el camino del corazón-fernando sánchez dragó

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Prólogo

Pepa Roma

Finalista del Premio Planeta en 1990 con esta obra, Fernando Sdn-

diez Dragó tuvo que esperar a 1992 para obtenerlo con La prueba delhiberinto. Pero más de una vez le he oído decir que esEl camino del co-I

:rr.ónla novela con la que sesiente más identificado y de la que estd másorgulloso.También para mí essu mejor novela y uno de sus mejores libros

¡lInto con aquella tetralogía, Gargoris y Habidis. Una historia mágicaIk España que marcó a toda una generación. Esa generación conocida

 /lfIrlo que él llama la "década prodigiosa» y que, sin duda, habría sido

menosprodigiosa sin su aportación. Porque si en Gargoris y Habidis,Sánchez Dragó parece despertar y dotar de voz a piedras y símbolos mi-

  Imarios esparcidospor todos los rincones de la península para contarnos ftna historia que yace en el subconsciente colectivo de un país, en El ca-mino del corazón descubre y fija los arquetipos universales que hay tras

1m  nuevo tipo humano que surge al hilo del mayo parisino del 68 y quehoyforma ya parte de la herencia política, cultural y espiritual del siglo

 xx: eljipi trotamundos. Es verdad que nopuedo ser una lectora imparcial El camino del co-

razón esla primera novela en España, y una de las  poquísimas que se han

escrito en el mundo, sobre esa India que tantos amamos y pateamos en los

años sesentay setenta. Todavía hoy me pregunto por qué entre la literatu-

ra generada por los que la visitaron en esa época se encuentran tantas

rlproximaciones religiosasy filosóficas -sobre todo en forma de obras de

divulgación basadas en las  enseñanzas de los gurús más variopintos- y

tan poca narrativa. Se diría que al contacto con la India el occidental se

queda sin palabras, descubriendo de golpe que de poco sirven para expli-

car lo que vey lo que siente. Mi propia experiencia con la novela Manda-la me mostró la dificultad de traducir a palabras no sólo olores, coloresy

sensacionesde tal intensidad que parecen desbordar la capacidad normaldepercepción. La vida se ordena aquí de tal manera que hasta la mano

tendida de un pobre, o el mínimo gesto cotidiano de un hombre bañdn-

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PrOlogo

dose en un rlo o una mujer tejiendo guirnaldas deflores parecen una co-reograflade lo trascendente.

Tal vez por ello, los mismos autores indios hoy en boga en el ReinoUnido y, por extensión, en Occidente, desde R. K Narayan o Salman

  Rushdie a Vikram Seth o Arundhati Roy,prefieren eludir la responsabi-

lidad y concentrarse en la psicología y sociología de la India postcolonia4ofreciéndonospocas clavespara penetrar en esadimensión espiritual que

desdeantiguo ha convertido a la India a la vez en centro difitsor de creen-

ciasy religionesy lugar deperegrinación de occidentales,pero también demonjes, sabiosy estudiosos del resto de Asia, en busca de conocimiento. Y 

es que no esfocillidiar con algo tan esquivo como es la espiritualidad desde el ejercicio de honestidad y principio de realidad que impone unanovela.

  La India es tan posesiva que le roba a uno el alma. Es un forcejeo

que estdpresente en El camino del corazón. Habla de esechoque con lo

maravilloso e inefable que encontramos en pocas novelas, casi todas muyanteriores, como A Passage to India de EM Forster o Medianoche enSerampor de Mircea Eliade. Pero habla de algo que no estdpresente enla gran narrativa anterior.

 El encuentro con otros viajeros en Estambu4 la e:xperienciadefumarelprimer canuto en un antro de Benarés, con la consiguiente «borrache-

ra de trascendencia y misticismo»; esedeambular maravillado e hipnóti-

co al que se entrega el recién llegado a Bombay, ciudad donde in varia-

blementé descubre que la India es más poderosa que é4·el descensoúltimoa los infiernos con el obligado tryp psicodélico en Bali. El camino del

corazón recorretodas y cada una de las estaciones, ritos de paso, de ese  peregrinaje «a lasfuentes del conocimiento» de unos viajeros que conce-

bían la India y, por extensión, Oriente, no como un lugar en la geogra-

 fla sino como un estado de conciencia. De ahí lo imprescindible de esta

novela a la hora de recuperar las vivencias de una generación.

  Estd escrita con esa misma avidez, voracidad, con la que viajdba-

mos. Ansiosos de descubrir de una vez por todas el sentido último de la

vida. Hasta las andanzas del protagonista, Dionisio, parecen una copia

exacta de las del Fernando Sdnchez Dragó viajero. Pero que nadie se lla-

me a engaño, esto essólo el argumento. Otra cosaes el tema, el riquisimoentramado de personajes y significados que encierra esta novela.

 El argumento es lo que impacta y el tema lo que permanece. Tal vez  por ello, lejos de haber quedado reducida a un simple documento de épo-

ca, ésta es una obra que gana en profundidad con la perspectiva con la

que ahora nospermite leerla elpaso del tiempo. A medida que se leey re-leey los ojosse habitúan a losfocos deslumbrantes, emergen delfondo del

Prólogo

l~scenariouna serie de personajes que actúan como esos coros de la con-

áencia de las tragedias griegaspara revelarnos una verdad superior mo-

rnentdneamente eclipsadapor un héroe que acapara el centro de la escena.

 La novela se trenza a lo largo de tres líneas narrativas: las memorias

que escribe Cristina en primera persona, las cartas de más de cienfolios

que le envia el siempre desmesurado Dionisio-Ulises desdeAsia, y la no-

 IJelaen tercerapersona sobre las andanzas de Dionisio. Una construcción

que sólo al final revela su complejidad y perfección borgiana. Narracio-

nes en paralelo que actúan cada una como un espejo que devuelve unaimagen modificada de la otra.

Toda la novela es un juego de espejos,reverberaciones,fantasmas, do-

bles,que, como en aquel El lobo estepario de Herman Hesse, hacen di-

  fícil decir al final quién es el verdaderoprotagonista, si eseDionisio que

recorreel mundo como una reencarnación de Uliseso esa Cristina-Pené-

lope, la mujer embarazada que le esperaen casa. Si Dionisio estdahí en

representación de la épica de todos los tiempos, Cristina lo estd en repre-sentación de la poesía. Pero de nuevo es sólo un espejismo,porque todo el

relato contiene una subversión constante de valores, confiriendo a esaCristina «que sufre el mal de la ausencia», a veces «deprimida», una su-

  perioridad sobre ese héroe que, en elfondo, no es más que «un niño en

busca de lospersonajes de los cuentos de su infancia». Cristina, lejos de

ser la mujer abandonada y víctima, contempla las correrías de Dionisio

con la comprensión de una madre que sabe que hay que dejar que el

niño crezcapor su cuenta, antes de que pueda volver a casa convertidoen «un hombre con mayúscula».

 El amor, la amistad, son temas tan centrales de esta novela como la

aventura.

Cómo se co'mpagina libertad y amor, presencia y ausencia, acción y

contemplación, hogar y aventura, es un dilema que recorre la historia.

Todo en ella nos dice que quien encuentra no es quien corre hacia el ex-

terior, sino quien sabe mirar hacia dentro, y esa mirada hacia el interior

no sólo de si misma, sino también del hombre al que ama, es la que nos

  proporciona todo el rato Cristina. ¿Cómo puede ella conocer mej'Ora

 Dionisio que él mismo? Tal vez la respuestahay que buscarla en lo que se

nos dice desde el mismo título de la novela: el camino del conocimientono es otro que el del corazón. Es la via de conocimiento sufl.

Su estilo trepidante -propio de una novela de aventuras y tributo

expreso a Salgari, entre otros- nos remite a la búsqueda de un tesoro,

sólo que éste no se encuentra escondido en un lugar inaccesible de una

islaperdida, sino en el corazón de los hombres. Ese tesoro no es otro que

el de la generosidad: «he tenido la suerte de comprobar que, a veces, los

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Prólogo---_._ .._--- ----_._------------

seres!Jumimos ayudan a sus sem~jantes», le dice el Caminador Manche-go a Dionisio. Basta confiar. Pero no es un acto de fe  iluso en el destinoel que se nospide, sino en la naturaleza humana: «mds tarde o mds tem-

 prano termina por aparecer una persona de buen corazón».Por ello, Dionisio sabe que las  verd,aderas enseñanzas no se encuen-

tran en esosjipis disfrazados de santones orientales, sino en los sereshu-manos más desprovistos de artificio, como ese Caminador «castizo congesto de albañil ibérico». Todos lospersonajes de los que extrae alguna en-señanza tienen algo de esos sabios o maestros sufls ocultos tras la figuradel loco o el borracho tirado por los caminos que encontramos en Rumí.«Para disfrutar de la vida basta con estar vivo», dice uno de ellos. Se tra-ta de reconocer al maestro escondido tras las apariencias. O también, aldiamante en bruto que brilla en elfondo de cada uno.

Si Cristina actúa como el doble, ba, dnima o espejo de Dionisio,Oriente sepresenta como espejode Occidente, y al revés. Dionisia, un cas-tellano por tierras de Oriente, tiene mucho de don Quijote por tierras dela Mancha, pero también de Sancho Panza. De diosesy héroes míticos del

 panteón hindú y griego como Shiva, Dionisio, Krishna y Ulises,pero tam-bién de los Kim de la India, esa versión oriental del Lazarillo de TormeJ~representados aquí por esos«pícaros» que se encuentran por los caminos.

  Reconociendo en eljipi sólo a un nuevo avatar o transmutación de tiposhumanos anteriores. Es esa capacidad de ver en seresde hoya tipos huma-nos eternos y universales lo que hace de El camino del corazón una espe-cie de cosmogonía o mosaico de la cultura unÍlJersaly lapsique humana a

  finales del sigloxx.Pero, a pesar de las  referencias constantes a la literatura de todos los

tiempos y lugares, el libro no se agota en lo que dice. Cada situación y per-sonaje va abriéndose a nuevas interpretaciones a medida que te parecedescifrar su significado. Contradiciendo a eseDionisio que no se cansa dedecir que «la única mirada que vale es la primera», todo el libro parecededicado a decirnos que las apariencias engañan. La misma actividad delhéroe no es mds que la obsesiva búsqued,a de una verdad oculta tras las 

apariencias, haciéndose así portador de esapermanente aspiración de la filosofta oriental a traspasar el velo de maya o de la ilusión para penetraren la unidad. En realidad, toda la novela esun viaje de la diversidad ha-cia la unidad, que en esto consiste bdsicamente el camino hacia la ilumi-nación. Unidad por fin encontrada en eljondo de sí mismo, en ese viajede Dionisio con hongos alucinógenos en Bali, del que emerge por fin elhombre nuevo, preparado partl lJolvertl casay reencontrarse con Cristina.

Fernando Sánchez Dragó

  El camino del corazón

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Popol-Vuh

 A Caterina, en memoria y a cambio del libro

que la muerte le impidió escribir

Cuando tengas que elegir entre doscaminos, pregúntate cuál de ellos

tiene corazón. Quien elige el cami-no del corazón, no se equivocanunca.

A Alejandro, para que camine

Ya Ayanta, porque antes de nacer

estuvo en Kandahar

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  Nel mezzo del cammin di nostra vita

mi ritrovai per una selva scura

che la diritta via era smarrita.

DANTE ALIGHIERI,

  Divina Comedia

-¿Querría usted indicarme qué caminodebo tomar para salir de aquí?-Eso depende en gran medida del lugara donde quiera ir -respondió el gato.

-No me preocupa mayormente el lu-gar... --dijo Alicia. .

-En ese caso poco importa el camino--declaró el gato.-... con tal de llegar a alguna parte-añadió Alicia a modo de explicación.-¡Oh! --dijo el gato--. Puede usted es-tar segura de llegar si camina durante untiempo lo suficientemente largo.

LEWIS CARROLL,

  Alicia en elpaís de las maravillas

Sigo viéndole. No se va de mis pupilas. Está sentado, casi a rasdel suelo, en la cama turca del cuartucho que él mismo ha bautiza-do con el nombre de salón de música. Son, apenas, diez metros cua-drados y dignificados por los cachivaches recogidos en el curso denuestras andanzas. Pinturas, vasijas, fotos, botellas de licores extra-ños, máscaras, monedas, ídolos de rostro desencajado, talismanes,cojines, espejos, carteles taurinos, revistas de otras épocas: todo elajuar, la cacharrería y la quincalla de los restos de un naufragio.

y, naturalmente, discos y libros.

Una puerta acristalada de doble hoja se abre al comedor. En él,por los balcones que dan al paseo de la ciudad provinciana, se cue-lan la luz del mediodía, las voces de la calle y a veces, como un lati-gazo, la estela del vuelo rasante de los vencejos.

Lleva camisa y tejanos. Está descalzo. Juguetea con un bolígrafo.Me mira. No sabe por dónde empezar. Anoche estaba inquieto, serevolvía entre las sábanas, no atinaba a dormirse. Hoy, después deldesayuno, se ha encerrado en el salón de música y ha puesto un dis-co de Joan Baez. Yo, mientras tanto, me duchaba, me vestía, hojea-ba el periódico, acarreaba objetos, devolvía el orden a la casa.

Por fin, al dar las doce en el reloj de péndulo del comedor, meha llamado. Sabía que iba a hacerlo. Las campanadas, probable-mente, lo han sacado de su ensimismamiento.

Estoy frente a él. Tiene un libro entre las manos. Lo abre, meobserva y dice:-Mira lo que encontré ayer... ,Siempre regresa a la lectura de Antonio Machado en esta ciu-

dad: una costumbre, supongo, que empezó en su infancia.-Llevo más de veinte años dándole vueltas a este libro y nunca

había leído lo que voy a leerte.

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El camino del corazón

No puedo evitar una sonrisa burlona. Amistosa, pero burlona.Aunque se pique.

-Soy toda oídos.Inclina la cabeza y recita:-No me piddis presencia. / Las almas huyen para dar canciones. / 

 Alma es distancia y horizonte: ausencia,-Un poco cursi, ¿no?-Quizá... Pero viene como anillo al dedo.Sé lo que está pensando: una advertericia, una llamada, una pre-

monición, un signo de las alturas. Siempre le ha gustado jugar a sersan Agustín.

Oigo voces de niños y murmullos de adultos. La gente pasea, ypasea, y pasea. Pero Dionisio no quiere pasear. Quiere viajar. Sienteque ha llegado la hora de echarse al camino y cree, por añadidura, queno nos queda otra salida. Mi corazón y mi sangre entienden y admi-

ten sus razones, pero mi cabeza y mi instinto las rechazan.Cruzo el Rubicón, pongo las cartas boca arriba:-Entonces, ¿vas a marcharte?Es una pregunta idiota, pero necesaria. Claro que va a marchar-

se. Casi todos nuestros amigos lo han hecho ya o aseguran que estána punto de hacerlo. Es la llamada de la selva. Hay una especie de si-gilosa cita universal en Katmandú, en Goa, en Bangkok, en Bali. Lostantanes empezaron a sonar en junio. A rey muerto, rey puesto. La

batalla de París -lo que los periódicos del mundó entero llamaban

estúpidamente el mayofrancés- se había perdido y tras ella, y por sucauce, todos nuestros sueños flotaban a la deriva, pero aún teníamosla posibilidad de huir de la chamusquina por la escalera de incen-dios: los jipis -la otra cara de la Gran Moneda- andaban ya porOriente, nos enviaban desde allí su mensaje de sosiego y poco a pocose convertían en carne de leyenda. Lo más sensato era, efectivamen-te, salir en su busca para encontrar otro centro de gravedad que nossacara del desbarajuste reinante. Las vacaciones, además, se acerca-ban y en algo había que ocupar el tiempo -decíamos todos sin es-

conder el desánimo ni el escepticismo-- hasta que la universidadvolviese a abrir sus puertas, y las puertas del pasado, en el mes de oc-tubre. ¿Por qué no librarnos de las agujetas de la revolución frustradaponiéndonos a rastrear las huellas del paraíso --de otro paraíso-- enlos territorios vírgenes eternamente olvidados por Europa y tradicio-nalmente situados por la Biblia al oscuro este del Edén? Cuentan queallí se sobrevive sin necesidad de dinero, que las gentes son dulces y

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Fernando Sánchez Dragó

hospitalarias, que los templos acogen a los peregrinos, que los diosesandan entre los cacharros, que las leyes no existen o no se aplican yque libremente circulan sustancias misteriosas y sutiles capáces detransportar el espíritu hasta las regiones del éter.

Sí, sí, de acuerdo ... De acuerdo en todo, hermanitos de apuestas

locas y de inútiles insurrecciones, pero sucede que ya no estamos en  junio, sino en diciembre, y sucede que otra vez -erre que erre-he vuelto a matricularme en letras, y sucede que estoy harta de uto-pías, harta de galopes sin rumbo, harta de vivir a la intemperie, har-ta de jergones piojosos, harta de postergar el comienzo de mi nove-la, y de llevarme sustos, y de esconder a anarquistas fugitivos, y dealimentar a gorrones de izquierdas, y de permanecer a disposiciónde lo imprevisto, y de quemar las noches con alcohol de polvos ygarrafa, y de buscar inexistentes puntos de fuga hacia ninguna par-te, y de fingir que no soy una mujer celosa, y de hacer el amor sin

amor y a troche y moche sólo para estar a la altura de lo que por es-nobismo predicamos, y de pasarme la vida enredada sin convicciónni voluntad de diversión en todos los juegos prohibidos que mi pare-

  ja me propone.Harta, en resumen, de moverme siempre al son del pandero que

Dionisio toca.y Dionisio -tan audaz y tan sagaz, tan simpático, tan ingenio-

so, tan convincente, tan arrollador, pero también tan cándido comotodos los niños que se niegan a crecer- todavía ignora que en esta

ocasión no voy a obedecerle ni a seguirle. Que me planto. Que eshora de decir basta. Que soy una mujer a punto de germinar y voya concederme una tregua, a mirarme en el espejo y a pensar en mí.

Sé, mientras le escucho, lo que hará al enterarse (y va a enterar-se ahora. Llegó el momento). Sonreirá con un deje de amargura, es-tudiada e irónica, y se dirá: toque de retreta, Su turno, señorita. Los

hombres pueden ser nómadas, aunque a la hora de la verdad rara vez lo 

sean, pero las  mujeres siempre son sedentarias. Algunas fingen lo con-

trario en su adolescenciay primera juventud, pero todas echan definiti-

vamente el ancla alrededor de los treinta años y ya sólo vuelven al ca-mino en vacacionesy con billete de regreso.

Es su estilo. Lo conozco muy bien. Demasiado bien. y quizá lle-ve razón. Faltan sólo unos meses para que me alcance la fecha fataly el cuerpo -lo reconozco- me pide calma, me pide arraigo, mepide rutinas consoladoras y amuralladas, me pide hogar y, sobretodo, me pide un libro y un hijo. O una hija.

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El camino del corazón

¡Ay, Dioni! ... Sigo viéndote. No te vas de mis pupilas. Estás sen-tado, casi a ras del suelo, en la cama turca del salón de música, y memiras contrito, y respondes a mi pregunta que aún rasga el aire, yme dices que si, que es lo mejor, que tú también acabas de doblar elcabo de las Tormentas de tu trigésimo segundo cumpleaños, y que

las dos novelas provisionalmente varadas en dique seco -la tuya yla mía- necesitan el caldo de cultivo de la aventura, y que nos va-mos, y entonces te interrumpo sin acrimonia, y te recuerdo que mipregunta sólo se refería a ti, y te explico que no nos vamos, que erestú, únicamente tú, quien te vas, si es que así lo deseas, y al oírme tecaes de un guindo, y desenfundas la cachiporra casi invencible de tudialéctica, y protestas, y arguyes, y rabias, y porfías, y después son-ríes, y me besas, y te deshaces en carantoñas, y crees que con ellasme seduces, que me tienes en el bote, que otra vez me has llevádo alhuerto de tus querencias, que ya estoy prácticamente convencida, yyo te desengaño, te digo que no sueñes, que no insistas, pero quetampoco te preocupes, que no pasa nada, que puedes irte en paz,que soy tu compañera, que te quiero, que voy a esperarte, que nosconviene abrir un pequeño paréntesis de respiro y desagüe en labrega de la convivencia y que para llegar a ser Ulises se necesita una

Pehélope.y Dionisio, a contrapelo, acepta. Su brusco cambio de talante

no me sorprende. Aunque está acostumbrado a ganar, siempre hasabido perder. Se apea de las nubes y pasa inmediatamente de lo

abstracto a lo concreto, de lo teórico a lo práctico.-Vale --dice-: Ni una palabra más. Obras son amores.

-¿Cuándo te marchas?-El uno de enero.-¿Con toda la resaca de la nochevieja a cuestas?-Bueno ... Pongamos el dos.-Será duro.-Sí, lo será. Pero sobreviviremos.-Sobreviviremos si tú sobrevives, Dionisio. Recuérdalo. Méte-

telo bien en la cabeza. No lo olvides en ningún momento.y ya todo se hace huracán de preparativos, borrasca de proyec-

tos, vórtice de caricias y promesas.-¿Cuándo volverás?-No lo sé. Dentro de quince días o de un año. Pero te juro que

en el peor de los casos llegaré a tiempo de pasar aquí, contigo, la no-che del veinticuatro de diciembre de mil novecientos sesenta y nueve.

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Fernando Sánchez Dragó

-¿Es un compromiso?-Es un compromiso. Y tú, mientras tanto, ¿qué harás?Sonrisa por ambas partes.~Haré lo del ratoncito del cuento, Dioni: dormir y callar, dor-

mir y callar... y también, a veces, coser y cantar.

-¿Y escribir?-Sí, claro. De eso se trata, ¿no? Pero sólo escribiré si tú tam-bién escribes.

-¿Cartas para ti?-Cartas para mi.-¿Una al mes?-Bueno. Una al mes. Pero que sea larguísima, minuciosa, deta-

llada, contándome todo.-Hecho. Y contigo, ratita, me he de casar.-¿Es otra promesa?

-Sólo si tú quieres que lo sea.-¿Aunque eso signifique aburguesarnos?-No lo significa. O, por lo menos, no lo significa forzosamen-

te. Lo sabes de sobra. Siempre hemos dicho que el matrimonio esun envase. Todo depende de lo que se ponga dentro.

-¿Punto de partida?-Estambul. Es el sitio más indicado. Allí termina Europa y

empieza Asia.-Según se mire. Al volver ya no lo verás desde esa perspectiva.

Tendrás que invertir los polos.-Seguramente ... Pero no me agües la fiesta antes de que lle-

guen los invitados. De momento, y mientras tu implacable lógicafemenina no me demuestre lo contrario, estoy huyendo de Europapara descubrir Asia. O, si prefieres que te lo explique de forma máscastiza, cambio la seda de Occidente por el percal de Oriente. ¿Noes ésa la consigna?

-Pase lo de descubrir, Dioni, pero no lo de huir. Huir es buscarrefugio.

-Mi refugio está aquí, Cristina. También lo sabes de sobra.-¿Dónde? ¿En esta ciudad de veinte mil almas?-No.-¿En este piso de ciento treinta metros cuadrados?-Tampoco.-¿Conmigo? _-¡Premio! Eres una pitonisa: contigo.

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Enero

Capítulo I

y ve el capitán pirata,sentado alegre en la popa,Asia a un lado, al otro Europa,y allá a su frente Estambul.

JOSÉ ESPRONCEDA,

Canción delpirata

Salir como Marco Polo una mañana. Sentir el viento en las ve-nas. Llevar en la mochila el Quijote. Volver la cabeza una sola vezantes de doblar la esquina. Sonreír. Decir adiós con la mano. De-

  jar tras él, asomada al balcón, una mujer encinta. Bajar con alas enlos talones desde la plaza del Chupete hasta la humilde estación deferrocarril en la que un pintoresco grupo de cineastas rodó añosatrás una de las más febriles escenas de la película El doctor Zhiva-

go. Saludar con un gesto de la cabeza a los pocos transeúntes co-

nocidos. Pasar de largo con alegría ante los desconocidos. Silbaruna canción de moda. Pedir, en la taquilla un billete de segunda.Comprar por última vez en mucho tiempo un periódico español.Subir al tren. Mirar por la ventanilla los retales verdes, amarillos yocres de los campos de pan llevar. Acordarse del Cid, de Unamu-no y de Castilla. Apearse en Pamplona. Comprar un mapa, dosbocadillos y una bota de vino. Llenarla. Beber un sorbo a la saludde los que se quedan. Beber otro sorbo pensando en quienes, sin sa-berlo, le aguardan. Beber para congelar el recuerdo de Cristina,

pero no para olvidarla. Buscar la carretera de Roncesvalles. Dejarla mochila a la sombra de un chopo y levantar animosamentela mano derecha con el pulgar extendido hacia Francia. Esconder labota para que los automovilistas no piensen que está haciendo

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El camino del corazón

autostop un borrachín. Presenciar desde el borde de la cuneta elespectáculo de los vehículos que aparecen por el horiwnte, llegan,pasan y se van. Insistir. No perder el humor. Silbar otra canción demoda. Comprobar que lleva allí casi hora y media. Rascarse la ca-beza. Pensar intensamente que la fe mueve montañas. Encauzar su

energía interior hacia el morro de un coche que despunta a lo le-  jos. Conseguir que su dueño reduzca la velocidad, se desvíe, freney se detenga ruidosamente sobre la gravilla del arcén. Cerciorarsede que va, por lo menos, hasta la frontera. Contener el júbilo. Ins-talarse en el asiento contiguo al del conductor. Reparar en que otravez, como siempre, se ha salido con la suya. Ser simpático. Dar pa-lique. Contemplar con regodeo narcisista la secuencia del paisajefugitivo. Comprender que la suerte está echada. Alegrarse por ello.Sentir en las células, en los glóbulos, en los nervios y en las arti-culaciones del alma el pulso de la aventura. Reclinar la cabeza. En-

tornar los ojos. Amodorrarse. Soñar.

Permanecer en el balcón durante varios minutos y con la sangre en

vilo después del último beso. Aceptar que Dionisio juega a ser Marco

Polo esa mañana. Sospechar que el viento correpor las venas del viaje-

ro. Sonreír. Decir adiós con la mano, Verle doblar la esquina. Sentir

  frío en las células, en losglóbulos, en los nervios y en las articulaciones

del alma. Refugiarse en el comedor. Encender un cigarrillo. Exhalar un

chorro de humo y contemplar cómo sus volutas suben, deformdndose,hacia el techo. Recordar que estd embarazada y que Dionisio desconoce

su brusca decisión de no recurrir por tercera vez en cinco años al aborto

de costumbre en Perpignan. Reclinar la cabeza en el respaldo de la me-

cedora, Entornar los ojos. Aturdirse sin amodorrarse. Soñar despierta

con el hijo que va a tener y con el libro que va a escribir. Mirar el ca-

lendario. Esperar, esperar,esperar.

Dionisio tardó tres días en llegar a Zurich, se detuvo allí tan sólounas horas -el tiempo justo para comprar a buen precio divisasturcas, persas, paquistaníes e indias en una de las numerosas casasde cambio de esa ciudad de usureros- y a eso de las cinco en som-bra de la tarde, con los plúmbeos restos de una flndue mal digeridaatascados en la boca del estómago, se instaló en el inhabitable suelometálico de una camioneta cargada hasta los topes de inmigrantes

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Fernando Sánchez Dragó

clandestinos, y así, a trancas y barrancas, acumulando casi la mismacantidad de indulgencias que en su día consiguiese el santo Job,aturullado por el forwso ayuno -el vehículo sólo se detenía cadaseis horas y en descampado para que sus ocupantes hicieran aguasmayores y menores- y por la imposibilidad de dormir más de cin-

co minutos seguidos, avistó por fin las soberbias cúpulas de Estam-bul iluminadas y pintadas en aquel preciso (y,para Dionisio, irrepe-tible) instante por los últimos arreboles del sol poniente. Lasegunda etapa de su viaje había durado treinta y siete implacableshoras de reloj suiw. Atrás, definitivamente atrás, quedaban las no-ches de París, la embriaguez de la utopía, Franco, Carrillo, la derro-ta, el salón de música y Cristina. Allí, sólo allí, al bajar de la camio-neta y despedirse de sus lóbregos ocupantes, empezaba la aventura:una incógnita que Dionisio tenía el deber de despejar.

E inmediatamente, después de satisfacer el pantagruélico apeti-to en un tascucio de mala muerte y de dormir once horas de un ti-rón al abrigo de una casa de huéspedes para masoquistas y en com-pañía de un belicoso regimiento de cucarachas, el recién llegadopuso manos a la obra.

Dionisio necesitaba un visado para Irán y un salvoconductopara salir de Turquía por el puesto fronteriw del monte Ararat.Pensó que lo más sensato sería recabar consejos e información alrespecto en el consulado de España. Lo buscó, lo encontró y allí sedio de bruces con el primer fogonazo de su viaje. .

El episodio se produjo a media mañana. Dionisio estaba enton-ces en el minúsculo despacho del canciller, que era un ex misioneroandaluz expulsado del Congo diez años antes, cuando alguien taba-leó en la puerta, la entreabrió y preguntó tímidamente si podíapasar.

-Para eso estamos -dijo desde su sillón el titular de la cova-chuela-o Adelante.

Rechinaron los goznes y entró en la habitación un individuo demedia edad, mal encarado, con barba de varios días y aspecto de ce-

sante. Llevaba un gabán de color marrón y bordes raídos, unas san-dalias de monje franciscano, unos pantalones grises de venta posba-lance y una camisa blanca de cuello sucio con muchos más ojalesque botones. Eso era todo. Ni calcetines ni chaqueta ni corbata niperendengues ni tan siquiera un triste jersey acrílico, a pesar de queen Estambul había nevado a fondo por la noche y soplaba aún unacellisca de bufanda hasta las cejas y paso atrás.

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El camino del corazón

El canciller, atónito y carente del desparpajo necesario para dis-frazar o disimular con la voz la sorpresa que sus ojos manifestaban,saludó con cautela al intruso y le invitó a sentarse.

-Usted dirá.-Perdone que le moleste por una tontería, pero necesito que

me extiendan un certificado de buena conducta. Es para la embaja-da de Mganistán. Voy camino de Kabul y dicen que no me dan elvisado si antes no les demuestro que soy un buen chico ...

Insinuó una sonrisa.- ... y claro: no se lo puedo demostrar de ninguna forma. Aquí 

no me conoce nadie.-Tampoco nosotros le conocemos.-Ya ... Supongo que le estoy pidiendo un imposible y que, legal-

mente, no está usted autorizado a entregarme el documento que ne-

cesito, pero a veces se producen milagros. Me consta. Lo he podidocomprobar en bastantes ocasiones a lo largo de los dos últimos años.

El canciller y Dionisio se miraron de reojo. La obse.rvación, sali-da de la boca de un personaje tan estrafalario e inusual como el queen aquel momento tenían delante, resultaba -como mínimü--'-turbadora.

El vagabundo añadió:-También he tenido la suerte de comprobar que, a veces, los

seres humanos ayudan a sus semejantes.

Segundo cruce de miradas entre el ex combatiente del mayofrancés y el misionero comboniano en la reserva. Éste, que era-como Dionisio verificaría a su debido momento--lo que se diceun hombre de bien, seguía sin esconder su creciente perplejidad.

-¿Me permite que le formule unas cuantas preguntas? -dijocon circunspección, como si tanteara el terreno--. No se lo tome amal. No lo hago por entrometerme en su vida, sino porque aquí,como puede usted imaginar, no tenemos sus antecedentes policialesni tampoco los penales, y pedirlos a Madrid ... Bueno, eso es prácti-camente imposible. Tardarían meses en llegar. Le supongo enteradode cómo funciona la burocracia en nuestro país.

-La burocracia funciona igual en todas partes -cortó en secoel desconocido--. Pero pregunte, pregunte ... Nunca en mi vida hetenido nada que ocultar.

-Voy a ir tomando nota ... ¿De acuerdo?-Usted manda.-¿Nombre?

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Fernando Sánchez Dragó

- Teodoro ... Teodoro Torres Berzosa, para servirle.-¿Edad?-Tenía cuarenta y dos años cuando salí de España,-¿Y ahora?-Ahora, francamente, no lo sé... Quiero decir que no estoy

muy seguro de cuánto tiempo ha pasado desde entonces. ¿Podríausted decirme en qué mes estamos?

-En el mes de enero, señor mío. Y a día veintiuno. ¿No celebrausted las navidades? Son un buen punto.de referencia.

-¿Las navidades?Se rascó la cabeza y frunció los labios.-Pues no, la verdad es que no las celebro. Antes sí que lo ha-

cía, pero desde que me entró el hormiguillo en la planta de los piesno he vuelto a acordarme de esas cosas. Además, ¿a qué tipo de na-

vidades se refiere? Porque no sé si está usted al tanto de que haynavidades de muchas clases y para todos los gustos.-Sí, sí, por supuesto. Me hago cargo -el canciller, a juzgar

por la expresión de desconcierto e ironía que se pintaba en su ros-tro, había decidido seguir el curso de la corriente sin meterse en be-renjenales inútiles-, pero ... Antes habló usted de los dos últimos

años. ¿Aludía al tiempo transcurrido desde que le sucedió eso en laplanta de los pies?

Se había puesto mlorado.-¿El hormiguillo?-Exactamente.-¿Quiere usted decir que si llevo dos años de viaje?-Por ejemplo.-Pues sÍ. Más o menos, claro ... No soy un reloj ni me preocu-

po de echar esas cuentas. ¿Para qué cojones, con perdón, sirven?Pero sí, puede poner en sus notas que lie los bártulos y me fui delpueblo hace aproximadamente dos años.

-¿De modo que ahora tiene cuarenta y cuatro?-No. Si estamos en enero, como usted ha dicho, me faltan aún

dos meses para esa edad. Pero permítame que le repita que se tratade un detalle sin excesiva importancia.

-¿Lugar de nacimiento?-Frescales de la Sierra.-¿Dónde queda eso?-En la Mancha, provincia de Albacete.-¿Lugar de residencia?

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El camino del corazón Fernando Sánchez Dragó

-No resido en ninguna parte.-¿Cómo que no reside en ninguna parte?-Como lo oye.Dionisio se dirigió al canciller, con el que ya había entablado re-

laciones cordiales -y hasta amistosas- antes de que el desconoci-

do irrumpiera con suave ímpetu quijotesco en la oficina, y le dijocon retintín:-Hay, Horacio, cosas en la tierra y bajo el cielo que ni siquiera

el excelentísimo señor cónsul de las Españas conoce ... Imagínate sucanciller.

Éste gruñó algo entre dientes a propósito de la conveniencia deque los treintañeros con ínfulas de aventuras dejasen descansar aShakespeare y a los príncipes de Dinamarca en la quietud de sustumbas y siguió con el interrogatorio:

-Todo el mundo vive en alguna parte, señor Torres --dijo--.

De forma que ...-Se equivoca. Hay muchísima gente que no tiene residencia

fija.-Póngame algún ejemplo.Dionisio, con inequívoca expresión de guasa, volvió a terciar en

el diálogo:-Tengo oído, señor canciller, y corríjame usted si no estoy en

lo ·cierto, que los nómadas no tienen casa. ¿No me dijo antes que sehabía pasado media vida enseñando el catecismo en el Congo? Pues

allí deben de saber bastante del asunto, ¿no?El funcionario clavó los ojos en quien así le interpelaba, decidió

pasar por alto la impertinencia y preguntó a don Quijote:-¿Es usted nómada? ¿Puedo poner eso en el certificado de bue-

na conducta?y luego, para sus adentros, barbotó:-Si es que decido extendérselo, claro ...El teórico titular del futuro documento dijo:-¿Nómada? ¿Quién? ¿Yo?Pues lo mismo sí. Explíqueme, por

favor, con qué se come eso, y ya veremos.-Un nómada viene a ser, si este caballero no tiene nada encontrario ...

Miró con sorna a Dionisio. Luego siguió:- ... una especie de vagabundo. ¿Lo es usted?El aludido se escandalizó:-No, no, de ningún modo. ¿Cómo voy a ser un vagabundo?

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¿Por quién me toma? Si lo fuese, no estaría ahora aquí pidiéndoleun certificado de buena conducta.

-¿Por qué no?-Porque los vagabundos son gente de mala entraña y yo en mi

vida he roto un plato.

Dionisio se echó a reír. El canciller empezaba a sudar tinta, perono se dio por vencido.-Si yo le preguntara -se atrevió a insinuar con gesto simultá-

neamente astuto, cauteloso y conciliador- cuál es su profesión,¿qué me diría usted?

-¿Ahora o cuando me entró el hormiguillo en la planta de lospies?

-¡Y  dale! Olvídese durante un rato del hormiguillo y dígame loque hacía usted en España.

-Trabajar. Nunca he robado a nadie.

-¿Trabajar en qué?-En el campo.-¿En el campo de Frescales de la Sierra?-No. Allí sólo hay riscos. Mis padres se mudaron a la llanura,

cerca de Quintanar de la Orden, cuando terminó la guerra, y yo novolví a mover el culo, con perdón, hasta que me pas6 lo del hormi-guillo.

-Entiendo ... ¿Viven aún sus padres?-¿Mis padres? ¡Quia! Los aplastó un camión de Palencia cuan-

do yo estaba a punto de cumplir quince años y entonces heredé elhuertecillo que tenían.

Pasó, sin venir a cuento, un ángel. Don Quijote de la Sierra y dela Llanura tenía el ceño fruncido y estaba ensimismado. El cancillerle citó con el pico de la muleta:

-¿Y. ..?

-y así me tiré veintisiete años.-¿Hasta lo del hormiguillo?-Exactamente. Ni un minuto más ni un minuto menos.

-¿Destripando terrones?-Destripando terrones.-¿Solo?-Más que la una.-¿No tiene hermanos?-Soy hijo único.-¿Está usted casado?

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-¿Casado yo? ¡Qué disparate! Las mujeres no se llevan biencon los hombres y sólo traen complicaciones. ¡Quite, quite!

-¿Tiene algún hijo?-¿Cómo se atreve a preguntarme eso? ¿No se ha convencido

aún de que soy una persona decente? Si tuviese hijos sin haber pa-sado por la parroquia, señor canciller, no me atrevería a pedirle loque le estoy pidiendo. Ya se lo dije antes.

-Muy bien. Dejémoslo. Entonces, ¿pongo labriego, hortelanoo algo así en la casilla de la profesión?

-Sería una falsedad. Cuando me entró el hormiguillo, y yasabe usted que el arrechucho me vino hace aproximadamente unpar de años, cambié de oficio.

-¿Así, de repente, por las buenas, de la noche a la mañana?-Usted lo ha dicho: de la noche a la mañana. Un tijeretazo, y a

, otra cosa.

Dionisio parpadeó. Aquel pelanas iba derecho al grano, tiraba adar, ponía el dedo en la llaga, parecía -a veces- un sabio chino.

El canciller no soltó la presa:-y ahora, amigo Teodoro, si puede saberse, ¿qué hace? ¿A qué

se dedica? ¿Cómo se gana el pan?-Soy caminador.Pasó, de nuevo, un ángel. Esta vez sí que venía a cuento. El co-

razón de Dionisio se puso a latir más de prisa. Hubo un minuto desilencio. De silencio reconcentrado, pastoso, grasiento. Fue el can-

ciller quien lo dio por terminado:-¿Qué significa eso? ¿Que es usted peón caminero?-Peón caminero, no. Lo he dicho bien claro: soy caminador.-¿Caminador?-Sí, caminador. ¿Es un delito?-No, no, por supuesto que no ... Pero, sin que la pregunta le

sirva de molestia, ¿podría explicarme en qué consiste el oficio de ca-minador?

-La propia palabra lo dice: los caminadores son personas quese dedican a caminar.

Dionisio, sintiéndose repentinamente implicado en el asunto,metió baza:

-Oiga, ¿yeso da dinero? Lo digo por la parte que me toca.El interpelado, por primera vez, aflojó los músculos de la cara y

permitió que se dibujara en ella algo bastante parecido a una son-nsa.

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Fernando Sánchez Dragó

-Pues no. No da una perra --dijo--, pero maldita la falta quehace el parné cuando uno se dedica a dar tumbos por los caminos.

El canciller aprovechó el momentáneo relevo en el trajín de laconversación para llevarse la mano al bolsillo derecho de la ;yneri-cana, sacar de ella una cajetilla de Ducados y. .. .

No pudo terminar la maniobra. Al caminador se le abl'{c,ronlos',ojos como platos soperos. \: '\,,~,' /.

-¿Tiene usted Ducados? \~,;" ... '"' :;/Y subrayó tanto la pregunta que ésta se convirtió en una especie

de hachazo o de proyectil teledirigido.El canciller acusó el impacto de la inesperada y, además de in-

tempestiva, desproporcionada vehemencia de su interlocutor, perose mantuvo en sus trece de imperturbable cortesía diplomática.

-Pues sí, tengo Ducados --dijo--. ¿Quiere uno?-¡Hombre! La verdad es que sí. No puedo negarme a su invita-

ción.Cogió un cigarrillo, lo encendió con el mechero que le tendía el

canciller, exhaló con voluptuosidad la primera bocanada de humo yañadió:

-¡Uf! No puede imaginarse cuánto se lo agradezco. Llevaba si-glos sin fumar un Ducados ...

Lo decía así, en plural, como lo dice inapelablemente el pueblo,y Dionisio -escritor siempre a la espera del milagro de enfrentarsea un montón de cuartillas en blanco para romper aguas- escuchó

en algún lugar íntimo de su pecho, y desde la ultramontana líneadivisoria de dos continentes opuestos, la llamada (y la llamarada)divina del idioma.

- ... y le aseguro -seguía diciendo el Caminador- que en de-terminados momentos, y quien habla es un hombre profundamen-te religioso, hubiese sido capaz de vender mi alma al diablo a cam-bio de un cigarrillo negro español.

El canciller hizo entonces lo que cualquiera hubiese hecho en sulugar: ofrecer al Caminador la cajetilla.

-Llévesela, por favor -dijo mientras se la tendía-o Aquí te-nemos muchas. Todas las que necesitamos. Nos las envían por vali-

  ja. E incluso, si quiere unos cuantos cartones, puedo conseguírselos.-No, no, de ninguna manera. No he venido aquí para causar

molestias ni para ocasionarles gastos. Le quedo muy agradecido,pero no insista, no voy a aceptar su ofrecimiento.

-Venga, hombre ... No se haga de rogar. Está usted en suelo

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español. No nos causa ninguna molestia. Al contrario. Nos brindala posibilidad de que cumplamos con nuestro deber. No siemprepodemos hacerlo. Créame: son muy pocos los españoles que llegana este culo del mundo y, si alguno llega, no suele aparecer poraquí.

Mientras hablaba, el canciller sacó una llave del cajón de sumesa, se levantó y se dirigió hacia un armario que, presumiblemen-te, desempeñaba las funciones de almacén.

El Caminador, al ver el gesto decidido y la expresión bonachonadel titular del despacho, se incorporó a medias en la silla y dijo conautoridad:

-Es inútil. No abra ese armario. No voy a llevarme ni un car-tón ni una cajetilla ni tan siquiera otro cigarrillo. Con este que hatenido usted la bondad de regalarme tengo de sobra.

Marcó una pausa, respiró hondo, templó la dureza de su voz y

remachó suavemente el discurso:-Además ...Titubeaba.-Mire -siguió-. No es sólo por lo que le he dicho ... Ya sabe:

lo de no causar molestias y todo eso, sino también porque los ciga-rrillos pesan, y todo lo que pesa, sobra. O sobra, por lo menos, enmi vida. Allá cada cual con la suya.

Dionisio y el canciller se quedaron de un aire. Luego, en segui-da, reaccionaron y exclamaron a la vez:

-¿Cómo? ¿Qué ha dicho? ¿Que pesan?El Caminador sonrió, por fin, abiertamente. La alegría y la cer-

tidumbre de pisar terreno firme le llegaban de oreja a oreja. Saltabaa la vista.

-Sí, he dicho que el tabaco pesa y me estaba refiriendo a otrade las lecciones importantes que he aprendido en los dos últimosaños.

Dionisio y el canciller guardaron silencio, pero era un silencioaprensivo y encajonado entre puntos de interrogación.

Teodoro Torres Berzosa, que poco a poco estaba demostrandoser un verdadero hombre de mundo, no decepcionó a quienes-anhelantes- le escuchaban.

-La lección --dijo con moderado énfasis- de que en la vidaconviene ir siempre ligero de equipaje.

Golpe de tos provocado por el cigarrillo, breve pausa y, alrede-dor de ella, zafarrancho de estupefacción generalizada.

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-¿Por qué no nos cuenta todo, pasito a pasito, desde el co-mienzo?

Era Dionisio quien lo proponía.El Caminador asintió.-Muy bien --dijo--. Pero ¿a qué llama usted el comienzo? ¿Al

primer síntoma del ataque de hormiguillo?-Si se empeña en llamarlo así. Le confieso que no conozco esa

enfermedad. ¿Se coge en el campo?-No, no se coge en ninguna parte: ni en el campo ni en la ciu-

dad ... El que la tiene, la tiene, y punto. Se lleva dentro y un buendía, por la razón que sea, asoma la gaita.

-¿Y entonces?-Entonces no hay tu tía. Nada que hacer. Uno agacha la cabe-

za, lía su hatillo, corta con todo y se va con la música a otra parte.-¿Dejando plantada a la familia?

-A la familia y al lucero del alba. Es un impulso irresistible.Algo que viene de muy arriba y que te envuelve de sopetón. Cuan-do quieres darte cuenta, el hormiguillo está ya en la planta de lospies. Y entonces, adiós ... Lo dicho: metes cuatro cosas en una male-ta, cortas la luz y el agua por si acaso, cierras bien la puerta detrás deti, tiras la llave a una acequia, te calas la boina, te atas los machos y¡hale!, al camino. A partir de ese momento, el mundo es tuyo.

Se concedió otra pausa y rezongó:-Aunque yo, por suerte, no tenía ni familia, ni perro, ni gato,

ni canario. Por eso resultó todo tan fácil. Con decir que el ahogome entró un domingo por la tarde, mientras veía la tele, y que a lasseis de la mañana del lunes ya estaba moviendo los zapatos por elborde de la cuneta en dirección a Albacete ...

Dionisio, mientras escuchaba -absorto-- el relato del Cami-nador, fue sumiéndose poco a poco, e inadvertidamente al princi-pio, en una especie de estado de trance. Por algo le llamaban de

niño, en el colegio, Lunilla: porque estaba siempre, según los profe-sores, en la luna ... Yen la luna, o en cualquier otro sitio similar, an-daban ahora sus pensamientos, sus sentimientos, sus conjeturas, susrecuerdos.

Había apoyado los codos en la mesa del canciller y las mejillasen las palmas de las manos. Sentía -sabía- que la historia del Ca-minador era, en cierto modo, su propia historia. Y también sabía, y

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El camino del corazón

sentía, que las lecciones importantes recibidas y, al parecer, aprendi-das por aquel trotamundos manchego le implicaban -a él, a Dio-nisio, a Lunilla- y podían serle de utilidad en el futuro.

Sí. Había apoyado los codos en la mesa y las mejillas en las ma-nos mientras escuchaba al Caminador con los ojos perdidos en el

mundo del ensueño, y poco a poco se había ido deslizando por el to-bogán del ensimismamiento hacia una especie de estado de hipnosis.Ya no estaba allí, en Estambul, en la primera semana de su largo via-

  je, en la minúscula oficina de un canciller español que había sido mi-sionero comboniano en el Congo, sino en un lugar de la Mancha decuyo nombre sí podía y quería acordarse, bajo un sol de apocalipsisibérico, a la hora de la siesta, en tarde de domingo, cerca de Quinta-nar de la Orden, entre los surcos y los repollos de un humilde huer-tecillo franciscano, asomándose subrepticiamente por la ventana alinterior de una chabola de adobe, recorriendo con la mirada el exi-guo y exangüe mobiliario de formica y escay, deteniendo los ojos enlas cortinas de plástico con camelias estampadas, y en la cocina dedos hornillos con el esmalte desconchado, y en la sartén sin mangocon abundantes restos de fritanga, y en la cupletista con el pelo car-dado que lanzaba gorgoritos y ajujúes desde la pantalla del televisor,yen la enorme cama de níquel con colchón de borra y almohada sinfunda, y en el mugriento retrete de pozo negro plantado en un rin-cón y separado del resto del mundo por una frágil puertecilla de fue-lle entreabierta y permanentemente atascada en su raíl, y en los ape-

ros de labranza con pegotes de barro adheridos al metal, yen ...

El Caminador seguía por su vereda.-¿Iba a pasar el resto de mi vida así?-dijo-o Eso es lo que de

pronto me pregunté aquella tarde, cuando espachurré la colilla en elcenicero y miré alrededor.-y sólo había una respuesta posible -insinuó el canciller.-Pues sí: sólo una ... Largarse sin avisar. Y es lo que hice. Cogí 

todos los ahorrillos (algo menos de cincuenta mil pesetas) que des-de la muerte de mis padres había ido metiendo en una caja de zapa-tos y me fui hacia Albacete con el carné de identidad en el bolsillopara pedir et pasaporte. Tenía unas ganas locas de darme un garbeopor el mundo.

-¿En qué medio de transporte? ¿En autobús? ¿En tren? ¿Adedo?

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-No, no ... Siempre he viajado a pie y nunca se me pasó por lacabeza la posibilidad de hacerlo de otra forma. Los trenes y losautobuses cuestan dinero, y yo no nadaba precisamente en la abun-dancia. Además, en el momento de pegar el portazo y echarme a lacarretera, aún no sabía que se puede dar la vuelta al mundo sin gas-

tarse un céntimo.-¿Y  el autostop? ¿Nunca pensó en recurrir a él?-No soy un jipi ni un quinqui. No me gusta pedir limosna.

Admito que se haga autostop, pero sólo en casos de apuro y urgen-cia. Yo no tenía ni rumbo ni prisa. No iba a ninguna parte. ¿Por quémolestar sin motivo a la gente?-y entonces se puso a caminar.-Me puse a caminar. Es lo único que he hecho durante los dos

últimos años.-¿Hacia dónde?

-Bueno ... Al principio, después de que me dieran el pasaporteen Albacete, tiré hacia Madrid. Y luego, tran tran, por la carreterade Burgos hasta Irún.

-¿En cuántos días?

-No tengo ni idea. Ahora, normalmente, saco (si me empeño)una media de cuarenta o cincuenta kilómetros al día, pero entoncesiba mucho más despacio por culpa de la maleta. Créame: no es lo mis-mo caminar con veinte kilos a cuestas que con las manos en los bolsi-llos. Pero, por suerte, me di cuenta en seguida de lo que pasaba y...

-¿Se dio cuenta de qué? Perdóneme la vehemencia y la insis-tencia -el canciller volvió a ponerse como un tomate-, pero laverdad es que no acabo de entenderle.

-Me di cuenta de lo que les expliqué antes.-Explíquelo otra vez, si no tiene inconveniente ...-No lo tengo. Comprendí, señor canciller, dos cosas funda-

mentales para la felicidad. Una: que casi nada, por no decir nada,

de lo que consideramos necesario lo es verdaderamente. Y dos: quetodo pesa, que todo es un lastre para el camino ... Para el camino del

viajero y para el camino de la vida.-¿Y  qué hizo al comprender eso? ¿Dejar la maleta en un des-

campado?

