el crítico como hacedor de autores
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De Patricio Fontana, en "el crítico como hacedor de autores. Juan María Gutiérrez y las obras completas de Esteban Echeverría"TRANSCRIPT
Publicado originalmente en: Amor, Lidia y Florencia Calvo(comp.) Historiografías literarias decimonónicas. La modernidad y sus cánones,
Eudeba, Buenos Aires, 2011, pp. 177-187.
EL CRÍTICO COMO HACEDOR DE AUTORES.JUAN MARÍA GUTIÉRREZ Y LAS OBRAS COMPLETAS DE ESTEBAN
ECHEVERRÍA
PATRICIO FONTANA
Juan María Gutiérrez nació en Buenos Aires en 1809 y murió en la misma ciudad en 1878.
Junto con, entre otros, Esteban Echeverría y Juan Bautista Alberdi formó parte de la llamada
“Generación del 37”. Como aquellos dos, y como también les ocurrió a Sarmiento y a José
Mármol, durante el segundo gobierno de Juan Manuel de Rosas debió marchar al exilio. Por
esta razón, entre 1840 y 1852 vivió alternativamente en Chile, Uruguay, Perú y Brasil, y
también visitó algunas ciudades europeas. A su regreso a la Argentina luego de la batalla de
Caseros, se sumó al proyecto de Justo José de Urquiza. Fue uno de los encargados de redactar
la Constitución de 1853 y, para el gobierno de la denominada Confederación Argentina,
cumplió importantes funciones diplomáticas. Desde 1861, y hasta su jubilación en 1873, se
desempeñó como rector de la Universidad de Buenos Aires.
Pero ya sea durante los años de juventud en Buenos Aires, durante los de precariedad
y errancia del exilio, o durante los de relativo sosiego que vivió en sus últimos veinte años,
Gutiérrez, además de otras múltiples tareas (fue abogado y agrimensor, e incursionó, con
desigual eficacia, en la poesía, en la novela y en la escritura histórica), desarrolló desde muy
temprano y casi en solitario –o al menos con una constancia y un convencimiento únicos entre
sus contemporáneos– una intensa labor como crítico e historiador de la literatura. Es un lugar
común, en efecto, afirmar que fue el primer historiador y crítico de nuestra literatura. En este
sentido, Beatriz Sarlo señaló: “Juan María Gutiérrez representa en la literatura argentina la
primera toma de conciencia, a través de la cual se contempla un proceso, se evalúa una
producción, se crea una teoría y se estudian sus antecedentes” (Sarlo 1967: 9). Por esa razón,
no es esa afirmación general la que abordaré en estas páginas, sino algunos de los motivos que
permiten darle asidero.
Para acercarme a cierta zona de la actividad de Gutiérrez como crítico e historiador,
citaré en principio dos textos precursores referidos a ella. El primero pertenece a Juan Bautista
Alberdi, quien en una semblanza biográfica escrita a los pocos días de la muerte de Gutiérrez
1
escribió: “Si no hizo libros, al menos hizo autores. […] Teniendo el poder de producir, se
limitó muchas veces a compilar […] Hizo escribir a otros, más bien que escribir él mismo,
pero no para apropiarse de lo ajeno, sino para dar lo suyo. Formó talentos, si no compuso
libros” (Alberdi 1920: 307-308). Cuatro décadas después, en el capítulo que le dedica en el
tomo consagrado a Los Proscriptos de su Historia de la literatura argentina, Ricardo Rojas,
parafraseando a Marcelino Menéndez Pelayo, se refiere a Gutiérrez como el “tipo casi
exclusivo de hombre de letras” que existió entre los miembros de su generación.1 Al
presentarlo, de manera indirecta, confiesa además que su empresa como historiador de la
literatura argentina se enlaza con –o al menos reconoce como antecedente– los trabajos
realizados por Gutiérrez: “Por varias veces, en el curso de esta obra –asegura Rojas–, he
nombrado a Gutiérrez citándolo como biógrafo de nuestros antiguos poetas y primer
investigador de nuestros orígenes literarios” (Rojas 1957: 644). Más adelante, agrega: “fue
solícito en exhumar viejos papeles y en contar la vida de escritores oscuros” (Rojas 1957:
660).
