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Crónica

No. 70 Septiembre de 2014

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Allá arriba en aquel alto Ser jurado de votación parece un asunto sencillo. Pero cuando esta labor es

en una vereda que ni siquiera aparece en el mapa, la historia es de otro tenor.

Karen Bejarano Parra [email protected]

Las Autodefensas Gaitanistas

de Colombia le informan a la comu-

nidad que el próximo 25 de mayo

se estarán realizando las elecciones

presidenciales. Sabemos que somos

un grupo al margen de la ley y que

estamos preparados para la guerra,

pero estamos buscando la paz. Así

que invitamos a la comunidad de

Pueblo Nuevo a que vote por el can-

didato de la paz, por un país mejor

para los colombianos.

Acababa de llegar a la oficina de Bienes-tar Universitario de la Universidad de Antioquia en Turbo, cuando la secre-

taria, con una burlita irritante, me dijo que había sido escogida para ser jurado de vota-ción. No fue la mejor manera de iniciar la jornada laboral, pero pensé que todo estaría bien. Total, las tragedias electorales solo de-moran unas horas.

En la citación estaba escrito mi nom-bre completo, en negrita, mayúscula sos-tenida, bien resaltado. En el mismo for-mato también estaba escrito el nombre del lugar donde sería jurado: San Pablo de Tulapa. Nadie supo decirme dónde quedaba Tulapa, o qué era Tulapa, o cómo llegaba a Tulapa. Tampoco Goo-gle pudo identificarlo y ahí sí me pre-ocupé. Solo un día antes de elecciones me enteré que quedaba en un desvío que hay en la carretera cerca de Neco-clí. Cuatro horas de viaje por carretera destapada; tres de ellas no sabían nada de la existencia de unas tales Carrete-ras de la Prosperidad.

Me gustan las aventuras, pero no las desventuras. Dejé tirado todo lo académi-co y me dispuse a organizar mi maleta de viaje. Era sábado 24 de mayo, faltaban más de veinte horas para que iniciara la jornada electoral, pero yo ya tenía puesta la camiseta invisible de jurado de votación. Mi función no consistiría en otra cosa que recibir cédulas, pues los jurados de votación son los únicos que no eli-gen nada de nada. Es el cargo más pasivo que pueda existir porque uno se siente como una máquina que recibe y entrega, recibe y entrega.

Por si hace calor, por si hace frío, por si llueve, por si las moscas: una maleta digna de una mujer obsesiva. Un chip Claro, un chip Tigo, ambos con sufi-ciente tiempo al aire. Cobija, almohada, botas panta-neras, agua, pan, jabón, papel higiénico y hasta cham-pú. Toalla, desodorante, medias, calzones, ropa para el otro día y, por supuesto, gomitas rellenas de centro líquido. Tanta cosa para saber que iba a terminar dur-miendo en el suelo pelado, sin ventilador.

La cita era a las doce del mediodía del sábado en la Registraduría de Turbo. De los doce convocados llegaron diez; los otros dos jurados, con excusa mé-dica en mano, se resistieron al paseo organizado por el Estado y la Registraduría. Una Toyota Land Crui-ser modelo 81 se paró frente al punto de encuentro. Cuando vi el carrito supe que iríamos como sardinas en lata, y cómo me aterran las sardinas. Arrancamos casi a la una de la tarde y mis compañeros ya estaban en actitud de paseo; por mi parte, iba resignada pero fingiendo estar muy bien.

Al norte de Turbo, casi llegando a Necoclí, el ca-rro se desvió a la derecha y empezó a brincar como maíz pira cuando se vuelve crispeta. Hacía muchos años que no viajaba en estos carros; viajar en ellos es garantía de dolor de culo. Recordé: tenía nueve años y era la primera vez que viajaba a Montería, Córdo-ba. Iba acompañada de mis padres y de mi hermano porque, para ese entonces, aún conservábamos nues-

tra hermosa familia disfuncional. Fue la primera vez que vi cómo me quedaba el cabello rubio por el polvo que se entró al carro. Había viajado muchas horas por tierra, desde el Tolima hasta Turbo, por ejemplo, pero nunca había sentido tanta claustrofobia como en ese vehículo. Y ahí estaba, catorce años después, revivien-do la sensación.

La ruta era la siguiente: Pueblo Nuevo > La Pita > El Naranjal > San Pablo de Tulapa. Llegamos a Pueblo Nuevo casi a las tres de la tarde y paramos un momen-to a comprar algunas cosas. Es un lugar tropical, con fachadas de casas pintadas de colores vivos y donde se ven hombres que vigilan tus movimientos. Pueblo Nuevo es tan silencioso que hasta se puede escuchar, a una distancia considerable, el sonido de una moto. Me senté en la tienda donde hay un billar a esperar a que los demás gestionaran lo que les hacía falta. Solo se

escuchaban las voces de los mecánicos de al lado que es-taban viendo la final de la Champions League y habla-ban con mucha propiedad del partido de fútbol. Segu-ramente, los mecánicos estaban igual de enterados de las propuestas de los candidatos presidenciales. En esa esquina estaba la Casa de la Cultura, una construcción pintada de un color café claro y café oscuro. Tenía unos papeles pegados que llamaban la atención: una especie de panfletos de algún grupo armado. Nos montamos a la lata y arrancamos.

Después de Pueblo Nuevo, la carretera es un desas-tre, hay que subir lomas y atravesar puentes de madera. Con los aguaceros de mayo, el camino estaba lleno de huecos y de pantano que hacían que el conductor manio-brara demasiado para salir del atolladero. Ese señor es un piloto; nosotros por cariño lo llamábamos ‘Juanpis’; nunca supimos cuál era su nombre real. Atravesamos

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3

Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia

La Pita y El Naranjal patinando de un lado a otro, nos bajamos un par de veces para que el carro pasara los puentes sin tanto peso y nos agarrábamos fuerte cuan-do nos íbamos a un hueco. A eso de las cinco y media de la tarde, entre una luz de gloria, divisamos una casa rodeada de cayenas rojas que tenía pintada en su facha-da “Escuela Integrada San Pablo de Tulapa”.

Unas diez casas y un billar es lo que se alcanza a ver en Tulapa. En el centro de la loma había un espacio grande totalmente despejado y limpio de pasto. Una familia de chivos pasó corriendo cerca de nosotros y se arrimó al palo de mamoncillos que da sombra a la entrada de la vereda. Cerca estaban los pavos hacien-do una especie de ritual: las hembras caminaban en círculo y los machos abrían sus plumas para verse más ostentosos. La forma en la que acomodaban las alas los hacía ver como seres mitológicos, aunque más bien son la versión gótica del pavo real. Y allí, en toda la mitad, un macho que avanzaba como si llevara un ves-tido de Miss Venezuela, alzó sus alas y en dos pasos se le montó a la hembra. Unos cuantos aleteos breves y el momento erótico llegó a su fin. Más retiradas estaban las gallinas con sus pollitos rebuscando lombrices en la arena y, quizás, en una clase de caza. Aparte de una perra grande y con pocos dientes que salió a movernos la cola, ningún vecino se apareció a saludarnos. Nues-tra única compañía fueron los soldados que estaban cuidando el lugar por aquello de las elecciones. Desde el principio fueron muy cordiales con nosotros, sobre todo con nosotras. Al igual que los pavos, los soldaditos estaban ansiosos de pisar a una hembra.

En un lugar tan escondido entre las montañas, la noche se hace eterna. Dos o tres bombillos estaban encendidos en los alrededores, con una distancia de cincuenta metros, más o menos, el uno del otro. La luna no estaba tan asomada y las estrellas no salieron a alumbrar. A cambio de esto aparecieron decenas de cocuyos a titilar en el campo abierto, como haciendo fiesta porque los zancudos se iban a dar señor banque-te. Los grillos y las chitras eran más tolerables que las ratas y los murciélagos que caminaban y sobrevolaban el techo del cuarto donde dormiríamos los jurados. Ter-minamos acomodados en lo que algún día fue un pues-to de salud, cero saludable.

Saqué la cobija y la almohada, que por recomenda-ción de mi mamá había llevado, y organicé mi cama. Tenía dos opciones: dormir pegada a los demás y alcan-zar a montar alguna parte de mi cuerpo en una de las cuatro colchonetas (de cuarenta centímetros de ancho) que nos había prestado el Ejército, o hacerme un poco separada, tender mi sabanita, no tocar la colchoneta —que no acolchonaba un pito— y aguantarme los comen-tarios de los demás por no “aprovechar” el gangazo de semejantes colchones. Lo que sea menos sardinas, pensé. Dormir en cucharita con desconocidos no es que sea un buen plan; de hecho, la cucharita enamorada es buena un ratico, pero yo necesito mi espacio vital.

De esta manera llegó la madrugada y apenas había alcanzado a dormir alguna horita por la incomodidad del suelo y por los chillidos de los hijos de Batman. Tenía frío y dolor de espalda, pero más que esto tenía excremento de murciélago y de rata en toda la cobija que había usado de cama.

Me levanté, recogí las cosas y me fui a bañar. El presidente de la Junta de Acción Comunal nos había pedido el favor, en nombre de toda la comunidad, que no utilizáramos el agua de lluvia que estaba en un tan-que azul en el patio del puesto de salud, porque era agua limpia y la usaban para cocinar. A cambio nos dejaron usar el agua de otro tanque que había en el puesto abandonado, ya que, al parecer del presidente y la delegada, estaba perfecta aunque el fondo se viera verde por la lama. Y ni modo de quejarse porque los demás estaban felices con el paseo y todo les parecía una bendición. Ni hablar de la delegada que, a pesar de haber sido la única que durmió en una cama en la casa de una familia de la comunidad, que se bañó con agua limpia y que cenó algo más que una montaña de

arroz con una tajada de plá-tano maduro, tenía el desca-ro de pedirnos que no nos quejáramos porque solo era una nochecita. Se llenaba la boca diciendo que ella sí se adaptaba a todo. Desde el principio se lavó las manos y nos dejó a nuestra suerte porque, según ella, nosotros no éramos su responsabili-dad. Los delegados son los únicos que reciben remu-neración por su trabajo; medio millón de pesos, para ser más exactos. Al final me bañé con el agua del fondo verde.

A las ocho de la mañana del domingo 25 de mayo, los jurados de votación dimos oficialmente apertura a la jornada electoral. Estaban lis-tas las dos mesas de votación en la Escuela Integrada San Pablo de Tulapa para que aproximadamente cuatrocientas personas ejercieran su derecho al voto. La escuela se resume en dos salones de paredes rajadas que pueden caerse con cual-quier temblor, y un par de ventiladores que giran como quien no quiere la cosa.

El tiempo pasaba y la afluencia de votantes era mínima. Consultaba la hora en mi celular y era deses-perante saber que el tiempo no avanzaba nada. A las nueve de la mañana llegó el primer votante. De aquí en adelante empezaron los electores a arrimarse, de a poquitos, pero llegaron. A pesar de que Tulapa es juris-dicción del municipio de Turbo, muchas de las cédulas eran de Córdoba. Los soldados que nos acompañaban en el colegio conversaban con nosotros, nos contaron que no podían votar y que, en realidad, no sabrían cómo hacerlo. Gane el que gane ellos no pueden refutar nada. Llegó el mediodía, la hora del almuerzo; yo solo quería que fueran las cuatro de la tarde.

Esperé a que almorza-ran los jurados que estaban en mi mesa de votación para no dejar solo el puesto. Se-guían llegando campesinos y ya no sabía dife-renciarlos; casi todos llegaban con sombrero, camisa encajada con los dos primeros botones abiertos, botas pantaneras y poncho en el hombro. Al igual que los soldados, muchos de ellos no sabían votar. Unos pre-guntaban tímidamente cómo hacerlo y otros llevaban un amable colaborador que les indicaba dónde poner la equis, sin preguntarles por quién querían votar. Uno de los jurados de la otra mesa, en tono amable, le expli-có al acompañante que no estaba permitido persuadir a los votantes para que eligieran a un candidato en particular, pero, con una mirada de pocos amigos, el amable colaborador dejó en claro que lo mejor era no meterse en esos asuntos. El Ejército solo nos acompa-ñaría en el colegio; de ahí en adelante íbamos con la bendición de Dios. De repente se acercó al colegio un trío de personajes: una pareja de esposos con el cuello enchapado en oro y un campesino de avanzada edad. Los primeros en votar fueron los hombres. El de las ca-denas entró sin saludar y, con esa mirada del que todo lo puede, acompañó al campesino hasta el pupitre don-de estaba el marcador y le señaló dónde debía rayar.

Seguidamente entró la señora, no sin antes sacudir a la entrada sus botas fucsias hasta la rodilla. Me entregó la cédula y tampoco pronunció palabra; ella también tenía una mirada especial, la mirada de la mujer de un hombre que lo puede todo. La señora llevaba aplicada una sombra de ojos color gris perlado y un labial rosa-do. Los tres votaron y salieron mudos.

Me fui a almorzar, deseando que no fuera espague-tis con plátano verde como en el desayuno. Recordé la montaña de arroz de la noche anterior y le pedí a la señora que me sirviera poquito. Un par de perros con los huesos forrados en la piel se sentaron alrededor a esperar un milagro. Gallina guisada con arroz y agua-cate. Comí hasta donde pude, porque ver a un animal hambriento a mi lado me impide seguir masticando. A uno de ellos, le regalé la molleja que me habían servi-

do en el plato. De lo flaco que estaba, el perro ya ni jadeaba.

Regresé al pues-to de votación y se-guí con mi labor. A eso de las 3:15 de la tarde comencé a sentirme mal; ya no sabía qué tenía más, si sueño o do-lor de estómago. No aguanté la presión y decidí bajar hasta

el tablón que estaba en el almendro, cerca del billar. Me recosté, pero el calor y el malestar no me dejaban dormir. Un compañero que había bajado a fumar me recomendó que me tomara una Sal de Frutas. Faltando quince minutos para el cierre de votaciones, me levanté del tablón y abracé al almendro, mientras que un pollo que estaba cerca me veía expulsar de mi estómago los restos de una tía suya que había terminado en una olla.

Se cerraron las votaciones y se hizo el conteo. El domingo 25 de mayo a las cuatro y media de la

tarde, la delegada informó que en la zona 99, puesto 17 de San Pablo de Tulapa, se habían registrado 63 votos, de los cuales 57 fueron para un solo candidato: el candidato de la paz.

Por recomendación de los funcionarios de la Registra-duría de Turbo, no se tomaron fotografías del lugar, pues se podrían presentar inconvenientes con el grupo parami-litar que rodea la zona.

Aparte de una perra grande y con pocos dientes que salió a mover-

nos la cola, ningún vecino se apareció a saludarnos. Nuestra única

compañía fueron los soldados que estaban cuidando el lugar por

aquello de las elecciones. Desde el principio fueron muy cordiales

con nosotros, sobre todo con nosotras. Al igual que los pavos, los

soldaditos estaban ansiosos de pisar a una hembra.(

(

Al igual que los soldados, muchos de ellos no sabían

votar. Unos preguntaban tímidamente cómo hacerlo

y otros llevaban un amable colaborador que les

indicaba dónde poner la equis, sin preguntarles por

quién querían votar.)(

FACULTAD DE COMUNICACIONESCiudad Universitaria-Calle 67 N° 53-108

Medellín - Colombia

Luis Carlos Cervantes: o el destino vestido de violenciaLa fuerza del destino, ese imponderable, ese in-

sondable que comunica e impone un mensaje que se traduce en hechos y somete la frágil

voluntad humana, es la que sigue gobernando el de-venir de nuestro país, ahora que ha sido asesinado en Tarazá (Bajo Cauca) el periodista antioqueño Luis Carlos Cervantes.

A pesar de las 16 amenazas de muerte recibidas durante los 12 meses de 2013; no obstante su trabajo y su compromiso de luchar desde el periodismo contra la corrupción —denunciando al político o funcionario que fuera y que se estuviera apropiando de los dineros públicos— al corresponsal de Teleantioquia Noticias y empleado de la emisora Morena F.M. —en donde esta-ba dedicado a poner música para resguardarse de las constantes intimidaciones— se le retiró la escolta de protección porque —¡vaya sorpresa!— ya no había temo-res de atentado alguno contra su vida.

La desmemoria volvió a operar con eficacia en el imaginario de las autoridades, a pesar de que el país intenta entrar en una mentalidad dirigida a rescatar el pasado y el presente, ahora que nos acercamos con optimismo a un desenlace inspirado en la salida ne-gociada de nuestro eterno conflicto armado. Pero esa desmemoria llegó también hasta la dimensión cultu-ral, olvidándose —una vez más— de que en Colombia no se amenaza en vano, de que —aquí sí— la memoria actúa con fría paciencia y llega hasta las últimas con-secuencias.

Cuando Luis Carlos Cervantes se presentó ante la Unidad Nacional de Protección para insistir en la persistencia de las amenazas de muerte en su contra, lo que ocurrió —¡vaya paradoja!— fue que le retiraron el sistema de protección que tenía asignado. Fue más fuerte el espíritu formal o santanderista, propio de nuestra tradición política, que esa otra ley histórica y tozuda según la cual cuando aquí se amenaza a al-guien, será difícil, o imposible, escapar de tal condena.

No se tuvo en cuenta que el periodista, nacido en Arboletes, era reconocido en el Bajo Cauca por sus continuos informes en el canal regional Teleantioquia sobre los vínculos de algunas administraciones munici-pales con bandas criminales como las de Los Rastrojos, Los Paisas y Los Urabeños.