-No. Las cosas no suelen ir tan de prisa. Lo del peso fue fácil.A los diez minutos de salir de Quintanar ya me había dado cuentade mi error. Pero aún tardé varios meses en entender que los hom-bres no necesitan prácticamente nada para sobrevivir.

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-¿Nada?-Bueno, dejémoslo, como ya les dije antes, en casi nada. Para

el caso viene a ser lo mismo.-y empezó a tirar cosas.-Empecé a tirar cosas. A tirarlas o, a veces, a regalarlas.-Hasta que se quedó con lo puesto.-Pues sí... Con lo que llevo ahora.Dionisio y el canciller repasaron con la mirada, de pies a cabeza,

la figura del Caminador. Éste, al percatarse de ello, sonrió y dijo entono de excusa: .

-En realidad, aún me sobra algo: el abrigo. En cuanto llegue aPaquistán o a la India, me libraré de él. Dicen que en esos países, yen los que están más allá, hace un calor de órdago. ¿Es cierto?

Dionisio seguía en el nirvana de su torre de marfil. Era el canci-ller quien corría con el gasto de la conversación.

-Según, según --dijo--. Si se va usted al Himalaya ... Pero, enlíneas generales, sí, lo que le han contado es cierto.

-Pues no sabe usted el peso que me quita de encima.-Nunca mejor dicho.Se rieron.El canciller volvió a la carga:-Estábamos en...-Estábamos en el momento en que empecé a tirar por la bor-

da el equipaje. Me dio un patatús y...

-¿Otro ataque de hormiguillo?-En cierto modo. Total: que decidí prescindir de la maleta,que era un armatoste incomodísimo de llevar, y meter en una bolsade lona únicamente lo imprescindible. Fue entonces, al coger y so-pesar una por una todas mis pertenencias, cuando comprobé quesólo necesitaba los pantalones, los zapatos, una camisa, un par decalzoncillos y el abrigo.

-¿No se quedó ni siquiera con una muda?-No. ¿Para qué? Antes de acostarme lavo lo que está sucio, por

la mañana lo encuentro seco, y a otra cosa.-Pero ...-No hay pero que valga. La vida es así. ¡Con decirle que llegué

al extremo de tirar las gafas!-¿Es usted miope?-Hipermétrope, gracias a Dios.-¿Muchas dioptrías?

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-Pocas, pocas ... Pero eso daba lo mismo. No era cuestión dedioptrías, sino de engorro. ¿Sabe usted cuánto pesan unas gafas?

-Supongo que menos de cien gramos.-y acierta. Pero cien gramos aquí, otros cien allá, y todo eso

durante días y días de caminata ... Créame: se nota. Se nota y, cuan-do uno dice basta, se agradece.

-¿Nadie salió corriendo detrás de usted para devolverle las ga-fas?La gente suele preocuparse por esos despistes.

-Tiene usted razón. Me las devolvieron en dos ocasiones. ¡Quépelmazos! Pero a la tercera fue la vencida. Cogí las puñeteras gafas ylas tiré a un río. Asunto zanjado. No he vuelto a verlas.

~¿Dónde fue eso?-En Bulgaria.

-Perdone la indiscreción, pero... ¿Le queda algo de las cin-cuenta mil pesetas que tenía al salir de Quintanar.

-Ni lata.-¿Ni lata?

-Ni lata. Diez mil duros, en estos tiempos, no dan ni para re-sistir un año. Aunque, en realidad, me quedé sin blanca a los dosmeses de empezar el viaje.

-Se dedicaría usted a vivir por todo lo alto --dijo con unamiaja de socarronería el canciller.

Pero daba en hueso. El Caminador ni siquiera acusó el golpe.Por sus venas corría sangre de Sancho Panza.

-Todo lo contrario -dijo--. Durante esos dos meses no gastémás de tres mil pesetas.

-¿Y el resto?

-El resto me lo robaron unos desaprensivos mientras echabaunas cabezaditas tumbado debajo de un árbol de un parque deP,,-rís.

-¿y no dio por terminada la aventura?-¿Por qué iba a hacerlo? Al revés. Fue precisamente a partir de

ese momento cuando las cosas empezaron a ir sobre ruedas. Quien

dijo aquello de que la guita no da la felicidad era un genio de tomoy lomo. Por cierto: ¿me autoriza usted a fumarme otro pitillito?-Ahí tiene el paquete. Coja todos los que quiera sin pedir per-

mISO.

-Cosa fina los Ducados, ¿eh?Paladeó a conciencia el primer buche de humo y siguió hablando:-Lo del robo resultó ser, a la larga, un verdadero golpe de suer-

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te... Bueno: a la larga y a la corta. ¿Conoce usted el refrán ese quedice que no hay mal que por bien no venga? Por lo pronto (y no espaja, amigo), al verme sin un ochavo, cogí el portante y me larguéde París.

-¿No le gusta París?-¿París? París es un montón de mierda, señor mío, y perdóne-

me usted la grosería.Dionisio seguía en estado de semicatalepsia, pero el oído del

subconsciente le traicionó obligándole a asentir maquinalmente y asonreír. No en balde llevaba en el zurrón y sobre las costillas casi tresduros años de peleona experiencia parisiense.

«Es lo bueno que tienen los montones de mierda -pensó entrenubes, musarañas y espejismos-o Unifican los criterios de la gente,siembran la concordia, consiguen que las derechas y las izquierdasse pongan de acuerdo.»

y volvió a zambullirse en las cristalinas aguas del portentoso via- je del Caminador.

-Para colmo -explicaba éste- fue también entonces, al que-darme sin un real, cuando comprobé que el maldito dinero sólo sir-ve para crear problemas.

-Sí -convino melancólicamente el canciller, que tres mesesantes había perdido todos sus ahorros en una desafortunada opera-ción bursátil-o Pero a veces los resuelve.

-No crea. Yo, por lo menos, ya no he vuelto a tener problemas

de ningún tipo. Desde que me convertí en un pobre de solemnidadvivo como un marqués.-Como un marqués arruinado, supongo.-Sí, arruinado, pero sin preocupaciones. Mejor así, se lo ase-

guro, que con piso en la avenida del Generalísimo y picadero en lasafueras.

-No sé si cometo una indiscreción, pero me gustaría sabercómo se las apaña para viajar en la forma en que lo hace.

-Le va a parecer una sosería, porque la verdad es que no hayningún secreto. Son cosas tan viejas como el mundo.

-Yo no sé hacerlas.-Aprendería a escape ... Mire: cuando la noche me pilla en des-

campado, duermo al aire libre, a condición, naturalmente, de queel tiempo lo permita. Y si hace frío o llueve, pues nada: a buscar unrefugio, un aprisco, una casa en ruinas o lo que buenamente se ter-cie. Nuestro Señor está al quite y nunca falta un techo para el hom- .

bre que de verdad lo necesita. Ni un techo ni tampoco fruta en losárboles para ir matando el gusanillo.

-Al fin y al cabo ése es el mensaje de Jesús en él sermón de lamontaña -dijo no tanto el canciller del consulado español en Es-tambul cuanto el ex misionero de la orden comboniana en el Congo.

-Sí, me lo leyó una vez el párroco de Frescales cuando yo eraniño y me estaba preparando para hacer la primera comunión. ¡Lás-tima haberlo tenido olvidado durante tantísimo tiempo! Seguro queme entró el hormiguillo porque así lo decidió la santa Providencia.

-Es probable.-Comer y dormir: no hay que rascarse la cabeza pensando en

otras cosas. Y día a día, ¿eh? Cuando oigo que alguien habla de ha-cerse un futuro, o de cualquier bobada por el estilo, me entra la risafloja. Para disfrutar de la vida basta con estar vivo.

-Da gusto oírle. Aquí sólo vienen a contarnos miserias. Usted,

en cambio, todo lo tiene resuelto, ¿no? Por lo menos cuando se en-cuentra lejos de las ciudades ... Y a propósito: ¿cómo se las arreglapara comer y dormir cuando la noche no le pilla en descampado?

-,Igual de fácil. Llego a un pueblo, me pongo a callejear, mirolos escaparates, me siento en la acera o en un banco del paseo, pro-curo que se me note que soy caminador y que no tengo prisa ninada que hacer, y no falla, al ratito se me acerca alguien y pega lahebra. La gente es muy curiosa, ¿sabe?, sobre todo con los foras-teros.

-y entonces le invitan a comer y a pasar la noche en su casa.-Pues sí, la verdad es que sí. No siempre me salgo con la mía a

la primera, pero más tarde o más temprano termina por apareceruna persona de buen corazón y...

El Caminador salió del despacho del canciller cinco minutosantes de que éste cerrara la oficina para irse a almorzar con Dionisioen una freiduría de pescado situada en la boca del Cuerno de Oro.Llevaba el certificado de buena conducta en el bolsillo interior delgabán y había depositado en el pliegue superior de la oreja derecha,en un castiw gesto de albañil ibérico que le brotó del alma, el ciga-rrillo que en el último momento, a regañadientes y cediendo máspor cortesía que por convicción a las presiones del canciller, habíaconsentido en recibir de manos de éste.

-Bueno, vale -dijo con un gesto de resignación-o Me lleva-

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ré uno para el viaje... Pero uno solo, ¿eh? No quiero ir de la Ceca ala Meca cargado como un mulo.

y la puerta se cerró tras sus espaldas.

Lo primero que hizo Dionisio aquella noche, al volver con losojos centelleantes -pero momentáneamente saciados- a la habi-tación que compartía con un animoso regimiento de cucarachasturcas en la casa de huéspedes para masoquistas, fue vaciar todo elpintoresco contenido de su mochila sobre la escuálida colchonetallena de lobanillos y promontorios, rascarse la coronilla y procedera un minucioso recuento de sus pertenencias para tirar a la basura oregalar a los mendigos de las inmediaciones los objetos que no fue-sen estrictamente necesarios o que, aun siéndolo, pesaran más de loadmitido por el riguroso código de conducta del Caminador.

«Cuando se tiene la suerte de encontrar a un maestro -pensabaDionisio al hurgar entre sus enseres comprobando que la mayor par-te de ellos era pura gollería, pero sin decidirse a prescindir de ningu-no-- no queda más remedio que ser humilde, aceptar las propias li-mitaciones, apechugar con el papel de segundón, abrir las orejas y losojos a las enseñanzas que puedan venir por ellos, imitar y obedecer.»

El donoso escrutinio duró, entre nostalgias, autorrecriminacio-nes, fantasías y titubeos, aproximadamente dos horas. Tiempo exce-sivo, sin duda, para manosear, sopesar y analizar las interioridades

de un raquítico macuto de aficionado al montañismo dominical detren de cercanías, pero quien con tanto escrúpulo y atención se en-tregaba a ello era un nativo de Libra y, en consecuencia, un eterno eimpenitente irresoluto al que la vida aún no había presentado al co-bro la factura de sus indecisiones.

De modo que, tras dar cientos de vueltas tirando de las bridasde la noria de su perplejidad, Dionisio llegó a la conclusión de que,sin violentarse a sí mismo, sólo podía y debía desprenderse de unobjeto de su equipaje: el ejemplar del Qµijote,

Lo hojeó con melancolía, leyó por última vez su comienzo, lodesencuadernó con rabia y lo abandonó sobre la roñosa superficiemetálica de la tambaleante mesilla de noche.

«Probablemente -pensó- alguien arramblará con él mañanapor la mañana para utilizarlo como papel higiénico.»

¿No era, por otra parte, eso lo que mandaban las consignas-aún vigentes entre muchos de sus amigos y conmilitones- de la

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salvaje revoLución cultural proclamada año y medio antes por losguardias rojos de Mao Tse-tung en la lejanísima capital del CelesteImperio?

Dionisio sontió sin ganas, pensó en los bárbaros, se desnudó,apagó la cadavérica luz del techo, extendió el saco de dormir sobrela colchoneta después de desbaratar de un manotazo varios destaca-

mentos de cucarachas madrugadoras, pasó revista a las enseñanzasdel Caminador, se sintió triste, se sintió solo, evocó a Cristina, de-seó su inmediata presencia, respiró hondo, engalló el espíritu, saliódel bache y volvió a sonreír -esta vez con ganas- al recordar quellevaba en el bolsillo del pantalón un rutilante billete de autobúscon asiento de hule reservado hasta Ankara, la de las mil torres.

Yen ese preciso instante, como si estuviera reclinado en el divánmoruno de su salón de música, detuvo el oleaje del cerebro, se dur-mió y soñó con las an~ípodas.

Fernando Sánchez Dragó

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Febrero

Capítulo TI

Todo esto -no digáis que no lo aviso--

ya tan perdido está como la Atlántida.

RUDYARD K:!PLING,

  Rewards and fairies

-En Erzurum -dijo rotundamente el gigante asturiano de ojos

azules que conducía el jeep- hace un frío que corta los cojones.

Ninguno de los pasajeros le llevó la contra. Todos habían salido

alegremente aquella mañana, cuando más calentaba el sol y menos

soplaba el viento, para echar un vistazo al mercadillo local, que te-

nía fama de parecer una ilustración directamente salida de las pági-

nas de Las mil y una noches, y todos habían regresado a escape sin

doblar la primera esquina y con el rabo entre piernas al único salón

provisto de estufa en el bullicioso hotelucho que por la asombrosa-

mente módica cantidad de dos dólares al día les suministraba techo,

cama, ducha, copioso yantar, partidas de ajedrez e inolvidables en-

cuentros con jipis, trotamundos, huérfanos ideológicos del mayo

francés, espías de tercera clase necesitados de rehabilitación y arqueó-

logos visionarios que venían a buscar los restos del arca de Noé en

las laderas del Ararat.

A Dionisio, durante la brevísima y frustrada excursión al zoco,

se le habían transformado los lóbulos de las orejas en carámbanos

cartilaginosos tan quebradiros como el cristal.

-Pues si esto sucede a med~odía -comentó sarcásticamente el

rudo insurrecto de la segunda revolución francesa-, habrá que verhasta dónde baja el termómetro por las noches.

-Ayer estuvimos a quince bajo cero -dijo el gigante astu-

nano.

40

-

-No fastidies.

-Fastidio, fastidio, jovenzuelo. Erzurum, según los meteo-

rólogos, es uno de los dos puntos más fríos del continente asiático.

-¿Y el otro?

-El otro anda por Siberia.

Y sin embargo, a pesar de los rigores de la temperatura y de la

experiencia sufrida unas horas antes, arrebujados -eso sí- en sus

pasamontañas como las mujerucas de la rona lo hacían en el ca-

pirote del chador, todos habían vuelto a salir alegremente des-

pués de la comida con el propósito de visitar un campamento nó-

mada -jaimas, caravanas, pastores, mercaderes, camellos

bactrianos de la altiplanicie irania, reatas de mulas herederas de la

tradición de Marco Polo- plantado a diez o doce kilómetros de

la ciudad.

La tropilla estaba compuesta por Dionisio, una holandesa peli-

rroja que se le había pegado en el albergue de la juventud de Anka-

fa, un desgreñado jipi suiro, una pareja de dandis franceses -chico

y chica- disfrazados de Lawrence de Arabia en la película del mis-

mo nombre y, naturalmente, el gigante asturiano de ojos azules,

que se llamaba Justo, era de Luarca y había ahorrado lo suficiente

para comprar aquel cochambroso Land Rover de quinta mano pes-

cando sardinas en Islandia durante once frígidos meses.

El jeep patinaba continuamente en las angostas curvas de aque-

lla pista de alta montaña cubierta de hielo y todos sus tripulantes,

pasada y congelada ya la euforia del primer momento (y también el

optimismo que unas oportunas copas de arak  habían inyectado en

el cotorreo de la sobremesa), guardaban un significativo silencio, semiraban entre sí enarcando las cejas y esperaban lo peor con la im-

pasibilidad, la mansedumbre y la paciencia que sólo se adquieren

durante los viajes encaminados, sin billete de vuelta ni límites de

tiempo, al fondo de lo desconocido.

Y así estaban las cosas y los ánimos, con Justo musculosamente

aferrado al volante del catarroso Land Rover para evitar en la medi-

da de lo posible que sus ruedas sin dibujo descarrilaran y desenca-

denaran una catástrofe tan absurda como inútil, cuando una nube-

cilla de humo de hogar procedente de un bosquecillo plantado en

lo más hondo de un valle informó a los contritos aventu'reros deque la pesadilla había terminado.

Eran las tres menos cinco de la tarde, faltaban dos horas y media

para que la oscuridad los envolviese y atenazase, y todos menos Jus-

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to pensaron con una sonrisilla de conejo y un deje de indignidad

que al volver sería el reír.

Pero ninguno lo dijo. Las reglas del juego y de lo que ya empe-

zaban a llamar algunos la década prodigiosa prohibían terminante-

mente poner en tela de juicio la viabilidad y la disponibilidad del

futuro.

El comerciante sufí traficaba en pieles, llevaba alrededor de

treinta años yendo y viniendo a paso de hombre entre su minúscu-

la aldea natal-situada casi en la orilla iraní del mar Caspio, muy

cerca de la frontera rusa- y el campamento anónimo levantado

por la laboriosidad y el trasiego de las gentes sin domicilio fijo en las

cercanías de Erzurum, se demoraba en él al abrigo de su espaciosa y

suntuosa jaima, que parecía un palacio rústico y portátil en minia-

tura, todo el tiempo necesario para despachar su mercancía y luego,calmosamente, con la bolsa llena de sonantes y palpitantes libras

turcas, volvía al lugar en el que había nacido y vivido libre hasta que

su padre -defor.mado y medio paralizado por las garras del reuma-

tismo- le conminó a contraer matrimonio y le entregó brusca-

mente las riendas no sólo del negocio familiar, sino también -y so-

bre todo-- de la pequeña caravana de doce mulas, tres borricos y

siete camellos que lo alimentaba. Tenía entonces veintidós años de

briosa felicidad a cuestas y el resto de su vida, a juzgar por su porte,

por su talante, por su mirada, por su forma de arrimar los labios a laboquilla del narguile y por el contenido de su conversación, no ha-

bía transcurrido en vano.

Sus huéspedes, sentados frente a él y en torno al samovar de

bronce antiguo con las piernas cruzadas sobre las gruesas y mullidas

alfombras de colores tenues, inciertos y erráticos, le escuchaban con

intensa y emocionada atención. El comerciante sufí, cuyo nombre

desconocían, se expresaba con relativa soltura en inglés y gustaba de

apuntalar o, simplemente, de exponer sus opiniones --envueltas en

la sentenciosa inapelabilidad de la sabiduría- recurriendo a apólo-gos e historietas contadas en un tono vagamente similar al utilizado

por Jesús en el evangelio.

y de Jesús, precisamente, hablaba en aquel momento, aunque

no se refería a él llamándole por su nombre occidental y cristiano,

sino por el que le habían puesto en árabe los musulmanes.

-Cierto día -dijo atusándose la barba canosa con un gesto si-

multáneamente irónico, soñador y malicioso-- caminaba Isa, hijo

de Miriam, por un desierto cercano a Jerusalén. Iban con él varias

personas en cuyo pecho aún no anidaba la codicia. Uno de aquellos

hombres, hablando en representación de los demás, pidió al profe-

ta que les revelara el Nombre capaz de resucitar a los muertos. Isa

respondió: «si os lo enseño, sé que abusaréis de éh,. Sus acompañan-

tes rebatieron: «estamos preparados para recibir ese conocimientoque reforzará nuestra fe». El hijo de Miriam comentó: «jugáis con

fuego». y les dio la Palabra.

El comerciante hiw una pausa, aspiró una bocanada de humo

del narguile, miró con detenimiento a Dionisio y remató la fábula.

-Horas después -dijo-- recorría aquella gente una llanura

solitaria. Tropezaron por casualidad con un montón de huesos cal-

cinados y alguien sugirió: «pongamos el Nombre a prueba». Lo hi-

cieron, formularon la Palabra e instantáneamente los despojos se

cubrieron de arena y asumieron la forma de una feroz alimaña quese abalanzó sobre los curiosos y los devoró.

Dionisio y Justo intercambiaron una mirada admirativa y cóm-

plice.

-Fiu -silbó el primero--. Este vendedor de pieles chotunas

acaba de cepillarse en un periquete, como quien se quita de encima

una mosca, todos los gloriosos principios del movimiento democrá-

tico, que en paz descanse.

-¿Por ejemplo?

Hablaban en español acelerado para evitar las intromisiones delos restantes miembros del grupo.

-Pues ya sabes: el igualitarismo, los derechos humanos, la es-

colarización obligatoria, la divulgación cultural y todas esas pampli-

nas que los yanquis y los organismos internacionales están impo-

niendo en el mundo.

-¿Pamplinas? -preguntó con retintín el coloso de Luarca

mientras los ojos intensamente azules se le ponían de vivo color

burlón-o Pues por pamplinas así te tiraste tú, y algunos de los pá-

  jaros de cuenta que en estos momentos nos acompañan, a las callesde París para armar una marimorena de las de aquí te espero.

Dionisio se echó a reír.

-A mí que me registren ~ijo.

y luego, poniéndose serio, añadió:

-Mira, Justo, de verdad: si hay algo en lo que yo no he creído

nunca es en el sacrosanto mandamiento de la igualdad de los hom-

43-

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bres. Ni siquiera de niño la aceptaba. Por tus venas y por las de tu

prójimo no corre la misma sangre. Es posible que el alma, si existe,

sea única y común a todos, pero salta a la vista y al resto de los sen-

tidos que se encarna de muchas maneras diferentes.

Bebió un sorbo de té, relajó los músculos de la cara y terminó el

párrafo:

-Yen lo que respecta a la escolarización obligatoria, a la lucha

contra el analfabetismo y a todas esas gaitas de predicador de púlpi-to barato, te diré para abrir boca y también para zanjar el asunto

que casi todo lo que yo sé (poco, regular o mucho. No importa) lo

he aprendido en la puta rúe o ahora y aquí, en Asia, de correcami-

nos, pero no en las bibliotecas ni en el colegio ...

- ... ni en la universidad ni en las tertulias de alto coturno de

tus amiguitos de París.

-Exacto.

-Explícame entonces por qué extraña regla de tres te dedicaste

con tanta energía, y con tanto riesgo, que también cuenta, a poner

tu granito de adoquín en las barricadas del mes de mayo.-¡Hombre! Como comprenderás, no iba a alquilar un unifor-

me de flic con tricornio de la Benemérita y a liarme a tiros, o a po-

rrazos, o a pelotazos, o a botes de humo, con mis amigos del alma.

-Ni con Cristina.

-Ni con Cristina, claro ... Proust decía que une más la consan-

guinidad de espíritu que la identidad de pensamiento.

-¿Con eso quieres decir que tu cabeza estaba aliado de la poli-

cía y tu corazón junto a los estudiantes?

-Con eso quiero decir, mi querido Justo, que me dediqué a

poner mi granito de adoquín en las barricadas del mes de mayo porlas mismas razones por las que tú te fuiste de Luarca para pescar pe-

cecillos de carne azul en una isla absurda y por las que yo estoy aho-

ra aquí, en el culo del planeta, calentándome las manos con una es-

tufa de carbón vegetal del año de maricastaña, sentadito a la vera de

un troglodita asturiano con pupilas de vikingo, liado con una ho-

landesa pecosa que no le llega a Cristina ni a la suela del zapato y

dejándome embobar por las historias de este personaje bíblico que

habla como uno de los siete sabios de Grecia.

-Amén. Y que los dioses te conserven el pico de oro.

-Con o sin pico de oro, Justo, nadie va a quitarme de la cabe-za que tú y yo estamos hechos de la misma pasta ni que las revolu-

ciones frustradas o sin frustrar, las sardinas islandesas, los comer-

44

-

ciantes sufíes, los pastores nómadas, los precipicios de las estriba-

ciones del monte Ararat y los vehículos decrépitos a punto de des-

pampanarse como se despampanó el arca de Noé por estos andu-

rriales no sólo nos gustan y nos divierten, sino que además nos

instruyen y nos aleccionan. ¿O no?

Justo asintió y comprendió que para Dionisio lo que contaba

era sentirse siempre en el epicentro del ojo del tifón, pero no dijo

nada. Había caído la noche. El samovar seguía humeando. El res-coldo de la estufa crepitaba aún bajo la ceniza. Los perros de los

pastores ladraban al paso de las estrellas fugaces. Olía a madera hú-

meda, a excrementos de rumiantes, a cumbres borrascosas y a corde-

ro asado. Pronto servirían la cena en bandejas de plata repujada. El

comerciante sufí se había recostado sobre los barrocos cojines de

pasamanería y fumaba su narguile en silencio y con los ojos entor-

nados. Dionisio volaba. La holandesa se había sumido en la con-

templación de los posos de su taza de té. El desgreñado jipi suiw

hacía punto. Los dandis franceses ...

Pasaron la noche allí, sobre las alfombras de tornasol -que ha-

cían aguas como si fueran espejos de awgue antiguo-- y amorosa-

mente envueltos por las mantas de lana de dromedario, mientras

por encima del remate de la jaima rugía el firmamento. Poco antes

de las seis de la mañana empezó el bullebulle de los trajines cotidia-

nos. Voces y mugidos. Pisadas. Susurros en dialectos imposibles.

Entrechocar de piezas de vajilla. Crepitación de hogueras incipien-

tes. Pezuñas hundiéndose en el fango. «Vida, en una palabra», pen-

só Dionisio al entreabrir los ojos, mirar alrededor y comprobar quesus compañeros de aventura -y, por el momento, también de ven-

tura- estaban haciendo lo mismo que él: ronronear y remolonear

en el cálido vientre de su yacija mientras poco a poco, tendón a ten-

dón y chakra a chakra desentumecían los músculos, desenredaban

los jirones del subversivo mundo de los sueños, anudaban los cables

del sistema nervioso, reactivaban las funciones racionales del cere-

bro y se desperezaban.

Todo, pues, estaba en orden o, si acaso, en prudente desorden,

porque el comerciante sufí había desaparecido y su ausencia era

-rewngó Dionisio para sus adentros- como la del ojo del amoque engorda el caballo.

Pero ya alguien levantaba el cortinón de la puerta de la jaima, ya

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se colaban por ella el soplo de la primera luz del sol y el fuego frío y

graneado de la cellisca, ya entraban -despojándose de sus botas

y abandonándolas sobre la alfombrilla del minúsculo zaguán- los

servidores del jefe de la caravana, y añadían leña nueva y carbón

con polvo de siglos a las últimas ascuas de la estufa, y encendían el

hornillo del samovar, y renovaban su contenido; y cuchicheaban

entre sí, y esparcían bandejas cargadas de platillos con frutos secos,

yogures, kefires, cremas de calabacín y de garbanws, purés de lente-

  jas y otros mejunjes de exquisito y exótico sabor. E incluso, en el úl-

timo momento, uno de los marmitones de la caravana trajo una jí-

cara de delicado caviar gris enquistada en un bloque de hielo y la

depositó junto a los montones de obleas de pan ácimo recién salido

del horno y cubierto por un paño de tela de toalla que el ayudan-

te del tahonero de la expedición había distribuido con desdeñosa

elegancia alrededor de la estufa.

y fue entonces, precisamente entonces, como si sus movimien-

tos estuvieran uncidos por las misteriosas leyes de la armonía, de la

analogía y de la sincronía al oleaje del cosmos y sus criaturas, cuan-

do reapareció en el interior de la jaima el comerciante sufí vestido

de blanco, con la barba bien peinada, un bonete de color violeta en

la coronilla, borceguíes de lana de angora protegidos por chanclos

de cuero impermeable en sus sigilosos y alados pies, un fajín de seda

roja en la cintura y, entre los dedos de la mano izquierda, un libro

forrado en piel e impreso en caracteres cúficos que, naturalmente,

era -Dionisio lo comprobó en seguida- ni más ni menos que el

Corán.

-Alabado sea el Señor -dijo en árabe y en tono de saludo el

recién llegado santiguándose a la manera mahometana y llevándose

luego la mano al corazón.

y fue -según afirmaría luego, durante el accidentado viaje de

regreso a Erzurum, Dionisio-- como si una vaharada de oxígeno

puro hubiese entrado repentinamente en el recinto de la jaima y en

los agarrotados pulmones de quienes en aquel momento pugnaban

aún por despabilarse.

-El Señor sea alabado -respondieron al unísono, y también

en árabe, la holandesa, Dionisio y Justo.

El anfitrión agradeció el gesto por lo que en él había de buena

voluntad y, a renglón seguido, riéndose con ganas, comentó:-Dicen los teólogos y los santurrones acuclillados en las mez-

quitas que los hombres temerosos de Alá no deben ingerir alimen-

46

-

tos que provengan de peces desprovistos de escamas, pero algunos

servidores del Espíritu y de las leyes de la naturaleza creemos que al

  justo todo le está permitido. No hay, por lo tanto, motivo alguno

para que quienes de día y de noche procuramos servir al Creador

nos privemos del mejor desayuno que en mi opinión existe sobre la

faz de la tierra ...Se interrumpió, señaló con el Corán la jícara arropada en hielo

y concluyó:-Sobra, seguramente, añadir que me refiero al caviar. Y conste

que éste es, a juicio de los expertos, el mejor de cuantos existen en

el mundo. Lo he traído yo, personalmente, desde la orilla del mar

Caspio para disfrutar con su sabor cuando así se me antoje y para

que también lo disfruten mis ocasionales huéspedes. Ataquémoslo.

y ninguno de los expedicionarios -ni siquiera el jipi suiw, que

detestaba (como casi todos los neuróticos) la carne cruda, los mo-

luscos y el caviar- se atrevieron a desobedecer una orden tan im-

periosa, tan generosa, tan afectuosa y tan majestuosa.

Pero sólo Dionisio, el incorregible Dionisio, despegó los labiosmientras miraba a Justo y exhumó para celebrar el lance en rotundo

idioma castellano un no menos rotundo proverbio de origen anda-

lusí.-A tal señor, tal honor -dijo.y hundió impetuosamente su cuchara de oro macizo en el opu-

lento corazón de la jícara de terracota.

El chispazo -o, mejor dicho, la llamarada que en la centésima

parte de la décima de un segundo fundió en un solo haz de podero-sa luz todos los chispaws anteriores- se produjo en el último mo-

mento, cuando la tropilla de rostros pálidos se disponía a ocupar

con lógica aprensión ante la incierta travesía que se avecinaba, pero

también con irrefrenable e irresponsable alborow juvenil, sus res-

pectivos asientos de babor o de estribor en la proa y en la toldilla del

Land Rover pirata.Faltaba casi una hora para la del mediodía. Justo, sentado ya

ante el volante de aquella acémila oxidada y achacosa, había conse-

guido poner en marcha su motor tuberculoso después de infinitas

intentonas y gracias al expeditivo truco de derramar un galón de

agua caliente sobre las tuberías, el radiador, la bomba inyectora y el

filtro de gasoil.

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y en ese instante, cuando nadie lo esperaba -y Dionisio, por

razones que no vienen al caso, menos que nadie-, salió pausada-

mente de su jaima el Gran Señor Sufí de los Anillos, reclamó la

atención de los viajeros hacia su persona y dijo con estudiada grave-

dad y solemnidad:

-Perdonadme la molestia, pero aún quiero preguntaros algo.

Calló, respiró hondo a través de las fosas nasales y añadió:

-¿Cómo es Erzurum? .Los expedicionarios, vueltos todos hacia él, se quedaron de un

aire. Fue, por fin, Dionisio quien rasgó la tensa superficie del silencio

que las palabras del comerciante sufí habían creado en torno a él.

-¿Cómo es posible -dijo-- que tú, precisamente tú, nos pre-

guntes eso? Llevas casi treinta años viniendo cada tres meses aquí, a

este campamento, para vender en él las pieles que tu caravana trans-

porta, conoces estos parajes como la palma de tu mano, tienes ami-

gos, socios, y clientes en todos los puntos habitados de la serranía

que nos rodea, y nos pides a nosotros, que acabamos de llegar, que

venimos de fuera, que somos gente de paso, extranjeros, turistas,por así decir, que te expliquemos cómo es Erzurum ... ¿Acaso no lo

sabes infinitamente mejor que nosotros? ¿No deberías de ser tú, y

no al revés, quien nos lo explicase?

-¿Yo? Imposible, amigo mío.

-¿Porqué?

-Porque nunca he entrado en Erzurum.

-¿Nunca has entrado en Erzurum?

La voz de Dionisio sonaba como la de una persona que está

apunto de llevarse las manos a la cabeza.

El comerciante sufí sonrió con aérea y melancólica levedad y co-

rroboró lo que acababa de decir:

-Como lo oyes: nunca he entrado en Erzurum.

-¿Y tus clientes, tus socios, tus amigos? ¿Tampoco ellos lo han

hecho? ¿Por qué no les preguntas lo que nos estás preguntando a

nosotros?

-Porque la primera mirada es la única que vale y lo demás es

farfolla, Dionisio ...

Nunca, hasta esemomento, había llamado a nadie por su nombre.

-Mis clientes, mis socios y mis amigos -siguió- conocen

Erzurum desde la infancia o, por lo menos, desde hace tanto tiem-

po que ya no pueden recordar esa mirada, la primera, sin confundir

su contenido con el contenido de las miradas posteriores, que lógi-

48-

camente han sido muchas. Vosotros, en cambio, llegáis sin ideas

preconcebidas y no tenéis telarañas en los ojos que emborronen la

realidad. Vuestra visión de Erzurum es tan inocente y, por lo tanto,

tan nítida como la del niño que todavía no se ha hecho adulto, no

conoce la culpa, no está picardeado y ve las cosas tal como son ...

El comerciante se interrumpió para carraspear ligeramente y

empezó a contar, en apoyp de su argumentación, otra parábola sufí 

que los dos españoles del grupo -forzosos herederos de las tradi-ciones y del patrimonio cultural del califato de Córdoba y de los

reinos de Taifa- habían leído o escuchado ya en infinidad de oca-

SiOnes.

-Existía cerca de Ghor -dijo-- un populoso oasis habitado

exclusivamente por ciegos ...

Dionisio se acercó a la ventanilla del Land Rover y susurró en el

oído de Justo:

-¿Te acuerdas de los versos de León Felipe que recitábamos el

otro día al salir de Konya?

-Para enterrar a los muertos / cualquiera sirve, cualquiera, / me-nos un sepulturero -dijo el gigante de ojos azules.

-Pues ese mismo mensaje es el que nos está transmitiendo el

octavo sabio de Grecia.

Justo asintió y se llevó el dedo índice a la boca en muda deman-

da de silencio.

Dionisio dirigió otra vez la atención hacia las palabras del co-

merciante, que al parecer no había reparado -o no había querido

reparar- en sus cuchicheos, y esperó tascando el freno de la impa-

ciencia a que su interlocutor y ex anfitrión -estaban ya material y

espiritualmente fuera del territorio demarcado y dominado por la  jaima- terminase su apólogo y su discurso sobre cómo la rutina,

ese contumaz enemigo del conocimiento y eficaz barrera levantada

por los servidores del mal en el camino de Damasco, oscurece el

perfil de la realidad y nubla la visión de los mortales.

-Cierto día --estaba diciendo con su peculiar estilo bíblico el

comerciante- acampó en los alrededores del oasis un famoso rey

acompañado por su corte y por su ejército, en cuyas filas figuraba y

militaba un vigoroso elefante. La población estaba ansiosa por ad-

mirarlo y los más impacientes corrieron hacia él. Como no conocían

la forma del animal, lo palparon a tientas. Cada ciego tocó una par-te diferente. Cuando volvieron al oasis, todos sus habitantes se api-

ñaron alrededor de ellos y los interpelaron. El primer testigo, que

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El camino del corazón Fernando Sánchez Dragó

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sólo conocía la oreja del paquidermo, dijo: «es rugoso, grande y

grueso como un felpudo». El segundo, que no había pasado de la

trompa, se apresuró a rectificar. «Es una especie de tubo recto y

hueco, horrible y pernicioso», fue su comentario. A lo cual, el tercer

ciego, que se había limitado a tocar las patas del elefante, exclamó

con aspereza: «tan firme y poderoso es como una columna de gra~

nito».

La holandesa, los franceses y el suiw -en cuyas respectivas san-gres no pesaba el factor andalusí- parecían embobados. Dionisio,

que no lo estaba, descubrió o recordó que aún seguía por cortar el

nudo gordiano de aquel sorprendente episodio y aprovechó la pau-

sa abierta tras el desenlace de la fábula para decir:

-Creo que nos estamos olvidando de lo más importante ... ¿Por

qué, amigo mío, te has negado a visitar la ciudad de Erzurum, te-

niéndola tan cerca, a lo largo y a lo ancho de un tercio de siglo?

-Porque mi padre -respondió al vuelo y sin pestañear el co-

merciante sufí- me dijo el día de mi séptimo cumpleaños, y volvió

a decírmelo cuando me puso al frente de la caravana, que todas las

ciudades son invenciones del demonio y que los buenos creyentes

no deben entrar en ellas.

-¿Sólo por eso? -preguntó, impresionado, Dionisio.

-Sólo por eso -contestó el comerciante-o No se puede deso-

bedecer lo que ordena el autor de tus días ni cabe poner en duda sus

afirmaciones. Si la ciudad es mala, mejor pasar de largo ante ella.

¿No harías tú lo mismo si estuvieras en mi caso?

Silencio y alta tensión. Todos miraron hacia Dionisio, que en

aquel momento, involuntariamente, pensaba en París. El temporal de

aguanieve cedía. Cientos de pájaros revoloteaban por entre las bande-

rolas de las jaimas, las espirales de humo de los fogones y las copas de

los árboles de la vaguada. El motor del Land Rover había dejado

de toser. Los mozos de mulas y de camellos se afanaban entre los ani-

males. Algunos gráciles efebos -no había mujeres en las caravanas ni

en los campamentos de los nómadas- se pintaban los ojos con kh61

ante minúsculos espejos y provocaban a los varones con dengues, vi-

sajes, cucamonas, golpes de cadera y desmayos de cintura. Bullía el

mundo, hervía la existencia, ardía el sentimiento.

La pausa duró menos de lo que dura un instante, pero pesó so-

bre el ánimo de los viajeros como pesan los siglos sobre el curso de

la historia.

Dionisio respondió por fin a la pregunta del comerciante, pero

50

-

lo hiw de mala gana, aturdido, ofuscado y sintiéndose, sin saber

por qué, culpable de un delito del corazón que su razón rechazaba.

-Sí, supongo que sí -barbotó--. Supongo que yo, en tu caso,

también haría lo mismo.

Dio media vuelta, descargó sobre sus compañeros de viaje la res-

ponsabilidad, el compromiso y la cruz de explicar al comerciante

sufí cómo era Erzurum, subió al Land Rover, se instaló en el asien-

to contiguo al de Justo, volvió a pensar (o siguió pensando) en París-«ese montón de mierda», hubiese dicho el Caminador- y cerró

de un portaw el vehículo.

Luego, mientras su novia de quita y pon, el suiw desgreñado

y los desdeñosos dandis franceses hablaban con el comerciante,

Dionisio respiró abdominalmente en ocho tiempos, se serenó, se

trasladó con la imaginación empujada por la memoria, por la an-

gustia, por el vértigo, por la soledad y por la nostalgia hasta el di-

ván moruno de su salón de música, materializó ante sus ojos la

plaza del Chupete y la humilde estación de ferrocarril de una pe-

queña ciudad española en la que un pintoresco grupo de cineastashabía rodado años atrás muchas de las más febriles escenas de la

película El doctor Zhivago, suspiró y clavó con fuerza la mirada lle-

na de nubes oblicuas y plomizas en el arduo filo de la navaja de la

línea del horiwnte.

  Ayer, por fin, lleg6carta de Dioni confecha del quince de febrero y

matasellos de no sé qué aldeafronteriza de Paquistdn. Hasta ahora s610

me había enviado lac6nicaspostales, y aun eso con cuentagotas. No lo

digo en son de queja. Por una parte, siempre ha sido así ~ ademds, sialgo he aprendido en la vida esa no perder el tiempo intentando cam-

biar el modo de ser del pr6jimo. Lo tomas o lo dejas,y punto); por otra,

¿c6mo no voy a entender lo que dice Dioni en su descargo?¿C6mo ne-

garme a admitir que, efectivamente, no esflcil sentarse a escribir car-

tas de amor a Penélope mientras te enfrentas «a Lestrigonesy a Cíclopes

 y al airado Poseid6n», para decirlo como lo dice Kavafis en esepoema a

  {taca, que tanto le gusta a Dioni, o mientras te acosan laspulgas y las

tardntulas encaramado en el catre de un cuchitril de adobe perdido en-

tre los montículos y rugosidades de pata de elefante de un absurdo de-

sierto calcdreo, o mientras te ponen a la sombra y a pan yagua por es-  pacio de un par de días en un fétido calabozo de  la frontera iraní 

  porque la filigrana del papel de tu pasaporte no es del agrado del bigo-

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El camino del corazón Fernando Sánchez Dragó

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tudo y barrig6n aduanero de turno, o mientras tiritas defrío casipolarentre los bidones de nauseabundas parafinas industriales apiladas a labuena de Ald sobre la plataforma trasera de un churretoso cami6n quecubre la ruta del nordeste-con todo elpdramo de Marco Polopor de-lante- de los hidrocarburos kuwaitíes, o mientras discutes entre mira-das torvas de torvosproxenetas elprecio de una canita al aire acodadoen el mostrador de la ajamonada cajera de un burdel clandestino de Te-

herdn alicatado hasta el techo y famoso en toda la ciudad y en sus alre-dedorespor el grosor de los michelines y la envergadura de lasprotube-rancias de suspupilas?

Pues así, ajuzgar por lo que dice en su carta (a cuyo barroco, des-garrado y varonil estilo,por mds que me esfoerzo en remedarlo, no con-sigo hacer honor), transcurre la vida de Dioni desde que hace mds demesy medio se bebi6 de un trago todo el contenido del Cuerno de Oro,cruz6 el B6sforo y puso la suela de sus palurdas botas castellanas en elkil6metro cerode esoscaminos asidticosy cosmopolitas que, según él notienen, ni buscan, ni admiten retorno.

Ypor cierto (ya que el asunto ha salido a relucir): que se equivoque,que Dios no le oiga, que encuentre pronto -si existe- el atajo de re-gresoa esta ciudad provinciana, a sus muchos manuscritos empezados ysiempre por terminar, a sus cosas,a su sa16nde música (en el que, talcomoprometí, no he vuelto a entrar desde el día de su foga o, mejor di-cho, desde el momento exacto en el que -asomada al balc6n, sorbién-dome las ldgrimas y convirtiéndolas en gélida sonrisa-le vi desapare-cerpor los soportales de la esquina de laplazuela de San Esteban), quevuelva, sí, a nuestra vida en común, a mi cuerpoy a mi alma, a esta

 península que aún conserva sus aromas y aceites esenciales,y que vuel-

va -sobre todo- a esehijo cuya existencia desconoce,pero que afortu-nadamente sigue ahí, creciendo en mi vientre como una crisdlida.

Perdí el hilo. Siempre lopierdo cuando me pongo apensar en Dio-ni. Decía que hoy, a punto de terminar febrero, he recibido su primeracarta. Llega tarde, sí, pero mejor eso que nunca, y ademds hay que re-conocer que se atiene a lo que me prometi6 al marcharse: es, en efecto,larguísima, minuciosa, detallada ... Ésos son los adjetivos que anoté enlajornada de mis memorias correspondientes al doce de diciembre.

 Abro aquí un paréntesis: voy a cumplir treinta años... ¿A qué vieneesta insistencia en llamar «memorias» a lo que s610es,por mucho que

me empeñe, un vulgar diario de ama de casa con ínfolas de escritora?¿No me traerd mala suerte esapalabra? Cierro elparéntesis.

 Dioni, en su carta, al menos aparentemente, me lo cuenta todo, tal

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-

como dijo que haría cuando me confes6sus intenciones viajeras duran-te nuestra última charla afondo entre los cacharrosdel sal6n de música.

  Me habla, como hablaría Mowgli, de seresy tierras vírgenes. Mehabla de la camioneta cargada de inmigrantes clandestinos que lo llev6 desde Zurich hasta Estambul y de las arreboladas cúpulas y apasiona-dos bazares de esaciudad irrepetible, y de c6mo conoci6 en ella al Can-cillery al Caminador, y de su soledad en lasglaciales habitaciones co-

lectivas del albergue de lajuventud de Ankara, la de las mil torres,y desu alucin6gena (sic) travesía de la altiplanicie turca, y de la fraternaamistad trabada en un cafetín de las afoeras de Sivas con un pintor ygigante de Luarca mds feo que Picio a pesar de sus enormes ojos azules

 y de su extraordinaria bondad y fortaleza de cuerpo y de dnimo, y mehabla también, sigue habldndome de c6mo decidieron en un ziszdsunir sus fantasías, susproyectos, su incertidumbre y sus menguados re-cursosecon6micos,y compartir lospeligrosy laspenas, y cortary saborearal alim6n en los mismos drboles losfrutos agridulces de la aventura, y-en una palabrtr- viajar codo a codo hasta que sus caminos se bifUr-

quen, puntualiza cuidadosamente Dioni, reJUgiadoso quiz¡j,atrapadoslosdos (y quienes sobre la marcha se sumen) en la ratonera de un Land  Rover del paleolítico que Justo -tal esel nombre de pila del gigante de  Luarca- compr6 alld por setiembre en Nottingham con los ahorrosconseguidos dejdndose lapiel a tiras mientras pescaba arenques, consti-

 pados, gonorreasy cogorzas en Islandia.  Me habla, sigue habldndome -como hablaría Kipling o, mejor

aún, Sherezade- de una ciudad de hielo que se llama Erzurum, y delmaestro sufi disfrazado de mercader de pieles que le zurr6 el alma en uncampamento de traficantes, pastoresy bandidos n6madas, y de una pa-

rejita de monicacosfranchutes vestidos de Lawrence de Arabia, y de lasestramb6ticas locuras compartidas con arque61ogoszumbados y busca-doresde tesorosen los taludesy morrenas de las estribaciones delArarat,

 y de c6mo por aquellos andurriales se le aparecieron depronto mientrasdormia el mismisimo Noé y todos lospobladores del arca, y del apabu-llante cúmulo de desventuras padecidas en lo que ya no es -dice Dio-ni- Persia, sino simplemente Irdn, y de c6mo ély Justo se extraviaronde modo idiota al salir de Persépolis en el Land Rover, embriagadosquiz¡j,por lo que en esa catedral de espectros habían entrevisto, y dec6mo, inadvertidamente, sefoeron metiendo poco a poco, sin comida,

sin agua, sin gasoil y sin herramientas, en la trampa infernal del mdsinfernal de los desiertos,y de c6mo losazarosos dioses del viaje en buscade lo desconocido los salvaron en el último momento encarndndose en

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  pilotos y copilotos de relucientes camiones cisterna que también habian

 perdido el nortey el oremus, pero no la comida ni el agua ni elgasoil ni

las herramientas, y de c6mo en aquel zafarrancho de combate con la

arena, la sedy lafatiga tuvieron que abandonar el Land Rover,y no les

import6, y siguieron de duna en duna y contra viento y marea hasta lle-

gar -convertidos casi en cuerpos gloriososy sutiles-- al enclave de

  Miryaveh, en lafrontera de Paquistdn, y de c6mo alli...

Pero basta. No estoy escribiendo las memorias de Dioni, sino lasmías, aunque a menudo me pregunte si las unas y las otraspueden exis-

tir por separado. Cinco añosya de aguda convivencia. ¿D6nde termina

 Dioni, donde comienzo yo? ¿ Tenemos vida propia o somos como líque-

nes que vegetan en simbiosis?¿Servird el hijo aún sin sexo que se acerca

 para deslindarnos sin enfrentarnos o nosfondird y confondird todavía

mds de lo que lo estamos, y borrard nuestros respectivos límites, y nos

empujard hacia una especiedefosa común?

 He ahí elproblema.

¿He ahí elproblema? No sé, no sé... Las historias de amor -aun-

que empiezo a pensar que éste, como dicen los viejos, no existe o es s610una bochornosa invenci6n de los grandes almacenes para que los ton-

tainas aflojen la mosca el día de San Valentin- siempre estdn llenasde

nudos en la garganta y de cabossueltos.

 y si eso es así en general no digamos cuando una persona como

  Dioni -tan dubitativa, tan vehemente, tan atormentada, tan versdtil

  y caprichosa- anda por medio.

 A prop6sito: he escritohace un rato, aquí, en estasmemorias no so-

metidas al filtro del recuerdo, que «Dioni, en su carta, me lo cuenta

todo»... ¿Todo?Seguramente, como de costumbre, vuelvo a pecar de in-

genua. Nunca escarmentaré. Lo cierto es que el hombre de mi vida,siempre fiel a sí mismo -genio y figura- en esoy en casi todo, no

menciona a ninguna mujer, putas aparte, a lo largo de los diecisietefo-

liosde su carta. La cosa, viniendo de él da que pensar. i  y,  para colmo,

a estasalturas, como si losdos hubiésemos nacido ayer!¿Por qué son los

hombres tan mentirosos?

(Fragmento de las memorias de Cristina.

Jornada del 27 de febrero de 1969.)

Dionisio y Justo, después de haber estado a punto de morir

-los buitres ya se cernían en espiral descendente sobre sus cuerpos

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-

exhaustos y caídos como una bolsa de basura en la nada de la are-

na- mientras luchaban contra los elementos en la devastada y de-

vastadora tierra de casi nadie que separa Persépolis de la frontera

pakistaní, recuperaron parte de su maltrecha salud y unos cuantos

kilos de peso bajo las palmeras y entre los regatos de un pequeño

oasis de trescientas almas situado a muy pocos kilómetros de la la-

guna salada de Hamún-i-Machkel. Allí los cuidaron, los agasajaron,

los instruyeron someramente sobre las pesadas bromas que gasta eldesierto a los insensatos que se adentran en él sin tomar las debidas

precauciones, los cosieron a preguntas sobre quiénes eran, a qué se

dedicaban, de qué país venían y adónde se dirigían, y por fin, al

cabo de dos semanas que los viajeros siempre añorarían y recordarían

como unas vacaciones pagadas por sus ángeles custodios en el ám-

bito del paraíso, los instalaron con la cabeza protegida por un tur-

bante cuyo extremo les tapaba la nariz y la boca en la descascarilla-

da cabina de un camión cargado de dátiles que dos días después,

tras cuarenta y ocho horas de marcha sin más interrupciones que las

impuestas por la fisiología, los depositó ligeramente tundidos yaturdidos, pero sanos y salvos, ante el espectacular telón de fondo

de un crepúsculo rojizo, amarillento, añil y cárdeno -que el pin-

tor de Luarca intentaría luego, vanamente, reproducir con acuare-

I.as- y junto al chiringuito más populoso, promiscuo y bullangue-

ro entre cuantos rodeaban la no menos bullanguera, promiscua y

populosa estación de autobuses de la ciudad de Karachi.