En ambas semblanzas –la de Alberdi y la de Rojas– se insiste en dos tareas
complementarias realizadas por Gutiérrez: la escritura de textos de índole biográfica acerca de
los autores en los que se interesó (contar la vida, en la versión de Rojas; hacer autores, en la
formulación más interesante de Alberdi) y, simultáneamente, la edición de varios libros,
muchos de los cuales fueron posibles gracias a una tarea previa de acumulación y recolección
de inéditos u obras raras e inhallables, que realizó incluso en el contexto poco favorable del
exilio. Esos volúmenes fueron, entre otros, la América poética. Colección escogida de
composiciones en verso escritas por americanos del presente siglo, con noticias biográficas y
juicios críticos, en 1846; las Obras poéticas del ecuatoriano José Joaquín Olmedo, en 1847; y
en especial, ya en Buenos Aires, el que seguramente fue su proyecto editorial de más largo
aliento: las Obras completas de Don Esteban Echeverría. Hubo además un proyecto que, pese
a sus afanes, nunca pudo concretar: reunir las obras del más importante poeta neoclásico
argentino, Juan Cruz Varela. Gutiérrez sólo logró ver en letras de molde el trabajo de índole
crítico-biográfica que había concebido como texto liminar para esa edición: Estudio sobre las
obras y la persona del literato y publicista don Juan de la Cruz Varela (1871).
En el libro antes mencionado, Beatriz Sarlo señala: “[…] Juan María Gutiérrez no
entra en polémica sobre la existencia de una literatura nacional tal como se planteó después, y
1 En la sección dedicada a la “República Argentina” de su Antología de poetas hispano-americanos (1893-1895) Menéndez Pelayo afirma que Juan María Gutiérrez había sido “no sólo el más correcto de los vates argentinos, sino el más completo hombre de letras que hasta ahora ha producido aquella parte del Nuevo Continente” (1895).
2
en varias ocasiones. Juan María Gutiérrez parte de la conciencia, y de la creencia de que tal
literatura existe y que no sólo puede sino que debe ser estudiada” (1967: 79). Ahora bien, si
por un lado es cierto que Gutiérrez cree en la existencia de la literatura nacional, su tarea
como crítico e historiador parece haber sido, precisamente, la de darle espesor y entidad a esa
literatura de cuya existencia, en lo personal y como condición sine qua non de su tarea, no
dudaba. La labor de Gutiérrez consistió, en gran medida, en hacer evidente para otros lo que
para él era, por llamarlo de algún modo, un acto de fe (o una “creencia”, para usar el término
de Sarlo). Pero ¿cuáles son los instrumentos mediante los cuales Gutiérrez le da espesor y
entidad a la literatura nacional?
Los críticos Andrew Nash (2003) y Kevin Pask (1996), entre otros, han prestado
atención últimamente a dos fenómenos que, desde el siglo XVI, fueron esenciales en el
proceso de formación y consolidación de las literaturas nacionales, especialmente en términos
de construcción de obras y autores canónicos: la publicación de biografías de escritores
(particularmente de poetas y dramaturgos) y, simultáneamente, la de volúmenes,
generalmente póstumos, que recogen la totalidad o al menos gran parte de los escritos éditos e
inéditos de un único autor (lo que en inglés se denomina collected edition). No casualmente,
en ambos estudios se le da especial atención al caso de Geoffrey Chaucer: la publicación,
desde mediados del siglo XVI, de sucesivas ediciones de sus obras reunidas y la casi
contemporánea aparición de biografías señalan tanto un momento nodal en la historia de la
publicación de obras reunidas como también la transición entre el auctor medieval y el
“autor” según el sentido moderno que han estudiado, en especial, Roland Barthes (1968),
Michel Foucault (1969) y Roger Chartier (1999). Andrew Nash explica que, para el contexto
inglés, en las dos ediciones de las obras de Chaucer de 1598 y de 1602 se estableció, además,
una convención: que este tipo de producto editorial estuviera encabezado por una biografía
del autor (Nash 2003: 2). De esta manera, la publicación de obras reunidas introducidas por
textos de índole biográfica es uno de los instrumentos que consolida un visitadísimo protocolo
de lectura: la yuxtaposición entre vida y obra o, en otras palabras, la lectura en clave
biográfica que, cuatro siglos después y pese a los sucesivos embates de los que ha sido
blanco, resulta difícil considerar definitivamente agotada.
