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El Consultor Eduardo Archanco Nota del autor: estos tres primeros capítulos aún están en borrador. Los nombres, escenas y situaciones podrían cambiar en la versión final de la novela. Recuerda que es un trabajo en curso :) El Consultor, por Eduardo Archanco - Borrador sujeto a cambios 2013 Todos los derechos reservados. Prohibida su reproducción total o parcial sin permiso del autor. 1

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El Consultor

Eduardo Archanco

Nota del autor: estos tres primeros capítulos aún están en borrador. Los nombres, escenas y situaciones podrían cambiar en la versión final de la

novela. Recuerda que es un trabajo en curso :)

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A Carmen y a mi familia, que supieron apoyarme en los momentos más duros de mi carrera en Accenture.

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El Consultor es una obra de ficción inspirada en experiencias reales. Los personajes y empresas mencionadas en este libro son totalmente ficticios y no guardan ninguna

relación con la realidad.

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Capítulo 1. La CitaMientras caminaba por la avenida pensaba en cómo había llegado hasta esta situación. Al girar a la derecha para entrar en el parque, se percató de que no había nadie. Ni una sola alma a la vista, lo normal por esa zona en una noche de abril en Madrid. A pesar de que el verano estaba cada vez más cerca, la primavera seguía dejando claro quién decidía las temperaturas. Aprovechó para subirse los cuellos de la gabardina y taparse media cara. Un tipo solitario, de traje y con los zapatos impecables a esas horas. En ese parque levantaría las sospechas de cualquiera.Sí, lo recordaba casi sin esfuerzo. Las noches de fiesta y el alcohol fueron un aperitivo de lo que vendría después. Nunca había creído en la suerte, al menos, no como la concepción general de suerte que tienen los demás. Algo aleatorio que te puede tocar a ti o me puede tocar a mí. ¡Menudos pringados! La suerte no existe, o naces con buena estrella o eres un don nadie. El hombre de la gabardina se consideraba una persona independiente, que no necesitaba de nadie para prosperar. En fin, se creía alguien hecho a sí mismo.Hasta esa fatídica noche. Desde entonces, su vida escapó a su control y pasó a formar parte de la propiedad de otra persona. Como un cromo de fútbol de esos que te intercambiabas en el patio del colegio. Tantos años trabajando para la firma, escalando sin mirar a quién pisaba por el camino, renunciando a todo y a todos para esto. Menuda cagada. Ahí estaba ahora, cruzando un parque desierto hacia el lugar de la cita. Si es que a eso se le podía así. Sin cena, sin copas y sin la remota posibilidad de sexo esa noche. No, no era una cita ni se le parecía remotamente. Caminó el resto de metros que le separaban hasta el local, notando cómo el pulso se le aceleraba a cada paso que daba. Desde luego, no era como la primera vez que vino a ese sitio hace unos cuantos años. Era el típico bar al que se iba los fines de semana para repostar combustible con los amigos antes de ir a una discoteca. Abrían hasta las 3 de la mañana, la música no estaba mal y en tiempos anteriores se podía pescar a algún grupo de tías con las que ir a la discoteca. Puede que incluso para cambiarle el aceite al coche. De eso se encargaba su buena estrella. Recordaba la euforia con que recibía el fin de semana, después de trabajar hasta las tantas en la oficina de la torre. Ahora sólo sentía miedo cada vez que veía la fachada del bar. Miedo y el recuerdo de una noche para olvidar.Al bajar las escaleras que se hundían en la acera y que daban a la entrada, sentía cómo el corazón le latía cada vez más rápido. Cuando levantó el brazo para golpear con el puño en la puerta de acero, un zumbido se había acumulado en la parte de atrás de su cabeza. Era pánico. Se abrió el visor de la puerta, una rendija mínima que dejaba ver unos ojos cansados incrustados en una cabeza enorme. Tras gruñir cuatro palabras ininteligibles que por la entonación dedujo que era una pregunta, le espetó:—Vengo a verle, así que ya estás abriendo esa puerta. —Había recuperado el nervio—. ¿A qué demonios esperas?Sentía un placer indescriptible cuando hablaba en ese tono a la gente. Era infalible. Cuando trataba así al infeliz que estuviera a su cargo, era como si unos engranajes

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invisibles empezaran a girar en la cabeza de la otra persona. Al final todos hacían lo que se esperaba de ellos. Esta vez funcionó como todas las anteriores. Otro gruñido y la puerta comenzó a girar dando paso a un tipo enorme con un cráneo pelado como una bola de bolos, varios tatuajes surcaban unos brazos que más bien parecían troncos. Torpemente, se hizo a un lado al mismo tiempo que cerraba la puerta.El invitado se coló dentro del recibidor como si fuera una lagartija. Eso es, una lagartija a merced de un gigante sin demasiadas luces. Desgracia segura. Apenas se cerró la puerta, el tipo de los tatuajes le agarró de la solapa con su brazo izquierdo y lo llevó en volandas por el corto pasillo de entrada que daba a la sala principal. De forma rectangular, tenía una barra de bar que recorría toda la pared directamente enfrente del pasillo de acceso. A la derecha estaban el guardarropa y los baños. Otra barra y un pequeño escenario se encontraban a la izquierda de la entrada. En medio de la sala habían colocado una única silla plegable mirando hacia el escenario. El gigante, como si la gabardina estuviera vacía, le depositó en la silla con un empujón y se puso a su espalda en posición de espera. Mientras se colocaba bien las solapas y ajustaba la corbata, las cortinas del escenario se descorrieron y de entre ellas surgió un hombre que rondaría la cincuentena, con sobrepeso, un pantalón corto que dejaba ver dos piernas incomprensiblemente delgadas para su talla y una camisa medio abotonada debajo de la cual vestía una camiseta interior blanca. Así era el personaje que bajaba con poca gracia el escalón del escenario. Al mismo tiempo que se acercaba a la silla con los brazos abiertos, dijo:—¡Amigo mío, cuánto tiempo sin verte! —gritó, con un acento extraño—. ¿Cómo estás?Acto seguido, le plantó dos besos en ambas mejillas dejándolo aturdido por tanta efusividad. —Bien, bien —acertó a balbucear. “Hasta que recibí tu mensaje, capullo de mierda”, pensó con amargura.Nikos, que así se llamaba el cincuentón, empezó a dar paseos cortos delante de la silla sin perder de vista al hombre de la gabardina:—Seguro que te preguntarás para qué te he hecho venir a mi negocio —dijo con su suave acento mediterráneo—. Pero como te conozco y sé que eres un tipo listo, voy a dejar que me lo digas tú. —Ni hablar, Nikos. Ya te lo dije la última vez. La gente está empezando a sospechar y no quiero verme envuelto en nada de nada —respondió el hombre de la gabardina desde su silla. Para dejar claro su dominio de la situación, dijo —Búscate a otro, ya no te debo nada.—Por favor, me ofendes hablándome en ese tono —se burló el otro deteniendo su paseo. Chascó los dedos y de su derecha apareció entre las sombras un chaval siniestro con cierto aire parecido a Nikos que traía una silla. La puso en el suelo con el respaldo mirando hacia el visitante. Antes de que el chaval recuperase su posición en las sombras de la pared, Nikos se sentó en la silla apoyando los brazos sobre el respaldo. Tras unos segundos, mirándole a la cara dijo:—Creo que no has tenido el gusto de conocer a mi sobrino Andreas —le presentó a su sobrino, un chaval raro de unos veintitantos, el cual ni siquiera pestañeó al ser mencionado—. Llegó a tu generoso país hace casi 15 años con su madre, mi hermana.

