el delincuente y otros cuentos

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El delincuente el vaso de leche, el colocolo y otros cuentosManue l Roja s

Uso exclusivo Vitanet, Biblioteca virtual 2002

INDICE

Soy hombre, soy pueblo, he vivido EL DELINCUENTE EL VASO DE LECHE UN MENDIGO EL TRAMPOLN EL COLO-COLO LA AVENTURA DE MR. JAIVA PEDRO EL PEQUENERO UN LADRON Y SU MUJER LA COMPAERA DE VIAJE

9 15 35 47 59 71 89 105 121 137

SOY HOMBRE, SOY PUEBLO, HE VIVIDODE PURO vivir y contraer muchas veces el peligro de la muerte; de tanto amor y ensueo, de todos los desvelos que acontecen, de aquello que no registra la historia, porque es mnimo hecho o gesto o- insinuacin leve; en fin, de cualquier intensidad en que el hombre y la mujer puedan hallarse: una memoria, algn silencio donde vienen a descansar tantas presencias, o en aquella condicin de pobreza que afecta lo ms digno de cualquiera, el preciso y, a la vez, indefinido modo de conducta encarnado por el sentido comn provocando una experiencia que recoge la dicha y la desgracia, el sueo y la negacin, el da y la noche, la soledad y la compaa, Se fueron haciendo las palabras de estos cuentos. S, de ser hombre, de ser pobre y haber vivido demasiado estn escritos cada uno de estos cuentos. El delincuente, primer relato del volumen, deja en evidencia uno de los aspectos medulares en la narrativa de Manuel Rojas y en la tendencia toda del realismo urbano, cual es la importante estatura del ambiente fsico donde el personaje se impregna de los rasgos del entorno hasta mimetizarse con el desteido color de las paredes de oscuros aposentos, con el vestuario rado; en suma, con una vida que se inclina crecientemente en menos. "Yo vivo en un conventillo. Es un conventillo que no tiene de extraordinario ms que un rbol que hay en el fondo de su patio, un rbol corpulento, de tupido y apretado ramaje... As es, la vida parece no mostrar en sus peripecias nada extraordinario, aunque de vez en cuando algo ronde con cara de tristeza o de luto o de alegra mezclada a tanta pena. Las gentes del conventillo son tan corrientes: "No hacen nada; por no hacer nada ni siquiera se mueren, nos confidencia el prota-

gonista al referirse a algunos hombres de aquellas ciudadelas. La observacin dicha al pasar con la ms convencida naturalidad, como diciendo que nada ya puede constituir sorpresa mayor que la de estar vivo y presenciando la gran intensidad de caracteres y hechos abigarrados por la necesidad y la simpleza. El delincuente es una confidencia agresiva y triste. Aquel extrao bribn que sabe mostrar su bondad hacia quienes, por algunas horas, le acompaan en su misma altura; es decir, en su cada. Qu pasa realmente? Sucede la vida con su ms y menos, con la ancdota compleja de sus relaciones humanas. Pero lo nico que al fin importa es la sea de un penar, latido inequvoco de vivir sintiendo: Y despus, el regreso en el alba, patrn, el regreso a la casa; cansados, con los rostros plidos y brillantes de sudor, sin hablar, tropezando en las veredas malas, con la boca seca y amarga, las manos sucias y algo muy triste, pero muy retriste, deshacindose por all dentro, entre el pecho y la espalda. El vaso de leche, segundo relato, se ha hecho paradigma de humanidad conmovida entre nosotros. Si bien no creo represente maestra narrativa, es sin duda la humanidad sin alarde, el gesto samaritano, la comprensin entraable de quien nada urge de evidencias estadsticas para asistir a otro; y, sobre todo, la elocuencia del silencio cuando apenas si se insina entre el hambre y las lgrimas. Slo un saber estar a tiempo para alejarse sin alardes: Llore, hijo, llore..." Un mendigo puede ser cualquier persona a la que slo le resten dos direcciones despus de la convalecencia: el hospicio y la mendicidad. Un mendigo es ms que la clasificacin de Intocables por ser ahuyentadores del buen gusto y de la mejor presencia; por lo menos, este mendigo: Lucas Ramrez. La vida es siempre una direccin, un nombre a quien acudir, la esperanza de un encuentro para conseguir el mejor odo o el gesto reparador o la acogida que sea el principio suficiente para seguir en pos de la direccin ms definitiva: un sentido de la vida, un para qu de ella. Junto a ese carcter de finalidad, existe el otro fundamental: la compaa que, en este caso, debera ser un reconocimiento, la recuperacin de una promesa. Sin embargo, algunos slo inspiran

algo acorde a una necesidad que nos parece nica, inequvoca, que antes de venrsenos encima, preferimos sortearla desde el monedero: Aquel hombre ejerca una atraccin irresistible sobre el dinero sencillo que llevaban encima. En el siguiente cuento llamado El trampoln, Manuel Rojas nos expone la existencia de la vida humana a partir de un hombre simple en uno de los aspectos ms conmovedores de toda nuestra especie: la tremenda incoherencia entre el querer y nuestro hacer, esa esquizo frenia moral que nos sabe divididos, mortalmente enemigos, mientras asumimos nuestra defensa, el profundo desconocimiento de la fuerza que puede desbordarse en la casualidad fatal, irreparable. Y luego, aquel seguimiento de quienes deben juzgar, sospechar, precaverse de una posible y nueva trasgresin: la ley que jams podr alcanzar poder sobre el remordimiento en quien ya tiene bastante con su corazn atormentado. Puede empezarse otra vez? Quizs una segunda oportunidad exista a partir de manos tan impensadas como las ataduras que nos infligi cierto fatal desliz. Pero no solamente los sucesos escuetos y consignables en biografa lgica es la vida contada por nuestro autor. Tambin est presente el mundo irracional de fantasmas con inorfologa de bestias funestas. El Colocolo es algo que parece un ratn y no lo es; parece un pjaro y no es pjaro; llora como una guagua y no es g uagua; tiene plumas y no es ave. Mundo mgico de bestiario e imaginacin que, sin embargo, deja conclusiones desoladoras. La realidad del mundo cobija lo extrao al que slo algunos predestinados tienen la terrible fortuna de conocer y sufrir su trato. Mas, la experiencia de todo ello resulta ser siempre un testimonio indirecto: me contaron, supe que, a fulano le sucedi tal cosa. Empero, lo indirecto de la informacin no escatima su potencia de temor y asqueante suspenso. Los amigos auditores de Jos Manuel ingresarn entre fogata y bebida fuerte al mundo de lo extrao que no los dejar inmunes a procrear en sus mentes, segn sean ocasiones venideras, una credibilidad temerosa y sobrecogida ante cualquier suceso explicable, aunque sea producto de la casualidad. Pero, por encima de todo, se prueba la importancia de las palabras-

como vehculo convincente y corno creadora de mbitos en donde el ruido y la prisa suelen postergar sin que jams se anule esa tendencia humana a la aceptacin de cualquier hecho, de cualquier explicacin de alguna influencia que,.a manera de resabio, perdura despus de la ancdota. Los hombres somos verdaderas guaridas de fantasmas. Con La aventura de Mr. Jaiva regresamos al plano de la conmiseracin del narrador. Un hombre busca trabajo. Quiere dignificarse en el automantenimiento Pero, como sucede tantas veces, lo ms sustantivo y urgente resulta ser demasiado problemtico. Como muchos otros personajes de Manuel Rojas. el protagonista de este relato se halla cogido en la encrucijada del riesgo y del completo desamparo. Deber, pues, sobreponerse mediante la autoinmolacin del ridculo: emplearse de payaso. Qu le sucede en verdad? La vida le desgarra demasiado diligente. Mucho y nada si se le mira con despreocupacin y desafecto: Mas, el gemido que es fcil suponerle despus del fracasado intento nos lleva a correr con Ral Seguel en su huida final porque tambin la supervivencia requiere muchas veces de un alejamiento sbito y derrotado. Pedro el pequenero es la historia de un hombre acosado por la sed. Alguien le ha tendido el remedio aliviador cuando ya desesperaba. No ha sido otro que Jess de Nazaret. El Dios encarnado quiso arrancar a Pedro el Chuico de su dependencia esclavizante, pero el mundo no le quiere libre y aquel vuelve a caer en la bebida, pues no se reconoca sin el vicio de otrora. El tiempo le enfrenta a la ocasin de responder solcito y misericordioso ante el mismo que alguna vez le habra rescatado de su flaqueza. Y es entonces cuando nos enteramos de que Pedro niega el gesto solicitado como si una coraza invulnerable le protegiera para siempre. La traicin procrea en l un enorme remordimiento: vivir muriendo de lo que creyera poder remediar con facilidad. Parfrasis del relato bblico de la negacin de Pedro que obtiene un sabor criollo interesante. Un ladrn y su mujer resulta otra muestra de la humanidad marginal. La preocupacin de nuestro cuentista por estos seres disminuidos y acosados es una de sus constantes. Haciendo confluir distintos elementos, casi siempre contrapuestos o escasamente con-

cebidos con la debida frecuencia. Lo que nos importa ms en estas pginas es el carcter positivo evidenciado por la mujer de este ladrn: fidelidad y sacrificio sustentados por la comn base del amor. Tal es la respuesta y razn a sus desvelos, el secreto de su proceder, la conciencia alerta de una vida demasiado brutal para su mejor anhelo: vivir con su hombre. Lamentablemente, deber conformarse con quererlo en la distancia obligada y riesgosa que le venga d e todo cuanto se interpone entre ella y su anhelo. Sobresalto y cuidado para esta mujer en cuya oblacin se adivina parte del misterio del eterno femenino. La compaera de viaje nos entrega el postrer relato de este libro que se lee en la intimidad del sentimiento. - Quien narra es el mismo que protagonizara la aventura de acompaar a una mujer hasta rozar la ms perfecta intimidad. Pero como las acciones humanas comparecen en ocasiones sin el clculo previsible para los dems, aquel que haya vivido y contenga las profundas razones de su proceder deber quedarse slo con su dignidad incomprendida. Tal es el caso de este protagonista. "No s. El hombre, por instinto o por costumbre, conoce cundo una mujer es honrada, es decir, intacta, y cundo no lo es. La vi tan afligida, tan asustada, que me dio pena. Pretendi jugar, sin saber hasta dnde llegara el juego, y cuando lo adivin le dio miedo. Me separ de su lecho, fui a cerrarla ventana, atraves a largos pasos la habitacin y abr la puerta; desde all dndome vuelta, le dije sonriendo: - Ya es muy tarde. Perdone usted que la deje. Buenas noches. No nos equivocamos si al leer este libro nos sentimos conmovidos un extrao sentimiento de cercana; como si furamos los privilegiados espectadores de hombres y mujeres que, en su varie dad, nos confidenciaran la clave de sus existencias; tal el triple factor que hemos indicado como rtulo a estas pginas: "Soy hombre, soy -pueblo y he vivido. Juan Antonio Massone Escritor. Profesor de Castellano del Liceo San Agustn

.

