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EL CRUCIFIJO DE SAN DAMIÁN Y FRANCISCO DE ASÍS por Jean de Schampheleer, o.f.m. . El presente trabajo, por una parte, se fija en el Crucifijo de San Damián y estudia su contenido y significado dentro de la tradición artística y teológica siria, a la que pertenece. Por otra, investiga las disposiciones anímicas de Francisco durante el proceso de su conversión, en el que tuvo singular importancia el acontecimiento de San Damián; para ello, analiza críticamente las fuentes biográficas, corrigiendo interpretaciones que, si bien generalizadas, no son completamente históricas. El estudio del Crucifijo y el análisis del estado de ánimo de Francisco en aquellos momentos dan la clave para averiguar el carácter peculiar de las relaciones entre Cristo y Francisco a raíz de su encuentro en San Damián. Este Crucifijo es una de las mejores fuentes para conocer a Francisco, y su contemplación, un camino privilegiado para revivir la experiencia del Santo. N.B .- Advertimos a nuestros lectores que, del amplio aparato de notas que lleva el original, aquí suprimimos muchas, así como las numerosas referencias bibliográficas. INTRODUCCIÓN Todos los biógrafos de san Francisco de Asís relatan que el joven Francisco entró un día en la capilla de San Damián, en la campiña de Asís, se puso a orar con fervor ante el Crucifijo, y éste le dijo: «Francisco, ¿no ves que mi casa se derrumba? Anda, pues, y repárala» (TC 13c; cf. 2 Cel 10a; LM 2,1a; Lm 1,5). ¿Qué importancia debe atribuirse a este acontecimiento? Cuando Francisco dicta poco antes de morir su Testamento, empieza recordando los inicios de su conversión, pero nada dice de la intervención de Dios en la iglesita de San Damián; en cambio, recuerda que el Señor mismo le condujo en medio de los leprosos (Test 2). Hubiera podido añadir: «El Señor me ordenó restaurar la capilla de San Damián», pero no lo añadió. Aparentemente, el acontecimiento sería poco importante para Francisco. En cambio, los primeros biógrafos atribuyen mucha importancia al encuentro de Francisco con el Cristo de San Damián, y no vacilan en afirmar que desde aquel día Francisco llevó ya en su corazón las llagas que llevaría impresas en su cuerpo al final de su vida.

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EL CRUCIFIJO DE SAN DAMIÁNY FRANCISCO DE ASÍSpor Jean de Schampheleer, o.f.m.

.

 

El presente trabajo, por una parte, se fija en el Crucifijo de San Damián y estudia su contenido y significado dentro de la tradición artística y teológica siria, a la que pertenece. Por otra, investiga las disposiciones anímicas de Francisco durante el proceso de su conversión, en el que tuvo singular importancia el acontecimiento de San

Damián; para ello, analiza críticamente las fuentes biográficas, corrigiendo interpretaciones que, si bien generalizadas, no son completamente históricas. El estudio del Crucifijo y el análisis del estado de ánimo de

Francisco en aquellos momentos dan la clave para averiguar el carácter peculiar de las relaciones entre Cristo y Francisco a raíz de su encuentro en San Damián. Este Crucifijo es una de las mejores fuentes para conocer a

Francisco, y su contemplación, un camino privilegiado para revivir la experiencia del Santo.

N.B.- Advertimos a nuestros lectores que, del amplio aparato de notas que lleva el original, aquí suprimimos muchas, así como las numerosas referencias bibliográficas.

INTRODUCCIÓN

Todos los biógrafos de san Francisco de Asís relatan que el joven Francisco entró un día en la capilla de San Damián, en la campiña de Asís, se puso a orar con fervor ante el Crucifijo, y éste le dijo: «Francisco, ¿no ves que

mi casa se derrumba? Anda, pues, y repárala» (TC 13c; cf. 2 Cel 10a; LM 2,1a; Lm 1,5).

¿Qué importancia debe atribuirse a este acontecimiento? Cuando Francisco dicta poco antes de morir su Testamento, empieza recordando los inicios de su conversión, pero nada dice de la intervención de Dios en la

iglesita de San Damián; en cambio, recuerda que el Señor mismo le condujo en medio de los leprosos (Test 2). Hubiera podido añadir: «El Señor me ordenó restaurar la capilla de San Damián», pero no lo añadió.

Aparentemente, el acontecimiento sería poco importante para Francisco.

En cambio, los primeros biógrafos atribuyen mucha importancia al encuentro de Francisco con el Cristo de San Damián, y no vacilan en afirmar que desde aquel día Francisco llevó ya en su corazón las llagas que llevaría

impresas en su cuerpo al final de su vida.

Todos los biógrafos posteriores recuerdan y repiten esta afirmación, sin ponerla en tela de juicio. Recientemente, varios investigadores1 han aportado algunos matices a las afirmaciones de Celano y Buenaventura. Esto no ha

impedido que los biógrafos sigan repitiendo lo mismo que a lo largo de siglos escribieron sus predecesores sobre este punto, como si fuera algo evidente.

El objetivo del presente estudio consiste precisamente en mostrar que en un momento dado se falseó la verdad histórica y que, aceptando este error, los biógrafos, desde Celano hasta nuestros días, han perdido de vista algunos

elementos esenciales para comprender la vida y la espiritualidad de Francisco de Asís. Para que este trabajo sea positivo, hay que investigar el significado profundo del acontecimiento de San Damián y, consiguientemente, el significado del Crucifijo que, según el P. Esser, tuvo una influencia decisiva en la vida de Francisco.2 Será, pues, necesario analizar las fuentes con meticulosidad y examinar el Crucifijo de San Damián desde el punto de vista

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arqueológico y teológico.

