo; erael favorito de Su Alteza, y tan ilustre huéspedno puede sino honrar mi casa.

Preciso le fue al paje obedecer. La ordenestaba dada de una manera muy positiva, y el

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haber insistido, por otra parte, demasiado, sólohubiera conducido a dar sospechas.

Elvira hizo un esfuerzo para levantarse,y dirigiéndose al paje, bastante separado ya desu esposo, aparentó acariciar al ave, pero díjoleen realidad al oído:

-Jaime, vuelve dentro de un momento;si he conseguido apartar de aquí a HernánPérez, facilita la salida al caballero. ¡Y que novuelva nunca, nunca!

-Bien, querida prima -respondió el pajeen voz alta-, no es éste el primer pájaro que hecuidado. Yo os aseguro de que se le tratarácomo merece ¡Azor! ¡azor! -se fue diciendo enseguida, y saltaba al mismo tiempoaparentando con la mayor inteligencia elindiferente atolondramiento de su alocadaedad.

-Pienso, Hernán Pérez -dijo Elviraacercándose a su esposo-, que el aire libre mesentaría bien. Si quisierais, pudiéramos...

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-Esposa mía -repuso Hernán Pérez,cuyos deseos de conversar a solas con Elvirairritaban más y más los obstáculos que se lequerían oponer-, no lo creáis. Se ha levantadoun viento fuerte, que sólo podría perjudicaros.Venid y sentaos a mi lado. No es mi carácter,Elvira, esa fatal reserva que circunstanciasdesgraciadas me han hecho usar con vos dealgún tiempo a esta parte. El corazón delhombre se cansa del silencio; llega un caso, porfin, en que necesita, como el agua oprimida, undesahogo. Me es necesaria, Elvira, una largaexplicación.

-¡Dios mío! -dijo Elvira para sí-, ¡envuestras manos me encomiendo! -resignadacon esta breve oración mental, sentóse trémulay agitada al lado de Hernán, que cogiéndoleuna mano y oprimiéndosela cariñosamente,continuó, clavando tiernamente sus ojos en losde ella:

-Sí, Elvira, oídme. Si os creyese unamujer vulgar, una mujer capaz de guardar

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secretos para vuestro esposo, no os abriría micorazón. Pero ¡ah! vos sois víctima tambiénhace ya tiempo de esta fatal reserva que hahelado nuestra existencia. Maldición sobre elser impasible y yerto, que cerrado siempre parasus semejantes, vive sólo dentro de sí y sólopara sí. Su consorte es un vivo, condenado avivir atado a un cadáver.

-¿Qué decís?-Sé que el destino ha arrojado entre

nosotros un ser desgraciado; sé que unainclinación a que disteis acaso demasiadoimperio sobre vuestro corazón...

-¡Hernán Pérez! -exclamó asustadaElvira.

-Sí, ¿a qué negarlo? Vos amabais a lacondesa, más acaso de lo que la misma amistadtiene derecho a exigir.

-Cierto que la amé siempre mucho -interrumpió Elvira con más serenidad.

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-No culpo en vos ese sentimiento, sibien pudiera estar celoso de él. Nace de uncorazón generoso; pero...

-Permitidme que en ese punto no déoídos, señor, a vuestras reconvenciones... -dijoElvira pensando más en abreviar el diálogo queen meditar prudentemente sus respuestas.

-¿Es posible, Elvira, es posible?-He jurado guardar silencio...-Pero ¿cuál misterio...?-Permitidme que calle ahora; algún día

sabréis, y no está muy lejos tal vez, que esamisma amistad que me echabais no ha muchoen cara os hace mirar a don Enrique bajo unaspecto falso. Básteos saber que no he creídofaltaros...

-Dejemos en buena hora ese punto, sitanto os incomoda. Vengamos a otro. Sabéis,Elvira, que soy vuestro esposo... Hay unhombre, sin embargo...

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-Esas palabras, señor... ¡Ah! soy inocente-exclamó Elvira precipitándose a los pies deHernán Pérez.

-¿Cómo pudiera yo dudarlo, Elvira?Sois inocente; pero ¿basta acaso en el mundo enque vivimos ser inocente? ¿No es fuerzaparecerlo también? Oídme. Vos sabéis cuántoos amé; os conduje al altar, partí con vos milecho, os entregué mi casa, porque os amaba,Elvira. Hay un hombre, sin embargo, que haosado poner en vos los ojos.

-¡Ah!, señor, acaso os deslumbre...-Nada me deslumbra, Elvira. No os haré

cargo alguno. Vuestra palabra me basta. Mihonor está en vuestras manos. Ese fue eldepósito sagrado que al desposarme osentregué. ¿Le habéis guardado, Elvira?

-¡Señor! -exclamó Elvira ahogando sussollozos y volviendo el rostro a mirar con lamayor agitación el gabinete.

-La verdad, Elvira, y nada más. Mirad;yo os pedí vuestro corazón, no os lo robé; yo no

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os dije seréis mi esposa, sino ¿queréis serlo?¿Para qué pensasteis que enlacé a mi suerte lade una mujer? Para hacerla feliz. No hagotrovas, Elvira, no es el talento la cualidad deque blasono. Empero la honradez será siempremi norte. Sed, Elvira, feliz. Decidme ahoracuáles son los medios que para serlo exigís.Hoy es tiempo todavía; mañana no lo será talvez.

-¡Ah! -exclamó Elvira en el mayordesorden-. ¿Vos habéis dudado, esposo? Sivierais, sin embargo, mi corazón, si vieraiscuánto ha padecido... ¡Piedad, piedad de mí!No mando en mí, Fernán, ni sé quién soy.

-No os turbéis, Elvira; tranquilizaos. Esome basta ¿Me amáis?

-¡Si os amo! ¿Cómo pudiera no amaros?-Basta, Elvira; de hoy más mis labios se

sellarán vuestra palabra va a guardar en losucesivo mi tranquilo, sueño. ¡Elvira, Elvira!

Una larga escena de silencio, pero deelocuente silencio, se siguió a esta enérgica

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exclamación. Elvira, al oírla, miródolorosamente al gabinete. Presentóse entoncesa sus ojos el amor, terrible presagio de sangre yde desgracia. Asustada cerró los ojos, y nopudiendo resistir a la lucha interior que ladevoraba y a la imagen de cuánto debería sufrirel que estaba condenado a ser testigo de escenatan amarga, dejó caer su cabeza desmayadasobre el hombro de Hernán Pérez. Un torrentede sus lágrimas inundó el pecho del hidalgo; deesas lágrimas de hiel que se forman y correnlentamente, que manan con dolor, conamarguísimo dolor, del mismo corazón.

-Ah, perdonadme, Elvira -dijoarrebatado el hidalgo de ternura y deentusiasmo-, perdonadme si he podidoofenderos con dudas ofensivas...

-¿Que os perdone, señor? -exclamóElvira-. ¿Yo a vos? Perdonadme vos a mí...

Al llegar aquí anudáronse las palabrasen la garganta de Elvira, y no la dejaron sussollozos proseguir. Un sentimiento profundo

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de vergüenza y remordimiento, y unaexpansión espontánea de generosidad sehabían apoderado de ella. Un momento menosde reflexión, y la infeliz Elvira declaraba a lospies de su suspicaz esposo su deplorableestado; pero el doncel estaba en su casatodavía. La menor imprudencia suya hubieratenido funestas consecuencias. Alzó los ojos alcielo Elvira y contentóse con llorar.

-¡Macías, Macías! -dijo para sí-. ¡Oh,quién pudiera aborrecerte!

-¡Me ama, me ama como el primer día! -exclamó Hernán Pérez con loco frenesí;arrojándose en seguida en sus brazos, estampóen su pura frente un ósculo conyugal. Elvirasintió su rostro encenderse de rubor al contactofatal. Bajó los ojos avergonzada, y hubieraquerido más bien ver con ellos el infierno todoque haber encontrado con los de su esposo,tranquilos, entonces, serenos, confiados, comolo está el ignorante pasajero que duerme conplacer a la pérfida sombra del nogal.

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También el doncel oyó el ósculo dadoen la frente de Elvira, que resonó en su corazóncomo la voz de la verdad en la tumba. Helósesu sangre toda dentro de sus venas. Sus ojos,lanzados fuera de su órbita, devoraban desde laoscuridad el rostro divino de la hermosura,reclinada en brazos de otro. Sus manos,cerradas por sí solas y comprimidas,sacudieron la cruz de hierro que cerraba laventanilla, y si no bastaron a romperla susesfuerzos, torciéronla como un mimbredelicado.

-¡Se aman, se aman! -exclamó el doncelcon voz ronca y apenas inteligible-. ¡Maldición,maldición sobre ellos y sobre mí! -y unalágrima, pero una lágrima sola, se abrió pasocon dificultad a lo largo de su mejilla, fría comoel mármol.

CAPITULO VIGESIMONOVENOSeis años fui de él servida,Sin de mi alcanzar nada.Él ofendió a mi marido

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Y de ello yo fui la causa;Y con todo esto le quiero,Y le tengo acá en el alma.Rom. de Gazul.-¡Ah!, Vadillo -exclamó Elvira, creyendo

haber oído algún rumor en el gabinete-, ¡cuándesdichada soy!

-¡Elvira! -dijo escuchando un momentoFernán Pérez-. Diría que alguien había habladoa nuestro lado.

-¿A nuestro lado? ¿Cómo? ¡Quéfantasía!... ¿Quién pudiera?...

-Tiempo es el caballero,Tiempo es de andar de aquí.entró cantando a esta sazón con voz

descomunal el ato-londrado pajecillo, según laspalabras de aquel antiguo y famoso romancepopular que se cantaba entre las gentes; entrabaJaime como quien creía que habría tenido yaocasión la bella prima de sacar de allí alhidalgo.

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-Sería el paje, señor, el que aquel ruidometía -dijo Elvira aprovechando tan felizcoincidencia.

-¿Qué buscáis de nuevo aquí? -preguntóHernán Pérez con todo el mal humor de aquel aquien interrumpen en una acusación agradablepara la cual no ha menester testigos-. No haríayo mal, ¡vive Dios!, atolondrado, en cogeros deun brazo y encerraros en ese gabinete oscurohasta que hubieseis aprendido otra mesura ycomedimiento.

-Perdonadle -gritó Elvira, asustada.-Ved que habrá sabandijas en ese cuarto,

señor hidalgo -repuso el pajecillo prontamente-;nadie entra en él jamás.

-Vos seréis el bellaco y la sabandija, malcriado -contestó Hernán Pérez- ¡Ea!, salid.

-De buena gana; pero no será sin decirosque el azor no quiere comer, y que es tan torpeAlvar, el escudero que os habéis echado desdeque recibisteis la orden de caballería, quequiero yo que me encerréis de veras si antes de

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un cuarto de hora no campa solo el pájaro porsu respeto sobre alguna torre del alcázar.¡Pobre animalito! ¡ya se ve!, quiérese escapar.Os digo que se escapará.

-¿Se escapará? ¡Voto va! Paje, a vos os lodi; si él se escapa, acordaros habéis del pájarode Su Alteza. Dejad, Elvira, que vea lo quehacen esos necios. Tenedme ahí entretanto abuen recaudo a ese insolente. ¿Escaparse? Nose escapará, ¡voto a Santiago!

Diciendo y haciendo, salióprecipitadamente el hidalgo, y el paje, vueltohacia la puerta por donde salía, y poniéndoselos puños en los ijares:

-Se escapará -dijo con donaire y burlitasardónica-; sí, señor, se escapará. ¿Peroesperaros yo aquí, eh? Para mi santiguada queno haré tal; no estoy tan mal avenido aún conmis orejas. Vaya, ¿qué hacéis, prima? Ved queel tiempo pasa, y si le perdéis, saldráse con lasuya el hidalgo, y el pájaro no se escapará.

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-¡Santo Dios! ¿Con que es falso eserecado que nos habéis traído, Jaime? ¿Y notembláis?...

-Prima, todo el riesgo para mí es perderuna oreja, v más perderíais vos si...

-¡Querido Jaime, querido Jaime! -exclamó Elvira estrechando al paje entre susbrazos.

-Luego, prima, luego -dijo Jaimemirando con cuidado hacia la parte por dondeacababa de separarse el hidalgo, y dirigiéndoseen seguida hacia el gabinete-: ¡Caballero -añadió abriendo-, caballero! ¡Vaya que se hadormido, mientras que nosotros hemos sudadopor enmendar sus locuras! ¡Ay, Dios mío! -prosiguió todo asustado viendo salir al doncel.Parecía éste, efectivamente, más bien unespectro que una persona. El amor y los celosluchaban aún en su semblante.

-¡Ingrata! -gritó fuera de sí, dirigiéndosea la desdichada Elvira-. ¡Ingrata! ¿Quépretendéis ahora de mí? ¿Sacaisme aquí a la luz

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por si no veo bien allí vuestras infernalescaricias, por si no oigo bien vuestros pérfidosjuramentos? ¿Qué os hice yo para rigor tangrande? ¿Le amáis, le amáis?

-¡Macías!, basta; huid, huid -exclamótemblando de terror y echándose a sus plantasla infeliz-. No más tiempo, no más; que ha devolver.

-¡Vuelva! ¡Vuelva! Aquí mi pecho está.Máteme luego.

-¡Vaya, señor -exclamó el paje-, dejepara otro día esa canción! Mire por Dios...

-¡Ah, Jaime! ¡Me aborrece! - leinterrumpió Macías.

-¿Qué os ha de aborrecer? -repuso elpaje

-¡Jaime! -gritó Elvira, tapando con sumano la boca del inocente-. Macías... partid.

-No, no partiré. ¿A qué vivir, si he devivir sin vos? Sea su triunfo completo. Amadlesin rubor. ¡ Perezca sólo quien no debe gozar!

-¡Por Dios! ¡Por mí, Macías!

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-¡Cierto! Soy un testigo importuno paralos placeres que os esperan -dijo Macías convoz reconcentrada y toda la sangre fría de unhombre desesperado.

-¿Qué han de esperarme, ¡ay de mí! sinotormentos? ¿Queréis que al fin lo diga? Huid ylo diré.

-Elvira, ¿qué dirás? -gritó Macías-. ¿Quele amas, otra vez?...

-No, nunca, no. ¿Qué pude hacerdelante de él? A ti amo: sólo a ti...

-¿A mí? ¡Ah! ¿A mí? ¡Sueño, deliro!-¡Qué vergüenza, Dios mío! Pero huye

ya, ;qué esperas? Ya lo oíste de mi boca; por eseamor frenético que veo en tus ojos con placer,por ese amor, Macías, ¡huye! ¡Huye por Dios! ¡ypor piedad!

-¡Elvira! Elvira! -dijo Macías palpitandotodo de amor y de felicidad-. Huyo, sí, huyo.Dime, empero, que volveré.

-Volverás si huyes ahora, volverás.

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-¡Adiós, Elvira, adiós! -gritó con locofuror Macías, y se lanzó fuera del cuarto.

-¡Adiós -repuso con voz apagada Elvira-, adiós! -y cayó sin fuerzas y casi sin sentidosobre un sitial inmediato, escondiendo conambas manos su rostro descompuesto yavergonzado.

-Alzad, prima; no lloréis -dijo Jaimeacercándose a la hermosa desconsolada.

-¿No he de llorar? -exclamó éstavolviendo en sí y mirando a todas partes contemor de ver volver a su esposo-. ¿No he dellorar? ¿Qué le dije yo, Jaime, qué le dije?¡Imprudente! ¿Y él volverá, volverá? ¡No,jamás!

-Andad -añadió el paje- templadvuestro dolor. ¿No habéis visto con quéfacilidad hemos engañado al buen hidalgo?¡Ah! Yo necesitaba tener presente cuán serio erael lance, prima mía, para no soltar la carcajada.¿Habéis notado que no ha dicho una palabra

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que no pudiera hacernos reír con fundadomotivo?

-¡Hacernos reír, Jaime! Maldecida sea miloca pasión. ¡Sí, dices bien! Yo le hice risible.¿Yo? ¿Yo pago de ese modo su cariño, su amor,su condescendencia? ¿En qué era, pues, risible?¿En amarme? Saetas eran sus palabras para mí.¿Por qué ha de ser risible, Jaime? Porque tieneuna esposa infiel, que olvidada de su deber, hadejado crecer en su pérfido corazón un amorodioso. ¿Y porque ella es ingrata, él es risible?¡Dios mío! Confundidme. He aquí el premioque doy a su cuidado. Porque ha partido sulecho conmigo, porque me ha confiado su casa,porque me dio su corazón, porque quisollamarme madre de sus hijos, ¿por eso leaborrezco? ¡Me horrorizo, Jaime! ¡Yo misma medoy horror! ¿Yo cubriré su nombre deignominia; yo destinaré a eterno oprobio elnombre de mi marido, que es el mío? ¿Lasgentes al mirarme le pronunciarán con befa ycon maliciosa risa? ¡Dios mío, Dios mío! ¡Yo

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pierdo la cabeza! ¿y cómo amarle, sin embargo?¿Es mío por ventura mi corazón? ¡Macías, mehas perdido! Oye, Jaime, si le ves por acaso,dile que nunca, nunca torne a mi presencia.Que huya, que huya. Le adoro, sí, le adoro.Díselo tú también; pero que huya. ¡Qué delirioel mío! ¡Qué locura! ¡Mi voz se ahoga!

-Hermosa prima, Hernán Pérez vuelve.Serenaos.

-¡Vuelve, vuelve! ¡Ah! Evita su furor.Déjame a mi; muera yo sola; ¡yo su castigomerecí!

-¡Ah! No, no parto, si lloráis así.-Parte. Sí, dices bien, no lloro ya -dijo

con interrumpidos sollozos Elvira, enjugándoselos ojos rápidamente, y empujando con unamano al paje-: Parte, que no te llegue a ver.

-¿Dónde está -gritó Hernán Pérez-,dónde el insolente que osa jugar con mi cóleray desafiarla?

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-¡Adiós, Jaime! -dijo en voz baja Elvira-;corre... Teneos, Hernán Pérez... -añadióarrojándose al paso de su esposo.

-¡Oh! Decidme vos si no -gritó elhidalgo-, ¿hay en esto, señora, otro misterio?¿Qué significan vuestras lágrimas, vuestrossollozos, vuestra confusión?...

-Jaime, señor, es inocente, inocente,nunca quiso jugar con vuestra cólera. Todos osamamos aquí y os respetamos, todos; pero...mirad... oíd...

-¡Elvira, Elvira! -exclamó con vozdescompuesta el hidalgo, que comenzaba asospechar vagamente.

-¡Perdón! -gritó Elvira con voz aguda yahogada por sus lágrimas y sollozos-. Esposomío, ¡perdón! -y cayó de rodillas, abrazando lospies del hidalgo, y dando su frente pura sobreel suelo con asombro de aquél, que cruzado debrazos delante de ella, parecía en la mayorinmovilidad andar buscando en su cabeza

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alguna explicación de escena tanextraordinaria.

CAPITULO TRIGÉSIMO

Estando en esto llegóUno que nuevas traía.-Mercedes a ti, fortunaDe esta tu mensajería.Rom. del rey Rodrigo-Ya veis que en ningún caso puede

convenirme -decía agitado Villena al astrólogoun día-. Cuando tengo vencidos casi losobstáculos todos que a la posesión de mimaestrazgo parecían oponerse; cuando unosya, merced a mis beneficios y promesas, hanvuelto a entrar en la senda del deber; cuandootros, cansados del poco fruto de la diligenciade don Luis de Guzmán, ceden en tanobstinada demanda y dan al olvido su rencor,¿querrán que yo exponga a los riesgos de uncombate el objeto de todas mis ansias y

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desvelos? ¡Qué bobería, Abenzarsal! Fuerza espara suponer en mi semejante delirio noconocer cuánto he deseado ese maldecidomaestrazgo ¡Por cierto que puede ser dudoso eléxito del combate! No quiero yo decir con estoque mi antiguo escudero Hernán Pérez carezcade valor de ningún modo; pero una cosa estener valor, y otra estar seguro de vencer aMacías. Abenzarsal, el combate no puedeverificarse sino para perder yo el maestrazgopor lo menos; y no se verificará.

-No es tan fácil hacerlo como decirlo -dijo Abenzarsal sin mirar al conde, y más biencomo quien habla consigo mismo que comoquien contesta a otro-; no es tan fácil hacerlocomo decirlo. Porque, al fin, ni el mismo Reypuede revocar ya la prueba por combate quetiene decretada a petición de parte, ni fueradecoroso en vos solicitarlo.

-Abenzarsal, decirme a mí ahora quenada se puede remediar en el asunto por lostérminos ordinarios, vale tanto como decirme

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que Madrid está en Castilla; y por cierto que notengo ni el tiempo hoy ni la cabeza paraaprender verdades de esa importancia. Si osconsulto es porque presumo que pudiéramosdar un golpe atrevido. ¿No hay algún arbitrio?¿No os ocurre a vos nada? ¡Por Santiago! Yocreí que ya habíais comprendido que yo quieroque os ocurra.

-Mi cuerpo, señor, viejo y feo conformese halla, está a tu disposición; del alma nada tequiero decir, porque no estoy seguro de sipuedo disponer de ella como cosa mía, despuésde la tempestuosa y maliciosa vida que hetraído. Dios me la perdone. Pero en cuanto amis ocurrencias, permite que te diga, señor, quesólo conforme me vayan ocurriendo podré irlasponiendo a tu disposición.

-¡Maldito viejo! -refunfuñó Villena entredientes-. ¿Cuándo queréis acabar de fundirmeesa cabeza de bronce que ha de responder atodo el que la pregunte y que me habéis tantasveces prometido? Yo os aseguro que si la

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tuviera en mi poder, como debiera, a la horaesta ya la habría hecho decir cosas buenas yoportunas acerca del asunto. No habríacombate, yo os lo aseguro; no lo habría. Os juroque esa sería la mejor cabeza de Castilla, sincontar la mía, Abenzarsal, se entiende.

-Mientras la mía, señor, esté sobre mishombros que será todo el tiempo que yo pueda,paréceme que la de bronce ha de estar de más.

-Veamos, Abenzarsal, esa prodigiosafecundidad de recursos. Ya imaginaba yo queno dejaríais de sacarme de este molesto apuro.

-¿Has visto alguna vez a tu juglar Ferrusdesempeñar, con singular destreza y maestría,el famoso juego de cubiletes que de Italia hantraído a España algunos juglares y juglaresas deProvenza?

-Adelante, Abenzarsal.-Bueno; pues es necesario que aprendas

ahora de Ferrus tan peregrina habilidad, y estosin remedio.

-¿Os volvéis loco, u os burláis de mí?

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-Ni lo uno ni lo otro. Lo primero no metiene cuenta a mí; lo segundo no te la tiene,señor, a ti; sin embargo, afírmome en lo dicho;no tienes, conde, otro remedio a no ser quequieras valerte del agua aquella que poseo queno sería tan mal recurso. Pero has dado enapreciar la vida del hombre...

-¡Qué horror, Abenzarsal, qué horror!¿Habéis tomado a vuestro cargo endurecer mialma y hacer de mí un pícaro tan redomadocomo vos? ¿No tembláis el crimen?

-¿Qué es el crimen? ¿Lo que hanquerido llamar tal los hombres? Soy uno deellos; tengo derecho a no adoptar susdefiniciones.

-¿Me diréis que el quitar la vida a otroser...?

-¿Qué es quitar la vida, don Enrique?¿Puede el hombre, necio, insensato, quitar lavida a ningún ser? ¿Puede el hombre crear nidestruir? ¡Impotente! ¡Miserable! Aquel enquien acaba el alma de separarse de: cuerpo,

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deja de vivir a los ojos de los hombres. A losojos de Dios vive, porque muere a los ojos deDios; Él ha derramado la vida en los serestodos; unos existen bajo unas condiciones, otrosbajo otras. Si el vivo vive de una manera queconfesamos, vive también el muerto de otramanera que no conocemos; a los ojos de Dioslas acciones todas son iguales; no hay bien, nohay mal; no hay vida, no hay muerte; no hayvirtud, no hay crimen

-¡Blasfemia, blasfemia! -gritó donEnrique-. Os complacéis en aventurar horriblesparadojas en los momentos críticos en quetenemos más necesidad de inventiva que deergotismo escolástico, y de confianza en el cieloque de heréticas impiedades.

-Como gustéis; dejemos en buena hora alos hombres, viles gusanos de la tierra,imaginarse en su vanidad los seresprivilegiados de la creación; dejémosles creerorgullosos que para dar vueltas alrededor de sumundo miserable ha lanzado al vacío el

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Hacedor millones de mundos mayores;dejémosles pensar que son algo y que valenalgo; dejémosles, en fin, dar unaincomprensible importancia a sus accionesmíseras, al que llaman su honor, a su supuestaciencia, a sus ridículas pasiones, al ruido quehace la boca, que llaman aullido en el lobo, y ensí mismos conversación.

-¿Acabaréis? ¡Por Santa María!-Dejémosles en tan lisonjero error;

convencedle al hombre de que no es nada, yprecipitado de la altura del trono que sobre laNaturaleza se ha erigido, se afligirá como si elno ser nada fuese algo.

-¡Por Santiago! -exclamó Villenadespechado-; tenéis razón, Abenzarsal. Tenéisrazón en todo lo que habéis dicho, y en lo quehabéis pensado, y en lo que os habéis dejadopor pensar y por decir. Pero ¿y mi maestrazgo?Os suplico que no lo consideréis como cosa dehombres, que yo os prometo probaros antes de

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mucho que si el hombre puede no ser nada, unmaestrazgo por lo menos es algo.

-Vengamos, pues, al maestrazgo -dijosonriéndose el astrólogo, a quien esta últimafrase debió de parecer mejor que el mundo ysus míseros habitadores-. Ya he dicho, señor,que no queriendo hacer uso del aqua mortis,necesitáis aprender...

-Pero ¿qué significa?-Significa que, así como el juglar, y un

juglar cualquiera, hace desaparecer entre losdedos la bola mágica, según la llama el vulgode los hombres, ése de quien yo os hablabahace poco...

-¿Volvemos? -dijo Villena desesperado,con lastimoso acento.

-No; tranquilízate, señor; así, pues,necesitas tú hacer desaparecer a alguien de lacorte de don Enrique

-¿A quién? ¿Y cómo?-Voy a decirte, ilustre conde. A Elvira,

tu acusadora, es caso imposible, porque está

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libre bajo mi responsabilidad, así como Macíasy tú lo estáis bajo la propia del Rey, tú por tuclase, y él por su favor.

-Bien. Adelante. Elvira es, además,mujer de Hernán Pérez.

-Cierto; pero a Macías no me parece quepodría ser difícil. Él está ahora más que nuncaposeído de una pasión frenética; pasión cuyosresultados, felices para nosotros, has cortado túmismo con tus incomprensibles escrúpulos. Sinembargo, puédenos servir todavía. Entreveo unplan asequible tal vez. Necesitaremos deFerrus. Si el doncel cae en el lazo que le vamosa tender, no será él ciertamente quien venza aHernán Pérez.

-Abenzarsal, ¡cuánto os debo, amigomío! -dijo Villena estrechando sus manos.

-Dame, empero, tu palabra, señor, de noestorbar mis intentos, y dame con tu palabra aFerrus. Sé las escenas que han pasado entre losamantes recientemente, sé... Pronto lo sabrás túmismo. Ven en tanto, señor, conmigo... Oigo un

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rumor extraño en la cámara de Su Alteza. ¿Seráacaso alguna novedad en la salud del Rey quedebamos sentir todos?

Al acabar el astrólogo estas palabras,dirigiéronse entrambos hacia la cámara de SuAlteza. Oíase desde ella un prolongado yconfuso clamoreo, cuya causa no tardaron enadivinar. Su Alteza, rodeado ya de algunas delas primeras dignidades de Castilla, preguntabaa unos y a otros, y parecía haberse halladolargo rato en la misma duda que los personajesde nuestro último diálogo. Brillaba, sinembargo, en su semblante una alegría desusadaen él y podíase conocer desde luego que mástenía de fausto que de infausto el suceso queproducía en aquella ocasión tanto movimiento.