EL DELINCUENTE

YO VIVO en un conventillo. Es un conventillo que no tiene de extraordinario ms que un gran rbol que hay en el fondo de su patio, un rbol corpulento. de tupido y apretado ramaje, en el que se albergan todos los chincoles, diucas y gorriones del barrio; este rbol es para los pjaros una especie de conventillo; es un conventillo dentro de otro. Ignoro si la vida que se desarrolla en ese conventillo de ramas y hojas tiene algn parecido con la que se vive en el mo. Bien pudiera ser. He ledo a veces que algunos sabios han encontrado analogas entre la vida de ciertas aves y animales y la de los seres humanos. Si los sabios lo dicen, debe ser verdad. Yo. como soy peluquero, no entiendo de esas cosas. Bien; a este conventillo, es decir, al mo, se entra por una puerta estrecha y baja, que tiene, como el conventillo, slo una cosa extraordinaria: es muy chica para un conventillo tan grande. Se abre a un pasadizo largo y obscuro, pasado el cual aparece el gran patio de tierra en cuyo fondo est el rbol de que le he hablado. Al pie del tronco de este rbol, en la noche, las piadosas viejecitas del conventillo encienden velas en recuerdo de un inquilino que asesinaron ah un da dieciocho de septiembre. Con palos y latas han hecho una especie de nicho y dentro de l colocan las velas. De ah se surten de luz los habitantes ms pobres del conventillo. Enfrente de este patio, y a la derecha del pasadizo.

Hay otro patio, empedrado con pequeas piedras redondas de huevo, como se las llama. En el centro hay una llave de agua y una pileta que sirve de lavadero. Alrededor de este ltimo patio estn las piezas de los inquilinos, unas cuarenta metidas en un corredor formado por una veredita de mosaicos rotos y el entablado del corredor del segundo piso donde estn las otras cuarenta piezas del conventillo. A este segundo piso se sube por una escalera de madera con pasamanos de alambre, en los cuales especialmente los das sbados los borrachos quedan colgando como piezas de ropa puestas a secar. Como usted ve mi conventillo es una pequea ciudad, una ciudad de gente pobre entre la cual hay personas de toda ndole, oficio y condicin, desde mendigos y ladrones hasta policas y obreros. Hay. adems, hombres que no trabajan en nada; no son mendigos ni ladrones, ni guardianes, ni trabajadores. De qu viven? Quin sabe! Del aire, tal vez. No salen a la calle, no trabajan no se cambian nunca de casa; en fin, no hacen nada; por no hacer nada ni siquiera se mueren. Vegetan, pegados a la vida agria del conventillo, como el luche y el cochayuyo a las rocas. Bueno: veo que me he excedido hablndole a usted del conventillo y sus habitantes, cuando en realidad stos y aqul no tienen nada que ver con lo que quera contarle. Disclpeme: es mi oficio de peluquero el que me hace ser inconstante y variable en la conversacin. Yo vivo en la primera pieza que hay a la entrada del patio, a la salida del pasadizo. Debido a esto, soy el primero que siente a las personas que entran desde la calle Conozco en el paso a todos los habitantes del conventillo: s cundo vienen borrachos y cundo sin haber bebido, cundo alegres y cundo de mal humor cundo la jornada ha sido buena y cundo ha sido mala.

De noche, echado en mi cama los cuento uno a uno. Y la otra noche, da sbado como a eso de las doce y media, en momentos en que estaba por acostarme o las voces de dos personas que discutan a la salida del pasadizo. Me sorprend pues no las haba sentido entrar y desconoca las voces. Escuch. Una voz era alta y llena, sonora; la otra, delgada, empezaba las palabras y no las terminaba o las terminaba sin que se entendieran. Ah! me dije . He ah dos compadres, uno ms borracho que otro. que han entrado al conventillo equivocadamente y que ahora discuten si ste es o no es el conventillo donde viven Dicindome estaba estas palabras cuando uno de los amigotes dio con su cuerpo contra mi puerta y casi la abre hasta atrs. Juzgu prudente intervenir en la discusin y abr la puerta, saliendo en mangas de camisa al patio. En ese mismo momento un carpintero que vive en el segundo piso. el maestro Snchez, vena entrando de la calle. Me tranquilic al verlo venir, y digo me tranquilic porque la mirada que ech a Los dos compadres no me produjo ningn sentimiento de confianza. Debajo del chonchn de parafina que hay a la salida del pasadizo, chonchn que el mayordomo enciende solamente los das sbados, velase a dos personas dos hombres; uno muy delgado, con sombrero de paja echado hacia atrs; los ojos azules, pero un azul claro trmulo, desvanecido, un color de llama de alcohol: la frente muy alta; la nariz larga y delgada, un poco roja en la punta. La cara. es decir, la nariz y los ojos, era lo nico notable en este individuo. Lo dems iba vestido con un traje obscuro y calzado con unos zapatos largos y puntiagudos. Todo l daba la impresin de una persona que se iba andando de puntillas, con aquellos ojos azules esa nariz delgada y larga y esos zapatos puntia gudos. Ah! adems llevaba un enorme cuello que. ,

pareca no ser de l y una corbata negra con un nudo muy grande. Hablaba con una voz que no tena nada que ver con su dbil aspecto fsico, ni con sus ojos ni con su nariz; una voz enrgica, fuerte, constructiva, pareca persuadir. Este individuo sostena, haciendo un gran esfuerzo, a su acompaante, que, en contraste con l, daba la impresin de algo que se quedaba que no se iba a ninguna parte. Ms alto que el otro, ancho y derecho de hombros, grueso todo su cuerpo, llevaba un sombrero claro achatado de copa y de alas cortas; rostro moreno, con bigote negro haca abajo; camisa sin cuello, traje obscuro, zapatos manchados de cal o de pintura. Toda su persona pareca saturada o llena de algo que no lo dejaba moverse. Cuando el hombre delgado me vio aparecer, hizo un movimiento como para soltar al otro y marcharse, pero la presencia del maestro Snchez lo detuvo. Yo segu examinndolos hasta que el carpintero lleg donde estbamos. Dio una mirada al grupo y pregunt: Qu pasa, maestro Garrido? Lo ignoro: me estaba acostando, sent discutir a estas dos personas y he salido a ver lo que suceda. Este seor nos lo dir. -

El hombre de la nariz delgada retrocedi y pareci hundirse en la muralla al mismo tiempo que el gordo, al ser soltado por su compaero, se dobl violentamente hacia el suelo. Lo sujetamos, -enderezndolo. Estaba borracho hasta la idiotez.-

Qu pasa? Conteste dije al hombre delgado. Se encogi de hombros, sonriendo, y estir una mano que pareca una ganza, larga y fina. Nada. pues, seor; qu va a pasar? El maestro que me convid a su casa, dicindome que haba unas nias que cantaban y ahora se est echando para atrs.

El gordo resoplaba ruidosamente, como si el vino ingerido luchara dentro de l con el aire que aspiraba. Lo sacud por un brazo; enderez la cabeza, abri un ojo y haciendo un esfuerzo poderoso busc dentro de s algo que no estuviera saturado de alcohol y que le permitiera responder. Por fin, dijo con una voz de falsete: S, chale no ms.. La frase fue ms larga, pero no le entendimos ms que eso; lo dems se enred y ahog entre su bigotazo negro, haciendo un ruido de borboteo. En ese momento el maestro Snchez dijo:

Y esto? repiti, mirando al hombre del ojo azul desvanecido. Este retrocedi un paso ms y abriendo los brazos contest: Chis! Qu s yo? Nos quedamos un instante silencioso. Yo, franca- -mente, no tengo nervios para soportar esos momentos expectantes que se alargan y me estaba sintiendo molesto. Qu hacemos? pregunt al maestro Snchez. Le tomaba el parecer nada ms que por cortesa y por el inters que demostraba. Al estar solo hubiera procedido de la siguiente manera: habrale dado un puntapi al hombre delgado, dicindole: Vete, ladrn! Y otro al gordo, agregando: Andate, idiota! Y entrndome al cuarto me habra acostado, quedndome dormido tan ricamente. Pero el maestro Snchez, que es demcrata, no tiene iniciativas ni ideas propias y prefiere siempre acogerse a lo acostumbrado. Contest: -

Bah! Y esto?Y acercndose al hombre gordo, tom un pedazo de cadena que penda de su chaleco.--

-Vamos a buscar un guardin y se los entregaremos. Acompeme, maestro.. Estuve tentado de echarlo al diablo, meterme en m cuarto y cerrar la puerta; pero, no s si se lo he dicho: soy un hombre tmido; mis iniciativas, al encontrarse en oposicin con otras, quedan siempre en proyecto; no s discutir ni me gusta imponer mis ideas. Bueno; esprese. Entr a mi cuarto, me ech un revlver al bolsillo trasero del pantaln ignoro por qu motivo hice esto, ya que el arma estaba descargada y tampoco la necesitara, me puse el saco, despert a mi mujer, y despus de decirle que iba a salir y que tuviera cuidado con la puerta, me reun con el maestro Snchez, quien estaba parado en medio del pasadizo, dominando con su alto y musculoso cuerpo a los dos pobres diablos que all estaban. Vamos, en marcha, y si intenta arrancarse. le dar un puntapi que le va ajuntar la nariz con los talones. Al or esta terminante declaracin, el hombre delgado pareci encogerse. En seguida malhumorado, tirone de un brazo al borracho y ste desprevenido, dio una brusca media vuelta y se fue de punta al suelo. Lo levantamos como quien levanta un barril de vino, mientras gimoteaba, quejndose amargamente de que la polica procediera de ese modo con l, que era un obrero honrado y trabajador. Para qu voy a contarle, detalle por detalle, paso por paso. el horrible viaje de nosotros tres, el maestro Snchez. el ladrn y yo, en la noche, en busca de un guardin, empujando a aquel borracho que caa y levantaba, gritando y quejndose como un nio, con aquella voz que pareca no pertenecerle? Tenamos el aspecto de descargadores de mercaderas. Yo tuve que quitarme el palet; sudaba como un jornalero.

Anduvimos cuatro o cinco cuadras de ese modo sin encontrar un solo polica. Hubo un momento en que los tres, sentados en el cordn de la vereda, descansando olvidamos el martirio de nuestra diligencia y conversamos como viejos camaradas hablando de los inconvenientes de beber hasta ese extremo. El borracho, tirado sobre los adoquines, roncaba plcidamente como si estuviera durmiendo en su cama. Eran ya como las dos de la maana. Quise proponer que dejramos al borracho sentado en el umbral de una puerta y los dems nos lanzramos cada uno a su casa, pero en el momento en que iba a hacerlo, el maestro Snchez se levant y dijo: Iremos hasta la comisara.. A qu? pregunt, distrado; pero enseguida repuse: Ah, s! Me pareca tan estpido todo aquello, y tan triste; las calles solitarias, obscuras, llenas de hoyos. con unas aceras deplorables y los tres cansados, sudorosos, los tres aburridos de aquella faena extraordinaria que nos haba tocado. Senta ira y desprecio contra aquel cuerpo inerte, fofo, tendido entre nosotros, que resoplaba como un fuelle agujereado inconsciente, feliz tal vez, y que obligaba a tres hombres a andar a esas horas por las calles, llevndolo con tanta delicadeza como si se tratara de un objeto de arte o de un mueble frgil. La comisara quedaba a ocho cuadras de distancia. Ocho cuadras! Eso era la fatiga, la angustia, el desmayo... En fin, andando, andando. Levantamos al borracho, que se despert gritando y protestando de que ni en su casa lo dejaran descansar tranquilo. Recurrimos a las buenas palabras. Camina, pues, flatito; ya vamos a llegar. Ya, hermanito; vyase, por aqu. Entre dos lo tomamos de los brazos y otro march...-

detrs, sujetndolo por la espalda. Resbalaba, se tumbaba ya a un lado, ya a otro, se echaba hacia atrs, se inclinaba. Dios mo! Eran intiles las buenas palabras y los cariosos consejos. De pronto ocurri algo inaudito: el maestro Snchez, de ordinario tan paciente y tan constitucional, larg al borracho, ech un tremendo juramento y le solt un puntapi, gritando: Camina, animal! Yo qued helado. En cambio, el ladrn se puso a rer a gritos. Rea con una risa asnal, estruendosa. Me contagi esa risa y de repente nos encontramos riendo los tres a grandes carcajadas y dndonos, unos a otros, golpecitos en la barriga y en los hombros. Ja,ja,ja! Con la risa se nos espant el cansancio; pero volvi de nuevo cuando reanudarnos la marcha con aquella preciosa carga. Nuestro viaje no tena ya sentido real. Nadie se acordaba de lo sucedido en el conventillo. All no haba ni ladrones ni hombres honrados. Slo haba un borracho y tres vctimas de l. A dnde me llevan? pregunt de improviso el ebrio. A dnde? Al Hotel Savoy, Viejo mo contest el ratero. S. All te servirn una limonada y enseguida te acostars en una cama con colchones de pluma agreg el maestro Snchez. Nos sentamos los tres a rer, dejando al borracho afirmado en un farol. -- As marchamos, unas veces silenciosos, otras riendo, pero ya mecnicamente, sin ganas de nada. Nos sentamos vacos de todo. Llegamos por fin a la comisara. Estaba cerrada. Golpeamos. Se sintieron pasos, alguien abri una pequea ventanilla y por ella asomaron un casco y un rostro de guardin. Nos ech una mirada de inspeccin.

