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La caja equivocada Robert Louis Stevenson Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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La caja equivocada

Robert LouisStevenson

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Advertencia de Luarna Ediciones

Este es un libro de dominio público en tantoque los derechos de autor, según la legislaciónespañola han caducado.

Luarna lo presenta aquí como un obsequio asus clientes, dejando claro que:

1) La edición no está supervisada pornuestro departamento editorial, de for-ma que no nos responsabilizamos de lafidelidad del contenido del mismo.

2) Luarna sólo ha adaptado la obra paraque pueda ser fácilmente visible en loshabituales readers de seis pulgadas.

3) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

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1. LA FAMILIA FINSBURY

Mientras el lector, cómodamente sentadojunto al agradable fuego de su chimenea, seentretiene hojeando las páginas de una novela,¡cuán lejos está de hacerse cargo de los sudoresy angustias que ha pasado el autor paracomponerla! Ni siquiera llega a imaginar laslargas horas de lucha para triunfar de las frasesdifíciles, las pacientes pesquisas en lasbibliotecas, su correspondencia con eruditos yoscuros profesores alemanes, en una palabra,todo el inmenso andamiaje que el autor halevantado y deshecho luego, únicamente paraprocurarle a él algunos momentos de solazjunto al fuego de la chimenea o para hacerlemenos fastidiosas las horas pasadas en elferrocarril.

Podría yo, pues, comenzar este relatotrazando una biografía completa del italianoTonti, con indicación del lugar de sunacimiento, origen y carácter de sus padres,

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índole probablemente heredada de la madre, yaduciendo además en comprobación notablesejemplos de precocidad. A esto podría añadirpara mayor suplicio del lector, un tratado enregla acerca del sistema económico a que dionombre el citado italiano. Precisamente tengodos cajones de mi papelera atestados demateriales indispensables para semejantetrabajo, pero no quiero hacer gala de erudiciónbarata. Tonti murió hace ya bastante tiempo, yhasta debo aclarar en conciencia que jamás helogrado encontrar a nadie que llore su muerte.En cuanto al sistema de las tontinas, he aquí enbreves palabras lo que considero indispensablepara la inteligencia del sencillo y verídico relatoque vendrá después.

Cierto número de alegres jovenzuelosreúnen en común determinada cantidad, quedepositan inmediatamente en un banco ainterés compuesto. Los depositarios viven cadauno como puede, y como es natural, andandoel tiempo, van muriendo unos detrás de otros.

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Cuando han muerto todos menos uno, este felizmortal cobra la suma depositada, juntamentecon los intereses compuestos. Lo más corrientees, según toda verosimilitud, que el afortunadosuperviviente en cuestión se halle tan sordoque no pueda ya oír el ruido que produce elfeliz suceso, y hasta es casi seguro que apenasle quedará tiempo para gozar en parte de sufortuna. Ahora comprenderá el lector lo queeste sistema tiene de poético, por no decir decómico; pero al mismo tiempo hay en él algo deazaroso que le da cierta apariencia de deporte yque en otro tiempo le dio mucha boga.

En la época en que Joseph Finsbury y suhermano Mastermann iban aún con pantalóncorto, su padre, acomodado comerciante deCheapside, los inscribió en una tontina detreinta y siete participantes. Cada parterepresentaba mil libras esterlinas. JosephFinsbury recuerda todavía la visita que hicieronal notario todos los minúsculos miembros de latontina, todos aproximadamente de la misma

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edad que él, reunidos en el despacho delrepresentante de la fe pública y que ibansentándose por turno en un amplio sillón paraponer su firma, auxiliados por un venerableanciano con anteojos y con botas a loWellington. Recuerda también que después dela sesión estuvo jugando con los demásmuchachos en un pradecillo que había aespaldas de la casa del notario, donde, por másseñas, riñó descomunal batalla con uno de suscompañeros de tontina, que se había permitidotirarle de la nariz. El rumor de la batallainterrumpió al notario, que estaba obsequiandoa los padres con pasteles y vino. Gracias a estofueron separados inmediatamente loscombatientes, y Joseph (que era el más pequeñode los adversarios), tuvo la satisfacción de oír alanciano de las botas a lo Wellington alabar subravura y de saber al mismo tiempo de labiosdel mismo que se había conducido, a su edad,de un modo análogo. Esto hizo pensar a Josephsi dicho señor tendría ya en aquella época la

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cabeza calva, los anteojos y las botas a loWellington. En 1840 hallábanse aún en vidatodos los treinta y siete suscriptores; en 1850faltaban ya seis; en 1856 y 1857 la corrientenatural de la vida auxiliada por la guerra deCrimea y la gran rebelión de las Indias, se llevóa la tumba nada menos que nueve tontineros. En1870 sólo quedaban cinco con vida, y, en laépoca a que se refiere mi relato, quedabanúnicamente tres, entre los cuales se contabanJoseph Finsbury y su hermano mayor.

Por esta época, Mastermann Finsbury sedisponía a cumplir setenta y tres años.Habiendo experimentado desde hacía largotiempo las molestas consecuencias de la edad,tuvo que abandonar los negocios y vivía en elmás completo retiro, en el domicilio de su hijoMichael, que era ya abogado de gran fama. Porsu parte, Joseph se mantenía bastante bien ygustaba de pasear por las calles su casivenerable fisonomía. Debo agregar que estoparecía tanto más escandaloso cuanto que

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Mastermann había llevado, hasta en losmenores detalles, una vida verdaderamenteinglesa. La actividad, la regularidad, ladecencia y una decidida afición al cuatro porciento, virtudes nacionales que todos están deacuerdo en considerar como base indispensablede una robusta vejez, habíalas practicadoMastermann Finsbury en el más alto grado, ¡yhe aquí a qué situación le habían reducido a lossetenta y tres años! En cambio Joseph, a quiensólo llevaba dos años, y que se mantenía en elmás envidiable estado de conservación, sehabía distinguido toda su vida por la pereza yla excentricidad. Dedicado en un principio alcomercio de cueros, no tardó en cansarse de losnegocios. Una pasión desdichada por losconocimientos generales, que no había sidoreprimida a su debido tiempo, había empezadoa minar desde entonces los cimientos de suedad madura. No hay pasión que más debiliteel espíritu, a no ser tal vez ese prurito de hablaren público, que suele ser, por otra parte, su

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compañero o sucedáneo. Por de pronto, en elcaso de Joseph, se hallaban reunidas ambasenfermedades; poco a poco se fue declarando elperíodo agudo, en que el paciente daconferencias gratuitas y, al cabo de pocos años,el desdichado había llegado a tal punto que notenía inconveniente en hacer un viaje de cincohoras, para ir a dar una conferencia ante loschicos de una escuela primaria.

No quiere decir esto, ni mucho menos, queJoseph Finsbury fuese un sabio. Toda suerudición se limitaba a lo que aprendía en losmanuales elementales y en los periódicoscotidianos. Ni siquiera llegaba su ambiciónhasta las enciclopedias; «su libro», según éldecía, «era la vida». No tenía inconveniente enreconocer que sus conferencias no se dirigían alos profesores de las universidades, sino «algran corazón del pueblo», según frase suya. Suejemplo podría inducir a creer que el corazóndel pueblo es independiente de su cabeza,porque es lo cierto que, a pesar de su tontería y

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su carácter ramplón, las lucubraciones deJoseph Finsbury solían ser favorablementeacogidas. Citaba entre otras, con gransatisfacción, el éxito de la conferencia que habíadado a los obreros sin trabajo, sobre el temasiguiente: Cómo se puede vivir desahogadamentecon ochenta libras anuales. La educación, su fin, suobjeto, le había valido a Joseph, en varios sitios,la consideración respetuosa de una multitud deimbéciles. En cuanto a su célebre discursoacerca de El seguro de vida en sus relaciones conlas masas, dirigido a la Sociedad para la MejoraMutua de los trabajadores de la Isla de losPerros, produjo tal entusiasmo a dicha sociedad(lo cual hace formar muy triste idea de lainteligencia colectiva de la misma) que al añosiguiente eligieron a Finsbury como presidentehonorario. Este título no tenía en verdad nadade gratuito, puesto que su poseedor debíahacer un donativo anual a la caja de lasociedad; pero no por eso se sintió menos

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halagado y satisfecho el amor propio del nuevopresidente.

Ahora bien, mientras Joseph iba labrandosu reputación entre los ignorantes de la especiecultivada, su vida doméstica se vio de prontoturbada por la presencia de dos huérfanos. Lamuerte de su hermano menor James leconvirtió en tutor de dos muchachos y en elcurso de aquel mismo año se aumentó sufamilia con el aditamento de una señorita depoca edad, hija de John Henry Hazeltine,hombre de escasa fortuna y que al parecer notenía muchos amigos. El tal Hazeltine no habíavisto a Joseph Finsbury más que una vez, enuna sala de conferencias de Holloway; pero alsalir de allí, se fue en derechura a casa de sunotario, y redactó un nuevo testamento,legando al conferenciante el cuidado de su hijaasí como del pequeño patrimonio de ésta.Joseph era en toda la extensión de la palabra,hombre de buena pasta; y sin embargo aceptómuy de mala gana esta nueva responsabilidad;

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puso un anuncio solicitando un aya y compróde lance, un cochecito de niño. Con mayorgasto había acogido algunos meses antes a susdos sobrinos, Maurice y John, y esto no tanto acausa de los lazos del parentesco, sino porqueel comercio de cueros, en que naturalmente sehabía apresurado a comprometer las treinta millibras de la fortuna de sus sobrinos, habíaempezado a mostrar inexplicables síntomas dedecadencia. Inmediatamente escogió comogerente de la empresa a un joven escocésbastante listo y a partir de aquel momento,Joseph Finsbury no volvió a dejarse atormentarpor la fastidiosa preocupación de los negocios.Dejando su comercio y su hogar al cuidado delinteligente escocés, emprendió un largo viajepor el continente, y extendió sus correrías hastael Asia Menor.

Con una Biblia políglota en una mano y unmanual de conversación en la otra recorriósucesivamente comarcas de doce idiomasdistintos. Abusó de la paciencia de los

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intérpretes, a reserva de pagarles una justaremuneración, cuando no podía obtener que lesirviesen gratuitamente; y creo inútil añadirque llenó con sus observaciones numerososcuadernos.

En estas fructuosas consultas del gran librode la vida humana empleó varios años y novolvió a Inglaterra hasta que la edad de suspupilos exigió de su parte nuevos cuidados.Los dos muchachos habían sido colocados enun colegio barato, se entiende, pero bastantebueno, donde habían recibido una sanaeducación comercial: demasiado sana tal vez,puesto que, dada la situación en que se hallabael comercio de los cueros, ésta hubierá ganadomucho con no ser objeto de muy profundoexamen.

Lo cierto es que, cuando Joseph se dispuso apresentar a sus sobrinos sus cuentas de tutela,descubrió con gran pesar que la herencia de suhermano no había crecido bajo su protectorado.Aun suponiendo que dejase a sus dos sobrinos

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hasta el último centavo de su fortuna personal,había visto con terror que tendría que declararun déficit de siete mil ochocientas libras.

Cuando tuvo que comunicar estos hechos aambos hermanos, en presencia de unprocurador, Maurice Finsbury amenazó a su tíocon todos los rigores de la ley; hasta creo queno hubiera vacilado (a pesar de los lazos de lasangre) en recurrir a las medidas más excesivas,si no lo hubiese contenido el procurador:«¡Jamás logrará usted sacar agua de unapiedra!», le dijo juiciosamente.

Maurice comprendió la exactitud de estafrase proverbial y se resignó a celebrar unarreglo con su tío. Por una parte, renunciabaJoseph a cuanto poseía y reconocía a su sobrinouna participación importante en la tontina queempezaba a ser una especulación de las másserias. Por otra, comprometíase Maurice amantener a su costa a su tío lo mismo que amiss Hazeltine (cuyo modesto patrimoniohabía desaparecido igualmente) y a suministrar

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a cada uno de ellos una libra esterlina por mespara sus gastos menudos.

Esta subvención era más que suficiente paralas necesidades del anciano, pero cuesta trabajocreer que la pobre joven tuviese bastante contan modesta suma para vestirse decentemente;sin embargo, lo conseguía sabe Dios cómo, y loque es más extraño aún, nunca se quejaba. Porotra parte, tenía sincero cariño a su tutor, apesar de lo inútil que era éste para velar porella. Al menos nunca se había mostrado duro nimalo con su pupila y, después de todo, teníanalgo de enternecedor la curiosidad infantil quele inspiraban todos los conocimientos inútiles ylos goces inocentes que le procuraba el másinsignificante testimonio de admiración que sele dispensase. Sea como quiera, lo cierto es que,aunque el procurador declaró lealmente a JuliaHazeltine que el arreglo con Maurice constituíapara ella un verdadero despojo, la excetentejoven se negó a agravar las dificultades del

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bueno de Joseph. A consecuencia de esto entróel arreglo en vigor.

Moraban juntas estas cuatro personas en uncaserón sombrío y lúgubre de John Street, enBloomsbury, constituyendo al parecer unafamilia, aunque en realidad fuesen unaasociación fnanciera. Naturalmente, Julia y eltío Joseph eran dos esclavos. John, absorbidocompletamente por su pasión por el banjo, elcafé-concert, el trato con artistas y los periódicosdeportivos, era un personaje condenado desdela cuna a no representar más que un papelsecundario. De este modo todas las penas ytodas las alegrías del poder se encontraban enmanos de Maurice.

Sabida es la costumbre que han tomado losmoralistas de consolar a los débiles de espírituasegurándoles que en toda la vida estáncompensadas las penas y las alegrías, o conmuy escasa diferencia; pero, aun sin quererinsistir sobre el error teórico de esta piadosamixtificación, puedo afirmar que en el caso de

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Maurice la suma de amarguras excedía enmucho a la de dulzuras. El joven no se evitabaninguna clase de fatiga y tampoco se las evitabaa los demás; él era el que despertaba a loscriados, el que encerraba bajo llave las sobrasde las comidas, el que probaba los vinos, el quecontaba los bizcochos. Todos los sábados, conocasión de la revisión de facturas, tenían lugarescenas penosas; cambiábase con frecuencia lacocinera y a menudo los proveedores; sobre laescalera de servicio, y a propósito de unadiferencia de cuatro perras, vertía todo surepertorio de injurias. A los ojos de unobservador superficial, Maurice Finsburyhubiérase expuesto a pasar por un avaro; a suspropios ojos era simplemente un hombre aquien habían robado. La Sociedad le debía7.800 libras esterlinas, y estaba resuelto acobrárselas.

Pero en lo que más claramente semanifestaba el carácter de Maurice era en suconducta con el tío Joseph, el cual era una

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inversión sobre la que el joven tenía fundadasgrandes esperanzas; así es que para conservarlono retrocedía ante nada. Todos los meses,estuviese o no enfermo, el viejo tenía que sufrirel examen minucioso de un médico. Surégimen, sus vestidos, sus excursiones, todo esose lo administraba como la papilla a los niños.A poco que el tiempo fuese malo, prohibiciónde salir. Cuando hacía buen tiempo, el tíoJoseph tenía que encontrarse en el vestíbulo alas nueve en punto de la mañana. Maurice veíasi llevaba guantes y si sus zapatos no estabanagujereados; después de lo cual los doshombres se iban al despacho, del brazo. Paseoque, indudablemente, nada tenía de alegre,pues los dos compañeros no se tomaban lamenor molestia en mostrarse mutuossentimientos amistosos. Maurice no habíadejado nunca de reprochar a su tutor el défictde las 7:800 libras, ni de lamentarse de la cargasuplementaria constituida por miss Hazeltine,y Joseph, por buen hombre que fuese,

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experimentaba hacia su sobrino algo muysemejante al odio. Y aun así, la ida no era nadaen comparación a la vuelta, pues la simple vistadel despacho, sin contar todos los detalles de loque allí ocurría, hubiese bastado paraenvenenar la vida de los dos Finsbury.

El nombre de Joseph continuaba inscritosobre la puerta, y era él quien conservaba aúnla firma de los cheques; pero todo aquello noera más que pura maniobra política por partede Maurice, destinada a desanimar a los otrosmiembros de la tontina. En realidad, Mauriceera el que se ocupaba del negocio de los cueros;y he de agregar que este negocio era para éluna inagotable fuente de disgustos. Habíatratado de cederlo, pero sólo le hicieronproposiciones inaceptables. Intentó luego darlemayor extensión, y sólo logró aumentar losgastos; por último, se decidió a restringirlo yúnicamente redujo las ganancias. Nadie habíasabido jamás sacar un cuarto del negocio de loscueros, a no ser el inteligente escocés, que al

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despedirle Maurice, se había instalado en lascercanías de Banff y se había hecho construiruna hermosa casa de campo con los beneficios.Maurice no dejaba de maldecir ni un solo día lamemoria de aquel escocés fullero, mientrassentado en su despacho, abría lacorrespondencia, teniendo al anciano Josephsentado en una mesa al lado aguardandoórdenes con ademán huraño. La ira de Mauricesubió de punto cuando el escocés llevó sucinismo hasta enviarle su esquela dematrimonio con Davida, la hija mayor delreverendo Baruch Mac Craw.

Las horas de oficina habían quedadoreducidas a la menor cantidad posible. Por muyprofundo que fuese en Maurice el sentimientode su deberes (para consigo mismo), estesentimiento no llegaba hasta inspirarle el valorsuficiente para permanecer mayor número dehoras entre los cuatro muros de su despacho,donde la sombra de la bancarrota ibaadquiriendo cada día mayores proporciones.

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Tras algunas horas de espera, patrón yempleados lanzaban un suspiro, sedesperezaban, so pretexto de cobrar fuerzaspara el fastidio del día siguiente. Entonces elcomerciante en cueros volvía a conducir a JohnStreet su capital viviente, cual si se tratase deun perro de salón. Hecho esto, y después dedejar a su tío encerrado en casa, se iba aexplorar las tiendas de los chamarilleros, enbusca de sortijas con sello, que constituían laúnica pasión de su vida. En cuanto a Joseph,tenía más que la vanidad de un hombre, puestenía la de un conferenciante. Confesaba que sehabía conducido mal, por más que otros sehabían conducido peor con él, especialmente ellisto escocés. Pero declaraba que, aun en el casode haber mojado sus manos en sangre, nohubiera merecido seguramente ser llevado dela mano como un mocosuelo, ni permanecercomo preso en el despacho de su propia casa decomercio, ni oír sin cesar los comentarios másmortificantes acerca de su vida pasada, ni sufrir

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todas las mañanas una revista de su traje, elcuello y los guantes, ni por último, ser paseadopor la calle ni conducido a su casa como unniño pequeño por la mano de su nodriza. Alpensar en todo esto, henchíase su alma deveneno. Apresurábase a colgar en una perchaen el vestíbulo su sombrero, su abrigo y susodiosos guantes, e inmediatamente subía aunirse a Julia y se ponía a manejar sus famososcuadernos. Por lo menos, el salón de la casa sehallaba al abrigo de Maurice; pertenecía alanciano y a la joven. Allí cosía ésta sus vestidos;allí llenaba de tinta sus anteojos al tío Joseph,entregado por completo a la dicha de anotarhechos sin consecuencia o de consignar lascifras de estadísticas imbéciles.

Con frecuencia, mientras estaba en el salóncon Julia, deploraba la fatalidad que habíahecho de él miembro de una tontina.

-A no ser por esa maldita tontina -decíalamentándose cierta noche-, Maurice no secuidaría de guardarme. Entonces, Julia, podría

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yo ser un hombre libre y podría ganarmefácilmente la vida dando conferencias.

-¡Seguramente que le sería a usted muyfácil! -respondía Julia, que tenía un corazón deoro-. Es una cobardía y una acción muy fea departe de Maurice, privarle a usted de una cosaque le divierte tanto.

-Sí, hija mía, es un ser desprovisto deinteligencia -exclamaba Joseph-. Figúrate lamagnífica ocasión de instruirse que tiene aquítan a mano, y, sin embargo, la desprecia. Lasuma de conocimientos diversos que yo podríacomunicarle, querida Julia, si consintiese enescucharme, es tan grande, que no hay palabraspara hacértela comprender.

-En todo caso, querido tío, procure usted noagitarse demasiado -le decía consuavidadJulia-. Porque ya sabe usted que al menorsíntoma de malestar, enviarán a buscar almédico.

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-Es cierto, hija mía; tienes mucha razón-respondía el anciano-. Voy a tratar dedominarme. El estudio me devolverá la calma.

Dicho esto, iba a buscar su colección decuadernos.

-Yo me pregunto -se arriesgaba a decir-, yome pregunto si mientras trabajas con lasmanos, no te interesaría tal vez oír...

-¡Ya lo creo! Me interesaría mucho-exclamaba Julia-. Vamos, léame usted algunade sus observaciones.

Inmediatamente abría el cuaderno y,asegurándose los anteojos en la nariz, cual si elanciano quisiese impedir toda retractaciónposible por parte de su auditora, empezó delmodo siguiente, cierta noche:

-Lo que me propongo leerte hoy -diciendoesto tosió, para aclarar la voz -será, si me lopermites, las notas recogidas por mí después deuna muy importante conversación con unempleado de correos asirio llamado DavidAbbas. Abbas, significa en latín lo mismo que

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cura, cosa que tal vez ignores. Los resultados deesta conversación, compensan con exceso loque me costó, porque como Abbas parecíaimpacientarse algo por las preguntas que ledirigía acerca de diversos puntos de estadísticaregional, me vi obligado a convidarle a beber.

Pero en el momento en que, después detoser nuevamente, se disponía a continuar sulectura, entró Maurice violentamente en la casa,llamó con vivacidad a su tío, y un momentodespués penetró en el salón blandiendo unperiódico de la noche.

Y en verdad, traía una gran noticia. Elperiódico anunciaba la muerte del tenientegeneral sir Glasgow Beggar, caballerocomendador de la orden india de la Estrella yde la orden de San Michael y San George. Estosignificaba pura y sencillamente que la tontinano contaba ya sino dos miembros: los doshermanos Finsbury. Al fin parecía sonreír lasuerte a Maurice.

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No quiere decir esto que los dos hermanosfuesen ni hubiesen sido jamás grandes amigos.Cuando circuló la noticia del viaje de Joseph alAsia Menor. Mastermann, que era hombreaficionado a la caza y amante de las tradiciones,se expresó con cierta irritación. «¡La conductade mi hermano es simplemente poco decorosa!Acuérdense ustedes de lo que digo: ¡Acabarápor ir al Polo Norte! ¡Es un verdaderoescándalo para un Finsbury!». Estas amargaspalabras habían sido repetidas más tarde alviajero. Pero todavía recibió éste otra afrentamayor, pues Mastermann se había negado aasistir a la conferencia La educación, su fin, suobjeto, su utilidad y su alcance, aunque le habíanreservado un sitio de honor. Desde entonces nose habían vuelto a ver los dos hermanos. Peropor otra parte, jamás habían reñidoabiertamente, de modo que todo inducía a creerque no sería difícil llegar a un acuerdo entreambos. Joseph (por orden de Maurice) teníaque prevalerse de su situación de hermano

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menor, y Mastermann no había pasado nuncapor avaro ni por hombre de mal carácter. ¡Sehabían, pues, reunido todos los elementos paraun compromiso entre los dos hermanos! Asípues, al día siguiente, animado por laperspectiva de poder cobrar, al fin sus siete milochocientas libras, se presentó como unatromba en el despacho de su primo Michael.

Michael Finsbury tenía ya cierta celebridad.Lanzado desde muy temprano en lajurisprudencia y sin dirección, había llegado aser especialista en asuntos difíciles. Se leconocía como abogado de las causas perdidas;se sabía que era capaz de obtener un testimoniode un leño, o de hacer producir intereses a unamina de oro. Por lo tanto, su bufete se veíaconstantemente sitiado por la innumerablecasta de los que tienen aún un átomo dereputación que perder, y se hallan a punto deperderla; de los que han contraído amistadespeligrosas; de los que han dejado extraviarsepapeles que los comprometen, o de aquellos a

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quienes pretenden extorsionar sus antiguoscriados. En la vida privada, Michael era unhombre aficionado a divertirse, pero suexperiencia profesional, le había inspirado porcontraste, gran afición a los negociosproductivos y de escaso riesgo. Por último, yéste es un detalle no despreciable, Mauricesabía que su primo había siempre echadopestes contra la historia de la tontina.

Presentóse, pues, aquella mañana a suprimo, casi con la seguridad de triunfar, yempezó a exponerle febrilmente su plan. Dejóleel abogado, sin interrumpirle, insistir duranteun cuarto de hora largo, acerca de las ventajasevidentes de un compromiso que había depermitir a ambos hermanos repartirse el totalde la tontina. Por último, Maurice vio a suprimo levantarse de su sillón y llamar a unempleado.

-¡Pues bien, Maurice! -dijo Michael-, elasunto no me conviene!

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En vano insistió y habló el negociante encueros, y volvió todos los días siguientes paratratar de convencer a su primo. En vano leofreeió una bonificación de mil, dos mil, tresmil libras. En vano ofreció, en nombre de su tíoJoseph, contentarse con la tercera parte de latontina, dejando a Michael y a su padre las otrasdos terceras partes. El abogado le respondíasiempre:

-¡No me conviene! -¡Michael! -exclamó al fin Maurice-, no sé

qué es lo que pretende usted, pues no respondeni una sola palabra en contra de misargumentos. Por mi parte creo que no tiene másobjeto que contrariarme.

El abogado sonrió con benevolencia. -En todo caso -dijo- hay una cosa que puede

usted creer, y es que estoy resuelto a no aceptarsu proposición. Ya ve usted que hoy soy unpoco más expansivo, porque es la última vezque hemos de hablar de este asunto.

-¡La última vez! -exclamó Maurice.

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-¡Sí, amigo mío! -respondió Michael-. No mees posible dedicarle más tiempo. Y a propósito,¿no tiene usted nada que hacer? ¿Marcha por sísolo el comercio de cueros, sin necesidad deque usted se ocupe de él?

-¡Veo que sólo se propone ustedcontrariarme! -gruñó Maurice furioso-. Desdela infancia me ha tenido usted siempre malavoluntad y me ha despreciado.

-¡Qué disparate! ¡De ninguna manera!¡Jamás he pensado en odiarle! -replicó Michaelen el tono más conciliador-. Al contrario,siempre le he profesado amistad. Es usted unindividuo tan extraordinario, tan imprevisto,tan romántico, por lo menos en apariencia!

-¡Tiene usted razón! -dijo Maurice, sinescucharle-, es inútil que vuelva por aquí, y mepropongo ver a su padre en persona.

-¡Oh, no le verá usted! -dijo Michael-. Noestá visible para nadie.

-Quisiera yo saber por qué -exclamó suprimo.

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-¿Por qué? Nunca he ocultado el motivo:porque está demasiado enfermo.

-Si está tan enfermo como usted afirma-gritó Maurice-, razón de más para que ustedacepte mi proposición. ¡Quiero ver a su padre!

-¿De veras? -preguntó Michael. Dicho esto, se levantó y llamó a su

empleado. Entretanto llegó el momento en que, según

la opinión de sir Faraday Bond, el ilustremédico cuyo nombre conocen seguramentenuestros lectores, por haberlo visto en losperiódicos, el infortunado Joseph Finsbury,punto de mira de los afanes de Maurice, debíatrasladarse a Bournemouth, para respirar airemás puro. En su compañía se instaló toda lafamilia en aquel elegante desierto poblado devillas. Julia estaba encantada, porque, enBournemouth solía hacer nuevas relaciones;John, por el contrario, estaba desolado, porquetodos sus goces los tenía en la ciudad; a Josephle era completamente indiferente estar allí o en

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otro sitio con tal de tener a mano una pluma,tinta o algunos periódicos; en fin, Mauriceestaba, en suma, bastante satisfecho, porque suestancia en el campo le permitía hacer menosvisitas a su oficina y le dejaba tiempo parareflexionar en su situación.

El pobre mozo estaba dispuesto a todos lossacrificios; lo único que deseaba era recobrar sudinero y poder enviar a paseo el comercio decueros. En tal situación de ánimo, y dada lamoderación de sus exigencias, parecíale muyextraño no poder convencer a su primoMichael. «¡Si por lo menos pudiera adivinar losmotivos que le impulsan a rechazar mi oferta!»,se repetía a sí mismo, sin cesar. En efecto, dedía, paseándose por los bosques de Branksome,de noche, revolviéndose en la cama; en la mesa,olvidándose de comer, y en el baño nopensando en vestirse, siempre sentía su espírituasediado por el mismo problema: «¿Por qué noacepta Michael?».

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Al fin, se lanzó una noche a la habitación desu hermano, a quien despertó dándole fuertessacudidas.

-¿Qué hay? ¿Qué sucede? -preguntó John. -Mañana se marcha Julia -respondió

Maurice-. Vuelve a Londres a poner la casa enorden y buscar una cocinera. ¡Nosotros nosmarcharemos pasado mañana!

-¡Bravo! -exclamó John-. ¿Y por qué? -¡John, he resuelto el problema! -replicó

gravemente su hermano. -¿Qué problema? -preguntó John. -¡He descubierto por qué no acepta Michael

mi compromiso! -dijo Maurice-. ¡No lo aceptaporque no puede aceptarlo, porque nuestro tíoMastermann ha muerto, y él quiere ocultar sumuerte!

-¡Dios omnipotente! -exclamó elimpresionable John-. ¿Pero con qué motivo?¿Qué interés puede tener en ello?

-¡Impedirnos cobrar los beneficios de latontina!

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-¡Pero si no puede! -replicó John-. Túpuedes exigirle un certificado del médico.

-¿Y no has oído hablar nunca de médicosque se dejan sobornar? Abundan tanto comolas fresas en los bosques; hallarás cuantosquieras a tres libras y media por cabeza.

-¡Lo que es yo, si fuera médico, no lo haríapor menos de cuarenta libras! -no pudo menosde decir John.

-Así pues, Michael se propone explotarnos anosotros -prosiguió Maurice-. Su clientela vadisminuyendo y su reputación declina;evidentemente tiene alguna intriga entre ceja yceja, porque el tunante es más listo queCardona. Pero yo nu me mamo el dedo, yademás tengo de mi parte la ventaja de ladesesperación. Siendo niño y huérfano, me hanhecho perder siete mil ochocientas libras.

-¡Vaya, no me vengas con tu monserga desiempre! -le interrumpió John-. ¡Ya sabes quehas perdido mucho más por quererte desquitarde esa pérdida!

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2. EN EL QUE MAURICE SE DISPONE AOBRAR

Algunos días después, el curioso lector (deF. de Boisgobey) hubiera podido observar a lostres miembros masculinos de esta triste familia,que se disponía a tomar el tren de Londres en laestación de Bournemouth.

Conforme a lo que rezaba el barómetro, eltiempo debía ser variable, y Joseph Finsburyllevaba el traje propio de dicha temperatura,conforme a las prescripciones de sir FaradayBond, porque no hay que olvidar que esteilustre gaIeno no es menos rígido en lo relativoal vestido, que en lo referente al régimenalimenticio.

Aun me atrevo a decir que hay pocaspersonas de salud delicada que, por lo menos,no hayan probado a conformarse con lasprescripciones de sir Faraday Bond.

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«Evítense los vinos tintos, la carne decordero, la mermelada de naranja y el pan notostado».

Además, dice a sus enfermos: «Acuéstese usted todas las noches a las once

menos cuarto, y vístase de franela higiénica depies a cabeza. Para la calle, no hay nada tanindicado como las pieles de marta. Tampocodebe usted dejarse decalzar en casa de losseñores Dall y Crumbie».

Por último, después de cobrar la visita, sirFaraday no deja de llamar al cliente pararecomendarle de modo categórico, en la puertade su gabinete, que si quiere preservar su vida,se abstenga de comer esturión cocido.

El desdichado Joseph estaba sometido conespantoso rigor al régimen de sir Farady Bond.Aprisionaban sus pies las consabidas botassuizas; su pantalón y chaqueta eran deverdadero paño higiénico; su camisa era defranela, no menos higiénica (aunque a decirverdad, no de la más cara), y se hallaba

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envuelto en la inevitable pelliza de piel demarta. Los mismos empleados de la estación deBournemouth podían reconocer en aquelanciano a una víctima de sir Faraday, que,dicho sea de paso, enviaba a todos suspacientes a veranear en el mismo punto. En lapersona del tío Joseph no había, a decir verdad,más que un solo indicio de sus aficionesindividuales, a saber: una gorra de turista devisera puntiaguda. Toda la elocuencia deMaurice había sido inútil ante la obstinacióndel anciano en conservar aquel tocado que lerecordaba la terrible emoción que experimentóen otro tiempo, al encontrarse con un chacalmedio muerto en las llanuras de Efeso.

Subieron los tres Finsbury en su vagón einmediatamente empezaron a disputar,circunstancia insignificante al parecer, pero queresultó ser, a un tiempo, muy desdichada paraMaurice, y (me lisonjeo en creerlo así), muyfeliz para los lectores. Porque si en vez deenredarse en la disputa, Maurice hubiera

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tenido la ocurrencia de asomarse a laventanilla, hubiera sido imposible escribir lapresente novela. En efecto, Maurice no hubierapodido menos de observar la entrada en elandén de un segundo viajero, vestido con eluniforme de sir Faraday Bond, y que se instalóen el vagón inmediato. Pero el pobre mozotenía, a su parecer, algo más grave que pensar(¡y bien sabe Dios cuánto se engañaba!) ymucho más importante que pasearse por elandén antes de ponerse el tren en marcha.

-¡Habráse visto cosa igual! -exclamó apenastomó asiento, reanudando una discusión que,por decirlo así, no había cesado desde por lamañana-. ¡Ese cheque no es de usted, es mío!

-¡Lleva mi firma! -replicó el anciano, conobstinación llena de amargura-. Tengo derechopara hacer con mi dinero lo que me da la gana!

El cheque en cuestión era de ochocientaslibras que Maurice había entregado a su tíodurante el almuerzo, para que lo firmase, y queel anciano se había guardado bonitamente.

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-¡Oyes, John! -dijo Maurice-. ¡Habla de sudinero! ¡Cuando hasta la ropa que lleva puestame pertenece!

-¡Déjale tranquilo! -gruñó John-. ¡Ya meestán aburriendo los dos!

-¡Caballerito! -gritó Joseph-. Ese no es mododigno de tratar a su tío. ¡Estoy resuelto a nopermitir que se me falte más al respeto! ¡Sonustedes un par de tunantes, groseros endemasía, desvergonzados e ignorantes; y hedecidido poner término a semejante estado decosas!

-¡Carambita! -dijo el amable John. Pero Maurice no tomó el asunto con tanta

calma. El acto imprevisto de insubordinaciónde su tío le había llenado de estupefacción. Lasúltimas palabras del anciano no augurabannada bueno. Contentóse con lanzar al tíoJoseph miradas inquietas, y acabó por decir:

-¡Está bien! Ya arreglaremos eso en Londres.

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Con mano temblorosa abrió un número deEl mecánico inglés e hizo alarde de sumergirseen el estudio de este periódico.

-¿Qué mosca le habrá picado? -«ensaba susobrino-. ¡Este incidente no me huele bien!

Diciendo esto se rascaba la nariz, indiciohabitual en él de una lucha interior. Entretanto,corría el tren por aquellos campos, arrastrandosu ordinaria carga de seres humanos entre losque figuraba el anciano Joseph, absorto, alparecer, en la lectura de su periódico; a John,que medio dormitaba leyendo las anécdotas deun periódico cómico, y a Maurice, en cuyocerebro se agitaba un mundo de resentimientos,sospechas y alarmas. De esta suerte, fue el trendejando atrás la playa de Christ-Church, Herne,con sus bosques de abetos, Ringswood y otrasestaciones más. Con ligero retraso, que nadatenía de anormal, llegó a una estación en mediodel Bosque Nuevo, estación que disfrazaré conel pseudónimo de Browndean, para el caso de

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que la Compañía del Suroeste se sintiesemolestada por mis revelaciones.

Asomáronse a las ventanillas numerososviajeros, y precisamente entre ellos, el ancianoantes citado, y cuya subida al tren no habíapodido observar Maurice. Permítasemeaprovechar la ocasión para dar aquí algunasbreves indicaciones acerca de este personaje,porque, en primer término, esto me dispensaráde volver a hablar de él y, además, porque creoque, durante el curso de mi historia, no me serádado encontrar otro personaje tan respetable.Su nombre no hace al caso, pero sí su modo devivir. Este anciano caballero se había pasado lavida viajando por Europa y, al fin y al cabo,como treinta años de lectura del Calignahi'sMessenger le habían cansado la vista, habíavuelto a Inglaterra repentinamente, paraconsultar a un oculista. Del oculista pasó aldentista, y de éste al médico, según lainevitable gradación. Por el momento, nuestroanciano viajero se hallaba en manos de sir

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Faraday Bond; vestía con arreglo al modelohigiénico ya citado, y, después del obligadoveraneo en Bournemouth, volvía a Londrespara dar cuenta de su conducta al eminentegaleno. Era uno de esos viejos inglesesramplones y monótonos, con quien nos hemoscodeado cien veces en las mesas de Colonia, deSalzburgo y de Venecia. Todos los hoteleros deEuropa conocen de memoria la serie completade semejantes viajeros, y, sin embargo, simañana desapareciese de pronto la serie entera,nadie notaría su falta. El viajero que nos ocupa,en particular, se distinguía por sudesconsoladora inutilidad. Antes de partir,había pagado su cuenta en Bournemouth.Todos sus bienes muebles, constituidos por dosbaúles, se hallaban depositados en el furgón deequipajes. En el caso de que llegase adesaparecer bruscamente, los baúles, pasado elplazo reglamentario, serían adjudicados a unjudío como equipajes no reclamados; el ayudade cámara de sir Faraday Bond se vería privado

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a fin de año de algunos chelines de propina;todos los hoteleros de Europa echarían de ver,por la misma fecha, una ligera disminución ensus beneficios; y a esto se reduciría todo.

Tal vez el viejo caballero andaría rumiandopara sí mismo algo parecido a lo que acabo dedecir, porque tenía un semblante bastantemelancólico cuando apartó su cráneo calvo dela ventanilla, mientras que el tren penetrababajo el puente, con su penacho de humo, e ibaluego dejando atrás, con acelerada velocidad,las espesuras y los claros del Bosque Nuevo,mas de pronto, a algunos centenares de metrosde Browndean, se paró el tren bruscamente.Maurie Finsbury oyó repetido rumor de vocesy se precipitó a la ventanilla. Oíanse aullidos demujeres y veíanse viajeros que saltaban a la vía,mientras que los empleados del tren lesgritaban que no se levantasen de sus asientos.Después empezó el tren a retrocederlentamente hacia Browndean; y un minuto mástarde, todos aquellos diversos ruidos se

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confundieron con el silbido apocalíptico y elchoque terrible del expreso, que venía ensentido opuesto.

Maurice no oyó el ruido final de la colisión.¿Había, tal vez, perdido el conocimiento? Sóloconservaba un vago recuerdo de haber visto,como en sueños, caer y volcarse su vagón,hecho pedazos, como un castillo de naipes. Y laverdad es que, cuando volvió en sí, yacía entierra y tenía encima de la cabcza un cieloplomizo y feo, cuya vista le hacía mucho daño.Llevóse la mano a la frente, y no fue poca susorpresa al verla teñida de sangre. En el airevibraba un zumbido intolerable que Mauricesupuso que dejaría de oír cuando hubiesevuelto en sí por completo. Era como el ruido deuna fragua en acción.

Movido por el aguijón instintivo de lacuriosidad, se incorporó en seguida, se sentó, ymiró en torno suyo. En aquel sitio formaba lavía un brusco recodo, y Maurice divisó en tornosuyo los restos del tren de Bournemouth. Los

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del expreso descendente estaban, en su mayorparte, ocultos tras los árboles; sin embargo,entre las nubes de negro vapor, pudo verMaurice lo que quedaba de las dos máquinas,una encima de otra. A lo largo de la vía, veíanseindividuos que corrían acá y allá gritando ygesticulando; otros yacían inmóviles comovagabundos dormidos.

De pronto, tuvo Maurice una idea: «¡Ha habido un accidente!», pensó, y la

conciencia de su perspicacia lo reanimó enparte. Casi en el mismo instante, fijáronse susojos en John, tendido a su lado y horriblementepálido.

-¡Pobre chico! ¡Pobre camarada! -exclamóvolviendo a encontrarse aquella vieja palabraescolar. Inmediatamente, con infantil cariño,cogió entre las suyas la mano de su hermano.Gracias a este contacto no tardó John en abrirlos ojos, sentóse sobresaltado y movió los labiossin poder articular palabra.

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-Al fin -exclamó con voz de fantasma-.¡Otra! ¡Otra!

Persistían de un modo intolerable el ruidode fragua y humo.

-¡Huyamos de este infierno! -exclamóMaurice. Y ayudándose mutuamente, ambosjóvenes se pusieron de pie, estiraron susmiembros y contemplaron la escena fúnebreque les rodeaba.

En el mismo instante se acercó a ellos ungrupo de personas.

-¿Están ustedes heridos? -les gritó unhombrecillo de rostro pálido, bañado en sudor,y que, a juzgar por la manera como dirigía elgrupo, debía ser evidentemente un médico.

Maurice le enseñó su frente, y elhombrecillo, después de encogerse de hombros,le alargó un frasco de aguardiente.

-¡Tome usted, beba usted un trago y pase enseguida el frasco a su amigo, que parece tenermás necesidad que usted! ¡Después, sígannosustedes, pues hay mucho que hacer, y hace

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falta que todo el que pueda nos ayude! ¡Almenos podrán ustedes servir para ir a buscarcamillas!

Apenas se alejaron el médico y su séquito,Maurice, bajo la vivificante influencia delaguardiente, acabó de volver completamente ensí.

-¡Dios mío! -exclamó-. ¿Y el tío Joseph? -¡Es verdad! -dijo John-. ¿Dónde demonio se

habrá metido? No debe estar muy lejos, yespero que el pobre viejo no haya salido muydescalabrado.

-¡Ayúdame a buscarlo! -dijo Maurice conacento de feroz resolución.

Después exclamó vivamente, con tonogemebundo y amenazando al Cielo:

-¿Y si hubiera muerto? Ambos hermanos corrían acá y acullá,

examinando los rostros de los heridos yrevolviendo los muertos: de esta suerte habíanido pasando revista a unas veinte personas, sinhallar trazas del tío Joseph. No tardaron en

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llegar al centro del choque, donde continuabanlas dos másquinas vomitando humo conensordecedor estruendo. Era aquél un punto dela vía adonde el médico y su cortejo no habíanllegado aún. El suelo, sobre todo en el linderodel bosque, estaba lleno de asperezas: aquí seveía un foso, allá un montículo coronado porunas matas. En aquel sitio podía haber varioscuerpos ocultos; los dos jóvenes sobrinos loexploraron como hábiles sabuesos.

Maurice, que iba delante, se detuvo yextendió el índice con trágico ademán. Johnsiguió la dirección del dedo de su hermano.

En el fondo de un hoyo de arena yacía algoque había debido ser en otro tiempo un serhumano. El rostro estaba horriblementemutilado, siendo absolutamente imposibleidentificar el cadáver; pero los dos jóvenes notenían necesidad de reconocer el rostro. Elcráneo calvo, sembrado de escasos cabellosblancos, la pelliza de marta, el paño y la franelahigiénicos -por último, hasta las botas suizas de

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los señores Dall y Crumbie-, todo atestiguabaque aquel cuerpo era el de su tío Joseph. Sólofaltaba la gorra de visera puntiaguda, quedebió haberse extraviado en el cataclismo.

-¡Pobre viejo! -dijo John, con ciertaverdadera emoción-. Daría de buena ganacincuenta libras porque no lo hubiéramosembarcado en este tren.

De muy distinto género era la emoción quese leía en el rostro de Maurice, mientrasexaminaba el cadáver. Pensaba en aquellanueva y suprema injusticia del destino. Siendoniño y huérfano le habían robado siete milochocientas libras; se había metido a la fuerzaen un negocio de cueros que no marchaba muybien; le habían echado encima la carga de missJulia, y su primo había proyectado despojarledel beneficio de la tontina. Todo lo habíasoportado, casi podía decir con dignidad, y¡ahora le mataban a su tío!

-¡Pronto! -dijo a su hermano, con vozanhelante-; cógele de los pies; es preciso que le

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ocultemos en el bosque, pues no quiero que loencuentren otros.

-¡Vaya una broma! -exclamó John-¡ ¿y paraqué?

-¡Haz lo que te digo! -replicó Maurice,cogiendo el cadáver por los hombros-. ¿Quieresque me lo lleve yo solo?

Hallábanse en el lindero del bosque; consólo dar diez o doce pasos, se hallaron acubierto; y, un poco más lejos, depositaron sucarga en un claro arenoso; después de esto seincorporaron y contemplaronmelancólicamente el cadáver.

-¿Qué piensas hacer con él? -murmuró John. -¡Naturalmente, enterrarlo! -respondió

Maurice. Dicho esto, abrió su navaja y empezó a

hacer un agujero en la arena. -¡Jamás lograrás nada con tu navaja! -le dijo

su hermano. -¡Si no quieres ayudarme, miserable cobarde

-aulló Maurice-, vete al demonio!

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-¡Es una locura ridícula -dijo John-, pero noquiero que me puedas acusar de cobarde!

Diciendo esto, empezó a ayudar a suhermano.

El suelo era arenoso y ligero, pero estabacruzado en todas direcciones por raíces deabeto. Los dos jóvenes se ensangrentaroncruelmente las manos. Tras una hora de trabajoheroico, sobre todo por parte de Maurice,apenas habían ahondado unas nueve pulgadas.Mal o bien, allí metieron el cuerpo, echándoleencima arena y más arena, que tuvieron quetraer de otros sitios con gran trabajo.Desgraciadamente, por uno de los extremos dellúgubre túmulo continuaban saliendo dos piescalzados con las brillantes botas suizas.

Pero tanto peor. Los nervios de los dosenterradores no podían resistir más. Mauricemismo no tenía ya fuerzas. Como dos lobos,ambos hermanos se refugiaron en una espesuravecina.

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-¡Hemos hecho lo mejor que podíamos! -dijoMaurice.

-Y ahora -respondió John-, ¿me harás elfavor de decirme qué significa esto?

-¡A fe mía -exclamó Maurice-, si no locomprendes por ti mismo, me será difícilhacértelo comprender!

-¡Oh! ¡Supongo que será algo referente a latontina! -replicó John-. ¡Pero te aseguro que espura locura! ¡La tontina está perdida, y seacabó!

-¡Te repito que el tío Mastermann hamuerto! ¡Lo sé! ¡Oigo una voz interior que melo dice!

-¡Sí, y el tío Joseph ha muerto también! -dijoJohn.

-¡Si yo no quiero no ha muerto! -¡Pues bien -dijo John-; admitamos que el tío

Mastermann haya muerto! En este caso, notenemos más que decir la verdad y obligar aMichael a que haga otro tanto.

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-¿Te figuras que Michael es un imbécil?-dijo irónicamente Maurice-. No puedescomprender que hace ya años que estápreparando el golpe. Todo lo tiene dispuesto: laenfermera, el médico y el certificado dedefunción con la fecha en blanco. Apuesto aque si revelamos lo que acaba de suceder,dentro de dos días sabemos la muerte denuestro tío Mastermann. Pero oye bien lo que tedigo, John. Lo que Michael puede hacer, puedoyo hacerlo también. Si él puede armar uninfundio, yo puedo armar otro. Si su padre hade vivir eternamente, te juro por Dios vivo, quemi tío vivirá del mismo modo.