En relación con otro autor fundamental de la literatura inglesa, William Shakespeare,
Nash asegura que la edición en folio de sus obras (realizada póstumamente en 1623) fue
esencial para su colocación como centro del canon inglés. Al respecto, cita un fragmento del
libro de David Scott Kastan Shakespeare and the book que permitirá, luego de este rodeo,
volver a Juan María Gutiérrez. Escribe Scott Kastan sobre la edición en folio: “Si Shakespeare
3
no puede ser considerado con precisión el creador del libro que lleva su nombre, podría
decirse que ese libro es el creador de Shakespeare” (citado por Nash 2003: 3, traducción mía).
El libro, entonces, crea al autor. Esta perspicaz afirmación es muy similar a la ya
citada de Alberdi sobre Gutiérrez: “Si no hizo libros [propios], al menos hizo autores […]
Teniendo el poder de producir, se limitó muchas veces a compilar”. En efecto, la tarea
precursora de historiador y crítico de Gutiérrez parece haber consistido, antes que nada, en
hacer o construir los autores que podían darle consistencia a la literatura nacional. Una
misión –en esos términos encaraba Gutiérrez su tarea– cuyos principales instrumentos fueron
sus varios proyectos (concretados o no) de obras reunidas o completas de autores únicos, o de
antologías de escritores argentinos y/o americanos, y sus diversos escritos que mixturan
biografía y crítica.
En 1870, aparece el primer tomo de las Obras completas de don Esteban Echeverría,
editadas por Gutiérrez y publicadas por la imprenta de Carlos Casavalle. Gutiérrez había sido
amigo de Echeverría, y era, también, albacea de sus escritos. La edición de las Obras
completas implica no solo poner nuevamente en circulación aquello que Echeverría había
publicado en vida, sino también dar a conocer ciertos materiales que, por diversas razones, no
había entregado a la imprenta (y entre esos inéditos está aquel por el cual Echeverría es aún
leído con algún entusiasmo: “El matadero”).
Luego de su regreso de Europa en 1830, y hasta fines de la década, cuando se exilia en
Montevideo, Echeverría había gozado de un protagonismo indudable. En 1834 había dado a
conocer Los consuelos, el primer libro de poesías de un autor individual publicado en Buenos
Aires; en 1837, la aparición de las Rimas (un volumen que incluía La cautiva) implica un
suceso editorial sin precedentes a escala local. Sin embargo, desde su exilio en Montevideo en
1840 por razones políticas, esa centralidad irá desvaneciéndose. Luego de 1837, Echeverría
no podrá sostener ese lugar de vanguardia intelectual que había ocupado hasta entonces. Las
posteriores producciones en verso que logró editar (El Avellaneda o La revolución del Sur)
pasaron casi inadvertidas. Los largos años del exilio sumarán a una cada vez más precaria
situación económica la paulatina pero evidente pérdida de protagonismo dentro de su
generación y, en algunos casos, aun cierto desdén o condescendencia por parte de sus propios
pares (algo que se advierte, por ejemplo, en el silencio con que fue recibida la publicación, en
1846, de una versión corregida y aumentada del Dogma Socialista). En enero de 1851, un año
antes de la caída de Rosas, Echeverría murió en Montevideo. 2
2 Sobre este período crepuscular de la vida de Echeverría cfr. Fontana y Roman (2006).
4
Dos décadas después, la publicación de las Obras completas encarada por su amigo
Juan María Gutiérrez –que en ese momento era rector de la Universidad de Buenos Aires–
significa, entre otras cosas, un intento de recolocación o de actualización del lugar
protagónico y fundacional que Echeverría había tenido dentro de la incipiente literatura
argentina. Pero también, en otro nivel, implica la construcción de un autor para esa literatura.
Las Obras completas de Echeverría se publicaron en cinco tomos, entre 1871 y 1874.
