el dilema Ético en torno de las cirugías estéticas

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El dilema ético en torno de las cirugías estéticas David David es un especialista en ética y acaba de participar en un congreso hecho en Buenos Aires. Aquí, plantea que formar un médico para que sólo haga negocios con operaciones cosméticas es corrupción de la medicina. Por Mariana Carbajal ¿La cirugía estética transgrede principios éticos de la medicina? ¿Qué dilemas enfrenta desde una visión bioética? ¿Al aceptar los deseos de los pacientes, los cirujanos plásticos violan el juramento hipocrático? Estos y otros interrogantes se colaron por primera vez en el Congreso Argentino de Cirugía Plástica que finalizó ayer en Buenos Aires, con más de seiscientos participantes, del país y del exterior. El prestigioso profesor australiano de cirugía craneofacial, David David, se refirió en una conferencia a la “Ética en el cambio de los rostros”. José Alberto Mainetti, distinguido experto en bioética, también dio su punto de vista sobre esta controvertida especialidad. Para David, aquellos médicos que sólo se dedican a operaciones cosméticas son los “corruptos” de la medicina. Para Mainetti, la cirugía estética “está a la vanguardia de las ciencias biomédicas, que apuntan a la optimización y perfeccionamiento de la persona” (ver aparte). Dos miradas de un fenómeno que tiene cada vez más adeptos. David es cirujano plástico y profesor en la Universidad de Adelaida, Australia, donde dirige la Unidad Craneofacial. Fue uno de los expositores extranjeros que participaron del XXXV Congreso Argentino de Cirugía Plástica y X del Cono Sur Americano, donde se analizaron los últimos avances, tanto de la rama reconstructiva como estética. Y, por primera vez, se abordaron cuestiones éticas de la especialidad. David fue el encargado de abrir el debate. Después de su conferencia, conversó con este diario. – ¿Qué dilemas éticos se plantea la cirugía plástica en el siglo XXI? –El dilema más importante que tenemos en este momento es si debemos preparar y entrenar médicos para que practiquen cirugía estética cuando realmente hay gente que tiene problemas más importantes desde el punto de vista médico propiamente dicho, que requerirían su atención. – ¿Y cuál es su respuesta? –No depende de mí responder esa pregunta. No hay una sola respuesta, hay varias diferentes, depende de las creencias de cada uno. –¿Hay un límite a la hora de operar para embellecer un rostro? –Un buen médico debe trabajar con un equipo que incluya entre sus miembros a un psiquiatra. Los pacientes que piden más y más operaciones cosméticas generalmente tienen un problema psiquiátrico, además de su inquietud estética. Es importante tener la habilidad para poder diagnosticar esos problemas. – ¿El cirujano plástico debe acatar los deseos del paciente? –Dependerá de si se trata de un médico o de un empresario. El concepto de un médico haciendo lo que el paciente le pide a cambio de dinero es un negocio. No tiene nada que ver con el cuidado de la salud. Pero hay muchos médicos que creen que todo el entrenamiento médico que recibieron, en lugar de ser usado para el bien de la humanidad, lo deben usar para hacerse muy ricos. Otros piensan que cuando hay muchos chicos que necesitan atención, cuando hay muchos adultos que están mal, que sufren enfermedades, a ellos deberían dedicar su tiempo y su energía. –En su conferencia, usted planteó que la cirugía estética puede llegar a entenderse como la corrupción de la medicina. ¿Qué quiso decir? –Tomo como significado de la palabra corrupción no el concepto vinculado con una actividad mafiosa. Entiendo que hay corrupción cuando algo que debería usarse para determinados fines se usa para otros, cuando alguien hace algo para lo cual no está preparado. Si se entrena a una persona por seis años para que se convierta en médico y después por otros seis años más para que haga la especialidad en cirugía, y lo único que hace es business surgery o cirugías para ganar dinero, es una corrupción del propósito para el cual fue entrenado como médico. Cuando se atraviesa la puerta

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Casos de dilemas eticos para una clase de etica nivel secundario.

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Page 1: El Dilema Ético en Torno de Las Cirugías Estéticas

El dilema ético en torno de las cirugías estéticas

David David es un especialista en ética y acaba de participar en un congreso hecho en Buenos Aires. Aquí, plantea que formar un médico para que sólo haga negocios con operaciones cosméticas es corrupción de la medicina.