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Tuvieron que huir de Grecia cuando mataron a su marido por un ajuste de cuentas. Todo sucedió delante de mi pobre sobrino, que no tenía más de 10 años por aquel entonces. Prosiguió con la trágica historia. La naturalidad con la que contaba cómo se cargaron al padre de Andreas le dejó clavado en su silla. Esa sensación detrás de la cabeza estaba haciendo su aparición de nuevo. Notaba la garganta seca y la boca pastosa. Se humedeció los labios.—¿Te estoy aburriendo? —preguntó Nikos, sacándole de entre las garras del miedo—. La verdad es que mi cuñado era un imbécil —sentenció, con su peculiar forma de arrastrar las consonantes, propia de su lengua. Tras una pequeña pausa en la que se podía ver en su cara el esfuerzo que estaba haciendo por recopilar sus pensamientos, dijo:—Da igual, esa no es la historia que quería contarte. Hay otra mucho más importante que trata sobre el origen de mi familia. ¿Quieres escucharla? —Por supuesto— respondió rápidamente el visitante. La incomodidad de su situación le obligaba a escuchar esa historia y todas las que quisiera contarle Nikos esa noche. —Bien. Como ya sabes, soy Nikos Tsartsaris. Podría pasar por un inmigrante griego cualquiera de los miles que vienen todos los años a tu país. En mi caso, llegué hace bastante tiempo. Lo que no sospechas es que mi apellido tiene varios siglos de historia.“Esta sí que es buena” pensó el hombre de la gabardina para sus adentros. —Durante las últimas décadas del siglo XV, en las que el Imperio Bizantino aún conservaba su influencia, una familia de banqueros había acumulado gran poder en la corte del emperador. Gracias a sus contactos en Venecia y en otras cortes de toda Europa, esta familia pudo financiar las sucesivas luchas contra los Otomanos. »Con el tiempo y los negocios que entablaron con la familia real, surgió una amistad profunda entre los dos cabezas de familia. Como recompensa por los años de servicios prestados, el emperador Constantino XI honró a la familia de banqueros con títulos y tierras. ¿Sabes qué es lo mejor de todo? —preguntó Nikos. Sin esperar una respuesta, continuó —que el emperador cambió el nombre de la familia por uno más noble: los Tsartsar, que significaba literalmente “los amigos del César”. Con el paso del tiempo, ese apellido se convirtió en Tsartsaris. Nikos se había puesto de pie y había reanudado sus paseos. Las últimas frases le llenaban de orgullo y le hacían caminar más derecho y con la cabeza alta.—¿Y eso qué demonios tiene que ver conmigo? ¿Estás intentando intimidarme con la historia de tu estúpida familia muerta? Te he dicho que no lo voy a volver a hacer, así que ya puedes dejar esta mierda de KGB soviética. —Todo el miedo que había sentido el hombre de la gabardina durante los últimos meses y la mala leche que le provocaba no estar al mando de su vida, le hicieron estallar. —Ahora me largo de aquí —. Antes de incorporarse, dos cosas sucedieron al mismo tiempo. Nikos hizo un leve gesto con la cabeza hacia el gigante que seguía detrás y de una patada le sacó la silla en la que estaba sentado. El hombre de la gabardina cayó al suelo, con cara de sorpresa. Andreas no tardó en reaparecer de las sombras para agarrarle de la gabardina y levantarle con las dos manos. El gigante le rodeó el cuello con uno de sus brazos tatuados y lo arrastró hacia una puerta contigua al escenario que permanecía disimulada en la pared. Una pequeña habitación oscura y llena de estanterías les dio una lúgubre bienvenida. Seis bidones de petróleo cubrían una esquina hasta arriba y la estancia quedaba

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iluminada por una lámpara de techo sin potencia suficiente. Una persiana metálica abarcaba toda una pared: era el almacén del bar. El hombre de la gabardina, o lo que quedaba de ella, forcejeaba inútilmente contra el abrazo del gigante. Andreas les seguía cuando entraron en la habitación. Se acercó a una de las estanterías y cogió algunas cosas. Nikos entró en la habitación con la cara roja de furia.—Eres un cabrón maleducado, ¿lo sabes verdad? Si no me hubieras interrumpido, habrías descubierto que la historia de mi familia tiene todo que ver contigo. El dueño del bar se giró para decirle algo en griego a su sobrino y este le dio un rollo de cinta aislante de embalar. Cortó un trozo generoso y se lo pegó en la boca para que el invitado no volviese a interrumpirle.—A ver si así me dejas terminar mi maldita historia —. Cuando estaba cabreado, Nikos sacaba lo mejor de su acento griego—. Eso está mejor. Bien, como seguramente sospecharás a estas alturas, mi antepasado Tsartsar no llegó a ser el hombre de negocios que fue por su generosidad. Llegamos a mi parte favorita de la historia. Tras decir esto, Nikos le dio un puñetazo con todas sus fuerzas en la boca del estómago. El gigante mantuvo al hombre de la gabardina recto a pesar de que el dolor le obligaba a doblarse sobre sí mismo. —Pues bien, mi antepasado era banquero pero también era un hombre de negocios. Generación tras generación se ha contado la misma historia sobre un tipo que pidió prestado dinero a mi familia. Se trataba de un hombre de una acaudalada familia, con tierras y propiedades repartidas por toda la ciudad. Era una cantidad considerable, más de lo que podía reunir vendiendo todas sus posesiones y tierras. Su afición por las mujeres le había llevado a la bancarrota. Tras una pequeña pausa para darle un toque dramático a la historia, Nikos prosiguió: —¿Empiezas a ver la relación? —sin esperar una respuesta, dijo— Cuando llegó la fecha de vencimiento, el tipo arruinado fue a la casa de mi antepasado suplicando misericordia. El viejo Tsartsar le contestó: “Amigo mío, si perdonase la deuda a todo aquel que apareciese por mi puerta, estaría arrodillado donde estás tú ahora mismo. Estoy convencido de que encontrarás la forma de que quedemos en paz”. Nikos estaba encantado contando la historia de su familia bizantina. Unos minutos más de divagación sobre la gran misericordia de su antepasado y el cincuentón se dirigió otra vez al hombre de la gabardina:—Lo cual nos trae de nuevo aquí, a este almacén y a tu caso. Voy a ser claro contigo: tú fuiste quien andabas corto de pasta; tú fuiste quien se aproximó a mí pidiéndome crédito, asegurando que podrías pagarme el préstamo; cuando no pudiste pagarme más, tú fuiste el que sugirió nuestro pequeño y provechoso acuerdo —cada vez que se refería a la segunda persona del singular, le empujaba con el dedo índice de manera acusadora en el pecho.