I. ASPECTO ARQUEOLÓGICO

Tomás de Celano afirma que cerca de la ciudad de Asís existía una iglesia muy antigua, antiquitus

fabricata,dedicada a San Damián (1 Cel 8c). Las investigaciones de Arnaldo Fortini3 han demostrado que esta

iglesia se menciona ya en un documento del año 1030, aunque es imposible precisar la fecha de su construcción. De todos modos, cuando Francisco visitó la capilla en 1205, ésta

existía desde hacía más de ciento setenta cinco años. Sin pretender elucidar aquí el problema de la cronología de los

acontecimientos de la conversión de Francisco, será útil situarlos al menos aproximadamente. Los mejores

investigadores actuales (Brown, Flood, Desbonnets, Manselli) fijan la expedición de Francisco a la Pulla en la

primavera del año 1205, y el juicio ante el obispo de Asís a principios de 1206. Entre estas dos fechas se sitúan: el regreso desde Espoleto a Asís, la visión en San Damián, la venta en Foligno, la permanencia en San Damián, el

encuentro con los leprosos, el conflicto con su padre Pietro Bernardone, el secuestro y el juicio. Todos estos hechos requirieron un cierto tiempo, más aún si tenemos en cuenta que Francisco estaba bastante desconcertado

cuando volvió de Espoleto: ¿qué es lo que va a hacer? ¿Qué debe hacer? Por tanto, transcurre un período de reflexión, de duda, de angustia; busca la soledad del campo y de las iglesias; ora con intensidad, pero como un

ciego, sin ver brillar ninguna luz en el horizonte, hasta que un día recibe una respuesta en la iglesita de San Damián. Por otra parte, las sucesivas diligencias de Pietro Bernardone también requirieron un cierto tiempo. Por

consiguiente, es imposible fijar la fecha exacta del acontecimiento de San Damián: ¿ocurrió poco después de volver de Espoleto? ¿Ocurrió más tarde? Nos inclinamos por la segunda hipótesis.

Según Fortini, esta iglesia debió pertenecer a un grupo de burgueses de Asís: en efecto, un documento de 1103 indica la intervención financiera de varias familias con el fin de proporcionar a la iglesia de San Damián libros,

ornamentos, campanas (y quizá el icono de la crucifixión). Es dudoso, sin embargo, que la iglesia fuera propiedad de burgueses de la ciudad. Fortini se basa en que la iglesita no aparece mencionada en una bula de Inocencio III,

del año 1198, que ofrece una lista de las iglesias del territorio de Asís; pero esta bula no enumera todas las iglesias: algunas están sometidas a la jurisdicción del obispo, otras dependen de monasterios, varias son mencionadas con la expresión «y las otras capillas». La iglesita de San Damián puede muy bien ser una de esas «otras capillas». Por lo

demás, sabido es que cuando Francisco y sus hermanos quisieron establecerse en la Porciúncula, dirigieron su petición al abad del monasterio de San Benito del Monte Subasio, del que dependía la iglesia (cf. LP 56; EP 55); en cambio, la petición para que Clara y sus hermanas pudieran establecerse en San Damián fue dirigida al obispo

de la ciudad.

En la época de la conversión de Francisco, la capilla de San Damián estaba bastante deteriorada. Pero, ¿amenazaba «ruina inminente», como pretende Celano (1 Cel 8c)? L. Bracaloni,4 al que sigue A. Masseron, piensa que Celano

exagera. La iglesia era vieja; probablemente estaba poco o mal cuidada; ante el Crucifijo no ardía ninguna lámpara; necesitaba, sin duda, reparación y una buena limpieza; pero no era una iglesia en ruinas ni abandonada: la

atendía un sacerdote que vivía en la casita existente junto a ella, pero era un sacerdote pobre y, ciertamente,

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negligente. Bracaloni advierte con toda razón que el Crucifijo se hallaba en buen estado de conservación, puesto que Francisco pudo contemplarlo y encontrar en él gracias extraordinarias. ¿Se coloca un crucifijo nuevo en una

iglesia en ruinas?

Examinemos atentamente, a la luz de los estudios iconográficos,5 este Crucifijo que los biógrafos caracterizan generalmente como «bizantino».

1. Origen y evolución del crucifijo en el arte

Los estudios iconográficos sobre el origen y la evolución del crucifijo en el arte, así como la relación de los principales crucifijos anteriores al tiempo de san Francisco, patentizan con toda claridad que el Crucifijo de San

Damián es de tipo sirio, influenciado por el arte bizantino, a la vez que una obra netamente umbra, como lo demuestra su fina ejecución. Para comprender bien esta triple característica del Crucifijo de San Damián, hemos de

remontarnos brevemente a los orígenes del arte cristiano.

El cristianismo, nacido en Jerusalén, se propagó pronto a Siria, cuya capital, Antioquía, se convirtió en centro de irradiación del cristianismo hacia Capadocia, el Asia Menor, Grecia y Roma, Mesopotamia y la India. En

Antioquía fue donde, por primera vez, se designó con el nombre de «cristianos» a los seguidores de Jesús (Hch 11,26). Sin embargo, la cruz, instrumento de suplicio, no se convirtió en tema artístico hasta el siglo IV, salvo en

algunas estelas y pequeños objetos. En Jerusalén, sobre los mismos lugares donde murió Jesús, entre la basílica del Martyrium (calvario) y la amplia rotonda de la tumba de Cristo, se elevaba una gran cruz recubierta con oro y

piedras preciosas: era una cruz triunfal en la que no estaba representada la figura de Cristo, pero que simbolizaba su victoria en la cruz.

A partir del siglo V aparece en Palestina un nuevo arte cristiano: se construyen basílicas en los lugares donde Jesús había vivido, predicado y hecho milagros; con vistas a los peregrinos, cada vez más numerosos, se reproducen escenas evangélicas sobre los muros de las iglesias, los vasos sagrados y los libros litúrgicos, así como sobre

diversos objetos pequeños, que los peregrinos se llevaban como recuerdo.