Luis Carlos tuvo la valentía de divulgar un informe para Teleantioquia Noticias, en agosto de 2010, sobre la existencia de lo que él denominó “el carrusel de al-

caldes”, el mismo que se originó el 11 de noviembre de 2008 cuando la Fiscalía 16 Especializada de Mede-llín ordenó la detención del entonces alcalde de Tara-zá, Miguel Ángel Gómez García, para investigarlo por concierto para delinquir, constreñimiento y amenaza de muerte. Cervantes advirtió cómo después de la de-tención de Gómez García, y durante dos años y ocho meses, fueron cuatro los sucesores que, extrañamente, ocuparon dicha Alcaldía.

Es creciente el fenómeno de las amenazas de muer-te contra los periodistas que trabajan en las subregiones en condiciones materiales limitadas y de indefensión frente a poderes criminales ligados a intereses políti-cos y económicos, muchos de estos poderes moviéndose impunemente en los ámbitos de la legalidad y la ilega-lidad. Porque son diversos los luis carlos cervantes que, superando el miedo, ejercen la profesión echando mano de la imaginación y la valentía para cumplir con su deber ético. Y siguiendo por el Bajo Cauca, sabemos de 6 o 7 periodistas que trabajan en medio de dificultades parecidas a las que afrontaba el colega sacrificado.

A la luz del actual proceso de paz y del postconflic-to, que cada vez se vislumbra con mayor claridad, la ac-tual Gobernación de Antioquia ha emergido buscando tener su protagonismo político-administrativo en una y otra etapa del trámite concertado del conflicto arma-do colombiano. Apropiarse del drama que enfrentan nuestros colegas en una y otra subregión y garantizar el libre ejercicio de la función informativa en un depar-tamento que, además, sufre la presencia de diversos factores de violencia, es la mejor manera de impulsar el liderazgo antioqueño en la búsqueda de la paz más auténtica con que hemos de soñar en las décadas más recientes de la historia nacional. Y decimos paz, cons-cientes de que esta es apenas la cuota inicial del viaje que aspiramos emprender para llegar al destino llama-do reconciliación.

Ello teniendo en cuenta que fenómenos como el desplazamiento, la desaparición forzada, la comisión de masacres, la persecución a grupos de izquierda y activistas de derechos humanos, como también las ame-nazas y asesinatos de periodistas independientes, ha tenido a Antioquia en un triste lugar de protagonismo nacional. Hoy, más que nunca, con todo y esa presencia latente del actor llamado destino, se mantiene vigente la responsabilidad del Estado en estas muertes absur-das de nuestros colegas.

Entre viudas alegres y maricas viudos

No. 70 Septiembre de 2014

Editorial4

Número 70Septiembre de 2014

Comité editorial: Patricia Nieto Nieto, Jorge Alonso Sierra, Luis Carlos Hincapié, Raúl Osorio

Vargas, Jaime Andrés Peralta Agudelo, Elvia Elena Acevedo Moreno, Gonzalo Medina Pérez.

Natalia Botero.

Dirección: Juan Camilo Jaramillo Acevedo.

Coordinación editorial: Daniela Jiménez González, Juan Diego Posada Posada, Yonatan

Rodríguez Álvarez, Andrea Uribe Yepes, Diego Zambrano Benavides.

Redacción: Karen Bejarano Parra, Manuel José Ber-múdez Andrade, Estefanía Pereira Gómez, Santiago Castro Villada, Jaime Flórez Suárez, Carolina Saldarriaga Taborda, Juan Camilo Castañeda Arboleda, Margarita Isaza Velás-quez, Pompilio Peña Montoya, Óscar Montoya, Luisa Charry

Valencia, Paula Lotero, Andrea Uribe Yepes, Ángel Castaño Guzmán, Daiana González

Navas, David Santos Gómez, Daniela Jiménez González, Juan Diego Posada Posada, Yonatan Rodríguez

Álvarez, Diego Zambrano Benavides.

Corrección de estilo: Alba Rocío Rojas.

Diseño: Cristina Montoya Ramírez.

Fotografía: Diego Zambrano Benavides, Luisa Charry Valencia, Nicolás Navas González, Julián

Roldán, Juan Camilo Jaramillo, Pompilio Peña Montoya, Óscar Montoya, Daiana González Navas,

Valentina Obando Jaramillo.

Ilustración: Cristina Montoya R., Altaís, Ricardo Cortázar, Ángela Scarpetta, Jhon Muñoz.

Caricatura: Moly.

Portada: Daniel Pulgarín.

Impresión: La Patria, Manizales.

Circulación: 10.000 ejemplares.

Director TV: Jorge Alonso Sierra. Director Radio: Luis Carlos Hincapié. Director Digital: Wálter Arias.

Director Especiales: David Santos Gómez.

Universidad de Antioquia. Rector:Alberto Uribe Correa.

Decano Facultad de Comunicaciones: David Hernández García.

Jefa Departamento de Comunicación Social: Deisy García Franco.

Las opiniones expresadas por los autores no comprometen a la Universidad de Antioquia.

Universidad de Antioquia, Bloque 12, oficina 122.delaurbe.udea.edu.co, [email protected],

[email protected],www.facebook.com/sistemadelaurbe, www.twitter.com/delaurbe

Teléfono: 219 59 12

Opinión

“Corra las piedritas para que empiecen a mo-verse y los pueda ver”, me indicó en tono sua-ve, nada consecuente con sus habituales gritos

y órdenes de macho incipiente. Aquella tarde quería enseñarme a pescar corronchos en las quebradas conti-guas a nuestra casa de infancia en el barrio Santander, cerca del cerro El Picacho. Todo era magia preadoles-cente; descubríamos el mundo.

Barbudos y otros bichos raros, de diversos tamaños, se evidenciaron ante mis ojos: buscaron con agilidad nuevos escondites o terminaron en las manos de mi her-mano Alberto. La pesca, con calma y sutileza, no era en definitiva mi fuerte. Pero esa enseñanza sutil y cariño-sa, “remover con paciencia para poder ver”, me quedó sonando para la vida. Luego, cuando me hice profesio-nal en educación y comunicación, a la par que activista, marica de derechos y con derechos, tuvo mayor sentido en el escenario del lenguaje: hay que liberar y liberarse. Es necesario asumir que la comunicación cotidiana y la palabra van fijando imaginarios para la cultura y que lo que se expresa, se siente, se piensa y se nombra, suele anclarse como referente de verdad. De ahí el compromi-so ético de cuidar lo que se dice y el cómo se dice.

La comunicación es esa herramienta mágica para recrear y construir nuevos modelos de conversación y de interacción, para nombrar la vida en su acepción

más extensa, más plena. Es un reto cotidiano que exige a la comunidad académica tomar distancia de los len-guajes radicales y binarios, para nombrar, nombrarse y ser nombrado. Salirse de esas detestables polaridades extremas del discurso: macho/hembra, hombre/mujer, femenino/masculino, hetero/homosexual, bueno/malo, raro/normal, entre otros.

“Mover con suavidad la piedrita” que nos mantenía escondidos. Vernos y dejarnos ver transitando libremen-te en escenarios de la vida donde nunca antes existía-mos, por ejemplo, en una familia estable y perdurable, trascendente. Incluso, como en mi caso, con la viudez. Ante la muerte de mi marido durante diez años, les es-toy comunicando que lo gay no me tiene que hacer ver como la viuda alegre de los imaginarios culturales. Me pueden ver con otros ojos, como un marica viudo que transita también las memorias eternas del amor.

Como ciudadanos, es nuestro deber derribar aque-llas barreras desde y en el lenguaje y la palabra. Son maneras de enfrentar, no de confrontar, escenarios en los que la vida nos pone al descubierto otras, muchas, múltiples, posibilidades del vivir. Es contrario a los pe-ces de mi infancia que, por supervivencia, corrían ha-cia nuevos escondites. Respetar el lenguaje es nuestra posibilidad más cercana a la defensa, sin imposición ni sumisión. Hay que recrear las maneras de contar y de contarnos; también de ser contados.

Manuel José Bermúdez Andrade Ciudadano gay de Medellín [email protected]

Cárceles VIPLuego de la propuesta de privatización de las

cárceles, sustentada en 741 demandas que pesan so-bre el Inpec por hacinamiento y maltrato, no será di-fícil imaginar los cambios que hará la administración privada es aras del lucro: que la celda con vista al mar a precios del Hilton, que el Bodytech en el patio... Ay de los delincuentes pobres, asesinos arrastrados y parapolíticos sin tesoro, ¡ahora sí van a pagar!

La institucionalización del amorUn aire de amor multicolor se respira por estos

días en las altas esferas gubernamentales: la sena-dora Claudia López y su novia, la representante a la Cámara, Angélica Lozano; las ministras Gina Parodi y Cecilia Álvarez. A estos idilios se suma el fallo que completa la felicidad de las primeras madres gays de Colombia: Ana Elisa y Verónica. Ojalá esta primavera de amor una viejos romances en cenizas, como el de Uribe y Santos…

De vuelta a la inquisición “Le deseo suerte y que se pudra y se queme en

el Infierno”, esto le dijeron a María Constanza Toqui-ca Clavijo, directora del Museo Iglesia Santa Clara, de Bogotá, donde iba a presentarse la exposición de arte “Mujeres Ocultas”. María Eugenia Trujillo, la artista, recibió con sorpresa la noticia del Ministerio de Cultura de que su exposición había sido suspen-dida atendiendo una orden provisional del Tribunal Administrativo de Cundinamarca, dentro de una ac-ción de tutela. Los demandantes argumentan que es por la recreación de partes del cuerpo femenino en objetos semejantes a las custodias usadas en el rito católico y por atentar contra la libertad de culto y de expresión. Aparte de las declaraciones, com-pletamente anacrónicas y atrasadas, parece que en Colombia una institución laica todavía puede ser de-mandada con los mismos parámetros que hace 500 años usaron, por ejemplo, contra Galileo Galilei. Pa-rece que no estamos tan lejos de la Inquisición.

Caos anunciadoY no se dio cuenta la administración de la Uni-

versidad de Antioquia que los motociclistas no eran el único problema relacionado con el caos de mo-vilidad dentro del campus. Luego de desplazar las motos a un nuevo parqueadero ubicado al frente del Edificio de Extensión, se hicieron visibles las de-más consecuencias de la crisis de infraestructura, por ejemplo, afloraron las bicicletas hacinadas entre los pasillos estrechos de los bloques. Para colmo, ni los postes ni las barandas y pasamanos de las escalas dan abasto: el espacio ya no es suficiente y las bici-cletas resultan ser ‘invasoras’, amarradas a su suerte. ¡Hasta los árboles se han visto acorralados por las cadenas metálicas! Es importante que la comunidad universitaria pueda ir al campus en bicicleta. Por eso, resulta necesario que las directivas se preocupen por acondicionar mejores espacios para los ciclistas, ¿o la solución de la Universidad también será trasla-dar las bicicletas a un parqueadero externo?

De torniquetes y animalesEs muy complicado ingresar a una casa sin el per-

miso del dueño, eso solo lo hacen los perros cuando buscan comida: entran guiados por el olfato y por el hambre. A la Universidad le pasó lo mismo: el ‘perro’ lle-gó hasta la puerta y ahí se quedó, cuando se instalaron los primeros torniquetes; después, entró hasta la mitad de la sala y ahora los torniquetes también hacen parte de la Biblioteca Central. Ese es el sentimiento que han generado los pequeños invasores metálicos, que hoy “adornan” la infraestructura de la Universidad. Lo cierto es que al invitado siempre se le muestra la salida con amabilidad, igual que a los perros. Usar un método vio-lento para rechazar los torniquetes, como se pretendió hace unos días, resulta penoso. Rescatemos el viejo arte de hablar, aunque solo sea para expresar el rechazo.

Semana negra para SemanaLa crisis que viven varios medios impresos en el

mundo, más los malos manejos administrativos, lleva-ron a la revista Semana al despido reciente de 26 perio-distas. Entre ellos, dos importantes editores, Luz María Sierra y Álvaro Sierra. Ambos se habían desempeñado en los últimos tiempos en el cubrimiento del proceso de paz con las Farc. Así las cosas, con la lamentable sa-lida de los 26 periodistas, Semana pierde en calidad y comienza a ganar un aire de revista de variedades más que de revista política.

Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia

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Los discursos vacíos del presidente

Caricatura

Juan Manuel Santos Calderón no es, ni mucho menos, un político hábil sobre la tarima. Le cues-ta expresar sus ideas, de igual forma si le habla a

una multitud mediado por un teleprompter o si improvi-sa en un recorrido barrial en busca de votos.

Las palabras son una de las grandes debilidades de su carrera política y más de una vez han sido estas las que lo extravían en callejones sin salida. Basta recordar la pi-fia cuando manifestó que “el tal paro agrario no existe”.

Es mejor cuando Santos calla: a veces porque habla sin pensar y otras veces porque piensa, habla y miente. Hace cuatro años prometió congelar los impuestos de los colombianos, luego se apropió de triunfos deporti-vos para recibir aplausos ajenos e incluso, en su aven-tura más conocida pero aún inacabada, anunció fechas finales para la paz definitiva. Las fechas, por supuesto, fueron rebasadas y los juramentos, incumplidos.

Pero hablar de la mentira política como instrumen-to de revalidación del poder no aporta ninguna nove-dad. Verdades a medias o falsedades completas llenan nuestra historia sin que los ciudadanos se muestren contrariados. La palabra de los gobernantes es quizá el asunto de menor cuantía en esta sociedad.

Lo que resulta deplorable es que, aún con el tiempo suficiente para organizar las ideas políticas, Santos re-sulte tan débil en sus alocuciones. El discurso dado por el mandatario la noche del domingo 15 de junio, justo después de ganar la segunda vuelta, o el pronunciado el pasado jueves 7 de agosto como inicio de su segundo periodo presidencial, pueden pasar tranquilamente al archivo del olvido en medio de repetitivas frases de ca-jón y párrafos interminables de generalidades.

La noche en la que venció al candidato del Centro Democrático y aprovechando el fervor del Mundial de Fútbol que iniciaba, Santos hizo referencias a la Selec-ción Colombia como una muestra de “pujanza” y a la veterana comerciante que lo etiquetó como “Juan Pa”, para ponerle toques de humor a un discurso que re-quería mayores cifras palpables y menos estilo pop de redes sociales. Fueron 30 minutos desperdiciados con lánguidas peroratas del tipo “cambiemos el miedo por la esperanza” o “reformaremos todo lo que haya que reformar”. También manifestó lo nunca antes dicho:

“Este es el comienzo de una nueva Colombia”.El discurso del 7 de agosto no fue mejor. Fue peor,

incluso. Es obvio que la escritura del primer documen-to público de los nuevos cuatro años de Santos en la Casa de Nariño recae no solo en sus ideas sino en la habilidad de asesores que intentan moldear un mensaje contundente.

Sin embargo, lo dicho durante el acto de pose-sión fue una seguidilla de frases inocuas. Recurrió una vez más a los ejemplos de James Rodríguez, Nai-ro Quintana y Mariana Pajón, y menos a los argu-mentos sólidos de estadista. Dijo que los pilares del discurso fueron la paz, la educación y la equidad. Suena bien, pero la realidad fue que las propuestas se acompañaron por generalidades imposibles de co-rroborar.

La propuesta de paz fue repetida hasta el cansan-cio. Esta vez, quizá para evitar las promesas incum-plidas de fechas finales, Santos se limitó a promover la idea de que un país en paz es uno con desarrollo y crecimiento imparable. Nada que no pueda decir un niño en un acto cívico.

Cuando habló de equidad, pasó de agache quizá la realidad más vergonzosa: Colombia es uno de los países más inequitativos del mundo y lo ha seguido siendo durante su presidencia. Promesas de mejor salud, similares a las de hace cuatro años, se hicie-ron presentes; aunque la realidad es que sus refor-mas fracasaron y la crisis en los hospitales es noticia evidente. No se oyeron palabras sobre reforma agra-ria integral ni sobre el abuso minero.

Por último, la educación. Allí recorrió fronteras espectaculares y vacías con máximas que prometen la creación de una “cultura de amor y pasión por el conocimiento” o que llevan a confiar en el respeto a los maestros como “los ‘héroes’ de la sociedad”.

Santos no comunica cuando improvisa y tampo-co lo hace cuando estructura sus ideas. No transmite confianza en sus promesas porque las ha roto tantas veces que son pocos los que se esperanzan en creer.

Empiezan cuatro años de un segundo periodo que tendrá enormes dificultades para gobernar a una nación dividida. Tras escuchar los discursos que le permitían redibujar el país, es evidente que, al final de su mandato, tendremos muy poco de dónde agarrarnos para exigirle cumplimiento. Juan Manuel Santos habló mucho y dijo poco.

David E. Santos Gómez [email protected]

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Fútbol

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“Colombia es un partido de fútbol”Una ley, que ya parece universal, nos dice que el fútbol es más que un deporte. No solo mueve gigantescas sumas de dinero, también termina involucrado en política. ¿Pero hasta dónde puede llegar? ¿El fútbol podría aportar, digamos,

en un escenario de diálogo y posconflicto?

Estefanía Pereira Gómez [email protected] Santiago Castro Villada [email protected]

Hace años le preguntaron a Diego Giraldo, un niño de ocho años que vive en el Oriente antioqueño, qué era Colombia. Su respuesta

quedó consignada en el libro de definiciones infanti-les Casa de las Estrellas: “Colombia es un partido de fútbol”. Inocente o no, es una definición que encierra mucha verdad.