Y allí, tal como había insinuado Dionisio en la carta de dieci-

siete folios de letra menuda que envió a Cristina desde el puesto

fronterizo de Miryaveh, la cañada real de la aventura se bifurcó y

los dos amigos -que llevaban, entre bromas y veras, casi dos in-tensos meses viajando juntos por las trochas de Turquía, de Persia

y de Paquistán- decidieron separarse. Justo quería subir hasta

Lahore y llegar desde allí a Jammu, ya en la India y al sur de Ca-

chemira, para reanudar sus tormentosos amores con una mozuela

de atezado y afilado perfil, nacida y avecindada en la zona, a la

que había conocido dos años antes en las aulas de una escuela de

i.diomas londinense. Dionisio, en cambio, optó por huir del frío

que aún reinaba en todo el extremo septentrional de la India e in-

virtió contra pronóstico un puñado de dólares en comprar un bi-

llete de avión de segunda mano -existían, vaya si existían- en;l restaurantillo que alimentaba y servía de punto de encuentro a

los escasos jipis y tránsfugas de la revolución que, por masoquis-

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mo O despiste, llegaban en aquellos días a la insulsa y siniestra Ka-rachi.

Nunca, con anterioridad, se había metido Dionisio en la asfi-xiante cabina de plástico de un avión de pasajeros, pero el billete eratan barato y el vuelo tan corto que merecía la pena -pensó-- per-der la virginidad y añadir el peso y el poso de esa experiencia angé-lica a su currículum.

Lo demás fue despedirse de Justo, darle la dirección de su domi-cilio en la pequeña ciudad provinciana, desearle suerte, contener elllanto y ver cómo su gigantesca y algo patizamba figura desaparecíapor el sórdido horizonte de chabolas y descampados de las afuerasde la ciudad. 'i! 

y así fue cómo Dionisio -bronceado por el soplo del desierto,cuidadosamente rapado y afeitado para no llamar la atención en lasaduanas, y disfrazado de buen chico en viaje de vacaciones pagadaspor papá- aterrizó un jueves del mes de marzo a las siete de la ma-

ñana en el caluroso y andrajoso aeropuerto de Bombay.

Marzo y abril

Capítulo III

• Aquel que, liberado del orgullo,no desprecia ni a hombres ni a ani-

males,podrá sentir el alma del Orientey pasar ante ella en Kamakura.

RUDYARD K:!PLING, Kim

Hay citas con el destino. No se esconde en esta frase, tan mani-da y tan ajada, ningún tópico barato de novela de quiosco. Y es,quizá, precisamente en la India donde mejor lo saben los nativos ydonde con más facilidad lo entienden y asimilan los viajeros.

Dionisio, que ya no era el mismo hombre que tres meses anteshabía confesado a Cristina en el diván moruno del salón de músicasu decidido propósito de soltar amarras y de echarse al camino, sedio cuenta de ello inmediatamente. «La primera mirada es la únicat[ue vale -había dicho el comerciante sufí en el campamento nó-mada- y lo demás es farfolla.» Llevaba, evidentemente, razón, tan-ta razón como la que suelen tener desde la atalaya de su infalible sa-biduría biológica o teológica las madres, los saÚrdotes, los ciegos y

los ancianos.Sí. Dionisio se dio cuenta -supo de aquella cita inminente e

inevitable con el destino-- desde el primer minuto, desde el primerhachazo en las pupilas, desde la primera imagen -vislumbrada yfiltrada, o más bien transpirada, a duras penas por las angostas ven-

1anillas del avión- del caluroso y andrajoso aeropuerto de Bombay.f.o supo desde que apoyó la suela casi virgen de sus sandalias nuevas.~()breel asfalto humeante y pegajoso de la pista en la que tuvo que.I.pcarse.Lo supo desde que atisbó y olfateó el amasijo de cuerpos y

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El camino del corazón _----------- Fernando Sánchez Dragó

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de almas apiñados alrededor de la puerta de salida de los servicios

aduaneros. y lo supo, sobre todo, durante y después de la breve y

ejemplar negociación entablada con el funcionario al que entregó el

pasaporte para que se lo sellara.

Era un bigotudo agente de los servicios de inmigración enfun-

dado en un vistoso uniforme de la época victoriana.

-No tiene usted sus papeles en regla -dijo mientras miraba

con ferocidad al recién llegado.

-¿Por qué? El pasaporte no caduca hasta ...

-Olvídese del pasaporte -cortó secamente el funcionario des-

de la altura de sus galones, plumeros, entorchados y lustrosas polai-

nas-o El pasaporte está bien. Lo que está mal es el visado.

-¿El visado? -preguntó Dionisia--. Pero si no lo tengo ...

-Exactamente. y ése es el problema: usted, como ciudadano

español, necesita un visado para entrar en la India.

-¿Está seguro?

Su interlocutor, visiblemente encolerizado por la pregunta, se

contuvo, apretó las mandíbulas con firmeza de bulldogy dijo:

-Mire usted, amigo ... Soy funcionario del Ministerio del Inte-

rior del gobierno de la India desde hace casi treinta años y, en lo que

respecta a mi profesión, no tengo que recibir lecciones de nadie. Le

repito que los españoles no pueden ser admitidos como turistas

bona fide en el país que represento sin un visado extendido de

acuerdo con lo que especifica la ley por cualquiera de nuestras lega-

ciones en el exterior.

«Este hombre -pensó Dionisia-- es la idea platónica del per-

fecto funcionario. Mal asunto. No va a ceder ni un milímetro. Me

veo de patitas en la frontera.»

Pero también él se contuvo, reprimió su creciente irritación y su

anarcoindignación, y dijo melifluamente:

-En el consulado indio de Karachi me aseguraron que podía

llegar aquí, a Bombay, con este pasaporte y que no me pondrían

ningún obstáculo para entrar en el país. Creí que la India era una

nación hospitalaria para quienes, como yo, venimos desde muy le-

  jos en busca de la sabiduría. De una sabiduría que, al parecer, sólo

se encuentra aquí.

Pensaba el viajero, y apasionado lector de las novelas de Kipling,

que con esa frase de peregrino jacobeo se había ganado la voluntad

del tigre de Bengala que tenía delante.

Pero se equivocaba.

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-El consulado indio en Karachi -gruñó el agente de los servi-

cios de inmigración- está cerrado desde hace cuatro meses, a raíz

del incidente fronterizo que se produjo en Cachemira a mediados

dc noviembre. Lo cual, entre otras cosas, significa caballero, que me

('stá usted contando una inmunda patraña.

Dionisia parpadeó, palideció, enrojeció e intentó balbucear

.llgo en estricta defensa propia, pero se había metido --era eviden-

10-- en un callejón sin salida y no lo consiguió.

El tigre de Bengala, que parecía cada vez más enfurecido, des-

cargó otro zarpazo:

-Nunca, en treinta años de vida profesional, me había sucedi-

do nada semejante. Nunca, caballero, me habían mentido con tan-

la desfachatez. Su situación en estos momentos es grave, muy gra-

vc... La verdad: no querría verme en sus zapatos.

-Ya -dijo Dionisia con la cabeza gacha-o Ni yo tampoco.

  Aunque estaba acostumbrado a ganar, había escrito Cristina en

~IIS memorias, también sabíaperder.

Pero no tuvo que recurrir a esa habilidad. El tigre de Bengala se

1'onvirtió de pronto, inexplicablemente, en un cachorrillo de gato

doméstico, cogió un enorme tampón, lo empapó en tinta azulenca

I'on un rodillo pringoso, lo aplicó esmerada y enérgicamente sobre

lIoa de las páginas en blanco del pasaporte de Dionisio, aflojó los

lIlúsculos de la cara, apagó el fuego de sus pupilas, cambió de tono

 y dijo:

-Vaya extenderle un visado de tres meses de duración. Sólo

oy un humilde funcionario del gobierno de mi país y procuro

I'umplir con mi deber, pero éste no me autoriza a poner piedras en

(·1camino de una persona que viene desde la otra parte del mundo

movida únicamente por el afán de aprender y de perfeccionarse ...

Se interrumpió, se inclinó sobre el pasaporte, garabateó a pluma

.ligunos números y palabras en él, y se lo entregó a Dionisia mien-

Iras le decía:

-Soy mucho mayor que usted. Podría ser su padre y, si me lo

permite, me gustaría darle un consejo: no se acostumbre a mentir.

1,as mentiras nunca sirven para nada. Al contrario ... Se revuelven

,'ootra quien recurre a ellas. Y además -añadió con un gesto de

,impatía cómplice-, créame: la verdad es el camino más corto ha-

, ia la sabiduría. Confío en que encuentre ésta lo antes posible, tal

, I)mo es su deseo, y estoy seguro de que nuestros dioses le ayudarán

('11 la empresa.

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El camino del corazónFernando Sánchez Dragó

d l d l l b i t d l I di b

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No hubo más. El Tigre de Bengala, cuyo apodo ya se escribía

con mayúscula -lo mismo que el del Canciller de Estambul, el del

Caminador Manchego, el del Troglodita de Luarca y el del Comer-

ciante Sufí- en el corazón de Dionisia, desvió la mirada y atendió

a otro viajero.Hacía calor, mucho calor, a pesar de la hora y de los ventilado-

res blancos de enormes aspas que giraban lentamente suspendidos

del techo.Dionisia recuperó la mochila, se la echó al hombro y recorrió si-

lenciosamente la ruidosa distancia -apenas quince metros- que

le separaban de la puerta de salida. Al otro lado de ella, como un

animal antediluviano, Bombay se desperezaba.

Andar sin rumbo fijo por las calles, comprender que allí -sin él

saberla-- estaban esperándole y que las cosas serán diferentes a par-

tir de ese momento, secarse el sudor y permitir que un limpiabotas

le cepille las sandalias, apagar la sed con un vaso de zumo de caña

de azúcar exprimida en una prensa del año del catapún, visitar los

templos, adorar a Kali, beber té hervido en leche con aroma de cla-

vo, picotear frutos secos, tumbarse en el césped con calvas de los

  jardines públicos para contemplar el movimiento perpetuo de las

aves carroñeras, merodear con el alma en vilo por entre las torres de

los parsis, almorzar en restaurantes vegetarianos, codearse con las

vacas en los zocos y con los intocables en las esquinas reservadas a los

pedigüeños, aprender a dar limosna y a escuchar verdades olvida-

das, pegar la hebra en cualquier sitio y con cualquier persona, bus-

car a los jipis y a los vapuleados héroes de la revolución frustrada en

el vestíbulo de la estación central y en las inmediaciones de las ofi-

cinas de la American Express, beber coca-cola, volver a beber coca-

cola, conocer a una chica de túnica de lino y ojos espiritados, dejar

que pase el día sin mirar el reloj ni preocuparse por nada, regatear

en los mercadillos, echarse a la sombra y sobre el fresco mármol de

la Gateway of India para abismarse en los colores del crepúsculo,

pasear cogido de la mano de la desconocida por la playa inagotable,

cenar langosta termidor con batidos de mango y de papaya en el

restaurante del hotel Nataraj, pedir a un taxista que lo lleve al barrio

de las luces rojas y tocar allí el fondo del infierno, arrimarse a un

grupo de desharrapados y compartir con ellos la música de sus flau-

tas y tambores, escuchar el roce de la suela de las sandalias en el si-

lencio nocturno de la ciudad, perderse por sus calles, por sus rinco-

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nes, por sus recodos, por las curvas del laberinto de la India y, sobre

todo, embriagarse en ella, embriagarse, embriagarse, embriagarse,

embriagarse ...

Veinticinco días, siete horas y catorce minutos habían transcu-

rrido desde su frutal aterrizaje en el aeropuerto de Bombay cuandoDionisia se instaló frente a una mesa coja de dos patas en el porche

de un austero bungalow en la Guest House del conjunto monu-

mental de Ajanta y Ellora, pidió una taza de té hervido en leche con

aroma de clavo y cardamomo, mordisqueó la punta del bolígrafo y

empezó a escribir la segunda carta del viaje, dirigida no sólo a la

mujer que con una criatura de casi cinco meses en su vientre espe-

raba en el angosto ámbito de una ciudad española y provinciana el

retorno del fugitivo, sino también a un centenar largo de amigos y

compañeros de fatigas (que quizá, a partir del momento en que re-cibieran su mensaje, se convertirían en abiertos o encubiertos ene-

migos) desperdigados por el mundo.y así, de sol a sol, y a veces -recurriendo a un candil- tam-

bién de noche, permaneció Dionisia cuatro días: los estrictamente

necesarios para escribir a vuelapluma ciento diecisiete folios que

luego, como pudo, porque esas cosas no son fáciles en la India, fo-

tocopió y envió hacia todos los rumbos de la rosa de los vientos.

Su carta, efectivamente, movió a escándalo, corrió de buzón en

buzón y de boca en boca, suscitó rencores y sorpresas, agitó lasaguas de quienes aún seguían pensando en revoluciones justicieras e

imposibles, entusiasmó a unos pocos e impresionó a Cristina, que

incluyó algunos de sus párrafos en el tercer cuaderno de sus memo-

nas...

Subo al avi6n alrededor de las cinco, sin haberme acostado. Mediahora después amanece sobre el océano Índico. La sensaci6n no puede sermás irreal. Tengo el cuerpo entumecido y veo por la ventanilla el mar

 pardusco con las serrezuelas blancas de las olas. Invento chillidos de pd- jaros y hago un rdpido inventario de novelas de ciencia-ficci6n, un ma-nojo desordenado de escenas donde solitarios astronautas se asoman a

 playas solitarias de inmaculados planetas. De repente cambia el ruidode los motores, las alas se quiebran en dngulo recto, las nubes asciendenveloces, las posaderas resbalan hacia el lugar de las rodillas: bajamos. No parece posible, pero así es. En un abrir y cerrar de ojos la pista s

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El camino del corazónFernando Sánchez Dragó

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 precipita contra el morro del avi6n. La frontera entre Bombay y el mares neta, decísiva. Nunca he visto una linde tan certera, una costa quetan bruscamente separe el mar de la tierra. El aeropuerto es achaparra-do, chato como un insecto, acogedory se agarra confragilidad al suelo. El avi6n, para posarse en él, lame las palmeras. Última imagen de lasazafatas, que inclinan lafrente sobresus manos unidas, y zas: la bron-ca bofetada de calor en plena cara. Estoy,por fin, en la India, y todoestedespliegue de efectosdramdticos -literaturizados, pero reale5-- esnecesario, compañeritos, para empezar a entendernos. Estoy en la In-dia, sí, y ojald sea capaz de comunicaros, aunque sea en dosis mínimas,lo que esoha significado, significa y va a significar en elfoturo para mí.Quizd, también, para vosotros.

[...] ¡Qué importa el humo de una buena pipa, con elperro de an-cha cabeza y la amante rubia sentados a mis pies! La pipa, el mastín, lachimenea y la princesa veneciana foeron mis toscos ideales durante losaños de la egolatríay de la utopía, el «lugar tranquilo y bien ilumina-do» que Hemingway me enseñara a buscary a no alcanzar. ¡Qué im-

 porta elforor y el esplendor de Dostoievski cuando los ojoshan visto el primer reflejo del sol en las terrazas de Benarés, cuando lospies han le-vantado sacropolvo siguiendo a las comitivas deperegrinos, cuando lasnarices han aspirado confruici6n elperfome de losfrdgiles viejecitos in-cinerados y los dedos se han hundido en las aguas del Padre Río cuyonombre no es menester pronunciar! Yahora, después de esta confesi6n oefosi6n o rendici6n de espíritu, baleadme a placer con los ranciospro-

 yectiles del positivismo, del marxismo y del empirismo. Ecce hamo.

[...] De cada cien europeos que pisan la India, noventa y nuevecoma noventa y nueve, y me quedo corto, se van horrorizados. ¿Porqué tanta ceguera, tanta obstinada terquedad ante un pueblo que essegura-mente el último gran pueblo de la especiehumana? ¿Porqué tanta irri-taci6n, en personas convictas y confesas de cristianismo, al sentir la ní-tida formulaci6n de la palabra «eternidad»?

y  ya me tiemblan las manos, ya laspongo por delante, ya me apre-suro a pedir perd6n a cuantos -entre mis amigos- siguen en suspos-turas'y aún profesan la fe materialista. Lo siento (es un decir), pero el

 primer y más evidente espectdculoofrecidopor la India es el de un gru- po de personas que se atreve a vivir en olor de eternidad. Un grupo de  personas numéricamente inabarcable. Los indios se aproximan a loeterno, creen vivir cotidianamente rodeadospor lo eterno sin un pesta-ñeo, sin un gesto de imposible temor (¿temer sin dudar?), sin ni siquie-ra un inútil, pero comprensible sentimiento de veneraci6n. Toda lafilo-

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sofla occidental de tressiglosa estaparte nace vive y muere de la duda.Poco importa que el ordculo de turno se llame Descartes, Einstein o Heidegger. Y después de tantos años -treinta y dos en lo que a mí res-  pecta- pasados en una ininterrumpida masturbaci6n de interrogantesno viene mal un bañopurificador en lasaguas de la certeza. Tresson losllenerosdel conocimiento -preguntar, negar y afirmar-, y nosotros

hemos decapitado voluntariamente el último. ¿Es, entonces, una formadefe lo que los indios nos enseñan? Yo  preferiría decirentusiasmo. Mu-chosde vosotrossabéis hasta qué punto detesto a los tibios de coraz6n...Puesbien: en la India no existen o,por lo menos, yo no he tenido la des-gracia de encontrarlos. Todos los hindúes sejuegan el restosesenta veces por minuto. Hay más ardor en el gesto de embragar de un taxista de Nueva Delhi que en la obra entera de Nietzsche. Si la más alta formade existencia -lo que aquí llaman dharma- estriba en esforzarseporhacer las cosasbien (las cosasnimias y las cosasimportantes, el trabajoy  el amor), entonces los indios son los únicos santos de nuestra época, porque todo lo hacen con los cinco sentidosy con la meticulosa atenci6n'fue precederd al Apocalipsis. Recuerdo ahora al motorista de Nueva Delhi. Tenía los ojosfebriles y el cuerpo anguloso, se movía con gestos re- pentinos y descoyuntados, y era mudable, imprevisible, obstinado, des- prendido, ascético, amante de las curvas bruscasy de laspasiones mar-.~rinales. Le paré con la intenci6n de que en unas horas me enseñara latiudad y durante toda lajornada sostuve con él una lucha desigualy ti-tánica para imponerle mi itinerario, trazado con la 16gicaimpecable e

implacable de una guia Fodor, hasta que me di por vencido y dejé queme sumergiera en su geografla laberíntica e iluminada, en la que ellu-gar común era sustituido siempre por formas, seresy objetos mínimos,!flteralesy maravillosos. Se llamaba Nur y había uncido a su Lambret-tfl un carricochede tablas sin cepillar con el que seganaba la vida aca-rreando turistas. Era todo un espectdculo. Imposible resumirlo aquí. Enun determinado momento, olviddndome de otrasproezas, Nur se empe-lió en dar un rodeode casi una hora de vertiginoso escapelibrepara lle-liarme a un chiringuito en el que la coca-cola costaba algo así como tre

dntimos de peseta menos que en otraspartes y luego me tuvo media ja-deantejornada dando vueltas por eljardín zoo16gico,a la buscay cap- IItra (te6rica) de un legendario tigre albino de Bengala que posterior-mente, ya al caer el sol, supe encontrar yo solito en un abrir y cerrar de(~¡()s. De vez en cuando, durante estadiab61ica caminata, Nur se tiraba,ti suelo, me obligaba a imitarlo, agitaba en el aire laspiernas y despué ,'1:  abalanzaba sobre las mías, propindndome fortísimos golpes con e

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canto de la mano. Trataba, según pude colegir, de reactivar la circula-

ci6n de mi sangrepara proseguir la búsqueda del tigre. Porfin, casi en

el umbral de la noche, se despidi6 de mí junto a los torreones del anti-

guofoerte inglés, me pidi6 en pago de sus servicios una cantidad verda-

deramente ridícula, coloc6su mano en mi hombro y me pregunt6 que si

habia sido feliz en su compañía. A lo cual-lo sé ahora- yo hubieradebido responderle depositando un beso en su tercer ojo para vender

luego, a reng16nseguidoy evangélicamente, todas mis exiguaspropieda-

desy seguirlo. Puesto que estoyaquí, junto a las cuevas de Ajanta y Ello-

ra,y a dos mil kil6metros de Delhi, salta a la vista que no lo hice.

[...] ¿Por qué o de qué se asustan los europeos?Dicen que de la mi-

seria, pero ésta no presenta en la India aristas más afiladas que en otras

 partes y s610los tontos de corazón de sílex pueden preferir las chabolas

del muelle de Palermo o la calle de los burdeles de Hamburgo. Y un mo-

mento, por favor: escuchadme antes de tiraros a mi yugular. Algúnamigo depor aqui ya lo ha hecho. No es que me niegue a admitir ni la

existencia ni la importancia de la miseria en estepaís, pero me gustaría

matizarla sin confondir la cantidad con la calidad. ¿Cómo, en nombre

de qué, voy a atreverme a negar que en las callesde Bombay, de Delhi, de

 Agra, y no digamos de Calcuta, se ve mucha miseria? Mi afdn de origi-

nalidad no llega a tanto. Lo que pasa es que los golfillosflacos y guapí-

simos que se cuelgan del brazo de los turistas a la entrada del Taj Mahal

son una simple prolongación o exageración de los mocosuelos convulsos

 y rapados que en Grecia no se atreven a pedir limosna o de losgitanillosque en el Sacromonte practican la mendicidad disfrazados de limpia-

botas. A los dos días de mi llegada a la India tuve que saltar en pleno

centro de Bombay por encima de un caddver apergaminado que lucía

un enorme bubón en el cuello y que nadie se molestaba en recoger.A

orillas del Ganges, en la divina 6t humana, demasiado humana) Be-

narés, leprososy mutilados extienden sus muñones hacia los gentilhom-

bres que acuden desde todos los rinc()nes del pais para bañarse en el río

sagrado. He visto órbitas vacías, manos sin dedos, piernas que termina-

ban en el tobillo, narices reducidas a lasfosas nasales. Todo ello atroz,si, pero no nuevo para quien como yo 6t como muchos de vosotros) ha

nacido en la tierra de Francisco Delicado, de Goya, de Quevedo, de Vtt- 

lle-Incldn y de Buñuel. Los ciegos siguen pregonando los iguales en las

esquinas de todos lospueblos de España. Hace cosa de cinco años, en

 Madrid y muy cerca de la Puerta del Sol, pedia limosna desde su carri-

to un adolescente hidrocéfalo y casi rectangular: sólo la enorme cabeza

descabalaba la regularidad geométrica de su cuerpo, desprovisto de bra-

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 zos y de piernas; cuando su madre le llevaba la comida, el monstruo se

balanceaba pesadamente hacia delante y, tras no pocos tanteos, intro-

ducía la cara en laperola, cuyo contenido engullía sin más ayuda ni cu-

chara que la lengua. La puta con más tablas y mejor curriculum de la

cuesta de Moyano, siempre en Madrid (esa ciudad maldita), atornilla-

ba su pata de palo en un hoyo de la acera, se alzaba lasfaldas conpro-caz descaro, y así, abriendo el compás de los muslos, hedionda, gren-

chuda, fétida, acechaba la visita de los clientes. Todos estos horrores

-los de alld y losde acd- me horrorizan, si,pero no me cogen despre-

venido. Por encima o por debajo de ciertos límites, la miseria -como el

  frío- no admite diferencias cualitativas. Por eso, sólopor eso,he dicho

6t repito ahora) que en la India no es la miseria lo que más agudamen-

te reclama nuestra atención. Es decir: no nos deja -como otras cosasy

hechos- estupefactos ni maravillados, sino simplemente indignados.

 Asusta y, desde luego, mueve a compasi6n, en el mds superficial sentidode lapalabra, pero no añade nada nuevo al laboratorio de la concien-

cia. Los extranjeros que hacen escala en Calcuta, bajan un momento a

tierra y luego se refogian en sus camarotes como almas que lleva el dia-

blo, no actúan en nombre de la piedad, sino de su egoísmo. ¡Señoritin-

gos de tente mientras cobro que tienen miedo del contagio, de los repti-

les,del fraterno calor, de lafragilidad de la raya de suspantalones, de la

 paja en el ojo ajeno y no de laspropias lacras!

[...] Prueba de cuanto digo es lopoco que me duró el trauma de los

muertos por la calley de los muñones tendidos. A las dos horas escasasmebaj6 la tensi6n; a las seis dejé de sentir repugnancia; a las veinticuatro,

comia ya a dos carrillos todas las exquisiteces que me ofrecían por la ca-

lle. y no me refiero sólo a las pipas, frutos secos,altramuces, saladillos yarrocestostados, que estdn, si, para chuparse losdedos,pero que no apor-

tan novedades de mayor cuantía al paladar, sino de golosinas tan exóti-

cascomo el betel, esapasta de nuez de cocacon nombre de novela de Sal-

gari que seprepara sobrehojas recién traídas del drboL Los vendedoresse

 flcuclillan en cualquiera de las numerosas hornacinas abiertas en laspa-

redesy despliegan en el hueco de laspiernas su instrumental.- tarros dora-&tos, pebeteros, espdtulas, recipientes de agua cristalina y, entre ellos o al-

rededor de ellos, polvos, piedrecitas, granos, güitos, semillas, briznas,

migas, virutas, lentejuelas, serrines, canicas, vilanos, cornezuelos, lima-

duras... Todo ello dibujado en netos coloresfondamentales que el artesa-

n() distribuye, pero no confonde. Además, con el crepúsculo, las ciudades

.\'ellenan de tenderetes dedicados a la venta de ensaladasde frutas. ¡Y qué 

msaladas! ¡Qué maestría en la disposici6n de los gajos, en la gradación

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de los colores-con sus zonas de penumbra y sus zonas de luz viv~ y

en la combinaci6n de losolores!Un tomate, media mandarina, un man-

go abierto en canal, cuatro hierbas, un copete de piña y estd hecho. Que

nadie toque la rosa. Los indios fabrican estos milagros en cadena, a ra-

 zón de trespor minuto, y luego te los tienden con una sonrisa radiante.

¿Cómo resistirse?Al día siguiente de mi llegada a Bombay, aún bastanteaprensivo y panpringosillo, visité las cuevas de Elefanta, concebidas como

homenaje a las grandes tetas. Hacía un calor de abrigo de astracdn y los

refrescosconvencionales no bastaban para aplacar la sed. Al salir del an-

tro me di de narices con un puesto de macedonias de   fruta acribilladas

 por un enjambre de ex6ticos insectos. Para más inri, su dueño y timonel

estaba devorado por la viruela. Momento de perplejidad y triunfo de los

sanos instintos. Contra la tangibilidad de lasglándulas nada pueden las

sombras de los microbios. A partir de esegesto volví a mezclarme estre-

chamente con la vida: pude escuchar de cerca los silbidos de las cobras,acariciar las cabezas de los niños, beber a gollete cualquier potingue y

chapotear a discreción en lospicantes comistrajos de losfogones callejeros.

 En el mercado de la vieja Delhi, unos dias más tarde, chupeteé confrúi-

ción variospolos de colorines de esosque según nuestras santas madres se

elaboran con agua de cloaca. En Gwalior. comparti mesa y yantar con

un leproso. En Calcuta dormí a pierna suelta entre lasparedes de adobe

de un chamizo infestado de cucarachas, salamanquesas, escorpiones y

otrasgentiles criaturas de san Francisco. En las escalinatas del Ganges, a

su paso por Benarés, pude haber bebido agua del río como un santónmás. Os lojuro. Osjuro que estuve a punto de llevarme el agua mila-

grosa hasta los labios. Pensaréis: imposible ... ¿Tú, Dionisio, el más hipo-

condríaco de  los mortales, el revolucionario de pelo en pecho que corria

al hospital para ponerse la antitetdnica después de un simple arañazo de

losgatos?Pues si, yo... Yos aseguro que no lo hubiese hechopor morbosa

atracci6n del abismo, sino por meditada, severa,pastoral reflexión. Pare-

ce demostrado que el agua del Ganges contiene más microbios por centi-

metro cúbico que cualquier otro lugar -liquido, sólido o gaseoso- de

la madre tierra. Un vaso lleno de escupitajos de Margarita Gautier vie-ne a ser una especie de reconstituyente cloroborosódico del doctor Bon-

nald comparado con lo que el gran río de Brahma acogey transporta en

su seno. Benarés pasa por ser la más antigua ciudad del mundo. Desde

hace milenios, todo el espectacular detritus de la enfermedad, la carroña

 y la muerte afluye a susghat (asi se llaman lasplataformas, terrazasy es-

calinatas distribuidas por espacio de cuatro millas en la ribera izquierda

del Ganges). Los leprosos, los bonzos, los opulentos, los apestados, los

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brahmines, los gimnastas, los magos, los titiriteros, los encantadores de

serpientes, lasjovencitas de piel tersa, los virulentos, las suaves damiselas

de las altas castas, losparias, lospedigüeños, los agonizantes: todos acu-

den a las aguas en confoso mont6n, y en ellasse desnudan, lavan sus ro-

 pas, exponen sus vergüenzas, liberan suspechos, dejan que lasfebles tú-

nicas se les adhieran al cuerpo, meditan, cruzan las manos sobre eombligo, se quitan la pelusilla de los dedos de lospies, pliegan y dislocan

los músculos y las articulaciones en inverosímiles posturas yóguicas, se

afeitan, se cortan las uñas, se anudan el moño y echan su meadita, digo

  yo, como cualquier hijo de vecino. De vez en cuando asoma por el hori-

 zonte un caddverflotante con dos o tres buitres excavdndole las entrañas.

y  por fin, más alld, casi en lasfauces del campo desolado, sealza la Ma-

nikarnika Ghat, donde los hindúes incineran a sus difontos. La escena

  puede verse,pero nofotografiarse. La familia delfinado -por logeneral

un viejecito, un pajarito más bien, anémico y desguarnecido-lo trans- porta hasta el lugar de la cremación sobre unas angarillas. Antes ha en-

vuelto cuidadosamente el caddver en papeles, refajos y cintas de colore

brillantes. El cortejo esgrave, silenciosoy desfila con lentitud verdadera-

mente mayestdtica. Porfin depositan elfardo y le aplican foego en varios

 puntos con la ayuda de unas largas varillas. En la operaci6n intervienen

todos, incluso los niños. Es un ritual puntilloso, reflexivo, serenoy petri-

.ficado desde hace miles de generaciones. No asusta, no repele, no evoca la

imagen de san Jer6nimo y la calavera, no es en modo alguno un me-

mento moris (los brahmines estdn hechos con la antimateria de los car-tujos), pero tampoco un gorigori moral a la manera delpaganismo sene-

quista y petroniano. Ni siquiera el olor desagrada: no es acre, no e

grasiento, no es agudo, no es imperceptible ... Estamos, en cualquier caso,

a millones de años luz de los abyectos entierros occidentales, con su dul-

  zona necrofilia, su leucémica mortaja, sus mecdnicos estribillosde  pésa-

me, sus velorios de comadresy sus chistes verdes.

Pues como lo ois 6t a lo que iba): a punto estuve de servirme un va-

.ritode esas aguas fecales con tropezones de miasmas en estado de efer-

lleScencia.Fue a la del alba de mi segundo dia en Benarés. Durante el primero recorri todas las tripas y mondongos de la ciudad, que es un la-

berinto indescifrable, gracias a lapicardía y al talento de un nepalés lis-

¡,isimoque sepasó doce horas intentando ddrmela con quesoy que al fi-

nal se sali6 con la suya.

¡Benarés! A Aldous Huxley, orgulloso descendiente de una dinastía

lle cientificos, le curó la ceguera un sant6n de las orillas del Ganges

(pero esto, al fin y al cabo, no deja de ser un simple detalle positivista de

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signo contrario). Romain Rolland escribió allí el prólogo arrollador de

su Vida de Ramakrishna, libro que lei -boquiabierto- a losdiecio-

cho años en losjardines de la Facultad de Letras y que derribó en un

auuum casi todas mis convicciones anteriores. ¡Benarés, las puertas de

lapercepción, una faena de Ordóñez en la Maestranza, el descensosua-

ve de una loma cubierta de nieve, el aprendizaje amoroso de Dafois yCloe!A su sola mención me da vueltas la cabeza. Las piscinas de tran-

quilas aguas verdinegras, las vacas que te lamen las manos comoperros,

los templos poblados de monos, laspesadas campanas a ras del suelo, los

 pétalos primorosos y húmedos en el regazo de los dioses, los bonzos de

macizas gafas (foeron losprimeros intelectuales de la historia, anterio-

resa Homero, a Hammurabi, al escriba sentado), la roca desde la que

 Buda hab16 en público por primera vez, las mujeres cetrinas, de nariz

afilada y perla en el entrecejo, que bajan en calesaal Gangesprotegidas

  por el soplo inconsútil de sussaris...

Todo me lo mostró el buen Stavros, ese nepalés tan flaco como la te-

legrafía sin hilos -aunque de invencible resistenciafísica- al que me

referí hace una pdgina. Le puse el nombre pensando en la película

América, América: era, de hecho, un calco de su protagonista ... Listo,

metomentodo, trepador, lisonjero, duro, decidido a cambiar de vida.

  En una palabra: el antihindú por excelencia, la quinta columna de

Occidente, el traidor a los suyos, acaso el inevitable porvenir. Se colaba

  por todas partes, trataba a patadas a losgalopines que me tendían la

mano, me enseñaba los trucos más eficacespara burlar las severasdispo-

siciones litúrgicas, vestía ropas defabricación extranjera que los turistas

le daban, andaba conchabado con mil y un vendedores de souvenirs,

anotaba cuidadosamente en un cuaderno los nombres y direcciones de

todos los visitantes que recurrían a sus serviciosy brincaba como el oso

de un gitano al husmear el perfil de un d6lar en su radio de acción.

Pues bien: Stavros me entregó una punta del hilo de Ariadna elpri-

mer día y al siguiente foi yo quien tiró de la madeja. Salté de la cama

a las cuatroy media, me puse en marcha con el estómago vacíoy recorri

como una centella los cinco kilómetros que separaban mi habitaci6n en

el Dak Bunga(ow -veinte duros pensi6n completa- de la orilla delrío.

 Al llegar a ella empezaba a salir el sol, la hora cabal, porque la in-

mersión taumatúrgica debepracticarse al despuntar el día. Lo que al/i

se me vino encima -lo que alli volvió a venírseme encima- ya os lo

he contado: un amasijo de muerte, de enfermedad, de entusiasmo, de

elegancia y de carroña que inexplicablemente se transformaba en un

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paisaje con figuras voluptuoso e idílico, en una oda de Horacio. Pero

nada he dicho de la borrachera que se apoderó de mi, ni de cómo bajé 

trastabillando hasta el turbio borde del agua, ni de la emoci6n que me

revolvió los menudillos, ni de lasdos largashoras que pasé absorto, ni de

c6mo dejé de ser en parte el que había sido, ni del solemne compromiso

de regresarque allí mismo firmé con losdedos en la arena.y   foe entonces cuando se apoderó de mí el vértigo del abismo -o,

mejor, de las profondidades- y la tentación del agua, foe entonces

cuando rocéla superficie de ésta -cenagosa, tibia- con el dorso de la

mano y cuando pude haber bebido. ¿Me creéis?

 y si no me creéis,que oszurzan.

[...] Ahora, después de aquella mañana, todo me parece más abar-

cable, más d6cil al «cada cosaen su lugar» del sabio relativismo. En Be-

narés bebí directamente la vida de labios del sol naciente, toqué el ve-

nero del ser, me asomé al firmamento, reconstruí la definitiva pasiónque no había vuelto a sentir desde ciertas noches de mi infancia, cuan-

do tendido en la hierba de las dehesas de Covarrubias miraba el infini-

toy las estrellas.

[...] Antes hablé de comunión con la naturaleza. Los indios no se li-

mitan a encantar cobras. Sus dueños, de vez en cuando, se apiadan de

ellasy las devuelven a los bosques, queddndose sin foente de sustento.

 Loscuervosy las urracas entran tranquilamente en las habitaciones de los

hotelesy arramblan con los objetos brillantes o cascabeleantes,que luego

esconden en sus nidos. Pero son, eso sí, ladronzuelos honrados, que in-uariablemente depositan su botín en los mismos lugares,por lo que bas-

ta con denunciar el robo en la recepción del hotel para que el botones de

t.urno trepe a determinados drboles, registresusfrondas y las horquillas

(Lesus ramas y recupere lo robado. En la India, y en sus zonas de in-

  fluencia, los animales y los sereshumanos se reparten el hambre como

buenos amigos. En general, y en particular, se reconoce el derecho de

  I()doser vivo a seguir vivo y se practica una equidad tan asombrosa

mmo espontdnea. En infinidad de ocasioneshe visto a zarrapastrosos de

,l'Olemnidadque esquilmaban suspaupérrimas escudillaspara alimen-trlr cuervos,palomas o mangostas. El agua no abunda, pero siempre se

dedica una parte de ella -cuando la hay-- a regar raquíticas floreci-

 Iltts plantadas en el umbral de la casa o en herrumbrosos botes de con-

 I't'rvas.Y no hablemos de las vacas, que por sí solas merecerían un libro

(1, quizd, una enciclopedia. Da gusto verlas deambulando a su aire por

  I'fltre los cochesy la gente, recostadasen lasfarolas, cruzando las calles

mando el semdforo sepone verde -de envidia, supongo- o tumbadas

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a la bartola en las proximidades de los ventiladores. Son simpdticas,majestuosas, bondadosas, inteligentes y condenadamente sociables. ¿Asanto de qué la tentativa de lavar el cerebroa sus amigos y propietarios

 para conseguir que las  degüellen? .Sobre las  ciudades vuelan incesantemente vertiginosos enjambres de

cuervos y buitres. De inofensivos cuervos, de cordiales buitres, que enmodo alguno responden a su leyenda negra, que no asustan, que no ata-can y que, por añadidura, desempeñan una doble fonci6n social: la deservir de eficacesbasurerosy la de ayudar a los parsis en su trdnsito car-nal y espiritual al otro mundo. Los monos campan por sus respetos y, amenudo, viven agrupados en antiguos templos donde no lesfaltan di-versi6n ni yacija ni techumbre ni pitanza. Por todas partes revolotean

 pdjaros de plumaje fastuoso que acuden sin receloa las  manos de losdesconocidos.Hasta los tigres de Bengala, cuyas enormes cabezas de toro

de lidia impresionan al más pintado, parecen ronroneantes gatazos pe-rezosos y caseros.  La India espobrey en sus ciudades faltan muchas cosasimprescin-

dibles, pero abundan en cambio losparques públicos donde los humi-lladosy los ofendidos se solazan, duermen, beben licor de bambú, dis-cuten y se revuelcan sobre la hierba. Más que parques son inmensos

 prados confrondosos drboles de descomunal perimetro. Las jovencitas ylas  viejecitas tejen hermosas guirnaldas conflores para mí desconocidas

 y las  venden a cambio de casi nada por las  calles.

Sobran los ejemplos, que podrian ser innumerables, y bastapor aho-ra con los mencionados. Los indios, a diferencia de nosotros,saben y ad-miten -no siempre viajan juntas las  dos cosas- que los hombres for-man parte indisoluble de la naturaleza y viven en armónico contactocon ella, prolongdndola prudentemente sin correrjamás la inciertaaventura de modificarla. Eso es todo: una existencia esencial, viéndoselas  carascon lo que importa. Más que de la separación entre el trabajo

 y el producto del trabajo, más que de'la aplicación deformulas abstrac-taspara medir y pesar, la dichosa alienación que tanto nospreocupaba

enlas 

nochesy luchas de París nace del divorcio de la naturaleza. Losindios son, por ello, hombres libres: no necesitan a Marx ni a Marcuse.Yarreglados van los comunistas si esperan engullir este bocado con las 

  facilidades que encontraron en la laboriosa China. Allí les dieron todohecho: eran carne de colectividad. El hueso cipayoserd mucho más durode roer.

[...] Aunque la India eselpaÚ de más ilimitada libertad que me hellevado a la boca, algo de puritanismo ilustrado made in England la

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envilece. Vttlga un solo ejemplo: en tres cuartas partes del territorio na-cional estdprohibido el alcohol -incluyendo la inocente cerveza- alos nativos, pero no a los turistas. Éstospueden encontrar drnica, refo-gio y discreción en ciertos escondrijos de los hoteles de lujo, donde entremoquetas y luces tenues un solicito barman de color tostado escancia

güisquis y ginebras. El ambiente espuro Raymond Chandler, aunque faltan las  rubias platino de zapatos gilda y rev61veren la entrepierna. Bromas aparte, no tiene ni pizca de gracia eso de que te obliguen a es-condertepara echar un trago (o, mejor dicho, que te confinen con hipó-critos modales de guante blanco en una especiede nevera racista). Yelloaunque beber en el trópico sea como exponerse a un guantazo de Cas-sius Clay. Los que empiezan a empinar el codoya no vuelven a bajarlo-la regla vale también para la coca-colay otros refrescosembotella-dos- y asi, poco a poco, se hacen 6t se ganan) oposiciones al derreti-

miento. Las mujeres de los europeos, además, se quejan de que sus ma-ridos utilizan la noche s610para dormir. Parece ser que la mezcla delcalor con el alcohol no esprecisamente un afrodisíaco.

[... ] ¿ Volvemos a Bombay? Volvamos. Fue allí donde por la brechadel candor se me colaron en los órganosde los cinco sentidos las  callesde¡tI  India. El impacto -que no colisión- seprodujo alrededor de la f/na de la tarde. Hacia las nueve de la mañana, ligeramente acojonado por lo sucedido en el aeropuerto 6t también, confesémoslo,por la negraimagen de la India vigentefoera de ella), había tomado la cobarde de-

risión depedir derecho de asilopor primera y última vez en un hotel derelativo lujo. Soy -de sobra lo sabéis- moderadamente tacaño y megusta, por otraparte, aplicar al pie de la letra aquello de «a donde foe-res,haz lo que vieres»,pero estaba tan agotado y desconcertado que, a

  pesar de la constante y agobiante disminuci6n de mis ahorros -me(/uedan en estosmomentos ochocientos sesenta dólares y nueve mesesde

 peregrinación por delante- decidí no reparar en gastos. Podía, portlfíadidura, permitírmelos: la habitación con baño, termo de agua he-¡flda y luz en la mesilla de noche que me ofrecieron en el hotel Nataraj 

(ostaba6t

esoque era doble) menos de cuarenta duros del mercado ne-gro. La cogí, entré en ellaprecedido y seguidopor una corte de mayor-domos,palafreneros y lacayos, distribuí generosaspropinas de a peseta,me desplomé en cuerossobre la cama y me hundí ipsofacto en un sueño,,,doroso, tenebrosoy mucilaginoso. Cuatro horas después me despertó el,¡!f'teode un pajarraco posado en el alféizar de la ventana. Me despere-d, me recompuse, bajé al vestíbulo, esquivé  las  zalemas de los botonesy"rmtrabandistas de divisas, disimulé al pasar junto al conserje (tengo

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siempre complejo de pelagatos y de no saber estar a la altura de las con-

venciones en los hoteles con porteros de librea y gorra de plato), me paré 

con fariseismo ante la vitrina de las gilipolleces libres de impuestos,

miré hacia la derecha y hacia la izquierda, y por fin, con un medroso

salto de costadillo, me zafé del aire acondicionado y busqué refogio en

el horno crematorio de las iluminadas y cegadoras tinieblas exteriores.Yalli, en ellas, durante losprimeros minutos y al hilo de losprime-

rospasos, nada. El orondo, petulante y encorsetado hotel Nataraj se en-

cuentra en pleno músculo cordial del paseo maritimo, que forma un

suave arco de muchos ki16metros de longitud al que los ingleses quisie-

ron convertir en puerta dorada de la península del Indostdn y de todo

su imperio asidtico. En el remate de la caminata, de hecho, brota

-como sifoera un oasis 6t en cierto modo lo es)-la legendaria Gate-

way ofIndia, que los lectoresde Kipling no habrdn olvidado. Es la zona

de losgrandes hoteles, de las villas de color castaño, de los mustios y re-venidos rascacielos,de algunos s6rdidos solares destinados a acoger Dios

sabe qué oscuros adefesios arquitectónicos y de los hombres de negocios

extranjeros que saltan de Cadillac en Cadillac y jamás pisan el cemen-

to· en ebullici6n de las aceras. Sólo un cañaveral huérfono y un mi-

núsculo nódulo de chabolerío demuestran que aquello es la India (digo

demuestran, y no recuerdan, porque el viajero, a pesar de todo, sabe

d6nde estd, lo sabe siempre -hasta en el saloncito kitsch de las bebidas

alcoh61icas- por algo esotérico e impalpable que flota en el ambiente).

Pero a pocas decenas de metros, a cinco minutos escasosde camino,estdn (o estallan) las calles... Simplemente las calles, las calles de la In-

dia, el agridulce corazón de Bombay con su diástole de vida y su sístole

de muerte, con su mercado cascabelero,su centellear, su alegría, sus ten-

deretes, sus perros amarillentos como chacales vagabundos, suspícaros,

sus patios de Monipodio, sus bamboleantes casas de madera, sus tropi-

llas de lustrosas cucarachasy de insectos xilófagos, susfranciscanos salo-

nes de té (una hornacina abierta en cualquier fachada, un servicial po-

sadero, varias teteras de aluminio, diez o doce tazas sin lavar, dosfilas

de clientes acuclillados), sus majestuosos ventiladores, sus bungalowsroidos por la humedad, sus transeúntes de ojos de carbunclo, sus miles

de restaurantes en los que todo -siempre- «estdacabado», suspozos y

ciénagas milagreras donde el agua se sirve gratis en cubiletes de latón,

sus vacas orejiquebradas en signo y olor de santidad, suspeatones con-

vertidos en dueños absolutos de la calzada, laspamemas de sus magos y

saltimbanquis, sus escudlidos santones todo codosy rodillas, sus cines de

hediondas fauces, sus vehículos de tracción humana y animal, sus esta-

72

ciones macilentas, sus amedrentados automovilistas, el sol lechoso, el

contrabando en las barbas de la policía, losgéiseresrojizos de la arqui-

tectura colonial...

 y punto. ¿Acaso no llevo miles de pdginas hablando de todo esto?

[... ] ¿ Volvemos a Benarés? Volvamos. Nada hay alli que no sea es-

trictamente individual e intransferible. Nunca se ve a dos personas ha-ciendo lo mismo. El chapuz6n en el Ganges es una eucaristía en la que

confluyen varias religiones diferentes. Se trata de un verdadero rito na-

cional y popular, fruto de la fe, del amor desinteresado tal y como lo

  propone la Baghavad Gita, y del respetohacia elpasado. En Benarés no

hay explotación del creyente, aunque sí de los escasísimos turistas. Los

  peregrinos duermen en el suelo, al raso,y sealimentan con lo que escon-

den sus alforjas o con lo que vende la tienda de ultramarinos mds cer-

cana. Nadie, foera de los mendigos, se aprovecha de la ciudad sagrada.

  No existe un solo edificio moderno ni una disposición municipal que()bligue al apuntalamiento de los templos en ruinas, ni un mecanismo

de control sanitario, ni la sombra de la huella de un proceso de inútil

transformaci6n en las caras, en los trajes, en losgestos, en las costumbres,

en el entorno rural o urbano. Progresar es conservar.¿Qué sentido tiene

lafatua tentativa -vuelvo a pensar en las luchasy en las noches de Pa-

rís- de modificar el mundo en vez de dedicarnos a profondizar en él

sin ponerlo en tela de juicio? Severa y consoladora lección: la más im-

  portante, sin duda, entre cuantas la India me ha entregado.

[...] Hablaba antes de las lecciones de la India y me gustaría aña-dir ahora que todas ellas se encierran en una y que esa solitaria lección

lo es de religiosidad. Estamos en el país de Nietzsche, en el país donde

no hacefalta eterno retornar porque los verbos han dejado de conjugar-

se. La religión esaquí una dimensión del espíritu que envuelve las de-

más sin anularlas y que se traduce en respeto de lo móvil y de lo inmó-

vil, del ser que repta y del que vuela, de la lluvia y del ritmo espontdneo

de las  cosechas,de los diosesy de las rocas... En respeto, sobre todo, del

individuo. Si la religi6n sepractica de verdad, sin hipocresía ni pala-

brería, como un gesto de autor hacia lo de abajo y hacia las alturas,como un estallido defoerza vital, como un método de libre reflexi6n so-

bre lo que somos y lo que nos rodea, como un camino defidelidad a las

raices, como «peregrinaci6n a lasfoentes», como afirmación personal,

como tensi6n dionisíaca, comopulsación heterodoxa, como salto por en-

cima de las bardas de nuestro corral, ¿por qué no aceptarla y practicar-

la?Mis orejeras ideológicas no me obligan a tanto. Yo soy desde ahora

un hombre religioso. Acostumbraos a ello. La India me ha curado de

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El camino del corazón Fernando Sánchez Dragó

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una ausencia que empobrecía mi espíritu. O mejor dicho: me ha ayu-

dado a entender y a desarrollar algo que intuí vagamente en una tarde

mdgica de la Filmoteca de París, hace dos o tres años, cuando vi en ella

la película Ordet. Me ha dado elfervor, la perspectiva, la afilada in-

trospecci6n, la viabilidad del recogimiento, la simiente de la lucidez.

  Las cuentas, en elfondo, cuadran, porque la India me ha confirmadolo que en su día aprendi leyendo a Hemingway y viendo laspelículas de

 Dreyer. Me ha enseñado a perseverar en la rebelión contra la muerte. Y 

el círculo se cierra aquí, puesto que la eternidad es sólo eso:perenne re-

beldía ante la muerte.

[...] No sé si la sobrehumana resistencia de los indios serd vencida.

  Los empréstitos internacionales, la propaganda del Vttticano, de la

Onu, de la Unesco, de la Fao,y otras lindezas por el estilopesan lo suyo.

 Es posible que los capitalistas y los comunistas, por separado o uniendo

susfoerzas y su maldad, se lleven el gato al agua y consigan meter en ve-reda a los últimos rebeldes. Es posible que el espejuelo idiota de los mi-

lagros económicos acabepor surtir efectoy que los herederosde Arjuna y

de Ashoka se vendan por cuatro doblones al mejor postor, lldmese éste

 Mao Tsetung o Departamento de Estado norteamericano. Esposible que

los envíos de cerealy de transistores sieguen enflor tanta anarquía, tan-

to motín, tanta incierta lucha. Sí, esposible ... Pero estoyseguro, salgan

las cosaspor donde salgan, que el choque serd enconado y que la mone-

da, por extraño que mi optimismo suene, sigue en el aire. Los indios no

han flaqueado hasta ahora. Entre ellos, hoy por hoy, no ha germinadoninguna semilla de ese ente de ficción al que llaman «progreso». y me

 pregunto: ¿por qué? La tierra del Indostdn no es más pobre que la de

Turquía, no estd sometida a una presi6n demogrdfica como la existente

en el archipiélago japonés, no tiene un clima peor que el de otras na-

ciones del sudeste asidtico, no ha sufrido una devastadora guerra colo-

nial como Camboya o Argelia, no ha pagado el pato de las represalias

nazis como Grecia... ¿Por qué, entonces, todos lospaises citados -y los

que no menciono- van saliendo de apuros poquito a poco mientras la

  India, sólo la India, únicamente la India en la vasta superficie del glo-bo, no consigue saltar por encima del listón de la mds negra miseria?

