el deseo de escritura

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El deseo de escritura: hacia la deconstrucción del discurso patriarcal - Yadia Parada “Si la verdad no está en los anaqueles del Museo Británico, ¿Dónde, me pregunté, tomando una libreta y un lápiz, estará la verdad?” Virginia Woolf i En el presente trabajo se intentará realizar un acercamiento crítico a los textos El amante (ii), de Marguerite Duras y Orlando (iii), de Virginia Woolf, y una posible vinculación entre ellos. Esta conexión se planteará a partir de una temática que emerge del análisis de ambos textos y que será abordada como una problemática. En este sentido, la investigación no pretenderá aportar ninguna lectura definitiva ni cristalizar polémicas en torno a los textos. Por el contrario, pretende, a partir de una problemática, ofrecer posibles ejes o trayectos de lectura para poder profundizar en la producción de sentidos que los propios textos brindan. Al mismo tiempo, tendrá como objetivo el aporte crítico de nuevas asociaciones entre ambos textos, a partir de cuestiones que los atraviesan y los ponen en diálogo. Dicha problemática consiste en el deseo de escritura por parte del sujeto femenino. Los motivos del recorte temático surgen del interés personal en cuanto a importantes desafíos que aparecen a partir de las mencionadas autoras, asociados a la reconstrucción del discurso feminista, la renovación estética y el posicionamiento de la mujer como sujeto deseante. En relación a estas cuestiones, se evidencia en los textos una particular concepción de la escritura y del acto artístico. Se intentarán analizar ciertos elementos específicos y textuales, así como otros extratextuales, referentes tanto a los contextos de producción como a soportes teóricos subyacentes. Esto, con el objetivo de observar luego qué aportan dichos elementos a la institución del discurso femenino y qué implicancias conlleva ello. Asimismo, la hipótesis del presente trabajo radica en que el deseo de escritura por parte de la mujer y/o sujeto femenino –categorías que se intentarán definir en el desarrollo del mismo- funcionaría como un factor de trasgresión de lo instituido. En consecuencia, la escritura no surgirá como mero acto o labor de quien pretende reflejar ni comunicar la realidad ni la verdad, sino como camino de profunda búsqueda. En su tránsito, no solo se problematizan dichas categorías –realidad, verdad, hombre, mujer, entre otras-, sino también la posibilidad del sujeto de acceder al conocimiento y a la comprensión de las mismas. En este sentido, se transgrederá lo instituido a partir del intento de aprehensión, por medio de la escritura, de la multiplicidad de significaciones que cada representación ofrece. Así, ciertas categorías -que el dicurso patriarcal pretendía no solo universales,

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El Deseo de Escritura

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El deseo de escritura: hacia la deconstrucción del discurso patriarcal - Yadia Parada

“Si la verdad no está en los anaqueles del Museo Británico,

¿Dónde, me pregunté, tomando una libreta y un lápiz, estará la verdad?”

Virginia Woolf i

En el presente trabajo se intentará realizar un acercamiento crítico a los textos El amante (ii), de Marguerite Duras y Orlando (iii), de Virginia Woolf, y una posible vinculación entre ellos. Esta conexión se planteará a partir de una temática que emerge del análisis de ambos textos y que será abordada como una problemática.

En este sentido, la investigación no pretenderá aportar ninguna lectura definitiva ni cristalizar polémicas en torno a los textos. Por el contrario, pretende, a partir de una problemática, ofrecer posibles ejes o trayectos de lectura para poder profundizar en la producción de sentidos que los propios textos brindan. Al mismo tiempo, tendrá como objetivo el aporte crítico de nuevas asociaciones entre ambos textos, a partir de cuestiones que los atraviesan y los ponen en diálogo.

Dicha problemática consiste en el deseo de escritura por parte del sujeto femenino. Los motivos del recorte temático surgen del interés personal en cuanto a importantes desafíos que aparecen a partir de las mencionadas autoras, asociados a la reconstrucción del discurso feminista, la renovación estética y el posicionamiento de la mujer como sujeto deseante. En relación a estas cuestiones, se evidencia en los textos una particular concepción de la escritura y del acto artístico.

Se intentarán analizar ciertos elementos específicos y textuales, así como otros extratextuales, referentes tanto a los contextos de producción como a soportes teóricos subyacentes. Esto, con el objetivo de observar luego qué aportan dichos elementos a la institución del discurso femenino y qué implicancias conlleva ello.

Asimismo, la hipótesis del presente trabajo radica en que el deseo de escritura por parte de la mujer y/o sujeto femenino –categorías que se intentarán definir en el desarrollo del mismo- funcionaría como un factor de trasgresión de lo instituido. En consecuencia, la escritura no surgirá como mero acto o labor de quien pretende reflejar ni comunicar la realidad ni la verdad, sino como camino de profunda búsqueda. En su tránsito, no solo se problematizan dichas categorías –realidad, verdad, hombre, mujer, entre otras-, sino también la posibilidad del sujeto de acceder al conocimiento y a la comprensión de las mismas. En este sentido, se transgrederá lo instituido a partir del intento de aprehensión, por medio de la escritura, de la multiplicidad de significaciones que cada representación ofrece. Así, ciertas categorías -que el dicurso patriarcal pretendía no solo universales, sino también dadas a priori y perpetuadas ad eternam- serán resignificadas como representaciones. En este sentido, entendiéndose la representación en un sentido laxo, como “la imagen o idea que sustituye a la realidad” (iv), se desprende de esta concepción su intrínseca arbitrariedad, lo que la convertiría en una posibilidad entre otras. Es decir, la escritura femenina hará estallar lo monológico y monolítico del significante patriarcal con la idea de construir y reconstruir, al mismo tiempo que se enuncia un discurso, el desarrollo del propio sujeto, su verdad y su percepción del mundo. Así, la palabra aparecerá fundamentalmente como “camino para la búsqueda de la identidad” (Álvarez, 1981: 274).

“Escribir. El gran consuelo y la gran calamidad.”

Virginia Woolf (v)

Para un primer acercamiento a los contextos de producción de los textos, se tornan relevantes ciertos datos acerca de Woolf y Duras como escritoras empíricas y las posiciones que ocupaban respectivamente en sus entornos sociales como mujeres y escritoras. Por un lado, Woolf procedía de una familia victoriana de clase media y creció inmersa en la sociedad literaria londinense, por ser su padre, Leslie Stephen, un eminente hombre de letras. A su vez, Woolf pertenecía a “una sociedad monárquica, jerarquizada, muy esquematizada” y era una intelectual, cuando esto significaba “casi un sacerdocio” (Forrester, 1978: 23).

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No obstante, su generación, y particularmente el grupo de Bloomsbury del que formaba parte, se caracterizaron por la rebeldía contra los valores de su sociedad. Este grupo aparecía como “revolucionario, pero desde el punto de vista estético más que desde el punto de vista político” (25). Así, socialmente no dejaron de ser un “clan cerrado” (27), elitista. De esa circunstancia se desprende un factor que luego sería clave en la reflexión de Woolf acerca de la mujer y la narrativa: “Bloomsbury representaba gente de clase media que tenía tiempo para el ocio, un poco de dinero, servicio y agradables casas de campo” (26). Sobre este punto, basándose en su propia experiencia como mujer – escritora, Woolf hará girar, más tarde, su tesis: “para escribir novelas, una mujer debe tener dinero y un cuarto propio” (Woolf, 1959: 8).

Esta teoría de Woolf subyace tanto en Orlando como en El amante, lo que denota la filiación de Duras con las ideas woolfianas. Así, en Orlando, la condición aristocrática del protagonista y su “quieta vida de campo” (21) pueden apreciarse como las óptimas para el desarrollo de su labor artística. Ambos factores –dinero y tiempo de ocio- hubieran sido imposibles de conciliar en una mujer de la época victoriana, puesto que no solo se esperaba que la mujer se dedicase a criar hijos, sino que también se le negaba poseer el dinero que ganara (Woolf, 1956: 25). Estos dos factores, y no el hecho de no poseer suficiente genio, eran para Woolf las causas que tornaban imposible la existencia de una mujer que hubiera escrito, por ejemplo, las piezas de Shakespeare (Woolf, 1956: 47).