Solamente un partido, el debut de Colombia en el Mundial Brasil 2014 después de 16 años de ausencia en el certamen deportivo, dejó un saldo alarmante: diez muertos y más de tres mil riñas en el país. Cabe aclarar que estas cifras se alejan de los 76 muertos y 912 heri-dos que dejó el 5-0 con Argentina en las eliminatorias al Mundial de 1994. Ante esta situación, el Ministerio del Interior se dio a la tarea de investigar cuál es el papel que cumple el fútbol en Colombia.

Para el 94% de los colombianos, el fútbol es impor-tante o muy importante en sus vidas, y el 91% de los encuestados dijo que uno de los momentos más placen-teros de su vida es cuando ve ganar la selección de su preferencia. Tanto es el fervor de los colombianos, que en cuatro de los cinco partidos que disputó la Selección en el Mundial, se podría decir que jugó de local por la gran cantidad de hinchas que, a pesar de los altos costos económicos, acompañaron al equipo nacional en tierras brasileñas.

La encuesta hace parte del Plan Decenal de Fútbol que buscará fomentar la convivencia entre los hinchas y los aficionados del fútbol. El Plan se realizará durante diez años, es decir, hasta el 2024. A través de las funda-ciones Colombianitos, Tiempo de Juego y Contexto Ur-bano se encuestaron a 2.475 colombianos: aficionados, asistentes al estadio, integrantes de barras, dirigentes, jugadores y ciudadanos que dieron a conocer la rela-ción que tienen con el fútbol.

Según el 96% de encuestados, la Selección Colom-bia es un símbolo de integración y los jugadores son ejemplo de ello. A pesar de que todos provienen de di-versas razas, nivel social, religiones, y de que se forma-ron en distintos clubes del país, estas diferencias desa-parecen cuando suena el silbato. Pero si el 40% de los encuestados atribuye al fútbol la unión del país, ¿por qué este deporte se convierte en otra fuente de violen-cia en nuestra sociedad? Sin duda ese es el principal interrogante que debe resolverse desde el Plan Decenal de Fútbol.

De lo simbólico a lo realEl fútbol, explica el periodista y magíster en Edu-

cación, Jhon Jaime Osorio, nació como una guerra sim-bólica porque la sociedad inglesa buscó que no hubiera enfrentamientos reales sino regulados, y así humanizar las prácticas que tenían los jóvenes en esa época. Solo que “el fútbol deja de ser simbólico porque prolonga-mos el juego más allá de lo que pasa en la cancha. El que tiene afecto por un equipo quiere, de alguna ma-nera, imponerse al que se identifica por otro y no en-tiende que el partido termina cuando el árbitro pita”, argumenta Osorio.

El exárbitro mexicano, Arturo Brizio, dice que el fútbol es “el fenómeno sociocultural más importante en la historia de la humanidad”. Por eso mismo, Osorio agrega que al ser un fenómeno social está influenciado por todas las actividades humanas, todo lo que pasa en la sociedad se ve reflejado en el fútbol y, generalmente, es más lo malo que lo bueno lo que se refleja en este deporte.

Las solucionesSi en algo coinciden los expertos consultados es que

la violencia como tal no existe en el fútbol, sino a su alrededor. Es por esto que cada uno, desde su campo, propone una posible solución a esta problemática. Para Jhon Jaime Osorio, el fútbol no es violento porque es un juego. Sin embargo, como es un espejo, en él se debe reflejar la educación y sus prácticas de integración, fra-ternidad y hermandad. “Si la educación influenciara al fútbol, como lo hacen los males de la sociedad, todo podría ser diferente”.

En Argentina –donde surgió el fenómeno de las ba-rras bravas–, cuando aumentó el número de muertos por los partidos y las familias se alejaron de los esta-dios, empezó a permitirse solo el ingreso del público local a las tribunas. “Creo que esa medida lamentable-

mente impide sentir lo que es ver una barra contra la otra cantándose, pero la verdad es que sí ha bajado el número de muertos”, comenta el barrista y politólogo argentino, Facundo Mercadante. Este hincha de San Lorenzo considera que desde la dirigencia deportiva se debe rechazar enfáticamente la violencia de las barras y el Estado debe tomar cartas en el asunto porque es un problema nacional.

En Colombia, el 16% de los encuestados dice sen-tir temor de ir al estadio por las barras de fútbol; sin embargo, un 92% reconoce que los aficionados saben comportarse en las tribunas. Para el expresidente del Deportivo Independiente Medellín, Jorge Osorio Ciro, las barras han avanzado mucho en su estructura y no son –en sí– un problema de violencia: “El principal pro-blema es la intolerancia y el irrespeto al contrario, hoy en día la violencia en el estadio no existe, pero en las periferias sí: es un problema de ciudad”.

Actualmente Osorio Ciro es jefe de la Sección de Medicina Deportiva de la Universidad de Antioquia. De su experiencia con el Deportivo Independiente Me-dellín comprendió que el estadio sí puede ser un sitio de paz; eso lo entendió cuando vio el comportamiento de la gente en el momento en que se quitaron las ma-llas del Estadio Atanasio Girardot: “Financiar proyec-tos sociales con las barras y las mesas de convivencia ha sido muy efectivo”.

Fútbol y posconflicto“El fútbol es la herramienta que necesita Colombia

para la convivencia”. Con esta declaración, el ministro del Interior, Aurelio Iragorri, presentó el Plan Decenal de Fútbol. No deja de ser muy contradictorio, a primera vista, confiar en dicha afirmación cuando el 51% de los aficionados, según la encuesta del Plan, tienen miedo de ir al estadio.

Lo cierto es que la Selección, que une al 96% de los encuestados, puede representar una verdadera opción para unir a un país tan polarizado como Colombia, en

el marco del proceso de paz con las Farc. Así quedó demostrado luego del emotivo recibimiento que tuvo la tricolor en Bogotá, hecho que se vio replicado en las distintas poblaciones del país donde los 23 convocados fueron recibidos como héroes. “Colombia tiene que es-tar siempre arriba. Ya demostramos que cuando nos unimos podemos dejar su nombre muy en alto”, fue el mensaje del capitán de equipo, Mario Alberto Yepes, a los 120 mil hinchas que coreaban los nombres de cada futbolista en el parque Simón Bolívar de la capital.

Si Nelson Mandela usó el rugby para reconciliar las diferencias étnicas de los sudafricanos, y la Alema-nia separada por la Cortina de Hierro vio en su triunfo en el Mundial de 1990 el símbolo de la reunificación, ¿por qué Colombia no puede soñar con usar el fútbol como elemento de unidad de un país que ha vivido con un conflicto armado de 50 años?

Para no ir muy lejos está el caso del experimen-to que realizó Jürgen Griesbeck en la Comuna 13 de Medellín durante la década del 90. El alemán armó un torneo entre pandillas con una sola condición, la de tener mujeres en el equipo. Aunque al principio los interesados protestaron e incluso asistían armados a los primeros partidos, con el tiempo cumplieron con la condición. Finalmente, luego de muchos encuentros vieron cómo desaparecían sus diferencias.

“Nosotros tenemos el sueño de que el fútbol pueda brindarnos un momento de regocijo que atempere las conciencias y coadyuve a encontrar de mejor manera la senda de la reconciliación”, escribieron las Farc en una carta dirigida a Pekerman y a la Selección. Entre tanto, el excandidato a la presidencia por el Uribismo, Óscar Iván Zuluaga, afirmó que los 23 seleccionados le dieron al país “una lección de cómo se trabaja en equipo y cómo se defiende con amor un país”. Que sectores tan contrarios se unan en torno a algo que no sea atacar al gobierno de Santos, es una muestra de lo que el fútbol puede lograr en el país.

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Para el 94% de los colombianos, el fútbol es importante o muy

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uno de los momentos más placenteros de su vida es cuando ve

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Patrimonio

Protección al patrimonio arquitectónico de Medellín:

tardía, sin dientes ni dolientes

Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia

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Más allá de frías construcciones antiguas, el patrimonio material da muestra de una historia y unas costumbres. Valores que en una ciudad, afanosa de

progreso, parecen no ser muy tenidos en cuenta.

Jaime Flórez Suárez [email protected] Carolina Saldarriaga Taborda [email protected]

El 23 de noviembre de 1766, en una casa ubi-cada en la carrera 51 con la calle 51, en pleno centro del actual Medellín, nació Francisco

Antonio Zea, científico, prócer de la independencia y primer vicepresidente de la Gran Colombia. La edifi-cación fue declarada monumento nacional en 1954 y pasó a ser la primera casa asumida como patrimonio arquitectónico y cultural en la ciudad. Sin embargo, 60 años después la casa está en malas condiciones y sus ha-bitantes, que la recibieron en comodato con la Alcaldía, aseguran que se han caído muros, que la tubería está oxidada y que las promesas de restauración por parte del gobierno local no se han cumplido.

La historia de la Casa Zea es un reflejo del esta-do actual del patrimonio arquitectónico de Medellín: es mucho lo que se ha derrumbado y poco lo que se ha protegido. Son numerosas las promesas y las leyes que lo defienden en el papel y muy pocas las que se hacen reales.

Medellín ha vivido en pos de los planes de desa-rrollo, incluso desde que era villa. Si bien el afán de ‘progreso’ la ha hecho crecer, el precio pagado ha sido alto: su memoria. En los albores del siglo XX, la ciudad afinaba su paso hacia la modernidad y era preciso que el Centro, corazón de la urbe, respondiera a ese objeti-vo. En 1917, 1921 y 1922, por causa de desafortunados accidentes, varios incendios consumieron el Parque de Berrío, donde entonces estaba ubicado el mercado pú-blico. Las tradicionales casonas de los alrededores que lograron permanecer en pie tuvieron que echarse abajo y ceder su lugar a nuevas construcciones que sí respon-dían al deseo de progreso.

Según Álvaro Sierra Jones, director de la Funda-ción Ferrocarril de Antioquia, “un progreso mal enten-dido arrasó con la historia cultural y patrimonial del centro de Medellín, por lo cual ya no tenemos un cen-tro histórico patrimonial por excelencia como Popayán o Mompox, sino que tenemos una ciudad ecléctica”. Y ya que la pequeña metrópoli no tiene suelo suficiente para la construcción, es decir, para el crecimiento, ha sido necesario construir, derribar y reconstruir sobre las ruinas. Al respecto, Juan Manuel Patiño, subdirec-tor de Planeación de la Alcaldía de Medellín, afirma que “el caso del centro de Medellín es el más patético en América Latina, y es que se ha construido por ahí cinco veces la ciudad sobre la misma”.

Desde los primeros años del siglo XX, Colombia ha tenido una legislación que se ocupa del patrimonio arquitectónico. Inicialmente, a través de la adhesión a tratados y convenios internacionales como la Conven-ción de Viena o la de La Haya. Luego, con leyes como la 388 de 1998 y la 1185 del 2008. Y a nivel local, median-te el Plan de Ordenamiento Territorial (POT) y el Plan

Especial de Protección Patrimonial (PEPP), orientado a “disponer de instrumentos eficientes para proteger y promocionar las áreas e inmuebles considerados patri-monio histórico y cultural del territorio”.

A partir de la promulgación del PEPP en 2009, la ciudad incrementó notablemente las edificaciones declaradas patrimonio que, en ese entonces, eran solo 125. Juan Manuel Patiño asegura que “en una ciudad que no tiene tanto potencial patrimonial, haber hecho el Plan de Protección Patrimonial es un gran avance. De hecho, aquí en el Valle de Aburrá se hizo el primer inventario patrimonial a nivel regional”. Sin embargo, Patiño reconoce que “ha habido avances pero no se ha hecho todo lo que se debería hacer”.

Pese a que los inventarios patrimoniales –listados de edificaciones patrimoniales que deben ser protegi-das– se han ampliado en los últimos años, muchas edi-ficaciones estuvieron desprotegidas durante décadas y de ellas ya no queda nada. “Estos inventarios se hi-cieron después de haber derribado muchos edificios. Llegamos tarde y ya solo quedan elementos puntuales”, asegura Sierra Jones.

Entre los expertos ronda la sensación de que las acciones que ha emprendido la Administración Muni-cipal para defender el patrimonio no solo han sido insu-ficientes sino tardías. Luis Fernando González, arqui-tecto y profesor asociado a la Escuela del Hábitat de la Universidad Nacional, califica al PEPP de “tardío, sin herramientas, sin dientes y sin dolientes”. González, además, cuestiona el hecho de que tuvieron que pasar diez años desde la creación del primer POT (1999) para que se creara un plan de protección patrimonial: “¿En esos diez años cuánto se tumbó?”, y asegura que “en los listados perversamente se incluyó y se sacó edificacio-nes de acuerdo a los intereses de ciertos poderes de la Administración Municipal”.

Si bien desde la legislación hay lineamientos, estra-tegias e incentivos para la protección del patrimonio ar-quitectónico, no siempre estos trascienden a la práctica. En ese sentido, Patiño asegura que “no se han estrenado figuras que están en la ley y deberían estar en el POT. Y no se han estrenado, no porque haya negligencia o no se quieran estrenar, sino que más bien ha habido algo de desconocimiento. La ley ha generado un montón de normativa y nadie sabe cómo cogerla”.

“El patrimonio es una cosa que no está arraigada,

no es profunda, no tiene consecuencias reales sobre po-líticas urbanas ni dolientes en el verdadero sentido de la palabra, y lo que se hace es marginal a las políticas”, asegura González. Tal vez uno de esos trabajos margina-les es el de la Fundación Ferrocarril de Antioquia, una entidad privada sin ánimo de lucro constituida en 1986 y que ha restaurado la Casa Barrientos, el Puente de Guayaquil, el Templo de la Veracruz, el Edificio Carré y el Circo Teatro Girardot, entre otras construcciones.

La combinación de ineficiencia y tardanza es la res-ponsable de que actualmente el patrimonio arquitectó-nico de Medellín esté constituido por edificios aislados, independientes, descontextualizados y anacrónicos; es decir, de que no haya una continuidad urbana como antiguamente, cuando estaban amalgamados en la si-lueta urbana del centro, lo cual, en palabras de Luis Fernando González, es la expresión de una sociedad que siempre ha creído que adelante hay algo mejor.

El patrimonio no solo ejemplariza sino que tes-tifica lo que se fue. Sin embargo —y este es uno de los mayores errores que se comete cuando se habla al respecto— no debe entendérsele simplemente como aquello que es antiguo. De hecho, hoy en día existen edificaciones contemporáneas que tienen un valor arquitectónico y cultural importante y que, a futuro, tendrán que ser parte del patrimonio arquitectónico de la ciudad. No obstante, Luis Fernando González sostiene que “para la dinámica de desarrollo urbano que tiene Medellín, la conservación del patrimonio molesta y va en contravía, pues este es visto como un asunto retardatario”. Tal vez por ello el porcentaje de destrucción del centro tradicional de la ciudad es el más alto del país, según afirmaciones de Asencultura (Asociación de Entidades Culturales).

El afán de progreso típico del desarrollo urbano de Medellín, el desarraigo de los habitantes de la ciu-dad con su historia, la sobrepoblación y la insuficien-cia de terrenos que permitan la expansión urbana, sumado al imaginario de modernización reducido a derrumbar lo viejo para construir lo nuevo, han transformado en ruinas muchas construcciones patri-moniales por mal mantenimiento; otras han sido de-molidas para convertirse en edificaciones modernas. Como resultado, buena parte de la memoria arquitec-tónica de la capital antioqueña ha quedado reducida a escombros o cenizas.

Catedral Metropolitana de Medellín, Parque de Bolívar. Edificio Palacé, entre la carrrera 50 y la Av. Primero de Mayo. Palacio de la Cultura Rafael Uribe Uribe, contiguo a la Plaza Botero.

Casa de don Francisco Antonio Zea.

Museo de Antioquia, primer museo del departamento.Iglesia de la Veracruz, patrimonio cultural de la nación.

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No. 70 Septiembre de 2014

10 Maestros del periodismo

El hombre de las mil historiasJuan José Hoyos es autor de obras como Sentir que es un soplo la vida y El cielo que perdimos.

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Juan José Hoyos Naranjo dedicó 34 años de su vida a enseñar el arte de contar historias en las aulas de la Universidad de Antioquia. Hace un mes,

en un día de cronistas, con sus entrañables amigos y estudiantes de siempre, esta institución le rindió un homenaje. Un reconocimiento necesario para un maestro del periodismo en Colombia. Un hombre que, como muestra

esta entrevista, siempre está dispuesto a conversar.

Juan Camilo Castañeda Arboleda [email protected]

En mayo llueve casi todos los días en Medellín, pero aquella tarde el cielo se despejó anuncian-do que haría un buen tiempo. El encuentro

con Juan José Hoyos estaba pactado para las dos en punto. A la una y media ya estábamos ahí, en la cafete-ría del Paraninfo de la Universidad de Antioquia, cua-tro estudiantes y un profesor, ansiosos y preocupados. No era para menos: entrevistaríamos a uno de los gran-des periodistas de nuestra historia. Las ansias apenas se calmaban con los clásicos de rock que sonaban por los bafles del equipo de sonido.

El Paraninfo es un oasis en pleno centro de Mede-llín, un lugar especial de la universidad en la que Juan José estudió y dictó clases. Alrededor de este patrimo-nio arquitectónico hay varios edificios y tres importan-tes vías por las que circulan miles de carros cada día. Pero en el interior del Paraninfo, entre los jardines y una estructura restaurada, se siente un ambiente silen-cioso y tranquilo.

Mirábamos hacia todos lados esperando que apareciera el famoso periodista, docente y escritor. Sería el primer escritor reconocido que entrevista-ríamos en nuestra vida, y no podíamos dejar pasar el momento para aprender sus ‘trucos’ en el oficio de contar historias. La entrevista se desarrollaría con la compañía del profesor César Alzate. Más que entre-vistarlo, queríamos conversar, acompañarlo y estar cerca de él aquella tarde.