Qu quieren? Qu queramos? Ninguno supo qu contestar. Abra usted: ya le explicaremos. Se oy el descorrer de una barra y la puerta se abri pesadamente ? Apareci un ancho zagun y ms all de l un patio amplio y obscuro; ruido de cascos de caballos. Adelante. Cabo de guardia! Acudi un hombre alto y moreno. Pasen por aqu. Nos introdujo en un cuarto en el que haba un escritorio, delante de ste una barandilla de madera y varias bancas afirmadas en la pared. Una luz en el techo. Vamos a ver, qu pasa? Yo tom la palabra y cont d acaecido. Haba encontrado a esos dos hombres en tal y cual circunstancia y no sabiendo qu resolver, decidimos venir a la comisara para que la autoridad tomara conocimiento y resolviera el caso. El cabo guard silencio; despus dijo: -Mi inspector no est aqu en este momento; ha salido de ronda. Tendrn que esperar un rato. Despus, con voz de trueno, grit: - Y vos, sintate en ese rincn. Tienes cara de pillo. Cmo te llamas? Vic ente Caballero, mi cabo. Caballero. . Miren qu trazas de caballero! Has estado preso alguna vez aqu? Nunca, seor. Hum! Eso lo vamos a ver. Esprate que llegue el inspector. - Hizo ademn de retirarse, pero yo lo detuve. Dgame, qu hacemos con este hombre? Con el borracho? Djelo ah sentado, que duerma. Y sali. Sentamos en una de las bancas al borracho, que inmediatamente se tumb, subi las piernas a la banca y se dispuso a dormir. Proceda como persona acostumbrada.

Y ah nos quedamos los otros tres, mirndonos. examinndonos, vindonos a plena luz por primera vez en esa noche tomando cada uno la impresin que el otro le produca. Todo qued en silencio en la comisara. Pas una media hora marcada minuto a minuto en un gran reloj colgado en la pared. Nadie hablaba: los tres pensbamos en nuestros asuntos, indiferentes al Sitio donde nos encontrbamos y al motivo de nuestra estada all. Pas otra media hora. Las tres y media de la maana, Ya no poda ms. Tena los ojos pesados y el cuerpo todo dolorido. El maestro Snchez empez a cabecear. Solamente el ladrn, aquel hombre delgado, de ojo azul, permaneca imperturbable. Pareca acostumbrado a las largas y pacientes esperas y a los amaneceres sin sueo. Sentado, con las espaldas afirmadas en la pared, los brazos cruzados, miraba parpadeando rpidamente, el reloj, las tablas del techo, las del suelo, la ampolleta elctrica: pareca contar una y otra vez los barrotes de la ventana que daba a la calle y los travesaos de la barandilla de madera El cansancio y el sueo me rendan. Pens fumar para distraerme y busqu en mis bolsillos el paquete de cigarrillos que siempre guardo en ellos; no lo encontr. Con el apresuramiento de la salida se me haba olvidado encima de la mesa de mi cuarto. El ratero, que me vio hacer todos esos movimientos, se incorpor preguntando: Qu quiere, patrn? Cigarrillos? Aqu tiene. Se levant y avanz hasta donde yo estaba, ofrecindome sus cigarrillos; pero en ese momento una voz terrible sali de la obscuridad del zagun y dijo: Para dnde vas? Sintate ah. Detenido por aquella voz, el hombre qued inmvil en medio de la oficina, con el brazo extendido.-

Voy a darle un cigarrillo al caballero explic. Sintate ah, te digo. Retrocedi el ladrn, aturdido y confuso. Yo qued silencioso, avergonzado por aquel hecho, dolindome de que mi calidad de hombre honrado impidiera a otro hombre acercarse a m y convidarme un cigarrillo. Patrn uno procede siempre por estado de nimo y no por ideas fijas. A veces el s tengo rabia a los ladrones; otras lstima. Por qu los ladrones sern ladrones? Veo que siempre andan pobres, perseguidos. miserables: cuando no estn presos andan huyendo: los tratan mal, les pegan, nadie puede estar cerca de ellos sin sentirse deshonrado. Cuando le roban a uno, le da rabia con ellos; cuando los ve sufrir, compasin. Lo mismo pasa con los policas: cuando lo amparan y lo defienden a uno, les tiene simpata y cario; cuando lo tratan injustamente y con violencia, odio. El ser humano es as, patrn; tiene buenos sentimientos para con el prjimo pero siempre que ese prjimo no le haga nada. As nos quedamos mirndonos y sonrindonos con simpata. El entonces, sac un cigarrillo del paquete y me lo tir por el aire, y como le hiciese seas de que tampoco tena con qu encenderlo, hizo lo mismo con una caja de fsforos. Pit patrn con ganas, gozando, echando grandes bocanadas de humo, regocijado, -agradecido. Aquel ladrn era muy simptico! Tan de buen humor, tan atento con las personas, tan buen compaero. Claro es que si me pillara desprevenido, me robara hasta la madre, y si yo lo pillara robndome, le pegara y lo mandara preso, pero en aquel momento no era ste el caso. Yo estaba alegre fumando y esa alegra se la deba a l. Lo dems no me importaba. Las cuatro. Y en el momento en que el reloj las daba, se sinti en la calle el paso de un caballo que se detuvo ante el portn. Abrieron y el caballo avanz por el zagun. detenindose ante la oficina. Una voz grit:

Cabo de guardia! Se sinti correr a un hombre. Yo toqu en el hombro al maestro Snchez, quien despert: incorporse sorprendido diciendo: Ah! Qu pasa? Pero despus de mirar hizo un gesto de hombre desilusionado y se sent de nuevo. El cabo de guardia entr a la oficina y detrs de l el inspector, un joven alto, rubio. muy buen mozo. Se detuvo en medio del cuarto y mientras daba una mirada circular, examinando a todos los que all estbamos, se quit el quepis y los guantes. Despus avanz, abri una puertecilla que haba en la baranda de madera y se sent ante el escritorio. Vamos a ver. Qu pasa, seores? Avanc y recit de nuevo la estpida letana: este hombre y aqul, etc. Luego que hube terminado, volv a mi sitio, y el oficial, estirando los brazos, junt las manos sobre la mesa con un gesto de satisfaccin. Aj! Muy bien. El asunto pareci interesarle. Despus, sin mirar a nadie y levantando la voz, dijo: -A ver, vos, ven para ac. Cualquiera de los tres hombres despiertos que all estbamos poda ser el llamado; pero el nico que se movi fue el ladrn. Avanz hasta quedar frente al oficial. Scate el sombrero dijo el oficial con una voz muy suave. No sabes cmo debes estar en una comisara? El infeliz, sacndose el sombrero, murmur: Disculpe, seor. Y descubri su cabeza, una cabeza pequea, calva hasta la mitad, con unos pocos pelos claros atravesados sobre ella; una cabeza humilde y triste. El oficial le dirigi una mirada aguda, fina, que lo--

recorri entero.

T eres Juan Cceres le dijo. Alias El Espritu. ladrn, especialidad en conventillos y borrachos. No es cierto? El hombre delgado baj la cabeza y estuvo un momento silencioso, mirando la copa de su sombrero. como si viera en ella algo que le llamara la atencin. Cuando levant el rostro, su expresin haba cambiado. La pequea y alargada cabeza pareci llenarse de malicia y astucia, y los ojos azules, la luz del alba que entraba por la ventana, achicados, tenan un tinte ms obscuro. Abri los brazos y dijo: No, seor; yo me llamo Vicente Caballero, clavador de tacos de zapatos; no soy ladrn ni tengo ningn apodo. Bueno, eso lo dirs maana en la Seccin de Seguridad. Dnde estn el reloj y el pedazo de cadena que le faltan a ese hombre? No se, seor. No sabes, no? No, seor; y para que el seor inspector vea que soy inocente y qu no he intentado robar a ese hombre, le pido que ordene su registro. Ustedes me acusan del robo de un reloj, -sin saber si ese reloj ha sido robado o no. Hurn! T conoces demasiado las leyes para ser un hombre honrado. Cabo de guardia, registre a ese borracho. El cabo tom de un hombro al borracho y lo sent. El hombre gordo, a quien el sueo dormido haba espantado bastante la embriaguez, abri los ojos y pregunt estupefacto: Qu pasa? Eran sus primeras palabras conscientes. Hizo ademn de resistirse al registro, pero al ver el uniforme del que lo registraba, se qued callado, con los brazos abiertos, observando sorprendido todos los movimientos del. . -

cabo. Este sacle del ojal el pedazo de cadena que de all colgaba y lo deposit en el escritorio. El borracho, al ver el resto de su cadena, dijo: Bah! Y se miro el chaleco. En los bolsillos interiores del saco no tena nada, ni una cartera, ni un papel, ni una caja de fsforos. Por fin, el cabo dijo: Aqu hay un reloj. Y de un bolsillo exterior sac un reloj negro, de acero, con un trozo de cadena colgando. El ratero lanz una exclamacin de triunfo: No ve, seor, no ve? Qu le deca yo? Pero estas palabras fueron dichas de un modo tan exagerado y con un tono tan falso, que todos los que all estbamos sentimos esa especie de vergenza que produce el or mentir descaradamente a una persona que se sabe que est mintiendo, y que ella misma lo sabe. Este sentimiento nuestro alcanz a ser percibido por el ratero. Mir nuestros rostros y viendo que en ellos no haba sino compasin y piedad, se encogi de hombros, dej caer el brazo que haba extendido en demanda de aprobacin y de ayuda y retirndose a un lado pareci entregarse. Cabo de guardia, registre a ese hombre. El cabo de guardia puso una mano sobre el hombro de aquel pobre diablo y haciendo una pequea presin sobre l lo hizo girar, y l gir con una condescendencia automtica. Habla perdido ya toda voluntad propia y el cabo de guardia hizo con l lo que quiso. Levanta los brazos. Levant los delgados brazos, seguramente tan giles y diestros en su oficio, pero en esos momentos tan tiesos como si hubieran estado sostenidos por resortes a los dbiles hombros. Date vuelta.