Por su parte, en El amante, los dos factores mencionados aparecen por su negativa. Es justamente la carencia de tiempo y dinero lo que impide, o al menos retrasa, la posibilidad de escribir que tanto ansía la protagonista. Ésta, a diferencia de Orlando, es una mujer pobre, obligada a vender su cuerpo por dinero desde muy chica. De este modo, puede apreciarse cómo las circunstancias materiales constituirían una importante barrera frente al potencial creador. En el derrotero de la muchacha indochina que desea escribir un libro, se evidencia de manera patente la limitación provocada por las “dificultades materiales” que “eran enormes; y las inmateriales aún peores” (Woolf, 1956: 53).

De esta manera, la actividad de Woolf como escritora y crítica de las poéticas existentes hasta su momento, implicaría un primer nivel en el que el deseo de escritura y discurso femenino intentan transgredir lo heredado. Lo mismo sucedería con Duras autora empírica. En su caso, el hecho tomaría otro matiz por el signo autobiográfico de su texto, en el que el deseo de escritura del sujeto femenino es explícitamente un mecanismo de ataque al cánon impuesto. Es decir, este primer campo en donde se intenta legitimar un poder otro, mediante una voz otra, diferente, sería lo que se podría denominar el campo autoral. De la mano de estas escritoras, ingresarán al discurso social –sus textos- diversos elementos y temáticas estéticamente revolucionarios. Los mismos habilitarían una profunda reflexión acerca de los discursos feministas vigentes y sus posibles representaciones estéticas.

Por su parte, El amante aparece en un contexto signado por la ruptura con la episteme de la modernidad y la “reescritura de la historia a través de lo posmoderno” (Chow, 1990: 68). Según Chow, puede postularse una “interpretación de la modernidad como una fuerza de expansionismo cultural cuyos presupuestos son no sólo emancipadores sino también eurocéntricos y patriarcales” (68). Por lo tanto, el discurso feminista, el lenguaje de la alteridad, encontraría en este contexto un espacio propicio para su intervención. Por esto mismo, “las feministas toman parte en el proyecto ontológico posmodernista de desmantelar los enunciados de la autoridad cultural” (70).

A su vez, Duras, emparentada con las ideas woolfianas acerca de la reconstrucción del feminismo, llevaría a su escritura la problemática del cuerpo femenino en clave de discurso erótico. Como contrapartida de las “prohibiciones que les impiden conocerse a sí mismas y sobre todo pensar en su cuerpo, hablar libremente de él” (Forrester, 1978: 69), Duras promovería el mencionado discurso del erotismo. En él, filtraría las críticas y denuncias hacia “la dominación occidental, masculina y burguesa” (Chow, 69) que el pensamiento modernista sustentaba.

Asimismo, este gesto de tomar la palabra desde la posición de alteridad a la que ha estado relegada la mujer, conllevaría casi inevitablemente lo que Woolf ha expresado como “la sensación de ser una condenada sobre la que cayese lentamente la guillotina” (Forrester: 32). Es en este sentido en el que se podría expresar que tomar la palabra equivaldría como gesto a tomar el poder, en donde “el inicio del poder de la mujer (…) tiene lugar cuando la mujer toma la palabra;

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porque cuando toma la palabra su hablar vuelve explícita una voluntad diferente y rebelde respecto del querer del hombre” (Brawer, 1990: 148).

“Al escribir sobre una mujer, todo está fuera de lugar.”

Virginia Woolf (vi)

Lo instituido en el imaginario social estaría constituido por discursos legitimadores de un sistema patriarcal, homogeneizante, totalizador, que no tomaría en cuenta las multiplicidades ni las diferencias, sino solo como formas degradadas de lo Mismo. Según Ana María Fernández, en el pensamiento moderno, el “a priori de lo mismo” funciona como principio de “ordenamiento que consiste en la segregación, la jerarquización inferiorizante de la alteridad. Por medio de este a priori, “lo mismo, al no poder pensarse nunca como lo otro, se ha transformado en lo único”, en el “eje de medida”, mientras que lo otro queda relegado como “márgen, negatividad, doble, sombra, reverso, complemento” (Fernández, 1993: 35).

Esto implica necesariamente cierta “violencia simbólica, ya que (…) invisibiliza las diferencias de sentido, de prácticas y posicionamientos subjetivos de los actores sociales; homogeneiza y por lo tanto violenta lo diverso”, a la vez que también “invisiviliza el proceso sociohistórico de su construcción” (Fernández, 1992: 21). Este movimiento estaría ocasionado por la llamada “falacia biologista”, por medio de la que se llegaría a atribuir a lo biológico lo que es producido por la cultura (Fernández, 1993: 41).

Por ese mismo motivo, los discursos femeninos, así como los feministas, comenzarían a operar como generadores de la crítica y el intento de deslegitimación del discurso oficial. También se los podría ver como catalizadores de los discursos marginales circulantes en la sociedad, como podrían ser los de las minorías raciales, étnicas y religiosas, o bien los de las clases bajas y desposeídas. Es por esto que “las transformaciones de sentido, lo instituyente, operan siempre con la resistencia de aquello consagrado, instituido, que hasta tanto no sea trastocado, opera como régimen de verdad” (Fernández, 1992:18)

Consecuentemente, el segundo nivel en donde se configura dicha transgresión sería el nivel textual. Allí, el deseo de escitura por parte de Orlando -como encarnación de una nueva sensibilidad- y de la muchacha indochina –como un sujeto que transita discursiva y socialmente desde las zonas marginales a las centrales- es el motor a partir del que se genera la subversión de los valores instituidos. Esto se produce por el hecho de constituirse otro orden lógico a través de un lenguje otro.

A su vez, Fernández explicita que en el imaginario social en que se instituye una sociedad, se establecen dispositivos de poder que exigen tanto sistemas de legitimación –discursos del orden- como prácticas extradiscursivas –soportes mitológicos, emblemas, rituales- (Fernández, 1993: 14-15). A partir de lo instituido socialmente, la lógica se permitiría formular “dos ecuaciones de tanta eficacia en nuestra cultura: Hombre=hombre y diferente=inferior” (Fernández, 1993: 13).

A partir de las mencionadas ecuaciones, puede inferirse la desventajosa posición de inferioridad a la que el discurso patriarcal –y la escitura como una de las formas de su discurso social- habría sometido a la mujer. Aquí se torna necesaria una instancia de reflexión en cuanto a lo que podemos entender por sujeto femenino, a partir de la crítica académica y a partir de lo que se desprende de los propios textos. Sobre esto, Fernández expresa la dificultad de “constituir un objeto teórico mujer”, frente a lo que propone “instituir el área mujer como un campo de problemáticas, de múltiples atravesamientos” (Fernández, 1993: 51). De esta manera, tanto en las autoras empíricas tratadas, como así también en los protagonistas de sus textos, podríamos observar cómo se atraviesan los planos, conformando una multiplicidad irreductible al concepto totalizador de la mujer.

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En Woolf -como autora empírica-, por ejemplo, la cuestión de ser mujer en una sociedad patriarcal se atraviesa con la cuestión de ser escritora en una sociedad donde el saber estaba confinado para el hombre. A su vez, estos planos se entrecruzan con el problema de su enfermedad mental, que fue una constante en su vida. Por otro lado, en el caso de Duras autora, la cuestión de ser una mujer blanca –europea- en indochina, se atravesaría, por ejemplo, con la cuestión de ser “de un rango social muy modesto en la jerarquía de la sociedad colonial” (Artal, 1996: 57). Este campo de múltiples atravesamientos es explicitado por Duras con respecto de su propia madre: “…ella estaba más cerca de los vietnamitas, de los annamitas que de los otros blancos” (Artal, 57). Al mismo tiempo, las cuestiones mencionadas se ven atravesadas por el conflictivo alcoholismo de la escritora. En cuanto a los personajes, la mencionada multiplicidad de planos se desarrollará luego.

