el alcázar de sevilla · na, el príncipe, la alcoba, el laberinto y el jardín de las damas. en...

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EL ALCALZAR DE SEVILLA JOSE MARIA BLANCO WHITE

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  • E L A L C A L Z A R D ES E V I L L A

    J O S E M A R I A B L A N C OW H I T E

    Diego Ruiz

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    Mi paseo favorito, cuando me hallaba de estu-diante en Sevilla, era el Alcázar, antigua residenciade los reyes moros y cristianos que fijaron su corteen aquella capital. Los árabes empezaron a edificareste palacio, a poco trecho de la principal mezquita,convertida después de catedral. Pedro el Cruel loreedificó en más vastas dimensiones, por los añosde 1360. El tirano de Castilla quiso que aquel edifi-cio sirviese al mismo tiempo de palacio y de fortale-za, y para esto alzó, en la parte que mira a la ciudad,una muralla, que, aunque oculta en el día por lascasas labradas en los tiempos siguientes, hace vercuánto tiene que temer aquel a quien todos temen.

    Las puertas de este circuito indican los límites dela antigua Sevilla, sin que se crea que me sirvo deeste epíteto en el sentido de los anticuarios. Poco onada me importan las fechas históricas, antes bien,por los malos ratos que me han dado durante el

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    curso de la vida, procuro borrarlas cuanto antes demi memoria. Ni siquiera he tomado en las manosun solo libro de los que contienen la historia de miciudad nativa. ¿Qué más libros que el Alcázar? Paramí era aquél un sitio de encanto. Los cantos tradi-cionales que tantas veces había oído en los dulceslabios que me enseñaron el habla de Castilla habíanproducido este efecto en mi imaginación. Dábasemeun bledo de sus actuales habitantes, ni veía otros enel Alcázar que las sombras de los moros y españolesque habían residido allí en las eras del amor y de lacaballería.

    Y por cierto compadezco al andaluz joven que,al entrar un día de verano por la puerta de losMonteros y al mirar las filigranas arabescas del pala-cio, al pasar por los salones del jardín, y de allí a lascaballerizas reales, por fin al guarecerse de los rayosdel sol, ardiente pero vivificante, en el laberinto decalles moriscas que están detrás del Alcázar, puedeoír con indiferencia aquellas sabrosas narracionesque el lenguaje del hombre no puede trasladar de lascreaciones de la fantasía, aquellas pláticas dulces quemecieron mi niñez y que jamás borrará de mi me-moria el tiempo. Bajando estoy el valle de la vida, ytodavía se fijan mis pensamientos en aquellas calles

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    estrechas, sombrías y silenciosas, donde respiraba elaire perfumado que venía como revoloteando de lasvecinas espesuras, donde los pasos retumbaban enlos limpios portales de las casas, donde todo respi-raba contentamiento y bienandanza, modesto bie-nestar ensanchado por la alegría y por la mesura delos deseos, honrada mediocridad que no se atraía elrespeto por la opulencia ni por el poder, sino por elpundonor heredado. Ya empiezan a desvanecerse,como meras ilusiones, los objetos que me rodean, yno sólo los recuerdos, sino las sensaciones externasque recibí en aquella época bienhadada se despier-tan como realidades en mi fantasía. ¿Qué es lo quequeda de las cosas humanas sino estos vestigiosmentales, estas impresiones penosas y profundasque, como heridas mal cerradas en el corazón deldesterrado, echan sangre cada vez que se las exami-na?