—Que quede claro: tú eres el que me debe dinero a mí y el que se está buscando la vida a la hora de conseguirlo. Yo sólo encuentro un cliente que pague por tu información y así puedas saldar tu deuda conmigo. Desde mi punto de vista, ¡no hago más que facilitarte la vida! —retiró la cinta de su boca para que pudiera hablar. —¡Esa información valía millones, nuestra deuda ya está saldada! —protestó como pudo el maniquí de la gabardina. La llave del gigante apenas le dejaba hablar— ¡No te debo nada más, el trato está terminado!

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—No, en eso te equivocas. Andreas, trae a tus amigas—ordenó a su sobrino, esta vez en español con su característico acento mediterráneo. Andreas volvió con una barra de hierro y una especie de spray industrial. Una extraña sonrisa cruzaba su rostro, volviéndolo aún más siniestro. Parecía disfrutar de verdad con todo aquello.Mirando la barra, el hombre de la gabardina se estremeció debajo de la llave con que el gigante le inmovilizaba. El pánico se había adueñado de nuevo de su cuerpo y como pudo preguntó:—¿Qué vas a hacer, matarme? ¡Dame otra oportunidad, te daré lo que quieres en unas semanas, lo prometo!—No has entendido la moraleja de la historia que te he contado. Mi antepasado sabía que un hombre muerto es incapaz de saldar sus deudas, por eso es mejor mantenerlo con vida. ¿Cómo ibas a pagarme estando muerto? Desde luego, no eres tan listo como piensas. Me has decepcionado, ¿sabes? Pensaba que éramos amigo y resulta que vienes a mi negocio, te comportas como un maleducado e insultas a mi inteligencia. Acto seguido, volvió a ordenar algo a su sobrino, solo que esta vez fue en griego. Andreas le pasó la barra de metal y el spray a su tío y a continuación se acercó al hombre trajeado. Empezó a desabrocharle y a bajarle el pantalón. Forcejeando inútilmente, el prisionero dijo con voz histérica:—¿Qué haces? Nikos escúchame, dile al lunático de tu sobrino que pare ahora mismo. ¡Os daré todo lo que quieras! —su cara empezaba a enrojecerse por el forcejeo con el enorme brazo que rodeaba su cuello. —Te he tendido la mano como a un amigo, ¿y me pagas así? Ahora son sólo negocios lo que tenemos entre los dos. Como ya no me fío de ti, quiero que tengas algo que siempre te recuerde nuestro pequeño compromiso. Acercó la punta de la barra de acero al spray y lo accionó: era un soplete de cocina y la barra tenía un dibujo de dos T mayúsculas rodeadas por un círculo. La llama azul ascendió hasta abrazar el círculo de hierro. Tras unos segundos, empezó a tornarse amarillo. Un par de minutos más, estaba al rojo. Mientras hacía esto, dijo con voz casual:—El viejo Tsartsar tenía una manera infalible para conseguir que sus deudores le pagasen hasta el último céntimo de la deuda. Tras lo cual Nikos clavó sus ojos en los del hombre de la gabardina y sentenció:—Espero que sepas que esto son sólo negocios. Sin reproches —. Y apoyó el hierro candente en la piel de su víctima. Un grito que pasó por todas las notas de voz posibles retumbó en las cuatro paredes de ese almacén. Y después, el silencio más absoluto.

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Capítulo 2. Un día en la oficinaEran las 5 de la mañana y Lorenzo Garay dormía. Como solía sucederle algunas noches desde hace un tiempo, estaba soñando. El sueño comenzaba como uno cualquiera, de esos de los que al día siguiente uno se acuerda de lo que ha soñado pero conforme pasan los segundos, el recuerdo se desvanece en el desagüe de la memoria. A veces se trataba de un recuerdo de la infancia, otras se le caían los dientes o se precipitaba al vacío sin remedio. Esta vez el sueño había empezado de una de estas maneras que después no recordaría. Pero conforme avanzaba en las profundidades de su subconsciente, el escenario mutaba en otro muy distinto. Aterrizó en un pasillo apenas iluminado, largo y con un suelo resbaladizo. A lo lejos podía verse una lámpara de techo que colgaba de sus cables, arrojando una luz azul fluorescente que parpadeaba en su balanceo. La luz en movimiento proyectaba unas sombras siniestras en esa parte del pasillo. Nadie que no estuviera en el sueño de Lorenzo se habría atrevido a atravesar un sitio así. Sin embargo, Lorenzo se sintió atraído por lo que encontraría al final del pasillo. Apenas dio unos pasos hacia adelante, un torbellino le absorbió y se despertó en la cama de su piso en la calle Alcántara de Madrid. Intentando recordar qué había sucedido antes de llegar a ese pasillo onírico, se dio media vuelta, subió el edredón y se quedó otra vez dormido. Apenas dos horas después, el ruido en el piso contiguo le despertó antes de que sonara la alarma de su teléfono. Era un piso que ocupaba una empresa. Lo utilizaban como oficina para su equipo de contabilidad y el ruido que provenía de la pared de al lado eran las señoras de la limpieza. Como cada mañana a las siete en punto, entraban dos o tres señoras en ese piso a limpiar. Las paredes eran tan delgadas que podía oírles perfectamente sus conversaciones. Nada más abrir la puerta era como si un grupo de gallinas hubieran entrado en su propia habitación. Siempre se oía a la misma señora cotorrear. Esta vez, la conversación era apasionante como de costumbre:—... el muy caradura me dijo que ni hablar, que mi antigüedad no era como para subirme el sueldo. Ya me dirás tú —le decía a su compañera— si llevo más años aquí que Matusalén, ¿qué esperaban, que no me iba a dar cuenta de lo que me estaban haciendo y que no iba a pedir un aumento? —sin esperar la contestación de su compañera, continuó—. Pues van listos, porque yo voy a exigir lo que creo que me merezco. El cacareo iba en aumento según se movían por las habitaciones. Una tercera persona estaba introduciendo la contraseña que desactivaba la alarma en un teclado electrónico. Un pitido, luego dos muy seguidos y después otro pitido. Lo más probable es que la segunda y tercera cifra fueran la misma. Una contraseña sencilla, que no impedía que algunas veces se equivocaran con uno de los números. Esta fue una de esas veces. Mientras la cotorra no paraba de mostrar lo indignada que estaba con su empresa, empezó a sonar una sirena que despejó la cabeza de Lorenzo con un ruido ensordecedor. Cualquier posibilidad de aprovechar los últimos minutos en la cama se había desintegrado por culpa de un simple número. Vencido por las circunstancias, Lorenzo se destapó y se puso de pie mientras se desperezaba. El cacareo proveniente del piso contiguo se intensificó: la cotorra debía estar abroncando a su compañera por haberse equivocado con la contraseña. Lorenzo salió de su cuarto y se encaminó a la ducha. Abrió la puerta del baño y se miró al espejo. Una cara soñolienta, ojeras, sin afeitar y con el largo pelo enmarañado le devolvió la mirada desde el cristal. Si no fuera porque esa persona que se reflejaba en el espejo replicaba todos y cada uno de sus movimientos a la perfección, se hubiera preguntado “¿Quién demonios es este tío?”.