Consecuentemente, este posicionamiento crítico concibe la mujer como una construcción, como una “ilusión social, compartida y recreada por hombres y mujeres. Punto de anclaje de mitos, ideales, prácticas y discursos por los que una sociedad (…) construye a La Mujer” (Fernández, 1993: 44).

La idea del carácter social de las diferencias basadas en el sexo torna pertinente la utilización del concepto de género, como “la entera creación social de ideas sobre roles apropiados de la mujer y del hombre”, es decir, “una categoría social que se impone sobre un cuerpo sexuado” (Cangiano – Dubois, 1993: 22). Desde este punto de vista, al poner el propio concepto en tela de juicio, se descartaría toda concepción esencialista, universalista y normativa sobre el ser y el deber ser de la mujer.

En este sentido, en los textos analizados de Virginia Woolf y Marguerite Duras, se evidencia la posición antiteórica y anticientífica de sus autoras, entendida por Elaine Showalter como “acto de resistencia contra la teoría, una confrontación con los cánones y juicios existentes” (Showalter, 1999: 77). Esta posición antiteórica se podría ver plasmada en los textos a partir de varias cuestiones.

Una de estas cuestiones es el género literario al que pertenecen los textos. Primeramente, el texto de Woolf aparece como una novela lírica. Este concepto plantearía una intrínseca paradoja, puesto que “no está definida esencialmente por un estilo poético o por una prosa refinada. (…) Es un género híbrido que utiliza la novela para aproximarse a la función del poema” (Freedman, 1972: 13). Este nuevo campo permitiría a la autora un margen de experimentación y de búsqueda, en el que el desarrollo no sería el de la diégesis, sino el de una sensibilidad. Sobre esta distinción, Freedman expresa que en la novela lírica (el escritor) “trabaja no en el desarrollo de un mundo de ficción, sino en la interpretación de objetos, sensaciones e incluso ideas, con inmediatez” (22).

Como condensación de esa relación “extraña y fascinante” de Woolf con la realidad (Forrester, 1978: 106), su novela lírica escapa a la clasificación tradicional de la novela. Esto permitirá que en los niveles del narrador y del personaje se operen cambios que responden a un nuevo orden, a una nueva sensibilidad.

En cuanto a la instancia narradora, se aleja de la objetividad realista para aparecer como voz con constantes marcas de subjetividad. Este tipo de narrador funciona a la vez como un personaje, simulando ser el biógrafo de Orlando. En este sentido, las categorías de narrador, personaje y biógrafo no se delimitan claramente. Esta característica distanciaría la novela lírica de Woolf de su antecedente realista. En éste, por el contrario, la ilusión mimética permitía la aprehensión un sujeto homogéneo y claramente delimitado como categoría dentro un texto.

El juego entre las categorías literarias tradicionales entra en relación con la “disolución de la unidad subjetiva” (Piña: 1999: 115). Dicha disolución permitiría pensar como implicatura necesaria la disolución de la categoría de la mujer. Es por ello que desde este malestar de clasificación se comienza a legitimar en el texto un nuevo orden. En él, se relativiza el punto de vista, puesto que en la tarea del biógrafo se recrea el proceso de escritura y sus estrategias narrativas, sus recortes y sus limitaciones.

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Al comienzo del relato, el supuesto biógrafo pretende exponer ordenadamente la normativa de su oficio. Así, se aprecia su insistencia en cuanto lo que debe y puede hacer como biógrafo: “…es lícito que el biógrafo haga notar que…” (15); “Aquí, en verdad, revelaremos rudamente, como lo puede un biógrafo, una curiosa característica suya…” (24).

Sin embargo, su tono comienza a dejar la objetividad de lado, y a medida que transcurre su discurso, va economizando detalles y otorgando más responsabilidad al lector como co-autor de su relato: “vio…pero sin duda el lector puede imaginarse la continuación de este párrafo…”(85); “…se desató en imágenes, de las que apenas elegimos un par de las más tranquilas”(91); “y así acabó por alcanzar su conclusión final, que era de la mayor importancia, pero que omitiremos, pues ya hemos excedido nuestro límite original de seis líneas”(254); “la culpa es del lector por escuchar a una dama que habla sola”(271). Este gesto por parte de la voz narradora, en el que apela a la cooperación del lector para no solo actualizar, sino también completar significados, puede relacionarse con la concepción del lector como aquél que debe realizar “ciertos movimientos cooperativos, activos y conscientes” en el proceso de lectura (Eco, 1981: 74). Es así como se insta a la “participación sistemática” del lector, convertido en “co-creador” de la obra (Lipovetsky, 1986: 102). De esta manera, se observa que la necesidad y el surgimiento de una nueva forma narrativa conllevan inevitablemente la necesidad de postular un nuevo tipo de lectura. Esto lo habría vislumbrado Woolf, por lo que insta a “colaborar con el autor, ser su cómplice” (Woolf, 1929: 48). Este rasgo situaría al texto de Woolf en los umbrales posmodernos, por lo que podría considerárselo como uno de sus elementos estéticamente revolucionarios.

Por otro lado, en ciertos momentos esta voz narradora toma parte en la configuración de las anécdotas: “¿dónde estamos ahora? (…) Sí, es Kew. Bueno, que sea Kew. Aquí estamos en Kew…” (255); “…a menudo hemos debido conjeturar, suponer y hasta invocar la imaginación.”(105). Este factor no solo lo aleja de la debida objetividad que requeriría su labor, sino que además funcionaría como una crítica a la concepción positivista acerca de la posibilidad de reconstruir un pasado con criterios de verdad.

Asimismo, realiza comentarios de efecto humorístico que desestructuran y desacralizan la escritura: “…si la literatura devoraba tantos banquetes, ya estaría muy corpulenta” (253); “Es verosímil suponer que cuando se habla en voz alta, los yo (…) sienten su división, y se están llamando, pero que al efectuarse la comunicación se quedan silenciosos” (273). En los ejemplos citados, la desacralización podría vincularse a cierto intento de deslegitimar y desautorizar las versiones oficiales acerca de la función de la literatura en la sociedad occidental y la concepción del sujeto homogéneo, respectivamente.

Por último, el siguiente ejemplo resumiría el caos en el que concluye la tarea del biógrafo: “…qué descorazonador es para su biógrafo que esta culminación hacia la que tendió todo el libro, esta peroración que iba a coronar nuestro libro, nos sea arrebatada en una carcajada casual…” (271). De los pasajes anteriores se desprende la cuestión de que esta categoría híbrida del texto de Woolf construiría su saber y se refuncionalizaría a través de su propia escritura. Una cuestión similar se observará, más adelante en el presente trabajo, con respecto al personaje de Orlando.

En cuanto a El amante, el género literario aparece también como una problemática. Primeramente, este texto podría incluirse en el género autobiográfico, definido como el “relato retrospectivo en prosa que una persona hace de su propia existencia, poniendo énfasis en su vida individual y, en particular, en la historia de su personalidad” (Lejeune, 48). A pesar de que se utilizan estrategias y recursos de la autobiografía tradicional, aparecen elementos que excederían dicho género.

En primer lugar, en la autobiografía tradicional, según Lejeune, el nombre propio tiene una importante función, puesto que “en ese nombre se resume toda la existencia de los que llamamos el autor: única señal en el texto de una realidad extratextual indudable”. En él “es donde persona y discurso se articulan antes incluso de articularse en la primera persona” (51). Así, el hablante textual es identificado como el autor, que refiere al sujeto verificable extratextualmente. Este aspecto establecería el llamado “pacto autobiográfico”, por medio del que se produce “la afirmación en el texto de esa identidad, y nos envía en última instancia al nombre del autor sobre la portada” (53). Sin embargo, en este primer aspecto aparece un factor desestabilizante: la ausencia de nombre propio dentro del texto y la ausencia de firma. Solo se reponen ciertos datos de la situación contextual, como el lugar y la fecha de producción: “Neauphle-le-Château, París, febrero-mayo de 1984”.