Por Mariana Carbajal¿La cirugía estética transgrede principios éticos de la medicina? ¿Qué dilemas enfrenta desde una visión bioética? ¿Al aceptar los deseos de los pacientes, los cirujanos plásticos violan el juramento hipocrático? Estos y otros interrogantes se colaron por primera vez en el Congreso Argentino de Cirugía Plástica que finalizó ayer en Buenos Aires, con más de seiscientos participantes, del país y del exterior. El prestigioso profesor australiano de cirugía craneofacial, David David, se refirió en una conferencia a la “Ética en el cambio de los rostros”. José Alberto Mainetti, distinguido experto en bioética, también dio su punto de vista sobre esta controvertida especialidad. Para David, aquellos médicos que sólo se dedican a operaciones cosméticas son los “corruptos” de la medicina. Para Mainetti, la cirugía estética “está a la vanguardia de las ciencias biomédicas, que apuntan a la optimización y perfeccionamiento de la persona” (ver aparte). Dos miradas de un fenómeno que tiene cada vez más adeptos.David es cirujano plástico y profesor en la Universidad de Adelaida, Australia, donde dirige la Unidad Craneofacial. Fue uno de los expositores extranjeros que participaron del XXXV Congreso Argentino de Cirugía Plástica y X del Cono Sur Americano, donde se analizaron los últimos avances, tanto de la rama reconstructiva como estética. Y, por primera vez, se abordaron cuestiones éticas de la especialidad. David fue el encargado de abrir el debate. Después de su conferencia, conversó con este diario.– ¿Qué dilemas éticos se plantea la cirugía plástica en el siglo XXI?–El dilema más importante que tenemos en este momento es si debemos preparar y entrenar médicos para que practiquen cirugía estética cuando realmente hay gente que tiene problemas más importantes desde el punto de vista médico propiamente dicho, que requerirían su atención.– ¿Y cuál es su respuesta?–No depende de mí responder esa pregunta. No hay una sola respuesta, hay varias diferentes, depende de las creencias de cada uno.–¿Hay un límite a la hora de operar para embellecer un rostro?–Un buen médico debe trabajar con un equipo que incluya entre sus miembros a un psiquiatra. Los pacientes que piden más y más operaciones cosméticas generalmente tienen un problema psiquiátrico, además de su inquietud estética. Es importante tener la habilidad para poder diagnosticar esos problemas.– ¿El cirujano plástico debe acatar los deseos del paciente?–Dependerá de si se trata de un médico o de un empresario. El concepto de un médico haciendo lo que el paciente le pide a cambio de dinero es un negocio. No tiene nada que ver con el cuidado de la salud. Pero hay muchos médicos que creen que todo el entrenamiento médico que recibieron, en lugar de ser usado para el bien de la humanidad, lo deben usar para hacerse muy ricos. Otros piensan que cuando hay muchos chicos que necesitan atención, cuando hay muchos adultos que están mal, que sufren enfermedades, a ellos deberían dedicar su tiempo y su energía.–En su conferencia, usted planteó que la cirugía estética puede llegar a entenderse como la corrupción de la medicina. ¿Qué quiso decir?–Tomo como significado de la palabra corrupción no el concepto vinculado con una actividad mafiosa. Entiendo que hay corrupción cuando algo que debería usarse para determinados fines se usa para otros, cuando alguien hace algo para lo cual no está preparado. Si se entrena a una persona por seis años para que se convierta en médico y después por otros seis años más para que haga la especialidad en cirugía, y lo único que hace es business surgery o cirugías para ganar dinero, es una corrupción del propósito para el cual fue entrenado como médico. Cuando se atraviesa la puerta comercial, se abandona el juramento hipocrático. Ese es el planteo ético que enfrenta un cirujano plástico.– ¿Le gustan los reality shows televisivos sobre cirugía estética que están de moda en distintos países?–Escribí un artículo sobre el tema en Australia. Eso no es medicina. Esos programas no muestran la verdad porque muestran gente seleccionada por tener un buen resultado ante las cámaras, y se los muestra por un tiempo acotado. No tenemos ni idea de qué pasa con ellos en el largo plazo. Eso realmente es corrupción. Es un ejercicio de marketing. La pregunta que hay que hacerse es qué están vendiendo. Usan a los seres humanos para vender publicidad, usan la vanidad de las personas para vender productos. Y eso es muy malo.–¿Cómo deberían resolverse los dilemas éticos a los que puede enfrentarse un cirujano que practica cirugías cosméticas?–La posibilidad de resolver esos dilemas es muy pequeña. Sin embargo, lo más importante es que empiecen a discutirse en foros de especialistas, como este congreso, y que después estos temas se lleven a discusiones con los estudiantes.–En general, en los congresos de cirugía plástica ¿se debaten cuestiones éticas?

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–No demasiado. Esa es una de las dificultades que enfrentamos. La cirugía plástica nació en tiempos de la Segunda Guerra Mundial, para solucionar las grandes heridas que dejaban los combates. La cirugía estética es valiosa, es una parte de la cirugía mayor, pero cuando se convierte en una entidad en sí misma se hace peligrosa, porque se olvida de sus orígenes en la guerra.–¿Cree que la cirugía estética cura?–No tiene sentido esa pregunta.–Se lo pregunto porque muchos de los que se dedican exclusivamente a hacer cirugía estética sostienen que favorecen con sus operaciones la autoestima de sus pacientes y lo consideran una forma de curar.–Hay una línea muy delgada entre la autoindulgencia (de los cirujanos) y la autoestima de sus pacientes.

“Un estilo inmoral”

Por Mariana CarbajalEl sacerdote Leonardo Belderrain se horroriza por el caso de Terri Schiavo tanto como por la reciente muerte de un preso en el penal de Bahía Blanca por falta de atención médica. “Hay dos estilos inmorales de muerte: la distanasia, que es la prolongación indebida de la agonía por sobre atención médica, y la mistanasia, que es la muerte por abandono social. Los que estudiamos bioética nos hemos dado cuenta de que son un correlato. En los países con un capitalismo salvaje hay sobre atención de pacientes pudientes (con un paciente de buena cobertura se salva una clínica), como ocurrió con Terri, y por otro lado, la desatención de las masas”, dice Belderrain, doctor en Bioética y coordinador de la Cátedra de Teología de la Liberación de la Universidad de las Madres de Plaza de Mayo. A su entender, posturas como la de los padres de Schiavo tienen que ver “con el nuevo tabú que en este siglo es la muerte”.–¿Cómo analiza la actitud del presidente Bush?–Resulta muy curioso que haya interrumpido sus vacaciones para dirimir si seguir sobre atendiendo a Terri porque es una muerte que a él le preocupa. Los grupos pro life que lo acompañaron son los mismos grupos que apoyaron la invasión a Irak. Tengamos en cuenta todas las vidas, la de los que mueren de hambre, la de los que son invadidos en Irak, y no sobredimensionemos la vida de los que, en última instancia, se están muriendo por una enfermedad, porque ya murieron. –¿Quién tiene derecho a decidir qué medida tomar sobre un paciente en estado vegetativo persistente?–Para la bioética siempre va a haber dilemas éticos en relación con la ortotanasia, que es la dignidad del buen morir, sobre todo cuando no se firmó un testamento de agonía. El buen morir tiene que ser garantizado desde la Justicia en la distribución de la asistencia médica. Por un derecho humano básico inalienable, el paciente terminal tiene que ser atendido con el máximo aggiornamiento de la medicina, que hoy son las unidades de cuidados paliativos. Debe recibir atención bajo las tres “D”: desesperado, descontrolado, deseperanzado. Desesperado implica atención psiquiátrica para enfrentar el estrés postraumático que genera esta situación; controlado significa una buena atención analgésica y clínica, y desesperanzado exige cuidado espiritual del paciente y de su grupo familiar. Si están estos recursos, se puede garantizar la dignidad del morir. Si no vamos a seguir ante un espectáculo triste como se ve en Estados Unidos y otros países desarrollados, donde hay una sobre atención de los pacientes pudientes y la desatención de las masas. El 80 por ciento de la población que muere con cáncer lo hace con un dolor notorio que se podría haber controlado.–¿Cómo se resuelven situaciones en las que los familiares no se ponen de acuerdo?–En estas situaciones dilemáticas vienen bien las unidades de cuidados paliativos, los comités de ética, los bioeticistas.–¿Está bien que un presidente pretenda legislar sobre un caso particular?–El Estado debe velar por que se cumplan los mínimos básicos no discutibles en materia de atención médica y que lleguen a todos. La sobre atención se debe acotar con la buena atención de las unidades de cuidados paliativos. Está estudiado que en la medicina popular del norte argentino existía la figura del despenador. Era quien daba como un golpecito de karate cuando el paciente tenía mucho dolor, y quedaba ya desconectado. Nadie dudaba de la moralidad del despenador. Tan es así que estaba estipulado que cobrara tres veces el jornal de un hachero. Esto es lo que tiene que recuperar el paradigma de la medicina científica. Muchos oncólogos no derivan los pacientes terminales a unidades de cuidados paliativos para que puedan recibir atención en sus propias casas. Entonces, generan que se tengan que dirimir estas cuestiones en el hospital, donde puede haber una propensión a sobreatender. –¿Cómo se entiende que los padres quieran mantener en estado vegetativo a un hijo por más de 15 años?–Estas prolongaciones de la agonía tienen que ver con el hecho de sacarse de encima a la muerte cuando en realidad la llevan encima. El nuevo tabú en este siglo no es la sexualidad –de ella se habla permanentemente–, sino la muerte. Esto lo define muy claramente Poma Chedron, una budista. Ella cuenta que conoció dos tipos de muertes, una la del cementerio tibetano, y otra, la del cementerio parque. En este último está todo tapado, te sirven café, hay música funcional, parece