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La ducha le acabó de espabilar y se dio prisa en afeitarse, peinarse, engominarse el ondulado pelo hacia atrás y vestirse: traje negro, camisa de rayas finas azules y corbata azul lisa. Cada mañana seguía unas normas estrictas al vestirse. Jamás llevaba más de una prenda a rayas. Alternaba un traje, una camisa y una corbata de tal forma que sólo llevase, como mucho, uno de ellos rayados. No comprendía cómo en su empresa, que se decía respetable, había empleados que llevasen más de una de estas prendas rayadas.Incluso había quienes llevaban traje, camisa y corbata a rayas. ¡Por favor!Antes de elegir la corbata azul, pensó brevemente en si ese día iría a cliente y si tendría algún problema por llevar la corbata del color equivocado. Recordó que había acabado el proyecto la semana pasada y todavía no tenía asignado otro nuevo, por lo que estaba de staff en la oficina de Lawler & Bolkins en Torre Picasso. Lo más probable es que no viera a ningún cliente hasta que le asignaran un nuevo proyecto, así que al final se decantó por la corbata azul. Cogió unos zapatos negros de cordones y se los llevó al baño para cepillarlos y sacarles brillo. Unos zapatos limpios dicen mucho de una persona y Lorenzo los llevaba siempre impecables. Los frotó con el cepillo hasta que quedaron como espejos. Satisfecho con el resultado, se los puso. Eligió uno de sus relojes de cuerda con la correa de cuero negra e introdujo su muñeca izquierda en la correa. Después, recogió la chaqueta negra del armario y se colocó en frente del espejo del hall de su apartamento. Un consultor debía mostrar una imagen de la firma adecuada a su level. Recogió el maletín del portátil, abrió la puerta de su casa y la cerró con llave.En el portal, giró a la izquierda para tomar el metro en la estación de Diego de León, línea 6. En tan sólo 3 paradas llegaría a la de la oficina, un trayecto corto y directo del que pocos madrileños podían presumir para ir cada día a su trabajo. Llevaba tiempo considerando comprarse un coche para ir a trabajar, pero la comodidad del transporte público unido al hecho de que todos sus proyectos hasta entonces quedaban cerca de alguna parada de bus o metro, inclinaban la balanza en favor del abono de transporte en vez de las llaves de un coche. De todas formas, era probable que en el futuro tuviera que comprarse uno. Ya fuera porque un nuevo proyecto más alejado de la ciudad lo requeriría o porque la promoción a gerente lo recomendaría. La imagen que uno proyectaba dentro de la firma era tan importante como el trabajo que desarrollaba. No se puede descuidar si quieres prosperar dentro de Lawler & Bolkins. Se apeó en Nuevos Ministerios y tomó la salida “Centro Comercial”. Una vez en la superficie, puso rumbo hacia la Torre a través de un laberinto de pasillos. En una de las esquinas un señor que rondaría la cincuentena estaba sentado apoyando la espalda contra la pared con los brazos alrededor de las rodillas. Tenía un cartel a sus pies que decía “Madrileño sin techo y sin trabajo”. Con la mano derecha sujetaba un vaso de cartón de café para llevar, el cual movía para llamar la atención de los transeúntes al tiempo que murmuraba algo ininteligible. Lorenzo pasó por delante de él como todas las mañanas ignorando su presencia. Le daba pena la situación en la que se encontraba, pero creía que si le daba algo, aunque fueran unos céntimos, tendría que hacerlo todos los días o cambiar de ruta para llegar hasta la oficina. Alejó sus pensamientos del mendigo y se centró en sus propios problemas: si no encontraba un proyecto pronto, su gran desempeño a lo largo de este año fiscal podría estar en peligro. Ese era su año de promoción y cualquier cosa podría ser utilizada para echar para atrás su ascenso. De conseguir el puesto, sería el gerente más joven de toda la historia de la firma en España.

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Desde luego, había competencia por el puesto. Cada año se abrían un número concreto de huecos para promociones. El número dependía en gran medida de la cantidad de personas que se habían marchado de la firma, ya fuera voluntaria o forzosamente, así como de las proporciones de los niveles que componían la pirámide de la empresa. Este año como los anteriores, la rotación natural de la pirámide había sido muy baja. La crisis se había encargado de que nadie se atreviera a dar el salto a otra empresa al mismo tiempo que las ofertas en otras consultoras se habían reducido drásticamente. Como consecuencia, había un tapón en todos y cada uno de los niveles y los huecos para promocionar se contaban con los dedos de una mano.En la actualidad, la pirámide estaba compuesta por cinco grandes levels: analistas, que eran los chavales recién licenciados, la carne de cañón; consultores, aquellos que aguantaban el tirón de los primeros años y empezaban a manejar equipos de analistas; gerentes, que solían llevar unos nueve o diez años en la firma o que provenían de otra con carrera equivalente; senior managers, que supervisaban varios equipos dentro de un mismo cliente o industria; y por último los socios, eran los ejecutivos que se dedicaban a encontrar nuevas oportunidades y negocios mediante un trato cercano con el cliente, es decir, se dedicaban a organizar grandes comilonas y a mandar mucho. Era una estructura muy jerarquizada en la que cada uno sabía lo que tenía que hacer, al menos en teoría. Si querías triunfar, todo el mundo debía asumir más responsabilidades de las que le correspondían por su level. Pero Lorenzo estaba convencido de que ese año promocionaría. Había demostrado su valía en todos los proyectos en los que había participado. En el último, el cliente se mostró complicado e irrazonable. El equipo de Lawler & Bolkins estaba desmoralizado por los continuos cambios en el alcance y las reuniones que no llevaban a ningún sitio. El cliente veía que estaban en el mismo punto de partida y cómo las fechas se le echaban encima. Se encontraban en un punto muerto cuando un senior manager metió a Lorenzo en el proyecto como si fuera un revulsivo. Y lo consiguió. En tan sólo tres semanas, le dio totalmente la vuelta al proyecto. Recopilaron los requerimientos del cliente, se reunieron con todos los equipos involucrados y elaboraron un proyecto satisfactorio en un tiempo récord. Incluso el senior manager que le había colocado le felicitó por los buenos resultados. Lorenzo se sentía optimista. Caminaba por los bosques que hay alrededor de la Plaza Pablo Ruiz Picasso mientras pensaba en sus buenas posibilidades. La inmensa torre de marfil se hizo paso entre las copas de los árboles.Cuando atravesó la puerta lateral de la Torre, se sentía lleno de energía. Un primer hall le dio la bienvenida. Esquivó el cartel amarillo que avisaba sobre el suelo mojado y se dirigió hacia el hall principal: una sala rectangular con un techo interminable, flanqueada a ambos lados por dos escritorios en los que una decena de visitas obtenían sus pases de seguridad. En la fachada principal, una amplia puerta rotatoria estaba incrustada en un arco de cristal que dejaba pasar la luz del día iluminando toda la sala. El hall de la Torre Picasso era una muestra de ostentación y poder de las empresas ahí alojadas.Tres huecos a su izquierda daban acceso a los tubos de ascensores. Cada tubo de ascensor llevaba a un rango distinto de pisos y estaban separados de la sala principal por unos tornos en los que cada empleado debía pasar su tarjeta de seguridad para poder entrar. Hace unos años, cualquiera con una de esas tarjetas podía acceder a todos los pisos de la torre. Era frecuente que los que trabajaban en pisos intermedios utilizasen un tubo distinto al que les correspondía, se bajasen en el primero de los pisos y descendiesen a pie uno o dos tramos de escaleras hasta su oficina. Así se ahorraban colas de espera para entrar en los ascensores. Ahora, este pequeño atajo no era posible.