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En segundo lugar, en la autobiografía las categorías de autor textual, narrador y protagonista coinciden en una misma identidad. Esta identidad es asumida por parte del autor, cuya “existencia queda fuera de duda” (Lejeune, 51). Este hecho establece explícitamente el pacto autobiográfico con el lector, que realizaría a partir de allí una determinada lectura que define al género en cuestión, transformándolo en un “género contractual” (60).

No obstante, en el texto de Duras, el pacto autobiográfico se presenta de manera inconsistente, ya que constantemente se despliegan estrategias que permiten ingresar la duda acerca de la identidad del sujeto hablante. Esto se produciría porque, al igual que en Orlando, “la subjetividad se halla negada como principio unitario” (Piña: 114), siendo ésta una de las características que situaría al texto en la narrativa posmoderna. Consecuentemente, al negarse en el texto el principio unitario que, en el discurso de la modernidad, constituiría al sujeto, se niega también la posibilidad de toda esencia inherente al mismo.

A partir de estas cuestiones, este discurso autobiográfico excedería al de una autobiografía tradicional, puesto que adquiere “un ritmo discontinuo y redundante, tributario de la introspección y del análisis personal” (Del Prado Biezma, 216). En este sentido, transmitir lo anecdótico no sería lo esencial ni el objetivo de esta “saga de uno mismo” (Repetto: 217), sino la construcción del sujeto de enunciación a partir de su discurso.

De esta manera, se explicita la vacilación en cuanto a la posibilidad de una historia que reconstruir: “La historia de mi vida no existe. Eso no existe. Nunca hay centro. Ni camino, ni línea. Hay bastos caminos donde se insinúa que alguien hubo, no es cierto, no hubo nadie” (14). Así, ingresan en este texto características posmodernas, como son la “liquidación de las referencias fijas y de las oposiciones exterioridad-interioridad, puntos de vista múltiples (…), espacios sin límite ni centro” (Lipovetsky, 1986: 100). En relación a ello, y contrariando la condición de veracidad que la autobiografía supone, aparece en este texto un discurso que remeda la versión frente a la verdad, lo fragmentario del recuerdo frente a toda pretensión totalizadora. En cuanto a dicha condición de veracidad en el pacto autobiográfico, se produciría en tanto “el autobiógrafo nos cuenta (…) lo que solo él nos puede decir” (Lejeune, 57).

A su vez, el anuncio de la protagonista a cerca de la imposibilidad del relato certero acerca de su vida, anticipa al lector acerca de “la irrelevancia semántica del nivel de los acontecimientos –hechos históricos- y (…) de la importancia del nivel discursivo” (Del Prado Biezma, 216). Este hecho es llevado al extremo cuando la narradora pone en duda incluso la propia instancia de escritura: “Nunca he escrito, creyendo hacerlo” (36). La idea de lo inaprehendible de la realidad, de los hechos, se evidencia -por la negativa- en la posibilidad de recontruir la historia de vida solamente en y por la escritura. Esto, lo explicita Duras, al decir, a propósito de su propia historia, que “ya que soy una escritora, no tengo historia, o mejor dicho, solo tengo historias en la escritura” (Artal, 1996: 56).

Asimismo, en el texto se explicita lo que no aconteció en la realidad pero pudo haber acontecido, instancias a las que la narradora parece otorgar el mismo estatuto. Estos pasajes en que se evidencia cómo la protagonista va construyendo su versión de la realidad, se plasman en el discurso como imágenes: “La imagen se destacó y alcanzó su punto álgido. Pudo haber existido (…) Pero no existe (…) No ha destacado, no ha alcanzado su punto álgido” (17); “La ambigüedad determinante de la imagen radica en ese sombrero” (20); “Esta foto es la que más se aproxima a la que no se hizo a la joven del transbordador” (21). En estas imágenes es explícita la reposición que hace la narradora de detalles que no recuerda cabalmente: “No se me ocurre qué otros podría llevar ese día, o sea que los llevo” (19). Dicha reposición en el discurso, torna lo dudoso en certero, por el solo hecho de enunciarse.

De esta manera, ingresa la idea de artificio, como simulacro que responde a un orden diferente que muestra la “contingencia, relatividad y no definitividad del mundo “real”” (Vattimo, 1990: 86): “A esa falta de haber sido tomada debe su virtud, la de representar un absoluto, de ser precisamente el artífice” (17). Esta idea de artificio puede ser ampliada como metáfora del texto en su totalidad, como sinónimo de la escritura autobiográfica que “obliga a un discurso siempre abierto, nunca definitivo; ejercicio, gimnasia destinada a ser constantemente cuestionada y reemprendida casi hasta el desaliento” (Del Prado Biezma, 218). Dicha escritura se enmarca, como ya se mencionó, en un contexto de producción

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posmoderno, en donde la imposibilidad de acceder a la verdad y la inexistencia de una objetividad cognoscible deriva en una “deliberada explotación de la ambigüedad y la incertidumbre” (Piña, 114).

Por otro lado, la narradora utiliza para relatar sus memorias dos personas gramaticales que fluctúan en el texto, éstas son la primera y la tercera persona del singular. Puede observarse en el texto cómo se hace uso aleatorio, es decir sin un patrón definido, de estas dos personas, incluso dentro de un mismo párrafo, como en: “evitar que esa chiquilla se pierda” -3º persona-, “tiene miedo de que me mate” -1º persona-, “su hija deshonrada.” -3º persona-, “Lloro con ella” -1º persona-, “la pequeña está desnuda” -3ºpersona- (76-77).

A partir de esto, puede verse que el uso de la tercera persona produciría un efecto de distanciamiento por parte de la narradora, con respecto a lo que ella misma ha sido en su pasado. A causa de esta distancia “el yo, aparentemente familiar, se convierte en otro, en un extraño” (Smith, 97): “De repente me veo como otra, como otra sería vista, fuera.”(20-21). No obstante la propuesta de Lejeune prohibiría confundir “los problemas gramaticales de la persona con los problemas de identidad” (Lejeune: 49), en el texto de Duras esta fluctuación de personas gramaticales estaría más allá de un mero juego discursivo.

Contrariamente, es uno más de los factores a partir de los que el sujeto femenino estaría construyéndose y construyendo su conocimiento discursivamente. Este hecho se da también porque no solo es ella quien se enuncia como otro, sino también su madre y el chino: “El terror (…) provenía de que estuviera sentada allí donde estaba sentada mi madre en el instante en que se produjo la sustitución…” (109); “Para mí él se había convertido en otra cosa. (…) La sombra de otro hombre debió cruzar también por la habitación…” (125). Esta concepción es llevada al extremo cuando se niega el propio conocimiento de su historia: “Ella, la muchachita blanca, la pequeña, nunca se enteró de esos acontecimientos” (146). La idea de uno convertido en otro, y el otro convertido a su vez en otro, remeda cierta multiplicación especular por medio de la que se disuelven completamente los límites de la unidad subjetiva. Esto entraría en relación con la concepción posmodernista de los “límites que se disuelven” (Chow, 1990: 68), como se ha observado anteriormente con respecto a las categorías narradoras y, luego, a los personajes.

Asimismo, se observa que en ciertos momentos la voz narradora en su discurso se apropia de otras voces. Éstas aparecen sin mediatización alguna, por lo que podría relacionarse con la idea de que “todo yo es la articulación de una intersubjetividad estructurada dentro y alrededor de los discursos de que dispone en cada momento, es decir que el yo inscrito en la autobiografía se constituye a través de las voces polifónicas del discurso” (Smith: 97). Ejemplos de ello son: “Para ti necesitaremos la enseñanza secundaria” (11) –donde se apropia de la voz de su madre-, “Pero usted ya sabe lo que es eso, está clavada a su pipa de opio frente al río desde hace diez años” (47) –se apropia de la voz de un hombre-, “No crea, ese sombrero no es inocente, ni tampoco el carmín de los labios. (...) Los hermanos, unos golfos.”(112) –se apropia de la voz de un empleado de Sadec-.

En estos pasajes, puede observarse que las voces apropiadas por la protagonista son parte de un discurso de censura. Dicho discurso formaría parte del sistema de legitimación de la sociedad patriarcal. El apoderarse de estas voces, sería un gesto de la protagonista por medio del que dicho discurso aparecería deslegitimado, puesto en duda, relativizado. Por estos motivos, se le otorgarían a estas voces la categoría de mera versión y no de verdad.