-¿Y en todo esto qué papel desempeña laley? -preguntó John.

-¡Un hombre debe tener a veces el valor deobedecer a su conciencia! -respondió Mauricecon dignidad.

-¡Pero supongamos que te equivocas!¡Supongamos que el tío Mastermann está envida y se halla sano como una manzana!

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-En este caso -respondió Maurice-, nuestrasituación no sería peor que antes. ¡En realidades mejor! El tío Mastermann tiene que morir undía u otro necesariamente. Mientras el tióJoseph estaba en vida, tenía que morir a su vezun día u otro, al paso que ahora no tenemosque temer semejante alternativa. Lacombinación que propongo no tiene límites.¡Puede durar hasta el juicio final!

-¡Si por lo menos supiera en qué consiste tucombinación! -suspiró John-; pero; ¡ya sabesque has sido siempre un terrible soñador!

-¡Quisiera saber cuándo he sido yo soñador!-exclamó Maurice-. ¡Poseo la más hermosacolección de sortijas con sello que existe enLondres!

-¡Sí, pero olvidas el negocio de los cueros!-añadió el otro-. ¡No me podrás negar que es unverdadero buñuelo!

Maurice dio en aquellas circunstancias unaprueba muy notable del dominio de sí mismo;

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no se ofendió por la alusión de su hermano. Nisiquiera respondió a ella.

-Por lo que hace al asunto que ahora nosocupa -repuso-, una vez que tengamos anuestro tío en nuestra casa de Bloomsbury,estaremos libres de cuidados. Lo enterraremosen la bodega, que parece hecha a propósitopara ello; entonces no tendré más que hacersino echarme a buscar un médico fácil desobornar.

-¿Y por qué no le dejamos aquí? -preguntóJohn.

-Porque necesitamos tenerle a mano cuandollegue su hora -replicó Maurice-. ¡Y además,porque no conocemos este país! Este bosquepuede muy bien ser un paseo favorito para losenamorados. No sueñes a tu vez y piensa,conmigo, en resolver la única y verdaderadificultad con que ahora luchamos. ¿Cómopodremos transportar el cuerpo de nuestro tío aBloomsbury?

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Propusieron ambos hermanos varios planes,que fueron discutidos y rechazados. No habíaque pensar, naturalmente, en la estación deBrowndean, que en aquel momento debía serun centro de curiosidad y chismorreo siendoasí que lo esencial era enviar el cuerpo aLondres sin que nadie sospechase una palabra.John propuso tímidamente un tonel de cerveza.Pero las objeciones eran tan patentes, queMaurice ni siquiera tuvo que expresarlas. Nomenos impracticable resultaba la compra de uncajón de embalar. ¿Para qué podían necesitarsemejante caja dos caballeros que no teníanequipaje?

-¡No, no! ¡Estamos tocando el violón! -dijoMaurice-. Hay que estudiar la cosa con máscuidado. Figúrate -repuso tras un momento desilencio, y hablando con frases entrecortadas,como si pensase en voz alta-, figúrate quealquilamos una casa de campo por un mes. Elque alquila una casa semejante, puede compraruna caja de embalar sin que llame la atención.

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Figúrate, además, que alquilamos la casa hoymismo, que esta tarde compro la caja y que,mañana por la mañana, la llevo en unacarretilla de mano, yo mismo en persona, aRingwood, a Lyndhurst o a cualquiera otraestación. Nada nos impide poner encima lasiguiente inscripción:

Muestras. ¿Qué te parece, Johnny? ¡Creo queesta vez he puesto el dedo en la llaga!

-En verdad me parece realizable -contestóJohn.

-Excusado es decir que tomaremosseudónimos. ¡Sería una locura conservarnuestros verdaderos nombres! ¡Qué te parece,por ejemplo, «Mastermann»? ¡Tiene ciertocarácter majestuoso!

-¡Bah! ¡No quiero llamarme Mastermann!Puedes guardarlo para ti si te agrada. Por loque a mí hace, me llamaré Vance, el granVance; «¡Sin falta, seis últimas noches!». ¡Esto síque es un seudónimo!

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-¡Vance! -exclamó Maurice-; un nombre depayaso. ¿Te figuras que estamos representandouna pantomima para distraernos? ¡Nadiepuede llamarse Vance, como no sea en un cafécantante!

-¡Precisamente por eso me agrada estenombre! -respondió John-. Le da a uno ciertocarácter de artista. Por tu parte, puedesllamarte como quieras. ¡Yo me atengo a Vance,y de ahí nadie me saca!

-¡Pero hay otra porción de nombres deteatro! -dijo Maurice, con tono suplicante-.Leybourne, Irving, Brough, Toole...

-¡El único que me agrada es Vance!¡Canastos! -respondió John-. ¡Se me ha metidoen la mollera tomar este nombre, y no hay másque hablar!

-¡Está bien! -dijo Maurice, que comprendíaque todos sus esfuerzos se habrían de estrellarcontra la obstinación de su hermano-. ¡Meresigné, pues, a llamarme Robert Vance!

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-¡Y yo seré George Vance! -exclamó John-.¡El único, el verdadero Vance! ¡Música,maestro!

Después de arreglar como mejor pudieronel desorden de su traje, los dos hermanosvolvieron dando un rodeo a Browndean, a finde comer y de poder alquilar una villa. Nosiempre es cosa fácil el descubririnmediatamente una casa amueblada en unsitio que no suelen frecuentar los forasteros.Pero la buena suerte de nuestros héroes lesdeparó a un carpintero viejo y más sordo queuna tapia, que podía alquilarles una casa. Estaúltima, situada a kilómetro y medio de todavecindad, les pareció tan apropiada para lo quedeseaban, que al divisarla no pudieron menosde cambiar una mirada de inteligencia. Sinembargo, vista de cerca, no dejaba de presentarinconvenientes. En primer término, por suposición, porque estaba situada en unahondonada, que había sido antes, seguramente,un pantano, y como estaba rodeada de árboles

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por todos lados no debía ser muy clara aun enpleno día. Cubrían las paredes placas verdosas,cuyo sólo aspecto era una amenaza deenfermedad. Las habitaciones eran pequeñas,los techos bajos y el mueblaje de lo másprimitivo; reinaba en la cocina cierto perfumede humedad, y el único dormitorio que habíano poseía más que una cama. Maurice, a fin deobtener alguna rebaja, hizo notar al carpinteroeste último inconveniente.

-¡Caramba! -replicó el buen hombre, cuandollegó al fin a enterarse-, ¡si no son ustedescapaces de dormir los dos en la misma cama,harían bien en alquilar un castillo!

-¡Además -continuó Maurice-, no hay agua!¿Cómo haremos para tenerla?

-¡No hay más que llenar esto en la fuenteque está ahí a dos pasos! -respondió elcarpintero posando su manaza sucia y negra enun tonel vacío colocado en la puerta-. ¡Mireusted, aquí hay un cubo para ir a la fuente! ¡Enverdad esto constituye una distracción!

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Maurice guiñó a su hermano y y procedió alexamen del barril. Estaba casi nuevo y parecíasólidamente construido. Si no hubieran estadoresueltos de antemano a alquilar la casa, eltonel hubiera bastado para decidirles. Quedóinmediatamente cerrado el trato y pagado elprimer mes de alquiler. Una hora despuéshubiera el lector podido ver a los hermanosFinsbury que penetraban en su amable cottagecon una lámpara de alcohol, que debía servirlesde cocina; una enorme llave, símbolo de sudominio, un respetable pedazo de lomo decerdo y un litro del whisky más malo de todoHampshire. So pretexto de que eran pintorespaisajistas habían alquilado para el díasiguiente una ligera pero sólida carretilla demano, de modo que cuando tomaron posesiónde su nueva morada, pudieron decir conjusticia que habían vencido lo más grave de ladificultad.

John se dedicó a preparar el té, mientras queMaurice, a fuerza de explorar la casa, había

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tenido la suerte de encontrar la tapadera deltonel en uno de los anaqueles de la cocina. ¡Elmaterial de embalaje estaba, pues, completo! Afalta de paja, las mantas de la cama podíandesempeñar análogo papel en el tonel; despuésde todo, dichas mantas estaban tan sucias quelos dos hermanos no podían pensar enemplearlas en cosa mejor. Maurice, al verallanarse los obstáculos, se sintió penetrado deun sentimiento muy parecido a la exaltación.

Sin embargo, había aún una dificultad nopequeña que vencer: ¿consentiría John enquedarse solo en la casa? Maurice vaciló largotiempo antes de atreverse a proponérselo.

Sea como quiera, ambos hermanos sesentaron con verdadero buen humor a lamesilla de madera blanca y atacaronvigorosamente el lomo de cerdo. Mauriceestaba satisfecho con el triunfo que habíaconseguido descubriendo la tapadera; y el granVance se complacía en aprobar las palabras desu hermano, pegando acompasadamente con el

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vaso en la mesa, como suele hacerse en los caféscantantes.

-¡El negocio está arreglado! -exclamó al fin-.¡Ya te había yo dicho que lo que convenía paraenviar el bulto era un tonel!

-¡Sí; es verdad, tenías razón! -repusoMaurice, creyendo que la ocasión se prestaba apreparar a su hermano-. Pero es el caso queserá preciso que permanezcas aquí hasta que yote avise. Yo diré que el tío Joseph se haquedado en el Bosque Nuevo para descansarun poco y respirar aire saludable. No es posibleque volvamos juntos a Londres; jamáspodríamos explicar la ausencia de nuestro tío.

John cambió inmediatamente de tono. -¡Eh, niño, no me vengas con eso! -declaró-.

Si quieres te puedes quedar tú en este agujero.¡Lo que es yo, ni pensarlo!

Maurice sintió subírsele los colores a la cara.A todo trance era preciso que John aceptase elquedarse.

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-¡Te ruego, Johnny -dijo-, que recuerdes elimporte de la tontina! Si triunfo tendremos cadauno veinte mil libras y hasta muy cerca detreinta mil con los intereses.

-Sí, pero ¿y si fracasas? ¿Qué sucederá enese caso?

-Yo me encargaré de todos los gastos-declaró Maurice tras una larga pausa-. ¡Noperderás ni un centavo!

-¡Vamos! -dijo John riendoestrepitosamente-, si tú cargas con todos losgastos y me das la mitad de las ganancias,consiento en quedarme aquí un día o dos.

¡Un día o dos! -exclamó Maurice, queempezaba a impacientarse y le costaba trabajocontenerse-. ¡Vamos, creo que harías algo máspor ganar cinco libras en las carreras!

-¡Sí, tal vez! -respondió el gran Vance-, peroeso depende de mi temperamento de artista.

-¡Eso significa simplemente que tu conductaes monstruosa! -repuso Maurice-. ¡Tomo a micargo todos los riesgos, paga todos los gastos,

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te doy la mitad de los beneficios y te niegas aimponerte la menor privación para ayudarme!¡Eso no está bien ni mucho menos!

La violencia de Maurice no dejó de haceralguna impresión en el excelente Vance.

-Pero supongamos -dijo éste al fin- que vivenuestro tío Mastermann y que vivirá aún diezaños. ¿Habré yo de estar aquí pudriéndometodo ese tiempo?

-¡Hombre, no, claro que no! -repusoMaurice con tono más conciliador-. Te pidoúnicamente un mes como máximo. ¡Si al cabode un mes no ha muerto nuestro tíoMastermann, podrás largarte al extranjero!

-¡Al extranjero! -repitió vivamente John-.¡Hombre, y por qué no largarme ahora enseguida! ¿Quién te impediría decir que tíoJoseph y yo hemos ido a reponernos en París?

-¡Vamos, no digas locuras! -respondióMaurice.

-Hombre, después de todo, reflexiona unpoco y echa una mirada en torno tuyo -dijo

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John-. ¡Esta casa es una verdadera pocilga,lúgubre y húmeda! ¡Tú mismo declarabas haeepoco que era húmeda! -¡Sí, pero se lo decía alcarpintero -observó Maurice- para obteneralguna rebaja! A decir verdad, ahora queestamos dentro, debo confesar que las haypeores.

-¿Y qué será de mí? -gimió la víctima-.¿Podré a lo menos invitar a algún camarada?

-Querido John, si no crees que la tontinamerece un ligero sacrificio, dilo de una vez y lomando todo a paseo.

-¡Por lo menos estás seguro de las cifras queme has dicho? -preguntó John-. ¡Ea! -prosiguió,lanzando un profundo suspiro-, cuida deenviarme regularmente el Léame usted y todoslos periódicos satíricos. ¡A fe mía, adelante conlos faroles!

A medida que avanzaba la tarde, la dichosacasita recordaba más íntimamente su pantanonatal; iba sintiéndose en todas las habitacionesun frío espeluznante; la chimenea echaba

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humo, y pronto una ráfaga de aire hizo entraren la habitación, por entre las hendiduras de laventana, un verdadero chubasco. Pormomentos, cuando la melancolía de los dosinquilinos amenazaba trocarse endesesperación, Maurice destapaba la botella dewhisky. John acogió al principio con júbilo estadistracción pero el placer no duró largo tiempo.He dicho antes que el tal whisky era el másmalo de todo Hampshire; sólo los que conocenesta comarca pueden apreciar el valor exacto deeste superlativo. Al fin, el mismo gran Vance,que no era sin embargo muy experto en lamateria, no tuvo valor para acercar a sus labiosla nauseabunda bebida. Imagínese, porañadidura, la invasión de las tinieblas,débilmente combatidas por una candela que seempeñaba en arder sólo en parte, y secomprenderá que, repentinamente, dejase Johnde silbar, metiéndose los dedos en la boca,ejercicio a que se entregaba hacía una hora paratratar de olvidar los goces del arte.

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-¡Jamás podré estar aquí un mes! -declaró-.¡Nadie sería capaz de ello! ¡Tu combinación esuna locura, Maurice! ¡Vámonos de aquí enseguida!

Fingiendo admirabIe indiferencia, Mauricepropuso a su hermano una partida de tejo. ¡Aqué concesiones tiene a veces que descender undiplomático! Era éste por otra parte el juegofavorito de John (los demás le parecíandemasiado intelectuales) y jugaba con tantasuerte como destreza. El pobre Maurice, por elcontrario, echaba mal las monedas, tenía unamala suerte congénita y además pertenecía aesa especie de jugadores que se irritan cuandopierden. Pero aquella noche estaba dispuestode antemano a toda clase de sacrificios.

A eso de las siete, Maurice, después deatroces torturas, había perdido de cinco a seischelines. Aun teniendo a la vista la perspectivade la tontina, era aquello el límite de lo quepodía soportar. Prometió desquitarse otra vez y

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entretanto propuso una ligera colaciónacompañada de un grog.

Y cuando ambos hermanos hubieronterminado este último entretenimiento, llegó lahora de poner manos a la obra. Habían vaciadoel tonel; lo llevaron rodando hasta el hogar, losecaron con esmero y, hecho esto, amboshermanos salieron en medio de la más densaoscuridad, para ir a desenterrar a su tío Joseph.

3. EL CONFERENCIANTE EN LIBERTAD

Los filósofos deberían, ciertamente, tomarseel trabajo de investigar con seriedad si loshombres son o no capaces de acostumbrarse ala dicha. Lo cierto es que no pasa un mes sinque algún hijo de buena familia huya de sucasa para alistarse en un barco mercante, o unmarido mimado tome las de Villadiego parairse a Texas con su cocinera. Se ven a vecespastores que huyen de sus feligreses y hasta se

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suele hallar algún juez que abandonevoluntariamente la magistratura.

En todo caso no se extrañará el lector si ledigo que Joseph Finsbury había meditadovarios proyectos de evasión. El destino deaquel excelente anciano -no vacilo endeclararlo- no realizaba el ideal de la felicidad.Seguramente Maurice, a quien con frecuenciahe tenido ocasión de encontrar en elMetropolitano, es un caballero muy estimable;pero no me atrevería a proponerlo comomodelo de sobrinos. Por lo que hace a suhermano John, era naturalmente un buenmuchacho; pero si cualquiera de ustedes nohubiera tenido otra cosa que le retuviera en suhogar más que su persona, me figuro que nohubieran ustedes tardado en acariciar elproyecto de emprender un viaje al extranjero.Es verdad que el anciano Joseph tenía un lazomás sólido que la presencia de sus dos sobrinospara retenerle en Bloomsbury; y este lazo noera ciertamente, como pudiera suponerse, la

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compañía de Julia (aunque el anciano queríabastante a su pupila), sino la enorme colecciónde cuadernos de notas en que habíaconcentrado su vida entera. El que el ancianoJoseph se hubiese resignado a separarse deaquella colección es una circunstancia quehabla muy poco en favor de las virtudesfamiliares de sus dos sobrinos.

Sí, la tentación de la fuga databa ya devarios meses en el alma del tío, y cuando éste sehalló de pronto en posesión de un cheque deochocientas libras pagadero a su nombre, latentación se convirtió inmediatamente enresolución formal. Se guardó el cheque que,para un hombre tan frugal como él,representaba la riqueza y se propusodesaparecer entre la multitud a la llegada deltren a Londres, o bien, si no lo conseguía,escaparse de la casa durante la noche ydisiparse como un sueño entre los millones dehabitantes de la capital, tal era su proyecto;pero la coincidencia particular de la voluntad

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de Dios y de un error del guardagujas hizo queno tuviese que esperar tanto tiempo pararealizarlo.

Después de la catástrofe ferroviaria, fue unode los primeros en volver en sí y ponerse enpie, y no bien hubo descubierto el estado depostración de sus dos sobrinos, cuandoaprovechando su buena suerte, puso pies enpolvorosa. Un hombre de setenta añoscumplidos, que acababa de ser víctima de unaccidente de ferrocarril y que además tiene ladesgracia de verse abrumado con el uniformecompleto de los clientes de sir Faraday Bond,no es posible que corra como una liebre, perocomo el bosque estaba a dos pasos y ofrecía alfugitivo un asilo siquiera temporal, se metió enél con celeridad pasmosa. Como el buen viejose sentía algo molido después de la sacudida,se tendió en tierra en medio de la espesura, yno tardó en quedarse profundamente dormido.

Los caminos de la Providencia ofrecen confrecuencia al observador desinteresado un

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espectácuto de los más divertidos. Confieso queno puedo menos de sonreír al pensar que,mientras Maurice y John se ensangrentaban lasmanos para enterrar en la arena el cuerpo de unhombre que nada les tocaba, su buen tíodormía a pierna suelta a unos cien pasos deellos.

Despertóle el agradable sonido de unatrompa que sonaba en la carretera inmediata,por donde pasaba un mail-coach que conducía aun grupo de turistas. El sonido regocijó el viejocorazón de Joseph, y guió además sus pasos, desuerte que no tardó en hallarse a su vez en lacarretera, mirando a derecha e izquierda bajo lavisera de su gorra y preguntándose qué haríade su persona. No tardó en oírse a lo lejos ruidode ruedas, y Joseph vio acercarse un carromatocargado de bultos, guiado por un cochero deaspecto benévolo y que llevaba pintado enambos lados el siguiente letrero: «J. Chandler;carretero». ¿Obedeció Joseph a un vago eimprevisto instinto poético al concebir la idea

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de continuar su evasión en el carromato delseñor Chandler? Más bien me inclino a creerque obedeció a consideraciones de carácter másesencialmente práctico. El viaje le saldría baratoy, hasta tal vez, con un poco de astucia, lograríahacerlo de balde. Había, sin embargo, laperspectiva de coger frío en el pescante, pero,después de varios años de guantes y de franelahigiénica, el corazón de Joseph sentía vivasansias de exponerse a coger un catarro.

El carretero debió quedar tal vez algosorprendido al hallar en un sitio tan solitario dela carretera un caballero tan viejo, tanextrañamente vestido y que le suplicaba contanta amabilidad que se dignase darle acogidaen el pescante de su carruaje. Pero el carreteroera, en efecto, un buen hombre que se alegrabasiempre de poder hacer un favor; así pues,acogió con mucho gusto al tío Joseph. Además,como consideraba la discreción regla esencialde la cortesía, se abstuvo de hacerle la menorpregunta.

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Por otra parte, el señor Chandler no eramuy hablador; pero apenas se puso de nuevoen marcha el carromato, cuando el dignocarretero tuvo que sufrir el inesperado choquede una conferencia.

-La mezcla de cajas y paquetes que contienesu carro -dijo inmediatamente el forastero-, asícomo la excelente yegua flamenca que nosconduce me hacen conjeturar que ejerce ustedel empleo de carretero, en ese gran sistema detransportes públicos que a pesar de todas susdeficiencias, son la honra de nuestro país.

-Sí, señor -respondió vagamente el señorChandler, que no sabía en realidad lo que debíaresponder-. Pero el establecimiento de lospaquetes postales ha hecho mucho daño a losde nuestro oficio.

-Soy un hombre libre de preocupaciones-continuó Joseph Finsbury-. En mi juventud hehecho numerosos viajes, y jamás hallaba nadademasiado pequeño para mi curiosidad. En misviajes por mar he estudiado los diferentes

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nudos marinos y he aprendido todos lostérminos técnicos. En Nápoles aprendí a guisarlos macarrones; en Cannes me puse al corrientede la fabricación de frutas confitadas. Jamás heido a oír una ópera sin haber comprado antes ellibreto y hasta sin haberme familiarizado unpoco con los principales pasajes, tocándolos conun solo dedo en el piano.

-¡Debe usted haber visto muchas cosas,caballero! -dijo el carretero arriando su bestia.

-¿Sabe usted cuántas veces se halla citada lapalabra látigo en el Antiguo Testamento?-repuso el conferenciante-. Si mi memoria nome es infiel, está citada 147 veces.

-¿De veras, caballero? -dijo el señorChandler-. ¡He ahí una cosa que jamás hubieracreído!

-La Biblia contiene tres millones quinientasuna mil doscientas cuarenta y nueve letras. Encuanto a los versículos, tiene más de dieciochomil. La Biblia ha tenido numerosísimasediciones y el primero que la introdujo en

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lnglaterra fue Wicliff, hacia el año 1300. Lallamada Paragraph bible es una de las edicionesmás conocidas y debe su nombre a hallarsedividida en párrafos.

El carretero se limitó a responder secamenteque «era muy posible» y consagró su atención ala empresa más familiar de evitar el choque conuna carreta de heno que caminaba en sentidocontrario, tarea bastante difícil, por otra parte,porque la carretera ere estrecha y tenía unacuneta a cada lado.

Una vez evitado felizmente el encuentro conla carreta, exclamó el señor Finsbury:

-Veo que lleva usted las riendas con unasola mano: Debería usted llevarlas con las dos.

-Hombre, ésa sí que es buena! -exclamódesdeñosamente el carretero.

-Lo que le digo a usted es un hechocientífico -repuso el señor Finsbury- y se fundaen la teoría de la palanca, que es una de lasramas de la mecánica. En esta parte de laciencia existen hoy unos muy interesantes y

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baratos libritos que un hombre de clase deberíaleer con gran provecho. ¡Temo que no hayausted practicado mucho el gran arte de laobservación! ¡Hace cerca de media hora queestamos juntos y no le he oído a usted emitir unsolo hecho! ¡Es, en verdad, un grave defecto,amigo mío! Así, por ejemplo, no sé si al pasarcerca de la carreta de heno observó usted haceun momento que había echado hacia laizquierda.

-¡Pues ya lo creo que lo he observado!-exclamó el señor Chandler, que empezaba aamoscarse-. ¡El carretero me hubiera hechomultar si no hubiera tomado la izquierda!

-Pues bien, en Francia -continuó el anciano-,y aun creo que en los Estados Unidos, hubierausted tenido que tomar hacia la derecha.

-¡Eso sí que no! -declaró indignado el señorChandler-. ¡Le juro a usted que hubiera tomadoa la izquierda!

-Observo -continuó el señor Finsbury, nodignándose responder a esto-, que remienda

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usted los arreos con hilo grueso. Siempre heprotestado contra la negligencia y la rutina delas clases pobres en Inglaterra. En unaalocución que pronuncié cierto día ante unpúblico ilustrado...

-No los remiendo con hilo grueso-interrumpió frescamente el carretero-, sino conbramante.

-He sostenido siempre -repuso el anciano-que en su vida privada y doméstica las clasesinferiores de este país son imprevisoras,rutinarias y nada inteligentes. Así, para no citarmás que un ejemplo...

-¿Qué diablos entiende usted por «clasesinferiores»? -gritó el señor Chandler-. ¡Usted síque es una clase inferior! ¡Si hubiera sabido queera usted un aristócrata de tal calibre, no lehubiera dejado montar en mi carro!

Estas palabras las pronunció con unaentonación lo más desagradable del mundo:evidentemente aquellos dos hombres no habíannacido para entenderse. Aun tratándose de un

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hombre tan locuaz como el señor Finsbury, nohabía que pensar en prolongar la conversación.El anciano se limitó a calarse más la visera de lagorra con ademán resignado; después de locual, sacando del bolsillo un cuadernito y unlápiz azul, no tardó en entregarse a las deliciasde la estadística.

El carretero, por su parte, se puso a silbarcon energía. Si de vez en cuando echaba unahojeada a su compañero, era con una mezcla detriunfo y de temor: de triunfo, porque habíalogrado poner un dique a su flujo de palabras;de temor, porque temía que de un momento aotro se reanudase dicho flujo. Hasta unverdadero aguacero, un chubasco que cayóbruscamente sobre ellos y cesó también derepente, lo pasaron sin chistar y de este modoentraron en silencio en la ciudad deSouthampton. Había llegado la noche ybrillaban los escaparates de las tiendas en lascalles de la vieja ciudad: en las casasparticulares alumbraban los quinqués la

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comida nocturna. El señor Finsbury empezó apensar con complacencia en que iba a poderinstalarse en una habitación donde no pudieseturbar su tranquilidad la vecindad de sussobrinos. Ordenó cuidadosamente sus papeles,se los metió en el bolsillo, tosió para aclararse lavoz y lanzó al señor Chandler una miradavacilante.

-¿Tendría usted la amabilidad -se atrevió adecir- de indicarme una posada?

El señor Chandler reflexionó un momento. -¿Convendría la Posada de las Armas de

Tregonwell? -dijo. -Me conviene perfectamente -dijo el

anciano-, si la casa es limpia y poco costosa y siestá habitada por gente cortés.

-¡Oh, no pensaba en usted! -repusoingenuamente el señor Chandler-, sino en miamigo Watts, el posadero. Es un antiguo amigoque me ha prestado muy buenos servicios y mepregunto ahora si debo, en conciencia, enviar aun hombre tan bueno un cliente como usted,

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que es capaz de matarle con sus explicaciones.Sí, me pregunto si obro bien -añadió el señorChadler, con el acento de un hombre a quienatormentan graves escrúpulos de conciencia.

-Oiga usted lo que le digo -dijo el anciano-.Ha tenido usted la amabilidad de conducirmegratis en su carro, pero eso no le autoriza ahablarme de esa manera. Tome usted un chelínpor su trabajo. ¡Además, si no quiere ustedconducirme a las Armas de Tregonwell, iré apie y santas Pascuas!

El vigor de este apóstrofe intimidó al señorChandler. Murmuró algo parecido a unaexcusa, dio vueltas al chelín entre sus dedos,echó su carruaje en silencio por una callejuela,luego por otras, y se detuvo al fin ante lasventanas vivamente iluminadas de una posada.

Sin dejar su asiento, gritó: -¡Watts! -¡Es usted, Jem? -gritó una voz amistosa

desde el fondo de la cuadra-. ¡Entre usted acalentarse, amigo mío!

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-¡Oh, gracias! Me detengo sólo un minuto, alpaso para dejar aquí a un Señor anciano quebusca posada. ¡Pero le advierto que tengacuidado con él! Es peor que un miembro de laLiga antialcohólica.

Trabajo le costó bajarse al señor Finsbury,porque la larga inmovilidad en el pescante lehabía entumecido y además se resentía aún dela sacudida de la catástrofe. El excelente señorWatts, a pesar de la advertencia del carretero, lerecibió con perfecta cortesía y le hizo entrar enla salita del fondo, donde había excelente fuegoen la chimenea. No tardó en ser servida la mesaen aquella misma salita, y el anciano se vioinvitado a sentarse ante un ave estofada, queparecía estarle aguardando desde hacía variosdías, y ante un jarro de cerveza recién sacadadel tonel.

Aquella cena le devolvió todo su vigor, desuerte que, cuando acabó de comer fue ainstalarse más cerca del fuego, y empezó aexaminar a las personas sentadas en las mesas

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inmediatas. Había allí una docena de bebedoresde edad madura en su mayor parte ypertenecientes todos ellos a la clase obrera,según pudo observar con satisfacción JosephFinsbury. El viejo conferenciante había yatenido ocasión de notar dos de los rasgos máscaracterísticos y constantes de los hombres dedicha clase, a saber: su afán por saber hechosmenudos, inconexos, y su afición a lasdisensiones absurdas. Así fue que nuestroamigo resolvió inmediatamente pagarse, antesde que terminase aquel memorable día, elsaludable goce de una alocución. Sacó losanteojos de su funda, se los aseguró en la narizy, tomando un lío de papeles que llevaba en elbolsillo, los extendió ante sí sobre la mesa.Desdoblólos y los aplastó con ademáncomplaciente. Ya los levantaba hasta la alturade su nariz, evidentemente satisfecho de sucontenido; ya, frunciendo las cejas, parecíaabsorto en el estudio de algún detalleimportante. Una ojeada furtiva en torno suyo le

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bastó para asegurarle el éxito de su maniobra;todos los ojos se habían vuelto hacia él, lasbocas estaban abiertas y las pipas descansabansobre las mesas; los pájaros habían caído en elgarlito. La entrada del señor Watts en aquelmismo instante suministró al orador materiapara su exordio.

-Observo, señor mío -dijo dirigiéndose alposadero, pero con una mirada alentadora parael resto del auditorio, como si hubiera queridodarles a entender que su confidencia se dirigíaa cada uno de ellos-, observo que algunos deestos señores me consideran con curiosidad y,en efecto, es poco común ver a un hombreocupado en investigaciones intelectuales en lasala pública de una taberna. Pero no he podidoprescindir de releer ciertos cálculos que hiceesta mañana mismo, acerca del coste medio dela vida en este país y en otros muchos. Inútilcreo decir que es éste un punto por demásinteresante para los representantes de las claseslaboriosas. He hecho este cálculo conforme a

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una escala de rentas que va desde ochenta adoscientas libras por año. La renta de ochentalibras no ha dejado de causarme bastanteembarazo, por eso las cifras que a la mismaconciernen no son enteramente rigurosas,porque por ejemplo, los diferentes modos quehay de lavar la ropa, bastan para producirserias diferencias en los gastos generales. Por lodemás, voy a pedir a ustedes que me permitanleerles el resultado de mis observaciones, yconfío en que no tendrán ustedes inconvenienteen indicarme los ligerísimos errores que hayapodido cometer, ya por negligencia, ya porinsuficiencia de datos. Empezaré, señores «porla renta de ochenta libras.

Dicho esto el anciano, tan despiadado paracon aquellos pobres diablos como si hubieransido animales, soltó el flujo de sus fastidiosas eineptas estadísticas. Para cada renta dabanueve versiones sucesivas y transportabasucesivamente a su imaginario personaje aLondres, a París, a Bagdad, a Spitzbergen, a

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Basorah, a Cork, a Cincinnati, a Tokio y a NijniNovgorod. No se asombrará nadie si digo quesus oyentes de Southampton se acuerdan aúnde aquella velada como de la más mortalmentefastidiosa de su vida.

Mucho antes de que el señor Finsburyllegase a Nijni Novgorod, en compañía de unhombre absolutamente ficticio, poseedor deuna renta de cien libras, todo su auditorio sehabía ido eclipsando discretamente, aexcepción de dos viejos borrachos y del señorWatts, que soportaba estoicamente su fastidio,con admirable valor. A cada momento entrabannuevos clientes, pero apenas servidos, seapresuraban a tragar su cerveza y a marcharsea otra taberna.

Sólo el señor Watts llegó a saber lo quepodía costar en Bagdad la vida de un hombreposeedor de una renta de doscientas cuarentalibras. Y apenas esta entidad imaginariaacababa de trasladarse a Basorah, cuando el

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mismo posadero, no obstante su valor, tuvoque abandonar la sala.

Después de las múltiples fatigas del día, elseñor Finsbury durmió profundamente.Levantóse al día siguiente a eso de las diez, ytras un excelente desayuno, pidió al criado lacuenta. Entonces echó de ver una verdad quemuchos otros han comprobado: descubrió quepedir la cuenta y pagarla eran dos cosas muydistintas. Los detalles de dicha cuenta eran porlo demás, en extremo moderados, y el conjuntono excedía de cinco o seis chelines. Pero pormucho que el anciano registró sus bolsillos conel mayor cuidado, el total de su fortuna, por lomenos en metálico, no pasaba de un chelín ynueve peniques. Hizo, pues, llamar al señorWatts.

-He aquí -dijo al posadero- un cheque deochocientas libras pagadero en Londres. Temono cobrar su importe antes de un día o dos, ano ser que usted mismo pueda descontármelo.

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El señor Watts tomó el cheque y lo examinóy palpó repetidas veces.

-¿Dice usted que tendrá que esperar un díao dos? -exclamó al fin-. ¿No tiene usted otrodinero?

-Tengo un poco suelto -respondió Joseph-,apenas algunos chelines.

-En ese caso puede usted enviarme elimporte de mi cuenta. ¡Me fío de usted!

-Para hablarle con franqueza -continuó elanciano-, siento tentaciones de prolongar miestancia aquí. Necesito dinero para continuarmi viaje.

Si necesita usted diez chelines los tengo a sudisposición -repuso obsequiosamente el señorWatts.

-No, gracias -dijo Joseph-. Me parece quevoy a decidirme a quedarme algunos días en sucasa y hacer que me descuenten el cheque antesde partir.

-¡Lo que es en mi casa no se quedará ustedni un día más! -exclamó el señor Watts-. ¡No

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pasará usted otra noche en las Armas deTregonwell!

-¡Pues yo me propongo permanecer en sucasa! -repitió el señor Finsbury-. Las leyes de mipaís me dan derecho a permanecer aquí.¡Hágame usted salir a la fuerza, si se atreve!

-¡En ese caso pague usted su cuenta! -dijo elseñor Watts.

-¡Tome usted esto! -gritó el anciano,poniéndole en la mano el cheque negociable.

-¡Este no es dinero legal! -respondió el señorWatts-. ¡Va usted a salir de mi casa y más quede prisa!

-¡No me sería posible expresar a usted eldesprecio que me inspira, señor Watts! -replicóel anciano, comprendiendo que tenía quesometerse a las circunstancias-, ¡pero en talescondiciones advierto a usted que me niego apagar su cuenta!

-¡Poco me importa la cuenta! -respondió elseñor Watts-. ¡Lo que necesito es que se marcheusted de aquí.

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-¡Pues bien, señor mío, quedará ustedsatisfecho! -dijo enfáticamente el señorFinsbury-. Después, cogiendo su gorra devisera puntiaguda, se la encasquetó en lacabeza-. Siendo usted tan insolente como es-añadió-, no tendrá usted tal vez a bienindicarme la hora del primer tren que sale paraLondres.

-¡Oh, caballero, hay un excelente tren dentrode tres cuartos de hora! -replicó el posadero,recobrando su amabilidad y con mayorobsequiosidad que la que empleó antes alofrecerle los diez chelines-. ¡Puede ustedtomarlo tranquilamente!

La situación de Joseph era hartoembarazosa. Por una parte hubiera preferidoevitar la línea principal de Londres, porquetemía seriamente que sus sobrinos se hallasenemboscados en la estación, acechando sullegada, para apoderarse de él; pero por otraparte deseaba tomarla y hasta le eraabsolutamente indispensable, a fin de cobrar el

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cheque antes de que sus sobrinos pudiesenoponerse a ello. Resolvió, pues, tomar el primertren. Sólo quedaba una dificultad: el ver cómose arreglaría para pagar el billete.

Joseph Finsbury tenía casi siempre lasmanos sucias, y dudo mucho que al verle, porejemplo comer, le hubiese nadie tomado por uncaballero. Pero tenía algo más que la aparienciade un caballero; había en su persona cierto nosé qué de digno y seductor a la vez, que, porpoco que él pusiese de su parte, no dejabannunca de causar efecto. Cuando, aquel día, sedirigió al jefe de estación de Southampton, sureverencia fue verdaderamente oriental; elpequeño despacho del jefe de estación parecióde repente trocado en un bosque de palmerasen que el simún y el ruiseñor persa... Pero dejoa aquellos de mis lectores que conozcan elOriente mejor que yo, el cuidado de proseguir ycompletar esta metáfora. El traje del ancianopredisponía además en su favor; el uniforme desir Faraday Bond, por muy incómodo y vistoso

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que fuese, no podía seguramente pasar portraje propio de caballeros de industria. Y laexhibición de un reloj y sobre todo de uncheque de ochocientas libras, consumaron laobra iniciada por los excelente modales denuestro héroe; de suerte que, un cuarto de horamás tarde, cuando llegó el tren de Londres, elseñor Finsbury fue recomendado al conductorde tren por el jefe de estación yrespetuosamente instalado en un coche deprimera.

Mientras que el anciano caballero esperabala salida del tren, fue testigo de un incidente, depoca importancia al parecer, pero que debíaejercer una influencia decisiva sobre losdestinos ulteriores de la familia Finsbury.Arrastraron por el andén una docena de mozosun gigantesco bulto, y con gran trabajo locolocaron en el furgón de los equipajes. Confrecuencia el historiador tiene la consoladoramisión de llamar la atención de sus lectores

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acerca de los designios o (con perdón seadicho) de los artificios de la Providencia.

En aquel furgón de equipajes que conducíaa Joseph Finsbury desde Southampton aLondres, se hallaba, por decirlo así, el huevo deesta novela en estado de incubación. La enormecaja iba dirigida a cierto William Den Pitman«en la estación de Waterloo» y el bulto que a sulado se hallaba en el furgón era un sólido tonel,de regulares dimensiones, muycuidadosamente cerrado, y que llevaba elsiguiente letrero: Señor Finsbury, 16 John Street,Bloomsbury, porte pagado.

La yuxtaposición de estos dos bultos era unreguero de pólvora ingeniosamente preparadopor la Providencia; sólo faltaba una manoinfantil que le prendiese fuego.

4. UN MAGISTRADO EN UN FURGONDE EQUIPAJES

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La ciudad de Winchester es conocida por sucatedral, su obispo (que desgraciadamentemurió hace álgunos años a consecuencia de unacaída de caballo, aunque todo induce a creerque debe haber sido reemplazado hace yatiempo), su colegio, su variado surtido demilitares y su estación, por donde pasaninfatigablemente los trenes ascendentes ydescendentes de la línea London and SouthWestern.

Estas diversas circunstancias no hubierandejado ciertamente de influir sobre el ánimo deJoseph Finsbury, cuando el tren que leconducía a Londres se detuvo algunos instantesen la estación susodicha; pero el buen viejo sehabía quedado dormido apenas salió deSouthampton. Su alma, abandonandomomentáneamente el vagón, se había vistotransportada a un cielo lleno de espaciosas ypobladas salas de conferencias, donde sesucedían los discursos hasta lo infinito.Entretanto, su cuerpo descansaba sobre los

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almohadones del vagón, con las piernasencogidas y con la gorra echada hacia atrás,mientras que su mano estrujaba contra el pechoun número del Lloyd's Weekly Newspaper.

Abrióse la portezuela y entraron dosviajeros que se apresuraron a salirinmediatamente. Sin embargo, ¡bien sabe Diosque no les había sobrado el tiempo para tomarel tren! Habían llegado en un tándem a todavelocidad, se habían precipitado con furia aldespacho de billetes y, continuando sudesordenada carrera, habían llegado al andénen el momento en que la máquina lanzaba losprimeros ronquidos precursores de la marcha.Hallaron a su alcance un solo departamento y aél subieron precipitadamente; el de más edadse había ya instalado en uno de los asientoscuando notó la presencia del anciano Finsbury.

-¡Dios mío! -exclamó-, ¡mi tío Joseph! ¡Nohay medio de quedarse aquí!

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Bajó precipitadamente, atropellando casi asu compañero y se apresuró a cerrar laportezuela.

Momentos después se hallaban ambosindividuos instalados en el furgón de losequipajes.

-¿Por qué diablos no ha querido ustedpermanecer en el vagón de su tío? -preguntó elmás joven de los viajeros, mientras se limpiabael sudor con el pañuelo-: ¿cree usted que no lehabría permitido fumar?

-¡oh, no! ¡No creo que le moleste el humo!-respondió el otro-. ¡Por otra parte aseguro austed que mi tío Joseph no es un cualquiera! Esun caballero muy respetable, ha estadointeresado en el comercio de cueros, ha hechoun viaje al Asia Menor, es un solterón y hombrede bien, pero tiene una lengua, queridoWickham, que se le puede regalar a cualquiera.

-¡Vamos, es un murmurador maldiciente!-indicó Wickham.

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-¡De ninguna manera! -respondió el otro-.Es sencillamente un hombre dotado de unextraordinario talento para fastidiar a cuantosle rodean. En fin, es un hombreespantosamente latoso. Puede que en una isladesierta acabase uno por acostumbrarse a sutrato. Pero lo que es en ferrocarril, ni porpienso; ¡quisiera que lo oyera usted discurriracerca de Tonti, ese siniestro idiota que inventólas tontinas! ¡Una vez que se le da cuerda noacaba!

-Pero, en realidad -dijo Wickman-, usted sehalla también interesado en esa historia de latontina Finsbury, de que han hablado losperiódicos.

-¡No había pensado en ello! -Pues bien -repuso el otro-, sepa usted que

ese animal que duerme ahí junto a nosotros,representa para mí cincuenta mil libras. Por lomenos, su muerte representaría para mí esacantidad. ¡Y estaba ahí dormido sin que nadiemás que usted pudiera vernos! Pero lo he

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respetado, porque empiezo decididamente aser un verdadero conservador.

Entretanto, el señor Wickham, contentísimocon hallarse en un furgón de equipajes, iba deacá para allá, como una mariposa aristocrática.

-¡Hombre! -exclamó-; ¡aquí hay algo parausted! Señor M. Finsbury. 16, John Street,Bloomsbury, Londres. Aquí no hay duda posible,M., o sea Michael, es un tunante, que tiene dosdomicilios en Londres.

-¡Oh, ese bulto debe ser, sin duda, paraMaurice! -respondió Michael desde el otroextremo del furgón, donde se había tendidocómodamente sobre unos fardos-. Es un primomío, a quien no detesto, seguramente, aunqueme tiene un miedo horrible. Vive enBloomsbury, y tengo entendido que estáformando una colección muy particular dehuevos de pájaro, de botones de polainas o, enfin, de otra cosa enteramente idiota, que heolvidado.

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Pero Wickham no le oía ya. Habíaseleocurrido una idea magnífica.

-¡Por San George! -decía para sí-; ¡ésta esuna broma de primer orden! Si con el auxilio demi navaja y de las tenazas que veo ahí cercapudiera cambiar los letreros, enviaría un bultoen lugar de otro.

En aquel momento, el guardián del furgón,que había oído la voz de Michael Finsbury,abrió la nuerta de su garita, y les dijo:

-¡Mejor estarían ustedes aquí! Los dos viajeros le habían explicado el

motivo de su intrusión. -¿Viene usted, Wickham? -preguntó

Michael. -¡No, gracias! ¡Me divierto bárbaramente en

el furgón! -respondió el joven. De esta suerte, habiendo entrado Michael en

la garita con el guardián y cerrada la puerta decomunicación, quedó solo el señor Wickhamentre los equipajes, con amplia libertad paradivertirse a su antojo.

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-¡Hemos llegado a Bishopstoke, caballero!-dijo el guardián a Michael, un cuarto de horamás tarde, al llegar el tren a la próximaestación-. Aquí para el tren tres minutos, ypodrán ustedes fácilmente hallar asiento en unvagón.

El señor Wickham, a quien hemos dejadohace poco disponiéndose a jugar una malapartida cambiando los letreros de algunosbultos, era un caballero joven, muy rico, deaspecto agradable, y cuyo inquieto espírituandaba siempre buscando ocupación. Pocosmeses antes, hallándose en París, se había vistoexpuesto a una serie de estafas por parte delsobrino de un hospodar de Valaquia, el cualresidía (naturalmente por causas políticas) en laalegre capital francesa. Un amigo común, aquien confió su apuro, le recomendó que sedirigiese a Michael Finsbury y, en efecto,apenas se puso éste al corriente de los sucesos,tomó inmediatamente la ofensiva, cayó sobre elflanco de las fuerzas de Valaquia, y en el

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espacio de tres días tuvo la satisfacción deobligar a éstas a retirarse allende el Danubio.No nos proponemos seguirlas en su retirada,que se verificó bajo la paternal vigilancia de lapolicía. Nos limitaremos a añadir que libre, deesta suerte, de lo que él se complacía en llamarla «atrocidad búlgara», el señor Wickham,vulvió a Londres, animado de los más vivos yentusiastas sentimientos de gratitud yadmiración hacia su abogado. Este nocorrespondía ciertamente a ellos, y hastaexperimentaba cierta vergüenza con la amistadde su nuevo cliente, y sólo después denumerosas negativas se había resignado, al fin,a ir a pasar un día en Wickhammanor, la casasolariega de su joven cliente. Consumado estesacrificio, su huésped volvía con él paraacompañarle hasta Londres.

Un pensador juicioso (probablementeAristóteles) ha hecho notar que la Providenciano desdeña emplear para sus fines hasta losinstrumentos más humildes; lo cierto es que el

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escéptico más empedernido, no pudría menosde reconocer que Wickham y el hospodarválaco eran instrumentos preparados yelegidos desde la eternidad, por la Providencia.

Deseoso de aparecer a sus propios ojoscomo una persona llena de inteligencia y derecursos el joven caballero (que ejercía en sucondado natal las funciones de magistrado)apenas quedó solo en el furgón, cayó sobre losletreros de los bultos con todo el celo de unreformador. Y cuando en la estación deBishopstoke, salió del furgón de los equipajespara instalarse con Michael Finsbury en unvagón de primera clase, su rostro resplandecíaa la vez de satisfacción y de cansancio.

-¡Acabo de dar una broma soberbia! -nopudo menos de decir a su abogado.

Después, sintiendo de pronto algúnescrúpulo, añadió:

-Dígame usted, ¿corro peligro de perder mipuesto de magistrado por una bromainsignificante e inofensiva?

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-¡Amigo mío -respondió distraídamenteMichael-, más de una vez le he predicho austed que acabaría en la horca!

5. GIDEON FORSYTH Y LA CAJAMONUMENTAL

He dicho ya que, en Bournemouth, JuliaHazeltine tenía a veces ocasión de hacer nuevasamistades. Verdad es que apenas si habíatenido tiempo de tratar un poco a sus nuevosconocidos, cuando volvían a cerrarse tras ellalas puertas de la casa de Bloomsbury hasta elverano siguiente. Sin embargo, estas relacionesefímeras no dejaban de ser una distracción parala pobre muchacha, prescindiendo además dela provisión de recuerdos y esperanzas que lesuministraban. Ahora bien, entre los personajesque de esta suerte había enoontrado enBournemouth el verano anterior, hallábase unabogado joven, llamado Gideon Forsyth.