A las dos en punto, Esteban Tavera, mi compañero, lo vio entrar. Juan José se acercó lentamente a la mesa, saludó, sonrió y se sentó. Estaba vestido de negro; su cabello cano delataba la edad de un hombre que ha sabido vivir. Pedimos unas cervezas y algún café. Todo estuvo listo.

Como estábamos en el Paraninfo, empezamos a hablar sobre la Universidad. “Cuando tengo una pesa-dilla, siento que estoy en una clase”, bromeó. Juan José entró a estudiar Periodismo a los 16 años, se graduó en 1976 y diez años después fue nombrado profesor. Pasó tanto tiempo entre las aulas que ya no sabe exactamen-te cuántos años; solo reconoce que cuando la rutina de las aulas lo cansó, prefirió decir adiós. Hace seis años que se jubiló. “La Universidad de Antioquia significa lo que yo quería ser, significa todos los libros que leí en la biblioteca, significa los profesores que conocí y los amigos que tengo”.

Muchos de esos amigos primero fueron sus es-tudiantes, a los que les decía que la lectura era el pilar principal de la formación del periodista. Por eso, la biblioteca fue su lugar favorito durante sus años como estudiante: “Allá uno puede hablar con los muertos sin necesidad de decir algo; uno puede hablar con gente que vivió hace muchos años solo con los ojos”. El gusto por la lectura se lo atribuye a su papá. La imagen que por años ha guardado es la de un hombre con un libro entre las manos, en su silla mecedora, cuando vivían en Aranjuez.

A los 20 años, Juan José entrevistó a Manuel Me-jía Vallejo, el gran escritor y referente de su genera-ción. “Esa entrevista marcó mi vida, me abrumó la sabiduría de Manuel y la forma de comprender nues-

tras historias y nuestra región”. Y aprendió quizás la idea más fundamental de todas: que si quería escribir tenía que tener una voz propia. Esa entrevista la titu-ló “Sentir que es un soplo la vida” y la publicó en la Revista Universidad de Antioquia.

El cine, la literatura y la música son las grandes aficiones de Juan José Hoyos; pero debió hacerlas a un lado a finales de los años setenta, cuando ingresó como corresponsal al periódico El Tiempo. Fue la realidad de las salas de redacción: “Me quedaba muy poco tiempo para leer, no pude volver a cine. Me dio duro tener que escribir sobre el tiempo. En la universidad uno se acostumbra a entregar trabajos tarde y allá tiene que ser antes de la hora de cierre”.

Escribió sobre homicidios, masacres y atentados; todo esto le generó problemas de salud. “Me enfermé de insomnio y el médico me preguntaba que si quería dormir o ser periodista. Que si quería lo primero era mejor que me bus-cara otro trabajo”. Juan José perdió la cuenta de cuántos muertos tuvo que ver en su ejercicio como periodista. Sin embargo, dijo, “La vida siempre triunfa sobre la muerte” y, citando a José Sarama-go: “Colombia debe vo-mitar a sus muertos, y la única manera es contando esas historias”.

Además estaba la preocupación por su hijo. Cuan-do Juan José empezó a trabajar en El Tiempo, el niño apenas tenía dos años. Por lo que pensaba que al ritmo que iba su vida como periodista, no lo iba a ver crecer.

Después de quince años como reportero, decidió su retiro. A sus lectores, les explicó así su salida del diario: “Me retiré del periodismo de todos los días, no me retiro del todo porque lo amo mucho”. En el pró-logo del libro Sentir que es un soplo la vida amplió sus razones: “Yo dejé de trabajar en los periódicos hace unos años porque no podía escribir más historias. Las noticias de la política, de la economía, la transcrip-ción de los discursos y las declaraciones de los jefes políticos y los funcionarios públicos, me convirtieron en otro amanuense”.

Como ocurrió en la vida de Juan José, abandona-mos el periodismo del día a día para concentrarnos en sus libros. También para recuperar la alegría de la con-versación. El primero de todos fue Tuyo es mi corazón: “Yo descansaba escribiendo ese libro. Mis días de des-canso eran los martes; ese libro lo escribí en esos días”.

Una de sus novelas más reconocidas es El cielo que perdimos, la obra que los críticos encasillaron dentro del género negro. A Carlos Múnera, uno de mis com-pañeros, la novela se le hizo melancólica y apacible, muy diferente a las demás novelas de su género. “Yo no siento que la novela sea apacible, es un libro muy reflexivo sobre la violencia de la época. Simplemente traté de hacer una novela de la violencia de mi ciudad y de cómo la vivimos los periodistas”, nos explicó Juan José. El cielo que perdimos fue publicado en 1990. Juan José la escribió en 1987.

El cielo que perdimos es la antítesis del romanticis-mo de su novela anterior. En 1994, Juan José publicó su tercer libro con la intención de recopilar sus mejo-res crónicas, reportajes y entrevistas hasta entonces. Esas de El Tiempo, Revista Universidad de Antioquia y Controversia. Lo tituló Sentir que es un soplo la vida.

En cada uno de esos textos puede verse a un periodista curioso, ob-servador, riguroso y, por encima de todo, comprometido con la realidad social y política de Colombia.

En el prólogo del libro, “El po-der de las historias: las palabras del Jaibaná Salvador”, Juan José cuenta cómo los periodistas tienen en sus manos el poder de conven-cer a la gente: “Uno a veces piensa que el periodismo no tiene mayor repercusión en la sociedad y que

uno escribe y las palabras se las lleva el viento. Pero el periodismo tiene sus repercusiones, uno no se al-canza a imaginar el poder que tienen la historias”.

Ya habíamos pedido más de dos cervezas cada uno, el diálogo con el escritor se había extendido por más de dos horas y las obligaciones diarias no daban tregua. Pero había una pregunta que, probablemen-te, todos teníamos en nuestras libretas y sin la cual no nos iríamos: ¿Cómo encuentra Juan José Hoyos las historias que cuenta? “Las historias lo buscan a uno y las mejores historias están cerca del periodis-ta. Para el periodista es perjudicial la rutina porque le cierra los ojos, le tapa los oídos”.

Aquella tarde tuve la sensación de que Juan José Hoyos es un hombre sabio, sencillo y tímido, pero se necesitan muchas más tardes como esa para conocer al hombre de las mil historias. En aquel encuentro, también descubrí –como dijo alguna vez el cronis-ta Alberto Salcedo Ramos (citando a Borges)– que Juan José es un verdadero maestro porque contagia el entusiasmo de hacer algo, en este caso, de contar historias.

“La Universidad de Antioquia signi-

fica lo que yo quería ser, significa

todos los libros que leí en la biblio-

teca, significa los profesores que

conocí y los amigos que tengo”.( )

El maestro de Periodismo XII

Juan José Hoyos con el Gordo Aníbal Moncada (QEPD), fundador de El Patio del Tango, con quien compartió historias de Gardel y bohemia.

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Margarita Isaza Velásquez [email protected]

No le gusta que le digan don ni profesor ni maestro, le gusta que lo llamen por su nom-bre, porque es el suyo y es el de su abuelo.

Sabe muchas cosas y escribe muy bien, pero por eso no se siente un intelectual, no se disfraza de novelista ni de poeta. Va por el mundo sin pipa ni boina. De vez en cuando va a eventos culturales y a conferencias, escu-cha. Él prefiere alejarse de la elite de los académicos, a la que pertenece sin títulos de honor, y más bien busca la compañía de sus alumnos, de sus amigos.

Siempre está escribiendo alguna cosa, aunque sea en papelitos que guarda en los bolsillos y que, dice, des-pués tritura la lavadora. También habla con todas las personas que ve y a muchas les cambia una historia de ellas por una suya. Así parezca un poco triste, nunca lo he visto negar una sonrisa.

Dice que en el periodismo lo único que se vale es el “método salvaje”, un tipo de intuición dirigida por el co-razón y la sabiduría. Nos dice que hay que ser hombres para ser artistas.

Uno lo ve caminar por la universidad con el maletín negro y sabe ahí mismo que él está organizando el lead o cambiándole los párrafos a alguna crónica. Mientras tanto, uno está jugando cartas con los compañeros y siente vergüenza.

Visita bares, tiendas de barrio, aceras, parques in-fantiles y lugares en donde se pueda conversar y, de paso, mantenerse alejado de algunos intelectuales dis-frazados que lo acechan para la publicación de un libro o para demostrar ante auditorios que ellos lo conocen.

Su maletín negro siempre está lleno de libros, sin importar que a su lado haya una bolsa gigante reple-ta de más libros. Lleva escritores europeos que son casi desconocidos en Colombia; también, algún texto narrativo pero académico, una de sus obras para rega-larle a alguien, un libro de poesía y dos o tres novelas en borrador de sus alumnos de hace años. Nos dice que debemos leer mucho, sobre todo a los escritores rusos y a los clásicos, porque ellos ya lo dijeron todo. Él lee lo que cae a sus manos –dos, tres tomos– y, por lo general, al mismo tiempo.

Cuando era profesor de Periodismo en la Universi-dad de Antioquia, en las clases se oía su voz que adormi-laba a algunos estudiantes y que a otros los hacía escu-char muy atentos para aprender lo que se puede apren-der en un salón. Proponía salidas o, más bien, entradas a la ciudad. Escogía las calles, las esquinas y las plazas con historias de hace tiempo que le traían un recuerdo, una escena, un hilo del cual tirar. No es viejo, pero sabe escuchar a los viejos y sabe hablarles a los jóvenes.

Aceptaba a todos los alumnos, pero como Copey, el maestro de John Reed, él se tomaba el trabajo de conocer a los que sí estaban interesados, a los que que-rían vivir con la escritura, no de ella. Para eso tiene un radar y buena memoria. Cuando algún estudiante de hace más de una década se acerca para saludarlo, él lo reconoce y aunque es posible que no sepa su nombre, es capaz de recordar la mejor historia que el muchacho escribió para una de sus clases

En realidad, lo pienso, no es que se acerque a los estudiantes. Los convierte en sus amigos y ahí sí les enseña y aprende de ellos todo lo que puede. Juan José Hoyos no niega una oportunidad.

No. 70 Septiembre de 2014

12 Portada

Con la llegada del mega-puente Madre Laura, Puerto Nuevo, en la retícula más apartada de Aranjuez, ya no existirá más. Esta es la historia de un barrio

de boleros donde, ahora, hay familias que no saben cuál será su suerte.

Miramar, Los Hispanos y Los Ídolos. La atmósfera se hizo más rumbera y las peleas a cuchillo, que dejaron por lo menos cinco muertos allí, se hicieron frecuen-tes en una época en que matar a disparos era un acto de cobardía.

De pronto, el Grill cayó en decadencia. Los abuelos del barrio coinciden en algo: una vez todos estos can-tantes se hicieron famosos y comenzaron a viajar por el mundo, empezó el ocaso para esta cuna de la música. Finalmente su dueño, el señor Jorge Bustamante, en 1973 le vendió el Grill al sacerdote Vicente Mejía, que de inmediato desmanteló el lugar y creó la Cooperativa Antioqueña de Recolectores.

Las putas no volvieron a cantar por allí.

Los malevosLa Cooperativa, dedicada al reciclaje, le dio otro

aire a Puerto Nuevo. Ofreció empleo a las familias que comenzaron a establecerse allí y en el basurero de Moravia, muchas de ellas desplazadas del Urabá y el Chocó. A media-dos de los años 80 comenzó el toque de queda, inició la gue-rra entre pandillas por territo-rio y el tráfico de drogas. En las noches, los residentes de Puerto Nuevo solían escuchar motos, pasos y rumores. En la mañana, los cadáveres queda-ban varados en la ribera.

Eran cuerpos acribillados que debían ser arrojados al río para que los matones de otros barrios se entera-ran de quiénes iban dejando este mundo. ¿Y quiénes estaban detrás de estas muertes? Pues Los Prisco, una temible banda. Así lo recuerda Neider Osorio, quien llegó a conocerlos. De su modus operandi no era difí-cil enterarse. Y Puerto Nuevo, por estar en la retícula más apartada de Aranjuez, al nororiente de Medellín, se convirtió en uno de los botaderos de cadáveres más famosos de la ciudad. A la apestosa brisa del basurero de Moravia no muy lejos de allí, clausurado en 1983, se unió el de cadáveres. Cerca de allí había otro botadero de cuerpos que la gente bautizó con el acierto temible de La curva del Diablo.

Aranjuez se convirtió en la fortaleza de Los Prisco porque allí mismo vivían. Este grupo, liderado por her-

En el Grill cabían 150 personas sen-

tadas, que fumaban Lucky y Kent,

discutían de política y comentaban los

crímenes del momento. )(

Fotografía: Pompilio Peña Montoya

Puerto Nuevo, un barriecito que desaparecerá

El ruido de las obras del puente trata de ocultar la súplica de los habitantes que aún no son desalojados de Puerto Nuevo y se resisten a abandonar su barrio.

Pompilio Peña Montoya [email protected]

La oscuridad y el alcohol no le impidieron al de-tective del Servicio Secreto propinarle un tiro detrás de la cabeza a Lucho Vásquez, uno de

los boleristas más queridos de Colombia, cuando este huía calle abajo. El hecho se inició en el bohemio Bar Acapulco una madrugada de noviembre. Al detective lo segó la furia pasional cuando el bolerista, guitarra en mano, cortejó a su acompañante al dedicarle una de las canciones que grababa con discos Sonolux. Era 1954. Lucho, que para entonces había recorrido medio país cantando en cantinas, contaba con 23 años. Su gran éxito era El tren lento.

La historia trágica de este bolerista todavía vive en Puerto Nuevo, un escondido recodo del barrio Aranjuez que pronto desaparecerá. Allí hoy se construye parte del viaducto intraurbano más largo del país: el Puente Madre Laura Montoya, que unirá a las comunas 4 y 5 al cruzar el río Medellín. Hoy, de las 600 familias que conformaban el sector, unas 40 no han abandonado sus casas, pues no han encontrado aún una apropiada, casi imposible de hallar, según ellos, con el poco dinero que la Empresa de Desarrollo Urbano (EDU), entidad encargada de la obra, les ofreció.

Durante los años 60 y 70 este sector seguía exha-lando un tufo melancólico de boleros. Esto gracias, en-tre otros bares, al Grill Argentino, que le ofreció su escenario a las entonces promesas del bolero Rodolfo Aicardi y Ricardo Fuentes. Al filo de la media noche, estos dos hombres ofrecían duelos musicales acompa-ñados del Sexteto Miramar. Aicardi, bebedor, cantaba entre otros temas Desde la ventana de mi apartamento y Una lágrima por tu amor. Ricardo hacía lo propio con Cuánto te debo, Por amor y De qué presumes.

El Grill era una enorme casona campestre cuyo salón tenía sus paredes de tapia cubiertas de cortinas verdes. A la derecha de la entrada estaba el escenario, y al fondo un restaurante cuya especialidad era la sabale-ta frita con patacones. En el Grill cabían 150 personas sentadas alrededor de una pista de baile. Se fumaban Lucky y Kent, se discutía de política y se comentaban los crímenes del momento.

En el Grill Argentino también se presentaron Alci Acosta, Gustavo Quintero y Carlos Arturo González, este último un gordito que incorporó al Grill los soni-dos tropicales que contagiarían a Aicardi y que, final-mente, lo llevarían a unirse a Los Hispanos. Gustavo haría lo propio al entrar a Los Graduados, con los que viajaría por toda América. Aicardi, diez años después, sería ovacionado en el Teatro Olimpia de París, Fran-cia, en 1981. El Sexteto Miramar, por su parte, es hoy

recordado como la agrupación pionera de la música afro antillana en Colombia.

Se dice incluso que el Grill llegó a ser frecuentado por el escritor Manuel Mejía Vallejo y el muralista Pedro Nel Gómez; alrededor de ambos, dicen los abue-los del barrio, se formaban corrillos en los que estaba prohibido hablar de sus artes: en el Grill se vivía solo para el bolero.

“Era lo más parecido al paraíso, se escuchaban los boleristas del momento, luego llegaba la música de baile con sus trompetas, congas y pianos”, recuerda Gonzalo Betancur, residente del lugar, quien llegó a ser discóma-no, mesero y vigilante del Grill cuando no tenía más de 20 años. Él tampoco se ha podido ir de Puerto Nuevo. Vive del reciclaje de madera como sus hermanos. Su madre, Aura Díaz Giraldo, fue cocinera del Grill, fun-dadora de Puerto Nuevo. Ella, a sus 99 años, hoy aún camina por lo que queda del barrio. Prefiere no decir palabra.

Gonzalo recuerda que en la misma cuadra del Grill, a lo largo de la carrera 55, entre las calles 93E y 94, se cons-truyeron casas de citas que fueron escenario de más de un crimen pasional: El Mister, La Nina, Holly Bar y La Prima. Primero fueron casas tipo motel, pero conforme el Grill cobró fama en Medellín pasaron a ser desaforados burdeles cuyas mujeres habían adqui-rido el encanto de cantar trozos de boleros para pescar corazones rotos.

Gonzalo recuerda mucho a Rodolfo Aicardi porque solía pelear con sus músicos cuando perdía la cabeza en alcohol. También recuerda que, en una ocasión memo-riosa, cantaron allí varias noches Alci Acosta y el ecua-toriano Julio Jaramillo, canciones que habían grabado a dúo en Medellín y que hoy se escuchan en estable-cimientos de toda Latinoamérica: Parece que fue ayer, Odio gitano y Dos Rosas. Eran finales de los 60. Cuando al Grill llegó la Sonora Matancera, desde Cuba, la po-licía tuvo que custodiar el lugar para evitar altercados.