Por otra parte, la construcción subjetiva se produce en la brecha temporal entre los sucesos que narra la autobiógrafa y su situación presente, por el relato no lineal de los acontecimientos. Para relatar sus memorias, ella debería dar su versión e interpretar los acontecimientos de su vida, filtrándolos y seleccionándolos, puesto que “recuperar el pasado (...) es (...) una interpretación de la experiencia anterior” (Smith: 96). Sin embargo, como la constitución del sujeto hablante no es homogénea, sino heterogénea y plural, la interpretación de los hecho no aparece como única ni definitiva.

Con respecto a sus memorias, éstas aparecen fragmentariamente y son narradas alternando el tiempo pasado, presente y futuro –a manera de anticipación en el texto-, como se observa, respectivamente, en estos ejemplos: “Vi como se apoderaba de mis rasgos uno a uno”(10), “Estoy en un pensionado estatal”(11), “durante un año y medio, hablaremos de

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este modo”(64). Más aún, se altera la linealidad se los acontecimientos, por ejemplo, cuando narra sobre la muerte de su hermano y luego introduce un pasaje con él.

A partir de la imposibilidad de conocimiento de la propia historia, se observa cómo lo que debería ser un proceso interpretativo y selectivo de la memoria es llevado a cabo como un proceso imaginativo, creativo, irracional. Estos factores ingresan al discurso, desde donde la protagonista intenta conjurar su soledad y alcanzar su deseo de escribir libros en un futuro: “…ya no estoy sola desde que dejé la infancia, la familia del Cazador. Escribiré libros.”(130). En este punto, se diferencia del protagonista Orlando porque el deseo de escribir no se concreta en el texto, ni tampoco la condición de ser madre, puesto que tiene un hijo muerto al nacer. Sobre esto aparece una sola alusión explícita en el texto: “…a mi hijo muerto al nacer nunca lo conocí…” (130).

Esta instancia de ser madre, frustrada en la protagonista, podría relacionarse con la idea woolfiana de que “matar al Ángel del Hogar forma parte de la tarea de la mujer escritora” (Forrester, 1978: 73). En este sentido, como transgresora de su sociedad, la protagonista parece querer alejarse de todo lo que ésta impone como obligación natural de la mujer: casarse, tener hijos. En cambio, desea escribir, contrariando los consejos de su madre.

Relacionado a ello, podría observarse que la protagonista, si bien no halla la manera de romper totalmente con lo impuesto al no poder escribir –al menos hasta su traslado a Europa-, logra transformar el interés material de su madre hacia el chino y la obligación que indirectamente le imponen –tener sexo por dinero- en una forma de suvbersión. Esto se daría, en primer lugar, puesto que aparece como un gesto por medio del que la protagonista lograría transgredir el decoro que la sociedad patriarcal impone a la mujer. Es decir, transgrede “aquella horrorosa tradición doméstica que obligaba en nombre del decoro a una mujer de talento a dedicar el tiempo a perseguir escarabajos y fregar sartenes” (Woolf, 1929: 23).

En segundo lugar, porque logra disolver lo monolítico de los límites entre el yo y el otro y, en cierto sentido, la concepción eurocéntrica del sujeto no blanco como lo marginal al intercambiar en determinados momentos los roles entre ella y el chino. En este sentido, se explicita que jerárquicamente ella debiera ser superior al chino por ser blanca, puesto que “él era chino y esa clase de amantes no debía ser motivo de llanto” (139). No obstante, al partir hacia Europa la protagonista cree reconocer la posibilidad de “haberle amado con un amor que le hubiera pasado inadvertido (…) y que lo reconocía sólo ahora en este instante de la música lanzada a través de la mar” (142-143).

En el caso de esta protagonista, el tema del dinero se encuentra en estrecha relación con el motivo de la honra. Para ella, conseguir dinero implica directamente posicionarse como un sujeto marginal ante los ojos de una sociedad estamentada y conservadora. De esta manera, se problematiza la ecuación que Woolf proponía para poder escribir, ya que en El amante, el dinero no promueve el acceso de la protagonista a la tarea de escritura. Por el contrario, al necesitar el dinero por motivos de supervivencia, no la liberaría sino que, al menos en principio, la sumergiría en algunas de las obligaciones que la sociedad impondría al sexo femenino.

En base a la explicación psicoanalítica e histórica expresada por Smith sobre la autobiografía escrita por mujeres, puede verse cómo en el texto se evidencia dicha actitud transgresora por parte de la protagonista, que se plasma en “la relación problemática de la mujer con el lenguaje, el deseo, el poder y el significado” (99). Uno de los factores de trasgresión es el mencionado deseo de escritura muy reiterado en el texto, que es mal considerado por su madre: “Está en contra, escribir no tiene mérito, no es un trabajo, es un cuento –más tarde me dirá: una fantasía infantil” (31), “en lo más profundo de mi esencial certidumbre, sé que más tarde escribiré” (96). Este deseo de escritura reposicionaría al sujeto femenino desde un lugar periférico a un lugar de poder con respecto al resto.

Desde ese lugar, se concibe la posibilidad de que dicho sujeto posea un saber. Este saber constituiría una herramienta esencial para poder aprehender las verdades subjetivas y las del mundo. A partir de allí, trasgredir lo instituido sería algo factible. La protagonista parece consciente de esta ventaja que la diferencia de las demás mujeres: “Ese faltar de las mujeres a sí mismas ejercido por ellas mismas siempre lo he considerado un error. No se trataba de atraer al deseo. Estaba en quien lo provocaba o no existía” (29). En este pasaje puede observarse la concepción de la mujer no como un objeto de

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deseo, sino por el contrario, como un sujeto deseante. A la vez, en el ejemplo anteriormente citado, se evidencia la idea de que para el cambio en la mujer, un factor importante sería la propia decisión. Por lo tanto, este hecho desestimaría la concepción esencialista y patriarcal de la diferencia femenina como sinónimo de inferioridad.

Estas posiciones de sujeto y objeto aparecen, como se ha mencionado anteriormente, no como definitivas, sino como “intercambiables” (Chow, 68), dependiendo de las situaciones que se establecen y las relaciones que la protagonista entabla. Por ejemplo, aparecería como un sujeto frente al chino, por su capacidad de desear, de amar, de saber y de actuar. Sin embargo, se posicionaría como un objeto frente a su hermano mayor. Más aún, su subjetividad junto con la del chino se anulan frente al hermano mayor, que se transforma en ley y censura para ambos: “En presencia de mi hermano mayor, deja de ser mi amante. No deja de existir, pero no me es nada. Se convierte en un espacio quemado. Mi deseo obedece a mi hermano mayor, rechaza a mi amante.” (69)

Al mismo tiempo, el posicionamiento del sujeto femenino como sujeto deseante contariaría, al menos, dos de los mitos circulantes en los discursos acerca de la mujer. Estos son: el mito de “la pasividad erótica femenina y el del amor romántico” (Fernández, 1992: 19). En relación a esto, puede observarse que como sujeto deseante fusiona el deso sexual con el deseo material: “Descubro que le deseo. (…) Me dice: has venido porque tengo dinero. Digo que le deseo así, con su dinero” (53). De esta manera, se estaría trastocando parte de las prácticas extradiscursivas, en este caso los mitos sociales, que funcionan como dispositivos de poder en el imaginario social.

Por otra parte, el poder de saber por parte de la protagonista aparece estrechamente relacionado al poder de la palabra. Esto la jerarquiza con respecto a los demás: “como no sabe decirlo por sí mismo, lo digo yo en su lugar, porque no sabe” (57), “todavía no sabe lo que yo sé, nunca sabrá lo que yo sé” (93), “Creo que me corresponderá a mí saber lo que ocurrirá” (108). Esta jerarquía se vería acrecentada por el hecho de ser blanca y poder descalificar al amante por su condición de chino: “…se da por sentado que no le amo (…). Eso ocurre porque es chino, porque no es blanco.”(67). Sin embargo, el explicitar que tal situación “se da por sentado” no implicaría necesariamente que ella lo contemple así, sino que en ese momento se ve atravesada por el discurso de la sociedad, al que finalmente se logra oponer.