    La entrada a los jardines del Alcázar es un co-rredor largo, bajo y estrecho, cuya oscuridad realzael efecto de la luz y del espacio, que se ofrecen degolpe al espectador cuando pasa la puerta de hierrodel primer terrado. Para un inglés lo único que pue-de tener de agradable este espectáculo es la nove-dad. Todo lo que se presenta a la vista, hasta las

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    plantas y las flores, tiene un aspecto artificial yafectado. Las tijeras del jardinero conservan en per-petua simetría las altas paredes de arrayán, que sir-ven de vallados a los cuadros de flores, divididos encompasadas secciones. Los grupos de alhucema,boje y tomillo forman grotescos dibujos de anima-les, divisas y escudos de armas. El suelo de las calleses de ladrillo; una reja de hierro separa cada una delas divisiones, señaladas con los nombres de la Rei-na, el Príncipe, la Alcoba, el Laberinto y el jardín delas Damas. En el centro de este último se ven dosfilas de bailarines formados de arrayán, excepto lascabezas y las manos, que son de madera pintada; lodemás del cuerpo y el traje son de planta viva. Enuna de las extremidades se ve una banda de músi-cos, de la misma planta, con harpas, pífanos y pan-deretas, y dos salvajes colosales, con enormes clavasen las manos, nacidos de las mismas raíces y ali-mentados por la misma sustancia, están a la entradaa guisa de centinelas.

    No faltan viajeros remilgados y descontentadi-zos que miran estos objetos con afectado desdén;los andaluces, empero, adoctrinados por el clima ypor las cualidades de la tierra que habitan, no bus-can delicias rurales en el recinto de una ciudad, ni

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    bosques majestuosos en llanuras tostadas, ni céspedaterciopelado debajo de una atmósfera ardiente, queno dejaría trazas de verdor si no fuera por la tenaci-dad de algunas plantas y por los arroyos artificialesque las riegan; lo que anhelan es la frescura de lasombra, la fragancia de las auras, los murmullos delas fuentes, el hálito de los naranjos, que casi tras-torna los sentidos, la espesa, aunque invisible, nubede esencias que las rosas exhalan, los suspiros delvendaval y los muy más suaves flauteos del ruiseñor.Estos placeres son harto diferentes de los que segozan en la fría y vasta soledad de un parque, pero¡oh, cuánto realce les da la misteriosa estrechez deun jardín morisco!

    Anegado en estas sensaciones, solía yo pasar ho-ras enteras en cierto rincón favorito, de donde po-día oír a mis anchas el copioso raudal que de la bocade un león, con plácido susurro, se deslizaba a unadilatada alberca, y no hubiera cambiado los altosmuros, incrustados de rústicos arabescos en su partesuperior y forrados en la inferior de espesas varas denaranjos y limoneros, por el más grandioso de losparques que después he visto y he aprendido a ad-mirar en Inglaterra. En aquel bienhadado asilo, casisolo, porque, si no es dos o tres días en el año, po-

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    cos son los concurrentes a los jardines del Alcázar,oyendo el ruido de las tijeras de los jardineros, que,cortando las fibras del boje y del arrayán, las forzabaa exhalar por doquiera sus esencias perfumadas, miimaginación se gozaba en su propio recogimiento,como el ave criada en una pajarera, que nada deseade lo que está más allá de sus alambres. Y en verdadque en aquellos países sólo puede saborearse la li-bertad entre los altos muros y los fuertes cerrojos;sólo por estos medios puede el hombre ponerse alabrigo de los tiranuelos que dominan la Iglesia y elEstado. Así lo conocieron los reyes que edificaron yaumentaron el Alcázar y que procuraron rodearsede guardias y de muros para alejarse más y más delas miradas curiosas del público. Yo, que no disfru-taba otros placeres que los que me suministraba miimaginación, no pasaba jamás debajo de las amena-zantes clavas de los gigantes sin deleitarme en pen-sar que suspendían el golpe en mi favor y queestaban prontos a descargarlo sobre el primero queosase profanar la escena de mis sabrosas ilusiones.