Pintan oros:los indios no levantan cabeza, en lo que a la economía

se refiere,porque no les da la real gana, porque obedecen a otro sistema

de valores,porque se sienten visceralmente unidos al pasado, porque no

viven sólo depan, porque son hombres libres, héroesde Dostoievski, sue-

ños de Nietzsche, individuos secularmente acostumbrados a utilizar la

cabeza sin por elloprescindir del corazón. Los ricachones occidentales y

74

los señorones comunistas -que son ramas del mismo drbol- pueden

llenarse la boca cuanto quieran hablando de «la necesidad y el deber de

ayudar al pueblo indio». Pero que no se llamen a engaño cuando les

den con la puerta en las narices, porque los teóricos beneficiarios de esa

ayuda no van, de momento, a aceptarla. y los cuchillos siguen en alto,

 por más que el mundo se niegue a escuchar elfragor de la batalla. Dosgrandes caminos tiene la humanidad ante si, que no son los convergen-

tes del capitalismo y el comunismo: el camino del progreso entre comi-

llas y el camino del libre, andrquico, entusiasta, independiente y, a la

vez, unitivo desarrollo individual. Los periódicos occidentales y los de-

mentes que nos gobiernan pueden cantar misa: el punto crucial de la

historia de nuestros días no se encuentra en los arenales del Oriente Me-

dio ni en los tremedal es vietnamitas. La línea Maginot de esta tercera

guerra mundial, ya declarada, pasa por los muelles de Bombay, por las

bocas del Ganges en Calcuta, por el aeropuerto de Delhi, por los lagosde Cachemira, por el ensayo general del leninismo en Kerala. Y a esos

escenariospienso acudir cuanto antes para convertir en toma y redoble

de conciencia prdctica mi caída del caballo a laspuertas de la India. La

lucha de los brahmines es mi lucha y de ahora en adelante me tendrdn

a su lado con armas y sin ellas. Desde aquí me atrevo a predicar entre

todos vosotros, amigos de otraspeleas, mi fantasmagórica cruzada. y, de

nuevo, me apresuro a curarme en salud: puede ser que el progresismo (o

la coartada del demonio) se salga al final con la suya. Por mi parte,

consideraré ese día como el del último adi6s y la definitiva catástrofe, ycorreré con Cristina, con mis gatos, con diez librosy diez discos, con el

borrador de mi primera novela y con losamigos que quieran acompa-

ñarme a la isla de Robinsón, a la torre de marfil, al arca de Noé, al cas-

tillo del Grial, a la cdlida, luminosa, infinita y última playa.

Yahora, adelante ... Podéis empezar a ponerme en salmuera.

(Fragmentos de la segunda carta de Dionisia in-

cluidos en las memorias de Cristina. Jornada del

12 de abril de 1969.)

La primera visita de Dionisia al país que iba a convertirse en

su segunda patria duró bastante más de lo previsto. El viajero

-hechizado, casi subyugada-- peregrinó sin prisa y sin pausa a lo

largo del Gran Tronco de las novelas de Kipling que recorre de

oeste a este todo el norte de la India y al hilo de ese camino real

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El camino del corazón Fernando Sánchez Dragó

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fue encontrando las mil caras del amor, del horror, de la vida y de

la muerte.

y así, entre otras muchas cosas y poco a poco, a tientas, de oca

en oca, de tropezón en tropezón, cayéndose, levantándose y vol-

viendo a caer, descubrió algo cuya existencia no sospechaba. Algo

que tampoco sus amigos conocían. Algo que no le habían enseñadoen el colegio ni en la universidad, ni en la escuela de las calles de su

infancia, ni en los confesionarios, ni en los púlpitos de las iglesias,

ni en las tertulias de las sobremesas familiares, ni en los veladores de

los cafés madrileños, ni en las bibliotecas, ni en los conciliábulos

progresistas, ni en las locas noches paganas de París, ni entre los bra-

zos de las mujeres, ni -menos aún- en las trincheras y barricadas

del frívolo mayo francés. Algo que nadie, ni siquiera Cristina, men-

cionaba. Algo que ya nunca podría olvidar y que siempre -en

cualquier ocasión, en cualquier paraje, a solas o acompañada-- leserviría de alivio en la desventura, le empujaría hacia la cumbre del

monte Carmelo y, sobre todo, le ayudaría a atravesar las noches os-

curas del alma.

Descubrió que hay, como mínimo, dos clases de seres humanos

en el mundo: los que pasan por éste sin romperlo ni mancharlo, sin

despeinarse (en el sentido taurino de la palabra), y los que buscan y

a veces encuentran seres, hechos y cosas invisibles e impalpables de-

trás de las aspas de los molinos.

¿Don Quijote y Sancho Panza? Sí, hasta cierto punto, pero noera ése el verdadero hallazgo, porque para un viaje tan elemental

servía cualquier alforja y bastaba con leer a Cervantes.

El verdadero hallazgo --el genuino descubrimiento- no se refe-

ría a la mera existencia de individuos dedicados en cuerpo y alma a

la dura tarea de aprender, de hacer camino, de recorrer hasta sus úl-

timas fronteras y consecuencias las rutas del conocimiento, sino al

raro talante de esas personas y a la peculiarísima índole de las rela-

ciones que se establecían entre ellas.

Dionisia, en una palabra, descubrió que los buscadores de teso-ros, los aventureros de la gnosis, los bichos raros, los seres anticon-

vencionales -como lo eran el Canciller de Estambul, el Camina-

dor Manchego, el Comerciante Sufí, el Tigre de Bengala y el

Motorista de Delhi- formaban parte de una trama oculta, de una

red invisible, de una especie de sociedad secreta, tan secreta que sus

miembros no se conocían entre sí, pero se reconocían -ahí el des-

cubrimiento y, también, el consuelo que de esa certidumbre se deri-

76

vaba- al verse, al olfatearse, al estrecharse la mano, al escucharse

recíprocamente, al coincidir en cualquier sitio.

En un consulado de España, por ejemplo, o entre las jaimas de

un campamento nómada, o en el mostrador de la aduana de un ae-

ropuerto, o en las proximidades de un hotel.

y esas personas, esos conjurados, además de reconocerse, se ayu-daban entre sí y, para ello, estaban siempre en el lugar estratégico o

aparecían en el momento oportuno.

Dionisia, para llegar a esa conclusión, necesitó tres meses de pe-

dregoso viaje a la intemperie y una notable cantidad de coscorro-

nes; pero a partir del instante en que lo supo -en que fue capaz de

percibir los sinuosos e indestructibles hilos (o, quizá, vasos capila-

res) que corrían entre esas personas, a las que ya consideraba sus

congéneres- perdió por completo el miedo a lo desconocido, si es

que lo tenía, y se transformó en un hombre dispuesto a todo. Abso-lutamente a todo, menos a lo que caso por caso pudiera reprochar-

le la conciencia.

y fue entonces cuando su viaje le estalló en las manos y se con-

virtió durante algún tiempo -sólo durante algún tiempo- en una

tormenta de libertad, en un terremoto de felicidad y en una orgía

de transrealidad.

Luego ...

Fernando Sánchez Dragó

d di t d d b t t t t i t id

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Abril y mayo

Capítulo IV

¿En qué parte del mundo, entre qué genteno alcanza estimación, manda y dominaun joven de alma enérgica y valiente,clara razón y fuerza adamantina?

JOSÉ DE EsPRONCEDA

-Venga, sometámoslo a votación... Que levanten la manoquienes crean que Katmandú es la ciudad más bonita del mundo.

Sonaron pitos y palmas. Era Dionisio quien llevaba la voz can-tante. A su alrededor o en sus cercanías, desperdigados sobre la hier-ba húmeda del ribazo que les servía de atalaya para contemplar el so-brecogedor espectáculo del crepúsculo que en aquel momentopintaba de rosa y oro las abruptas crestas y picachos del padre Hima-laya, una docena de jipis vistosamente disfrazados de sultanes, oda-liscas, almuédanos, santones, brujas y mendigos alborotaba la tran-quila superficie del silencio reinante en la colina. Tenían todos ellosedades comprendidas entre los veinte y los treinta años, eran en sumayor parte de origen europeo (aunque con algunas incrustacionesnorteamericanas y australianas) y, naturalmente, se entendían -a lafuerza ahorcan- en inglés.

Ocho o nueve manos respondieron a la invitación de Dionisio

entre las miradas burlonas de los escépticos. Eran mayoría. Kat-mandú recibió oficialmente el título de ciudad más bonita de latierra concedido por el gobierno títere de las diferentes comunida-des de jipis en el exilio. Se trataba de una decisión justa, que ni si-quiera los más ardientes defensores de las candidaturas de Venecia,Sana, Fez, Marrakech y Estambul se atrevieron a impugnar. El aca-

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-

¡orado y disparatado debate -constantemente imterrumpido por¡;Iirrefrenable tendencia a la anarquía de todos los participantes en(<1- había durado casi cuatro horas. Cuatro hor<1lsde grandes ri-liaS, de argumentos peregrinos, de fintas y de estocadas dialécticas,.Ie músicas de flauta, de redobles de tambor y de (canciones de losIlcatles y otros grupos similares grabadas en cintas magnetofónicasmade in Hong Kong y en Taiwán. Cosas y bromas; del hachís, que(ksataba las lenguas, el ingenio, la fantasía, el humor y las ensoña-ciones. Habían empezado a fumarlo -aquel día- antes de lo ha-bitual, durante la animada tertulia de sobremesa: que invariable-mente servía de postre y de digestivo a los usuarrios del pequeñorestaurante del Traveller's Hotel, y el tirón de los e!fectos de la dro-I',alos había arrastrado misteriosamente, de plaza e!n plaza, de tem-plo en templo, de esquina en esquina y de prodi!gio en prodigio,hasta la cumbre de aquella colina o mirador natUlral que ni pinti-

parado para sorber con los ojos, de un solo golpe, la blancura dela cordillera del Himalaya, sus poderosos diente$, el azul cente-lleante del cielo nepalés -sin parangón posible con ningún otrocielo de la tierra- y todos los detalles, todas las 'casitas de pardoadobe, todos los postigos de madera calada, tod<os los retales decampo verdes y ocres, todas las terrazas de los elllcharcados culti-vos de arroz, todas las piadosas comitivas de feliglreses y todos los;opetes escalonados y engalanados de los centenlares de templosd.elvalle de Katmandú. .

Dionisio había llegado trabajosamente allí -a aquel enclaveirrepetible e indescriptible, a aquel punto de sutUlra y de cortocir-;uito entre el diablo mundo y el Reino de los Ciielos, a aquel re-molino de religiones vertiginosas y de pasiones turmultuosas- cin-'o días antes, después de cubrir un itinerario surrealista que

arrancó a la hora de la siesta de la estación ferroviiaria de Patna, aorillas del Ganges, atravesó sin que el viajero tuvüese que enseñar;1pasaporte la casi invisible frontera entre la India y Nepal, le con-dujo -gajes y magia del autostop-- hasta la cabüna de la camio-neta de un sikh que se ganaba la vida transportamdo y cambala-

cheando de pueblo en pueblo mesas metálicas de $egunda mano yotros antiestéticos muebles de oficina occidenta¡} fabricados enCalcuta, le obligó a dormir tan ricamente en la c:hoza de piso detierra rojiza de un tibetano que dieciocho años amtes se había idoal exilio tras las huellas del dalai-lama y, por fin, después de vein-tinueve horas largas dando tumbos por las curvas yr bucles de la ca-

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-

El camino del corazón

t á lt d l ti t iáti l d itó t d l

Fernando Sánchez Dragó

d t ñ i id i i i ) l d i

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rretera más alta del continente asiático, lo depositó con todos los

tornillos de las articulaciones sueltos frente a la puerta del patio del

único burdel-clandestino, por supuesto- existente a la sazón en

Katmandú.

y Dionisio, que seguía aplicando a rajatabla el aforismo -ya

mencionado- de adonde foeres, haz lo que vieres, aprovechó la oca-

sión para pasar la noche allí en compañía de una rapaza con hechu-

ras y modales de princesa que aún no había cumplido los catorce

años y que no supo darle sexo, pero sí -yen abundancia- amor,

ternura, sentimiento, generosidad y, sobre todo, curiosidad, mucha

curiosidad.

Dionisio pagó con la misma moneda a aquella criatura de estir-

pe divina y entregó a la comadre que la alquilaba el precio previa-

mente acordado: un dólar de curso legal con la efigie del primer

presidente de los Estados Unidos de América. Luego, aún con el

olor silvestre y patricio de la muchacha impregnando su piel, seechó a las calles laberínticas de Katmandú con la misma fe, espe-

ranza y caridad que cinco semanas antes le habían incitado a salir

del Dak Bungalow pisando la primera y dudosa luz del día para

perderse, devorándolas, por las no menos laberínticas, pajareras y

promiscuas calles de Benarés.

Terceracarta de Dioni, fechada y echada al buz6n en Katmandú.

  La verdad: pone los dientes largos. Lo que en ella cuenta parece una

descripci6n del paraíso. ¿La India feliz? Seguramente. O, al menos, a

esa conclusi6n he tenido que llegar no s610por lo que me dice Dioni,

sino también oyendo y leyendo a Fernando, que gracias a Dios me lla-

ma a menudo por teléfono, estd constantemente al quite de mis cr6nicos

ataques de depresi6n e incluso, al enterarse de que su mejor amigo anda

 ya encantado de la vida por los riscosy tugurios de Nepa!, ha tenido el

detalle de remitirme una fotocopia de laspdginas dedicadas a esepaís

en lo que él-Fernando--llama su «cuaderno de apuntes tomados en

los cielos e infiernos que conozco».

 Mds adelante, quizá., incluiré algunos de esosapuntes en este tristediario, al que sigo tercamente empeñada en llamar «memorias», lo que

constituye un síntoma evidente de megalomanía, de melancolía y de

  falta de seguridad en mi pluma y en mi persona.

Fernando y Dioni separecen mucho física y espiritualmente, nacie-

ron en la misma ciudad el mismo día del mismo año (no sési he aludi-

80

do ya a esa extraña coincidencia en mis memorias), los dos son o quie-

ren ser escritoresy sus vidas han transcurrido -desde que se matricula-

ron en la universidad- por carrilesparalelos.

Pero Fernando siempre hace las cosasy llega a los sitios un poco an-

tesque Dioni. Ya Dioni, aunque no lo confiesey aunque la delantera

que le toma su amigo del alma seapor lo general mínima, casi inapre-

ciable, esole molesta. Los hombres, por mucho afecto que se tengan, son

siempre rivales entre sí. Al parecer no pueden evitarlo. Peor para ellos.

Fernando, de hecho, lleg6 a Katmandú por casualidad  (y, como de

costumbre, por un asunto defaldas. También en esoes el vivo retrato de

  Dioni) en abril de 1967, poco antes de que hicieran acto de presencia

en la ciudad losprimeros jipis, y luego volvi6 unos meses mds tarde.

Pero su visi6n y su versi6n de todo aquello coincide casi al cien por ciencon la de Dioni.

¿ y si la escuchdramos?

iVáyapor Dios! Ot~a vez ha vuelto a traicionarme el subconsciente.Escucháramos: plural mayestdtico... Como si, en efecto, estuviese gara-

bateando con letra de piojo estasmemorias no para mi coleto, sinoparaque losdemds las lean.

 No soy una papisa, no soy una reina, no soy un jefe de gobierno.

SO)\s610,Cristina: una mujer que espera, una mujer embarazada,

una mujer con tendencias depresivas, una mujer que dentro de nueve

días cumplird treinta añosy que a pesar de ello todavía no ha escritosunovela.

 Hondo suspiro de resignaci6n. Vista al cielo raso. Punto y aparte.Pero sí: escuchemos -en plural o en singular... Poco importa- lo

que Fernando escribi6  (y  nopublic6. Nunca publica nada) a prop6sito

de Katmandú en octubre de 1968. O sea: hace menos de seis meses.

Ya provecho la ocasi6npara reconocer que me gusta la forma de /!s-cribir de Fernando.

Chssss... ¿Me he vuelto loca?Dioni, si leyera esto, sepicaría. Enfa-

darse, lo que se dice «enfadarse», no. Pero sepicaría.

}á lo comenté antes: los hombres -pobrecillos- son así. Siempre

  jugando a soldados de plomo con sombrero de ala ancha y rev61veral

cinto en películas de Peckinpah.Ya todo esto,¿no serd que me gusta Fernando aún mds que sufor-

ma de escribir?

(Fragmento de las memorias de Cristina.

Jornada del 18 de abril de 1969.)

81

El camino del corazón

«Fue de repente" como un huracán No lo esperábamos El

Fernando Sánchez Dragó

»Así que todo para bien o para mal nos invitaba -e invitaba a

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«Fue, de repente como un huracán. No lo esperábamos. El

mundo o, al menos, nuestro pequeño mundo de entonces: latino,

europeo, occidental e incluso ligeramente soviético estaba como

aletargado ... y lo estaba, con el breve e infeliz paréntesis del existen-

cialismo, desde que en 1945 los señorones de las alturas habían de-

cidido dar por terminada la segunda gran guerra: cuatro lustros de

modorra provocada, seguramente, por el atragantó n de estertores,

sustos, vigilias y respingos que el entrechocar de las armas había de-

sencadenado en Londres y en Tokio, en Washington y en París, en

Trípoli y en Singapur.

»En eso aparecimos nosotros, los de entonces, los tránsfugas del

consumo, los nómadas del Milenio, los valedores de la última uto-

pía, el anverso de la pereza que por todas partes nos rodeaba o, me-

  jor aún, los santos inocentes que por culpa de su ingenuidad se van

derechitos al infierno.

»¡Qué época aquélla! Los Beatles se pusieron a escarabajear enLiverpool y entre bromas y veras desencadenaron la mayor revolu-

ción musical de todos los tiempos. Alain Delon, mientras tanto,

aprendía a congelar y perfilar su rostro de samurai bajo la batuta de

Melville. Jean Seberg emprendía su imparable carrera hacia el suici-

dio. Belmondo galopaba como un caballo cimarrón sobre los cien

metros lisos de las pistas de celuloide. Fran<;:oiseHardy cimbreaba

grácilmente la cintura al ritmo de su melena. Andy Warhol engaña-

ba a propios y extraños con el camelo sin cafeína ni proteínas del

 popo El agente 007, y me llevo tres, nos ponía los dientes largos a

toda una generación de reprimidos sexuales. Los argelinos seguían

dando guerra, e inclusive la ganaban, mientras el jesuitismo de Ha

Chi Minh, el napalm de los norteamericanos y la rústica barbarie

del Vietcong destruían palmera a palmera -y palmo a palmo- la

mitológica Indochina de Malraux. El modisto Courreges enfunda-

ba los cuerpos de las mujeres en estrambóticas armaduras de hojala-

ta que nos lo ponían aún más difícil. Los fotógrafos tomaban el po-

der, acicateados por las idioteces del señor McLuhan, y se

convertían en los nuevos inquisidores de la nueva Edad de Plata.

Brigitte Bardot prefería la piel suave de las focas a los músculos viri-les de Vadim. Y, sobre todo, el profesor Timothy Leary y la astuta

Mary Quant descorrían respectivamente los telones de la realidad

invisible y de los (por aquel entonces) no menos invisibles muslos

femeninos mediante la puesta en órbita del ácido lisérgico o LSD y

del aguardiente o droga dura de la minifalda.

82

-

»Así que todo, para bien o para mal, nos invitaba -e invitaba a

la Urbe y al Orbe- a cambiar de rumbo.

»Y es lo que hicimos. París, Nueva York, Londres y Roma per-

dieron bruscamente a nuestros ojos sus lentejuelas y su sex-appeal.

La búsqueda del nuevo Vellocino de Oro tenía que discurrir por en-

tre geografías inéditas, mágicas, exóticas, complementarias y -caso

de ser posible- también imaginarias. ¿Ydónde dar con ellas si no

las encontrábamos en Oriente, en el eterno y cíclico Oriente de

Marco Polo y de Vasco de Gama, de Aldous Huxley y de Christop-

her Isherwood, de Alexandra David-Neel y de Kipling?

»En cuanto a mí, exiliado a la sazón en Roma, tuve un pálpito

de futuro o, simplemente, una racha de buenos naipes y me antici-

pé por el canto de un duro de Alfonso XIII a lo que iba a ser nues-

tro porvenir inmediato. Hice las maletas, oteé el horizonte, olfateé

los vientos, torcí hacia el este y llegué, jadeante, ~ Katmandú cuan-

do en Katmandú sólo había nepaleses y montañistas extranjeros. Yfue lo que se dice un flechazo de banderillas de fuego puestas en la

cara del toro de poder a poder.

»Andábamos por las estribaciones de la primavera del año de

gracia de 1967 y el baile estaba a punto de empezar.

»De hecho, unos meses más tarde, frisando ya en las incipientes

barbas de lo que la historia ha decidido llamar mayo francés, volví a

la capital nepalesa y comprobé que todo había cambiado en su

vientre, en sus intestinos, en su corazón y en su periferia. Los nepa-

leses, por supuesto, seguían allí, entre divertidos y sorprendidos,

pero la ciudad se había transformado en un hervidero de jipis. El

pueblo de las flores -antes de emigrar a Goa, Creta e Ibiza si-

guiendo una trayectoria circular de retorno a los orígenes- se ha-

bía instalado con armas, bagajes, libros de Hermann Hesse y pipas

de la paz en el regazo de uno de los países más hermosos, alegres,

flexibles, acogedores y libertarios de la madre tierra. Aquello, de re-

pente, fue como la Umbría italiana en tiempos de san Francisco de

Asís, como las cuevas de los esenios en las orillas del mar Copto,

como el califato de Sherezade en las historietas de Las mil y una no-

ches. Los sueños se disolvían en humo y el humo pintaba instantá-neamente otros sueños en el aire. Teníamos la cabeza inundada de

pájaros. El mundo nos sabía a esperanza, a libre albedrío, a concor-

dia, a amistad, a dedos entrelazados ...

»La primera vez llegué en avión, como los tontos, empujado por

dos hélices y colándome a la remanguillé  por entre los torvos pica-

83

-

El camino del corazón

chos de las estribaciones del Himalaya. Venía de Benarés y, a pesar

Fernando Sánchez Dragó

diodía, buscábamos jovialmente un grifo en cualquier plazuela para

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y y, p

de ello, me sentí en seguida abrumado y embobado por el juego de

luces y de sombras chinescas que aquella cultura secularmente aisla-

da y encerrada en sí misma hasta muy pocos años atrás desplegaba

ante mis concupiscentes ojos de madrileñito descarado, fanfarrón y

palurdo. El país estaba prácticamente intacto, tal y como Buda lo

dejó. Su estructura respondía al esquema del tablero de ajedrez en elque cada casilla es un valle autónomo que forma palabras y frases

con los demás. Modus vivendi simultáneamente campesino y reli-

gioso. Culto hinduista a las vacas, sí, pero con la posibilidad de co-

mer carne de búfalo tras la forzosa dieta cuasivegetariana -que ad-

miro y respeto- de la India. Abigarrada mezcla de cúpulas y torres,

de mercadillos y cafetines, de diosas vivientes (y adolescentes) y

prostitutas más o menos sagradas, de guindillas tiernas oreándose

bajo el tibio sol de un micro clima en el que las nieves eternas del

Himalaya no impiden el crecimiento de los cítricos y de sombríasviviendas ocultas tras fachadas de color caqui, ventanucos siluetea-

dos con añil y celosías de madera bordada -que no simplemente

tallada- con pulso y ornamentación corintia de encaje de bolillos

extremeños.

»La segunda vez, en cambio, llegué a Katmandú por carretera y

me encontré -ya lo he contado- con una ciudad muy diferente.

Los jipis habían descubierto aquel paraíso de fantásticos yogures,

clima tonificante, libertad sin recortes y cannabis indica a discre-

ción, y se habían instalado quedamente en él con la suavidad de un

molusco en su concha.

»Bien recibidos, reconozcámoslo ... Los funcionarios de la emba-

  jada yanqui -una de las pocas existentes en la ciudad- iban de

guarida en guarida tratando de impedir que los avispados correvei-

diles locales vendiesen marihuana (o ganja) y hachís (o charas) a los

extranjeros, pero todas sus gestiones y presiones se iban al limbo o a

la papelera por el escotillón de un establishment  con triple túnica

budista, lamaísta e hinduista que, espoleado por muchos siglos de

tolerancia y respeto a la voluntad del prójimo, se negaba a utilizar

raseros diferentes para medir a las personas.»¡Oh, Katmandú, territorio libre de Asia! Trabábamos nocturnas

amistades en el Blue Tibetan, dejábamos que el amanecer nos sor-

prendiera y arrebujara entre conversaciones casi filosóficas y lentas

volutas de humo de narguile, nos acostábamos cuando ya el sol ilu-

minaba oblicuamente el Everest, nos levantábamos vencido el me-

84

-

diodía, buscábamos jovialmente un grifo en cualquier plazuela para

lavar en su chorro los calzoncillos y las axilas, deambulábamos luego

al tuntún por los zocos y las callejas distrayéndonos ante los escapa-

rates llenos de cosas absurdas o sopesando con aire de expertos en la

materia antiguos tankas budistas o sardónicas efigies del espeluznan-

te santoral tibetano y, por último, nos las apañábamos para que la

tarde se nos fuera en un soplo presenciando sin pestañear una cre-

mación desde las escalinatas del templo de Pasupatinah o zambu-

lléndonos en las tiñosas aguas de cualquier estanque sagrado para

cumplir con las abluciones de ritual o apalancando las posaderas so-

bre el suelo de los porches del villorrio de Badghaón para contemplar

distraídamente el trajín de los indígenas o deslizándonos con escalo-

fríos en el buche del alma hacia los pintorescos cubiles sin luz eléctri-

ca en cuyo interior urdíamos la liturgia colectiva del hachís.»

(Fragmentos del Cuaderno de apuntes tomados enlos cielos e infiernos que conozco, de Fernando Sán-

chez Dragó, incluidos en las memorias de Cristi-

na. Jornada del 18 de abril de 1969.)

El bautismo psicodélico de Dionisio -su primer encuentro

(casi una noche de bodas) con un alucinógeno- se había produci-

do al día siguiente de su llegada a Katmandú en la camioneta del

sikh.

El viajero se despidió a las seis de la mañana de la putita nepale-

sa de sangre aparentemente azul en el umbral del patio del burdel,

acomodó sobre sus hombros las correas de la mochila, se dirigió al

centro de la ciudad, se abrió paso a duras penas por entre la muche-

dumbre que a aquella hora abarrotaba el mercado, devoró con ape-

tito de adolescente una hamburguesa de búfalo y un enorme plato

de yogur verdoso en un tascucio ambulante, interpeló a un grupo de

chavales buscavidas sobre el precio y la ubicación de los hoteles para

  jipis más cercanos, se dejó conducir a uno de ellos --el Traveller's-

por un espabilado golfillo que trotaba delante de él, apalabrópor dos míseras rupias -alrededor de veinte pesetas- una minús-

cula habitación con paredes de madera y un ventano por el que

se veía el Everest, abandonó sus pertenencias sobre la cama, se lavo-

teó como pudo -prestando especial atención a sus baqueteadas

partes pudendas- en el grifo del patio del hotel, se echó nueva-

85

-

El camino del corazón

mente a las calles templadas ya por el calorcillo del sol de las nueve

Fernando Sánchez Dragó

doce jipis macilentos y amarillentos que miraron al intruso sin des-

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p y p

de la mañana, zascandileó a sus anchas por las vueltas y revueltas de

lo que empezaba a parecerle -la primera mirada es la única que

vale- nada menos que la ciudad más bonita de la tierra, se compró

un sombrero tibetano y una bufanda de lanilla babosa en el chirin-

guito de un mercero, y de repente, al doblar una esquina descon-

chada, se topó con un callejón de mala muerte rematado por una

especie de ensanche repleto de desperdicios, pajarracos y cascotes.

y allí, sin saber por qué, se detuvo y venteó al aire como un ti-

gre en busca de un venado. Su sexto sentido le avisaba de que había

moros en la costa, de que algo estaba a punto de pasar o -mejor

dicho- de pasarle.

Dionisio no era precisamente un cobardica, pero cierta inquie-

tud muy parecida al miedo se le metió en el alma. No duró mucho.

En seguida recurrió el viajero (y discípulo del Comerciante Sufí) a

la respiración abdominal en ocho tiempos y el truco, que no falla-ba, devolvió en el acto la tranquilidad a su espíritu e infundió en

éste los arrestos necesarios para que su titular se adentrara con fir-

meza en el territorio apache del callejón y desembocara ligeramente

aturdido y deslumbrado en el corral o más bien pocilga que lo ce-

rraba.

y lo único que vio -aparte de las paredes descortezadas y en-

mohecidas por los achaques de la edad y las inclemencias meteoro-

lógicas- fue el portalón de acceso a un pequeño bar en cuyo dintel

campeaba un mugriento rótulo de cinco letras: «Cabin».

Se trataba, evidentemente, de uno de los infinitos cubiles de ji-

pis que desde año y medio antes salpicaban la ciudad.

Dionisio empujó la puerta y se dio de narices con una acre tufa-

rada de denso humo. No se necesitaban muchas luces para llegar a

la conclusión de que aquello, literalmente, apestaba a hachís.

El viajero, a pesar de sus andanzas cosmopolitas, de las noches

de París y de su afición a lo estrambótico e hiperbólico, nunca lo

había probado.

y no por nada, sino -sencillamente- porque no se le había

puesto a tiro.En el interior del antro -a cuya tenebrosa penumbra se acos-

tumbraron muy pronto las pupilas de Dionisio- había, como úni-

ca pieza de mobiliario, una enorme mesa ovalada y rodeada por una

ristra de taburetes. y sobre ellos, con los ojos clavados en el más ne-

gro y remoto vacío, habían colocado sus huesudas posaderas diez o

86

j p y q

pegar la boca.

Tampoco, a decir verdad, estaban en condiciones de hacerlo. Dio-

nisio se percató inmediatamente de lo que allí se cocía, contempló

con ínfulas de perro viejo la escena, siguió con la mirada el movi-

miento de la pipa vertical de barro -luego se enteraría de que aque-

llo era un chilón- que corría pausadamente de mano en mano, y de

boca en boca, y sin decir ni pío se sentó en uno de los taburetes, pidió

al dueño del local una coca-cola y esperó a que le tocase el turno.

Cuando le llegó éste, mientras pensaba -Lunilla hasta el fin-

que se había encontrado con los caballeros de la Tabla Redonda

y que a lo mejor él era la reencarnación oriental del rey Arturo, se li-

mitó a coger la pipa con el desparpajo de quien ha repetido miles de

veces ese gesto, introdujo su boquilla entre el dedo del corazón y el

anular, cerró el puño, tapó su resquicio inferior con la palma de la

mano izquierda y aspiró con energía una bocanada de humo a tra-vés del hueco dejado por el pulgar y el índice.

Así lo hacían con sorprendente naturalidad los demacrados ca-

balleros de la Tabla Redonda y así lo hizo quien en aquellos mo-

mentos se creía su rey.

Dionisio lo aprendía todo con facilidad. Siempre había sido un

buen estudiante.

Contuvo la respiración, dejó que el humo de la hierba se incor-

porara a su riego sanguíneo a través de los alveolos y venillas de los

pulmones, lo soltó por el doble canal de las fosas nasales, se conce-

dió una brevísima pausa y repitió con brío la operación.

Luego pasó educadamente la pipa al jipi del taburete contiguo,

dejó que transcurrieran dos o tres minutos de procesión interior, se

sintió raro, pensó que estaba metido en el cuerpo de una medusa

gelatinosa, se levantó tambaleándose pero sin perder la compostura,

salió del lóbrego local en busca de aire fresco, lo encontró entre los

escombros y detritus del patio, se sentó rodeado por ellos sobre un

incómodo pedrusco y...

Abracadabra: de repente ya no estaba él, Dionisio, allí ni a su al-

rededor hervía un vertedero de chatarra, mondas, despojos y mate-rial de derribo, ni existía en los valles del Himalaya una ciudad he-

chicera que se llamaba Katmandú, ni corría el año de 1969, ni

estaba a punto de terminar la década a la que ya habían colgado al-

gunos listillos de la prensa el sambenito de prodigiosa, ni muy lejos,

en una pequeña capital de provincia de un país dudosamente euro-

87

El camino del corazón

peo, una mujer morena al borde de su trigésimo aniversario aguar-

Fernando Sánchez Dragó

Y, una vez allí, se desnudó a tientas, refrescó el gaznate con un

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daba con los ojos tristes -mientras escribía sus memorias y daba

clases de literatura en un instituto de segunda enseñanza- el pro-

blemático regreso al hogar del hombre de su vida.

No. Todo eso era sólo una nube, una mentira de los sentidos, un

trozo del velo de Isis, un rebaño del Quijote, un cristal de calidos-

copio, un recuerdo volátil de máscaras, chiribitas, artificios y apa-riencias.

Porque, efectivamente, ya no estaba él, Dionisio, allí, en aquel

estercolero, sino en un cortile encantado de la Florencia de los Mé-

dicis con una hermosa fuente de mármol de Carrara teñido por los

chafarrinones verdes de la humedad y, en su centro, un surtidor de

agua del Arno escupida por la boca de un amorcillo de Verrocchio.

y de esa forma, y entre otros hallazgos, Dionisio volvió a descu-

brir -como paso a paso, y encuentro a encuentro, lo había hecho

al hilo del Gran Tronco del norte de la India- que existen eri estevalle de lágrimas cosas, situaciones y seres teóricamente invisibles,

pero agazapados, para quien pueda y quiera percibirlos, detrás de los

borregos de los rebaños y de las aspas de los molinos.

El aprendiz de brujo permaneció allí y así -inmóvil, absorto,

demudado, ajeno a la realidad palpable e inmediata- hasta que el

sol empezó a ponerse por algún confuso punto del horizonte y

bruscamente cayó el frío. .

¿Fueron -minuto arriba, minuto abajo- seis horas de trance

según las manecillas del reloj?

Sí, lo fueron, y así lo reconocería siempre Dionisio al evocar en

público las quisicosas y entresijos de su primera incursión en el ex-

traño mundo de las drogas y tripis alucinógenos.

Pero el viajero sabía que en realidad -o, mejor dicho, en trans-

realidad- había permanecido en éxtasis, acunado por el silencio y

la soledad sonora de aquel cortile renacentista de la Florencia de los

Médicis, por lo menos un siglo largo de antitiempo cósmico.

A pesar de lo cual, y de la borrachera de trascendencia y misti-

cismo que le empapaba y le zurraba el alma, atinó a levantarse del

pedrusco, a dar con la boca de salida del callejón, a caer en la cuen-ta de que estaba en Katmandú y de que corría el mes de abril del

año de 1969, a recordar a Cristina sintiendo ganas de verla para

contarle lo sucedido y a encontrar entre dos luces el camino de re-

greso hasta su habitación con paredes de madera y vistas al Himala-

ya en el Traveller's Hotel.

88

g

sorbo de coca-cola tibia, se desplomó sesgadanlente sobre la cama y

se quedó dormido en el acto.

¿Dormido? Sólo hasta cierto punto, porque aquella noche visi-

taron al viajero todas las deidades de las tres religiones nepalesas.

O, por lo menos, así interpretó su atribulado espíritu el dantes-

co zafarrancho de combate que hasta el amanecer invadió y animó

sus sueños.

Al día siguiente, sin embargo, el guardián de un templo bon

perdido entre los desfiladeros de las montañas le bajaría las ilusiones

y la fiebre explicándole que en realidad  -fue ésa la expresión que

utilizó- no le habían visitado los dioses, sino los cuerpos sutiles y

las proyecciones astrales de los bonzos y lamas todavía no reencar-

nados que vagaban por el éter de aquellos valles y tenían la cortéscostumbre de allanar por las noches las moradas de los sueños de los

huéspedes distinguidos, y recién llegados al país, para darles la bien-

venida.

Dionisio aceptó de dientes afuera la explicación del vigilante,

pero en su fuero interno masculló un eppur si muove y siguió con-

vencido de que, si no todos, bastantes de los miles de dioses de la

cosmogonía y mitología nepalesas habían celebrado un singular y

vistoso cónclave alrededor de su cama.

El primero en llegar fue, naturalmente, Shiva.

Shiva el Bailarín, Shiva el Funámbulo, Shiva el Revoltoso y To-

dopoderoso, Shiva el de las Mil Mujeres.

Y Dionisio, sin despertarse, se arrodilló ante él, lo adoró y pensó o

soñó: «¿Estás aquí? ¿De verdad eres Tú, Shiva, mi dios favorito, mi

  jefe, mi maestro, mi pauta, mi paño de la Verónica, mi acreedor, mi

Excalibur, mi Jesús del Gran Poder? ¿Cómo ser digno de ti, cómo imi-

tarte, cómo lograr que anides en mi pecho, cómo fundirme contigo,

cómo seguir tus enseñanzas, tus pasos y tu ejemplo? Eres simultánea-

mente Creador y Destructor, principio y fin de cuanto existe, cuna y

fosa de lo que no existe. ¡Oh, duende fugitivo, Pimpinela Escarlata demis soledades y mis insomnios que aquí apareces y allí desapareces re-

velándote o escondiéndote a tu antojo bajo la apariencia tangible o la

antimateria visible de tus infinitos y contradictorios avatares! Eres,

Bhairav el Cruel, y Buteshvara el Látigo de los Demonios, y Rudra el

Cadáver, y Mahadeva el Dadivoso, e Ishwara el Opulento, y Pashupa-

89

El camino del corazón

ti el Domador de las Bestias, y eres -sobre todo aquí, en el Territorio

Fernando Sánchez Dragó

¿Tan sólo? Sí, tan sólo, pero en Oriente no existe el tiempo.

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de los Valles Sagrados que ahora me acoge, yen toda la luminosa y te-

nebrosa geografía del hinduismo- el dios Príapo, el Gran Señor del

Falo, el Supremo Hacedor y Responsable de los cientos de miles de

"lingas" que desenfundan su hercúleo y adamantino bálano de roca

viva en cientos de miles de santuarios, de ermitas, de plazas, de sopor-

tales, de puertas, de surcos, de lagunas, de hornacinas, de cemente-rios, de edificios públicos y privados, de humildes mesillas de noche,

de ostentosos y palatinos tálamos, de fétidos catres de lupanar barato

y también, pues a tanto llega tu misericordia y tu capacidad de com-

prensión, de entrepiernas musculosas y peludas, pero exangües, flojas

de remos y desprovistas de virilidad».

Así oró Dionisio en presencia del más dionisíaco de los dioses y

Shiva premió su devoción, su pasión y su exageración enviándole,

como segunda visita de aquella noche macbethiana, nada menos

que a la Kumari Bahal, enésima reencarnación de la Virgen Kanya---que es a su vez una de las sesenta y dos manifestaciones de Parva-

ti, la esposa de Shiva- y núbil deidad viviente que deja de serlo

cuando la alcanza el don o la maldición de la pubertad.

y es entonces, sólo entonces, cuando los hierofantes, los viden-

tes, los exorcistas y los astrólogos abandonan sus morabitos, sus ta-

lleres y sus torres de marfil, y se echan a los caminos, y van de pue-

blo en pueblo, de calle en calle y de casa en casa con sus linternas de

Diógenes hasta que por fin localizan a la nueva Kumari --en la que

confluyen treinta y dos sutiles requisitos, sin contar el de la perfec-

ción física- entre las muchachitas impúberes del clan de los Sakya,

especializado desde la noche de los tiempos en el oficio y ejercicio

de la orfebrería.

y tallado en oro puro por Benvenuto Cellini -o, quizá, en ori~

calco,como las perdidas joyas de la Atlántida- se diría que está, en

efecto, el rostro de la joven diosa tal y como a veces se muestra a las,

voraces miradas de los curiosos que llegan, guiados por el golfillo de

turno, hasta el humilde patio del kumari chowk o gineceo de la dei-

dad plantado en la yema del zoco de Katmandú, y allí entregan

pomposamente una rupia a su desharrapado introductor de emba-  jadores para que parlamente con la Macarena nepalí y acceda ésta a

entreabrir la celosía de la ventana de su escondrijo y a asomarse por

ella, desvelando así el misterio y la impenetrabilidad de su presen-

cia, y de su esencia, durante la milésima parte de la centésima parte

de una décima de segundo.

90

-

Dionisio había atisbado ya las celestiales facciones de la diosa

aquella misma mañana, poco antes del estoconazo del mediodía y

del encontronazo en el Cabin con el humo eucarístico del grial de

barro de los caballeros de la Tabla Redonda, y de ahí que la recono-

ciera en el mismo instante en que -invocada, aleccionada y mane-

  jada por Shiva, su esposo y señor- apareció como una primaverale Botticelli o una anunciaci6n de Fra Angélico junto a su cama y,

después de desnudarse sin despegar la boca, se introdujo a duras pe-

nas en el ceñido hueco de su saco de dormir.

y Dionisio, que era un buen entendedor de esos que no necesitan

ni tan siquiera medias palabras, no mordió el anzuelo ni cayó en la ra-

tonera, no repitió mecánicamente lo que había hecho al manifestárse-

le Shiva, no se arrodilló ante la recién llegada ni la adoró; ni juntó las

palmas y los dedos de las manos a la altura del entrecejo mientras in-

clinaba la cabeza, ni se dedicó a musitar letanías, salmodias y oracio-nes. No. No era eso -saltaba a la vista y a los demás sentidos- lo

que la voluntad de los pobladores del Reino de los Cielos le pedía. No

iban por ahí los tiros, pero cuidado: tampoco deseaban -y Dionisio

lo sabía, lo sentía, lo intuía- que su cuerpo y el de la Kumari jugasen

al amor en él sentido sexual y convencional de la palabra.

Lo que los dioses y el resto de los habitantes del más allá querían,

lo que todo el macrocosmos ordenaba por unanimidad, lo que

Shiva, y Bhairav, y Buteshvara, y Rudra, y Mahadeva, e Ishwara, y

Pashupati, y los cien mil avatares de la segunda persona de la Santí-

sima Trinidad del hinduismo imperativamente pretendían era que

aquel huésped extranjero y distinguido (¿por qué, por quién?) prac-

ticase con la delicada, afiligranada e inmaculada madonna de Kat-

mandú -Dios te salve, Kumari, llena eres de gracia- el vértigo

místico y la mística locura de la cópula tántrica, que no es (como

muchos occidentales creen en su infinita depravación y presuntuo-

so despiste) suplicio de Tántalo, sino venturanza y complacencia

casi absolutas, a pesar de que el rito obliga al Esposo y a la Esposa

-noche tras noche, año tras año, lustro tras lustro- a yacer juntos

y desvestidos amándose intensamente, sí, pero sin esperar nada acambio ni permitir que el roce inevitable de los cuerpos y su no me-

nos inevitable y recíproca atención desemboque en caricias, en re-

tozos, en besos y efusiones, en lujuria y morbo, en penetración y fe-

cundación.

Lo mismo, aproximadamente, mandaban los cánones de la poe-

91

-

El camino del corazón

sía trovadoresca, y el código de amor del dolce stil nuovo, y las leyesd l d t b ll í l t b á d l b d d l Ci l l I

Fernando Sánchez Dragó

Entonces dijo:j l id b d i

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de la andante caballería, y el tobogán de las bodas del Cielo y el In-fierno, y fue seguramente por esas referencias culturales -genio y

literatura hasta la sepultura- por lo que a Dionisio no le pilló dcnuevas la despótica pretensión de los dioses nepaleses ni la desaira-da y difícil situación en la que éstos le habían colocado.

y cumplió, vaya si cumplió, que no era el viajero (y fugitivo detodo) hombre que se arredrara con facilidad ante los despropósitoso las circunstancias desprovistas de precedentes ni que escurriese el

bulto o volviese la cara ante una mujer en el tálamo ni en ningunaotra parte.

Se amaron, pues, sin cohabitar, sin que los sentidos ni las pasio-nes sirvieran de coartada las unas y de cauce los otros al flujo de eseamor, y la Kumari --entre silencio y silencio, entre vacío y vacío,entre arrobo y arrobo, entre cabezada y cabezada- materializó y

escenificó por arte de birlibirloque ante las dilatadas pupilas y losespantados ojos de Dionisio todos y cada uno de los detalles de laceremonia iniciática a la que tuvo que someterse en el atrio del mi-núsculo templo destinado a servirle de morada después de haber sa-lido airosa de las treinta y dos pruebas anteriores y, por así decir, deordinaria administración.

y de este modo vio Dionisio, como en su momento los habíavisto la Kumari, horripilantes monstruos, carátulas terribles festo-neadas de calaveras, hombres disfrazados de demonios, demoniosdisfrazados de hombres, belicosos arcángeles, diabólicas sacerdoti-

sas ataviadas con túnicas de fuego, cegadoras explosiones, entrecho-car de armas desconocidas, estruendosos carros de combate y, dis-tribuidos por doquier, a la buena de Satán, sanguinolentos cráneosde búfalos, pestilentes tinajas repletas de vísceras palpitantes y co-rrompidos cadáveres de alimañas sin los ojos en sus órbitas.

Dionisio sufría, jadeaba, procuraba respirar abdominalmente enocho tiempos y en defensa propia, sudaba sangre como un hijo deDios crucificado y pedía, silenciosamente, inmediata piedad a laKumari.

Ésta, cerúlea, observaba con un crispado rictus de ferocidad a sucompañero de cama y de aquelarre hasta que de repente, sin aviso,volvió el color y el candor a su rostro, se dulcificaron sus purísimasfacciones, dio a entender con los ojos que la representación habíaterminado, chasqueó los dedos, ahuyentó con ese gesto de chulapaa los fantoches del Maligno y tras la tempestad vino la calma.

-Extranjero, olvida cuanto acabas de ver, porque no existe. Es,~610el fruto de tu miedo, la evanescente proyección de tus terrores,la sombra de la sombra de tu angustia.y Dionisio no pudo evitar el recuerdo de tres líneas del poema

dcdicado por Kavafis a Ítaca y lo silabeó con alivio y en sordina:

-A Lestrigones ni a Cíclopes / ni al airado Poseidón / hallardsnunca / si no losllevas dentro de tu pecho, / si no es tu alma quien anteli  lospone.

-¿Has dicho algo? -preguntó la Kumari.-No -contestó Dionisio-. Habrá sido el viento.La doncella siguió:-Allora, tranquilizado ya tu espíritu y templado su acero por

lasimágenes que acabas de contemplar, me gustaría contarte lo mis-mo que me contó el sumo sacerdote del templo de Pasupatinah al

Jesvanecerse las visiones de la ceremonia de mi iniciación.-¿Sólo vas a contdrmelo?La Kumari, sorprendida, se rio y dijo:-¿Quieres que, además, lo represente ante tus ojos? ¿No te

conformas con lo que has visto? Eres muy fuerte, extranjero. Quelos dioses de tu patria te ayuden a conservar la entereza de tu áni-mo.

-No sé si soy fuerte, Kumari, pero me gusta llegar hasta el fon-do de todo lo que empiezo.

-¿Aunque sea a través de los sentidos? Poco sabes, si no sabes

que éstos mienten.-La mentira es una de las mil caras de la verdad.-Mentira.-Verdad.Los dos -el chico y la chica, el buscador de tesoros y la monja

de clausura que ya los había encontrado- rompieron a reír. Rompieron, sí, entre lágrimas y a mandíbula batiente.Luego, cuando de las carcajadas sólo quedó una sonrisa, la Ku-

mari dijo:

-De acuerdo. Pediré a Shiva que escenifique para ti lo que voya contarte. Yo no tengo esos poderes. Soy sólo una diosa menor ymi tiempo, además, está contado. Pronto descenderá la sangre a mi

 yoni y me convertiré en una mujer como las demás.

93

-

El camino del corazón

-¿En un ama de casa?Sí supongo que sÍ Pero no nos distraigamos Dentro de un

Fernando Sánchez Dragó

-Todo nace del agua -dijo la diosa- y también Nepal surgiól l t l l i l i l tá i

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-Sí, supongo que sÍ... Pero no nos distraigamos. Dentro de unpar de horas amanecerá, veremos el Everest por ese ventano y yo de-sapareceré de tu presencia.

¿Cómo sabía que la única abertura de la habitación daba a laGran Cordillera y enmarcaba, precisamente, el más agudo y alto de

sus picos?Dionisio se encogió de hombros después de formularse la pre-

gunta, pero no tardó en conocer la respuesta.La Kumari estaba diciendo:-De todas formas no te preocupes, extranjero. Lo que ahora

vas a escuchar ...-Ya ver. ¿O no?-y a ver, siempre y cuando Shiva dé su consentimiento.-Lo dará.

-¿Cómo lo sabes?-Porque yo soy Shiva, Kumari, del mismo modo que tú tam-bién lo eres.

-Tienes razón, extranjero. ¿Dónde has aprendido esas cosas?Aquí sólo las conocen los lamas, los bonzos y los brahmines. ¿Haybrahmines en tu país?

-Los hay en el camino que recorro.-Ojalá encuentres a lo largo de él felicidad, fortuna y sabiduría.-Kumari ...

-----Sí.

-¿Qué ibas a contarme?-El nacimiento de Nepal. Escucha y mira.Dionisio cerró los ojos y colocó las manos sobre sus orejas. Tam-

bién sabía eso. Sabía que para ver no hay que mirar y para oír nohay que escuchar. Los sentidos distraen, en el mejor de los casos, y--en el peor- equivocan.

Al pensarlo, sonrió... Se lo había explicado precisamente unbrahmín, varias semanas atrás, mientras tomaban frente al crepúscu-lo una taza de té hervido en leche con aroma de clavo y cardamomo

en el porche de un bungalow de la austera Guest House de los des-filaderos de Ajanta y Ellora.La voz de la Kumari se alejaba y enfoscaba a medida que su rela-

to se iba haciendo cada vez más nítido, cercano y convincente. For-mas, colores, perfiles y bultos aparecían poco a poco en la cara in-terna de los párpados de Dionisio.

94

-

.lc un lago tan azul y luminoso como el cielo que está por encimadel cielo. Su linfa colmaba el valle de Katmandú en la aurora de losIicmpos y sobre su superficie, antes de que Brahma inspirase los Ve--

das,flotaba una extraña flor de loto con un halo de luz opalescenteque ponía los pelos de punta, la piel al rojo y el corazón en vilo a

quienes se atrevían a ensimismarse y a hundirse en su contempla-I'jón. Fue allí y entonces, según las sagradas escrituras de quienes si-I',uenel camino señalado por un príncipe de estas tierras que se lla-Illaba Sakyamuni, cuando se produjo la primera manifestación1:l11gibley visible del swayambhu o buda primordial.

Dionisio veía el lago, el séptimo cielo, la flor de loto y su luz:t1.ulenca.Se tocó el pelo, y lo tenía de punta. Rozó con el dorso dela mano su piel, y ardía. Escuchó su corazón, y galopaba.