Gracias a los comerciantes, militares y funcionarios imperiales, estas reproducciones se propagaron gradualmente por todo el mundo cristiano y recibieron la influencia de las diferentes culturas. Por ejemplo, y sin entrar en

detalles, desde el siglo VI se pintó, esculpió o grabó la escena de la crucifixión siguiendo dos tipos diferentes, uno sirio y otro bizantino o helenístico. El primero se caracteriza por una doble preocupación: el realismo y la mística;

el segundo es mucho más clásico y sobrio.

Estas características aparecen también en la representación de los episodios de la vida de Jesús. Un ejemplo concreto, el lavatorio de los pies del Jueves Santo, nos ayudará a comprender mejor los rasgos propios y distintivos

de cada uno de estos tipos. En el tipo helenista o bizantino se ve a Jesús de pie, con la cabeza humildemente inclinada hacia Pedro; sostiene una toalla con ambas manos; Pedro está sentado en un asiento elevado, una especie

de trono, en el que aparece confuso, con las manos separadas, y adelantando un pie que sale delicadamente de entre los pliegues de su túnica; en el suelo hay un minúsculo lebrillo, alejado del pie de Pedro y de la toalla de Jesús. La escena evangélica, por tanto, está bien representada: aparecen Jesús, Pedro, el lebrillo, la toalla, la

humildad de Jesús que se hace siervo y la confusión de Pedro; pero el estilo es intencionadamente sobrio y frío. En cambio, el arte sirio representa la misma escena inspirándose más en la vida concreta: el lebrillo es mucho más

grande, es un auténtico lebrillo; Pedro mete el pie en el agua y arremanga su túnica hasta las rodillas, como se hace

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en tales circunstancias; se inclina hacia adelante para ver mejor el gesto de Jesús y, a fin de mantener el equilibro, apoya los brazos sobre las rodillas; Jesús no está de pie, sino profundamente inclinado y agarrando con sus manos

el pie de Pedro; la humildad de Jesús y la sumisión de Pedro están reflejadas con tanta fuerza como en la representación del lavatorio de tipo griego, pero de manera distinta. Si el tipo bizantino es frío y distante, el sirio es

vivo e incluso apasionado.

2. El crucifijo sirio

Idénticas características encontramos en la representación de la crucifixión. En la de tipo helenístico, Cristo es muy joven, imberbe y, muchas veces, con los cabellos cortos; su cuerpo aparece casi desnudo, apenas cubierto con un

estrecho ceñidor. Es la reproducción del héroe de la antigüedad, joven y desnudo, al igual que en los vasos griegos: un Cristo desnudo, débil y humilde, pero vencedor. María, su madre, viste la túnica de las damas griegas, tiene la

cabeza descubierta, peinada como una dama griega y adornada a veces con joyas. También están presentes los demás personajes: Juan, las mujeres, los soldados que juegan a los dados. Pero los artistas bizantinos suprimirán

muy pronto los soldados, limitándose a lo esencial con un estilo sobrio y distante: los personajes son estereotipados, pasivos; Cristo parece como aislado en medio de ellos. Sin embargo, el conjunto está lleno de

majestad y expresa muy bien la victoria de Cristo en su combate.

La crucifixión de tipo sirio es completamente distinta. Quiere mostrar la escena tal como sucedió, pero sin representar a Cristo aplastado por la tortura. Todos los detalles expresan la victoria de Cristo. Cristo es adulto, con

barba y cabellos largos; está vestido con una larga túnica sin mangas, detalle claramente menos realista que la desnudez griega, pero que expresa mejor la majestad sacerdotal y el misterio de Dios redentor. El que está clavado en la cruz es un hombre, un adulto en plena madurez, y, a la vez, Dios, como lo indica la túnica que lo cubre y que

manifiesta su dignidad. Al igual que la cruz dorada de Jerusalén en el siglo IV, el crucifijo sirio es ante todo símbolo de victoria y de glorificación, a pesar de que esto le haya costado la vida al Hijo de Dios. El Cristo sirio es

hombre y Dios, humilde y grande, víctima y vencedor.

A su derecha están María y Juan, juntos, inseparables por la voluntad del mismo Jesús antes de morir; al otro lado están las mujeres; a uno y otro lado de la cruz están los dos ladrones; a la derecha de Jesús está el soldado con la lanza, y a la izquierda, el soldado con la esponja de vinagre; por último, hay unos soldados jugando a los dados. Las actitudes y gestos de los personajes principales, distribuidos con rigurosa simetría, expresan bien el misterio que está aconteciendo ante sus ojos y del que participan manifestando su fe y su admiración. Observemos, por

último, la inscripción de Pilato, colocada encima de la cabeza de Jesús (IHS NAZARE REX IVDEORU), tomada del evangelio de Juan y no de los sinópticos. Este detalle y el hecho de que María y Juan estén juntos en el mismo

lado de la cruz, indican la influencia del cuarto evangelio en la representación siria de la crucifixión.

Los dos tipos de representación de la crucifixión, el helenístico y el sirio, se difundieron en Oriente y Occidente, adaptándose a las culturas locales e influenciándose uno a otro. El sirio tomará del bizantino un mayor cuidado por

la pureza del dibujo y con el tiempo colocará los personajes a la manera bizantina: María a la derecha de Jesús, Juan a la izquierda, supresión de los jugadores de dados. Por su parte, el tipo griego tomará del sirio la túnica o una

semitúnica. Pero en los monasterios, donde se mantendrán durante siglos las antiguas tradiciones, el tipo sirio conservará con frecuencia sus características propias.

3. El crucifijo umbro

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Los crucifijos sirios y bizantinos llegaron muy pronto a Occidente, gracias a los viajeros: mercaderes, funcionarios orientales establecidos en Roma, peregrinos; pero serán sobre todo los monjes quienes aporten sus riquezas

espirituales y artísticas.