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La tarde misma del día memorable en queel magistrado Wickham se había divertido encambiar los letreros de los bultos, un soñador yaun melancólico paseo había llevado, como porcasualidad, al señor Forsyth a la acera mismade John Street, en Bloomsbury, y precisamentea la misma hora, esto es, a las cuatro de latarde, miss Hazeltine acudía a abrir la puertadel núm. 16, en la que acababan de dartremendos campanillazos.

Gideon Forsyth era un joven bastante feliz,pero lo hubiera sido mucho más aún si hubieratenido algún dinero de más y un tío de menos.Sus rentas se reducían a ciento veinte libras poraño; pero su tío, el señor Edward H.Bloomfield, agregaba a dicha renta una ligerasubvención y una masa enorme de buenosconsejos, expresados en un lenguaje quehubiera parecido excesivamente violento hastaen un cuerpo de guardia.

El tal señor Bloomfield era, en verdad, unafigura esencialmente propia de la época de

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Gladstone. Habiendo ido acumulando años sinacumular experiencia, unía a los sentimientospolíticos del partido radical, una exuberanciaapasionada, que habitualmente sueleconsiderarse como patrimonio tradicional denuestros antiguos conservadores. Admiraba elpugilato, llevaba un enorme garrote de nudos,era asiduo a los oficios religiosos, y hubierasido difícil averiguar quiénes excitaban másviolentamente su cólera, si los que se permitíandefender a la Iglesia establecida o los quedesdeñaban tomar parte en sus ceremonias.Empleaba, además, algunos epítetos favoritos,que inspiraban un legítimo espanto a susamigos: cuando no podía llegar hasta declararque tal o cual medida «no era inglesa», nodejaba, por lo menos, de denunciarla «comopoco práctica».

Su pobre sobrino se hallaba bajo el peso deesta última calificación. La manera cómoGideon entendía el estudio de las leyes, eradecididamente para su tío «poco práctica», y,

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en consecuencia, éste le había dado a entender,durante una ruidosa entrevista, en la quellevaba el compás con el garrote de nudos, queera preciso que hallase cuanto antes una o doscausas que defender, pues de otra suerte, teníaque resignarse a vivir de sus propios recursos.

Nó es, pues, de extrañar que Gideon, apesar de tener un carácter jovial, se sintieseinvadido por la melancolía. En primer término,no sentía el menor deseo de profundizar másde lo que hasta entonces lo había hecho, elestudio de la ley. Además, aun suponiendo quese resignase a ello, quedaba una parte delprograma, que era en absoluto independientede su voluntad. ¡Cómo hallar clientes y causasque defender? Aquí estaba el quid de ladificultad.

De pronto, mientras se desesperaba por nopoder hallar medio de resolverla, halló cerradoel paso por un gran corro de gente. Había allídetenido un camión delante de una casa. Seisatletas, bañados en sudor, se ocupaban en bajar

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del camión el más gigantesco bulto que jamáshaya podido verse. En el umbral de la puerta,se veía de pie la maciza figura del cochero, y ladelicada de una joven, que disputaban como enun escenario.

-¡Esto no puede ser para nosotros! -afirmabala joven-. ¡Ruego a usted que se lleve de nuevoesa caja! ¡Aun cuando lograran ustedes bajarladel camión, no lograrían hacerla entrar por lapuerta!

-¡En ese caso, voy a dejarla en la acera!-respondía el cochero-, ¡y el señor Finsbury searreglará como pueda con la policía!

-¡Pero si yo no soy el señor Finsbury!-protestaba la joven.

-¡Poco me importa quién es usted!-respondía el cochero.

-¿Me permitirá usted, miss Hazeltine, que lepreste ayuda? -dijo Gideon, adelantándose.

Julia lanzó un ligero grito de alegría. -¡Oh, señor Forsyth! -exclamó-. ¡Cuánto me

alegro de verle a usted! ¡Figúrese que quieren

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obligarme a que admita en la casa esteespantoso bulto que sólo puede haber venidoaquí por equivocación! El cochero declara quees preciso que arranquemos las puertas, o quelos albañiles echen abajo un lienzo de paredentre dos ventanas, pues de otro modo, lapolicía urbana nos formaría un proceso pordejar nuestros muebles en medio de la calle.

Entretanto, los seis hombres habíanconseguido al fin depositar la caja en la acera, yapoyados en ella, se mantenían de pie,fijándose con manifiesta angustia en la puertade la casa por donde había de pasar aquellacaja monstruosa. Inútil creo añadir que todaslas ventanas de las casas inmediatas se habíanllenado, como por encanto, de curiososespectadores.

Adoptando el aire más científico que le fueposibie, midió Gideon con su bastón lasdimensiones de la puerta, mientras Juliaapuntaba el resultado de sus cálculos.Midiendo después la caja, y comparando las

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dos series de cifras, descubrió que habíajustamente el espacio suficiente para quepasase la caja. Después de lo cual, habiéndosequitado su americana y su chaleco, ayudó a loshombres a sacar de sus goznes las dos hojas dela puerta. Por último, gracias a la colaboracióncasi forzada de algunos asistentes, subiópenosamente la caja los escalones de la entrada,pasó rozando fuertemente las paredes y notardó en hallarse instalada a la entrada delvestíbulo interceptándolo casi por completo entoda su anchura. Los que habían contribuido asemejante victoria, se miraron unos a otros consonrisa de triunfo. Verdad es que habían rotoun busto de Apolo y abierto en la paredprofundos surcos. ¡Pero por lo menos habíandejado de servir de espectácuto al público de lacalle!

-¡Le aseguro a usted, caballero -dijo elcochero-, que jamás he visto bulto semejante!

Gideon le expresó de un modo elocuente susimpatía, dándole veinte chelines.

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-Vamos, patrón, deme usted cinco más y meencargo de pagar a todos los camaradas-exclamó el cochero.

Así lo hizo Gideon, y acto continuo losimprovisados descargadores se encaramaronen el camión, que se dirigió rápidamente haciala taberna más próxima. El joven abogado cerróla puerta y se volvió hacia miss Hazeltine.Encontráronse sus miradas, y ambos sesintieron acometidos de un desordenado accesode risa. Después, poco a poco, despertóse lacuriosidad en el ánimo de lajoven, acercóse a lacaja, la palpó en todos sentidos y examinó elletrero.

-¡En mi vida he visto cosa más extraña!-dijo, prorrumpiendo en una nueva carcajada-.La letra es seguramente de mano de Maurice, yesta misma mañana he recibido una carta suya,diciéndome que me preparase a recibir untonel. ¿Cree usted que esto puede considerarsecomo un tonel, señor Forsyth?

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Gideon leyó en voz alta, en uno de los ladosde la caja; Estatua frágil, manéjese con precaución.Después, añadió:

-¿Está usted segura de que no le anunciabanla llegada de una estatua?

-¡Ya lo creo! ¡respondió Julia-. ¡No le parecea usted, señor Forsyth, que podemos echar unaojeada al interior de la caja?

-¡Por qué no? ¡Dígame usted tan sólo dóndepodría encontrar un martillo!

-Venga usted conmigo a la cocina, y leenseñaré dónde están los martillos -dijo Julia-.La tabla en que los colocan está demasiado altapara mí.

La joven abrió la puerta de la cocina e hizoentrar en ella a Gideon. No tardaron enencontrar en ella un martillo y un cortafrío;pero le sorprendió a Gideon no ver señales decocinera. En cambio descubrió que miss Juliatenía un pie muy pequeño y bien formado,descubrimiento que le causó tal embarazo, que

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se alegró mucho de poder atacar sin tardanza lacaja de embalaje.

Trabajaba firme, y cada uno de susmartillazos tenía admirable precisión, mientrasque Julia, de pie junto a él, contemplaba ensilencio, más bien al obrero que a la obra.Pensaba entre sí que el señor Forsyth era todoun buen mozo y que jamás había visto brazostan vigorosos como los suyos. De pronto,Gideon, cual si hubiese adivinado suspensamientos, se volvió y le dirigió unasonrisa. Ella se sonrió a su vez y luego seruborizó. Aquel doble cambio le sentaba tanbien, que Gideon, sin mirar en dónde daba, sedio un terrible martillazo en los dedos. Con unaconmovedora presencia de ánimo, logró, nosólo contener, sino hasta trocar en una quejaanodina el pintoresco juramento que iba a salirde sus labios.

Sin embargo, el dolor era muy vivo. Lasacudida nerviosa había sido demasiado fuerte,

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y tras algunos ensayos, echó de ver que nopodría continuar la operación.

Inmediatamente, Julia corrió a su habitacióna buscar una esponja, agua y una servilleta, ycomenzó a bañar la mano herida del joven.

-¡Lo siento infinito! -dijo en son de excusa-.¡Si no fuera tan torpe, hubiera abierto primerola caja y luego me hubiera aplastado los dedos!¡Oh, esto va mucho mejor, se lo aseguro austed!

-¡Sí, creo que ahora está usted ya en estadode dirigir el trabajo! -dijo al fin Julia-.¡Ordéneme usted, pues ahora voy yo s ser suoficiala!

-Una deliciosa oficiala, en verdad! -dijoGideon, olvidando por completo lasconveniencias.

La joven se volvió y le miró frunciendoamistosamente las cejas, pero el impertinentejoven se apresuró a poner toda su atención enla caja. Por la demás, el trabajo más fuerteestaba hecho. Julia no tardó en levantar la

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primera tabla de la cubierta, descubriendodebajo una gran capa de paja. Un minutodespués, ambos jóvenes estaban de rodillas unojunto a otro, como dos campesinos ocupados enrevolver el heno, y no tardaron en verrecompensados sus esfuerzos, con la apariciónde algo blanco y pulimentado. No había error:era un enorme pie de mármol.

-¡Vaya un personaje verdaderamenteestético! -dijo Julia.

-¡Jamás he visto cosa igual! -respondióGideon-. ¡Tiene una pantorrilla como un sacode harina!

No tardaron en descubrir un segundo pie yalgo que parecía ser un tercero. Pero este algoresultó ser en definitiva una clava quedescansaba sobre un pedestal.

-¡Vamos! ¡Cáspita! ¡Pues si es un Hércules!-exclamó Gideon-. ¡Hubiera debido adivinarloal ver su pantorrilla! Además, puedo afirmarahora, con toda confianza -añadió mirando lasdos piernas colosales-, que tenemos aquí al más

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grande y al más feo de todos los Hércules deEuropa entera. ¿Qué puede haberle inducido avenir a su casa?

-¡Supongo que nadie habrá queridoadmitirle -dijo Julia-, y debo añadir quenosotros nos hubiéramos pasado muy bien sinsu visita!

-¡Oh, no diga usted eso, señorita! -replicóGideon-. ¡Me ha procurado uno de los másagradables ratos de toda mi vida!

-¡En todo caso no lo podrá usted olvidar tanpronto! -dijo Julia-. ¡Sus desdichados dedos selo recordarán!

-¡Y ahora creo que es tiempo de que mevaya! -dijo tristemente Gideon.

-¡No, no! -añadió Julia-. ¿Por qué se ha de irusted ya? Quédese usted un momento más, ytomará una taza de té conmigo.

-¡Si pudiera creer que en realidad no le hade desagradar a usted esto -dijo Gideon, dandovueltas al sombrero entre sus dedos-, mecausaría el más vivo placer!

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-¡Pues ya lo creo que me agrada! -respondióla joven-. Además, necesito pastas para tomarel té, y no tengo a quién enviar a casa delpastelero. Aquí tiene usted dinero paracomprarlas.

Gideon se apresuró a ponerse el sombrero ya correr a casa del pastelero, de donde volviócon un gran envoltorio lleno de bartolillos,bizcochos borrachos y empanaditas. Halló aJulia ocupada en preparar una mesita para el té,en el vestíbulo.

-Las habitaciones se hallan en tal desorden,que he creído que estaríamos mejor aquí, a lasombra de nuestra estatua.

-¡Perfectamente! -exclamó Gideon,encantado.

-¡Oh, qué deliciosa mezcla! -dijo Julia alabrir el envoltorio y al ver que los pastelillos sehabían revuelto unos con otros.

-Sí -dijo Gideon, procurando excusar sufracaso-. Supuse que la mezcla produciría algoagradable, y el pastelero lo previó también.

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-Y ahora -dijo Julia, después de comersemedia docena de pastelillos-, voy a enseñarle austed la carta de Maurice. Léala usted en vozalta, pues tal vez habrá detaltes que yo no helogrado descubrir.

Gideon tomó la carta, la desdobló y leyó losiguiente:

Querida Julia: Le escribo desde Browndean,donde nos hemos detenido algunos días.Nuestro tío ha sufrido bastante con el terribleaccidente, que sin duda habrá usted leído en elperiódico. Mañana le dejaré con John, y volverésolo a Londres. Pero antes de mi llegada,recibirá usted un tonel que contiene muestraspara un amigo. ¡No lo abra usted bajo ningúnpretexto, sino déjelo en el vestíbulo hasta millegada!

Suyo afectísimo, M. FINSBURY P.D. -No olvide usted dejar el tonel en el

vestíbulo.

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-¡No -dijo Gideon-, no veo aquí nada que serefiera al monumento! -Diciendo esto señalabalas piernas de mármol-. Miss Hazeltine-continuó-, ¿me permite usted que le dirijaalgunas preguntas?

-Con mucho gusto -respondió la joven-, y silogra usted explicarme por qué me ha enviadoMaurice una estatua de Hércules, en lugar deun tonel de muestras para un amigo, le quedarévivamente agradecida hasta el fin de mis días.Pero ante todo, ¿qué pueden ser esas muestraspara un amigo?

-No tengo la menor idea de ello -dijoGideon-. Sé que los marmolistas envían confrecuencia muestras; pero creo que, en general,son pedazos de mármol más pequeños quenuestro amigo el monumento. Por lo demás,mis preguntas se dirigen a otro orden de ideas.En primer lugar, ¿está usted enteramente solaen esta casa?

-Por el momento, sí -respondió Julia-.Llegué anteayer para poner todo en orden y

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buscar una cocinera, pero no he encontradoninguna que me agrade.

-Así, pues, está usted completamente sola-dijo Gideon estupefacto-. ¿Y no tiene ustedmiedo?

-¡De ninguna manera! -respondió Julia-. Nosé de qué habría de tener miedo. Lo único quehe hecho ha sido comprar un revólversumamente barato y pedir al armero que meenseñe el modo de usarlo. Además, antes deacostarme, cuido de atrancar la puerta consillas y otros muebles.

-De todos modos me alegro de saber quevuelve pronto su familia -dijo Gideon-, suaislamiento me inquieta mucho. Si hubiera deprolongarse podría procurarle a usted lacompañía de una tía mía, anciana, o de miasistenta.

-¡Prestarme a su tía! -exclamó Julia-. ¡Quégenerosidad! ¡Estoy por creer que es usted elque me ha enviado el Hércules!

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-Doy a usted mi palabra de honor de que no-protestó el joven-. Admiro a usted demasiadopara haberle enviado una obra de arte tanmonstruosa.

Iba Julia a responder, cuando ambos sesobresaltaron; había sonado en la puerta unviolento campanillazo.

-¡Oh, señor Forsyth! -¡No tema nada! -dijo Gideon apoyando

cariñosamente la mano en el brazo de la joven. -Ya me figuro lo que es -murmuró-. ¡Debe

ser la policía que viene a quejarse por lo de laestatua!

En esto sonó un nuevo campanillazo másviolento e impaciente.

-¡Dios mío, es Maurice! -exclamó la joven, ycorrió a abrir la puerta.

Era en efecto Maurice el que apareció en elumbral, pero no el Maurice de todos los días,sino un hombre de aspecto salvaje, pálido einquieto, con los ojos inyectados de sangre y labarba de dos días.

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-¿Dónde está el tonel? -exclamó-. ¿Dóndeestá el tonel que ha llegado esta mañana?

Miraba en torno suyo, en el vestíbulo, y susojos se le salieron materialmente de las órbitasal descubrir las piernas del Hércules.

-¡Qué es esto! -gritó lleno de furia-. ¿Quésignifica este maniquí de cera? ¿Qué significatodo estó? ¿Y dónde está el tonel, el tonel parael agua?

-No ha venido ningún tonel, Maurice-respondió friamente Julia-. Este es el únicobulto que han traído.

-¿Este? -exclamó el desdichado-. ¡Nunca heoído hablar de semejante cosa!

-¡Sin embargo, ha venido con la direcciónescrita a mano! -respondió Julia-. Casi hahabido que echar abajo la puerta para queentrara. Es todo lo que puedo decir a usted.

Maurice la miró con ojos cada vez másextraviados. Se pasó una mano por la frente yluego se apoyó en la pared como quien va adesmayarse. Pero, poco a poco, se fue

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desatando su lengua y empezó a vomitar untorrente de injurias contra lajoven. Hastaentonces el mismo Maurice no se hubieracreído capaz nunca de tanto ardimiento, detanta facundia y de tal variedad de locucionesgroseras. La joven temblaba y vacilaba alsentirse víctima de aquel furor insensato.

-No permitiré que siga usted hablando amiss Hazeltine en semejante tono -dijo al finGideon interponiéndose con resolución.

-Le hablaré en el tono que me de la gana-replicó Maurice con creciente furor-. ¡Hablaréa esta miserable mendiga en el tono quemerece!

-¡Ni una palabra más, caballero, ni unapalabra más! -exclamó Gideon.

Y luego, dirigiéndose a la joven, añadió: -Miss Hazeltine, usted no puede seguir

habitando bajo el mismo techo que esteindividuo. He aquí mi brazo. Permítame ustedque la conduzca a un lugar donde esté al abrigode los insultos.

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-Señor Forsyth -dijo Julia-, tiene ustedrazón, yo no puedo permanecer aquí uninstante más, y sé que me confío a un hombrede honor.

Pálido y resuelto, Gideon le ofreció subrazo, y ambos jóvenes bajaron los escalonesdel portal, perseguidos por Maurice, quereclamaba la llave de la puerta.

Apenas acababa Julia de entregársela,cuando pasó rápidamente ante ellos un cochede alquiler vacío. Llamáronlo al mismo tiempoMaurice y Gideon. Pero en el momento en queel cochero hacía parar a su caballo, Maurice seprecipitó dentro del carruaje.

-¡Diez de propina! -gritó-. ¡Estación deWaterloo y muy de prisa! ¡Diez de propina parausted!

-Ponga usted veinte, caballero -dijo elcochero-, pues este otro caballero me hallamado antes que usted.

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-¡Vaya por los veinte! -gritó Maurice,pensando allá entre sí que, al llegar a laestación, examinaría de nuevo la cuestión.

El cochero dio un latigazo al caballo y elcoche torció la primera esquina de la calle.

6. LAS TRIBULACIONES DE MAURICE(I)

En tanto que el coche corría a todo correrpor las calles de Londres, se esforzaba Mauricepor coordinar las ideas que bullían en sucabeza. Primero: el tonel que contenía elcadáver se había extraviado; segundo: habíaabsoluta necesidad de encontrarlo. Estos dospuntos no ofrecían duda alguna y si, por unasuerte providencial, se hallaba aún en laestación el tonel, la cosa podía arreglarsetodavía. Pero, si por el contrario, el tonel sehallaba ya en poder de otras personas que lohubiesen recibido pur equivocación, el asuntotomaba un cariz más peligroso. Las personas

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que reciben bultos cuya naturaleza u origen nopueden explicarse, suelen ser inclinadas aabrirlos enseguida. El ejemplo de missHazeltine (a quien Maurice no se cansaba demaldecir) contribuía a confirmar la reglageneral. ¿Y si alguien había abierto el tonel?...

-¡Santo Cielo! -exclamó Maurice al pensaren ello, llevándose la mano a la sudorosa frente.

La primera concepción de una infracción dela ley influye naturalmente en la imaginación:el proyecto a medio esbozar se presenta concolores vivos y seductores. Pero no sucede lomismo cuando, más tarde, se torna la atencióndel criminal hacia sus posibles relaciones con lapolicía. Maurice pensaba ahora que tal vez nohabía tenido demasiado en cuenta la existenciade la policía, cuando se embarcó en supeligrosa aventura.

«¡Voy a tener que hilar muy delgado!»,pensó para sí, y sintió en la espina dorsal unligero escalofrío de miedo.

-¿A qué estación? -preguntó el cochero.

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-¡A la principal! -respondió Maurice. Después pensó para sí que aquel hombre

recibiría de todos modos su chelín de propina. «¡Sería una locura llamar la atención sobre

mi persona en estos momentos! -pensó-. Pero eldinero que este asunto va a costarme a fin decuentas, empieza a hacerme el efecto de unapesadilla».

Atravesó el despacho de billetes y anduvoerrando tristemente por el andén. En aquelmomento había poco movimiento en laestación. Había escasa gente en el andén, puessólo se veían acá y acullá álgunos viajeros queaguardaban. Maurice observó que no llamabala atención, lo cual le pareció una cosaexcelente; pero por otra partepensó que noadelantaba mucho en sus pesquisas.Indispensablemente tenía que hacer algo, yarriesgar algo: cada momento que pasabaaumentaba el peligro. En fin, echando mano detodo su valor, detuvo a un mozo de la estacióny le preguntó si no recordaba si había visto

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llegar un tonel en el tren de la mañana. Añadióqur deseaba vivamente informarse porque eltonel pertenecía a uno de sus amigos y ademáscontenía muestras de la mayor importancia.

-Yo no estaba aquí esta mañana, caballero-respondió el mozo, pero voy a preguntar a Bill.¡Eh, Bill! ¿Te acuerdas de haber visto llegar estamañana de Bournemouth un tonel que conteníamuestras?

-No puedo decirte nada acerca de lasmuestras -replicó Bill-. Pero lo que sí puedodecirte es que el individuo que recibió el tonelnos armó un gran escándalo.

-¿Cómo, cómo? -exclamó Maurice, mientrasdeslizaba febrilmente unas monedas en lamano del mozo.

-Muy sencillo, caballero; se trata de unbarril que llegó a la una y treinta y permanecióen el depósito hasta las tres. A esa hora, he aquíque llega un hombrecito enclenque (se mefigura que debe ser algún vicario), y me dice:«¿No ha recibido usted algo para Pitman?».

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«William Dent Pitman, caballero, le respondí;pero creo que ése es el nombre escrito sobreeste tonel». El hombrecillo examina el tonel y sequeda asombrado cuando lee la dirección.Entonces empieza a echarnos en cara que no lehabíamos traído lo que él deseaba. «¡Poco meimporta, caballero, lo que usted dice, lerespondí: pero si es usted William Dent Pitmanes preciso que se lleve el tonel!».

-¿Y se lo llevó? -exclamó Maurice anhelante. -¡Ya lo creo! -repuso tranquilamente Bill -.

Parece que lo que aquel señor aguardaba era ungran cajón. El tal cajón llegó también; lo séporque es el bulto más grande que he visto enmi vida. Al saber el señor Pitman que habíallegado también el cajón, puso mala cara.Preguntó por el jefe de servicio y llamaron aTom, el cochero que había llevado la caja. ¡Enmi vida he visto a un hombre en semejanteestado, caballero, estaba borracho perdido!Según pude comprender, un caballero quedebía estar loco, dio a Tom de propina una

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libra y de aquí vino todo el mal. ¿Comprendeusted?

-Pero, en fin, ¿qué dijo? -añadió Mauriceimpaciente.

-A fe mía, caballero, no se hallaba endisposición de decir gran cosa -respondió Bill-.Pero ofreció batirse a puñetazos con el talPitman por una pinta de cerveza. Habíaperdido sus libros y sus recibos, y lo peor esque su compañero estaba más borracho que él.¡Oh, caballero, estaban los dos como... unoslores! El jefe de servicio los despidió en el acto.

«¡Vamos, no está del todo mal!», pensóMaurice, dando un suspiro que le desahogóalgo. Y luego añadió dirigiéndose al mozo:

-¿De modo que ninguno de los dos hombrespudo decir adónde habían llevado la caja?

-No -respondió Bill. -¿Y qué hizo Pitman? -preguntó Maurice. -Se llevó el tonel en un coche -respondió

Bill-. El pobre hombre temblaba como unazogado. ¡No creo que tenga mucha salud!

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-¿De suerte -respondió Maurice- que eltonel desapereció?

-En cuanto a eso, puede usted tenerlo porseguro -dijo el mozo-. Pero creo que lo mejorsería que viera usted al jefe de servicio.

-¡Oh, no vale la pena, la cosa no tieneimportancia! -protestó Maurice-. El barril sólocontenía muestras.

Dicho esto, se apresurú a salir. Una vezencerrado en su coche, trató de darse cuentanuevamente de su situación. «Supongamos,dijo para sí, que acepto mi derrota y voy enseguida a dar parte de la muerte de mi tío. Ental caso perdería la tontina y con ésta la últimaesperanza de recobrar mis siete mil ochocientaslibras». Pero, por otra parte, después de habertenido que dar al cochero un chelín de propina,había empezado a echar de ver que el crimenera costoso en la práctica, la pérdida del tonel leenseñaba además que era inseguro en susconsecuencias. Con calma primero, y luegoanimándose cada vez más, consideró las

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ventajas que obtendría renunciando a suempresa. Esta renuncia implicaba para él unapérdida de dinero, pero en suma, esta pérdidano era muy importante: se trataba de la tontina,con la que nunca había contado por completo.Halló en el fondo de su memoria ciertos rasgosque, en efecto, demostraban que no habíacreído nunca seriamente en las ganancias de latontina. No, jamás había creído ni esperado deun modo seguro recobrar sus 7.800 libras, y sise había metido en semejante aventura, lo habíahecho para corresponder a la deslealtadmanifiesta de su primo Michael. Ahora lo veíacon toda claridad: más valía abandonar porcompleto la aventura y consagrar todos susesfuerzos al negocio de cueros.

-¡Dios mío! -exclamó de pronto, dando unsalto en el coche, como una figurilla de resorte-.Pero es el caso que no sólo he perdido la tontinasino que he perdido además el negocio de loscueros.

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Par muy monstruoso que pueda parecer elhecho, era rigurosamente exacto. Maurice nopodía firmar en nombre de su tío. No podíasiquiera extender un cheque de treinta chelines.Por lo tanto, mientras no adujese la pruebalegal de la muerte de su tío, era un simple pariasin un chelín: desde el punto y hora queadujese esta prueba legal, perdíairremediablemente la tontina. Pero Maurice nopodía vacilar. Debía abandonar la tontina, queestaba demasiado verde, como las uvas de lazorra, y concentrar su actividad en el negociode cueros y en el resto de su modesta perolegítima herencia. Por desgracia, apenasadoptada esta resolución descubrió el abismoque se abría a sus pies. ¡Le era imposibledeclarar el fallecimiento de su tío! Una vezperdido el cadáver, su tío Joseph (desde elpunto de vista legal) se había hecho inmortal.

No había en el mundo un carruaje bastantegrande para contener a Maurice con sudesesperación. El pobre mozo hizo parar el

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coche, se bajó, pagó, y echó a andar a laventura.

-¡Empiezo a creer que he procedido en estenegocio con sobrada precipitación! -dijo para sílanzando un suspiro fúnebre-. ¡Temo que elnegocio sea demasiado complicado para unhombre de mi capacidad intelectual!

De pronto ocurriósele uno de los aforismosde su tío Joseph: «Cuando se desea pensar conclaridad, hay que empezar por escribir susargumentos», repetía de continuo el anciano.«Hombre, ese viejo loco no dejaba de teneralgunas ideas buenas! -pensó Maurice-. ¡Voy aemplear su sistema!».

Entró en una taberna, pidió queso, pan yútiles de escribir, y se instaló solemnementeante una hoja de papel blanco. Probó la pluma,y ¡cosa increíble! escribía perfectamente. Pero¿qué iba a escribir?

-¡Ya caigo! -exclamó al fin Maurice-. Voy ahacer lo mismo que Robinson Crusoe con susdos columnas.

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Inmediatamente dobló el papel conforme almodelo clásico y empezó a escribir:

MALO BUENO

1. He perdido el cuer- 1. Pero Pitman lo haencontrado.

po de mi tío.

-¡Alto ahí! -dijo para sí Maurice-. El genio dela antítesis me lleva demasiado lejos; volvamosa empezar:

MALO BUENO

1. He perdido el cuer- 1. Pero de este modo po de mu tío. no tengo que cuidarme de

enterrarlo.

2. He perdido la ton- 2. Pero puedo reco- tina. brarla si Pitman hace

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desaparecer el cuerpo

y si encuentro un mé-

dico poco escrupuloso.

3. He perdido el co- 3. Pero lo salvaré si mercio de cueros y el res- Pitman entrega el to de la herencia de mi tío. cuerpo a la policía.

«Sí, pero en este caso voy a la cárcel. ¡Se meolvidaba este detalle! -pensó Maurice-. Enrealidad, creo que haría mejor en no pararmeen esta hipótesis. La gente que nada tiene quetemer por sí misma, no teme recomendar a losdemás que se pongan siempre en lo peor; peroyo creo que, en un caso como éste, debo evitartoda ocasión de desaliento. ¡No, debe haberotra respuesta al número 3 de la derecha! ¡Debehaber un bueno que sirva de contrapeso a estemalo! De otra suerte, ¿qué utilidad tendría la

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invención de esta doble columna? ¡Por SanJorge, ya caigo! La respuesta al número 3 esexactamente la misma que la del número 2.»

Dicho esto se apresuró a escribir de nuevoel pasaje en cuestión, reemplazando enfrentedel número 3, malo, la respuesta antes inscritacon la del número 2.

«¡En verdad necesito a todo trance hallarese médico poco escrupuloso, lo necesito, enprimer término, para que me extienda uncertificado declarando que ha muerto mi tío, ylo necesito además para que me dé uncertificado declarando que mi tío vive...! ¡Perohe aquí que caigo nuevamente en unaantinomia!»

En seguida volvió a sus confrontaciones.

MALO BUENO

4. Me encuentro casi 4. Pero en el banco te- sin dinero. nemos un depósito im-

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portante.

5. Sí, pero no puedo 5. Pero... en realidad, cobrar dicho depósito. esto purece desgraciada-

mente incontestable.

6. He dejado en el bol- 6. Pero si Pitman no sillo de mi tío Joseph el es honrado, el descubri- cheque de ochocientas li- miento del cheque le de- bras. cidirá a guardar secreto

y a deshacerse del cadáver.

7. Sí, pero sl Pitman 7. Sí, pero se no me no es honrado y descu- equivoco en mis cálculos bre el cheque sabrá quién acerca de mi tío

Master- es tío Joseph y podrá ha- mann podré, a mi vez, cerme cantar. hacer cantar a mi primo

Michael.

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8. Pero yo no puedo ha- 8. ¡Tanto peor! cer cantar a Michael sin tener pruebas de la muerte de su padre. Además, hacer cantar a mi primo no deja de ser empresa algo peligrosa.

9. El comercio de cue- 9. Pero el comercio de ros tendrá pronto necesi- cueros es un barco que dad de dinero para los hace agua. gastos corrientes y yo no tengo un penique.

10. Sí, pero, sin embar- 10. Exacto. go, es el único barco que me queda.

11. John tendrá pron- 11. to necesidad de dinero y yo no podré dárselo.

12. Y el médico venal 12.

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querrá que le paguen por adelantado.

13. Y si Pitman es un 13. bribón y no me hace ir a la cárcel, me pedirá mucho dinero.

«¡Oh! ¡Veo que el negocio es perfectamenteunilateral! -pensó Maurice-. Decididamenteeste método no vale tanto como yo mefiguraba.»

Arrugó la hoja de papel y se la metió en elbolsillo; pero inmediatamente la sacó de nuevo,la extendió y la releyó desde el principio hastael fin.

«Conforme a este resumen de los hechos-dijo para sí-, veo que mi posición és débil,principalmente desde el punto de vistafinanciero. ¿No habría pues, medio de hallarfondos? En una gran ciudad como Londres yrodeado de todos los recursos de la civilización,

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no me resigno a creer que una cosa tan sencillame sea imposible. ¡Vamos, vamos! ¡No hay queprecipitarse! En primer lugar, ¿no tengo nadaque vender? ¿Y mi colección de sortijas desello?».

Pero ante la idea de separarse de aquelquerido tesoro, sintió subírsele la sangre a lacabeza.

«¡No! ¡Antes morir!», dijo para sí. Y echando sobre la mesa un chelín, salió

precipitadamente a la calle. «Es preciso que eneuentre fondos. Muerto

mi tío el dinero depositado en el banco es mío:quiero decir que debería ser mío, a no ser poresa maldita fatalidad que me persigue desdeque me quedé huérfano. ¡En mi lugar, ya sé yolo que haría cualquier otro hombre en elmundo! Empezaría por falsificar documentos:sólo que en este caso, esto no podría llamarsefalsificación, porque mi tío ha muerto y eldinero me pertenece. ¡Cuando pienso en esto,cuando pienso que mi tío ha muerto a mi vista

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y que no puedo probarlo, me siento abrumadopor el peso de semejante injusticia! En otrotiempo me llenaba de amargura el recuerdo demis 7.800 libras; ¿qué era esa suma miserable encomparación con lo que pierdo ahora? ¡Es decirque hasta anteayer era yo perfectamente feliz!»Y Maurice recorría las calles lanzandoprofundos suspiros.

«¡Y aún no es esto todo! -pensaba-. ¿Sería yocapaz de falsificar? ¿Llegaría a imitarperfectamente la letra de mi tío? ¿Por qué noaprendí más caligrafía cuando era muchacho?¡Ah! ¡Cómo comprendo ahora los consejos denuestros profesores cuando nos predecían quemás tarde sentiríamos no haber aprovechadomejor sus lecciones! Mi único consuelo es queaun cuando fracase en mi empresa, no tendrénada que temer, por lo menos de parte de miconciencia. Y si triunfo, y ese Pitman es tanbandido como yo me figuro, en ese caso no mequedaría más que tratar de hallar en Londresun médico sin escrúpulos, cosa que no debe ser

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difícil de descubrir en una ciudad comoLondres. ¡La ciudad debe estar llena de ellos,seguramente! ¡Claro es que no voy a poner unanuncio en los periódicos, pidiendo las señasde un médico venal!; no, me bastará entrar encasa de diferentes médicos, juzgarlos según laacogida que me hagan y, cuando hayaencontrado uno que parezca convenirme,exponerle simplemente mi negocio... ¡Sinembargo, en el fondo, este paso no deja de sersumamente delicado!»

Después de largos rodeos, se halló en losalrededores de John Street; echólo de ver enseguida y se apresuró a volver a su casa. Pero,mientras introducía la llave en la cerradura, leacometió una nueva reflexión mortificante.¡Esta misma casa no me pertenece mientras nopueda demostrar la muerte de mi tío! Diciendoesto entró y volvió a cerrar dando un tremendoportazo.

Para colmo de desdicha, en medio de laoscuridad del vestíbulo Maurice tropezó y cayó

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pesadamente sobre el pedestal del Hércules. Eldolor vivo que experimentó acabó deexasperarle. Acometido de pronto de furorimpulsivo, cogió el martillo que GideonForsyth había dejado en el suelo, y sin fijarse enlo que hacía, dio un terribie golpe a la estatua,que produjo un chasquido seco.

-¡Bárbaro de mí! ¿Qué he hecho? -gimióMaurice. Entonces encendió una cerilla y corrióa buscar una palmatoria en la cocina. «Sí -sedijo interiormente contemplando a la luz de labujía el pie del Hércules que acababa deromper-; una obra maestra antigua. La bromame va a costar miles de libras.»

Pero de pronto se sintió iluminado por unaesperanza salvaje: «Vamos a ver! Me hedesembarazado de Julia; no tengo nada que vercon ese idiota de Forsyth; los mozos delferrocarril estaban borrachos perdidos y hansido despedidos; no hay, pues, que temer. ¡Notengo más que negar! Ni visto ni oído, ¡diré queno sé nada!»

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Un minuto después estaba nuevamente depie, enfrente del Hércules, con los labiosapretados, blandiendo en la mano derecha elmartillo de partir el carbón y una macizacuchilla para picar carne. Empezóresueltamente por el cajón y le bastaron dos otres golpes bien aplicados para completar eltrabajo de Gideon. Roto el cajón, cayó sobreMaurice una lluvia de tablas seguida de unalud de paja.

Entonces pudo apreciar el negociante encueros la dificultad de la tarea que habíaemprendido; poco faltó para que sedesalentase. Estaba solo, sólo disponía dearmas insignificantes y no tenía experienciaalguna en el oficio de minero ni en el depicapedrero; ¿cómo lograría dar fin a aquelmonstruo colosal, enteramente de mármol ysuficientemente sólido para conservarse intactodesde la época de Fidias, acaso? Pero la luchaera menos desigual de lo que se figuraba sumodestia; por una parte estaba la fuerza

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material, pero por otra estaba la fuerza moral,esa llama heroica que asegura la victoria.

-¡Veremos quién puede más, pedazo deanimal! -gritó Maurice, con un apasionamientosemejante al que debió animar en otro tiempo alos vencedores de la Bastilla-. ¡Acabaré contigo!¿lo oyes? y ha de ser esta misma noche. ¡Meestás estorbando aquí!

El rostro del Hércules, con su inoportunaexpresión de jovialidad, excitaba especialmentela ira de Maurice, y por él precisamenteempezó su furibundo ataque. La estatura delsemidiós (hay que advertir que el pedestal eratambién demasiado alto) parecía constituir unobstáculo serio para la empresa. Pero desde lasprimeras de cambio la inteligencia afirmó sutriunfo sobre la materia. Recordó Maurice quesu difunto tío tenía en su biblioteca unaescalerita portátil, sobre la que subía Julia paraalcanzarle los libros de los anaqueles más altos.Corrió a buscar aquel precioso instrumento de

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guerra, y gracias a él, no tardó en tener el placerde decapitar a su estúpido enemigo.

Dos horas más tarde, lo que había sidoimagen de un enorme mozo de cordel, sehallaba reducido a un informe montón demiembros rotos. El torso se apoyaba contra elpedestal, la cara hacía muecas, mirando hacia laescalera del sótano; las piernas, los brazos y lasmanos yacían envueltos en paja que inundabael vestíbulo. Media hora después, todosaquellos restos se hallaban arrinconados en unrincón de la bodega; y Maurice, embargado porel delicioso sentimiento del triunfo, considerabael que había sido teatro de sus proezas. Enadelante podía dormir en paz y negar con todaseguridad; a no ser por su lamentable estado dedegradación, el vestíbulo no contenía nada querevelase el paso del mas gigantesco productode la escultura antigua. En fin, a la una de lamañana, tan molido que no tuvo fuerzas paradesnudarse, Maurice se dejó caer en la cama.Tenía fuertes dolores en los brazos y en los

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hombros, ardíanle las palmas de las manos, yno podía doblar las piernas. Largo tiempo tardóMorfeo en visitar al joven héroe, y lo abandonóa los primeros rayos del alba.

La mañana se anunciaba de un modolamentable. Bramaba en la calle el viento delEste, la lluvia azotaba las ventanas y Mauricesintió al levantarse corrientes de aire helado.

«Es triste que no pueda disfrutar de buentiempo, teniendo en cuenta el cúmulo dedesgracias que me rodean.» No había pan encasa; porque miss Hazeltine (como todas lasmujeres cuando viven solas) se habíaalimentado con golosinas. Pero Maurice acabópor descubrir un pedazo de bizcocho que,acompañado de un gran vaso de agua le sirvióde desayuno. Después puso manos a la obra.

No hay nada tan curioso como el misteriode las firmas humanas. Ya firme uno antes odespués de la comida, ya durante unaindigestión o atenaceado por el hambre, yatemblando por la vida de un hijo querido o por

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haber ganado en las carreras, ya en el gabinetedel juez de instrucción, ya junto a la mujeramada, el vulgo encontrará las firmas distintassegún las circunstancias; pero para el perito,para el grafólogo y para el cajero de un banco,serán siempre las mismas, como la estrella delNorte para los astrónomos.

Maurice sabía esto. Sus conversaciones consu tío Joseph le habían metido en la cabeza, a lafuerza, la teoría de la escritura y también la delarte ingenioso de la falsificación en la que seproponía hacer su estreno. Pero -felizmentepara el buen orden de las transaccionescomerciales- la falsificación en materia deescrito es cuestión de práctica. MientrasMaurice se hallaba aquella mañana sentado ensu despacho, rodeado de firmas auténticas desu tío y de ensayos de imitación, por desgraciano muy felices, estuvo más de una vez a puntode desesperarse; de vez en cuando resonaba enla chimenea el lúgubre mugido del viento; aveces caía sobre Bloomsbury una niebla tan

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espesa que se veía obligado a encender el gas;en torno suyo reinaban el frío y el desorden deuna casa largo tiempo deshabitada, de lo cualeran indicios el pavimento sin alfombra, el sofálleno de libros y de ropa, las plumas mohosas yel papel cubierto con una capa de polvo; perotodo esto eran tortas y pan pintado encomparación de la depresión causada en elánimo de Maurice por aquel fracaso en sustentativas de falsificación que empezaban aagotar la provisión de papel de cartas.

«¡Es lo más extraño del mundo! -se decíagimiendo-. Aquí están tedos los elementos de lafirma, perfiles, gruesos y ligados; y sinembargo, el conjunto no puede ser másdesastroso. El último de los empleados de unbanco vería en seguida la falsificación. ¡Veo quevoy a tener que calcar!»

Aguardó que pasara un chubasco, apoyó elpapel sobre el cristal de la ventana y a la vistade cuantos transitaban por la calle, calcó lafirma de su tío. Aun así, resultó un calco muy

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tímido, torpe, en que se notaba la vacilación delpulso y otros signos denunciadores.

-¡No importa, tendrá que pasar así! -dijoconsiderando tristemente su obra-. ¡De todosmodos mi tío Joseph ha muerto!

Después completó el falso cheque,escribiendo en él: doscientas libras y corrió alBanco Anglo-Asiático, donde estabandepositados los fondos de su casa.

Una vez allí, adoptando el aire másindiferente que pudo, presentó su falso chequeal gordo escocés de pelo rojo con quien seentendía habitualmente cuando iba a cobrar o adepositar fondos. El escocés pareciósorprendido a la vista del cheque, después loexaminó en todos sentidos y hasta miró lafirma a través de un lente; y su sorpresa pareciótrocarse en un sentimiento más desfavorableaún.

-Dispense usted un momento -dijo al fin aldesdichado Maurice, desapareciendo luego enlos oscuros corredores del Banco.

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Cuando volvió al cabo de un rato bastantelargo, venía acompañado de uno de susjefes, unhombrecito no muy joven y regordete, pero quepertenecía al número de los que son «hombresde mundo hasta la punta de los dedos».

-¿Tengo el honor de hablar al señor MauriceFinsbury, según creo? -preguntó el hombre demundo poniéndose los lentes para ver mejor aMaurice.

-¡Sí, señor! -respondió Maurice temblando-.¿Hay... acaso alguna dificultad?

-Ocurre lo siguiente, señor Finsbury: nosadmira algo recibir esto -añadió el banqueroseñalando el cheque-. Precisamente ayer mismonos han avisado que no le entreguemos a ustedfondos.

-¡Avisado! -exclamó Maurice. -Y precisamente lo ha hecho su tío en

persona. Y además le hemos pagado a su señortío un cheque de... ¿cuánto era señor Bell?

-De ochocientas libras, señor Judkin-respondió el empleado.

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-¡Dent Pitman! -murmuró Maurice, cuyaspiernas flaqueaban.

-¿Cómo, caballero? No he entendido -dijo elseñor Judkin.

-¡Oh, no es nada... un simple modo dehablar!

-¿Espero que no le habrá ocurrido a ustednada desagradable, señor Finsbury? -dijoamablemente el señor Bell.

-¡Todo lo que puedo decir a usted -profirióMaurice con siniestro acento-, es que el hechoes absolutamente imposible! Mi tío está enBournemouth enfermo e incapaz de moverse.

-¡De veras! -dijo el señor Bell, volviendo atomar el cheque de manos de su jefe-. ¡Pero sieste cheque está fechado hoy en Londres!¿Cómo lo explica usted, caballero?

-¡Oh, es un error de fecha! -tartamudeóMaurice, en tanto que se ponía colorado comouna amapola.

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-¡Seguramente, seguramente! -dijo el señorJudkin-, fijando de nuevo en él su terriblemirada.

-Además -arriesgó Maurice-, aunqueustedes no puedan entregarme grandes sumas,se trata de una bagatela... de doscientas libras.

-¡Sin duda, señor Finsbury! -respondió elseñor Judkin-. Lo que usted dice es cierto y, siinsiste usted, no dejaré de someter su petición anuestro Consejo de Administración. Pero... enuna palabra, señor Finsbury, temo que estafirma no sea tan correcta como sería de desear...

-¡Oh, eso no importa! -murmuróprecipitadamente Maurice-. Voy a pedir a mitío que firme de nuevo. Debo decirle a usted-continuó recobrando algo la serenidad- que mitío está tan enfermo que no ha podido firmareste cheque sin mi ayuda; y creo que lasdiferencias que se notan en la firma procedende que he tenido que sostenerle la mano.

El señor Judkin miró a Maurice de hito enhito. Después, volviéndose al señor Bell, dijo:

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-¡Empiezo a creer que ayer nos ha estafadoun bribón haciéndose pasar por el señorJoseph! Diga a su señor tío que vamos a avisaren seguida a la policía. En cuanto a este cheque,a causa de la manera como ha sido firmado, elBanco no puede aceptar su responsabilidad.

Diciendo esto alargó el cheque a Mauricepor encima del mostrador. Maurice lo cogiómaquinalmente.

-En un caso como éste -dijo- ¿la pérdida noscorresponde exclusivamente a nosotros, esdecir, a mi tío y a mí?

-De ninguna manera, caballero. Sólo labanca es responsable. O bien recobraremos esasochocientas libras o reembolsaremos a usted denuestro fondo las ganancias y pérdidas. Puedeusted estar tranquilo.

Maurice puso una nariz de media cuarta;pero no tardó en brillar en sus ojos un rayo deesperanza.

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-Oiga usted -dijo-. Déjeme usted arreglareste negocio pues tengo una pista y yo meencargo de él. ¡Además, la policía cuesta cara!

-¡El Banco no lo entiende de esta manera!-replicó el señor Judkin-. Costearemos todos losgastos y gastaremos todo el dinero necesario.Un estafador no descubierto es un peligropermanente. ¡Aclararemos a fondo este asunto,señor Finsbury; puede usted contar connosotros y dormir tranquilo!

-¡Pues bien, tomo a mi cargo la pérdida!Ruego a usted que abandone el asunto.

A toda costa quería impedir las pesquisas. -Dispense usted -replicó el implacable señor

Judkin-; pero nada tiene usted que ver en esteasunto que es cosa nuestra y de su tío. Si ésteparticipa de su opinión y viene a anunciárnosloo consiente en recibirme...

-¡Enteramente imposible! -exclamó Maurice. -¡Pues bien, ya ve usted que tenemos las

manos atadas! Es preciso que pongamos a lapolicía en movimiento.

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Maurice dobló maquinalmente el cheque ylo metió en su cartera.

-¡Buenos días! -dijo, y salió huyendo delBanco.

«¡Me pregunto qué es lo que sospecha! -dijopara sí-. No comprendo nada. Su conducta esinexplicable. Pero no me importa. ¡Todo estáperdido! El cheque ha sido cobrado y va aentrar en campaña la policía. ¡Dentro de doshoras ese idiota de Pitman estará preso y todala historia del cadáver figurará en losperiódicos de la noche!»