En los años 70, el Grill dejaría el bolero para dar paso por completo a los sonidos tropicales del Conjunto

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manos y primos, llegó a tener en sus filas a 350 jóvenes al servicio de Pablo Escobar. Bombas, atentados, amenazas, secuestros y torturas, su especialidad. Ellos estuvieron vinculados a los asesinatos del ministro de Justicia, Rodri-go Lara, del director de El Espectador, Guillermo Cano, del procurador Carlos Mauro Hoyos, del gobernador de Antioquia, Antonio Roldán Betancur, entre otros. Los sicarios, antes de matar, le pedían pulso a su santo de devoción para la puntería.

En 1986, Albertina Osorio Montoya, hoy con 65 años, fundó detrás de la Cooperativa el Jardín Infantil Cariñositos, una cuadra arriba del río en donde botaban a los acribillados. La guardería aún existe, pero ya no tiene 32 niños como alguna vez, sino cinco. Muchas fa-milias ya se fueron ante la llegada del mega-puente que tendrá una extensión de 786 metros y contará con tres carriles en cada dirección, y cuyo costo ascenderá a 205 mil millones de pesos.

Por Cariñositos pasaron más de 500 niños. Quince de ellos fueron alcanzados por las balas en su adolescen-cia, como el mismo hijo de Albertina, muerto sin razón aparente a dos cuadras de allí. Los Prisco luego serían cazados por las autoridades. Después llegarían tiempos de relativa paz.

Plata que no alcanzaHoy, el aspecto de Puerto Nuevo es otro: casas aban-

donadas, escombros e incertidumbre. Por lo menos 40 familias aseguran que se quedarán en sus casas hasta que sean desalojadas. Albertina Osorio, de más de 60 años, por ejemplo, no se ha ido porque los 49 millones de pesos que le ofreció la EDU por su casa al pie del río (tres cuartos, sala-comedor, un baño, cocina y patio), apenas si le alcanzan para la cuota inicial de una nueva vivienda. Le han ofrecido subsidios pero las cuentas no le dan.

A Gonzalo Betancur, el exdiscómano del Grill, la EDU le ofreció 43 millones, correspondientes a un sub-sidio más otras compensaciones. Con esa plata, afirma, podría comprar un apartamento pequeño en un barrio periférico, lejos de todo, incluso de sus hermanos y ma-dre. “La descomposición social es dura”, afirma Gonzalo

y añade: “Sé de familias que se separaron, de gente que se enfermó de preocupación, de familias que están pasan-do necesidades, de viejitos que los ha matado la pena”.

Y es que Puerto Nuevo está ubicado en un lugar privilegiado de la ciudad. La estación Tricentenario del Metro está cerca y este barrio tiene placa polideporti-va. A la Universidad de Antioquia se llega caminando en 15 minutos. Y allí mismo queda El Planetario, el Parque Explora, el Jardín Botánico y el Parque de Los Deseos, además de sedes de EPS importantes. Las fa-milias que no se han ido dicen que esto no lo tuvo en cuenta la EDU. Ahora muchos de los que se fueron viven en barrios apartados de todos estos privilegios, en casas pequeñas y apiñados.

El núcleo familiar de los hogares que no se han ido es numeroso. A modo de ejemplo, los ocho integrantes que con-forman la familia de María Magdalena López, quien lleva viviendo allí 21 años; o los 13 integrante de la familia de Er-cilia Oquendo, quien lleva 18 años viviendo en una casa que construyó ladrillo a ladrillo no muy lejos del río. Aseguran que hay casas multifamiliares por las que no dan más de 55 millones de pesos.

Y si las pagas de la EDU eran tan malas, ¿por qué la mayoría negoció? Según Ercilia Oquendo, porque la amenaza es la expropiación, procedimiento que, según explicaban funcionarios, restaba beneficios. Aún así existe una veeduría ciudadana que continúa asistiendo a reuniones con la EDU y otras entidades para llegar a un acuerdo más equitativo.

Según la directora de la EDU, Margarita Ángel Bernal, los avalúos catastrales fueron calculados por Valorar, de la Lonja Propiedad Raíz, “que es la entidad idónea en determinar los avalúos, basada en las condi-ciones y reglamentos que exige la normatividad”. Para la construcción del puente se requieren de 424 predios,

de los cuales 411 ya han sido avaluados. La suma de es-tos predios es de 20 mil 346 millones de pesos, más las compensaciones a las que tienen derecho propietarios, poseedores, arrendatarios y ocupantes, que suman 2 mil 337 millones de pesos.

Margarita Ángel añadió que la EDU lidera el pro-grama ‘Renovando ciudad para la gente’, una estrate-gia de transformación integral del hábitat que busca generar alternativas de reasentamiento en el mismo sitio en donde se desarrollan las obras de infraestructu-ra. Sin embargo, estas obras son a largo plazo y nadie puede esperar tanto. “Por eso no hay más remedio que comprar donde podamos y quedar por fuera de ese pro-grama”, comenta Ercilia Oquendo.

Uno de los grandes pro-blemas, según el personero delegado Carlos Montoya Múnera, es que la mayoría de las familias asentadas en las laderas del sector no tienen escritura o la que po-seen es falsa. Sin embargo, todos los avalúos se hicieron bajo la normativa legal. Solo en algunos casos especia-les, el avalúo se reconsideró tras una nueva evaluación

y la oferta por la vivienda aumentó. “La Personería ha estado muy atenta a este caso y no hemos hallado ninguna anomalía con el tema de avalúos”, afirmó el funcionario.

Hoy las máquinas trabajan en el río para perfilar las columnas del puente. Pronto terminarán de derri-bar las casas y, seguramente, habrá desalojos. La caso-na que fue el Grill sigue en pie, pero rodeada de bolsas con reciclaje; pronto la derribarán. Atrás quedó el tiem-po del bolero, la violencia y la paz, para dar paso a una obra que promete resolver la movilidad del Norte de Medellín. Y Puerto Nuevo pasará a ser un bello recuer-do en la memoria de algunos.

Alci Acosta Rodolfo Aicardi Ricardo Fuentes

Hoy, el aspecto de Puerto Nuevo

es otro: casas abandonadas,

escombros e incertidumbre.)(

Gonzalo Betancur, el exdiscómano del Grill Argentino.

Fotografía: Pompilio Peña Montoya

No. 70 Septiembre de 2014

14 Cine

Óscar Montoya [email protected]

Una de las voluptuosidades del cine, después de la oscuridad, es el silen-cio. Las películas deben desarro-

llarse como en misa: se tiene que acudir con el mismo fervor, es obligatorio cum-plir ciertas reglas y, sobre todo, es artícu-lo de fe creer en el milagro cotidiano que permite la transformación de aquellos seres moldeados con luces y oscuridad, en presencias palpables y susceptibles de modificar nuestra existencia.

El cine crea una experiencia vital y social más allá del simple espectáculo; es similar a la que inducen los templos, los lugares religiosos y los grandes es-pacios litúrgicos, santuarios simbólicos, en cuya oscuridad se produce una co-munión entre el espectador y lo que sucede en la pantalla. Quizás, por lo mismo, en los primeros tiempos a los ci-nes se les empezó a llamar “templos del arte mudo”, “catedral cinematográfica”, “templos del silencio”.

El cine posee su mitología con su co-rrespondiente parafernalia religiosa, los templos y sus rituales de iniciación, los filmes sagrados y sus santos de devoción, tal como lo recuerda el director Martin Scorsese. Para él fue más duradera la im-presión que le dejó el interior del primer cine al que asistió, que la misma película vista: “En realidad, es el recuerdo de la sala en sí misma lo que viene a mi men-te. Recuerdo que de niño me llevaban al cine —mi padre, mi madre o mi herma-no— y que mi primera sensación fue la de penetrar en un mundo mágico: la al-fombra mullida, el olor de las palomi-tas de maíz frescas, la oscuridad, la sensación de seguridad y sobre todo de estar en un santuario: todas es-tas cosas evocan en mi memoria una iglesia. Un mundo de sueños. Un lugar que provocaba y agrandaba nuestra imaginación”. [1]

Al igual que las iglesias, una sala de proyeccio-nes es un lugar rigurosamente limitado en el espacio y, en el caso del cine, el ingreso se encuentra cus-todiado, exige un desembolso de dinero y muchas veces, cuando hay que hacer cola, de tiempo. Son tres los elementos básicos para el desarrollo del es-pectáculo cinematográfico: lugar o sala del público, pantalla y cabina de proyección. Los elementos res-tantes responden a las exigencias del sector en el que esté emplazado el local, a los gustos del público, a las modas arquitectónicas y decorativas, así como a la solidez económica de sus dueños.

Cabe anotar que las especificaciones de las cons-trucciones cinematográficas no fueron seriamente abordadas desde el principio. El cine mudo, sin exigen-cias de orden acústico, con cabinas elementales para proyectores rudimentarios, se contentaba con una sá-bana blanca templada, un generador de energía o lám-paras de petróleo y duros asientos de madera, como los de las iglesias, para un público ávido de emociones y noticias del mundo circundante.

La principal preocupación de sus dueños consistía en que la ubicación de los locales quedara en sitios de mucho tránsito, ya que se contaba más con la atracción que se generaba a partir de un espectáculo hasta enton-

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aLa navede los sueños

“¿Cómo puede caber en un espacio oscuro, cerrado, tanta magia brotando de un simple chorro de luz?”, escribió Fernando Vallejo en Los caminos a Roma. Y es que las salas de cine siguen generando tanto encanto como nostalgia.

ces extraño y novedoso, que la de un público llevado por la sugestión de un verdadero arte. Así surgieron las primeras salas de cine: simples salones a los cuales se adaptaba un telón en una pared o entre dos sopor-tes de madera y, al lado opuesto, se improvisaba una cabina de proyección.

Diversión plebeya como el circo, el carrusel o la casa encantada, en un principio el cinematógrafo era despreciado por los moralistas, que se manifestaban indignados por su impudicia; por las clases pudien-tes, ya que su público no era el mismo que frecuenta-ba los teatros y las salas de conciertos; y por los inte-lectuales, que se mostraban desdeñosos con el nuevo invento, tal como lo refiere Francois Truffaut en El placer de la mirada:

“Durante los años que precedieron a la invención del cine sonoro, personas de todo el mundo, especial-mente escritores e intelectuales, miraron el cine con malos ojos y lo despreciaron, ya que solo veían en él una atracción de feria, un arte menor. Solo toleraban una excepción, Charlie Chaplin, por lo que entiendo que todos los admiradores de las películas de Griffith, de Stroheim, de Keaton estuvieran disgustados. Así

surgió la discusión acerca del tema: ¿el cine es un arte? Sin embargo, este debate entre dos grupos de intelec-tuales no concernía al público, quien por otro lado, no se hacía la pregunta”. [2]

Los doctos e intelectuales podían negar que el cine fuera un arte, pero no podían cerrar los ojos ante el entusiasmo masivo que despertaba entre los públicos de todas las edades, ante el lucrativo negocio en que se estaba convirtiendo y ante la popularidad arrolladora de aquellos relatos sim-plones y fascinantes en los que los espectadores se sumían como feligreses de una nueva y arro-lladora religión. Además, el cine era muy bara-to en comparación con otros espectáculos, pues sus exigencias logísticas no eran muy grandes, y las salas carecían de las comodidades más elementales.

En esos primeros años, los argumentos del cine eran sencillos y predominaban las comedias y las películas de aventuras. Cuan-do el cine varió y enriqueció su repertorio, y decidió irrumpir en lo que entonces se con-sideraba cultura —a finales de la década del diez del s. XX—, también se modificaron sus locales, y comenzó la vertiginosa trayectoria que llevaría al séptimo arte a la conquista de la industria del entretenimiento.

Este avance coincidió con la profunda crisis del teatro, que fue cerrando sus loca-les, situación que capitalizó el cine: se apo-deró de sus salas y de parte de su público. Primero, compartió escenario con las pre-sentaciones en vivo y, después, se quedó con las salas, cuando el teatro entró en un defi-nitivo declive.

Las barracas de feria se convirtieron en confortables salones bien pintados, decorados e iluminados que, en realidad, eran teatros readaptados a las nuevas exigencias. Al órga-

no gangoso y estridente que acompaña-ba las proyecciones lo sustituyó un grupo de músicos bien entonados; a las proyecciones con lámparas de combustible las reemplazó los equipos que funcionaban con fluido eléctrico; y las sábanas templadas entre dos soportes

se cambiaron por las pantallas inmaculadas por donde desfila-

ban lascivas vampiresas, cómicos de bombín y jinetes en plena cabalgata.

El cine sonoro, por su parte, se en-cargó de dar uno de los mayores pasos en el predo-minio del cinematógrafo sobre las otras actividades culturales. Muy pronto, sus locales se elevaron al ran-go de los más grandes teatros y se equipararon a las grandes construcciones civiles y religiosas, con todas sus características de monumentalidad, ubicación, se-guridad y confort.

En estos cambiantes años, décadas del treinta y cuarenta, acudir al cine entró a formar parte del aba-nico de prácticas en las que se desenvolvía la intensa vida pública que bullía en las calles, plazas, cafés, res-taurantes, carpas, circos, cantinas, mercados, teatros, cines y salones de baile.

Entre las salas recién construidas primó la ti-pología del salón-teatro, muy cercano al programa arquitectónico del teatro tradicional, con amplios vestíbulos y con su clásica repartición en hileras de sillas alineadas una tras otra. Con el correr de los años, la fisonomía interna de las salas se estanda-rizó y se hizo familiar a los espectadores: caseta de proyección aislada, con materiales y aberturas se-gún especificaciones técnicas; capacidad de aforo de acuerdo con el tamaño del local; silletería fija al piso

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e independientes entre sí, con distancias justas entre las hileras y las butacas; salidas de emergencia bien iluminadas; servicios sanitarios; instalación de equipos contra incendios como extinguidores y mangueras; control a la sobreventa; restricción a los fumadores.

La distribución espacial de los cines dependía de las dimensiones de la sala. Y así como había unos loca-les con dos, tres o cuatro niveles, o repartidos en platea, galería y gallinero, o en patio de butacas, entresuelo y club, otros eran de un solo nivel, sin ningún tipo de separaciones, y ni siquiera contaban con una pendiente adecuada que permitiera una óptima visualización de la película.

En algunas de las grandes salas que se constru-yeron durante varias décadas en Medellín —el Junín, el Metro Avenida, el Lido—, predominaron refinadas delineaciones exteriores y finas decoraciones interiores que le brindaban un atractivo y un prestigio adicional a los locales. En algunos casos, alcanzaba un elaborado y elegante diseño, con sus finas maderas, los impecables cielorrasos, el reluciente cuero de la silletería y los de-más elementos que los ponían a la altura de las grandes catedrales.

Eran unas hermosas ‘iglesias profanas’ que, una vez desaparecidas, hicieron suspirar de nostalgia a sus devotos y habituales asistentes. También a Charly Cruz, un personaje de ficción de 2666, la novela pós-tuma del escritor Roberto Bolaño, que se lamentaba de la extinción de las viejas salas de cine en Santiago de Chile o en cualquier ciudad del mundo:

“Las únicas salas que cumplían una función, dijo Charly Cruz, eran las viejas, ¿las recuerdas?, esos tea-tros enormes que cuando se apagaban las luces a uno se le encogía el corazón. Esas salas estaban bien, eran los verdaderos cines, lo más parecido a una iglesia, techos altísimos, cortinas rojo granate, columnas, pasillos con viejas alfombras desgastadas, palcos, localidades de pla-tea y galería o gallinero, edificios construidos en los

años en los que el cine todavía era una experiencia reli-giosa, cotidiana y sin embargo religiosa”. [3]

Una vez erigidas las salas de cine como unos de los principales lugares de diversión, realzaron el rito de la exhibición con sus locales de grandes dimensiones, a los que se agregó, de forma natural, el confort y el aislamiento. El espectáculo de barraca se transformó en una de las más refinadas formas de ocio que, ade-más, supo encontrar sus propios canales de difusión, su modo particular de ser experimentado, sus especifica-ciones técnicas y su propia decoración.

Era muy tradicional, a la entrada de cualquier cine, sobre todo en los pueblerinos y en los de barrio, encontrarse con grandes láminas a todo color de los héroes de las películas, que ‘salían’ por un momento de la pantalla a dar la bienvenida a los espectadores, como El Zorro, trepado en su caballo, con el sombrero alón encajado en la cabeza, el traje negro ceñido al cuerpo, el antifaz negro cubriéndole la cara, el látigo justiciero en una mano y las riendas de la cabalgadura en la otra.

Así, con esa primera y grata impresión, la porción insustancial y cotidiana de la existencia se debilitaba, comenzaba a quedar orillada, marginada, afuera de la sala de proyección, en donde se accedía a una dimen-sión desconocida. Una vez instalado en el vestíbulo y pagada la boleta, solo se trataba de dar unos pasos, des-correr las pesadas cortinas y atravesar el umbral para penetrar en la cálida penumbra en donde habitaba la diversión y la magia.

Si se llegaba a tiempo, antes de que apagaran las luces y que el chorro luminoso traspasara la sala por encima de las cabezas, se podía disfrutar de un hecho singular: la sala iluminada a medias era un espacio de fraternidad, donde no existían la etiqueta ni las discri-minaciones, en el que todos participaban de un gozoso ritual. En esos momentos preliminares, se estaba des-pierto, pero a la espera de caer en una especie de tran-ce. A continuación, se apagaban las luces y la pantalla

perdía algo de su blancura. Luego, aparecía en ella la cumbre nevada de una montaña, rodeada de un anillo de estrellas dando vueltas, o la estatua glacial de una mujer con una antorcha en la mano, o un león que ru-gía estrepitosamente.