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un campo de golf: nadie sabe dónde está la muerte, nadie se permite llorar porque es cursi, dice. En el tibetano, hace tanto frío que a nadie se le ocurre enterrar un cadáver; pasan los buitres y se llevan los pedazos de cadáveres, una mujer grita desesperada, ves todo, la vida, la muerte. Y Poma Chedron termina diciendo: “Yo quiero vivir y morir en un cementerio tibetano, en un lugar donde no se tapa nada porque en la medida que puedo recorrer todo lo que me repugna y todo lo que me da alegría, trasciendo”. En la medida que lo tapo, ocurre lo que pasó en el penal de Bahía Blanca, donde el sábado un preso se murió por el abandono del Estado.

Los trabalenguas del relativismo

DIÁLOGO 1

X ¿No te parece, amigo Y, que los relativistas se quedan cortos cuando dicen precisamente que todo es relativo?

Y Perdona, amigo X, pero no te entiendo.

X Vamos a ver: lo que quiero decir, y digo, es que si los relativistas piensan en serio que es relativo todo, tendrán lógicamente que pensar que también es relativo eso mismo de que todo es relativo.

Y ¡Ah, ya te entiendo! Y no tengo ningún inconveniente en admitir que eso de que todo es relativo es relativo también. Para que veas que no me quedo corto.

X Estás completamente equivocado. Sigues quedándote corto, a pesar de lo que acabas de afirmar.

Y ¿Pero qué estás diciendo?

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X Lo que oyes. Porque si piensas en serio eso de que todo es relativo es relativo también, también tendrás que pensar (si quieres seguir siendo relativista) que a su vez es relativo que sea relativo eso de que todo es relativo, y así sucesivamente

Y O sea: que por mucho que un relativista relativice el relativismo (y deberá hacerlo para ser un buen relativista), siempre tendrá que volver a relativizarlo, y, en consecuencia, nunca llegará a ser un completo relativista.

X Ni más ni menos. Ahora sí que me has entendido.

DIÁLOGO 2

Ramón de Campoamor (poeta español del siglo XIX):

En este mundo traidor

Nada es verdad ni es mentira;

Todo es según el color

Del cristal con que se mira.

Yo:

Si en este mundo traidor nada es verdad ni es mentira, tampoco será verdad, ni será mentira, que nada es verdad, ni es mentira, en este mundo traidor. Ni siquiera será verdad, ni será mentira, que Campoamor fue el autor de estos versos. Además, ¿de qué color tendrá que ser el cristal a través del cual puede verse que nada es verdad ni es mentira en este mundo traidor? Porque algún color habrá de tener ese cristal, digo yo; y entonces ese color ¿dependerá del que tenga a su vez el cristal con que cada hombre lo mire, y así in infinitum?

DIÁLOGO 3

P Para ser tolerante hay que ser relativista.

Q ¿Y por qué hay que ser relativista para ser tolerante?

P Pues porque los que no son relativistas son unos fanáticos, y todos los fanáticos odian la tolerancia.

Q Pero tampoco los relativistas son unos angelitos. También ellos odian algo. Odian la intolerancia, y su fanatismo contra ella es tan grande como el de los no-relativistas contra la tolerancia. Ahora bien, si los relativistas discurriesen de acuerdo con el relativismo, tendrían que pensar que no es mejor el derecho de los tolerantes, sino que este derecho es tan relativo o subjetivo como el de los intolerantes, y que en realidad no existen esos derechos, sino el hecho de que unos prefieren la tolerancia, y el hecho de que otros prefieren la intolerancia.

P ¿Entonces piensa usted que el relativismo no es lógicamente compatible con ninguna clase de derechos, ni siquiera con los derechos fundamentales de la persona humana?

Q Eso pienso, aunque lo que yo descalifico es el relativismo, no los relativistas.

P Pues quizás tenga usted razón. Me lo pensaré.

DIÁLOGO 4

A Siento frío.

B Yo, en cambio, siento calor.

C ¿Ven ustedes? Eso es una prueba o un ejemplo de que todo es relativo, hasta la temperatura.

D No lo creo. Lo relativo no es la temperatura, sino la manera en que la siente A y la manera en que la siente B.

C Me da igual, porque lo que yo quiero decir es que el conocimiento que tenemos de la temperatura es relativo, en cada caso, al sujeto correspondiente.

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D No es verdad. Porque aunque A sienta frío y B sienta calor, los dos pueden conocer de un modo objetivo la temperatura.

C ¿Cómo?