    Sin embargo, de cuando en cuando, venían al-gunas gentes del campo a ver los jardines del Alcá-zar, que forman una de las más interesantescuriosidades de Sevilla, y, aunque en efecto su pre-

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    sencia me molestaba, por otro lado me divertía so-bremanera el juego de las fuentes, que en estas oca-siones hacen lucir los jardineros, cuando se les dauna propina. Porque es menester que sepa el lectorque los paseos enladrillados y los muros cubiertosde incrustaciones rústicas, de conchas y de corales,ocultan un sin número de conductos, que están encomunicación con un depósito de agua colocado amayor altura. Así que, sólo con dar vuelta a una lla-ve, se ve salir una infinidad de chorrillos de agua,que suben a la altura de ocho o diez pies y cuyaproyección conserva la línea del artimaño o figuraque los arroja. Los que salen del suelo forman unaespecie de bóveda, debajo de la cual puede uno pa-searse libremente sin recibir más que algunas gotas.Antes había órganos hidráulicos, que sonabancuando se daba curso al agua, mas de esto lo únicoque queda en el día es un trompetero, cuyo sonidoes muy suave y que parece salir de debajo de tierra.La singularidad de estos amaños y la frescura queesparce a la redonda esta lluvia artificial están enperfecta armonía con el carácter peculiar de la esce-na. Yo, por mi parte, jamás gocé de semejante es-pectáculo sin que mis pensamientos se vigorizasen,y sin que recibiese nuevos deleites mi fantasía.

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    En una de estas ocasiones trabé conocimientocon un excelente hombre, verdadero modelo de loscaballeros de Sevilla, en época en que empezaban aafinarse los modales de los españoles y poco antesde que se generalizase la franqueza moderna, tanopuesta a la cortés gravedad y pausada urbanidad denuestros antepasados. Llamábase don AntonioMontesdeoca, y era hombre de aquellos que sólousaban el fraque a la francesa en los días de cere-monia o para asistir a alguna fiesta de Iglesia. Sutraje ordinario era la pomposa capa española, deseda oscura en verano y de paño del mismo coloren invierno. Cubría su cabeza una redecilla de sedanegra, con una cálifa de colgajos en su extremidad, amanera de la que sirve de adorno a las pandorgasque remontan los muchachos. El sombrero de cas-tor blanco tendría sus diez pulgadas de ala circular,sin que excediesen de tres o cuatro las de la alturade la copa. Era alto, delgado, derecho, y llevabasiempre sobre el pecho el brazo izquierdo, como sisostuviese la toledana, sin la cual ningún gentilhom-bre salía por las tardes hace sesenta años. Nos co-nocíamos de nombre, pero no más, así que cuandome encontraba con él, en las calles del Alcázar, losaludaba quitándome el sombrero, según la usanza

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    de la antigua cortesanía española, que mis padresme habían enseñado. No tardamos en trabar con-versación. D. Antonio me dijo que conocía a mifamilia, y me preguntó la causa de mis frecuentesvisitas al jardín, no quedando poco sorprendido alver la semejanza de nuestras aficiones, en tan dife-rentes edades. Desde esta primera conversación,muchas veces platicábamos a la sombra del mismoárbol. Tenía buen caudal de noticias acerca del Al-cázar y de las otras antigüedades de Sevilla. Yo es-cuchaba con el más vivo interés cuanto me decíaacerca de los tiempos pasados, y, recordando lo quemás profunda impresión dejó en mi memoria, voy aanotarlo aquí para satisfacción de mis lectores.

    Había en los jardines un sitio que desde mi ni-ñez me inspiraba cierta curiosidad con sus vislum-bres de pavor. Es una sala subterránea, lóbrega yprofunda, sostenida por filas de columnas dobles,débilmente iluminada por unas lucanas abiertas enel techo y cerrada por fuertes puertas de hierro co-mo si su destino hubiera sido el servir de calabozo.En medio se ve una fuente de mármol, seca en laactualidad, pero que tuvo agua en su tiempo, comolo denotan los conductos que todavía se descubrenen su parte superior. La tradición de su primer des-

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    tino se conserva en el nombre de los Baños de Do-ña María Padilla. Fue esta señora, si hemos de creera la voz común, querida de Pedro el Cruel desde sumás temprana juventud hasta su muerte, y blancode los tiros del partido que colocó en el trono albastardo Enrique de Trastamara, que mató con suspropias manos al rey su hermano, después de la ba-talla de Montiel. Tal era, sin embargo, la belleza deMaría, tal la bondad de su corazón y tales las pren-das de su alma, que aun las crónicas escritas duranteel reinado del usurpador hablan de ella con respeto,a pesar de los desatinos conservados en las tradicio-nes populares de Sevilla, hijos de la malicia y de lacalumnia. Una vez que entré en los baños, gracias ala protección de mi amigo don Antonio, preguntó-me éste si había oído muchas historias acerca deMaría Padilla.