A mediados del siglo VII, los monjes sirios, cuyos monasterios se contaban a centenares, sufrieron la presión y muchas veces la persecución de los árabes llegados a la conquista de las principales ciudades de Palestina y de Siria. Los monjes se refugiaron en otros lugares, primero en el Asia Menor y luego en Occidente, sobre todo en Roma, donde existía una importante colonia siria; avanzaron a lo largo del valle del Tíber, hasta Umbría, más

concretamente hasta las regiones de Perusa y Espoleto, llevando consigo su teología, a veces sus herejías (monofisismo), sus libros iluminados y su arte. Un siglo más tarde, a consecuencia de las luchas iconoclastas de Oriente, Europa occidental se vio invadida por otra ola de monjes, griegos y sirios, que huían con sus preciosos

iconos.

Estas circunstancias históricas explican el que encontremos en Umbría un arte religioso bastante peculiar, cuya dominante es siria, con una ligera influencia bizantina y un evidente carácter umbro. Así, en Umbría y Toscana aparecieron muchos crucifijos sirio-umbros, que tienen entre sí numerosos puntos en común; hay ejemplares en

Espoleto, Perusa, Asís, Pisa, Siena y Florencia.

4. El Crucifijo de San Damián

El Crucifijo de San Damián es del siglo XII, y tiene muchos puntos en común con el de la catedral de Espoleto, atribuido a Alberto Sozio que lo habría pintado en 1187, y con el de Sarzana, pintado por Gulielmo en 1138. La forma de la cruz y el Cristo son

idénticos, pero los personajes están colocados en distinto orden: en el de Espoleto, María está a la derecha y Juan a la izquierda de Jesús; en cambio, en el de San

Damián, María y Juan aparecen a la derecha de Cristo, según la antigua tradición siria, y las mujeres están agrupadas a la izquierda, con el centurión. La pintura de Asís se distingue también por su mayor delicadeza y por su esmerada ejecución.

Desconocemos la fecha exacta en que se pintó este icono, pero todos los iconógrafos afirman unánimes su origen umbro; sería obra de un artista de Espoleto, que lo pintó en el siglo XII. En efecto, el valle de Espoleto, que había acogido siglos antes a los

monjes sirios, era también un lugar de paso muy frecuentado por los mercaderes que se dirigían desde el norte hacia el sur y viceversa, por los peregrinos que acudían a Roma o al Monte Gárgano, y por los cruzados. Espoleto era una encrucijada en la que confluían ideas y culturas. Esto explica que se convirtiera en centro cultural y artístico. Por las mismas razones, el Crucifijo de San Damián tiene influencias de

distintas culturas, aunque predomina indiscutiblemente el carácter sirio.

Durante buena parte del siglo XIII, los crucifijos umbros y toscanos seguirán representando la misma forma de cruz que en el siglo XII, pero Cristo y los personajes habrán cambiado por completo de aspecto: será un Cristo

paciente, inmerso en la angustia de la agonía, o ya muerto; los personajes que lo rodean manifestarán un profundo dolor. Los historiadores atribuyen con frecuencia este cambio al influjo de san Francisco; la verdad es que hay que

atribuirlo a sus discípulos, como veremos más adelante.

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II. ASPECTO TEOLÓGICO

Este rápido examen del aspecto arqueológico nos facilita abordar ahora el sentido teológico y espiritual del crucifijo sirio y, más en particular, del Crucifijo de San Damián. Esta indagación es esencial para comprender lo

que le ocurrió a Francisco de Asís cuando contempló el icono de San Damián.

1. El crucifijo sirio

Nacido en Jerusalén, el cristianismo se difundió por el mundo desde la ciudad de Antioquía, puerto muy frecuentado entre Oriente y Occidente. Esta ciudad se convirtió muy pronto en sede de un obispado cuya

irradiación e influencia teológicas están fuera de toda duda: basta pensar en el influjo de san Ignacio de Antioquía. Hubo muchas otras personalidades, otros escritores, conocidos o no, cuyas obras revelan todavía hoy un pensamiento teológico distinto del de Bizancio o del de Cartago. Por definirlo con una sola palabra, este

pensamiento es «joánico».

El apóstol Juan vivió mucho tiempo en Éfeso, pero había residido antes en Antioquía, como afirma san Efrén, y ejerció una influencia innegable sobre Siria, Capadocia y toda el Asia Menor. Hacia el año 110, Ignacio de

Antioquía escribió sus Cartas, que sólo contienen una cita explícita del evangelio de Juan, pero que sin duda definen a Ignacio como testigo de la tradición joánica. En la misma época, Policarpo de Esmirna, discípulo de Juan, escribe su Carta a los filipenses, en la que cita textualmente a 1 Jn 4,2-3 y a 2 Jn 7, y en la que emplea

diversas expresiones que se encuentran en el evangelio de Juan.

En la primera mitad del siglo II se escribió también una obra siria, que permaneció luego desconocida por largo tiempo, con el título de Odas de Salomón. Esta obra, originaria de Antioquía o de Edesa, y de indiscutible

influencia joánica, tiene muchos puntos en común con la himnología siria: su lenguaje y teología atestiguan que su autor fue un jadeo-cristiano. El tema más frecuente es el del Verbo, considerado en un movimiento descendente

(humillación) y ascendente (exaltación): Cristo se abaja hasta la cruz, pero triunfa y es exaltado por su combate en la cruz.

Estas Odas son un documento muy importante para nosotros, pues condensan en pocas páginas la misma enseñanza que encontramos en el arte sirio y, más concretamente, en la representación de la crucifixión; por tanto, también en el Crucifijo de San Damián. Su enseñanza es fundamentalmente joánica. Ahora bien, como indica con tanto acierto el canónigo Osty, para Juan, «Jesús no sólo es el Mesías de Israel (Mateo), el Hijo de Dios (Marcos), el Salvador (Lucas); es también el Verbo encarnado que les revela a los hombres a Dios invisible y les trae la Luz

y la Vida. Los poderes de las tinieblas se agrupan contra Él, «pero son derrotados». Ahí radica «el drama conmovedor que constituye el tema fundamental de todo el evangelio (de Juan)»; este drama se despliega

rigurosamente en una sucesión de relatos, discursos y símbolos, en los que las fuerzas del mal parecen salir victoriosas, pero esto es mera apariencia: «Jesús está por encima de los acontecimientos... y la muerte ignominiosa a que es condenado, y de la que el evangelio habla siempre con términos de soberana nobleza, es el camino de la

gloria para Jesús, y el de la salvación y la vida para sus fieles».6 Las Odas de Salomón7 afirman la misma doctrina, pero con lenguaje poético:

«Él me hace bajar desde lo alto [es Cristo quien habla]y me hace subir desde los lugares inferiores...