-Venid, ilustre conde, mi pariente, y vos,Abenzarsal, venid -dijo don Enrique el Dolientesaliendo al paso contra su costumbre, connotable olvido de su propia dignidad, a lospersonajes que entraban en su cámara-. LaCorona de Castilla tiene ya un heredero varón.

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-Señor -dijeron a un tiempo Villena y elfísico-, ¿es posible? ¿Ha llegado ya tan alegrenueva?

-Sí -dijo el Rey-; el enano que está deatalaya en la torre más alta del alcázar acaba dever las ahumadas que tenía mandadas disponerpara este caso, y los fieles habitantes de mi realvilla de Madrid se han apresurado a felicitarmesobre tan feliz acontecimiento

Oíanse, en efecto, ya más distintamentelos repetidos vivas con que de buena femanifestaba el pueblo su entusiasmo al saberque había nacido un Rey, y que no podríafaltarle ya en ningún caso quien le mandase.

Salió Su Alteza a una de las fenestras desu alcázar, como se llamaban entonces lasventanas en castellano, sin que se pudieraachacar eso a galicismo, pues no había entoncesen la pobre villa de Madrid tantos traductorescomo en los tiempos que alcanzamos de dicha yde ilustración; salió a una de las fenestras, comodejamos dicho, y agradeció al pueblo con claras

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demostraciones y ademanes de contento ysatisfacción su inocente entusiasmo.

Vuelto en seguida a Stúñiga, justiciamayor del reino:

-Diego López -le dijo Su Alteza-,dispondréis que mañana sea la últimaaudiencia que dé en esta villa a los fieleshabitantes de Madrid. Debemos marcharinmediatamente a Otordesillas, adonde setrasladará la corte por ahora. Quiero que alsepararme de esta mi villa predilecta, puedanmis vasallos venir a implorar a los pies deltrono la justicia que puedan necesitar.Recuerdo, además, condestable -añadióvolviéndose al buen Ruy López Dávalos-, quehe suspendido en dos o tres casos decisiones degrave interés, prorrogándolas hasta elmomento que tan felizmente ha llegado.

Inclináronse el condestable y el justiciamayor, y no puso tan buen gesto como donLuis Guzmán el intruso maestre. Antes,llegándose al oído del astrólogo:

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-¿Habéis oído? -le dijo-. Mañana daráorden de que se reúna el capítulo de Calatrava,y mañana acaso fijará el día de nuestrocombate.

-No hay tiempo que perder -repuso envoz baja también el judiciario.

Don Luis Guzmán y Macías echaroncada uno por su parte una mirada significativade esperanza y desprecio al conde de Cangas yTineo. El resto del día se empleó enpreparativos para el viaje que la corte disponía,y la noche en músicas y en danzas, en que losministriles y juglares divirtieron no poco atodos con sus juegos y arlequinadas, farsas ybufonerías.

CAPITULO TRIGESIMOPRIMEROPorque le vi ir huyendoMuy malamente llagado,que a la hora de agora,Será muerto o cativado.Rom. del rey Rodrigo..Por ende quien me creyere

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Castigue en cabeza ajena,E no entre en tal cadena,Do no salga si quisiere.Marqués de Santillana. Querella de

amor.Algunas horas hacía ya que la noche

había tendido sobre nuestro hemisferio sutenebroso velo. Ningún ruido sonaba en lacampiña ni en las solitarias y tortuosas calles dela villa de Madrid. Sólo en el alcázar se veíanbrillar, en algunas habitaciones, más luces delas que solían comúnmente arder a semejanteshoras; oíase desde la calle un rumor sordo ylejano, que se desprendía del altísimo edificio,bien como se desprenden de la tierra losvapores en una mañana clara de invierno. Uncaballero acababa de bajar triste y taciturno laescalera principal del alcázar; su traje indicabaque salía del brillante sarao que arriba se oía; sudesasosiego, sus pasos vagos y sin dirección,indicaban el desorden y la indecisión de suspensamientos.

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-Sí, volveré -decía hablando consigomismo-, volveré; ella misma lo decidió.¡Importuna danza! ¡Ruido mil veces másimportuno! ¡Mientras más gente, más solo!

Cativo de mi tristura,De mí todos han espanto:Preguntan, ¿cuál desventuraHay que me atormente tanto?¡Inútiles esfuerzos! ¡Talento estéril! ¿De

qué me sirves, de qué? ¡Ni mis palabras lavencen, ni mis trovas la mueven! ¡Elvira!

¡Ah! Te place que mis díasYa fenezca mal logrado,Muy en breve,Pues que al infeliz Macías,Es tu pecho despiadado,Tan aleve.Después de repetir esta endecha

tristísima de una de sus composiciones,apoyóse el trovador desdichado contra la altamuralla del alcázar donde se encerraban todossus deseos. Poco tiempo podía hacer que estaba

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sumergido en la más profunda meditación, orarecordando las contradictorias pruebas que decariño y odio le había dado su señora, orarepitiendo vagamente y con profundadistracción fragmentos sueltos de las chanzonesque le había inspirado su desgraciado amor,cuando una mano se apoyó sobre su hombrocon extraña familiaridad.

-¿Quién eres -preguntó airado- el queosas perturbar la meditación del que deseaestar solo?

-¡Quien os ha visto salir; quiencompadece vuestra pasión; quien os ha deconsolar en ella; quien sabe de vuestros asuntostanto como vos, si no más! -repuso eldesconocido.

-¡Ah! Judiciario -dijo Macías,reconociendo al físico Abenzarsal, que habíasalido tras él del bullicioso sarao-. ¿Qué sehicieron tus predicciones, y qué tu vanaciencia? ¿Dónde está mi felicidad, dónde?

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-Más cerca acaso de lo que presumes,hombre incrédulo.

-Qué decís? Explicaos. ¡Ah! si algunavez os han engañad, si sabéis, padre mío, lo quees esperar lo que nunca llega y creer lo quenunca sucede, no os burléis de mi neciaconfianza. Ved que lo creo todo, porque todo lodeseo.

-¡Silencio! ¿Conocéis una reja alta que dasobre el terraplén y el foso, hacia la parte delalcázar que mira al soto del Manzanares?

-¿Qué me queréis decir?-Oíd. La reja se abre. He aquí su llave.-¿Su llave? ¿Para qué?-¿Para qué preguntáis? ¿No os sirve,

pues?-¡Ah! Dadme, dadme acá. Decidme, ¿de

quién, para quien la tenéis?-No os importa. ¿Conocéis su letra?-¡Desdichado! ¿De qué la habría de

conocer? Si tanto sabéis y adivináis...-Bien, no importa. Miradla aquí.

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-Su letra, Abenzarsal. ¿Es magia esto, esmagia? ¿Deslumbráis mis sentidos, porventura, con las artes de vuestra pérfidaprofesión?

-Leed y callad -añadió el astrólogosacando de debajo de su ropa una linterna,cuya luz proyectó sobre un pergamino que ledio al mismo tiempo.

-¡Dios mío! -dijo el doncel acabando deleer-. ¿Es ella, lo sabéis, es ella la que escribeestas breves palabras?

-No, soy yo si os parece -dijo afectandoenojo el pérfido viejo-; adiós: puesto que noqueréis ser feliz, no os quejéis después.

-¡Ah! no; venid, perdonad, señor, si elexceso mismo de mi felicidad... ¿Es posible?

-¡Ea! Dejad vuestras puerilesexclamaciones. El tiempo corre. Partid. Noconvendría que nos viesen juntos. Sabéis que elhidalgo está con Su Alteza. Adiós.

-Escuchad; teneos. ¡Un momento! -dijoMacías; pero hablaba solo ya: el astrólogo había

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desaparecido con indecible presteza-. ¡Quéconfusión! -prosiguió el doncel-. ¡Tantafelicidad, Dios mío! Corramos; mas no. ¿Quiénsabe los sucesos que me esperan esta noche?Quiero buscar mi espada; con ella al lado,nadie, nadie podrá estorbar mi felicidad.

Dirigióse, dichas estas palabras, elanimoso doncel a su habitación y ciñó suespada, cubriendo con un tabardo oscuro develarte su elegante vestido, que no podíamenos de haber llamado la atención decualquiera que a aquellas horas se lo hubieranotado en el paraje sobre todo donde élpensaba que podría tener que esperar uninstante propicio para su dicha.

Volvía a bajar la escalera del alcázarpara salir al campo lo más presto posible, yantes que se hubiesen cerrado las puertas de lavilla, cuando un encuentro inesperado ledetuvo, no tan a su pesar como podríaparecerle a primera vista al que no supiese queel que hacía variar de aquella manera su primer

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pensamiento, era nada menos que el mismo, elmismísimo pajecillo Jaime, a quien tan apuradoy comprometido dejamos por causa del doncelen uno de nuestros últimos capítulos, que acasono habrá olvidado todavía el lector.

-¡Jaime! -dijo Macías.-¡Señor caballero! -repuso el paje no

menos admirado y satisfecho-. Buena lahicisteis la mañana pasada. ¡Ah!, otra vez vedde ser más prudente.

-¿Acaso Elvira?...-Mirad, de eso nada sabré deciros sino

que desde entonces esposo y esposa se tratande una manera... La señora pasa llorando losdías y el señor rabiando las noches... La casa esun infierno. Felizmente, a mí nada me tocó delo que merecía. Pero a propósito, gózome deencontraros. Díjome mi hermosa prima...

-Más bajo.-No, no hay peligro.-¿Qué te dijo?

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-Que si volvíais alguna vez, comohabíais dejado prometido...

-¡Como ella misma!... querrás decir...-Sí, bien..., como gustéis.-¿Y qué?-Nada; no os aflijáis. Mirad: las mujeres

son... vos lo conocéis mejor que yo...-¿Qué hablas, pajecillo? Acaba.-¡Ah! no, si os enfadáis... Tranquilizaos y

os diré...-¡Acaba, por Santiago! Juro por el

infierno que estoy tranquilo.-Me dijo, pues -contestó el paje aterrado

de la extraña tranquilidad del doncel-, que sivolvíais, se os dijera que no estaba.

-¿Eso dijo? ¡Perfidia! ¡Perfidia sin igual!¿Y no lloró al decirlo, no tembló, miserable?Sed generoso con las damas; creed, creed unsolo punto. ¡Salvad mi honor huid, y volveréis!,que os amo, dijo, ¡y todo fue mentira! ¿Y yo salíy obedecí? ¡Necio! ¡Insensato! ¡Ah!, ¡maldecidagenerosidad! Paje, ¿me engañas? -prosiguió

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después de una breve pausa, en la cual dio milvueltas al pergamino que le acababa de dar elastrólogo-. No pudo decir eso; tú burlas midolor, y tú...

-¿Yo, señor, yo? Me obligaréis a deciroslo que añadió...

-¿Qué añadió, santo Dios?-Pues mirad, añadió que se os dijera a

vos mismo que ella había dado aquella orden.-¿Eso? ¡Ella! ¡Ella misma! ¡Oh ultraje!

¡Oh rabia! Paje, ¿conoces tú su letra?-Poco, señor.-¿Es ésa? -dijo Macías acercándola a un

farol de la escalera inmediata.-Paréceme que... sí..., cierto; yo a lo

menos... Verdad es que yo no sé escribir. Yo soymal juez.

-¿Cuándo dijo lo que me acabas dereferir?

-Aquel día mismo.-¡Respiro! Algún objeto llevaría. Vuela a

tu prima, Jaime; dile que me diste ese recado y

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que espero sus motivos. Escucha. Con respectoa su cita, dile antes de una hora...

-¿Cómo? ¿Os cita?-¡Silencio!-¿Y os quejabais vos? Decid entonces

que el engañado he sido yo. Ya me encargaréyo de esos recaditos en adelante, para que mecuesten una oreja el día menos pensado, y quela señora luego... ¿Es posible, señor caballero,que han de engañar las mujeres hasta a susmayores amigos? ¡A todo el mundo, señor..., atodo el mundo!

-¡Ea! ¡Silencio! y separémonos. Nadadigas, nada hables. En estos asuntos, Jaime, lapalabra escapada revuelve sobre el que la dijo,y las imprudencias se pagan con la vida.¡Adiós, adiós!

Dichas estas palabras continuó el doncelsu camino, pidiendo a su señora en suborrascosa imaginación mil perdones por laligereza con que la habían inculpado, en aquelmomento mismo en que acababa de darle,

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según él, la prueba más singular de suconstancia y fidelidad.

Llegó el paje entretanto a Elvira yrefirióle lo ocurrido. Mil ideas se cruzaron en laimaginación de la desdichada. Deseosa, sinembargo, de aclarar aquel misterio y biendecidida a no exponerse de nuevo al peligroque no podía menos de correr con el arrebatadodoncel:

-¡Jaime -dijo-, quiero salvarme a todacosta! Le amo, le amo con furor, y el infeliz losabe. No le vea, no le hable. Mi honor es loprimero. Juzgue de mí lo que quisiere. Escucha.Yo de mí misma desconfío y tiemblo. Susruegos pudieran vencerme... Por otra parte, esacita sólo puede ser un artificio... acaso unahorrible maquinación, un lazo que nos tienden.Mira: toma esa llave y ciérrame por fuera; deesa manera no le podré yo abrir aunque susruegos me ablandaran. Corre en seguida en subusca. ¿Dónde iba?

-Bajaba la escalera del alcázar.

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-¡Soy feliz! Todavía no viene en muchotiempo. Búscale, Jaime, búscale. Dile que esinútil; que nunca le he citado; que es mentira;que su vida peligra; que está Hernán conmigo...Lo que quieras. Que no venga, y lo demás noimporta. ¿Que sería de mí si Hernán...? ¿Será élpor ventura, será él el que de esta suerteintenta? ¡Qué horrible maquinación!

Hizo Jaime lo que su hermosa prima lerogaba con no poco miedo de verse metido a suedad en tan gran laberinto de riesgos y deintrigas, pero con toda la decisión al mismotiempo de que es capaz la fidelidad.

¡Otra vuelta! -dijo Elvira al paje, quecerraba ya por defuera-. Así; adiós. Si miesposo viene, él tiene otra llave. ¡Yo os doygracias, Dios mío -añadió postrándose concristiano fervor-; yo os doy gracias, Señor, porel peligro de que me habéis librado!

Apenas había acabado de decir estaspalabras cuando se dejó sentir en la parte deafuera de su habitación un rumor, extraño

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ciertamente a aquellas horas y en aquel sitio tansolitario.

-¿Qué oigo, Dios mío? ¿Qué oigo?-¡Elvira! -dijo una voz que así parecía

bajar del cielo como salir de unas profundacueva-. ¡Elvira!

-¿Quién me llama? -añadió la asustadadama corriendo hacia la puerta para asegurarsede que estaba bien cerrada.

-¡Macías! -respondió la voz sordamente,y resonaron dos o tres golpecitos dados concierto misterio e inteligencia.

-¡No le ha encontrado el paje! -exclamóElvira-. ¡Ah! si Hernán... ¡Oíd..., doncel...! Nadieresponde... y el ruido continúa. ¡Cielos!, no esaquí; no es en la puerta. ¿Dónde, pues, dónde?Aquí -exclamó llegando a la ventana-, en estaparte están. ¿Qué intentan? Esta reja se abre;pero la llave... La llave debe tenerla el alcaidedel alcázar... ¡La abren, Dios mío! -continuóescuchando con la mayor ansiedad-. Huid,huid, quien quiera que seáis.

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-¡Bien mío! -respondió el doncelabriendo completamente la reja y dando con suespada en la madera, que quedaba cerradatodavía.

-¡Ah, es él, es él! Yo soy perdida. Yomisma me he encerrado -gritó Elviraarrojándose sobre un sillón al tiempo mismoque la madera, destrozada por los furiososgolpes del doncel, cedía a su irresistible fuerza.

-Yo soy, Elvira, yo soy -dijo Macíasarrojándose a los pies de su amante-. Milobstáculos he tenido que vencer; no penséalcanzar a la altura de esa reja, que he debidoescalar con la espada en la boca. Ya estoy en fin,aquí, bien mío, y a tus plantas.

-¡Ah! no; salvaos por piedad, ysalvadme a mí. Macías, cada palabra quehablamos es una palabra de abominación; eltiempo es precioso y le perdemos.

-¿Perderle yo a tu lado?-Cesa ya y parte.

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-¿Me llamas, señora, para escuchar denuevo tus rigores?

-¿Yo os llamé, Macías?-¿Qué escucho? -dijo levantándose-.

¿Cuya es, pues, esa letra?-¿Esa letra? ¡Cielos! Los traidores la han

fingido.-¿La han fingido, señora?-Para perdernos, sí.-¿No es vuestra? ¡Crédulo yo, insensato!

¡Cierto es, lo que Jaime asegura!-Todo sí, todo es cierto: huid; no os

quiero ver: os aborrezco.-¿Me aborrecéis? Pues bien, nos

perderán. Ya su triunfo es completo. ¡Pérfida! -añadió después de haberla contemplado unmomento-. ¿De esta suerte pagáis migenerosidad? Tres años de silencio. Hablo porfin, hablo, para ofreceros más generosidad,mayor sigilo aún, amor más grande, ¡y no osocurren en pago sino pérfidos medios deengañarme! Sed noble, señora, hasta en la

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perfidia misma. Medios hay aún de sernoblemente malo. ¿Sois veleidosa? ¿Por qué nome decís: «Macías soy mujer! ¡Plúgome vuestroamor, mas hoy me cansa! No es para mí, que esharto grande.» Yo agradecería vuestra noblezaentonces.

-Acabemos, Macías: no másreconvenciones, no. Idos, y nunca más volváis.Toda comunicación, todo vínculo es roto entrenosotros. Si prendas teníais de mi amor, siinsistís en creer que mis ojos, mi lengua, misacciones os prometieron algo, en buen hora,creedlo; devolvedme, empero, mi libertad...

-¿Que os la devuelva, señora? Volvedmevos la dicha, volvedme la confianza.

-¡Qué suplicio! Por piedad, partid.-¿Partir? ¡Qué delirio! Mi vida hoy o mi

muerte. No os creo ya; nada espero de vos.Todo de mí. Oídme.

-Soltad mi mano.-No, sois mía, y lo seréis.

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-¿Y ese es amor tan grande? ¿Me amáisvos, y me amáis comprometiendo mi honor ymi existencia?

-Sí, porque tú y yo no somos ya más queuno. Los dos felices, o desgraciados ambos.Uniónos el amor: la muerte sola nos separará.Volved los ojos hacia mí, volvedlos; inútil esretirarlos; me veis, me veis donde quiera quelos volváis; cerradlos, y aún me veréis.Decidme que me amáis. Mentid, señora, si noes cierto; decidlo empero por piedad, y salgo.

-Jamás, jamás -profirió débilmenteElvira, procurando en vano desasirse de losamantes lazos en que la tenía presa elimpetuoso doncel.

-¿Jamás decís? Pues escuchadme -repuso Macías con el acento de la másprofunda desesperación-. Yo había nacido parala virtud. Vos me consagráis al crimen No haysacrificio inmenso de que no fuera mi corazóncapaz, o por mejor decir, el amor era miconstelación. Encontrando en el mundo una

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mujer heroica, era mi destino ser un héroe.Encontrando una mujer pérfida, Macías debíaser un monstruo. Yo os di a elegir, señora.Nuestra felicidad y el secreto y cuanto vosexigieseis, o el escándalo y mi muerte. Voselegisteis lo peor. Escrito estaba así. ¡Muerte yfatalidad!

-¡Ah! Silencio, silencio. No me maldigasya; ¡desventurada!

-Sí; todo es ya acabado entre nosotros.Nuestra felicidad ha sido una borrasca;formada como el rayo en la región del fuego,debía destruir cuanto tocara. Ha pasado comoel rayo, pero como el rayo ha dejado la horriblehuella de su funesto paso. Tu amor, tu amor,¿quién lo creyera?, era el único que no debíadejar más señales de su existencia en tu corazónde hielo, que las que deja el ave que atraviesarápidamente el cielo, que las que deja sobre tulabio abrasador este ósculo de muerte, querecibes, bien mío, a tu pesar.

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-¡Ah! -exclamó Elvira, reluchandoinútilmente-; soy perdida, perdida parasiempre.

-Y mil y mil -añadió frenético Macías-,prendas son todos de nuestra próxima muerte.Ellos son, Elvira la agonía del amor. ¿No sientesel fuego inmenso que encienden en las venas?¿No percibes el tósigo? Bórralos jamás, olvídatesi puedes, y olvídame después. Venga lamuerte ahora -añadió desasiendo a la infelizElvira, que, perdidos los ojos en el techo ypálido el semblante cayó desprendida deldoncel sobre el sitial inmediato. Un momentode pausa y de silencio, semejante al que llenade misterioso terror al caminante después delfragoroso estampido de la exhalación eléctrica,sucedió a las últimas palabras del doncel.Arrodillado a las plantas de Elvira, imprimíatodavía en una de sus manos hermosas como elalabastro, sus trémulos labios; no lloraba yaElvira, no derramaba una lágrima Macías. Enlas grandes situaciones de la vida no halla

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salida el llanto. La inmovilidad del mármol, elestupor de la postración, son los caracteres delas emociones sublimes. El silencio entonces eselocuente, porque no hay palabras en ningunalengua ni sonidos en la Naturaleza que pintenel amor en su apogeo, que expliquen el dolor entoda su intensidad.

-¡Elvira! -dijo por fin Macías-. ¡Cuándesgraciados somos!

-Partid, partid -profirió con trabajoElvira-. ¡No queráis, señor, que lo seamos aúnmás! Esta es la última vez que nos veremos.

-¡La última, sí, porque la muerte llega!-¡Ah! No; no lo esperéis. Ya todo se ha

concluido entre nosotros; ahora es cuando os lodigo, sabedlo; os he querido, señor, os hequerido, como nadie volverá a querer.Salvadme ahora, después de esta confesión.

-¡Ah, lo decís por fin! Tiempo es aún...Decid que ahora me queréis y huyamos. Perohuyamos los dos.

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-No es tiempo ya, no es tiempo. Sedgeneroso vos ahora; no apure el vaso yo delcrimen y del deshonor. Nunca ya noshablaremos, Macías...

-¿Nunca, señora?-Desistid... ¡por Dios!-Os juro que no desistiré.-Ved que los asesinos se acercan acaso

ahora... ¡Ah!, no me hagáis aborrecer la vida; nome obliguéis a maldeciros.

-Sí, maldíceme ahora... mas ¿quérumor...?

-¡Ellos son, ellos son! -gritó Elvira,precipitándose hacia la puerta-. ¡Los traidores!

Oyóse efectivamente ruido de armas ypersonas al pie de la reja.

-¡La puerta está cerrada -gritó Elvira- yél sólo puede entrar!

-Dime que me amas -exclamó Macías-;decídete, en fin, señora, a participar de misuerte; dime que siempre me amarás, y mi

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espada aún nos abrirá paso al través de lospérfidos asesinos.

-No, no, Macías; no muera deshonrada -gritó Elvira sin saber adónde refugiarse-. ¡Diosmío, compasión! ¡Dios mío! Salvaos solo,Macías.

-Contigo, Elvira.-Jamás -repuso Elvira abrazándose a un

alto crucifijo de plata que sobre una mesa lucía-. El cielo maldice vuestro amor y... yo...

-¡Silencio! Por última vez. Ved, señora,que algún día diréis es tarde, es tarde, y diréisloentonces con dolor. Ahora que es tiempotodavía...

-No, Macías, no; yo le maldigo nuestroamor.

-Elvira, pues, adiós. Mi muerte es tuya,como mi vida.

Al decir estas palabras Macías cogió suespada, y poniéndola rápidamente sobre surodilla, partióla en desiguales trozos, quedespués de abrir de par en par las maderas de

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la ventana lanzó contra los que ya trepaban porla reja.

-¡Hernán Pérez! -gritó-. ¡Hernán Pérez!Heme aquí sin defensa. La muerte os pido, lamuerte.

-¡Macías! -exclamó Elvira desasiéndosedel crucifijo y arrojándose hacia la ventana. Eratarde, empero. Macías se había lanzado yafuera de la reja.

-¡Es nuestro! ¡Es nuestro! Retirarnos;¡basta! -clamaron a un tiempo varias voces

-¡Ah! -gritó Elvira con una expresióndifícil de pintar-. ¡Socorro! ¡Socorro!

Al mismo tiempo sonó la llave en lapuerta.

-¡El es, él es! -gritó Elvira-. ¡Santo Dios!¡Piedad de mí, piedad!

Un chillido agudo y espantoso terminótan horrorosa escena. El que entró se dirigióhacia la reja, mirando en derredor, y nadadescubrió. Tendió en seguida la vista por la

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habitación y sólo vio en el suelo el cuerpo deuna hermosa privada enteramente de sentido.

CAPITULO TRIGESIMOSEGUNDOEn Castilla está un castilloQue se llama Rocafrida:Tanto relumbra de nocheComo el sol a mediodía.Rom. de Montesinos.Existe a cinco leguas de Jaén una

población pequeña ahora, y pequeña en lostiempos a que se refiere nuestra narración, quetiene por nombre Arjonilla, ora por haber sidofundación de algunos habitantes salidos deArjona, ora por su inmediación a ésta o por lasrelaciones que con ella pudo tener en loantiguo. Pertenecía esta villa al maestrazgo deCalatrava, y era una de las primeras que sehabían declarado por don Enrique de Villena, acausa de la influencia que le daban a éste enaquel punto varias posesiones que en suterritorio tenía. En el siglo xv presentaba elaspecto que aún en el día suelen presentar

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muchos pueblos de nuestra patria. Algunascasas que, más que viviendas de hombres,parecían cuevas de animales, esparcidas aquí yallí, formaban irregulares callejones. No era, sinembargo, tan pequeña su importancia quetuviesen que acudir sus habitantes a algúnpueblo vecino de mayor cuantía para cumplircon sus deberes espirituales. Poseía una iglesiaparroquial, no muy grande en verdad, pero queno dejaba por eso de bastar para su reducidovecindario, y que se hallaba bajo la protección yadvocación de Santa Catalina. En el día serátodo lo más si puede traslucirse su antiguagrandeza en los restos míseros que laconstituyen en la humilde jerarquía de ermita;pero en el reinado de Enrique III nos diceJimena en sus anales eclesiásticos de Jaén, nosólo era la iglesia parroquial, sino que era unaobra moderna que no tenía más fecha que losaños que hacía que había sido reconquistadoaquel país a los moros.

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A cosa de un cuarto de legua delpueblo, rivalizaba en grandeza con la iglesiaparroquial un castillo sombrío y viejo, que si noera de los más fuertes y afamados de Castilla,no dejaba por eso de ser sólido y una de lasposiciones militares más ventajosas de lacomarca. Edificado como todos los de aqueltiempo en una eminencia, mejor diremos, en lapunta de una peña, podía servir de reducto aun tercio militar en retirada o de baluarte a undestacamento avanzado de un ejército invasor.Tenía su doble muralla almenada, torres, foso,su contrafoso, puente levadizo, en una palabra,cuanto hacía necesario en semejantes edificiosla táctica militar de ataque y defensa de aquellaépoca belicosa y de perpetuo temor ydesconfianza. Crecía la hierba tranquilamenteen derredor de las almenas, prueba evidente deque hacía mucho tiempo que no oponíanobstáculos las artes de la guerra a su abundantevegetación. Un largo litigio que sobre lapertenencia de tal castillo había sostenido

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contra la Corona de Castilla la Orden deCalatrava, había sido ocasión de hallarseinhabitado algunos años, y se habían adheridoa él, como en aquellos tiempos de ignoranciasolía frecuentemente suceder, mil vagastradiciones, mil supersticiones fabulosas, quehabían consolidado algunos malhechores,cobijándose en él secretamente y haciéndolecuartel general y centro de sus operaciones. Erafama por el país que, en tiempos anteriores, unmoro, mago si jamás los hubo, había sidofundador del castillo, cuya construcción seperdía en los tiempos remotos de la conquista yreconquista; opinión a que no daba poco realceel color negruzco de la piedra y el aspecto todovenerable y misterioso de sus antiquísimasmurallas.