A cada orden obedecida, el hombre empequeeca ms, perdiendo ante nuestros ojos, poco a poco, sus ltimos restos de dignidad humana. Una vez registrados todos los bolsillos, el cabo le orden nuevamente levantar los brazos, que haba deja do caer cansados, e hizo correr sus manos a lo largo del cuerpo del ratero con un suave movimiento palpatorio, detenindose debajo de los brazos, hurgando alrededor de la cintura, entre las piernas. Y aquel movimiento recordaba el que hacen las lavanderas al estrujar una gran pieza de ropa, una colcha o una sbana, empezando por una punta, retorciendo, apretujando la tela hinchada de agua, que se estira, enroscndose, hasta reducirse a su mnimo volumen. Cuando el cabo lleg a los zapatos, pregunt: Qu es esto? La llave de mi cuarto, seor. Llevas la llave de tu cuarto en los zapatos? Es una ganza, mi inspector. Colquela sobre el escritorio. Puso el cabo sobre la felpa verde del escritorio una ganza larga y fina, que brill a la luz como un pececillo plateado al sol. Hzose a un lado el cabo y en medio de la oficina slo qued Juan Cceres, alias El Espritu, ladrn, especia lidad en borrachos y conventillos. Los mechones de pelo castao que detenan en mitad de la cabeza el avance de su calva, haban resbalado hacia abajo y aparecan estirados, pegados por un sudor de angustia sobre la alta frente. Los ojos habanse redondeado y obscurecido, y la nariz larga y colorada en la punta, avanzaba grotescamente, como pegada con cola a los pmulos demacrados. Con los forros de los bolsillos hacia afuera, el sombrero en la mano, el delgado pescuezo emergiendo del enorme cuello, el esmirriado cuerpo

estrujado por las manos duras y hbiles del cabo, aquel ser no era ya ni sombra del hombre que era cuando venamos por la calle, alegres o fatigados, empujando a aquel otro hombre, el borracho, que sentado en la banca miraba la escena con ojos asombrados y tena en el rostro la expresin del que oye narrar un cuento de ladrones y criminales. El inspector dijo: Muy bien, compaero Cceres, lo hemos pillado sin perros. Despus, dirigindose a m, dijo: Pondremos en el parte que este individuo fue sorprendido en momentos en que robaba a otro y que al ser registrado se le encontr encima el reloj de la vctima y una llave ganza. Con eso tiene para un rato. Cabo de guardia! Mande, seor. Squele a-ese hombre el cuello y la corbata y chelo a un calabozo. Mariana ir con parte al Juzgado. El cabo despoj al ratero de su enorme cuello y de su gran corbata negra. Andando! Y el hombre del ojo azul desvanecido sali, seguido del cabo, como resbalando en la luz cruda del alba. Despus que el ratero hubo salido, se levant el borracho y pregunt al oficial: Seor, qu piensa hacer de m? Esprate, borracho indecente. Volvi el cabo. A este individuo mtalo al calabozo junto con el otro. Le haremos parte por ebriedad y escndalo. Andando! Y el hombre gordo fue a reunirse con el hombre flaco. Ustedes pueden retirarse, seores...

Salimos silenciosos de la oficina. Un polica, que dormitaba afirmado en el portn del zagun, al vernos, pregunt hacia adentro: Y estos individuos? Djelos salir; van en libertad contest la voz del oficial. Salimos. Y despus, el regreso en el alba, patrn, el regreso a la casa; cansados, con los rostros plidos y brillantes de sudor, sin hablar, tropezando en las veredas malas, con la boca seca y amarga, las manos sucias y algo muy triste, pero muy retriste, deshacindose por all dentro, entre el pecho y la espalda.

EL VASO DE LECHE

AFIRMADO en la barandilla de estribor, el marinero pareca esperar a alguien. Tena en la mano izquierda un envoltorio de papel blanco, manchado de grasa en varias partes. Con la otra mano atenda la pipa. Entre unos vagones apareci un joven delgado; se detuvo un instante, mir hacia el mar y avanz despus, caminando por la orilla del muelle con las manos en los bolsillos, distrado o pensando. Cuando pas frente al barco, el marinero le grit en ingls: I say; look here! ( Oiga, mire! ) El joven levant la cabeza, y, sin detenerse, contest en el mismo idioma: Hallo! What? ( Hola! Qu?) Are you hungry? (Tiene hambre?) Hubo un breve silencio, durante el cual el joven pareci reflexionar y hasta dio un paso ms corto que los dems, como para detenerse; pero al fin dijo, mientras diriga al marinero una sonrisa triste: No, 1 am not hungry. Thank you, sailor. (No, no tengo hambre. Muchas gracias, marinero.) Very well. (Muy bien.) Sacse la pipa de la boca el marinero, escupi y colocndosela de nuevo entre los labios, mir hacia otro lado. El joven, avergonzado de que su aspecto despertara sentimientos de caridad, pareci apresurar el paso, como temiendo arrepentirse de su negativa.

Un instante despus, un magnfico vagabundo, vestido inverosmilmente de harapos, grandes zapatos rotos, larga barba rubia y ojos azules, pas ante el marinero, y ste, sin llamarlo previamente, le grit: Are you hungry? No haba terminado an su pregunta, cuando el atorrante, mirando con ojos brillantes el paquete que el marinero tena en las manos, contest apresuradamente: Yes, sir, 1 am very much hungry! ( SI, seor, tengo harta hambre! ) Sonri el marinero. El paquete vol en el aire y fue a caer entre las manos vidas del hambriento. Ni siquiera dio las gracias, y abriendo el envoltorio calientito an, sentse en el suelo, restregndose las manos alegremente al contemplar su contenido. Un atorrante de puerto puede no saber ingls, pero nunca se perdonarla no saber el sufic iente como para pedir de comer a uno que hable ese idioma. El joven que pasara momentos antes, parado a corta distancia de all, presenci la escena. El tambin tena hambre. Hacia tres das justos que no coma, tres largos das. Y ms por timidez y vergenza que por orgullo, se resista a pararse delante de las escalas de los vapores, a las horas de comida, esperando de la generosidad de los marineros algn paquete que contuviera restos de guisos y trozos de carne. No poda hacerlo, no podra hacerlo nunca. Y cuando, como en el caso reciente, alguno le ofreca sus sobras, las rechazaba heroicamente, sintiendo que la negativa aumentaba su hambre. Seis das hacia que vagaba por las callejuelas y muelles de aquel puerto. Lo haba dejado all un vapor ingls procedente de Punta Arenas, puerto en donde haba desertado de un vapor en que serva como muchacho de capitn. Estuvo un mes all, ayudando en sus ocupacin

nes a un austriaco pescador de centollas, y en el primer barco que pas hacia el norte embarcse ocultamente. Lo descubrieron al da siguiente de zarpar y environlo a trabajar en las calderas. En el primer puerto grande que toc el vapor lo desembarcaron, y all qued, como un fardo sin direccin ni destinatario, sin conocer a nadie, sin un centavo en los bolsillos y sin saber trabajar en oficio alguno. Mientras estuvo all el vapor, pudo comer, pero des- ... La ciudad enorme, que se alzaba ms all de las callejuelas llenas de tabernas y posadas pobres, no le atraa; parecale un lugar de esclavitud, sin aire, obscura, sin esa grandeza amplia del mar, y entre cuyas altas paredes y calles rectas la gente vive y muere aturdida por un trfago angustioso. Estaba posedo por la obsesin del mar, que tuerce las vidas ms lisas y definidas como un brazo poderoso una delgada varilla. Aunque era muy joven haba hecho varios viajes por las costas de Amrica del Sur, en diversos vapores, desempeando distintos trabajos y faenas, faenas y trabajos que en tierra casi no tenan aplicacin. Despus que se fue el vapor, anduvo y anduvo, esperando del azar algo que le permitiera vivir de algn modo mientras tomaba sus canchas familiares; pero no encontr nada. El puerto tena poco movimiento y en los contados vapores en que se trabajaba no lo aceptaron. Ambulaban por all infinidad de vagabundos de profesin; marineros sin contrata, como l, desertados de un vapor o prfugos de algn delito; atorrantes abandonados al ocio, que se mantienen de no se sabe que, mendigando o robando, pasando los das como las cuen- tas de un rosario mugriento, esperando quin sabe

qu extraos acontecimientos, o no esperando nada, indi

viduos de las razas y pueblos ms exticos y extraos, aun de aquellos en cuya existencia no se cree hasta no haber visto un ejemplar vivo.

Al da siguiente, convencido de que no podra resistir mucho ms, decidi recurrir a cualquier medio para procurarse alimentos. Caminando, fue a dar delante de un vapor que haba llegado la noche anterior y que cargaba trigo. Una hilera de hombres marchaba, dando la vuelta, al hombro los pesados sacos, desde los vagones, atravesando una planchada, hasta la escotilla de la bodega, donde los estibadores reciban la carga. Estuvo un rato mirando hasta que atrevise a hablar con el capataz, ofrecindose. Fue aceptado y animosamente form parte de la larga fila de cargadores. Durante el primer tiempo de la jornada, trabaj bien; pero despus empez a sentirse fatigado y le vinieron vahdos, vacilando en la planchada cuando marchaba con la carga al hombro; viendo que a sus pies la abertura formada por el costado del vapor y el muralln del muelle, en el fondo de la cual, el mar, manchado de aceite y cubierto de desperdicios, glogloteaba sordamente. A la hora de almorzar hubo un breve descanso y en tanto que algunos fueron a comer en los figones cercanos y otros coman lo que haban llevado, l se tendi en el suelo a descansar, disimulando su hambre. Termin la jornada completamente agotado, cubierto de sudor, reducido ya a lo ltimo. Mientras los trabaja dores se retiraban, se sent en unas bolsas acechando al capataz, y cuando se hubo marchado el ltimo, acercse

a l y confuso y titubeante, aunque sin contarle lo que le suceda, le pregunt si podan pagarle inmediatamente o si era posible conseguir un adelanto a cuenta de lo ganado. Contestle el capataz que la costumbre era pagar al final del trabajo y que todava sera necesario trabajar el da siguiente para concluir de cargar el vapor. Un da ms! Por otro lado, no adelantaban un centavo. Pero de dijo, si usted necesita, yo podra prestarle unos cuarenta centavos... No tengo ms. Le agradeci el ofrecimiento con una sonrisa angustiosa y se fue. Le acometi entonces una desesperacin aguda. Tena hambre, hambre, hambre! Un hambre que lo doblegaba como un latigazo; vela todo a travs de una niebla azul y al andar vacilaba como un borracho. Sin embargo, no habra podido quejarse ni gritar, pues su sufrimiento era obscuro y fatigante; no era dolor, sino angustia sorda, acabamiento; le pareca que estaba aplastado por un gran peso. Sinti de pronto como una quemadura en las entraas, y se detuvo.- Se fue inclinando, inclinando, doblndose forzadamente como una barra de hierro, y crey que iba a caer. En ese instante, como si una ventana se hubiera abierto ante l, vio su casa, el paisaje que se vea desde ella, el rostro de- su madre y el de sus hermanas, todo lo que l quera y amaba apareci y desapareci ante sus ojos cerrados por la fatiga... Despus, poco a poco, ces el desvanecimiento y se fue enderezando, mientras la quemadura se enfriaba despacio. Por fin se irgui, respirando profundamente. Una hora ms y caerla al suelo. Apur el paso, como huyendo de un nuevo mareo y mientras marchaba resolvi ir a comer a cualquier parte, sin pagar, dispuesto a que lo avergonzaran, a que le pegaran, a que lo mandaran preso, a todo; lo importante