D Muy sencillo: mirándola en un termómetro. Y le pongo otro ejemplo. Dos viajeros van en un mismo coche; y a uno le parece que el coche corre poco y el otro asegura que el coche corre mucho, quizás demasiado. Hay un modo fácil de conocer la velocidad real del coche: mirar lo que marca el indicador de velocidad.

¿Por qué si Dios no existe no podemos pensar en absoluto?

La noción de Dios está presente allá donde hay hombres. A veces también de forma desfigurada. Por primera vez esta noción fue planteada de modo conceptual en la filosofía griega y también por primera vez en Israel perdió su índole de noción y se convirtió en una experiencia de fe comunitaria hasta que más tarde en el mismo Israel aparece Jesús de Nazaret y dice: «El que me ha visto a mí ha visto al Padre». Sin embargo, la cuestión subsiste hasta nuestros días, retadora: ¿Se corresponde esa noción con algo real? Sabemos lo que pensamos cuando decimos «Dios». Es verdad que tenemos, como dice Kant, una idea pura de este altísimo ser, un «concepto que contiene y corona toda la experiencia humana»; pero ¿por qué tenemos que creer que esa noción se corresponde con una «realidad objetiva», como dice también Kant? ¿Qué razón tenemos para creer que Dios es algo más que una idea, y en qué nos fundamos para creer que existe? Respuestas se han dado varias, desde la negación atea hasta la postura agnóstica —que niega la posibilidad de dar respuesta a la cuestión de Dios—, pasando por la afirmación de quienes piensan que hasta ahora no se ha encontrado ninguna respuesta suficientemente satisfactoria. Todas estas posturas, aunque erróneas, merecen respeto, pues ante todo responden a convicciones humanas —no porque sean verdaderas sino porque hay personas que con ellas se identifican—. Sin embargo, no merece respeto alguno la opinión —hoy extendida, y en gran parte no articulada con claridad— de que la respuesta a esta cuestión no es demasiado importante, sino que, muy al contrario, hay otras inquietudes más relevantes que son las que realmente nos mueven, de manera que no vale la pena dedicar nuestro tiempo a reflexionar sobre Dios. A su tiempo —cuando éste se nos acabe— podremos confirmar si existe Dios y si hay una vida después de la muerte. Que una persona sea decente en ningún caso depende de que crea en Dios o no —continúa esa argumentación—. En definitiva, también los suicidas islámicos creen en Dios, y justamente esa fe les lleva a cometer su atrocidad. Pues bien, yo afirmo que este modo de pensar no merece de ningún modo nuestro respeto porque, como decía Sócrates, delata a un hombre miserable. ¿Qué diríamos de alguien que ha sido rescatado de una situación desesperada, a quien se le ha devuelto a la vida, y que recibe multitud de favores, que a la postre se debatiera en la duda de atribuir todo eso a una casualidad o al secreto regalo de una persona llena de amor? Y si ese hombre dijera: «Esa cuestión no me interesa; lo que tengo ya lo tengo; y si detrás de ese don hubiera amor, ahora ya me es indiferente, pues en todo caso no se lo voy a agradecer». Un hombre digno de nuestro respeto, tendría en esa situación el deseo de dar las gracias, si pudiera encontrar a quien debe recibirlas; y haría todo lo que estuviera en su mano, para descubrirlo. De modo similar, querría ese hombre respetable lamentarse si hubiese alguien a quien dirigir sus quejas. Ciertamente hay diversos motivos que pueden inducir a una persona a plantear la cuestión de la existencia de Dios. El más profundo tal

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vez sea éste: poder dar gracias y poder vivir agradecido. No en balde la palabra «gracias» traduce la voz Eucharistía, según el culto cristiano. La alegría está asociada al agradecimiento. Puede haber satisfacción por algo bueno que nos ocurre, pero sólo hay alegría cuando es posible agradecer a alguien un don. En las cuestiones centrales del hombre, y en las preguntas filosóficas que de manera sistemática se las plantean hay, como pasa en los procesos judiciales, una decisión acerca de quién ha de llevar la «carga de la prueba», es decir, quién es el que debe justificarse. Ante el persistente rumor sobre Dios, y ante la arrolladora mayoría de gente que lo escucha, parece lógico que soporte la carga de la prueba quien diga que tal rumor es infundado. Sobre todo, si buscamos huellas, siempre es más interesante el testimonio de quien encuentra algo que el de quien no ha hallado nada. El hecho de que haya alguien que nunca ha visto un cuervo blanco no prueba nada en contra de quien ha encontrado uno. Aquél no puede decir: «No hay cuervos blancos», por el hecho de que todavía no haya visto ninguno. Bien puede decir quien ha visto alguno que existe. «A Dios nadie le ha visto jamás», escribe el evangelista Juan. La cuestión es: ¿Ha dejado su firma más o menos implícita el director de la película en la que todos actuamos, de manera que si se quiere se la puede encontrar? La facultad que se emplea en la búsqueda humana de Dios es la razón. No hablo de la razón instrumental que, como dice Nietzsche, nos hace fieras hábiles, sino de la facultad en virtud de la cual el hombre trasciende su entorno y puede así ocuparse de la realidad; una capacidad que nos permite ver sobre el mar, allá lejos, un barco apenas perceptible en la línea del horizonte: en ese barco hay personas que nada tienen que ver con nosotros, y para quienes a su vez nosotros, siendo vistos por ellas, tampoco jugamos papel alguno. Creer que Dios existe significa creer que Él no es nuestra idea, sino más bien que nosotros somos idea suya. Significa aquello a lo que nos exhorta Jesús: cambio de perspectiva, conversión. Si Dios existe, entonces eso es lo más importante. Más importante que el hecho de que nosotros existamos. Ahora bien, poder reconocer la existencia de Dios es lo más característico de la dignidad humana, y lo que distingue al hombre de todos los otros seres vivientes.