Él dispersa a mis enemigos

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y a mis adversarios.Él me da poder sobre las ataduras,

para que yo las deshaga» (OdSl 22, 1. 3-4; p. 87).

«He sido coronado por mi Dios,y mi corona es viva.

He sido justificado por mi Señory mi salvación es incorruptible...

Marché hacia todos mis prisioneros para liberarlos,para no dejar a nadie cautivo o que hiciese cautivo...

Sembré en los corazones mis frutosy los transformé en mí.

Recibieron mi bendición y vivieron,se reunieron en mí y fueron salvados.

Porque eran miembros para míy yo su cabeza.

Gloria a ti, oh cabeza nuestra, Señor Mesías.Aleluya» (OdSl 17, 1-2. 12. 14-17; pp. 83-84).

«Fui innecesario para los que no8 me conocían... [cf. Jn 5,43-47; 6,64-71; etc.]pero estaré con los que me aman.

Murieron todos mis perseguidores,pero me buscaban todos los que esperaban en mí, porque estoy vivo.

Me levanté y estoy con ellos...» (OdSl 42, 3-6; pp. 99-100).

La Oda 33 alude a la cruz de Jesús (cf. Jn 12,32: «Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí»):

«Se levantó sobre una cima elevada y lanzó su vozdesde un extremo al otro de la tierra.

Atrajo hacia sí a todos los que le obedecierony no apareció como malo» (OdSl 33, 3-4; p. 94).

El sentido de estos textos poéticos es claro: todos estamos invitados a seguir a Cristo viviente y vencedor, a fin de vivir también nosotros. En ese mismo sentido, las Odas aluden muchas veces al agua viva, tema frecuente del

cuarto evangelio. La idea de vida (agua viva, tener la vida), tan del gusto de san Juan, está muy presente en estos poemas, al igual que en Ignacio de Antioquía y en otro breve escrito judeocristiano, la Didaché, que no sabemos

con certeza dónde se escribió, pero todo induce a creer que fue en Antioquía. Habría que citar también los escritos de san Efrén, sobre todo los pasajes que tratan del Verbo que es la luz que atrae irresistiblemente (Jn 1,35-40); de las bodas de Caná, en las que el agua convertida en vino simboliza la concepción y el nacimiento de Jesús (Jn 2,1-11), milagro que Efrén relaciona con el Pan de Vida (Jn 6). Jesús es el agua viva (Jn 4), pues es el Mesías, igual al

Padre, luz; Jesús es la Vida y puede resucitar a los muertos, sin embargo va a la muerte y lo dice (Jn 11,48-50; 12,1-10). Pero esta muerte es la fuente de la salvación, y Efrén insiste en que Cristo vence al mundo (Jn 14,30; 16,33), cura a las criaturas mediante el bautismo de su muerte y es glorificado por el Padre (Jn 17,1-5). Efrén

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insiste también en la presencia de María y Juan unidos junto a la cruz, y en la lanzada de la que brota sangre como de una fuente: Jesús estaba muerto y vive; esta sangre que mana del costado contiene la vida. Por eso canta Efrén

en sus himnos al Cristo victorioso: Adán fue vencido por el árbol, Cristo venció por el árbol y exaltará a los justos, pues Él es la puerta viva del paraíso (Jn 10,7). Por tanto, hay que cantar y alabar a Aquel que nos salva.

Efectivamente, el sentido de la alabanza y de la exaltación es una de las características de los escritos sirios. Los escritores, y también los artistas, unos y otros en su propio lenguaje, no se contentan con exposiciones platónicas; invitan a cantar y glorificar al Señor Jesús que se abajó hasta nosotros y se elevó hasta el cielo; manifiestan una auténtica exultación al ver las obras del Salvador, especialmente la Redención. Abundan en el grito de alegría: «¡Aleluya!», en estribillos de alabanza: «¡Alabanza a tu justicia que exalta al vencedor!» (Efrén, Himno 1,1);

«¡Bendito el que alejó la espada del Paraíso con la lanza con que fue atravesado!» (Id 2,1); «¡Bendito el que con su cruz abrió la puerta del Paraíso!» (Id, 6, 1); «¡Gloria a tu bondad, que tiene piedad de los pecadores!» (Id, 12); etc.

Los textos sirios citados más arriba, aunque también se sirven de los evangelios sinópticos, se sitúan en la perspectiva del evangelio de Juan. En ellos encontramos lo que veía X. Léon-Dufour en el cuarto evangelio y, más concretamente, en el relato de la Pasión: «Una marcha triunfal de Jesús hacia el Padre (Jn 13,1)... El lector no sólo es invitado a un acto de fe (Marcos), de adoración (Mateo), de participación (Lucas), sino que es arrebatado con

Jesús en la marcha poderosa, soberana, triunfal que conduce a la cruz, ese trono desde donde Jesús funda su iglesia... el lector no está simplemente frente al misterio del destino divino que se cumple inexorablemente; está dentro del misterio, puesto que Jesús ya ha sido glorificado como príncipe».9 La cruz joánica o siria, misterio de

abajamiento y de gloria, invade al lector -o al espectador, si se trata de un icono-, del mismo modo que penetró el corazón de María y el de Juan, el de las mujeres y el del centurión, y el de todo aquel que cree en Jesús. A pesar de

las tinieblas que la envuelven, la cruz es para el creyente fuente de Vida y de Luz.