era comer, comer, comer. Cien veces repiti mentalmente esta palabra: comer, comer, comer, hasta que el vocablo perdi su sentido, dejndole una impresin de vaco caliente en la cabeza. No pensaba huir; le dira al dueo: "Seor, tena hambre, hambre, hambre, y no tengo con qu pagar. Haga lo que quiera. Lleg hasta las primeras calles de la ciudad y en una de ellas encontr una lechera. Era un negocito muy claro y limpio, lleno de mesitas con cubiertas de mrmol. Detrs de un m9strador estaba de pie una seora rubia con un delantal blanqusimo. Eligi ese negocio. La calle era poco transitada. Habra podido comer en uno de los figones que estaban junto al muelle, pero se encontraban llenos de gente que jugaba y beba. En la lechera no haba sino un cliente. Era un vejete de. anteojos, que con la nariz metida entre las hojas de un peridico, leyendo, permaneca inmvil, como pegado a la silla. Sobre la mesita haba un vaso de leche a medio consumir. Esper que se retirara, paseando por la acera, sintiendo que poco a poco se le encenda en el estmago la quemadura de antes, y esper cinco, diez, hasta quince minutos. Se cans y parse a un lado de la puerta, desde donde lanzaba al viejo unas miradas que parecan pedradas. Qu diablos leerla con tanta atencin! Lleg a imaginarse que era un enemigo suyo, el cual, sabiendo sus intenciones, se hubiera propuesto entorpecerlas. Le daban ganas de entrar y decirle algo fuerte que le obligara a marcharse, una grosera o una frase que le indicara que no tena derecho a permanecer una hora sentado, y leyendo, por un gasto tan reducido. Por fin el cliente termin su lectura, o por lo menos la

interrumpi. Se bebi de un sorbo el resto de leche que contena el vaso, se levant pausadamente, pag y dirigise a la puerta. Sali; era un vejete encorvado, con trazas de carpintero o barnizador. Apenas estuvo en la calle, afirmse los anteojos, meti de nuevo la nariz entre las hojas del peridico y se fue, caminando despacito y detenindose cada diez pasos para leer con ms detenimiento. Esper que se alejara y entr. Un momento estuvo parado a la entrada, indeciso, no sabiendo dnde sentarse; por fin eligi una mesa y dirigise hacia ella ; pero a mitad de camino se arrepinti, retrocedi y tropez en una silla, instalndose despus en un rincn. Acudi la seora, pas un trapo por la cubierta de la mesa y con voz suave, en la que se notaba un dejo de acento espaol, le pregunt: Qu se va usted a servir? Sin mirarla, le contest: Un vaso de leche. Grande? S, grande. Solo? Hay bizcochos? No; vainillas. Bueno, vainillas. Cuando la seora se dio vuelta, l se restreg las manos sobre las rodillas, regocijado, como quien tiene fro y va a beber algo caliente. Volvi la seora y coloc ante l un gran vaso de leche y un platillo lleno de vainillas, dirigindose despus a su puesto detrs del mostrador. Su primer impulso fue el de beberse la leche de un trago y comerse despus las vainillas, pero en seguida se arrepinti; senta que los ojos de la mujer lo miraban con curiosidad. No se atreva a mirarla; le pareca que, al

hacerlo, conocera su estado de nimo y sus propsitos vergonzosos y l tendra que levantarse e irse, sin probar lo que haba pedido. Pausadamente tom una vainilla, humedecila en la leche y le dio un bocado; bebi un sorbo de leche y sinti que la quemadura; ya encendida en su estmago, se apagaba y deshaca. Pero, en seguida, la realidad de su situacin desesperada surgi ante l y algo apretado y caliente subi desde su corazn hasta la garganta; se dio cuenta de que iba a sollozar, a sollozar a gritos, y aunque saba que la seora lo estaba mirando, no pudo rechazar ni deshacer aquel nudo ardiente que se estrechaba ms y ms. Resisti, y mientras resista comi apresuradamente, como asustado, temiendo que el llanto le impidiera comer. Cuando termin con la leche y las vainillas, se le nublaron los ojos y algo tibio rod por su nariz, cayendo dentro del vaso. Un terrible sollozo lo sacudi hasta los zapatos. Afirm la cabeza en las manos y durante mucho rato llor, llor con pena, con rabia, con ganas de llorar, como si nunca hubiese llorado. * Inclinado estaba y llorando, cuando sinti que una mano le acariciaba la cansada cabeza y una voz de mujer, con un dulce acento espaol, le deca: Llore, hijo, llore... Una nueva ola de llanto le arras los ojos y llor con tanta fuerza como la primera vez, pero ahora no angustiosamente, sino con alegra, sintiendo que una gran frescura lo penetraba, apagando eso caliente que le haba estrangulado la garganta. Mientras lloraba, parecile que su vida y sus sentimientos se limpiaban como

un vaso bajo un chorro de agua, recobrando la claridad y firmeza de otros das. Cuando pas el acceso de llanto, se limpi con su pauelo los ojos y la cara, ya tranquilo. Levant la cabeza y mir a la seora, pero sta no le miraba ya, miraba hacia la calle, a un punto lejano, y su rostro estaba triste. En la mesita, ante l, haba un nuevo vaso lleno de leche y otro platillo colmado de vainillas: comi lentamente, sin pensar en nada, corno si nada le hubiera pasado. como si estuviera en su casa y su madre fuera esa mujer que estaba detrs del mostrador. Cuando termin, ya haba obscurecido y el negocio se iluminaba con la bombilla elctrica. Estuvo un rato sentado, pensando en lo que le dira a la seora al despedirse, sin ocurrrsele nada oportuno. Al fin se levant y dijo simplemente: Muchas gracias, seora: adis. . Adis, hijo.. . le contest ella. Sali. El viento que vena del mar refresc su cara, caliente an por el llanto. Camin un rato sin direccin, tomando despus por una calle que bajaba hacia los muelles. La noche era hermossima y grandes estrellas aparecan en el cielo de verano. Pens en la seora rubia que tan generosamente se habla conducido, e hizo propsitos de pagarle y recompensara de una manera digna cuando tuviera dinero; pero estos pensamientos de gratitud se desvanecan junto con el ardor de su rostro, hasta que no qued ninguno, y el hecho reciente retrocedi y se perdi en los recodos de su vida pasada. De pronto se sorprendi cantando algo en voz baja. Se irgui alegremente, pisando con firmeza y decisin. Lleg a la orilla del mar y anduvo de un lado para otro, elsticamente, sintindose rehacer, como si sus

fuerzas anteriores, antes dispersas, se reunieran y amal- gamaran slidamente. Despus la fatiga del trabajo empez a subirle por las piernas en un lento hormigueo y se sent sobre un montn de bolsas. Mir el mar. Las luces del muelle y las de los barcos se extendan por el agua en un reguero rojizo y dorado. temblando suavemente. Se tendi de espaldas, mirando el cielo largo rato. No tena ganas de pensar, ni de cantar, ni de hablar. Se senta vivir, nada ms. Hasta que se qued dormido con el rostro vuelto hacia el mar.

UN MENDIGO

FUE UN da de invierno, alumbrado por un sol transparente y seco, color tafetn, cuando Lucas Ramrez, despus de franquear la puerta del hospital, se encontr en la calle. Parpade, deslumbrado por la luz fuerte y libre que resplandeca en las paredes blanqueadas; luego, inmvil en la orilla de la acera, reflexion. No lo hizo mucho rato; ya en el ltimo mes de su estada en el establecimiento haba pensado bastante sobre el momento de su salida y saba que su vida, al abandonar el hospital, estara amarrada a dos hilos: la punta de uno de ellos remataba en el hospicio; la del otro, en esa gran institucin ambulante y pblica que se llama mendicidad. Pero nunca haba imaginado la diferencia que haba y hay entre el hecho de decir: Cuando yo salga del hospital. ." y el de encontrarse fuera realmente. La calle, cuyo aspecto y movimiento casi tena olvidados despus de sus varios meses de enfermedad, desfila ba ante l caminando hacia los campos. Le pareci de pronto, vista desde su ngulo de invlido, una desolada e inmensa planicie, batida por un viento helado, cruzada de profundas quebradas y penosas pendientes, en la cual aquel cuyos pies no se asentaban bien en tierra, vacilaba, se perda, caa y no se levantaba. La vida y el mundo estaban al final de esa imagen. Ah, si l hubiera tenido en ese momento sus piernas, sus elsticas y firmes piernas de antes, con qu placer

habra echado a andar, el alto pecho levantado, con la agilidad y decisin con que los hombres vigorosos caminan en las maanas de invierno! Mir hacia ambos lados de la calle, como eligiendo rumbo, aunque para l eran iguales todos, el del norte o el del Sur, hacia levante o hacia poniente; para donde fuera y por mucho que caminara, aquellos dos hilos lo seguiran, sin soltarlo, desovillndose, alargndose mientras l marchaba y recogindose cuando retrocediera, tirando ambos de l hacia sus puntos de trmino. Solamente un acontecimiento imprevisto, absurdo, podra cortar aquellas amarras invisibles. En busca de l se decidi a marchar. Eligi para irse la acera contraria a aquella en que se encontraba y que apareca enlucida por una atmsfera brillante, dentro de la cual las personas se movan como envueltas en una gelatina dorada. Antes de atravesar la calle mir hacia arriba y hacia abajo; no venia ningn vehculo. Avanz un pie, luego otro y camin, camin con aquel andar que la enfermedad le haba dado, horrible andar de mueco que ha perdido su aserrn y que haca volver la cabeza a los transentes. Cuando avanzaba la pierna derecha, el hombro del mismo lado descenda hacia la cintura, mientras el pie izquierdo, rezagado, esperaba el tirn que le hara emparejarse al otro; despus, el hombro derecho surga, recobrando el cuerpo su posicin de firme y reuniendo fuerza para el otro paso. El bastn, torcido y lleno de nudos, marcaba con iscronos golpes los movimientos de aquella mquina, a la que la enfermedad haba roto un resorte esencial. Camin as entre la multitud que llenaba las aceras. Pareca un extraviado, un hombre que ha perdido la orientacin y la memoria y que marcha sin saber por

dnde, procurando recordar la calle y el sitio en que est su casa, su hogar. Iba hacia todos lados y hacia ninguno. Estaba solo. De sus aos de infancia pasados en la capital. no tena sino vagos recuerdos de personas y familias, todas ellas sin posicin econmica slida y con las cuales no le ligaba sino esa amistad ocasional de la vecindad, que desaparece con una ausencia prolongada. Su familia, escasa y pobre. era del norte y resida all. Se detena en las esquinas y miraba: hacia all iba una calle, hacia ac otra, por all una, por all otra, y contemplbalas huir vertiginosamente, sin saber cul era la suya, sin poder elegir una, pues todas eran iguales y ninguna le recordaba algo que lo llamara. As transcurri la maana y vino la tarde. Grandes nubes pardas y blancas, que el viento, desorientado como Lucas Ramrez, tan pronto haba estado empujando hacia un lado como hacia otro, se reunieron por fin, cubriendo el trozo de cielo que corresponda a la ciudad y dando a la atmsfera un tono amarillo helado. Descendi despus el viento y sopl a lo largo de las calles. La gente march ms deprisa. Los cafs, los bares y las confiteras arrojaban hacia las aceras su vaho oloroso y tibio, absorbiendo con l a los que marchaban distrados. Lucas Ramrez. golpeando con su bastn lamentable las baldosas hmedas, caminaba desesperanzado, casi abandonado, sintiendo que el hilo del hospicio se pona cada vez ms tenso. Cay la tarde. reemplazndola el crepsculo, un crepsculo breve y fro, salpicado por las luces que se encendan y se llamaban entre s a travs de los alambres y los cables. Las vidrieras se llenaron de luz y los automviles abrieron sus ojos deslumbrantes, agujereando las masas de sombra que caan del cielo.