Por otra parte, la relación de la narradora con su familia aparece como problemática. A partir de esta relación, se evidencia el deseo de trasgresión a lo instituido, que se produce desde varios aspectos. Uno de ellos es el hecho de contradecir los deseos de la madre sobre estudiar matemáticas: “Dice con dureza: después de las oposiciones de matemáticas, si quieres, escribe…” (30). En este sentido, las matemáticas en contraposición a la escritura aparecen como posibles metáforas de la lógica patriarcal, lo socialmente aceptable, lo monolítico, frente a lo instituyente, lo que fluctúa, el lugar desde el que se puede acceder a un nuevo orden.

A partir de ello, se tornaría patente en el texto la función de la escritura como objeto de deseo, puesto que “la feminidad está inscrita en él: como continuidad, lo inconsciente, lo rítmico, lo arcaico” (Weigel, 1986: 93). A través de este objeto de deseo se liberarían en el sujeto de enunciación nuevos y distintos sentidos y significados a partir de los que transgredir el pensamiento lógico. Esto se evidencia tanto en el personaje de Orlando y su labor de escritor, como en la protagonista de El amante y su deseo de escritura.

En otro orden de cosas, se observa la función de la madre como la figura contraparte de la protagonista. Por un lado, esto se aprecia por medio de la actitud hipócrita de la madre. Ésta aparece caracterizada como la directora de una escuela en la colonia francesa. A su vez, viste decorosamente y a pesar de haber instado a la hija a ser prostituta, la censura públicamente: “la madre permite a su hija salir vestida de niña prostituta” (35); “…que su hija es una prostituta, que va a echarla fuera de casa, que desea verla reventar (…) que está deshonrada, una perra vale más” (76). A su vez, el detalle de la forma de vestir de madre e hija aparece como un signo que las distancia en extremo.

Así, mientras que la madre se viste “tan formal como una viuda, vestida de grisalla como una monja enclaustrada”, la adolescente viste “el sombrero de hombre y los lamés dorados”, lo que se explicita como una “payasada” desde la óptica materna (34). Cabe destacar la elección de los vocablos “viuda” y “monja” para calificar lo concerniente a la madre. Esto

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connotaría la idea de la madre como una mujer asexuada en cuanto a la cancelación del deseo por un hombre, solitaria. Ello se relaciona también con el decoro que la madre aparentaría ante la sociedad.

Por otro lado, la figura de la madre como contraparte de la protagonista se podría apreciar por medio de la actitud crítica de la protagonista ante la historia de aquélla: “Pertenecemos a esa sociedad que ha reducido a mi madre a la desesperación” (72); “El súbito espanto en la vida de mi madre” (76). En este punto, la importancia de la historia familiar no residiría en su carácter privado, sino, por el contrario, en ser una excusa para expresar un “carácter más crítico del vivir social” (Woolf, 1929: 170). Esto se produce por que la figura de la madre encarnaría la lógica y los valores de la sociedad, del matrimonio y la escala social. Frente a ello, la protagonista encarnaría lo marginal que se torna un elemento instituyente y transgresor. El medio para ello sería, en primera instancia, un saber, y en segundo lugar, la escritura de ese saber. Estos factores se tratarán más adelante en el presente trabajo.

A su vez, el rol de la madre se complementa con el del hermano mayor: ley, lógica y censura: “...de ese hermano mayor (...), de ese velo negro ocultado el día, de la ley por él representada.”(14); “he tenido el valor de ir al encuentro de lo prohibido por mi madre” (52). En esta relación complementaria entre madre y hermano mayor se plasma cierta situación edípica: “Quería matar a mi hermano mayor. (...) Para quitar de delante de mi madre el objeto de su amor”(12), “Ella pidió que los enterraran juntos.(...) Están los dos en la tumba, sólo los dos”(102).

Con respecto a este tema, Smith se expresa sobre “las interrelaciones entre lo textual y lo sexual que existen en la autobiografía femenina” (96), y explicita que la “autobiógrafa que habla como un hombre se convierte esencialmente en una “mujer fálica”” (100). Cabe destacar en cuanto a la denominación de “mujer fálica”, que la noción de “falo” aparecería allí como un referente simbólico, cuya función es también simbólica, tanto en el hombre como en la mujer (Dor, 1985). Esta función estaría relacionada con la cuestión del tener. En el caso de la protagonista, dicha cuestión se podría asociar al hecho de tener la palabra, lo que implicaría tener el poder con respecto a los demás.

En el texto, la masculinidad de la protagonista se plasma, además, por “el sombrero de hombre” (34) que usa. Asimismo, por el poder casi viril que ejerce sobre su amante, intercambiando con él, en ciertas oportunidades, los roles. Éstos serían los que, en la sociedad patriarcal, el imaginario social fijaría para cada cuerpo sexuado, es decir: el hombre activo, racional, fuerte; la mujer pasiva, sensible, débil. Este intercambio de papeles puede verse en los siguientes ejemplos: “el hombre está en sus manos” (47), “ella lo atrae hacia sí y empieza a desnudarlo”, “Él gime, llora” (51), (él) “se había quedado sin energía alguna, sin potencia alguna” (137). Una vez más, se desdibujan los límites establecidos socialmente para cada sexo y, en consecuencia, se trastoca el basamento de la episteme de lo Mismo.

En relación a la cuestión genérica de estos dos textos se observa entonces que no son clasificables a partir de las categorías tradicionales. Por el contrario, al exceder aquéllas, invitan a una lectura desde otro lugar. Ese lugar otro permitiría repensar la cuestión formal del texto, donde “la experiencia y la percepción femeninas determina la forma” (Bovenschen, 1986: 50). De esta manera, la experiencia y percepción femeninas encontrarían una de las vías para instituir significados, inscribiéndose en el discurso y mutando su estamento formal.

Otra de las cuestiones que permite la lectura de ambos textos desde la antiteoría y que ingresa la cuestión de la escritura femenina como factor de trasgresión es la configuración del protagonista. En El amante, éste coincide, como ya se ha dicho, con la categoría del narrador. Asimismo, tanto Orlando como El amante presentan protagonistas desde los que se ponen en cuestionamiento las categorías de Hombre y Mujer. En cada uno de los textos, estos conceptos aparecen en estrecha relación con el contexto intratextual, lo que denotaría su valor no como absoluto, sino como una construcción epocal, que puede ir mutando diacrónicamente.

En primer lugar, Orlando comienza con una rotunda afirmación, por parte de la voz narradora, sobre el sexo del personaje: “Él –porque no cabía duda sobre su sexo…” (11). Cabe destacar la importancia de este pronombre con el que se inaugura el relato. Así, la metamorfosis y el devenir de él en ella serán las cuestiones en torno a las que girará el texto y el misterio al que, tanto el personaje como su biógrafo-narrador, se enfrentarán con cierta naturalidad.

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Inmediatamente, se da lugar a una fundamentación de la masculinidad del personaje a partir de su linaje: “El padre de Orlando, o quizá su abuelo, la había cercenado de los hombros de un vasto infiel…”; “Los padres de Orlando habían cabalgado (…) y habían cercenado de muchos hombros, muchas cabezas de muchos colores…” (11); “Sus abuelos habían sido nobles desde que empezaron a ser” (12).

De ello se desprende una actitud por parte del narrador, una visión esencialista sobre lo que debía ser y hacer Orlando como varón noble de la época isabelina. Sin embargo, esta visión no se mantendrá a lo largo de todo el texto. De esta manera, los pilares que sustentan esta concepción esencialista del sexo se van desmembrando para dar lugar al discurso de una experiencia. Es allí donde podríamos ver filtrarse, en la voz narradora la voz autoral, aseverando que “ninguna época ha tenido una conciencia tan estridente del sexo como la nuestra” (Woolf, 1956: 96).