Estamos ante la gran historia del esfuerzo humano por fundar sólidamente la convicción acerca de la existencia de Dios mediante la búsqueda de indicios racionales. Es raro que alguien llegue a creer en Dios merced a pruebas racionales, si bien esto también sucede a veces. Pero Pascal, con razón, hace decir a Dios: «Tú no me buscarías si no me hubieras encontrado ya». Los creyentes siempre han tratado de reforzar su intuitiva certidumbre por medio de argumentos racionales. Que las pruebas de la existencia de Dios, todas sin excepción, sean discutibles, no significa mucho. Si una decisión radical acerca de la orientación de nuestra vida dependiese de comprobaciones matemáticas, igualmente tales pruebas resultarían discutibles. Con todo, las pruebas de la existencia de Dios son argumentos ad hominem, esto es, presuponen siempre un determinado hombre y unos determinados supuestos dados. Leibniz, que sabía bien lo que es una prueba racional, escribe en una ocasión que todas las demostraciones son pruebas ad hominem. No existe ninguna demostración que no pueda ser referida a un receptor concreto, ni siquiera en Matemática. El hecho de que los argumentos clásicos de la existencia de Dios —desde Aristóteles hasta Descartes, Leibniz y Hegel— aparenten haber perdido su fuerza probatoria tiene que ver con que todos ellos presuponen algo que admiten como sobreentendido, lo cual no resulta admisible, primeramente para Kant, pero sobre todo después para Nietzsche. La cuestión es: ¿Qué podemos y debemos suponer para encontrar razones que ilustren la creencia en la realidad de Dios? Volvamos brevemente a las pruebas tradicionales de la existencia de Dios. Las podemos distribuir en dos grupos: por un lado, el denominado argumento ontológico que san Anselmo de Canterbury ideó en el siglo XII y que fue rechazado por Tomás de Aquino y por Kant, si bien convenció a eminentes espíritus como Descartes, Leibniz y Hegel. El argumento anselmiano deduce la realidad de Dios de su mero concepto sin referirse a ningún mundo creado, ya que tal concepto entiende aquel Ser como algo más perfecto que lo cual nada puede pensarse. Con el pensamiento de tal Ser hemos hecho saltar, y sin embargo también trascender, la pura inmanencia de nuestro pensamiento, ya que según argumenta Anselmo, «un Dios verdadero lo sería porque Él es verdadero, y por tanto más grande y perfecto que un mero Dios pensado». En este sentido, tenemos que pensar a Dios, por así decirlo, como real per definitionem. Por el contrario, Tomás objeta que tampoco deja de ser puro pensamiento el pensar a Dios como algo más allá de nuestro pensar. De manera parecida argumenta Kant cuando escribe que la existencia no es un predicado real, un atributo o nota que pueda añadirse a otra nota. Por su parte, sigue habiendo en el siglo XX filósofos perspicaces que encuentra concluyente el argumento anselmiano y lo respaldan. Por otro lado están los argumentos de santo Tomás, las célebres cinco vías, que ahora no puedo presentar en detalle. Todas ellas parten de la existencia de un mundo en que se descubren las huellas del Creador. Traigo aquí solamente dos de esos argumentos. En primer lugar la llamada prueba de la contingencia, que discurre a partir del hecho de que ni las realidades ni los sucesos de este mundo, así como tampoco las leyes de la naturaleza, encierran necesidad intrínseca alguna. En efecto, todo podría ser de otro modo que como de hecho es. Ahora bien, lo casual sólo puede darse sobre el fondo de lo necesario. Por ello, en buena lógica, tiene que haber algo que sea por sí mismo. Y al ser que es por sí mismo intrínsecamente necesario lo denominamos Dios. La otra prueba ha sido siempre la más popular. Parte de la indudable existencia de procesos orientados hacia fines precisos, como el crecimiento de las plantas y los animales, o procesos que sólo pueden ser comprensibles por su finalidad. Así

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podemos comprender el vuelo de las aves migratorias hacia África en invierno sólo si sabemos que allí es donde encuentran su alimento. Pero, tal como afirma Tomás, esos pájaros no lo saben, y mucho menos conocen las plantas el plan que dirige su crecimiento. El fin no está encerrado en la flecha sino en la mente del arquero que la dirige. Para poder entender los procesos de la naturaleza orientados teleológicamente hay que referirlos a la acción providencial de un Creador que dirige las cosas hacia el bien que ha establecido para ellas, toda vez que sólo de manera consciente puede un fin, por así decirlo, operar hacia atrás, así como cabe poner en marcha y coordinar procesos causales cuando la conciencia del fin precede al proceso. La primera objeción contra las mencionadas pruebas de la existencia de Dios la formuló Kant con la tesis de que nuestra razón teórica y sus instrumentos constitutivos, las categorías, tan sólo son aptas para organizar los datos de nuestra experiencia sensible. En ese marco, también tiene la idea de Dios una función regulativa, de sistematización. Pero para la razón teórica vale la afirmación de Hume: We never do one step beyond ourselves («Nunca damos un paso más allá de nosotros mismos»). La razón no nos capacita para decir algo sobre la realidad misma, y por tanto, tampoco sobre Dios, pensado como algo más que mero pensamiento. Únicamente la razón práctica, y sólo la experiencia actual de la conciencia nos lleva necesariamente a aceptar la existencia de un ser que reúne y garantiza ambas categorías absolutas, la del ser y la de la buena relación con los demás, lo que hace que el curso del mundo no conduzca ad absurdum a la buena voluntad. «Tuve que limitar la razón para hacer sitio a la fe», escribe Kant. Hegel había censurado esta autolimitadora concepción de la razón kantiana, que queda ceñida al entorno de las contemporáneas ciencias naturales, para las que Dios no puede ser objeto de estudio, tal como ya intenté mostrar en otra ocasión.