La Kumari seguía con su historia:

-Tan hermoso era el lago, tan cautivador su entorno y tan pu-  jante y deslumbradora la llama que -inextinguible- se retorcía ytremolaba en su centro, que no tardó en acudir a su reclamo, cobi-

  jándose en las cuevas de los alrededores, una festiva, gesticulante ypintoresca muchedumbre de individuos con vocación de frailes, deascetas, de místicos, de yoguines, de penitentes, de brujos, de pito-nisas, de hetairas y mozas del partido y, naturalmente, de chulos,bribones, pillos y golfantes, que siempre la santidad y el trajín litúr-gico han hecho buenas migas con las juntas de pícaros y la gramáti-ca parda. Y venían casi todos aquellos peregrinos con ofrendas de

;ste mundo engañoso que nos rodea, tales como escudillas de arroz,c;azuelasde yogur, cacharros de cobre, pétalos de orquídea, mone-das de otros siglos y de otros valles, instrumentos de música, table-ros de ajedrez, joyas, talismanes, pergaminos, calendarios, estatui-Itasy muñecos concebidos para ejercer las artes de la magia blanca,botellas de licores tornasolados, documentos escritos en hojas depalma y, sobre todo, polveras destinadas a amasar y contener la pas-ra de púrpura que simboliza y denota la presencia de la divinidad enla anatomía de las imágenes sagradas, en los altares, en los ponches

de los templos y en las personas. Otros peregrinos, en cambio, lle-~aban con las manos y las faltriqueras vacías por culpa de la inopia,(¡uesiempre ha sido moneda de curso legal en estos valles, o -sim-plemente- porque preferían rendir homenaje a sus dioses sacrifi-cando entre los juncos y sobre la arena de las orillas del lago, o in-cluso dentro de sus aguas, pollos, palomas y búfalos en pos de un

95

-

El camino del corazón

doble fin: el de recabar, por una parte, el visto bueno de los Inmor-

tales en vísperas de un funeral de una boda de la firma de un

Fernando Sánchez Dragó

recuerda, forastero, que todos los picachos de la cresta del Himala-

ti f d l ill ) f i t lá d l di d

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tales en vísperas de un funeral, de una boda, de la firma de un

acuerdo mercantil o de la colocación de la primera piedra de un edi-

ficio, y el de apañárselas -por otra- para romper el hilo de las ca-

denas y condenas kármicas del animal sacrificado, brindándole así 

la oportunidad de renacer o de volver a renacer en el cuerpo de un

ser humano. y fue allí, extranjero que has venido para turbarme,donde por decisión divina brotaron una mañana miles de stupas...

Y, efectivamente, miles de stupas o de templetes cónicos con he-

churas de campana hincados como una joroba en sólidos pedestales

de piedra o de mampostería brotaron también en el calidoscopio de

la cara interna de los párpados de Dionisio, que no pudo reprimir

un pestañeo de sobresalto, y era éste natural, más que natural, in-

cluso un poco sobrenatural, habida cuenta de que cuatro pares de

ojos indeleblemente pintados en el fuste cúbico de esos menhires

budistas escrutan de día y de noche el mundo en todas las direccio-nes de la rosa de los vientos, y de que, en consecuencia, el viajero

sentía como si sus propios ojos se hubieran multiplicado por dentro

como una ameba, como una célula, como una metástasis cuyos ten-

táculos capaces de ver,aunque no de mirar, se extendieran hasta el

occipucio y hasta las dos mejillas. Yeso le inquietaba y le aturdía.

- ... y entre esos stupas, como una bandera de espiritualidad

plantada en su centro, brotó también el de Swayambhunath, ador-

nado (tal y como mandan las normas de la arquitectura sagrada en

el tantrismo lamaísta) por trece espirales ascendentes, pues trece son

también los escalones del conocimiento en el budismo, y rematado

en su copa por una especie de sombrilla con faldellín, símbolo de la

frescura y de la anchura del nirvana.

Y ya Dionisio se desperezaba y estiraba sus músculos con inaca-

bable holgura en el regazo de tan portentoso lugar, mientras su la-

ringe, su tráquea y sus pulmones aprovechaban la ocasión para dila-

tarse y embriagarse -inspirando y espirando abdominalmente en

ocho tiempos- con la fragancia del aire inmóvil que allí reinaba, y

ya la Kumari, sin rozar a Dionisio ni siquiera con el soplo de su di-

vina respiración, se deslizaba hacia el punto final de la epopeya.Dijo:

-y ahora, extranjero, olvídate del lago, de la flor de loto, de las

muchedumbres, de las ofrendas, de los sacrificios y de los stupas, y

clava con energía tu tercer ojo en la Gran Cordillera que nos separa

del Tibet, porque allí, en el borde superior de su alta dentadura (y

96

-

ya tienen forma de colmillo), fueron instalándose los dioses, cada

uno en su respectiva cumbre, y siguen en ellas, y desde ellas nos vi-

gilan y protegen, y hacia ellas nos llaman con gesto simultáneamen-

te grave, firme y cordial, cuando nos llega el momento de la muerte

para que el espíritu se desprenda sin demora de sus atadurascorpo-

rales y de un salto, como una exhalación, suba desde la cima de este

valle de lágrimas hasta el último peldaño del definitivo conoci-

miento.

La voz de la Kumari se había ido adelgazando, adelgazando,

adelgazando, hasta quedar convertida en un susurro, en un hilo de

plata, en una profecía del silencio.

Dionisio, mientras tanto, revoloteaba y planeaba por entre los

cabezos y copetes de la Gran Cordillera.

-y el primero en llegar --decía, ya casi inaudible, la voz de la

Kumari-fue Chomolugna, que inmediatamente se percató de quetodos los colmillos de la Celestial Dentadura estaban a su disposi-

ción y en el acto, como no tenía un pelo de tonto, decidió instalar-

se en la cúspide del monte Sagamartha, que en nepalés significa

Ceja de los Océanos y al que los hombres de tu raza, extranjero,

suelen llamar Everest.

Dionisio columbró en la cara interna de sus párpados, tal y

como lo había visto dieciocho horas antes entre los tankas y graba-

dos expuestos en la vitrina de un anticuario del zoco, al mismísimo

dios Chomolugna cabalgando y guiando un león de crin y piel

blancas por el caprichoso laberinto que forman las crestas, los ven-

tisqueros, las nubes y los arreboles del Himalaya.

-Después vinieron Shiva y su consorte Parvati, a la que no ten-

go por rival, sino por amiga -añadió la Kumari-, y eligieron

como morada, y como tálamo, y como escenario de sus trapison-

das, y como cuerda floja para sus funambulismos, la cumbre del

Gauri-Shankar ...

El extranjero, metido hasta la cintura en el saco de dormir y re-

costado sobre la pared de madera sin desbastar, bostezaba.

- ... mientras en el Ganesh-Himal (ya lo dice su nombre) seinstaló el hijo de Parvati y de Shiva, cuya curiosa efigie con c~erpo

de varón y cabeza de elefante habrás visto seguramente en muchos

templos.

Dionisio -que ya no estaba hipócritamente recostado, S1110

abiertamente acostado- dio un respingo y bisbiseó:

97

-

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El camino del corazón

forma de vivir y de alcanzar aquí abajo la felicidad y la libertad, sino

también una herramienta de perfeccionamiento para acercarse a la

Fernando Sánchez Dragó

del laberinto, oyesel chasquido de la cerradura a tus espaldasy ya todoconsiste en resbalar enpermitir que los vientos te lleven en dar banda

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también una herramienta de perfeccionamiento para acercarse a la

muerte con los ojos limpios, el corazón en paz y la frente levantada.

Esas personas -las gentes del camino- moraban permanente-

mente en él y era, a decir poco, fantdstico (así lo definía Dionisio)

conocer a una de ellas en cualquier sitio más o menos inaccesible y

disparatado, compartir en él penas y alegrías, divertirse o aburrirse

  juntos y separarse un buen día, yéndose el uno hacia el norte y el

otro hacia el sur, pero aliviados ambos en el desasosiego de ese adiós

por la certidumbre de que más pronto o más tarde, fatalmente, em-

pujados hacia esa cita secreta por la lógica interior de su inquebran-

table nomadismo y por la inercia exterior de las antiguas leyes y del

no menos antiguo código de conducta vigentes en el camino y en-

tre los trotamundos, volverían a encontrarse en otro punto del glo-

bo más o menos inaccesible y disparatado -a un tiro de piedra o a

veinte mil kilómetros de distancia- para reanudar allí la amistad, ydivertirse o aburrirse juntos, y compartir penas y alegrías, y --de

nuevo- volver a separarse para volver a encontrarse después de

quince días o de quince años al doblar una esquina situada a un tiro

de piedra o a veinte mil kilómetros de jubilosa distancia.

Jubilosa, sí, porque para Dionisio -y también para Fernando,

su mejor amigo, que en esta ocasión se había quedado en España,

pero que siempre hacía las cosas y llegaba a los sitios inaccesibles y

disparatados (como Katmandú) un poco antes que él- el viaje, tal

y como ambos lo definían y practicaban, era precisamente la distan-cia mds larga entre dospuntos.

O también, diciéndolo de forma más castiza y con palabras que

esta vez eran sólo de Dionisio, carretera, manta, un ejemplar delQuijote, y amén.

 Recupero el hilo, Cristina, y vuelvo de paso al poema de Kavafis: nosegan6 Zamora en una hora... En mi «cuaderno de apuntes tomados enlos cielose infiernos que conozco» sostengo la teoría de que «el mejor ca-

mino para ir a la catedral de Compostela es el que pasa por el cabo de Hornos, el cabo Comorín y el cabo de las Tormentas. Lo contrario no esviajar ni -menos aún- peregrinar, sino desplazarse: tarea, alfin y alcabo, digna defoncionarios, carteros, transportistas y oficinistas, pero enla que jamds se hubieran embarcado Eneas, Ulises,Marco Polo o PhileasFogg. Yen eso, como en todo, lo dificil es empezar. Traspasasel portalón

100

-

consiste en resbalar, enpermitir que los vientos te lleven, en dar banda- zos, en olvidar a Ítaca y a Penélope, en hacer lo que vieres, en detenerse-como aconseja Kavafis- en los emporios de Fenicia y visitar las ciu-dades de Egipto, y también (esto lo añado yo) en hacer al trote amigos delosque por foerza te separas,pero a los que nunca pierdes. Los italianos

tienen un hermoso proverbio para decir lo mismo: paese che vai, gente

che trovi ... Peropara eso,para hacer amigosy anudar amores, convienerecordar la mds honda lecci6n de cuantas lecciones (y son muchas) se nosbrindan en las pdginas del romancero: yo no digo mi cantar / sino

a quien conmigo va. Yojo, que el marinero no alude en eseromance aquien conmigo está, como lo hubiera hecho Cristo, sino a quien con-

migo va, introduciendo así un explícito factor itinerarzte entre las  condi-ciones de la amistad, de la lealtad y de la complicidad».

(Fragmento de la carta enviada por Fernando aCristina el 15 de mayo de 1969 e incluida por

ésta en sus memorias con fecha de dos días más

tarde.)

Los dos miembros del grupo latino se llamaban, respectivamen-

te, Alberto y Roberto.

-Tenéis nombre de conjunto musical cursi o de parejita de hé-

roes de una serie de dibujos animados producida en Hollywood y

doblada por actores portorriqueños -les dijo Dionisio, burlón,

cuando se los presentaron.

Alberto era milanés, de buena familia, había cumplido ya los

veinte años, iba a misa los domingos, quería matricularse en arqui-

tectura al empezar el siguiente curso y -con la venia y la generosa

ayuda en metálico de sus progenitores- se había permitido el lujo

de tomarse unas vacaciones sabáticas de seis meses antes de sentar la

cabeza y de convertirse en todo un juicioso y circunspecto alumno

universitario.

Pero los papás proponen y el viento dispone. Aquel buen Juani-to, aquel delicado y ligeramente mustio retoño de la alta burguesía

milanesa, ya no era ni de lejos -cuando Dionisio trabó amistad

con él en Katmandú- el insulso, sumiso y adocenado personaje al

que los señores de Bandelli, pues tal era su apellido, habían visto sa-

lir de la casona palaciega y familiar a bordo de un Volkswagen mo-

101

-

El camino del corazón

delo escarabajo en cuyo cuentakilómetros se leía a la sazón unexi-

guo número de tres modestas cifras.

Fernando Sánchez Dragó

de se impartiera esa asignatura, y se había lanzado al caudaloso cau-

ce de nomadismo abierto por los jipis en busca de las fuentes del

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guo número de tres modestas cifras.

Eso había sucedido a la del alba de un lluvioso día del mes de

marzo.

Alberto y sus padres se habían puesto previamente de acuerdo

en lo tocante a dos puntos conflictivos: la duración de la escapada y

el radio de acción de la misma.En ningún caso y bajo ninguna excusa -convinieron- se pro-

longaría el viaje más allá del hito cronológico del uno de septiembre

ni se extendería más allá del hito geográfico del Cuerno de Oro.

-Aventurillas europeas, sí -comentaba Dionisio con inequí-

voca sorna de excombatiente del mayo francés-, pero asiáticas ...

¡All, no! Hasta ahí podíamos llegar. En Asia nadie come ni bebe ni

duerme y además, para colmo, cuelgan a todos los extranjeros por

los pies sobre una fosa llena de reptiles, los obligan a blasfemar en

sánscrito día y noche, y los sodomizan en público con hierros can-dentes y empapados en virus de leproso radiactivo.

Lo cierto es que el benjamín de los Bandelli, por razones de Pe-

rogrullo y Baedeker que sería inútil mencionar aquí, se había salta-

do a la torera al menos una de las capitulaciones pactadas con sus

padres y había decidido cruzar en un transbordador el Cuerno de

Oro -en compañía, por cierto, de un mozalbete argentino que

quince días antes se le había arrimado en la frontera búlgara de Tur-

quía- para explorar no sólo la parte asiática de la ciudad de Es-

tambul, sino todo el país y lo que después de recorrerlo pudieran

depararles el destino, el camino, la casualidad y la necesidad.

y así, de tumbo en tumbo y de lance en lance, habían llegado

prácticamente sin un duro en el bolsillo --el señor Bandelli, como

es natural, cerró a las primeras de cambio la espita de las transferen-

cias, bancarias y de los giros telegráficos destinados a financiar la

aventura- a la tierra libre de Katmandú, donde conocieron a Dio-

11lSlO.

Sin un duro, efectivamente, pero con algo que allí, y entonces,

valía mucho más que el dinero: tenían el Volkswagen.

y el Volkswagen, a pesar de la distancia recorrida y de la penosae indescriptible situación de las carreteras asiáticas, aún no había

dejado de funcionar.

Roberto era bonaerense, aún no había cumplido los veinte años,

vivía desde su infancia en Turín, no iba a misa los domingos ni

nunca, quería estudiar nihilismo en cualquier centro docente don-

102

ce de nomadismo abierto por los jipis en busca de las fuentes del

Ganges y del elixir de la eterna libertad con veinte tristes dólares es-

condidos en el cinturón -y con lo puesto, estrictamente con lo

puesto, que no era mucho- después de haberse peleado a muerte

con su madre, que quería ponerle e imponerle a viva fuerza un tra-

  je azul marino de chaqueta cruzada, y más aún con su padre, que

quería verle convertido -a su propia imagen y semejanza- en un

monótono y mecánico ingeniero industrial sucesiva y progresiva-

mente cargado de hijos, de nietos, de bisnietos, de corbatas, de res-

ponsabilidades y de obligaciones.

Alberto era alto, delgado, moreno y entusiasta.

Roberto coincidía con su protector y copiloto en lo relativo a la

delgadez y a la altura, pero era rubio, desdeñoso e indolente.

y quizá por eso, o por lo que fuera, se llevaban como el perro y

el gato.Dionisio se hizo amigo de los dos bajo la bandera de la neutrali-

dad, puso orden entre ellos, los convenció de que el viaje era -y no

sólo en teoría- el arte del encuentro además de la distancia más

larga entre dos puntos, les demostró que lo de ir o no ir a misa era

una decisión de carácter personal y no una tentativa de agredir al

prójimo, les enseñó a visitar de vez en cuando -sólo de vez en

cuando y sin olvidarse nunca de tomar las debidas precauciones-

el palacio renacentista y florentino de los caballeros de la Tabla Re-

donda y por último, tras no pocos forcejeos y restregones de tira yafloja, y recurriendo sin rebozo a todos los trucos y fuegos artificia-

les de su habilidad diplomática, consiguió que le hicieran un enca-

  jonado y cordial hueco en el interior del Volkswagen -cargado ya

hasta los topes de abalor.ios, perejiles y fruslerías orientales- para

alejarse momentáneamente de la única ciudad del diablo mundo

que dispensaba a manos llenas todo lo que Dionisio había encon-

trado en Katmandú.

 Momentdneamente... ¿Quién, en efecto, podía estar tan loco

como para no tener la intención de regresar más tarde o más tem-

prano al paraíso?

y no era fácil, no.

No era fácil salir de Katmandú como se abandona a una mujer

amada.

Pero permanecer allí equivalía a caer entre las garras de un vicio,

de una adicción, de una tentación y de una rutina.

103

-

----------

tI. camino del corazón

y Dionisio, después de treinta y dos años de vida exagerada y decinco meses de viaje a pecho descubierto, sabía ya de sobra que de-

Fernando Sánchez Dragó

-¿Se lleva encima?

-Sí, se puede llevar encima. O, mejor dicho, dentro. Pero no

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c co eses de v je pec o descub e to, s b y de sob que detenerse equivale a perecer.

A perecer, al menos, en lo tocante a la circulación de la savia delespíritu.

Volvería, sí, volvería ... Pero lo mejor, entretanto, era poner tierra

por medio, regresar al camino y no interrumpir su fuga hacia de-lante en busca del vellocino de oro que espera siempre la llegada deun hombre de valor dispuesto a mirar por el ojo de la cerradura delhorizonte y a forzar, si fuese necesario, la puerta de éste.

No había, pues, elección posible. Dionisio cerró los ojos, apretólos puños, respiró abdominalmente en ocho tiempos y se puso enmarcha.

-¿No podrías dejarte de chorradas y decirnos de una puñeteravez en qué carajo consiste todo eso que únicamente sepuede encontrar

en Katmandú?

Roberto, que se había acostumbrado a apuntalar su lenguajecon expresiones de carretero (o de futuro universitario nihilista yprogresista) sólo para incordiar y hostigar a los autores de sus días,estaba ligeramente exasperado por los titubeos, la empanada mental

-así la llanlaba con cierto encono- y las filosofías de Dionisio.Éste, noche tras noche, se las arreglaba para convencer a los ex-

pedicionarios de que lo mejor era postergar la salida veinticuatro

horas. Siempre encontraba, y aducía, algún sólido motivo para ello.Los tres tripulantes del Volkswagen estaban en aquel peliagudo

momento tomándose un enorme yogur tan mohoso y verdosocomo sabroso en una de las mesitas con candil incorporado delBlue Tibetan.

Roberto, incorregible, hurgó en la herida:-¿Has encontrado la verdad?y a renglón seguido, con una mueca que pretendía ser de amis-

toso escarnio, añadió:

-¡Oh!Dionisio, arrinconado, llegó a la conclusión de que más valía

ponerse relativamente serio.Dijo:-La verdad, Roberto, se confunde con la búsqueda de la ver-

dad. Por eso no está en ninguna parte,

104

te preocupes: tú no corres ese peligro.-Pareces san Agustín.Dionisio, instantáneamente, cogió la alfombra mágica y se tras-

ladó por los aires a su salón de música. Cristina le había dicho lo

mismo muchas veces.Volvió de rebote -y echando humo- a Katmandú y preguntó

con retranca:-¿El conocido filósofo nihilista?El chicuelo inoportuno y faltón, que continuamente se subía a

las barbas de quien -como mínimo- le llevaba doce años de ven-taja en edad, saber y gobierno, cayó hasta el colodrillo en la trampaque hábilmente le tendían.

-San Agustín no era un nihilista, pedazo de alcornoque--dijo-. Nihilistas eran, como lo soy yo, Diógenes, Nietzsche ...

- ... y Bakunin -le interrumpieron a coro, y entre risas, susdos interlocutores.

Roberto, imperturbable y farruco, insistió:-¿Has encontrado, entonces, la felicidad?-¿En Katmandú? -Dionisio se rascó la cabeza-o Pues sí, en

cierto modo, sí... Pero no absoluta, claro, y además no se trata de eso.-¿Has encontrado la libertad?-Naturalmente, pero no basta.-¿Entonces?

-Entonces te doy la razón: ha llegado la hora de levantar elvuelo ... ¿Nos vamos mañana por la mañana?-¿A las seis en punto?-A las seis en punto.-Choca esos cinco.

Roberto y Dionisio se estrecharon vigorosamente la mano dere-cha mientras levantaban la izquierda para llamar al chiquillo quehacía las veces de camarero. Alberto, sin perder la calma ni la com-postura, se limitó a decir:

-A ver si es verdad.y rebañó con su frágil cuchara de peltre la cazuela de yogur.

Dionisio, mientras regresaban tristes y oscuros al Traveller's Ho-tel, pensó que él sí lo sabía, pero que -por inefable- la tentativa

105-

El camino del corazón

de explicarlo era inútil e incluso un poquito grotesca. Pensó que él

conocía perfectamente (y sin ninguna necesidad de recurrir, para

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expresarlo y entenderlo, a palabrotas tales como verdad, felicidad  y

libertad) el contenido de todo esoque únicamente sepuede encontrar

en Katmandú. Y pensó por último o, más bien, se dio cuenta de que

ese contenido --ese regalo casi nupcial y absolutamente personal

que le había hecho sin pedir nada a cambio la Ciudad Más Bonitadel Mundo- llevaba nombre propio.

O mejor en plural: nombres propios ...

Nombres como el Gobierno Títere de las Diferentes Comuni-

dades de Jipis en el Exilio, la Habitación de Paredes de Madera sin

Desbastar del Traveller's Hotel, el Ventano por el que se veía el Eve-

rest, el rey Arturo y los Demacrados Caballeros de la Tabla Redon-

da del Cabin, el Patio (o, más exactamente, Cortile) Renacentista

con un Surtidor de Agua del Arno y un Amorcillo de Verrocchio, la

Noche Macbethiana compartida con la Kumari Baha~ el Stupa de

las Trece Espirales, la Nívea y Celestial Dentadura de la Gran Cor-

dillera, el Indómito Volkswagen y desde luego -last but not least-

el Grupo Latino.

Estaban a punto de dar las doce de la noche del día en que

Dionisio había organizado, escrutado y ganado la votación sobre

la incomparable belleza de Katmandú en el mismo momento en

que el crepúsculo pintaba de rosa y oro las crestas y picachos del

Himalaya.

Y era, naturalmente, jornada de plenilunio.

Dionisio, antes de entrar en el hotel, levantó la vista y la posósobre la Gran Cordillera. El halo de luz que la envolvía ya no era

opalescente y brillante, sino lívido, verdoso, casi amarillento.

El viajero, que era hombre supersticioso y crédulo, pensó que se

trataba de un augurio de desventura, se despidió de sus acompa-

ñantes, subió desganadamente la escalera, entró en su habitación,

puso el despertador a las cinco y media de la mañana, se metió en el

saco de dormir, miró con recelo hacia el ventano, vio al dios Cho-

molugna sobre el lomo de su león de crin blanca y rezó antes de be-

ber y de afrontar el duro trago de su última noche en Katmandú.

Junio

Capítulo V

Si conserváis la calma mientras todos

la cabeza perdieron y os censuran ...

RUDYARD K!PLING, If 

Dionisio, al. empezar el sexto mes de su viaje, sabía ya cómo

sobrevivir económicamente sin necesidad de recurrir al oprobio

del trabajo ni de renunciar a los placeres de la pobreza. No en bal-

de se había ganado a pulso el título de primer jipi español de Asia

con el que chacotera y amistosamente se le conocía y acogía en to-

dos los cotarros y madrigueras del pueblo de  las flores desperdi-

gados de norte a sur y de costa a costa por la superficie -y tam-

bién, a veces, por las catacumbas y abismos- de la India y del

Nepal.

Infinitos eran los trucos inventados para ello por la agudeza y fi-

nura espiritual de los nuevos nómadas e infinitamente divertida era

asimismo, para colmo, su preparación y ejecución.

Cabía, por ejemplo, vender en el mercado negro la tarjeta delli-

quor permitque las empingorotadas autoridades aduaneras de la In-

dia entregaban con asombrosa ingenuidad (en el mejor sentido de

esta palabra tan injustamente desacreditada entre los rostros pálidos

por su incorregible tendencia a pasarse de listos) a todos los extran-

  jeros que llegaban a sus fronteras.

A todos, sí, indiscriminadamente, sin establecer aún distincio-nes ni segregaciones de ningún tipo entre las churras y las merinas.

y fue, en realidad, Dionisio -calurosamente apoyado y flan-

queado por Alberto y por Roberto- quien poquito a poco, y sin

proponérselo, fue sembrando la semilla de la duda entre los hindúes

respecto a la posibilidad de que los occidentales que llegaban a sus

107

El camino del corazón

fronteras no fuesen, en el fondo, tan espantosamente iguales entl'r

sí como a flor de piel lo parecían.

Fernando Sánchez Dragó

1")stre en la mesa de un restaurante de medio pelo, y y decía Dionisio

,'on su carota de retoño de buena familia pasajeramnente metido en

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8/2/2019 El camino del Corazón-Fernando Sánchez Dragó

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Sabido es que un grano no hace granero, pero ... Dionisio, du

rante su segunda expedición indostánica, tuvo un día la ocurrencia

de protestar enérgicamente -aunque sin perder la sonrisa ni el hu

mor- en el rastrillo de acceso a la leprosería de un hospital, cuyo

encargado le preguntó sin ánimo de ofender que si él y sus dos amigos eran turistas europeos, calificación ésta que indignó 'a Dionisjo

y que le movió a puntualizar, con el dedo índice admonitoriamentc

levantado, que no, que de ninguna forma, que hasta ahí podíamos

llegar, que qué se había creído y que -ante todo---- ellos eran espa-

ñoles e italianos, y no ingleses ni nada que se le pareciera, y que ade-

más, carajo, no querían ni podían ser turistas, cómo iban a serlo, no

tenía ojos en la cara o qué, sino travellers, o sea, viajeros, y viajeros

de los de verdad, de los de antes de la guerra, de los de zurrón, pan,

chorizo, tabaco de picadura y manta, y que no volviera a...

Yen esa preposición fue cuando le quitó la palabra de la boca su

embelesado interlocutor para decirle que perdonara, que no lo ha-

bía hecho con mala intención, que entendiera su postura, que él era

sólo un mandado y que, además, nunca había salido de aquella pro-

vincia y por lo tanto ignoraba los usos y costumbres imperantes no

sólo en el resto del mundo, sino inclusive en el resto de su propio

país, pero que pelillos a la mar, perdiendo se aprende y en todo

caso, habida cuenta de su condición de travellers y no de tourists, te-

nía a bien comunicarles que no era en modo alguno necesario que

depositaran su óbolo de una rupia por cabeza en el cepillo especial-mente destinado a tal efecto, hubiera sido una descortesía por su

parte, y por parte de la gerencia del hospital, y por parte del gobier-

no de la región, y...

y así descubrió Dionisio que en la India -y, prácticamente, en

toda Asia- cabía viajar casi de gorra escudándose en la sutil diver-

gencia semántica y lexicológica que se le había venido a las mientes

en broma y por casualidad.

¡Portentoso hallazgo! Hallazgo para ver y no creer... Llegaba el

trío de la bencina (o, mejor, del Indómito Volkswagen) a la puertade un museo, o a la taquilla de un cine, o a la cancela de un jardín

zoológico, o a la humilde choza de un adinerado gurú que cobraba

hasta las jaculatorias, o al pescante de un autobús, o al umbral de

un templo famoso por lo que fuera, o a la plataforma de un tren, o

incluso -aunque sólo, como es natural, en contadas ocasiones- al

108

-

I)(;renjenales impropios de su condición social, cultuural y moral:

-Mire usted ... -E interrumpía el discurso para:a introducir há-

hilmente en él, con técnica y marrullería de cuña ppublicitaria, un

carraspeo, un coqueteo y un titubeo----. La verdad es:s que ... /,::,<,,~ 1

Nueva interrupción y otra ronda de lo mismo. {rj  /t'" ,; .

- ... en fin. No sé cómo explicárselo. A lo mejor r no 10fn..~é~:;Los ejem, las pausas, los fruncimientos de cejas; y de l~~o~,.hs

1'000sioneslaterales de la cabeza y otras mañas interfererían una y ot~}i\'

vez el hilo de la exposición hasta que el responsable e de ésta, cogien-

do carrerilla, se rascaba el occipuccio y decía:

-¡Ea! Nada como la sinceridad ... Se lo digo en 1 confianza: no-

sotros, ¿sabe?, no somos turistas, a pesar de las aparieJencias, sino via-

 jeros. Me comprende, ¿verdad?

y no fallaba. El portero de turno, o la taquillera'a, o el vigilanteIIniformado, o·el mayordomo del gurú, o el guiri ddel monipodio,

o el cobrador, o el revisor, o el camarero -después:s de cuchichear

con el encargado del restaurante-, le miraban boquuiabiertos y con

inequívocas señales de sentirse muy, pero que muy hdJonrados decían:

-¡Ah, bueno! ¡Faltaría más! Claro que le comporendo ... Si son

ustedes travellers y no tourists, pues qué le vamos aa hacer. Tienen

todo el derecho del mun~o a beneficiarse de nuestJtros servicios y,

claro, la duda ofende y la cortesía obliga: no sería jtjusto que se los

cobráramos. y conste, además, que les agradecemoDS vivamente el

detalle de haber incluido la India en su itinerario. Es<sosí: si tuvieran

ustedes la amabilidad de enviarnos una postal, o unata fotografía de-

dicada, o las dos cosas, cuando regresen a su país, I pues ..., ejem ...

Todo se contagia. El panoli de servicio, rascándoose la coronilla,

carraspeaba, coqueteaba, titubeaba y, por fin, decía:

-En ese caso, como es natural, nos sentiríamoos muchísimo

más reconocidos. ¿Le doy mis señas?

y los tres caraduras, después de agradecer la defenrencia sin exce-

sivo entusiasmo y con un deje de aristocrática altive:ez, entraban de

bóbilis en el museo, o se colaban tan panchos en el cicine, o compra-ban un cucurucho de cacahuetes para los monos, o ~se sentaban en

la posición del loto delante del gurú y escuchaban suus prédicas y le-

tanías, o abandonaban la trepidante plataforma del:l vagón trasero

del ferrocarril y se instalaban más chulos que Ulln ochocientos

ochenta y ocho en las confortables butacas de un de¡::partamento de

109

El camino del coraZÓn

primera con aire acondicionado, o depositaban sus sandalias en el

atrio del templo y se perdían por sus recovecos, o lanzaban un so-

t d ti f ió t d t i d l il

Fernando Sánchez Dragó

hijos y de robustos mocetones desparramados por toda la India y

espoleados no sólo por la necesidad, sino también -muy a menu-

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8/2/2019 El camino del Corazón-Fernando Sánchez Dragó

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noro eructo de satisfacción tras dar por terminada la comilona sor-

biendo polifónicamente un milk shake de papaya, lichis y mango.

Los únicos que se resistían a la sutil dialéctica de la distinción se-

mántica entre travellery touristeran los propietarios de los sórdidos

hoteluchos y esplendorosos bungalows en los que habitualmente sealojaban, y -sobra decirlo-los taxistas, que son unos rácanos en

todas partes.

-Afortunadamente -decía Dionisio-, porque si encima no

, tuviéramos que pagar los taxis, esto dejaría de ser Asia para conver-

tirse en Jauja. Y lo que yo quiero es parecerme a Marco Polo, no a

Pizarro.

Lo del alojamiento, en todo caso, tampoco planteaba problemas

económicos de mayor cuantía, porque --en situaciones de emer-

gencia (y ni Dionisio ni los miembros del Dúo Latino habían llega-

do a tal extremo)- siempre quedaba la posibilidad de pedir asilo

en los templos de los sikhs, que automáticamente lo concedían sin

formular una sola pregunta a quien con esa pretensión llegaba y lla-

maba a sus puertas.

Y, por supuesto, sin cobrar una rupia.

En la India -donde el amor entre las castas o, por lo menos, la

disciplinada resignación y recíproca aceptación reinante entre ellas

sustituían el salvajismo y el resentimiento de la lucha de clases in-

ventada por los pescadores de río revuelto en Occidente- nadie

discriminaba a los extranjeros, y este factor de tolerancia colectivaera sin duda uno de los secretos a voces por los que el país se había

convertido en punto focal de las peregrinaciones de los jipis y de

otros trotamundos y caballeros andantes.

No era necesario ser un indígena ni parecerlo por el color de la

piel o la forma de vestir para aprovecharse de la caridad del próji-

mo, que en la India es costumbre social, norma ética y precepto re-

ligioso aceptado, predicado y practicado por casi todos.

Y hasta tal punto, y con tanta convicción, que cabía -de hecho

(y también de derecho)- disfrazarse con dos o tres andrajos bienescogidos, que no en balde eran los jipis y sus acólitos personas de

reconocido buen gusto, y echarse con ellos a las esquinas, a los ves-

tíbulos de las estaciones, a las puertas de los hoteles o a los antuza-

nos de los templos para pedir limosna, tal y como hacían cientos de

miles de tullidos, de ancianos, de enfermos, de madres de quince

110

-

do, subsidiaria y a veces exclusivamente- por la vocación de la

mendicidad, que es allí oficio tan noble, tan útil y tan respetable

como cualquier otro.

O mds útil, porque ayuda a quien lo ejerce y a sus semejantes a

ir equilibrando las columnas del debe y haber del karma o libro decontabilidad (por así decir) del peso de las buenas y malas acciones

cometidas durante nuestro paso por el mundo, el demonio y la car-

ne en esta vida y en las vidas anteriores.

La indigencia de Dionisio fue, en los momentos más duros, re-

lativa y siempre llevadera, pero muchos jipis -hijos casi todos de

acomodadas familias burguesas y occidentales- se acostumbraron

al sabor de la sopa boba y a la fácil salida de convertirse en pordio-

seros y de recorrer gratuitamente el país extendiendo la mano, ya

que no los muñones (por carecer de ellos), lo que en su caso no erauso, sino abuso, y de nada, por supuesto, les servía en lo tocante a

cuadrar y exorcizar sus propias deudas kdrmicas.

Pero volvamos alliquor permit ... De igual forma que la inmensa

mayoría de los hindúes practicaba estrictamente el vegetarianismo,

también eran prohibicionistas respecto al consumo de bebidas alco-

hólicas casi todos los gobiernos de los estados pertenecientes a la

Unión India. De ahí -fantástico ejemplo y lección magistral de to-

lerancia- que los extranjeros, al llegar al país, recibieran una espe-

cie de curioso carné o salvoconducto etílico por el que se les autori-

zaba a adquirir un determinado cupo de botellas de güisqui -o de

coñac, o de vino, o de cerveza... Imposible encontrar otras bebi-

das- en los establecimientos del ramo, cuya clientela estaba for-

mada exclusivamente por turistas.

Y turistas eran -mientras la CIA o la KGB o las SS o la Briga-

da Político-social no demostrasen lo contrario---- los jipis, que en

seguida aprendieron a no rechazar con desdén (por ser cómplices e

instigadoras del consumismo) las tarjetas delliquor permit, a reno-

varlas cuando vencían los plazos establecidos al efecto y, en cual-

quier caso y sobre todo, a vender de extranjis las botellas al mejorpostor en los laberintos del mercado negro de las grandes ciudades.

Y con eso, sólo con eso, y a condición de que el titular del per-

miso fuese hombre tan parsimonioso y ascético como solían serlo

todos los ciudadanos (o, mejor, aldeanos) del pueblo de las flores, se

podía sobrevivir sin pasar hambre, sed ni sueño.

111

El camino del corazón

Dionisio yel Dúo Latino no circunscribieron su eufórica activi-

dad de contrabandistas a la compraventa de los artículos cataloga-

dos en el reverso de sus respectivas tarjetas sino que paso a paso

Fernando Sánchez Dragó

prudente espera- decidieron acometer empresas más ímprobas y

de mayor trapío vendiendo o intentando vender en Bombay los tres

h l kil d h hí ó d b b

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dos en el reverso de sus respectivas tarjetas, sino que paso a paso,

hoy por ti y mañana por mí, en un crescendo quizá inevitable, pero

tan arduo y peligroso como caminar sin balancín ni suelas de a pal-

mo sobre el filo de una navaja, extendieron gradualmente su radio

de acción y aprendieron a comprar en Goa, en Damao o en Pondi-chery exóticos y postineros licores de rompe y rasga que luego ven-

dían en Ahmedabad, en Madrás o en Bombay. Los tres enclaves

arriba citados gozaban de un status especial en lo referente al consu-

mo de bebidas alcohólicas por haber sido hasta muy pocos años an-

tes colonias extranjeras gobernadas y habitadas por borrachines tan

conspicuos y contumaces como desde la noche de los tiempos lo

son los portugueses y los franceses. y el método aplicado por los

aprendices de contrabandistas para beneficiarse de ese status era

siempre el mismo: se afeitaban, se vestían de estudiantes universita-

rios en viaje de paso del ecuador o de fin de carrera, fregaban y lus-

traban el Indómito Volkswagen, entraban con él en el puerto fran-

co, metían en el maletero -pieza más, pieza menos- alrededor de

veinticinco botellas, las escondían bajo mantas, libros, cachivaches

y espantosos souvenirs de farfolla para turistas horteras, pasaban con

expresión y sonrisa de repelente niño Vicente ante el adormilado

cancerbero de la caseta de arbitrios y consumos, y estaba hecho.

En cada viaje cosechaban unas diez mil pesetas de beneficio

neto. Cantidad, la mencionada, más que suficiente para zascandilear

-respetando siempre el estilo de vida jipi- durante un par de me-ses, como mínimo, por la India y los países aledaños sin más preo-

cupación ni obligación que la de rascarse la tripa, contemplar las

nubes, secarse el sudor y espantar las moscas.

¿Los tres? Sí, los tres, que aquello -efectivamente- más se pa-

recía a Jauja que a las novelas de Salgari.

y así vivieron tranquilos y felices durante algún tiempo. Dioni-

sio olvidaba poco a poco todo lo que le habían enseñado en Occi-

dente y, mientras tanto, sus dos jóvenes compinches aprendian con

voracidad de esponja todo lo que a su vez tendrían que olvidarcuando abandonasen Oriente y regresaran al seno de la familia, del

orden, de los horarios, de los trajes azules con la chaqueta cruzada y

del taedium vitae.

Pero el crescendo siguió, se convirtió en impetuoso e inconteni-

ble allegro vivace y culminó cuando -tras dos o tres semanas de

112

-

hermosos y olorosos kilos de hachís que, a razón de uno por barba,

habían comprado setenta y dos horas antes de salir de Katmandú en

el chiribitil de un mayorista.

Algún viajero avispado y disoluto, de cuyo rostro ni siquiera se

acordaban, les había confirmado allí -quizá en el Cabin y, desdeluego, al arrimo y en el fragor de cualquier velada moderadamente

alucinógena-lo mismo que los tantanes de radio macuto transmi-

tían insistentemente desde hada bastante tiempo. A saber: que en las

ciudades más densamente pobladas de la India, y sobre todo en

Bombay, se podía revender el charas de los altos valles nepaleses con

extrema facilidad y a un precio cinco veces superior, calculando por

lo bajo, al<je su costo en origen.

y la especie parecía -a decir poco- verosímil, considerando

que la tolerancia del gobierno hindú respecto a la depravación alco-hólica de los occidentales no corría paralela, ni mucho menos, a su

actitud en lo relativo al esquinado mundo de las drogas.

Sólo los santones errantes y los ermitaños de pie quieto podían

fumar hachís o marihuana -más a menudo lo último---- sin incu-

rrir en delito, y aun eso únicamente en determinadas fechas, cir-

cunstancias y lugares.

Andaba en lo tocante a ello la India -heredera, para su desgra-

cia, del puritanismo victoriano de los ingleses- muy a la zaga de

otros países de la misma zona. En Paquistán y en Nepal, por ejem-

plo, consideraban las autoridades que lo de fumar o no fumar hier-

bas sagradas era asunto que incumbía sólo al libre albedrío de cada

quisque y, consecuentes con esa postura, llegaban al extremo de

vender la ganja y el charas en los estancos con el sello y la bendición

del monopolio estatal.

En fin: que Dionisio, Alberto y Roberto -ofuscados por el éxi-

to obtenido en sus operaciones de matute y cegados por la voz de la

inexperiencia- decidieron pasar a la acción precisamente en Bom-

bayo

¿Cómo?Pues batiendo las calles de corro en corro, de mercadillo en mer-

cadillo y de tabanco en tabanco para que por todo el centro de la

ciudad se esparciera la hablilla de que dos jipis italianos y uno espa-

ñol andaban buscando compradores a tocateja para una partida de

hachís number one procedente de Katmandú.

113

El camino del corazón

y así fue cómo los gozos de los tres viajeros se transformaron de

repente en sinsabores, duelos y quebrantos.

D l i dí dió d i ió

Fernando Sánchez Dragó

cuando ya no lo esperaban. Le siguieron doblando esquinas, rozan-

do chaflanes, chocando con espectros, saltando sobre personas dor-

midas sorteando escombros socavones y bordillos Le siguieron sin

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Durante los tres primeros días no sucedió nada ni se movió una

hoja.

-Veremos ... -decían sonriendo con entonación e intención

enigmáticas y ladeando la cabeza sus interlocutores y correveidiles.

Yeso era todo.-¿Cómo que veremos? -preguntaba Dionisio sin acertar a

contener su impaciencia.,

-Sí, veremos -le respondían-o Lo que queréis no es fácil, y

menos en estos tiempos, con tanto turista desharrapado como anda

ahora por aquí.

-¿Entonces?

-Entonces volved mañana.

y volvían. Volvían no mañana, sino esa misma tarde, y por la

noche, yal día siguiente, y otra vez por la tarde, y otra vez por la no-che, y el veredicto -inapelable- no sufría modificación alguna:

-Veremos ... -les decían con aquella odiosa sonrisilla enigmá-

tica y la cabeza cayéndose de costadillo como la de un hemipléjico.

Así pasaron aproximadamente ochenta horas.

y ya desesperaban, enfadándose entre sí y echándose redproca-

mente en cara la responsabilidad del patinazo y de la considerable

cantidad de dinero invertido y perdido en la aventura, cuando de re-

pente, al recorrer por la tarde del tercer día con trote cansino y es-

céptico sus habituales puntos de conjura y contacto para saber si se

había producido alguna novedad, se acercó a ellos con exageradas

muestras de sigilo uno de sus más lacónicos intermediarios, los con-

minó a seguirle casi de puntillas hasta las honduras de un portal cer-

cano y allí, después de mirar hacia la derecha, hacia la izquierda y ha-

cia arriba, les dijo de un tirón, sin separar las palabras y bisbiseando:

-Esta noche, a las nueve, en la puerta del hotel.

y desapareció tan rotunda y vertiginosamente como si nunca

hubiera existido para reaparecer del mismo modo a la hora estable-

cida y en el lugar acordado.

-Seguidme -dijo.y no fue necesario ni el perfil de un instante para que se lo tra-

gara la oscuridad.

Le siguieron, claro ... Le siguieron en la medida de lo posible,

hasta la náusea y con la lengua fuera. Le siguieron, perdiéndole de

vista cada dos por tres y recuperando milagrosamente su sombra

114

midas, sorteando escombros, socavones y bordillos. Le siguieron sin

desfallecer, pero también sin esperanza, por el vientre húmedo y ca-

luroso de la noche de Bombay hasta llegar a un rincón oscuro rodea-

do por poderosos y airados árboles que braceaban torvamente alre-

dedor de un coche idéntico al que utilizaba el sombrío gángster delos años treinta interpretado por Paul Muni en la película Scarfoce.

--Subid -dijo el gancho con cara de malas pulgas yen un tono

de voz que no admitía réplica.

Y abrió, invitándolos a entrar con un gesto perentorio de la bar-

billa, una de las puertas traseras del vehículo antes de desaparecer

por enésima y última vez.

El motor de la antigualla rateó, encendido y espoleado por un

individuo con inequívoca vitola de facineroso. Junto a él -todo

oídos, pupilas, miradas de reojo y picaduras de viruela- montaba

descaradamente guardia un heredero por línea directa del monstruo

de Frankenstein.

Ninguno de los dos matones abrió la boca para decir, por lo me-

nos, good evening. Tampoco lo hicieron los aterrados contrabandistas.

El coche dio un salto hacia delante, frenó, se tranquilizó y rea-

nudó la marcha hacia su ignoto punto de destino.

Volvieron a doblar bruscas esquinas, a rozar míseros chaflanes, a

sortear espectros, personas dormidas, socavones y escombros. Dio-

nisio y los miembros del Dúo Latino se miraron y se entendieron:

era evidente que con tanto zigzag y tanta coña pretendían desorien-tarlos. Las moles arquitectónicas del centro de la ciudad se alzaban

-monótonas, grises e idénticas a sí mismas- por todas partes y

contribuían a aumentar la confusión y el agobio de los viajeros.

¿Dónde estaban? ¿Dónde no estaban?

La cuidadosa reproducción del aut¿móvil de Al Capone se de-

tuvo junto a la acera de una calle anónima y deshabitada. El chófer

apagó el motor. Su compinche se apeó, se dirigió hacia un sórdido

portal de descarnadas fauces, se adentró en él y regresó al cabo de

unos minutos en compañía de dos granujas de corta edad. Tendrían--calculó Dionisio---- alrededor de doce años. Por sus gestos, por el

brillo de sus ojos, por la nobleza de su porte y por la inteligencia de

su cara dedujo el jefe de los narcotraficantes en flor que pertenecían

a la casta insumergible de lo que él mismo llamaba, con envidiosa

admiración, los Kim de la India.

115

-

El camino del corazón

A Dionisio le habría gustado ser -haber sido- un niño así.

Haber nacido en el arroyo, haber crecido en la calle, haber

aprendido la asignatura de la vida en la escuela de la intemperie

Fernando Sánchez Dragó

de antes y desapareció por una puerta de laca, de doble hoja y de es-

tilo chino que se abría entre dos enormes e historiados floreros de

mayólica a unos veinticinco metros de distancia

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aprendido la asignatura de la vida en la escuela de la intemperie.

El bisnieto del monstruo de Frankenstein abrió la puerta trasera

del coche, explicó con un gesto de sordomudo -¿tendría len-

gua?- a sus tres clientes que había llegado el feliz momento de

echar pie a tierra, se instaló sin arriar su mirada aviesa en el asientocontiguo al del patibulario auriga y desapareció para siempre del

Call)po visual de Dionisio y de la memoria del cronista de las an-

danzas de éste.

Impenetrables misterios de la India: sórdido era, en efecto, el

portal e igualmente sórdidas las escaleras, pero todo cambiaba de

sopetón al entrar en los apartamentos.

Los dos golfillos, a quienes Dionisio -cuyo deber de eterno as-pirante a escritor le obligaba a buscar siempre nombres nuevos y, en

teoría, idóneos para los seres y para las cosas-llamaba ya Cástor y

Pólux, se hicieron cargo de los atribulados contrabandistas en fase

ascendente de agudo arrepentimiento, los guiaron hasta el ático del

edificio, llamaron a la única puerta existente en el descansillo,

abriose ésta casi al instante y surgió, oh prodigio, ante los asombra-

dos ojos de los tres,intrusos un inmenso y bien aderezado salón que

no hubiera hecho mal papel entre las infinitas y lujosas estancias del

mismísimo palacio de Alí Babá.

En el marco de la puerta, tapizada en su cara interior de seda ar-

tificial con tachones y faralaes, se dibujaron la silueta y las refulgen-

tes alhajas de una señora entrada en carnes y en años que inclinó la

cabeza con un gracioso mohín y dijo con atiplada voz de cupletista:

-Bien venidos, caballeros. Les estábamos esperando. Pasen,

por favor.

y se hizo a un lado. '

Todo, de repente, era distinto. Las cañas se habían vuelto lanzas

y la sincera contrición de los contrabandistas empezó a esfumarse

con la misma rapidez con la que se había adueñado de ellos.Llegaba, vencido el susto, la hora de la avaricia.

-Mi esposo -dijo la opulenta dama- vendrá en seguida. Les

dejo en manos de estas dos criaturas, que gozan de toda nuestra

confianza.

Volvió a inclinar la cabeza, adornó el gesto con el mismo mohín

116

-

mayólica a unos veinticinco metros de distancia.

Cástor se dirigió hacia una escalerilla de madera de caoba disi-

mulada tras unos cortinajes. Pólux, con un centelleo en los ojos,

dijo imperativamente: .

-Seguidle y esperad arriba.No había ante ellos otro camino que el de la obediencia.

Y obedecieron.

El último peldaño de la escalera daba a un pequeño desván

aguardillado con paredes de madera sin desbastar -Dionisio se

transformó rápidamente en Lunilla para irse volando a su habita-

ción en el Traveller's Hotel de Katmandú- y suelo de tosca tarima

casi totalmente cubierta por colchoncillos, cojines y alfombras de

Cachemira. .

El único mueble visible en el camaranchón era una mesita deunos treinta centímetros de altura con superficie de cristal esmerila-

do y purpúreas gualdrapas laterales de caballo de mahrajd.

Cástor se sentó en el suelo, ordenó a sus tres ovejas que le imita-

ran y comentó:

-El pandit  vendrá dentro de unos minutos. Está ultimando

una transacción difícil e importante en el almacén de uno de sus

clientes.

Dionisio dijo en italiano: .

-Este golferas habla como mi padrastro.

Pero había respeto y corazón en sus palabras.

Luego se volvió hacia Cástor, pasó al inglés y, con cautela, pre-

guntó:

-¿Cuántos minutos?

-Diez, doce, quizá un cuarto de hora.

-¿Seguro?

-No. Seguro, no ... El panditnunca lleva reloj.

-¿Por qué? Parece un hombre rico...

-y lo es. Mucho más rico, supongo, de lo que tú te imaginas.

Pero dice que sólo los esclavos y las personas abyectas se resignan avivir pendientes del tictac de una máquina. Por eso odia los relojes.

Bastó esa explicación para que Dionisio simpatizara con el per-

sonaje. Tampoco él tenía reloj. Lo llevaba, sí, cuando salió seis me-

ses antes de su salón de música en la pequeña ciudad provinciana,

pero se quedó sin él en uno de los pasadizos del Gran Bazar de Es-

117

-

El camino del corazón

tambul, y no porque nadie se lo robara, sino porque lo cambió a

ciegas y de carrerilla por una piedra preciosa.

Preciosa y falsa.

Fernando Sánchez Dragó

-En la India también existe ese proverbio. Nos lo enseñan en

la escuela.

-¿Vas tú a ella?

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Preciosa y falsa.

Pero en el trueque no hubo, en realidad, engaño. Dionisio juga-

ba de poder a poder con el vendedor (que no era un joyero. profe-

sional, sino un simple feriante de los de manta al hombro y pies

para qué os quiero): el reloj cambalacheado era casi tan fariseo y depacotilla como la piedra supuestamente preciosa.

Lo había comprado un tío suyo dieciséis años atrás en el zoco li-

bre de impuestos de Tánger y se lo había regalado con no poca pro-

sopopeya y ceremonia a su sobrino mayor el mismo día en que éste

aprobó el bachillerato.

Con eso quedaba dicho todo.

Dionisio, además, había salido ganando en la permuta de pillo a

pillo, y mucho, porque a partir de ese momento se sintió más libre,

más feliz y más leal a sus intuiciones y convicciones, y dejó de ser

-lo entendía ahora- una persona abyecta y resignada a vivir pen-

diente del tictac de una máquina.

y fue, seguramente, esa toma de conciencia ---o relámpago in-

terior-la que lo movió, curioso, a preguhtar:

-¿A qué casta pertenece el pandit?