El mago había construido el castillo,según la más recibida opinión, para satisfacciónde odios y rencores propios suyos; en él habíaatormentado durante su vida a muchashermosas doncellas que no habían querido

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rendirse a sus brutales deseos, pues todas lastradiciones convenían en que éste había sido elflaco del moro encantador y descomunal.Añadíase a esto que no había faltado razónpara ello, pues se refería de él la siguientehistoria.

El moro había amado en sus lucidosabriles a una mora llamada Zelindaja, hija deun reyezuelo de Andalucía; la cual habíacorrespondido primero a su pasión, pero lehabía dejado después, sin verdadero motivo,por otro y otros moros sucesivamente, con lanatural facilidad y ligereza de su sexo leal yencantador. El moro, que debía de haber sidohombre de suyo sentado y poco aficionado amudanzas, había tomado la cosa muy a mal y eldesaire muy a pechos, y en vez de volver losojos a otra Zelindaja mejor que la primera, locual hubiera sido determinación de hombreprudente, había jurado vengarse castigando enel sexo toda la culpa de uno de sus individuos.He aquí la causa de su odio a las mujeres; para

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lograr sus fines habíase dado a la magia y a laconfección de bebidas y filtros amorosos. Conellos enquillotraba a las doncellas, las cuales, alpunto que apuraban a poder de engaños lapócima, así quedaban del moro enamoradascomo si en el mundo no hubiera habido otrohombre, ni moro ni cristiano. Entonces entrabala parte de su venganza; entonces el pícaromoro hacíase de pencas y dejábalas llorar ysuplicar, suspirar y gemir por los sus encantos,con lo cual íbanse consumiendo y acabando lasenquillotradas doncellas como bujía que seapaga. Conforme las iba el bribonazo delencantador seduciendo, íbalas encerrando en elcastillo, y era todo su placer, cuando veía a unaya tan madura y encaprichada de él comojuzgaba necesario, hacerla testigo de losenamorados motetes y de las apasionadascaricias que a otra fingía, usando después conésta y con todas las sucesivas de igual odiosomanejo. Mesábanse los cabellos las infelices ydecíanse injurias y ternezas; pero el moro había

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aprendido tan bien de su Zelindaja, que hacíaoídos de mercader, y no parecía sino que habíanacido hembra y mora más bien que varón ymoro. Todo lo más que solía decirlas cuandolas veía presas en las redes de su pérfido amorera contestarlas como le había contestado a élZelindaja:

-Mi honor -les decía- no lo consiente.-Cede, bien mío -replicaban ellas.-Imposible -reponía él con grave

remilgamiento y afectado pudor y compostura-. ¡Mi honor es lo primero!

-¿Y los juramentos, ingrato, y laspromesas, falso? -solían responderle.

-¿Yo juré nunca, prometí yo acaso? -añadía el moro haciendo el olvidadizo.

-¿Y los placeres que gozamos?-¡Insolente, qué osadía! ¿Cuándo, en

dónde?-Ved que mi muerte, moro mío, será

obra de tu rigor -acababan ellas.

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-Podéis hacer lo que gustéis -concluíaentonces el redomado moro cogiendo unabanico e imitando con él y con el desvío de susojos el antiguo sistema de su pérfida Zelindaja.Con lo cual tenía a las perdidas doncellas en uninfierno perpetuo, muy parecido al que pasanvoluntariamente en esta vida los incautos quedan en creerse de palabras y juramentos, deprendas, en fin, y de ternezas de moras pérfidasy veleidosas.

No había parado aquí el rencor delbribón del encantador. Efectivamente,incompleta hubiera sido su venganza si nohubiese caído en sus lazos la misma Zelindaja.Tuvo modo el mágico de engañar a una de susdoncellas, la cual le hizo beber, no se sabe apunto fijo con qué sutil arbitrio, una buenapieza del filtro ponzoñoso; no bien se le huboechado a pechos Zelindaja, cuando sintiórenovarse en sus venas el fuego antiguo en quehabía ardido por el moro; desde entonces noperdonó medio alguno de anudar de nuevo sus

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rotas relaciones. Hízolo tan bien el vengativo,que la obligó a que se decidiese a venir a hacervida común con él a su castillo, donde decía lesesperaban delicias sin fin y una vida entera deamor y fidelidad. Cayó en el lazo la incautacuanto enamorada Zelindaja; pero no bienhubo pasado el rastrillo de la encantadafortaleza, cuando llamándose andana el astutomoro, dio dos zapatetas en el aire, como potroque sale, roto el freno, a gozar al campo de laconquistada libertad, sacudió el amor ycomenzó a dar tal cual lección de sufrimiento ala desvanecida hermosa, quien aprendióentonces lo que habrían sufrido sus amantes.Lloraba ella y gemía, y volvía siempre al moro,pero decía él:

-¡Ay, mora mía, es tarde!-¡Ay, moro! -le decía Zelindaja.-Es tarde, ¡ay!, es tarde -contestaba el

moro, afectando dolor y sentimiento.Tal era la explicación que se daba a un

gran rótulo, labrado en la misma piedra sobre

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la puerta principal del interior del castillo, quedecía efectivamente en letras gordas arábigas yen árabe dialecto: es tarde.

No había querido el moro que Zelindajamuriese como las demás a poder de susdesprecios; había decidido, por el contrario,que Zelindaja viviese más que todas, y que a sumuerte, la cual él no podía evitar que sucediesealgún día, quedase a lo menos su sombrarecorriendo perpetuamente los claustros ygalerías del castillo, pidiendo a las piedras lafelicidad que tanta falta le había hecho en vida,y a los ecos su esposo, como llamaba en sudelirio al rencoroso moro.

De aquí la tradición misteriosa de que seoía en el castillo, sobre todo en las crudasnoches de invierno, o en épocas de tormentas,una voz de mujer que pedía a los elementostodos su esposo, y no faltaba quien añadíahaber visto con sus propios ojos, que habían decomer la tierra por más señas, una sombrablanca, recorriendo, toda pálida y

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desmelenada, con una antorcha en la mano, lasaltas bóvedas, como quien busca efectivamentealguna cosa que no encuentra.

Excusado es, pues, decir que no tendríael castillo muchos aficionados, porque eracomún opinión que el que llegaba a poner elpie en él, hallándose enamorado, ya nuncahabía de oír más consuelo ni esperanzaamorosa que aquel fatal es tarde, que a lafundación y suerte del castillo presidía.

Era igualmente aborrecido el moro ymaldecidos su nombre y su memoria en lacomarca, porque no había amante desairadoque no creyese deberle aquel singular favor a lainfluencia que ejercía todavía en muchas leguasa la redonda aun después de su muerte. Nohabía padre que no creyese deberle la palidezde su hija, esposo que no imaginase obra suyael despego de su esposa, y zagal enamoradoque no le pidiese más de una vez, en sussecretas oraciones, la revocación de la terrible

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suerte que había dejado en herencia al país enque había vivido.

Nosotros, sin embargo, habremos deabogar por el moro, en primer lugar porque nocreemos que tenga en el día influencia alguna eltal mago sobre nuestras mujeres, y, sinembargo, ni dejan de estar pálidas las incautasjovencillas, ni dejan de dar su amor a todos losdiablos los enamorados zagales, ni se haacabado el despego entre los esposos, ni deja desuceder con las Zelindajas de que se componeel bello sexo, lo que con los hilos de las sábanasde angeo de la venta de Puerto Lápice, de loscuales decía Cide Hamete, que si se quisierancontar no se perdería uno solo de la cuenta.

Si no tenía efectivamente otro delito elmoro que engañar a sus amantes, enamorarprimero para despreciar después, y variar deamor como de camisa, mal haya si encontramospor qué reconvenirle, en unos tiempos, sobretodo, en que cualquier mujer no necesitaba sermuy mora, ni muy hechicera por cierto, para

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hacer otro tanto cada y cuando le ocurre, quesuele ocurrirles siempre. Somos demasiadodefensores y amigos del bello sexo para hacerpor ello inculpación alguna al inocente moro.

Enfrente del castillo, pero a más querespetable distancia, se veía el tercer edificionotable, la tercera maravilla de Arjonilla. Eraésta una casa no muy grande, comparada con lamás pequeña de las que adornan en el día lacapital de todas las Españas posibles, peroverdaderamente regia, puesta en parangón conla más espaciosa de Arjonilla.

Una anchísima puerta, cuyo dintelpresentaba al espectador la huella antigua yhonda de la rueda, y un espacioso corral, mitadcon cobertizo, mitad con el cielo por techo,hubieran indicado al caminante muysuficientemente que aquélla era la posada, oparador, o venta, o como se quiera, de laimportante villa por donde transitaba, aun sinnecesidad de reparar en un empolvado ramo

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que de una reja baja salía, inclinando sus secasy marchitadas hojas sobre el camino.

Entrábase dentro del tal ventorrillo, ysiguiendo un callejón, en el cual servía laoscuridad de encubrir la poca limpieza, sellegaba a una cuadra, pasábase de ésta a otrapeor que la primera, y de allí a la gloria, comosuele comúnmente decirse, es decir, a la cocina,pieza principal de la casa. Un mal hogar,coronado de una alta y piramidal chimenea, eratodo el mueblaje, si se exceptúan dosfementidas mesas, digámoslo así, quecomparáramos de buena gana, en lo largas yestrechas, con el alma de un vizcaíno, sinosotros hubiéramos visto alguna; estabanclavadas y arraigadas casi ya en el suelo, comotodas las cosas malas en el país. Dos bancos,remedos asaz perfectos en su inestabilidad delas cosas de esta vida, y que en lo poco firmesmás que bancos parecían mujeres, teníancogida en medio a cada mesa, y hacía cadamesa con sus dos bancos la misma figura

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precisamente que haría un galgo grande entredos galgos chicos. La superficie de cada mesaera tan desigual como la superficie del mar enun día de tormenta; se tambaleaba, además, ycedía al menor impulso con la mismaflexibilidad que un periódico ministerial deldía. La construcción de los bancos era un tantocuanto picaresca y maliciosa, porque cuando sesentaba una persona sola en una extremidad,levantábase la otra irritada de la presión, comosi fuera a hablar con su huésped, y era precisosujetar al rebelde si no quería dar consigo entierra el recién sentado, cualidad en que parecíacada banco una balanza.

La llama del hogar, oscilante y tanindecisa como un Gobierno del justo medio,alumbraba a relámpagos los barbados rostrosde unos cuantos arrieros y trajineros quesecaban en la brasa sus húmedas alpargatas, odisponían su cena en ollas y sartenes,asaineteando su rústica conversación con másvotos y por vidas que palabras.

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Pero como no podía bastar el resplandorintermitente de la leña para iluminardebidamente a los que ya en las mesas cenaban,el inteligente dueño del establecimiento, llenode previsión, había provisto a esta necesidadcon un magnífico candil, cuya materia no erafácil adivinar al través del hollín y grasa que leenmascaraban, el cual daba de sí más aceite queluz. Pendíase unas veces de la misma pared,asegurando su gancho en un agujero practicadosencillamente al efecto, colgábase otras en unacuerdecita embreada de manchas de moscas; enel segundo caso columpiábase el luminar aquelde la noche de tal suerte, que de buena gana lehubiera comparado un poeta del siglo XVI conel aura meciéndose blandamente en lasondeantes hebras de oro de Belisa, de Filis o deotra cualquiera no menos bella inspiradora.Había además en la misma cocina, y como sidijéramos ocupando el estrado y sirviendo dediván, un corpulento arcón que así era de pajacomo de cebada, y adonde acudía no pocas

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veces el mozo de la posada, con detrimentonotable de las ropas de los concurrentes, a loscuales no podía favorecer gran cosa el polvilloque, al cerner la cebada, del honrado harnero sedesprendía. En días de viento tenía la cocina lasingular ventaja de parecerse al Olimpo,mansión de los dioses, en las densas ymisteriosas nubes que formaba el humooprimido y rechazado en el cañón de lachimenea por las corrientes de aire que en laregión atmosférica discurrían.

Cenaban a un lado dos paisanos queparecían, si no del pueblo, por lo menos de latierra, y a otra parte solo, enteramente solo, unindividuo muy conocido nuestro y de nuestroslectores, a quien parecía dedicar mil atencionesel dueño de la posada. Servíale primeramenteen persona, mientras que servía a los demás, ono los servía, una robusta Maritornes, que nadatenía que envidiar a la de Cervantes si no es lapluma de su historiador y cronista. En segundolugar quitábase la montera cada vez que aquél

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le dirigía la palabra, lo cual hacía éste siempre,preciso es decirlo todo, con aire imperioso yhablando como superior a inferior. En tercerlugar reíase a la menor palabra que decía elforastero. Y en cuarto le había sacado de lasprovisiones reservadas de su hostelería unasaceitunas algo aventajadas, y cierto vino, noprecisamente puro, pero en fin, del que teníamenos agua en su bodega.

El forastero cenaba más bien como ungañán que como un señor; pero, fuera de esto,era preciso confesar que entre todos los queformaban aquella escogida reunión no habíanadie que tuviese un exterior tan cortesano, nique más se apartase del tipo primordial delhombre de la Naturaleza, al cual estabandemasiado cerca, en honor de la verdad,aquellos sencillos Arjonillanos. De todo elcomportamiento del huésped para con elforastero no era preciso ser un lince para inferirque éste era hombre que disponía de más quede medianas facultades, y que aquél se

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prometía una lucida paga de sus esmeradas yparticulares atenciones.

-Traedme más vino -dijo el forasteroapurando la primera vasija que a su derechahabía puesto el posadero.

-Como gustéis -dijo éste riéndose, y notardó un minuto en estar servido el huésped-.No se bebe mejor señor caballero -dijo aquél-,en toda la tierra.

-El pan es el que es malo -dijo el viajero.-¡Ah, sí, señor, como gustéis, muy malo!

-repuso riéndose obsequiosamente el hostelero-. ¡Ya veis -añadió acercándose al oído-. Estasemana no se ha cocido en casa todavía, y hacargado tanta gente que he tenido que recurrira un vecino...

-Bien, basta -dijo con tono imperante elhuésped.

-¡Eh! ¡eh! como gustéis -repuso elhostalero.

-Parece que el tiempo está bueno -dijode allí a un rato el que cenaba.

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-¡Ah! ¡ah! sí, como gustéis, señorcaballero -respondió con sonrisa agradable elamo.

-¿Tenéis mucha familia?-¡Eh! sí, ¡eh! como gustéis, señor

caballero; como gustéis -dijo el flexible.-El hombre es categórico -dijo para sí el

preguntón-; no gusta por lo visto de quimerasni de indisponerse con nadie- y volvió asepultarse en su distraído cuanto importante ymisterioso silencio.

-¿Y vendrá el señor huésped por muchotiempo? -se atrevió a preguntar el hostelero deallí a un momento, viendo que había caído laconversación y creyendo hacer un obsequio asu huésped en renovarla.

-Como gustéis -le contestó secamente elforastero, encargándose a su vez de que no sediese de baja en el diálogo la muletilla delventero.

-Ya lo creo -repuso el amo-. Vuestraseñoría fue de los que llegaron ayer... -

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prosiguió luchando entre el temor de parecerdemasiado preguntón e indiscreto y lacuriosidad natural de su oficio-; de los que... esdecir, de la casa del señor maestre deCalatrava... -Como gustéis -respondió mássecamente nuestro hombre, levantándose ysoltando en la mesa con desenfado una monedade oro-. Esta noche dormiré aquí. Me haréisdisponer la cama.

-Como gustéis, señor; pero cama, eso nohabrá, porque vuesa merced...

-¿No habrá, bellaco? ¿Cómo diablotengo de gustar entonces? .. .

-Como gustéis, señor caballero; pero esdecir que vuesa merced sabe que en estascasas...

-En estas casas... ¡Voto va! Queréiscenar, y os dicen: Se guisará lo que traigáis devuestro repuesto. ¿Queréis dormir? Traeréiscama. ¿Qué hay, pues, posadero, que Diosmaldiga, en una posada?

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-Lo que gustéis, señor, lo que gustéis...No siendo cosa de comer, ni de cama, ni cuarto,ni...

-¡M diablos que te lleven!-Como gustéis, señor, ¡eh! ¡eh! -repuso el

hostalero sopesando en la mano la moneda deoro-. Lo más, señor caballero, que puedo hacerpor vos si urge...

-¿No me ha de urgir, pícaro?... Mañanapor cierto no dormiré aquí; pero en el castilloparece que están tan provistos como si fuerauna posada. No esperaban a nadie, y hastamañana... Vamos, hablad: ¿no veis queescucho? ¡Voto va!

-Como gustéis..., podéis dormir en lacama de mi mujer. . .

-¡Por Santiago! Hereje... ¿es tu mujer esavieja?

-Es decir, señor, que la cama de mimujer es la misma que la mía; llámola asíporque la trajo ella en dote, y gusto de dar acada uno lo que es suyo.

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¡-Ah! de ese modo... porque de otro...-Como gustéis, y nosotros dormiremos

como podamos.-Ea, pues, guiad, que he menester

madrugar, y voto va que estoy cansado.-Como gustéis, señor caballero. Señores,

con perdón de ustedes -añadió el hostaleroechando mano del candil que alumbraba a losque cenaban en la otra mesa y atizándole conlos dedos-. Bien pueden vuesas mercedes cenara oscuras, porque hoy no hay más que uncandil en la casa, contando con éste.

Dicho esto, echó a andar delante delviajero con su risita y su natural sumisión,cuidándose poco de lo que quedaban diciendolas gentes de baja ralea que hospedaba aquellanoche en su casa y a quienes con tan pococomedimiento había devuelto al caos y a lastinieblas de que el Hacedor supremo los habíasacado al criarlos.

-¿Habéis visto, Peransúrez? -dijo al otrouno de los que cenaban.

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-He visto, he visto -repuso su comensal-;y pluguiera al cielo que siguiera viendo.

-Decís bien, porque el bueno de Nuño,atraído sin duda por el color de oro del peloensortijado del forastero, nos ha dejado ¡viveDios! como solemos quedarnos al fin de lossermones de nuestro buen párroco, es decir, aoscuras.

-¿Y sabéis quién sea el forastero?-Nadie nos lo podrá decir mejor que el

mismo Nuño, si es que él ve más claro en eseasunto que nosotros en nuestra cena.

Volvía a este tiempo Nuño, que así sellamaba el hostalero; después de restituir elcandil a su primitivo lugar y de haberseexcusado lo mejor que supo con sus huéspedes,comenzó a restregarse las manos con aireimportante y misterioso, como de hombre quesabe raros secretos.

-Ya que habéis tenido por conveniente,señor Nuño -dijo Peransúrez-, llevarnos la luz,que supongo no nos pondréis en cuenta, ¿no

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nos podríais dar algunas luces, en cambio de laque nos correspondía, acerca de ese misteriosopersonaje que albergáis en vuestro bienalhajado establecimiento?

-Alhajado o no, señores, como gustéis,es el mejor que de esta especie se conoce, voto aDios, en muchas leguas a la redonda. Conrespecto al forastero, no acostumbro a revelar...

-Vaya, señor Nuño, eche un trago de lobueno, y siéntese y hable, que no nos dio elSeñor en su sabiduría la lengua para callar lascosas que sabemos -dijo el más arriscado-; hartotrabajo tenemos con haber de callar por fuerzalas que no sabemos. Ese será algún pícaro.

-¡Chitón! -dijo el hostalero apurando unvaso-. ¡Chitón!

-Dígolo porque en estos tiempos anda eldinero por las nubes y no se cogen truchas

-Como gustéis; pero ¡Dios me libre deque se quite en mi casa la honra a nadie!Además, yo no suelo tratar de pícaro a unhombre que se ha cenado en menos de un

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cuarto de hora media despensa, y que paga... yque pagará...

-En hora buena, señor Nuño. ¿Y quénuevas trae de la corte el hombre honrado queha cenado media despensa?...

-Que a la hora esta estará ya la corte enOtordesillas, adonde se traslada porque nos hanacido un príncipe...

-¡Oiga! Tendremos mercedes.-Si, algún impuesto nuevo para sufragar

a los gastos de las funciones -dijo uno de loshuéspedes-. ¡Voto va! que para nosotros,pecheros...

-Como gustéis, señores; pero mirad quemi casa...

-Voto a la casa, señor Nuño, que hemosde hablar y no nos habéis de quitar laconversación como la luz. A oscuras vemosaquí más claro que todos los hostelerosencandilados y por encandilar de Castilla yAndalucía. Vaya, ¿qué más dice el forastero?

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Echa otro trago, que aún queda luz en nuestrosbolsillos para aclarar más de un punto.

-Parece que Su Alteza ha decidido queen cuanto llegue a Otordesillas, se reúna elcapítulo de Calatrava y elija maestre.

-¡Voto va! Buena estará la elección,cuando ha elegido ya Su Alteza. ¿Y a quién,señor, a quién? A un hechicero másnigromántico que el mismo moro del castillo.¿Y qué se le ha perdido al señor pelo rojo enArjonilla?

-Más bajo señores -dijo el pobrehostalero, que necesitaba vivir con todo elmundo.

-Será de la pandilla que llegó ayer y queesperó fuera del pueblo a que anocheciera, sinduda por no enseñar algún punto que traeríaen las medias.

-Como gustéis -repuso el hostalero-. Locierto es que llegaron al castillo, que perteneceen el día al de Villena; que les fueron abiertaslas puertas; que el maldecido alcaide que le

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guardaba ha cedido las llaves al señor pelo rojo,como le llamáis, y que ha venido a hospedarseaquí, dejando en el castillo a su gente. Conrespecto a ese punto que decís, hay quienasegura que han traído un prisionero.

-¿Un prisionero?-¡Chitón!-Vendrá a hacer compañía a la mora

Zelindaja, que anda pidiendo su esposo a lasparedes del castillo desde el tiempo deAbderramen...

-¡Bah! -dijo el otro comensal-, ¿vos oscreéis también de moros encantados?

-¡Chitón, señores, chitón! -repuso elhostalero-. Lo que yo sé deciros es que nopasaría ni una hora después de media noche,en el castillo Mirad: yo había oído contar a miabuela muchas veces la historia del moro magoy de la mora Zelindaja y del letrero árabe delcastillo; y lo que sé decir es que nunca le di unnoven a mi abuela porque me lo contase, ni suspadres de ella le dieron una blanca porque lo

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creyese; lo cual digo para probar que nada seechaba ella en el bolsillo por la mayor o menorcerteza del caso. Pero como al hombre le tientael diablo muchas veces para que dude de lascosas que ve, cuanto más de las que no ve, ni havisto, ni verá, yo me tenía mis dudas, pesia amí. Y era cierto que hacía ya algún tiempo ni seoían ruidos de noche en el castillo, ni voz demora, ni de cristiana, ni...

-Adelante, Nuño, adelante.-Como gustéis, pero hace cosa de meses

comenzó a decirse por el pueblo que se habíaoído una noche a deshora rumor de gentes quehabían entrado en el castillo, las cuales gentesno se han visto salir; quién sabe si serían gentesde estas que se usan; ello es que nadie los vio.Desde entonces ha tornado el run run de lascadenas y de las voces y de los espantosnocturnos, y lo que sé decir es que yo mepasaba una noche, no hace muchas, por elcastillo, porque venía de trabajar la huerta quetengo más allá: bien sabe Dios o el diablo que

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yo me traía conmigo todas mis dudas; era tardeya, y oí efectivamente yo mismo una vozlamentable que decía a grandes gritos: ¡Error!No se encuentra el origen de la referencia.Mirad, aún se me hiela la sangre en las venas;levanté los ojos, y en una de la ventanas másaltas de la torre, de donde parecían salir lasvoces, se veía una luz, pero una luz pálida yblanquecina que andaba de una parte a otra, yde cuando en cuando parecía ponérsele pordelante una sombra, más larga que unaesperanza que no se cumple.

-¿Vos lo visteis? -dijo Peransúrez.-¿No lo creéis? -preguntó el hostalero,

más espantado de la incredulidad de suhuésped que del mismo caso que refería.

-Mirad -contestó Peransúrez-, toda mivida tuve grandes deseos de conocer a unencantado, y nunca pude ver la cara a ninguno;desde que fui monacillo, y sacristán después,de la Almudena, tengo ese pío. ¿Sois hombre,compañero, para apurar esta aventura y ver de

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hacer una visita a ese moro y a esa señoraZelindaja?...

-¿Qué decís? -interrumpió Nuño-. Comogustéis, pero os suplico que miréis...

-¡Quite allá, señor hostalero! ¿Qué decísvos, comensal?

-La verdad, señor Peransúrez -contestósu compañero-, que en esas materias... bueno esmirar dos veces...

-Vaya, ya veo yo que vos no servís paracaballero andante y aventurero. ¡Voto va! ¡Queno tuviera yo aquí en Arjonilla a mi amigoHernando, el montero de Su Alteza!

-¿Para qué, señor monacillo y sacristándespués de la Almudena, ahora montero yguardabosques? -preguntó Nuño con airesocarrón.

-¿Para qué, voto a tal? Desde que mehicieron guarda de los montes de esta comarcapor Su Alteza, no he vuelto a emprender unasola aventura de las que solíamos acometer yvencer en nuestros abriles. Con Hernando al

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lado, ya me curaría yo de moros y malandrines,de encantadas moras y cristianas. Yo entraríaen el castillo o quedaríamos en él entrambosencantados, o desencantaríamos con la puntade un venablo al mago y a cuantos magos nosfuesen echando a las barbas...

-¿Entrar en el castillo decís, eh?... -preguntó sonriéndose el hostalero.

-¿Y por qué no?-Más fácil sería entrar en vida en el

purgatorio, señor monacillo y sacristán,montero y guardabosques.

-Eso no, ¡voto va!, que para entrar en elcastillo no he menester yo a Hernando, ni anadie.

-¿Vos? -preguntó de nuevo el hostalero,soltando la carcajada-; aunque supierais máslatín que todos los sacristanes juntos deAndalucía.

-Yo; apostemos -repuso Peransúrez,picado de la risa del amo y de sus frecuentesalusiones a su sacristanía de la Almudena.

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-De buena gana -contestó Nuño.-Una cántara de vino y media docena de

embuchados de jabalí para todos los presentes -gritó Peransúrez dando una puñada en la mesa,que estuvo por ella largo rato a pique dezozobrar.

Al llegar aquí la conversación acaloradadel montero Peransúrez, acercáronse todos losque en el hogar estaban.

-Señores, sean vuesas mercedes testigos-clamó Peransúrez-; Nuño y yo...

-¡Peransúrez! -dijo en voz baja al oídodel montero exaltado un hombre de no muybuena apariencia que había entrado no hacíamucho en el mesón, y en quien nadie habíareparado, tanto por su silencio, como porhallarse el amo de la venta entretenido en lareferida discusión-; ¡Peransúrez!

-¿Quién me interrumpe? -gritóPeransúrez volviéndose precipitadamente alforastero.

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-Oíd -contestó éste apartándose unabuena pieza de los circunstantes, que quedaronchichisveando por lo bajo acerca de la apuesta,y de la posibilidad de llevarla a cabo, y delvalor de Peransúrez, y de la interrupción delrecién venido-. ¿Habláis seriamente, señorPeransúrez? -dijo éste tapando todavía surostro con su capotillo pardo.

-¿Cómo si hablo seriamente? -gritóPeransúrez.

-Más bajo, que importa. ¿Insistís en loque habéis dicho de aquel montero vuestroamigo?

-¡Sí, insisto, voto va! Cuando yo hedicho una cosa... una vez...

-¡Bueno! ¿Queréis montear con unamigo?

-Pero ¿a qué viene?...-Mirad... -dijo el recién llegado

desembozándose parte de su cara.-¿Qué veo? -exclamó Peransúrez-. ¿Es

posible? ¿Vos?

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-¡Chitón! Me importa no ser conocido.-Dejad, pues, que cierre mi apuesta..., y

esperadme...-No; ciad en la apuesta. El buen montero

ha de saber perder una pieza mediana cuandole importa alcanzar otra mayor. Si queréisentrar en el castillo y desencantar a esa mora,nos importa el silencio.

-Pero ¿y mi honor?-¡Voto va! por el Real de Manzanares,

algún día quedará bien puesto el honor devuestro pabellón. En el ínterin ved que nosojean, y si no nos hemos de dejar montear,bueno será que no escatimen nuestro rastro. Osespero fuera y hablaremos largo.