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Las nuevas medidas de seguridad garantizaban que cada empleado pudiera acceder solamente a su propio tubo de ascensores. A ninguno más. Lorenzo se dirigió al último de los tubos de ascensores, el de más a la derecha. Hizo la correspondiente cola para cruzar los tornos de seguridad y fue de los primeros que se metieron en uno de los ascensores. Se les unió más gente en el ascensor y acabaron como sardinas en lata. A lo largo del trayecto, una voz femenina con un tono metálico anunciaba cada una de las paradas: planta dieciocho, planta veintiuno, etc. Tras un buen rato en el que las sardinas descendían del ascensor en sus respectivas plantas y de escuchar otras tantas veces a la voz metálica anunciando la planta, Lorenzo se bajó en la suya. Atravesó el pasillo a su izquierda hasta llegar a la puerta de seguridad. Hizo un gesto con su credencial por encima de un sensor y automáticamente un zumbido le permitió abrir la puerta. Una sucesión de filas de mesas se extendían de lado a lado de la planta, con sus correspondientes sillas, teléfonos y papeleras. Cada fila estaba enfrentada a otra separada por un cristal translúcido de medio metro de altura. En Lawler & Bolkins creían en la colaboración de sus empleados, por eso no había cubículos individuales. Lorenzo estuvo haciendo memoria unos segundos. Sí, el sitio que había reservado se encontraba en la fila de enfrente a la cafetería, desde donde podía observar quién entraba en ella y al mismo tiempo estar pendiente de lo que hacían sus jefes. Si quería salir rápidamente de staff, tendría que estar visible para todo el mundo y poder ofrecer su ayuda. Puso el maletín encima de su mesa y miró el reloj. Todavía eran las 9:30, el grueso de los jefes estarían de camino a la Torre tras dejar a sus hijos en el colegio y no llegarían antes de las 10:00. Encendió el ordenador y empezó a colocar sus cosas a su alrededor: un pequeño cuaderno de notas y una pluma con el nombre de la firma, que colocó a la izquierda del ordenador, el cargador del teléfono de empresa y el candado con el que ató el portátil a la mesa. El candado era una medida de seguridad obligatoria siempre que estuvieras en un lugar público, aunque fueran las propias oficinas de la firma. A pesar de su importancia, había muchas personas que colocaban el candado pero no giraban la combinación. De esta forma, cumplían con la política de seguridad en apariencia y podían quitarlo rápidamente cuando lo necesitaran sin enzarzarse con la combinación. Tras completar el ritual de esparcir sus posesiones por su sitio, abrió la aplicación del correo corporativo y empezó a revisar los emails: un par de encuestas, un email del presidente de Lawler & Bolkins sobre su gira con clientes asiáticos, dos emails de recursos humanos acerca de cómo manejar mejor el estrés y el último premio de Recursos Humanos, tres sobre calls a las que debería apuntarse para aprender y hasta una docena de correos más sin ningún interés. Como no había ninguno de algún compañero que necesitara que le echase una mano, fue directamente al mail sobre el galardón que habían otorgado a Lawler & Bolkins. Según un extracto del artículo referenciado, un periódico nacional premiaba a la firma por tercer año consecutivo como la compañía que más hacía por la salud y el bienestar de sus empleados. “Premio por el compromiso con los Recursos Humanos”, rezaba el subtítulo de la foto. Tras leerse el correo, echó un vistazo por encima del cristal y vio que la cafetería comenzaba a estar transitada.Bloqueó el ordenador, se levantó y recogió su chaqueta. No solía desayunar en casa para ahorrar tiempo en la contrarreloj matutina y también para hacer un poco de networking a la hora del desayuno. El networking es vital si quieres ser visible en la estructura de la firma. Te ayuda a ser valorado y a que la gente vea que eres un tipo movido. En este

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caso, Lorenzo necesitaba un proyecto nuevo y rápido. Puede que la cafetería le ayudara a conseguirlo. Mientras se preparaba un café con leche en un vaso de plástico, varias personas que no conocía entraron y salieron de la cafetería. Unos con una botella de agua y otros con algún producto de la exquisita selección de la máquina expendedora: bollitos industriales, donuts, bolsas de patatas fritas y chocolatinas. Pasaron cinco minutos sin que nadie que conociera lo suficiente como para entablar una conversación productiva entrase en la cafetería. Justo cuando estaba a punto de darse por vencido y volver a su sitio, hizo su entrada Miguel los Arcos, compañero de Lorenzo en el curso de iniciación de la empresa.—¡Hombre Lorenzo! ¿Cómo estás, señor?—Pues aquí andamos. ¿Tú qué tal, sigues metido en el tema ese de Mozambique? —Miguel había sido destinado unos meses a Mozambique para apoyar la valoración de los activos de una empresa. —Qué va, eso se acabó. El proyecto se terminó y el cliente no lo renovó. Una pequeña consultora se hizo con él por un precio bastante menor que el nuestro. Así que aquí estoy de vuelta dispuesto a todo. —acompañó la última frase con un ademán de torero.Miguel los Arcos era de la tierra de los toros y del buen vivir. Era un trabajador nato y que inspiraba confianza con un trabajo bien hecho. Utilizaba su desparpajo y acento andaluz para encandilar al cliente, el cual rara vez se negaba a sus encantos. Así consiguió el reconocimiento de sus jefes y un ascenso a consultor hace poco más de dos años. Ahora se encontraba entre promociones, lo cual significaba que, aunque seguía teniendo presión en el trabajo, no era la misma que cuando estabas en un año de promoción como el que se encontraba Lorenzo. —¿Estás de staff? —se interesó Lorenzo.—Nah, estoy echándole una mano a un socio con una propuesta que si sale me colocará como jefe de equipo.—¿Tienes cuenta de cargo?—No, ya sabes cómo andan las cosas. Hasta que no se tiene un papelito firmado no se autorizan los gastos del personal. Es una buena forma de mantener los costes del proyecto a raya.—Ya me conozco esa historia. Por lo menos tienes algo, llevo desde la semana pasada de staff, en busca y captura de una cuenta. Así que si te enteras de algo, piensa en mí.—¿En serio? Bueno, no te preocupes. Moveré tu nombre por ahí. Tengo una call ahora a las 10:15 pero pásate por mi sitio sobre las dos y media y comemos juntos, ¿ok?La incursión a la cafetería no había sido del todo una pérdida de tiempo. Por lo menos había ganado un promotor. Tiró el vaso de plástico al cajón de la basura y salió de la cafetería. Antes de llegar a su sitio, hizo su acostumbrada ronda de los últimos días por los despachos de los socios y por la planta. Vio que un par de socios habían llegado ya y estaban hablando por teléfono. El resto no se encontraban en sus despachos ya que posiblemente estarían reunidos en otra sala. Saludó a un par de gerentes y a un senior manager. Intercambió unas palabras y les hizo saber que para lo que quisieran, les podría echar una mano. Al igual que el resto de días no había obtenido respuesta concreta.Derrotado, Lorenzo volvió a su sitio. Con un poco de suerte, las semillas que había ido plantando a lo largo de los últimos días darían resultados. Cuanto antes mejor.