El viento afin su soplo, helndolo ms, y empuj a los transentes hacia el refugio de los hogares. Se apag el crepsculo y las calles fueron perdiendo su animacin comercial. Los espaoles y los ingleses cerraron sus negocios y slo de trecho en trecho algunas vitrinas arrojaban sus cuadrados luminosos sobre las aceras. Los ciegos, despus de haber estado todo el da tocando sus instrumentos y exponiendo sus ojos como naturalezas muertas, regresaron a sus covachas, hablando de cosas que no haban visto. De pronto, Lucas Ramrez se detuvo sorprendido. Un recuerdo, uno, haba brotado en su mente, y era precisamente el que necesitaba. Desde que sali del hospital haba buscado en su cerebro algo, una idea, un recuerdo, un recurso, una salida, sin encontrar nada, y he aqu que repentinamente surga, como un hongo despus de la lluvia, solitario e imprevisto, este recuerdo. Meses atrs, un da de visita en el hospital, estando l acostado, pas ante su cama un hombre cuyo rostro le pareci conocido, aunque olvidado. -En la soledad en qu se encontraba, un amigo o un conocido constituan un acontecimiento; y lo mir sonriendo, invitndolo con la risa a detenerse y hablar. Se detuvo el que pasaba, mirndolo entre serio y sonriente, convencido al mismo tiempo que dudoso, hasta que se reconocieron. Lucas Ramrez! Esteban! Era un antiguo amigo suyo, condiscpulo, a quien no vea desde mucho tiempo, desde antes de dejar la capital e irse con su padre a las tierras del norte, de donde l regresara, despus de varios aos, solo y enfermo. Conversaron solamente breves instantes, pues el que pasaba iba a visitar a un amigo enfermo en una sala vecina. Se fue, prometindole volver a verlo y dejndole su direccin, por si alguna vez quera visitarlo, cuando se

mejorara. No volvi ms. Pero eso no importaba ahora, pues tenga su direccin, es decir, crea tenerla. Registr sus bolsillos y hurg en su cartera, buscando la tarjeta en que estaba anotada la direccin de la casa en que viva su amigo; no encontr nada. Acudi entonces a su memoria y no le fue difcil acordarse del nombre de la calle. S, quedaba cerca de donde se encontraba ahora. Pero y el nmero? El nmero... Era 64 164, no estaba bien seguro, pero era una cifra de dos nmeros o de tres y terminaba en 64; tal vez en la primera o segunda cuadra. . . Pero de todos modos, le seria fcil dar con l, pues, adems de los datos que recordaba, en la puerta de la basa en que viva deba haber una plancha que indicara el nombre y la profesin de su amigo. Era dentista. Ech a andar y parecile que lo haca con ms soltura. Haba encontrado un amigo y seguramente l le proporcionara lo que necesitaba y que tan poco era: un plato de sopa y un rincn! Sonrea alegremente y hasta le daban ganas de gritar para expresar su regocijo. Lleg pronto a la calle buscada, desembocando en ella a la altura de la segunda cuadra. Habra podido empezar desde all la bsqueda, pero no quiso; quera sentir la voluptuosidad de principiar desde la primera casa, paso a paso, nmero por nmero, saboreando su placer lentamente, -hasta encontrar el nmero. Fue hasta donde empezaba la calle y parndose en la acera de los nmeros pares, comenz a buscar, despacio, as como sin ganas, como quien tiene la firme seguridad de que lo que desea vendr cuando l quiera. Anduvo baldosa por baldosa, mirando los nmeros de las casas y- leyendo las planchas que relucan aqu y all al costado de las puertas. No encontr el nmero 64. Lleg hasta el 80 y, creyendo no haber mirado bien, volvi sobre sus pasos y empez a buscar de nuevo, esta

vez con atencin, asustado, como aquel a quien han dado a guardar una suma exacta de dinero y que a la hora de devolverla se encuentra con que le faltan cien pesos y vuelve a contarla nerviosamente. Cincuenta, cincuenta y dos, cincuenta y ocho. sesenta y ocho... Nada. Se detuvo, contrariado. Estaba seguro de que no era un nmero impar, sino par, como 64. Sin embargo, mir hacia la otra acera; altas, obscuras, severas las fachadas, cerradas las puertas, en ninguna de ellas se divisaba el reflejo bronceado de una plancha. Se desanim algo, pero en seguida se sobrepuso, pensando en que tal vez estaba equivocado y que la cifra sera de tres nmeros, terminada en 64. Atraves la bocacalle y empez de nuevo la bsqueda, ya anhelante, mirando los nmeros con mirada fija e inquisitiva. En esa cuadra, el nmero 164 caa en un almacn de pianos. Esto lo des concert casi por completo y lo hizo dudar de su buena memoria. Sera 64 el nmero? De eso estaba seguro. Hay veces en que al querer recordar un nmero o un nombre, recordamos uno y se uno nos parece el autntico y hasta creemos que es imposible que sea otro, y cuando la verdad nos viene a demostrar que estbamos equivocados, protestamos y afirmamos que el nmero o el nombre han sido cambiados y que el verdadero, el que se trataba de recordar, era el que nosotros decamos. Pero si se era el nmero, cmo no lo encontraba donde deba estar? O no sera sa la calle? Bien pudiera ser que se hubiera equivocado en la calle y no en el nmero. Pero equivocarse en la calle era perderlo todo: cincuenta calles corran paralela s a aquella en que se encontraba y cada una de ellas, igual que sta, poda ser la que necesitaba. En recomeras todas, con su paso tardo y torpe, demorara unos ocho das.

Esto acab con su entusiasmo y su nimo: sin embargo, se resisti a renunciar. Seguira buscando. Ya que forzosamente tena que caminar, aprovechara su marcha para seguir sus investigaciones. * Pero estaba cansado en extremo y su pobre cuerpo no corresponda a su resolucin. Se haba fatigado antes que l y negbase a avanzar: pareca que los hilos invisibles lo envolvan como en una red de araa cazadora. impidindole moverse con soltura. Anduvo an dos cuadras ms. El nmero y la casa deseada no aparecieron. Se detuvo en una esquina, mirando hacia lo lejos, dejando correr su nublada pupila por la alta hilera de focos que parpadeaban en la noche. Senta ganas de llorar, de dejarse caer al suelo. irreflexivamente, abandonndose. Cerca de donde estaba, haba un restaurante con dos focos a la puerta y una gran vitrina iluminada, a travs de la cual se vea, en medio de un resplandor rojizo, cmo los pollos se doraban a fuego lento, ensartados en un asador que giraba, chorreando gruesas gotas de dorada grasa. Se abri la puerta y un caballero alto, gordo, enfundado en grueso sobretodo, sali; se detuvo en la puerta mirando al cielo, subise el cuello del sobretodo y echo a andar. En este momento lo vio Lucas Ramrez: no lo haba visto salir del restaurante, sino que se dio vuelta al sentir pasos en la acera. Se le ocurri una idea. Preguntar a ese seor que vena tan de prisa, por lo que l buscaba. El transitar por ah indicaba que viva en la misma calle o en las inmediaciones y bien pudiera ser que conociera a su amigo.

Con un gesto sencillo, con el gesto que cualquiera hace al detener a una persona y preguntarle algo, lo detuvo. El caballero se par en seco y le mir de arriba abajo, con mirada interrogadora, y lo vio tan miserable, tan vacilante, tan deshecho, que cuando Lucas Ramrez empez a decirle: Seor, yo quisiera... Sin dejarlo concluir la frase, contestle: Cmo no, amigo! Desabrochase el sobretodo, por la abertura meti la mano en direccin al bolsillo derecho del chaleco, recogi todas las monedas que en l tena y en la mano que Lucas Ramrez haba extendido y abierto para detenerlo, las dej caer voluptuosamente, diciendo: Tome. compaero. Y se fue, abrochndose rpidamente el sobretodo. Lucas Ramrez se qued como si hubiera recibido una bofetada sin motivo alguno y estuvo un momento sin saber qu hacer, qu pensar ni qu decir. Despus le dio rabia y volvise como para llamar al caballero y devolverle sus monedas, pero el otro iba ya a media cuadra de distancia y si l lo hubiera llamado, aqul no habra vuelto sino la cabeza, pensando: Qu mendigo fastidioso! Le he dado todo el sencillo que llevaba y todava me llama... No poda correr detrs de l; si hubiera podido hacerlo, lo habra hecho, seguramente. Pens entonces en tirar las monedas, pero con gran sorpresa de l mismo, aunque hizo el ademn de arrojarlas, la mano en que las tena no se abri para soltarlas. Aquello estaba fuera de su voluntad. Se qued all parado y de pronto empez a llorar suavemente, con pequeos gemidos, as como lloran esos perrillos, a altas horas de la noche, delante de una puerta que han cerrado sin acordarse de que ellos estn afuera.

Se abri nuevamente la puerta del restaurante y dos jvenes salieron a la calle, hablando fuerte y riendo, tomando la misma direccin que tomara el que haba salido antes. Cuando llegaron junto a l, lo sintieron llorar y se detuvieron. La risa se les hel en la boca, como quemada por el aire fro. Se miraron, sin atreverse a hablarlo. El no los habla sentido y slo se vino a dar cuenta de su presencia cuando la mano de uno de ellos busc la suya cariosamente. Y como era la derecha la buscada y en ella tena las monedas que le habla dado el seor gordo, inconscientemente, sin darse cuenta de lo que haca, dio media vuelta y present la mano izquierda... La ddiva fue ms subida que la anterior y l debi dar las gracias, pero no supo hacerlo, no se le ocurri. Y es que no se consideraba an un mendigo; crea que lo que le pasaba era un accidente, una cosa pasajera. Pero cuando cambi a la mano izquierda las monedas que tena en la derecha y viendo que ya abultaban, !as meti al bolsillo, y cuando puso el odo alerta para escuchar los pasos de los que salan del restaurante, y a uno que le dio varias monedas le dijo: Muchas gracias, ....... Dios se lo pague..., se tranquiliz tanto, como si hubiera encontrado a su amigo, convencido ya de la ruta que deba seguir y sintiendo qu uno de los hilos que lo sujetaban se cortaba vibrando en la noche. * A la otra noche y a las siguientes, las personas que comieron en ese restaurante encontraron a la salida a un hombre contrahecho, miserable, que les quera preguntar por algo que nunca supieron lo que era, pues jams lo dejaron terminar su pregunta. Aquel hombre ejerca una atraccin irresistible sobre el dinero sencillo que llevaban encima.

Lucas Ramrez. que se haba dado cuenta de esto, y de que la gente es generosa cuando hace fro y ha comido bien. pensaba que era necesario aprovechar bien el invierno.

EL TRAMPOLN

HAY MUCHA gente que no cree en la suerte. Dicen que todo est determinado y que no sucede nada que no obedezca a leyes fijas, invariables, que provocan tales o cuales hechos, y que el hombre no puede escapar a lo que el destino le tiene reservado. Pero es indudable que hay un ancho margen para los acontecimientos imprevistos, una especie de puerta de escape de lo determinado y de lo prescrito, un burladero para lo fatal, un trampoln para los saltos de la suerte. Puede ser esto la casualidad, la eventualidad, puede ser lo que ustedes quieran, pero existe, y yo quiero demostrarlo contndoles un caso. Resignacin. Yo tengo un delito sobre mi conciencia. Legalmente, es un delito. Moralmente, no. Un tribunal me condenara; un hombre, a solas con su conciencia, sin investidura legal, me perdonara, encontrando en el fondo de mi acto un sentimiento noble; Yo no s ni conozco las proyecciones que mi conducta trajo consigo. Me conform con el hecho mismo, sin importarme lo dems; El caso es el siguiente: Hace ya bastantes aos, siendo yo un muchacho de veinte, estudiante de segundo ao de medicina, vena de Valparaso a Santiago, de vuelta de vacaciones, acompaado de un amigo que tena ms o menos la misma edad ma. Subimos al tren en la estacin del Puerto. Viajbamos en tercera clase. Mi familia era pobre y la de mi amigo

tambin. Al llegar el tren a Bellavista. vimos que suba un hombre con esposas, pobremente vestido, acompaado de un guardin armado con carabina y de un seor con aspecto de agente de polica. Dio la casualidad de que el nico asiento desocupado para dos personas estaba frente a nosotros y en l se ubicaron el reo y el agente. El guardin; despus de despedirse, descendi. Nosotros, jvenes, llenos an de piedad para la desgracia ajena, nos sentimos impresionados ante aquel hombre, joven tambin, esposado, expuesto a la curiosidad de todos. Una vez sentado se arrim bien a la ventanilla y mir por ella insistentemente, evitando ver nuestras miradas, que lo recorran de arriba abajo. Como he dicho, era joven, treinta aos a lo sumo, moreno tostado, con reflejos cobrizos en los pmulos; los rasgos de su rostro eran regulares. normales. Vesta un traje de mezclilla, muy arrugado, camisa sin cuello y calzaba gruesos zapatones, bototos que llaman. Todo l daba la impresin de un trabajador del norte, un minero, un calichero o un carrilano. Sentamos deseos de hablar con ellos y saber los motivos de la desgracia de aquel hombre. las circunstancias de la misma y tal vez el lugar donde se haba originado. Empezamos a hablar con el agente, charlando de asuntos sin inters, hasta que no pudiendo reprimir su curiosidad, uno de nosotros pregunt: De dnde vienen? De Antofagasta. Y. por qu lo trae? El preso dio vuelta la cabeza y nos mir con aire de cansancio. Sin duda habran sido muchas las personas que hicieran La misma pregunta durante el largo viaje. Por homicidio respondi el agente. Homicidio?