En este texto, la primera mención explícita de una indeterminación o confusión en cuanto al sexo se da con la aparición del primer amor de Orlando, la Princesa Rusa: “…vio salir del pabellón (…) una figura –mujer o mancebo, porque la túnica suelta y las bombachas al modo ruso, equivocaban el sexo- que lo llenó de curiosidad”(32); “el muchacho –porque, ¡ay de mí!, un muchacho tenía que ser…”; “Orlando estuvo por arrancarse los pelos, al ver que la persona era de su mismo sexo”; “Era una mujer”(33); “Vendría sola, con su capa y sus pantalones, con botas como un hombre”(51).

En cuanto al cambio de sexo en el personaje, éste se narra con cierta naturalidad: “Orlando se había transformado en una mujer (…) Pero, en todo lo demás, Orlando era el mismo. El cambio de sexo modificaba su porvenir, no su identidad. (…) Biólogos y psicólogos resolverán.”(121). Esta postura anticientificista de relatar un fenómeno inverosímil y científicamente imposible, es exacerbada con una especie de sátira de las virtudes morales personificadas: “…la Castidad, la Pureza y la Modestia, inspiradas, sin duda, por la Curiosidad, espiaron por la puerta y arrojaron a la forma desnuda una especie de toalla que, desgraciadamente, le erró por unos centímetros” (121). Este hecho genera un efecto humorístico y desacraliza toda pretensión de verosimilitud realista, a la vez que parodia el discurso cristiano: “…la todavía muy numerosa (alabado sea Dios) tribu de los decentes; que prefieren no ver; anhelan no saber (…) ¡Vamos, Hermanas, vamos! Éste no es lugar para nosotras” (120).

En esta “gramática propia” de Woolf (Forrester, 1978: 38) es posible la aparición de este personaje del que conocemos treinta y seis años de su vida, transcurridos en cuatrocientos años de historia. Con la problemática del tiempo y la idea de “tiempo distorsionado” (Freedman, 1972: 30), el personaje transita por un mundo concebido poéticamente. Esto permitiría, a su vez, que el texto se aleje de la objetividad realista y aparezca más apto para expresar el filtro subjetivo por el que transita inexorablemente lo exterior.

En relación a esto, en este texto se aprecia la “desacralización total de la perspectiva tradicional fundada en la historia cronológica” (Álvarez, 262). De esta manera, con el motivo del tiempo, se establece otro factor de transgresión de lo heredado. Así, la teleología del discurso patriarcal se vería atacada por cierto sentido de atemporalidad que atraviesa el texto a partir del quehacer del protagonista. En esta cuestión puede verse plasmada la concepción woolfiana acerca de que “el acontecimiento real prácticamente no existe. Y el tiempo tampoco” (Forrester, 1978: 133).

También podría concebirse la idea de superposición temporal y de tiempo subjetivo en el texto, ya que no todo el entorno de Orlando -ni todo el resto del mundo aludido en el texto- transitaba distintos tiempos ni aparecía aletargado como él. Esta problemática cobra vital importancia como crítica del discurso de poder, desde el momento que éste basaría en la concepción teleológica su fundamentación acerca del esencialismo tanto masculino como femenino.

En relación a esto, Christie McDonald explicita –parafraseando a Simone de Beauvoir- que “la tradición occidental (…) había representado a la mujer como inmanencia y al hombre como trascendencia”, siendo éstas características inherentes al cuerpo sexuado. No obstante, de Beauvoir rechaza “una teleología en la naturaleza, sobre la que se basaría el contrato social” (1990: 89), lo que implica también el rechazo al concepto del esencialismo femenino. En este sentido, podría observarse que la tradición occidental no tendría en cuenta el “proceso de semiotización” de la “diferencia sexual” (Calefato, 1990: 121). Es decir, que desde sus diferentes discursos instituídos –ya sea en las ciencias lingüísticas, históricas,

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biológicas, psicológicas- no se problematizaría la cuestión del género como una construcción que depende de –y varía de acuerdo a- cada época.

Diferentes épocas y diferentes escenarios para Orlando, que es tanto un noble aristócrata en la Inglaterra isabelina como una gitana turca. Sin embargo, estas mutaciones no alteran la verdadera esencia del personaje, que no depende en absoluto de la sexualidad de su cuerpo. Por el contrario, esto último se presentaría como lo aparente, frente a lo verdadero que subyace en su experiencia individual. Así, este personaje busca incansablemente su propia verdad, a través de una profunda sensibilidad: “…si algún efecto produjo la conciencia de la igualdad de sexo, fue el avivar y ahondar los sentimientos que ella había tenido como hombre.”(141). Esta postulación de la igualdad de los sexos filtra la teoría woolfiana en su ficción lírica, en la que intenta “descubrir lo que se oculta bajo las apariencias” (Álvarez, 1981: 259).

De hecho, el cambio en el sexo de Orlando torna más profunda la reflexión y la introspección del personaje, a la vez que se torna más lírico el discurso: “Vale más (…) estar vestida de ignorancia y pobreza; vale más dejar a otros el gobierno y la disciplina del mundo (…) con tal de disfrutar en su plenitud (…) la contemplación, la soledad, el amor” (141). En este periplo interior, el personaje transita un profundo conflicto, que sin embargo no vive como una contradicción. Descubre por un lado, las limitaciones socio-históricas y económicas a las que se encuentra sujeta por el solo hecho de ser una mujer, pero, por otro, ve potenciarse en ella la capacidad creadora, el engendramiento de lo bello, lo estético y lo verdadero: la poesía.

En cuanto al primer factor, se observa, por ejemplo en: “Los cargos capitales eran: (1) que estaba muerta y por consiguiente no podía retener propiedad alguna; (2) que era mujer, lo que viene a ser lo mismo” (147), o bien las limitaciones que responderían a un estereotipo de lo que debe ser la vida de la mujer: “…al escribir la vida de una mujer, podemos, ya se sabe, sustituir la exigencia de la acción por la del amor”(233).

Sin embargo, una vez convertida en una mujer casada, pudo tomar en beneficio propio ciertas comodidades para lograr su objetivo: “no necesitaba atacar su época ni someterse a ella; era de ella, pero seguía siendo la misma. Por consiguiente podía escribir, y escribió. Escribió, escribió, escribió.”(232). En este hecho se concretaría lo necesario para la “actitud poética” que, según Woolf, es “la disposición de tiempo libre, de un poco de dinero, y de la oportunidad que el dinero y el tiempo libre dan de observar impersonal y desapasionadamente” (Woolf, 1929: 170).

Este hecho central sobre el que gira la teoría woolfiana hace reflexionar acerca de porqué Orlando como varón no había conseguido escribir con éxito sus poesías, mientras que, con menos dinero y menos posibilidades, como mujer logra experimentar ese “esteticismo sublimador” (Bloom, 450) en el que “el oficio del poeta es el más elevado de todos” (152).

En esa experiencia Orlando concreta un doble rol como creador: por un lado un sacerdocio estético, y por el otro, la práctica de la maternidad. Dos hechos que, lejos de ser antitéticos, se evidenciarían en el texto con cierta armonía. A partir de esta relación de analogía entre “el proceso de la creación literaria” y “la gestación, el parto y el alumbramiento” (Showalter, 1999: 86) cabe la reflexión acerca de la misión de escribir versos en Orlando. Mientras que Orlando-hombre vivía tal tarea con cierto grado de frustración, Orlando-mujer ve potenciada esa virtud o condición por el hecho de su vuelco hacia una sensibilidad y manera de percibirse y percibir el mundo totalmente nuevas y ajenas a su anterior condición como hombre de su sociedad.

No obstante, un factor importante que permite a Orlando-mujer cierto éxito en su labor poética es el cambio de época. Este hecho connota el deseo woolfiano, visionario a la vez que esperanzador, de que la “independencia intelectual” no dependa de “cosas materiales” (Woolf, 1956: 105).

Con respecto a este tema, en el texto aparece plasmada la teoría de Woolf acerca de la necesidad indispensable del “dinero y el cuarto propio” (Woolf, 1956: 9) para poder escribir. Esto se explicita en la voz de Greene: “Si yo tuviera una pensión de trescientas libras al año pagada trimestralmente, me consagraría entero a la Glor. (…) Eso es lo que yo llamo literatura. (…) Pero es imprescindible para eso la pensión” (79).