-En buen hora -repuso Peransúrez-.Señor Nuño -añadió volviéndose en seguida alos circunstantes-, un negocio urgente mellama. Mañana, si os parece, cerraremos laapuesta -dijo, y salió.

-¿No decía yo? -repuso triunfante Nuño-; ¿no decía yo? ¡Entrar en el castillo! ¡Entrar!

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Como gustéis -añadió volviéndose hacia lapuerta, por donde ya había salido Peransúrezcon el desconocido-, como gustéis, señorguardabosques; pero paréceme que haríaismejor en guardar vuestra lengua para contaresos propósitos a un muñeco de seis años, yvuestro valor para los raposos del monte.

Una larga carcajada de la concurrenciaacogió benévolamente el chistoso destello deingenio del triunfante posadero; en vano quisoel comensal de Peransúrez defender a su amigocitando hechos de valor y atrevimientos suyosde bulto y calibre. Quedó por entoncesconvencido que el que quisiera beber vino ycomer embuchados no debía aguardar a queentrase Peransúrez en el castillo, cosa reputadatan imposible realmente, como entrar en vidaen el purgatorio, según la feliz expresión delhostalero, que se repitió de boca en boca y quehizo reír a todos a costa del montero, que habíaabandonado el campo de la apuesta al

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enemigo, con notable descrédito de su honor yde su buena fama y reputación.

CAPITULO TRIGESIMOTERCEROBien sabedes vos, señora,Que soy cazador real;Caza que tengo en la manoNunca la puedo dejar,Tomárala por la manoY para un verjel se van.Rom. del conde Claros.-¿Vos, Hernando, en Arjonilla? -dijo

Peransúrez en cuanto se vieron apartados delventorrillo todo lo que hubieron menester parano ser de nadie entendidos-. ¿Podéisexplicarme cómo habéis dejado el lado deldoncel Macías, a quien servíais no ha mucho, simal no me acuerdo?

-Largo es de contar, amigo Peransúrez -repuso Hernando deteniéndose en un ribazoenfrente del castillo, desde el cual se descubríatodo él perfectamente-. Pero si no tenéis prisaen este instante, si podéis atender a la llamada

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de mi bocina, os referiré cosas que os admiren,y veréis si tenemos montes y venado enabundancia, lo cual haré con tanto más gusto,cuanto que me habéis prometido ayudarme enla montería que me trae a este bendito lugar.

Refirió en seguida el monteroHernando, lo mejor que pudo y supo, cuantodejamos en nuestros capítulos anterioresrelatado, o a lo menos toda la parte que élsabía, que era lo muy bastante para poner alcorriente a cualquiera de los negocios deldoncel. Al llegar al punto donde dejamosnosotros a nuestros héroes al fin de nuestrocapítulo XXXI, prosiguió Hernando en la formasiguiente:

-Habéis de saber, Peransúrez, que desdeel ojeo que dieron a mi amo en el soto deManzanares aquellos desalmados siervos delconde, recelábame yo de cuanto nos rodeaba, yhabíame propuesto no soltar la oreja de mi amoel doncel Macías. Cuando llegó, sin embargo, lanueva del alumbramiento de nuestra señora la

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reina doña Catalina, un maldecido sarao hubode darse. Ni podía entrar yo allí, ni mi lealBrabonel. Viendo, con todo, que tardaba ya eldoncel en demasía, salí a explorar el monte y aojear los alrededores del alcázar. En ese tiempo¡voto va!, debió de volver mi amo a nuestracámara porque cuando yo regresé faltaba untabardo de velarte que primero no llevara, y suespada. Volví a salir, y cansado de no hallarle,ocurrióme que acaso fuera de la villa y debajode las ventanas de Elvira, que dan sobre laplataforma, podría estar el melancólicocaballero tañendo su laúd y cantando algunabalada a la señora de sus pensamientos. Dirigíhacia allá, Peransúrez, mi jauría, y al llegar,¡voto a San Marcos! hallé rastro. Un ruidoextraño me había llamado la atención a algunadistancia; conforme nos acercábamos Brabonely yo, habíamos oído algunas voces confusas ypasos luego de caballos. Llegamos, y veíaseabierta la reja de la cámara de Elvira. Dos o trespiedras enormes, colocadas una sobre otra,

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parecían indicar que acababan de servir deescala a algún atrevido caballero para alcanzara la reja. A poco rato de observación pareciómeque andaba alguien en la habitación con unaluz en la mano; ocultéme debajo de la reja lomás arrimado que pude a la pared; el que era seasomó, efectivamente, y al resplandor de la luzque llevaba en la mano vi relucir en el suelodos trozos de una espada rota. ¡Ésta era laosera!, dije para mí; no bien se hubo apartado elde la luz, que no pude ver quién fuese, reconocílos trozos; era la espada de mi señor. ¿Lohabrían muerto? No porque estuviera allí sucuerpo, y porque le hubiera olfateado mi lealBrabonel, y hubiera puesto en los cielos elaullido. ¿No es verdad, Brabonel? -preguntóHernando a su hermoso alano, que echado a suizquierda parecía escuchar atentamente larelación del montero. Al oír esta pregunta,alzóse Brabonel en las cuatro patas, lamió lamano que le acariciaba, como si quisiese dar aentender a su dueño que no se equivocaba en el

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buen juicio que acerca de su fidelidad acababade emitir, dio una vuelta en derredor sobre símismo, y volvió a colocarse, poco más o menos,como estaba antes de la extraña interpelación-.¡Brabonel! -dije entonces a mi alano-, ¡el rastro,el rastro del doncel! Entendióme el animal,Peransúarez; ¡admirable Brabonel! No bien lehube dicho aquella breve exhortación, comenzóa olfatear la tierra, y antes de dos minutos ya sehabía decidido por una senda. Quise probar,sin embargo, la certeza de la huella, y aparentéir por otra, gritando siempre: «El doncel, eldoncel!» Viéraisle entonces correr a mí, echarpor la otra, ladrar, aullar, tirarme, en fin, de laropa con los dientes. ¡Ah! ¡Brabonel, Brabonel,luz de mis ojos! -añadió el montero abarcandocon la mano el hocico del animal eimprimiendo en él un beso, más lleno de amory de cariño que el primero que da un amante altierno objeto de su pasión-. ¡Brabonel! El que noha tenido un perro no sabe lo que es querer yser querido. ¿Qué sirve la mujer? La mujer

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equivoca siempre la senda, la mujer empiezapor montear al venado de casa, y el perro noengaña nunca como la mujer. ¡Brabonel, juntoshemos vivido, y juntos moriremos!

-¿Y seguisteis la huella? -preguntóPeransúrez impaciente por saber el fin delcuento, que Hernando había interrumpido paraacariciar al animal.

-¿Cómo si la seguí? A pasosprecipitados, con toda confianza ya: dos leguasanduvimos. Allí encontramos un pueblo;tomamos lenguas; el herrador nos dijo queacababa de pasar una partida de jinetes; quehabían hablado pocas palabras, pero quehabían tenido que detenerse a herrar un caballodesherrado; que caminaban de prisa; quedebían llevar un preso, según las señas, y quehabían pronunciado en medio de su misterio lavilla de Arjonilla. ¡Mía es la pieza!, dije yoentonces. Até cabos y dije: ¡Error! No se en-cuentra el origen de la referencia.Efectivamente, el mismo día se había servido

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Su Alteza señalar el día quinceno para elcombate que debía tener con el doncel Macías.Más claro Peransúrez. Era fuerza, sin embargo,asegurar mis dudas. ¿Qué hacía yo hastaentonces? Y luego quise más fiar de mi brazo yde mi venablo el logro de mi intento. Volví aMadrid, y supe que la corte salía al otro día;sabedor de que don Luis de Guzmán era el que,por su posición con Villena, debía deinteresarse más por mi amo, vime con él yexpúsele mis dudas; declaréle mi intento,aprobó mi idea, y yo le confié el cuidado dellevar con su menaje a Otordesillas las prendasde mi amo y mías; entre otras, la armaduramejor de Castilla, que si se perdiera, nunca deello me consolara; es, al fin, la que tiene mi amodestinada por su buen temple para el aplazadocombate. Armado después de mi ballesta y dosaguzados venablos, seguido de mi lealBrabonel, y disfrazado lo mejor que pude,púseme la misma noche en camino.

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Ayer parece llegaron ellos. Hoy hellegado yo. He aquí, Peransúrez, la causa de mivenida. En aquel castillo, no hay duda, está eldoncel. He aquí la presa que habemos menesterrastrear. ¿Os acordáis, amigo mío, de un juglarde don Enrique de Villena, que Dios maldiga,hombre de pelo crespo y rojo...?

-¿Ferrus? Recuerdo su nombre; pero él...-Ferrus, pues, está aquí, y ése es el

guardián de mi amo. Le he visto subir a uncamaranchón de arriba cuando yo entraba en laventa. Por qué duerme en esta encrucijada y noen su osera, eso no lo alcanzo. Lo que entiendosólo, Peransúrez, es que ese es el oso quehemos de montear. ¿ Insistís en vuestroofrecimiento, ahora que sabéis cuánto motivopuedo tener de guardar silencio y sigilo, y cuánpeligrosa sea la empresa? ¿Cómo si insisto?Hernando -dijo Peransúrez levantándose delsuelo en que estaban sentados-, no es esta laprimera montería en que hemos andado juntos.Amo el peligro como buen montero, y osos

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mayores que ése, amigo mío, me han prestadoamistosamente piel para más de una zamarra.Examinemos, si os parece, la posición delcastillo, discurramos el medio más prudente...

-El medio, Peransúrez, ¡voto va!, esesperar aquí a ese perro de juglar, a esa raposacobarde y rapaz, y clavarle en tierra con unvenablo, como quien bohorda, más bien quecomo quien caza. ¿Merece siquiera los honoresde ser comparado con una fiera noble ydenodada?

-Guardaos, amigo Hernando, deejecutar tan descabellado propósito. Bien veoque seguís necesitando un consejero prudenteque temple el ardor de vuestra imaginación.Mataréis a Ferrus; pero ¿y luego?

-Luego, voto va, luego... Dirigidme,pues, en hora buena. Brabonel y yo estaremosatentos al ruido de vuestra bocina. Soy yomejor, en verdad, para obedecer que paramandar. Pero voto a Dios que os despachéispronto, y nos digáis cuanto antes contra quién

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he de disparar el venablo, que se me escapa élsolo de las manos, y están ya los dientes deBrabonel deseando hacer presa en el animal.

-Ea, pues, venid, demosdisimuladamente la vuelta al castillo; enseguida volveremos a Arjonilla; vendréis atomar un bocado conmigo; que el buenmontero, riñón cubierto, y mañana amaneceráDios, y con su dedo omnipotente nos señalaráel rastro de los malvados.

-A la buena de Dios -replicó Hernando-.¡Brabonel, Brabonel, vamos! Guiad vos,Peransúrez, que conocéis la tierra.

Dichas estas palabras comenzaron losdos amigos su exploración, hecha la cual seretiraron a concertar los medios de introducirseen el castillo por más guardado que estuviera, yde salvar al doncel, que presumían hallarsedentro, con no pocos visos y fundamentos deverdad.

CAPITULO TRIGESIMOCUARTOEn una torre fue puesto

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Con cadenas a recado.............................La condesa entrara dentroDo está el conde aprisionado..............................Ambos hablan en secretoY conciertan en celado;Que por librar tal personaA más que esto era obligado.Rom. de Sepúlveda.Cuando Ferrus, encargado por el conde

de Cangas y el astrólogo de la prisión delenamorado Macías, pensó albergarse en lahostalería del complaciente Nuño, no fueciertamente porque no hubiese en el castilloalbergue digno de él. Es fuerza remontarnosmás al origen de las cosas para explicar de unmodo satisfactorio esta singularidad.Fácilmente comprenderá el lector, impuesto yaen los diversos caracteres sobre que giranuestra narración, que necesitando los dosautores de esta intriga el mayor secreto, sólo

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podían fiar tan importante comisión al que yaestaba forzosamente en él; el reparo de la faltade valor no podía tener en este caso muchopeso, porque habían de acompañarle otros, loscuales sólo sabían que debían prender a unhombre, sin saber quién fuese; y para mandar aéstos y aprisionar con ellos a un caballero quesalía descuidado de una cita amorosa, no senecesitaba un gran fondo de arrojo ydeterminación.

Por otra parte, Ferrus era hombrefríamente malo y cruel: ¿quién podía, pues,desempeñar mejor que él la inexorablecomisión que se le confiaba? Lográbase,además, de este modo la ventaja de apartar dela Corte al único hombre que podría en un casoadverso comprometer al conde, y la de tener enel castillo un ente capaz de cualquier accióndeterminada, si llegaba ocasión apurada en queestorbase la existencia del preso. Combinadasestas diversas circunstancias, sólo quedaba quepensar en ligar el interés de Ferrus al feliz éxito

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de la expedición, de una manera que hicieseimposible toda traición. El conde para estocreyó que no podría haber medios mejores quela gratitud por una parte y la esperanza delpremio por otra; así, decidió hacer libre a susiervo y loco favorito. Quitóle el collar de metalque en seña de servidumbre llevaba, e hízole desu siervo un vasallo.

Con extraordinario placer renuncióFerrus a su bonete de sonajas de juglar y almolesto oficio de divertir con bufonadas a sussuperiores; y sus sentimientos de fidelidadllegaron a tocar en un acendramiento difícil deexplicar, ni menos de igualar, cuando el condele manifestó que le hacía libre entonces paraconfiarle la alcaldía del castillo de Arjonilla;añadiéndole, que si desempeñaba fielmenteeste importante cargo, no pararía en esto sólosu favor. Bien entrevió Ferrus, porconsiguiente, que toda su prosperidad futuradependía de que Villena saliese con elmaestrazgo, y siendo eso imposible si se

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llegaba a probar algún día que don Enriquehabía muerto a su esposa, a hizo firmepropósito Ferrus de consentir primero que lehiciesen pedazos que en dejar la menoresperanza de salvación al asegurado doncel. Sumuerte, en último caso, a hubiera sido para éluna grandísima friolera puesta en balanza consu futura grandeza.

El lector sabe que, merced a la tenacidadde Elvira, se había logrado la industria delastrólogo con más felicidad aún que lo que élpodía nunca haber esperado si bien habíacontado siempre con la ventaja que le ofrecía elhaber de bajar el doncel de la reja alta de unamanera que impedía toda defensa. Llevó aArjonilla unas instrucciones del conde, severassí, pero no sanguinarias, y otras del judíoaplicables a todas las circunstancias quepudieran ocurrir, y un tanto menosescrupulosas, porque éste se hallaba ya taninteresado como Ferrus en la grandeza delconde y sumamente ligado a sus intrigas por el

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peligro que corría, si llegaba a descubrirsealgún día la horrible maquinación en que nohabía tenido él la menor parte.

No se había previsto, empero, unacircunstancia bien temible. El conde, que habíatenido grande interés en que su castillo deArjonilla estuviese de algún tiempo a aquellaparte bajo la custodia de alguno de sus másallegados servidores, por razones que él sesabía, y que algún día sabrán nuestros lectores,había confiado su alcaldía a su camarero RuiPero, de quien no hemos vuelto a hablar poresta causa. Éste era hombre duro y fiel: por lotanto suspicaz e irascible. No pudo, pues,sentarle bien la orden que le intimó Ferrus ennombre del conde, su común señor, ni menos elimperio y mal entendida arrogancia con que sela oía prescribir a un hombre que acababa desalir de la nada, a un siervo cuyo collar demetal acababa de romper su amo, y cuyassonajas de azófar y bonete de loco estabantodavía demasiado recientes en la memoria del

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noble camarero para que le pudiese inspirarrespeto ni estimación el que venia a ocupar sumismo destino, con desdoro de su clase yprerrogativas. Mandábale a decir el conde quesiendo necesaria su asistencia a su lado, sólotardase en ponerse en camino paraOtordesillas, donde debía encontrarle parahacer entrega del castillo al nuevo alcaide, yenterarle de cuanto él se figurase que conducíaa su mejor servicio. Rui Pero, llevado de su malhumor, no perdonó medio alguno de inspirarterror a Ferrus acerca de la responsabilidad quesobre si acababa de tomar y de las dificultadesque ofrecía la conservación del castillo de unsecreto tan inmediato a población, y en que siera fácil impedir la entrada a los extraños, no loera tanto estorbar que tuvieran los de dentroalguna comunicación con los de fuera; insistióbastante, además, en la fama que de encantadotenía el castillo y en lo que de él contaban loshabitantes, cosa que no contribuyó en nada a

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tranquilizar el ánimo de Ferrus, ya de suyonaturalmente enemigo de encantos y prodigios.

Deseoso de averiguar si debería temer ono cuanto en el particular Rui Pero le refería,determinó dormir una noche en la hostaleríadel pueblo, así para averiguar a punto fijo elfundamento que podrían tener aquellastradiciones, que cual telas de araña se adhierensiempre a los edificios viejos, como paraescudriñar si se había traslucido algo entre loshabitantes de Arjonilla acerca de losmisteriosos secretos que encerraba a la sazón laantigua hechura del amante de Zelindaja, yacerca del objeto de a su propio viaje. Ésta erala verdadera causa de aquella extravagancia.

No bien se había despertado Ferrus,cuando tenía ya a la cabecera de su cama alcomplaciente Nuño con la montera en la mano,y con un como gustéis siempre asomado a loslabios para salir a la menor indicación delhuésped. Entablóse entre ambos, mientras queFerrus se vestía, un diálogo que por lo largo e

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inútil a nuestro propósito, perdonamos anuestros lectores con el interesado objeto deque nos perdonen ellos a nosotros cosas demayor monta y trascendencia. Baste decir quepor él pudo Ferrus formar una exacta idea desu verdadera posición, y no le hubo de parecertan mala como Rui Pero se la había pintado,porque decidió volver inmediatamente a sucastillo, y aun hizo propósito de darse porencargado y enterado de todo lo más prontoposible, pues bien se le alcanzaba que eldisgusto y mal humor del camarero sólopodían resultar en daño de la intriga de suamo.

Tuvo el hostalero, prevenido porPeransúrez en la madrugada del mismo día, elbuen talento de no hablar a Ferrus de laimprudente conversación tenida en público lanoche anterior en su cocina después de haberseél recogido, y Hernando, a quien importaba noser conocido, de Ferrus sobre todo, se mantuvooculto hasta que supo que había regresado al

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castillo el ex juglar, pagada ya la cuenta de sugasto, aunque no tan opíparamente como elhostalero esperaba, cosa que se supo porque aldespedirse Ferrus de él, díjole:

-Dios os prospere y os dé, buen Nuño,lo que más os convenga -y se notó que Nuño nole había respondido el como gustéis deordenanza. Esta observación de loshistoriadores del tiempo, que hablan con todaprofundidad del lance, es tan justa, que cuandoNuño habló con Peransúrez después de lapartida de Ferrus no sólo no insistió en laapuesta, sino que se inclinó ya, por ciertaantipatía que había nacido en su corazónrepentinamente contra Ferrus, a la parte delemprendedor montero, diciéndole entre otrascosas que tendría un placer singular en que sejugase una pasada que metiese ruido al señoralcaide nuevo del castillo del moro, por suarrogancia y su petulante continente.

No echó Peransúrez en saco roto estabuena predisposición al mal del hostalero, y

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reuniéndose a toda prisa con Hernando,procedieron a dar el paso que en sudeliberación de la noche anterior les habíaparecido más conducente y atinado para ellogro de su arrojado intento.

Entretanto era varia la posición de loshabitantes del castillo. En los patios interioresdivertían sus ocios tirando al blanco obohordando hombres de armas, a quienesestaba confiada su defensa y custodia; algúngrupo de ballesteros o archeros pacíficosdiscurrían más apartados acerca de la singularreserva que reinaba en todas las operaciones deaquel edificio verdaderamente mágico, porqueno eran todos sabedores de lo que encerrabansus altas murallas. Algunos sí sabían quehabían traído ellos mismos un prisionero, porejemplo, pero ni sabían quién era ni le habíanvuelto a ver. Tales habían sido y eran lasprecauciones observadas sabiamente por losprincipales emisarios del conde.

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Había sido colocado el nuevo huéspeden una sala baja incrustada, digámoslo así, en elcorazón de una mole de piedra, que esto y nootra cosa era cada paredón del castillo. No teníamás adornos que el que le proporcionabanalgunas telas de araña, indicio de la pocaconsideración con que al caballero se trataba, yvarios informes lamparones que dibujaba lahumedad con caprichosa desigualdad en lasdesnudas paredes de aquel calabozo.

Hacía más horrorosa la prisión unrumor monótono y profundísimo, muysemejante al que produce el brazo de agua quesale de la presa de un molino, que rompe porentre las guijas de una cascada o que sedesprende de un batán. El que haya tenidoalguna vez la desgracia de verse privado de sulibertad en una oscura prisión oyendo día ynoche el acompasado golpeo de un reloj depéndola, será el único que pueda apreciar lasituación del doncel, condenado a aqueltristísimo son.

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No recibía más luz aquel cavernosonicho que la que le prestaba en los días másclaros del año un agujero redondo y cerradocon cuatro hierros cruzados y practicado en laparte más alta del muro. Hallábase situado aorilla de una zanja, hecha a lo largo de lamuralla interior; por la zanja corría,produciendo el rumor que hemos descrito, unresiduo del torrente, que llenaba con sus aguasel foso exterior del edificio, y entre la zanja y lamuralla interior había una ancha y espaciosaplataforma. Era preciso, pues, pasar la zanjadesde la plataforma para entrar en la prisióndestinada al doncel; pero esto sólo se podíaverificar bajando el rastrillo que la cerrabasirviéndole de puerta.

La rara colocación de aquella cuevaindicaba que había sido construida desde luegopara encerrar presos de importancia, y aquienes se quisiese quitar la vida prontamentecomo represalia en caso de hallarse ya tomadoel castillo por el enemigo. La situación por otra

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parte, su hondura y el ruido del torrente,impedían que pudiese ser oída en ningún casola voz del prisionero que en aquella caverna seencerrase. Casi enfrente de ella venía a caer,entre las dos murallas, la torre principal de lafortaleza. Mirando oblicuamente por el agujeroconductor de la luz, que dejamos descrito,divisábanse con trabajo algunas altas ventanas.Nada se podía ver de día de lo que dentro deellas pasaba; pero de noche, cuando reinaba lamás completa oscuridad, veía el doncel una luzarder en lo interior de una habitación, moversea ratos, mudar de sitio, desaparecer, y aunproducir sombras de diversos tamaños yfiguras, bastantes a atemorizar en aquel tiempode superstición un corazón menos determinadoque el del doncel; sobre todo en un castillo quehacían encantado las tradiciones más remotasdel país, y cuyo destino parecía ser real menteel de pertenecer siempre a seres nigrománticoscomo le sucedía a la sazón, que era dueño de élel conde de Cangas, a quien nadie tenía por

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menos mago que el amante de Zelindaja. Denoche también, y cuando se columbraban lastemerosas sombras, era cuando solía mezclarsecon el silbido del viento y el ruido de la lluvia,o el estruendo de la tempestad, una voz aguday dolorosa, que era la que tenía espantada lacomarca, y la que nuestro buen Nuño habíaoído la noche que se retiraba de su labor, comoen nuestro capítulo anterior dejamos dicho.

Finalmente, otra entrada tenía la prisióndel doncel. Una escalerilla de caracol la poníaen comunicación con una larga galería interiordel castillo; pero una puerta de hierrosumamente pequeña y cerrada por defuera conpesados cerrojos y candados, cuyas llavesposeía sólo el alcaide, imposibilitaba por estaparte toda esperanza de evasión. Un mal lechohabía sido dispuesto a ruegos del prisionero enla caverna, y había conseguido por favorsingular que le dejasen el pequeño laúd que a laespalda como trovador llevaba cuando su citaamorosa. Con él divertía su amarga posición

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pulsándole blandamente, y regándole con susacerbas lágrimas, los ratos que no escribía enlas paredes con un punzón alguna tristísimaendecha, dirigida a la ingrata señora de suspensamientos, cuyo rigor le había puesto en tanlastimero trance.

La habitación que por ser la mejor y lamás espaciosa se había reservado el alcaide, yque se habían repartido a la sazón Rui Pero yFerrus, se hallaba en el piso bajo de la torre deque hemos hablado. Un salón anchuroso,adornado con varios trofeos y armassuspendidas en las paredes, era eldepartamento principal. Una larga mesa estabaclavada en medio; el hogar ardía en la cabecerade la sala, y en el extremo opuesto un aparadoro bufete encerraba la vajilla estilada en aqueltiempo para el servicio de la mesa.

Al anochecer del día en que nosencuentra nuestra historian dos hombresarrellanados en dos grandes poltronas debaqueta española, la más apreciada entonces en

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Europa, conversaban tranquilamente unoenfrente de otro y separados por la mesa comosi hubieran necesitado de un cuerpo intermediopara no reñir. Así parecía indicarlo su gestodisplicente. El uno era Ferrus. En su rostrobrillaba la satisfacción de un hombre que hallegado a ocupar un destino superior a susméritos y esperanzas. El otro era Rui Pero. Sucontinente era el de un hombre, por elcontrario, herido en lo más delicado de su amorpropio por un disfavor no merecido, yhabíaselas con el emancipado juglar comopodría habérselas un general acreditado porsus servicios y conocimientos con unguerrillero a quien hubiese igualado con él lafortuna.

Una lámpara suspendida del techoiluminaba los rostros de entrambos, y losiluminaba mejor una alta vasija, cuyo preñadovientre vaciaba de cuando en cuando, en dosanchas copas, cierto jugo vivificador queembaulaban nuestros dos interlocutores a

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tragos repetidos en su cuerpo como en un cubodesfondado.

-¿Cuándo pensáis partir, señor RuiPero? -preguntó Ferrus después de uno deestos tragos, paladeando todavía el licor deBaco.

-¿Habéis tomado ya, señor juglar -repuso Rui Pero-, es decir, señor Ferrus, alcaidedel castillo de Arjonilla, las instrucciones quehabíais menester?

-Estoy tan apto, señor Rui Pero, paradesempeñar la alcaidía de este famoso castillo,como el mejor camarero de Castilla -contestóFerrus picado.

-En ese caso, señor tal alcaide, pasadomañana al lucir el alba me pondré en caminopara la corte, si no manda otra cosa vuestraseñoría.

-Gracias, señor Rui Pero.-¿Habéis mandado relevar las centinelas

exteriores de la muralla y las dos de las torres yde la galería interior del preso?

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-Bien sabéis -contestó Ferrus- que no esese cargo mío mientras estéis vos en el castillo.Y espero que no me comprometeréis con miamo el señor conde ni querréis faltar al deber...

-No acostumbro a faltar a mis deberes,señor Ferrus y voy por tanto a disponer...

-Esperad. Supongo que seguís con elcuidado de emplear en el servicio de centinelaslos ballesteros que ignoran completamente lacalificación de los prisioneros De otra suerte...

-No habéis menester suponerlo -dijoapurando su copa Rui Pero-; bastará con que locreáis a pies juntillas. Además ya habréisconocido que necesita habilidad para escaparseel preso que tal intente hallándose encerrado enla prisión de la zanja.

-Sí, según me habéis dicho, noconociendo el secreto del rastrillo, sólo lamuerte sería el resultado de la menor tentativade evasión. Admirable construcción la de esecalabozo. ¿Y quién construyó?...

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-¡Silencio! -dijo Rui Pero al ver entrar untercero en la sala y gozoso de dar una lecciónde prudencia al inexperto Ferrus-. ¿Qué queréisvos? -añadió dirigiéndose al extraño.

-Señor alcaide -respondió el faccionarioque acababa de entrar-, han llamado al castillodos caminantes fatigados...

-A nadie se da hospedaje -repuso RuiPero malhumorado.

-Lo sé, señor alcaide. Pero adviertavuestra merced que no son caballeros, nihombres de guerra. Son dos reverendos padresque piden albergue por esta noche.