Sin embargo, si el pobre mozo hubierapodido oír el diálogo que había tenido lugar enel Banco después de su partida, se hubieraasustado, menos seguramente, pero se habríasentido más mortificado.

-¡Vaya un asunto curioso, señor Bell! -habíadicho el señor Judkin.

-Sí, señor -había respondido el señor Bell-:pero creo que le hemos hecho pasar un gransusto.

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-¡Oh, no volveremos a oír hablar del señorMaurice Finsbury! -había replicado el señorJudkin-. No era más que una primera tentativade su parte, y hemos tenido siempre tan buenasrelaciones con la casa Finsbury, que he creídomás caritativo obrar con dulzura. Supongo queno dudará usted, señor Bell, que no ha habidoerror posible en la vista de ayer. Fue el señorFinsbury y en persona el que vino a cobrar lasochocientas libras, ¿no es verdad?

-¡No hay error posible! -dijo sonriendo elseñor Bell-. ¡Era el señor Finsbury en carne yhueso! ¡Figúrese usted que me explicódetalladamente los principios del descuento!

-¡Muy bien! ¡Muy bien! -concluyó el señorJudkin-. La próxima vez que venga el señorJoseph Finsbury, ruéguele usted que pase a midespacho. Me inspira algún recelo suconversación; pero, en el caso presente,tenemos absolutamente el deber de ponerle enguardia.

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7. DONDE PITMAN SE ACONSEJA CONUN ABOGADO

Norfolk Street no es una calle grande, yademás, no tiene nada de bonita. Se vencircular por ella sobre todo criadas sucias,despeinadas y evidentemente baratas. Por lamañana van a buscar provisiones a la calleinmediata, y por las noches se pasean de arribaabajo con sus novios. Dos veces por día pasa elvendedor de cordilla para los gatos. A veces unorganillero novicio se arriesga en dicha calle,pero no tarda en desaparecer, desilusionado.Los días festivos, Norfolk Street sirve de circo alos jóvenes deportistas de la vecindad, y losinquilinos tienen ocasión de estudiar losdiversos métodos posibles de ataque y dedefensa individuales. Todo esto no impide, sinembargo, que pase dicha calle por respetable,porque siendo muy corta y poco pasajera, nocontiene ni una sola taberna.

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En la época en que tiene lugar nuestrorelato, el número 7 de Norfolk Street tenía en lapuerta una placa de cobre, con estas palabras:W. D. Pitman, artista. Esta placa no se hacíanotar por su limpieza, y en cuanto a la casa, ensu conjunto, no tenía nada de particular niatractivo. Y sin embargo, dicha casa, desdecierto punto de vista, era una de lascuriosidades de nuestra capital; porque teníacomo inquilino a un artista (y hasta a un artistadistinguido, siquiera no se distinguiese sinopor sus fracasos), ¡a quien jamás habíaconsagrado el más insignificante artículoninguna revista ilustrada! Jamás habíareproducido ningún grabador en madera «unrincón del pequeño salón» de aquella casa, «lachimenea monumental del salón grande»;ninguna literata incipiente había celebrado «lasencillez llena de naturalidad» con que la habíarecibido el maestro W. D. Pitman, «en medio desus tesoros artísticos». Pero yo mismo, por otraparte y con gran sentimiento mío, no voy a

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poder llenar esta laguna, porque sólo voy apermitirme entrar en la antesala, el taller y eldesdichado jardín de la estética morada delseñor Pitman.

El jardín en cuestión poseía una fuente deyeso (por lo demás sin agua), algunas floresincoloras en macetas y dos o tres estatuas,imitación de lo antiguo, que representan sátirosy ninfas de la ejecución más mediana quepueda imaginar el lector. A un lado de estejardín había dos pequeños talleres,subalquilados por Pitman a otrosrepresentantes de nuestro arte nacional, másobscuros y desdichados que él. Al otro lado sealzaba un edificio algo menos lúgubre, con unapuerta excusada que daba a una callejuela: allíera donde el señor Pitman se entregaba todaslas noches a los goces de la creación artística.Pasaba el día entero dando lecciones de arte alas alumnas de un colegio de Kensington; peropor lo menos podía disponer de sus veladas,que prolongaba lo más posible. Ya pintaba un

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paisaje con cascada, al óleo, ya esculpía, gratuitay espontáneamente (pero «en mármol», comose complacía en hacer notar) el busto de algúnpersonaje público; ya también modelaba enyeso una ninfa que pudiese servir delampadario para el gas de una escalera, o unSamuel niño, casi de tamaño natural, quehubieran podido comprarle para el salón deuna agencia de nodrizas.

El señor Pitman había estudiado en otrotiempo en París y hasta en Roma, a expensas deun negociante en corsés, primo suyo, quedesgraciadamente no tardó en hacerbancarrota, y aunque nadie llevó jamás laincompetencia artística a suponerle algúntalento, todo hacía esperar que por lo menoshabía aprendido su oficio. Pero dieciocho añosde enseñanza le habían despojado delmezquino tesoro de sus conocimientos. A veceslos artistas a quienes subarrendaba talleres, nopodían menos de llamarle la atención y darleconsejos; hacíanle ver, por ejemplo, cuán

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imposible era pintar buenos cuadros a la luzdel gas, o ninfas de tamaño natural, sin modelo.«Sí, ya lo sé -respondía-. Nadie lo sabe mejorque yo en toda la calle. Les aseguro a ustedesque si yo fuese rico, no vacilaría en emplear losmejores modelos de Londres. ¡Pero, siendopobre, he tenido que acostumbrarme a pasarsin ellos! Un modelo que viniese de vez encuando sólo serviría para turbar mi concepciónideal de la figura humana; lejos de ser unaventaja sería un peligro real para mi carreraartística. En cuanto a mi costumbre de pintar ala luz del gas, reconozco que no deja de tenerinconvenientes; pero he tenido que adoptarlaporque tengo que dedicar todo el día a laenseñanza».

En el momento mismo en que me propongopresentarle a mis lectores, hallábase Pitmansolo en su taller iluminado por la moribundaluz de un triste día de octubre. Ocupaba unsillón Windsor y cubría su cabeza un sombrerode fieltro negro. Era un hombrecillo moreno,

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flaco, inofensivo, interesante, vestido de luto,con una levita demasiado larga, con cuello altoy aspecto vagamente eclesiástico, que lohubiera sido ciertamente más a no ser por sularga barba terminada en punta. En sus cabellosy su barba se notaban ya algunos hilos de plata.¡La viudez, la pobreza y una humilde ambiciónsiempre contrariada, no eran lo más a propósitopara rejuvenecerle!

Frente a él, en un rincón cerca de la puerta,se erguía un sólido tonel. Y por más que Pitmanse revolvía en su asiento, no podía apartar de élsus ojos y su pensamiento.

«¿Debo abrirlo? ¿Debo devolverlo? ¿Deboavisar en seguida al señor Semitopolis? -sepreguntaba-. ¡No! -decidió al fin-. ¡No hagamosnada sin consultar al señor Finsbury!».

Después se levantó, sacó de un cajón uncartapacio de cuero viejo, lo colocó encima de lamesa delante de la ventana, sacó una hoja depapel de cartas de color café con leche, del queusaba en sus relaciones escritas con la directora

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de su colegio y, laboriosamente, logró redactarla carta siguiente:

Querido señor Finsbury: ¿Sería abusardemasiado de su amabilidad, rogarle queviniese a verme un momento esta nochemisma? El asunto que me preocupa, y acercadel cual debo pedirle consejo, es de los másinteresantes: porque se trata de la estatua deHércules, perteneciente al señor Semitopolis, dela que ya he tenido ocasión de hablar a usted.Le escribo en el mayor estado de agitación einquietud; temo en verdad que se hayaextraviado esta obra maestra del arte antiguo. Ypara que yo acabe de perder la cabeza hay otroincidente, relacionado con el primero. Dígneseusted, le ruego, dispensar lo mal trazado deestas líneas y créame su afectísimo amigo

WILLIAM D. PITMAN

Escrita esta carta, se puso en camino y fue allamar a la puerta del número 233 de Kings

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Road, la calle inmediata; en dicha casa tenía sudomicilio particular el abogado MichaelFinsbury. Pitman había encontrado al abogadocuatro años antes, en Chelsea, en una reuniónde artistas; como eran vecinos, habían vueltojuntos, y Michael, que era en el fondo unexcelente mozo, no había dejado desdeentonces de dispensar a su humilde vecino unaamistad algo desdeñosa, pero servicial ysegura.

-No -dijo la anciana sirviente de losFinsbury, que le abrió la puerta-, el señorMichael no ha vuelto todavía. Pero parece queno está usted muy bien, señor Pitman. Entreusted a tomar una copita de jerez, que lesentará bien.

-Gracias, señora, hoy no puede ser-respondió el artista-. Es usted muy buena, perome siento demasiado abatido para beber jerez.Le ruego a usted encarecidamente que entregueesta cartita a don Michael, rogándole que paseun momento a verme. Puede entrar por la

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puerta excusada que da a la callejuela; yo estarétoda la noche en mi taller.

Volvióse hacia su calle y lentamente sedirigió a su casa. En la esquina de Kings Roadllamóle la atención el escaparate de unpeluquero. Largo tiempo estuvo contemplandoa la altiva, noble y magnífica dama de cera quegiraba lentamente en el centro de aquelescaparate. Ante aquel espectáculo, despertóseen Pitman el artista, a pesar de las angustiasque le oprimían.

«Por mucho que se burlen de los que hacenesas cosas -dijo para sí-, no puede negarse quehay algo dentro. Hay en esa figura cierto no séqué de altivo, de grande y de verdaderamentedistinguido. Es precisamente ese mismo no séqué que yo he intentado expresar en miEmperatriz Eugenia».

Continuando su marcha hacia su tallersiguió pensando en ese «no sé qué».

«Ese contacto inmediato de la realidad -dijopara sí- es lo que se enseña en París: ¡Es arte

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inglés, puramente inglés! ¡Vamos, pobre viejo,te has dejado encanallar! ¡Apunta más alto,Pitman, apunta más alto!»

Mientras tomaba el té y después, mientrasdaba a su hijo la lección de violín, el alma dePitman olvidó sus angustias, para volar al paísdel ideal. Apenas acabó la lección, corrió aencerrarse en su taller.

Ni aun la vista del tonel logró enfriar suentusiasmo. Entregóse por completo a su obra,que era un busto de Mr. Gladstone, copia deuna fotografía. Con éxito extraordinario vencióla dificultad que le presentaba, por falta dedocumentos, la parte posterior de la cabeza desu ilustre modelo; iba a emprenderla con lasfamosas puntas del cuello de su camisa, cuandola entrada de Michael Finsbury vino a llamarlebruscamente a la realidad.

-¡Vamos! ¿Qué hay? -preguntó Michael,adelantándose hacia la chimenea, dondePitman tenía un excelente fuego.

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-No hay palabras para expresar el embarazoen que me encuentro -dijo el artista-. La estatuadel señor Semitopolis no ha llegado y temo queme hagan responsable de su pérdida. Además,no es la cuestión de dinero lo que me inquieta,sino la perspectiva del escándalo, señorFinsbury. Ese Hércules, como usted sabe, hasalido de Italia fraudulentamente. Los príncipesromanos que lo poseían no tenían derecho paravenderlo, y a fin de alejar las sospechas, elseñor Semitopolis me rogó que, mediante unapequeña comisión, consintiese en que enviasenel bulto a mi domicilio. Si la estatua se haquedado en el camino, todo se descubrirá y meveré obligado a confesar mi participación en elasunto.

-Me parece un asunto de los más graves-declaró elabogado-; preveo que va a exigirmucha bebida, Pitman.

-Me he tomado la libertad de prepararlotodo a ese fin- respondió el artista, indicando,

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sobre la mesa un reverbero, una botella deginebra, un limón y unas copas.

Michael se preparó un grog y ofreció uncigarro a su amigo.

-No, gracias -dijo Pitman-. En otro tiempotenía la debilidad de ser muy aficionado altabaco, pero lo he tenido que dejar a causa demis lecciones.

-Está muy bien -dijo el abogado-. Ahorapuede usted hablar; ¡venga la historia!

El pobre Pitman fue revelando susangustias. Había ido a la estación de Waterloopara recoger su Hércules, y le habíanentregado, en lugar del coloso esperado, untonel de dimensiones ordinarias. Lo máscurioso era que el tonel venía de Marsella, dedonde debía llegar el Hércules, y la direcciónestaba escrita de letra de su corresponsalitaliano. Y lo más extraordinario de todo eraque había sabido que había llegado por elmismo tren un cajón gigantesco, pero con otradirección imposible de descubrir. -El carretero

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encargado de llevarlo se emborrachó yrespondió a mi pregunta en los términos másdesvergonzados. El jefe de servicio le despidióen seguida, se mostró muy amable conmigo yme prometió tomar informes de Southampton.Pero entretanto, ¿qué deba hacer? He dejadomis señas y me he traído el tonel. Después deesto, recordando un antiguo adagio, hedecidido no abrirlo sino en presencia de miabogado.

-¿Y no hay más que eso? -dijo Michael-. Noveo en ello el menor motivo de inquietud. ElHércules se habrá entretenido en el camino yllegará mañana o pasado. En cuanto al tonel,estoy seguro de que es un recuerdo de una desus discípulas. ¡Probablemente contendráostras!

-¡Oh, no hable usted tan alto! -exclamó elartista-. Si le oyesen a usted burlarse de esasseñoritas, perdería mi cargo enseguida.Además, ¿por qué me habían de enviar ostrasde Marsella? ¿Y por qué me las había de enviar

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el mismo señor Ricardi, corresponsal del señorSemitopolis?

-¡Veamos el cuerpo del delito! -dijoMichael-, coloquémosle bajo el mechero de gas.

Los dos hombres hicieron rodar el tonel através del taller.

-¡Lo cierto es que para contener ostras esdemasiado pesado! -observó juiciosamenteMichael.

-¿Si lo abriésemos inmediatamente?-propuso Pitman a quien la influenciacombinada de la conversación y del grog habíadevuelto el buen humor.

Después de esto, sin aguardar respuesta,remangóse las mangas, como para una pelea deboxeo, echó al cesto de papeles su cuellopostizo de pastor y, cogiendo un cortafrío enuna mano y un martillo en la otra, atacó convigor el misterioso barril.

-¡Bravo, William Dent, eso se llama trabajar!-gritaba Michael-. ¡Qué admirable leñadorhubiera hecho usted! ¿Y sabe usted lo que se

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me figura? Creo que se trata de una de susdiscípulas, que, para llegar hasta usted, se haencerrado en el tonel. ¿No hay una aventurasemejante en la historia de Cleopatra?¡Cuidado, no vaya usted a hundir el cortafríoen la cabeza de la hermosa!

Pero el espectáculo de la actividad dePitman era contagioso y el abogado no pudoresistir al deseo de tomar parte en la festa.Echando su cigarro a la lumbre, arrancó lasherramientas de manos de su amigo y se puso asu vez a arrancar el fondo del tonel. No tardóen correr el sudor por su ancha frente; supantalón, cortado a la última moda, se llenó demanchas de orín y sus golpes hacían vibrar eltaller.

Un tonel con flejes de hierro no es cosa fácilde abrir, aun cuando se sepa hacerlo; perocuando no se sabe hay muchas probabilidadesde que en lugar de abrirse, el tonel acabe pordeshacerse por completo. Esto es lo que sucedióprecisamente al tonel en cuestión. De pronto,

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cayó el último fleje, y lo que había sido unmagnífico tonel, soberbia muestra de latonelería inglesa, se convirtió en confusomontón de duelas rotas.

En medio de ellas quedó por algunosmomentos de pie un extraño bulto, que notardó en caer pesadamente sobre el piso demármol de la chimenea. En el mismo instanteabriéronse las mantas que cubrían el bulto ycayeron rodando a los pies del azorado Pitmanunos lentes de concha.

-¡Silencio! -dijo Michael. Corrió a la puerta del taller y echó el

cerrojo. Después, muy pálido, volvió hacia lachimenea y apartó las mantas que cubrían elcadáver, retrocediendo con espanto.

Reinó un largo silencio en el taller. -Diga usted la verdad -preguntó al fin

Michael en voz baja-. ¿Es usted el autor deesto?

Diciendo así señalaba el cadáver.

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El pobre artista no lograba articular unapalabra.

Michael echó ginebra en un vaso y le dijo: -Tome usted y beba, y no tema usted

confesármelo todo: ¡Ya sabe usted que siempreseré su amigo!

Pero Pitman rechazó el vaso sin probarlosiquiera.

-¡Juro a usted ante Dios que esto es para míun nuevo misterio! En mis más terriblespesadillas jamás he soñado cosa igual. ¡Juro austed, además, que sería incapaz de matar unamosca!

-¡Está bien! -respondió Michael, lanzandoun hondo suspiro, cual si se viese libre de ungran peso-. ¡Le creo, pobre amigo mío! -ydiciendo esto estrechó enérgicamente la manode su amigo-. ¡Dispense usted mi duda! -añadióun momento después-, pero se me habíaocurrido la idea de que hubiese usted podidodesembarazarse del señor Semitopolis.

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-¡Si yo hubiera hecho eso, mi situación nosería peor! -gimió Pitman-. ¡Soy hombreperdido! ¡Todo acabó para mí!

-En primer lugar -dijo Michael-, alejemosesto de nuestra vista; porque debo confesarle,amigo Pitman, que esta vista no esprecisamente de las más agradables.

Diciendo esto se estremeció de nuevo. -¿Dónde podríamos meterlo? -¿Podría usted tal vez transportarlo al

gabinete inmediato? Si es que tiene usted valorpara tocarlo -murmuró Pitman.

-¡Cáspita! Mi pobre Pitman, será preciso queuno de nosotros dos tenga ese valor, y temomucho que no llegue usted a tenerlo nunca.¡Póngase usted al otro lado de la mesa,vuélvase de espaldas y prepáreme un grog!¡Esto es lo que se llama la división del trabajo!

Dos minuios después oyó Pitman cerrarsede nuevo la puerta del gabinete.

-¡Vamos! -declaró Michael-; ¡esto ya tienemás carácter de intimidad! Puede usted

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volverse, intrépido Pitman. ¿Es éste mi grog?-preguntó tomando un vaso de manos delartista-. ¡El cielo me perdone, pero esto es unalimonada!

-¡Oh, Finsbury, por piedad! ¿Qué vamos ahacer de esto? -murmuró Pitman, posando sumano en el hombro de su amigo.

-¿Que qué vamos a hacer? ¡Enterrarlo enmedio de su jardín y colocar encima una de susestatuas a guisa de monumento fúnebre! Peroante todo écheme usted aquí ginebra.

-¡Señor Finsbury, por piedad, no se burleusted de mi desgracia! -gritó el artista-. Tieneusted en su presencia un hombre que ha sidotoda su vida, no vacilo en decirlo,eminentemente respetable. A excepción delpequeño contrabando del Hércules, y aun deeso me arrepiento humildemente, jamás hehecho nada que no pudiese salir a la luz deldía. Jamás he temido la luz -gimió elhombrecillo-, y ahora...

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-¡Vamos! ¡Un poco más de energía!-exclamó Michael-. Le aseguro a usted queestas cosas pasan todos los días. Es la cosa máscomún del mundo y la más insignificante. Siestá usted completamente seguro de no habertenido parte alguna en...

-¡De qué palabras podría valerme paraafirmárselo! -contestó Pitman.

-Le creo, le creo -repuso Michael-. Se vemuy bien que no tiene usted la experiencia quesupondría un hecho semejante. Pero aquí loque quería decir, si, o más bien puesto que, nosabe usted nada del crimen, puesto que el...objeto encerrado en ese gabinete, no es ni supadre, ni su hermano, ni su acreedor, nisiquiera lo que se ha convenido en llamar unmarido ultrajado...

-¡Oh, amigo mío! -interrumpió Pitmanescandalizado.

-Puesto que en una palabra -continuó elabogado-, no puede usted tener ningún interésen ese crimen, tenemos el terreno

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completamente desembarazado. Hasta diré queel problema es de los más interesantes y mepropongo ayudarle a resolverlo, Pitman, yayudarle hasta el fin. ¡Caramba! Hace tiempoque no me he permitido un día de asueto.Mañana por la mañana avisaré en mi oficinaque no me esperen en todo el día. De este modopodré consagrarle todo el tiempo y podremosdejar el asunto en otras manos.

-¿Qué quiere usted decir? -preguntóPitman-. ¿En qué otras manos? ¿En las de uncomisario de policía?

-¡Llévese el diablo al comisario de policía!-replicó Michael-. Si usted no quiere emplear elmedio más corto, que consistiría en enterrar elobjeto esta misma noche en su jardín, habrá queencontrar alguien que consienta en enterrarloen el suyo. En resumen, tendremos quetransmitir el depósito en manos de alguien quetenga más recursos y menos escrúpulos.

-¡Un detective privado? -añadió Pitman.

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-Oiga usted, amigo mío, hay momentos enque me causa usted la más profundacompasión -respondió el abogado-. Y apropósito -añadió cambiando de tono-, siemprehe lamentado que no tuviese usted un pianoaquí en su caverna. Si usted no sabe tocarlo, porlo menos podrían distraerse sus amigoshaciendo un poco de música, mientras usted seocupa en manipular el barro.

-Si le agrada a usted, puedo procurarme unpiano -dijo nerviosamente Pitman, deseoso decomplacerle-. Por lo demás, ya sabe usted quetoco algo el vioIín...

-¡Sí, ya lo sé! -dijo Michael-, ¡pero qué es unviolín, sobre todo teniendo en cuenta comousted toca! ¡No, lo que hace falta es uninstrumento polifónico! ¡Lo ideal es un buencontrapunto! Ahora bien, puesto que ya esdemasiado tarde esta noche para que puedausted comprar un piano, yo voy a regalarleuno.

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-¡Muchísimas gracias! -respondió Pitmansin saber lo que le pasaba-. ¿Quiere ustedregalarme su piano? ¡No sé cómoagradecérselo!

-¡Sí, voy a regalarle a usted uno de mis dospianos -continuó Michael- para que mañana sedivierta el inspector de policía en hacerarpegios, mientras sus detectives registran elgabinete!

Pitman le contemplaba con asombro. -¡Estoy hablando en broma! -dijo Michael-.

Pero el caso es que usted no comprende nadasin que le pongan los puntos sobre las íes.¡Atención, Pitman, siga usted el hilo de miargumento! Parto del hecho muy afortunadopara ambos, de que somos completamenteinocentes del asesinato. No nos liga con esteaccidente más que la presencia de... lo queusted sabe. Si logramos desembarazarnos de...eso, no tendremos nada que temer. Ahora bien,voy a darle a usted mi piano. Mañanaarrancaremos todas las cuerdas y

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depositaremos... a nuestro amigo... en su lugar;cerraremos el instrumento con llave, locolocaremos en un carrito de mano y lointroduciremos en la morada de un caballerojoven a quien conozco de vista.

-¿A quien conoce usted de vista?.. -repitióPitman.

-Pero sobre todo -dijo Michael-, conozco sucasa mejor que él mismo, pues vivió en ella enotro tiempo uno de mis amigos; le llamo «miamigo» para abreviar, pues ahora está enpresidio. Le defendí y le salvé la vida al pobrediablo, y en recompensa, me dejó todo lo queposeía, incluso las llaves de su casa. Allí esdonde me propongo transportar nuestro piano.¿Comprende usted?

-Todo eso me parece muy extraño-murmuró Pitman-. Y ¿qué le sucederá a esepobre señor a quien usted conoce de vista?

-¡Oh, hago eso por su bien! -respondióalegremente Michael-. ¡Tiene necesidad de unabuena sacudida para moverse!

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-Pero amigo mío, ¿no cree usted que sehallará en peligro de ser acusado de asesinato?-tartamudeó Pitman.

-¡Bah! ¡Estará precisamente en la mismasituación en que nosotros nos encontramos!Puedo asegurarle a usted que es tan inocentecomo usted. ¡Amigo Pitman, lo que haceahorcar a la gente no es la acusación, sino unadesdichada circunstancia agravante que sellama la culpabilidad!

-¡En verdad! ¡En verdad! -insistió Pitman-.Su plan me parece muy extraño. ¿No seríamejor en fin de cuentas avisar a la policía?

-¡Y promover un escándalo! -respondióMichael-. El misterio de Norfolk Street; fuertespresunciones de inocencia en favor de Pitman. ¿Quéefecto produciría esto en su colegio?

-¡Pues simplemente mi expulsióninmediata! -replicó el artista-. Sí, seguramente.

-Además, por otra parte -dijo Finsbury-,debe usted suponer que no me voy a embarcar

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en un asunto como éste sin procurarme algunadistracción a cambio de mi trabajo.

-¡Oh, mi querido señor Finsbury! ¿Son éstaslas disposiciones que convienen para llevar acabo asunto tan grave? -exclamó el desdichadoPitman.

-¡Vamos, he dicho eso para darle a ustedánimo! -replicó Michael imperturbable-.¡Créame usted, Pitman, no hay nada en la vidacomo una juiciosa ligereza! Pero es inútildiscutir más. ¡Si consiente usted en seguir miparecer, vamos en seguida a buscar el piano;pero si no consiente en ello, dígalo y le dejarésalir del atolladero como guste!

-¡Demasiado sabe usted que dependo enabsoluto de su voluntad! -respondió Pitman-.Pero ¿qué terrible noche voy a pasar, con este...horror en mi taller!

-En todo caso también estará en su taller mipiano -respondió Michael-. Piense usted en él yeso hará contrapeso.

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Una hora después penetró un carrito en lacallejuela, y el piano de Michael, un Erard degran cola, aunque bastante maltratado, fuecolocado por los dos amigos en el taller dePitman.

8. DONDE MICHAEL SE PERMITE UNDIA DE ASUETO

Al día siguiente por la mañana, a las ocho enpunto, llamó Michael a la puerta del taller.Halló al artista en el más lamentable estado,descolorido, encorvado, sin fuerzas, con losojos extraviados, que se dirigían sin cesar a lapuerta del gabinetito. Pitman por su partequedó mucho más admirado del cambio queobservó en su amigo. Michael se las echaba deseguir la última moda (creo que ya lo he dicho)y es lo cierto que estaba siempre vestido conirreprochable elegancia, lo cual le daba en ciertamanera el aspecto de un señor que estáconvidado a una boda. Ahora bien, la mañana

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en cuestión estaba muy lejos de parecersemejante cosa. Llevaba una camisa de franela,una americana y un pantalón de pañoordinario; calzaba botas sin tacones y acababade darle el aspecto e un vendedor ambulantede cerillas, un malaventurado abrigo.

-¡Aquí me tiene usted, William Dent!-exclamó quitándose el sombrero de fieltro quellevaba en la cabeza.

Después de esto, sacando del bolsillo dosmechones de pelos rojos, se los pegó en lasmejillas a modo de patillas y empezó a bailardesde un extremo a otro del taller, con la graciaafectada de una bailarina.

Pitman sonrió tristemente. -¡Jamás hubiera podido recunocerle! -dijo.-De lo cual me alegro mucho -respondió

Michael metiéndose nuevamente las patillas enel bolsillo-. Por el momento vamos a pasarrevista al guardarropas de usted, porquetambién tendrá que disfrazarse.

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-¿Disfrazarme? -gimió el artista-. ¿Esindispensable en verdad que me disfrace? ¿Nohay medio de evitarlo?

-¡Querido amigo -replicó Michael-, eldisfraz es el encanto de la vida! ¿Qué es laexistencia, como dice muy bien el gran filósofofrancés, sin los placeres del disfraz? Por otraparte, no depende de nuestra voluntad: lanecesidad nos obliga a ello. Es necesario quegran número de personas y en particular elseñor Forsyth, tal es el nombre del joven aquien conozco de vista, no puedan reconoceroshoy. Pudiera suceder que el señor Forsyth seencontrase en su casa cuando vayamos avisitarla.

-Pero si se encuentra en su casa en esemomento -tartamudeó Pitman-, estamosperdidos!

-¡Bah! ¡Ya saldremos del paso! -respondióMichael alegremente-. Vamos muéstreme ustedsus prendas de desecho, a fin de que puedatransformarlo en un hombre nuevo.

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En el ropero de Pitman escogió Michael,después de largo y minucioso examen, unaamericana corta de alpaca negra y un pantalónde verano color verdoso. Una vez en posesiónde estos objetos procedió al examen de lapersona de su amigo.

-Lleva usted un cuello postizo clerical queno me agrada -le dijo-. ¿No podría ustedreemplazarlo?

El profesor de dibujo reflexionó un instante. -Debo tener por ahí dos camisas de cuello

bajo que usaba cuando estaba en Parísestudiando la pintura.

-¡Magnífico! -exclamó Michael-. ¡Va a estarusted admirable! Hombre, unas polainas decaza -continuó, revolviendo en el fondo de unaalacena-. ¡Oh, las polainas son absolutamentede rigor! Ahora, amigo mío, va usted a ponersetodas estas prendas, después de lo cual sesentará usted en ese sillón y meditará sobrealgún problema de estética, durante media hora

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larga. Hecho esto va usted a buscarme a sutaller.

La mañana había sido por demásdesagradable. En el jardín de Pitman soplabafurioso el viento del Este entre las estatuas yarrojaba la lluvia contra las ventanas del taller.Era precisamente el momento en que Mauriceintentaba por centésima vez en Bloomsbury lafalsificación de la firma de su tío, mientras queMichael se ocupaba, con no menor actividad enel taller de Norfolk Street, en arrancar lascuerdas de su gran piano Erard.

Media hora después, Pitman, al entrar denuevo en su taller, halló la puerta del gabinetede par en par, y la caja del piano discretamentecerrada.

-¡Oh -exclamó Michael, apenas vio a suamigo-, hay que despojarse inmediatamente deesa barba!

-¡Mi barba! -exclamó Pitman espantado-. Mees imposible quitarme la barba, pues perderíainmediatamente mi empleo. La directora es

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muy rigurosa en todo lo que se refiere alaspecto exterior del personal docente. Mi barbame es absolutamente indispensable.

-Podrá usted dejársela crecer después -dijoMichael-. Entre tanto estará usted tan feo que lesubirán el sueldo.

-Pero es que no quiero estar demasiado feo-replicó el artista.

-¡Vamos, basta de niñerías! -dijo Michaelque detestaba las barbas y estaba muysatisfecho de poder suprimir una-. Vamos, seausted hombre y haga ese sacrificio.

-¡Si lo cree usted absolutamenteindispensable! -murmuró Pitman.

Lanzando un profundo suspiro, fue a lacocina a buscar agua caliente, instaló un espejoen su caballete y procedió al decoroso sacrificio.Michael estaba encantado.

-¡Es una transformación milagrosa, se loaseguro bajo palabra de honor! -dijo a Pitman-.Una vez que se haya usted puesto los anteojos

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que traigo en el bolsillo será usted el tipoperfecto del viajante alemán de comercio.

Pitman, sin responder, seguíacontemplando tristemente en el espejo laimagen del hombre nuevo en que se habíaconvertido. Michael comprendió que tenía eldeber de animarle.

-¿Sabe usted -le preguntó-, lo que dijo undía el gobernador de Carolina del Sur al deCarolina del Norte? «Me parece -dijo esteprofundo pensador-, que el tiempo que mediaentre dos copas de aguardiente es siempredemasiado largo.». Ahora bien, amigo Pitman,si tiene usted la bondad de buscar en el bolsilloizquierdo de mi abrigo, se me figura queencontrará usted un frasco de whisky. ¡Eso es,gracias! -añadió llenando dos copas-. Bebausted esto y se chupará los dedos.

El artista alargaba la mano hacia el jarro delagua, pero Michael se apresuró a cortar sumovimiento.

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-¡Aunque me lo pidiese usted de rodillas! Esla mejor calidad de whisky de mesa que puedehallarse en toda Inglaterra.

Pitman bebió un trago, dejó la copa encimade la mesa y exhaló un suspiro.

-Para un día de vacaciones, no es posibleseguramente hallar un compañero más tristeque usted -exclamó Michael-. Si no entiendeusted más que eso en materia de whisky, amigomío, no lo catará usted más; y mientras yo doyfin a la botella, usted va a poner manos a laobra, porque -continuó- he cometido un errorabominable: hubiera debido enviarle a usted abuscar el carrito antes de disfrazarse. Hay queconfesar también, amigo Pitman, que no sirveusted para nada. ¿Por qué no me hizo ustedpensar en ello?

-¡Yo no sabía siquiera que había queencargar un carrito! -gimió el artista-. Pero siusted quiere, puedo quitarme el disfraz.

-En todo caso le sería a usted difícil volversea poner la barba -observó Michael-. No, amigo

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mío; ésta es una de esas faltas que llevan aveces a la horca. Vaya usted inmediatamente ala agencia de Kings Road; diga usted quevengan a llevarse el piano, que lo lleven a laestación de Victoria, y desde allí, por ferrocarrila la estación de Cannon Street, donde quedaráa disposición del señor... ¿qué le parece a ustedel nombre de Víctor Hugo?

-¿No le parece un poco llamativo? -insinuóPitman.

-¿Llamativo...? -replicó desdeñosamenteMichael-. Un nombre así bastaría para hacernosahorcar a los dos! Es mejor Brown, que es a lavez más seguro y más fácil de pronunciar. Nose olvide usted de decir que el piano debe serentregaado al señor Brown.

-Le agradecería a usted -murmuró Pitman-,que, siquiera por compasión hacia mí, nohiciese con tanta frecuencia alusión a la horca.

-¡Oh, amigo mío; hacer alusión a ella no traela menor consecuencia! -repuso Michael-. ¡Ea,

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póngase su sombrero y en marcha! No seolvide usted de pagarlo todo por adelantado.

Una vez solo el abogado empezó porconcentrar toda su atención en la botella dewhisky, la cual contribuyó no poco a aumentarel buen humor de que se sentía animado desdepor la mañana. Después, una vez vaciada labotella, se ocupó en colocarse las patillasdelante del espejo.

-¡Soberbio! -exclamó con orgullo, despuésde mirarse largamente al espejo-. Parezco unempleado de economato.

De pronto se acordó de los anteojos quetenía en el bolsillo y que destinaba para Pitman.Los sacó, se los puso y quedó encantado delefecto. «Es justamente lo que me faltaba. ¿A quéme perezco ahora?» Fue adoptando diversasactitudes delante del espejo y definiéndolas envoz alta a medida que las tomaba. «Imitador deun redactor de noticias para los periódicoscómicos; pero para esto me haría falta unparaguas. Imitación de un empleado de

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economato. Imitación de un colono deAustralia que vuelve a Inglaterra para visitarlos lugares de su infancia. Magnífico, esto es loque me conviene».

A este punto llegaba en sus razonamientoscuando sus ojos se fijaron en el piano.Inmediatamente, obedeciendo a un impulsoirresistible, descubrió el teclado, y con los ojosfijos en el techo, empezó a tocar las teclasmudas.

Cuando el señor Pitman volvió al tallerhalló a su guía y salvador ocupado en realizarprodigios de virtuosismo en el Erard silencioso.

«¡Dios me ayude! -pensó el hombrecillo-. Seha bebido toda la botella y está completamenteembriagado».

-¡Señor Finsbury! -dijo en voz alta. Michael, sin levantarse, volvió hacia él su

rostro, que se había puesto muy colorado.Adornábanlo las rojas patillas y en su centro sedestacaban los soberbios anteojos.

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-¡Capricho en sol menor sobre la marcha deun amigo! -dijo por toda respuesta sin dejar decontinuar sus arpegios.

Pero de pronto se despertó la indignaciónen el alma de Pitman.

-¡Dispense usted! -exclamó-. Estos anteojosdebían ser para mí, forman parte esencial de midisfraz.

-¡Estoy dispuesto a usarlos yo mismo!-respondió Michael. Y luego añadió, no sincierta apariencia de verdad:

-¡Y la gente sería capaz de sospechar algo sinos viesen a ambos con anteojos!

-¡Está bien! -dijo el bueno de Pitman-.¡Había contado con esos anteojos, pero puestoque usted insiste! El carro está a la puerta.

Mientras sacaron el piano, Michael semantuvo oculto en el gabinete. Pero apenas sellevaron el instrumento, los dos amigos salieronpor la puerta principal, tomaron un coche y sedirigieron al centro de la ciudad. El día seguíafrío y desapacible; pero a pesar de la lluvia y

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del viento, Michael se negó a cerrar los cristalesdel carruaje. Se le había metido de pronto en lacabeza hacer el papel de cicerone para conPitman e iba señalando y comentando al pasolas curiosidades de Londres.

-¡A fe mía, querido amigo -le decía-, meparece que conoce usted muy mal su ciudadnatal! ¿Qué diría usted de una visita a la Torrede Londres? Pero no; eso nos alejaría tal vezdemasiado. A lo menos... ¡Eh, cochero, dé usteduna vuelta por Trafalgar Square!

Trabajo me costaría dar una ligera idea de loque sufrió Pitman en aquel coche. El frío, lahumedad, la desconfianza creciente respectodel jefe bajo cuyas órdenes se había puesto,cierto sentimiento de malestar, casi devergüenza, debido a la ausencia del respetablecuello postizo y un sentimiento más amargoaún de degradación, producido sin duda por labrusca supresión de la barba, tales eran losprincipales ingredientes que se mezclaban en elalma del desdichado artista.

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Sintió por de pronto un ligero alivio alllegar al restaurante donde debían almorzar, yel alivio subió de punto al oír a Michael pedirun reservado. Además, mientras los doshombres subían la escalera, guiados por unmozo extranjero, notó Pitman con satisfacciónque no sólo estaba casi desierto el restaurante,sino que la mayor parte de los clientes que en élse hallaban, eran desterrados franceses. Segúntoda probabilidad, ninguno de ellos teníarelaciones con el colegio de señoritas dondePitman daba lecciones, porque el mismoprofesor de francés, aunque se sospechaba queera católico, no era capaz de frecuentar unestablecimiento de aquella índole.

El mozo introdujo a ambos amigos en uncuartito en el que sólo había una mesa, un sofáy un simulacro de lumbre. Michael se apresuróa pedir un suplemento de carbón, así como doscopas de aguardiente y un sifón de agua deseltz.

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-¡Oh, no -murmuró Pitman-, no quiero másaguardiente!

-¡Es usted un tipo extraordinario! -exclamóMichael-. Sin embargo, tenemos que hacer algoy debe usted saber que no se debe fumar antesde las comidas. ¡Amigo mío, me parece ustedcompletamente desprovisto de toda noción dehigiene!

Diciendo esto se dirigió a la ventana paraver caer la lluvia.

Pttman, entretanto, volvió a sumirse en sutriste meditación. ¡Así pues, era él mismo enpersona quien se hallaba grotescamenteafeitado y absurdamente disfrazado encompañía de un hombre borracho con anteojos,en un restaurante extranjero! ¡Qué diría ladirectora de su colegio si le hubiese visto enaquel estado! Y sobre todo, ¡qué diría si pudieraconocer la trágica y criminal empresa que iba allevar a cabo!

El abogado, viendo que su amigo estabadecidido a no beberse el vaso de aguardiente

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que acababan de servirle, no pudo, sinembargo, resignarse a beber solo.

-¡Tómese usted esto! -dijo al mozo. El mozo se echó al cuerpo en dos tragos el

contenido del vaso, lo cual le conquistó lassimpatías de Michael.

-¡Jamás he visto a un hombre beber tan deprisa! -dijo a Pitman apenas salió el mozo-.¡Semejante espectáculo me devuelve laconfianza en la especie humana!

El almuerzo fue excelente y Michael comiócon gran apetito, pero se negó resueltamente apermitir que su compañero bebiese más de unvaso de champagne.

-¡No, no! -le dijo confidencialmente-.¡Conviene que uno de nosotros no estéenteramente borracho! Como dice el proverbio:«Si de dos hombres hay uno borracho, elnegocio marcha a pedir de boca; pero si los dosestán borrachos, todo está perdido». Despuésdel café, Michael hizo un esfuerzo admirablepara tomar aire de gravedad. Miró a su amigo

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cara a cara, y con voz algo pastosa, pero severa,le dijo por vía de juicioso exordio:

-¡Basta de locuras, Pitman! ¡Vamos anuestro asunto y oiga usted bien lo que voy adecirle! Sepa usted que soy australiano, colonoaustraliano y que me llamo John Dickson, ¿looye usted? Además, no le desagradará a ustedsaber que soy rico, inmensamente rico. La clasede empresa que estamos preparando, amigoPitman, exige el mayor cuidado en los detalles.El secreto del éxito estriba en la preparación.¡Por eso me he constituido desde anoche unabiografía completa y se la expondría con elmayor gusto si por desgracia no la hubieseolvidado de pronto!

-¡No sé si me he vuelto idiota! -tartamudeóPitman.

-¡Eso es -exclamó Michael-, completamenteidiota, pero rico, mucho más rico que yo!Suponiendo que esto le agradaría, amigoPitman, he decidido que nade usted en oro.Pero debo confesar a usted que es simplemente

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americano y por añadidura fabricante dechanclas de caucho. Pero aún tiene usted otradesgracia, pobre amigo mío, y es la de llamarseEzra Thomas. Ahora, dígame usted, amigo mío,¿quiénes somos usted y yo?

El desdichado artista tuvo que respondertres veces seguidas antes de aprender dememoria la lección.

-¡Al fin! -exclamó el abogado-, ¡nuestro planestá dispuesto y lo principal es nocontradecirse!

-¡Pero no comprendo bien! -objetó Pitman. -¡Oh! Ya comprenderá usted cuando llegue

el momento -dijo Michael levantándose. -¡Pero si no me ha dicho usted más que

nuestros nombres...! -repuso Pitman-. Sigo sinsaber la historia que tendremos que contar.

-¡Si le he dicho a usted que había inventadouna y la he olvidado! -repuso Michael-. Cuandollegue el momento inventaremos otra.

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-El caso es que yo no sé inventar -repusoPitman-. Jamás he podido inventar nada en mivida.

-Pues hoy empezará usted, amiguito-respondió simplemente Michael. Despuésllamó para pedir la cuenta.

El pobre Pitman se sentía tan intranquilocomo antes del almuerzo.

«Sé que es muy inteligente -se decía a símismo-, pero en conciencia, ¿puedo fiarme deun hombre en semejante estado?»

Cuando nuevamente estuvieron en uncoche, no pudo menos de intentar el últimoesfuerzo.

-¿No le parece a usted -tartamudeó-, quepensándolo bien, haríamos tal vez mejor endejar el negocio para otro día?

-¡Dejar para mañana lo que se puede hacerhoy! -exclamó Michael indignado-. ¡Vamos,Pitman, anímese usted! ¡Tenga paciencia unahora o dos y la victoria es nuestra!

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En la estación de Canon Street, ambosamigos preguntaron por el piano del señorBrown y se alegraron mucho de saber quehabía llegado perfectamente. Dirigiéndoseentonces a casa de un alquilador de lasinmediaciones de la estación, alquilaron uncarrito grande de mano y volvieron a tomarposesión del piano. Tras un breve debate quedóconvenido que Michael tiraría del carrito yPitman lo empujaría por detrás.

La casa en que vivía Gideon estaba muycerca, de suerte que el viaje del carrito pudoterminar sin incidente desagradable. Llegados ala esquina de la calle, ambos amigos confiaronel carrito al cuidado de un mozo de cuerda y sedirigieron, sin apresuramiento, hacia el puntofinal de su expedición. Por primera vez mostróMichael asomos de embarazo.

-¡Está usted seguro de que mis patillas sehallan en su sitio? -preguntó-. ¡Seríasumamente fastidioso que me reconociera!

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-¡Sus patillas están perfectamente en susitio! -respondió Pitman, después de unminucioso examen-. Por lo que a mí toca, ¿creeusted que mi disfraz puede impedir que mereconozcan? ¡Con tal que no encuentre aalguien de mi colegio!

-¡Oh, sin la barba está usted completamentedesconocido! ¡Recomiendo a usted únicamenteque no se olvide de hablar con lentitud, yprocure también, si le es posible, emplear untono menos gangoso que el ordinario!

-¡Abrigo la esperanza de que ese joven noesté en su casa! -suspiró Pitman.

-¡Y yo abrigo la de que esté, con tal, sinembargo, de que esté solo! -respondió Michael-.¡Esto simplificaría mucho nuestras operaciones!

Y en efecto, cuando llamaron a la puerta deun modesto cuarto bajo, salió a abrirles Gideonen persona. Hízoles entrar en una habitación,bastante pobremente amueblada, que estabacompletamente llena de pipas, de paquetes de

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tabaco, de cajas de cigarros y de novelasfrancesas de cubierta amarilla.

-¿Tengo el honor de hablar al señor Forsyth,no es cierto? -dijo Michael abriendo el ataque-.Caballero, hemos venido a rogar a usted quetenga la bondad de encargarse de cierto asunto.Temo ser indiscreto...

-¡Ya sabe usted que en principio, deberíausted venir acompañado de un procurador!...-se atrevió a decir Gideon.

-Seguramente, seguramente, usted me haráel favor de indicarme su procurador ordinario,y de este modo el negocio podrá marchar enseguida regularmente -respondió Michaelsentándose e indicando a Pitman que hiciese lomismo-. Pero le diré a usted: no conocemosningún procurador en esta ciudad, pero, comonos han hablado de usted y el tiempo urge, noshemos permitido venir a verle.

-¿Sería indiscreto, caballero -repusoGideon-, preguntar a quién debo larecomendación?

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-No hay indiscreción alguna -replicóMichael con maligna sonrisa-, pero nos hanrogado que no lo digamos... por lo menos eneste momento.

-¡Seguramente es una atención de mi tío!-dijo para sí Gideon.

-Yo me llamo John Dickson -continuó-,nombre muy conocido en Ballarat; séame lícitodeclararlo. Mi amigo, aquí presente, es el señorEzra Thomas, de los Estados Unidos deAmérica, rico fabricante de chanclas de caucho.

-¿Me hace usted el favor de esperar unmomento que tome nota? -dijo Gideon,procurando darse aire de hombre práctico enlos negocios.

-¿Le molestaría a usted que encendiese uncigarro? -le preguntó Michael.

En efecto, había hecho un vigorozo esfuerzopara recobrar la sangre fría al entrar en casa desu joven colega; pero en aquel momento, sucerebro empezaba a velarse al mismo tiempoque le acometían terribles ganas de dormir; así

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es que concibió la esperanza (como otrosmuchos en su caso) de que un cigarro leaclararía las ideas.

-¡Oh, claro que no! -exclamó Gideon muyobsequioso-. Tome usted uno de estos; se lorecomiendo con entera confianza.

Diciendo esto tomó una caja de la chimeneay se la presentó a su cliente.

-Caballero -continuó diciendo elaustraliano-, para el caso en que usted noencuentre completamente claras misexplicaciones, debo aclarar a usted deantemano que acabo de almorzar fuerte.Después de todo es cosa que le puede ocurrir acualquiera.

-¡Oh, seguramente! -respondió elobsequioso abogado-. Puedo consagrar austed... -diciendo esto miró su reloj-; sí,casualmente puedo consagrarle a usted toda latarde.

-El asunto que aquí me trae, caballero, essumamente delicado, puedo asegurarlo. Como

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mi amigo el señor Thomas es americano, deorigen portugués y rico fabricante de pianosErard...

-¿De pianos Erard? -exclamó Gideon consorpresa-. ¿Es acaso el señor Thomas uno de losjefes de la casa Erard?