Años después, el criterio editorial será fuertemente cuestionado por Ricardo Riojas, quien
denunciará la “falta de cronología o de lógica” con que Gutiérrez dispuso de la producción de
Echeverría.3 Sin embargo, en estas obras completas hay algo que llama poderosamente la
atención y que considero que no es solo el producto, como quizá sí lo son otras características
editoriales, de la “falta de lógica” que Rojas le achaca a Gutiérrez: me refiero a los materiales
que Gutiérrez decide albergar en el quinto y último tomo. Curiosamente, es en ese tomo, y no
en el primero –como era y es aún costumbre– donde Gutiérrez incluye sus “Noticias
biográficas sobre don Esteban Echeverría”.4 Además de esta biografía, este último tomo
recoge una serie de “juicios críticos, opiniones, escritos biográficos y necrológicos” firmados
por Gutiérrez y otros escritores sobre las “obras y la persona de don Esteban Echeverría”.
Finalmente, el tomo se completa –o, mejor dicho, se disgrega– con algunas prosas de
Echeverría, muchas de ellas meros esbozos o borradores.
La “Vida de Echeverría” que encabeza este quinto tomo involucra, en principio, algo
más que la puesta en relación entre vida y obra, es decir, la lectura en clave biográfica de la
producción de Echeverría. Este texto, antes bien, es el instrumento mediante el cual Gutiérrez
busca imponerle a la totalidad de esa obra un sentido homogéneo, una coherencia. En otras
palabras, el crítico se hace biógrafo para asignar un protocolo de lectura a la producción de
Echeverría. Un protocolo que consiste en leer su obra completa –y no sólo su producción
3 En un artículo reciente, Adriana Amante discute este drástico juicio de Rojas y lo atenúa mediante la siguiente hipótesis: “Su trabajo de compilador de las obras completas no consiste, entonces, en una mera agregación. No se trata de sumar todo lo que posee, sino de ubicarlo en el contexto general de un proyecto. Por eso, Gutiérrez editor le busca una forma a esa ‘vasta idea que había concebido su genio’, dispersa en las obras éditas y en la inmensa cantidad de borradores y fragmentos cuyas colocación y función el crítico decide. Y si, no sin razón, Ricardo Rojas es categórico al referirse al desorden de la comulación […] hay en el trabajo del crítico y editor una notoria visión de conjunto que Gutiérrez mismo organiza” (Amante 2003: 181).4 Ann Jefferson se refiere a la liminaridad como una de las características que apuntarían al carácter pragmático del género biográfico: “[…] un rasgo de la biografía que contribuye a su capacidad pragmática es su liminaridad. La biografía es tradicionalmente un género liminar: es, en un sentido amplio, una coda textual a una existencia vivida; y […] ha operado tradicionalmente como un dispositivo que prepara a los lectores para mejorar sus propias vidas. Dentro del dominio más limitado de la biografía en el contexto de la literatura, la vida frecuentemente toma la forma de un prefacio para las obras de un autor; o también sirve como un suplemento para apoyar la lectura y la interpretación de una obra literaria” (Jefferson 2007: 20, traducción mía). El caso de las Obras completas de Echeverría es, entonces, una rareza, porque la biografía no funciona como prefacio sino casi como un cierre: la última palabra la tiene el editor, biógrafo y crítico.
5
político-doctrinaria– a partir de un convencimiento: la íntima armonía que habría existido
“entre don Esteban Echeverría y el país en donde había brotado a la vida como una planta
indígena” (Gutiérrez 1874: XXIX).5
Gutiérrez parte de una concepción del poeta como “profeta” que debe llevar a cabo
una “misión social”; se trata, por supuesto, de una concepción romántica del poeta que
compartía con Echeverría y otros contemporáneos.6 Al respecto, Gutiérrez se encarga de
señalar en estas “Noticias biográficas…” no sólo que Echeverría había aprendido durante su
estadía en Francia entre 1826 y 1830 que la literatura podía ser utilizada “a favor del progreso
y la libertad” sino también que el “arte, en su concepto y en sus manos, era un instrumento
social” (Gutiérrez 1874: XCVIII-XCIX). Pero no conforme con estas afirmaciones más
generales, su objetivo –mucho más ambicioso– es convencer al lector de que la vida de
Echeverría fue la de alguien que –adviértase el cariz hiperbólico de esta afirmación– “jamás
aplicó su talento a otros objetos que a la patria americana y a la libertad”.