En una palabra, la teología siria es sencilla y concreta: Dios salva al hombre de la muerte por su Hijo que se abaja, se humilla y, así, da la Vida en abundancia; Jesús vuelve al Padre arrastrando a los creyentes en pos de él. El

cristiano contempla la obra divina y, sobre todo, se une a Cristo humilde y poderoso, muerto y viviente, sigue el mismo camino de Cristo, marcha con él (1 Pe 2,21). La teología siria no tiene nada de «bizantino» en el sentido

peyorativo del término; es concreta, realista y marca profundamente la vida del cristiano. Esta teología la encontramos entera en el arte sirio que, como se sabe, es sobre todo obra de monjes, hombres de oración y

contemplación que plasmaban en iconos lo que antes habían meditado y vivido con detención. Los crucifijos sirios, incluso los influenciados por el arte bizantino, expresan esta teología con un realismo y un simbolismo que se

funden armónicamente entre sí, e inducen al espectador a la contemplación, a la alabanza y a la participación en la obra de Cristo. Es lo que vamos a descubrir en el Crucifijo de San Damián.

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2. El Crucifijo de San Damián

No obstante una ligera influencia bizantina y su ejecución umbra, desde el punto de vista artístico el Crucifijo de San Damián es de tipo sirio. Ha heredado, por tanto, la riqueza teológica siria y, consiguientemente, la influencia

joánica. Así lo demuestra claramente el examen detallado del Crucifijo.

El personaje central: Jesús

Cristo aparece como el personaje central y principal, incluso dimensionalmente: la cruz mide 2'10 por 1'30 metros; Cristo tiene casi 1'30 metros de altura; los demás personajes son mucho más pequeños. Pero lo que más llama la atención del espectador es la luminosidad del cuerpo de Jesús: los otros personajes y la decoración tienen colores

intensos u oscuros, en cambio el cuerpo de Cristo se destaca sobre un fondo negro con franjas rojas. Según M. Boyer,10 que remite a la obra de Portal, el negro es el símbolo de la contradicción, el pecado y la muerte; el rojo, es

el símbolo del amor divino. Sobre este fondo negro y rojo se destaca el Cristo luminoso y magníficamente aureolado, que induce a pensar en lo que Él dice de sí mismo: «Yo soy la Luz del mundo» (Jn 9,5), y en las

palabras del prólogo del cuarto evangelio: «La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre... y la luz brilla en las tinieblas» (Jn 1, 9 y 5). El Cristo de San Damián aparece sobre todo como la luz que brilla en las

tinieblas que lo rodean; quienes reciben esa luz, se hacen hijos de Dios (Jn 1,12), tienen la vida, porque Cristo es «la Vida y la Luz de los hombres» (Jn 1,4), y, por tanto, han visto su gloria, «gloria que recibe del Padre como Hijo único» (Jn 1,14). El cuerpo de Cristo es luminoso, la tela que lo cubre desde la cintura a las rodillas (por

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influencia del arte bizantino, la larga túnica siria sin mangas ha sido recortada por la mitad) es blanca, la aureola es dorada. El único color visible sobre el cuerpo de Jesús es la sangre que brota a hilillos de las manos, los pies y el costado derecho, como para derramarse sobre los asistentes que se tornan así partícipes del combate del Salvador.

La cabeza de Cristo merece especial atención. No tiene corona de espinas ni sangre; si la palidez del cuerpo hace pensar en un cadáver, el tono más oscuro del rostro, la ausencia de llagas y sangre y, sobre

todo, los grandes ojos abiertos demuestran que se trata de un ser vivo; los largos cabellos y la barba subrayan todavía más el rostro viviente. Como en todos los crucifijos sirios, Jesús está vivo, a pesar de la llaga del costado que significa la muerte; sus ojos apacibles y serenos, unos ojos contemplativos que miran a lo lejos sin detenerse en un objeto o

una persona concretos, fijan la mirada, más allá de lo terreno, en Aquel que no le abandona nunca: «El Padre y yo somos una sola

cosa» (Jn 10,30; 17,22); «El Padre está en mí y yo en el Padre» (Jn 10,38; 14,11; 17,21); «No estoy solo, porque el Padre está conmigo»

(Jn 16,32).

El Hijo, que jamás se separa del Padre, ha venido sin embargo en medio de los hombres y ha muerto por ellos, para reconducirlos al Padre y glorificar al Padre: «Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar» (Jn 17,4). A su vez, el Padre glorifica al Hijo: «Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu

Hijo» (Jn 17, 1 y 5); «Es mi Padre quien me glorifica» (Jn 8,54). Así, a pesar de la presencia de sangre, la cruz se ha convertido en trono donde Jesús aparece tranquilo y majestuoso, digno y sereno, unido al Padre en una paz que

resplandece en todo su ser, verdadero Dios y verdadero hombre. Pero hacía falta la cruz para que pudiéramos captarlo: «Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo Soy» (Jn 8,28). Esto es lo que

expresa el icono de San Damián, y lo que experimentan quienes lo contemplan de verdad.

Los otros personajes

A la derecha de Jesús, y no a uno y otro lado, se encuentran María y Juan, inseparables como en todos los crucifijos de tipo sirio: «Mujer, ahí tienes a tu hijo... Ahí tienes a tu madre» (Jn 19,26-27). Hay que fijarse con atención en su actitud. Contrariamente a lo que a veces se ha afirmado, María no está

paralizada por el dolor, ni tampoco Juan, antes bien permanecen serenos, casi sonrientes; su mano derecha señala a Jesús, Dios y hombre, vencedor del mal y de la muerte, glorificado por el Padre. Cuanto hemos dicho de Cristo, personaje central del icono, lo leemos reflejado en la actitud de

María y Juan: María aprueba la obra de su hijo y participa en ella; Juan, que en su evangelio expondrá ampliamente el misterio de Jesús, está junto a

María y, con ella, aprueba con idéntico gesto la obra de Jesús.