-¡Oh, es un Erard de contrabando! -replicóMichael-. Mi amigo es el Erard americano.

-Pero se me figuraba haberle oído a usted-objetó Gideon-, y hasta he tomado nota deello... que su amigo era fabricante de chanclasde caucho.

-¡Sí, ya sé que eso puede admirar a primeravista! -repuso el australiano con una sonrisa.-Pero mi amigo... ¡en fin, combina las dosprofesiones! ¡Y además otras muchas! -repitió elseñor Dickson, con la solemnidad propia de unborracho-. Los molinos de algodón del señorThomas son una de las curiosidades deTallahasee, y sus molinos de tabaco son elorgullo de Richmond. En fin, es uno de mismás antiguos amigos, señor Forsyth, y le ruego

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a usted me dispense si al exponerle el asuntoque a él se refiere, no puedo contener laemoción.

Durante este discurso el joven abogadoexaminaba atentamente al señor Thomas y sesentía agradablemente impresionado por laactitud modesta, casi tímida, de aquelhombrecillo y la sencillez y encogimiento desus modales.

«¡Qué extraordinaria raza la de esosamericanos! ¿Quién diría que un hombrecillode aspecto tímido, vestido como un músicoambulante, tiene en sus manos tal cúmulo deintereses?»

-Pero -añadió en voz alta-, ¿no será mejortratar discretamente del fondo de la cuestión?

-¡Usted, caballero, por lo que veo, es unhombre práctico! -dijo el australiano-. En efecto,vamos al grano. Sepa usted, pues, caballero,que se trata de una ruptura de promesa dematrimonio.

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El desgraciado Pitman estaba tan pocopreparado para este nuevo incidente, queapenas pudo contener un grito.

-¡Oh -dijo Gideon-, esa clase de asuntossuelen ser muy fastidiosos! ¡Expóngame ustedtodos los detalles del caso! -añadió conbondad-. ¡Si quiere usted que yo pueda serleútil, no me oculte nada!

-¡Cuénteselo todo usted mismo! -dijo a sucompañero Michael, que al parecer teníaconciencia de haber desempeñado el papel quele correspondía-. ¡Mi amigo se lo contará austed todo! -añadió volviéndose hacia Gideon ydando un bostezo-, y dispénseme usted si porun momento cierro los ojos, pues he pasado lanoche a la cabecera de un amigo enfermo.

Pitman, completamente fuera de sí, estabaaterrado. En su inocente alma se mezclaban larabia y la desesperación. Hasta se le ocurríanideas de suicidio. Entretanto el abogadoaguardaba pacientemente, mientras el artista se

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esforzaba en vano por hallar palabras, fuesenlas que fuesen.

-¡Sí, señor, se trata de una ruptura depromesa de matrimunio! -dijo al fin en vozbaja-. ¡Yo... me veo amenazado deprocesamiento por ruptura de promesamatrimonial!...

Al llegar a este punto de su discurso, quisotirarse de la barba, en busca de alguna nuevainspiración. Sus dedos se cerraron sobre ladesacostumbrada tersura de una barba reciénafeitada; y al mismo tiempo, sintió que leabandonaba cuanto le restaba de esperanza yde valor. En medio de su angustia, volviósehacia Michael y le sacudió con todas susfuerzas, gritándole con ira:

-¡Despiértese usted! ¡No logro salir adelantey usted lo sabe muy bien!

-¡Suplico a usted dispense a mi amigo! -dijoinmediatamente Michael-. ¡La verdad es queDios no le ha concedido el don de la narración!Por lo demás -prosiguió-, el asunto es muy

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sencillo. Mi amigo es hombre de temperamentoapasionado y acostumbrado a la vida patriarcalde su país. Figúrese usted ahora un desdichadoviaje a Europa seguido de un encuentro másdesdichado aún con un supuesto Condeextranjero. El señor Thomas perdió la cabeza.Se presentó como candidato, fue admitido yescribió en una forma de que seguramente estáahora muy arrepentido. ¡Si sus cartas salen a laluz en los tribunales, mi amigo quedarádeshonrado!

-¿Debo comprender?... -dijo Gideon. -No, no, estimado señor -repuso el

australiano-, es imposible que usted comprendamientras no haya visto las cartas en cuestión.

-En verdad es una mala situación -dijoGideon.

Lleno de compasión, dirigió una mirada alculpable; después, viendo pintadas en el rostrodel mismo las señales de una terriblevergüenza, se apresuró a apartar la vista de él.

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-Pero eso no es nada -continuó severamenteel señor Dickson-; y seguramente yo hubieradeseado con toda mi alma que mi amigo no sehubiera deshonrado como lo ha hecho. ¡Pero laverdad es que no tiene excusa, porque en elmomento en que eso hacía, estaba yadesposado, y lo sigue estando, con Ga, la máslinda joven de Constantinopla.

-¿Ga? -preguntó Gideon maravillado. -Sí, señor; es una abreviatura corriente -dijo

Michael-. Se dice Ga por Georgia, del mismomodo que nosotros decimos Co por compañía.

-Sabía que se escribía a veces así -dijoGideon-, pero no sabía que se pronunciase de lamisma manera.

-¡Oh, puede usted creerme! -respondióMichael-. Y ahora, caballero, comprenderáusted fácilmente que, para salvar a midesdichado amigo, va a ser necesario desplegaruna habilidad infernal. ¡Por lo que hace aldinero no hay que achicarse. El señor Thomasestá enteramente dispuesto a firmar mañana un

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cheque de cien mil libras. ¡Por lo demás, señorForsyth, aún hay algo mejor que eso! EseConde extranjero, el Conde Tarnow, como él sehace llamar, tuvo en otro tiempo un almacén decigarros en Bayswater, con el nombre másmodesto de Schmidt. Su hija, si realmente lo es,¡fíjese usted en este punto!, su hija, repito,despachaba en el almacén. ¡Y ahora pretendeesa señorita casarse con un hombre de lasituación social del señor Thomas! ¿Va ustedadivinando al fin lo que nos proponemos?Sabemos que esos miserables están preparandoun golpe y deseamos ganarles por la mano. Espreciso que vaya usted en seguida a HamptonCourt, donde viven los Tarnow, y que empleela amenaza o la corrupción, o ambas cosas a lavez, hasta lograr que le entreguen las cartas. Siusted no lo consigue, mi amigo será llevadoante los tribunales y quedará deshonrado. ¡Yomismo me veré obligado a renunciar a suamistad! -añadió el poco caballeresco amigo.

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-Me parece que en este asunto podemostener algunas probabilidades de éxito -dijoGideon-. ¿Sabe usted si el tal Schmidt esconocido de la policía?

-¡Seguramente que debe serlo -dijoMichael-, tenga usted en cuenta el hecho de queesa gente ha habitado ya Bayswater! ¿No leparece a usted que la elección de ese barrio escosa bastante sugestiva?

Por quinta o sexta vez desde el principio deesta notable entrevista, se preguntó Gideon siestaba soñando. ¡Pero no -se dijo-, esteexcelente australiano habrá empinado el codomás de lo regular en el almuerzo! Despuésañadió en voz alta:

-¿Hasta qué suma puedo llegar? -Me parece que por hoy puede usted llegar

hasta cinco mil libras -dijó Michael-. Y ahora,caballero, no queremos retenerle a usted mástiempo. La tarde avanza; hay trenes paraHampton Court cada media hora, y no necesitodecirle la impaciencia de mi amigo. Tome usted

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cinco libras para los primeros gastos. Y he aquílas señas.

Diciendo esto, Michael empezó a escribir,pero se detuvo en seguida, rompió el papel y seechó los pedazos al bolsillo. Luego añadió:

-Prefero dictarle a usted las señas, porquetengo una letra endemoniada.

Gideon escribió cuidadosamente las señas:«Conde Tarnow, villa Kurnaul, HamptonCourt». En seguida tomó otra hoja de papel yescribió algunas palabras.

-¿Me ha dicho usted que no había escogidoprocurador? -repuso-. Aquí tiene usted lasseñas de uno que, para casos de este género, esel hombre más hábil de Londres.

-¡Ah! ¿De veras? -exclamó Michael, leyendosus propias señas.

-Sí, ya sé, habrá usted visto su nombremezclado en negocios no muy limpios -dijoGideon-; pero personalmente es un hombresumamente respetable y de extraordinariacapacidad. Sólo me resta preguntarles a ustedes

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dónde podré encontrarles a mi regreso deHampton Court.

-¡En el gran hotel Langham, naturalmente!-respondió Michael-. ¡Le esperamos a usted sinfalta esta noche!

-¡Sin falta! -respondió Gideon, sonriendo-.¿Puedo ir a cualquier hora, no es verdad?

-A la hora que usted quiera -exclamóMichael que estaba ya de pie para despedirse.

-¡Vamos! ¿Qué piensa usted de ese joven?-preguntó a Pitman apenas estuvieron en lacalle.

Pitman murmuró en voz baja: -¡Me parece un completo idiota! -¡Está usted muy equivocado! -exclamó

Michael-. ¡Sabe cuál es el mejor procurador deLondres y esto sólo basta para hacer su elogio!¿Y yo, qué tal me he portado?

Pitman no respondió una palabra. -¡Hola, hola! -dijo Michael, poniéndole la

mano en el hombro-; ¿puede saberse qué nuevomotivo de queja tiene el señor Pitman?

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-¡No tenía usted derecho para hablar de míen los términos en que lo ha hecho! -exclamó elartista-. Su lenguaje ha sido profundamenteodioso y me ha herido usted profundamente.

-¡Yo! ¡Pero si no he dicho una sola palabrade usted! -protestó Michael-. ¡He hablado deEzra Thomas, y no necesito recordarle que noexiste semejante personaje!

-¡No importa; me ha llenado usted deimproperios! -murmuró el artista.

Entretando los dos amigos habían llegado ala esquina de la calle, y allí, bajo la custodia delfiel mozo de cuerda, que lo vigilaba convirtuosa solicitud encontraron al piano, queparecía fastidiarse un poco, encaramado en lasolitaria carreta, mientras la lluvia se deslizabaa lo largo de sus pies elegantementebarnizados.

Enviaron al mismo mozo de cuerda abuscar en la taberna más cercana a cinco o seisrobustos mocetones, con cuyo auxilio seemprendió la última acción de aquella

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memorable campaña. Todo induce a creer queel señor Gideon Forsyth no se había instaladoaún en su vagón de Hampton Court cuandoMichael abrió la puerta de la morada del jovenviajero, para que los mozos colocaran el granErard en medio de la habitación.

-¡Magnífico! -dijo triunfante Michael aPitman después de despedir a los mozos-.Ahora falta una precaución suprema. ¡Espreciso que coloquemos la llave del piano de talsuerte que no pueda menos de encontrarla!¡Calculemos!

En el centro de la tapa construyó concigarros una torre cuadrada y colocó la llave enlo interior del monumento así construido.

-¡Pobre joven! -dijo el artista cuando seencontraron nuevamente en la calle.

-¡La verdad es que se encuentra en unaposición difícil! -respondió secamente Michael-.¡Tanto mejor, tanto mejor! ¡Así aprenderá avivir!

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-Y a propósito -repuso el excelente Pitman-temo haberle dado a usted pruebas hace pocode muy mal carácter de ingratitud. Comprendoperfectamente que no tenía derecho algunopara ofenderme por expresiones que no sedirigían a mi persona.

-¡Está bien! -dijo Michael, poniéndosenuevamente a tirar de la carreta-, ¡Pitman, niuna palabra más! ¡Esos sentimientos le honrána usted! Un hombre honrado no puede menosde sufrir cuando oye insultar a su alter ego.

Había cesado casi por completo la lluvia,Michael estaba ya casi sereno, el depósitoquedaba en otras manos, y los dos amigos sehabían reconciliado; así es que el regreso a casadel alquilador, comparado con las aventurasanteriores, les pareció una verdadera partida deplacer. Cuando se encontraron paseándose porel Strand, de bracero, sin que pesase sobre ellosla menor sombra de sospecha, Pitman exhalóun profundo suspiro de satisfacción.

-¡Ahora -dijo-, podemos volver a casa!

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-¡Pitman -dijo el abogado, parándose depronto-, me desconsuela usted soberanamente!¡Cómo! ¿Hemos estado casi todo el díaexpuestos a la lluvia y me propone ustedseriamente volver a casa? ¡No, caballero, nos esabsolutamente indispensable un grog dewhisky!

Tomó de nuevo el brazo de su amigo y lecondujo inflexiblemente a una taberna de nodesagradable apariencia, y debo agregar (congran pesar de mi parte) que Pitman se dejóconducir a ella de muy buen agrado. Desde elmomento en que la paz brillaba de nuevo en elhorizonte, empezaba a notarse en los modalesdel artista cierta inocente jovialidad, y cuandoalzó su copa para trincar con Michael, es locierto que dio a su gesto toda la petulancia deuna colegiala romántica.

9. COMO TERMINO EL DIA DE AUSETODE MICHAEL FINSBURY

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Michael era, como ya hemos dicho, un buenmuchacho, más aficionado tal vez a gastar eldinero que a ganarlo. Pero nunca recibía a susamigos sino en el restaurante. Las puertas de sudomicilio particular no se abrían casi nunca. Elprimer piso, que tenía más aire y luz, servía dehabitación al anciano Mastermann; el salónpermanecía casi constantemente cerrado, y laresidencia ordinaria de nuestro amigo, era elcomedor. Precisamente en dicho comedor,situado en el piso bajo, hallamos a Michaelsentándose a la mesa para comer, la noche delglorioso día de asueto que había consagrado asu amigo Pitman. Una anciana criada escocesa,con ojos muy brillantes y una boquita burlona,estaba encargada de la dirección y arreglo de lacasa; manteniéndose en pie, cerca de la mesa,mientras su amo desliaba la servilleta.

-Creo -se aventuró a decir tímidamenteMichael-, que me sentaría bien un poco deaguardiente con agua de seltz.

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-¡De ninguna manera, señorito -respondióvivamente el ama de gobierno-; vino tinto yagua!

-¡Está bien, está bien, Catherine; será ustedcomplacida! -dijo el joven-. Sin embargo, ¡sisupiera usted qué día tan atareado he tenidohoy en la oficina!

-¿Cómo? -dijo la anciana Catherine-. ¡Pero sino ha puesto usted los pies en la oficina en todoel día!

-¿Y cómo va mi padre? -preguntó Michaelpara dar nuevo giro a la conversación.

-¡Oh! ¡Siempre lo mismo! -respondió lacriada-. ¡Creo que continuará así hasta sumuerte, que no ha de tardar mucho! ¿Pero sabeusted que no es el primero que me preguntapor el enfermo hoy?

-¡Cómo! -exclamó Michael-. ¿Quién le hapreguntado antes que yo?

-Uno de sus buenos amigos -respondióCatherine sonriendo-. ¡Su primo don Maurice!

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-¡Maurice! ¿Qué ha venido a buscar aquí esemendigo? -preguntó Michael.

-Me dijo que venía de paso, a hacer unavisita a su tío! -repuso la criada-. Pero yo headivinado el objeto de su visita. ¡Ha intentadocorropmperme! ¡Sí, corromperme! -repitióCatherine con inimitable desdén.

-¿De veras? -dijo Michael-. ¡Por lo menos,apuesto a que no le ha ofrecido a usted unasuma muy importante!

-¡Poco importa la suma! -replicódiscretamente Catherine-. ¡Lo cierto es que ledespedí en la forma que convenía! ¡No haymiedo de que vuelva por aquí!

-¡Ya sabe usted que no quiero que vean a mipadre! -dijo Michael-. ¡No quiero que el pobreanciano sirva de espectáculo a ese imbécil!

-¡Puede usted estar tranquilo por ese lado!-respondió la fiel criada-. Pero lo más cómico,don Michael (cuidado con derramar la salsa enel mantel); lo más cómico es que se figura que

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su padre de usted ha muerto, y que ustedoculta su muerte.

Michael tarareó una canción. -¡Ese animal me las pagará todas juntas! -¿No podría usted perseguirle ante los

tribunales? -sugirió Catherine. -No, a lo menos por ahora -respondió

Michael-. Pero oiga usted, Catherine, le aseguroque este vino tinto no me parece una bebidamuy sana. ¡Vamos, tenga usted buen corazón, ydéme una copa de aguardiente!

El rostro de Catherine adquirió la durezadel diamante.

-¡Pues bien, siendo así -gruñó Michael-, nocomeré ni un bocado más!

-¡Como usted guste, señorito! -dijoCatherine.

Después empezó a quitar tranquilamente lamesa.

-¡Cuánto me gustaría que esta Catherinefuese una criada con menos abnegación!

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-suspiró Michael, cerrando tras sí la puerta dela casa.

La lluvia había cesado. Soplaba aún elviento con menos violencia y con una frescurano del todo desagradable. Al llegar a la esquinade Kings Road, recordó Michael de pronto sucopa de aguardiente y entró en una tabernabrillantemente iluminada. La taberna estabacasi llena. Había en ella dos cocheros de punto,y media docena de desocupados de profesión;en un rincón, cierto elegante caballero tratabade vender a otro, mucho más joven, algunasfotografías estéticas, que sacabamisteriosamente de una cajita de cuero. En otrorincón se veían dos enamorados, discutiendo lacuestión de saber en qué parque irían a pasar elresto de la velada. Pero el plato de resistencia yla gran atracción de la taberna era un vejetevestido con larga levita negra, al parecer, reciéncomprada en una tienda de ropas hechas. Sobrela mesa de mármol que tenía delante, entreunos bocadillos y una copa de cerveza, veíanse

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extendidos multitud de papeles escritos. Sumano movíase con ademanes oratorios y suvoz, naturalmente aguda, tenía el timbre propiode una sala de conferencias; mediante artficioscomparables a los de las antiguas sirenas, aquelvejete mantenía irresistiblemente fascinados ala criada de la taberna, a los dos cocheros, a ungrupo de jugadores y a cuatro de losdesocupados.

-He examinado todos los teatros de Londres-decía-, y midiendo con mi paraguas la anchurade las puertas, me he convencido de que erandemasiado estrechas. Evidentemente ningunode vosotros ha tenido ocasión de recorrer lospaíses extranjeros. Pero francamente, ¿creenustedes que en un país bien gobernado puedenexistir semejantes abusos? Vuestra inteligencia,por sencilla e inculta que sea, basta paraafirmaros lo contrario. Austria misma, que sinembargo, no se las echa de pueblo libre,empieza a sublevarse contra la incuria que dejasubsistir semejantes abusos. Precisamente

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tengo aquí un recorte de un periódico de Vienaacerca de este asunto; y voy a tratar de darlesuna traducción de lo más exacta posible. Comocualquiera puede ver por sí mismo, estáimpreso en caracteres alemanes.

Diciendo esto, alargaba a su auditorio elrecorte de periódico en cuestión, como unprestidigitador que hace examinar por elpúblico la naranja que se propone escamotear.

-¡Hola! ¿Es usted, querido tío? -dijo depronto Michael, pasando su mano sobre elhombro del orador.

Este volvió hacia él un rostro convulso porel espanto: era el rostro de Joseph Finsbury.

-¡Michael! -exclamó-. ¿Está usted solo? -¡Ya lo creo! -respondió Michael, después de

pedir su copa de aguardiente-. Estoy solo. ¿Aquién aguardaba usted?

-Pensaba en Maurice y en John -respondióel anciano, cual si se sintiese aliviado de ungran peso.

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-¿Qué tengo yo que ver con Maurice y conJohn? -repuso el sobrino.

-Sí, es cierto -respondió Joseph-, y creo quepuedo tener confianza en usted, ¿no es verdad?Creo que estará usted de mi parte.

-No comprendo nada de lo que usted quieredecir -respondió Michael-. Si se trata de dinero,ya sabe usted que tengo siempre a sudisposición una libra o dos.

-No, no es eso, querido sobrino -dijo elanciano, estrechándole vivamente la mano-. Yase lo contaré todo más tarde.

-Perfectamente -respondió el sobrino-. Peroentretanto, ¿qué puedo ofrecer a usted?

-Pues bien -dijo modestamente el anciano-,aceptaré con mucho gusto otro emparedado.Estoy seguro -continuó- de que debesorprenderle mucho mi presencia en este sitio,pero la verdad es que al hacerlo, me fundo enun principio muy prudente pero pococonocido.

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-¡Oh, es mucho más conocido de lo queusted se figura! -se apresuró a decir Michael,entre dos tragos de aguardiente-. Es el mismoprincipio en que yo me fundo siempre quesiento ganas de echar un trago.

El anciano, que ansiaba vivamenteconquistar la buena voluntad de Michael, seechó a reír, pero con risa poco espontánea.

-¡Es usted tan chistoso -dijo-, que confrecuencia me divierte oírle! Pero vuelvo alprincipio de que quería hablar. Consiste, ensuma, en adaptarse siempre a las costumbresdel país en que se vive. Ahora bien, en Francia,por ejemplo, los que quieren comer van al caféo al restaurante, en Inglaterra, en cambio, elpueblo acude a refrescarse a sitios como éste.He calculado, pues, que con emparedados, té yun vaso de cerveza de vez en cuando, unhombre solo puede vivir muy cómodamente enLondres con catorce libras y doce chelines alaño.

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-Sí, ya lo sé -respondió Michael-, pero haoividado usted los vestidos, la ropa blanca y elcalzado. Por lo que a mí toca, contando loscigarros y alguna que otra distracción de vez encuando, logro salir del paso con setecientas yochocientas... No deje usted de apuntar eso ensus papeles.

Esta fue la última interrupción de Michael.Como buen sobrino, se resignó a oír dócilmenteel resto de la conferencia que, de la economíapolítica, pasó a la reforma electoral, y luego a lateoría del barómetro, para llegar a la enseñanzade la aritmética en las escuelas de sordomudos.Al llegar a este punto, y terminado el nuevobocadillo, tío y sobrino salieron de la taberna yse pasearon lentamente por la acera de KingsRoad.

-Michael -dijo el anciano-, ¿sabe usted porqué estoy aquí? Porque no puedo soportar mása esos bribones de mis sobrinos; se me hanhecho intolerables.

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-Lo comprendo muy bien -respondióMichael-. No cuente usted conmigo para quelos defienda.

-Figúrese usted que no querían dejarmehablar -prosiguió amargamente el anciano-. ¡Senegaban a darme más de un lápiz por semana,y se llevaban todas las noches el periódico a sucuarto, para impedirme tomar notas! Ahorabien, Michael, usted que me conoce, sabe queno puedo vivir sin hacer cálculos. Necesitogozar del espectáculo variado y completo de lavida, tal como se revela en los periódicoscotidianos. Así pues, mi existencia se habíaconvertido en un verdadero infierno, cuando,aprovechando el desorden de ese dichosochoque de trenes de Browndean, logréescaparme. ¡Los dos miserables deben creer quehe muerto, y tratan de ocultar la cosa para noperder la tontina!

-Y a propósito, ¿cómo anda usted en lacuestión de dinero? -preguntó concomplacencia Michael.

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-¡Oh, estoy rico! -respondió el anciano-. Hecobrado ochocientas libras, con lo cual tengopara vivir durante ocho años. Tengo plumas ylápices a mi antojo, y dispongo del BritishMuseum, con todos sus libros. Pero esextraordinario cuán pocos libros necesita unhombre de refinada inteligencia al llegar acierta edad. ¡Bastan los periódicos paraenterarle perfectamente de todo!

-¿Sabe usted lo que le digo? -dijo Michael-,que puede usted venir a vivir en mi compañía.

-Michael -respondió el anciano-, es ése unrasgo que le agradezco en el alma, pero ustedno se da cuenta de lo excepcional de miexistencia. Hay algunas complicacionesfinancieras que me impiden poder disponer demi persona con toda la libertad que yo desearía.Ya sabe usted que en mi calidad de tutor, elcielo no bendijo mis esfuerzos; y, en fin, paradecir las cosas como son, me hallo porcompleto a disposición de ese bruto deMaurice.

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-¡Puede usted disfrazarse! -exclamóMichael-. Puedo prestarle a usted en el acto unpar de anteojos y unas magníficas patillas rojas.

-Ya he pensado en esa idea -respondió elanciano-, pero he temido provocar sospechasen la modesta casa de huéspedes donde vivo.Y, a propósito me he cunvcncido de que laexistencia en las casas de huéspedes...

-Pero dígame usted -le interrumpióMichael-, ¿cómo diablos ha podido ustedprocurarse el dinero? No trate usted dehablarme como a un extraño, querido tío. ¡Yasabe usted que conozco todos los detalles delcompromiso de la tutela y de la situación enque se halla usted respecto a Maurice!

Joseph refirió su visita al Banco, así como elmodo que había tenido que cobrar el cheque, yañadió que había prohibido al Banco que enadelante diesen dinero a sus sobrinos.

-¡Poco a poco, querido tío! Eso no puedecontinuar -exclamó Michael-. Usted no tienederecho para obrar así.

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-Pero si todo el dinero es mío, Michael-exclamó el anciano-. Yo soy quien ha fundadola casa de cueros, con arreglo a principios de miinvención.

-Todo eso está muy bien -dijo el joven-. Perousted ha firmado un compromiso con susobrino haciéndole cesión de sus derechos. Loque usted acaba de hacer, puede llevarlesimplemente a presidio.

-¡No es posible! -explicó Joseph-. No esposible que la ley tolere semejante injusticia.

-Y lo más gracioso del caso -añadió Michael,lanzando una gran carcajada-, es que por si noera bastante, ha arruinado usted la casa decueros. ¡En verdad, querido tío, tiene usted unmodo muy especial de comprender la ley, perocomo en ocurrencias no hay quien le gane!

-No hay en esto nada que pueda dar motivode risa -observó secamente el señor Finsbury.

-¿Y dice usted que Maurice no tiene poderpara firmar? -preguntó Michael.

-¡Yo sólo tengo la firma!

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-¡Pobre Maurice, pobre Maurice! -exclamóMichael saltando de gusto-. Digo, y él que sefigura además que usted se ha muerto y estápensando en los medios de ocultar la noticia...Pero dígame usted, querido tío, ¿qué ha hechousted con todo ese dinero?

-Lo he depositado en un Banco y me hequedado con veinte libras. ¿Por qué me lopregunta usted?

-Voy a decírselo -dijo Michael-. Mañana iráuno de mis empleados a llevarle a usted uncheque de cien libras, en cambio del cual ustedle entregará el recibo del Banco, a fin de quevayan en seguida a llevar las ochocientas librasal Banco Anglo-Asiático, dando una explicacióncualquiera que yo me encargo de inventar. Deesta manera, su situación será más clara y comoMaurice, por otra parte, no podrá cobrar uncéntimo en el Banco, a no ser falsificando sufirma, no tiene usted que tener ningúnremordimiento por ese lado.

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-De todos modos, preferiría no tener quedepender de la bondad de usted -respondióJoseph, rascándose la nariz-. Preferiría vivir demi propio dinero, ahora que lo tengo.

Pero Michael le sacudió el brazo. -¡No habrá medio -le gritó- de hacerle

comprender a usted que estoy trabajando porevitarle el presidio!

Dijo esto con tanta seriedad, que el ancianose asustó.

-Será preciso -dijo- que dirija mi atenciónhacia el estudio de la ley. Esto constituirá paramí un nuevo campo de exploración. Porque,naturalmente, aunque comprendo losprincipios generales de la legislación, haymuchos detalles que hasta ahora no heprocurado examinar, y lo que usted acaba dedecirme, me sorprende mucho. Sin embargopuede que tenga usted razón, y la verdad esque, a mi edad, un largo encarcelamientopodría serme muy perjudicial. Pero a pesar de

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todo, querido sobrino, no tengo derecho a vivirde su dinero.

-No se inquiete usted por eso -dijo Michael-.Ya encontraré medio de cobrarme.

Después de lo cual, y habiendo tomado lasseñas del anciano, se despidió de él en laesquina de una calle.

«¡Qué viejo pícaro, en verdad -dijo para sí-,además qué cosa tan singular es la vida!Empiezo ahora a darme cuenta de veras de quela Providencia me ha escogido hoy parasecundarla. Recapitulemos. ¿Qué he hechodesde por la mañana? He salvado a Pitman, hedado sepultura a un muerto. he salvado a mitío Joseph, le he dado una buena sacudida aForsyth y he bebido innumerables copas dediversos licores. No estaría mal, para acabar mivelada, hacer una visita a mis primos,continuando con ellos mi papel providencial.Mañana por la mañana pensaré seriamente ensacar provecho de todos estos acontecimientos;

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pero esta noche, la caridad sola ha de inspirarmi conducta».

Veinte minutos después, y mientras dabanlas once en todos los relojes, el representante dela Providencia se bajó de un coche de alquiler,mandó al cochero que le esperase y llamó en elnúm. 16 de John Stret.

Maurice en persona abrió inmediatamentela puerta.

-¡Oh! ¿Es usted, Michael? -dijo obstruyendocuidadosamente la entrada-. ¡Es demasiadotarde!

Sin responder, adelantóse Michael, cogió lamano de Maurice y la estrechó con tanto vigor,que el pobre mozo hizo, a pesar suyo, unmovimiento de retroceso, que aprovechó suprimo para entrar en el vestíbulo y pasar de allíal comedor, seguido de Maurice.

-¿Dónde está mi tío Joseph? -Estos días pasados estuvo bastante

delicado -respnndió Maurice-; se ha quedado

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en Browndean con John, para reponerse, y yoestoy solo en casa, como usted ve.

Michael sonrió de un modo misterioso. -El caso es que tenía necesidad de verle para

un asunto urgente. -No hay motivo para que yole permita ver a mi tío, cuando usted no mepermite ver a su padre.

-¡Bah, bah, bah! -dijo Michael-. Mi padre esmi padre, mientras que nuestro tío Joseph, estan tío mío como de usted, y no tiene derecho asecuestrarle.

-¡Yo no le secuestro! -dijo Maurice, colérico-.Está enfermo, peligrosamente enfermo y nadiepuede verle!

-Pues bien, voy a decirle a usted de lo quese trata, -respondió Michael-. He venido aentenderme con usted, Maurice, y a decirle queacepto el compromiso que me propuso acercade la tontina.

El desdichado Maurice se puso pálido comoun muerto y luego se tornó rojo de ira, al

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pensar en la injusticia munstruosa del destinohumano.

-¿Qué quiere usted decir? -exclamó-. ¡Nocreo ni una palabra!

Y cuando le hubo asegurado Michael quehablaba seriamente, exclamó, enrojeciendonuevamente:

-Sepa usted que no acepto. ¡Puede ustedguardarse su proposición!

-¡Oh! ¡Oh! -dijo con acritud Michael-. Diceusted que nuestro tío está enfermo de peligro ysin embargo, no quiere usted aceptar elcompromiso que usted mismo vino aproponerme cuando el tío Joseph estaba bueno.¡Aquí hay gato encerrado!

-¿Qué entiende usted por eso? -rugióMaurice.

-Quiero decir simplemente que hay en elloalgo que no me parece claro -explicó Michael.

-¿Se atrevería usted a hacer una insinuacióninjuriosa contra mí? -repuso Maurice, que

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empezaba a entrever la posibilidad deintimidar a su primo.

-¡Una insinuación! -repitió Michael-. No hayque emplear palabras gruesas. No, Maurice,procuremos ahogar nuestra disputa en unabotella como dos buenos primos. Hagamoscomo los protagonistas de una comediaatribuida a Shakespeare, Los dos primos galanes-añadió.

El cerebro de Maurice trabajaba como unmolino. «¿Sospechará quizás algo? ¿Hablará talvez por hablar? ¿Qué debo hacer yo? Darlecuerda o tirarme a fondo. Ln mejor será darlecuerda. Esto me hará ganar tiempo».

-Pues bien -dijo en voz alta y con penosaafectación de cordialidad-, hace largo tiempoque no hemos pasado una velada juntos,Michael, y aunque usted sabe que soyextremadamente sobrio, voy a hacer esta nocheuna excepción en su obsequio. Dispense ustedun momento. Voy a la cava por una botella dewhisky.

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-¡Para mí no quiero whisky! -dijo Michael-.Un poco de champaña añeja del tío Joseph onada.

Maurice vaciló un momento, porquequedaban ya pocas botellas de aquel famosovino y las estimaba en gran manera; peroinmediatamente salió sin decir una palabra.Había comprendido que, al despojarle de lomejor de su bodega, Michael se había expuestoimprudentemente y entregado a discresión.

«¿Una botella? -dijo para sí-. ¡Por SanGeorge le voy a dar dos! No es el momento dehacer economías, y cuando el animal estécompletamente borracho, malo ha de ser queno logre arrancarle su secreto».

Volvió, pues, al comedor con una botella encada mano. Tomó dos copas en el aparador ylas llenó con hospitalaria amabilidad.

-¡Brindo por su salud, querido primo!-exclamó alegremente-. ¡No escatime usted elvino en mi casa!

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De pie junto a la mesa, Michael vació suvaso, lo llenó de nuevo y volvió a sentarse en elsillón, llevando la botella consigo. Tres vasos dechampaña añejo, bebidos uno tras otro,produjeron un cambio notable en su manera deser.

-¡Sabe usted, Maurice -dijo-, que no es ustedmuy vivo de ingenio! Podrá usted serprofundo, ¡pero que me ahorquen si es ustedvivo!

-¿Y qué le hace a usted creer que soyprofundo? -preguntó Maurice con regocijadacandidez.

-El hecho de que no quiere usted aceptarcompromiso conmigo -respondió Michael, queempezaba a expresarse con mucha dificultad.¡Es usted profundo, Maurice, muy profundo enno querer aceptar el compromiso! ¡Y tiene ustedun vino de primer orden! Este vino es el únicorasgo respetable de la familia Finsbury. Sepausted que es más raro, mucho más raro que unaejecutoria. ¡Solamente, cuando tiene en su

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bodega un vino semejante, me pregunto porqué no quiere aceptar un compromiso!

-¡Pues usted mismo tampoco lo ha queridoaceptar hasta hoy! -dijo Maurice siempresonriente-. ¡A cada uno le llega su vez!

-¡Me pregunto por qué no he querido y porqué no quiere usted ahora! -respondióMichael-. ¡Me pregunto por qué no hemosquerido ninguno de los dos ese compromiso!Oiga usted. ¿Sabe que es éste un problemamuy... muy no... muy notable? -añadióorgulloso de haber triunfado al fin de todos losobstáculos orales que había hallado en sucamino.

-¿Y qué razón cree usted que tengo pararehusar? -preguntó diestramente Maurice.

Michael le miró frente a frente y luegoguiñó un ojo.

-¡Ah, es usted muy tunante! Dentro de pocova usted a pedirme que le ayude a salir delatolladero. Y la verdad es que sé muy bien quesoy el emisario de la Providencia pero, sin

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embargo, no en esa forma. ¡Tendrá usted quesalir solo del atolladero, amigo mío, y eso leenseñará a vivir! ¡Qué terrible atolladero debenser para un joven huérfano de cuarenta años, lacasa de cueros, el Banco y todo lo demás!

-Confieso que no comprendo ni una palabrade lo que usted quiere decir -declaró Maurice.

-¡Tampoco estoy yo muy seguro decomprender gran cosa! -dijo Michael-. Este vinoes excelente, verdaderamente excelente. Perovolvamos a su asunto, ¿no le parece a usted?¡Tenemos, pues, un tío de gran valor que hadesaparecido! Pues bien, todo lo que deseosaber es esto: ¿dónde está ese tío?

-Ya se lo he dicho, está en Browndean-respondió Maurice, enjugándose al descuido lafrente, porque aquellos pequeños ataquesrepetidos empezaban a fatigarle realmente.

-Es fácil decir Brown... Brown... ¡Después detodo no es tan fácil como parece! -exclamóMichael irritado-. Quiero decir que puederesponderme lo que le agrade. ¡Pero lo que no

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me agrada en ese asunto, es la completadesaparición de un tío! ¡Francamente, Maurice,esto no es comercial!

Diciendo esto movía tristemente la cabeza. -¡No hay nada más sencillo ni más claro!

-respondió Maurice con una calma que lecostaba penosos esfuerzos-. ¡No hay en esto lamenor sombra de misterio! Mi tío estádescansando cn Browndean, para reponerse dela sacudida que sufrió en el accidente!

-¡Ah, sí -dijo Michael-, fue una buenasacudida!

-¿Por qué dice usted eso? -exclamóvivamente Maurice.

-¡Oh! ¡Lo decía fundándome en la mejorautoridad posible! ¡Es usted mismo quien acabade decírmelo! -replicó Michael-. Pero si me diceusted ahora lo contrario, tendré naturalmenteque escoger entre las dos versiones. El hecho esque... que he derramado vino sobre la alfombray dicen que esto le hace bien a las alfombras. El

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hecho es que nuestro querido tío... ¿muerto,eh?... ¿Enterrado?

Maurice se irguió como movido por unresorte.

-¿Qué dice usted? -rugió. -Digo que he derramado vino sobre la

alfombra -respondió Michael levantándosetambién-. Pero no lo he derramado todo.¡Cariñosos recuerdos a nuestro tío! ¿No es eso?

-¿Quiere usted marcharse ya? -preguntóMaurice.

-¡No tengo más remedio, querido primo!¡Tengo que ir a velar a un amigo enfermo!-respondió Michael, sujetándose a la mesa parano caerse.

-¡No se marchará usted sin habermeexplicado sus alusiones! -declaró Maurice conacento feroz-. ¿Qué ha querido usted decir?¿Por qué ha venido usted?

Pero Michael había ya llegado a la puertadel vestíbulo.

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-¡He venido sin ninguna mala intención, selo aseguro! -dijo poniéndose la mano sobre elcorazón-. ¡Le juro que no he tenido másintención que desempeñar el papel de agentede la Providencia!

Después anduvo hasta la puerta de la calle,la abrió no sin trabajo y llegó al coche que leestaba esperando. El cochero, despertadobruscamente, le preguntó adónde había queconducirle.

Michael observó que Maurice le habíaseguido hasta el umbral y tuvo una brillanteinspiración.

«¡Este mozo necesita un buen susto!», pensópara sí.

-¡Cochero, lléveme usted a Scotland Yard!-dijo en voz alta sujetándose a la rueda-.Porque, en fin, cochero, ¡no me parece del todoclaro eso del tío y su accidente, y mereceaclaración! ¡Lléveme usted a Scotland Yard!

-¡Supongo que no me lo pedirá usted deveras! -dijo el cochero con la cordial simpatía

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que emplean siempre con los hombres demundo en estado de embriaguez-. ¡Oiga usted,caballero, haría usted bien en darme las señasde su casa! ¡Mañana por la mañana podrá ustedir a Scotland Yard!

-¿Lo cree usted así? -preguntó Michael-. ¡Enese caso lléveme usted al bar de la Gaieté!

-El bar de la Gaieté está cerrado, caballero. -Pues bien, entonces a mi casa -dijo Michael

resignado. -¿Pero en dónde vive usted, caballero? -¡A fe mía no lo sé, amigo mío! -dijo Michael

tomando asiento en el coche-. ¡Lléveme usted aScotland Yard y allí preguntaremos!

-¡Pero usted debe llevar encima algunatarjeta, caballero -dijo el cochero-, deme ustedsu tarjetero!

-¡Qué inteligencia tan prodigiosa para uncochero de punto! -exclamó Michael dando sutarjetero al cochero.

Este leyó en voz alta:

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-Michael Finsbury, 233 Kings Road,Chelsea. ¿Son éstas las señas, caballero?

-¡Magnífico! -exclamó Michael-. ¡Llévemeusted allá si no se lo impiden esas casas queparece que se nos caen encima!

10. GIDEON FORSYTH Y EL PIANOERARD

Estoy por asegurar que ninguno de mislectores ha leído la novela de E.H.B., titulada:¿Quién atrasó el reloj? que figuró durante variosdías en los escaparates de los libreros,desapareciendo al fin de la superficie del globo.¿Qué es de los libros una semana o dos despuésde su publicación? ¿Adónde van a parar? ¿Aqué uso se los destina? Son éstos otros tantosproblemas que me han atormentado en misnoches de insomnio. Lo cierto es que nadie queyo conozca ha leído ¿Quién atrasó el reloj? porE.H.B. Sin embargo, he podido asegurarme deque hoy día no existen más que tres ejemplares

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de esta obra. Uno se halla en la biblioteca delBritish Museum, y no estará al alcance delpúblico a causa de un error de inscripción en elcatálogo. El otro se halla en los desvanes de labiblioteca del Colegio de abogados deEdimburgo y, por último, el tercero,encuadernado en cuero, pertenece al señorGideon Forsyth. Para explicar esta posesión,supondrán los lectores que Gideon es un granadmirador de la citada novela. Puedoasegurarles que no se equivocan en estasuposición. En efecto, Gideon sigue admirandoaún la indicada novela; y la admira y la quierecon cariño enteramente paternal, porque esprecisamente su autor. La firmó con lasiniciales de su tío, Edward Hugh Bloomfield,pero él solo la escribió de cabo a rabo. Antes dela publicación se preguntó a sí mismo si noobraría con prudencia confiando, por lo menosa algunos amigos, el secreto de su paternidad;pero después de la publicación, y en vista delfracaso horroroso que sufrió, la modestia del

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joven novelista se hizo más excesiva y, a no serpor la revelación que hoy hago yo, hubieraquedado para siempre desconocido el nombredel autor de esta obra notable.

Sin embargo, el día ya lejano en queMichael Finsbury tomó su famoso asueto,acababa apenas de aparecer el libro de Gideon,y uno de sus ejemplares se hallaba expuesto enel escaparate de la vendedora de periódicos dela estación de Waterloo, de suerte que Gideonpudo verlo antes de subir al tren que debíaconducirle a Hampton-Court. Pero ¡cosaincreíble! la vista de su obra no provocó en élsino una sonrisa desdeñosa. ¡Qué neciaambición de perezoso -dijo para sí- la delescribidor de libros! Se avergonzó de haberserebajado a la práctica de un arte tan infantil.Consagrado por completo al pensamiento de suprimera causa, se sintió al fin convertido enhombre. Y la musa que inspira a los novelistasy folletinistas (que debe ser seguramente unadama de origen francés) huyó volando de su

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lado para ir a tomar parte de nuevo en el corode sus hermanas, en torno de las inmortalesfuentes del Helicón.

Durante la media hora del viaje distrajeronel alma del joven abogado las más sanas yrobustas reflexiones. A cada instante ibaescogiendo, desde la ventanilla del vagón, lacasita de campo que había de ser muy pronto elasilo de su vida. Y, como si fuese yapropietario, proyectaba las mejoras que iba aintroducir en las casas que iba viendo: a una leagregaba una cuadra, a otra una cancha detenis; y se imaginaba el aspecto que tendría unatercera, si enfrente de ella, a orillas del río, sehacía un pabelloncito de madera. «Cuandopienso -decía para sí- que hace una hora apenasera yo un joven necio y descuidado que sólopensaba en partidas de canoa y en leerfolletines... ¡Pasaba junto a las másencantadoras casas de campo sin echarles niuna mirada! ¡Cuán poco tiempo necesita unhombre para madurar!»

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El lector inteligente reconocerá en seguida,y por este sencillo monólogo, los estragos quehabían causado en el corazón de Gideon loshermosos ojos de la señorita Hazeltine. Elabogado, al salir de John Street habíaconducido a la joven a casa de su tío, el señorBloomfield, y este personaje, al saber que lajoven había sido víctima de una doble opresión,la había tomado ruidosamente bajo suprotección.

-No sé quién de los dos es peor -habíaexclamado-: si ese viejo sin escrúpulos o esejoven sobrino suyo tan grosero como malvado.¡En todo caso voy a escribir en seguida al PallMall, para denunciarlos a ambos! ¡Cómo! ¿Medice usted que no? ¡Poco a poco, caballero, espreciso que sean denunciados! Es un deberpúblico... ¿Cómo? ¿Dice usted que el tío es unconferenciante radical? En ese caso, tiene ustedrazón. ¡Hay que proceder con más reserva!¡Estoy seguro que ese pobre señor ha sidovíctima de un escandaloso engaño!

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De todo esto resulta que el señor Bloomfieldno puso en ejecución su proyecto de escribir ala Pall Mall Gazette. Declaró únicamente que erapreciso poner a miss Hazeltine al abrigo de laspesquisas probables de sus perseguidores y,como era propietario de un yate, juzgó que nopodía haber retiro mejor ni más seguro para lainfortunada joven. La mañana misma del día enque Gideon se dirigía a Hampton Court, Julia,en compañía del señor Bloomfield y de suesposa, había salido de Londres a bordo dedicho barco. Como supondrá el lector, Gideonhubiera querido formar parte de la excursionpero su tío no había querido concederle estefavor. «No Ged -le dijo-. Seguramente te van aseguir los pasos y no conviene que te vean connosotros». El joven no se había atrevido adestruir esta extraña ilusión, porque temía quesu tío se enfriase en su ardiente celo por laprotección de Julia, si descubría que el asuntono era tan romántico como él se lo habíafigurado. Por lo demás, la discreción de Gideon

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no había quedado sin recompensa porque elanciano Bloomfield, posándole la poderosadiestra en el hombro, había agregado estaspalabras, cuya significación había adivinadoinmediatamente el joven: ¡Adivino lo que traesentre ceja y ceja, Gideon! Pero si quieresobtener la mano de esta joven, será preciso quetrabajes, ¿me entiendes, tunante?».

Estas agradables palabras habíancontribuido ya a poner de buen humor alabogado, cuando después de despedir a losviajeros, volvió a su casa para leer novelas; yahora, mientras el tren le llevaba aHampton-Court, las citadas palabras formabanla base fundamental de sus varoniles ensueños.Y cuando bajó del tren y empezó a recoger suánimo para la delicada misión que le habíanencomendado, no desaparecía de delante desus ojos el fino rostro de Julia ni dejaban deresonar en sus oídos las últimas palabras de sutío Edward.

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Pero no tardaron en llover sobre él enormessorpresas. Supo, en primer término, que entodo Hampton-Court no había ninguna villaKurnaul ni ningún conde Tarnow; es más, nohabía conde de ninguna clase. Era esto muyextraño, pero, después de todo, no lo consideróenteramente inexplicable. El señor Dicksonhabía almorzado tan bien que podía haberseequivocado al darle las señas. «¿Qué debe haceren semejantes circunstancias un hombrepráctico, listo y acostumbrado a los negocios?»,se preguntó Gideon. Y se respondióinmediatamente: «Enviar un telegrama breve yneto». Diez minutos después el alambretelegráfico transmitía a Londres el importantetelegrama siguiente: «Dickson, hotelLanghman, Londres. Villa y personasdesconocidas aquí; supongo equivocadas señas;llegaré tren siguiente». En efecto, no tardó enbajarse de un coche de alquiler el mismoGideon: a la puerta del hotel Langham,llevando impresas en la frente las señales de un

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extremado apresuramiento y de un granesfuerzo intelectual.