Así, por ejemplo, con respecto a Los consuelos, antes que insistir en una lectura en
clave biográfica del libro, se ocupará por el contario de revelar –mediante un malabar crítico
en el que las preguntas retóricas buscan sustituir al argumento convincente– que la intención
implícita de Echeverría no había sido la de incurrir en una poesía de corte lírico y subjetivista
sino una muy diferente:
Echeverría –asegura Gutiérrez– […] se presentaba disimulando el atrevimiento de sus intenciones, bajo las formas líricas de una poesía personal en la que, sin embargo, se reflejaba la situación del país. ¿Qué era éste por entonces sino una víctima martirizada, descontenta y quejosa de lo pasado, resignada a la fatalidad del presente, y esperanzada en los secretos del porvenir? ¿Qué son Los consuelos sino el trasunto y la personificación de estos mismos dolores y esperanzas? (Gutiérrez 1874: XLVIII)
Pocas líneas después, Gutiérrez hace la misma operación con las Rimas, sobre las que
escribe:
…queremos considerar las Rimas […] por el lado de su alcance social y su tendencia revolucionaria. Según su mismo autor, ellas, aún cuando parezcan desahogos del sentir individual, encierran ideas que pertenecen a la humanidad; y nosotros añadiremos que retemplaban las almas hasta el estoicismo, en la lucha con el mal y el dolor, y herían
5 En este y en otros casos cito por la primera edición de las Obras completas (ver Bibliografía citada). La ortografía está modernizada6 Para esta cuestión cfr. Benichou ([1973] 1981). Sobre el caso puntual de Gutiérrez y su concepción de la relación entre literatura y patria, escribe Adriana Amante: “Hay una creencia firme en Gutiérrez: la de que son estrechos los lazos que vinculan la literatura con la patria. Por un lado, porque –como sostiene en “la literatura de Mayo”– la patria es inspiradora de poesía; por otro, porque los poetas deben ser a la vez agentes y artífices del proceso de emancipación, lo que explica ‘todas las inexperiencias de estilo que son de esperarse en una situación en que los actores del gran drama de la revolución [de 1810] aprenden al mismo tiempo que le representan’” (Amante 2003: 167).
6
las fibras del amor patrio despertándole con nobles y bellos ejemplos. (Gutiérrez 1874: LIII)
De este modo, Gutiérrez erige en este texto biográfico una imagen de Echeverría en la
que no hay lugar para las contradicciones ni los puntos de fuga; una imagen unívoca de
“patriota” que le permite, en una misma oración y sin solución de continuidad, unir al poeta y
al publicista: “El partido cuya formación ideaba Echeverría debía en una palabra escogerse
entre la juventud y era con este objeto que el publicista había levantado su bandera en Los
consuelos y en las Rimas del poeta” (Gutiérrez 1874: LVI).
Pero al mismo tiempo que estas “Noticias biográficas…” intentan constituir una
imagen de autor –el poeta patriota– y un protocolo de lectura uniformes para la obra
completa que epilogan, también procuran darles una mayor consistencia a esa obra y a ese
autor. Un modo es incluir en este quinto volumen una serie de “juicios críticos” sobre la
producción de Echeverría rubricados por, al decir de Gutiérrez, “jueces distinguidos o
imparciales”. Al seleccionar estos materiales, Gutiérrez parece más interesado en demostrar
que existieron personas que se ocuparon de la obra de Echeverría, que en demostrar que
existieron personas que hablaron bien de la obra de Echeverría; es decir, en corroborar
materialmente la existencia de un interés crítico en la obra de Echeverría. No de otro modo se
explica que no titubee al incluir un texto suyo publicado en 1862 (pero escrito “poco después
del fallecimiento de Echeverría”) en el que afirma que “Echeverría, como Homero, ha
dormitado frecuentemente en sus poemas extensos, y entre los ocho mil versos que contiene el
Ángel Caído, por ejemplo, es conveniente, a nuestro juicio, pasar por alto una gran parte”
(Gutiérrez 1874b: XLIV-XLV); u otro del colombiano José María Torres Caicedo, de 1863,
en el que este asegura: “Elvira, engendro fatídico de una imaginación extraviada por los
modelos más extravagantes del romanticismo en ciernes, es nada menos que una obra
monstruosa, indigna de un poeta mediocre” (Torres Caicedo 1874: LXXVII). Si recordamos
ahora que Elvira y el Ángel Caído son, respectivamente, la primera y la última producción
poética importantes de Echeverría, advertimos que estos textos críticos incorporados a las
Obras completas permiten concluir que su producción poética se despliega entre un
“engendro fatídico” (Elvira) y un poema extenso del que es conveniente “pasar por alto una
gran parte” (el Ángel Caído). Como se ve, a Gutiérrez no le interesa informar que Echeverría
fue un excelente y ni siquiera un buen poeta, sino, antes bien, que fue alguien que dio los
pasos necesarios y fundacionales para que la literatura nacional ganara cierta entidad y
contornos definidos.