-¿Y por qué no lo buscan en Arjonilla?-Parece, señor, que van extraviados y

pasan a estas horas por el castillo, ignorantesdel camino que guía a la población. La copiosalluvia que ha engruesado el torrente les obliga apedir albergue.

-¡Voto va! -dijo Rui Pero-. Lo más quepor ellos podemos hacer es que les enseñe elcamino un hombre del castillo.

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-Pero ése, señor, no los pasará enhombros a través del torrente -repuso elballestero, temeroso de ser él elegido paraaquella comisión.

-Por otra parte -añadió Ferrus, a quienlos vapores del vino daban confianza ydeterminación-, ¿qué peligro hay en albergardos frailes? Dios sabe de dónde serán Esospadres suelen venir de lejos e ir de paso; muyforasteros deben de ser, pues ignoran que elcastillo es encantado y nada hospitalario. Vande paso.

-Sin embargo, si pudiesen pasar elarroyo... -replicó Rui Pero. ¿Y queréis -dijoFerrus, acercándose al oído del camarero- quenos expongamos a que pase un hombre delcastillo la noche fuera de él y suelte la lenguamás de lo preciso? Eso es peor...

-Peor, peor... -refunfuñó entre dientes elcamarero.

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-Si gustáis, señor alcaide -dijo elballestero-, se les contestará que vayan a buscaralbergue a otra parte. Ello, la noche es terrible.

-¿Terrible decís? -repuso Rui Peroasomándose a una ventana-. Sí; parece que elcielo se derrite en agua. Sería una inhumanidadpor cierto.

-No podemos consentir -añadió Ferrus-,que dos ministros del Altísimo queden a laintemperie en una noche...

-En buen hora; que entren -dijo Rui Peroal ballestero, quien se fue a cumplir la orden.

-¡Voto va! -añadió Ferrus-, éramos dos yseremos cuatro. Aún queda vino en esa vasijapara otros tantos, y los padres no sedesdeñarán de hacernos un rato de compañía,yendo sobre todo de camino. Todo el peligroque podemos recelar de los santos varones,señor camarero, es que nos echen algún sermónen latín que no entendamos, y así como así,dentro de un rato ya no nos íbamos a entender

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nosotros dos, según la faena que damos anuestras copas.

Una carcajada de Ferrus al concluirestas palabras probó que todavía no habíaperdido la costumbre, que se había hecho en élnaturaleza, de decir bufonadas a todo trance, apesar de su nueva dignidad.

De allí a poco entraron humildementeen el salón dos reverendísimos padres, cuyoshábitos derramaban a hilos el agua, como unparaguas expuesto por gran rato a la lluvia yque se arrima a un rincón a medio cerrar.

Saludáronles cortésmente nuestros dosamigos; y después de los primeroscumplimientos les invitaron a que se acercasenpara secar sus hábitos al hogar, dondequedaron mirándose unos a otros largo espaciolos dos opuestos alcaides y los dos bienavenidos frailes.

CAPITULO TRIGESIMOQUINTOMentides, frailes, mentides,Que no decís la verdad.

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...........................Mató el fraile al caballero,A la infanta va a librar:En ancas de su caballoConsigo la fue a llevar.Rom. del conde Claros.Al entrar los dos modestos frailes en la

sala, no había dejado de llamarles la atención elagradable pasatiempo en que entretenían susratos perdidos el antiguo y nuevo alcaide.Habíanse mirado uno a otro como inspiradosde la misma idea, y este movimiento hubierasido notado de los defensores del castillo, a noser que, no habiendo creído éstos que tendríanva visitas con quien guardar ceremonia, habíanmenudeado en realidad del tinto más de lo quea su prudencia convenía. Su misma posición leshabía excitado a beber, y aun hay cronistas queaseguran que deseosos uno y otro de no tenercompañero en el mando, y demasiado confiadocada cual en su propia resistencia, se habíananimado recíprocamente a beber por ver si

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conseguían privar al colega; plan que, merced ala igualdad de sus fuerzas, había resultado endetrimento de la razón de entrambos.

-¡Por San Francisco! Perdonen vuestrasreverencias -dijo Ferrus- si les han hechoesperar a la intemperie más de lo que ese hábitoque visten merece. Pero sepan que a él sólodeben esta acogida, porque el castillo a que hanllamado no es en realidad de los máshospitalarios que pudieran haber encontradoen su camino.

-Pax vobiscum -dijo el menoscorpulento de los padres con voz grave.

-Como gustéis, padres -repuso Ferrus-,según el estribillo de mi huésped de ayer;porque han de saber sus reverencias que de dosdignos alcaides que tienen en su presenciaahora, ninguno sabe latín.

-En ese caso, Te Deum laudamus -repuso el padre, respirando como aquel a quienle quitasen de encima una montaña.

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-Gracias -contestó de nuevo Ferrus, noqueriendo ser tachado de poco político pordejar sin respuesta una lengua que no entendía-. Dos cosas debemos suplicar a vuestrasreverencias -prosiguió; primera, que se quitenesos hábitos que traen mojados...

-Et super flumina Babylonis, dice elsalmista; vetat regula, la regla nos lo impide.

-Sea en buen hora; pero la regla noimpedirá a vuestras reverencias que hagan loque vieren adonde quiera que fueren; primeraregla de hospitalidad entre caballeros -añadióFerrus derramando vino nuevamente en lascopas y ofreciendo una al padre que habíallevado hasta entonces la palabra.

Miráronse los padres uno a otro paraconsultar entre sí lo que deberían hacer.

-¡Voto va! aquí se ofrece de buenavoluntad -añadió Ferrus viendo su indecisión-,¿no es cierto, señor camarero?

-Vos lo habéis dicho -repuso el camarerotomando una copa-. Pero si sus reverencias no

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se atreven por respetos al cielo, nosotros, vilesgusanos de la tierra...

-Vinum laetificat cor hominis -interrumpió el padre-. Nosotros agradecemos avuestras mercedes la buena voluntad; pero sólobeberemos en la refacción, si tenéis por bienhacérnosla servir; vuestras mercedes beban, ymientras, nosotros exultemos et laetemur.

-A la buena de Dios -dijo Ferrusvaciando su copa-. ¿Y este padre que nada dice,es que no sabe latín, como si fuera alcaide?

Miraban los dos frailes a Ferrus, comobuscando en sus ojos si encerraría algunaintención o sospecha aquella pregunta, hechade aquel modo, o si sería meramente casual ehija de la poca aprensión del que la hacía.Parecióles en conclusión que no se podía leeren los ojos de Ferrus sino la expresión delmosto, y no dudó en responder con ciertaserenidad el mismo padre:

-Mi superior está achacoso; es sordoademás tanquam tabula...

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-Sí, que es gran sordera -repuso Ferrus,presumiendo que así se llamaba la enfermedaddel padre.

-Y un tanto tierno de ojos, que es larazón de verle la capucha tan sobre ellos comonotarán vuesas mercedes. La humedad, sobretodo, de esta noche debe de haberleperjudicado mucho. Benedictus qui venit...Venga o no venga -añadió para sí el padre.

Efectivamente, no se le veía apenasrostro al padre que había permanecido callado.Ocultábale el medio de abajo una larga barbablanca, y su capucha le envolvía todo el mediode arriba.

-¿Y viajan siempre vuesas reverenciascon esos mozos de estribo? -preguntó Ferrus,reparando en un hermoso alano que casi detrásdel padre silencioso reposaba, y que habíaentrado sin ser antes de ellos sentido.

-¡Ah! -repuso el padre-. Dios nosperdone esos medios mundanos de defensa.Aunque manet nobiscum Dominis, bueno es

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llevar además un amigo consigo. Es el perro delconvento; nuestro reverendo abad no quiso queen nuestros tiempos de salteadores, ni el padreJuan ni yo, padre Modesto, como me llaman,para servir a Dios y a vuesas mercedes, nosviniésemos sin ese corto auxilio siquiera paranuestra seguridad, si bien Deus sigilat.

-¿Y de dónde bueno, padre mío? -preguntó Ferrus con audaz curiosidad.

-De Jaén, hijo -repuso con extremaserenidad el padre-; sí, hijo, de Jaén. Llevamosuna comisión secreta, que bajo la fe de laobediencia no podemos revelar, para elreverendo prior del convento de Andújar denuestra misma Orden, que es como veis de SanFrancisco, hijos míos; pensábamos habercaminado toda la noche y haber llegado allíantes de la mañana; empero Dios que nos haenviado esta agua, y los achaques de micompañero, nos han obligado a pedirhospedaje. Introibo, dijimos, ad altare.

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-Y bien dicho -habló por fin el camarero,que había estado hasta entonces observando alsilencioso fraile-, muy bien dicho, aunquenosotros no lo entendamos. Pero lo dijo vuestrareverencia y basta: si les parece a susreverencias, que vendrán cansados -prosiguióel cortesano camarero-, harémosles servir larefacción para que se retiren, señor Ferrus.

-Amén -repuso el padre-, tanto máscuanto que mañana hemos de salir a lamadrugada, si dais orden de que nos abrantemprano en el castillo.

-Daránse las órdenes todas que fuerennecesarias -repuso Ferrus, apartándose yhablando al oído al camarero-. Pero ved que lascentinelas no se han relevado aún.

-Pudierais vos mudarlas -le contestó RuiPero-, mientras yo hago disponer la cena; estosbuenos padres nos dispensarán si les dejamossolos un instante por su propio servicio.

-Ite, missa est -replicó el padre, echandouna bendición gravísima a entrambos alcaides,

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que se dieron el brazo mutuamente a pesar desus interiores rencillas, sin duda olvidándolotodo en momentos en que necesitaban tanto derecíproco apoyo, y salieron de la sala.

-¡Cuerpo de Cristo! Por vida de DiegoGil y Martín Bravo, los más famosos monterosde Castilla, que Dios perdone -exclamó el padresilencioso soltando una carcajada algoreprimida por la prudencia-. ¡Voto va! quenunca hubiera dicho, fray Juan o frayPeransúrez, que tañeseis de ladradura con talprimor. Por mi venablo que se os entiende decazar en latín a las mil maravillas.

-¡Prudencia, Hernando! Sepamos lo quenos hacemos, ya que yo no sé lo que me digo.¿No os previne de que fui monacillo y sacristánen cierto tiempo, durante el cual, si muchoescatimé el rastro de las vinajeras de laAlmudena, no por eso dejé de oír las bocinas delos padres en el coro? Aprendí a tañer la misaen latín como habéis visto, y alguna palabraentiendo, ¡voto a tal!, de cada ciento que digo.

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-Pobre venado es éste, Peransúrez, esnuestro -dijo Hernando-. Hace la señal delpezuño chica, y va en la redruña, ¡voto a tal! Notardaremos en tañer de occisa. ¿Pondrémoslecanes?

-Ved no nos obliguen a tañer detraspuesta, mirad que se levanta ya el venado ala ceba. Yo os avisaré el momento.

-Los tiempos nos dirán, conformevengan...

-Si; pero ved, Hernando, que no es lodificil la entrada; mirad por la salida.

-Dios proveerá y mi venablo -repusoHernando, componiéndose sus hábitos yechando de nuevo su capucha-. Ya vienen haciael buitrón.

Volvían en esto ya los dos alcaides. Notardó mucho tiempo en cubrirse la mesa, a lacual se sentaron los cuatro con la mayorarmonía y fraternidad. Poco tiempo hacia quecenaban, con imprudente abandono Rui Pero yFerrus, con más reserva y comedimiento los

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frailes, cuando llamó a las puertas del castilloun expreso que enviaba el conde de Cangas yTineo. Abriéronle inmediatamente, eintroducido en la sala, echóse de ver en su trazaque había corrido mucho y que debía de ser engrande manera interesante su mensaje. TomóRui Pero el pliego cerrado que para él traía yapartándose un poco leyóle rápidamente,manifestando bien a las claras en su rostrocuánta sorpresa le infundía.

-Señor Ferrus, grandes novedades -dijodespués de haberle recorrido.

-¿Qué decís? -preguntó Ferrustartamudeando.

-Nuestro señor el ilustre conde deCangas y Tineo maestre de Calatrava, se halla apocas leguas de aquí...

-¿Cómo? -exclamó Ferrus levantándose.-Sí; parece que el día después de vuestra

salida de Madrid llegó a la Corte la nueva delos disturbios de Sevilla. Las cartas ypesquisidores que envió Su Alteza a esa ciudad

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el mes pasado para poner en paz los bandosque han estallado entre el conde de Niebla, suprimo, y el conde don Pedro Ponce y otroscaballeros y veinticuatros, no surtieron efecto, yel mal se acrecienta por momentos. TemerosoSu Alteza de los resultados de tan grave daño,hizo suspender su viaje a Otordesillas; hasecontentado con expedir pliegos anunciando a lareina doña Catalina que irá allá desde Sevilla ymandado disponer para entonces las funcionesreales y torneos que se preparaban ensolemnidad del nacimiento del príncipe donJuan. Hase traído consigo a los principalesseñores de la corte, y esta noche debe dormir enAndújar.

-Gran novedad, por cierto -dijo Ferrus.-Añádeme su señoría que en ese pueblo

permanecerán tres días, por hallarse señaladopara mañana la prueba del combate.Encárganos con este motivo -añadió Rui Pero aloído de Ferrus- la mayor vigilancia.

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-¡Voto a tal! no hay cuidado -dijo Ferrusdando una carcajada-. No vencerá el doncel. ¿Ypiensa venir su grandeza por aquí?

-Parece que no, pues de Andújar pasaSu Alteza a Córdoba, desde allí irá en la barcagrande, el Guadalquivir abajo, a Sevilla, puesque está Su Alteza muy doliente y no le dejacaminar a caballo su físico Abenzarsal. Pero enatención a todo esto, yo partiré mañana demadrugada.

-Sea en buen hora, como gustéis -repusoFerrus-. Esto entretanto no altera el orden denuestra cena. Podéis retiraros, buen hombre -añadió Ferrus al emisario

-Que os den de cenar -dijo Rui Pero almismo -y disponeos mañana a venir conmigo ala Corte.

Retiróse el emisario, y siguieroncenando nuestros cuatro paladines,conversando acerca de la determinación delRey y del singular acaecimiento que los habíaacercado tanto a la corte.

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-Bueno fuera, señor alcaide -dijoPeransúrez dirigiéndose a Ferrus, que era elmás afectado del licor-, bueno fuera quehubieseis de hospedar en este castillo a lacorte...

-¡Bah! -dijo Ferrus-, no pasa por aquí, yademás, en un castillo encantado...

-¡Encantado! Dios nos perdone -dijo conafectado escrúpulo el padre.

-¿No ha oído hablar nunca el padre dela mora Zelindaja, Zelindaja la mora...? -siguióFerrus con dificultad, y riéndose a cada palabracon la estúpida expresión de la embriaguez.

-¡Hola!-¡Voto va! pues la mora... Rico vino es

este, padre; ¿no bebéis?-Proseguid -dijo el padre haciendo con

su mano un ademán de agradecer elofrecimiento.

-La mora, pues... Vaya otro trago, señorRui Pero.

-¿Y la mora? -preguntó el padre.

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-La mora... Zelindaja queréis decir, laque está encantada en la torre...

-¡En la torre?-Sí; aquí arriba sobre nosotros. ¡Pero qué

vino! ¡Qué paladar! ¿Os dormís, señor RuiPero? ¡Voto va!

-¿Con que arriba? -preguntó el padre.-Por ahí la llaman la mora, y dicen que

aparece, y que... ¡Ah! ¡ah! ¡ah! -añadió Ferrussoltando una carcajada y mirando el vino quecontenía aún la copa-. ¿Qué hacéis vos ahí -prosiguió vuelto en seguida a los que le servíanla mesa-, escuchando, espiando, a ver si se meescapa alguna imprudencia? ¡Belitres! Siesperáis a que yo os diga dónde está el preso...Larga la lleváis. Fuera de aquí; llamaremoscuando hayamos menester. Diciendo yhaciendo, levantóse Ferrus con trabajo y cerróla puerta después que hubieron salido lossirvientes, espantados de las palabras delalcaide.

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-¿Con que el preso...?, señor alcaide -prosiguió Peransúrez, que así como sucompañero no perdía una palabra ni una acciónde las que se le escapaban al imprudentemancebo.

-El preso no se escapará mientraspendan de mi cintura las llaves todas delalcázar. ¡Ah! ¡ah! ¡ah! Notad, padres míos, lafigura que hace un camarero dormido -prosiguió Ferrus riéndose a carcajadas yseñalando con el dedo la boca abierta del buenRui Pero, a quien la hora, el vino y el cansanciotenían cabeceando sobre su poltrona-. ¡Ah! ¡ah!¡ah!

Al llegar aquí, tocó Peransúrez por bajode la mesa al pie de Hernando, que de puroimpaciente no hacia ya más que moverse habíaun gran rato. Levantándose a un tiempo losdos, precipitóse cada uno sobre el que tenía allado. Tocóle a Peransúrez el dormido Rui Pero,que se halló ya maniatado y tapada la bocaantes de acabar de despertarse; a Hernando,

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Ferrus, cuyo asombro fue tal al ver levantarsede repente, y en aquella tan inesperada forma,a los dos reverendos, que no fue dueño degritar ni de oponer la menor resistencia almontero, el cual así lo fajaba con sus poderosasmanos como si fuese un niño. Pusieronnuestros dos amigos a cada uno de los alcaidesun palo del hogar atravesado en la boca ysujeto con cordel que preparado llevaban, amanera de mordaza, y atáronlos en seguidafuertemente de pies y manos a sus mismaspoltronas, dejándolos conforme se hallabancolocados, es decir, uno enfrente de otro, con lamesa en medio y sus copas delante. Era cosa dever la figura que hacían, sin poderse mover niremover, ambos con la boca abierta, ymirándose con ojos aún más abiertos, sinacabar de comprender si estaban encantadospor el moro del castillo o si habrían dadohospedaje a dos diablos del otro mundo quevenían a castigar su descompuesta vida.

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Hecho esto por nuestros dosreverendos, y apoderados ya del manojo dellaves que pendía del cinto de Ferrus, fue suprimer cuidado recapacitar lo que acababan deoír al ebrio alcaide.

Parecía por el misterio de sus palabrasque la torre era el lugar del castillo destinado alprisionero. Estaban en ella, pero eraindispensable hallar una subida, y si había dos,aquella en que estuviesen menos expuestos aser notados o a encontrar importunascentinelas. En punto a esto convinieron que erapreciso ponerse en manos de Dios, que veía susintenciones y no dejaría de favorecerlas, yecháronse a buscar una subida, que no tardaronen encontrar. Probando llaves lograron abriruna puerta encubierta detrás del hogar por untapiz viejo; empujáronla, y una escalera oscurales probó que habían dado con lo quenecesitaban. Armado cada uno de un agudovenablo, y llevando en la mano izquierdaHernando, que iba delante, una linterna sorda

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de metal, diéronse a subir con la mayorconfianza en Dios, donde los dejaremos, oratrepando escaleras, ora recorriendo largas yoscuras galerías, ora, en fin, probando llaves encada puerta que encontraban, todo con elmayor silencio por no dar la alarma en elcastillo.

Hallábase colocado el cuarto, donde sedivisaba la misteriosa luz desde los alrededoresde la fortaleza, en el extremo de una galería, ycomoquiera que las puertas fuesen todas de lamayor seguridad, no se creía prudenteestablecer centinelas demasiado inmediatas. Alúnico que hacia aquella parte se ponía,preveníasele de antemano que no se separasedel extremo de la galería más distante de laprisión. El que se hallaba a la sazón en aquelpunto era un mancebo profundamenteignorante acerca de las circunstancias de lospresos que parecían custodiarse con tantointerés en la fortaleza, pero que había oídohablar lo bastante del encantamiento del

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castillo y de la voz nocturna, para no tenerlastodas consigo en aquella incómoda facción.

-Por Santiago -decía, apoyándose en supartesana, que no entré yo al servicio del señorconde para habérmelas con brujas y hechiceras;este instrumento, que bastaría para matarmillones de moros, unos después de otros seentiende, acaso no sería suficiente a hacer unligero rasguño en la mano del moro que fundóeste maldito castillo. Dicen que la señal de lacruz es grande arma contra las artes deldemonio, añadía en otro paseo de los que daba,sin apartarse mucho de su puesto como el quetiene miedo o frío, y siendo esto cierto, ¿cómoes que hay cristianos hechizados? Cuerpo deCristo, si me hechizasen, tengo para mí que loque más había de sentir había de ser aquello delno comer y del no dormir, ¡voto va!

En estas y otras reflexiones cogióentretenido al mancebo cierto profundogemido que salió al extremo opuesto de lagalería.

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-¡Santa María! -exclamó, dando dientecon diente, el faccionario-. Asunto concluido.¿Si será la mora que viene a pedirme su esposo,según dicen las gentes que lo pide todas lasnoches a los ecos? Sin embargo, no soy eco -añadió lastimeramente como si quisieseconjurar el encanto con esta lógica observación.

Otro gemido más prolongado resonó deallí a poco, y el ruido de una cadena arrastradapor el suelo hasta el infinito en el oído delinfeliz.

-¡Santo Dios! -decía el soldado, ypersignábase tan de prisa como si fuese laúltima vez que había de persignarse en su vida,sin apartar los ojos del punto de donde él sefiguraba que salía el ruido.

En esto estaba, a la orilla de la escalera,y vuelto de espaldas a ella, cuando dos manosde hierro, apoderándose de sus piernas, lelevantaron en alto.

-¡Perdón, señora Zelindaja, perdón! -clamó con voz medio ahogada el miserable, y

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pasando por encima de la cabeza de un padrefrancisco, a quien no tuvo siquiera tiempo deobservar, cayó rodando de espaldas por laescalera, hasta una puerta que habían cerradotras sí nuestros aventureros, donde quedó casiexánime y sin sentido.

-¿Hay más? -dijo Peransúrez mirando atodas partes.

-No -repuso Hernando-; aquélla debeser su prisión: ¿no oís una cadena?

-Él es; apresurémonos-. Sacando enseguida el manojo y llegando a la puerta,comenzaron a probar llaves en la cerradura.Abrió, por fin, una de las más gruesas yentrambos se precipitaron dentro de la prisión,igualmente impacientes de dar libertad alencadenado doncel.

Una lámpara mortecina lucíasiniestramente sobre un pedestal.

-¡Basta, crueles, basta ya! -exclamó unavoz penetrante, arrojándose a sus pies al mismotiempo, con todo el desorden del dolor y de la

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desesperación, una figura cadavérica vestida denegras ropas.

Difícil fuera pintar el asombro denuestros dos reverendos al ver venir sobre ellosaquella extraña sombra, que no era otra cosa loque a su vista se ofrecía, y el sobrecogimientode la víctima luego que paró la atención en susnuevos huéspedes, de tan distinta especie quelos dos hombres que hasta entonces habíansolido visitar su encierro para traerla elalimento.

-Religiosos, santo Dios, religiosos -exclamó ésta-. Habéis oído, Señor, por fin misoraciones, y el bárbaro me envía estos emisariosde vuestra palabra divina para auxiliarme enlos últimos momentos de esta vida miserable.Lo acepto, Señor, lo acepto.

Un mar de lágrimas corrió de los ojoshundidos de la encarcelada, que abrazaba conreligioso fervor el hábito de Hernando; éste,inmóvil en su puesto, no sabía quéinterpretación dar a aquella horrible escena.

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Todo el valor de Peransúrez le habíaabandonado; creíase, efectivamente, delante dela encantada mora, y estaba ya a dos líneas demaldecir en su corazón su osadía y sumalhadada incredulidad. Repuesto algún tantoHernando de su primera sorpresa, hízose atráscuanto pudo, desviando su hábito del contactode la infeliz. Ésta, levantando entonces lacabeza, y sacudiendo sobre los hombros unalarga cabellera, único resto de su antiguahermosura, quedó mirando largo rato anuestros amigos sin atreverse a proferir unapalabra.

-Quien quiera que seáis -dijo por finanimándose Hernando y descubriendo surostro-, ser de este mundo o del otro, mora ocristiana, hablad: ¿qué nos queréis?

-Hernando, ¿sois vos? -exclamó lavíctima levantándose, después de haber miradolargo rato con la mayor duda y agitación almontero espantado-. ¡Ah! No -continuó-.

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¡Hernando era montero! -y volvió a quedar enel mismo estupor.

No pudo menos Hernando, al oírsenombrar por la fantasma como un antiguoconocido, de fijar más en ella la atención, yagarrando con una mano a Peransúrez, que asu derecha y un poco detrás de él estaba:

-¡Cielos! -exclamó sin apartar los ojos dela figura negra-. Dejadme: ¿sería posible?

-¡Ah! conocedme, sí -gritó levantándosey asiendo la lámpara la infeliz-, conocedme, sime habéis visto alguna vez; he aquí en mirostro los efectos de su barbarie; no soy lamisma ya; no soy hermosa... El llanto, el dolorme han afectado. Miradme bien, miradme -prosiguió acercando la luz a su semblante.

-¡Ella, ella es! Peransúrez, salvémonos -gritó Hernando retrocediendo.

-¿Adónde? No; ¿adónde? Deteneos. Yosaldré también con vosotros.

-¡Vivís aún, señora! -exclamó Hernandoal sentirse detenido por la víctima-, ¿vivís?

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-Vivo, sí, vivo para llorar y padecer;tocadme aún si lo dudáis.

-¿Es falsa vuestra muerte? ¿Sois vos,señora?

-¿Mi muerte decís? -preguntó ladesdichada-. ¿El bárbaro la ha propalado?¡Justicia, Señor, misericordia! -añadiólevantando los ojos al cielo-. Por piedad -continuó-, ¿quién sois el que tanto os parecéisal montero de don Enrique? ¿Qué os trae a estaprisión?

Hernando, sumido en el más profundoletargo, apenas reconocía debajo de aquellapalidez y cadavérico aspecto a la hermosa quetantas veces había visto triunfante en el mundode lujo y de belleza.

-¡Monstruo! -dijo por fin para sí-,¡monstruo, monstruo abominable!

-¿Quién sois? Acabad, y ¿qué queréis? -tornó a preguntar la encerrada-. ¿Venís aprolongar mis males, a remediarlos porventura?

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-A salvaros, señora -repuso Hernando-.Conocedme, ¡voto va! El montero Hernando,señora, os ha de sacar de esta maleza.

-¿Con que no me había engañado? ¡Ah!Decidme, ¿por qué feliz azar os veo, y cómo enese traje?

-El montero de ley, señora, no cazasiempre del mismo modo; dejemos para mejorocasión ese punto. Ved que necesitamos salirdel monte. ¡Ea! Venid con nosotros.

-¿Con vosotros? ¿Adónde? ¡Ah! no meengañéis. Más fácil es que me matéis aquí.¿Qué resistencia puedo oponeros? Si sois tancrueles como todos los que hasta ahora he vistoen este castillo.

-¿Qué habláis, señora? No veníamos asalvaros; no presumíamos siquiera quevivieseis; el bárbaro que ha osado reduciros aeste extremo no se ha contentado con unapresa. Sin embargo, en el momento actualvuestra presencia nos hace más falta de todassuertes que un ojo avezado al cazador. Vuestra

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presencia va a confundir la iniquidad y a atajaracaso un torrente de sangre.

Mucho tardaron Hernando yPeransúrez en determinar a la desdichada aque los siguiese; sus preguntas exigíanlarguísimas explicaciones, que no podían darseen aquel momento sin comprometer la suertede una expedición tan incierta y azarosa ya porsí... A poder de ruegos, en fin, y deobservaciones, logróse de ella que dejase elsatisfacer sus dudas para mejor ocasión; eltiempo urgía; nuestros dos reverendos habíanpasado ya gran parte de la noche en dar con laprisión, y después de tantos afanes, faltábalesaún desempeñar la misión que en tal peligro leshabía puesto.

Resolvióse unánimemente queHernando se despojaría del hábito que sobre sutraje traía, y que lo vestiría lo mejor quepudiese la recién libre cautiva, porque si biensu estatura era muy diversa, también era deadvertir que habían entrado de noche, que iban

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a salir al rayar el alba, y que probablemente noestarían a su salida de facción los mismos quelo habían estado a su entrada. Dos fraileshabían entrado, dos frailes salían; nada habíaque decir, si durante la noche no se descubríasu acción, cosa difícil, pues habían quedadocerrados por dentro y amordazados Ferrus yRui Pero A la salida ningún obstáculo podríanencontrar dos frailes, pues durante la cena sehabía dado la orden de abrirles el rastrillo encuanto se dejasen ver a la puerta al amanecer.