    -Muchas -le respondí-, porque ésta es la comidi-lla de los muchachos de Sevilla, y, entre otras, nopocas veces he oído hablar del coche de fuego enque aquella señora suele dar sus paseos nocturnospor las calles de la ciudad y del descaro con que seofrecía a las miradas del público en estos mismosbaños.

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    - ¡Qué absurdo y qué maldad! -me respondiódon Antonio- Insoportable me es la calumnia, auncuando se dirija a personas que han desaparecidosiglos ha del teatro del mundo. María Padilla, si hede decir verdad, es uno de mis personajes históricosfavoritos. El amor desinteresado que profesaba aPedro le hizo llevar con paciencia la nota de concu-bina, siendo, como lo era, la verdadera y legítimareina de Castilla. Poco después de su muerte, se pre-sentaron a las Cortes de Sevilla las pruebas más in-dudables de este casamiento, y nadie negaría hoyeste hecho, si su autenticidad no hubiera puesto tangrave obstáculo a la usurpación de Enrique. En ga-lardón de sus virtudes y padecimientos, la Provi-dencia le ahorró el pesar de presenciar los últimosaños del reinado de Pedro y la humillación de pos-trarse a los pies del asesino de su marido, por másque los romances digan lo contrario. Pedro casi tu-vo la suerte que merecía, y, con todo eso, no faltanmotivos que excusan en cierto modo su tiranía. Eraniño cuando ocupó el trono, y desde el principioalzáronse y lidiaron entre sí dos facciones que que-rían hacerlo víctima de su ambición. Su infame yperversa madre exasperó su índole, de suyo violen-ta, y la convirtió en descubierta ferocidad. La turba

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    de bastardos de Pedro no estaban lejos de merecerla muerte que les dio el frenético tirano, y, con todo,María, a quien ellos aborrecían, hizo cuanto pudopor salvarlos. Grande debió de ser el poder de susgracias, pues que enfrenaron durante toda su vida aun hombre de tan desbocadas pasiones. Mas Pedro,que, en la fiebre de la juventud y seducido por losprotervos rivales de María, trató muchas veces deromper los lazos que a ella lo ligaban, volvía denuevo a ella, declarando que era la más amable delas mujeres. ¿Veis aquella hermosa galería, sostenidaen grupos de pequeñas columnas, que pasa sobrelos muros de la ciudad, al fin de estos jardines?

    -Sí -respondí yo-; por ella comunica el Alcázarcon la Torre del Oro, que está a orillas del río.

    -En aquella torre -continuó mi amigo- estuvoalgún tiempo una de las rivales que suscitaron a Ma-ría sus enemigos. Llamábase Aldonza Coronel,hermana de la célebre María Colonel, fundadora delconvento de Santa Clara, la misma que, por evitarlos peligros que amenazaban su virtud, desfiguró suhermosura del modo más horroroso. Su cuerpo seconserva en una urna de cristales, en el sillón prin-cipal del coro del convento. Pues bien, Aldonza,más frágil que su hermana, vino a la corte a echarse

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    a los pies del rey y a implorar el perdón de su mari-do, Alvar Pérez de Guzmán, que había sido decla-rado traidor. El rey quedó prendado de suhermosura, y los enemigos de María fomentaronaquella inclinación, que tan funesta fue a la que lahabía inspirado. María yacía abandonada en el Alcá-zar, mientras la infiel esposa de Alvar Pérez atraíatoda la corte a la Torre del Oro. El triunfo de Al-donza fue pasajero. La resignación de María volvióa encender el afecto del rey, y Aldonza tuvo que ir asepultar su ignominia en el convento que su herma-na había fundado para poner la virtud de las muje-res al abrigo de la corrupción de los tiempos.