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A la vez, se desbarata con ello la teoría del escritor masculino como genio, como ser excepcional. Es nuevamente Greene el encargado de desencantar a Orlando acerca de su idea de sacerdocio de los antiguos escritores, acerca de la vida sacrificada en pos de la poesía: “De la naturaleza de la poesía, Orlando sólo sacó en limpio que era de venta más difícil que la prosa, y que su fabricación llevaba más tiempo aunque eran más cortas las líneas” (76); “¡Ésos habían sido sus dioses! La mitad eran borrachos y todos calaveras. (…) Garabateaban sus melodramas en el reverso de las cuentas de la lavandera” (80).

También se observa cómo subyace la teoría woolfiana acerca de la época victoriana, puesto que “es un problema perenne que ninguna mujer escribiera una palabra de esa extraordinaria literatura, cuando casi todos los hombres, parece, eran capaces de una canción o de un soneto” (Woolf, 1956: 43). Con respecto a este tema, si bien Orlando en la época victoriana era un poeta, pues disponía de dinero y tiempo para el ocio, demuestra una sensibilidad particular y diferente a la de los demás poetas de su sociedad. En este sentido, Orlando “se convierte en la personificación de la postura estética” (Bloom: 455), forma parte de los que “no necesitan recompensa” porque son “los amantes de la lectura” (Woolf, 1929: 62).

Así, Orlando-hombre no concibe a la poesía como un despliegue de erudición ni de artificios, sino que era “un poeta a quien el dolor extrae la poesía” (41). Esta misma concepción de la poesía perdura y se intensifica con Orlando-mujer: “¿Escribir libros no era acaso un acto secreto, una voz tratando de contestar a otra voz?”(283). Tampoco logra concebir la poesía como un negocio para vender libros: “Orlando padeció un desencanto inexplicable. Todos esos años había imaginado que la literatura (…) era algo libre como el viento (…) y he aquí que (…) era un señor de edad vestido de gris hablando de duquesas”(244).

Este hecho resulta peculiar en la vida de Orlando. Si bien aparece como un hombre de vida pública por su posición social, no logra articular la escritura con la lógica patriarcal en la que vive. Esto se daría porque no logra concebir la literatura en el circuito público. Este hecho destaca la sensibilidad diferente de Orlando como un todo, como un ser armonioso en el que conviven pluralidades. De esta manera, se aleja de la concepción de la esfera privada como reservada exclusivamente al sujeto femenino. Esa “diferencia entre escribir y publicar”, en la que “la resistencia de las mujeres a exhibirse en el mercado literario es resultado de su experiencia en la vida privada” (Weigel, 78) se resignifica en Orlando. En rigor, esta diferencia aparece como un signo de profundo cambio con respecto a la concepción de la literatura y la función del poeta, y no como mera diferencia genérica del sujeto que escribe. Es justamente en ese cambio donde la escritura puede instituir nuevos significados sociales a partir de nuevos discursos. Estos factores establecen cierta relación con lo que Weigel llama la “feminización de la cultura” (94), es decir, que “la feminidad puede ser redescubierta o manifestada tanto en el hombre como en la mujer” (93).

“Lo nuestro es unir viejas palabras en un orden nuevo para

que subsistan y creen la belleza, para que digan la verdad”

Virginia Woolf vii

De esta manera, se observa que en ambos textos aparece una concepción acerca del sujeto como una pluralidad, “fragmentado, discontinuo, incoherente”, cuya “existencia está condenada a la indeterminación y a la contradicción” (Lipovetsky: 100). Por una parte, en El amante, por el malestar clasificatorio de las categorías de autor, narrador y personaje. También, por la problematización del lugar desde el que se enuncia. Es decir, por el hecho de que la voz narradora aparece como una subjetividad que escribe desde una posición que fluctúa entre márgenes y centros de las categorías que el discurso patriarcal considera monolíticas e infranqueables. En este sentido, transitaría aleatoriamente las categorías y sus opuestos, aniquilando la lógica binaria y dicotómica occidental. Estas serían, por ejemplo, las categorías de la mujer – el hombre, lo occidental – lo oriental, el sujeto – el objeto.

Por su parte, en Orlando, el malestar clasificatorio también aparece con la función del biógrafo, con respecto a las categorías de narrador y personaje. A su vez, en el protagonista, la pluralidad aparece como una armónica indeterminación

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en cuanto a su condición de hombre o de mujer: “Esa mezcla de hombre y de mujer, la momentánea prevalencia de uno y de otra. (…) Imposible resolver por ahora si Orlando era más hombre o más mujer” (166).

Así, de los textos transitados se desprende la concepción de que “el “hombre” y la “mujer” son categorías vacías” (Cangiano-Dubois: 43), que se construyen históricamente y se resignifican semánticamente a partir de aspectos socio-económicos, políticos y lingüísticos, no sola ni necesariamente de factores biológicos. Por otra parte, se evidencia que la búsqueda y el reconocimiento de la emergente sensibilidad y las verdades del sujeto operan mediante el deseo y/o acto de escritura.

En este tránsito de un nuevo lenguaje y un nuevo discurso, se concibe la aparición de una inteligencia “andrógina (…) resonante y porosa; que trasmite sin dificultad la emoción; que es naturalmente creadora, indivisa e incandescente” (Woolf, 1956: 96). Así, la emergencia de un posible neutro frente a todo par antitético, denunciaría lo que la voz narradora explicita a propósito de Orlando: “Por diversos que sean los sexos, se confunden. No hay un ser humano que no oscile de un sexo a otro, y a menudo sólo los trajes siguen siendo varones y mujeres, mientras que el sexo oculto es lo contrario de lo que está a la vista” (165).

Asimismo, se observa, a partir de los textos analizados, que la escritura como factor de trasgresión se produce como un gesto estéticamente revolucionario. Este aspecto revolucionario se evidencia en los textos desde los niveles formales hasta los temáticos, según lo expuesto. A su vez, este gesto no pretendería simplemente atacar ni defenderse del discurso patriarcal, sino socavar al extremo su fundamento epistémico, es decir, la episteme de lo Mismo. Con ella, se intentaría acabar también con su “principio de ordenamiento que consiste en la exclusión, la segregación, la jerarquización inferiorizante de la alteridad” (Fernández, 1993: 35).

De esta manera, el deseo de escritura de Orlando y de la protagonista de El amante vendría a plasmar la actitud y la acción estética de dos escritoras como Woolf y Duras. En éstas, se evidencia el gesto de apartarse de la tradición heredada, escapando a las antiguas clasificaciones formales. De tal forma, el libro sería concebido como “emoción que uno siente” y no como “forma que uno vea” (Woolf, 1929: 145). A partir de éstas, la escritura femenina lograría dar “cuenta de la existencia de deseos que no se anudan al poder, que desordenan las prácticas, desdisciplinan los cuerpos, deslegitiman sus instituciones y en algún momento instituyen nueva sociedad” (Fernández, 1992: 19).

iVirginia Woolf, Un cuarto propio, trad. Borges, Jorge Luis. Buenos Aires: Sur, 1980 [1956], 28.

iiMarguerite Duras, El amante, trad. Moix, Ana María. Barcelona: Tusquets Editores, 2000 [1984].

iiiVirginia Woolf, Orlando, trad. Borges, Jorge Luis. Barcelona: Edhasa, 2003 [1928].

ivDiccionario enciclopédico ilustrado Océano Uno. Barcelona: Océano, 1990.

vVirginia Woolf. En: Viviane Forrester, Virginia Woolf: El vicio absurdo. Buenos Aires: Emecé Editores, 1978 [1973], 119.

viVirginia Woolf, Orlando, trad. Borges, Jorge Luis. Barcelona: Edhasa, 2003 [1928], 272.

viiVirginia Woolf. En: Viviane Forrester, Virginia Woolf: El vicio absurdo. Buenos Aires: Emecé Editores, 1978 [1973], 19.

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