Lo dijo pensando en posibles paralelismos con el Comerciante

Sufí del campamento nómada de Erzurum, pero su interlocutor

volvió a sorprenderle ,con uno de sus típicos regates en corto e im-

previsibles.

-¿El pandit? -dijo----. ¡Qué pregunta más tonta! El pandit,naturalmente, es un brahmín.

-¿ Un brahmín que se dedica al tráfico de drogas?

La pregunta de Dionisio restalló en el silencio alfombrado del

desván como el chasquido de una fusta.

Cástor respondió con firmeza y ferocidad de tigre al acecho en

la horquilla de un árbol:

-En primer lugar, amigo mío, el hachís no es una droga ...

Se interrumpió, dejó que la atmósfera se cargara gradualmente

de tensión---o,

quizá, de misterio---- y concluyó:-En segundo lugar, extranjero, de poco o de nada te han servi-

do tus viajes, y el viaje de la vida, si aún no te has enterado de que

al hombre justo todo, absolutamente todo, le está permitido.

-¿ Todo, dices? No sé en el tuyo, pero en mi país creen que no

hay regla sin excepción.

118

-

¿

-Fui hasta hace un par de años.

-¿Y qué pasó entonces? ¿Por qué la abandonaste?

-El pandit  me convenció de que allí no había aprendido ni iba

a aprender nada y me sacó de ella.-¿'Lo permitieron tus padres?

-He tenido la suerte de nacer en el seno de una familia teme-

rosa de Dios. Mis padres, mis hermanos mayores, mis abuelos y mis

tíos nunca ponen en tela de juicio lo que dice un brahmín.

-¿Y qué dijo el brahmín para convencerte de que las escuelas

son inútiles?

-No son inútiles, extranjero ... Son dañinas.

Dionisio, al escuchar a Cástor, recordaba a la Kumari. ¿Seres pa-

ralelos, tan paralelos como los personajes de Plutarco, y consanguí-

neos, tan consanguíneos como las personas a las que aludía Proust

al plantearse dónde está el secreto de la amistad y cuál es el camino

más corto para que el hombre se una al hombre?

Y, en todo caso, ¿qué sucedía allí, en la península del Indostán,

entre el Himalaya y el cabo Comorín, desde la costa del mar de

Omán hasta la del golfo de Bengala, para que existieran yabunda-

ran hasta tal punto galopines de ambos sexos --con o sin estirpe di-

vina- capaces de conocer y de exponer antes de la pubertad lo que

sólo conocen y exponen los sabios después de toda una vida dedica-

da al estudio?La comparación era inevitable: el pensamiento de Dionisio se

trasladó al pasaje evangélico que narra la discusión del niño Jesús

con los doctores en el templo.

En cuanto a la Kumari, se preguntó el viajero, ¿por qué imagi-

nársela incorporada a la realidad tangible a la que evidentemente

pertenecía el chiquillo de carne y hueso que en aquel momento es-

taba sentado sobre una alfombra de Cachemira con las piernas cru-

zadas y entrelazadas ante él?¿Acaso no había sido su encuentro noc-

turno con la joven diosa de Katmandú una pasajera y trivial

ensoñación provocada por el humo de una hierba alucinógena?

Sí, sí, lo había sido, pero la pregunta de siempre -la eterna

cuestión que desde el último fulgor y punto final de la Edad de Oro

acosa al hombre-le envolvía y enredaba: ¿dónde empiezan y dón-

de terminan lo real y lo aparente? ¿Quién, entre Sancho Panza y

119

-

El camino del corazón

don Quijote, llevaba más razón? ¿Era por desventura la Kumari sóloun sueño de Segismundo o pertenecía, por el contrario, a la raza delas criaturas que viven extramuros de la caverna de Platón?

Fernando Sánchez Dragó

-¿Qué es, entonces, el pandit  para ti? ¿Acaso un novio? ¿Noserá que te acuestas con él? ¿Eres marica? ¿Por qué te pintas los ojoscon kh81?

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Dionisio regresó al interior de ésta, volvió a sentir el roce de lasalfombras y cojines del desván en la tela blanca de su dhoti --porqueya vestía como los hindúes- y escuchó otra vez el sonido punzante

y cantarín, como monedas de oro agitadas en una hucha de arcilla ohilos de agua del Amo cayendo sobre la taza de una fuente renacen-tista de Verrocchio, de la voz y las palabras de su amigo Cástor.

-El pandit--estaba diciendo el niño---- opina que quienes vana la escuela y se la toman en serio acaban convirtiéndose en esclavoso en personas abyectas ...

-¿Como quienes llevan reloj?-Exacto. Y lo mismo les sucede, según él, a quienes leen la

prensa y se la toman en serio.Dionisio asintió. Había muchos periodistas entre los suyos

y podía dar la razón a Cástor, o al pandit, con conocimiento decausa.

Pero de pronto, inexplicablemente (o quizá no), sintió irritación--casi cólera- hacia aquel muñeco descarado que le hablaba desdearriba y dándole lecciones.

y no pudo reprimirse. Volvió la cabeza hacia Alberto y Roberto,que contemplaban el espectáculo tan absortos como si estuvieranen el cine viendo una película del oeste, ya continuación clavó lamirada con talante y bravura de toro de lidia en los negros ojos pin-

tados de kM! de aquel insolente arrapiezo de los suburbios de Bom-bay y, como si disparara con un rifle de repetición, le preguntó:

-¿Cuál es tu oficio, mocoso? ¿Cuánto te paga el pandit? ¿Enqué consiste exactamente el trabajo sucio que ejecutas para él?

Cástor acusó el golpe, sonrió con tristeza, bajó los ojos, los le-vantó, tardó diez o doce segundos (que sonaron como si fueran lascampanadas de la medianoche) en darse por aludido y -con lamisma firmeza que había sacado a relucir unos minutos antes, perosin huella alguna de ferocidad- dijo:

-El panditno es mi jefe ni mi dueño, amigo, y por lo tanto nome paga nada ni trabajo para él.

Calló y esperó.Dionisio, ciego aún y deseoso --como buen occidental- de se-

guir tropezando en la misma piedra, asestó con torpe furia su últi-ma estocada:

120

-

con kh81? 

y Cástor, sin recoger el guante, con suave firmeza y tierna fero-cidad de gato -no de tigre- al acecho, dijo:

-Extranjero, no te pases de la raya ni permitas nunca que el sa-

bor de lo desconocido te ofusque la conciencia. Aquí, en la India,muchos hombres y muchos niños tienen la saludable costumbre depintarse los ojos con kh8L Éste es, entre otras cosas, un poderosodesinfectante. Me extraña que no lo sepas. Llevas, según tengo en-tendido, bastante tiempo entre nosotros.

Dionisio apretó los puños. Cono da, efectivamente, esa hermosacostumbre que no denotaba ni virilidad ni feminidad en el usuario.

Su interlocutor tragó saliva y remachó:-En cuanto al pandit, viajero que vienes de frías y lejanas tie-

rras, quizá te baste saber que es mi maestro.Un cuchillo de nieve cortó aquel nudo gordiano y ya nadie seatrevió a añadir, en ninguna lengua, ni una sola palabra.

Pero Dionisio, a partir de aquel día, dejó de comprar el periódico.

El pandit  llegó por fin con hora y media de retraso, saludó conmesura y señorío a sus huéspedes, y se disculpó por la tardanza.

Era un individuo corpulento y opulento: tanto lo uno como lootro saltaban a la vista desde su noble y discreta papada, desde la

redonda cumbre de su curva de la felicidad y desde el imponente y re-fulgente solitario que interrumpía la blancura de su mano gordezuela.

Representaba alrededor de cincuenta años gallardamente vivi-dos, pero sus pupilas chispeaban aún como el pedernal de los ojosde los adolescentes.

Vestía como Nehru, sonreía como el Comerciante Sufí, hablabatan gravemente -y tan cargado de razón- como el Tigre de Ben-gala y su pelo vigoroso, oscuro y untado de aceite brillaba en la pe-numbra del desván como el espinazo de una foca.

No tardó mucho en entrar por uvas.-Son casi las doce -dijo----, de modo que al grano ...Dionisio miró de reojo a Cástor con socarronería y, simultánea-

mente, interrumpió al pandit:-¿Cómo sabes qué hora es si no llevas reloj?-¿Y cómo sabes tú que no llevo reloj?

121

El camino del coraZÓn

-Me lo ha contado un pajarito.

-El mismo, seguramente, que antes de entrar aquí me ha di-

cho que eran las doce menos cuarto. Y ahora, si os parece, hablemos

Fernando Sánchez Dragó

-¿Existe, acaso, algún motivo -preguntaba- para que te sor-

prenda y te extrañe lo que acabo de decirte acerca de la feliz conclu-

sión de mis estudios?

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cho que eran las doce menos cuarto. Y ahora, si os parece, hablemos

de lo que os ha traído hasta mí.

-Eres tú quien tiene que hablar, ¿no? Te escuchamos.

-La voz de la calle, que es tan chismosa y deslenguada como la

de los monos de la selva, sostiene que queréis dar salida a un peque-ño alijo de charas procedente de Katmandú. ¿Es, efectivamente, as!?

-Mis paisanos dicen que la voz del pueblo es como la de Dios.

-Tus paisanos se equivocan, europeo.

-En este caso, no. El alijo existe.

-¿Cuánto pesa?

-Tres kilos.

-¿Doscientos cincuenta tolas?

-Ni una más ni una menos. Calculas con rapidez.

-Aprendí en la escuela.-¿En la escuela?

Dionisio volvió a mirar oblicuamente y con malicia a Cástor,

que no perdía ripio.

-Sí, en la escuela. ¿Te sorprende?

-Un poco. ¿Fue, quizá, antes de dejarla?

-Nunca la dejé. Sin el bachillerato no se puede ingresar en la

universidad.

-¿Y tú lo hiciste?

-¿A qué te refieres? No entiendo tu pregunta.

-¿Ingresaste en la universidad?

-La duda ofende. Estudié en Oxford y terminé allí dos carre-

ras. ¿Quieres ver los títulos? Están colgados encima de mi escritorio.

-No, no... No hace falta. Y perdona mi exceso de curiosidad.

No debería preguntarte nada. Es de mala educación. Soy, al fin y al

cabo, un simple cliente.

-Mis clientes no entran en esta casa y menos aún en esta guar-

dilla. Sois, tú y tus amigos, mis huéspedes.

-Gracias -tuvo que decir Dionisio mientras inclinaba ligera-

mente la cabeza en un gesto que pretendía, sin conseguirlo, fingir ytransmitir amabilidad.

Y ya se volvía, radiante, y estirando y ahuecando el cuello como

un gallo de pelea antes de lanzar su quiquiriquí, hacia la silueta acu-

clillada de Cástor, cuando le alcanzó y le paralizó -tan sedosa e in-

cisiva como un puñal bien afilado----la voz del pandit.

122

-

Dionisio, mudo, interrogó y pidió ayuda con la mirada a Alber-

to y Roberto.

El pandit  remató la faena:

-Pues no te sorprendas ni te extrañes, europeo. Para entenderlas cosas, y para difundir luego esa enseñanza entre tus semejantes,

hay que bajar a los infiernos y permitir que sus llamas te chamus-

quen el bigote. Es imposible derrotar a un enemigo si antes no te

tomas la molestia de conocerle a fondo.

Calló, sonrió, se acarició taimadamente la barbilla, miró hacia

el mundo de lo invisible traspasando los velos de lo visible, cam-

bió el diapasón y dijo:

-y ahora perdonadme si insisto en que hablemos de nuestra

pequeña transacción mercantil. No nos queda mucho tiempo.

Dentro de una hora, con o sin reloj, tengo que estar en otra parte.

-¿Duermes de día? -se aventuró a preguntar Dionisio sólo

por decir algo.

-Duermo cuando conviene a mi alma, europeo, no cuando lo

exigen las convenciones sociales ni cuando me lo pide el cuerpo.

Dejó de dirigirse exclusivamente a Dionisio, abarcó con la mi-

rada a Alberto y a Roberto, y se metió en harinas:

-Voy a hablaros con franqueza -dijo----. Para empezar, yeso

en cierto modo zanja la cuestión, a los habitantes de Bombay no les

gusta el charas nepalés. Son una partida de exquisitos. Sólo ,fumanel de Cachemira, que es tan negro como el chocolate amargo y tan

puro que se puede comer como si fuera un bombón. Yeso signifi-

ca, amigos míos,. que vuestras informaciones eran falsas y que no

vais a hacer negocio.

Abrió una pausa para encender un cigarrillo americano y siguió:

-En segundo lugar, criaturitas, lamento comunicaros que este

servidor de nadie no se dedica al tráfico de estupefacientes. Las dro-

gas, al menos en la India, apenas dejan margen para el beneficio y

suelen ser, además, nocivas para el cuerpo y también, y sobre todo,para la salud del espíritu.

Dionisio recordó las palabras de Cástor: al hombre justo todo,

absolutamente todo, le estdpermitido.

Pero no dijo nada. Había interrumpido ya a su anfitrión en mu-

chas más ocasiones de las consentidas por la buena crianza.

123

-

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El camino del' corazón

to de oro. No importa su tamaño ni su peso, ni su forma, ni su función. Puede ser una sortija, un pendiente, un collar, una medalla.una cadena o una simple pepita. El oro, amigos, es una especie de

Fernando Sánchez Dragó

  \:argaba golpes no menos sonoros con sus manos en los muslos ele-gantemente cubiertos por unos pantalones de lino crudo.

Roberto no soltaba la presa.

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sacramento, una eucaristía, una correa de transmisión entre la vidaterrenal y el Reino de Brahma.

El pandit  se había transfigurado. Alguien hablaba por su boca.

- ... Yeso explica -lo añadió sonriendo y en un tono de vozdiferente. Volvía a ser él y a estar en sus zapatos- que, entre todoslos países de la tierra, sea la India el lugar en el que el oro alcanza sumayor cotización en el mercado.

-¿Y qué haces tú con él? -preguntó Dionisio----. ¿Lo comprasa precio de mayorista y luego lo revendes troceado?

-No. ¿Me tomas por un vulgar joyero?-¿Cuál es tu oficio?-El de ser hombre.-¿De qué vives? ¿De dónde sale el dinero necesario para man-

tener una casa como ésta?-Creí que a buen entendedor ... Me dedico al contrabando.-¿Al contrabando de oro?-Evidentemente. Ninguna otra mercancía deja tanto beneficio

sin ensuciarte la conciencia.-¿Y tú la tienes limpia?-Más que el sol, europeo ... Más que tus ojos, más que los ojos

de mi ayudante, más que los ojos de las águilas. Traer oro a la India yvenderlo más barato que en las joyerías es una obra de misericordia.

Roberto, impaciente, dio unos golpecitos con la palma de lamano sobre la mesa y llamó a todos al orden.

-¿Vas a comprarnos el puñetero hachís, pandit? -pregun-tÓ--. ¿No crees que eso también sería una obra de misericordia?

La carcajada fue fastuosa y unánime.-Una obra de misericordia y un gesto de hospitalidad --con-

testó el interpelado----. Ya he dicho antes que, si lo permitís, megustaría protegeros. Lo más probable es que tengáis ya a la policíaen los talones. No suelo juzgar a mis semejantes, pero la verdad es

que os habéis comportado como unos pardillos. ¡A quién se le ocu-rre! Ir de fonda en fonda, de tenderete en tenderete y de sinver-güenza en sinvergüenza ofreciendo charas... ¡y, para colmo, charas

de Katmandú en una ciudad de sibaritas!La situación debía de parecerle graciosísima, porque estalló una

vez más en sonoras carcajadas de buda chino y feliz mientras des-

126

-

-¿Y vas a pesar nuestro putrefacto hachís nepalés con esa ma-ravillosa balanza de alquimista? -preguntó--. ¿No se le caerán losanillos y los tornillos?

-¿Para qué crees que la ha sacado de su escondite mi asistente?¿Para darme pote ante vosotros? Venga, a ver el material ...

Alberto volcó sobre la mesa el contenido de la bolsa que le col-gaba del hombro. Cástor cogió una por una las bolas y tabletas dehachís, las olisqueó, las fue poniendo sucesivamente en uno de losplatillos de la balanza, anotó su peso en una agenda, comunicó lacantidad total a su maestro, volvió a guardar el alijo y, dirigiéndosea Roberto, preguntó:

-¿Podemos quedarnos con la bolsa?-Desde luego.El pandit, que al parecer tenía una calculadora en las meninges,

dijo:-No os han engañado en el peso. Son, efectivamente, doscien-

tas cincuenta tolas. Os doy por ellas doscientas veinte rupias.Los contrabandistas pardillos no encajaron el golpe sin pesta-

ñear... Pestañearon, y mucho, antes de tragar saliva y de atreverse adecir:

-Con esa cifra, pandit, perdemos dinero.-Ya lo sé. Perdéis exactamente treinta rupias. O sea: un dólar

por cabeza: Suponiendo, claro está, que no os hayan timado.-No nos han timado.-Me alegro. Y yo que vosotros no me quejaría. La chapuza os

ha salido barata. Podríais estar ahora de patitas en la cárcel y os ase-guro que no es el mejor sitio para pasar unas vacaciones en Bombay.¿Hace el precio o no hace? Decidíos, porque no me gusta despilfa-rrar el tiempo. Llevamos casi una hora de cháchara y dentro deveinte minutos tengo que estar en la otra punta de la ciudad.

Dionisio, Roberto y Alberto intercambiaron sendas miradas de

resignación y de melancolía.El italoargentino, tímidamente, insinuó:-Pero tú vas a ganar dinero con esta operación ...-Sí, voy a ganar algo, pero mucho menos de lo que crees. ¿Te

parece injusto?Fue Dionisio quien respondió a la pregunta:

127

-

El camino del coraZÓn

-No, no es injusto. Perdiendo se aprende y, por otra parte, laslecciones se cobran. Si no, no sirven para nada. Eso dicen los psi-coanalistas. Por mí, hace, pandit. Coge el hachís y danos las ru-

i

Fernando Sánchez Dragó

Aún flotaba el halo de su dhoti en la penumbra de la guardillacuando el mundo de abajo devoró sus últimas palabras y su imagen.

Tardaron menos de un cuarto de hora en regresar ala habitaciónd l t i tí i t b l l j b N h bí

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pias.Los miembros del Dúo Latino se limitaron a asentir silenciosa-

mente.

La transacción se llevó a efecto sin que mediase palabra. El pan-dit  no intervino en ella. Fue Cástor quien pagó la cantidad conve-nida y quien volvió a esconder la balanza.

-Vamos -dijo.Se pusieron en pie, estrecharon la mano de su anfitrión -que

no se había movido---- y se dirigieron hacia la escalerilla de maderade caoba. Cástor, Alberto y Roberto estaban ya en el piso inferiorcuando el pandit  chistó a Dionisio, que se había rezagado involun-tariamente, y le hizo un gesto para que se arrimara.

-Muchacho ... -dijo cuando le tuvo cerca.Se interrumpió, colocó la mano sobre su hombro, clavó las pu-

pilas en sus pupilas, dejó transcurrir unos segundos y volvió ahablar.

-Muchacho -repitió-, tú estás en el camino. Tus compañe-ros, por ahora, no. Son demasiado jóvenes y no se plantean aúncuál es el significado de la vida. No te descarríes. Van a sucedertemuchas cosas y no todas agradables. Átate al timón y aprieta losdientes. Recuerda que el mundo es un laberinto y que nadie puederecorrerlo sin chocar una y otra vez con sus paredes. Pero no te de-

sanimes nunca. Cada prueba es, si sales airoso de ella y no te desnu-cas en el intento, un salto hacia delante. Ahora ve con Dios y no teolvides de este encuentro ni de lo que acabo de decirte.

El pandit  relajó los músculos, retiró la mano del hombro deDionisio y, mientras éste se encaminaba hacia la escalerilla sin dejarelemirarle, añadió:

-Por cierto, europeo ... Si te ves en apuros económicos y no sa-bes cómo resolverlos, ve a Paquistán, compra allí oro, apáñate parameterlo en la India sin que te cojan y tráemelo. Es muy peligroso,

pero merece la pena. Te lo pagaré bien. Toma ...y le tendió una tarjeta de visita.Dionisio la guardó sin mirarla, apoyó el pie en el primer pelda-

ño de la escalera y dijo:-Hasta siempre, pandit. No te olvidaré. y confío en que, con

oro o sin oro, volvamos a vernos algún día.

128

-

del tugurio típicamente urbano en el que se alojaban. No había mu-cho que decir y, sensatos por una vez, no lo dijeron. Se desnudaron, seducharon, se acostaron y se durmieron inmediatamente. Faltaban

unos minutos para que el reloj de la cercana estación central diera lasdos de la alta noche. Una hora más tarde los despertaron sin mira-mientos. Recios puños, rodeados de voces y de gritos, aporreaban lapuerta. Dionisio encendió la luz desde la cabecera de su cama. Alber-to, que tenía vocación de marmota, se tapó con las sábanas y siguiódurmiendo entre ronquidos. Roberto se levantó y fue a abrir. Seis des-conocidos con fachendoso aspecto de matones, además del enclenquevigilante nocturno del hotel, se apelotonaban en el pasillo, que olía acurry, a charasde Cachemira y a incienso barato. Su porte, su miraday su actitud no dejaban lugar a dudas. Era la policía.

Entraron tumultuosamente en la habitación, y uno de ellos -elque al parecer llevaba la voz cantante- berreó mientras reforzaba ydibujaba sus mugidos con un gesto perentorio del brazo:

-¡Todo bicho viviente en pelotas y con las manos apoyadas enla pared!

Dionisio y el Dúo Latino obedecieron precipitadamente. Noera el momento de entablar negociaciones ni de enarbolar la bande-ra de los derechos humanos. Nadie se pone a discutir con alimañas.

y, además, el comisario --o quienquiera que fuese- esgrimía

una pistola.Alberto, desnudo y encajonado entre sus dos compañeros, que

también estaban ya en porreta, susurró:-Nos han vendido.E inmediatamente se llevó un guantazo en plena boca. Un hilo

de sangre empezó a correr por la comisura de ésta.-¡Calla, cerdo! -aulló el responsable de la agresión.Cachearon la ropa de los detenidos, hurgaron en sus mochilas y

pertenencias, palparon cuidadosamente los colchones y las almoha-das, registraron centímetro a centímetro la piojosa habitación, re-ventaron los tubos de pasta de dientes, desencuadernaron los libros-que afortunadamente no eran muchos-, vaciaron la cisterna delretrete y se asomaron a su interior, golpearon una por una todas lasbaldosas del suelo e inspeccionaron las cornisas exteriores de las dosventanas.

129

-

El camino del corazón

Y, naturalmente, encontraron lo que buscaban. Los contraban

distas -aprendices y pardillos hasta el final- no se habían desem

barazado de todo el alijo. Alberto, en connivencia con sus cómpJi

ces había guardado un trozo de aproximadamente ocho tolas dC"

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131

ces, había guardado un trozo de aproximadamente ocho tolas dC

hachís -casi cien gramos- en uno de los bolsillos laterales de su

mochila.

Los sabuesos cantaron victoria y ordenaron a sus víctimas que s("vistieran. Media hora después, sin gafas ni cinturones, Alberto, Ro

berto y Dionisio tomaban posesión de una mazmorra de seis me

tros cuadrados situada en las catacumbas de una comisaría del cen

tro de Bombay.

Julio

Capítulo VI

Del mundo de los sentidos proceden

el calor y el frío, el placer y el dolor:

unos y otros son efímeros y accidenta-

les, van y vienen ... Sobreponte a ellos

con valentía.

Baghavad Gita, 11, 14

Todo el mes sin noticias de Dioni. Su última carta -o, mejor dicho,

la penúltima a partir de este momento-- llevaba estampilla de Pondi-

chery y fecha del diecinueve de junio. Hoy, por fin, ha dado señales de

vida. De vida y, en cierto modo, también de muerte y de resurrecci6n.Al

volver de la compra, literalmente abrumada por el agobio del peso de la

bolsa, del barrig6n de ocho meses de embarazo -¡ocho mesesya! Mesiento como sifuese el globo terráqueo-- y de la plomiza nube de vera-

neantes que se cierne sobre la ciudad, he encontrado en el buz6n -per-

dido entre los mil sobres,que tanto detesto, de la propaganda comercial a

domicilio-- un escuchimizado y lac6nico aerograma: quince líneaspara

soltar una bomba de hidr6geno, quince líneas para tranquilizarme y

nada mds que tranquilizarme, quince líneas para justificar su silencio,

implorar paciencia y anunciar 'que dentro de poco -cuando se haya ido

de la India, cosa que al parecer hará enseguida- me escribird largoy

tendido, pondrá sobre el tablero de ajedrez de su viaje (son suspropias palabras ... No sé c6mo selas arregla Dioni para transformarlo todo en li-

teratura) laspiezas que en estos momentos faltan y que por prudencia,

s610por prudencia, no puede ahora colocar en sus casillas,y me pondrá

al tanto de lo que siente por mí y de sus intenciones para elfuturo pr6xi-mo y lejano.

-

El camino del corazón

¿ y la bomba?, sepreguntará el lector.

¡Váya! Otra vez me pillo en un renuncio, otra vez caigo en las tram

  pas y jugarretas del subconsciente. Se me ve el plumero: en ~l fondo.

aunque me lo niegue (y se lo niegue también a Fernando) estoy con

Fernando Sánchez Dragó

Por eso,y no sólo por mi crónica enfermedad de artmor hacia él (y   /Jorel lacerante mal de ausencias que de ese amor se dertriva), me ha in-

quietado tanto su silencio de las cinco últimas semanas. '.

U il i b l f t d i i i ióió d j b

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aunque me lo niegue (y  se lo niegue también a Fernando), estoy con

vencida de que alguien exhumará después de mi muerte este rampló1/ 

dietario de ama de casa al borde de la neurastenia, llegará a la inevitrJ 

ble conclusión de que es -en su género-- una obra maestra, lopubli-cará y mis despojos se harán tan célebres como los de Amiel Annrl

Frank y (algún día) Anais Nin.

 Bromeo...

¿Bromeo? Quizá, y confto en que sea así,pero me desconcierta el he,

cho de que todas estas absurdas cavilaciones y pretemiones literarias sr

me pasen por la cabeza precisamente ahora, cuando por fin he rotll

aguas -no, aún, las del parto, que se desbordarán dentro de tres sema-

nas- y me he sentado a escribir una novela.

 y una novela que avanza a pasos de gigante. Anoche, después de mi

  frugal y habitual cena en solitario, terminé de corregir las cien primeras

 páginas.

¡Yeso en tan solo un mes!A este ritmo, si no se tuercen las cosas,cal-

culo que hacia mediados de noviembre quedará vista para sentencia. Y 

cuando llegue Dioni -me prometió al irse que pasaría conmigo, en el

 peor de los casos, la próxima nochebuena, pero también, conociéndole,

 podría volver sin aviso mucho antes- se encontrará con la morrocotu-

da sorpresa de que, después de tantos años de chufla y de recíprocos di-

mesy diretes, le he ganado por la mano en la partida de tute de la lite-

ratura.Seguro que en elfondo y por lo bajinis le da rabia, aunque de dien-

tes afoera me cubra de besosy de congratulaciones.

y  lo que, desde luego,por sí solo no se imaginaría nunca es que mi

novela trata de sus correrías al este de Estambul en busca de losperso-

najes de los.cuentos de su infancia y del polvillo de las alas de las mari-

  posas ni que él-no Dioni, sino Dionisio-- essu protagonista, conmi-

go en la sombra y entre bastidores, ni que para redactarla, comciente de

mi incapacidad para la invención (aunque confto en que no para la

creación), he estado inspirándome en sus cartasy utilizándolas descara-

damente como cañamazo de lo que escribo... En esas cartas «larguísi-

mas, minuciosas, detalladas, contándome todo» que, tal y como me

 prometió el día de su gran desahogo en el salón de música ante los ojos

mudos de sus ídolosy fetiches, me ha enviado puntualmente, a razón de

una por mes, desde el quince defebrero.

132

-

Un silencio que secaba las foentes de mi impiracióión y me dejaba

c'ompuestay sin novela.

Fernando, que viene desde Madrid casi todos losfinnes de semana y

que poco a poco se ha ido convirtiendo en el báculo de 1 mi soledad, medecía que no me preocupase, que los retrasosen la corresespondenciason

 flSuntosde ordinaria administración, que las oficinas de c¡correosestán lle-

nas de diablillos enredadoresy de duendes traviesos, que f Oriente esasíy

  Dioni también, que en la India -«de ahí su encanto»,», apostillaba-

reinan losdioses caóticosy descacharrantes de la anarquída, y que ...

Pero todos sus consejos,palmadas en el hombro y contwincentes argu-

mentaciones eran tan inútiles como las aspirinas en un teterremoto. Yo se-

guía royéndome las entrañas y devanando no sólo la maCldeja, sino tam-

bién la imaciable angustia de Penélope. Las mujertres no tenemos

arreglo. Somos los únicos seresvivos que tropezamos dos v,veces-y mil-

en el mismo hombre. '

Fernando, por cierto, anda detrás de mí para que le / deje leer lo que

llevo escrito. Curiosidad morbosa ~ a lopeor, algo malifigna. No he ce-

dido a suspresiones ni, pase lo que pase entre nosotros, v¡JJoyahacerlo en

elfoturo. Dioni no me loperdonaría nunca, y además crf:onrazón. Sería

un golpe bajo de deslealtad probablemente irreversible.

¡Qué complicadas son las relaciones entrepersonas de(e distinto sexoy

qué vulgaridad la de referirme a ello a estas,alturas de 'e mi vida! Pero'

¿hay acaso alguna mujer que no seplantee si merece o no!Olapena seguirqwmando combustible en un juego -el del amor- quite rara vez con-

duce a alguna parte?

 A veces,para enredar aún más las cosas, me pregunnto si Fernando

-el mejor amigo (y  metafórico hermano de leche) de 1  Dioni- juega

limpio con éste~ de rechazo, conmigo. Con los hombres, r, cuando el an-

tagonismo sexual se mete por medio, nunca se sabe.

¿y siperteneciera Fernando a la dudosa estirpe de aqquellos nobles de

¡taca que pretendían convencer a Penélope de la muerte e de Ulisespara

ocupar elpuesto de éste en el trono de la islay en el tálamno de la viuda?Pero no, imposible... Tienen demasiadas cosas en co:omún y los dos

han convertido la lealtad viril en un objeto de culto. NeTo seréyo quien

contribuya a envenenar su relación ni siquiera con el s~oplo del pensa-

miento.

Corto y paso.

133

-

El camino del corazón

Pero ¿y la bomba de hidrógeno?, seguirá preguntándose el lector.Venga, voy a soltarla: Dioni, según se desprende de la lectura entrr

líneas de su aerograma, ha estado alrededor de un mes en la cárcel drBombay.

Fernando Sánchez Dragó

 y a renglón seguido, en el último párrafo de la carta, se va inespe-radamente por los cerrosperdidos (y  rara vez reencontrados o, como mí-nimo, mencionados) del amor que nos une y nos desune, y dice que mirecuerdo «de color castaño» flota siempre ante él y le baja «aunque

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 Bombay.Sin comentarios, ya'que él tampoco se explaya sobre el asunto (y por

cierto: ese capítulo de mi novela -el correspondiente al mes de julio-

tendrá que ir prácticamente en blanco. ¿Cómo voy yo, pobrecita de mI,a sacarme de la manga las vicisitudes vividas por Dioni en lo que ima-gino espeluznantes celdas de una eJpantosa prisión inquisitorial de U1/ 

mísero país del Tercer Mundo?).  Dioni se sulforaría si escuchara en mi boca o leyera en mi plum"

esta expresión - Tercer Mundo- y me la echaria en cara diciéndorruque un escritor no debe utilizar nunca, ni siquiera para su coleto o enla más estricta intimidad, «la abominable jerigonza inventada por los

  foncionarios de los organismos internacionales y otros centros de idio-tez, de esquizofrenia, de cursilería y de corrupción».

  He leído quince veces,por lo menos, su aerograma -tan arrugado  y estrujado ya como la carita de mi abuela- y sigo sin aclararme.

  La culpa es de lo que él mismo llama sarcásticamente su «síndromede la clandestinidad». Se acostumbró a ella, y a sus tragicómicos y es-

  perpénticos usos y costumbres, durante los tiernos años de su sarampiónantifranquista y desde entonces se cree la reencarnación varonil de la

  Mata-Hari vigilada y acosada por los servicios secretos de todas las

grandes potencias.  Niñerías ...

  Niñerías y narcisismo.Pero, sea como foere, aquí esto~ in albis y a la defemiva, retorcién-

dome las manos como las actrices de los seriales radiofónicos y devorada  por el comecome de la incertidumbre. Dioni, tan teatral y exageradocomo siempre, ni siquiera alude en el dichoso aerograma al motivo desu detención. Se limita a mencionar escuetamente lo sucedido diciendoque «lopeor ya ha pasado» ya ponerse moños -¡qué megalomanía lasuya!- anunciándome que «ya te lo contaré de viva voz, y a serposibleen tercetos toscanos y con el estilo de Dante, pero puedes estar segura deque por fin he vivido mi descenso a los infiernos, mi noche oscura delalma y también -desde que recuperé la libertad sin cargo alguno gra-cias a la intervención de un curioso y adinerado personaje que por sucuenta y riesgo, y a fondo perdido, pagó el multazo (y  perdona si no soyo, por ahora, no puedo ser más explícitof- mi gloriosa subida al mon-te Carmelo».

134

-

recuerdo «de color castaño» flota siempre ante él y le baja -«aunquesólo hasta cierto punto y en determinadas circumtancias», reconoce-lafiebre, los humos y elplacer del viaje e incluso llega al extremo de in-

  JÍnuar que en varias ocasiones, y ahora más que nunca, ha estado a  punto de tirar la toalla y de volver con el rabo entre piernas, «como un  perrito faldero», al dulce hogar y a mi no menos dulce regazo.

«Porque -añade- mi casa está allí donde tú estés.»  Agradezco sus palabras sospechosamente líricas y voluntariamente

cursis, les quito la cáscara "":"suclásico mecanismo de defensa- de laironía, las  pongo por si las moscas en el congelador de la nevera y sonríocon ternura inevitable. ¡Cuántas sorpresas aguardan a Dioni en ese ho-gar con el que tanto sueña! Nada menos que un hijo de su sangre y unanovela de mi pluma. ¿Cómo reaccionará ante lo primero y ante lo se-gundo? Puede ser que se desmorone, o que se enfade, o que se encierretorvamente en su salón de música, o que me levante en vilo y se pongaa dar saltos de alegría.

Todo en él y con él esposible, todo en él y con él es imposible.  Lo que me preocupa -lo que puede envenenar nuestro reencuen-

tro-- essu infantil obsesión por llegar siempre elprimero a todas partes. y también, claro, que diflcilmente se entendería lo uno sin lo otro,

su empeño en abandonar el buque antes de que lo hagan las mujeres,los niños, Fernando, sus compañeros y las ratas.

y no precisamente por cobardía, sino más bien por lo contrario. En fin ... Dejémoslo estar y que el tiempo sepronuncie.  Lo malo es que a lo mejor -a lo peor- se va a encontrar con otra

sorpresa no prevista en el programa. y  conste de antemano que bromeoa medias, que escribo estepárrafo con una sonrisilla de circunstancias yque -tan supersticiosa ya como Dioni- tocoy retoco madera antes de

 poner en negro sobre blanco lo que ayer me dijo el ginecólogo.Fui a verlo para un chequeo rutinario (aunque obligatorio en mis

circunstancias), me miró por aquí y por allá, llegó a la sesuda conclu-

sión de que el embarazo sigue tranquilamente su curso natural me con-  firmó por enésima vez que daré a luz en la tercera semana de agosto o,a más tardar, en la última; me palpó las tetas, torció el gesto, comentóque me había salido un pequeño bulto junto al pezón izquierdo y queno me preocupase, porque eraprácticamente seguro que la cosa carecíade importancia, pero que en casos así -muy frecuentes, al parecer, en

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-

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El camino del corazón

-Me alegro de que sea así... Pero, en ese caso, razón de má~

para insistir en mi pregunta: ¿de dónde sale el dinero que al parece.

posees? ¿Te lo ha dado una mujer halagada por tus mentiras o ha

llegado a la  poste restanteun oportuno giro de papá?

M d i dit Mi di l d t b l ill

Fernan~o Sánchez Dragó

--Sí, lo he leído ... Pero no perdamos más el tiempo. ¿Cuántos

dólares necesitas?

-¿Dólares?

-El oro se paga en divisas fuertes, europeo. Me alegra compro-

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-Me decepcionas, pandit: Mi dinero sale de tu bolsillo.

-¿De mi bolsillo?

-Sí, porque eres tú quien va a prestármelo. ¿No irás a decirmt·

ahora que esto, precisamente esto, no lo sabías? Tú, que siempre lo

sabes todo ...

El pandit  --tal y como había hecho cuatro semanas atrás al en-

terarse de que Dionisia y el Dúo Latino pretendían vender charas

de Katmandú en una ciudad tan sibarita como Bombay- se me-

tamorfoseó en un mofletudo y barrigudo simulacro de buda chi-

no, taoísta y feliz que :le reía a mandíbula batiente con los ojos lle-

nos de lágrimas festivas y descargando sonoros golpes sobre sus

muslos.

y cuando por fin, tras no pocos esfuerzos, consiguió 'aplacar eloleaje de las carcajadas, dijo:

-Tienes gracia, fortaleza y arrojo, europeo. Me gustas. Te he

ayudado ya en un par de ocasiones y voy a seguir haciéndolo, aun-

que desde el punto de vista económico sea absurdo. Lo que me pro-

pones no es un préstamo, sino la financiación de un negocio en el

que todos los gastos corren por mi cuenta.

-y todos los peligros por la mía.

-Me siento cornudo y apaleado.

-No sólo se vive de pan.

-Eres astuto, europeo. Sabes muy bien que no puedo infringir

ese principio. Esgrimiéndolo, me entregas a ti atado de pies y ma-

nos.

-y tú también sabes perfectamente que no te propongo un

préstamo ni una financiación, sino un pacto entre dos guerreros.

-Tú eres aquí el único guerrero, muchacho. Yo sólo soy un

brahmín incapaz de matar una mosca.

Se acarició la barbilla, reflexionó y añadió:

-¿Sería un pacto de sangre? ,

-Si estás dispuesto a mezclar la tuya, que es casi azul, con lamía, que es plebeya ...

-Nunca es plebeyo quien habla del honor y procura que éste

guíe sus pasos.

-¿Has leído el Quijote, pandit?

138-

bar que, tras casi un mes de cárcel, sigues siendo un pardillo.

Y, sin esperar la respuesta de su socio ni añadir una sola palabra,

se encaminó calmosamente hacia la trampilla del rincón del desvánen cuyo hueco -supuso Dionisio- escondía el pandit  algo más

que la balanza de oro micizo.

Los hechos no tardaron en darle la razón. Y de esa forma -gra-

cias a un conjurado, a un gnóstico, a un alquimista, a un individuo

tan anticonvencional como lo eran el Canciller de Estambul, el Ca-

minador Manchego, el Troglodita de Luarca, el Comerciante Sufí,

el Tigre de Bengala y el Motorista de Delhi- Dionisia salió de la

suntuosa morada kitsch del pandit, aproximadamente tres horas y

cuarenta y cinco minutos después de haber entrado en ella, con

cuatro mil flamantes dólares americanos en los calzoncillos, la cabe-

za atiborrada de instrucciones, la sangre llena de adrenalina, y el

nombre y la dirección de un traficante de oro de Karachi cuidado-

samente anotados en el archivo de la memoria.

Dionisio llegó a Paquistán, vio, venció y regresó a Bombay con

dos kilos del más noble de los metales taimada y escrupulosamente

repartidos entre su cintura, sus partes pudendas, sus zapatos y la

cara interior de sus pantorrillas. Todo, por una vez, salió como elviajero lo había previsto. La operación se saldó con un beneficio

neto de dos mil ochocientos cincuenta dólares. Más, mucho más de

lo que Dionisio necesitaba e, incluso, algo más de lo que tenía al

empezar el viaje. Los panes y los peces se multiplicaban en el cami-

no. Milagros de la aventura y de los dioses de Ulises.

El argonauta pagó su deuda con el pandit, se despidió de éste,

durmió como un gato de Angora en un hotel de cinco estrellas, al-

quiló una lancha con motor sueco y toldilla almohadillada para to-

mar el sol en la bahía y visitar por segunda vez las cuevas de Ele-

phanta, invitó al Dúo Latino y a tres jipis que se les pegaron en las

oficinas de la American Express a un opíparo banquete con langos-

ta y cerveza Guinness en el mejor restaurante de la ciudad, se com-

pró unas sandalias nuevas, lio sus bártulos y a las cinco de la maña-

na del segundo día del mes de agosto cogió un avión de la Pan

139

-

El camino del corazón

American procedente de Amsterdam que, ocho horas después, tras

una breve escala en Singapur, le depositó sano, salvo, feliz, enfla-

quecido y dispuesto a todo en las humeantes pistas de asfalto ruso

del aeropuerto de Yakarta. .

AlH d é d d di h l i i d l l Ti Agosto y setiembre

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141

-

AlH, después de dedicar unas horas a la visita de lo que el Time

acababa de llamar en su cover story «el mayor retrete público del

mundo» y de pasar platónicamente la noche en un pintoresco y

abigarrado burdel mixto de putas, monstruos, efebos, travestidos,

grumetes, ancianitas y militares sin graduación, Dionisia cambió la

seda de la Panam por el percal de la Garuda, se encaramó a un Da-

kota caqui de dos hélices con inequívocas señales de haber partici-

pado activa y heroicamente en la segunda guerra mundial, y poqui-

to a poco, a paso de saltamontes, con el alma en éxtasis y el corazón

en vilo al rozar con el vientre del avión las cúpulas del templo de

Borobudur, llegó a la isla de Bali.

Una vez en ella...

Agosto y setiembre

Capítulo VII

Allí, en el cuerpo del Dios de dioses, Arjuna contem-

pló reunido el Cosmos entero en su infinita variedad

de seres. Sobrecogido de estupor y asombro, erizado el

cabello, inclinó el héroe su cabeza y -juntando y ele-

vando las manos- habló de este modo a la Divinidad:

en ti, oh mi Dios, contemplo a los dioses todos y las in-

númeras variedades de seres; veo asimismo a Brahma,

en su trono de loto y a todos los Rishisy Serpientes di-

vinas. Por doquiera contemplo tu infinitud: el poder

de tus innumerables brazos, la visión de tus innumera-

bles ojos, las palabras de tus innumerables bocas y el

fuego vital de tus innumerables cuerpos. En parte al-

guna veo principio, ni medio, ni fin, oh Señor de for-

ma infinita [...] Hacia ti corren las legiones de dioses:

los Rudras de la destrucción, los Adytyas solares, los Vá-sus del fuego, los Sadhyas de las plegarias, los Vishwas

dévicos, los Ashvins o aurigas del cielo, los Maruts de

los vientos y de las tempestades, y los Ushmapas o espí-

ritus de los antepasados, así como las falanges de músi-

cos celestes; los Yakshas, custodios de la riqueza; los

 Asuras, demonios del infierno, y los Siddhas o seres que

alcanzaron su perfección en la Tierra. Todos, todos te

contemplan maravillados y anonadados.

Baghavad Gita, XI, 13 a 22

¿Bali?

. No. No, por lo menos, así, a secas, como un nombre más perdi-

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El camino del corazón

Pase loprimero, si es estrictamente necesario,pero lo segundo, Cris-

tina, nunca ... Prohíbemelo por tu bien y en defensa propia. Si lo hicie-

se, dejarías de quererme. En la India y en el Nepal me han enseñado la

lección -tan reñida con nuestras mustias convicciones revoluciona-

rias- de que lossímbolos son importantes Muy importantes

Fernando Sánchez Dragó

das de lajungla y perdiéndome por entre los latidosy dibujos de su ver-

de corazón, hacia el reinofantástico de Ubud, que es a Bali lo mismo

que la Toscana a Italia y que Castilla a España, y una vez en él deja-

ré que la vida y el azar me arrastren, y me descalzaré para visitar los

templos y vagabundearé por la calleprincipal y entraré en alguno de

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rias- de que lossímbolos son importantes. Muy importantes.

Ve pensando en estas cosas,y en lo del hijo, que ya lo discutiremos

todo en el salón de música o en la terraza del bar del embarcadero del

río cuando vuelva, y déjame ahora seguir habldndote de Bali como si

aquf estuviese (que lo estoy) rodeado de gnomos, de hadas, de sirenas, de

unicornios, de tesorosescondidos, depiratas, de heroínas de Rider Hag-

gard y de tigres de Mompracem.

¿y qué es Bali, con qué se come, en qué consiste?Ytllo he insinuado,

Cristina: es un modo de vivir y de sentir, y de entender, y de interpretar

el mundo. Es la música de las esferas.Es la armonia con mayúscula, el

Supremo Equilibrio. Es el matrimonio indisoluble entre elyin y elyang

o punto defosión y de simbiosis entre tu persona y la mía, entre lo sole-

ado y lo umbrío,. entre lo húmedo y lo seco,entre lo luminoso y lo oscu-ro, entre lo silenciosoy lo ruidoso, entre lo convexo y lo cóncavo.

  Dirás -lo sé- que llevo aquí cinco días escasosy que, como en

tantas otras ocasiones, me estoy dejando arrastrarjuguetonamente por

la subida de la marea de un entusiasmo que en cuanto cambie la luna

o gire el eje de mi carta astral dejard paso a la indiferencia, al tedio, a

la desilusión o incluso ai desdén.

Quizd, pero permíteme que lo dude y borraya de tu cara esa sonri-

sa de escepticismo.¿Por qué? Porque Bali es, Cristina, elfruto de un mi-

lagro irrepetible.

¿ Te lo cuento?

Sí, pero en dospalabras. Sólo un redomado masoquista emplearía

más privdndose de lo que en estos momentos me rodeay me aguarda.

 Estoy, oh dioses de los muelles de Levante, en el centro del arco de una

 playa como las que imagindbamos juntos al leer a Stevenson o al evocar

con admiración y envidia la sublime peripecia de Gauguin. Son -mi-

nuto mds, minuto menos-las nueve de la mañana. A las diez vendrd 

a buscarme un bemo que media hora más tarde me dejard en Sangeh,

  junto al Bosque Sagrado de los Monos. Jugaré con éstos, me morderdn

la mano, trepardn por mi cuerpoy se meardn en mi hombro. Lo hacensiempre. Luego me robardn algo -un bolígrafo, una caja de pastillas

contra la diarrea, una foto, una estampa de la diosa Kali, un trozo de

coral calcinado por el soly abandonado en la playa o un fósil recogido

en cualquier cuneta- y me irépian pianito, siguiendo a pie las vere-

144

-

templos, y vagabundearé por la calleprincipal y entraré en alguno de

los infinitos talleres de pintura naif, y miraré embobado la esgrima

de los lienzos y lospinceles, y charlaré de las cosasdel mundo y de la

vida con los artistas cachorros,y husmearé en los baratillos y bazares de

los anticuarios, y rendiré visita dejustificada admiración y pleitesia al·

extravagante pintor cataldn que vive en lo alto de la más alta de las co-

linas, y comeré o comistrajearé mangos, papayas y pinchos de carne

anónima con sabor a salsa de cocoy cacahuete en los carritos del merca-

do, y disolveré el atarugamiento y la densa modorra de las digestiones

tropicales con un enorme vaso de café puro (tan puro que nunca, por

más esfoerzos que hagas, podrás imaginarte su sabor), y me adentraré 

de nuevo en elpalpitante laberinto de la selva, y me ladrardn los deshe-

redadosy humillados perros de los villorrios, y procuraré que mi cabezano tropiece con el escurrido y culebreante cuerpo de los venenosísimos

reptilesde color verde doncella colgadoscomo trapecistasde las ramas de

los drboles, y me perderé, y recuperaré el norte, y volveré a perderme, y

un indígena risueño y mudo me sacard del atolladero, y me sentaré a

descansarjunto a un arroyo,y llegardn hasta mis oidos metdlicos albo-

rotos e impetuosas cadencias de címbalos, campanas, tambores, timba-

lesy xilófonos, y me dirigiré hacia ellos, y al doblar una de las arbóreas

esquinas del bosque estallardn ante mí elfragor y los destellos--lluvia

de oro los llaman- de un gamelán u orquestilla de aborígenes ensa-

  yando músicas de intención, alcance y profondidad genesíacasy cosmo-

gónicas, y caerd el crepúsculo,y buscaré una aldea, y ,encontraré en sus

vísceraso en sus inmediaciones un losmen ofonda de estilopompeyano

(las hay por todaspartes), y lavaré mi cuerpo con el agua fría almace-

nada en la curiosa alberca del cuartucho trasero de cada habitación, y

me sentaré en elporche de la mía con un cigarrillo de hierba local entre

los labios, y charlaré de las cosasdel mundo y de la vida con mi vecino,

 y saldré a cenar, y haré buenas migas con algún jipi recién llegado, y se

nospegard un goifillo, y nospropondrd ir a una gallera para jugarnos

las pestañas, o a una representación de un fragmento escenificado del Ramayana, o a una sesiónde sombras chinescas, o a una fonción de an-

tiquísimas y sacratísimas danzas surgidas del inconsciente colectivo,y..:  Es tal como lo cuento, Cristina. Te lojuro: no existe, no puede exis-

tir en ningún punto de la superficie de la tierra otro lugar como éste.

I

145

-

El camino del corazón

Todas las noches, antes de dormirme, y todas las mañanas, antes de es-

  pabilarme, el pensamiento se me escapa rumbo a la antigua Grecia,

  porque sólo allí se respiró -supongo ..., ¿Quién lo sabe?- en algún

momento de la historia un ambiente similar al que hoy,foera del tiem-

po (ya lo he dicho) se respiraaún en este enclave

Fernando Sánchez Dragó

códices en libros de hoja de palma, y percutir xilófonos y címbalos, y

adorar los volcanes,y narrar historiasjuglarescas, y emborronar lienzos

con exuberantes figuras de plantas exóticasy fastuosos animales de bes-

tiario medieval y fomar ganja), y criar gallos de lidia, y masticar nuez

de coca y limar el borde de los dientes -instrumento y símbolo de la

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 po (ya lo he dicho), se respiraaún en este enclave.

Sí, es un milagro, Cristina... Un milagro de la geografta, un mila-

gro de la demografta, un milagro de la meteorología, un milagro de los

dioses y, por supuesto, un milagro del azar histórico.

  Aquí, en Bali, sobreviven -rodeados por un piélagoy  un archipié-

lago abrumadoramente musulmanes- cinco millones de hinduistas de

sangre azul que nada tienen que ver, ni por sus costumbres, ni por su

cardcter, ni por sus creencias, con los otrospueblos o grupos humanos de

la zona.