Entonces, sin más preámbulos, comenzaban los lances, las riñas, las persecuciones, el romance. Mos-queteros, bellas mujeres, cowboys, policías, indios, pira-tas, monstruos, villanos, seductoras vampiresas, gángs-teres, superhéroes, niños callejeros y ladronzuelos que desfilaban por la pantalla, hasta que una música trepi-dante o solemne anunciaba el FIN, se disolvía la som-bra y la pantalla volvía a su blanco indiferente. Se daba paso al melancólico reencuentro del público con la luz mortecina de la sala, y todo había terminado.

Durante mucho, mucho tiempo, las exhibiciones cinematográficas fueron una atracción sin rival, y las barriales y las de pueblo, las más populares, las que primero conocimos. Para asistir solo se necesitaba una pequeña cantidad de dinero, salir de la cuadra, hacer la fila, pagar en la taquilla y acomodarse en la butaca para participar del silencio, casi religioso, de la sala a oscuras.

Dejarse seducir, en fin, por la magia de la pantalla gigante. Una pantalla en la que, sobradamente, cabían la selva en la que reinaba Tarzán, las praderas en las que se tiroteaban los pistoleros del salvaje Oeste, el cie-lo por donde volaba Superman, los mares por los que navegaba el Corsario Negro.

Y así como nadie puede olvidar su primer amor, tampoco nadie olvida la primera sala de cine a la que asistió. La primera sala de su niñez o de su juventud, la que sintió más propia, la más querida, la de los me-jores recuerdos, en la que comenzó a amar el cine. La que compartió con los hermanos, con los padres, con la primera noviecita, con los amigos de la escuela o el vecindario. La que fue capaz de generar nuevas y vita-les experiencias, como para el escritor Fernando Valle-jo, descreído de las religiones, las teologías y los curas, pero un practicante convencido del culto del cine, desde que era niño, como lo confiesa en Los caminos a Roma:

“De la mano de mi padre entré al cine. La salita, pequeña, abarrotada, palpitaba con la tibieza de las iglesias en misa de madrugada, si bien era el atardecer. Tal vez por causa de esta primera impresión para mí todo cine es un templo. Pero uno que embriaga no con incienso ni con latines de coro y presbiterio, sino con luces y sombras que pugnan en la oscuridad. Retumbó un cañonazo atronador y el templo se volvió barco: una nave pirata al abordaje (...). El humo de los mosquetes que salía de la pantalla se mezclaba en la sala con el de los cigarrillos Pielroja. Nunca, nunca, nunca he sido más feliz que en medio de esa humareda y de esa ma-tazón (…). Esa tarde de domingo, en esa salita abarro-tada, al abordaje de un entrechocar de sables, así y ahí y entonces nació mi amor por el cine.” [4]

[1] Martin Scorsese, Mis placeres de cinéfilo, Barcelona, Paidós, 2000, p. 49.

[2] Francois Truffaut, El placer de la mirada, Barcelona, Paidós, 2000, p. 76.

[3] Roberto Bolaño, 2666, Barcelona, Anagrama, 2005, p. 397.

[4] Fernando Vallejo, Los caminos a Roma, Bogotá, Aguilar, 2004, p. 22.

Fotografías: Óscar Montoya

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No. 70 Septiembre de 2014

Testimonio16

Fotografía: Nicolás Navas González

La vida, como en los guiones de cine, tiene puntos de giro. Este es el testimonio de una estudiante imparable que, de repente, vio

cómo sus saltos se reducían en una silla de ruedas.

NecrosisLuisa Charry Valencia [email protected]

La más noble función de un escritor es dar testimonio, como acta notarial y como fiel cronista,

del tiempo que le ha tocado vivir. Camilo José Cela

Fui tenista por seis años, la activista en movimien-tos sociales, la adolescente hiperactiva, la pacien-te diagnosticada con un trastorno de ansiedad

que no paraba de correr, saltar, caminar, temblar; era la persona que creía que la vida se hacía moviendo, haciendo. No paraba, ni siquiera en la noche. Fui la chica que duró un año buscando la respuesta a su in-somnio, desesperada. Fui la que calmaron con anti-depresivos, inhibidores de serotonina, benzodiacepi-nas y demás medicamentos psiquiátricos durante seis años. Mi vida era un afán, un corre-corre, un vaya de aquí para allá. No me detuve durante 20 años, pero a todos, supongo, nos llega el stop: a mí me postró en mi habitación, con la prohibición de no ponerme de pie hasta nueva orden.

Mi primer recuerdo de haber cojeado fue el 29 de octubre de 2013. Había asistido a la marcha por la de-fensa del sector de la salud, aquel al que pertenecí por un año y tres meses cuando estudiaba Medicina; hoy estudio Periodismo. Mi pierna derecha no respondía igual que antes, no era la que me había acompañado esos dos años en los que pertenecí a cuanta causa se levantara en el aire. La ignoré todo el tiempo, quizás me la había lastimado en mis clases de baile.

Recuerdo el viaje. 21 de noviembre de 2013. Cali.

Fui con mis amigos a conocer la ‘Sucursal del cielo’, feliz. Todo empezó normal, probamos el cholado y nos regalaron una lulada, pero hora tras hora se agudi-zaba un dolor que apareció de la nada. Estaba en la capital de la salsa y solo pude bailar una canción y a medias, en la Topa Tolondra. Debían parar todo el tiempo para esperarme: yo me quedaba atrás en las caminatas. Nicolás también lo recuerda.

Vos me contabas que estabas practicando pole dance, y me dijiste que te habías caído desde las alturas. Estába-mos preocupados porque tenías dolor, pero se te fue qui-tando, dejaste de ir. Cuando viajamos a Cali te empezó a doler demasiado, no cojeabas, caminabas normal. Al cuarto día, de tanto caminar, porque caminamos cuatro días casi maratónicamente, cojeaste a tal punto que tocó cargarte una buena parte.

***

Nicolás Navas González nació el 29 de junio de 1995 en Montería, Córdoba. A los ocho meses su fami-lia se trasladó a vivir a Ames, Iowa, Estados Unidos. Allá vivió hasta el 2001, cuando decidieron volver a Colombia y se instalaron en Chía. Pasaron cinco años y Corpoica, donde trabaja su padre, aprobó el traslado a Medellín en 2006.

Es mi novio. Me conoció en Medellín, en la mar-cha que apoyaba el Paro Nacional Cafetero, el 7 de marzo de 2013, un día antes de mi cumpleaños. Tomó una fotografía de mis pies, porque yo marché descal-za, la única. En ese entonces él estudiaba Comunica-ción y Lenguajes Audiovisuales en la Universidad de Medellín. El 29 de agosto de 2013 me volvió a ver: yo moderaba una Asamblea General de Estudiantes de

la Universidad de Antioquia, él ya hacía parte de este Campus. Según él, quedó flechado.

***

Apenas tenía 19 años y estaba coja como una an-ciana. Empezaba a depender de todos aquellos que estu-vieran alrededor para que me dieran una mano y subir hasta las escaleras más pequeñas. El dolor llegó punzante y arrasando hasta con el mejor ánimo.

Tuve que ir donde el médico. Sin ningún examen diagnóstico o algo que pudiera dar señales de qué tenía, supusieron que era una lesión y me ordenaron la prime-ra tanda de diez sesiones de fisioterapia. Asistí juiciosa. Había días en los que mejoraba, caminaba mejor, sentía que estaba saliendo de ese dolor. No fue así.

Volví donde el médico, había acabado mis sesiones y en mi bendita ignorancia recuerdo haber dicho: “Me han ayudado. El dolor ha disminuido un 60, 70 por ciento. Yo creo que necesito más fisioterapias”. El médico, el segun-do que me veía, decidió enviarme el primer examen diag-nóstico: una ecografía de tejidos blandos y mandarme al primer especialista, el fisiatra.

No apareció nada, era un examen completamente normal. Él decidió que debía tener otra tanda de sesio-nes. Volví a ese lugar que parecía un gimnasio para an-cianos: lo era, era deprimente. Yo era la única joven que estaba realizando fisioterapias por un fuerte dolor que ya no era en la pierna derecha, era en la cadera, en las dos piernas. No fui capaz, me negué a volver, las sesiones me hacían daño físico y mental.

Cojeaba una semana con la pierna derecha y a la otra, con la izquierda. Algo pasaba, sucedía que yo ya no era la de antes. Me recostaba en las barandas del metro, me debía sostener para subir las escaleras, me detenía.

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Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia

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Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia

Estaba regresando ese dolor insoportable que me había llegado en Cali.

Empezabas a cojear, y tú no le ponías atención a eso. Corrías, cuando tenías afán de un lado a otro ibas corriendo, a pesar del dolor, te agarrabas un pedacito de la cadera y corrías con ese dolor. Hasta que te diste cuenta de que cada vez era más grave, más grave, más grave. Mi constante pujanza de que volvieras al médico por fin funcionó cuando te quedaste paralizada.

La situación empeoró. Cuando llegaba al metro veía esas escaleras grises y casi interminables de la estación y empezaba a subirlas, una a una, pegada de la baranda. Empecé a detenerme y a observar todo, a escribir lo que veía. Observaba a las niñas colegialas, con sus uniformes, que sonreían con esas bocas pintadas con labial mágico, color fucsia, y de cabellos negros, todas iguales. Las observaba mientras ellas me miraban como a un bicho raro, como la joven de piel blanca, de cabello muy corto, tinturado cada mes de diferentes colores, delgada, de 1.65 cm, que no aparenta más de 20 años y coja, sí, coja, completamente coja, como si fuera el cuerpo de una mujer loca y atrevida con el alma de una abuelita cansada.

Sentía que me demoraba siglos desde la puerta de la universidad hasta llegar a las puertas del metro. Entraba en el vagón, que usualmente era el más lleno. Veía a las personas sentadas y yo, con los ojos llorosos, sentía la imposibilidad de decirles: “Señor, tengo un dolor muy fuerte que hace que tiemblen mis piernas, necesito sentarme”. No, me daba pena, ¡yo era una mujer de 20 años pidiendo un asiento!

Maldecía todo. ¿Cómo era posible que un metro estuviera construido en el aire? En dos ocasiones tuvo que cargarme un policía para subir las escaleras de las estaciones porque me quedé paralizada, en la mitad de estas. ¿Cómo era posible que en la Universidad no hubiera ascensores funcionales? Me demoraba quince minutos para subir al tercer piso, para seguir mi vida académica normal.

Empezábamos a andar menos. Íbamos a un sitio, ca-minábamos hasta este, llegabas con mucho dolor, pero nos quedábamos ahí sentados, y nos devolvíamos, con dolor. Ya no era ir desde Belén hasta Laureles, una caminada de casi 45 minutos. Ya simplemente podíamos ir tres cuadras abajo o ya a lo último, que fue hasta mayo, que no podías caminar ni una sola cuadra.

Todo eso sucedió mientras esperaba mi cita con el fisiatra, la segunda, meses después. El sistema de salud colombiano no es el más rápido, ni el mejor. Aunque yo también cancelaba las citas porque el fisiatra solo trabajaba los lunes en la IPS Universitaria, y justa-mente era en esos días cuando tenía más salidas de campo de la universidad. Mi prioridad era seguir mi vida normal; no lo era mi salud.

***Lo recuerdo. Caminaba de la Universidad de An-

tioquia a la IPS Universitaria, el 28 de abril de 2014. En un recorrido que se demora de diez a quince minu-tos, me demoré casi una hora. Nicolás me acompañaba.

Entré a la cita de fisiatría. Con el mismo médico que me había visto meses atrás, David Gueney, había dos residentes o estudiantes de Medicina. Días antes había tenido que volver a medicina general porque el dolor era imposible de calmar con analgésicos, tomaba Ibuprofeno de 800 mg y no ocurría nada. Me enviaron inyecciones de Dexametasona, un potente glucocorti-coide sintético con acciones que se asemejan a las de las hormonas esteroides, que actúa como antiinflamatorio, y mis primeros rayos X. El fisiatra escuchó la historia nuevamente, miró los exámenes y dijo que no veía nada raro. Me hicieron quitarme los zapatos, las medias, el jean. Nicolás me ayudó, ya se me dificultaba vestirme por mí misma. Me acosté en la camilla y volvió la revi-sión médica. Te hacen caminar, de varias maneras, co-gen tus piernas y las hacen girar, duele, duele como un putas. Me tomaron los reflejos, y se rieron, tengo unos muy buenos. Pero algo no le parecía al fisiatra. Volví al escritorio, me dijo que me enviaría al ortopedista, que necesitaba otro médico que comentara la situación, que apenas me revisara él, volviera.

El 30 de abril, mi mamá me llevó a la IPS Univer-sitaria, iba cinco minutos tarde. Nicolás estaba sentado al lado del consultorio, me calmó, no me habían llama-do aún. Tenía su enorme morral de viaje porque ese día se iba hacia Boyacá, en una salida de campo de la Uni-versidad. Intercambiamos cartas, sí, los dos nos había-mos escrito sin saber que lo haríamos. Mientras guar-dábamos las cartas, salió un adulto todavía joven, de unos 26 años, con una piyama quirúrgica: Luisa María Charry. Estábamos encartados, no habíamos guardado todo aún. Entramos como dos mochileros y sonriendo.

Al frente de su escritorio se encontraba Julio César García, ortopedista y especialista en cadera, miembro del Comité Editorial de la Revista Colombiana de Orto-pedia y Traumatología, un adulto bien entrado en años junto a su aprendiz, el residente joven.

Me pidió que le contara la historia. Yo estaba cansada de repetir lo mismo, una y otra vez, tanto a médicos como a personas que me preguntaban por

qué caminaba así. Le resumí. Me pidió los exámenes, le ordenó al residente hacerme el tedioso examen físico, tras-pasamos la pared plástica que divide el consultorio en dos: la parte del escrito-rio, del interrogatorio y la otra parte, la camilla del dolor. Ahí sí no me aguanté, me quejé. Mucho. El dolor era peor que el de hacía dos días. Entonces empecé a escuchar una única palabra que salía del veterano ortopedista: ¡Culicagada! ¡Culicagada! Nicolás estaba con él, al otro lado del consultorio. Hablaban, no escuchaba casi, estaba aturdida por la palabra repetida y por el dolor que me causaba el joven al rotarme las piernas

y preguntarme si me dolía y cómo. ¿Es genético?, pre-guntó Nicolás. Me asusté, ¿cómo así? Si los médicos habían visto los mismos exámenes y no habían visto nada, ¿este médico qué había visto? ¡Culicagada! ¡Cu-licagada! No escuchaba nada más, se asomó Nicolás y tenía una cara como de terror, me vistió, me dio la mano y caminamos juntos al escritorio, otra vez.

Sentada ante ellos, hablaron los dos, médico y resi-dente; no entendí nada de lo que se decían. Preguntó al aire, mirando la pantalla del computador, observan-do virtualmente las radiografías: ¿Acá no hay manera de medir el ángulo? Se acercó el residente y se dieron cuenta de que no, pero según lo que entendí el ángu-lo a simple vista era anormal. Culicagada, repitió esta vez, más tranquilo. Me miró y de ahí para adelante lo escuché. Me decía que los médicos tenían diagnósticos que SOSPECHABAN, enfatizó, que lo que me fuera a decir no significaba que sí lo tuviera, que necesitaba una Resonancia Magnética para comprobarlo, porque yo era muy joven, una culicagada, para tener el diag-nóstico presuntivo: Necrosis Avascular. Escuché necro-sis, me retumbó en la cabeza. Necrosis viene del griego nekrós y su significado es ‘cadáver’, es la expresión de la muerte patológica de un conjunto de células o de cualquier tejido. Me dibujó en un papelito la cadera y me contó lo que pasaba y lo que se podía hacer. Nicolás hacía las preguntas. Yo estaba callada. Como en shock.

¿Cómo era posible que en la Universidad no

hubiera ascensores funcionales? Demoraba

quince minutos para subir al tercer piso, para

seguir mi vida académica normal.( )Fotografías: Luisa Charry Valencia

No. 70 Septiembre de 2014

Testimonio18

***

Según varias investigaciones de los médicos es-pecialistas en ortopedia, la Necrosis Avascular u Osteonecrosis es un proceso patológico infrecuente, originado por falta de irrigación de la articulación coxofemoral que implica necrosis y degeneración de los huesos que conforman la cadera: principalmente el fémur. Eso significa que la sangre no llega a este hueso y este empieza a morir, de a poco, causando dolor e impotencia funcional.

Puede ser asintomática inicialmente y finalmen-te sintomática, esta última se caracteriza por el dolor en la región inguinal en forma de C. Se estima que hay quince mil nuevos casos anuales en todo el mun-do. Es más frecuente en el sexo masculino (siendo la relación hombre/mujer de 8:1) entre la tercera y quinta década de la vida.

Puede ser unilateral o bilateral. El dolor puede lle-gar a las rodillas y se logra evidenciar el segundo sínto-ma: una marcha anormal, como por ejemplo la Marcha de Trendelemburg, un caminado que parece de pingüino. El Centro Médico Newyorkino NYU Langone reconoce como causas posibles la infección por VIH, fracturas de cuello femoral, dislocación de la cadera, uso prolongado o repetido de fármacos esteroideos similares a la corti-sona (por ejemplo, prednisona, dexametasona) y el con-sumo excesivo de alcohol, entre otras. Pero las causas más comunes siguen siendo las de origen traumática y metabólica.