Cortó, pues, Hernando el hábito con sucuchillo de monte y dejóle más adaptado a laestatura de la hermosa. Hecho lo cual, trataronde buscar, por la parte que no habían recorridoaún, la prisión del doncel, dejando paradespués de encontrarla el determinar la formade sacarle y salir el mismo Hernando delcastillo, cosa que a éste le parecía sencillísima,pues todo se lo parecía cuando era hecho enobsequio de su señor y cuando tenía en la manosu venablo y al lado su fiel Brabonel el cual los

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seguía silenciosamente toda la noche, como siestuviera penetrado de lo mucho que conveníael sigilo en aquella peligrosa tentativa.

CAPITULO TRIGESIMOSEXTOYa la gran noche pasabaE la luna s'extendía:La clara lumbre del díaRadiante se mostraba;Al tiempo que reposabaDe mis trabajos e penaOí triste cantilenaQue tal canción pronunciaba.D. Enr. de Villena. Querella de amor de

Mac.No bien hubieron tomado la

determinación que dejamos referida, echáronsea buscar otra salida, dispuestos siempre a hacercallar con sus venablos a cualquier centinelaimprudente que hubiese podido comprometersu existencia. Felizmente no encontraronninguno en dos escaleras que bajaron. Al fin deellas, una tronera les permitió reconocer la

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parte de la torre en que se hallaban: estaríancomo a diez varas del pie de la muralla interior.

Fatigados de la faena que la ignoranciade las llaves les acarreaba, y aún más delsilencio y cuidado con que les era indispensableproceder, tomaron allí algún descanso Lacautiva, que acababa de experimentar unaemoción tan inesperada, y que en medio de sudebilidad se hallaba abrumada bajo el peso delhábito desusado, y combatido su ánimo de mildudas y esperanzas, por desgracia hartoinseguras todavía; no pudiendo resistir a tantosefectos encontrados, hubo de apoyarse unmomento en un trozo de columna, quefelizmente encontró en la pieza en que a lasazón se hallaban. Perdían ya nuestrospaladines la esperanza de dar con la prisión deldoncel. Asegurábales, sin embargo, sucompañera, que en la noche anterior y adeshoras había creído oír un laúd débilmentepulsado, cosa que no le había acaecido nuncadesde su llegada al castillo; este dato convenía

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con la fecha de la prisión de Macías, y hubierajurado, les añadió, que salía el eco del pie de latorre. Esta advertencia sólo podía animar a losgenerosos amigos del prisionero. Sacando,pues, nuevas fuerzas de flaqueza, trataron deexaminar qué hora podía ser. Sacó entoncesHernando la cabeza por la angosta tronera, ypudo distinguir que el cielo se había serenado;un viento fuerte de Norte lanzaba hacia lasplayas africanas algunas nubes dispersas, restosde la pasada tormenta, y el pálido resplandorde la luna en su ocaso advirtió a Hernando, asícomo la posición de algunas estrellas que acertóa ver, que podría faltar una hora todo lo máspara el alba. Al mismo tiempo que hizo estaobservación nada favorable, el ruidoacompasado de los pasos de un hombre le hizosospechar que debajo de ellos debía haber, alpie de la muralla, un soldado de facción. Estaprecaución le confirmó en la idea de que debíacaer hacia aquella parte del castillo la buscadaprisión. Resolviéronse, pues, a probar la

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aventura, poniendo el éxito en manos de Dios,a quien fervorosamente se encomendaron.Hernando hizo voto a la Virgen de laAlmudena de una ofrenda proporcionada a suscortos medios, y la cautiva prometió edificarleun santuario suntuoso si la sacaba con bien detan peligroso trance. Iban ya a probar unanueva llave en la puerta que debía conducirlos,según todas las probabilidades, al pie de lamuralla, cuando el rumor del laúd, que alpunto reconocieron la hermosa y Hernando, losdejaron suspensos.

-Él es! -dijeron a un tiempo los dos,apoyándose con esperanza la blanda mano dela bella en la tosca y curtida del montero-.Escuchemos.

Un ligero preludio del trovador sesiguió a su suspensión, y de allí a un momentouna voz, harto conocida para ellos, entonó conlánguido acento una cántica, de la cualpudieron percibir los fragmentos siguientes, enmedio de los sollozos que de cuando en cuando

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la interrumpían, y del monótono rumor deltorrente, que a los pies de la torre por la hondazanja se desprendía.

¿Será que en mi muerte te goces impía,Oh pérfida hermosa, muy más aún

ingrata?¿Así al tierno amante, más fino, se trata?¿Cabrá en tal belleza tan grande falsía?¡Llorad, ay, mis ojos, llorad noche y día!Mis tristes gemidos levántense al cielo;Pues ya en mi tristura no alcanzo

consuelo,Dolor hoy se vuelva lo que era alegría.........................................................La copa alevosa, que amor nos colmóTambién heces cría, señora, en mi daño.Sus heces son ¡ay! fatal desengaño.La copa y las heces mi labio apuró.¡Ay triste el que al mundo sensible

nació!¡Ay Triste el que muere por pérfida

ingrata!

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¡Ay mísero aquél, que así amormaltrata!

¡Ay triste el que nunca su dicha olvidó!¿Por qué, justos cielos, en pecho amadorTiranos me disteis una alma de fuego?¿Por qué sed nos disteis, si en tósigo

luego,Bebido, en el pecho, se torna el licor?Contempla, señora, mi acerbo dolor.¡Ay! torna a mis brazos, ven presto, mi

Elvira:Ingrata, aunque sea, como antes,

mentira,La dicha me vuelve, me vuelve tu amor.No más a mis ruegos te muestres impía,Oh pérfida hermosa, muy más aún

ingrata.No así al tierno amante, más fino, se

trata.No quepa en tu pecho tan grande falsía.Dolor no se vuelva lo que era alegría.

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Mas ¡ay! si en mi pena no alcanzoconsuelo,

Si en vano mis quejas se elevan al cielo,¡Llorad ¡ay! mis ojos, llorad noche y día!Callaron al llegar aquí los lúgubres

acentos de la cantinela, que había arrancadolágrimas de los ojos de aquellos quesilenciosamente la habían oído.

Seguros de que habían llegado altérmino de sus esperanzas, diéronse prisa aabrir la puerta que les faltaba traspasar, y enpocos minutos se hallaron al pie de la torre. Elprimero que salió fue el terrible alano, el cualno bien se halló al aire libre, cuando comenzó aladrar dirigiéndose a un objeto que se hallabaarrimado a la pared.

-¡Brabonel! -dijo Hernando-. ¡Brabonel!Vamos, silencio.

-¿Quién va? -preguntó con voz ronca elcentinela, enderezando su ballesta contra elmontero, que salió primero a contener a superro.

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No tuvo lugar de preguntar segundavez el centinela.

-¡Ése es quien va! -respondió Hernandolanzando su venablo, el cual fue recto aclavarse, silbando por el aire, en el pecho delfaccionario, que cayó por tierra sin voz y sinaliento.

-¡Ay! -gritó la compañera de nuestrosaventureros, apartando rápidamente los ojosdel que acababa de caer.

-Silencio, señora, silencio -dijoPeransúrez-; dejad la piedad para después.Plegue al cielo que no hayamos alarmado yaalgún otro centinela con este intempestivoruido.

-Venga en hora buena -dijo Hernando,caliente ya el feliz éxito de su tiro certero.Inclinándose en seguida sobre el cuerpo delcaído, púsole un pie en el pecho y sacó de él suvenablo ensangrentado con la diestra mano. Elvenablo, al salir del cuerpo, dejó libre el paso a

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un surtidor de sangre que salpicó a Hernando,y a poco el infeliz había ya expirado.

Vencida esta primera dificultadexaminaron la posición, y no les quedó duda deque el rastrillo que enfrente veían, servía depuerta a la prisión del doncel; pero ¿cómopasar la zanja? ¿Cómo soltar el rastrillo?Perplejo Hernando miraba a una parte y otra,mordíase los dedos, y daba al diablo todas lasfatigas de la noche. Pensar en tomar el opuestolado del castillo, volviendo por donde habíavenido, para probar la entrada que debería detener forzosamente la prisión, era casoimposible, en vista sobre todo de la horaavanzada.

-¡Voto va! -dijo por fin Hernando-.Denme a mí la fiera en el campo; pero¿encerrada? ¡Cuerpo de Cristo! ¿Y hemos dequedarnos aquí para ser presa de esos perrosjudíos que quedan en el castillo, en cuantoamanezca?

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Su posición tenía más dificultades de lasque a primera vista habían creído encontrar.Sin embargo, fue preciso deliberar, y porúltimo, Hernando decidió que lo más acertadosería probar a salir Peransúrez y la bella a favorde su disfraz, quedando él con su alano enaquella posición. Oponíanse los otros a estagenerosa determinación; pero Hernando lesconvenció, probándoles que si a la mañana nohabía logrado ponerse en comunicación con eldoncel y salvarle, o saltaría la muralla y pasaríael foso a nado con su perro, retrocediendo alsalón de la torre se haría rehenes y prenda deseguridad al mismo Ferrus, que probablementedebería de permanecer en el mismo estado,pues no se había dado la alarma en el castilloen toda la noche.

Fueron tales, por último, sus ruegos ysus amenazas, que fue preciso ceder a ellas.Importaba mucho, en verdad, que saliesealguien del castillo; fuera ellos, nada les seríamás fácil que volver con socorro, y la presencia

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sobre todo de la ilustre prisionera en la corte,debía de hacer variar completamente laposición del doncel y de Hernando, aun dadocaso que quedase preso. Este, en fin, se aferróen decir que él no saldría del castillo sinomuerto o con su amo; lo más que pudoconseguir de él Peransúrez fue que, quitándosesu traje de montero, vistiese la ropa del muertocentinela y quedase en su lugar. Si se lerelevaba antes del alba, como era de pensar,acaso no seria reconocido, y entretanto teníaaquella probabilidad más de salvación. Hízoloasí Hernando, y arrojando sus vestidos y elcuerpo del vencido en la zanja con un pie, dioalgunas instrucciones a Peransúrez acerca de loque debería hacer en saliendo del castillo y enllegando a la Corte.

Despidiéronse en seguida, comoaquellos que acaso no habían de volver a verse.Peransúrez y su compañera, ocultando surostro bajo su capucha, siguieron la senda quedebía conducirles forzosamente a lo largo de la

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muralla hasta la puerta principal y puente delcastillo, donde era más que probable que nohallasen obstáculos a su salida, siendo como eraya la hora a que había dejado advertido Ferrusla noche anterior que se abriese a los padresdescaminados, y donde los dejaremos paraacudir a donde nos llamen otros personajes, nomenos interesantes, de nuestra historia.

Sólo podemos añadir, para sacar algúntanto a nuestros lectores de la incertidumbre enque los dejamos, bien a nuestro pesar, quehacía aquellas horas, pero sin que hayamospodido averiguar si antes o después, el jefe deldestacamento, que guardaba la puerta principaldel castillo, creyó deber tomar órdenes delalcaide, de cuya ausencia total durante la nocheestaba no poco admirado. Subió, pues, al salónque se habían reservado Rui Pero y Ferrus y envano llamó repetidas veces. Asombrado de estacircunstancia, no dudó en reunir algunoshombres, los cuales quebrantaron con sushachas de armas la cerradura y les dieron

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entrada en el salón. Allí fueron en contradosamordazados, en la misma forma singular quelos dejamos, Ferrus y Rui Pero mirándosetodavía, y sin dar otra respuesta a las preguntasdel jefe que un sonido desigual ronco ydesapacible, muy semejante al ruido guturalque produce un sordomudo para mover lapública conmiseración.

Desatóse a los alcaides, diose la alarma,y en pocos minutos era el castillo todo un teatrode actividad difícil de pintar, corrían unos sinsaber adónde ni de qué enemigos se habían deguardar; tocaban algunos bocinas en son deguerra; preparaban otros sus armas, recorríanselas escaleras y galerías; oíanse votos yjuramentos, pésames y proyectos de venganza.Abríanse unas puertas, derribábanse aquellascuyas llaves habían echado por dentro nuestrosatrevidos paladines... en una palabra, era elcastillo todo desorden y confusión. Nuestrasleyendas, empero, tan prolijas por lo regular entodos los pormenores de sus relatos, parecen

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haberse descuidado sobremanera en estaocasión; pues ni una sola palabra dicen por lacual podamos inferir, sospechar o barruntarsiquiera, si cuando se dio esta alarma en elcastillo habían salido ya al campo los fugitivoso si fue ocasión de que su intento se malograse.Lo cual prueba, además de otras muchas cosasque no son de este lugar, que no es tan fácil eloficio de historiador y cronista comogeneralmente se cree, sobre todo si no ha dedejarse olvidada ninguna de las circunstanciasque puede anhelar saber el impaciente lector.

CAPITULO TRIGESIMOSÉPTIMOEl rey moro de GranadaMás quisiera la su fin;La su seña muy preciadaEntrególa a don Ozmín.El poder le dio sin fallaA don Ozmín su vasallo,Y excusóse de batallaCon cinco mil de caballo.

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Historia de Alonso XI, escrita en coplasredondillas.

Dos mil vidas diera juntasPor ser el desafiado.Batalla de Rugero y Rodamonte.Curiosos estarán nuestros lectores, si es

que hemos sabido hacerles interesantes lospersonajes de nuestra desaliñada narración, desaber el estado de la desdichada Elvira, a quiendejamos con la reja de su cámara abierta, elladesvanecida en tierra, y abriéndose su puertapara dar entrada al pajecillo, o a su mismoesposo, únicos poseedores de la llave. Muchosentimos que la complicación de sucesos quebajo nuestra pluma se aglomeran, no nos hayapermitido sacarlos antes de tan incómodaduda; pero todavía sentimos más que eltiempo, que todo lo devora, nos prive aúnahora del placer de satisfacerloscompletamente. Recordarán, sin embargo, endisculpa nuestra, que cuando se abrió la puertade la cámara, Elvira estaba desmayada, y nada

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por consiguiente pudo ver de lo que en tornosuyo pasaba; el que entró nada contó nunca,razón que tenemos para sospechar que fueHernán Pérez, a quien no le podía convenir quenada de ello se supiese; y el cronista deaquellos tiempos, el famoso Pero López deAyala, se hallaba en el sarao, y nada traetampoco, por consiguiente, en sus escritos desemejante escena. Por los resultados que éstatuvo, volvemos a repetir que debió de serHernán Pérez. Hubo quien aseguró que habíavisto hablar al astrólogo con él mucho despuésde haber vuelto a entrar éste en el alcázar, ycomo ya conocemos la mala intención del judío,es de presumir que alarmase al marido acercade lo que en su cámara pasaba; la reja abierta,la puerta cerrada y el estado de Elvira debieronacabar de abrir los ojos a Hernán Pérez acercade lo que allí podía haber ocurrido.

Lo único que podremos afirmar es queHernán Pérez de Vadillo, de resultas sin dudade la violenta escena que debió tener con su

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esposa, decidió aquella noche misma suseparación; buscó a Su Alteza y le expuso convoz trémula y agitada cómo sabía que suesposa era la acusadora de don Enrique deVillena. Añadióle que él había recibido delconde de Cangas la rara prueba de confianzade que pudiese en su nombre defender su parteen el combate; suplicóle en vista de ello quetomase a su cargo la acusadora; y por más quehizo para averiguar la causa de tan extrañaconducta, sólo se pudo sacar en limpio de lascortadas razones de Fernán Pérez que éstehabía tenido un rompimiento con su esposa;advirtióse desde entonces que cuando hablabaeran palabras de aborrecimiento y execración, ydirigidas a adelantar el plazo del combate, deresultas del cual debía él morir o morir Elvira.El odio más reconcentrado y profundo habíasucedido en su corazón al amor conyugal. Nose pudo negar don Enrique el Doliente a lajusta demanda del ofendido Hernán, y enconsecuencia encargó al judío Abenzarsal de la

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custodia de Elvira, la cual pasó a poder de éste,con su inseparable pajecillo, aquella mismanoche. Decidióse, al mismo tiempo, que severificaría el combate, donde quiera queestuviese la corte, al quinceno día, porcumplirse el plazo que había dado Su Alteza aljusticia mayor Diego López de Stúñiga parapresentarle el reo de la muerte de doña Maríade Albornoz. Si éste le presentaba con laspruebas legales del delito, excusaríase laprueba del combate. De lo contrario, noquedando otro medio que recurrir al juicio deDios, sería aquél inevitable.

Con respecto a Elvira, sólo diremos quedesde aquella funesta noche en balde intentótener con su esposo una explicación; negóseéste a todas sus demandas, y la infeliz, sumidaen la mayor desesperación, esperó en uncontinuo llanto y congoja el día en que había dedesenlazarse tan terrible drama y en que habíade verse expuesta a los riesgos de un combatepor causa suya, y por una imprudente

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generosidad, que no era tiempo ya de remediar,la vida de su desdichado amante, si es que ésteno había perecido ya, como tenía motivos paracreerlo, en la funesta noche de su últimaentrevista.

Puesta a recaudo como estaba, y nopermitiéndosele comunicación alguna sino conel paje, sólo pudo saber en el particular lo quetodo el mundo sabía, esto es, que el doncelhabía desaparecido. No se le podía ocultar aElvira que cualquiera que hubiera sido la suertedel doncel, su tenacidad y el empeño con que atodo trance había querido defender sumoribunda virtud, había tenido gran parte enella. No le podía pesar de ello; pero era bientriste reflexionar cuán horrible premio daba elcielo a su conducta. Ora pensando en suesposo, ora en su crítica situación, ora en unamor desdichado que en vano había pretendidolanzar de su pecho por todos los mediosposibles, pasábase la desgraciada Elvira los díasy las noches de claro en claro, sin dar reposo a

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la lucha de encontrados sentimientos quetenían dividida su deplorable existencia.

La nueva que llegó a la Corte el díamismo que debía haberse trasladado aOtordesillas, hizo variar de determinación adon Enrique el Doliente, como ya sabennuestros lectores, y el día del combate la cogiópor tanto en Andújar.

Amaneció este día y nadie en la Cortepudo dar razón al Rey, cuidadoso e impaciente,del ignorado paradero del doncel; don LuisGuzmán fue el único que pudo exponersencillamente cómo Hernando, fiel criado deldoncel, le había visitado en la noche del saraomanifestándole sus dudas y temores, yencargándole el equipaje de su amo mientras élse dedicaba a averiguar su paradero, de quetenía vagas sospechas. Pero afirmó en seguidaque desde entonces no había vuelto a tenernoticia alguna ni del doncel ni de Hernando.Todos los que conocían, sin embargo, elpundonor caballeresco de Macías, no dudaban

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un punto que se presentaría en la lid el díaemplazado, tanto más cuanto que se habíanpublicado los convenientes edictos y pregones;a no ser que hubiese muerto, acontecimientoque nadie tenía motivos de sospechar. Muchosachacaron la ausencia del doncel a algunahechicería de don Enrique de Villena y deljudío, pero desde sospecharlo a saberlo habíatanta distancia como hay de la mentira a laverdad.

Regocijábanse en tanto secretamenteaquellos dos intrigantes del feliz éxito de sumanejo; sobre todo Villena, que habíaconseguido llevar a cabo su proyecto sinnecesidad de cargar su conciencia con el pesode sangre ajena; descansando en la vigilanciade su emancipado juglar y en la fortaleza de sucastillo, lleno todo de gentes a su devoción,curábase poco ya del combate, que mal podíaverificarse sin la presencia del doncel. Verdades que debía quedar condenada Elvira comocalumniadora, pero esperaba que su mucho

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valimiento, y el que debía aumentársele, sobretodo, con el triunfo que el cielo le preparabaaquel día, le bastaría para salvar la vida de lainfeliz Elvira, cosa que intentaba pedirinmediatamente a Su Alteza, proponiendo laconmutación de la pena que imponía la ley enun encierro perpetuo. De esta maneraconciliaba al buen don Enrique, con el triunfode sus intrigas, la tranquilidad de suconciencia, haciendo por una y otra partetransacciones con su ambición y con la vozsecreta que le gritaba en el fondo de su corazónque no dejaba de ser culpable por haber evitadola muerte de Elvira y del doncel.

A pesar de la ausencia de éste,anunciaron los farautes el aplazado combate, yreunida la pequeña corte que llevaba consigodon Enrique el Doliente, éste se constituyó enaudiencia sentándose debajo del dosel regiopreparado para la ceremonia que debíaverificarse.

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Sentado Su Alteza, y rodeado del buencondestable Rui López Dávalos, de su físicoAbenzarsal, de su camarero mayor, y de lasdemás dignidades de palacio, compareció anteel trono, llamado por un faraute, el ilustre donEnrique de Villena, conde de Cangas y Tineo,precediéndole dos farautes suyos y unescudero con el estandarte en que se veía lucirsu escudo de armas ricamente recamado;seguíanle numerosos caballeros y escuderos desu casa, vasallos suyos. Requerido por elfaraute de Su Alteza, expuso brevemente lademanda que de justicia había hecho en otraocasión sobre la muerte de su esposa, lacondesa doña María de Albornoz. Concluidaesta ceremonia, pidió cuenta Su Alteza a sucanciller mayor del sello de la puridad de loque en el asunto había determinado; recordóéste el cargo que había dado Su Alteza deaveriguar el hecho al justicia mayor,cometiéndole el cuidado del castigo.Adelantóse entonces Diego López de Stúñiga, e

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hizo breve relación de los pasos que había dadopara la averiguación de aquel horrendo crimen,el cual, sin embargo, había permanecido oculto,sin duda, añadió, por los incomprensiblesjuicios de Dios que se reservaba el castigo detan gran maldad. Oído el justicia mayor,prosiguió el canciller relatando cómo en esetiempo se había presentado una acusadora delmismo don Enrique de Villena, achacándoleaquel propio crimen del que él había pedidosatisfacción, y lo demás ocurrido en el caso.

Hizo entonces Su Alteza comparecer ala acusadora, la cual, guiada de Abenzarsal, acuya custodia estaba confiada, pareció y expusode nuevo, en la misma forma que la habíahecho, la funesta acusación, no sin acompañarlade abundosas lágrimas, que manifestaban biena las claras el estado en que se hallaba.

Tomósele de ella juramento, así como adon Enrique de la denegación del delito, el cualprestaron ambos sobre los santos Evangelios.

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Pidiéronse pruebas en seguida a laacusadora, no pudiendo la cual presentarlas,recordó el canciller que fundado en estomismo, se había dignado Su Alteza ordenar laprueba del combate.

Alzóse en seguida un faraute de SuAlteza, y en voz alta repitió que era llegado eldía en que aquél debía verificarse; lo cual hizopor medio de largas fórmulas, de que nosdispensarán nuestros lectores.

El canciller, en seguida, pidió los gajesal acusado y acusadora, que le entregaron,aquél el guante arrojado por Macías el día de laacusación, ésta el anillo que en prenda de supersona había entregado al Rey en el propiodía. Recogidos ambos por el canciller, fuelespreguntado a los dos si se hallaban prontospara la prueba del combate que Su Alteza habíaordenado: esta pregunta estremeció a Elvira,que se vio sola en el mundo en aquel tremendoinstante; pero Villena respondió a ella coninsolente sonrisa de triunfo y de satisfacción.

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Requeridos a presentarse ante Su Alteza loscombatientes o sus campeones representantes,adelantóse el hidalgo Hernán Pérez de Vadillo,que se había mantenido oculto hasta entoncesen el grupo de caballeros de la comitiva de donEnrique de Villena; Elvira, al verle, no fuedueña de sí por más tiempo, lanzó un agudochillido y ocultó su cabeza entre los brazos deuna dueña que la seguía. No se alteró elimplacable Vadillo; hincándose, por elcontrario, de hinojos ante su señor natural,pidióle la venia, dada la cual anuncióse como elcampeón de don Enrique.

Este golpe inesperado, y que pocos en lacorte sabían, hizo todo el efecto que el lectorpuede imaginar, reflexionando comoreflexionaron los presentes que iba apresentarse un caso singular en semejantescombates. La mujer acusadora por una parte, yel marido campeón del acusado por otra.Elvira, al recibir tan terrible golpe, se precipitóa los pies del trono exclamando:

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-¡Santo Dios! ¡Rey justiciero, no lopermitirás, señor...!

Era tarde ya, empero, para deshacer lohecho, y el faraute impuso silencio a laacusadora, con duro gesto y ademán,separándola del trono.

Requirióse entonces a Elvira de quepresentase su campeón, y a este requerimientose sucedió el más profundo silencio. Leíase enlos ojos de Elvira la ansiedad con que esperabael fin de aquella ceremonia. En aquel momentohubiera dado su existencia porque nocompareciese el doncel. Temblaba a cada ruidoque se oía; todo era para ella preferible alespantoso espectáculo de ver pelear por sucausa a su esposo y a su amante.

Por último, vino a sacarla de su mortalangustia el tercer requerimiento del faraute.

Apenas había acabado éste depronunciarle, cuando prosternándose Elvira yelevando al cielo las manos y los ojos:

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-Nadie -exclamó con loca alegría-, nadie.¡Yo os doy gracias, Dios mío! Señor -continuódirigiéndose al Rey-, no tengo campeón; soy,pues, calumniadora; ¡la muerte presto; lamuerte!

-Señor -se adelantó a decir el canciller alRey, que se levantaba para decidir en tan arduocaso-, debo hacer presente a tu Alteza que antesde declarar infame al doncel tu favorito, esfuerza esperarle en el palenque todo el día dehoy; si entonces no compareciere, a pesar de lospregones que habrán de repetirse en ese tiempotres veces, la acusadora será ejecutada.

-Ya lo oís, señora -continuó Su Alteza-;dentro de una hora concurrirá la corte al sitiodel combate.

Una nube de tristeza profundísimaenturbió la frente pálida de Elvira, que quedósumergida en el silencio de la desesperación.Don Enrique de Villena triunfaba, y una malreprimida sonrisa se dibujaba en sus labios.Hernán Pérez de Vadillo parecía desesperado

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de no tener contrario y de la inopinadatardanza.

-Señora -dijo don Luis de Guzmán, queveía con despecho triunfar a su enemigo,llegándose al oído de la infeliz acusadora-, si mibrazo puede seros útil, ved que diera mil vidaspor ser el acusador.

-¡Ah! Señor -repuso Elvira dirigiendo alcaballero una mirada de agradecimiento-, dejadmorir a una desdichada -levantó entonces losojos al cielo y añadió para sí con dolorosaexpresión-: ¡Él ha muerto también! ¡Y mi esposome desprecia! -bajó en seguida los ojos y dosfarautes, notando el pequeñísimo diálogo quequisiera prolongar don Luis de Guzmán, lasepararon, advirtiendo a éste que la leyprevenía toda incomunicación con laacusadora.

Bajó entretanto Su Alteza del trono, ypreparóse la corte a asistir al sitio del combate,donde debía esperarse al campeón de Elvira.

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Don Luis de Guzmán vio salir a todoscon despecho reconcentrado. Su silencio y sugesto manifestaban cuánto destrozaba su almaimpetuosa el próximo triunfo que esperaba a surival, y que él había tratado en vano de impedircon su intempestiva y no aceptadagenerosidad.

CAPÍTULO TRIGESIMOCTAVOTraidor sois, Payo Rodríguez,El mayor que ser podía.Yo vos faré conocerSer verdad lo que decía.Entraré con vos en lidY en ella vos vencería.-Mentides, Rui Paez Viedma,Pai Rodríguez respondía,Por eso sois vos reptado,No yo que nada debía.Diéronse luego sus gajes,Y en el campo entrado habían.Procuran de se matar;

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Muy cruel batalla habían.Sepúlveda, rom.-¿Pararemos aquí, si os parece? -decía,

deteniendo su mula a la puerta de lahospedería de Andújar, un hombre de quien yahemos dado una pequeña muestra en la cena aoscuras que describimos en capítulosanteriores.