    «También se han atribuido al influjo directo deMaría el mal trato y la muerte de Blanca de Borbón,que era, en la opinión pública, reina legítima deCastilla. No hay duda que contribuyó en gran partea aquella bárbara acción el invencible apego delmonarca a sus primeros amores: pero la causa prin-cipal de los infortunios de Blanca fue la conducta dela reina madre, que, bajo el pretexto de defenderla,daba rienda suelta a su ambición. El amor que Maríaprofesaba a Pedro era acendradísimo. A tal puntohabía llegado este afecto que, durante una de lasépocas en que Pedro se mostró frío e inconstante,

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    María consiguió una bula de Roma para fundar unmonasterio, de que el Papa la nombró abadesa. Po-seía, sin embargo, ciudades y estados, a que hubierapodido retirarse para vivir en fastuosa independen-cia. Pero volvamos a los baños, que da lástima ver-los tan degradados y perdidos. En los tiempos de mijuventud aún conservaban la forma que les habíadado el arquitecto árabe, porque esta pieza era laúnica que se mantenía intacta como la habían deja-do los moros. Lo que es ahora una tenebrosa maz-morra era entonces un naranjal, de las mismasdimensiones que el patio que se ha construido en-cima. Las ramas de los árboles subían hasta el niveldel palacio. Estas filas de columnas sostenían doscorredores, que se cruzaban en ángulos rectos, quedaban entrada al gran salón y formaban un agrada-bilísimo paseo que dominaba los cuadros del jardín.No puede haber mayor delicia en un clima calienteque la que se goza en un espacioso baño, sombrea-do por árboles frondosos, perfumado por fragantesflores, abierto a la luz y al aire, y excavado, por de-cirlo así, como una gruta en medio de un palacio.

    Pregunté una vez a don Antonio cuál era suopinión acerca del carácter de Pedro el Cruel.

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    -Escritores ha habido en estos tiempos -respondióme- que han pintado aquel monarca co-mo un hombre severo en demasía, mas no lo bas-tante para merecer el título que le ha dado lahistoria. Ya os he contado pruebas de su ferocidad,y añadiré que en los últimos años de su reinado fuetraidor y pérfido para con sus amigos, y monstruosediento de sangre para con sus contrarios. Aún ensus mejores días solía dar rienda suelta a implacablesodios, aunque entonces su carácter parecía ser unamezcla de ingenuidad y amor a la justicia. Ya habéisvisto en una de las calles de esta ciudad el busto dePedro el Cruel, que indica el sitio en que monarcahizo una muerte, en un encuentro casual que tuvouna noche en que iba paseándose solo y disfrazado.Según cuenta la tradición, jamás se hubiera tenidonoticia del autor del delito si no hubiera sido poruna vieja que, al oír el ruido de las espadas, se aso-mó, con un candil en la mano a la ventana. Retiróseinmediatamente, asustada, sin ver el rostro al hom-bre que había muerto a su adversario. Examinada aldía siguiente por los jueces, declaró que el homicidano podía ser otro que el rey, a quien había descu-bierto por el bien conocido crujido de sus rodillas.Pedro oyó la acusación sin turbarse y sin contrade-

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    cir ni ultrajar a la vieja. No pudiendo, sin embargo,remover las sospechas que había excitado aquel su-ceso, mandó que se colocase su busto en la calle enque había ocurrido, a la manera que se ponen lascabezas de los malhechores en la escena de sus crí-menes. Todavía se da el nombre del Candilejo a lacalle que da enfrente del busto del rey, en memoriadel que sacó la vieja cuando oyó el rumor de la pen-dencia.