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En estrecha relación con lo anterior, y como si Gutiérrez hubiese percibido –acaso
inconscientemente– que los materiales que recopilan los cinco tomos de las Obras completas
no eran suficientes para asegurarle a Echeverría un lugar en la posteridad literaria, intenta
reforzar su estatuto mediante un audaz ejercicio conjetural o contrafáctico. Ese ejercicio
consiste en declarar la innegable calidad que habría tenido aquello que Echeverría pudo haber
escrito, pero no escribió, o debió de haber escrito, aunque no quedaron testimonios de que lo
haya hecho. De este modo, con respecto a la producción de Echeverría sobre teoría literaria,
Gutiérrez informa: “en el presente volumen de sus obras completas se insertan los fragmentos
de trabajos más extensos que ha debido escribir sobre teorías literarias y no han llegado
íntegros a nuestro conocimiento” (Gutiérrez 1872: XVIII, énfasis mío). En igual sentido,
sobre el final del relato biográfico, al referirse al frustrado proyecto de Echeverría de
incursionar en la escritura de “dramas históricos americanos”, se lamenta: “Es realmente una
pérdida para nuestras letras la carencia de los dramas bosquejados sobre estos contornos por
semejante corazón de patriota” (Gutiérrez 1874: XCIX). A partir de ciertos datos biográficos
que posee gracias a la labor previa de archivo que ha realizado, el crítico e historiador
completa la obra del autor; vale decir, enmienda la “carencia” con un plus de obra conjetural
que se suma a la realmente existente.
En el quinto tomo de estas Obras completas se percibe así una drástica atenuación del
protagonismo de Echeverría, a quien desplaza su amigo y albacea Juan María Gutiérrez, cuya
figura como crítico e historiador se acrecienta y ocupa el centro de la escena. Este tomo
postrero declara abiertamente aquello que los otros cuatro sugerían: que es merced a la
autoridad del crítico que se realiza la definitiva autorización de Echeverría. Vale decir: que es
Gutiérrez, y no la obra por sí sola, la que erige a Echeverría como autor. Para decirlo en
palabras de Alberdi, es Gutiérrez quien hace al autor Echeverría.
Como acaso suceda en cualquier crítico e historiador de la literatura, hay algo en
Gutiérrez de resucitador; algo de hechicero que, gracias a sus conjuros, consigue que un
muerto regrese al mundo de los vivos. No otra cosa percibió Pedro Goyena quien, para el
cierre de una reseña que escribió a propósito de la aparición del primer tomo de estas Obras
completas, urdió una escena que evoca la resurrección de Lázaro y en la que, por
consiguiente, el “crítico literario” aparece investido de un poder que trasciende lo humano:
¡La sombra de Echeverría se levanta! Un noble amigo lo guía y lo introduce solemnemente en la región de los vivos. Nosotros los jóvenes que alcanzamos días mejores que esos austeros peregrinos y seguimos su gloriosa tradición, inclinémonos con respecto y amor ante la imagen de aquel ilustre muerto cuya inspiración hará siempre honor a nuestras letras y a nuestro país. (Goyena 1874: VII, énfasis mío)
8
Gutiérrez, por supuesto, no se privó de incorporar esta reseña altamente laudatoria hacia su
persona al tomo quinto de las Obras completas de don Esteban Echeverría.