-Como gustéis -repuso su compañero deviaje, a quien sólo por su muletilla favoritahabrán conocido ya nuestros lectores.

-¡Ah, de la hospedería! ¡Buena gente!-¿Quién es la buena gente? -replicó una

voz agria y descompasada, semejante aldesapacible chirrido de una chicharra, la cualsalía del endeble cuerpo de una : viejamalhumorada que acababa de asomarse a unafenestra-. No hay posada.

-Como gustéis -replicó, apeándose,Nuño-; pero reparad, buena Beatriz, que somos,es decir, que soy vuestro compadre el deArjonilla...

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-¡Si digo que está llena la casa! No hayposada, compadre -tornó a decir la vieja.

-Como gustéis, Beatriz; pero ved que nola pido para mí, sino para esta mi bestia, que escomo sabéis la niña de mis ojos; no hay mulamejor en la comarca, miradla despacio; escompra que le hice al prior del convento deArjonilla; miradla y compadeceos y hacedla unlugar en la cuadra.

-Os digo -replicó la vieja- que como noqueráis meterla conmigo en mi camaranchón,no hay dónde. Y no os canséis, Nuño -concluyóla vieja; cerró, después, de golpe la ventana, yse alejó con un gruñido prolongado, como sealeja tronando la tempestad.

-¡Buenas noches! -dijo soltando unacarcajada el compañero de viaje de Nuño.

-¡Maldita vieja! -dijo Nuño-. ¡Cuerpo deCristo!

-Vaya, Nuño, no os desesperéis. Estávisto que ha venido media Andalucía a la fama

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del juicio de Dios que se celebra por la pruebadel combate en este pueblo que Dios bendiga.

-Y ¿qué hacemos, señor montero? ¿Osparece que nos recibirá en su audiencia el señorjusticia mayor, con mulas y todo?

-Paréceme que no; pero pudieranquedar con el mozo en las afueras del pueblo.

-Como gustéis -repuso el buen Nuño.Apeáronse nuestros viajeros, y dejadas

las caballerías al mozo, dirigiéronse hacia elpalacio donde se hallaba la corte hospedada.

-He aquí lo que digo -iba refunfuñandoel montero-. Dad el pie y os tomarán la mano.Ofrecíme a hacer un servicio a Peransúrez, yexigióme ciento. ¿No era bastante andar un díaentero tras unos hábitos viejos de nuestro padreSan Francisco, que no fue poca fortuna lasbestias encontrar, merced a muchas liebres queregala uno al padre sacristán? No, sino veníosdespués con letras para el señor Justicia mayorde no se que dueña o que doncella encantada...¡Voto va! ¡Muchacho! -añadió el montero

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deteniendo a uno que corría hacia la plaza delpueblo-, ¿nos daréis razón del señor justiciamayor?

-¡Ah, señor! En mala hora venís -repusoel muchacho-; ya no dejan pasar los archeros yballesteros hacia palacio; la corte va a salir alpalenque... ¡No veis cómo corre todo el mundo?Si venís a ver el duelo, mejor haréis en llegarosa la plaza. Acaso podréis acercaros al señorjusticia mayor, que ha de estar allí -dijo elmuchacho, y siguió corriendo. Agrupábase lagente cada vez más por todas partes, y bienvieron nuestros viajeros que no les quedabamás recurso que seguir el consejo delmuchacho.

-¡Ea! Vamos -dijo Nuño-; si allí lepodemos dar alcance, sea en buen hora; si no,tenga Peransúrez paciencia, y acabada la fiestaharéis su comisión. ¿Ha de correr tanta prisa?

-Mucho me dijo que urgía, pero a labuena de Dios. El hombre propone...

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Habíase construido un palenque deochenta pasos de ancho y de cuarenta de largo;en una extremidad un cadalso se habíalevantado, ricamente entapizado de pañosnegros; en él debían sentarse los jueces delcampo. Hacia el comedio de uno de los lados,un balconcillo de madera, forrado de pañocolor de grana bordado de oro, debía servirpara el Rey y su comitiva. Al uno y otro ladodel palenque, dos garitas semejantes a las quese construyen en el día para los centinelas,estaban destinadas para dos hombres, quedebían dar desde ellas lanzas y armas nuevas alos combatientes, en el caso de romper lassuyas en los primeros encuentros, sin acabarseel duelo.

Alrededor del palenque, y donde habíandejado lugar para ellos las bocacalles, habíanarrimado los habitantes carros y carretas paraver más cómodamente el tremendo combate.Coronaba ya la concurrencia los puntos másaltos de la plaza, y empujábanse las gentes unas

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a otras en los más bajos para alcanzar puesto,cuando llegaron Nuño y su compañero.

-¿Habéis oído decir por qué es el duelo?-preguntaban unos.

-Sí -respondían otros-. El nigromante dedon Enrique de Villena, que hechizó a sumujer, es acusado por ello.

-Bien hecho; no, sino que nos hechicencada y cuando quieran esas gentes que tienenpacto con el diablo.

-Callad, maldicientes -gritaba una vieja-.¿Qué sabéis vosotros de lo que decís? No lahechizó, sino que la condesa desapareció, yaseguran que fue muerta por unos bribonespagados, a causa de unos amores, lo cual sesupo porque noches antes le habían dado unaserenata...

-¡Ah! ¡ah! ¡ah!, mirad la madre Susanacon lo que nos viene -exclamaba otro-. Matólasu marido, sí señor, y hay quien sabe el porqué.¿Hubiera, si no, una dama tan discreta yhermosa como la señora Elvira, muy amiga por

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cierto de la condesa y que estaba en sussecretos, cometido la ligereza de...?

-Eso no, ¡pesia a mí!, maese Pedro -interrumpió un mozalbete mal encarado-; queno ha menester una mujer muchos motivospara cometer una ligereza.

-¡Calle el denlenguado! -gritaba unadoncella bien apuesta y ataviada para elcombate como para una función-; ¿qué sabe éllo que son mujeres? Deje crecer sus barbas yhable de tirar piedras.

-En hora buena -replicó el mozo-; perolo que yo digo es que el combate no severificará...

-¿No, eh?-No, señor; porque el campeón de la

acusadora no parece.-Sí parecerá -repuso un recién llegado-.

En alguna redoma.-¡Oh y qué bien decís, voto a tal! Hay

quien asegura que entre el judío... Maldiga Diosa los judíos.

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-Amén.-Amén.-Amén.-Pues sí; hay quien dice que entre el

judío y el de Villena han echado un conjuro alseñor doncel, aquel caballero tan cumplido, y letienen en una redoma más larga que la cigüeñade la torre, donde ha menester cuarenta díaspara convertirse luego en un cuervo, como elrey Artús.

-¡Otra tenemos! -gritó soltando lacarcajada un petimetre incrédulo de aqueltiempo- ¡Buena está la invención de la redoma!El hecho de verdad es que ese caballero tancumplido andaba enredado en amores con ladama acusadora; halos sorprendido el maridoy...

-¡Jesús! ¡Jesús! ¡Dios nos perdone, y quécosas oye uno a los barbilampiños de estostiempos! -exclamó una dueña quintañona,hincando el codo para pasar, y mirando conojos zainos a un mancebito que parecía más

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reservado que el que tenía la palabra-. ¡He aquípor tierra en un instante el honor de una dueña!

-Vaya, madre, no se enfade -repuso elque había recibido la repasata-, y cuide de suhonra, sin andar enderezando la de nadie, quetodos habemos menester...

-¿Qué irá a decir el desvergonzado? -interrumpió toda azorada y encendida laquisquillosa mogigata.

-¡Ea! ¡ea! -dijo Nuño-; dejen esascuestiones y miren a los trompeteros que seentran ya en el palenque. Señor montero,veníos hacia acá -continuó- y veamos de darvuelta a la plaza por si podemos llegar a daresas letras que traéis al señor justicia mayor.

Acababan de entrar, efectivamente, en elpalenque dos trompeteros anunciando confúnebre sonido el principio de la ceremonia delcombate. Venían detrás de las trompetas un reyde armas y dos farautes. Seguían ministrilescon instrumentos músicos, y varios ministrosdel justicia mayor; dos notarios para

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testimoniar y dar fe de lo que acaeciese; los dosjueces del campo elegidos por Su Alteza, quefueron el muy buen condestable don RuyLópez Dávalos y el juicioso y entendido enarmas y letras don Pedro López de Ayala.Detrás el justicia mayor Diego López deStúñiga, vestido como los demás de gala yceremonia, cerraba la comitiva. Subió toda alcadalso revestido de paño negro, en el cual secolocó según la preeminencia de puestosdebida al empleo de cada uno, y a ella seagregaron dos persevantes. Entró en seguida ensu balconcillo, o mirador, Su Alteza,acompañado de su físico Abenzarsal, delarzobispo de Toledo, de su confesor fray JuanEnríquez y de varias dignidades de palacio quea semejantes oficios debían seguirle.

Proveyeron los jueces la liza de gente dearmas que asegurase el campo, y fueron treintabuenos escuderos, con más ballesteros ypiqueros, de los cuales colocáranse unos en ala

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bajo el balconcillo de Su Alteza y otros envarios puntos extremos de la liza.

Entró en seguida un eclesiástico, ydirigiéndose hacia el extremo enfrente de losjueces, donde habían hecho levantar éstos unaltar con preciosas reliquias y ricosornamentos, y en el cual debía celebrarse elsanto sacrificio de la misa.

Enfrente del balconcillo de Su Altezahabíanse levantado, bastante apartados entre sí,dos pequeños cadalsos de tablazón revestidosde paños negros bordados de oro; hasta el unoentró, conducida y custodiada por cuatroarcheros, una mujer joven cubierta de un velonegro que la tapaba toda; ocultaba su blancaespalda y torneada garganta su cabellera,brillante como el ébano. No era ya aquellaperfecta hermosura fresca y lozana que habíadeslumbrado tantas veces a la corte toda dedon Enrique el Doliente. Su rostro pálido yprolongado por la continua aflicción, sus ojoshundidos y rodeados de un cerco oscuro, su

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frente mancillada por la adusta mano del dolor,su mano descarnada y trémula, su pasovacilante y sus ardientes lágrimas manifestabancuán grande era su pesar. Seguíala al lado,vestido de gala, el pajecillo Jaime, que de verllorar a su prima lloraba también, y que ladirigía de cuando en cuando palabras deconsuelo, de las cuales no eran contestadasunas, y otras ni siquiera oídas. Hasta el otrocadalso o tablado entró el ilustre conde deCangas y Tineo, ricamente vestido, alta lacabeza y arrogante el paso. Llevaba rico jubónde raso negro columbiano, calzas justas, unbohemio de paño negro guarnecido del mismocolor, manga larga y angosta, con capilla debuitrón; una jaqueta de raja recamada de oro lecubría apenas el jubón; cinto tachonado de quependía una rica limosnera; zapatos de sedanegros, abiertos y acuchillados; un camisónriquísimo de holanda, labrado, le volvía sobreel pecho y hombros, y un riquísimo collar depiedras y oro, de que pendía un San Miguel de

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este precioso metal, deslumbraba en su pechoal lado de la cruz roja de Calatrava. El mantode la orden encima completaba su magníficoarreo. Precedíanle farautes suyos, su estandartecon el escudo de sus armas y la caldera dericohome, y le seguían escuderos, donceles,pajes, caballeros y gentileshomes de su casa,vasallos suyos, vestidos todos de ceremonia ypaz como su señor. Un alto crucifijo de platareflejaba los rayos del sol a igual distancia deuno y otro cadalso, enfrente mismo delbalconcillo de Su Alteza, y detrás de él se veíasentado sobre un banco, contiguo ya alpalenque, un hombre vestido con un capotónde seda encarnado y cubierta la cabeza de unagorra de lo mismo. Un tajo, a su lado, y unaafilada cuchilla declaraban aun a los que másde lejos le veían, que era Mateo Sánchez,verdugo de Su Alteza, pronto a ejecutar a aquelde los dos que quedase por el combateconvencido o de calumniador o de reo.

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Dispuesta ya la liza en esta forma, quehemos procurado describir todo lo másfielmente que nos ha sido posible, mandaronlos jueces al rey de armas y faraute dar unagrita o pregón anunciando el combate, que ibaa verificarse en comprobación del juicio de Diosa falta de otras pruebas, y mandandocomparecer a las partes o a sus campeones.Presentóse en seguida a la puerta del palenqueun caballero, alzada la visera, que todosreconocieron ser el hidalgo Hernán Pérez deVadillo; seguíanle dos pajes con las libreas deVillena, llevando el uno la lanza y el otro uncaballo de respeto. Venía jinete en un soberbioalazán encubertado con paramentos negros quele llegaban hasta los corbejones, con cortapisade martas cebellinas, bordados de muy gruesosrollos de argentería a manera de chapetas decelada, y por divisa las armas de don Enriquede Villena. Traía Hernán Pérez vestido sobre suarnés blanco, como de caballero novel, sinempresa ni mote, un falso peto de aceituní

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vellud bellotado, verde brocado, con una uzade brocado aceituní vellud bellotado azul,calzas de grana italianas, una caperuza alta degrana y espuelas de rodete italianas; llevaba susarneses de piernas y brazales con hermosacontinencia. Su rostro era el único que estaba encontradicción con la galana apostura de suarreo. Encendido como la lumbre, lanzabarayos de sus ojos y parecía medir con la vista elespacio del palenque, como si viniera estrecho asu cólera y su coraje. Tres vueltas dio enderredor con gracia y gentileza, saludando acada vuelta él y su caballo al mirador de SuAlteza y al conde su señor; dirigiendo, empero,una mirada de desprecio y de ira, sentimientoque se confundía en la expresión de susemblante, hacia la víctima infeliz de su propiavirtud y generosidad.

Presente ya en la liza el defensor delacusado, requirieron los farautes por pregón alcampeón del acusador por tres veces

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consecutivas, el cual no pareciendo, comenzó eloficio de la misa.

Concluida ésta, requirieron de nuevo alacusador; igual silencio sucedió, sin embargo,al segundo y tercer pregón.

Elvira alzaba de cuando en cuando losojos al cielo; no se podía distinguir si le dabagracias por la ausencia de su campeón, que deninguna manera hubiera deseado ver entoncesallí, o si lloraba la ya probable muerte deldoncel. Sin creer en ésta ¿cómo concebir quecaballero tan generoso y enamorado pudiesedejarla en tan amargo trance desamparada,donde la cuchilla del verdugo esperaba sucabeza, si su campeón no venía?

Dos largas horas pasaron en tan cruelexpectativa. Impacientábase ya el concursocomo si hubiera pagado el dinero por suasiento y como si fuese aquella una función queestuviese ya Su Alteza obligado a darle, sólopor el hecho de haber él concebido esperanzasde presenciarla. Circunstancia que prueba que

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el público de Andújar en el siglo xv se parecía alos públicos de todas las épocas y países. Habíaconsentido en recrearse con los furibundosmandobles y reveses del combate; habíacontado con una diversión, porquegeneralmente las calamidades particulares sondiversiones públicas, y la diversión no llegaba.Comenzaba a levantarse ya un sordo murmullode descontento y desaprobación; quién hablabacontra Macías, caballero aleve y descortés quese había ofrecido al socorro de una dama parafaltar después a su palabra y su fe; quién seindignaba contra Villena achacando a suscobardes maleficios la desaparición delpundonoroso doncel.

Habían ganado terreno en este tiempoNuño y su compañero, portador de las letrasque según propias expresiones le habíaconfiado Peransúrez para el justicia mayor; orasirviéndose de la persuasión; ora de sus codos,habíanse abierto paso poco a poco hasta llegar acolocarse cerca del tablado de los jueces, dando

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la vuelta al palenque. Atraído un faraute a lasvoces de Nuño, no pudo menos de acudir a verqué pretendía aquel palurdo; expúsole entoncesel montero cómo tenía dos palabras quecomunicar a su señoría el justicia mayor.

Miróle de alto a bajo el faraute, y comole vio tan malparado:

-No es ocasión, villano -le dijo-, de pedirjusticia. Id mañana a la audiencia.

-Ved que no es justicia lo que a pedirlevengo, ni son asuntos míos los que tengo quecomunicarle.

-¡Calle el villano! -repuso el faraute conenojo-. ¿Qué asuntos traerá él con su señoría, sino es alguna querella contra el tabernero de lataberna del rincón?

-¡Voto va, señor faraute! -replicó elmontero al verse tan injustamente maltratado-,que le enseñe yo a hablar antes de mucho...

-¡Favor al Rey! -gritó el faraute.-¿Favor al Rey, pícaro? -contestó el

montero montando en cólera-. ¿Sabes tú, jabalí

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del soto más que faraute, que lo que tengo quehablar a su señoría interesa acaso al mismocombate que debía hoy verificarse, y vale deseguro más que tú y todas las bestias feroces detu especie?

Una carcajada del faraute y un golpeque con la vara de su insignia dio al montero,acabaron de indignar a éste, e iba a precipitarseya sobre su antagonista, cuando un grandísimorumor de voces y de aplausos resonó por todala plaza.

-¡Dejadnos ver, dejadnos oír! -clamarona un tiempo más de veinte curiosos de los quehasta entonces se habían entretenido con ladisputa del faraute y del montero. A estainterrupción inesperada, se volvieron lascabezas de todos hacia el paraje donde sonabael mayor alboroto.

Un caballero bien montado y armado detodas armas acababa de entrar en la liza, ydirigiéndose hacia el mariscal del campo, quepreguntaba ya a Su Alteza si había de

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procederse a la ejecución de la acusadora, lehablaba con voz agitada y resuelto continente.

Traía el caballero echada la visera; susarmas negras, el penacho negro que sobre sureluciente almete ondeaba a la merced delviento, y más que todo una divisa que en elbrazo derecho llevaba ricamente obrada, y quedecía en letras de plata imposible, venganza,llamaron la atención general.

-¡Él es! ¡él es! -respondieron en el actomil y mil voces confusas y repetidas.

-¿Habráse salido Hernando con la suya?-dijo el montero a Nuño-. ¡Hase salvado eldoncel!

Proseguía, sin embargo, el altercado delcaballero y del mariscal; llegó éste al tablado delos jueces, y después de una corta explicación,pareció que éstos habían decidido acerca de laduda que tenía el mariscal.

Grande fue el asombro de don Enriquede Villena, y mayor aún su indignación.

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¿Era posible que Ferrus hubiese dadosuelta al encerrado doncel? Conocióse suturbación en toda la plaza, y hubo de parecerbuen agüero a los que se inclinaban a la partede la acusadora.

El rostro de Hernán Pérez, por elcontrario, brilló de un resplandor singular.Afirmóse en los estribos, registró con su vistarelumbrante a su contrario, y dando con elcuento de la lanza en el suelo:

-¡Venganza, sí! -clamó-; ¡venganza!Dio en seguida vuelta a su caballo, y

ocupó el lado izquierdo del palenque en laterrible actitud ya de acometer.

Otro tanto hizo el recién venido, y tomóde mano de uno de sus dos pajes una poderosalanza.

El rey de armas, acompañado de dosfarautes, descendió entonces del tablado;midieron en seguida el suelo, dividieron el sol eindicaron su debido puesto a amboscombatientes.

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Dirigiéndose en seguida Hernán Pérezde Vadillo, conducido por el rey de armas,hacia el crucifijo, y tocándole con la diestramano, juró a fe de cristiano y de caballero, porsu alma y la vida que iba a perder acaso enaquel trance, que su demanda era justa ybuena, y que no traía sobre sí ni sobre sucaballo armas ocultas, ni yerbas, ni hechizos, nipiastrón, ni ventaja alguna de las reprobadaspor la orden de caballería. Vuelto a su puesto,igual juramento repitió, y en la misma forma, elcaballero de las armas negras, colocándose denuevo en seguida al frente de su adversario.

Al ver tan próximos al último trance aentrambos combatientes, no pudo contenersepor más tiempo Elvira.

-¡Señor! -exclamó prosternándose conlos brazos abiertos y dirigidos en actitudsuplicante hacia el mirador de Su Alteza-,¡basta! Quiero ser antes calumniadora. Lo soy,señor, lo soy!

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Pero en aquel momento la atención detodos se hallaba fijada en los gallardoscombatientes, y una confusa gritería de aplausoy de temor al mismo tiempo sofocó la débil vozde la acusadora. Desanimada Elviraenteramente, dejó caer su cabeza sobre elpecho, y enajenada desde entonces apenas vioni oyó lo que en torno suyo pasaba.

Al punto los jueces del campomandaron al rey de armas y al faraute dar unagrida o pregón que ninguno fuese osado porcosa que sucediese a ningún caballero a darvoces o aviso, o menear mano ni hacer seña, sopena de que por hablar le cortarían la lengua ypor hacer seña le cortarían la mano. Sucedióse aeste pregón el más profundo silencio,interrumpido sólo por un ligero murmullo queproducía el montero irritado todavía,profiriendo entre dientes algunos juramentoscontra el faraute; ni atendió pregón, ni pensabasino en llevar a cabo la entrega de sus letras,más bien por terquedad ya que por otra razón

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cualquiera. Aplacáronle, sin embargo, algúntanto los que le rodeaban.

Al mismo tiempo mandaron los juecessonar toda la música de ministriles con grandeestruendo y en tono rasgado de romper labatalla; reconoció el rey de armas, acompañadodel mariscal, las armas de los desafinados, yhecha la señal soltaron los farautes la brida delbocado de los combatientes, que tenían cogida,gritando a una voz:

-Legeres aller, legeres aller, e fair sondeber -según la fórmula provenzal introducidaen duelos singulares, justas y torneos.

Arrancaron al punto los caballeros conlas lanzas en los ristres, arremetiendo unocontra otro con singular furia y denuedo.General fue la expectativa y el ansia al choquede los combatientes, que se encontraron entrenubes de polvo en medio de su carrera.Rompieron entrambos sus lanzas. Fernán Pérezencontró al caballero de las armas negras en elarandela, desguarneciéndole el guardabrazo

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derecho, y éste encontró a Hernán en la baberadel almete. Vacilaron entrambos caballos de lasacudida, pero repuestos en el mismo instantedel súbito golpe, concluyeron su carreraairosamente. Tomaron los caballeros lanzasnuevas, y en tres carreras sucesivas no sedecidió la ventaja por ninguna parte. Al fin dela tercera, furioso Hernán Pérez del poco efectode las lanzas, quebró la suya contra el suelo, yrevolvió, desnudando la espada, sobre sucontrario, que vista la acción adoptó igualdeterminación. No daba Elvira, sumergida en elmás profundo estupor, señal de vida, y mudabade colores don Enrique de Villena a cadaencuentro, como aquel cuya fortuna dependíadel éxito del combate. A pesar de las buenasmuestras que daba de su persona el novelcaballero, ponían todos por el de lo negro,cuyos altos hechos de armas anteriores erandemasiado conocidos para osar poner en dudasu ventaja.

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El que más animado parecía era nuestromontero, a quien el coraje había acabado deacalorar; pero cuando no pudo reprimirse fuecuando, después de un largo rato de inciertalucha, rompió Hernán Pérez su espada en elalmete del caballero de las armas negras,quedando desarmado.

-¡A él! ¡a él! -gritó fuera de sí elaventajado de lo negro, que descargó su acerosobre el indefenso, desguarneciéndole el brazoy haciéndole una profunda herida a lo largo deél. Apartó Vadillo su caballo como buscandouna arma nueva, y tratando de evitar elsegundo golpe con que su contrario leamenazaba ya, acción que puso una pequeñasuspensión en el combate, merced a lahabilidad con que logró, manejando su bridón,burlar repetidas veces la intención del enemigo.

Un faraute, entretanto, se apoderó delmontero, y llevado ante los jueces del campo,íbasele a imponer la pena que hubiera sufrido,a no haber hecho presente que traía letras para

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el justicia mayor. Abriólas éste y recorriólasrápidamente. No bien las hubo leído, cuando sealzó en pie para mandar la suspensión delcombate. Era tarde ya, sin embargo.Convencido Vadillo de que podía durar muypoco lucha tan desigual, decidióse a echar elresto, y asiendo de su hacha de armas, detuvosu caballo y esperó resuelto al contrario, que leacometió causándole de nuevo otra herida enun costado. Aprovechándose Vadillo entoncesdel momento, soltó la brida del caballo yalzando con ambas manos el hacha yclamando:

-¡Venganza! ¡Venganza! -descargó tanfurioso golpe sobre el caballero de las negrasarmas, sin darle tiempo de revolver su caballo,que faltándole el almete, hízole dar con lacabeza en el cuello del animal; aturdido deambos golpes, el caballero abrió los brazos,separáronse sus piernas del vientre del caballoy perdiendo ambos estribos vino al suelomalparado.

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-¡Victoria! ¡Victoria! -clamaron a untiempo los circunstantes, sucediendo a laaclamación el más profundo silencio.

A ese tiempo Vadillo, habiendo echadoya pie a tierra, se precipitó sobre el caído conánimo de cortarle la cabeza, idea que llevara acabo a no detenerle un faraute que de orden delos jueces dio por concluido el combate. MiróVadillo al cielo despechado y descansó enseguida sobre su hacha de armas, sin separarseempero de la víctima, y en la misma actitud enque nos pintan a Hércules sobre su maza.Elvira, al oír el grito de victoria, alzó los ojos,vio el éxito del combate, y cerrándoloshorrorizada se lanzó en los brazos de Jaime,ocultando en ellos su cabeza. Don Enrique deVillena, entretanto, ostentaba en su semblantela alegría del triunfo que no había esperadoconseguir.

Mientras que el justicia mayor habíallegado a Su Alteza seguido del montero, y lehablaba cosas sin duda del mayor interés, el rey

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de armas se adelantó hasta el vencido, yponiéndole un pie sobre el pecho, y tocándolecon su maza:

-¡He aquí -clamó en voz alta-, he aquí eljuicio de Dios! Don Enrique de Villena esinocente. Elvira es calumniadora. He aquí eljuicio de Dios.

Un grito de horror resonó por toda laconcurrencia, que sabía bien la suerte queesperaba a Elvira. Efectivamente, según lasleyes de semejantes juicios, la acusadora debíaser en el acto degollada; el campeón vencido, sihabía quedado con vida, debía ser desarmado ydesnudado; las diversas piezas de sus armas,esparcidas aquí y allí en el campo de batalla; ypermanecer él en tierra hasta que Su Altezadeclarase si quería ajusticiarlo o perdonarlo.Sus bienes habían de ser, además, confiscadosen favor del erario, después de reintegrado elvencedor de sus costas y perjuicios; y siquedaba muerto, debía ser entregado al

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mariscal del campo para ser suspendido por lospies en un patíbulo.

Disponíanse los archeros a conducir aElvira al suplicio, estaba ya en pie el impasibleverdugo y repetía por tercera vez el rey dearmas su grida de ¡he aquí el d juicio de Dios!cuando se notó que Su Alteza hacía señal desuspensión con el pañuelo. Alzado en pieentonces el justicia mayor:

-El combate nada puede probar nidecidir -clamó en alta voz-. La condesa doñaMaría de Albornoz vive, y don Enrique deVillena es, sin embargo, culpado de felonía, sino de su muerte.

Estas terribles palabras, que repetían losque estaban más cerca a los que no las habíanoído, extendiéndolas como se extienden a lolejos las ondas de un estanque donde ha caídouna piedra, produjeron la mayor expectativa enla asamblea y fueron un rayo para don Enrique.

-¡Todo es perdido -clamó-, todo!

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-Si -continuó Diego Stúñiga-. LaProvidencia es justa; ella ha salvado a lacondesa; he aquí sus letras, y presto, acaso, sullegada a Andújar confirmará tan alegre nueva.

No bien había acabado de hablar eljusticia mayor, se hendió la multitud, querodeaba una puerta de la liza, y se vio llegar arienda suelta una cabalgata que no tardó enentrar en el palenque.

-¿Es posible? -se preguntaban unas aotras mil voces confusas y atropelladas-; ¿esposible? ¡La condesa! ¡La condesa!