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A la izquierda de Cristo, siguiendo la descripción del cuarto evangelio (Jn 19,25), están Marín Magdalena y María, mujer de Clopás; sus nombres aparecen escritos bajo sus pies. Su actitud es serena, como la de María y

Juan. María Magdalena mira al centurión, que está proclamando su fe; con un gesto de emoción, pero sin manifestar tristeza, acerca la mano izquierda a la garganta, igual que la madre de Jesús; como el centurión, cree, y también ama, pues ella fue curada y convertida por Jesús, y su corazón arde de amor a su Señor;11 así lo demostrará, además, la mañana de Pascua (Jn 20, 1-2 y

11-18). María de Clopás, entre María Magdalena y el centurión, contempla a Cristo y lo señala con la mano, expresando también su admiración. El

centurión mira a Jesús; está como ausente de todo lo demás; su mirada y su gesto expresan la palabra referida por los sinópticos: «Verdaderamente éste

era Hijo de Dios» (Mt 27,54).

Encima del hombro izquierdo del centurión se ve un personaje no identificado. Algunos comentaristas piensan que es el hijo del centurión al que curó Jesús (Jn 4,46ss); otros, basándose en la superposición de curvas existentes sobre la cabeza del personaje, creen que se trata de varios

personajes o incluso de una muchedumbre simbólica que se asocia a la fe del centurión. Aunque hipotética, esta última explicación concuerda muy bien con el significado del conjunto: Jesús vencedor, en quien convergen todas

las miradas: «Mirarán al que traspasaron» (Jn 19,27); «Cuando hayáis levantado al Hijo del Hombre, entonces sabréis que Yo Soy» (Jn 8,28).

A la altura de las rodillas de Cristo, a su derecha, está el lancero Longino, como indica la inscripción, y a su izquierda, el soldado con la esponja de, vinagre, llamado Esteban por la tradición. Son mucho más pequeños que

los demás personajes, pero también ellos participaron a su modo en la obra de Cristo. Los cuatro evangelistas relatan que a Jesús le dieron vinagre, pero sólo Juan afirma que Jesús lo tomó (Jn 19,30); en cuanto a la lanzada del costado, sólo Juan la refiere, y con insistencia (Jn 19,34; cf. Jn 20,24-29). La presencia de Longino y de Esteban se

debe a la influencia joánica y se ajusta a la antigua tradición siria.

En la parte inferior de la cruz, no tan bien conservada como el resto, se distingue, junto a la pierna izquierda de Jesús, el gallo que cantó tras la negación de Pedro, acontecimiento relatado por los cuatro evangelistas, pero al que

Juan atribuye una importancia particular, pues él fue el único testigo de tal hecho (Jn 19,25-27). El personaje situado debajo del gallo es apenas visible, y difícil de identificar; probablemente se trata de Pedro. Por último, bajo

los pies de Jesús había seis personajes, de los que sólo dos son todavía visibles; generalmente se piensa que son santos del Antiguo o del Nuevo Testamento, participantes del misterio de Cristo vencedor; según otras hipótesis, se

trataría de los apóstoles en el momento de la ascensión de Jesús, o serían santos especialmente venerados en Umbría.12

La parte superior de la cruz

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La inscripción que hay encima de la cabeza de Jesús está tomada textualmente del evangelio de Juan: Jesús Nazareno, el Rey de los

Judíos (Jn 19,19). Todos los crucifijos sirios adoptaron esta fórmula, que se impuso luego en Oriente y Occidente. Juan insiste en este

título de Jesús y refiere con detalle las gestiones llevadas a cabo por las autoridades judías con el propósito de que Pilatos modificara la

inscripción (cf. Jn 19,21-22). Efectivamente, el rótulo contiene una de las enseñanzas teológicas predilectas de Juan: las palabras «Jesús Nazareno» se oponen a la denominación «el Rey de los Judíos», e

inducen a pensar en el episodio, relatado por el mismo Juan, en el que Natanael declara con franqueza: «¿De Nazaret puede salir cosa

buena?» (Jn 1,46); en el versículo anterior Jesús es llamado «el hijo de José, el de Nazaret»; este hombre, un hombre verdadero, originario

de Nazaret e hijo de José, es el Rey de los Judíos, descendiente de David, el esperado, aquel de quien Natanael dirá a continuación:

«Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel» (Jn 1,49). Todo el evangelio de Juan está como resumido en la inscripción de

Pilatos.

La presencia de dieciséis ángeles13 en la parte superior de la cruz plantea un pequeño problema iconográfico: ¿son de origen sirio o de origen umbro? Ningún crucifijo sirio conocido se caracteriza por la

presencia de ángeles, que sí figuran con frecuencia en la representación de otras escenas evangélicas: la natividad, la adoración de los magos, el bautismo de Jesús, la

ascensión. El medallón de la parte alta de la cruz, en el que está pintada la ascensión de Jesús, se inspira claramente en las reproducciones sirias de la ascensión. En cuanto a los seis ángeles colocados en las extremidades de los brazos de la cruz, son probablemente de inspiración umbra. En efecto, el culto a los ángeles, muy antiguo en la Iglesia de Oriente y Occidente, gozó de una devoción especial en el valle de Espoleto: «La Umbría -escribe H. Leclercq- conoció una gran difusión del culto a los ángeles... Desde la primera mitad del siglo V había iglesias,

oratorios, casas colocadas bajo la advocación de ángeles».14 La influencia benedictina no fue ajena a esta forma de piedad; san Benito era favorable a ella (Regla 7,6ss; 19,6); san Gregorio Magno mantuvo y favoreció esta

tradición, que alcanzó un nuevo período de popularidad en el siglo XII, gracias a san Bernardo. Pues bien, en el valle de Espoleto había muchos monasterios benedictinos; Francisco de Asís recibió de los benedictinos del monte Subasio la capilla de la Porciúncula, dedicada a Nuestra Señora de los Ángeles. Es, por tanto, razonable pensar que la presencia de ángeles en la cruz de San Damián se debe tanto a la influencia siria como a la umbra: estos ángeles,

llenos de admiración ante el misterio de la salvación, acentúan el valor teológico del icono.