No creo que Gideon olvide jamás el hotelLangham. Supo allí que, lo mismo que el condeTarnow, eran seres imaginarios los señoresDickson y Ezra Thomas. ¿Cómo? ¿Por qué?Estas dos preguntas bailaban en el perturbadocerebro del joven; y antes de que el torbellinode sus pensamientos se hubiese calmado porcompleto, se halló transportado por el coche ala puerta de su domicilio. ¡Allí por lo menos leesperaba un retiro familiar y tranquilo! Allípodría reflexionar a sus anchas. Atravesó elpasillo, metió la llave en la cerradura y abrió lapuerta ya más tranquilo. La habitación estabacompletamente oscura porque era ya de noche.Pero Gideon conocía su habitación y sabía quelas cerillas se hallaban encima de la chimenea, ala derecha. Avanzó resueltamente y, al hacerloasí, tropezó con un cuerpo pesado, en un sitioen que no debía existir ningún cuerpo de estegénero. En aquel sitio no había nada cuando

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salió Gideon. Había cerrado la puerta con llaveal salir, la había hallado cerrada al volver; nadiepodía ques, haber entrado; y no era muyprobable tampoco que los muebles cambiasensolos de sitio. Y sin embargo, sin la más levesombra de duda, había allí alguna cosa. Paraconvencerse de ello, Gideon extendió la manoen las tinieblas y tocó algo, algo que era grande,liso y frío.

-¡Estaba por asegurar que es un piano! Recordó que tenía cerillas en el bolsillo de

su chaleco y encendió una. En efecto, ante sus ojos estupefactos

apareció un piano, un enorme y solemneinstrumento, húmedo aún por haber estadoexpuesto a la lluvia. Gideon dejó consumirse lacerilla hasta el fin, y volvieron a rodearle lastinieblas en medio de su asombro. Entonces,con mano temblorosa, encendió su quinqué yse acercó. Ni de cerca ni de lejos era posibledudar. El objeto en cuestión era un piano. ¡Eraen efecto un piano lo que se ostentaba allí

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imprudetemente en un sitio en que supresencia era un mentís a todas las leyesnaturales!

Gideon abrió el teclado y recorrió algunasteclas. No turbó el menor sonido el silencio dela habitación.

-¿Estaré enfermo? -dijo para sí el joven,mientras su corazón latía cada vez con menosfuerza. Sentóse delante del piano y se obstinórabiosamente en sus tentativas para romper elsilencio, ya por medio de brillantes arpegios, yapor medio de una sonata de Beethoven, que enotra época (en tiempos más felices) habíaconsiderado como una de las obras mássonoras de tan genial compositor. Pero no saiíani el menor sonido. Dio, pues, dos tremendospuñetazos encima de las teclas, pero lahabitación quedó completamente en silencio,como un sepulcro.

El joven abogado se irguió lleno desobresalto.

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-¿Me habré vuelto completamente sordo?-exclamó en alta voz-. ¡Ha caído sobre mí lapeor de las maldiciones de Dios!

En esto tropezaron sus dedos con la cadenadel reloj. Lo sacó inmediatamente y se lo acercóal oído: oía perfectamente el tictac.

-¡Vamos, no estoy sordo! ¡Pero es peor aún,estoy loco! ¡Ml razón me ha abandonado parasiempre!

Paseó en torno suyo, por la habitación, unamirada llena de inquietud, y se fijóespecialmente en el sillón en que había estadosentado el señor Dickson. Se veía todavía al piedel mismo la colilla de un cigarro.

«No -pensó-, esto no puede haber sido unsueño. ¡Evidentemente mi cabeza se destornilla!Así, por ejemplo, me parece que tengo hambre;seguramente será una alucinación. Pero detodos modos, voy a hacer la experiencia y apagarme una buena comida. Me voy a comer alCafé Real, desde donde es muy posible que

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tengan que transportarme directamente a unacasa de locos».

Durante el camino, mientras iba por la calle,se iba preguntando, con curiosidad mórbida,cómo se declararía su terrible enfermedad.¿Pretendería asesinar a un mozo de café ocomerse un vaso? De esta suerte se dirigió deprisa hacia el Café Real, angustiado por eltemor de descubrir que la existencia de aquelestablecimiento era también una alucinación.

Pero las luces, el movimiento y el alegrebullicio del café, no tardaron en tranquilizarle.Tuvo además la satisfacción de reconocer almozo que le servía de ordinario. La comida quepidió no le pareció del todo incoherente, yexperimentó al comerla una satisfacción en queno pudo descubrir nada de anormal. «A fe mía-se dijo- empiezo a renacer a la esperanza. ¿Mehabré atolondrado demasiado pronto? Encircunstancias análogas, ¿qué hubiera hechoRobert Skill? Inútil creo decir que el tal RobertSkill era el protagonista de la novela ¿Quién

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atrasó el reloj? Gideon había encarnado en dichopersonaje su ideal de inteligencia sutil y defirme decisión. Por esta razón no podía dudarque Robert Skill, en circunstancias análogas alas que él mismo se encontraba, hubiera obradoseguramente de la manera más juiciosa yacertada. Quedaba únicamente por saber qué eslo que hubiera hecho. «Cualquiera que hubierasido su decisión -añadió para sí el jovennovelista-, Robert Skill la hubiera ejecutadoinmediatamente». Pero, desgraciadamente, élno veía, por el momento, más que una soladeterminación que tomar, y es la de volverse asu casa una vez terminada la comida. Así lohizo inmediatamente a imitación de su noblehéroe.

Pero una vez de vuelta en su casa, echó dever que decididamente no acudía a su espíritula menor inspiración. Permaneció de pie, en elumbral, contemplando con estupor elmisterioso instrumento. Tocar el teclado unavez más era empresa superior a sus fuerzas;

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comprendía que, ya se callase el piano, conincomprensible silencio, ya le respondiese contodo el espantoso estruendo de las trompetasdel juicio final, su miedo no hubiera dejado deaumentarse. «¡Esto debe ser una broma que medan -pensó para sí-, aunque me parecelaboriosa y muy costosa! Pero si no es unabroma, ¿qué puede ser? Retrocediendo poreliminación, como procedió Robert Skill paradescubrir el autor del asesinato de lord Bellow,me veo obligado a deducir que esto no puedeser más que una broma».

Mientras de este modo razonaba, fijáronsesus ojos en un objeto que le pareció nuevaconfirmación de su hipótesis: el tal objeto era lapagoda de cigarros que Michael habíaconstruido encima del piano. «¿Qué significaesto? -se preguntó Gideon. Y, acercándose, echóabajo la pagoda de un puñetazo-. ¡Una llave!-se dijo-. ¡Qué singular manera de colocarla!»

Dio la vuelta al instrumento y descubrió aun lado la cerradura de la tapa.

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-¡Ah, ah, aquí tenemos la cerradura de lallave! -prosiguió-. Evidentemente los bromistastienen interés en que yo mire lo que hay en elinterior del piano. En verdad, esto va siendocada vez más extraño.

Sin vacilar, hizo girar la llave en lacerradura y levantó la tapa.

............................................................

No quiero referir detalladamente a loslectores cómo pasó el pobre Gideon la nochesiguiente. ¡Qué angustias! ¡Qué accesos deresolución fugitiva! ¡Qué abismo dedesesperación!

El canto de los gorriones de Londres le hallóa la mañana siguiente agotado, nervioso,anonadado y con el espíritu cada vez más vacíode ideas. Levantóse y miró tristemente desdesus ventanas cerradas la calle desierta, la luchade la indecisa luz del alba con la amarilla de losmecheros de gas. Hay mañanas en que la

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ciudad entera parece despertarse con jaqueca;aquélla era una de ellas y la jaqueca atenazabaigualmente la nuca y las sienes del pobreGideon.

-¡De día ya -dijo para sí-, y aún no hehallado ningún medio! ¡Es preciso que estoacabe! Volvió a cerrar el piano, se echó la llaveal bolsillo y salió para tomar su desayuno. Porcentésima vez giraba su cerebro como unarueda de molino. Atormentábale una mezclaconfusa de terrores, ansias y pesares. Llamar ala policía, entregarle el cadáver, cubrir ladescripción exacta de John Dickson y EzraThomas; llenar los periódicos de párrafostitulados: El misterio del Temple, el señor Forsythqueda en libertad bajo fianza, era seguir una líneade conducta posible, fácil y hasta, en fin decuentas, bastante segura. Pero después dereflexionar bien no dejaba de tener susinconvenientes. Obrar de esta suerte equivalía arevelar al mundo una serie de detalles que nodejarían muy bien parada la reputación de

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Gideon. Porque hasta un niño habríadesconfiado de la historia de los dosaventureros y él, Gideon, la había tragado enseguida. El último de los tinterillos se hubieranegado a escuchar a unos clientes que se lepresentaban en condiciones tan irregulares y élles había oído con complacencia. ¡Y si sehubiera contentado con oírlos! ¡Pero además sehabía encargado él, todo un abogado, de unacomisión que era buena cuando más para undetective privado! Para colmo de desdicha,había aceptado el dinero que le ofrecían susvisitantes.

-No, no -dijo para sí- ¡la cosa es tan claraque quedaré deshonrado! ¡He comprometidomi carrera por cinco libras!

Después de beber algunos tragos de esatisana caliente, viscosa y turbia que pasa en lastabernas de Londres por una infusión de lasemilla del cafeto, comprendió Gideon que, porlo menos, había un punto en que no cabía lamenor duda. El asunto debía arreglarse sin

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intervención de la policía. Pero fuera cual fueseel arreglo, tenía que hacerse sin tardanza.Preguntóse nuevamente Gideon lo que hubierahecho Robert Skill para desembarazarse de uncadáver honrosamente adquirido. Depositarloen la esquina inmediata equivalía a excitar en elcorazón de los transeúntes una curiosidaddesastrosa. No había que pensar en echarlo enuna de las chimeneas de la ciudad, pues seoponía a ello una serie de obstáculosmateriales, que hacían la empresacompletamente impracticable. No había quepensar tampoco, por desgracia, en arrojar elcuerpo por la portezuela de un vagón o desdelo alto del imperial de un ómnibus. Embarcar elcuerpo en un yate y echarlo en seguida al fondode un río era cosa más practicable; pero qué degastos para un hombre de escasos recursos. Elalquiler de un yate y el pago de la tripulaciónhubiera sido cosa muy ruinosa hasta para uncapitalista. De pronto recordó Gideon lospabelloncitos en forma de barcos que había

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visto el día antes a orillas del Támesis. Esterecuerdo fue para él un rayo de luz.

Un compositor de música llamado, porejemplo, Jimson, podía muy bien, como leocurría en otro tiempo al músico inmortalizadopor Hogarth, sentirse molestado en sus horasde inspiración por el gran ruido de Londres.Podía muy bien tener prisa por acabar unaópera o una pieza cómica titulada Orange pekoe,ligero capricho chino por el estilo del Mikado.Orange pekoe, música de Jimson, el jovenmaestro, una de las glorias de nuestra nuevaescuela inglesa, el encantador quinteto de losmandarines, una vigorosa entrada de laperversión, etc. En un momento surgió en lamente de Gideon el personaje completo deJimson con su música y todos los demásdetalles. ¿Qué cosa más natural y corriente quela repentina llegada de Jimson a uno de lospoéticos pabellones de las orillas del río encompañía de un gran piano de cola y de lapartitura incompleta de Orange pekoe?

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Seguramente no parecería tan natural, algunosdías más tarde, la desaparición del susodichomaestro sin dejar tras sí otra cosa que un pianosin cuerdas. Pero aun esto mismo podría tenerexplicación. Podría suponerse muy bien, ensuma, que, enloquecido ded pronto por lasdificultades de algún pasaje, había empezadopor destruir el piano y luego se había echado alrío. ¿No era esto, después de todo, unacatástrofe enteramente digna de un músicojoven de la nueva escuela?

-¡Cáspita, no hay más remedio que obrarasí! -exclamó Gideon-. ¡Jimson va a sacarnos delatolladero!

11. EL MAESTRO JIMSON

El señor Edward Hugh Bloomfield habíaanunciado su propósito de dirigirse con su yatehacia Maidenhead; así que a nadie llamará laatención que el maestro Jimson tomase ladirección opuesta. Cerca del gracioso

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pueblecito ribereño de Padwick, recordabahaber visto un antiguo pabellón levantadosobre estacas y al que daba poético abrigo unbosquecillo de sauces. Cuando en sus partidasde canotaje pasaba cerca de él, siempre le habíaseducido por su aspecto de abandono y desoledad; es más, había tenido intención decolocar allí una de las escenas de ¿Quién atrasóel reloj? pero había tenido que renunciar, en elúltimo instante, a su proyecto por lasdificultades imprevistas que le había ofrecido lanecesidad de una descripción apropiada alencanto de aquel sitio. Había renunciado a elloy ahora se alegraba de su renuncia al pensar enque iba a poderse servir del pabellón para unempleo infinitamente más serio.

Jimson, personaje de aspecto bastantevulgar, pero de modales por demásinsinuantes, consiguió fácilmente que elpropietario del pabellón se lo alquilase por unmes. Convenido el precio del alquiler, que erabastante insignificante, Jimson pagó de

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antemano una parte, recibió a cambio la llave yse apresuró a volver a Londres para ocuparseen el transporte del piano.

-Estaré de regreso mañana por la mañanasin falta -dijo el propietario-. ¡Ya comprenderáusted que aguardan mi ópera con impacienciay que no tengo un minuto que perder paraterminarla!

En efecto, al día siguiente, a eso de la una dela tarde, nuestros lectores hubieran podido vera Jimson por el camino que sigue la orilla delrío entre Padwick y Haverham. Llevaba en unamano un cesto con provisiones y en la otra unapequeña maleta donde iban sin duda suspapeles de música. Empezaba el mes deoctubre, cubría el cielo una capa espesa de colorgris terroso, brillaba el Támesis débilmentecomo un espejo de plomo y el viento arrastrabalas amarillentas hojas de los castaños. No hayestación en Inglaterra que más estimule lasfuerzas vitales, y Jimson, aunque no dejaba desentir graves preocupaciones, mientras

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marchaba iba tarareando un aire, composiciónsuya, tal vez.

A dos millas más arriba de Padwick, laorilla del Támesis es particularmente solitaria.Los árboles de la orilla opuesta cierran elhorizonte y sólo dejan ver la punta de laschimeneas de una vieja casa de campo. En laorilla de Padwick, entre los sauces se adelantael ya citado pabellón, como un antiguo barcofuera de uso tan manchado por las lágrimas delos vecinos sauces, tan degradado, tan azotadopor los vientos, tan descuidado, tanfrecuentado por las ratas y tan manifiestamenteconvertido en almacén de reumatismos, que,por mi parte, hubiera experimentado la mayorrepugnancia a instalarme en él.

Para el mismo Jimson fue un momentobastante lúgubre cuando levantó la tabla queservía de puente levadizo a su nueva morada yse halló solo en aquella fortaleza malsana. Oíael ruido que hacían las ratas corriendo ysaltando bajo el piso y los gemidos de los

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goznes de la puerta cual si fuesen lamentos dealmas en pena; el saloncito estaba lleno depolvo y olía horriblemente a húmedo. No, noera posible considerar aquello como undomicilio muy alegre ni aun para uncompositor absorto en la composición de untrozo difícil. ¡Cuánto menos aún para un jovenlleno de inquietudes y que aguardaba lallegada de un cadáver!

Sentóse, limpió lo mejor que pudo la mitadde la mesa y empezó a comerse el almuerzofiambre que contenía el cesto. En previsión deposibles pesquisas acerca de la suerte deJimson, había creído indispensable no dejarsever; de suerte que había resuelto pasar el díaentero sin salir del pabellón. Además, a fin dedar visos de verosimilitud a su fábula, habíallevado en su maleta no sólo tinta y plumas,sino un enorme cuaderno de papel de música,de los más grandes que había podido hallar.

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-¡Ahora manos a la obra! -se dijo luego quehubo satisfecho su apetito-. Es preciso que dejehuellas de la actividad de mi personaje.

Después escribió con magnífica letraredonda:

ORANGE PEKOE Op. 17 J. B. JIMSON Partitura para piano y canto

«No creo que los grandes compositoresempiecen su trabajo de ese modo -pensóGideon-; pero Jimson es un hombre original y,por mi parte, me sería muy difícil empezar deotra manera. Ahora la dedicatoria que haráseguramente el mejor efecto. Dedicada a...¡vamos a ver! ¿A quién?... Dedicada a WilliamEwart Gladstone, por su respetuoso servidor J.B. J. ¡Ahora habría que agregar alguna música!Lo mejor será evitar la obertura: temo que estaparte ofrezca demasiadas dificultades. Vamos a

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ver qué tal saldrá un aria para tenor. ¡Hay queser ultramodernista! ¡Siete bemoles en la clave!»

Hizo como lo decía, no sin trabajo, pero notardó en detenerse, y empezó a mordisquear lapunta de su portaplumas. La vista de una hojade papel pautado no basta por sí sola paraprovocar la inspiración, sobre todo en unsimple aficionado; y la presencia de sietebemoles en la clave no es lo más a propósitopara facilitar la improvisación. Gideon arrojóbajo la mesa la hoja empezada.

-¡Estos esbozos tirados bajo la mesacontribuirán poderosamente a reconstruir lapersonalidad artística de Jimson! -se dijo paraconsolarse de su fracaso.

Solicitó de nueve la inspiración de la musaen diversos tonos y sobre diversas hojas depapel, pero siempre con los mismos resultadosnegativos. Estaba asustado.

-¡Es extraño! ¡Hay días que no se siente unoinspirado! -se dijo-. ¡Y sin embargo es preciso,

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absolutamente preciso que Jimson deje algocompuesto!

Y volvió nuevamente a devanarse lamollera.

La penetrante frescura del pabellón notardó en invadir todos sus miembros.Levantóse y con evidente contrariedad para lasratas, empezó a pasearse por la habitación.Desgraciadamente no lograba entrar en calor.

-¡Esto es absurdo! -se dijo-. ¡Todos losriesgos me son indiferentes, pero no quierocoger una bronquitis! ¡Tengo que salir de estacaverna!

Avanzó hasta el balcón y por primera vezmiró hacia el río. Inmediatamente se sobresaltó,lleno de sorpresa. A algunos centenares depasos más lejos descansaba un yate a la sombrade los sauces. Junto al yate se balanceaba unaelegante barquilla; las ventanas del primeroestaban adornadas con cortinillas deinmaculada blancura y flotaba en su popa unabandera. Cuanto más contemplaba Gideon

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aquel yate, mayores eran su despecho y suasombro. Aquel yate se parecíaextraordinariamente al de su tío; hasta hubierajurado que era el mismo, a no ser por dosdetalles que hacían imposible la identificación.Era el primero que su tío se había dirigido haciaMaidenhead y no podía encontrarse enPadwick; el segundo, más expresivo si cabe, eraque la bandera que flotaba en su popa era labandera americana.

«¡Sin embargo, vaya un parecido extraño!»,pensó Gideon.

Y mientras así miraba y reflexionaba, seabrió una puerta y apareció una señora jovenen el puente. En un abrir y cerrar y de ojos elabogado se metió en el pabellón: acababa dereconocer a Julia Hazeltine. Observándola porla ventana vio que bajaba a la barquita,empuñaba los remos y se dirigía resueltamenteal sitio en el que él se encontraba.

-¡Vamos, estoy perdido! -se dijo. Y se dejócaer en la silla.

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-¡Buenas tardes, señorita! -dijo desde laorilla una voz en la que Gideon reconoció la desu casero.

-¡Buenas tardes, caballero! -respondió Julia-.Pero no tengo el gusto de conocerlo; ¿quién esusted? ¡Ah, sí, ya recuerdo! ¡Es usted el que medio permiso ayer para ir a pintar en esepabellón viejo!

El corazón de Gideon latióapresuradamente lleno de espanto.

-¡Sí, soy yo! -respondió el hombre-.¡Precisamente quería decir a usted que ya nome es posible concederle ese permiso! ¡Mipabellón está alquilado!

-¿Alquilado? -exclamó Julia. -Alquilado por un mes -repuso el hombre-.

¿Le parece a usted extraño? Yo me preguntoqué se propondrá hacer el que lo ha alquilado.

-¡Qué idea tan romántica! -murmuró Julia-.¿Quién es ese caballero?

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El diálogo tenía lugar entre la orilla y labarquilla, y el joven maestro no podía perder niuna sola palabra.

-Es en músico -respondió el propietario-.¡Por lo menos me ha dicho que venía aquí paracomponer una ópera!

-¿De veras? -exclamó Julia-. Esa es unaocurrencia verdaderamente deliciosa. ¡Asípodremos deslizarnos por la noche hasta aquí yoírle improvisar! ¿Cómo se llama?

-Jimson -dijo el hombre. -¿Jimson? -repitió Julia, haciendo inútiles

esfuerzos por recordar este nombre. Pero la verdad es que nuestra joven escuela

de música inglesa posee tantos genios que nollegamos a conocer sus nombres hasta que lareina los hace barones.

-¿Está usted seguro de que es ese sunombre? -repuso Julia.

-Me lo ha deletreado él mismo -respondió elpropietario-. Y su ópera se llama... espereusted... una especie de té.

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-¡Una especie de té! -exclamó la joven-. ¡Quétítulo más extraño para una ópera! ¡Cuánto megustaría conocer el asunto de la misma! -YGideon sentía flotar en el aire su encantadorarisa-. Será absolutamente indispensable quehagamos conocimiento con ese señor Jimson. Seme figura que debe ser muy interesante.

-¡Dispense usted, señorita, pero tengo queirme! Me esperan en Hawerham.

-¡Oh, no se detenga usted por mí, buenhombre! ¡Buenas tardes!

-¡Téngalas usted igualmente buenas,señorita!

Gideon seguía sentado en su camarote,presa de los más terribles pensamientos. Veíaseencadenado en aquel pabellón podrido,aguardando la llegada de un cadáverintempestivo; y he aquí que en torno suyoempezaba a excitarse la curiosidad y hasta seproponían ir a espiarle por la noche por vía dedistracción. Esto significaba para él el presidio,pero había algo que le afligía más y era la

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imperdonable ligereza de Julia. Aquella jovense hallaba dispuesta a trabar conocimiento conel primero que se presentara; carecía dereserva, de la delicadeza de las personas bieneducadas. Hablaba familiarmente con el brutode su casero, y mostraba inmediato y francointerés en favor de aquel desdichado Jimson.Seguramente ya había formado el proyecto deinvitar al pianista a tomar el té en su compañía.¡Y era por una joven como aquélla por la queun hombre como él, Gideon!... ¡Avergüénzate,corazón viril!

Viose interrumpido en sus divagaciones porun ruido que le obligó inmediatamente aocultarse detrás de la puerta. Miss Hazeltine,sin preocuparse por la negativa del casero,acababa de encaramarse a bordo de supabellón. Había tomado con empeño suproyecto de acuarela, y, como a juzgar por elsilencio del pabellón suponía que Jimson nohabía llegado aún, resolvió aprovechar laocasión para terminar la obra de arte empezada

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la víspera. Sentóse en el balcón, colocó suálbum y su caja de colores y no tardó Gideonen oírla cantar mientras trabajaba. Solo de vezen cuanto Julia dejaba de acordarse de una deesas amables recetas que facilitan en la prácticael juego de la acuarela, o mejor dicho, que lafacilitaban allá en los buenos tiempos, porqueme han dicho que las jóvenes del día se hanemancipado por completo de esas recetas a quese habían sometido fielmente diez generacionesde sus madres y abuelas; pero Julia, queprobablemente había estudiado con Pitman,pertenecía a la vieja escuela.

Entretando Gideon se mantenía detrás de lapuerta temiendo moverse, respirar y ni aunpensar en lo que iba a ocurrir. Cada minuto deprisión aumentaba su fastidio y su angustia. Alo menos, pensaba en su interior, con gratitud,que esta fase especial de su vida no podía durareternamente y que cualquiera que fuese lo quepudiera ocurrirle después, siquiera fuese elpresidio, añadía amarga e irreflexivamente, no

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podía menos de producirle algún alivio.Recordó que en el colegio le habían servido aveces de panacea contra el fastidio del encierroy los azotes las largas sumas mentales y, en laocasión presente, trató de distraerseadicionando indefinidamente la cifra dos atodas las formadas por adiciones anteriores. Deesta suerte se hallaban ocupados los dosjóvenes. Gideon entregándose resueltamente alos placeres de la suma, y Julia depositando convigor en su álbum colores que rabiaban deverse juntos, cuando la Providencia envió poraquellas aguas un paquebote de vapor, quesubía el Támesis dando resoplidos. A lo largode las orillas subía y bajaba el agua y seagitaban con rumor las cañas; el mismopabellón, aquel viejo barco acostumbrado alreposo desde hacía tanto tiempo, recobró depronto su antigua afición a viajar y empezó aremoverse. Luego pasó el paquebote, seaplanaron las aguas y Gideon oyó de pronto ungrito lanzado por Julia. Mirando por la

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ventana, vio a la joven de pie en el balcónocupada en seguir con la vista su barquilla,que, arrastrada por la corriente, se volvía haciael yate. Y debo declarar que, en esta ocasión, elabogado desplegó una vivacidad de espíritudigna de su héroe Robert Skill. Al primer golpeprevió lo que iba a suceder y, con un solomovimiento de su cuerpo, se echó al suelo y seescondió debajo de la mesa.

Julia, por su parte, no se daba cuenta de lagravedad de la situación. Veía que habíaperdido la barquilla y no dejaba de inspirarleinquietud su próxima entrevista con el señorBloomfield; pero no dudaba que podría salirdel pabellón, pues conocía la existencia de latabla que servía de puente levadizo entre elpabellón y la orrilla.

Dio vuelta al pabellón y halló la puerta deéste abierta y la tabla quitada. De aquí dedujocon certeza que Jimson debía haber llegado yque, por consiguiente, se hallaba en el pabellón.El tal Jimson debía ser en verdad un hombre

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muy tímido para haber permitido semejanteinvasión de su domicilio, sin dar señales devida; y este pensamiento reanimó el valor deJulia porque en aquellas circunstancias la jovense veía obligada a pedir auxilio al músico; latabla era demasiado pesada para sus fuerzas.Llamó, pues, en la puerta abierta, y como nadierespondió, volvió a llamar.

-¡Señor Jimson! -gritó-, venga usted, se losuplico! ¡Tendrá usted que venir tarde otemprano, puesto que no puedo salir de aquísin su auxilio! ¡Vamos, no sea usted tan pesado!¡Venga usted, se lo suplico!

Pero tampoco obtuvo respuesta. -Si está dentro tiene que ser un loco -dijo

para sí, sintiendo un pequeño escalofrío. Pero pensó en seguida que tal vez había ido

a pasearse en una barquilla como ella mismahabía hecho. En tal caso tenía que resignarse aaguardar y podía muy bien visitar el camarote;y dicho y hecho, entró sin pararse a reflexionarmás.

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No necesito decir que, bajo la mesa dondeyacía en el polvo, sintió Gideon que su corazóndejaba de latir.

En primer lugar Julia se fijó en las sobrasdel almuerzo de Jimson.

«¡Pastel de came, fruta, pastelillos! -pensópara sí- ¡No se cuida mal! Estoy segura de quedebe ser un hombre de trato delicioso. ¿Tendrábuena facha como el señor Forsyth? ¡El nombrede Jimson no suena tan bien como el deForsyth! Pero por otra parte Gideon es unnombre horrible. ¡Oh, aquí hay música suya!¡Magnífico! ¡Orange Pekoe, era pues el título queel buen hombre, dueño del pabellóninterpretaba como especie de té!»

Gideon oyó en esto una ligera risa.Adagio, molto espressivo sempre legato, leyó

(porque he olvidado decir a mis lectores queGideon reunía todos los conocimientosnecesarios para la parte literaria del oficio decompositor). «Es singular dar tantasindicaciones y no escribir sino dos o tres notas.

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¡Hola, aquí hay una hoja que tiene escrito algomás! ¡Andante patético!»

La joven empezó a examinar la música. -¡Válgame Dios -se dijo-, esto debe ser

terriblemente modernista! ¡Cuánto bemol!Veamos qué tal es el aire. ¡Es extraño, pero meparece que lo conozco!

Empezó a tararear la música y de prontoprorrumpió en una carcajada.

-¡Pero si es una canción popular! ¡Tommy,venga, ocúpate del tío! -exclamó en voz altallenando de amargura el alma de Gideon-. ¡Y lepone Andante patético y siete bemoles! ¡Estehombre debe ser un farsante!

En el mismo instante oyó debajo de la mesaun ruido confuso y extraño, como el de unagallina que estornudase; y aquel estornudo fueseguido de un golpe dado contra la mesa, y estegolpe, a su vez, de un sordo gruñido.

Julia huyó hacia la puerta, pero, al llegar aella se volvió, resuelta a desafiar el peligro.

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Nadie la perseguía, pero seguía sonando debajode la mesa una serie indefinida de estornudos.

«Seguramente -pensó Julia- es ésta unaconducta muy extraña. Este Jimson no puedeser un hombre bien educado.»

El primer estomudo del joven abogadohabía perturbado en su inmutable reposo losinnumerables granos de polvo que dormíandebajo de la mesa; a los estomudos habíasucedido un fuerte ataque de tos.

Julia empezaba a experimentar ciertacompasión.

-¡Temo que realmente esté usted enfermo!-dijo aproximándose algo-. Ruego a usted queno se obstine en permanecer más tiempo debajode la mesa, señor Jimson. Eso no le puede hacerprovecho.

El maestro sólo respondió con una tosahogadora. Pero inmediatamente la intrépidase arrodilló delante de la mesa y se encontraronfrente a frente ambas caras.

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-¡Dios omnipotente! -exclamó missHazeltine, irguiéndose de un salto-. Es el señorForsyth que se ha vuelto loco!

-No estoy loco -dijo el joven saliendopenosamente de su escondrijo-. Querida missHazeltine, juro a usted de rodillas que no estoyloco.

-¡Está usted loco! -exclamó jadeante. -Sé -dijo-, que para quien juzga de un modo

superficial, mi conducta puede parecer extraña. -¡Si no está usted loco, su conducta ha sido

monstruosa -exclamó la joven ruborizándose- ydemuestra que no se cuida usted nada de mistormentos!

-¡Sé... admito eso! -dijo animosamenteGideon.

-¡Ha sido una conducta abominable!-insistió Julia.

-¡Sé que debe haber disminuido la estima deusted hacia mí! -respondió el abogado-. Pero,querida miss Hazeltine, ruego a usted que meoiga hasta el fin. Por extraña que parezca, mi

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manera de obrar tiene explicación. Y lo cierto esque estoy resuelto a no seguir viviendo si nocuento con la estima de una persona a quienadmiro... Los actuales momentos no son losmás a propósito para hablan de esto, locomprendo, pero repito mi expresión: sin laestima de la única persona a quien admiro...

Brilló un reflejo de satisfacción en el rostrode miss Hazeltine.

-¡Muy bien! -dijo-. Salgamos de esta fríacaverna y vamos a sentarnos en el balcón...Ahora -repuso instalándose-, hable usted,quiero saberlo todo.

Diciendo esto fijó los ojos en el joven y alverle delante de sí, en aquella facha, la locamuchacha prorrumpió en una carcajada. Su risaera a propósito para regocijar el corazón de unenamorado; sonaba de un modo agradable a lolargo de la orilla, como el canto de un pájarorepetido a lo lejos por los ecos del río. Y sinembargo había una persona a quien mortificaba

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aquella risa, y esta persona era el infortunadoadmirador de la joven.

-¡Miss Hazeltine! -dijo con voz algoesquiva-, bien sabe Dios que le hablo a ustedcon la mejor voluntad, pero muestra usted entodo esto demasiada ligereza.

Julia le miró con asombro. -¡No puedo retirar la palabra! -dijo-. Ya me

causó usted una pena atroz cuando charlabahace poco con el dueño del pabellón. Mostrabausted bastante curiosidad a propósito deJimson.

-Pero si resulta que Jimson es usted mismo-objetó Julia.

-¡Supongamos que es así! -exclamó elabogado-; pero hace un rato no lo sabía usted.¿Quién era para usted Jimson? ¿Por qué lehabía de interesar? ¡Miss Hazeltine, me hadesgarrado usted el corazón!

-¡Oh, eso es ya demasiado! -replicóseveramente Julia-. ¿Cómo? ¡Después dehaberse usted conducido de la manera más

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extraordinaria pretende que yo sea capaz deexplicarme su conducta y, en lugar deexplicarla, se pone usted a insultarme!

-Es muy cierto -respondió el pobre Gideon-.Voy a contárselo a usted todo. Cuando sepausted toda la historia, seguramente meexcusará.

Y sentándose junto a ella en el banco, lerefirió con todos sus detalles su lamentableaventura.

-¡Oh, señor Forsyth! -exclamó cuando huboacabado el joven-, siento mucho mi risa de haceun instante. Tenía usted una fachaverdaderamente extraña, pero le aseguro austed que siento haberme reído.

Diciendo esto le alargó su mano, queGideon conservó en la suya.

-¿No le dará a usted todo esto demasiadomala opinión de mí? -preguntó cariñosamente.

-¿El que hayan caído sobre usted tantasmolestias y penosos incidentes? No por cierto,caballero -exclamó la joven. Y en el ardor de su

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movimiento, le alargó la otra mano, de la queeljoven se apoderó igualmente-. ¡Puede ustedcontar conmigo! -añadió Julia.

-¿De veras? -dijo Gideon-. ¡Pues bien,contaré con usted! Reconozco que los actualesmomentos no son los más a propósito parahablar de todo esto. Pero no tengo ningúnamigo...

-¡Ni yo tampoco! -dijo Julia-. ¿Pero no creeusted que ya es tiempo de que me devuelvamis manos?

-¡La ci darem la mano! -respondió elabogado-. ¡Déjemelas usted un minuto más!¡Tengo tan pocos amigos! -repuso.

-Yo creí que era mala señal en un joven notener amigos -añadió Julia.

-¡Oh, pero si tengo muchísimos amigos!-exclamó Gideon-. ¡No era eso lo que yo queríadecir! Comprendo que el momento no es el mása propósito; pero, ¡oh, Julia, si pudiera ustedverse tal como es!

-¡Señor Forsyth!

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-No me llame usted con ese nombre tan feo-exclamó el joven-. Llámeme usted Gideon.

-¡Oh, eso jamás! -dijo Julia sin podercontenerse-. ¡Además, hace tan poco tiempoque nos conocemos!

-Al contrario -contestó Gideon-. Hace yamucho tiempo que nos encontramos porprimera vez en Bournemouth. ¡Desde entoncesjamás la he olvidado a usted! Dígame usted quetampoco me ha olvidado y llámeme ustedGideon.

Como la joven no respondía, añadió: -Sí, querida Julia, soy un verdadero asno,

pero me propongo conquistar su cariño. Me hacaído encima un negocio infernal, no tengo unpenique y me he mostrado hace poco a sus ojosbajo el aspecto más ridículo. Sin embargo, Julia,estoy resuelto a conquistar su cariño. Míremeusted frente a frente y dígame, si se atreve aello, que me lo prohíbe.

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La joven le miró y lo que le decían sus ojosno debió de ser agradable al joven, puespermaneció largo tiempo ocupado en leerlo.

-Además -dijo al fin-, mientras yo consigohacer fortuna, mi tío Edward nos dará el dineronecesario para vivir.

-¡Hombre, ésa sí que es buena! -dijo una vozgruesa detrás de los jóvenes.

Gideon y Julia se separaron másrápidamente que si los hubiera separado unresorte eléctrico y ambos, extraordinariamenteruborizados, fijaron sus ojos en el señorEdward Hugh Bloomfield.

El buen caballero, viendo llegar la barquillasola había tenido la idea de ir discretamente aechar una mirada a la acuarela de missHazeltine. Mas he aquí, que había matado dospájaros de una pedrada; su primer movimientofue de enfado, lo cual era natural en él. Pero alver a los jóvenes ruborizados y asustados, sucorazón empezó a ablandarse.

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-¡Esa sí que es buena! -repitió-. Ustedescuentan ya como cosa segura con su tíoEdward. Pero, vamos a ver, Gideon, ¿no le dijea usted que se mantuviese lejos de nosotros?

-Usted me dijo que me mantuviese lejos deMaidenhead. ¿Cómo podía yo figurarme queles eneontraría a ustedes aquí?

-Hay algo de verdad en eso -añadió el señorBloomfield-. La verdad es que creí preferibleocultar nuestra verdadera dirección hasta austed mismo. Esos tenebrosos bandidos, esosFinsbury, hubierán sido capaces de quererarrancamos por fuerza a Julia. Precisamente,para despistarlos icé en mi yate esa abominablebandera extranjera. Pero eso no es todo,Gideon. Usted me prometió empezar a trabajar,y le encuentro aquí en Padwick haciendo elbobo.

-¡Por piedad, señor Bloomfield, no semuestre usted demasiado severo con el señorForsyth! -dijo Julia, interviniendo en favor de

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su amigo-. ¡El pobre joven se encuentra en unapuro terrible!

-¿Que es eso, Gideon? -preguntó su tío- ¿Seha batido usted o tiene que pagar algunacuenta?

En la mente del viejo radical, estas dosalternativas resumían todas las desgracias quepodían caer sobre un caballero.

-¡Por desgracia, querido tío -dijo Gideon-, esalgo peor que todo eso! Me encuentro envueltoen una serie de circunstancias de una injusticiaverdaderamente... providencial. El hecho esque un sindicato de asesinos ha sabido, no sécómo, que yo poseía la mayor habilidad parahacer desaparecer las huellas de su crimen. Detodos modos es un homenaje que rinden a micapacidad de legista.

Dicho esto refirió Gideon, por segunda vezy con todos los detalles, la aventura del Erard.

-¡Es preciso que yo escriba eso al Times!-exclamó el señor Bloomfield.

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-¿Quiere usted deshonrarme? -preguntóGideon.

-¡Deshonrarte! ¡Bah, no tengas miedo! -dijosu tío. El ministerio es liberal. Seguramente nose negará a atenderme. ¡A Dios gracias, pasaronlos días de la opresión tory!

-¡No, no, eso no puede ser, querido tío! -dijoGideon.

-¿Pero será usted tan loco que persista endeshacerse por sí mismo de ese cadáver?-exclamó el señor Bloomfield.

-¡No hallo otro camino! -dijo Gideon. -¡Pero si eso es absurdo! -repuso el señor

Bloomfield-. ¡Gideon, le ordeno a ustedformalmente que desista de esa injerenciacriminal!

-Está muy bien -dijo Gideon-; en ese casodejo el asunto en sus manos para que ustedhaga del cadáver lo que le parezca.

-¡Dios me libre de semejante cosa! -exclamóel presidente del Club Radical-. ¡No quierotener nada que ver con semejante horror!

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-En tal caso tiene usted que dejarmedesembarazar de él lo mejor que pueda -replicósu sobrino-. Créame usted, es el partido másrazonable.

-¿No podríamos depositar secretamente elcadáver en el Club Conservador? -apuntó elseñor Bloomfield-. Con esto y con algunosbuenos artículos que haríamos escribir en losperiódicos radicales prestaríamos un granservicio a la nación.

-Si usted encuentra que puede sacar algúnprovecho político de mi... objeto -dijo Gideon-,razón de más para que yo se lo ceda.

-¡Oh, no, no, Gideon! Creía únicamente quetal vez podría usted emprender esa operación.Y hasta añado que, pensándolo bien, creo quees completamente inútil que permanezcamosaquí a su lado, miss Hazeltine y yo. ¡Podríanvernos! -continuó el venerable presidente,mirando a derecha e izquierda-. Ustedcomprenderá que, en mi calidad de hombrepúblico, debo tomar excepcionales

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precauciones. ¡Comprometerme, seríacomprometer a todo el partido! Además, detodos modos, se acerca la hora de la comida.

-¿Cómo? -exclamó Gideon consultando elreloj-. ¡Pues es verdad! ¡Pero, Dios mío, el pianodebería estar aquí hace ya tiempo!

El señor Bloomfield se dirigía ya hacia labarca, pero al oír estas palabras se detuvo.

-¡Sí! -repuso Gideon -yo mismo vi llegar elpiano a la estación de Padwick, y fui enpersona a avisar al carretero, para que lo trajeseaquí. Me dijo que tenía que hacer otro encargoantes, pero que sin falta tendría aquí el piano lomás tarde a las cuatro. ¡No hay duda: hanabierto el piano y han hallado el cuerpo!

-¡En ese caso tiene usted que huirenseguida! -declaró el señor Bloomfield-. ¡Es laúnica conducta digna de un hombre!

-¡Pero supongamos que me equivoco! -dijoGideon con dolorido acento-. ¡Supongamos quellega el piano y que no estoy aquí pararecibirlo! ¡Sería yo la primera víctima de mi

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cobardía! No, querido tío; hay que ir ainformarse en Padwick. Naturalmente, nopuedo encargarme de ello, pero a usted nadiese lo impide. ¿Por qué no va usted a rondar unpoco alrededor de la Oficina de Policía?

-¡No, Gideon, no! -dijo el señor Bloomfieldcon acento que revelaba gran embarazo-. Yasabe usted que le profeso el cariño más sincero.Sé, además, por mi parte, que tengo la dicha deser inglés y conozco todos los deberes que meimpone este título. Pero eso de la policía, no,querido Gideon.

-¿Conque me abandona usted? -preguntóGideon-. ¡Dígalo francamente!

-¡Al contrario, hijo mío, al contrario!-protestó el desdichado tío-. Me limito aaconsejar la prudencia. ¡Querido Gideon, unverdadero inglés debe dejarse guiar siemprepor el buen sentido!

-¿Me permite usted que diga mi parecer? -seatrevió a decir Julia-. Yo creo que Gideon...quiero decir el señor Forsyth... haría mejor en

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salir de este horrible pabellón y en ir a esperarallá abajo entre los sauces. Si llega el piano, elseñor Forsyth podrá acercarse y recibirlo. Y sipor el contrario, llega la policía, no tendrá másque subirse a bordo de nuestro yate y se habrádesvanecido el señor Jimson. ¡En el yate nadatendrá que temer! El señor Bloomfield eshombre tan respetable y personalidad tanimportante que nadie podrá imaginarse nuncaque tiene nada que ver con semejante asunto.

-¡Esta joven tiene una gran dosis deprudencia! -declaró el presidente del ClubRadical.

-¡Sí! Pero si no veo llegar al piano ni a lapolicía -dijo Gideon-, ¿qué debo hacer en talcaso?

-¡En tal caso -dijo Julia-, puede usted ir alpueblo cuando sea enteramente de noche! ¡Yhasta yo iré con usted! ¡Estoy segura de quenadie sospechará de usted, pero si alguiensospecha, yo me encargaría de hacerlecomprender que se equivoca!

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-¡Eso sí que no lo puedo permitir! ¡Nopuedo autorizar a miss Hazeltine a que vayacon usted! -exclamó el señor Bloomfield.

-¿Y por qué? -preguntó Julia. Ahora bien, el señor Bloomfield no tenía

ganas de revelárselo, porque el verdaderomotivo era que temía verse mezclado en elasunto. Pero según la táctica ordinaria en estoscasos, dijo ahuecando la voz:

-No permita Dios, mi querida missHazeltine, que yo tenga que dictar a una jovenbien educada lo que prescriben lasconveniencias. Pero, en fin...

-¡Oh! ¿No es más que eso? -interrumpióJulia-. Pues en ese caso vamos los tres juntos aPadwick.

«¡Caí en la trampa!», pensó tristemente elviejo radical.

12. DONDE EL PIANO APARECEIRREVOCABLEMENTE POR ULTIMA VEZ

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Muchos no tienen inconveniente en decirque los ingleses son un pueblo sin música;pero, dejando aparte el favor excepcional quelos ingleses dispensan a los organilleros, existepor lo menos un instrumento que puedellamarse nacional, en toda la extensión de lapalabra: el flautín, llamado comúnmente «pitode un penique»; el pastorcillo de los brezales,que ya mostraba aficiones musicales en tiempode nuestros antiguos poetas, despierta y tal vezentristece a la alondra con su flautín; y estoyseguro de que no se hallará un solo lazarilloque no sepa ejecutar en dicho flautín, Losgranaderos ingleses o Cereza madura. Esta últimacanción es, a decir verdad, el trozo clásico deltocador de flautín, hasta tal punto que más deuna vez me he preguntado si no fue compuestoen su origen para dicho intrumento. Inglaterraes, en todo caso, el único país del mundo enque un número extraordinario de hombreshallan medio de ganarse la vida con sólo saber

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tocar el flautín, más aún, con sólo tocar unapieza, la inevitabte Cereza madura.

Pero, por otra parte, hay que reconocer queel flautín es un instrumento, si no misterioso,envuelto por lo menos en una espesa capa demisterio. ¿Por qué, por ejemplo, se le da elnombre de «pito de un penique» cuando jamáshe visto que se llegue a vender por tan mínimoprecio? Se le llama también a veces «pito deestaño», y sin embargo, mucho me engaño, ono entra para nada el estaño en su composición.

Por ultimo, desearía saber en qué profundacatacumba, en qué desierto, lejos de todo oídohumano, realiza su aprendizaje, el tocador deflautín. Cualquiera de nosotros ha oídoseguramente a personas que aprendían a tocarel piano, el violín o la trompa de caza, pero elcachorro del tañedor de flauta (como el delsalmón) se oculta a la más perspicazobservación. Jamás llegamos a oírle hasta quellega a tener perfecta maestría.

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Por estas razones era doblemente notable elfenómeno que se producía cierta tarde de otoñoen una carretera que atravesaba una verdepradera, no lejos de Padwick. En el pescante deuna gran carreta cubierta iba sentado un jovende apariencia modesta (y por qué no decirlo)bastante idiota. Llevaba las riendas sobre lasrodillas y el látigo detrás en el interior de lacarreta. El caballo iba adelantando sinnecesidad de que nadie le dirigiese ni arrease; yel joven cochero, transportado a una esferasuperior a la de sus ocupaciones diarias, con losojos en el cielo, se consagraba por completo aun flautín en Re, recién comprado, y del que seesforzaba por extraer penosamente la amablemelodía de El gañán, y en verdad, para unobservador que la casualidad hubiese colocadoen aquel momento en medio de la pradera,aquel espectáculo hubiera tenido un interésinolvidable y hubiera podido decir: ¡Al fin hetropezado con un aprendiz de flautín! Elbondadoso y estúpido joven, que se llamaba

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Harker, y estaba empleado en casa de unalquilador de carros de Padwick, acababa derepetir por vigésima vez su canción, cuando sesintió profundamente avergonzado al notarque no estaba solo.

-¡Bravo! -exclamó una voz varonil, a orillasde la carretera-. ¡Eso se llama entenderlo!¡Unicamente se nota algo de flojedad en elestribillo! -añadió la voz, con el tono del que esperito en la materia-. ¡Vamos, otra vez!

Desde el fondo de su humillación,contempló Harker al hombre que acababa dehablarle. Se halló con un mocetón de unoscuarenta años, curtido por el sol, afeitado y queseguía a la carreta con paso verdaderamentemilitar, haciendo piruetas con un garrote quellevaba en la mano. Sus vestidos no estabanmuy allá, pero el hombre parecía limpio y llenode dignidad.

-¡Soy un pobre principiante -murmuróHarker-, y no creía que nadie me oyese!

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-¡Pues bien, así me gusta! -dijo el hombre-.Empieza usted algo tarde, pero no importa.¡Vamos, voy a echarle una mano! ¡Déjemeusted sitio en el pescante!

Un momento después, el hombre se hallabasentado al lado de Harker y tenía en sus manosel flautín. Sacudió primero el instrumento,mojó la embocadura, como hacen los artistasconsumados, pareció esperar la inspiración dearriba, y atacó por úItimo resueltamente unacanción popular. Su ejecución dejaba tal vezalgo que desear: no sabía dar al flautín esadulzura aérea que, en ciertas manos, hacecompetir a este instrumento con los pájaros delbosque. Pero, por el ardor, la viveza y eldesembarazo con que tocaba, era un flautistasin rival: Harker era todo oídos, y aquellacanción tan bien tocada le llenó dedesesperación, dándole a conocer su propiainferioridad. Casi inmediatamente El placer delsoldado le hizo olvidar este mezquino

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sentimiento y excitó en su alma el entusiasmomás generoso.