    «Cuál era el estado de la moral pública en aque-llos tiempos y cuánta la ineficacia de las leyes contralos poderosos, se puede inferir de otra historia quenos han conservado los cronistas de Sevilla. A losprincipios del reinado de Pedro había en la catedralun prebendado que quería seducir a una hermosamujer, casada con un menestral. Las frecuentes vi-sitas del amante despertaron los celos del marido, elcual le intimó que no pusiese los pies en su casa. Elclérigo, creyéndose insultado, montó en cólera ydespachó al marido al otro mundo. En seguida to-mó sagrado en la catedral, y de allí a poco fuepuesto en libertad por el arzobispo, que se contentócon imponerle una pena ligera. Un hijo del muerto,que, aunque joven y pobre, tenía sentimientos ele-vados, se presentó ante el rey, en el sitio en que éste

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    solía dar audiencia a sus vasallos, que era un espacioabierto, rodeado de bancos de piedra y situado en lainmediación de una de las puertas de palacio. Estaespecie de terrado se conservaba todavía a media-dos del siglo XVII. El huérfano se quejó amarga-mente del arzobispo que había dejado sin castigo alasesino de su padre. Pedro lo oyó con gran aten-ción, lo llamó aparte y le preguntó si se sentía convalor para vengar su ofensa, a lo que el joven res-pondió que aquello era lo que con más vehemenciadeseaba. «Pues bien, díjole el rey, hazlo así, y ven enseguida a implorar mi protección». El mancebo nose lo dejó decir dos veces, sino que en la primeraocasión hizo con el prebendado lo que éste habíahecho con su padre. Acogióse a palacio, fue entre-gado a la justicia y se señaló día para hacerle la cau-sa. Pedro oyó en el tribunal al abogado delarzobispo contra el preso, y preguntó cuál habíasido la sentencia impuesta por la Curia al prebenda-do. «La suspensión a divinis, respondió el letrado,por el término de un año». «¿Qué oficio tienes?»,preguntó el monarca entonces al reo. «Zapatero»,repuso éste. «Vistos los autos, continuó el rey, fa-llamos que el reo estará privado de hacer zapatospor el término de un año».

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    Otro día quise saber la opinión de don Antonioacerca de una gran serpiente que en cierta ocasiónhabía acometido a Pedro el Cruel.

    -No estáis en el cuento -me respondió mi ami-go-. Lo de la serpiente es una hechicería que algu-nos escritores del siglo XIV achacan a María Padilla.Dicen, pues, que el regalo de boda que Blanca deBorbón hizo a Pedro fue un hermoso tahalí queagradó sobremanera el rey. María, según aquellosescritores, temerosa de perder el cariño de Pedro,puso el tahalí en manos de un judío, famoso nigro-mante, y, después que éste lo hubo hechizado, lovolvió a poner entre las demás alhajas. Al día si-guiente, Pedro recibió en su corte a los grandes quevenían a darle la enhorabuena por su matrimonio, y,de repente, en lugar del hermoso tahalí, con que seadornó en esta ocasión, se vio una espantosa ser-piente, que, con el don de la reina, desapareció enun momento de la vista de los circunstantes. Aña-den que, desde aquel suceso, Pedro no pudo sufrirel aspecto de Blanca.

    -Lástima es -dije yo- que no se forme una colec-ción de los cuentos de hechicería que se conservanpor la tradición en estos países.

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    -Cierto es -respondió don Antonio-, y tambiénlo es que esta parte de la ciudad podría suministrarabundantes datos a esa obra. Después de la con-quista de Sevilla, se destinaron para habitación delos moros que quisieron quedarse todas las callesque están al sudeste del Alcázar. Otro barrio, comosabéis, ha conservado el nombre de Judería. Losmoros y los judíos eran mucho más instruidos quelos españoles, ocupados entonces únicamente en laguerra, y esta superioridad los expuso muchas vecesa las sospechas de sus ignorantes vecinos. Los úni-cos médicos que había a la sazón en España eran,según creo, judíos y moros, y, como la medicina seda la mano con la química, las redomas, los alambi-ques y los hornillos de un laboratorio no podíanmenos de confirmar las preocupaciones de los es-pañoles acerca del poder sobrenatural de la magia.Contribuían a mantener estos errores algunos im-postores, que, viéndose ya sospechados, procurabansacar partido de la credulidad y del miedo del vulgo.Acuérdome que en una de las comedias de Lope deRueda sale un morisco, a quien todos consultancomo el mágico titular del pueblo. Después, cuandolos descendientes de los moriscos españoles fueronexpulsados de la Península de un modo tan cruel e