Son los descendientes de losjavaneses que alld por el sigloXIV, cuan-

do los alfanjes y el monoteísmo del Islam se apoderaron de lo que hoy

llamamos Indonesia, consiguieron huir de la chamusquina, y buscaron

un puerto de asilo,y llegaron a Bali, y allí -aquí, Cristina- se hicie-ron foertes, y plantaron verdísimos arrozales en forma de terrazas en-

charcadasy escalonadashasta las cumbres de los montes, y se adueñaron

inofensiva y delicadamente de una naturaleza que lo da todo sin nece-

sidad de pedírselo y menos aún de arrancdrselo, y se sumergieron en la

benignidad y cordialidad de un clima que espara los hombres abrazo

de madre, y levantaron miles -miles he dicho, Cristina- de gallar-

dos templos depiedra soberana,y predicaron únicamente con el ejemplo

su modo de vivir y de pensar, y respetaron el modo de pensar y de vivir

de las tribus indígenas, y poco a poco -sin prisa y sin pausa, sin apego y sin pereza- crearon un imponente corpus de religión y defolklore, yaprendieron el arte de recibir a los amigos (o travellers) con los brazos

abiertos y el duro oficio de espantar sin violencia a los intrusos (o tou-

rists), y siempre, en todo momento (y hay muchos momentos en el al-

marzaque y en los cangilones de la noria de cinco siglos), atinaron a

mantener intacta su identidad, y se mantuvieron escrupulosamente fie-

lesa sí mismos, y no cejaron nunca en el empeño de tratar de tú a tú y

de mirar de frente a los dioses más estimulantes y fecundos del panteón

hinduista, y no malgastaron sus talentos ni arrojaron semillas foera de

los surcos,y supieron dedicar (o, más bien, consagrarsus vidas al cum-

 plimiento de tareasprimordiales como lo son labrar la madera, y traba-

  jar el marfil y recitar en sdnscrito los versículos de las antiguas epope-

 yas, y bailar de día y de noche en lospatios de los templos, y mover con

soltura y elegancia loshilos de las marionetas, y transcribir inescrutables

146

-

de coca,y limar el borde de los dientes -instrumento y símbolo de la

animalidad humana- para resistir a la tentación del vicio, y cultivar

la magia, y preparar y deglutir tortillas de hongos alucinógenos, y orga-

nizar y dirigir charangas -casi orquestas- de pdjaros cantores,y or-

ganizar y celebrar indescriptibles e indisolubles ceremonias nupciales de

larga duración, e incinerar a los muertos embaulados en el interior de

una efigie de toro negro de cartón piedra confe inapelable e invulnera-

ble alegria, y sobre todo -como una túnica transparente, como la ban-

da sonora de una película, como un telón de fondo, como el azul del

cielo, como el arcano de la noche, como el oxígeno de la atmósfera--

sonreir... Sonreír, Cristina, sonreír en cualquier momento, por cual-

quier motivo, con cualquier excusay en cualquier lugar.

¿y qué otra cosapuedo decirte, oh pacientísima Penélope, si no hayen el diccionario -para aludir a esteparaíso- palabras que no se me

queden cortas?

¿Añadir, quizd, que existen ocho reinos mayores en la isla y, en con-

secuencia, otrostantos reyesy reinas de verdad, no de mentirijillas ni de

novela de Salgari, y cientos de favoritas, y -calculadas a ojo... Nunca

mejor dicho- miles de princesas legítimas o bastardas a cudl más her-

mosa, más grdcil más inocente, más rozagante, más inaccesibley mejor

 plantada?

¿Mencionar que todas las mujeresjóvenes (y algunas que no lo sontanto) llevan el pecho al aire sin descaro, sin orgullO,sin malicia y sin

molicie, y que ante esedivino espectdculo-el de la naturalidad, el de

la espontaneidad, el de la virginidad -es inevitable establecer compa-

raciones con lafigura y el mito de Eva, y llegar a la lógicay apabullan-

te conclusión de que las balinesas no charlaron en mala hora con la Ser-

  piente ni mordieron nunca con sus boquitas locas elfruto del Arbol del

 Bien y del Mal?

¿Describir el amok o sagrado delirio vertical y horizontal que de

vez en cuando, porque sí o por insondable decisión de las Alturas, se

apodera de los varones, y les borra la sonrisa,y les inyecta lumbre en elalma, y pólvora en las venas, y hierro colado en los músculos, y tizones

en laspupilas, y pimienta en lasplantas de lospies, y los obliga a enlo-

quecer, y a desmandarse, y a gritar, y a espumarajear, y a emprender

una carrera desalada, y a embestir a sus semejantes con voluntad y aco-

147

-

El camino del corazón

metividad de toro bravo, y a darse de calabazadas contra las paredes del

mundo, y a poner los ojosen blanco, y a morderse la abultada lengua, y

a herirse conpuñales de sinuoso filo, y a caerpor fin desplomados y ago-

tados entre sudores, escalofríos,jadeos, sollozos, sacudidas y aullidos de

licdntropo epiléptico?

Fernando Sánchez Dragó

por sus aguas termales y por la cerrilidad e indomabilidad de las tri-bus neolíticas que triscaban y vegetaban en sus alrededores.

El lago se extendía a los pies de un volcán momentáneamentedormido, pero cuyo último zambombazo se remontaba a treinta ysiete años atrás (lo que geológicamente hablando no era mucho)

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licdntropo epiléptico?

¿O simplemente, Cristina, basta con insistir en la evidencia de que

 Bali me ha enseñado el camino (o uno de los caminos, si esque hay va-

rios) de lafelicidad?

 Dejémoslo así ... A unos veinte metros de distancia, emboscado en la

línea de sombra de losdrboles, me esperaya elbemo. Llega hasta mi, a

contraviento, el sonido ronco de su bocina. Son las diez de la mañana y

los monos del Bosque Sagrado de Sangeh se agrupan, impacientes y dís-

colos,en el Gran Calveropara darme la bienvenida y desvalijar mi zu-

rrón. Tengo que recoger las cosasy que ponerme en marcha. Escríbeme

  pronto, acuérdate de mí, quiéreme y cuidate. Yo, en contrapartida, me

cuidaré, me acordaré de ti, te querré como si estuvieses cerca -¿no lo

estás?- y te escribiré lo antes posible.¿Desde dónde? Eso esya mucho pedir y mucho decir.¿Desde Saigón,

desde Manila, desde Pnom Penh, desde Borneo?

 Desde cualquier lugar, pero siempre con amor, con inquietud, con

nostalgia, con rabosde lagartija en los talones y con la contradictoria es-

 peranza de que lafiesta de mi viaje dure y de que tú y yo nos veamos

 pronto.

Un beso, Cristina, dos besoJ~un millón de besos...

  Repdrtelos por donde más te gusten y deja algunos para los amigos,

si es que dan señales de vida.Chau.

Dionisia conoció al Barón Siciliano en circunstancias más bieninsólitas o, por lo menos, ligeramente surrealistas y tirando a ab-surdas.

Se produjo el encuentro un jueves por la mañana, vencido ya elmediodía y poco antes de la hora del almuerzo, cuando estaba apunto de cumplirse el primer mes de felicidad del viajero en Bali.

Aquel día, como tantos otros, Dionisia salió de la playa de Kuta-donde había establecido su cuartel general y su celda de ermita-ño- a bordo de un bemo cuyo conductor se le había acercado docehoras antes en el vestíbulo de un losmen de Denpasar para propo-nerle que hicieran juntos una excursión al lago de Batur, famoso

148

-

siete años atrás (lo que geológicamente hablando no era mucho),y ocupaba un antiguo cráter situado a mil trescientos metros de al-titud sobre el nivel del mar.

La zona servía de trono, de altar, de vivienda y de rampa de lan-zamiento a dioses y ángeles oscuros que revoloteaban sobre las bo-cas de fuego y los pedregales de basalto, alimentaban lóbregas le-yendas que ningún nativo se atrevía a poner en duda y ahuyentabana las trémulas y asustadizas gentes de a pie, a los escasos y ridículosturistas yanquis --otros no había- refugiados como conejos conmixomatosis en las habitaciones y dependencias refrigeradas dellú-gubre hotel de estilo cuartelero levantado por la barbarie de los ros-tros pálidos en la playa de Sanur, y a los balineses temerosos de

Dios.Gracias a Éste, al primitivismo, a la precaria economía de Indo-

nesia, a la ineptitud del presidente Sukarno --depuesto por el furormilitar y popular dos años antes- y a la feliz coincidencia de queBali estuviese en la última punta de la madre Tierra, no existían enla sinuosa y abrupta red viaria de la isla más de cincuenta o sesentakilómetros asfaltados. El resto era polvo, sudor y lágrimas. La gente-y, entre ella, Dionisia y los pocos jipis que por el momento se ha-bían aventurado a llegar hasta allí- se desplazaba normalmente a

pie salvando baches, charcos, pedruscos y yermos de lava, aunquetambién -aparte de la posibilidad de recurrir a los servicios de unbemo, de un carricoche arrastrado por un burro y de algún que otropintoresco autobús con más mataduras que Rocinante- cabía prac-ticar el autostop encaramándose, tras las negociaciones de ritual, ala abarrotada y trepidante plataforma de volquete de los camionesque transportaban plátanos, café, arroz y cascote entre la capital, lospuertos y abrigaderos de la costa, y las aldeas del interior.

La carretera de légamo y escoria --o, más propiamente, caminode cabras, saltamontes y gnomos del volcán- que conducía, ro-

deándolo y sobrepasándolo, hasta el lago de Batur era abrupta, res-baladiza, brava, breve, angosta y angustiosa.

y fue en ella, al salir chirriando y patinando de una de sus infi-nitas curvas ciegas con el bemo peligrosamente ladeado hacia lasfauces del abismo, cuando surgió de pronto -envuelta en la nebli-

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El camino del corazón

-A cuento de la diferencia entre los alucinógenos con mayús-

cula y los alucinógenos de cartón pintado. Y conste que yo no acon-

sejo ni los unos ni los otros. El éxtasis se gana a pulso y desde den-

tro. Con paciencia, claro ... No lo venden los farmacéuticos ni las

estanqueras, ni los profesores de Harvard, ni los minoristas del mer-

Fernando Sánchez Dragó

Búsqueda, juventud, egocentrismo, gozos y sombras de la amis-

tad correspondida.

Levantarse con el cielo a oscuras y todos los luceros encendidos,

ducharse con agua gélida en el gélido patio de un losmen, pisar lava,

pisar lava, pisar lava, ponerse un volcán por montera, asomarse a su

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q , p ,

cado negro. Pero si de verdad quieres saber lo que es un trip, una ex-

cursión galáctica, un viaje a la intemperie para hombres de pelo enpecho y no para hijos de papá, olvídate del hachís y prueba sustan-

cias con más meollo.

-¿A qué precio?

-Al precio de la aventura entendida como búsqueda del cono-

cimiento en el fondo de lo desconocido: el que pagó Ulises, el que

pagó Orfeo, el que pagó Eneas, el que pagó Dante ...

-¿Bajar a los infiernos pasando por el purgatorio?

-Tú lo has dicho: bajar a los.infiernos o simplemente (cuando

los dioses achuchan, pero no ahogan) asomarse al borde de las cal-

deras de Pedro Botero, olfatear el olor de la chamusquina, dejar que

los pelos se te pongan de punta y mirar de frente a los monstruos de

tus abismos interiores.

-¿Servirían como sucedáneo de tente mientras cobro, sólo de

momento y para abrir boca, las laderas de ceniza y el horrible cráter

azufroso de un volcán en llamas habitado por todos los espíritus

diabólicos de esta isla de arcángeles?

Bruno miró con socarronería a Dionisia, chistó al camarero y

pidió café. Los dos platos de arroz estaban vacíos.

-¿Conque ésas tenemos? -preguntó-o ¿Quieres hacer un pocode montañismo?

-Si tú lo consientes ...

-Lo consiento, pero tendrás que levantarte a las dos y media

de la mañana. El que avisa no es traidor.

-¿Nos darán a esa hora chocolate caliente, churros y una copi-

ta de cazalla?

-¿No habíamos llegado a la conclusión de que en Bali todo es

posible?

-Entonces, trato hecho.

y así fue cómo el Barón Siciliano -Bruno, efectivamente, lo

era- entró de poder a poder y pisando fuerte en la denodada y hu-

racanada vida de Dionisia.

156

-

horrible cráter azufroso, emprender el camino de regreso, pisar lava,

pisar lava, pisar lava, reponer las fuerzas con un plato de arroz frito

y un enorme vaso de café, perder el tiempo y ganar el alma zascan-

dileando sin prisa ni propósitos alrededor de un lago, observar dis-

cretamente las costumbres y la forma de vivir y de morir de las últi-

mas tribus neolíticas, pasear por el bosque y charlar, visitar los

templos y charlar, sentarse en la veranda de un losmen y charlar,

contemplar el crepúsculo y charlar, desplazarse en bemo y charlar,

tomar el sol a la orilla de un río y charlar, quemar las jornadas jun-

tos y charlar, dirigirse poco a poco hacia el norte de la isla y charlar,

encontrar allí una playa de ensueño y charlar, alquilar un bungalow

de dos pisos con techo de bálago y charlar, perderse por el monte ycharlar, bañarse como Nerón o Mesalina en las piletas de unas fuen-

tes de aguas termales y charlar, comer langostinos a discreción y

charlar, levantarse a las cinco de la mañana para presenciar el desa-

yuno de los delfines frente al sol naciente y charlar, tumbarse bajo

un mosquitero y charlar, dormirse y...

¿Charlar?

No, no, nada de eso: gozos y sombras de la amistad correspon-

dida.

O sea: filosofar, filosofar, filosofar.

Bruno y Dionisia convirtieron la playa de Lovina en algo muy

parecido a un santuario interior sin más atributos exteriores que los

de la madre naturaleza.

Cierto día, alrededor de las diez de la mañana, apareció en el

porche del bungalow un arrapiezo al que jamás habían visto entre la

chiquillería que tesonera y cotidianamente los rodeaba e importu-

naba.

Bruno, imperturbable, siguió fumando con la mirada fija en el

mar. Dionisia interrumpió la lectura de la Baghavad Gita -el Ba-

rón Siciliano llevaba siempre en su equipaje ese evangelio mayor del

hinduisma-, levantó los ojos y preguntó:

-¿Qué quieres?

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-

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El camino del corazón

y las sinuosas líneas de los ríos y las fronteras bailaban entre sí, StO

acercaban y se separaban, se deformaban y se reformaban, se rom

pían y se recomponían, se estiraban como un tiragomas para com-

primirse y apelmazarse luego hasta configurar nódulos dt

dimensiones casi microscópicas, se convertían en amebas, pedún-

Fernando Sánchez Dragó

muslos, mientras una mosca tsetsé con trapío de toro de cinco hier-

bas bajaba oscura y torvamente por su esternón.

Saltaba a la vista que se habían citado -sabe Dios con qué pro-

pósitos- en el ombligo del viajero.

La fascinación de éste, convertida ya en hipnosis generalizada,

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dimensiones casi microscópicas, se convertían en amebas, pedún

culos y protozoos salidos de la noche de los tiempos de la biolo-

gía, estallaban como burbujas de lodo procedente de otros planetas y, en líneas generales, armaban en las dos Europas e islaN

adyacentes -uno contra uno y todos contra todos- un zafarran-

cho de combate que hubiera puesto las corbatas de punta y los tra-

  jes grises o azules con las solapas gachas a los funcionarios, emba

  jada res y chupópteros del Consejo de Seguridad de las Naciones

Unidas.y Dionisia, sin apartar ni un instante los embercocados ojos dc

la pared, hacía todo lo posible para meter losdedos en el enchufe, mo-

verse al compás del universo (o al endiablado ritmo, por lo menos,

del mapa del Viejo continente) y dejarse ira donde los magic mush-

rooms le llevaran.

Turn on, tune in, drop out.

Y, además, se divertía.Así transcurrieron mil años de tiempo interior rigurosamente

medidos por la conciencia del viajero, aunque las manecillas del

despertador -Dionisia tuvo la presencia de ánimo necesaria para

mirar de reojo su esfera por enésima vez- marcaba la una y treinta

siete minutos de la tarde del día 12 de setiembre de 1969.

Y el mapa no dejó en ningún momento de taconear, cimbrearse

y mover frenéticamente el esqueleto a impulsos de la música de Ye-

llow submarine.El viajero --que en esta ocasión lo era por partida doble- des-

vió al fin los ojos, sacudió la cabeza, respiró abdominalmente en

ocho tiempos, miró alrededor, pensó que la butaca de bambú era

un cohete espacial, se agarró con fuerza a sus brazos, regresó mo-

mentáneamente al dormitorio del segundo piso de un bungalowal-

quilado a un chino de Denpasar en la playa balinesa de Lovina y se

miró el ombligo.Nunca lo hubiese hecho.

¿Por qué?Porque una gigantesca y peluda araña de quince arrobas distri-

buidas sobre el precario soporte de cientos de kilométricas patas ar-

ticuladas subía balanceándose pesadamente por sus rodillas y sus

160

subió de punto hasta tal extremo que la realidad entera se diluyó y

todo, absolutamente todo, menos él mismo, desapareció de su me-

moria, de su entendimiento, de su voluntad, de sus sentidos e, in-

cluso, de su desbordante y desbordada imaginación.

Siguió despierto y en pie, aunque malherido, el subconsciente.

Porque sólo del subconsciente -supuso Dionisio- podían ve-

nir la hermana mosca y la hermana araña de descomunales dimen-

siones que en aquel momento, tan cachazudamente, se paseaban

por su anatomía.

-¿Todo va bien? -sondeó el Barón Siciliano.

Parecía ajeno al yo y a la circunstancia de su compañero de trip,

pero evidentemente --como lo demostraba la pregunta- no habíaolvidado su condición de hilo de Ariadna.

-Todo va mal --contestó Dionisia sin perder el humor, pero

con gesto atribulada-. Una araña y una mosca del tamaño de

Moby Dick se dirigen en este instante hacia mi ombligo con la des-

fachatada intención de acampar en él. ¿Qué hago? ¿Espantarlas o

mantenerme al margen de los acontecimientos?

-Mejor lo segundo. Son inofensivas criaturas de tus abismos y

monstruos de papel inventados por el miedo. Acuérdate de lo que

dice Freud, tranquilízate y, sobre todo, no frenes.-Preferiría acordarme de lo que dice Jung -insinuó Dionisia

con un hilo de voz y una frágil sonrisa-, pero si no queda más re-

medio ...-Jung llegará más tarde --dijo Bruno-. Ahora estás aún a

flor de agua. Ya sabes: drop out.-Húndete -tradujo sin demasiada convicción el zarandeado

y apaleado astronauta.

-Exactamente ... Húndete, tantea el fondo del estanque y ya

verás cómo encuentras en él los túneles que desembocan en los pu-

cheros del inconsciente colectivo.

-¿Ahí termina el viaje?

-No.

-¿Hay, aún, otras estaciones?

-Eso parece.

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-

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El camino del corazón

te, su destrucción. ¿Existía acaso, después de eso, bajo la bóveda ce-

leste y sobre la piel rugosa de la tierra algún otro espectáculo, en-

sueño, delirio o fantasmagoría capaz de emocionarle o, por lo me-

nos, de interesarle?

Dionisia entró en el bungalow, cogió la Baghavad Gita y salió al

porche El sol era una banderilla de fuego puesta en todo lo alto

Fernando Sánchez Dragó

  Dime, dime quién eresTú, que tan aterradoraforma presentas. ¡Sal-

ve, Dios excelso!¡Ten piedad! Yo ansío conocerte, Ser Primordial y no

acierto a comprender tu manifestación ni a adivinar tus intenciones.

Dionisia alzó los ojos, buscó con ellos la línea de la costa, dejó el

libro en el suelo salió otra vez al patio del bungalow se desnudó se

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porche. El sol era una banderilla de fuego puesta en todo lo alto.

Los insectos voladores y zumbadores seguían desplegando en el

vientre del aire su estrategia de pilotos kamikazis. El universo vibra-

ba y humeaba. La música y la letra de Abbey Road  le envolvían y

bailaban con él. Era como si estuviese a punto de empezar el Ser-

món de la Montaña.

El viajero hojeó afanosamente el libro, encontró lo que buscaba,

se sentó en el suelo con las piernas en la posición del loto, se dirigió

mentalmente al dios Krishna y recitó:

¡Oh, Rey! Los mundos, al igual que yo, se amedrentan ante tu

monstruosa forma, con tal profosión de bocasy ojos, de brazos, piernas  y pies, de pechos y amenazadores colmillos.

Pues al verte alcanzando el cieloy resplandeciendo con tdl variedad 

de matices, al contemplar tus bocas desmesuradamente abiertas y tus

enormes ojosfolgurantes, se estremece mi alma, pierdo el sosiegoy me

siento desfallecer.

  Ante tus enormes mandíbulas armadas de dientes amenazadores y

abrasadores como el foego devorador del fin del mundo mi dnimo se

conturba y la alegría me abandona. ¡Apiddate de mí, Señor de los dio-

ses, columna del universo!

  Lospríncipes y señores de la Tierra, juntamente con los adalides de

nuestro ejército, corren atropelladamente a precipitarse en tus horren-

das bocas erizadas. Algunos de estos infelices, con la cabeza triturada, se

ven cogidos entre sus agudos colmillos.

Como caudalosos ríos que en arrebatada corriente se lanzaran en

derechura al Océano, así todos los héroesy poderosos de la Tierra corren

en tropel a abismarse en tus bocas ígneas.

  De igual modo que en raudo vuelo se arrojan a una hoguera en-

  jambres de mariposillas para encontrar allí segura muerte, así también

con ímpetu creciente ldnzanse los mortales a tus mil bocaspara su pro- pia destrucción.

  Atrayendo de todas partes con tus lenguas jlamígeras generaciones

enteras, nada hay que no devoren tus ardientes fauces. Llénase el uni-

verso de tu esplendory con elfoego de tus rayosse abrasa.

166

-

libro en el suelo, salió otra vez al patio del bungalow, se desnudó, se

duchó sin enjabonarse, se acercó al lavabo, se apoyó en su borde,

hundió la mirada en el espejo y escrutó con avidez y morbosa com-

placencia la imagen que el azogue le devolvía.

Aún resonaban en su cabeza -y, sobre todo, en su corazón-

los últimos versos leídos: ... dime, dime quién eres Tú, que tan ate-

rradoraforma presentas.

Dionisia repitió mentalmente la invocación y esperó la respues-

ta del oráculo del espejo. El rostro que se reflejaba en éste dijo:

- Yo soy el Tiempo y soy la Muerte destructora del mundo. Llegado

a la plenitud me manifiesto para exterminio del linaje humano. Nin-

guno entre losguerreros que militan en las tropas del enemigo ...La voz, que al principio era firme y tonante, casi jupiterina, fue

cayendo en picado hasta convertirse en un runrún, en un soplo del

vacío lindante con el silencio.

y fue.entonces cuando la imagen de Dionisia -su cara, su pe-

cho, su vientre, sus brazos- se desfiguró, se descompuso, se deshizo.

Fue entonces cuando su piel yerta se transformó en un hervide-

ro de gusanos, cuando la calavera se le transparentó a través de la

carne, cuando se derritieron sus pómulos, cuando se desplomó de

golpe su esternón y entre flatulencias y resoplidos se desinfló su ab-domen, cuando sus párpados se convirtieron en polvo de ala de ma-

riposa nocturna y sus ojos -desorbitados, estrangulados- descen-

dieron lentamente por sus mejillas como un glaciar de lava

blancuzca, como una babosa gigante, como una ameba dei pleisto-

ceno, como un reptil de gélidas escamas y tentáculos gelatinosos.

Dionisia --desconcertado, pero no derrotado- mantuvo el

tipo, siguió frente al espejo, entró en su trastienda, hurgó en sus

rincones, se demoró en los detalles, miró su muerte cara a cara.

y no frenó.

Bruno, desde la ventana, le guiñó un ojo.

-¿Me vigilas? -preguntó Dionisia.

-Moderadamente -admitió el Barón Siciliano y Cicerone del

Más Allá-. ¿Cómo va eso?

-Bajo control--dijo el cadáver-o Pero me parece que he lle-

167

-

El camino del corazón

gado ya a la penúltima estación y que me han arrinconado en unavía muerta.

-No lo toleres. Haz valer tus derechos. Avisa inmediatamenteal interventor, al ministro de obras públicas o a la guardia civil.

-De acuerdo ... ¿Qué hora es?-Ni idea. El despertador se ha parado.

Fernando Sánchez Dragó

pecar contra el Espíritu y a granjearse la expulsión de los jardinesdel Edén.

y resultó que san Bruno, como todos los santos, estaba en locierto, porque Dionisia derrapó, patinó, dio mil vueltas de campa-na y se la pegó.

El terror, por fin, se había adueñado de su cuerpo y de su alma,

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Ni idea. El despertador se ha parado.-Lo que faltaba -gruñó Dionisia.y se metió de estampida en la habitación de la planta baja.Quería cambiar el tercio, descansar un poco, respirar abdomi-

nalmente, digerir la experiencia y olvidarse del tenebroso mundodel espejo. Se tumbó en una de las dos camas disponibles, encendiódesde la cabecera el ventilador del techo, apoyó la nuca en la almo-hada, cerró los ojos, inspiró, espiró y volvió a morirse.

Así, literalmente: volvió a morirse... Conocía bien el camino.Hay lecciones que se aprenden al primer intento.

Sólo que esta vez se murió del todo.

Fue tierra en la tierra, átomo en el átomo, humo en el humo,aire en el aire, nada en la nada.

y luego, muy lentamente, a lo largo de un proceso de resurrec-ción y metamorfosis que duró cientos de miles de años interiores,Dionisia --o lo que quedaba de Dionisia- cobró sucesivamen-te forma de canto rodado y abandonado en el fondo de un estan-que, forma de burbuja en fase de ascensión, forma de corriente y decírculo concéntrico de agua, forma de nenúfar al garete sobre la su-perficie de ésta, forma de río manriqueño que va a dar en la mar,forma de estuario, forma de vapor, forma de nube, forma de lluvia,forma de helecho, forma de tronco caído y varado en una playa pri-mOl'dial, forma de cocodrilo hambriento y soñoliento junto a la ori-lla de una charca de la jungla, forma de...

Todas las formas, todos los seres, todos los sonidos, todos los co-lores, todas las sustancias, todos los objetos reales e irreales, ventu-rosos y desdichados, posibles e imposibles.

y luego, in extremis, en el penúltimo minuto, después de cientosde miles de años enloquecidos y enloquecedores, Dionisia volvió aser Dionisia.

Volvió a serlo para su desgracia y rechinar de dientes, porquesólo en ese momento -al reencontrarse sin aviso con su persona ycon su identidad- apretó bruscamente el pedal del freno, opera-ción ésta que en el transcurso de un viaje psicodélico equivalía (se-gún san Bruno) a morder el fruto del Árbol del Bien y del Mal, a

168

-

de sus sentidos, de sus pensamientos, de sus junturas, de sus inters-

ticios y de sus entretelas.Luchar hubiese sido un gesto de estupidez, de arrogancia o de

demencia. Lo más prudente era poner cuanto antes pies en polvo-rosa.

y Dionisia los puso, vaya si los puso ... Se incorporó, saltó de lacama, subió de tres en tres los peldaños de la escalera que conducíaal dormitorio del segundo piso e irrumpió en él jadeando ---casi so-llozanda- con la cara descompuesta por la angustia.

y allí, a puerta gayola, sentado sobre el colchón con las piernas

cruzadas, lo recibió sin despeinarse el director de lidia.-¿Algún problema? -preguntó con afabilidad y un deje de re-cochineo.

Dionisia asintió e imploró ayuda con los ojos secos. No sentíavergüenza ni estaba el horno para tales bollos. Había bajado la guar-dia por completo.

Bruno, sin moverse de su sitio ni descruzar las piernas, lo em-barcó en el vuelo y en el viaje de su capote. Habló, explicó, pregun-tó, indagó y escuchó alternativamente. Conocía el terreno que pisa-ba. Dominaba la técnica del rescate psicológico. Fue tierno, firme,

duro, perseverante, inteligente, intuitivo, paternal y piadoso. Bordósu papel de hilo de Ariadna. Metió al Minotauro en toriles. Vendócon palabras iluminadoras y consoladoras los espantados ojos deDionisia, acalló el fragor que anegaba su pecho, amansó el oleajede sus venas, atemperó los latidos de su corazón. Y por último, co-giéndole con suavidad de la mano, le enseñó algunos de los secretosdel Laberinto -el laberinto de la vida, el laberinto del amor, el la-berinto de la muerte- y le sacó de sus recodos, de sus vueltas y re-vueltas, de sus trampas, de sus pozos, de sus barrizales.

Y, mientras lo hacía, se fue transformando a los ojos de Dionisiaen una enorme rana verdosa, triangular y panzuda. En una rana, sí.En la ranita bondadosa y sabia que tan a menudo aparece en loscuentos infantiles para ayudar a salir del bosque a los niños que sehan perdido en él.

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El camino del corazón

Bruno seguía transformado en rana -en rana absoluta, en rana

perfecta, en rana arquetípica y platónica- a los ojos de Dionisia.

y el hecho de estar ambos metidos hasta la cintura, primero, y

hasta la barbilla, después, en uno de los estanques de agua turbia

y azufrosa contribuía a acentuar esa impresión simultáneamente

consoladora, desconcertante y divertida.

Fernando Sánchez Dragó

milde escalinata que servía de acceso al templo y pegaban la hebra

con el monje guardián, deseoso -como todos los asiáticos- de sa-

ber quiénes eran, de dónde venían, adónde iban y qué diantre pin-

taban allí aquellos dos rostros pálidos vestidos como los aborígenes.

Dionisia vagabundeó, ya casi a tientas, entre los bien cuidados

parterres y arriates de azucenas y de asfódelos, llegó hasta la puerta

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-Sólo nos falta la compañía de un par de emperatrices romanas

para sentirnos como Nabucodonosor en las termas -croó Bruno.

-Y, ya puestos -convino Dionisia-, tampoco estarían de

más dos o tres docenitas de esclavas nubias abanicándonos con pai-

páis de vello de melocotón traído a lomos de porteador negro desde

los verdes oasis del desierto arábigo.

Los dos motoristas aguardaban el regreso de los césares en la mi-

núscula explanada de tierra roja que se abría al pie de los jardines

colgantes de Banjar.

-¿Dónde vamos ahora? -preguntó el más joven de los indíge-

nas, que milagrosamente chapurreaba algo de inglés, al encontrarsede nuevo en presencia de sus estrafalarios clientes-o ¿Alcruce de la

.playa de Lovina?

-¿Crees que estará abierto aún el templo budista? -preguntó

el Barón Siciliano.

-Probablemente. Los bonzos no lo cierran hasta que se hace de

noche. Pero tendríamos que darnos prisa.

Cinco minutos después estaban en su atrio. El sol era ya una

enorme moneda cobriza a punto de colarse por la ranura de la hu-

cha del horizonte. Las ramas de los altos y poderosos árboles se cer-

nían como enlutadas aves de ultratumba sobre las tejas rojas y los

barrocos remates de las dependencias del templo, que era el único

lugar de culto y de meditación budista existente en el océano uná-

nime del hinduismo balinés. En algún remoto y secreto rincón del

santuario nacían, y llegaban hasta los oídos de los intrusos, los cír-

culos concéntricos, solemnes y sonoros de las vibraciones del

auuummmmmmm lanzado desde la mezquindad de este valle de lá-

grimas hacia la plenitud del cosmos por la serenidad de quienes ha-

bían elegido el sendero de la renuncia a los ásperos, efímeros y rui-

nosos placeres del mundo para pagar su deuda con el Espíritu yregresar suavemente al seno de la divinidad y al regazo del nirvana

después de su desencarnación.

Bruno se fue hacia la derecha y Dionisia hacia la izquierda

mientras los motoristas se sentaban en el peldaño superior de la hu-

174

-

del edificio principal, la encontró entornada, la empujó con delica-

deza, entró, se acercó a la estatua amarilla de Buda que ocupaba el

altar, se sentó ante ella en la postura del loto, respiró abdominal-

mente en ocho tiempos, vació todas y cada una de las venillas y cir-

cunvoluciones del cerebro, estrujó y lijó los lóbulos de éste hasta

convertirlos en una lámina de papel en blanco, cerró los ojos para

ver mejor y se puso a meditar.

Los magic mushrooms aún descargaban coletazos. La percepción

del tiempo seguía estirándose interminablemente. El espacio era

una vasta llanura sin fondo. Los objetos parecían relojes blandos y

otras invenciones de Dalí. La estatua de Buda sonreía mientras sutercer ojo miraba sincrónicamente hacia todas las direcciones. En

su ombligo nacía la respiración abdominal del cosmos y en su om-

bligo moría -para renacer inmediatamente- esa misma respira-

ción. Dionisia se sentía como un agujero oscuro palpitando en el

vacío. De repente, ajeno a todo --o quizá no-, entró en el recinto

-rasgando su silencio, su intemporalidad y su penumbra- un pa-

 jarillo de larga cola y de muchos y muy brillantes colores que, sin ti-

tubear, como una gota de lluvia, como un rayo de Iahvé, como un

aerolito sagrado, fue a posarse sobre el hombro de Buda.Dionisia encontró entonces a regañadientes el camino de regre-

so a la realidad cotidiana y poco a poco volvió a sus cabales. Se le-

vantó, saludó al príncipe Gautama inclinando la cabeza y juntando

las manos a la altura del chakra del pecho, y salió de la capilla.

-Bruno ... -dijo en voz baja.

-Estoy aquí.

El Barón Siciliano le miraba sonriente desde el pedestal de una

columna. Se había sentado en él, bajo el parpadeo de las estrellas, y

esperaba a su amigo.

-¿Qué hora es? -preguntó éste.

-Ni la más remota idea, pero supongo que la de ir volviendo a

casa. Nuestros centauros se quejan. Ya han venido dos veces. Y el

monje de la portería también. Dice que tiene que cerrar el templo.

Dionisia se acercó a la columna. Bruno seguía hablando.

175

-

El camino del corazón

-¿Has digerido ya los hongos?

-Casi por completo, pero con algún que otro eructo.

-¿Por el rabillo del ojo?

-Por el rabillo del ojo.

-¿Conclusiones?

-Muchas, casi infinitas, pero dejémoslas para mañana. Estoy

Fernando Sánchez Dragó

Y Dionisia, olvidándose de los motoristas y del monje, portero,

se sentó junto a la ranita sabia y amistosa, apoyó la cabeza en la co-

lumna, cruzó las manos sobre el ombligo, respiró abdominalmente

en ocho tiempos, alzó la mirada, vio una estrella fugaz, pensó en

Cristina, formuló tres deseos, percibió la música de las esferas, voló

hacia lo invisible, admiró la gloria del universo, regresó a su infan-

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cansado, Bruno, tan cansado como Matusalén en el instante de su

muerte.

-¿Sigues creyendo en ella?

-¿En quién? ¿En la muerte?

-Sí.

Dionisia calló y sonrió. Bruno no se dio por vencido.

-Yeso que antes -añadió-, cuando estabas en el patio del

bungalow y yo en la ventana, te referiste a ella diciendo que habías

llegado a la penúltima estación.

-¿Por qué sabes que hablaba de la muerte? Yo no la mencioné.

¿Eres un viejo o eres un diablo?-Ni lo uno ni lo otro, Dionisia. Pura lógica sin mezcla de ma-

gia alguna. La muerte es, en efecto, la penúltima estación.

-¿Y la última? ¿Cómo se llama, dónde está, para qué sirve,

quiénes se apean en sus andenes?

Esta vez fue Bruno el que calló y sonrió antes de reanudar la

contemplación de las estrellas.

En el fuste de la columna había una inscripción. Dionisia la vio

precisamente por el rabillo del ojo y, antes de leerla aprovechando la

circunstancia de que estaba escrita en inglés, miró la firma. Era una

frase de Buda y decía: cada cosa, en este mundo de abajo, tiene su pro-

 pio e inconfondible aroma. El aroma del océano, por ejemplo, es el de

la sal. También la doctrina que yo predico tiene su aroma. Yese aroma

se llama libertad.

Fue un fogonazo. Dionisia dejó de sentirse como un agujero os-

curo palpitando en el vacío. La luz lo inundó, lo colmó, lo desbordó.

Y entonces dijo:

-No, Bruno. No creo en la muerte. E incluso sé ya cuál es la

última estación, no sólo la penúltima.

-¿Te atreverías a ponerle nombre?-¿Por qué no? Tiene muchos y todos bastante comunes.

-¿Cómo la llamarías?

- Vida eterna, por ejemplo. ¿Vale ése?

-Vale -respondió, visiblemente satisfecho, el Barón Siciliano.

176

-

cia y, una vez en ella, volvió a amar a Dios sobre todas las cosas.

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El camino del corazón

Dionisio, además, era aún demasiado joven para rendirse a la

evidencia de que los medios de información nunca dicen la verdad

y de que la libertad de prensa es una utopía lanzada por los ilusos y

un señuelo hábilmente manejado por la hipocresía democrática

para lavar los cerebros de sus súbditos.

Pero en Saigón tuvo que doblar el espinazo ante los molinos de

Sancho Panza tuvo que renunciar a la creencia diabólica y estúpida

Fernando Sánchez Dragó

risa de esfinge sin secreto. El argentino, al cabo de unos segundos,

dio por cerrado el paréntesis y reanudó las hostilidades.

-En ese caso -dijo- no tienes por qué preocuparte. Tanto en

Pnom Penh como en Vientiane abundan las mercancías que he men-

cionado. Así que sigue mi consejo, empaqueta tus cosas y lárgate.

-Si allí hay lo mismo que aquí, ¿por qué tendría que marchar-

me? Francamente: no le veo el chiste ¿Cuáles son las ventajas?

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Sancho Panza, tuvo que renunciar a la creencia diabólica y estúpida

de que la información es necesaria para el progreso del espíritu, tuvo

que incluir a los alegres y achampanados chicos de la prensa entre los

siniestros protagonistas de la historia universal de la infamia.

El primer zarpazo se lo descargó en la frente un argentino alto,

moreno, huesudo y cincuentón que trabajaba entre güisqui y güis-

qui para una agencia de noticias falsas con pedigrí castrista y sede

en algún oscuro lugar de Iberoamérica de cuyo nombre, por la ra-

zón que fuese, el sabueso de marras y pícaro con carné no quería

acordarse.

Dionisio le conoció una noche, después del toque de queda, enun taburete de la barra de la cafetería del hotel Continental. Estaba,

lo que no era raro entre los extranjeros residentes en Saigón, rodea-

do de putas por todas partes. y fue el sagrado vínculo del idioma

-que vuelve consanguíneos a los seres humanos- la coartada a la

que recurrieron para trabar conversación, ahuyentar al mujerío e

instalarse en una mesa frente a un plato de sopa china y una mustia"

botella de vino marroquí envasado en Francia.

-No se te ocurra quedarte en esta ciudad de mierda -dijo el

bonaerense (pues bonaerense era) a modo de aperitivo-o O no te

quedes, por lo menos, más de lo estrictamente necesario. Márchate,

como todo el mundo, a Pnom Penh o a Vientiane. Aquello es Jau-

 ja, bambino, mientras aquí sólo hay pulgas. Pulgas, mosquitos, sífi-

lis, purgaciones, ladronzuelos, turistas yanquis, restaurantes pringo-

sos, millonarios chinos y policías corruptos ...

-Entonces me quedo -le cortó Dionisio-. Eso es justamen-

te lo que estoy buscando. Me gusta el panorama.

El argentino se echó a reír y dijo:

-Te entiendo, compadre, te entiendo ... Eres uno de esos tipos

que necesitan emociones fuertes en la boca del estómago.y se calló para ver si su interlocutor daba gowsas muestras de

asentimiento.

Pero no las hubo. Dionisio, que a flor de piel no congeniaba con

aquel charlatán y pájaro de cuenta, se escudó tras una distante son-

180

-

me? Francamente: no le veo el chiste ... ¿Cuáles son las ventajas?

-¿Te lleno el vaso?-Llénalo.

-En primer lugar, mi querido representante de la madre pa-

tria, allí (en Camboya, en Laos y también, por cierto, en Tailandia)

vas a encontrar efectivamente lo mismo que aquí, sólo que más ba-

rato y de mejor calidad. ¿Te convence el argumento?

-No, mi querido indígena aherrojado y explotado por la bar-

barie colonial de mis compatriotas ... No, por lo menos, en la medi-

da necesaria para irme de este país cuarenta y ocho horas después de

haber llegado. ¡Qué carape! Al fin y al cabo estoy en la guerra delVietnam, ¿no? Sería absurdo que desaprovechase la ocasión de cha-

potear un poco en el mayor mito romántico de nuestra época. Mis

amigos no me lo perdonarían.

-Iba a darte más argumentos.

-Pues dámelos, si es que los tienes ... Y a propósito: no metas

en danza el vil metal. Yo vivo sin dinero en cualquier parte.

-A costa de las mujeres, supongo ... Te alabo la costumbre y el

gusto, bambino.

El viajero pasó por alto la observación.

-En segundo lugar -siguió el periodista- no creo que le hagas

ascos a un buen filet mignon avec desftittes servido como Dios manda.

-¿Con todo lo que ello implica?

-Con todo lo que ello implica, bambino. Vas a sentirte como si

estuvieras en el mejor barrio de París. Hoteles con sábanas limpias,

cruasanes recién hechos, pan crujiente, mucamas vestidas de do-

mingo, películas dobladas al francés, periódicos de dos días antes,

campos de golf, piscinas desinfectadas, vida social, señoras de lujo

dispuestas a todo, partidas de póker hasta el amanecer, contrabando

de pieles de tigre y de drogas, fumaderos de opio abiertos veinticua-tro horas al día, espionaje internacional y grandes negocios, bambi-no, grandes negocios.

-Ni en los mejores ni en los peores barrios de París, que yo

sepa, hay fumaderos de opio.

181

-

El camino del corazón

-Pues más a mi favor... Hazme caso: vete a Vientiane. Allí es

donde estamos todos.-¿Quiénes sois todos?-Los representantes de la canallesca, como decís en España.

-¿Te refieres a los corresponsales de guerra?Había asombro, incredulidad, recelo y rabia en la pregunta.

Fernando Sánchez Dragó

-Naturalmente._¿ Una especie de corresponsal del corresponsal de guerra?-Algo así. Resulta muy cómodo. Son muchachitos de dieci-

nueve o veinte años que quieren aprender el oficio.

-Pues van dados.Esta vez fue el argentino quien pasó por alto la observación.L h f dij ll l h t

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Había asombro, incredulidad, recelo y rabia en la pregunta.

Dionisio se resistía a admitir y a digerir lo que estaba oyendo.-Sí, claro -contestó el argentino-. Me refiero a los corres-

ponsales de guerra. ¿A quiénes, si no?-¿No irás a decirme que vivís en Vientiane?-Pues sí: te lo digo ... Vivimos en Vientiane.

-¿Todos?-Muchos, aunque también hay masoquistas que se toman en

serio el oficio y aguantan aquí.-¡Pero Vientiane está a dos mil kilómetros de distancia! -es-

talló Dionisio.-No tanto, no tanto ... Déjalo en mil quinientos. Un par dehoras de avión, tres o cuatro güisquis de etiqueta negra servidos por

un pimpollo con perfume de Chane!, y voita.

-Parece ser que ahora estás en Saigón.~¿Cómo lo adivinaste? Eres una persona inteligente, bambino.

Llegarás lejos, pero conste que me has pillado en esta cloaca por ca-sualidad. Vengo una o dos veces al mes y me quedo lo justo. Nuncamás de tres días. El patrón se conforma con eso. Hay que disimular

un poco, ¿no crees?-¿Cuántas crónicas envías a la semana?-Cuatro como mínimo.-¿Y noticias?-Sí, también noticias. Prácticamente a diario.

-¿De dónde sacas la información?

-¿Qué información?-La información necesaria para escribir esas crónicas y recoger

esas noticias.-Bueno ... La verdad es que hay muchos sistemas.

-¿Cuál es el tuyo?-Pongo la radio y después hablo un ratito por teléfono con mi

ayudante.-¿Tienes un ayudante?-Todos lo tenemos.-¿Aquí? ¿En Saigón?

182

-

-Les haces un favor -dijo-, ellos nos lo hacen a nosotros ytodos contentos. Cobran, además, muy poco y son más listos que el

hambre.-¿Quieres decir que tú y tus compañeros contáis a los lectores

de los periódicos cosas que no habéis visto ni verificado?-¿Qué necesidad hay de eso? Créeme, bambino: basta y sobra

con un toque personal y un poco de ingenio y de inventiva. El pe-riodismo es un arte. ¿A quién le importa si cuentas o no cuentas laverdad? Recuerda que el lector tampoco ha visto esas cosas.

-¿Entonces tengo que llegar a la conclusión de que os estáis sa-

cando limpiamente de la manga todo lo que en Europa sabemos ocreemos saber a propósito de esta guerra?

-¿A qué guerra te refieres?Dionisio miró, estupefacto, a aquel soberbio ejemplar de im-

postor cosmopolita y optó por no abrir la boca.-Mira, bambino --oyó que le decían- llevas muchos meses

viajando por Asia y tienes, según tu propia confesión, treinta y tresaños recién cumplidos; así que déjate de monsergas y de moralinas.Este mundo es una caca, yo voy a lo mío, mis colegas también y al

lector, que lo zurzan. Nadie le obliga a comprar periódicos. ¿Porqué no lee el Quijote? Y, para colmo, esta guerra no existe, bambino,

es una farsa. Te lo juro: nunca ha existido. Nos la hemos inventadonosotros, los representantes de la canallesca, y por lo tanto nos per-tenece, nos pertenece, nos pertenece ... Métetelo bien en la cabeza,

atorníllalo, no busques líos, vive y deja beber.El argentino subrayó la palabra con la acción y se echó al coleto

un vigoroso trago de vino. Después chasqueó la lengua, se limpiólos labios con la remendada servilleta y siguió:

-Indochina no viene en el mapa de la realidad, bambino. Es

sólo un cubo de la basura para que los rusos y los americanos vier-tan en él sus miserÍas, sus fantasmas y sus contradicciones. ¿No di-cen que los periodistas somos el cuarto poder? Anda, sal a la calle,echa un vistazo; vuelve y cuéntame lo que has visto. No ahora, cla-ro, porque te detendrían o te matarían, sino mañana por la maña-

183

-

El camino del corazón

na, cuando levanten este jodido toque de queda. Verás soldados yan-

quis con los faldones de la camisa fuera del pantalón y una puta col-

gada de cada brazo. Parecen jipis, bambino, verdaderos jipis des-

harrapados, drogados y degenerados. Verás señoras americanas con

sombreros de floripondios y culo fondón fotografiándolo todo

con su instamaticentre grititos histéricos de entusiasmo menopáusi-

co. Verás a los últimos diplodocus con arteriosclerosis de la edad de

Fernando Sánchez Dragó

horquillas de los árboles y atontados por la desnutrición y el betel.

¿Para qué demonios sirven los botones de los tableros de mandos,

los números digitales, las lucecillas fosforescentes, el famoso na-

 palm, los proyectiles teledirigidos y los ingenieros disfrazados de

militares? No te dejes engañar, bambino. Aquí no hay guerra, por-

que las guerras tienen alma. Aquí hay sólo economía y tecnología.

¿Ysabes lo que te digo? Te digo que, por mí, pueden meterse todo

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oro del colonialismo francés borrachos como cubas de vinagre en lastrastiendas de los antiguos tugurios de la Legión. Verás a los genera-

les del ejército vietnamita pisoteando mendigos y armando bronca

por las calles del centro de la ciudad. Verás restaurantes de cocina re-

gional francesa con manteles de cuadros y luz de velas llenos hasta

los topes de turistas venidos desde Illinois, Connecticut y Cincinna-

ti en busca de patriotismo mezclado con exotismo. Verás corrupción

por todas partes. y de vez en cuando, si tienes suerte, oirás (pero no

verás) algún que otro disparo al aire salido del fusil de un francotira-

dor del barrio chino o, por la noche, mientras te pudres en el hotel

durante las mil horas (lo que se dice una eternidad, bambino, una

piojosa e interminable eternidad) del toque de queda, a lo mejor

consigues escuchar entre ronquidos y pesadillas el eco de los casta-

ñazos que descargan los B-52 sobre las copas de los árboles de una

 jungla que se lo traga todo como si fuera leche de biberón.

El presidente de Yanquilándia debía de estar escuchándole, por-

que en ese momento llegó hasta los oídos de la clientela de la cafe-

tería del hotel Continental el fragor de un bombardeo lejano.

El periodista calló, sonrió con aires de superioridad, se esponjó

como una gallina clueca y, mientras volvía a llenar su vaso, dijo:-¿Ves?

-Veo, veo -comentó lacónicamente Dionisio.

y luego, enarcando las cejas, añadió:

-¿Eso es todo?

-Eso es todo, bambino. No busques héroes ni heroínas ni he-

roicidades, porque no los encontrarás. Cuando los franceses guerrea-

ban aquí a punta de bayoneta y mataban como matan los hombres

y no los muñecos, mirando de frente los ojos del enemigo, no había

en Vietnam ni una sola carretera cerrada al tránsito de la población

civil. Ahora, a pesar del despilfarro de dólares y del apabullante des-

pliegue tecnológico de los americanos, lo están todas. Platita y má-

quinas, bambino, máquinas de novelas de ciencia ficción y de pelí-

culas de Hollywood contra pobres labriegos camuflados en las

184

-

¿Ysabes lo que te digo? Te digo que, por mí, pueden meterse todo

eso donde más daño les haga. y no te escandalices, bambino demo-

crático, no te escandalices. Nadie puede recoger información veraz

sobre la mierda. La mierda es un desecho, un fantasma, una som-

bra, una nuez vacía. La mierda no existe y, por si fuera poco, huele

mal. ¿Qué quieres que hagamos? ¿Qué pensarían nuestros lectores

si les enviáramos crónicas y noticias con olor a mierda? ¿Eh? ¿Qué

pensarían los lectores? ¿Y qué haría el director de la agencia para la

que trabajo? ¿Eh? ¿Qué haría ese hijo de la gran puta? Te digo yo

lo que haría, bambino, te lo digo yo: me pondría inmediatamente

en la calle con una buena patada en el culo. y además estaría en suderecho. No seré yo quien se lo discuta. Ya conoces mi filosofía:

vive y deja beber ... Por cierto: ¿quieres un trago?

No hubo respuesta ni falta que hacía. El argentino, embalado,

llamó al camarero.

-Una botella de Johnny Walker -dijo.

Su compañero de mesa y de sobremesa se creyó en la obligación

de aclarar:

-Conmigo no cuentes. Detesto el güisqui. Sabe a barbarie, a

zafiedad y a ratón disecado.

-No importa, bambino, no importa ... Me basto y me sobro

para verme las caras con esta botella sin tu inestimable colabora-

ción. Llevo un cuarto de siglo bebiendo a solas.

Se sirvió una dosis capaz de frenar en seco la embestida de un ri-

noceronte y añadió:

-Bebiendo a solas, pero dejando beber en paz al prójimo,

¿eh?... Eso sí, eso sobre todo, eso que no me lo quiten ni me lo dis-

cutan. Recuerda mi filosofía.

El argentino, turbio y estropajoso, tartajeaba, farfullaba y espu-

rreaba.-Pero me he desviado, bambino, me he desviado ...

Tenía la costumbre, el deje y el compás de remachar los concep-

tos y de repetir las frases. Cosas del alcohol y, quizá, de la arterios-

clerosis.

185

-

El camino del corazón

-Estaba explicándote -siguió-- que los lectores no digieren

las noticias crudas, se aburren cuando algún tonto con diploma de

Harvard les cuenta las cosas como son y exigen romanticismo ...