Pero la crítica más decisiva la ha expuesto Nietzsche al plantear que el supuesto principal que ha de cuestionarse en todas las pruebas tradicionales de la existencia de Dios es el hecho de que éstas se basan en la inteligibilidad del mundo. Brevemente ha formulado Michel Foucault el pensamiento de Nietzsche: «No podemos creer que el mundo nos presenta una cara legible». Lo que cuestionó Nietzsche por principio fue la capacidad de la razón para llegar a la verdad, y con ello el pensamiento de algo así como la verdad en general. Precisamente este pensamiento tiene, según él, un condicionamiento teológico: el presupuesto de que Dios existe. Sólo si Dios existe puede haber algo distinto de las cosmovisiones subjetivas, algo así como «cosas en sí mismas», de las cuales también habló Kant. Se trataría de las cosas tal como Dios las ve. Si no existe la mirada de Dios, no habrá verdad alguna más allá de nuestras perspectivas subjetivas. Nietzsche habla de la fe de Platón, que es también la fe de los cristianos, la que predica que Dios es la verdad y que la verdad tiene carácter divino. Las pruebas de la existencia de Dios padecen, por tanto, todas ellas, del defecto que los lógicos denominan petitio principii, es decir, esas pruebas presuponen exactamente lo que quieren probar: Dios. ¿Es cierto esto? Sí y no. Desde el punto de vista teórico, no. A decir verdad, Tomás de Aquino nunca estableció en sus cinco vías ninguna tesis sobre la estructura lógica del mundo ni sobre la capacidad de verdad de la razón. Él las daba por supuesto. Que dicha suposición tiene en último término a Dios como causa, resulta para él algo ontológicamente claro. Por ello no entra aquí en una reflexión gnoseológica. En lo que atañe a la validez formal de los primeros principios de nuestro entendimiento, Tomás de Aquino argumenta sencillamente, como Aristóteles, per reductionem ad absurdum, es decir, mostrando la imposibilidad de la postura contraria. Quien niega la capacidad de la razón para conocer la verdad, quien niega la validez del principio de contradicción, no puede decir nada en absoluto. Ciertamente incluso la tesis de que la verdad no existe supone al menos la verdad de esa tesis. De lo contrario caemos en el absurdo. Aquí Nietzsche plantea la siguiente objeción: ¿Quién puede decir entonces que no vivimos en el absurdo? Es verdad que así nos enredamos en contradicciones, pero es que eso es lo que en efecto ocurre. La desconfianza en la razón como capacidad de conocimiento en sí misma no se puede articular en forma lógica consistente. Así, dice, tenemos que aprender a vivir sin la verdad. Cuando la Ilustración hizo su trabajo se destruyó a sí misma, pues tal como Nietzsche escribe, «también nosotros, los ilustrados, nosotros, espíritus libres del siglo XIX, vivimos aún de la fe cristiana, que igualmente era la fe de Platón: que Dios es la verdad y que la verdad es algo divino». El resultado de la autodestrucción de la razón ilustrada se denomina nihilismo. Sin embargo, según Nietzsche, el nihilismo abre espacio libre para un nuevo mito. Mas esto tampoco puede afirmarse con fundamento, ya que no se puede hablar en absoluto de la verdad. La cuestión es únicamente con qué mentiras se puede vivir mejor. Una famosa pintada decía: «Dios ha muerto. Firmado: Nietzsche». Y debajo de esto alguien había escrito: «Nietzsche ha muerto. Firmado: Dios». No obstante, algo permanece de Nietzsche: la lucha contra el nihilismo banal de la sociedad de la diversión, la conciencia concreta y sin esperanza que está significada en la representación de que Dios no existe. Y lo que queda teóricamente es la comprensión de una interna conexión entre la fe en la existencia de Dios y el pensamiento de la verdad y de la capacidad humana de verdad. Estas dos convicciones se condicionan mutuamente. Cuando surge por primera vez el pensamiento de vivir en el absurdo, entonces la reductio ad absurdum de la teoría lógica ya no representa refutación alguna. Ya no podemos argumentar para demostrar la existencia de Dios apoyándonos en la capacidad humana de verdad, puesto que ese argumento tan sólo es seguro bajo la hipótesis de la existencia de Dios. Podemos entonces sostener ambas cosas sólo si se dan a la vez. No sabemos quiénes somos, si bien sabemos quién es Dios, pero no podemos saber nada de Dios si no