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La verdad es que tras un proyecto tan intenso como el anterior, se agradecía la tranquilidad del staff. Un puñado de días te servía para recobrar fuerzas y subir los ánimos. Sin embargo, Lorenzo empezaba a estar preocupado por la falta de proyecto. No era bueno para su carrera el tener un periodo largo sin cargable (una cuenta de proyecto en la que imputar la dedicación de sus horas). La cargabilidad era una de las medidas sobre las que se valoraba el desempeño del personal. En función de este y otros parámetros, se emitía una nota final: exceed expectations para los que sobresalen con notoriedad; above para aquellos que lo hacen mejor que la media; los que cumplen con las expectativas reciben la nota de met; por último, si te valoraban con un below ya podías buscarte un nuevo trabajo porque recibías una invitación a irte. La mañana pasó sin novedad entre envío de correos, realización de cursos online de formación obligatoria, chats con amigos a través del messenger interno y navegar por internet. Esto último requería mucho cuidado para no levantar sospechas. Lorenzo era un maestro del disimulo cuando navegaba por internet. Solía estar muy atento al movimiento que había a su alrededor y podía adivinar quién era la persona que se acercaba con sólo oír su forma de andar, siempre que se tratara de alguien habitual a las oficinas de la Torre. Si se le acercaba alguien, cambiaba rápidamente de ventana con un gesto en el teclado sin que se notase. Siempre tenía preparada una presentación o una hoja de cálculo en la otra ventana para no levantar sospechas.No es que estuviera prohibido. De hecho, si la firma lo considerase oportuno podría cancelar el acceso desde sus redes a cualquier página en internet. Otras compañías del estilo de Lawler & Bolkins lo hacían. De todas formas, ejercer esa libertad no estaba bien visto y se interpretaba como ociosidad y falta de trabajo, lo que se traducía en una mala evaluación anual si te veía la persona equivocada. A las dos y media pasadas se acercó por el sitio de Miguel para ver si podía quedar para comer. Cuando giró la esquina que le separaba del otro lado de la planta, vio que su equipo y él estaban apiñados alrededor de un teléfono escuchando hablar a alguien. Por la atención que prestaban, se trataría seguramente de su gerente y tendrían para largo. Decidió que lo mejor sería marcharse a comer solo. ”Mejor”, pensó Lorenzo. “Así podré darme una vuelta por el centro comercial y matar el tiempo”.Estaba claro que aquel iba a ser un día exactamente igual que los anteriores. Sin nada que hacer, lo único responsable era alargar la hora de la comida, darse un paseo, volver en un par de horas a la Torre y esperar tener noticias a la vuelta.Tras una comida que pasó sin pena ni gloria en uno de los múltiples restaurantes alrededor de la zona de Azca y del mencionado paseo, Lorenzo volvió a su sitio de trabajo con la esperanza de que el aburrimiento no le matase. Pasaron las horas entre visitas a la cafetería, consultar el email, chatear y navegar por internet. Ninguno de los correos que había escrito por la mañana había recibido respuesta, ni los socios con los que había hablado después de comer le ofrecieron limosna de ningún tipo. Con la conciencia tranquila de haber hecho todo lo que había podido para conseguir cargable, Lorenzo empezó a recoger sus cosas a eso de las ocho de la tarde. Su horario oficial terminaba a las siete, pero todo el mundo sabía que no era bueno que los demás te vieran marcharte a esa hora. Era conveniente esperar un tiempo prudencial a que se hubiera vaciado un poco la oficina. Lorenzo estaba metiendo el portátil en el maletín y ajustándose la bandolera en el hombro cuando una voz autoritaria dijo:

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—Garay, pensaba que ya te habías marchado. Pásate un momento por el despacho que tengo que contarte un par de cosas. No te preocupes, son dos tonterías que necesito para mañana a primera hora —. Era Diego Díaz de Montalbán, uno de los senior manager con los que había hablado a lo largo del día. Un taxi de 11 euros y tres horas más tarde, Lorenzo llegaba hambriento a su casa desde Torre Picasso. Hasta ese día, Lorenzo había entrado por la puerta de su casa a una hora razonable y tenía el piso ordenado y la despensa y nevera repletas. La mayor parte era comida imperecedera, dado que nunca sabía cuándo llegaría a casa y para no tener que tirarla a la basura. Fue directamente a la cocina, encendió el horno y abrió el congelador. Tenía 4 pizzas entre las que elegir pero cogió una cualquiera.

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Capítulo 3. Lawler & BolkinsCuando Lorenzo se incorporó a la firma, tuvo que atender a un curso de Inmersión de mes y medio en una ciudad a las afueras de Madrid. A parte de tener que atender a los cursos de formación acelerada, era un lugar para conocer a tus nuevos compañeros y jefes en un ambiente distendido. Lo que entre los gerentes que impartían las clases se conocía como una juerga. Como cada año, hombres casados que llevaban años de vidas aburridas, mujer a la que no veían y niños que no conocían que les llamaban “papá”, competían como lunáticos por ser instructores de estos cursos. Estos cursos suponían un paréntesis en sus monótonas vidas. Una de las clases a las que tenía que atender Lorenzo era sobre la historia de la firma. Cuándo se constituyó, quién la fundó, sus sucesivos presidentes y las áreas de negocio más importantes a lo largo del tiempo. En general, contaban la historia de una manera un tanto autocomplaciente y trataban al señor Lawler, su fundador, como un auténtico visionario de los negocios a la altura de Henry Ford o John D. Rockefeller. Lorenzo, al igual que todos los asistentes a esas clases, creían en la versión de la historia que les contaban. Estaban muy ilusionados por empezar a trabajar en una de las compañías de consultoría y abogacía más importantes del mundo y nada podía empañar su ilusión. Sin embargo, a lo largo de su carrera en la firma descubrió que no les habían contado toda la historia al completo y habían omitido ciertos asuntos escabrosos. Lawler & Bolkins fue fundada por Martin Lawler en Nueva York en 1930, cuando el crack del 29 había sobrepasado las fronteras estadounidenses y ya estaba haciendo estragos por todo el mundo. Lawler había nacido en una familia humilde de Nueva York. Gracias a su habilidad con los estudios, recibió varias cartas de recomendación del director de su escuela, el reverendo de su parroquia y varios profesores universitarios para acogerse a una beca completa que le cubría la carrera de derecho en la Universidad de Nueva York. Al acabar la carrera en 1925, encontró trabajo en el bufete de abogados urbanistas más importante de la City, donde se especializó en ordenación territorial. Entabló una gran amistad con su propietario, el señor Bolkins, de edad suficiente como para ser su abuelo. Tras varios años aprendiendo el oficio y haciendo contactos en el sector privado y el ayuntamiento de Nueva York, decidió probar suerte por su cuenta. Así es como fundó su primer despacho de abogados en 1928, junto con un compañero de trabajo como socio. El crack del 29 hundió a sus clientes, quienes veían cómo el precio de sus propiedades se devaluaban día tras día. Las operaciones inmobiliarias y las recalificaciones de terrenos se detuvieron en seco y con ellas la actividad de su recién fundado bufete. Lawler y su socio se vieron obligados a cerrar. Al año siguiente y gracias a sus contactos en un sector privado que se tambaleaba, volvió a probar suerte en solitario con su propio despacho pero esta vez enfocado a los procesos de bancarrota y liquidaciones de activos. Martin Lawler había encontrado el filón de oro en un mundo que se desmoronaba. Rápidamente creo un imperio alrededor de la desgraciada suerte de otras empresas. Grandes, medianas y pequeñas, todas caían por el peso de sus deudas y unos activos devaluados. En la clase del curso de Inmersión hicieron hincapié en que la labor de Lawler era necesaria para la regeneración del tejido empresarial. Era mejor que una empresa fallida fuera desmenuzada rápidamente para reducir la incertidumbre, no sólo en sus propietarios y accionistas, sino también en los trabajadores. Su instructor lo definió como una labor positiva para la sociedad.Lawler se encargaba de llevar la bancarrota con la mayor suavidad y discreción posibles, lo cual no era contrario a que se hiciera rico en el proceso. Muy rico, de los que acaban levantando sospechas y envidias.