-S, mat a un amigo y compaero de trabajo. Nos callamos, sintiendo que nuestra simpata disminua ante la desnudez del hecho. Pero el preso pareci darse cuenta de ello y dijo: -Si, as dicen, que yo lo mat; pero Dios sabe que no supe lo que haca y que nunca tuve esa intencin. Empez a hablar, y escuchamos, atnitos, el ms original de los relatos. Cmo lo iba a querer matar, patroncito, cuando lo quera tanto? Durante muchos aos anduvimos juntos y nos aprecibamos ms que si furamos hermanos. Nos conocimos yendo los dos en un enganche para las salitre-ras, y desde el primer momento nos hicimos amigos. Recorrimos casi todo el norte, sin separarnos, corriendo la suerte da tras da, por las salitreras, por las minas, por los puertos, por todas partes. Nos emborrachbamos juntos, y juntos caamos presos; salamos juntos tambin de la capacha. Con uno que trabajara, comamos los dos. Cuando uno se enfermaba, el otro lo cuidaba mejor que si fuera un pariente. Tenamos confianza ciega el uno en el otro y nunca hubo entre nosotros un s ni un no. En fin, para qu le cuento ms; nos queramos como caballo. Martn era muy juguetn y muy travieso y le gustaba payasear conmigo; a m tambin me gustaba. Eso fue lo que nos perdi. Era muy pesado de mano y me daba unas guantadas, muy fuertazas, que me dejaban atontado. Yo le atracaba tambin con todas mis fuerzas. pero l era mucho ms macizo y cuando pegaba, pareca que lo haca con una piedra. El me daba un puetazo y yo le daba otro; l me pegaba una cachetada y yo le plantaba otra; si me pellizcaba lo pellizcaba, y todo esto rindonos, sin pizca de rabia ni de mala intencin, como dos chiquillos. Hasta que una noche, patrn, en que estbamos borrachos en la oficina Baquedano, empezamos con la payasada: me estaba

preparando para acostarme y me haba sacado ya la chaqueta, cuando viene por detrs y me da un coscacho que casi me aturde. Me doli muchsimo. Las manitos que tena Martn! Me dio rabia, y como tena el cuchillo en la mano, para ponerlo debajo de la almohada, me di vuelta y le hice as no ms, como para asustarlo, y no se fue a morir este.... tonto leso? Se muri, patrn, y yo sal corriendo, llorando a mares, gritando que haba muerto a mi compaero. Me llevaron preso, y aunque cont la verdad, nadie me crey. Dijeron que lo haba muerto peleando y me condenaron a cinco aos y un da. Nadie ha llorado ms que yo, patrn, porque yo era el nico que poda llorarlo con razn: l era mi amigo, mi compaero, mi hermano, y yo lo haba muerto sin querer, payaseando. Y no crean ustedes que tenga vergenza de mi condicin ni que me importe la condena. Lo nico que siento es que se haya muerto, y as, sin motivo, de una manera tan tonta. Qu desgracia, patroncito, qu desgracia! Call el hombre y volvi de nuevo a su actitud de aislamiento. El agente sonrea, mostrando debajo del largo bigote negro una hilera de dientes blancos. Sin duda que el asunto, contado as, resultaba un poco divertido; pero ni yo ni mi amigo sentamos deseos de sonremos. No habamos visto en el relato sino aquella ternura por el amigo muerto y aquella ingenuidad admirable, que se detena justamente en el limite de la estupidez. No caba duda respecto de la veracidad de su relato y era indudable que en el fondo de su conciencia se consideraba inocente. Y en cierto modo, casi estoy por decir que absolutamente lo era, o que por lo menos no mereca ser condenado, ya que bastante pena y bastante angustia eran para l haber asesinado a la persona que

ms quera, a su compaero, a su amigo, a aquel Martn que yo me imagin grande, colorado, gordo, con bigote color castao, risueo, despreocupado, vestido con camiseta, faja y pantaln negro. Les ofrec cigarrillos al agente y al preso. Aceptaron. El preso fumaba penosamente, levantando las dos manos para llevar y retirar el cigarrillo de la boca. El espectculo me impresion demasiado y sal hacia el exterior del coche, parndome a fumar en la plataforma. El tren corra a travs de los cerros que rodean Quilpue y Villa Alemana. Calles llenas de rosales; caminos que se prolongan desde los pueblitos hacia el campo, subiendo perezosamente los cerros; terrenos cultivados, alfalfares, campos de juego, jardines. Daba gusto mirar! Y daba pena acordarse de aquel que iba en el interior del coche y que durante tantos aos no podra echar a andar por un camino que le gustara, libremente, sin pedirle permiso a nadie. En fin, era ridculo que me dejara llevar por un sentimiento intil de piedad y conmiseracin. Lo que aquel hombre necesitaba era su libertad y nada ms. Ni la piedad ni la conmiseracin nuestras lograran amenguar una gota su amargura ni aliviar su desgracia: Cinco aos y un da! Estaba agarrado firmemente por las manos duras del presidio, que lo absorbera con su ancha boca oscura y lo devolvera a la calle cuando el ltimo da de su condena hubiera transcurrido. Ya no habra escapatoria para l. Desde la estacin ira al presidio, derecho, recto, fatalmente. Para olvidar el asunto y distraerme, empec a silbar y a cantar. Aprovechando el ruido de la marcha del tren, cantaba a grito pelado en la plataforma, fumando y mirando el paisaje. De pronto, el tren pite; iba llegando a La Calera. Entr a la estacin y par. Los vendedores de frutas y

fiambres, de dulces, atronaron el aire con el reclamo de su mercadera y los pasajeros descendan a comprar. Otros se acercaban a las ventanillas. Entre la gente que bajaba, vi pasar al agente encargado de la custodia del preso. Me mir al pasar y me dijo: Voy a comprar algo de comer. Y el preso? le pregunt. Se estar quieto; es muy tranquilo. Al bajar, la muerte lo sorprendi brutalmente. En lugar de descender hacia el andn de la derecha, junto al cual estaba detenido el tren, descendi hacia el de la izquierda, atravesando la va de los trenes de regreso. No alcanz a llegar, pues una locomotora lo tom de costado, echndolo sobre los rieles y pasndole despus por encima. Lo tritur horriblemente. Yo no pude gritar, tan grande fue mi impresin; pero en medio de ella me acord del preso y durante varios segundos pens infinidad de cosas. La muerte haba abierto para aquel hombre la pueda de escape de lo prescrito y lo determinado, y era yo el nico que poda sacarlo por ella o volverla a cerrar, pues nadie ms que yo, espectador casual del accidente, poda reconocer en aquel montn informe de carne al agente de polica y contar lo que pasaba. Mereca aquel hombre que se le diera una oportunidad para librarse de su condena? Yo creo que s y lo haba pensado ya as al considerar que era inocente, por lo menos en principio. Su remordimiento y su pena eran ya bastante carga para su alma. Por otra parte, el nico interesado, por obligacin del oficio, en que se cumpliera la condena de aquel hombre, era el agente y el agente haba muerto. La justicia, persona abstracta, habla perdido su representante, y mientras apareciera otro, aquel hombre estaba libre. Claro es que yo.. Pero no quise pensar ms y entr al vagn decidido a

facilitar el salto de aquel hombre en el trampoln de la suerte. Que cayera donde pudiera. Una vez dentro vi que mi amigo estaba muy plido y miraba fijamente por la ventanilla. Haba presencia do tambin el accidente, pues nuestro asiento era el ms cercano a la plataforma y daba hacia el lado izquierdo. Al yerme pareci interrogarme con la mirada. Sin duda tena en su cabeza idnticos pensamientos. Qu hacemos? Los dems pasajeros estaban distrados, efectuando apresuradamente sus compras, y aquellos que ya tenan noticias del accidente, no sospechaban quin era el atropellado por la locomotora. ndate le dije al preso en voz baja, rpidamente. Y cmo, patrn? No ve cmo estoy? -me pregunt, mostrndome sus manos esposadas. Entrgueme a la polica, mejor. Despus, si me pillan, es peor. Yo vacil. El asunto sala ya de la simple simpata y de la aquiescencia piadosa y entraba en la franca complicidad. Pero mi amigo result ms atrevido que yo. Tom el sombrero del preso y ponindolo sobre las esposas, le dijo: Sujtalo ah. El hombre tom el sombrero con una mano y lo coloc de modo que le tapara las esposas. Vamos. El preso se levant. Estaba muy plido y tiritaba, no s s de alegra o de miedo, hasta el punto de castaetearle los dientes. Yo estaba tambin muy nervioso y me temblaban las piernas. Bajamos del tren hacia la derecha y salimos de la estacin. tomando despus una calle cualquiera. Caminamos en silencio, sin mirarnos, entregado cada uno a sus reflexiones o a su angustia. Llegamos a las afueras del pueblo y buscamos un sitio

solitario donde ocultarnos. Digo buscamos, y no es cierto; mi amigo era el que nos llevaba. Habla tomado la aventura por su cuenta y nos diriga con una audacia que nunca sospech en l. Nos dejbamos llevar, dcilmente, obedeciendo a su voluntad y, en cierto modo, descansando en ella. Nos escondimos detrs de un rbol. Busca dos piedras grandes, pronto. Encontr lo que me peda, y l, colocando una en el suelo, hizo poner al hombre una mano sobre ella y con la otra empez a golpear la argolla de hierro de la esposa. A m me pareca que los golpes se escuchaban desde la estacin. Vigilaba anhelante. De pronto o un grito. Ayayay, patrn! En lugar de pegar en la argolla, mi amigo, en su precipitacin, haba dado en la mano del hombre. Te estoy dando la libertad y todava te quejas dijo mi amigo. Pero pegue en la argolla, pues, patrn replic el preso. Por fin la esposa se parti en dos y el preso levant en el aire su mano magullada. Empezaba a saborear la libertad. ~Vamos, a la otra. Golpea t; yo me cans. Tom la piedra, y mientras mi amigo vigilaba empec a golpear la argolla de la otra mano. No resisti mucho tiempo, pues yo pegaba con precisin y firmeza. Una vez rota, mi amigo la cogi y la arroj entre las ramas del rbol. Ah qued enganchada. Despus, nos encontramos los tres mirndonos de frente, sorprendidos. Haban pasado el entusiasmo y la angustia de la aventura. El preso, inmvil, pareca esperar nuestro consejo o nuestra palabra de liberacin. Tmido, a pesar de todo lo sucedido, no se consideraba-

an libre; se senta atado a nosotros y no se atreva a marcharse sin que se lo indicramos. Qu esperas? ndate le. dije. Y procura no jugar con nadie teniendo un cuchillo en la mano y estando borracho. Si, patrn; para otra vez tendr ms cuidado. Empez a andar, despacio, sin mirar para atrs, en direccin al campo, a los cerros. Pero, sin duda, por vergenza o por otro sentimiento anlogo, nuestra presencia le molestaba y le impeda sentirse verdaderamente en libertad, porque de pronto ech a correr, a correr, cada vez ms ligero, hasta desaparecer en medio de un grupo de rboles.