El hecho de que no se detecte el factor causante en aproximadamente el 70% de los casos, y de que no se conozca el por qué determinados factores condicionan la aparición de esta entidad en unos sujetos y en otros no, hace sospechar la existencia de una predisposición genética a padecer esta patología.

***

El médico me preguntó si había tomado esteroides, le conté que sí: hace dos años en una crisis de migraña me querían calmar el dolor con dexametasona, al punto de volverme cachetona. Miró al residente, se dijeron algo que seguí sin entender. Me explicó que una de las causas que podría “despertar” la enfermedad era usar por mu-cho tiempo fármacos esteroideos. Me dijo que de tener esa enfermedad, teníamos una única posibilidad: el qui-rófano. Debía ingresar al sitio y llevar aquello que había dejado de pasar por allí sin saber la causa exacta; sangre.

El médico me recomendó que me hiciera cuanto antes la resonancia magnética, que escribiría en la orden médica el carácter prioritario, y me pidió usar una muleta o un bastón para no empeorar la situación de la parte derecha de la cadera, la más afectada; aun-que había un problema: la enfermedad era bilateral y mi parte izquierda de la cadera también la padecía. Debía volver para la lectura de la resonancia y para saber qué medidas tomar.

Salí con Nicolás del consultorio, nos abrazamos y subimos al segundo piso, por el ascensor, para llegar a Admisiones. Ya era más del mediodía y no habíamos al-morzado; la noticia cayó realmente en un mal momento. Lo único que queríamos era que me asignaran la cita, al-morzar y despedirnos como lo habíamos planeado para que Nicolás pudiera partir tranquilo. No pasó así. Él se angustió mucho. Hablé:

–No entiendo nada, el lunes me dijeron que no veían nada.

–Si te mandaron aquí es porque sí pasaba algo, ya lo sabía.

–Yo pensé que iba a salir como de cualquier otra cita médica, con eso de que no tenía nada.

Nicolás me agarraba de la mano, nos mirábamos,

me recosté en su hombro y seguí:

–A una, antes de aplicarle un tratamiento, le debe-rían decir qué puede pasar, los efectos secundarios, algo. ¿Cómo es que yo no tenía idea de que con el uso de dexametasona me podría causar una enfermedad que me puede dejar inmóvil? Incluso para este dolor me aplica-ron más dexametasona.

Intentamos que me agendaran la cita para mi reso-nancia, pero, como cosa rara, hubo un problema en el sistema: el médico escribió las especificaciones del exa-men en la casilla equivocada, la que estaba justamente abajo, debía estar arriba. ¿En serio? ¿Eso era un proble-ma? Pues sí. Esperamos casi una hora a que en la León XIII –la clínica de la IPS Universitaria, de último nivel y de las más especializadas de Medellín junto al Hospital Universitario San Vicente de Paul– contestaran si podían realizar la resonancia magnética con ese papel o se debía volver al médico para que escribiera la misma informa-ción una casilla más arriba. Después de volver al consul-torio y darnos cuenta de que el médico ya se había ido, nos avisaron que debíamos esperar hasta el otro lunes para que el médico corrigiera su error.

Salimos de allá, cansados, tristes y con mucha hambre. Nicolás se fue. Era la primera vez que se iba tantos días y no estaría acompañándome. Disimulá-bamos nuestra angustia. Era el primer día en el que sabíamos cuál era la posible causa de mi dolor y de mi cojera. Nos despedimos. Esa noche fue muy dura, me fui en el metro hacia mi casa y lloré. Toda la noche. Mis padres se enteraron. Yo no salía del shock: estaba muerta de miedo, de angustia, de tristeza. Estaba sin él, en Medellín, muriéndome por dentro.

***

La segunda vez que mis piernas no respondieron en el metro y que estallé en llanto fue el 20 de mayo de 2014. Un bachiller tuvo que cargarme. Volví a casa, no podía pensar en otra cosa que el maldito dolor, que había subido a una escala tan alta que me hacía tem-blar, llorar y perder la esperanza. Con mucho esfuerzo, me vestí y junto a mi mamá nos fuimos para la Clínica León XIII.

A las 2:00 de la mañana del 21 de mayo llegamos a la recepción. Me ingresaron directamente a una camilla y ahí esperé con paciencia durante una hora y media aproximadamente, hasta que llegó una médica general a revisarme. Le dije: “Yo solo vine para que me den me-dicamentos y me quiten este dolor y mis piernas puedan volver a moverse o, al menos, me puedan sostener. Ma-ñana tengo una resonancia y con ella miran si sí tengo necrosis avascular, pero quítenme el dolor”.

Me durmieron a punta de Tramadol. Me desper-taron para ir nuevamente a rayos X. Le pregunté al camillero que para qué, que yo ya tenía radiografías simples. El técnico me ayudó a quitarme el pantalón y acostarme en ese aparato helado, de metal. Me tomó las placas. Volví a mi camilla. Estaba dopada, dormí otra vez. Le pedí a mi mamá que se fuera, que

al parecer iba para largo y ella estaba muy incómoda ahí. Se fue a las 7:00 a.m.

Recuerdo que fue otra médica a la camilla y me dijo que ella había pedido que fuera un ortopedista a revisarme, que debía esperarlo. Me estaba enloquecien-do. Estar en una sala de urgencias no es lo mío, al lado de unos pacientes que se quejan, roncan, que hablan todo el tiempo con sus acompañantes y que no dejan de observarlo a uno como la niña joven que no puede ca-minar. Era raro. Llegó Nicolás y me sacó sonrisas. Me dio el almuerzo que me habían llevado, era lasaña de pollo. Él se sentó y recostó la cabeza en la camilla, nos dormimos. Escuchamos mi nombre y despertamos. Era un ortopedista con un séquito de estudiantes.

Estaba como afanado, pero era muy amable. Para ese momento entendí que los ortopedistas tenían un muy buen sentido del humor. Me hizo el examen físico doloroso, muy doloroso, y me pidió que me relajara. Me afirmó que en la radiografía se veía una necrosis avascular, que la resonancia daría otro tipo de detalles necesarios para saber cómo intervendría mi médico. Me incapacitaría y me mandaría medicamentos, pero que no era necesario que permaneciera allí.

Nicolás me miró, prácticamente nos habían con-firmado la enfermedad. Ya los dos sabíamos de qué se trataba y esperábamos la simple confirmación para seguir adelante con el proceso. En ese momento estu-vimos preparados para salir de allí; solo faltaba que la enfermera me quitara el catéter y me diera el permiso de salida con todas mis órdenes e historial médico.

El médico volvió solamente con uno de sus es-tudiantes. Todos observaban la escena en la sala de urgencias: No puedes apoyarte más sobre tus piernas, debes usar silla de ruedas, cada vez que te apoyas en ellas te causas más daño. Me puse pálida. Se me bajó todo. Se cayó el mundo y me estaba partiendo en dos. ¿Okey? Sí, señor. Le agradecí y se fue. Nicolás se sentó a mi lado en la camilla, nos cogimos las manos, me recosté en su hombro.

***

El último procedimiento quirúrgico que puede ser una alternativa para reconstruir la cabeza femoral es conocido como implantación de células madre. Ellas podrían, con el tiempo, regenerar el área afectada. En 2006, los traumatólogos españoles, doctores Ripoll y De Prado, realizaron en Murcia la implantación de células madre en la cabeza del fémur de un paciente de 45 años. El diagnóstico del paciente era el de una necrosis avascular de la cabeza femoral, patología tratada tra-dicionalmente con una prótesis de cadera. Esta última es un procedimiento quirúrgico altamente invasivo y agresivo que se ha querido evitar con los pacientes jó-venes, aquellos que tienen aún mucho por vivir y por recorrer.

Al otro día volví a la Clínica León XIII por la reso-nancia magnética. Había un retraso y empecé a tomar fotografías. De alguna u otra manera, había decidido, con el impulso de Nicolás, disfrutar de todo y esa era la manera más fácil para mí. Estuve 45 minutos acostada, sin moverme ni un poco para ese examen en el que te meten a un orificio en el que cabes perfectamente y te empiezan a aturdir con sonidos bastante molestos.

Después Nicolás fue a reclamar el examen. Y sí…, el resultado es que tengo Necrosis Avascular. Pero nada, no se acaba el mundo, al menos para mí. Si mu-chos otros casos se han recuperado satisfactoriamente incluso con procedimientos quirúrgicos invasivos, ¿por qué yo no? Sigo esperando mi cita médica en la que me confirmen qué hacer, pero continúo viviendo y per-severo como periodista en formación. Sigo siendo la misma mujer hiperactiva, que ama profundamente a un hombre, que intenta vivir la vida lo más normal posible, que conserva la sonrisa y que ahora disfruta de este tiempo en el que le tocó ser un carrito.

Ahí si no me aguanté, me quejé. Mucho. El dolor

era peor que hacía dos días. Entonces empecé a

escuchar una única palabra que salía del veterano

ortopedista: ¡Culicagada! ¡Culicagada!( )

Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia

19Deporte

Wushu: el arte de la guerra El Wushu fue conocido en Occidente gracias a la industria cinematográfica. Actores como Bruce Lee y Jackie Chan y series como Kung Fu despertaron una pasión por las artes marciales en el mundo. Sin embargo, muy pocos saben que Colombia tiene una Federación de Wushu y que la Liga Antioqueña lleva más de cinco años clasificando deportistas

al Campeonato Mundial Tradicional. He aquí algunas curiosidades de esta disciplina china.

Paula Lotero [email protected]

Tal vez el ídolo de muchos cuarentones por su habilidad en el combate, no por ideologías, es Bruce Lee. Durante años las películas que mos-

traban las técnicas y habilidades de arte marcial chinas nunca tuvieron actores asiáticos como protagonistas. Fue en medio de muchos prejuicios étnicos que la figura y el carisma de Bruce Lee –artista marcial, actor y filó-sofo– apareció en la pantalla y se encargó de dignificar la imagen china en Occidente.

Los vestigios de las técnicas de combate en China se remontan a 2.500 años a. C. Desde entonces, los chinos han ido perfeccionando sus armas y estrategias, adap-tándolas a sus cuerpos militares. Además, han influen-ciado a otras comunidades con habilidades asocia-das a la medicina tradicional y con características animales como métodos de combate.

El Wushu (wu: marcial; shu: arte; el arte de la guerra) es el término que engloba todos los esti-los de las artes marciales chinas. Entre otras asun-tos, por errores de traducción en películas y series, todavía en Occidente se habla de Kung Fu para refe-rirse al arte marcial, cuando Kung Fu significa “perfec-ción, ejecutar un trabajo, destreza en el hombre”. De allí el Wushu Kung Fu: arte marcial que se aprende con esfuerzo e implica destreza y habilidad.

La primera noción de Wushu apareció en un con-junto de pergaminos del periodo de Estados Combatien-tes (475-221 a. C) llamado, precisamente, El arte de la guerra, de Sun Tzu. El libro hace alusión a la estrategia militar y a la sabiduría, el conocimiento de la naturale-za humana en los momentos de confrontación: “La me-jor victoria es vencer sin combatir, esa es la distinción entre el hombre prudente y el ignorante”.

Los diferentes estilos de combate, como herramien-ta de expansión y defensa ante la invasión extranjera en distintas épocas, han jugado un papel importante en la historia y la cultura de este país asiático. Pero es un episodio de los últimos siglos el que mejor ilustra el protagonismo del Wushu en el mundo y que dio origen a la República China.

El país estaba invadido por un sentimiento naciona-lista, antioccidental y, a su vez, dispuesto a sublevarse en contra de la dinastía Qing por asuntos de corrup-ción, malos manejos y apertura a los extranjeros –re-cuérdese tratados como el Nanking o el Shimonoseki, cuando se entregaron Hong Kong y Taiwán a los británicos y a los japoneses–. Todo esto convocó a varios grupos practicantes de arte marcial que combatieron a los extranjeros con valentía. Uno de ellos fue conocido como la Rebelión de los bóxers (1898-1901). A pesar de sus de-rrotas, estos grupos dejaron en la población china un espíritu nacionalista efervescente que traería posteriormente la revolución de 1911 y que implicaría la abdicación del úl-timo emperador, el surgimiento de China como República y la promoción del Wushu como ejercicio físico.

Hasta comienzos del siglo XIX, los chinos no solo tuvieron que padecer la arrogancia y la supremacía occidental en su territorio, sino una fuerte y ma-siva propaganda antichina que subesti-maba y denigraba de su país. Una vez China se estableció como República Po-pular en 1949, bajo el liderazgo Mao Tse Tung y en pleno ambiente de la Guerra Fría, se desató un pensamiento de temor y respeto hacia el dragón emergente, es-pecialmente por parte de los países ca-pitalistas; todo eso determinó nuevas estrategias geopolíticas. Ese respe-to, sumado a la aparición años más tardes de ídolos y talentosos acto-res como Bruce Lee, extendieron la

pasión por las artes marciales en todo el mundo y cambiaron aquella imagen que se tenía del país de Oriente como “los enfermos de Asia”.

El Wushu como deporte La práctica del Wushu exige la ejecución de movi-

mientos con casi todo el cuerpo, por eso es considerada una de las disciplinas deportivas más exigentes y com-pletas. “Practicar Wushu hace que tengamos un umbral del dolor más alto, ayuda a fortalecer el sistema emocio-nal y balancea las cargas emocionales, contribuye a mi bienestar, fortalece mi salud y permite tener un punto de vista diferente del mundo y de la existencia misma”, cuenta Juan Diego López, uno de los practicantes antio-queños de este deporte.

En el Wushu existen dos categorías o disciplinas: Taolu (rutina) y Sanda (combate).

Del Taolu se desprenden diferentes modali-

dades: mano vacía, armas cortas y armas largas, indivi-dual o en parejas. Es necesaria la ejecución de posicio-nes, patadas, puños, equilibrios, saltos y giros, técnicas de agarre, ataque y bloqueo.

La categoría Sanda o Sanshou (combate libre) surge a partir de las técnicas tradicionales del Wushu: Shuai Jiao (lucha china) y Chin Na (sistema de atrapes y palan-cas). Así se configura un estilo de combate que emerge de estas técnicas, pero con un estilo propio que permite golpes, puños y patadas en casi todo el cuerpo, además de proyecciones y derribes. El combate ocurre entre dos personas y gana quien sale vencedor en dos asaltos o por knock out.

Actualmente, el Wushu es apoyado por el gobierno Chino y dirigido tanto por la Comisión Estatal de Cul-tura Física y Deportes como por la Asociación China de Wushu. Estos organismos tienen la obligación de ense-ñar técnicas, entrenar atletas y promover competiciones y exhibiciones. En el ámbito mundial, el Wushu es regi-do por la Federación Internacional de Wushu (IWUF) y la Asociación China.

El Wushu en ColombiaDurante las décadas del 60 y 70 llegaron al país al-

gunos textos, revistas, series y películas de artes marcia-les a Colombia. Muchas películas, por supuesto, prove-nían de los Estados Unidos. Otras producciones venían directamente de China, pero el país que más acercó a Colombia a las artes marciales fue Venezuela. Por ese en-tonces, el país vecino contaba con una reputación econó-mica bastante atractiva y era destino turístico de muchos extranjeros, entre ellos, algunos asiáticos, practicantes y maestros de las artes marciales.

A pesar de los muchos interesados que comenzaba a despertar la disciplina, no había una organización en el país como la tenían el Taekwondo, el Judo y el Karate. Era la investigación documental una de las escasas posibilidades de muchos colombianos para aprender esta disciplina. Algunos, muy pocos, tuvie-ron la posibilidad de viajar y aprender directamente de los maestros que residían y tenían sus escuelas ya consolidadas en el país vecino.

Uno de ellos fue Orlando Salazar Rivera (1964–2014), quien dedicó su vida a las artes marciales chi-nas y contribuyó a la difusión y promoción de esta disciplina en el país. Orlando tuvo la oportunidad de viajar a Caracas y conocer al Maestro Yunis Zapata, director del Instituto de Artes Marciales La Danza del Dragón. Con él y un grupo de maestros y discípulos del Shi Gong Dai Shi Zhe –maestro perteneciente a un conjunto de linajes de estilos tradicionales de Taiwán– empezó su proceso de aprendizaje.

En 1998, se constituyó oficialmente La Danza del Dragón, sede Colombia, en el municipio de Bello, con Orlando Salazar como director y entrenador. En 1999 Salazar ocupó la presidencia de la Liga Antioqueña de Wushu y, desde entonces, inició una renovación comple-ta de todo el esquema organizacional que se venía dando a comienzos de la década del 90. La Liga inició un pro-ceso de capacitación y asesoría a otras ligas del país y se creó la Federación Colombiana de Wushu en 2002.

Desde 2008 la Liga Antioqueña ha clasificado de-portistas para participar en el Campeonato Mundial Tradicional que se realiza cada dos años. En todos ha obtenido medallas. Actualmente la Liga continúa el proceso de formación de deportistas de talla mundial, trabajando y difundiendo el legado del maestro Salazar.

En casi dos décadas, el Wushu ha multiplicado sus practicantes, pero hace falta capacitación en algunos grupos o clubes nacionales que no están vinculados a la Federación o no figuran en un linaje estipulado. Así como promoción del deporte y, sobre todo, respeto, dice Uriel Darío Varela, ganador de dos medallas de bronce en el V Campeonato Mundial Tradicional: “Muy poca gente reconoce realmente esta disciplina. Incluso hay quienes se hacen llamar maestros y ni siquiera son reco-nocidos dentro de un linaje. Falta seriedad y respeto por esto tan bonito que es el Wushu”.