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En una búsqueda por internet sobre la historia de la compañía, Lorenzo descubrió que con frecuencia se le llegó a acusar al señor Lawler de llevar el precio de la liquidación hasta los suelos y de enriquecerse desmesuradamente a costa de la venta de los activos de las compañías en bancarrota. Se le acusó ante un juez de prácticas poco honorables en el transcurso de las liquidaciones de activos de dos empresas alimentarias del mismo grupo. Sin embargo, dos semanas después del comienzo del juicio, las partes llegaron a un acuerdo extrajudicial secreto tras el que se retiraron los cargos. Ya en 1935 parecía que nada podía detener la expansión del bufete Lawler, ahora llamado Lawler & Asociados. El despacho que le vio nacer como profesional no pasaba en esa época por sus mejores momentos. Una serie de despidos, de pérdida de clientes importantes y de rumores de un cierre inminente habían hecho mella en la reputación del despacho de urbanismo más famoso de la City. Fue entonces cuando Martin Lawler se presentó en la mansión del viejo Bolkins en la que se reunieron durante varias horas. Al gerente que daba la clase de historia de la firma casi se le saltaban las lágrimas contando este pasaje. Pintaba a Lawler como el séptimo de caballería que venía a salvar a la empresa que le dio su primera oportunidad de trabajo y que ahora se encontraba en apuros. El contenido de la conversación nunca salió a la luz, pero lo que se sabe que es cierto es que, tras esa reunión, Lawler adquirió una parte significativa del accionariado y se hizo con el control efectivo del bufete. Las malas lenguas dicen que el viejo Bolkins no se recuperó jamás de la pérdida del proyecto de su vida, aquel que le había dado tantas satisfacciones. Su familia nunca entendió por qué accedió a vender la empresa. Unos meses después, el viejo falleció totalmente sólo en su casa.Dos años habían transcurrido desde la adquisición cuando Martin Lawler anunció al público la creación de la compañía que llegaría hasta nuestros días: Lawler & Bolkins. Así puso fin al proceso de asimilación del personal y el negocio de su antiguo patrocinador, el cual se produjo con la máxima escrupulosidad, faltaría más. La otra cara de la moneda es que la propia familia del difunto Bolkins no estaba satisfecha del trato por el que el bufete pasó a manos de Lawler. Es de conocimiento público que contrataron detectives privados para recabar pruebas que afirmasen que su tío fue amenazado y obligado por Lawler para que accediera al trato, pero no consiguieron nada concreto que les permitiese llevarle a juicio. La sombra de la sospecha rodeó a la joven compañía durante años. Un periodista del New York Times que había oído siempre las historias de la forma de hacer negocios del señor Lawler, publicó un artículo escandaloso sobre Lawler & Bolkins. No faltaban propietarios resentidos con las liquidaciones de sus empresas en bancarrota ni empleados que se vieron en la calle a pesar de sus “intervenciones quirúrgicas”. Lo que el periodista no sabía era que Lawler había escalado socialmente y comía todas las semanas con el presidente de la asociación de jueces de Nueva York, además de ser amigo personal del alcalde, con el que jugaba al golf dos veces al mes. Tras el escándalo inicial, el asunto fue enterrado con disimulo para no volver a mencionarse jamás. El autor del artículo fue silenciosamente trasladado a otra ciudad. Por supuesto, este pasaje oscuro de la compañía no fue mencionada por el gerente, tal vez por desconocimiento. La década siguiente marcó la expansión de la firma Lawler & Bolkins por todo Estados Unidos. Abrieron oficinas en más de 20 estados y en las ciudades más importantes como Chicago, Los Ángeles, Washington, Boston, Sacramento y Cleveland. Gracias a la Segunda Guerra Mundial, el negocio de las bancarrotas fue desplazado en importancia conforme crecía su influencia en el gobierno federal. Washington encargó a Lawler & Bolkins la gestión y el desarrollo de las campañas para captar fondos para la guerra. Fue

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esta la compañía que propuso al gobierno la utilización de Bonos de Guerra como fuente de financiación para el esfuerzo bélico. “Bonos Patrióticos” fue el nombre con el que bautizaron este instrumento financiero, arrasando las expectativas de recaudación más optimistas del gobierno. De esta forma se ganaron el favor de los peces gordos de Washington. Tras la Guerra, jugaron un papel muy importante en el plan de reconstrucción de los socios europeos de Estados Unidos a través del Plan Marshall. Diapositiva tras diapositiva, el gerente les mostraba cómo la firma había ayudado a la reconstrucción de las vidas de miles de personas y familias afectadas por la destrucción bélica. “Un impacto social positivo” lo llamaba él. Lawler & Bolkins abrió oficinas en París, Londres y en el sector aliado de Berlín. Su expansión internacional había comenzado. Una vez establecido en el viejo continente, la firma dirigida por el entonces ya curtido Martin Lawler empleó la misma estrategia que en su madre patria. El negocio de la liquidación de activos iba viento en popa, por lo que se enfocó en uno nuevo con gran futuro de crecimiento: el lobbying. Sus contactos en los gobiernos europeos eran un activo desaprovechado hasta ese momento. Adquirió protagonismo entre los estados europeos como el “engrasador” de la iniciativa hacia una maquinaria europea unificada. Los gobiernos europeos pujaban por conseguir el mejor servicio legal a la hora de redactar sus condiciones de adhesión a la UE. Lawler & Bolkins prosperó nuevamente bajo el paraguas y amparo de los políticos europeos. La creación de un mercado común caracterizado por la libre circulación de bienes, personas y capital entre los países miembros fue una oportunidad que no supo pasar por alto. A las otras dos grandes ramas del negocio de Lawler & Bolkins, la liquidación de activos y el lobby a gobiernos, se les unió una que sería más próspera todavía: la consultoría de servicios financieros. El sector financiero europeo es uno de los más regulados del planeta, algo en lo que Lawler & Bolkins estaba especializado. Esta nueva área le encajaba como anillo al dedo y supuso una era de crecimiento del negocio nunca experimentada por la firma. Un anciano Martin Lawler mantuvo el control de su compañía hasta 1974, año en el que decidió retirarse por recomendación de su ejército de médicos. Le sucedió su hijo mayor, Martin Lawler Jr., el cual llevó las riendas de la empresa de su padre durante casi 25 años. En 1999 dejó la presidencia en manos de su hija Marissa Lawler, que por aquel entonces contaba con tan sólo 39 años pero estaba sobradamente preparada. En este punto, su instructor dejaba claro por el tono de voz su admiración por la nieta del fundador. En otra diapositiva se resumían los logros de esta joven. Educada en las más reputadas instituciones educativas de Norteamérica, Marissa ingresó en la escuela de negocios de Harvard, donde se graduó con las mejores notas de su promoción. Inmediatamente después de su graduación, ingresó en las filas de Lawler & Bolkins. Tras tres lustros trabajando en todas las ramas de la compañía, su padre la nombró presidenta y heredera de uno de los bufetes y consultoras más importante del mundo. Con Martin Lawler Sr. fallecido veinte años atrás, Marissa Lawler cogió las riendas del imperio familiar. Bajo su batuta, el área de consultoría experimentó un gran crecimiento centrado en el sector financiero europeo. Su influencia en los gobiernos del viejo continente así como en el Banco Central Europeo, le convertían en un socio y aliado natural de casi todos los bancos y cajas de ahorro de este continente. Cuando la joven Lawler asumió el poder, puso su mira en España casi de inmediato. Era un país que estaba infraexplotado, según sus propias palabras, por lo que tan sólo dos