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    impolítico, prevaleció la idea de que habían dejadomuchos tesoros ocultos y de que los guardaban pormedios sobrenaturales. Eran entonces tan comunescomo en algunas partes de Alemania los cuentos detesoros encantados. Justamente tenemos enfrenteuna casa que, en mis mocedades, estuvo muchotiempo desierta, porque, según decían, se aparecíatodas las noches en ella el alma en pena de una mo-ra, condenada a guardar un tesoro.

    -Sé cuál es la casa -dije yo entonces-, pero elnombre que tiene de Casa del Duende me da a en-tender que la historia de que se trata pertenece a laparte ridícula del mundo de los espectros.

    -Nada de eso -respondió mi amigo-. La historia,falsa o verdadera, es trágica e interesante. Voy acontárosla.

    «Entre las desventuradas familias de moriscosespañoles que se vieron forzados a salir de Españapor los años de 1610, se contaba la de un rico la-brador, dueño de esa misma casa de que hemos ha-blado. Como el objeto principal del gobierno en laexpulsión de los moriscos fue evitar que se llevasenconsigo sus riquezas, muchos de ellos las enterra-ron, esperando en mejores tiempos el permiso devolver de África a sus antiguos hogares. Mulei Ha-

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    sem había mandado construir una bóveda debajodel ancho zaguán de su casa. Tomó sus precaucio-nes para que nada echasen de ver sus vecinos; depo-sitó en la bóveda una gran cantidad de perlas y oro,y hizo conjurar el sitio por otro morisco, diestro enel arte diabólica.

    «La envidia de los españoles y las graves penasfulminadas contra los expulsos que volviesen a lapenínsula, estorbaron a Mulei Hasem todas las oca-siones de recobrar su tesoro. Murió, confiandoaquel importante secreto a su hija única, que, naciday criada en Sevilla, estaba perfectamente enteradadel sitio en que habían quedado las riquezas. CasóseFátima, y quedó viuda, con una hija, a quien enseñóla lengua española, a fin de que en lo sucesivo pasa-se por natural de aquel país. Aguijoneada por la po-breza, aumentóse su deseo de recuperar la opulenciade su padre, y, sin poder refrenar su anhelo, se em-barcó con su hija Zuleima en un corsario, y desem-barcó, a escondidas de los habitantes, en una cala delas inmediaciones de Huelva. Vistiéronse madre ehija al uso del país, tomaron nombres cristianos y sedirigieron a Sevilla, pretextando, para mayor disi-mulo, el cumplimiento de un voto en un famososantuario, dedicado a la Virgen, que se halla cerca de

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    Moguer. No es del caso entrar en los pormenoresde las diligencias y artificios de que se valieron Fá-tima y Zuleima, para ingerirse en la casa en que es-taban cifradas todas sus esperanzas. Baste decir quese acomodaron en ella de criadas y que se granjea-ron el afecto de los amos, a lo que contribuyeron engran manera las gracias de Zuleima, que a la sazóntenía 14 años, y que no necesitaba de otros mediospara cautivar el cariño de cuantos la tratasen que sulindeza y atractivo.

    «Cuando Fátima creyó que había llegado eltiempo de dar cumplimiento a sus planes, preparó asu hija con las instrucciones necesarias para apode-rarse del tesoro, de que no había cesado de hablarledesde su niñez. Llegó el invierno; la gente de la casase mudó al piso principal, según se acostumbra enSevilla, y Fátima pidió el permiso de habitar loscuartos bajos en compañía de su hija. A mediadosde diciembre, cuando las lluvias continuas anuncia-ban una próxima crecida del Guadalquivir y no ha-bía alma viviente que pusiese los pies en la calledespués de oraciones, Fátima hizo los preparativosque debían ayudarla en la empresa que había medi-tado. Hízose de una cuerda y de un canasto, y, cercade las doce de la noche señalada para llevar adelante