Doña María de Albornoz, pálida comola muerte, revestida aún del negro cendal conque había salido de su prisión, y seguida dePeransúrez y de varios armados, se dirigió aapearse ante Su Alteza, que la recibió en susbrazos. Don Enrique, confundido, se ocultóentre sus caballeros, y Elvira, luchando entre laduda y la esperanza, permaneció inmóvil, oraclavando los ojos con estúpido terror en elcuerpo del vencido, que yacía en tierra todavía,

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ora queriendo descifrar si era, efectivamente, suantigua amiga la que venía a librarla de lamuerte que tanto había deseado.

Entretanto, llegando los jueces y el reyde armas al caído, desenlazáronle el almete; alrespirar el aire libre pareció dar señales de vida,volviendo en sí lentamente. Su Alteza, quehabía bajado de su balconcillo, se encaminó contoda la corte hacia el sitio que había sido teatrode la batalla lleno del más vivo interés por sudoncel. La condesa, no menos animada del celopor su defensor, arrastró a Elvira hacia elmismo paraje. La sangre que había vertido elcaballero por los oídos y las narices al recibir elgolpe de Vadillo, juntamente con el sudor y elpolvo, impedían reconocer sus facciones.

-¿Es muerto? -gritó don Enrique elDoliente a los que le reconocían.

-¿Es muerto? -preguntó la condesa.-¡Macías! -gritó Elvira, devorando con

sus ojos las facciones del caído-. ¡Ah, no es él! -exclamó con frenética alegría, después de un

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momento de duda-. ¡No es él! -y se dejó caer enlos brazos de la condesa, que la cubría decariñosos besos.

Efectivamente, limpióse el rostro delvencido: era el generoso don Luis de Guzmán.Poseyendo la armadura del doncel, queHernando le había dejado, se había lanzado a lapalestra en contra de Villena, lograndopersuadir al mariscal del campo y a los juecesde la identidad de su persona sin quitarse lavisera.

CAPITULO TRIGESIMONOVENOYo malo que obré el pecado,Merecía haber la paga.Mis ojos sean malditosQue su hermosura miraran,Que a no mirarla ellosTodo este mal se excusaba.No miréis, justo señor,Su pecado; pues la pagaEl cuerpo que lo tal hizoA ella haced librada.

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Rom. del rey Rod.Luego que Fernán Pérez se hubo

repuesto algún tanto de su primer asombro,volvió los ojos hacia su señor, y viendo lomalparado que estaba entre los suyos, llegóse aél con aire resuelto.

-¿Qué es esto, señor? -le dijo-. ¿Lacondesa aquí? ¿Y el doncel?

-¿Qué ha de ser, Vadillo? -repusoVillena-. El infierno todo, que anda mezcladoen mis asuntos. Mi castillo está en manos detraidores. La fuga es nuestra salvación.

Dichas estas palabras, aprovechóse elconde de Cangas de la confusión general y saliódel palenque con Vadillo y sus caballeros yvasallos antes que pensara nadie enimpedírselo, armándose en seguida ymontando precipitadamente a caballo, tomarona rienda suelta el camino de Arjonilla, donde lepareció al conde que debía hacerse fuerte yesperar el sesgo contrario o favorable quequisiesen tomar las cosas. En el camino hubo de

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confesar toda su conducta el intruso maestre aFernán Pérez. A pesar de su nunca desmentidafidelidad, no pudo disimular éste un gesto dedesprecio, hijo de la consideración del carácterde aquel hombre, imperfecta mezcla deambición y pusilanimidad. No creyó, sinembargo, oportuno abrumarle conreconvenciones en la hora de su desgracia;desesperado de no haber acabado como creíacon el hombre que le había ofendido en lo másdelicado de su honor, y cuya muerte habíajurado, suplicó al conde le permitieseadelantarse en su excelente caballo paraadvertir su llegada al castillo y tomardisposiciones de defensa, según le dijo, pero enrealidad con ánimo de que no se escapase poresta vez a su furor el doncel, si estaba todavíaaprisionado, como debía de presumirse de suausencia en el combate.

Advertida de allí a poco en el palenquela fuga del conde y de los suyos, fue tal laindignación de Su Alteza al verse de esta

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manera burlado por su mismo pariente a quientantos favores había dispensado, que a pesar delos ruegos de doña María de Albornoz y deElvira pudieron más con él las sugestiones delpérfido judío Abenzarsal. Este, para salvarse yno verse arrastrado en la ruina del conde, nohalló otro recurso que cortar el cable que uníasu suerte a la del caído maestre, y como buenpalaciego, fue el primero que manifestó lamayor indignación contra Villena. Despachó,pues, el Rey en seguimiento del conde aljusticia mayor con numerosa comitiva decaballeros y hombres de armas, dándole ordende traerle a su presencia vivo o muerto, y desalvar a toda costa al doncel de su venganza, siexistía en su poder todavía, como debíasospecharse de las informaciones que dio sobreel caso Peransúrez.

Deseosa, sin embargo, la generosacondesa de endulzar el rigor de la ley por unaparte, y por otra de cooperar a la libertad deldoncel, que tan noblemente había abrazado su

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causa desde un principio, y que por ello se veíaen inminente peligro, se decidió a seguir aljusticia mayor a Arjonilla, acompañándolaElvira, Jaime y Peransúrez; aturdida todavíaaquélla con los singulares y opuestosacontecimientos que habían pasado en aqueldía, y fieles los otros dos, como siempre, a lagenerosa empresa que habían abrazado. Laimpaciencia que a los cuatro animaba no lespermitió esperar a la partida más lenta deljusticia mayor y de su tropa. Llevando, además,mejores caballos, ganáronles prontamente ladelantera.

En el castillo se había aplacadoentretanto el desorden y la confusiónproducidos por la fuga de la condesa. Ferrus yRui Pero se habían cerciorado con satisfacciónque sólo uno de los prisioneros se habíaescapado. Era, en verdad, el más importante;pero Rui Pero se puso a la cabeza de unoscuantos hombres armados con no pocasesperanzas de recobrar a los frailes fugitivos,

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que habiendo salido a pie, no podían haberandado mucho. Hubieran logrado su intento ano haber tenido tiempo Peransúrez para llegara la venta de Nuño; pero una vez allí,desnudáronse su disfraz, tomaron consigo unoscuantos monteros colegas de Peransúrez, yrodeando por el monte y sonando sus bocinasen son de caza, lograron burlar la vigilancia delos emisarios de Rui Pero, que buscaban dosfrailes franciscanos y no una compañía decazadores.

La condesa creyó oportuno avisar de susituación a Su Alteza por medio del mismoNuño y de su compañero de viaje, por si sefrustraba su fuga o por si no podía llegar aAndújar tan presto como era su intención, apesar de la poca distancia que hasta allí había.Nuestros lectores han visto cómo desempeñóNuño su comisión, y pueden figurarse que RuiPero y los suyos recorrían todavía inútilmentelos alrededores de Arjonilla. Ferrus, pocomilitar todavía y aturdido con cuanto le pasaba,

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no había pensado en relevar las centinelas, yhabiéndose convencido por una rejilla interiorde la prisión del doncel de que existía en supoder, permanecía Hernando en su puesto consu alano, bien decidido a vender cara su vida sino podía salvar a su señor; viendo que nadie seacordaba de él, se determinó por último aabandonar su guardia y a buscar otra manerade salvar a Macías. Echó a andar para esto a lolargo de la muralla, calada la visera de la malacelada que había robado al difunto, y no lecostó dificultad introducirse en lo interior delcastillo, que por lo desmantelado servía decuartel a los hombres de armas. No osabapreguntar por no delatarse a sí mismo; perocalculando la forma del edificio, anduvo conaire resuelto como si fuese a cosa hecha ollevase alguna orden y se acercó adonde caíaefectivamente la escalerilla que daba entrada ala prisión del doncel. Felizmente conservabatodavía las llaves en su poder, y Ferrus con lamayor parte de su fuerza se ocupaba en

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distribuir atalayas en las murallas y enexaminar de continuo el campo por ver dedivisar a Rui Pero, de quien no dudaba quevolviese con su presa.

Quedábale que vencer a Hernando unadificultad. En lo alto de la escalera había uncentinela a quien Ferrus había encargado lavigilancia.

-¿Quién va? -preguntó éste a Hernando,luego que le vio acercarse.

-Compañero -repuso Hernando,tratando de ganarle por buenas, y aun derelevarle, si podía-, ¿cae hacia esta parte laprisión?

-Atrás. Parece que es nuevo elcompañero según la pregunta. Aquí cae; peroatrás.

-Ved que os vengo a relevar. ¡Voto va!podéis iros a descansar.

-¿A descansar, y hace un cuarto de horaque estoy en esta facción?

-¡Malo! -dijo para sí Hernando.

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-No conozco yo la voz de esecompañero -dijo entre dientes el centinela,armando su ballesta-. ¡Ea! atrás digo.

-¡Cuerpo de Cristo! -exclamó furiosoHernando, viendo que su astucia no habíasurtido efecto- ¡si no conoces mi voz, jabalí,conocerás mi mano -dijo, y se abalanzó sobre elcontrario. Retrocedió éste gritando «Traición!¡Traición!» y disparó su ballesta; recibióHernando la saeta en el brazo izquierdo; perono haciendo más caso de ella que de lapicadura de un insecto, levantó su mano dehierro, y asiendo del centinela por la garganta,alzóle del suelo, dióle dos vueltas en el aire conla misma facilidad y desembarazo que davueltas un muchacho a su honda, y despidiólocontra la pared del corredor, donde produjo elinfeliz un chasquido hueco, semejante al de unainmensa vejiga que revienta, cayendo despuésal suelo sin más acción que un costal o un hazde fajina. Arrancóse en seguida la saeta delbrazo Hernando, y pasándola por los talones

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del vencido, colgólo en la pared de una fuerteescarpia que servía para suspender de nocheuna lámpara, donde le dejó cabeza abajo en lamisma forma que hubiera hecho con unvenado. Sin reparar en la sangre que de suherida corría, abalanzóse después Hernandocon las llaves a la escalera, la cual bajó con lamisma priesa y ansiedad y latiéndole elcorazón con la misma fuerza que si le esperaseabajo una querida que fuese a ver solo porprimera vez.

El desdichado doncel, que ningún ruidohabía vuelto a oír desde su encierro en aquelsubterráneo, si no era el monótono rumor deltorrente, que casi debajo de sus pies corría,paseaba entretanto su estancia con paso largo yprecipitado, indicio de la agitación de su alma.

-¡Elvira -decía hablando con su señora-,Elvira, he aquí el estado infeliz a que hareducido tu obstinación a tu amantedesdichado! ¡Te lo predije! ¡No oíste mi voz!¡No creíste mis palabras! Goza ahora, goza

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tranquila en los brazos de tu esposo esafelicidad maldecida que yo solo perturbaba.¡Ah, traidor Villena! ¡Ah, fementido HernánPérez! ¡De esta suerte me venceréis! ¡Yo sientosu mano aún dentro de la mía! ¡Siento sucorazón latir fuertemente contra el mío; la veo,la oigo; sus lágrimas ardientes corren aún a lolargo de mis mejillas! Su voz trémula y agitada,su voz ronca de pasión, ahogada por el amor,pidiendo piedad y misericordia, resuena aún enmis oídos. La estrecho entre mis brazos. Día ynoche desde entonces siento sobre mis labios laopresión dulcísima, el calor inmenso de lossuyos. ¿No lo sientes, Elvira, tú también?¡Nunca se apagará este ardor y esta memoria!¡Es fuego, es fuego, es el amor entero, es elinfierno todo sobre mis labios desde entonces!

El mayor abatimiento sucedió a estecorto extravío de la razón del doncel. Una llavesonó de repente en la cerradura de su prisión, yun momento después se hallaba en los brazos

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de Hernando. No acababa el prisionero de creera sus ojos.

-Ea, señor -dijo Hernando, después deuna breve pausa-, conoce a tu montero. Tomaesta espada. No es la tuya, señor; es la de unvillano; pero en tus manos será la del Cid. A míme basta un venablo. Salgamos.

-¿Adónde, Hernando...? ¿Quién te trajo?¿Dónde estoy?

-Después, después -repuso Hernandomirando a todas partes con la mayor inquietud-. El grito del centinela puede haber dado laalarma y urge el tiempo.

-No, Hernando; déjame morir en estasoledad -repuso el doncel con dolor-. No laveré al menos acariciando a otro.

-Te ciega tu pasión, Macías -contestó elmontero-. Huyamos. Ven de grado, si noquieres venir a tu pesar.

Disponíase el montero a cumplir suamenaza apoderándose a viva fuerza deldoncel, proyecto que hubiera llevado a cabo

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fácilmente, ayudado de su robusto brazocuando un sordo estruendo de armas se dejóoír en el corredor.

-¡Voto a tal! -exclamó Hernandoaplicando el oído-. Me han descubierto lostraidores; vendámosles caras nuestras vidas.

Dichas estas palabras asió el montero deun brazo del doncel y obligóle a subir con él laescalera.

-¡Traición! ¡Traición! -gritaban en lo altode ella varios soldados que se preparaban aimpedir la evasión de los fugitivos. De allí apoco se trabó un combate encarnizado en elcorredor. Cargaba más gente por momentos, yFerrus, que había reconocido al montero,animaba a los suyos con promesas y amenazas.

-¡Ven, villano -gritaba Hernando aFerrus-, ven, juglar infame! Yo soy el que halibrado a la condesa, yo el que había de librar ami señor. Llega y probarás mi venablo.

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-¡A él, amigos a él! -gritaba Ferrus sindar reposo a los suyos-; él es traidor; ¡mueraHernando, muera!

Macías, animado con la pelea, sedefendía valientemente haciendo prodigios devalor y derribando cuanto se ponía a su paso;pero era evidente que hallándose como sehallaba desarmado, no podía resistir pormucho tiempo al número de sus contrarios. Él yHernando se vieron precisados, después dehaber derribado inútilmente a algunos de susenemigos, a refugiarse hacia la prisión.Acababa de entrar Macías en ella cuando seabrió por entre los que le acosaban uncaballero, gritando, con la espada desnuda:

-¡Ténganse todos! ¡Fuera, villanos! ¡Amí! ¡Dejádmele a mí! El doncel me pertenece.

-¡Hernán Pérez! -gritó fuera de sí eldoncel, cobrando nuevo valor y dirigiéndosehacia el enemigo que acababa de llegar.

Suspendiéronse a la voz de entramboslos combatientes, y Hernán Pérez solo se

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precipitó tras Macías en la prisión. No pudoevitar esto Hernando, ni menos que HernánPérez, dentro ya con su rival, corriese unenorme cerrojo que por dentro la cerraba.Agobiado por el número de los que le rodeabany querían rendirle, quedó en la escalera jurandoy blasfemando de su mala suerte, que leimpedía ayudar a su señor. Haciendo entoncesel último esfuerzo, atravesó con el venablo ados de los que más cerca tenía y abrióse pasopor entre los demás, aterrados de la muerte desus compañeros. Precipitóse en seguida sobreFerrus, que huía despavorido por el corredorseguido de su alano, el cual amenazaba con losdientes hacer presa en el primero que tocase asu amo, y asiendo al juglar de la garganta:

-¡Villano -le gritó-, condúceme a lascadenas del rastrillo de la prisión o eresmuerto!

No osaba llegar a Hernando ninguno delos del castillo temerosos de que clavase el

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venablo en su alcaide a la menor contradicción;Ferrus, entretanto, aterrado:

-¡Ah, señor! -exclamó-; si me perdonáisla vida, yo os llevaré donde gustéis.

-Ea, pues, vamos -replicó Hernando, yllevándole siempre asido de la garganta lesiguió adonde Ferrus todo trémulo le guiaba.

Entretanto luchaban animados de igualfuror Hernán Pérez y Macías, cerrados en laprisión. Pocos golpes habrían dado y recibido,cuando resonó por todo el castillo el rumor devarias trompetas y el estruendo de muchasgentes de armas que llegaban nuevamente. DonEnrique de Villena y los suyos acababan deentrar en él. Casi al mismo tiempo llegó doñaMaría de Albornoz y Elvira, y al nombre de lacondesa fuéles abierto el puente.

Dirigiéronse los primeros, informadosde cuanto ocurría, hacia la prisión del doncel, yhallándola cerrada por dentro, mandó el condeque se forzase la puerta, operación a que se dioprincipio con la mayor actividad.

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Doña María de Albornoz y Peransúrez,no conociendo más camino a la prisión deldoncel que aquel que ellos habían andado antesde la fuga, se dirigieron, por el contrario, entrela muralla y la zanja, llegaron al frente de laprisión, oyeron el ruido de las armas de loscombatientes y el estruendo de los que por elopuesto lado forzaban la puerta que habíacerrado Vadillo; pero ¡cuál fue su sorpresacuando vieron el espectáculo que se ofreció asus ojos! Hernando, asomado a una galeríasobre la prisión, desde donde se soltaban lascadenas del rastrillo, tenía asido aún al juglar ylo ahogaba casi con su mano, intimándole quele ayudase a soltarlas. Ferrus, sin embargo, quesabía el horrible secreto del rastrillo, por el cualno podía pasar nadie sin caer en la zanja yhacerse pedazos en los muchos pinchos dehierro de que estaba erizada, lleno de pavorquería explicarse porque no tomase luegoHernando mayor venganza de la catástrofe quedebía de seguirse a la bajada del rastrillo. No

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concediéndole, empero, Hernando parlamento,y viéndose Ferrus ahogar, hubo de ceder yayudó a Hernando como pudo a soltar lascadenas.

-¡Sálvate, Macías, sálvate! -gritó desdearriba Hernando con voz que retumbó en todoel castillo, y entonces se ofreció a los ojos dedoña María y de Elvira el horroroso combate.

-¡Cielos! -exclamó Elvira-. ¡Bárbaros,teneos! ¡Tomad mi vida, tomadla! -precipitóseElvira hacia la prisión, y puesta en el borde delabismo-: ¡Macías! -clamó sin podérselo nadieimpedir-. ¡Hernán Pérez! ¡Cesad, bárbaros, entan cruel combate o este precipicio será mitumba!

No volvió siquiera Hernán Pérez lacabeza, antes más encarnizado que nunca al oírla que causaba su implacable rencor, redoblósus golpes. No sucedió así al doncel -volvió lacabeza rápidamente, y al ver a orillas de lazanja a Elvira, pronta a precipitarse en ella,desasióse del hidalgo, a tiempo que caía hecha

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pedazos la puerta de la prisión con horriblefragor y que se entraban dentro don Enrique ylos suyos.

-¡Elvira! -gritó Macías saliendo de laprisión-. ¡Elvira! -lanzóse en seguida al rastrillo.

-¡Perdón! -gritó con voz desesperadaFerrus a Hernando, y al mismo tiempo,cediendo la trampa del rastrillo al peso delcaballero que la oprimía, hundióse el doncelsúbitamente, y su cuerpo destrozado llegó a loprofundo de la sima, dando de hierro en hierroy profiriendo sordamente:

-¡Es tarde! ¡Es tarde!Un chillido agudo y desgarrador,

lanzado del pecho de Elvira, resonó hasta elmismo corazón de los espectadores espantados.Un momento de pausa y de terror se siguió.

-¡Malvado! ¿Lo sabías? -gritóúnicamente Hernando desesperado, y seprecipitó sobre Ferrus, que exánime no leofrecía resistencia alguna. Asiéndole entoncesde su cabellera roja-: ¡Brabonel! -gritó-,

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¡Brabonel! ¡Al oso!, ¡al oso! -y lanzó en mediode la galería al juglar que corrió un momentohuyendo del animal. Pero Brabonel furioso searrojó sobre él, y haciendo presa en sugarganta, destrozólo en minutos, al mismotiempo que Hernando le animaba gritando-:¡Pieza! ¡pieza! No era digno el infame de morirpor mi mano. ¡Pieza!, ¡pieza!

Quedó Hernán Pérez mirando cruzadode brazos a la profunda sima, envidioso de quele hubiese robado la dicha de acabar con eldoncel. Furioso como aquel que no habíasatisfecho toda su ira, lanzóse por el borde quehabía quedado en el rastrillo a uno y otro ladode la trampa hundida, bastante ancho todavíapara andar por él una persona. Elvira, en tanto,miraba la sima con ojos vidriados, en que seveía la fijación del estupor y el extravío de lademencia. Habíase secado ya para siempre elmanantial de sus lágrimas.

-¡Hele ahí! -le gritó Hernán Pérezseñalando la zanja- ¡hele ahí!

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-¡Es tarde, es tarde! -repuso Elviradando una horrorosa carcajada.

-¡Bárbaro! -gritó el pajecillo echándoseal paso de Hernán Pérez- ¡bárbaro! -y sedispuso a defender a su prima con un denuedoajeno de su edad. En aquel momento parecióElvira volver en sí para reconocer a su esposo, ysobrecogida de terror, huyó despidiendo delpecho agudos alaridos.

Precipitáronse los circunstantes sobre elhidalgo, no pudiendo éste llegar a Elvira.

-¡Maldición sobre ti y desprecio! -lagritó-; ¡y entre nosotros eterna separación!

Al mismo tiempo se oyeron por elcastillo voces de:

-¡Arma!, ¡arma! ¡Santiago!De allí a poco las murallas eran el teatro

de un sangriento combate. Después de unahora de refriega y de muy entrada la noche,replegáronse por fin las gentes de Villena,acaudilladas por el hidalgo, que había peleado

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con desesperación, y el justicia mayor clavó elpendón real en una almena.

Hernando, que había tomado a su cargodañar a los sitiados en compañia de Peransúrezpara facilitar la entrada a las tropas reales ydefender a la condesa, peleó como aquel queacababa de perder el único interés que le ligabaa la sociedad, y logró mantener ilesa a doñaMaría hasta el momento de la victoria.Restituida aquélla al justicia mayor, no sevolvió a ver a Hernando ni a su alano. Sepresume que privado de su amo, que era elúnico que podía hacerle soportable la existenciaen la corte, se hundió para siempre en losmontes, y hay cronista que afirma que añosadelante murió a manos de un oso más ferozque él.

Don Enrique de Villena fue llevado anteel rey Doliente, y el imprudente medio de quese valió para conservar, aun después de loocurrido, su maestrazgo, diciéndose en públicoimpotente, sólo contribuyó a dar a todos una

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idea más clara de su baja ambición. Los ruegos,sin embargo, de la generosa condesa, que seretiró a sus estados a llorar su desdichada boday la suerte de Elvira, salvaron la vida al conde,quien desde entonces vivió en retiro filosóficoentregado a las letras, para las cuales habíanacido, más bien que para las armas o la corte.Es cosa sabida que, después de su muerte,quedó hecho trozos en una redoma, comohechicero que había sido.

Don Luis de Guzmán, restablecido desus heridas, fue elegido maestre de Calatravapor el capitulo de la Orden.

Nadie, entretanto, había visto a Elviradesde el momento en que empezó el combate yla confusión. Buscósela de orden de la condesamuchos días, porque el rencoroso Hernán habíajurado no volver a recordar nunca su nombre;fue imposible, empero, dar jamás con ella;tanto, que el fiel pajecillo, desesperado de lapérdida de su hermosa prima, no pudo resistir

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a su dolor y tomó de allí a poco el hábito en unaorden religiosa.

Es fama únicamente que durante elcombate se vio en diversos puntos de lamuralla, sin temor alguno ni a las armas, ni alos combatientes, ni a las llamas queconsumieron aquella noche el castillo sinsaberse quién las hubiese prendido, una mujerdesmelenada, agitando con ademán frenéticouna antorcha en medio de las tinieblas ygritando con feroz expresión.

-¡Es tarde!, ¡es tarde! -lema antiguo delfatal castillo.

No faltó en la comarca quien creyó quesólo podía ser la mora encantada la que parecíatriunfar, con bárbaro regocijo, de la destrucciónde su antigua cárcel, repitiendo el fatídico: «Estarde!»

CAPITULO CUADRAGÉSIMO¡Tarde acordaste!!!...Rom. del conde Claros.

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Algunos años habían pasado ya desdelos sucesos que dejamos referidos. Ocupaba eltrono de Castilla el señor don Juan II, hijo delmuy ínclito y poderoso rey don Enrique elDoliente, y ocupábale en su menor edad, regidoy dominado por unos y otros bandos yparcialidades.

Dos caballeros, ricamente ataviados ymontados, pasaban una tarde por la plaza deArjonilla. Brillaba en el semblante del máslujosamente vestido la satisfacción que da elpoder y la riqueza; distinguíase en el ceño y enla oscura frente del otro la huella de antiguospesares.

-Si no fuese detenernos mucho -dijo elprimero al segundo-, vería de buena gana quéturba es aquélla que se agita en el extremo de laplaza. ¿Llegamos?

-Como gustéis, señor don Luis deGuzmán -repuso secamente su compañero-; sibien yo no puedo parar mucho en este pueblomaldito sin agravarse mis males.

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Llegáronse, efectivamente, al grupo.Una infinidad de muchachos le formaban, yalgunos habitantes de Arjonilla con ellos. Unamujer en medio parecía querer huir de laimportuna concurrencia. Sus vestiduras sehallaban manchadas y rotas por diversaspartes; su pelo suelto y descuidado parecíahaber sido hermoso; sus facciones flacas ydescompuestas debían de haber tenido en sujuventud proporciones agradables. Esto eratodo lo que se podía decir. Sus ojos, hundidosen el cráneo, brillaban con un fuegoextraordinario y parecían querer devorar al quela miraba; sus ojeras negras, sus mejillasdescarnadas, su frente surcada de arrugas y susmanos de esqueleto, manifestaban que algunaenfermedad crónica y terrible consumía suexistencia.

Arrojábanla pellas de barro losmuchachos y corrían tras ella.

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-¡La loca! ,la loca! -gritaban-. ¿Cómo tellamas? ¿Nos dices la hora que es? ¡La loca! ¡laloca!

A toda esta algazara respondía ladesdichada con una feroz y extraviada sonrisa;parábase, escuchaba un momento y soltandouna estúpida carcajada:

-¡Es tarde! -gritaba con voz ronca-; ¡estarde!-. Despedazábase al mismo tiempo lasmanos y dábase golpes en el pecho.

-¿Qué es eso? -preguntó don Luis a unmuchacho.

-¡Ah!, señor maestre -contestó elmuchacho, que parecía conocer al caballero-, ¡esla loca!

-Y ¿quién es la loca?-Aquí -repuso el muchacho- sólo por ese

nombre la conocemos; de temporada entemporada se aparece por el pueblo; otras vecesvive por el monte, y dicen los pastores quegusta mucho de pasar los días enteros mirandoa los barrancos. No habla más que dos

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palabras. No llora nunca; ¿oís esa carcajada?Eso es lo que hace; aquí siempre estamosdeseando que venga, porque es para todo elpueblo una diversión.

-¡Infeliz! -dijo don Luis-; ¿no queréisverla, señor Hernán Pérez?

-No; esos espectáculos me ponen de malhumor. ¡Miserable! Será acaso alguna madreque haya perdido a su hija. Vamos de aquí,señor don Luis.

-O alguna amante desdichada, señorHernán Pérez -dijo riéndose con indiferenciadon Luis, y picando espuelas a su caballo. Deallí a poco ambos caballeros desaparecieron,apartándose la turba que seguía hostigando a lademente, la cual sólo respondía de cuando encuando con su acostumbrada carcajada y sudesdichado estribillo:

-¡Es tarde! ¡es tarde!Pocos años después entró una

madrugada el sacristán de la parroquia deSanta Catalina de Arjonilla en la iglesia y

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parecióle ver un bulto extraordinario al lado deun sepulcro. Efectivamente, era la loca.

-Loca -le dijo dándole con el pie-. ¡Puesestá bueno! Esta se quedaría aquí ayer en laiglesia cuando la cerré. Vamos, buena mujer.¡Estará borracha!

Dábale con el pie, pero el bulto no semovía. Acercóse el sacristán y vio que la locatenía un hierro en la mano, con el cual habíamedio escrito sobre la piedra ¡Es tarde!, ¡estarde! Pero ella estaba muerta. Sus labios fríosoprimían la fría piedra del sepulcro. Un epitafiodecía en letras gordas sobre la losa:

AQUI YACE MACIAS ELENAMORADO