Apuró el vaso, lo llenó de nuevo hasta el borde, lo vació y volvió

a colocarlo ruidosamente sobre la mesa. Tenía la mirada vidriosa y

la lengua pastosa.

-... romanticismo, romanticismo, romanticismo -repitió

Fernando Sánchez Dragó

confundible acento juvenil y urbano, o parisiense a secas, y por la no

menos inconfundible semántica progresista vigentes en las tertulias

de los sótanos, salones y terrazas de los cafés del Barrio Latino.

Dionisio, que según el horóscopo de la China anterior a Mao

Tse-tung había nacido en el Año de la Rata Curiosa y Entrometida,

hiw honor a ese rasgo de su personalidad.

-Tú has vivido en París -comentó--. Se te nota a la legua.

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, , p

como un autómata mientras descargaba furiosos golpes sobre el

brazo derecho de su sillón de bambú con el puño cerrado y crispa-

do-o Yeso, sólo eso, bambino de corazón puro y gallego de mier-

da, es precisamente lo que les damos.

Terminó a duras penas la frase, eructó, contuvo una arcada, tra-

gó saliva, puso los ojos en blanco, los cerró, cayó de bruces sobre los

restos de una macedonia de frutas tropicales salpicada de lichis fres-

cos, se durmió en el acto, empezó a roncar yeso fue todo.

El segundo zarpazo vietnamita alcanzó y derribó a Dionisio ca-

torce horas más tarde, mientras almorzaba sudorosa y opíparamen-

te bajo la petulante marquesina sin ventiladores de un restaurantillo

de tres al cuarto.

Acababa de encargar el postre cuando se le acercó un chico muy

  joven, casi un adolescente, y le pidió permiso para sentarse a su mesa.

El viajero, entre divertido y desconcertado, trazó en el aire un leve

gesto de aquiescencia y el intruso, que por su forma de hablar, sus ex-

quisitos modales, su evidente timidez y su palpable discreción parecía

persona culta y de buena familia, se instaló frente a Dionisio, detuvo

con un movimiento perentorio de la palma de la mano al solícito ca-

marero que ya se le echaba encima, disolvió con autoridad y sin per-

der los estribos la nube de pordioseros que rodeaba la mesa y explicó:

-Me llamo Ngong Dien Mae, tengo veintiún años, nací en el

norte, mi familia vive exiliada en Saigón y dentro de nueve meses, si

todo va bien y los comunistas no se llevan el gato al agua, termina-

ré mis estudios en la Facultad de Derecho.

-¿Aquí?

-Aquí -confirmó el vietnamita-o La universidad, por extra-ño que parezca, sigue funcionando. Mis compatriotas no pierden la

moral fácilmente. Están acostumbrados a sobrevivir contra viento y

marea.

Hablaba en correctísimo francés adornado y espoleado por el in-

186

-

g

-¿Cómo lo sabes?-Yo también estuve allí.

-¿Qué hacías?

-Perder el tiempo. ¿Ytú?

-Ganarlo. Conseguí una beca del gobierno francés para am-

pliar estudios durante un año en la Sorbona. Volví hace poco, a me-

diados de junio.

-¿Por qué no te quedaste en la dulce Francia? Supongo que tus

antiguos colonizadores, afligidos por lo que está pasando aquí, no

habrían tenido la caradura de repatriarte.-No, no la habrían tenido. Y, efectivamente, me brindaron la

posibilidad de prolongar la beca. Pero dije que no.

"-¿Por qué? ¿No te gustaba aquello?

El Espontáneo de Saigón, sorprendido (y, quizá, ofendido),

contestó con otra pregunta:

-¿No crees que el lugar de todos los vietnamitas está ahora,

precisamente ahora, aquí, en el ojo del tifón? ¿No harías tú lo mis-

mo si en tu patria estallase una guerra? ¿De dónde eres?

-Soy español, español de Madrid -aclaró Dionisio.

Yen seguida, después de titubear un poco, añadió:

-y te confieso que no estoy nada seguro de lo que haría si en

mi país estallase una guerra ...

Se interrumpió, cogió el único vaso que estaba sobre la mesa,

agitó los dos dedos de agua que contenía, contempló su fondo, re-

flexionó y remató la frase.

-Sí, decididamente es imposible saber lo que haría -dijo-.

¿Has oído hablar de lo que sucedió en España entre mil novecientos

treinta y seis y mil novecientos treinta y nueve?

-Algo me contaron en la escuela -contestó el Espontáneo deSaigón-, aunque no mucho. Parece ser que os enzarzasteis en una

guerra civil que sirvió de laboratorio, de quirófano y de ensayo ge-

neral a los demócratas, a los nazis y a los fascistas.

-Eres un chico culto -dijo en voz baja el viajero, con una

187

-

El camino del corazón

sonrisa triste-o Y a propósito: supongo que te gustará saber que norepresentas ni de lejos la edad que tienes. Hace unos minutos,cuando te acercaste a mí, pensé que aún no habías cumplido losdieciséis años.

-Los occidentales siempre se equivocan con la edad de losorientales. Es por culpa de la piel. Nos salen muy pocas arrugas. Poreso parecemos más jóvenes que vosotros.

Fernando Sánchez Dragó

-¿Por qué te enfadas tanto? -preguntó-o ¡Qué vehementessois los españoles! Conocí a algunos en París. Y por cierto: casi to-dos odiaban a Franco o quizá fingían que lo odiaban, pero eso esotra historia ... ¿Acaso he dicho yo, Dionisio, que aquí no estamosen guerra?

-Sí, lo has dicho. Has dicho que en Vietnam no hay guerra. Yya ves lo que son las cosas: llueve sobre mojado, porque anoche me

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-Y, sin embargo, sois más viejos. Más viejos y, en consecuen-cia, más sabios.

-Ya ... -apostilló, con los ojos perdidos en alguna parte de sualma, el Espontáneo-. Eso dice todo el mundo, pero seguramentees sólo un tópico.

Y, tras una breve pausa y un suspiro, recuperó el cabo suelto dela conversación interrumpida:

-¿Por qué aludiste antes a la guerra del treinta y seis?-Porque nací cuando acababa de empezar y porque perdí a mi

padre y a otros miembros de mi familia en ella. ¿Entiendes ahoramis dudas?-Las entiendo, pero no me afectan. Tu caso no es el mío. Aquí 

no hay ninguna guerra civil.-¿Cómo que no?-Como lo oyes. No la hay.-¿Estás hablando en broma?-Ni por asomo.-Mira entonces a tu alrededor y explícame lo que significan

todas estas alambradas, y estas patrullas de policías militares, y estos

mendigos, yel toque de queda que os confina en vuestras casas des-de las nueve de la noche hasta que sale el sol, y los mutilados que seven por las calles, y los francotiradores escondidos en los tejados, yel napalm, y los bombardeos nocturnos, y la batalla de Hue, y laofensiva del Año Nuevo budista, y...

El Espontáneo le interrumpió:-No te dispares, europeo.-Mi nombre es Dionisio.-Así te llamaré.

-y entérate, por si no lo sabes, de que África empieza en los Pi-rineos. Yo no he nacido en Europa.La aclaración no venía muy a cuento y el vietnamita la recibió

con un gesto de extrañeza, pero optó por ignorarla y por regresar alorigen de la querella.

188

-

vino con el mismo cuento un periodista completamente alcoholiza-do que me invitó a una fantástica cena china con guarnición de ci-nismo en la cafetería del Continental. Aclárame, por favor, el secre-to de tan curiosa coincidencia. ¿Lavado de cerebro? ¿Cortocircuitoideológico? ¿Maniobra estratégica? ¿Intereses creados? ¿Consignasconvergentes? ¿Defensa propia? ¿Precaución? ¿Discurso de valoresdominantes? ¿Azar? ¿Necesidad? Explícamelo tú, que por haber na-cido aquí, en Oriente, y por haber vivido allí, en Occidente, debe-rías de estar en el secreto de los dos cabos de la madeja. Te escucho,

vietnamita.-Mi nombre es Ngong Dien Mae.-Demasiado difícil. No puedo llamarte así.-Ponme un apodo.-Ya lo he hecho. Eres el Espontáneo de Saigón.Y Dionisio, en aquel momento, permitió tácitamente que su in-

terlocutor se incorporase a la sociedad secreta y Orden de Caballe-ría Gnóstica formada por el Canciller de Estambul, el CaminadorManchego, el Troglodita de Luarca, el Comerciante Sufí, el Tigrede Bengala, el Motorista de Delhi, los Caballeros de la Tabla Re-

donda del Cabin, la Kumari de Katmandú, el Dúo Latino, Cástor yPólux, el Panditde Bombayy el Barón Siciliano del Volcán de Bali.

-¿Espontáneo? -preguntó con el entrecejo fruncido el vietna-mita-o Me parece que no entiendo el significado de ese apodo ...

Dionisio se echó a reír.-Seguro que no -dijo-, pero no te preocupes, porque no es

nada insultante. Guarda relación con nuestras famosas corridas detoros. ¿Has visto alguna?

-No.

-¿Conoces un libro de Hemingway que se titula Muerte en latarde?

-Tampoco.-Entonces déjalo correr. ¿Nos centramos en la peliaguda cues-

tión de si existe o no existe la guerra del Vietnam?

189

-

El camino del corazón

-yo no he dicho en ningún momento que no exista esa guerra,

Dionisio. Eres tú, únicamente tú, quien se ha empeñado en enten-

derlo así.Pausa de tanteo. El aludido no abrió la boca. Se colocó en acti-

tud de muestra y permaneció a la escucha.Hacía calor. La terraza del restaurante estaba casi vacía. Volaban

Fernando Sánchez Dragó

rusos por treinta monedas devaluadas. A los rusos y a Mao Tse-

tung.-Creí que los americanos acaparaban toda vuestra capacidad

de odio.

-Los vietnamitas ...El viajero, cada vez más interesado por la conversación, inte-

rrumpió a su nuevo amigo y cofrade.

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moscardones. Poco a poco, con astucia y tesón de hormigas amena-zadas por el invierno, se había ido formando otra vez alrededor de

la mesa la nube de mendigos. Todos llevaban una bolsa de plástico

transparente y la esgrimían con los ojos bajos para que los comen-

sales, ahítos, vaciaran en ella los restos de la comida.

-Lo único que yo he dicho -prosiguió el Espontáneo- es

que en Vietnam no hay guerra civil.¿Qué hay entonces, mi querido y aventajado alumno de la Sor-

bona? ¿No son tan vietnamitas los guerrilleros del Vietcong como

los soldaditos del ejército gubernamental? ¿Y no luchan, acaso, los

unos contra los otros?-No, Dionisio. Estás, como todos los de tu raza, completa-

mente equivocado. Será por culpa de la prensa y de los servicios de

propaganda comunista y capitalista, pero lo cierto es que los occi-

dentales no entendéis una papa de lo que está sucediendo aquí. Ni

los asesinos a sueldo que militan en el Vietcong ni los apalominados

reclutas de nuestro glorioso ejército son, en realidad, vietnamitas.

-No te entiendo. ¿Qué quieres decir?-Quiero decir que no son significativos, que no nos represen-

tan, que no actúan en nombre del pueblo.-¿Aunque hayan nacido aquí?-Aunque hayan nacido aquí. La guerra del Vietnam es una

guerra de invasión y, por supuesto, de abierta colonización.

-Empezamos a entendernos.

-Estoy casi seguro de que no.-¿Quiénes son los invasores y los colonizadores? ¿Acaso no

piensas, al referirte a ellos, en los dichosos yanquis?

-No, Dionisio, no pienso sólo en los dichosos yanquis y en sus

tristemente célebres marines. Pienso también en los comunistas del

Vietcong y en las fieras del ejército de Ha Chi Minh.

-¿Todos iguales?

-Todos iguales.-¿Tampoco consideras vietnamita a Ha Chi Minh?

-Ha  Chi Minh es un traidor, Dionisio. Se ha vendido a los

190

-

-¿Te refieres a los vietnamistas de verdad? -preguntó.-Sí, claro ... ¿Aquiénes si no?

-¿Qué ocurre con ellos?-Que son budistas, Dionisio, como lo soy yo. Y en el budismo

no cabe el odio.«Pero sí la libertad», pensó el viajero acordándose con reverencia,

vértigo y nostalgia de los magic mushrooms, del Barón Siciliano, de la

playa de Lovina, de las estrellas del cielo de Bali y de la frase de Buda

inscrita en el fuste de la columna del jardín del templo de Banjar.

-Yen cualquier caso -aclaró el vietnamita-, ten por seguro

que si odiáramos a alguien, y confío en que los dioses no nos con-

denen a ello, odiaríamos por igual a los rusos y a los americanos, a

los guerrilleros del Vietcong y a quienes mandan en nuestras tropas

regulares, a los chinos y a los bárbaros de Hanoi.-¿Ni comunistas ni capitalistas? ¿Es eso lo que quieres decir,

Espontáneo?-Exactamente. Ni comunistas ni capitalistas. Unos Y otrOSson

anverso y reverso inseparables de una misma moneda: la moneda de

la invasión y, por consiguiente, también de la opresión. Tan ajenos

a nosotros (a nuestra forma de pensar, de creer, de sentir y de vivir)son los comunistas del Vietcong como los capitalistas yanquis. Que

se vayan todos, que nos dejen en paz, que nos permitan ser lo que

hemos sido siempre: budistas, orientales, indochinos y, natural-

mente, vietnamitas.-¿Hablas en nombre propio o en el de tus compatriotas?

-Hablo en nombre de los patriotas y sólo de los patriotas. Yo

lo soy, pero ya te dije antes que en Vietnam (como en cualquier

otro país) abundan los traidores, los despistados, los codiciosos, los

frívolos y los indiferentes.-¿Qué piensa el pueblo llano a propósito de lo que acabas de

decirme?-Sal a la calle, coge la linterna de Diógenes o el báculo de

Laotsú y pregunta. El ochenta por ciento de los habitantes de Sai-

191

-

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El camino del corazón

prendía que aquel mozalbete sabio -aquel feliz imitador del Niño

Jesús ante los doctores de la ley- tiraba a dar.

. El pensamiento se le fue -era inevitable- hacia sus amigos y

compinches del mayo de París y de otras conjuras o revoluciones

frustradas y, con una sonrisa, preguntó:-¿Decías estas cosas en los cafés del Barrio Latino y en las aulas

Fernando Sánchez Dragó

a punto de cerrar el restaurante, Dionisio. Saigón es una ciudad

muy calurosa. Nos gusta dormir la siesta.

-Una costumbre latina. ¿Os enseñaron los franceses?

-No. Aprendimos solos.

-Espontáneo ...

-Dime._¿Y si al acercarte a mí hubieras descubierto que soy un ruso?

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de la Sorbona?

-Aveces.

-¿Con qué resultado?-Quienes me oían, que no eran muchos, se escandalizaban.

-¿Simplemente?-Se escandalizaban, se indignaban, se desesperaban y me lla-

maban fascista.-Lo suponía ... Y una pregunta aún, Espontáneo, si me la per-

mites.

-Házmela.-¿Por qué te has acercado a mí? ¿Por qué me has elegido a bul-

to como depositario de tu filosofía y de tus confidencias?

-Porque me gusta cambiar impresiones con los extranjeros, a

condición de que no sean americanos. Y tú no lo parecías.

-¿Qué parecía yo?

-Un jipi.

-Los jipis suelen ser americanos.

-Te equivocas. No lo son nunca.-¿Por las mismas razones por las que no son vietnamitas, aun-

que hayan nacido aquí, los'asesinos a sueldo del Vietcong ni los

apalominados reclutas de vuestro glorioso ejército gubernamental?

-Tú lo has dicho. Por las mismas razones, sólo que en sentido

contrario. Los buenos de la película son esta vez los jipis y no sus

presuntos compatriotas.

-¿Los marines?

-Por ejemplo ... y quienes los jalean.

-Estoy de acuerdo en que los jipis son los buenos de la pelícu-

la, pero lo malo es que los protagonistas de ésta son sus presuntos

compatriotas, Espontáneo.-A la larga, no. Ya lo verás.

-Que Buda te escuche.

-Buda no es Dios.

-En Oriente me han dicho que todos lo somos.

-No es el momento adecuado para discutir de teología. Están

194

-

¿ q y

-Imposible. No hay rusos en Saigón.

-Pero sí hay chivatos del gobierno y agentes comunistas disfra-

zados de otras cosas.~En ese caso, amigo mío, la duda ofende. No te habría dirigi-

do la palabra.

--Corriste un riesgo.-No lo corrí. La cara es el espejo del alma y por el alma, sólo

por el alma, se conoce a las personas.

-¿Lo demás es ilusión?

-Efectivamente.-¿Nunca te has equivocado al juzgar al prójimo?

-Muy a menudo. Miles de veces.

-Exageras.

-Quizá.

-¿Nos vamos?

-Dicho y hecho. Me esperan en la universidad.

-Antes, si no te importa, mírame.

-Te estoy mirando.

-¿Tengo cara de quintacolumnista del Vietcong o de esbirrode Ha  Chi Minh?

-No. ¿Cómo vas a tenerla si no lo eres?

_¿Y de agente secreto de la CIA?

-Tampoco.

-¿Y de soplón del gobierno?

-Menos aún.-¿Cómo estás tan seguro de que no ejerzo ninguno de esos ofi-

cios?-Lo sabes de sobra. Ya te dije antes que pareces un jipi.

-Sí. Y diste a entender que los jipis te inspiran confianza.

-Cierto.

-¿Sólo confianza?-Confianza y complicidad. Son mis hermanos.

-¿Has leído El libro de la selva?

195

-

El camino del corazón

--Claro que lo he leído. Lo gané en un premio de la escuela.No tendría yo entonces más de diez años.

-¿Recuerdas lo que Mowgli silbaba a sus amigos?-¿Al oso, a la pantera, al Hermano Gris y a la serpiente? Sí, lo

recuerdo.-¿Qué les decía?-Tú y yo somos de la misma sangre.

Fernando Sánchez Dragó

-No lo dudo.-¿Te imaginas, entonces, quién me enseñó a llamarte europeo?-El pandit  de Bombay.-En persona.-¿Cómo y dónde le conociste?-Eso es lo de menos. Pasó por aquí hace un par de semanas y me

dijo que antes o después llegarías a Saigón y nos haríamos amigos.

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-Muy bien, Espontáneo ... Matrícula de honor. y a propósito:aplícate el cuento. .

-Gracias. y tú, viajero de Madrid, también.Se estrecharon la mano. El vietnamita se fue hacia la izquierda y

Dionisio hacia la derecha. Estaban a dos o tres metros de distanciael uno del otro cuando el viajero se detuvo, giró sobre sus talones,llamó al Espontáneo y dijo:

-Pero antes también reconociste implícitamente que las apa-riencias engañan y afirmaste explícitamente que te habías equivoca-

do miles de veces al juzgar al prójimo. ¿Y si hubieras cometido enmi caso una de esas equivocaciones? ¿Y si yo no hubiera sido un  jipi? ¿Y si no hubiese corrido la misma sangre por nuestras venas?

Una sonrisa maliciosa y enigmática rasgó e iluminó el rostro delvietnamita.

-Hace un rato -dijo- te llamé europeo. ¿Lo recuerdas?-Sí. Y yo te devolví en el acto la pelota llamándote vietnamita.-¿Sabes por qué lo hice?-No, no lo sé. Me chocó e incluso pensé de pasada que no ve-

nía a cuento, pero eso fue todo. Llevo casi un año en Asia y estoy

acostumbrado a vuestra forma de hablar. Muchas veces decís cosasque sólo dicen los personajes de las novelas de aventuras. ¿Existía al-gún motivo especial para que me llamases europeo?

-Sí, Dionisio, existía. Tenemos un amigo común que casisiempre te llamaba así. Haz memoria.

-No la necesito. Sé de quién hablas. Esa persona está de vigi-lancia permanente en mi corazón. Nunca se borra de él.

-Tú también dices tosas que sólo se dicen en las novelas.-Mis compañeros de clase me llamaban, cuando era niño, la

  Rata literata.-¿En son de burla?-Claro. Pero no sabían que el apodo me gustaba. Siempre he '

querido ser escritor.-Algún día lo serás. No lo dudes.

196

-

-¿Así, por las buenas? ¿Sin datos que te permitieran identifi-carme?

-Recuerda el silbido de Mowgli. La consanguinidad obra mi-lagros.

-¿Por eso no corrías el riesgo de equivocarte conmigo?-Por eso.-¿Debo, en consecuencia, llegar a la inverosímil conclusión de

que nuestro encuentro estaba planeado y de que me abordaste adre-de, con premeditación, alevosía, escalo, fractura y allanamiento de

morada?-Pero sin nocturnidad -dijo, riéndose, el vietnamita.-Es la única circunstancia agravante que te falta.-Soy yo, y no tú, quien estudia derecho.-No me gustan las leyes y, en la medida de lo posible, procuro

no respetarlas.-A mí tampoco me gustan. Alguna carrera había que escoger. Yo

lo hice encogiéndome de hombros. Sólo creo en la ley de la conciencia.-Nunca serás un buen picapleitos, Espontáneo. ¿Te contó el

 pandit  lo de mi encarcelamiento en Bombay?

-Sí. Fue un episodio verdaderamente' chusco. Te ruego queperdones a los hindúes por la parte oriental que me toca. No se tra-ta así a un viajero.

-¿A un traveller?

Otra sonrisa de corazón, y abierta de par en par, ensanchó lasfacciones del vietnamita.

~A un traveller -dijo.Y los dos estallaron en carcajadas de amistad y de complicidad.

Aquel muchacho de presencia frágil parecía saberlo todo.

-¿Volveremos a vernos? -preguntó Dionisio.-¿En esta vida?-Por ejemplo.-No lo sé. Quizá no. Ese encuentro, en todo caso, no depende

de nosotros. Pero en la otra vida, seguro que sÍ.

197

-

Elcamino

delcorazón

-¿Te pidió el panditque me dijeras algo?-Me pidió que te recordara una cosa, una sola cosa, y que lo

hiciera precisamente a propósito de nuestro encuentro.-¿Que la casualidad no existe y que todo es fruto de la causali-

dad?-Exactamente.-Pues dile de mi parte, si le ves, que en ello estoy y que ciertas

Noviembre

Capítulo IX

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cosas no se olvidan. '-Él ya lo sabe.-¿Qué es para ti el pandit, Espontáneo?-¿Y tú me lo preguntas? Lo mismo que para ti.Ya se iba. Dionisio, desde lejos, le gritó:-¿Un amigo?-y algo más.-¿Un protector? ¿Un cómplice? ¿Un patriarca? ¿Un capitán?

¿Un maestro?

El semáforo pasó del rojo al verde. El bulevar se puso en mar-cha. El fragor de las bicis, de las motos y de los Mercedes envolvió yse llevó la respuesta del Espontáneo, que acababa de subirse a unricsó.Alguien, detrás de Dionisio, echó el cierre metálico del restau-rante. Las jovencitas revoloteaban por las aceras. Los gorriones,aplastados por el calor, jadeaban y dormitaban en sus nidos. Pasóun leproso. El disparo de un francotirador turbó la magia y el sosie-go de la:siesta. El semáforo volvió a cerrarse y el bulevar se detuvo.El viajero se encaminó sin prisa hacia la agencia de viajes del hotelContinental y, una vez en ella, pidió un billete de avión para Cam-

boya. Sabía, por boca del farsante argentino, que era imposible salirde Vietnam por carretera.

-¿Pnom Penh? -preguntó la empleada.-Pnom Penh -contestó Dionisio acogiéndose al consejo del

periodista-o Y cuanto antes, mejor.-¿Mañana por la mañana?-Hecho.Y así fue. Dieciocho horas más tarde -con la nariz pegada a la

superficie de plástico de la ventanilla de un caravelle de la Air Viet-

nam- el viajero contemplaba la fugitiva imagen de la ciudad deSaigón -alegre, a pesar de todo, y desconfiada- deslizándose bajosus pies y,con el entrecejo fruncido y el corazón prieto, se pregun-taba dónde diantre había estado y hacia qué parte del mundo exte-rior e interior se dirigía ahora.

198

-

Sabe esperar, aguarda que la mareafluya

-así en la costa un barco- sin queel partir te inquiete.

Todo el que aguarda sabe que la vic-

toria es suya,porque la vida es larga y el arte es un

 juguete.Y si la vida es cortay no llega la mar a tu galera,aguarda sin partir y siempre espera,que el arte es largo y, además, no im-

porta.

ANTONIO MACHADO, Consejos

 Reanudo hoy la redacción de mis memorias despuésde haberlas teni-

do en dique secodurante más de dos meses.No estaba mi horno para esos

bollos. La última anotación es del veintiocho de julio por la noche. Al

dia siguiente, con un nudo en la garganta y una bola negra en el estó-

mago, me hice la mamografia y el mundo se me vino abajo: el diagnósti-

co erapositivo ... Positivo según lajerga de los médicosy negativo, en cris-

tiano, para mi persona. Tenia un tumor al lado delpezón izquierdo, casi

bajo la aréola. Encajé como pude la noticia, intenté poner al mal tiem-

  po buena cara, pensé con melancólica amargura que ya nada volverla aser lo mismo y me resigné a pasar por el quirófono -«sin pérdida de

tiempo», dijo el médico-- para tenderme como una sacerdotisa azteca

sobre la losade los sacrificiosy exponer mi cuerpo, y quizd mi vida, a la

hoja justiciera de un bisturi de obsidiana teñido de sangre.

199

-

El camino del corazón

 Dioni hubiese dicho: ¡qué zafarrancho! y  con raz6n, porque todo,

efectivamente, seprecipitaba. ¿De qué sirve hacer planes? Lecciones di'

la edad que siempre aprendemos fuera de plazo. Tenian, entre otras co-

sas urgentes, que provocar y anticipar el parto -di felizmente a luz

una niña preciosa cuarenta y ocho horas mds tarde- porque al ciruja-

no le asustaba la idea de que la nascitura sufriese daños irreversibles,

sin excluir el pisot6n de la muerte, originadospor el veneno de la anes-

t i l t fi i i i d l til i6

Fernando Sánchez Dragó

trar por esapuerta. Falta, como mucho, mesy medio para que regrese.

¿Tendria algún sentido amargarle lo poco que le queda de escapada?

¡Pobre compañero de mis entretelas! 1á son tres, y no dos, las sorpre-sas que le aguardan.

  En primer lugar, la niña; en segundo, el cdncer y la intervención

quirúrgica; y en tercero, y último por ahora, mi novela sobre sus an-

danzas, que crecea pesar de todo. Anoche doblé la esquina de las tres-

i t d i S di t

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tesia opor el trauma fisico y psiquico de la mutilaci6n.  Mutilaci6n, si, que no solamente operaci6n: llamemos a las cosas

 por su nombre ... ¿Yqué otro nombre puedo ponerle a algo que a la hora

de la verdad se tradujo, por lo que a mi respecta, en la amputaci6n de

los dos pechos y en la salvaje poda y desmoche de cuanto contienen (o

contenían) mis sufridas partes pudendas? No estaba previsto, claro, o

-si lo estaba- no me lo dijeron. El bestia del cirujano jura y perjura

quefue una decisi6n tomada sobrela marcha para cortar de raiz el ries-

go de la metdstasis. Y yo, desde luego, no soy quién para poner en tela de

 juicio su opini6n ni para dudar de suspalabras, pero lo cierto es que dela noche a la mañana y prdcticamente sin aviso dejé de ser aquel dla

una persona completa y perdi todos, absolutamente todos los atributos

 fisiológicos CY parte de los anatómicos) de mi feminidad.

 Ahora soy un monstruito, un efebo sin pene y con nombre de mujer,

el cliché de un hermafrodita, la raiz cuadrada de una machorra, la

enésima potencia del vacio, la radiografia del espectrode la nada ~ por

supuesto y sobre todo, un ser dudosamente humano y angustiosamente

terminal.Terminal tanto si me voy al hoyo, aunque el médico me asegura que

no serd asi, como si sobrevivo chapoteando en la cloacay callej6n sin sa-

lida de la esterilidad.y punto en boca. No quiero volver a mencionar este asunto. No

quiero derrumbarme. Mi hija me absorbe, me ayuda, me consuela y

me obliga a sonreir. Es moderadamente rubia y tiene los ojos castaños.

¿C6mo supadre? Pues si, qué le vamos a hacer si caigo en el t6pico,pero

al final todos estaremos calvos, avisaremos a un curay nos llamaremos

Pérez. Asi es la vida. La tomas o la dejas y pelillos a la mar.

Por cierto: la niña, que naci6 el treinta y uno de julio, todavia no

tiene nombre. ¿C6mo iba a ponérselo sin consultar con su padre, que por ser o querer ser ojugar a ser escritor concetjeuna importancia enor-

me --seguramente excesiva- a esascosas?  Dioni tampoco sabe nada del tumor ni de mi triunfal travesia del

quirófano. Y, naturalmente, no 'voy a decir ni mu hasta que le vea en-

200

-

cientaspdginas. Se dicepronto ... Estoy a punto de terminarla. Me faltan sólodos capitulos, contando

con éste,y -como eslógico-la correccióngeneral, que despacharé enun par de semanas.

y luego, corriendito, a buscar un editor que sepa lo que se trae entremanos y lo que yo le llevo en las mías.

¿O no?

Fernando, que sigue viniendo a verme casi todos losfines de sema-

na y que no se apartó de mi cabeceradurante losdías que pasé en el hos-

  pital, dice que espere,que lasprisas son laspeores consejerasde la litera-

tura, que ésta mejora siempre -como los vinos--cuando seguarda en

carpetas de roble, que tome ejemplo de ély de su inexpugnable (aunque

momentdnea) voluntad de silencio, que mire las solapas de los libros y

compruebe que nadie escribe novelas dignas de serpublicadas antes de

cumplir los cuarenta añosy que relea elprólogo de El negro del Narci-

so para enterarme de una puñetera vez, como se enteró Conrad, de que

«el arte es largo, la vida corta y la verdad lejana».

1á veremos... He tenido que retocar un poco el segundo capítulo de

la novela para incluir de refilón al menos dos personajes femeninos

-una jipi holandesa y una chica de túnica de lino y ojos espiritados--en la historia de las correríasde Dioni. Nada importante, pero lo con-

trario hubiera sido, en mi opini6n, absolutamente inverosímil para el

lectory negativo para la credibilidad de la novela. La Kumari de Kat-

mandú no me servía. Es una diosa, un sueño y una princesa. Las putas

que de vez en cuando menciona Dioni en sus car;tas,tampoco. La lógi-

ca del relato y la personalidad de su protagonista exigen mujeres nor-

males y tangibles. Fernando, por una vez, y desde las alturas de su in-

cuestionable autoridad literaria, estd de acuerdo. Menos mal

 y, sin embargo, Dioni siguejurdndome que me ha sidofiel y que nose ha enamorado -~ ni siquiera, enamoriscado- de ningún ser de

carney hueso a lo largo de losdiez últimos meses.

¡Mira que sifuese verdad...! 

Cuesta trabajo creerlo.

201

-

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El camino del corazón

Fernando Sánchez Dragó

-Puedes quedártela --dijo.-No. Yo no fumo -fue la respuesta-o Lo preguntaba pen-

sando en ti.-¿En mí?-¿Tanto te extraña?Dionisio se encogió de hombros. El santón, en tono que no ad-

mitía réplica, añadió:

-Enciende un cigarrillo.

mi cantar / sino a quien conmigo va-, y sonrió con el pensamientoy el sentimiento puestos en un lugar lejano.

Luego se levantó, cerró los ojos, respiró abdominalmente enocho tiempos, se inundó de prana, hizo todo lo posible para dejar lainteligencia en blanco y para suspender la actividad de los sentidos,meditó un instante, volvió a sonreír y emprendió el camino de re-greso a la veranda del Tourist Bungalow, al calor humano de sus dos

amigos, al fuego del hogar del Indómito Volkswagen, a la carretera

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210211

-

Enciende un cigarrillo.El viajero obedeció.-Ahora da tres o cuatro caladas.El viajero las dio.-Abre la palma de la mano izquierda.¿De la mano izquierda? ¿Precisamente de la mano izquierda

--pensó Dionisio-, yeso en las mismísimas fauces tántricas deltemplo de Kornarak?

y la abrió.

-E~ha la ceniza del cigarrillo en esa mano ..La echó.~Ciérrala.La cerró.-Abre otra vez la mano.Dionisio, tenso y mudo, acató la orden. Un instante después,

como del rayo, casi se le salieron los ojos de las órbitas al compro-bar que en la palma de la mano .no quedaba huella alguna de ce-niza. Ésta, o lo que bajo su superficie y en su vientre se escondie-ra, había sido reemplazada por una flor amarilla.

Vibró de nuevo el aire y, de repente, se aflojaron sus cuerdas. Lagaviota regresó en silencio y voló, como un brochazo de plata, haciala línea del horizonte. Los cuervos callaron. El abejorro había desa-

parecido.y el faquir, que en ningún momento había tocado a Dionisio ni

le había pedido nada, también. Su silueta metafísica y cimbreanteera ya un caprichoso garabato junto a la orilla del mar.

El viajero lo siguió con la mirada y luego dirigió ésta hacia laflor. Existía. No era un espejismo ni un sucedáneo ni una impostu-

ra. La olió, la tocó, verificó su identidad, la guardó con esmero en-tre las páginas del ejemplar del 1 Ching que siempre llevaba a cues-tas, buscó algo en sus tripas, lo encontró, lo sacó --era una hoja depapel impreso cuidadosamente doblada-, la desplegó, la leyó, seacordó del marinero del romance del conde Arnaldo -yo no digo

amigos, al fuego del hogar del Indómito Volkswagen, a la carreterade Delhi, al Templo de Oro de los sikhs en Amritsar, a la fronterapaquistaní, a Erzurum, a Estarílbul, a Europa y, en definitiva, acasa.

Unos años antes, en el mes de diciembre de mil novecientos se-senta y dos, Dionisio se había tropezado por casualidad --en el cur-so de una noche pasada a bordo de un transatlántico que venía deBuenos Aires, hacía escala en Barcelona y rendía viaje en Génova-con un texto qµe había llamado poderosamente su atención de ca-chorro de artista distraído por las voluptuosas tentaciones del dia-bólico (que no divino) tesoro de la juventud y paralizado en su ti-tubeante actividad literaria por el hastío, la claustrofobia y eldesconcierto propios del callejón sin salida en el que por culpa delabsurdo y demagógico debate abierto sobre la necesidad del com-

 promiso político se habían encerrado muchos escritores occidentales-casi todos- a raíz de la terminación de la segunda guerra mun-dial.

El texto, que era muy breve (tanto que ni siquiera llegaba a ocu-par una página), había sido escrito por un autor que ni Dionisio niprácticamente nadie --excepto sus compatriotas-conocían poraquel entonces.

Se llamaba Jorge Luis Borges.Dionisio -asustado, emocionado y deslumbrado por lo que

acababa de leer- consiguió que le fotocopiasen aquella páginaáurea en la oficina del capitán del barco, la dobló meticulosamente,la escondió en un bolsillo secreto de la cartera de piel de cocodrilo

que había heredado de su padre y a partir de aquel momento pro-curó llevarla siempre consigo.y ésa era, naturalmente, la desgastada hoja de papel impreso

que Dionisio había sacado de entre las páginas del ejemplar del1 Ching y había releído por enésima vez frente a la Gran Basílica del

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El camino del corazónFernando Sánchez Dragó

humor- zarpaban de Kornarak a bordo del Indómito Volkswagen.

Tardaron tres días en llegar a Delhi, otros tantos en alcanzar y

traspasar la frontera paquistaní, menos de dos en cubrir el tramo

que los separaba de Mganistán y del legendario desfiladero del Khy-

ber, y apenas un suspiro en recorrer la abrupta carretera asfaltada

que desde ese punto descendía hacia Kabul, donde los expediciona-

rios hicieron noche y se concedieron un corto descanso al calor de

la conciencia del deber casi cumplido. Iban a matacaballo, turnán-dose en el volante y manejándolo entre catorce y dieciocho horas al

Dionisio, aquella noche, se instaló en la veranda del Tourist

Bungalow, pidió un servicio completo de té de Darjeeling con aro-

ma de clavo y cardamomo, miró la luna (que estaba en cuarto men-

guante), mordisqueó el extremo del bolígrafo y anotó en su cuader-

no de bitácora lo que sigue:

 Entre los indios aztecas y toltecas, mds alld del ir y venir de la histo- '

ria, sobreviven dos sistemas lingüisticos anteriores a los tatarabuelos del b l d C ló l l l l Si úl i l

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Cuarenta y ocho horas después de los sucesos descritos, ento-

nando a coro hosannas y aleluyas en latín y en sánscrito, Dionisio,

Alberto y Roberto -los tres en inmejorable forma y de excelente

dose en el volante y manejándolo entre catorce y dieciocho horas al

día, pero el esfuerzo era rentable: en cosa de una semana, si el vien-

to racheado de la buena suerte no les volvía la espalda y el Indómito

Volkswagen seguía rayando a la altura de la confianza que los viaje-

ros habían depositado en él, la imagen fastuosa (pero familiar) del

Cuerno de Oro se dib~jaría en el parabrisas del coche y sus ocu-

pantes empezarían a sentirse prácticamente en casa.

y así fue, pero sólo hasta cierto punto.

El Volkswagen aguantó. La suerte, en cambio ...

Alberto, Roberto y Dionisio salieron de Kabul a las diez de la

mañana del día doce de diciembre y ocho horas más tarde, después

de recorrer de punta a punta y pisando el acelerador a fondo la con-

fortable y absurda autopista -lo que se dice un Cristo con dos pis-

tolas- plantada por la megalomanía tecnológica y por la esquizo-

frenia estratégica de los capitalistas americanos y de los comunistas

rusos en el rojizo y palpitante corazón del maravilloso desierto afga-

no, entraban en el antiguo oasis y relativamente moderna ciudad de

Kandahar.

Lo primero (y lo único) que hicieron allí fue buscar una habita-ción con tres camas en un hotel barato -lo eran todos- y ovillar-

se en ellas. Al día siguiente, de buena mañana, Dionisio se levantó

sin despertar a sus compañeros, se metió alegremente entre pecho y

espalda -a modo de rural y frugal desayuno- un puñado de dáti-

les y salió canturreando pasodobles en busca del edificio de correos,

tal y como hacía siempre que llegaba huérfano y ansioso de noticias

hogareñas o amistosas a un enclave urbano de importancia, para ver

si en el casillero del mostrador de la poste restante le esperaba alguna

carta de Cristina, de su madre o de Fernando.-¿Cómo ha dicho usted que se llama? -le preguntó desde las

honduras de un guardapolvos antediluviano el chupatintas que esta-

ba al frente del departamento-o Deletréeme su nombre, por favor.

Dionisio, que era ya toro resabiado y más que experto en tales

los tarabuelos de Colón: el nagual y el tonal. Sirve este último para alu-

dir a todo lo que puede mencionarse conpalabras, a lo tangible y men-

surable, a lo sometido a orden, a la esferade la razón, en una palabra ...

y  se utiliza aquél, el nagual, no tanto para describir cuanto para si-

multdneamente ver, entender, alcanzar, contar y construir los innu-

merables mundos invisibles para los ojosde la razón. No hay alternati-

va posible. Sancho vive en el tonal, mientras don Qµijote lo hace en el

nagual. Antes o después, tarde o temprano, no hay escritor que no se vea

constreñido a elegir entre esos dos mundos ~ consecuentemente, entreesosdos lenguajes: el de los molinos y el de los miramamolines, el de los

rebañosy el de losgigantes.Pues bien:juro sobre la Baghavad Gita; sobre el Tao Te King y sobre

el Evangelio que a partir de ahora voy a vivir y a escribir en nagual. No

se me oculta lo incierto de la empresay soy consciente de lospeligros que

entraña, pero acepto de antema.no lo uno y lo otro. Que Shiva y la Ví'r-

gen de los Nómadas me protejan, porque lo mds probable es que termi-

ne despanzurrado por el aspa de un molino 'opor la cornamenta de un

carnero. Y si estaprevisión se cumple, paciencia: barajaré de nuevo mis

cartas en éste o en el otro mundo y encoger.élos hombros, que el arte es

largo y ademds no importa. }  Sea comofuere, y pase lo que pase, quiero dejar constancia de que la

vida y la literatura -esos hermanos siameses con las  cabezas troca-

das- nunca volverdn en lo que a mí respectaal territorio roturado del

tonal. Voy a seguir viviendo y escribiendo en y desde las  regiones lumi-

nosas del nagual. Se trata de una decisión absoluta y de un camino sin

retorno, porque todo lo demds ha dejado de interesarme.

Por los siglosde lossiglos.

  Amén ~ naturalmente, auuuummmmm ...

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Fernando Sánchez Dragó

cas, era un cartel taurino: el de la corrida en la que murió Mano-leteo

-¿Lo has cambiado todo? -preguntó, incrédulo, Fernando.-Casi todo. Año nuevo, vida nueva, ¿no?-¿Intentas huir del recuerdo de Cristina?-Estaba seguro de que ibas a interpretarlo así. Y te equivocas,

hermanito de leche. Me gustan los fantasmas. Nunca he huido de

ellos. Al contrario: son el reverso de nuestras vidas, la trama ocultade las cosas

Diciembre

Capítulo X

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RUDYARD K.!PLING,

 Rewards and foíríes

de las cosas.-¿Entonces?

-Entonces, nada ... No juegues al psicoanálisis ni te pases delisto. Pura lógica. Si un hombre cambia, y yo he cambiado, tambiéntiene que cambiar su casa.

-O, por lo menos, su salón de música.-Exacto. Este refugio es mi segunda piel o, mejor dicho la piel

de mi piel. Y ya sabes lo que los reptiles hacen con la suya al llegar

la primavera.-Estamos en invierno.-Ya. y, para colmo, no soy un reptil. ¿Vamos a pasarnos el res-

to de la velada diciendo tonterías?-Lo que tú mandes, Dionisia. Ésta es tu casa.-y mi salón de música.

-¿Sabes que Cristina no volvió a entrar en él desde el día enque te fuiste?

-Sí, lo sé. Lo he leído en sus memorias. Podría recitarte el pá-rrafo de un tirón. No se me va de la cabeza: jornada del doce de di-

ciembre de mil novecientos sesenta y ocho ...-y un año más en las alforjas. ¿Qué vas a hacer mañana?-Pasar la nochevieja vigilando el sueño de mi hija. Y conste,

porque te veo venir, que no lo hago ni por mala conciencia ni pormasoquismo, sino por hedonismo. No se me ocurre ninguna fór-mula mejor para cambiar de década. ¿Ya ti?

-Yo no tengo hijos, pero tengo madre. Me iré a tomar las uvasa Madrid.

-¿Ponemos música balinesa?

-Ponla.El sonido de la playa de Kuta invadió y transformó el ambiente.

Fernando se sirvió la segunda copa de ginebra, se quitó los zapatos,se repantigó en la cama turca y preguntó:

-¿Has pasado ya por el registro civil?

Se puede conocer el mundosin salir de casa.Sin mirar por la ventanapuede conocerse el sentido del cielo.Cuanto más se recorre,

tanto menos se sabe.

LAOTSÚ,

Tao Te King, XLVII

Y así tus ojos, adentro tornados,te mostrarán tu tesoro escondidobajo la tierra de tus propios campos,

 junto a tu hogar, en tu umbral, en el polvode los caminos que trillas a diario.¡Yde esa suerte sabrás que eres hombrey que, por hombre, eres rey soberano!;

Llamaron al timbre. Dionisia, que estaba inclinado sobre elmoisés de su hija, levantó los ojos, se enderezó y fue a abrir. Era Fer-

nando.Recorrieron el largo pasillo de tarima vieja y entrar.on en el

salón de música. Ya no era el mismo. En sus paredes, en su suelo,en su mobiliario y en su atmósfera, Oriente había sustituido a Oc-cident~. La única huella del pasado, además de las dos camas tur-

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El camino del corazón Fernando Sánchez Dragó

-Estuve ayer. Ningún problema. Cristina había engatusado a

.una de las empleadas y había conseguido que no inscribiera el nom-

bre de pila de la niña hasta mi regreso.

-Cosas de España.

-Pues sí: cosas de España y de la India. -Dionisia pensó en el

aeropuerto de Bombay y en el Tigre de Bengala-. Y que duren.

-¿De modo que tu hija ya se llama Kandahar?

-Sí y no.-Explícate. Oriente te ha convertido en un ser lacónico, ambi-

-No ... ¡Pobrecilla! ¿Crees que se puede puede lidiar el toro de

la literatura con una metástasis generalizada a cuestas? ¡Si al final no

tenía fuerzas ni para mover el brazo!

-¿Cómo sabes, entonces, lo de la rosa de Borges y lo del Faquir

de Kornarak?

-Leí tu última carta, Dionisia. O mejor dicho: se la leí a Cristi-

na en el hospital. Llegó cuarenta y ocho horas antes de que muriese.

-¿Le gustó?-Se puso muy contenta.

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Explícate. Oriente te ha convertido en un ser lacónico, ambi

guo y enigmático.

-Se llama María de Kandahar.

-¿Te han obligado a poner por delante el nombre de la Virgen?

-Cosas de España. Váyase la una por la otra.

-¿Entendieron tus motivos? Ya sabes que en este país de cate-

tos y de meapilas quien no responde a Pepe, responde a José.

-Sobra el comentario. Oriente me ha convertido en un ser li-

geramente meapilas y moderadamente cateto.-Allá tú ... Pero no has,respondido a mi pregunta.

-Lo hago ahora. Sí, Fernando, entendieron mis motivos. ¿Cómo

no iban a entender que un padre quisiera ponerle a su hija el nombre

de la ciudad en la que se había enterado de la muerte de la madre de la

niña? Es una secuencia lógica, ¿no? El paso del testigo en una carrera de

relevos. Cristina se llama ahora Kandahai-. Eso es todo. La vida sigue.

-Tú no la viste morir.

-Pero tú sí y mi madre también ... Los dos me lo habéis conta-

do con pelos y señales. Me fío de vosotros.

-¿Amistad y familia?-Templo, familia y amistad. Por ese orden. No conozco ni de-

seo conocer otros refugios.

-¿Y la soledad?

-Sí. También la soledad.

-¿Has tomado ya alguna decisión sobre tu vida?

-Llegué hace una semana, Fernando. En Oriente he aprendi-

do a contar hasta mil antes de mover el dedo meñique. Ya veremos.

Lo único urgente es cuidar de mi hija.

-¿Sólo eso?-Sólo eso.

-¿Y la rosa de Borges? ¿Yla flor amarilla del Faquir de Kornarak?

Dionisia sonrió y preguntó:

-¿Llegó a escribir Cristina el penúltimo capítulo de su novela?

p y

-¿Comentó algo?

-Sí. Dijo que el hombre viene al mundo con la misión de cul-

tivar su huerto y añadió que el grano iba por fin :1 dar fruto.

-¿Crees que la historia de la flor amarilla pudo inf'luir sohre Sil

decisión de quemar la novela?

-No, Dionisia. No influyó ni poco ni mucho ni l1::ld:..

-¿Cómo lo sabes? ¿Por qué estás tan seguro?

-Porque Cristina quemó la novela casi quince días antes de

que llegase tu última carta.

-¿Lo hizo cuando le dijeron que iba a morir?

-Más o menos. Al enterarse del veredicto volvió a casa, me lla-

mó por teléfono y comentó, bromeando, que todos los animales se

esconden cuando el instinto de conservación les comunica que ha

sonado su hora. Yo me quedé grogui, sin saber por dónde salir, y

Cristina aprovechó mi silencio para explicar que la literatura es,

como todo lo de aquí abajo, sueño, vanidad de vanidades y apa-

riencia, y que por ello sólo sirve y sólo incumbe a los seres de carne

y hueso. Después, con la voz quebrada y como si estuviese hablan-do con otra persona, añadió que la posteridad no existe.

-¿Eso fue todo?

-No. También dijo que, en su opinión, eras tú, únicamente tú,

quien debía escribir o reescribir ahora esa novela.

-Cristina, de todos modos, no hubiera podido terminarla.

-Efectivamente. Alguien habría tenido que encargarse de la re-

dacción del último capítulo. Grave responsabilidad.

-Estamos en él, ¿no?

-En él estamos.-¿Y tú? ¿Qué dijiste tú?

-Dije que estaba de acuerdo, que sólo existía una persona en el

mundo capaz de reconstruir, a su modo, lo que ella, en un arrebato

digno de Gogol y de Kafka, había destruido.

El camino del corazónFernando SAnehez Dragó

-¿Sigues pensándolo?

-Naturalmente._¿Y no podrías equivocarte? ¿No podrías ser tú el escritor más

ndicado para pagar esa deuda?

-¿Yo? ¿Por qué?

-Porque leíste lo que escribió Cristina.

_y tú lo viviste, Dionisia. ¿O ya te has olvidado de ello?

drados y dignificados por los cachivaches recogidos en el curso de

nuestras andanzas. Pinturas, vasijas, fotos, botellas de licorés extra-

ños, máscaras, monedas, ídolos de rostro desencajado, talismanes,

cojines, espejos, carteles taurinos, revistas de otras épocas: todo el

ajuar, la cacharrería y la quincalla de los restos de un naufragio ..~»

  Madrid, Soria, Fuerteventura e Ibiza, veintiún años después.

No. No se había olvidado. Lo recordaba todo con pelos y seña-

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No. No se había olvidado. Lo recordaba todo con pelos y seña

les, con devoción, con emoción, con meticulosidad.

Recordaba al Canciller de Estambul, y al Caminador Manche-

go, y al Troglodita de Luarca, y al Comerciante Sufí, y al Tigre de

Bengala, y al Motorista de Delhi, y a los Caballeros de la Tabla Re-

donda del Cabin, y a la Kumari de Katmandú, y al Dúo Latip.o, y al

Indómito Volkswagen, y a Cástor y Pólux, y al Pandit  de Bombay,

y al Barón Siciliano, y al Periodista Argentino, y al Espontáneo de

Saigón, yal Faquir de Kornarak.Y recordaba, sobre todo, la flor amarilla que éste le había entre-

gado.Eran, casi, las doce de la noche. Estaba a punto de empezar el

último día del año de mil novecientos sesenta y nueve. La criada se

había acostado. La madre del viajero, también. Kandahar dormía y

sonreía en su cuna. Fernando, seguramente, andaba ya cerca de

Madrid.El reloj de péndulo del comedor dio la hora.

Dionisia salió de su ensimismamiento, se puso en pie, apagó las

,luces del salón de música, lo cerró cuidadosamente, recorrió el lar-

go pasillo de tarima vieja, entró en el despacho, cogió su ejemplar

del I Ching, sacó de entre sus páginas la flor amarilla, la dejó sobre

la mesa, se instaló frente a la máquina de escribir, metió un folio en

ella, respiró abdominalmente en ocho tiempos, exhaló un silencio-

so y prolongado auuuummmm, recitó en sordina --como si reza-

ra-la frase de Buda inscrita en el fuste de la columna del jardín del

templo de Banjar, cogió carrerilla y empezó a escribir una novela de

amor, de desamor, de viajes y de aventuras. Su primer párrafo decía:

«Sigo viéndole. No se va de mis pupilas. Está sentado, casi a ras

del suelo, en la cama turca del cuartucho que él mismo ha bautiza-

do con el nombre de salón de música. Son, apenas, diez metros cua-

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