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Los ángeles de los brazos de la cruz, tres a cada lado, señalan a Cristo, igual que los

personajes principales; están llenos de admiración por lo que sucede ante sus ojos: la lucha victoriosa de Cristo. Las miradas y

gestos son muy elocuentes. Los diez ángeles del ápice de la cruz rodean un

medallón en el que se representa a Jesús ascendiendo al cielo, llevando una cruz de asta larga en la mano izquierda, una cruz

triunfal de origen copto. Es la apoteosis: el ciclo se ha completado, el vencedor entra en la gloria, es glorificado por el Padre, cuya mano bendecidora aparece en un

semimedallón; el Padre acoge a su Hijo y aprueba su obra (cf. Jn 1,14; Hch 1,5ss). Jesús es realmente el Hijo único que vuelve al Padre; en medio de los ángeles, eleva su mano derecha hacia el

Padre con un gesto de ofrenda y de alegría: «Yo os aseguro: veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre» (Jn 1,51).

El Crucifijo de San Damián es, por tanto, de inspiración siria y joánica. Lo que el pintor umbro añade por propia iniciativa no hace más que acentuar este aspecto. La imagen expresa una verdadera síntesis de la teología siria, marcada toda ella por la influencia del cuarto evangelio: Jesús es la Palabra hecha carne, enviado por Dios a la

tierra, donde da la vida a los hombres; una vez cumplida su misión, vuelve al Padre tras haber sido elevado de la tierra en la cruz y haber atraído a los hombres a él; quienes creen, le siguen hacia el Padre. Mirando este crucifijo, se comprenden mejor los aleluyas y aclamaciones de alabanza del autor de las Odas de Salomón; contemplándolo,

también nosotros sentimos el deseo de alabar a Dios.

El Crucifijo de San Damián no tiene nada de triste ni doloroso. No es, sin embargo, un Cristo en la gloria, tal como se le representa en los mosaicos bizantinos o en las esculturas romanas; es un Cristo vencedor tras un combate en el que ha perdido su sangre. Como afirma L. Hardick, desde el punto de vista teológico este crucifijo es de una riqueza única en el mundo: expresa el misterio pascual total y universal de Cristo e invita a todos a participar de

este misterio con una fe viva y vivida.15

* * *

CONTINÚA

NOTAS:

1) F. de Beer, La conversion de saint François selon Thomas de Celano, París, Ed. Franciscaines, 1963, 194-213; O. Schmucki, Das Leiden Christi im Leben des hl. Franziskus von Assisi, en Col Fran 30 (190) 5-30, 129-

145, 241-263, 353-397.

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2) K. Esser, Die Opuscula des hl. Franziskus von Assisi, Grottaferrata, 1976, 360.

3) A. Fortini, Nova vita di S. Francesco, Asís, 1959, III, 56.

4) L. Bracaloni, Storia di San Damiano, Todi 1926.

5) L. Bracaloni, Il prodigioso Crocefisso che parlò a S. Francesco, en Studi Francescani 11/36 (1939) 185-212; Id., Il Crocefisso che parlò a S. Francesco, nella Basilica di S. Chiara, Asís 1958. O. van Asseldonk, El crucifijo de San Damián visto y vivido por S. Francisco, en Selecciones de Franciscanismo n. 46 (1987) 17-41

[puede visitarse en esta misma sección la versión informática de ese trabajo].

6) Bible, traducción de E. Osty, París, Seuil, 1973, 2251-2252.

7) Nota del traductor.- En nuestra traducción nos hemos servido de la edición de A. Peral, y X. Alegre, Odas de Salomón, incluida en la obra dirigida por A. Díez Macho, Apócrifos del Antiguo Testamento, III, Madrid, Ed.

Cristiandad, 1982, 61-100.

8) Nota del traductor.- En este versículo seguimos la traducción empleada por el autor del artículo, que incluye la partícula «no». Sobre este punto, puede verse la nota al versículo 3 en la edición española citada, p. 99.

9) X. Léon-Dufour, Passion, en Dict Bibl Supl, VI (1960) 1478-1479.

10) M. Boyer, François d'Assise à Saint-Damien, Montreal, Paulinas, 1982, 54.

11) En la Edad Media, María Magdalena era la pecadora de la que Jesús sacó los siete demonios, y la misma a la que le dijo: «Tu fe te ha salvado; vete en paz» (Lc 7,50; 8,2); igualmente, María la de Clopás y María de Santiago

(María Jacobi, según la inscripción del Crucifijo) son la misma persona (cf. Mt 27,56; Mc 15,40; Jn 19,25).

12) L. Bracaloni, Il prodigioso Crocefisso..., 203, emite la hipótesis de que se trata de los santos más venerados en Umbría: Damián, titular de la capilla; Rufino, patrono de Asís; Miguel, Juan Bautista, Pedro y Pablo.

13) Los comentaristas reconocen la presencia de los ángeles en torno a Cristo que asciende al cielo y en los brazos de la cruz. Sin embargo, L. Hardick ve en los dos personajes que están de pie en las extremidades de los brazos de la cruz a dos mujeres venidas al sepulcro; los cuatro ángeles, de los que sólo se ve el busto, son los que hablaron a las mujeres la mañana de Pascua (El crucifijo de la vocación Franciscana, en Selecciones de Franciscanismo n. 46

(1987) 43-44). E. Sandberg-Vavala, seguido por L. Bracaloni, afirma que son ángeles y no mujeres venidas al sepulcro. En efecto, María y las demás mujeres llevan la cabeza cubierta con un velo, en tanto que los ángeles

tienen la cabeza descubierta; por otra parte, las alas del ángel de la izquierda son perfectamente visibles.

14) H. Leclercq, Anges, en Dict Arch Lit 1 (1907) 2148-2129.

15) L. Hardick, El crucifijo de la vacación..., 44.