EL COLO - COLO

NEGRA Y FRIA era la noche en torno y encima del rancho de Jos Mara Pincheira, uno de los ltimos del fundo Los Perales. Eran ya ms de las nueve y haca rato que el silencio, montado en su macho negro, dominaba los caminos que dorman vigilados por los esbeltos la mos y los copudos boldos. Los queltehues gritaban, de rato en rato, anunciando lluvia, y algn guairao perdido dejaba caer, mientras volaba, su graznido estridente. Dentro del rancho la claridad era muy poco mayor que afuera y la nica luz que all brillaba era la de una vela que se consuma en una palmatoria de cobre. En el centro del rancho haba un brasero y alrededor de l dos hombres emponchados. Sobre las encendidas brasas se vela una olla llena de vino caliente, en el cual uno de los emponchados, Jos Manuel, dejaba caer pequeos trozos de canela y cscaras de naranjas. Esto se est poniendo como caldo murmur Jos Manuel. Y tan oloroso.. Djame probarlo dijo su acompaante. No, todava le falta, Antuco. Psch! Hace rato que me est diciendo lo mismo. Por el olorcito, parece que ya est bueno. No.. acurdese que tenemos que esperar al compadre Vicente y que si nos ponemos a probarlo, cuando l llegue no habr ni gota. Pero tantsimo que se demora!. .,

Pero si no fue all no ms. pues, seor, Tena que llegar hasta los potreros del Algarrobillo, y arreando. Por el camino. de vuelta lo habrn detenido los amigos para echar un traguito. . . S. un traguito. .Mientras el caballero le estar atracando tupido al mosto, nosotros estamos aqu escupiendo cortito con el olor. . . Djame probarlo, Jos Manuel. Bueno. ya est, condenado; me la ganaste. Toma. Meti Jos Manuel un jarrito de lata en la olla y lo sac chorreando de oloroso y humeante vino, que pas a su amigo. el cual. atusndose los bigotes. se dispuso a beberlo. En ese instante se sinti en el camino el galope de un caballo; despus. una voz fuerte dijo: Compadre Jos Manuel!. Listo! grit Pincheira, levantndose, y en seguida a su compaero--: No te dije, porfiado. que llegara pronto? Que llegue o no, yo no pierdo la bocarada. Y se bebi apresuradamente el vino. quemndose casi. Frente a la puerta del rancho, el campero Vicente Montero haba detenido su caballo. Baje, pues, compadre. A bajarme voy. Desmont. Era un hombre alto, macizo, con las piernas arqueadas, vestido a usanza campesina. Entre compadre: lo estoy esperando con un traguito de vino caliente. Ah! eso es muy bueno para matar el bichito!. Aunque ya vengo medio caramboleado. En casa del chico Aurelio, casi me atoraron con vino. Avanz a largos y separados pasos. haciendo sonar sus grandes espuelas, golpendose las polainas con la gruesa penca. A la escasa luz de la vela se vio un instante el rostro de Vicente Montero. obscuro. fuerte, de cuadrada

barba negra. Despus se hundi en la sombra. mientras los largos brazos buscaban un asiento. Est haciendo fro. Debe estar lloviendo en la costa. Bueno, vamos a ver el vinito. Sirve, Antuco. . Llen Antonio el jarrito y se lo ofreci a Vicente. e Este lo tom. aspir el vaho caliente que despeda el vino, hizo una mueca de fruicin con la nariz y empez a bebrselo a sorbitos. dejando escapar gruidos de satisfaccin. Esto est bueno. muy bueno. Apuesto que fue Antuco el que lo hizo. Es buenazo para preparar mixturas. Creo que se ha pasado la vida en eso. No -protest Pincheira-, lo hice yo. y si no fuera porque lo cuid tanto. Antuco lo habra acabado probndolo. Ri estruendosamente Vicente Montero. Devolvi el jarrito y Antonio lo llen de nuevo, sirvindole esta vez a Jos Manuel. Bueno, cuenta. cmo te fue por all? Bien: dej los animales en el potrero y despus me entretuve hablando con las amistades. Cmo est la gente? Todos alentados. Ah. no! Ahora que me acuerdo, hay un enfermo. Quin? Taita Gil.. . Pobre viejo, se va como un ovillo. Y qu tiene? Quin sabe! All dicen que es el colocolo el que lo est matando. pero para m que es pensin. Le han; pasado tantas pobre viejo, y tan seguidas! - Bien puede ser el coloco... - Qu va a ser, seor! Oye, Antuco. psame otro traguito...

Volvi a circular el jarro lleno de vino caliente. T no crees en el colo colo? No, seor. cmo voy a creer. . . Yo no creo ms que en lo que se ve. Ver para creer, dijo Santo Toms. -Quin ha visto al colocolo? Nadie. Entonces no existe. Psch! As que t no crees en - Este. . . No s, pero en el colo colo no creo. Quin lo ha visto? Yo lo he visto afirm Jos Manuel. S con los ojos del alma. . . Son puras fantasas, seor. Las nimas, los chonchones, el colocolo, la calchona. las candelillas... Ah tienes t: yo creo en las candelillas porque las he visto. - No ests payaseando! _ -exclam asustado Antonio. - Claro que las vi. A ver, cuenta. Se lo voy a contar. . . Oye. Antuco. psame otro trago. As tan seguido se pierde el taido! No lo hicieron para tomar? Tornmoslo, entonces. Jos Manuel y Antonio se echaron a rer. - Este diablo tiene ms conchas que un galpago! -Bueno, cuenta. -Esprense que mate este viejo. Se bebi el ltimo sorbo que quedaba en el jarro, lanz un sonoro_ dijo: . -Cuando yo era muchachn. tendra unos diecinueve aos, fui un da a la ciudad a ver a mi to Francisco, que tena un negocio cerca de la plaza. All se me hizo tarde y me dejaron a comer. Despus de comida. cuando me vieron preparndome para volver a casa. empezaron a decirme que no me viniera, que el camino era muy solo y peligroso y la noche estaba muy obscura. Yo, firme y firme en venirme. hasta que para asustarme me dijeron:

No te vayas. Vicente; mira que en el potrero grande estn saliendo candelillas. Estn saliendo candelillas? Mejor me voy; tengo ganas de ver esos pajaritos. Total, me vine. Traa mi buen cuchillo y andaba montado. Qu ms quiere un hombre? Vena un poco mareado. porque haba comido y tomado mucho, pero con el fresco de la noche se me fue pasando. Ech una galopada hasta la salida del pueblo y desde ah puse mi caballo al trote. Cuando llegu al potrero grande. tom el camino al lado de la va. al paso. Atraves el ro. No aparecan las candelillas. Entonces. creyendo que todas eran puras mentiras. anim el paso del caballo y empec a pensar en otras cosas que me tenan preocupado. Iba as, distrado, al trote largo. cuando en esto se para en seco el caballo y casi me saca librecito por las orejas. Mir para adelante, para ver si en el camino haba algn bulto. pero no vi nada. Entonces le pegu al caballo un chinchorrazo con la penca en el cogote. gritando: Qu te pasa. manco del diablo? Y le afloj las riendas. El caballo no se movi. Le pegu otro pencazo. Igual cosa. Entonces mir para los costados. y vi, como a unos cien pasos de distancia. dos luces que se apagaban y encendan, corriendo para todos lados. All no haba ningn rancho. ninguna casa. nada de donde pudiera venir la luz. Entonces dije: Estas son las candelillas. -Las candelillas? -pregunt Antonio. Las candelillas. Psame otro trago. por preguntn. Como el caballo era un poco arisco, no quise apurarlo ms. Me qued all parado. tantendome la cintura para ver si el cuchillo saldra cuando lo necesitara. y mirando aquellas luces que se encendan y se apagaban y corran de un lado para otro, como queriendo marearme. No se vea sombra ni bulto alguno, De .. .. .

repente las luces dejaron de brillar un largo rato y cuando yo cre que se haban apagado del todo, aparecieron otra vez, ms cerca de lo que estaban antes. El caballo quiso recular y dar vuelta para arrancar, pero lo atrinqu bien. Otro rato estuvieron las luces encendindose y apagndose y corriendo de all para ac. Se apagaron otra vez sin encenderse un buen momento, y aparecieron despus ms cerca. As pas como un cuarto de hora, hasta que acostumbrndome a mirar en la obscuridad, empec a ver un bulto negro, como una sombra larga, que corra debajo de las luces. Aqu est la payasada, me dije. Y hacindome el leso, principi a desamarrar uno de los pesados estribos de madera que llevaba: lo desat y me afirm bien la correa en la mano derecha. Con la otra mano agarr el cuchillo, uno de cacha negra que cortaba un pelo en el aire, y espere. Poco a poco fueron acercndose las luces, siempre corriendo de un lado para otro, apagndose y encendindose. Cuando estuvieron como a unos cuarenta pasos, ya se vea bien el bulto; pareca el de una persona metida dentro de una sotana. Lo dej acercarse un poquito ms y de repente le afloj las riendas al caballo, le clav firmes las espuelas y me fui sobre el bulto, haciendo girar el estribo en el aire y gritando como cuando a uno se le arranca un toro bravo del pio: All va, all va vala vala vallaaaaa! El bulto quiso arrancar, pero yo iba como celaje. A quince pasos de distancia revole con fuerzas el estribo y lo largu sobre el bulto. Se sinti un grito y la sombra cay al suelo. Desmont de un salto y me fui sobre el que haba caldo, lo levant con una mano y zamarrendolo, mientras lo amenazaba con el cuchillo, le grit: Quin eres t? Habla! No me contest, pero se quej. Lo volv a zamarrear..

y a gritar, y entonces sent que una voz de mujer. de mujer. compadre! me deca: -No me hagas nada. Vicente Montero. Era una mujer? Una mujer. compadrito de mi alma! Y yo. bruto. le haba dado un estribazo como para matar un burro. Psame otro trago, Antuco. Al principio no me di cuenta de quin era. pero despus. al orla hablar ms. vine a caer: era una mujer conocida de la casa. que tena tres hijos y a quien se le haba muerto el marido tres meses atrs. Le pregunt qu diablos andaba haciendo con esas luces, y entonces me cont que lo haca para ganarse la vida, porque como la gente era tan pobre por all, no tena a quin trabajarle y no quera irse para la ciudad y dejar abandonados a sus nios. En vista e todo esto haba resuelto ocuparse en eso. La media ocupacin que haba encontrado! Se untaba las manos con un menjurje de fsforos y azufre que se las pona luminosas y sala en el potrero a asustar a los que pasaban, abriendo y cerrando las manos y corriendo para todos lados. Algunos se desmayaban de miedo: entonces ella les sacaba la plata que llevaban y se iba. Total, despus que se anim y se sac la sotana en que anclaba envuelta, la sub al anca y la traje para el pueblo. Y desde entonces. hermano Juan de Dios. cuando me hablan de nimas y de aparecidos. me ro y digo: Vengan candelillas, nimas y fantasmas, teniendo yo mi estribo en la mano! Srveme otro traguito. Antuco. Pero. hombre. te lo has tomado casi todo vos solo! Pero no lo haba