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    la hechicería, se dirigió a tientas hacia el zaguán, lle-vando por la mano a Zuleima, que temblaba comola hoja en el árbol. Dan las doce en el reloj de la ca-tedral, cuyo sonido, en las calladas horas de la no-che, retumbaba en todos los ámbitos de la ciudad.Dos minutos después se oyeron los melancólicosgolpeos de la plegaría, y, cuando éstos cesaron, que-dó todo en el más profundo silencio, que, de cuan-do en cuando, interrumpían los aguaceros y lasráfagas. Fátima, desasiéndose de las frías manos deZuleima, hirió un pedernal, encendió un cabo devela verde, de una pulgada de largo, y lo colocó enuna linterna. Apenas dieron los primeros rayos deluz en el pavimento, cuando se abrió éste, cerca dedonde estaban la madre y la hija. «Zuleima, únicaprenda de mi vida, dijo Fátima, si tuvieras bastantefuerza para sostenerme, no te daría yo el trabajo deentrar en la bóveda. Pero no temas. Nada hay enella sino oro y alhajas. Aunque hay una escalera porla que puedes bajar hasta el fondo, es demasiadoperpendicular, y será más conveniente que yo tesostenga con la cuerda». «Madre mía, respondiótemblando la muchacha, la sangre se me hiela en lasvenas al ver esa espantosa bóveda; mas no importa;os he dado palabra de ayudaros y la cumpliré.

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    Atadme bien el puño. Cuidado, que vais a sostenertodo el peso de mi cuerpo. ¡Piadoso Alá! ¡Mis piesresbalan! ¡Madre mía! ¡Madre mía! ¡No me dejéis aoscuras!»

    «Al descolgarse en la bóveda, cuya altura eracomo la del cuerpo de Zuleima, sus pies resbalaron,en efecto, en una de las piedras que sobresalían enel muro, y el ruido de las monedas que se deslizaronal golpe reanimó las desfallecientes esperanzas de lamadre. «Aquí está la canasta, le dice, llénala de oro;busca las alhajas. No moveré la linterna. Bien, hijamía; otra canasta y no más. No quiero exponertemás tiempo. Todavía hay vela para cinco minutos.Pero... ¡Dios mío!, el pabilo está nadando en ceraderretida. La cuerda... ¿dónde está?... La cuerda...busca la escalera... hacia este lado».

    «Oyóse un quejido lastimero. Lanzábalo la cui-tada Zuleima, sepultada ya en montones de oro.Volvió a quedar todo en tinieblas. La infeliz madrebuscaba a tientas la boca de la bóveda, pero en va-no. Había cesado el encanto, y el suelo había vueltoa su estado primitivo. Hiérelo repetidas veces con elpie, y más crece su angustia, cuando un eco pavoro-so retumba en la concavidad cerrada para siempre.Golpea con fuerza sobre los guijarros del piso, hasta

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    que sus manos se entumecen. Arrójase casi exánimeal suelo y, cuando recobra por algunos momentos elsentido, oye en lo profundo la voz plañidera de suhija: ¡Madre, mía, madre mía, no me dejéis a oscu-ras! Fátima permanece por un instante inmóvil. Depronto, abandonada a un frenético despecho, dejacaer violentamente la cabeza sobre las piedras, y allíla encontraron al siguiente día, yerta e inanimada.

    «Dicen que Fátima se aparece, cierta noche delmes de diciembre, a los que incautamente y sin sa-ber su historia pasan por el zaguán del encanto. Dosgrandes figuras negras la obligan, a pesar de todossus esfuerzos, a sentarse sobre la bóveda, con unacanasta llena de oro a los pies. Ella procura desasir-se de sus robustos brazos, para taparse los oídos, afin de no oír las voces que suenan sin cesar por es-pacio de una hora: ¡Madre mía, madre mía, no medejéis a oscuras!