-¡Ahora le toca a usted! -le dijo el tocadorofreciéndole el flautin.

-¡Oh, no, imposible después de usted!-exclamó Harker-. ¡Usted es un verdederoartista!

-¡De ninguna manera! -respondió conmodestia el desconocido-: soy un simpleaficionado como usted. ¡Le diré a usted másaún! Yo tengo una manera de tocar el flautín yusted otra y debo declararle que prefiero lasuya a la mía. Pero, ya ve usted, yo empecé atocar cuando era un muchacho y no tenía elgusto formado. ¡Vamos! ¡Toque usted esacanción! ¿Cómo es?...

Fingió hacer grandes esfuerzos pararecordarla.

En el pecho de Harker surgió una tímidaesperanza, por otra parte insensata. ¡Seríaposible! ¡Habría algo de particular en sumanera de tocar? La verdad es que él mismo

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había experimentado a veces la impresión dedescubrir en los sonidos que emitía, ciertariqueza poética. ¿Sería acaso un genio?Mientras se dirigía esta pregunta, eldesconocido seguía haciendo vanas tentativaspara dar con la canción de El gañán.

-¡No -dijo al fin el pobre Harker-, no es esoenteramente! Mire usted cómo empieza... ¡Oh!lo hago únicamente para indicarle a usted lamúsica.

Diciendo esto tomó el flautín entre suslabios y tocó la canción entera una, dos y hastatres veces. Su compañero intentó de nuevotocarla, pero fracasó igualmente. Y cuandoHarker comprendió que él, tímido principiante,estaba dando una verdadera lección a aquelflautista consumado, sintió tan inmensasatisfacción que el campo le pareció bañado enlos resplandores de su gloria. Imposible mesería a no ser que el lector sea aficionado alflautín, hacerle comprender el grado devanidad idiota a que llegó el desdichado mozo.

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Por lo demás, un solo hecho bastará para pintarla situación. A patir de aquel momento fueHarker el único que tocó y su compañero selimitó a oírle y aplaudirle.

Sin embargo, mientras le escuchaba, noechaba en olvido ese hábito de prudenciamilitar que consiste en enterarse siempre de loque hay alrededor de sí; gracias a esto, ibacalculando el valor de los diversos paquetesque contenía la carreta y esforzándose poradivinar el contenido ya de los paquetesenvueltos en papel gris, ya de una magníficacesta, ya de una caja de madera blanca; almismo tiempo se decía que aquel gran piano,cuidadosamente embalado, podría ser unbonito negocio si por sus dimensiones nohubiera dificultades para realizarlo. Mirandohacia adelante, divisó nuestro hombre, en unrecodo de la pradera un ventorrillo rústico,rodeado de rosas. «¡A fe mía, voy a intentar elgolpe!», se dijo por conclusión. E

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inmediatamente propuso a su compañerotomar una copa.

-Es que... no tengo costumbre de beber -dijoHarker.

Oigame usted, joven -interrumpió sucompañero-. ¡Voy a decirle a usted quién soyyo! ¡Soy el sargento Brand del ejército colonial!¡Con esto basta para que sepa usted si soy o nobebedor!

Tal vez no era tan significativa como élsuponía la revelación del sargento Brand.Precisamente en circunstancias como éstashubiera podido intervenir el coro de la tragediagriega, para hacernos notar que el discurso deldesconocido no nos explicaba suficientementelo que venía a hacer de noche, vestido deharapos y en un camino vecinal un sargento delejército colonial. Nadie mejor que dicho corohubiera podido dar a entender que, según todaverosimulitud, el sargento Brand debía haberrenunciado hacía ya tiempo a la obra magna dela defensa nacional y que al presente, se

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entregaba a la industria enteramente personaldel merodeo y del robo. Pero cumo no habíacoro griego por aquellos andurriales, elguerrero se contentó, sin meterse en otrasexplicaciones autobiográficas, en demostrarque eran dos cosas muy distintas embriagarsede un modo regular y trincar con un amigo.

En la posada del León Azul, el sargentoBrand presentó a su nuevo amigo, el señorHarker, gran número de ingeniosas mezclasdestinadas a impedir la completa embriaguez.Explicóle que el empleo de dichas mezclas eraindispensable en el regimiento, porque sinellas, ni un solo oficial se hallaría en un estadode sobriedad suficiente para poder asistir, porejemplo, a las revistas de comisario. La máseficaz de estas mezclas consistía en combinardos pintas de cerveza con cuatro cuartos deginebra auténtica. Espero que mis lectores,aunque sean paisanos, sabrán utilizar estareceta, ya para sí, ya para un amigo, porque elefecto que produjo en el señor Harker fue en

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verdad tremendo. El pobre muchacho tuvonecesidad de ayuda para encaramarse alpescante, donde no hizo a partir de aquelmomento más que reír y tocar. Así fue que elsargento tuvo naturalmente que tomar lasriendas y, como sin duda, cual todo verdaderoartista, tenía una preferencia marcada hacia lasbellezas más solitarias y agrestes del paisajeinglés, fue apartándose cada vez más delcamino principal, para meterse por otros cadavez más extraviados, desiertos y alejados.

Por lo demás, para dar al lector una idea delas vueltas y revueltas que dio la carretadirigida por el sargento, debería trazar aquí unplano del condado de Middlesex.Desgraciadamente es costosa la reproducciónde esta clase de trabajos. Baste decir que a lacaída de la tarde la carreta se detuvo en mediode un bosque y que una vez alIí, el sargentolevantó de entre los fardos con tierna solicitudy colocó sobre un montón de hojas secas elcuerpo inanimado del joven Harker.

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«¡Si te despiertas de aquí a mañana, hijo mío-pensó el sargento-, será un milagro!»

Sacó luego suavemente todo lo que había enlos bolsillos del carretero dormido, es decir,principalmente una cantidad de diecisietechelines y ocho peniques. Inmediatamentesubióse al pescante y se puso de nuevo enmarcha.

«¡Si supiera siquiera en donde estoy, labroma sería completa! -dijo para sí-. ¡En fin,aquí hay un recodo!»

Torció el recodo y se encontró de pronto enlas orillas del Támesis. A cien pasos dedistancia brillaban las luces de un yate, y muycerca, tanto que no podía evitar que le viesen,encontró tres personas; una señora y doscaballeros que se dirigieron a él resueltamente.El sargento vaciló un segundo, pero confiandoen la oscuridad avanzó. Entonces uno de losdos hombres, el de aspecto más imponente,colocándose en medio de la carretera, alzó ungrueso bastón a guisa de señal.

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-¡Buen hombre! -gritó-. ¿No ha encontradousted un carro de transportes?

El sargento Brand repitió con aireembarazoso:

-¿Un carro de transportes?... ¡No, señor! -¡Ah! -dijo el imponente caballero

apartándose para dejarle pasar. La señora y elsegundo de los dos hombres se inclinaron haciaadelante y examinaron con viva curiosidad lacarreta.

«¿Que diablos querrán ver?», pensó parasus adentros Brand.

Arreó a su caballo, pero no sin volversediscretamente una vez más, lo cual le permitióver las tres personas de pie en medio de lacarretera, como si estuviesen deliberando. Noes de extrañar, pues, que entre los gruñidosarticulados que salieron entonces de la boca delimprovisado carretero, figurarse, en primertérmino, la palabra «policía». Brand arreaba sucaballo, el cual galopando lo más que podía(que no era, en resumen, sino un galope muy

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relativo), corría hacia Great Hamercham. Pocoa poco fue debilitándose el ruido de los cascosy el rechinar de las ruedas, y el trío antes citadoquedó en pie en la orilla en medio del másprofundo silencio.

-¡Es lo más extraordinario del mundo!-exclamaba el más pequeño de los doshombres-. ¡He reconocido perfectamente elcarro!

-¡Y yo he visto un piano! -decía la joven. -¡Es seguramente el mismo carro! -añadía el

joven-. ¡Y lo más extraño es que el carretero noes el mismo!

-¡Debe ser el mismo carretero, Gid!-afirmaba el otro hombre.

-Entonces -preguntaba Gideon-, ¿por qué hahuido?

-¡Tal vez se habrá desbocado su caballo!-apuntó el viejo radical.

-¡De ninguna manera! ¡He oído restallar ellátigo! -decía Gideon-. ¡En verdad esto es capazde desconcertar a cualquiera!

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-¡Voy a decir a ustedes lo que creo quedebemos hacer! -exclamó la joven-. Vamos aseguir su pista, como dicen en las novelas o,mejor dicho, vamos a seguirla en sentidocontrario, marchando hacia el punto de dondevenía. ¡Seguramente encontraremos alguienque le haya visto y nos dé noticias!

-¡Sí, perfectamente, hagámoslo así, aunquesólo sea por lo extraño del caso! -dijo Gideon.

Lo «extraño del caso» consistía sin dudapara él en que semejante excursión le permitiríaestar al lado de miss Hazeltine. En cuanto alseñor Bloomfield, el tal proyecto le agradabamucho menos. Y cuando hubieron recorridounos cien pasos por un camino desierto, entreuna tapia por un lado y una cuneta por otro, elpresidente del Club Radical dio la señal de alto.

-¡Lo que estamos haciendo no tiene visos desentido común! -dijo.

Pero apenas se extinguió el ruido de suspasos, llegó a oídos de nuestros amigos otro

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ruido que salía misteriosamente de unbosquecillo inmediato.

-¿Qué es eso? -exclamó Julia. -¡No sé lo que podrá ser! -dijo Gideon-,

haciendo ademán de querer entrar en elbosquecillo.

El radical blandió su bastón como si fuerauna espada.

-¡Gideon, mi querido Gideon!... -empezó adecir.

-¡Señor Forsyth, por piedad, no dé usted unpaso más! -dijo Julia-. ¿Qué sabe usted lo quepuede haber ahí? ¡Tengo miedo por usted!

-Aun cuando hubiera de encontrar al diabloen persona -respondió Gideon resueltamente-,quiero ver lo que hay ahí!

-¡No hay que precipitarse, Gideon! -gritabasu tío.

El abogado se encaminó hacia dondesonaba el ruido, que presentaba en verdad uncarácter monstruoso, pues en él resultabancombinados de la manera menos natural, los

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gritos de la vaca y de la sirena del barco con elzumbido del mosquito. Entre los árboles yacíauna masa negra que no dejaba de tener ciertoparecido con la forma humana.

-¡Es un hombre -dijo Gideon-, y nada másque un hombre! ¡Está dormido y ronca! ¡Eh,buen hombre! -dijo y añadió en seguida-:Parece que no quiere despertarse.

Gideon encendió una cerilla y a suresplandor reconoció la cabeza rojiza delcarretero que se había comprometido a llevarleel piano.

-¡Aquí está mi hombre, borracho como uncerdo! -dijo-. ¡Empiezo a comprender lo que hapasado!

Y expuso a sus dos compañeros, que sehabían arriesgado a incorporársele, su hipótesisacerca de la forma en que el carretero se habíavisto separado de su vehículo.

-¡Qué abominable bruto! -dijo el tío-.¡Despertémosle e impongámosle el castigo quemerece!

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-¡Guardémonos de ello! -dijo Gideon-. ¡Loprimero que debemos evitar es que nos veajuntos! Además, querido tío, a decir verdad,debo a este buen hombre el más profundoagradecimiento, porque su borrachera es elsuceso más fausto para mí. No podían ir lascosas mejor. ¡Me parece, querido tío, que ahoraya estoy completamente libre!

-¿Libre de qué? -preguntó el radical. -¡Pues de todo el asunto! -exclamó Gideon-.

El carretero improvisado ha incurrido en lainfeliz necedad de robar el carro con el piano ysu contenido. Por lo demás, no sé ni meimporta saber lo que piensa hacer con ello. Detodos modos mis manos quedan libres. ¡Jimsonha dejado de existir! ¡Felicítenme ustedes, miquerido tío... mi querida Julia!... ¡Oh, queridaJulia!...

-¡Gideon, Gideon! -dijo el tío. -¡Oh, no hay en esto ningún mal, mi querido

tío, puesto que nos vamos a casar muy pronto!

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-dijo Gideon-. ¡Recuerde usted muy bien quenos lo ha dicho hace poco en el pabellón!

-¿Yo? -preguntó el tío sorprendido-. ¡Estoyseguro de no haber dicho semejante cosa!

-¡Suplíqueselo usted, júrele usted que lo hadicho, invoque su buen corazón! -exclamóGideon dirigiéndose a Julia-. ¡Cuando dejahablar su corazón no tiene igual en el mundo!

-¡Mi querido señor Bloomfield -dijo Julia-,Gideon es tan buen muchacho y me haprometido de tal modo trabajar en su carrera,que estoy segura que lo hará! ¡Lo malo es queyo no tengo un chelín! -añadió la joven.

-¡El tío Edward tiene por dos, queridaseñorita, como le decía a usted hace poco estetunante! -respondió el radical-. ¡Y no puedoolvidar que ha sido usted vergonzosamentedespojada de su fortuna! ¡Por consiguienteahora que nadie nos mira, bese usted a su tíoEdward!... ¡En cuanto a usted, miserable-repuso cuando dicha ceremonia quedódebidamente realizada-, esta encantadora joven

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va a ser su esposa, y es seguramente muchomás de lo que usted merece! Pero ahora,¡volvamos inmediatamente al pabellón ydespués al yate para regresar a Londres!

-¡Magnífico, a pedir de boca! -exclamóGideon-. ¡Y mañana no habrá Jimson, ni carro,ni piano! ¡Y cuando ese buen hombre sedespierte, podrá decir que todo este negocio hasido un sueño!

-¡Sí -dijo el tío Edward-, pero habrá otrohombre que tendrá un despertar muy distinto!¡El tunante que ha robado el carro echará de verque se ha pasado de listo!

-¡Mi querido tío -dijo Gideon-, soy felizcomo un rey; mi corazón salta como una pelota,mis talones parece que tienen alas; me veo librede todos mis apuros y tengo segura la mano deJulia. En tales condiciones, ¿cómo he de poderdar abrigo en mi pecho a sentimientos decrueldad? No; ¡sólo hay sitio en mí para unabondad angelical! Y cuando pienso en esepobre y desdichado diablo con su carreta,

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exclamo desde el fondo de mi corazón: ¡Dios leayude!

-¡Amén! -respondió el tío Edward.

13. LAS TRIBULACIONES DE MAURICE(II)

Si nuestra literatura hubiese conservado susantiguas tradiciones de reserva y cortesíaclásicas, yo no rebajaría mi dignidad de escritorhasta el punto de describir a mis lectores lasangustias de Maurice; es éste uno de losasuntos que, por la misma intensidad de surealismo, debería estar excluido de toda obra dearte digna de este nombre. Pero precisamente elgusto del día se inclina a los asuntos de estegénero; el lector desea que expongan a susmiradas los más recónditos repliegues de unhéroe de novela, y nada le agrada tanto como elespectáculo de un corazón ensangrentado quese presenta ante él en toda su desnudez. Aunasí no bastaría semejante reflexión si el

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repugnante asunto que voy a tratar no tuvieseademás un alcance altamente moralizador.¡Tendré conciencia de no haber trabajado envano, si mi relato puede impedir a uno solo demis lectores lanzarse al crimen a la ligera, sinhaberse rodeado de las más minuciosasprecauciones!

Al día siguiente de la visita de Michael,cuando Maurice se despertó del profundosueño que le había producido su desesperación,echó de ver que sus manos temblaban, que susojos apenas podían abrirse, que su garganta seabrasaba y que su digestión estaba paralizada.«¡Y bien sabe Dios sin embargo, que no es porexceso en la comida!», se dijo el desdichado.Después se levantó a fin de reflexionar másfríamente en su situación. Nada dará mejoridea de las perturbaciones que agitaban supensamiento que la exposición metódica de losangustiosos problemas que surgían ante él.

Así pues, para comodidad del lector, voy aclasificarlos por números; pero no tengo

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necesidad de decir que en el cerebro deMaurice se mezclaban y arremolinaban enconjunto, como una nube de polvo. Y, siemprepara comodidad del lector, voy a poner a cadauno de dichos angustiosos problemas un título.¡Obsérvese, además, que cada uno de ellosbastaría por sí solo para asegurar el éxito en unfolletín!

Problema número 1: ¿Dónde está el cadáver oel misterio de Bent Pitman? Para Maurice noofrecía la menor duda que Bent Pitmanpertenecía a la más tenebrosa especie de loscriminales de profesión. Cualquier hombre, porpoca honradez que tuviese, no hubiera cobradoel cheque; y por muy escasa que fuese su dosisde humanidad, no hubiera aceptado en silencioel trágico contenido del tonel; además, sólo unasesino experto habría podido hallar los mediosde hacer desaparecer el cadáver sin dejar rastro.Esta serie de deducciones dio por resultado elpresentar a Bent Pitman a los ojos de Mauricecomo la más siniestra imagen de un mnnstruo.

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Evidentemente aquel ser infernal, paradesembarazarse del cadáver no había tenidomás que hacer que precipitarlo por una trampaque había en su trascocina (Maurice había leídoalgo parecido en una novela por entregas); yahora aquel bandido vivía en una orgía de lujo,gracias al importe del cheque. Por otra parte,era lo más favorable que podía desear Mauriceen su situación. Lo malo es que, dados loshábitos de loca prodigalidad de un hombrecomo Bent Pitman, las ochocientas libraspodían durar apenas una semana. Y una vezderretida semejante suma, ¿qué haría enseguida el espantoso personaje? Una vozdiabólica respondía a Maurice desde el fondode su propio pecho: «¿Sabes lo que hará enseguida? ¡Pues te hará cantar!»

Problema núm. 2: Problema de la tontina o ¿hamuerto el tío Mastermann? ¡Era por demásinquietante este problema, y, sin embargo, de éldependían todas las esperanzas de Maurice!Había intentado intimidad, y corromper a

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Catherine, pero sus tentativas habían fracasado.Seguía teniendo siempre la convicción «moral»de que su tío Mastermann había muerto: perono es cosa fácil hacer cantar a un sutil legista,fundándose únicamente en una convicciónmoral. Eso sin contar que, después de la visitade Michael, semejante plan ofrecía muchosmenos atractivos que antes a la imaginación deMaurice. «¿Es Michael hombre a quien sepuede hacer cantar fácilmente? -se preguntaba-.¿Soy yo, acaso, el hombre a propósito parahacer cantar a Michael?» Eran éstas cuestionesgraves, solemnes y terribles. «No quiere decirque yo le tenga miedo- añadía Maurice paratranquilizarse-; pero a mí me gusta pisarterreno firme, y no veo medio de conseguirlo.¡De todos modos, cuán diferente es la vida realde las novelas! En una novela, apenas metidoyo en este enredo, habría encontradoseguramente un tunante sombrío y misteriosoque se hubiera convertido en mi cómplice, quehabría visto en seguida lo que había que hacer,

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y que probablemente se habría introducido encasa de Michael, donde no habría encontradomás que una estatua de cera; después de locual, por lo demás, el tal cómplice no habríadejado de hacerme cantar, y hasta me habríaasesinado por añadidura. Mientras que, en larealidad, podría yo estar recorriendo día ynoche las calles de Londres, hasta reventar decansancio, sin que se fijase en mí ni un solocriminal... ¡Y sin embargo, desde este punto devista, Bent Pitman desempeñabaaproximadamente ese papel!», repuso con airepensativo.

Problema núm. 3: La casita de Browndean o elcómplice recalcitrante. Porque había también uncómplice; y el tal cómplice estaba aburriéndosesoberanamente en un pantano de Hampshire,con los bolsillos vacíos. ¿Qué podía hacerse poraquel lado? Maurice pensó que hubiera debidoenviar, por lo menos, alguna cosa a suhermano, aunque sólo fuese una simplelibranza de cinco chelines, a fin de que tuviese

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paciencia, procurándole esperanza, cerveza ytabaco. «¿Pero cómo hubiera yo podidoenviarle la más insignificante suma?», gimió eltriste mozo, explorando sus bolsillos, de dondesacó exactamente cuatro piezas de un chelín ydieciocho peniques. Para un hombre en lasituación de Maurice, en guerra abierta contrala sociedad, y teniendo que dirigir, con suinexperta mano, los hilos de la más embrolladaintriga, hay que confesar que esta suma erainsignificante. ¡Tanto peor! ¡John se arreglaríacomo pudiera!

-Sí, pero -añadía entonces con vozdiabólica-, ¿cómo quieres que salga delatolladero aunque fuera cien veces menosestúpido de lo que es?

Problema núm. 4: El comercio de cueros o alfin hemos quebrado. Cuadro de costumbreslondinenses. Acerca de este punto especial,Maurice carecía de noticias. No se habíaatrevido aún a poner los pies en su oficina, y,sin embargo, comprendía que no iba a tener

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más remedio que ir. Pero ¿qué había de haceruna vez en la oficina? No tendría derecho parafirmar nada con su propio nombre y con lamejor voluntad del mundo, empezaba acomprender que jamás lograría falsificar lafirma de su tío. En tales condiciones, no podíahacer nada para contener la ruina. Y cuando laruina llegase a producirse, cuando los ojosescrutadores de los peritos examinasen hastalos menores detalles de las cuentas de la casa,no dejarían de dirigir al desdichado insolventeestas dos preguntas: 1a. ¿Dónde está el señorJoseph Finsbury? 2a. ¿Qué significaba ciertavisita al Banco? Eran éstas unas preguntas tanfáciles de hacer como imposibles de contestar.Y si no lograba responder a ellas, tendría que irseguramente a la cárcel, y más tarde a presidio.Maurice estaba afeitándose cuando se presentóa su mente semejante eventualidad, y seapresuró a dejar la navaja. Tenemos, por unaparte, según la expresión de Maurice, «ladesaparición total de un tío rico»; tenemos, por

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otra, una serie de actos extraños e inexplicables,realizados por un sobrino que sentía hacia eldesaparecido un odio implacable (quéadmirable conjunto de circunstancias para unerror judicial). «No -dijo Maurice-, no llegaránhasta el punto de considerarme como unasesino. Pero, francamente, no hay en el Códigoun solo crimen (excepto tal vez el de incendio)que yo no haya, al parecer, cometido a los ojosde la ley. ¡Y sin embargo, soy un hombrehonrado a carta cabal, que no ha deseado nuncamás que cobrar lo que le deben! ¡Ah, bonitasestán las leyes!».

Tras esta reflexión, que se hallaba bienarraigada en su espíritu, bajó Maurice lasescaleras de su casa de John Street; estaba amedio afeitar. En el buzón de las cartasencontró una que, por la letra, conoció ser deJohn, que daba señales de impaciencia.

-¡En verdad, el destino hubiera podidoevitarme esto por lo menos! -dijo amargamente,y rompió el sobre.

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«¡Querido Maurice -leyó-, empiezo a creerque me estás tomando el pelo! ¡Me encuentroaquí en la situación más espantosa; me veoobligado a vivir de gorra, y como túcomprenderás, cada día es más difícil¡Acuérdate bien de que no tengo sábanas!¡Necesito dinero! ¿Me entiendes? ¡Ya me vacargando este infundio! En mi lugar nadiehubiera aguantado. Hace dos días que mehubiera largado, si hubiera tenido con quétomar el tren. ¡Vamos, Maurice, no te obstinesen tu locura! ¡Figúrate cuál será mi terriblesituación! ¡Voy a tener que pedir prestado elsello para esta carta! ¡Te lo aseguro bajo palabrade honor! Tu hermano que te quiere, J.Finsbury.»

«¡Qué bruto! -pensó Maurice, metiéndose lacarta en el bolsillo-. ¿Qué quiere que haga porél? ¡Voy a tener que afeitarme en casa delpeluquero, porque mi pulso no está firme!¿Dónde quiere que encuentre yo dinero paraenviárselo? Comprendo que su situación no

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tiene nada de divertida, pero ¿estoy yo acaso enla gloria?... Por lo menos hay en su carta unacosa que me consuela. ¡No teniendo unpenique, tiene que quedarse allí quieras queno!»

Luego añadió en un nuevo arranque: -¡Se atreve a quejarse el animal, y, sin

embargo, no ha oído nunca el nombre de BentPitman! ¿Qué haría si tuviese encima todo loque yo tengo?

No eran estos argumentos de una honradezirreprochable, y el escrupuloso Maurice se dabacuenta de ello. No podía ocultársele que suhermano John estaba muy lejos de hallarse enla gloria, en el pantanoso cottage de Browndean,sin nnticias, sin dinero, sin sábanas, sin lamenor sombra de compañía o distracción. Detal suerte que después de afeitado, Mauricellegó a concebir la necesidad de un arreglo.

-El pobre John -dijo para sí- se halla en unasituación verdaderamente espantosa. ¡Ya queno le puedo enviar dinero, le enviaré algo que

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le agrade, como el Léame usted! ¡Eso le daráánimo, y además contribuirá a que le haganmás fácilmente crédito, al ver que recibe algopor correo!

En consecuencia de esto, al dirigirse a laoficina compró Maurice, para enviárselo a suhermano, un número de tan divertidapublicación al que (en un acceso deremordimiento) agregó el Atheneum, La vidacristiana y La semana pintoresca. De esa suerte sehalló John provisto de literatura, y Mauricetuvo la satisfacción de sentirse hombre deconciencia.

Como si el Cielo hubiera queridorecompensarle, tuvo la sorpresa al llegar a laoficina, de encontrar excelentes noticias. Lospedidos afluían; los almacenes se vaciaban y elprecio del cuero no dejaba de subir. El gerentemismo estaba encantado. En cuanto a Maurice-que había llegado a olvidar que pudiese haberen el mundo alguna buena noticia-, hubierasollozado de alegría de buen grado, como un

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chiquillo, y hubiera estrechado entre sus brazosal gerente de la casa, hombre viejo, muy seco yde pobladas cejas; y hasta hubiera llegado a dara cada uno de los empleados de la oficina unagratificación (¡oh, muy pequeña!). Y mientrasque sentado a su mesa iba abriendo el correo,cantaba en su cerebro un coro de alegrespájaros, con arreglo a un ritmo encantador:«¡Este viejo negocio de los cueros puede daraún de sí mucho bueno, mucho bueno, muchobueno!»

En medio de este oasis moral, le halló ciertoRogerson, uno de los acreedores de la casa.Pero Rogerson no era un acreedor molesto,porque sus relaciones con la casa Finsburydataban de muy largo tiempo, y más de unavez había tenido que conceder largos plazos.

-¡Querido Finsbury -dijo con ciertoembarazo-, tengo que participarle a usted unacosa que tal vez le moleste! El hecho es que...me he visto sin fondos... y ya sabe usted lo quees... es una palabra...

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-¡Ya sabe usted que nunca hemos tenido lacostumbre de pagarle al primer plazo!-respondió Maurice palideciendo-, pero demeusted mismo para poderme remover y veré loque puedo hacer. Por lo menos, creo que puedoprometerle una buena cantidad a cuenta.

-¡El caso es que!... -tartamudeó Rogerson-,me he dejado tentar y he cedido mi crédito.

-¡Cedido su crédito!, -repitió Maurice-. ¡Heaquí un proceder que no podíamos esperarseguramente de su parte, señor Rogerson!

-¡Bah, me han ofrecido el ciento por ciento, atocateja y en metálico! -murmuró Rogerson.

-¡Ciento por ciento! -exclamó Maurice-.¡Pues eso le hace a usted algo como treinta porciento de beneficio! ¡Cosa singular! Y ¿quien esel comprador?

-Un hombre a quien no conozco -respondióel acreedor-. Un tal Moss.

«¡Un judío! -pensó Maurice apenas salió elacreedor-. ¿Qué puede importarle a un judío un

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crédito sobre la casa Finsbury? ¿Qué interéspuede tener en pagarla a ese precio?»

Ese precio justificaba la conducta deRogerson: Maurice convenía en ello. Perodemostraba, al mismo tiempo, por parte deMoss, un extraño deseo de convertirse enacreedor de la casa de cueros. ¡El crédito podíaser presentado de un momento a otro, y tal vezaquel mismo día! ¿Y por qué? El misterio deMoss amenazaba convertirse en otro misterioPitman. «¡Y eso en el momento en que todoparecía presentarse bajo mejores auspicios!»,gimió Maurice, dando con la cabeza contra lapared. En el mismo instante le anunciaron lavisita del señor Moss.

Moss era un judío del géneroresplandeciente, con una elegancia de malgusto y una cortesía ofensiva. Declaró que, entodo aquello, obraba en nombre de tercero; élmismo no comprendía una palabra del asunto;su cliente le había dado órdenes formales. Elsusodicho cliente tenía interés en cobrar; pero si

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la cosa era absolutamente imposible por elmomento, aceptaría un cheque pagadero asesenta días.

-¡No sé lo que todo esto significa! -dijoMaurice-, ¿qué motivo puede impulsarle austed a comprar un crédito a semejante precio?

El señor Moss tampoco tenía la menor ideade ello: se había limitado a ejercer las órdenesde su cliente.

-¡Todo esto es absolutamente irregular! -dijoal fin Maurice-. Es contrario a los usoscomerciales. ¿Qué instrucciones tiene ustedpara el caso en que yo me niegue?

-En tal caso, tengo orden de dirigirme a sutío Joseph Finsbury, jefe de la casa -respondió eljudío-. Mi cliente ha insistido muyespecialmente en este punto. Me ha dicho queese señor era el único que tenía aquí títulos...¡dispense usted, la expresión no es mía!

-¡Es imposible que vea usted a mi tío, queestá enfermo! -dijo Maurice.

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-En ese caso, tengo orden de entregar elasunto en manos de un procurador. ¡Voy a ver!-continuó el señor Moss, consultando sucartera-. ¡Hombre, he aquí uno, MichaelFinsbury, que tal vez sea pariente de usted! Mealegraría mucho, porque de esta suerte sepodría arreglar el asunto amistosamente.

Caer en manos de Michael era demasiadopara Maurice. Así es que se arriesgó. ¿Qué teníaque temer de un cheque a sesenta días? ¡Dentrode sesenta días estaría probablemente muerto opor lo menos en prisión! Así es que mandó a sugerente que diese al señor Moss una butaca yun periódico.

-¡Voy a ir a hacer firmar el cheque por mi tío-dijo-, está enfermo en nuestra casa de JohnStreet!

Un coche para ir y otro para venir dejarontemblando su capital. Calculó que después demarcharse el señor Moss, toda su fortunaquedaría reducida a diecisiete peniques. Pero lomás sensible era que, para salir del paso, había

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tenido que transportar al tío Joseph aBloomsbury.

-¡Triste de mí! -decía-. En adelante es inútilque John permanezca en el Hampshire. ¡Encuanto a saber cuánto he de poder hacer durarla broma, que me cuelguen si puedo decirlo!Con mi tío en Browndean, era ya casiimposible; con mi tío en Bloomsbury, excede atoda fuerza humana. Por lo menos a las mías,¡porque, en fin, es lo mismo que hace Michaelcon el cuerpo de mi tío Mastermann! Pero él, yase ve, tiene cómplices como su vieja ama dellaves y seguramente algunos otros bribonesclientes suyos. ¡Oh, si yo pudiera hallarcómplices!

La necesidad es la madre de todas las arteshumanas. Aguijoneado por ella Maurice, quedósorprendido al observar la ligereza, resolucióny excelente aspecto de su nueva falsificación.Tres cuartos de hora después entregaba alseñor Moss un cheque, en que se ostentabagallardamente la firma de su tío Joseph.

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-¡Magnífico! -declaró el israelitalevantándose-. Ahora tengo orden de decir austed que este cheque no le será presentado austed a su vencimiento, pero que debe ustedestar muy sobre aviso.

La habitación empezó a bailar en torno aMaurice.

-¡Como! ¿Qué dice usted? -exclamó,agarrándose a la mesa-, ¿que quiere usteddecir? ¿Que el cheque no será presentado?...¿Por qué debo estar sobre aviso? ¿Qué lío eséste?

-Le aseguro a usted, señor Finsbury-respondió el hebreo con amable sonrisa-, queno tengo la menor idea. Se trata de un mensajeque me han encomendado, y mi cliente hapuesto en mi boca esas palabras que parecenproducirle a usted tan grande agitación.

-¿Cuál es el nombre de su cliente? -preguntóMaurice.

-Mi cliente desea, por ahora, guardar elincógnito -respondió el señor Moss.

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Maurice se inclinó hacia él y le dijo con vozahogada:

-¿No es... El Banco? -¡Siento en el alma no estar autorizado para

decirle una palabra más! -respondió el señorMoss-. Y ahora, si usted me lo permite, tengo elgusto de despedirme de usted.

Apenas se quedó solo, Maunce cogió elsombrero y salió huyendo de su despacho,como un loco. No se detuvo hasta pasadas doso tres calles, para decir con una especie degruñido: ¡Hubiera debido pedir prestado algerente! ¡Pero ahora es demasiado tarde paravolver únicamente para eso! ¡Me encuentro sinun penique, absolutamente sin un penique,como los obreros, sin trabajo!

Volvió a su casa y se sentómelancólicamente en el comedor. Jamás habíahecho Newton un esfuerzo de pensamiento tanvigoroso como el que hizo entonces aquellavíctima de las circunstancias. Pero dichoesfuerzo resultó estéril.

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-No sé si esto depende de un efecto de miespíritu -dijo para sí-; pero el hecho es que meparece que mi mala suerte tiene algo deantinatural. ¡Valdría la pena escribir al Times!¿Qué digo? ¡Hasta valdría la pena hacer unarevolución! Y lo peor del caso es que necesitoinmediatamente dinero. En cuanto a lamoralidad, no tengo para qué ocuparme deella: hace largo tiempo que dejé atrás esta frase.Lo que necesito ahora es dinero, y en seguida; yel único medio que tengo de procurármelo esBent Pitman. Bent Pitman es un criminal, y porconsiguiente, debe tener más de un lado flaco.¡Debe conservar aún parte de las ochocientaslibras y es preciso, a todo trance, que le obliguea partir conmigo! Aun en el caso de que no lequedase nada, le referiría lo de la tontina, y conun tunante como él, malo sería que nollegásemos a un acuerdo.

Todo esto era muy bonito, pero había queechar la mano al tal Pitman y Maurice no veíamuy claro el medio de que había de valerse. El

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único posible de hacer llegar a Pitman susnoticias era insertar un anuncio en losperiódicos; pero ¿en qué términos había queredactar el anuncio, dónde se había de dar lacita y a nombre de quién? Citarle enBloomsbury, en la casa de John Street, hubierasido muy peligroso, tratándose de un tunantede su calaña que de este modo sabría las señasde Maurice y no dejaría de aprovecharlas mástarde. ¿Fijar la cita en casa de Pitman? Era máspeligroso aún. Maurice se figurabaperfectamente lo que debía ser aquella casa, unsiniestro tugurio en Holloway, con una trampasecreta en cada habitación; una casa dondepodía uno entrar con gabán de verano y botasde charol, para salir una hora más tardeconvertido en picadillo en el cesto de uncarnicero. Por otra parte, era éste elinconveniente fatal de hallarse en relacionescon un cómplice demasiado atrevido. Mauricese daba perfectamente cuenta de ello, no sinsentir un ligero escalofrío.

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-¡Jamás me hubiera figurado que había dellegar algún día a ambicionar la amistad de unhombre semejante! -se decía.

Al fin se le ocurrió una idea feliz. Laestación de Waterloo era un sitio público y sinembargo no muy frecuentado a ciertas horas. Elnombre mismo de dicho lugar debía hacer latirmás violentamente el corazón de Pitman; laelección de semejante punto de cita debíaindicar al rufián que, por lo menos, conocíanuno de sus secretos.

Maurice tomó una hoja de papel y empezó aredactar el anuncio:

ANUNWilliam Bent Pitman

Si por casualidad llega a leer este anuncio, sepaque podrán decirle algo ventajoso para él, el domingopróximo de dos a cuatro de la tarde en la estación desalida de Waterloo.

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Maurice volvió a leer con mayorsatisfacción el pequeño trozo literario queacababa de improvisar.

-No esta del todo mal -se dijo-. Algoventajoso para él; no es muy exacto quedigamos; pero es tentador y original; además,no hay que prestar juramento para insertar unanuncio. Todo lo que pido al cielo, hasta eldomingo, es poderme procurar algún dineropara mis comidas, para el anuncio y tambiénpara... Pero no, no hay que derrochar losfondos enviando un giro a John. Me contentarécon enviarle nuevamente algunos periódicoscómicos. Sí, pero ¿dónde hallar el dinero?

Acercóse al armario donde se hallaba lacolección de sortijas de sello... Pero de pronto,su instinto de coleccionista se reveló contra talintento.

-¡No, no, de ninguna manera! -exclamó-;¡Por nada del mundo descabalaré la colección!Antes robar.

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Corrió al salón y se apoderóapresuradamente de algunas curiosidadestraídas en otro tiempo por el tío Joseph: un parde babuchas turcas, un abanico de Esmirna, unmosquete garantizado como procedente de unbandido de Tracia, un narguile egipcio y unpuñado de conchas con sus nombres escritos enlatín sobre unas etiquetas.

14. DONDE WILLIAM DENT PITMANSE ENTERA DE ALGO VENTAJOSO PARAEL

El domingo por la mañana se levantóWilliam Dent Pitman a la hora de costumbre enuna disposición de ánimo algo menosmelancólica que la que le produjo la llegada delmalhadado tonel.

Hay que advertir que la víspera de dichodomingo se había aumentado fructuosamentesu familia con un nuevo huésped.

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Este había sido llevado por MichaelFinsbury, el cual había fijado el precio de lapensión y garantizado el pago regular de lamisma; pero sin duda, por un nuevo efecto desu irresistible manía de embromar, Michaelhabía hecho a Pitman el retrato menosventajoso posible del anciano a quien instalabaen su hogar. Había dado a entender al artistaque aquel anciano, que por otra parte era supariente próximo, debía ser tratado con grandesconfianza.

-Procure usted evitar familiaridad con él.¡Conozco pocos hombres cuyo trato sea tanpeligroso!

Por esta causa Pitman empezó por tratar asu huésped con gran circunspección peroquedó muy sorprendido al descubrir que aquelanciano que le habían asegurado ser tan terribleera en realidad un hombre excelente.

Durante la comida el huésped llevó sucomplacencia hasta conversar con los tres hijosde Pitman a quienes enseñó una multitud de

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curiosos detalles acerca de diversos asuntos;luego se estuvo hablando con el artista, en eltaller de este último, hasta la una de lamadrugada, deslumbrándole con la variedad yseguridad de sus conocimientos. En unapalabra, el bueno de Pitman había quedadoencantado y, al recordar la excelente velada dela víspera, aparecía en su semblante unasonrisa que no era habitual en él.

«¡Ese señor Finsbury es para nosotros unaadquisición inestimable», pensaba, mientras seestaba afeitando delante de la ventana.

Y cuando terminado su tocado, entró en elcomedorcito, donde estaba ya servido eldesayuno, estrechó la mano de su huésped casicon la cordialidad de un antiguo amigo.

-Me alegro en el alma de verle a usted -ledijo-, ¿ha pasado usted bien la noche?

-Las personas de costumbres sedentarias sesuelen quejar de la perturbación que causa enun sueño el dormir en nueva cama -respondióel huésped-. Yo sé muy bien que el número de

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esas personas, según la estadística, es másconsiderable aún de lo que podría suponerse. Ycuando digo «el dormir en nueva cama», seentiende que es un modo de hablar, pues lanueva cama puede ser cama antigua. Por esteestilo hay en nuestra lengua multitud delocuciones extrañas que deberían rectificarse.Por lo que a mí toca, caballero, como estoyacostumbrado desde hace tiempo a una vida decambio casi continuo, debo declararle que hedormido perfectamente.

-¡Me alegro mucho! -dijo con gran calor elprofesor de dibujo-. ¡Pero creo que le heinterrumpido a usted en la lectura delperiódico!

-¡El periódico del domingo es una novedaden nuestra época -respondió el señor Finsbury-.Dícese que en América son más numerosos queentre nosotros estos periódicos dominicales.Gran número de ellos tienen centenares decolumnas, de las que por lo menos la mitadestán destinadas a los anuncios. En otros países

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aparecen los periódieos diarios hasta eldomingo, de suerte que esta clase de periódicosespeciales no tienen allí razón de ser. Elperiodismo contemporáneo, caballero, semanifiesta bajo infinita variedad de formas, locual no le impide ser en todas partes, y en elmismo grado, el gran agente de la educación ydel progreso humanos. !Quién podría creer,caballero, que una cosa tan indispensable no haexistido siempre? Y sin embargo, los periódicosson de invención relativamente reciente; elprimero... pero todo esto, por muy interesanteque sea su conocimiento, no es, por mi parte,más que una simple digresión. Lo que meproponía preguntar a usted es lo siguiente. ¿Esusted, como yo, lector asiduo de nuestra prensanacional?

-¡Oh, ya sabe usted -dijo Pitman,procurando excusarse-, que para nosotros losartistas, la prensa no puede ofrecer el mismointerés que para!...

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-En tal caso -interrumpió Joseph-, es posibleque no haya usted visto un anuncio que haaparecido en varios periódicos, y que encuentroesta mañana en el Sunday Times. El nombre,salvo una ligera variante de poca importancia,se parece mucho al de usted. Si usted gusta, selo leeré en voz alta.

Y con el tono de que se servía para hablaren público, leyó:

ANUNCIOWilliam Bent Pitman

Si por casualidad llega a leer este anuncio, sepaque podrán decirle algo ventajoso para él, el domingopróximo de dos a cuatro de la tarde en la estación desalida de Waterloo.

-¡De veras está impreso en el periódico!-exclamó Pitman-. ¡Veamos! Bent debe ser unaerrata de imprenta. ¿Algo ventajoso para mí?Señor Finsbury, permítame usted que le pida

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un favor. Comprendo que tal vez le parezcaextraño lo que voy a decirle, pero hay razonesde orden privado que me hacen desear que esteasunto no salga de entre nosutros. No quisieraque mis hijos... Le aseguro a usted, amigo mío,que no hay en esto nada deshonroso para mí:son razones de carácter íntimo y nada más.Para tranquilizar su conciencia, debo decirle austed que el asunto en cuestión lo conocenuestro común amigo don Michael, que mehonra con su amistad y estima.

-¡Una sola palabra bastaba, señor Pitman!-respondió Joseph, haciendo una de susreverencias orientales.

Media hora después, el profesor de dibujohalió a Michael en la cama, leyendo; presentabala más perfecta imagen del descanso y del buenhumor.

-¡Buenos días, Pitman! -dijo, dejando ellibro-. ¿Qué buen viento le trae por aquí a estashoras? Debería usted estar en la iglesia, amigomío.

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-¡No estoy hoy para ir a la iglesia, señorFinsbury! -respondió el artista-. ¡Me amenazauna nueva catástrofe! -Diciende esto, alargó aMichael el anuncio del periódico.

-¿Cómo? ¿Qué quiere decir esto? -exclamóMichael sobresaltado.

Pero después de haber estudiado el anunciodurante algún tiempo añadió:

-¡Pitman; este documento sólo me inspirarisa!

-¡Sin embargo, no creo que debadespreciarse! -murmuró Pitman.

-¡Suponía que ya debía estar usted harto dela estación de Waterloo! -respondió Michael-.¿Se sentiría usted atraído hacia ella por algúnimpulso mórbido? ¡En realidad, desde que nolleva usted la barba, parece ustedcompletamente otro! ¡Empiezo a creer que teníausted la sensatez en la barba!

-¡Señor Finsbury! -dijo el profesor dedibujo-, la nueva complicación que acaba deproducir en mi vida este anuncio, me ha hecho

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reflexionar largamente, y, si usted me lopermite, voy a exponerle el resultado de misreflexiones.

-¡Adelante! -dijo Michael-. ¡Pero no olvideusted que hoy es domingo, y que no hay queemplear el tiempo en palabras inútiles!

-Nos hallamos en presencia de tres hipótesis-empezó diciendo Pitman-. Primera: esteanuncio puede referirse al asunto del tonel;segunda: puede referirse a la estatua del señorSemitopolis; tercera y última: puede emanar delhermano de mi difunta esposa, que partió haceveinte años para Australia, y no ha vuelto a darseñales de vida. En el primer caso, asunto deltonel, no dudo que la abstención sería para míel partido más prudente.

-¡Conformes, señor Pitman! -dijo Michael-.¡Adelante con los faroles!

-En el segundo caso -dijo Pitman-, tengo eldeber de no despreciar nada en cuanto puedaayudarme a encontrar la estatuadesgraciadamente extraviada.

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-¡Pero, amigo mío, usted mismo se ha dichoanteayer que el señor Semitopolis le hadescargado de toda responsabilidad en elaccidente! ¿Qué más quiere usted?

-Soy del parecer, amigo mío, salvo error,que la irreprochable corrección de la conductadel señor Semitopolis me impone másimperiosamente aún el deber de buscar laestatua -respondió el profesor de dibujo-.Comprendo lo ilegal y reprensible de miactitud al iniciarse este asunto, pero es unarazón más que me obliga a esforzarme encumplir como caballero-. Al decir esto Pitmanse puso colorado como una amapola.

-¡A eso no tengo nada que objetar! -declaróMichael-. Yo mismo he pensado con frecuenciaque me gustaría algún día esforzarme en obrarcomo caballero. Pero tendré que dejarlo paramás tarde, cuando me retire de los negocios.¡Por desgracia, mi profesión me haceprovisionalmente casi imposible la cosa!

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-En la tercera hipótesis -continuó Pitman-, siel autor del anuncio es mi cuñado Tim,naturalmente sería la fortuna para mi familia.

-¡Sí, pero desgraciadamente, el autor delanuncio no es su cuñado Tim!

-¿Ha observado usted una expresión queme parece digna de notarse en este anuncio:algo ventajoso para él?

-¡Es usted un cordero inocente! -respondióMichael-. Esa expresión es una de las que másse ha usado en nuestra lengua, y pruebaúnicamente que el autor del anuncio es unimbécil. ¡Vamos a ver! ¿Quiere usted que echepor tierra de un soplo su castillo de naipes?¡Pues oiga usted! ¡Sería su cuñado Tim capazde cometer un error tan grosero, poniendo Benten lugar de Dent? No quiere decir que en símisma la correción me desagrade, hasta laencuentro admirablemente juiciosa, y hastaestoy resuelto a adoptarla yo mismo enadelante en mis relaciones con usted. Pero ¿creeverosímil que proceda de su cuñado?

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-No me parece, en efecto, muy natural-respondió Pitman-. Pero ¿quién sabe si elpobre hombre ha perdido la cabeza allá enAustralia?

-Razonando de esta suerte, amigo Pitman-dijo Michael-, se podría deducir igualmenteque la autora del anuncio era Su Majestad laReina Victoria ansiosa de concederle el título debarón. Dejo a la consideración de usted eljuzgar de la probabilidad de esta hipótesis, quesin embargo, lo mismo que la hipótesis deusted relativa al trastorno mental de su cuñado,no son contrarias a las leyes naturales. Perodebemos considerar aquí únicamente lashipótesis probables. De modo que, con permisode usted, vamos a eliminar desde luego a SuMajestad la Reina Victoria, y a su cuñado, Tim.Examinemos la segunda hipótesis, es decir, lade que el anuncio se refiera a la pérdida de laestatua. Es posible; pero en el caso, ¿de dóndeprocedería el anuncio? No del italiano, puestoque conoce las señas de usted, ni tampoco de la

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persona que ha recibido la caja, puesto quedesconoce su nombre. Me dirá usted, tal vez, enun momento de lucidez, que se trata del factordel ferrocarril. Efectivamente, ese hombrepuede haberse enterado del nombre de usteden la oficina del ferrocarril. Puede haberseequivocado en uno de los apellidos de usted, ypuede ignorar sus señas. Admitamos, pues, quese trata del factor del ferrocarril. Pero se meocurre una pregunta: ¿siente usted vivos deseosde tener una entrevista con ese personaje?