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queremos percibir su huella, que somos nosotros mismos, nosotros como personas, como seres finitos, pero también libres y capaces de conocer la verdad. El rastro de Dios en el mundo, por el que hemos de orientarnos, es el hombre, somos nosotros mismos. Ahora bien, esa huella tiene la particularidad de que ella misma es idéntica a quien la descubre, esto es, que no existe independientemente de él. Pero si nosotros, cayendo víctimas del cientificismo, ya no nos creemos ni tan sólo a nosotros mismos, ya no sabemos quiénes y qué somos, si nos dejamos persuadir de que únicamente somos máquinas para la perpetuación de nuestros genes, y si consideramos nuestra razón únicamente como un producto ajustado por la evolución —lo que nada tiene que ver con la verdad— y, en fin, si a ninguno nos asusta la propia contradicción de estas afirmaciones, entonces no podemos esperar que haya algo que pueda convencernos de la existencia de Dios. Como se ha dicho, esa huella de Dios que nosotros mismos somos no existe sin que nosotros lo queramos, si bien es cierto que, gracias a Dios, Dios existe, es perfecto e independiente de nosotros, de nuestro reconocimiento y de nuestra gratitud. Únicamente nosotros podemos anularnos a nosotros mismos. La noción de imagen de Dios en el hombre, que corrientemente se utiliza tan sólo como metáfora edificante, está ganando hoy un significado inopinadamente más preciso. Imagen de Dios quiere decir capacidad de verdad. Ahí el amor no es otra cosa que la verdad realizada. El amor ciertamente se puede traducir así: hacer real al otro para mí. Ningún concepto tiene un significado tan capital en el mensaje del Nuevo Testamento como el concepto de verdad: «Para eso he nacido y he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad», responde Cristo a la pregunta de Pilatos sobre si Él era rey. Esa respuesta se sitúa, hasta hoy, junto a la pregunta de Pilatos: «¿Qué es la verdad?». La personalidad del hombre se mantiene o se derrumba según su capacidad de conocer la verdad. Existen hoy biólogos, teóricos de la evolución y neurocientíficos que ponen en duda esta capacidad. Yo no puedo entrar ahora en este debate, pero sí quisiera decir algo al respecto: cualquier visión puramente espiritualista del hombre es hoy asumida por el naturalismo. Pero para el naturalismo, sin embargo, el conocimiento no constituye lo que por él se entiende normalmente. El conocimiento, según el naturalismo, no nos instruye sobre la realidad, sino que consiste en adaptaciones útiles para la supervivencia en el ambiente en que nos desenvolvemos. Pero ¿cómo podemos saber esto si nosotros no podemos saber nada? Que el hombre es única y exclusivamente un ser natural y que procede de una vida infrahumana, constituye una idea letal para la autocomprensión del ser humano a no ser que se admita que su propia naturaleza ha sido creada por Dios, y que su origen se debe a un proyecto divino. Para esto no es necesario entender el proceso evolutivo —que, al igual que Darwin, prefiero entender de manera descendente— como un proceso teleológico, es decir, en forma tal que no acontece en él novedad alguna. Lo que desde la perspectiva de las ciencias de la naturaleza se ve como casualidad puede igualmente ser una intervención divina, que para nosotros es reconocible como un proceso dirigido a un fin. Dios obra igualmente a través de la casualidad o sirviéndose de las leyes de la naturaleza. Los biólogos hablan de «fulguración» y «emergencia» con objeto de conjurar lingüísticamente lo inexplicable. Creer en Dios significa disponer de un nombre para esa irrupción de lo nuevo —toda vez que en el fondo lo nuevo tan sólo se reduce a lo viejo—; ese nombre es «creación». La capacidad de verdad sólo se entiende como creación. Quisiera acudir a un último ejemplo que justamente presupone la propia verdad de Dios, es decir, a una prueba sobre la existencia de Dios que, por así decirlo, es «resistente» a Nietzsche; precisamente a una prueba extraída de la gramática, y más en concreto del llamado futurum exactum. El futurum exactum —el futuro segundo— en nuestra mente está ligado necesariamente con el presente. Decir algo de una cosa es decir que se realiza ahora, y tiene el mismo significado que si se hubiera producido en el futuro. En este sentido, cada verdad es eterna. Que en la tarde del 6 de diciembre del 2004 se hubieran reunido numerosas personas en la Escuela Superior de Filosofía de München para una conferencia sobre la racionalidad y la fe en Dios no sólo fue verdad aquella tarde, sino que siempre será verdad. Si hoy estamos aquí, mañana seguiremos habiendo estado aquí. Lo presente permanece siempre real como pasado del futuro presente. Pero, ¿con qué tipo de realidad? Podría decirse: está en las huellas mediante las cuales se produce esa influencia causal. Mas esas huellas se debilitarán progresivamente. Y huellas son solamente aquello que ellas han dejado tras sí mientras él mismo es recordado. En la medida en que el pasado sea recordado, no es difícil responder a la cuestión de qué tipo de ser tiene. Precisamente tiene su realidad en su ser recordado. Sin embargo, el recuerdo cesa en algún momento, y en algún momento puede que ya no haya hombres sobre la tierra. También la tierra desaparecerá al fin. Que a un pasado corresponda siempre un presente de ese pasado tendría que obligarnos a decir: con el presente consciente —y el presente sólo es tal en tanto consciente— desaparece también el pasado y el futurum exactum pierde su sentido. Pero eso no lo podemos pensar así exactamente. La frase: «En un futuro lejano ya no será verdad que nosotros estuvimos reunidos esta tarde», carece de sentido. Esto no puede ser pensado. En efecto, si anteriormente no hubiéramos estado aquí, entonces tampoco podríamos decir que ahora estamos realmente aquí, como consecuentemente afirma también el budismo. Si la realidad presente alguna vez no ha sido, entonces en modo alguno es real. Así pues, quien rechaza el futurum exactum también rechaza el presente. ¿De qué tipo es esa realidad del pasado, el eterno ser verdadero de cada verdad? La única respuesta posible se expresa así: Tenemos que pensar una conciencia en la que todo lo que sucede es asumido, una conciencia absoluta. Ninguna palabra habrá dejado de ser pronunciada alguna vez, ningún dolor no sufrido ni

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ninguna alegría no vivida. Lo contingente podría no haber ocurrido, pero si hay realidad entonces el futurum exactum no se puede obviar, y con él el postulado de un Dios real. «Yo temo —escribía Nietzsche— que no podremos escaparnos de Dios ya que todavía creemos en la gramática». Así pues, nosotros no podemos menos de creer en la gramática. También Nietzsche pudo escribir lo que escribió solamente porque lo que él quería decir lo confiaba a la gramática.

El imperio de la diversión

La calidad de una vida comienza a medirse por la cantidad de diversión que contiene

Uno de los rasgos que afectan medularmente a nuestra sociedad es el enorme auge del espectáculo, de la industria del entretenimiento y del comercio de la diversión. En estas semanas finales del curso académico un buen número de estudiantes se distrae de la tensión de los exámenes pensando que no harán nada de provecho en el verano, y eso es precisamente lo que más les atrae después de unas semanas de atención intensa al estudio. «Desconectar» es quizás el verbo que expresa mejor esa actitud ante las vacaciones, como si en nuestra vida ordinaria fuéramos máquinas de trabajar que se desenchufan al llegar el verano. Lo importante es distraerse, divertirse, desconectar de la rutina habitual. Esto es así a escala europea. Nuestro país se ha convertido en un destino turístico, elegido por más de 50 millones de visitantes al año. Se trata —dicen nuestros conciudadanos europeos— de un país divertido, en el que es posible pasárselo muy bien y además sin hacer un enorme gasto. Toda España viene a ser en el verano como un Disney