Pero al mismo tiempo que en el quinto tomo aparecen esos textos celebratorios que
permiten que el crítico, historiador y editor se revele como el artífice del renacimiento del
poeta, un fragmento de uno de esos mismos textos (“Las obras de Echeverría”, por Bartolomé
Mitre) informa sobre un aspecto menos optimista de la labor de Gutiérrez:
El nombre de Echeverría es una gloria argentina. Sus obras constituyen un tesoro nacional. Nos enorgullecemos de que entre nosotros haya nacido este genio poético, y lo presentamos como una muestra de nuestro poder intelectual. Y sin embargo, la patria que en vida no le abrigó en su seno, que en muerte no le ha dado ni una sepultura, no ha ido todavía a llevar su ofrenda al monumento labrado por el mismo poeta, que hoy se trata de levantar en la tierra de su nacimiento.Triste es decirlo; pero tal es la verdad. Las obras de Echeverría impresas con todo lujo, tiradas a solo mil ejemplares, no han encontrado colocación entre sus compatriotas. El editor gasta treinta mil pesos en cada volumen, y ni la mitad siquiera de la edición ha tenido expendio. (Mitre 1874: LXXIII)
Al elegir recopilar también este texto, Gutiérrez está dando cuenta de los alcances de
su tarea: él pudo haber operado el renacimiento de Echeverría de entre los muertos; sin
embargo, lo que no pudo lograr –y esto implica la confesión de un fracaso– fue crear para el
poeta un público interesado en adquirir sus textos. Y entonces, dentro de las mismas páginas
de las Obras completas de don Esteban Echeverría se plantea el problema de si, en la
Argentina de la década de 1870, existía o no un mercado (o, al menos, unos pocos centenares
de compradores) para ese tipo de producto. De este modo, en este tomo quinto y último, la
empresa editorial de Gutiérrez/Casavalle emerge como parcialmente infructuosa. Los cinco
tomos son, en última instancia, un “tesoro nacional” que no interesa; o, para decirlo con la
metáfora de Mitre, un imponente monumento al que casi nadie se digna a arrimar su ofrenda.
***
En 1895, Marcelino Menéndez y Pelayo publicó en el tomo IV y último de su Antología de
poetas hispano-americanos unas líneas sobre Echeverría que son dignas del más sutil arte de
injuriar:
[Echeverría] prefirió perderse en nieblas teosóficas, y hoy yace enterrado bajo la balumba de sus obras en el suntuoso, pero demasiado completo, monumento que le levantó su fiel amigo Gutiérrez. Es autor que sólo debe ser leído por extractos y en muy pequeño volumen. (Menéndez Pelayo1895: CLXXVIII)
9
Como se vio, algo de esa negatividad teñía ya, de algún modo, las mismas Obras
completas, sobre todo en ese muy particular tomo quinto. En él hay una suerte de
ambivalencia entre considerarlas como un instrumento para el renacimiento del poeta o como
una tumba. De todos modos, habría que decir que ese “muy pequeño volumen” que conjeturó
Menéndez Pelayo ha tomado forma definitiva en las múltiples ediciones que año tras año
aparecen del par El matadero-La cautiva. Y a eso habría que agregar que ese “pequeño
volumen”, al menos en uno de sus términos, no podría haber existido sin las Obras
(demasiado) completas de Echeverría. Monumento o balumba,7 entonces, los cinco tomos
urdidos por Gutiérrez debieron necesariamente existir para que de ellos –de su abundancia, de
su excesiva completitud e incluso del desdén con que fueron recibidos– destilara “el extracto”
que perduró de ellos.
7 Según la definición del Diccionario de la Real Academia Española, una balumba es un “bulto que hacen muchas cosas juntas” o un “conjunto desordenado y excesivo de cosas”. Como se ve, la crítica de Rojas a la edición de Gutiérrez también encontraba su antecedente en afirmaciones de Menéndez Pelayo.
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BIBLIOGRAFÍA CITADA
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