-¿Y por qué no? -preguntó Pitman. -Si el susodicho factor desea verle a usted

-respondió Michael-, es, ¡no me cabe la menorduda!, porque ha encontrado su libro, ha ido ala casa donde había depositado la estatua, y¡fíjese usted bien en esto, Pitman!, y obra deesta suerte a instigación del asesino.

-¡Sentiría mucho que fuese así! -dijoPitman-. Pero sigo pensando que, respecto alseñor Semitopolis, tengo el deber de...

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-¡Pitman -interrumpió Michael-, no mevenga usted con músicas! ¡No tenga usted lapretensión de darme lecciones en este punto!¡No quiera usted hacerme pasar por el difuntoRegulus! ¡Vamos! ¡Apuesto una comida a quehe adivinado su verdadero pensamiento! ¡Laverdad es, Pitman, que usted sigue creyendoque el anuncio proviene de su cuñado Tim!

-Señor Finsbury -respondió el profesor dedibujo, cuyo honrado rostro se habíaruborizado de nuevo-, usted no es padre defamilia y no sabe lo que es tener que ganar elpan de cada día. Gwendoline, mi hija, crece; hasido confirmada este año, y hace concebirgrandes esperanzas, por lo que puedo juzgar.¡Pues bien, mi estimado amigo, ustedcomprenderá mis sentimientos de padrecuando le diga que esa pobre niña no sabe aúnbailar, por falta de lecciones! Los dosmuchachos van a la escuela del barrio, lo cual,después de todo, no es un mal. ¡Lejos de miánimo la idea de denigrar las instituciones de

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mi país! Pero yo había alimentado en secreto laesperanza de que el mayor, Harold, pudierallegar a ser algún día profesor de música; y¡quién sabe! artista consumado. Por su parte, elpequeño Otto demuestra gran vocación hacia elestado religioso. A decir verdad, no soy unhombre ambicioso.

-¡Vamos, vamos! -dijo Michael-. ¡Confiéselousted; sigue creyendo que se trata de su cuñadoTim!

-No lo creo -respondió Pitman-; pero digoque tal vez pueda ser él. Y si, por descuido,perdiese esta ocasión de hacer fortuna, ¿conqué cara miraría yo frente a frente a mis pobreshijos?

-Según eso -repuso el abogado-, tiene ustedintención de...

-¡De ir disfrazado a la estación de Waterloo,dentro de poco! -dijo Pitman.

-¿De ir enteramente solo? -preguntóMichael-. ¿Y no teme usted los peligros de la

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expedición? En todo caso no deje de enviarmedos palabras esta noche desde la cárcel.

-¡Oh, señor Finsbury! Me había lisonjeadocon la esperanza de que tal vez consentiríausted en acompañarme -tartamudeó Pitman.-¿Quiere usted que me disfrace aún y endomingo? -exclamó Michael-. ¡Qué poco conoceusted mis reglas de vida!

-Señor Finsbury -dijo Pitman-, sé muy bienque no tengo medios de demostrarle miagradecimiento. Pero permítame hacerle unapregunta. ¿Si yo fuese un cliente rico, aceptaríausted correr el riesgo?

-¡Hombre! ¡Se figura usted que mi profesiónconsiste en rondar por las calles de Londres conmis clientes disfrazados? -preguntó Michael-.Doy a usted mi palabra de que, por todo el orodel mundo, no hubiera consentido enocuparme de un negocio como el suyo. Peroconfieso que siento verdadera curiosidad porver cómo se conducirá usted en esta entrevista.¡Eso me tienta, amigo Pitman, más que el oro!

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¡Lo oye usted? ¡Estoy seguro de que estaráusted inimitable!

Diciendo esto, prorrumpió en unacarcajada.

-¡Vamos, amigo Pitman -dijo-, no hay mediode negarle a usted nada! ¡Prepare usted lonecesario para la mascarada! A la una y mediaestaré en su taller.

A eso de las dos y media de aquel mismodomingo, el vasto y silencioso andén de laestación de Waterloo dormía silencioso ydesierto como el templo de una región muerta.Acá y acullá, en algunos de los innumerablesandenes aguardaba pacientemente algún tren;aquí y allí resonaba el eco de los pasos y, de vezen cuando, alternaba con el ruido que hacía elcasco de un caballo contra el seco pavimentodel patio exterior. Los kioscos de los periódicosestaban cerrados. Los escasos empleados que sehabían quedado de servicio, circulabanvagamente de acá para allá como sonámbulos.¡Cosa casi increíbl! Ni aun hubiera podido

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encontrarse a semejante hora a la dama de edadmadura (con abrigo y un saquito de viaje en lamano), que, sin embargo, parece formar parteesencial de las estaciones de Londres.

A la indicada hora, si se hubiese hallado porcasualidad ante la entrada principal de laestación de Waterloo una persona queconociese a John Dickson, de Ballart, y a EzraThomas, de los Estados Unidos de América,hubiera tenido la satisfacción de ver a los dosextranjeros bajarse de un coche y entrar en lasala del despacho de billetes.

-Pero, en realidad, ¿qué nombre vamos aadoptar? -preguntó el antiguo Ezra Thomas,asegurándose en la nariz los anteojos que aqueldía se le habían concedido como favorexcepcional.

-¡Amigo mío, por lo que a usted toca, notenemos que calentarnos la cabeza en laelección! -respondió su compañero-. Usted secontentará con llamarse Bent Pitman, y nadamás. Por mi parte, me parece que hoy me voy a

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llamar Appleby. Este nombre antiguo tienecierto amable perfume de sidra añeja deDevonshire. A este propósito, ¿no le parece austed que debemos empezar por humedecer elgaznate? ¡Porque me parece que la entrevistava a ser dura!

-¡Si no le molestase a usted demasiado, lerogaría que aguardase a que termine laentrevista! -respondió Pitman-. Sí, me parece lomás acertado. No sé si experimenta usted lamisma impresión que yo, señor Finsbury, perola estación me parece muy desierta y pobladade ecos extraños.

-¿Sí, amigo mío? Seguramente se figurausted que todos esos trenes inmóviles estánllenos de agentes de policía, que sólo aguardanuna seña para arrojarse sobre nosotros. Amigomío, eso es lo que se llama la conciencia, elremordimiento!

Con un paso que nada tenía de marcial,ambos amigos llegaron al fin del andén desalida. En el extremo opuesto descubrieron la

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flaca figura de un hombre, apoyado en un pilar.El hombre se hallaba evidentemente sumido enprofunda reflexión. Tenía los ojos fijos en elsuelo y no parecía darse cuenta de lo quepasaba en torno suyo.

-¡Hola! -dijo en voz baja Michael-. ¿Será eseel autor del anuncio? ¡En ese caso tendría queabandonarle a usted!

Después de un momento de vacilación,añadió resueltamente.

-¡A fe mía, tanto peor! ¡Voy a seguir labroma! ¡Vuélvase usted en seguida, y deme losanteojos!

-¡Pero no dijo usted que me los dejaría hoy!-protestó Pitman.

-¡Sí, pero ese hombre me conoce! -dijoMichael.

-¿De veras? ¿Y cómo se llama? -exclamóPitman.

-La discreción me obliga a callarme en estepunto -respondió Michael-. Pero puedo decirleuna cosa: si es ése el autor del anuncio (y debe

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serlo, porque tiene el aspecto extraviado de losque debutan en el crimen), si es él el autor delanuncio, no tenga usted miedo, amigo mío,porque lo tengo a mi discreción.

Verificado el cambio de los anteojos, y algomás tranquilo Pitman con tan buena noticia,ambos amigos avanzaron hacia Maurice.

-¿Es usted el que desea ver al señor WilliamBent Pitman? -preguntó el profesor de dibujo.

-¡Yo soy! Maurice levantó la cabeza y vio ante sus

ojos al personaje más insignificante que sepuede soñar; era un hombrecillo con polainasblancas y un cuello vuelto como el que llevabanlos aprendices de pintores hace ya muchosaños. A diez pasos de distancia se mantenía unindividuo alto y más robusto, pero cuyo rostrono permitía un serio estudio estudiofisonómico, por hallarse casi oculto por un granbigote, unas patillas, unos anteojos y unsombrero de fieltro echado hacia adelante.

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El pobre Maurice había estado durante tresdías calculando el aspecto probable de aquelhombre a quien él tomaba por uno de los mástemibles bandidos de la hez de Londres. Suprimera impresión al ver al verdadero Pitmanfue de desencanto, pero una segunda ojeadaque dirigió a la extraña pareja, le convenció deque, a pesar de las apariencias, no se habíaengañado acerca del carácter real delencubridor de cadáveres. Lo cierto es que en suvida había visto hombres vestidos de un modosemejante.

«¡Evidentemente son individuosacostumbrados a vivir fuera de la ley», pensó.

Luego, dirigiéndose al hombre que acababade hablarle, dijo:

-¡Deseo hablar con usted a solas! -¡Oh -respondió Pitman-, la presencia del

señor Appleby no es un inconveniente, pues losabe todo!

-¡Todo! ¿Sabe usted de lo que vengo ahablarle? -exclamó Maurice-. ¡Del tonel!

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Pitman se puso pálido como la cera; peroera su virtuosa indignación lo que le hacíapalidecer.

-¡Conque es usted! -exclamó a su vez-.¡Miserable!

-¡Puedo hablar de veras delante de él?-preguntó Maurice señalando al acompañantede Pitman. El epíteto que éste acababa dedirigirle no le causaba impresión, por venir desemejante hombre.

-El señor Appleby ha asistido a todas lasperipecias del asunto -dijo Pitman-. El mismofue quien abrió el tonel. Por consiguiente, sehalla en posesión del criminal secreto de usted.-Pues bien, en ese caso -dijo Maurice-, ¿qué hahecho usted del dinero?

-¡Ignoro de qué dinero habla usted!-respondió enérgicamente Pitman.

-¡Ah! ¡A mí no me la pega usted! -declaróMaurice-. He descubierto y seguido su pista.Usted vino a esta misma estación, después dedisfrazarse de eclesiástico (sin temor al

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sacrilegio de semejante disfraz), usted seapoderó de mi tonel, lo abrió, suprimió elcuerpo y cobró el cheque. ¡Le digo a usted quehe estado en el Banco! -gritó-. ¡Le he seguido austed paso a paso, y sus negativas son unaestúpida niñería!...

-¡Vamos, vamos, Maurice, no hay queirritarse! -dijo de pronto el señor Appleby.

-¡Michael! ¡Siempre Michael! -Sí, amigo mío, Michael, y siempre Michael

aquí y en todas partes. ¡Sepa usted que todoslos pasos que da son contados! ¡Hábilespolizontes le siguen como la sombra al cuerpoy me dan cuenta cada tres peniques de hora detodo cuanto hace! ¡No escatimo los gastos!¡Hago las cosas en grande!

El rostro de Maurice se había puesto decolor gris sucio.

-¡Bah -dijo-, poco me importa! ¡Al contrario,me alegro de no tener nada que ocultar! Estehombre ha cobrado mi cheque, es un robo, yquiero que me devuelva mi dinero.

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-¡Oiga usted, Maurice! -dijo Michael-. ¿Creeusted que tengo interés en mentir?

-No lo sé -respondió Maurice-; ¡lo que sé esque quiero mi dinero!

-¡Yo sólo he tocado el cuerpo! -dijo Michael. -¿Usted? -exclamó Maurice retrocediendo

un paso-. ¿Entonces por qué no ha declaradousted la muerte?

-¿Qué diablos quiere usted decir? -preguntósu primo.

-En fin, ¿estoy loco o lo están ustedes?-gimió Maurice.

-¡Yo creo que debe estarlo Pitman! -dijoMichael.

Los tres hombres se miraron sin saber loque les pasaba.

-¡Todo esto es horrible! -repuso Maurice-.¡No comprendo una sola palabra de lo que medicen!

-¡Ni yo tampoco! -dijo Michael-. ¡Lo jurobajo palabra de honor!

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-¡Además, en nombre del Cielo! ¿Quésignifican esas patillas y ese bigote? -exclamóMaurice señalando a su primo con el dedo, cualsi se tratase de un espectro-. ¿Me he vueltoloco? ¿A qué vienen esas patillas y ese bigote?

-¡Oh, eso es un detalle sin importancia! -seapresuró a decir Michael.

Reinó de nuevo momento de silenciosurante el cual Maurice se halló en unadisposición de ánimo semejante a la quehubiera sentido si le hubiesen lanzado al aire,en un trapecio, desde lo alto de la catedral deSan Pablo.

-¡Recapitulemos! -dijo al fin Michael-,porque no creo que estemos soñando. Tenemos,pues, que mi amigo Pitman, aquí presente,recibió un tonel, que según parece estabadestinado a usted. El tonel contenía el cadáverde un hombre. ¿Cómo y por qué le ha matadousted?

-¡Jamás he puesto en él mi mano! -protestóMaurice-. ¡He aquí lo que temía que sospechase

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de mí! Pero reflexione usted un poco, Michael.¡Usted sabe que no soy hombre de esa especie!¡Con todos mis defectos, sabe usted que seríaincapaz de matar una mosca! Además, ustedsabe que su muerte significaba mi ruina. Fuemuerto en Browndean en el maldito choque detrenes.

De pronto lanzó Michael una carcajada tansonora y tan prolongada que sus doscompañeros supusieron sin el menor género deduda que acababa de perder la razón. En vanose esforzaba por recobrar la calma; en elmomento en que se creía a punto de lograrlo,experimentaba un nuevo acceso de hilaridad.Debo agregar que éste fue el episodio mássiniestro de toda aquella dramática entrevista:Michaeal reía de un modo insensato, mientrasque Pitman y Maurice, dominados por elmismo espanto, cambiaban miradas llenas deansiedad.

-¡Maurice! -tartamudeó al fin Michael entredos carcajadas-, ahora lo comprendo todo, y

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usted también lo comprenderá con una solapalabra que le diga. ¡Sepa usted que hasta haceun momento, yo no podía adivinar que aquelcuerpo fuera el de mi tío Joseph!

Esta declaración calmó un poco los nerviosde Maurice, pero, por lo que hace a Pitman, fuecomo el último soplo de viento que apagó la laúltima candela en medio de la oscuridad de sudesdichado cerebro. ¡Había dejado, hacía unahora, al tío Joseph en su salón de Norfolk Streetocupado en recortar periódicos viejos, y he aquíque le decían que hacía seis días que habíarecibido en un tonel el cuerpo de aquel mismotío Joseph! Pero entonces, ¿quién era él,Pitman? ¿Se hallaba en la estación de Waterlooo en un asilo de locos?

-En efecto -exclamó Maurice-, el cuerpo sehallaba en tal estado que era imposiblereconocerlo. ¡Qué necio he sido en no pensar enello! ¡Pues bien, ahora a Dios gracias todo seexplica, y voy a decirle, querido Michael, quenos hemos salvado usted y yo! ¡Usted va a

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tomar el dinero de la tontina, ya ve que juegocon usted a cartas vistas, y yo voy a poderocuparme en la casa de cueros que nunca hamarchado tan bien como ahora! ¡Autorizo austed a que vaya en seguida a declarar lamuerte de mi tío; no se inquiete usted por mí;declare usted el fallecimiento y habremossalido del paso!

-¡El caso es que desgraciadamente me esimposible hacer semejante declaración! -dijoMichael.

-¿Y por qué no? -¡Porque no puedo presentar el cuerpo,

Maurice! ¡Lo he perdido! -¡Deténgase un instante! -exclamó el

comerciante en cueros-. ¿Qué dice usted? ¡Noes posible! ¡Soy yo quien ha perdido el cuerpo!

-¡Sí, pero yo lo he perdido también, amigomío! -dijo Michael con estupenda serenidad-.Usted comprenderá que, no habiéndolereconocido y sospechando algo irregular en su

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procedencia, me apresuré a desembarazarmede él.

-¡Que se ha desembarazado usted de él!-gimió Maurice-. ¡Pero creo que podráencontrarlo! ¿Sabe dónde está?

-Tendría mucho gusto en saberlo, Maurice,y daría algo por ello. ¡Pero la verdad es que nolo sé! -respondió Michael.

-¡Dios omnipotente! -exclamó Mauricealzando los ojos y los brazos al cielo-. ¡Diosomnipotente, el negocio de los cueros se va apique!

Michael no pudo contener una nuevacarcajada.

-¿Por qué se ríe usted? Imbécil -le gritó suprimo-. ¡Usted pierde aún más que yo! ¡Situviese usted una pizca de corazón, seestremecería de pena! Pero de todas manerasdebo decirle que quiero las ochocientas libras.¡Las quiero! ¿Me oye usted? Y las tendré. ¡Esedinero es mío y muy mío! Su amigo aquípresente, ha tenido que hacer una falsificación

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para apoderarse de él. Deme usted misochocientas libras, démelas en seguida, aquímismo en este muelle, o me voy derecho aScotland Yard y cuento todo lo ocurrido.

-¡Maurice! -dijo Michael poniéndole unamano sobre el hombro-, ruego a usted que searazonable. Le aseguro que nosotros no hemostomado ese dinero. Debe ser el otro hombre.¡Ni siquiera hemos pensado en registrar losbolsillos del cadáver!

-¿El otro hombre? -preguntó Maurice. -¡Sí, el otro hombre! Nosotros hemos tenido

que pasar el cadáver a otro hombre. -¡Pasarlo! -repitió Maurice. -¡En forma de piano! -respondió Michael

con la mayor sencillez del mundo-. Era unmagnífico instrumento, aprobado porRubinstein... un magnífico Erard. Precisanaenteel señor Pitman lo ha visto de cerca y puedegarantizar la autenticidad.

-¿Qué me viene usted a hablar de pianos?...-dijo el infeliz Maurice, cuya frente estaba

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bañada en sudor y que sentía escalofríos-.¡Hábleme usted de ese otro hombre! ¿Quién es?¿Dónde podría dar con él?

-¡Ahí está la dificultad! -respondió Michael-.Ese hombre debe hallarse en posesión delcitado objeto desde el miércoles pasado a lascuatro de la tarde. Supongo que debe estar encamino para el Nuevo Mundo y que el pobrediablo debe tener prisa por llegar.

-¡Michael! -imploró Maurice-.¡Compadézcase de un pariente, reflexione biensus palabras y dígame cuándo se desembarazódel cuerpo!

-¡El miércoles por la noche; en esto no hayerror posible! -replicó Michael.

-¡Pues bien, decididamente eso no puedeser! -exclamó Maurice.

-¿Cómo que no? -preguntó Michael. -¡Es más, las fechas mismas son una locura!

-murmuró Maurice-. El cheque fue presentadoen el Banco el martes. En todo este asunto nohay el menor átomo de sentido común.

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En aquel momento cogió vigorosamente unjoven el brazo de Michael. El susodicho jovenhabía pasado por casualidad cerca del grupo dede nuestros tres amigos. De pronto seestremeció y exclamó volviéndose:

-¡No me equivoco, éste es el señor Dickson! El sonido de la trompeta del juicio final no

hubiera causado mayor susto a Pitman y a sucompañero. En cuanto a Maurice, apenas oyóaplicar a su primo por boca de un extraño aquelnombre fantástico, se acabó de convencer porcompleto de que era víctima de una larga yespantosa pesadilla. En seguida, cuandoMichael, habiendo logrado desembarazarse deaquel individuo, emprendió la fuga seguidopor el hombrecillo del cuello vuelto, y cuandoel intruso, desconsolado al ver escapar supresa, se apoderó de Maurice mismo, éste, en elcolmo de su extravío, no pudo menos deexclamar a media voz:

-¡Ya lo había previsto!

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-¡Ya tengo por lo menos uno de losmiembros de la banda! -dijo Gideon Forsyth.

-¿Qué quiere usted decir? -tartamudeóMaaurice-, no comprendo.

-¡Oh, yo se lo haré comprender! -replicóresueltamente Gideon.

-¡Oiga usted, caballero, me hará usted elmayor favor si logra darme alguna luz en todoeste asunto! -exclamó de repente Maurice, conapasionado arranque de convicción.

-¿Usted se figura que ganará algo por nohaber venido a mi casa con ellos? -repusoGideon-. ¡Se equivoca usted de medio a medio!¡He conocido perfectamente a sus amigos!

-¡No comprendo nada de lo que usted dice!-respondió Maurice.

-¿No ha oído hablar usted de cierto piano?-apuntó Gideon.

-¿De un piano? -exclamó Mauriceapoderándose convulsivamente del brazo deljoven-. ¿En ese caso es usted el otro hombre?

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¿Dónde está el cuerpo? ¿Ha cobrado usted elcheque?

-¿Me pregunta usted dónde está el cuerpo?-dijo Gideon-. ¡Extraña pregunta! ¿Tendríausted realmente necesidad del cuerpo?

-¡Que si tengo necesidad! -gritó Maurice-.¡Como que depende de él mi fortuna! ¡Soy ynquien lo ha perdido! ¿Dónde está? ¡Llévemeusted adonde esté!

-¡Ah! ¿Desea usted verlo nuevamente? ¿Y suamigo el señor Dickson?

-¿Designa usted con ese nombre a MichaelFinsbury? ¡Pues ya lo creo, también quiereverlo! ¡El también ha perdido el cuerpo! ¡Si nose hubiese deshecho de él, el capital de latontina sería ahora suyo!

-¿Supongo que no hablará usted delprocurador Michael Finsbury? -exclamóGideon.

-¡El mismo, el procurador! -respondióMaurice-. Y el cuerpo, ¿dónde está, por amorde Dios?

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-¡Ahora comprendo por qué me envió dosclientes anteayer! -murmuró Gideon.

-¿Sabe usted dónde tiene su domicilioparticular el señor Finsbury?

-¡Kings Road, 233! Pero ¿de qué clienteshabla usted? -siguió Maurice, agarrándose albrazo de Gideon-. ¿Dónde está el cuerpo?

-¡Yo también lo he perdido! -respondióGideon, y huyó precipitadamente.

15. EL REGRESO DEL GRAN VANCE

Imposible me sería describir el estado deánimo en que se hallaba Maurice al salir de laestación de Waterloo. El joven negociante encueros era naturalmente modesto y jamás sehabía hecho grandes ilusiones acerca de suvalor intelectual; se daba plenamente cuenta desu incapacidad para escribir un libro, para tocarel violín, para distraer a una reunión escogidacon juegos de prestidigitación, en una palabra,para ejecutar cualquiera de esos actos notables

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que se suelen considerar generalmente comoprivilegio del talento. Estaba convencido deque su papel en este mundo era enteramenteprosaico, pero creía, o por lo menos lo habíacreído hasta entonces, que sus aptitudes sehallaban a la altura de las exigencias de su vida.¡Ahora bien, decididamente tenía quedeclararse vencido en este terreno! Así quecuando el pobre mozo abandonó la estación deWaterloo, no tenía más que un solo objetivo,volver a su casa. Del mismo modo que el perroenfermo se acurruca en el sofá, Maurice sóloaspiraba a encerrarse en su casa de John Street.La cama y la soledad constituían la únicaaspiración de su alma.

Empezaba a oscurecer cuando llegó al fin ala vista de aquel lugar de refugio y lo primeroque se presentó a sus ojos, al acercarse, fue lalarga silueta de un hombre que se hallaba depie en el umbral de su casa, ocupado ya en tirarde la campanilla, ya en dar vigorosas patadasen la puerta. Aquel hombre, con su traje

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desgarrado y enteramente cubierto de lodo,parecía un repugnante trapero. Pero Maurice loreconoció en seguida: era su hermano John.

Lo primero que se le ocurrió al hermanomayor fue naturalmente volverse y huir. Perola desesperación le había anonadado de talsuerte, que le eran indiferentes las másespantosas catástrofes. «¡Bah -dijo para sí-, quéimporta!»

-Y sacando las llaves del bolsillo subió ensilencio los escalones de la puerta.

John se volvió. En su rostro de fantasma seleía una extraordinaria mezcla de fatiga, devergüenza y de furor. Y apenas reconoció al jefede la familia, brilló en sus ojos un resplandorsiniestro.

-¡Abre esa puerta! -dijo apartándose. -¡Es lo que estoy haciendo! -respondió

Maurice, mientras se decía interiormente:«¡Todo está perdido! ¡Me mira con ojos deasesino!»

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Ambos hermanos se hallaban frente a frenteen el vestíbulo de la casa, cuya puerta acababade cerrarse. De pronto cogió John a Mauricepor los hombros y le sacudió como el gatosacude al ratón.

-¡Pedazo de atún! -exclamó-, ¡tendríaderecho para retorcerte el pescuezo! -Dicho estoempezó a sacudirle con tal fuerza que losdientes de Maurice castañetearon y dio con lacabeza contra la pared.

-¡Nada de violencias, Johnny! -dijo al finMaurice-, no pueden ser provechosas ni para tini para mí.

-¡Cierra el pico! -respondió John-. ¡Ahora tetoca a ti oír!

Después penetró en el comedor, se sentó enun sillón, y quitándose uno de los zapatos sinsuela, tomó el pie con ambas manos paracalentarlo.

-¡Estoy cojo para toda la vida! -dijo-. ¿Quéhay de comer?

-¡Nada, Johnny! -dijo Maurice.

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-¿Nada? ¿Qué quiere decir eso? -preguntó elgran Vance-. ¡Ya sabes que a mí no me la pegas!

-¡Quiero decir que no hay nada! -respondiósencillamente su hermano-. ¡No tengo nada quecomer ni nada para comprar de comer! Yomismo no he podido tomar hoy más que unbocadillo y una taza de té.

-¿Nada más que un bocadillo? -dijoirónicamente John-. ¡Supongo que no tendrás elcinismo de venir a quejarte a mí! Yo sólo tedigo esto: ¡Cuidado conmigo! ¡He sufridocuanto podría sufrir, pero ya se acabó! ¡Ahorate diré que tengo intención de comer, y decomer en seguida y bien! ¡Toma to colección desortijas y anda a venderlas!

-¡Hoy es imposible! -respondió Maurice-, ¡esdomingo!

-¡Te repito que quiero comer!, ¿lo oyes?-gritó furioso el hermano menor.

-¡Sin embargo, Johnny, no es posible!-insistió Maurice.

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-¡Estúpido idiota! -gritó Vance-. ¿No somoslos dueños de la casa? ¿No nos conocen en elhotel donde nos convidaba a comer nuestroprimo Parker, cuando venía a Londres? ¡Correa escape, y si dentro de media hora no estás devuelta con una excelente comida, hago polvotodos los muebles y en seguida me voy derechoa la policía a contar lo sucedido! ¿Comprendeslo que te digo, Maurice Finsbury? ¡Porque si nolo comprendes harías bien en quitarte de mivista!

La idea agradó también al desdichadoMaurice que estaba muerto de hambre. Así esque se apresuró a ir enseguida a encargar lacomida y volvió a su casa donde halló a Johnocupado en acariciar su pie, como si fuese unniño enfermo.

-¿Y qué quieres beber, Johnny? -preguntóMaurice con voz amable.

-¡Champagne, caray, champagne añejo! Deese que me celebra tanto Michael cuando meencuentra. Anda pronto a la bodega, y cuidado

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con no agitar demasiado la botella. Pero antes,oye: vas a preparar lumbre, a encender el gas ya cerrar las maderas de las ventanas; es denoche y tengo frío. Pon también el mantel y loscubirtos y, por último... ve a traerme ropa paramudarme.

Cuando llegó la comida, el comedor habíacasi recobrado su aspecto habitual.

La comida fue excelente: sopa sustanciosa,filetes de lenguado, dos chuletas de carnero consalsa de tomate, carne asada con patatas, unpuding y un pedazo de queso de Chester; enuna palabra, era una comida esencialmenteinglesa, pero escogida, como la había pedidoJohn.

-¡Alabado sea Dios! -exclamó el jovenviajero, instalándose en la mesa. Su alegríadebía ser muy viva para hacerle recordar porsorpresa la piadosa ceremonia de la bendición,que había olvidado hacía mucho tiempo.

-Pero no -prosiguió-. Voy a comer en labutaca que está junto a la lumbre, porque hace

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dos días que me estoy helando y necesitocalentarme de firme. Voy a sentarme allá; y tú,Maurice Finsbury, vas a quedarte de pie, entrela mesa y yo, para servirme.

-¡Pero Johnny, yo también estoy muerto dehambre! -dijo Maurice.

-¡Tú comerás lo que yo te deje! -replicó elgran Vance-. Amiguito, esto no es más que elprincipio de nuestro ajuste de cuentas. ¡Quiental hizo, que tal pague! ¡Y cuidado condespertar al león británico!

Había tan intensa amenaza en los ojos y enla voz de John, mientras profería estas frasesproverbiales, que el alma de Maurice se llenóde espanto.

-¡Vamos -repuso John-, dame un vaso dechampagne, antes de mi filete de lenguado! ¡Yyo que me figuraba que no me gustaban losfiletes de lenguado! ¡Oye! -añadió con nuevaexplosión de ira-, ¿sabes cómo he llegado hastaaquí?

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-¡No Johnny, cómo quieres que lo sepa!-respondió con amabilidad Maurice.

-¡Pues bien, he venido a pata! -gritó John-.Sí, amigo mío, he hecho con mis dos pies todoel camino desde Browndean hasta aquí. ¡Y,además he tenido que pedir limosna! ¡Yaquisiera yo verte a ti pidiendo limosna,Maurice Finsburyn ¡No creas que es tan fácilcomo podrás figurártelo! Me he hecho pasarpor un pescador en Blyth, víctima de unnaufragio. No sé dónde se encuentra Blyth, ytú, ¿lo sabes? Pero creí que en miscircunstancias esto tenía visos de verosimilitud.Pedí limosna a un granujilla que volvía de laescuela, y me dio dos peniques a condición deque le arrollase la cuerda de su trompo. Se laarrollé, y por cierto, muy bien, pero él no quedócontento y corrió tras mí, reclamando los dospeniques. Después pedí limosna a un oficial demarina. Este no me confió su trompo, secontentó con darme un folletito sobre elalcoholismo, y me volvió la espalda. Pedí luego

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limosna a una vieja que vendía pastelillos, y medio uno de un penique. Pero lo mejor de todofue un señor que, al decirle yo que no tenía quecomer, me contestó que todo inglés tiene unmedio excelente de procurarse el pan, yconsistía en romper un cristal de la primeracasa que se le presentara, a fin de hacerseprender... ¡Y ahora tráeme el asado!

-Pero -se atrevtó a decir Maurice-, ¿por quéno te quedaste en Browndean?

-¡En Browndean! -exclamó John-. ¿Y conqué me hubiera mantenido? ¡Con Léame usted ycon un estúpido semanario del Ejército deSalvación? ¡No, no, había que salir deBrowndean a todo trance! Iba a comer a créditoa una posada, donde me había hecho pasar porel gran Vance de la Alhambra. En mi lugar, túhubieras hecho lo mismo. Como es natural,salió la conversación de los cafés cantantes ydel dinero que yo había ganado con miscanciones. Un parroquiano de la posada mepidió que cantase una de las más conocidas, y

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cuando al fin me decidí a cantarla, todosdeclararon unánimemente que yo era unfarsante. Por mucho que hice para sostener locontrario, nadie me dio crédito, y asíterminaron mis relaciones con la posada delpueblo- -prosiguió tristemente el joven-. Pero,además de esto, hubo también el carpintero...

-¿Nuestro casero? -preguntó Maurice. -El mismo -dijo John-. Vino una mañana y

se empeñó en averiguar dónde había ido aparar el tonel, y qué había sido de la ropa de lacama. Yo le mandé a paseo. ¿Qué otra cosapodía decirle? Pero entonces me dijo él quenosotros habíamns empeñado objetos que nonos pertenecían, y que iba a hacer que lajusticia nos ajustara las cuentas. ¿Entonces, quéhice yo? Recordando que era más sordo queuna tapia, empecé a decirle una retahíla deinjurias, pero muy cortésmente y en voz tanbaja, que no podía oír una sola palabra.

»-¡No le oigo a usted! -me dijo.

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»-¡Ya lo sé muy bien que no me oyes,animal, cerdo, viejo cornudo! -le respondí conmi más graciosa sonrisa.

»-Soy algo duro de oído -mugió el imbécil. »-¡Qué sería de mí si no lo fueras, idiota!

-murmuré, cual si le diese toda clase deexplicaciones.

»-Amigo mío -me dijo al fin-, es cierto quesoy sordo, pero estoy seguro de que elcomisario de policía logrará oírle.

»Dicho esto, se fue furioso por un lado y yome largué por otro, dejándole, paradesquitarse, la lámpara de alcohol, el Léameusted, el periódico del Ejército de Salvación yotro periódico que me habías enviado. Y apropósito, es preciso que estuvieras borrachoperdido para enviarme semejante papelucho.Allí no se hablaba más que de poesías y delglobo celeste. ¡Y qué artículos, de diezcolumnas! Creo que me enviaste el monitor delos asilos de locos. Si mal no recuerdo, tenía por

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iítulo el Atanium. ¡Dios omnipotente, quépapelucho!

-Quieres decir el Atheneum -rectificóMaurice.

-¡Poco me importa el título! -dijo John-, pero¡valiente ocurrencia fue la tuya en enviármelo!¡En fin ya empiezo a reponerme! ¡Tráeme elqueso y un vaso de champagne!

»¡Ah! ¡Michael tiene razón de celebrar estevino! ¡Vamos, ahora puedes servirte tú! Tequeda una chuleta entera, un poco de pescadoy un pedazo de queso. Sí, Michael es hombreque me gusta. Es tal vez capaz de leer tuAtheneum, pero sabe disimularlo. ¡A lo menoses alegre, buen muchacho y no tiene esa cara depocos amigos que me ha reventado siempre enti! Y a propósito, ni siquiera me tomo el trabajode preguntarte por tu plan, porque adiviné enseguida que había fracasado por completo. ¿Noes verdad?

-¡Por culpa de Michael -dijo Maurice,poniéndose sombrío.

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-¿Michael? ¿Y qué tenía que ver en elasunto?

-¡Pues tenía que ver que ha perdido elcuerpo! -respondió Maurice-. Ha perdido elcuerpo de tío Joseph, y ahora es imposibledeclarar su defunción.

-¿Cómo? -preguntó John-. ¿Pues nohabíamos quedado en que tú no queríasdeclarar la defunción?

-¡Oh, eso es ya historia antigua! -dijo suhermano-. ¡Ya no se trata de salvar la tontina,sino de salvar la casa de cueros! ¡Se trata desalvar la ropa que llevamos puesta, Johnny!

-¡No corras tanto -dijo John-, y cuéntame lahistoria desde el principio!

Maurice hizo lo que le ordenaba suhermano.

-¡Pues bien! ¿Qué es lo que yo te habíadicho? -exclamó el gran Vance, cuando hubooído el triste relato-. ¡Pero tengo que decirtealgo, y es que no quiero verme despojado de laparte que me corresponde!

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-¡Hombre, me alegraría saber cómo piensasarreglarte para ello! -dijo Maurice.

-¡Voy a decírselo a usted, caballero! -replicóJohn con tono resuelto-, ¡Voy sencillamente aconfiar mi negocio al primer procurador deLondres, y me importará un bledo que salgasbien o mal!

-¡Sin embargo, John, navegamos en elmismo barco! -murmuró Maurice.

-¿En el mismo barco? ¡Te aseguro que no!¿Acaso he cometido yo una falsificación defirmas? ¿He procurado ocultar la muerte de tíoJoseph? ¿He hecho insertar en todos losperiódicos anuncios absolutamente estúpidos ygrotescos? ¿He destruido estatuas que no mepertenecían? Verdaderamente me gusta tufrescura, Maurice Finsbury. ¡No, no y no!Demasiado largo tiempo he dejado en tusmanos la dirección de mis negocios; ahora losvoy a confiar a Michael. Por lo demás, Michaelme ha sido siempre simpático. Por último,

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tengo deseos de ver claramente cuál es misituación.

En aquel momento se vieron interrumpidoslos dos hermanos por un campanillazo, yMaurice, que había entreabierto tímidamente lapuerta, reeibió de manos de un recadero unacarta que tenía el sobre de letra de Michael. Lacarta estaba concebida en estos términos:

AVISO

Maurice Finsbury debe darse por avisado, en elcaso en que lea estas líneas, de que se le comunicaráalgo muy ventajoso para él, mañana lunes, por lamañana, a las diez, en mi oficina, Chancery Lane,42.

MICHAEL FINSBURY

Maurice, después de enterarse, transmitiódócilmente la carta a su hermano.

-¡Eso se llama escribir una carta! -exclamóJohn-. No hay como Michael para escribir así.

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Y Maurice se hallaba tan humillado, que nisiquiera se atrevió a invocar sus derechos deautor.

16. EN QUE LOS CUEROS SE PONENFELIZMENTE A FLOTE

Al día siguiente por la mañana, a las diez enpunto, los dos hermanos Finsbury fueronintroducidos en la grande y hermosa habitaciónque servía de despacho a su primo Michael.John se sentía algo repuesto de sus fatigas, perollevaba aún un pie en pantufla. Maurice parecíamejor conservado materialmente, pero habíaenvejecido diez años desde que salió deBournemouth. La ansiedad había surcado surostro con profundas arrugas y su cabelleranegra presentaba no pocos hilos de plata hacialas sienes.

Tres personas esperaban a los hermanosFinsbury, sentadas ante una mesa. En medioestaba Michael en persona: tenía a su derecha a

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Gideon Forsyth y a su izquierda, a un señoranciano con anteojos y con la cabeza cubiertade venerables canas.

-¡Juraría que es el tío Joseph! -exclamó John. -Maurice se frotó los ojos, juzgándose presa

de una pesadilla más terrible que las de los díasanteriores. Después, se adelantó de prontohacia su tío, temblando de ira.

-¡Voy a decirle a usted lo que ha hecho,viejo malvado! -gritó-. ¡Se ha evadido usted!

-Buenos días, Maurice Finsbury -respondióel anciano, pero con más animosidad de la querevelaban al parecer aquellas indulgentespalabras-. Parece usted enfermo, amigo mío.

-No hay que irritarse, caballeros -observóMichael-. Maurice, procure usted ver los hechoscara a cara. Como usted ve, su tío no sufriódemasiado con la «sacudida» del tren; y unhombre de corazón como usted no puedemenos que alegrarse de ello.

-Pero entonces, si es así -tartamudeóMaurice-, ¿qué era el famoso cuerpo? ¿Sería en

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verdad posible que lo que me ha causadotantos cuidados y disgustos, lo que tanto me hahecho cavilar, lo que he llevado y traído conmis propias manos, no fuese más que elcadáver de un extraño cualquiera?

-Si le aflige demasiado esa idea, puede muybien desecharla -respondió Michael-, nada leimpide a usted suponer que el cuerpoperteneció a un hombre a quien tuvo ustedocasión de encontrar varias veces, a uncompañero de club, tal vez a un cliente.

Maurice se dejó caer en una silla. -¡Oh! -gimió-, yo hubiera seguramente

descubierto el error si hubiera ido el tonel a micasa. ¿Por qué no fue? ¿Por qué fue a casa dePitman? ¿Con qué derecho se permitió Pitmanabrirlo?

-Y a propósito, Maurice, ¿qué ha hechousted del Hércules antiguo? -preguntó Michael.

-¿Que qué ha hecho? ¡Pues lo ha hechosimplemente añicos! -dijo John-. ¡Los pedazosestán aún en nuestra bodega!

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-¡Todo eso no tiene importancia alguna! -seapresuró a declarar Maurice-. Lo esencial esque he encontrado a mi tío, a mi fiel tutor. Entodo caso éste me pertenece y también latontina. Reclamo la tontina y afirmo que mi tíoMastermann ha muerto.

-Ya es tiempo de poner coto de una vez aesa locura -dijo Michael-. Lo que usted afirmaes desgraciadamente casi cierto; en ciertosentido mi pobre padre ha muerto hace yalargo tiempo. Pero por la que hace a la tontina,no ha muerto aún y espero que pasen bastantesaños antes de su muerte. Nuestro querido tíoJoseph lo ha visto esta misma mañana. El podrádecirle a usted que mi padre está en vida,aunque desgraciadamente su inteligencia se haapagado para siempre.

-¡No me ha reconocido! -dijo Joseph. Y hayque hacer a aquel viejo cataplasma la justicia deque su voz temblaba de sincera emoción aldecir estas palabras.

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-¡Vamos! Le reconozco a usted, señorMaurice Finsbury -exclamó el gran Vance-. ¡Portodos los diablos del infierno, se ha mostradousted el más perfecto imbécil!

-En cuanto a la ridícula y fastidiosaservidumbre a que había usted reducido a tíoJoseph -repuso Michael-, ha durado yademasiado. He preparado un documento,mediante el cual devuelve usted a su tío todalibertad y le declara libre de toda obligación. Enprimer lugar va usted a firmar, si no tieneinconveniente en ello.

-¡Cómo! -gritó Maurice-. ¿Voy yo a perdermis siete mil ochocientas libras, mi comercio decueros, sin compensación alguna? ¡Muchasgracias!

-No me sorprende su agradecimiento -dijoMichael.

-¡Oh, ya sé que no tengo nada que esperar siinvoco sus buenos sentimientos! -respondióMaurice-. Pero hay aquí un extraño (quemaldito si sé con qué derecho se halla aquí), y a

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él apelo. Caballero -prosiguió dirigiéndose aGideon-, he aquí mi historia: he sido despojadode mi herencia cuando era niño y huérfano.Desde entonces, caballero, jamás he tenido otrosueño que el de recobrar lo mío. Mi primoMichael podrá decirle a usted de mí todo lo quequiera: hasta confesaré que no siempre heestado a la altura de las circunstancias; pero esonada quita a la realidad de mi situación. ¡Hesido despojado de mi herencia! ¡Un pobrehuérfano fue despojado de siete milochocientas libras! Por consiguiente, el derechoestá de mi parte. Todas las triquiñuelas de miprimo Michael no podrán prevalecer contra laequidad.

-¡Maurice -interrumpió Michael-,permítame usted que agregue un detalle que,por otra parte, pone de relieve su habilidad enla escritura!

-¿Qué quiere usted decir? -preguntóMaurice.

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-¡Después de todo -respondió Michael-, noquiero mortificar su modestia! ¡Me contentaré,pues, con hacerle saber el nombre de unapersona que acaba de estudiar muy de cercauno de sus más recientes ensayos de escrituracomparada! ¡Esa persona es el señor Moss,querido amigo!

Reinó un largo silencio. -¡Yo hubiera debido adivinar que ese

hombre venía de su parte! -murmuró Maurice. -Y ahora va usted a firmar el documento,

¿no es verdad? -dijo Michael. -¡Pero diga usted, Michael! -exclamó John

con uno de esos generosos arranques que leeran familiares-. ¿Y yo qué pito toco en todoestó? Maurice es hombre al agua, ya lo veo,¿por qué le habría yo de seguir? Además, noolvide usted que yo también fui robado, yotambién fui huérfano como él y comí del mismopan.

-John -dijo Michael-, ¿no eree usted queharía mejor en fiarse de mí?

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-¡A fe mía, tiene usted razón! -respondió elgran Vance-. Estoy seguro de que usted no escapaz de abusar de la inocencia de unhuérfano. ¡Y tú, Maurice, vas a firmar enseguida el documento en cuestión, porque si nome enfadaré y haré ver a tu pobre meollo algoque le cause asombro!

Con súbito e inesperado apresuramiento,declaróse Maurice dispuesto a firmar larenuncia. Un secretario de Michael presentó losdocumentos que fueron debidamente firmadosy mediante los cuales Joseph Finsbury recobrópor completo su libertad.

-Y ahora, amigos míos, oigan ustedes lo queme propongo hacer por ellos -repuso Michael-.Maurice y John, aquí tienen ustedes undocumento que les declara únicos dueños de lacasa de cueros, y aquí hay un chequeequivalente a la suma total depositada en elBanco a nombre de nuestro tío Joseph. De estasuerte, puede usted figurarse, querido Maurice,que acaba de terminar sus estudios en el

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Instituto Comercial. Y como usted mismo meha dicho que los cueros iban viento en popa,me figuro que pensará usted pronto en casarse.He aquí, en previsión de tan fausto suceso, unregalito de boda. ¡Oh, no es el mío! ¡Cuandohaya usted fijado la fecha del matrimonio, veréel regalo que le he de hacer! Entretanto, acepteusted este regalito de parte del señor Moss.

Y Maurice, rojo como una amapola, seapoderó del cheque.

-¡No comprendo nada de esta comedia!-observó John-. Todo esto me parece demasiadobonito para ser verdad.

-¡Es una simple transferencia! -respondióMichael-. Les compro a ustedes, a tío Joseph, nimás ni menos; si él gana la tontina, será mía, ysi la gana mi padre también lo será; de modoque no tengo que quejarme de la combinación.

-¡Maurice, amigo mío, te han dejado porpuertas! -dijo por vía de comentario el granVance.

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-¡Y ahora señor Forsyth -repuso Michael,dirigiéndose al personaje mudo-, aquí tieneusted reunidos a todos los criminales quedeseaba usted descubrir! ¡Sólo falta uno,Pitman, que se ha consagrado a la regeneraciónartística de las señoritas, y no he queridomolestarle a una hora en que sé que está muyocupado! Pero podrá usted, si quiere, hacerloprender en su colegio; conozco las señas y selas diré de buen grado. En cuanto al resto de labanda, aquí lo tiene usted a su vista, aunquetemo que el espectáculo no sea muy seductor.¡Decida usted ahora lo que quiera hacer denosotros!

-¡Nada, señor Finsbury! -respondió Gideon-.Creo haber comprendido que este señor -yseñaló a Maurice- ha sido, según decimos ennuestra jerga, el fons et origo de toda laaventura: pero, según creo haber comprendido,ha pagado ampliamente sus culpas. Además,no creo que nadie pueda ganar nada con unescándalo público. Por mi parte sólo podría

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perder en ello. Por el contrario, bendigo unaaventura que me ha procurado la dicha deconocer a usted. Ya ha tenido usted la bondadde enviarme dos clientes...

Michael se ruborizó. -Era lo menos que podía hacer para

compensar ciertas molestias que le causé-murmuró-. ¡Pero hay algo más que debo decira usted! ¡No quisiera que formase usteddemasiada mala opinión de mi pobre amigoPitman, que es seguramente la persona másinofensiva del mundo! ¿No podría usted veniresta noche a comer en su compañía? Leesperamos en el Restaurant Verrey, a las siete.¿Qué le parece a usted?

-¡Había prometido ir a comer a casa de unode mis tíos, con una amiga! -respondióGideon-. ¡Pero les rogaré que me dispensen poresta noche! Y ahora, querido señor Finsbury,me queda un punto que someter a su decisión:¿No podríamos realmente hacer nada por el

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pobre diablo que se llevó el piano? ¡Su recuerdome persigue como un remordimiento!

-¡Desgraciadamente sólo podemoscompadecerle! -respondió Michael.