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World para adultos. De forma creciente el imperio de la diversión no se concentra exclusivamente en el verano, sino que se extiende a las demás temporadas del año, y no afecta sólo a la infancia y la juventud, sino que coloniza todos los estratos de la vida. Esto se advierte bien en los medios de comunicación, quizá particularmente en las cadenas de televisión. Los programas televisivos han dejado de tener una función formativa o informativa y se han volcado decididamente en el entretenimiento, «porque es lo que la audiencia pide» dicen los responsables. En este sentido, me impactó la escena de hace unas pocas semanas en la cárcel de Pamplona. Se trataba de una situación extrema, como son casi siempre las que ocurren en los márgenes de la sociedad. Un preso marroquí, de 36 años, eludió los controles de seguridad en un momento de descuido y se encaramó al tejado donde permaneció durante más de dos horas hasta que, con la ayuda de un psicólogo, fue bajado a la calle en la cesta de los bomberos. Durante el tiempo que estuvo en el tejado de la cárcel amenazó con suicidarse y en una crisis de ansiedad arrancó varias tejas que echó a los viandantes y rompió la antena de televisión del centro penitenciario. «Nos has quitado la poca libertad que teníamos», le gritaban los otros internos, que le insultaban e increpaban para que se tirara del tejado a la calle y terminara así con su vida. El enfado de los presos por haberles roto la antena era notable. Aquel recluso les había dejado sin televisión, que es la forma legal que tienen de evadirse de su reclusión, al menos por unas horas al día. Los ciudadanos libres que encuentran en la televisión el recurso habitual para desconectar, para liberarse de sus obligaciones, para no prestar atención a los demás, me dan todavía más pena que el recluso marroquí, pues muestran que, de forma voluntaria, se han sometido a una esclavitud de la atención que casi siempre les vacía y empobrece. Se trata —suele decirse— de descansar, de estar entretenido, de pasar el rato, pero todos sabemos que la distracción consiste casi siempre en prestar atención a cosas tan banales, en el mejor de los casos, como el cotilleo de los famosos o la vida privada de los invitados a los programas. En nuestra sociedad hay un miedo atroz al aburrimiento y lo combatimos con el entretenimiento que narcotiza la capacidad de atención. Lo superficial, lo epidérmico o lo efímero son el antídoto que convierte la existencia humana en un zapping vital. Las formas preferidas de entretenimiento son ahora aquellas que producen una gratificación inmediata y que en todo caso no exigen apenas esfuerzo. De forma creciente, la calidad de una vida comienza a medirse por la cantidad de diversión que contiene. Como en realidad no se puede ser feliz —vienen a decirse— vamos a intentar al menos vivir entretenidos, vivir sin padecer la angustia de la soledad existencial. Esta actitud, tan difundida en nuestra sociedad, que considera a la diversión como el objetivo final de la vida, convierte a la propia vida en un videojuego banal incapaz de dotarla de sentido. Quienes invierten su tiempo y su dinero en Second Life muestran la verdad de este diagnóstico. Viven una segunda vida en las pantallas de sus ordenadores porque no tienen una vida de primera, una vida real que merezca la pena, con sus penas y sufrimientos, pero también con sus gozos y alegrías.

Tiempo de agobios

"Estrés" o "agobio", un fenómeno que casi siempre puede remediarse aplicando un poco de inteligencia

Los tiempos que corren en la actualidad son para muchas personas un tiempo de agobios. No sólo se agobian quienes ostentan altas responsabilidades en los destinos de los países o en la compleja gestión de las grandes fusiones empresariales, sino que se agobia el tendero de la esquina, el chófer del autobús o la madre que acompaña a sus hijos al colegio. Los estudiantes se agobian por los trabajos que han de presentar, pero también por la acumulación de fiestas, de mensajes en el móvil o de llamadas perdidas. Los jubilados se agobian, porque muchas veces ya no tienen nada que hacer y toman sobre sí las responsabilidades de sus hijos o de sus nietos. De hecho, el "ando agobiado" o el "estoy agobiada" es una de las frases más recurrentes en la conversación ordinaria como expediente fácil para eludir las propias responsabilidades. Y también ocurre con frecuencia al recordar a alguien cuáles son sus deberes u obligaciones que se reciba como recurso exculpatorio un "por favor, no me agobie". Hace unas pocas semanas asistía a un congreso en una hermosa ciudad andaluza. El autobús, que debía recogernos en el hotel para llevarnos por la mañana a la sede del congreso, llegó con media hora de retraso. Era un día de mucha lluvia y con abundante tráfico, y en una maniobra poco feliz el enorme espejo retrovisor del exterior del autocar golpeó con

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un poste y se rompió. Hubo que parar para arreglar el desaguisado, mientras el conductor con fuerte voz y un marcado acento andaluz atribuía la causa de su impericia al "mardito eztré" al que —según él— la empresa le sometía. El estrés es el nuevo nombre del agobio. Mientras "agobio" parece tener su origen en el gibbus latino, giba, que lleva a pensar que la persona agobiada es la persona cargada de espaldas, con el stress anglosajón se hace más bien referencia a la tensión o la presión que una determinada situación plantea. Llamémosle "estrés" o "agobio", se trata de un fenómeno fácilmente identificable y que casi siempre puede remediarse aplicando un poco de inteligencia. Quienes lo padecen piensan que su causa está en el exceso de actividades que tienen, pero, de ordinario, los problemas de agobio nacen realmente de la falta de atención. Los "estresados" —como el chófer de mi autobús— se encuentran en ese estado de agitación que llamamos "estrés" por no haber prestado suficiente atención a la tarea que tenían entre manos. Más aún, si se observa con detenimiento se descubre fácilmente que quienes se lamentan de estar agobiados es, de ordinario, porque tienen su atención desparramada en varias actividades simultáneas, en lugar de concentrarse en una sola cosa. Es un notable error antropológico no advertir que si nuestra atención se dispersa en diversas tareas, incluso aunque sean placenteras o atractivas, los resultados son muchísimo más pobres que si atendemos a una actividad detrás de otra tratando de poner en cada una de ellas toda nuestra atención. Los seres humanos no somos máquinas multitarea, sino que alcanzamos nuestra plenitud cuando atendemos a una sola persona o a una sola actividad que ocupa por completo nuestro horizonte vital en ese determinado momento. Por ejemplo, quienes dedicamos nuestro trabajo a atender personas, a veces una detrás de otra y con un tiempo disponible limitado, hemos de tratar a cada una como si fuera la única del día, sin distraer nuestra imaginación con la persona a la que hemos de recibir después o con la actividad a la que al terminar la entrevista habremos de prestar atención. Esto requiere disciplina de la imaginación. Con carácter más general, podemos advertir que muchas personas trabajan pensando en las vacaciones y están de vacaciones pensando en el trabajo: siempre tienen la imaginación en otro lugar distinto al lugar y la tarea en la que realmente están y eso hace que vivan con una enorme insatisfacción la realidad cotidiana que tienen entre manos en cada momento. Un grupo de flamenco clásico se llamaba Hijos del agobio y refleja bien ese nombre esta característica de nuestro estilo de vida actual. Muchos de nuestros conciudadanos viven agobiados —así nos lo repiten constantemente— y muchas veces no saben la causa ni el porqué. Creen que es por el exceso de obligaciones o por los atascos del tráfico, pero realmente la causa de su estrés no está en el exterior, sino en el interior: están agobiados porque les falta tiempo por dentro para vivir el presente y así poder disfrutarlo, haciendo una cosa detrás de otra, con paz y con una sonrisa.