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años después, en 2001, creó Lawler & Bolkins Sociedad Limitada con domicilio social en Madrid. En los meses siguientes cerró acuerdos con los dos grandes bancos españoles, el Banco de Crédito Hipotecario y Banca Hispania, además de con cajas de ahorro de toda España. Durante esos primeros años fue el principal grupo de presión privado al Banco Central Europeo para que optase por una política de tipos de interés relajada, ejerciendo este papel a través de la Agrupación de Bancos y Cajas nacionales, asociación constituida e impulsada por Lawler & Bolkins SL.Una vez más, la firma de abogacía y consultoría más famosa del mundo funcionó como correa de transmisión entre el aparato político y los grandes grupos bancarios, para beneficio de todos los involucrados. Fueron buenos los años que siguieron, para la firma y para el país que la acogió entre aplausos. La bonanza económica sonreía a todos y era imposible no sentirse optimista. El dinero fluía con generosidad gracias al crédito barato otorgado por los bancos y cajas de ahorro. Nadie que viviera esos años de oro podría haber sabido lo que vendría unos años después. Ni en sus peores pesadillas imaginaban que la fiesta se iba a cobrar su parte en forma de bochornosa resaca. Al menos, nadie fuera de los círculos más íntimos de Lawler & Bolkins, Banco de Crédito Hipotecario y Banca Hispania.Las cúpulas directivas de este exclusivo trío fueron conscientes del desastre que se avecinaba, un detalle que fue omitido del curso de iniciación al que asistió Lorenzo e impartido a casi 100 kilómetros de Madrid. Ni los gerentes más experimentados ni los senior managers más corporativos supieron de la operación inmobiliaria que se estaba llevando a cabo en esos momentos. En la operación, estas tres grandes compañías venderían sus oficinas centrales para pasar a pagar una mensualidad por su disfrute. Una operación que se conoce como Sale & Leaseback en la que el propietario original pasa a ser el inquilino a cambio de un alquiler mensual. Así fue cómo vendieron sus respectivas oficinas y domicilios sociales más importantes en plena cresta de la ola. Lorenzo Garay se sabía con suerte por haber sido contratado justo antes de que se empezasen a notar los efectos de la crisis que cambiaría el panorama bancario de España para siempre. Por casualidades de la vida, no sólo de apoyar el negocio financiero vivía la firma para la que Lorenzo trabajaba. Cuando quedó patente que la crisis no era pasajera y que era necesaria una reestructuración completa del sector bancario y de cajas de ahorro, Lawler & Bolkins hizo unas llamadas y entró en varios despachos.Sus habituales contactos en los ministerios y en Europa le convirtieron en el principal promotor del doloroso proceso. El gobierno instó a Lawler & Bolkins a principios del año 2010 a diseñar el plan de reestructuración bancaria que sacaría a la banca de la crisis en la que estaba inmersa. Tras seis meses de duro trabajo, la firma de abogacía y consultoría presentó un borrador de sus conclusiones principales: de las 51 cajas de ahorro existentes, 11 se declararon en quiebra técnica y 33 debían fusionarse con las 7 restantes, las cuales se convertirían en bancos privados. De golpe y en menos de 150 páginas Lawler & Bolkins borraba del mapa a las 51 cajas de ahorro de toda España. Por supuesto, Lawler & Bolkins asumiría la liquidación de los activos bancarios de aquellas cajas en quiebra así como la dirección legal de las fusiones con las cajas supervivientes y su privatización. Oro puro. Por otro lado, la oposición al gobierno no se tragó el cuento de las liquidaciones de cajas de ahorro ni apoyaban la inyección de capital estatal en las operaciones de liquidación diseñadas y dirigidas por la firma. “Beneficios bancarios privatizados, absorción social de

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pérdidas”, como lo llamaba la prensa que se oponía al gobierno entonces. Aunque de cara al público decían defender los intereses de los ciudadanos, lo cierto es que no querían perder el control de 51 entidades financieras que servían de chiringuitos para aparcar a compañeros políticos retirados. Al final, las presiones que provenían desde Europa, convenientemente espoleadas por Lawler & Bolkins, vencieron los argumentos de la oposición. No es de extrañar que la marca “Lawler & Bolkins”, que hasta entonces había permanecido casi en el anonimato, fuese absorbida por la opinión pública con un mote: carroñero Bolkins. De esta forma despectiva se referían a la firma que dirigió la solución final de las cajas de ahorro, ayudando a que las palabras “liquidación”, “reestructuración” y “orden bancario” se unieran al ya de por sí rico vocabulario financiero adquirido por la población durante la crisis. Lorenzo no se sentía cómodo con la bajada en la reputación social de la firma para la que trabajaba. Aunque su trabajo en el sector financiero no tenía que ver directamente con las liquidaciones ni el lobbying, era difícil despegarse del estigma que poco a poco iba calando entre sus conocidos. Lorenzo era consciente de que Lawler & Bolkins no era una firma preocupada por la sociedad, pensarlo sería ingenuo. Lo que verdaderamente movía a la compañía para la que trabajaba era la influencia, el poder y el dinero. Sin embargo, esos pensamientos no podía expresarlos en público, mucho menos a alguien de la empresa. Por eso, los guardaba cuidadosamente en el fondo de su mente, no fuera que se le escaparan en un momento inadecuado. Se conformaba con saber que tenía un buen trabajo que exigía muchas horas, sí, pero que le pagaban muy bien por ello. Además, a pesar de los recientes problemas de reputación, Lawler & Bolkins seguía siendo una firma muy respetada.

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