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El Sanda o Sanshou es un combate entre dos personas en el que se permite gol-pes, puños y patadas.

No. 70 Septiembre de 2014

20 Libros

Licencia para mentir La delgada línea entre la ficción y la realidad parece

ser trazada no tanto por la fidelidad a los hechos como por la memoria de los personajes. La novela de Jorge Franco, El Mundo de Afuera, pone el dedo en la llaga

del mito de los Echavarría Misas.

El Mundo de Afuera, ganadora del premio Alfaguara 2014. Entre los jurados que integran el galardón se encuentran, entre otros, escritores como Laura Restrepo, Sergio Vila-Sanjuán e Ignacio Martínez de Pisón.

Los Carnavales de Berlín sucedían entre un frío extremo y unas calles congeladas en 1932. Con un abrigo y botas de goma para poder caminar

en esa ciudad aterida, Benedikta Zur Nieden salió para el baile del 4 de febrero, con la ausencia de su amiga Gerta quien había desistido de ir al evento en el último momento. Para no opacar sus ojos azules, esa noche se decidió por una estola roja sobre un vestido senci-llo y unos are-tes grandes de cobre. Con eso encima y un aire de aventu-ra que ella mis-ma reconocería después, vio a un hombre en esmoquin con una flor blanca de papel en el ojal y pensó, a manera de pre-monición: “Es el único hombre con quien debo bailar”, y entonces bailó solamente con él, desde ese día hasta siempre.

Ese hombre era Diego Echavarría Misas, quien de la mano se la trajo en un barco para Colombia y quien le mostró que Medellín, mucho más caliente que la fría Alemania, también podía ser su casa. Fue él quien fi-nalmente, el 8 de agosto de 1971, la dejó sin querer, sin pensarlo, para enfrentar 40 días de un secuestro que terminó en el abandono de su cuerpo sin vida en algún lugar de Santa Elena, en las afueras de la ciudad.

Los 40 días del secuestro, Benedikta Zur Nieden esperó a su esposo, negoció con los secuestradores muy al pesar de lo que le dijo Don Diego en el momento del secuestro: “Ni un peso por mí, Dita”, y guardó silencio en el actual Museo El Castillo, que para ese momento era la residencia de la familia Echavarría Zur Nieden y que ahora es el lugar donde reposan todos sus tesoros. Obras de arte, mueblería de época, objetos personales y un aire entre la grandeza y el aislamiento.

Ese hecho, el secuestro de uno de los hombres más filántropos que ha tenido Medellín, del que muchos acusan al Mono Trejos, es el que Jorge Franco relata en su nueva novela El Mundo de Afuera. Premio Alfaguara de Novela 2014, el libro narra, junto con apartes de la vida y rutinas de la familia Echavarría Zur Nieden, el suplicio del secuestro con una mirada protagonista en los conflictos personales de los secuestradores.

Después de recibir el premio con un discurso en el que agradece a los ojos de su hija, el idioma de su país y el amor por el oficio que ejerce, Jorge Franco presentó su libro en la ciudad de Medellín en el teatro de la Librería Panamericana. El espacio inicialmente propuesto por la editorial y por Franco era el Museo El Castillo, pero a último momento se cambió el lugar y empezó una especulación que se resolvió con un comu-nicado de prensa y una acusación de censura.

Que no juzgan la obra pero que no les parece co-rrecta, que las personalidades y las conductas de los Echavarría Zur Nieden son muy ajenas a la realidad, que era impresentable en su espacio porque irrespeta-ba la memoria de sus fundadores hasta llegar a cari-caturizarlos y que no y que no y que no, dijo la junta directiva del Castillo en un comunicado de prensa que terminaba con esta frase: “Finalmente, el Museo El Castillo ratifica una vez más su apertura a la libre expresión de todas las formas de cultura, lo cual no pugna con su legítimo derecho a preservar la memo-

ria de sus fundadores”.Benny Duque, quien compartió muchos años una

amistad con Benedikta y ahora es la biógrafa oficial de la familia, entiende pero no lo acepta: “Lo que pasa es que desafortunadamente los escritores tienen ciertos derechos que se dan para apropiarse de un personaje, de cualquier tema y hacer una ficción”. Ella, que se siente un poco incómoda por aparecer en la página de agradecimientos del libro de Franco, pues le facilitó un archivo de prensa, piensa que hubiera sido mejor si el autor hubiera cambiado los nombres, “son licencias lite-rarias pero a mí no me parece, yo no estoy de acuerdo”.

Frente a la cancelación de su evento en El Castillo y el comunicado de prensa, Franco acusó y acusó por censura al contenido. En una entrevista con El Tiempo dijo que la decisión de El Castillo de impedir la presen-tación en ese lugar se debió a radicalismos morales de la junta directiva. “Lo que realmente les habrá molesta-do es haber bajado esos personajes del pedestal y darles connotaciones humanas. Esa es la labor fundamental de un novelista. Sobre todo con uno que trabaje con personajes que sí existieron”. También defendió el res-peto con el que trató a los personajes y dijo que su oficio supone llegar a todas las facetas de un personaje, reales o ficticias. Y tiene un escudo protector.

La palabra novela funciona, en todos los casos sin ninguna excepción, como un muro de contención ante casi cualquier tipo de cargo. En la novela se miente. Tomás Eloy Martínez, quien pasó por una situación parecida a la de Franco con sus historias noveladas so-bre los esposos Perón, en una entrevista con Juan Pablo Neyret lanzó unas palabras que más son un argumento para que un literato pueda apropiarse de la realidad sin

ningún tipo de pugna: “Las novelas son tejidas sobre el bastidor de la historia de ciertos personajes históricos, pero no pretenden una reconstrucción prolija o fiel de los hechos”.

Y con este argumento históricamente irrefutable, son muchos los que aseguran que no se cometió ningún tipo de falta y que tampoco corresponde a El Castillo determinar si es o no fiel la versión de Franco. El perio-dista Reinaldo Spitaletta, a pesar de tener la realidad como materia prima en su trabajo, propone un ejem-plo: “Una de las novelas colombianas más interesantes es Cóndores no entierran todos los días, de Gardeazábal. Aprendemos más del Cóndor Lozano en esa novela que lo que nos ha contado la historia ‘verdadera’. Así que no hay contradicción en novelar personajes históricos”.

Partiendo de lo evidente que es ficcionar la reali-dad dentro del plano literario, el escritor Pablo Monto-ya establece además que el caso de Jorge Franco no es algo novedoso. “En el caso de la literatura antioqueña, por ejemplo, comienza muy claramente con Tomás Ca-rrasquilla, con Frutos de mi tierra, que la escribió para mostrarle al círculo de intelectuales al que pertenecía sobre realidades cotidianas y mostrar que de esa ciudad aburridora y provinciana que era Medellín sí se podía hacer una novela”.

Franco no escogió precisamente la Medellín “abu-rridora y provinciana”, sino que escogió como base para su libro la historia de una de las familias más emblemáticas e inmortales de la ciudad; es por eso que el escándalo ha sido tal que se siente ofensa y que, como muchas otras ficciones de historias o lugares reales, no ha pasado desapercibida.

Andrea Uribe Yepes [email protected]

“Lo que realmente les habrá molestado es haber

bajado esos personajes del pedestal y darles

connotaciones humanas. Esa es la labor funda-

mental de un novelista. Sobre todo con uno que

trabaje con personajes que sí existieron”. )(

Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia

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Crónicas de la basura blanca

Lecciones de dromomanía

Ángel Castaño Guzmán [email protected]

En el Royal Lunch, un bar frecuen-tado por la clase trabajadora de Winchester, Virginia, Joe Bageant

(1946-2011) encuentra los temas y personajes de Crónicas de la América profunda (Ícono, 2014), el estupendo libro periodístico que le granjeó celebridad. Allí, frente al modesto es-cenario de karaoke, conversa con Dink –añeja gloria local gracias a una paliza propinada a un chimpancé boxeador–, con Tom –vetera-no de la guerra de Vietnam, vencedor de un combate cuerpo a cuerpo con la heroína–, con Dottie –cantante amateur cuya salud la obliga a encaramarse a la tarima con un tanque de oxígeno–; en fin, con especímenes de la ba-sura blanca, epíteto usado por los urbanitas de dedo parado para nombrar a los obreros embrutecidos por cantidades industriales de cerveza, sermones dominicales de predicado-res fundamentalistas y cientos de horas ante el televisor.

El trabajo de Bageant, por fortuna, no se limita a compilar anécdotas pintorescas o a mofarse de la alarmante ignorancia de sus parroquianos; logra un ameno y hábil retrato de un importante sector del electo-rado gringo. De sus entrañas provienen, por ejemplo, Lynndie England, la protagonista de las atroces fotografías de Abu Ghraib, y los miles de ciudadanos convencidos de la misión salvífica concedida por la providen-cia a los Estados Unidos.

Ateo confeso y marxista militante, Ba-geant no tiene piedad con el Partido Repu-blicano. Ironista salvaje, convence al lector de la malevolencia de un sistema económico

hambriento de mano de obra barata, capaz de sacrificar la dignidad humana en busca de aumentar las fantásticas cifras de los tiburo-nes de Wall Street. El analfabetismo de los habitantes es el cimento de las victorias de la pandilla de Bush, personaje blanco de las envenenadas saetas del periodista.

Sí, lo sé: lo dicho hasta aquí crea la ima-gen de un libro cocinado con los típicos in-gredientes del discurso izquierdista setentero. Hasta cierto punto dicha percepción es cierta. Varios pasajes del volumen asumen un tono de denuncia social y política. Sin embargo, incluso en las páginas más airadas, Bageant no renuncia al sentido del humor. Ahí está, para mencionar solo un caso, la caricatura de Laurita Barr, una adinerada seguidora de los neoconservadores, grupúsculo ubicado a la diestra de Dick Cheney. Los demócratas tam-poco salen ilesos. Los acusa de miopía y como-didad: en lugar de convertirse en portavoces de los asalariados, los desprecian por torpes.

En “El valle de las armas”, la mejor cró-nica del conjunto, se aleja del alegato de los liberales a favor del control de las armas de fuego. En la orilla apuesta a Michael Moore, Bageant analiza el papel de las escopetas y los rifles en el quizá último ritual familiar de los estadounidenses: la caza de ciervos. Además, provisto de cifras, señala la baja tasa de crimi-nalidad en aquellos estados donde las familias tienen un revólver en casa.

El periodismo de autor, pariente del en-sayo y de la novela, describe al mundo con eficacia asombrosa. Nada le envidia a la fic-ción. El cronista, a diferencia del reportero raso, no sufre la tiranía de la primicia; por lo tanto, puede dedicarle el tiempo necesario a una historia para encontrar en ella la veta de oro. El número de caracteres lo define el tema mismo, no la tijera del editor.

Ángel Castaño Guzmán [email protected]

El Grand Tour fue, en los siglos XVIII y XIX, el complemento formativo de los aristócratas. Se viajaba no con intenciones

comerciales o de cambio de residencia. Se empren-día el camino con una certeza: las millas acumula-das educan mejor que academias y universidades. O, en palabras de Marcus, un inglés con quien Antonio Morales Riveira conversa en un momento de su travesía por la India: la vida ocurre gracias al viaje. Tal vez, sin pretenderlo, haya dado la de-finición de dromomanía, esa impulsión mórbida por andar.

Harto se ha escrito sobre las transformaciones efectuadas en nuestra identidad cuando alistamos las maletas, salimos del útero de las calles conoci-das y dejamos atrás los rostros del día a día. Vargas Llosa lo confiesa en un ensayo publicado en Letras Libres: descubrió a América Latina en París. La lejanía le permitió comprender las cosas, la gente, la existencia, la historia, de otra manera.

Bordeo el cliché: la rutina impide la epifa-nía, milagro reservado para los viajeros. Ellos, como los poetas, dan vida a los espacios, resca-tan de las garras del tedio el sentido de los sitios. Instantes semejantes, decisivos los llamarían los fotógrafos, brillan en Antoniología (2012), com-pilación de crónicas del hijo del novelista Prós-pero Morales Pradilla.

De los textos reunidos en el volumen, resulta-do de 37 años de labor periodística, se puede repe-tir lo dicho por Germán Vargas, en el prólogo de El último macho (1981), de los cuentos de Morales

Riveira: en ellos abunda la gracia y la frescura. En algunos, sobra. Divididas en secciones temáticas, las crónicas, casi todas publicadas en la revista Cromos, brindan un panorama de los gustos y las fobias de su autor.

Los pasajes del libro en los cuales Antonio ha-bla de sí, asumiendo el protagonismo de lo narra-do, dan en el blanco. Si bien el tono es similar en el grueso, el empleado en el relato de los minutos finales de Jaime Bateman, fundador del M-19, lin-da con el de la ficción. Bien podría considerarse un cuento. A veces complaciente con los personajes notables –así se les llama en la tabla de contenido–, pienso en los perfiles de Fanny Mikey y de Marta Senn, donde las únicas voces son las de las matro-nas del canto y el teatro nacional, Morales Riveira conoce el oficio de narrador. Dosifica la informa-ción y no duda a la hora de enfrentar con auda-cia un tema, evadir lo manido. Ahí está, a guisa de ejemplo, la crónica “El condenado a muerte”, merecedora del Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar. Echándole mano a los recursos del folletín –cuenta la historia en dos entregas– y del cine, da una soberbia lección de cómo huir del lu-gar común, del tratamiento trillado.

Luego del periplo, de ver y sentir en carne propia el calor excitante de Nueva York y el peli-gro de las aguas del Amazonas, de ir de un extre-mo a otro de la India en pos de la iluminación, de dejarse llevar por el frenesí del carnaval de Cu-rramba, Morales Riveira vuelve a Bogotá. El en-cuentro es el de dos desconocidos. Ambos, la urbe y el trotamundos, han cambiado hasta el punto del no retorno, de ser distintos. Con la mirada depurada, recorre la capital. La brújula señala al asombro. De allí saldrán dos crónicas de an-tología, las mejores del conjunto: “Las plazas del mercado” y “El final de un exilio”. En la primera, en el caos de pregones y esencias de las plazas de mercado encuentra el alma de la ciudad. En la segunda, acompañado por un taxista, recorre de punta a punta la urbe para al final fundirse en el abrazo multitudinario de Transmilenio.

Joe Bageant (2014). Crónicas de la América profunda. Bogotá, Editorial Icono, 280 p.

Antonio Morales Riveira (2012). Antoniología, crónicas y reportajes. Bogotá, Editorial Icono, 336 p.

Crónica

No. 70 Septiembre de 2014

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Daiana González Navas [email protected]

Cuando las cosas ocurren tan aprisa, nadie puede estar seguro de nada, de nada,

de nada, ni siquiera de sí mismo.Milan Kundera, La lentitud

Verde manzana, verde limón, verde pasto, ver-de montaña, verde musa paradisíaca, verde aguacate, verde como las hojas del café. Todos

los tonos que pintan a las montañas quindianas pasan uno tras otro como si fuesen fotogramas. Paredes ta-pizadas de naturaleza bordean el camino y a veces se muestran las colinas con su abultamiento de plantacio-nes de café Castilla o arábico. El bus sube por el cruce de Río Verde y solo cuando pasa por La Quiebra, donde precisamente se quiebra el camino en dos, es cuando se es consciente de la majestuosidad de la Cordillera Occidental. Por el quiebre del lado izquierdo se llega al municipio de Córdoba, y por el del lado derecho, a Pijao, un pueblo que en este último año ha dado mucho de qué hablar en los medios de comunicación por ser el primero en América Latina en postularse para entrar a la Red de Ciudades sin Prisa, Cittaslow.

La organización Cittaslow nació en Italia en 1999, creada por Paolo Saturnini, alcalde de Greve en Chian-ti (una pequeña población de Toscana en Italia, país del mundo que tiene más ciudades afiliadas: 74). Derivada del movimiento Slow Food o Alimentación sin Prisa, la Red propone un modelo alternativo de desarrollo de au-tosostenimiento, dirigido a lugares con población me-nor a 55 mil habitantes y que lleven un ritmo de vida menos acelerado que el de las grandes ciudades. Es un modelo que busca rescatar la tradición y el patrimonio cultural del territorio, en donde el ser humano es el protagonista de la vida lenta y saludable, la respetuosa salud de los ciudadanos, la autenticidad de los produc-tos y la buena comida.

Dar con Pijao no es tan fácil. Desde Armenia, no existe señalización alguna que indique cómo llegar. Para dar con el lugar se debe estar dispuesto a pre-guntarle por su ubicación a más de un cuyabro, con el riesgo de poder equivocarse de camino, devolverse y nuevamente buscar la ruta adecuada, pues no muchos suben a Pijao porque no es un lugar con un turismo

convencional, y serlo tampoco es el ideal del pueblo.Un arco de ladrillo ubicado alrededor de la carrete-

ra avisa que ha culminado el viaje. Las pequeñas casas, muchas de ellas construidas en bahareque, demuestran la influencia de la colonización antioqueña. Paredes con su blanco cal, combinadas con los colores vivos de sus puertas y ventanales: un verde y rojo, azul y amarillo, naranja y verde, vino tinto y oro. De lejos se alcanza a divisar el campanario de la iglesia y cer-ca de la avenida principal se ve la casa de Mónica, la pionera del movimiento Cittaslow en Colombia.

Vivir en Las NubesEn la fachada del hos-

tal de Mónica, un caracol de cuerpo azul y concha naranja sonríe. Este anun-cio de madera tiene que ver con el nombre del lugar y con la esencia del pueblo donde se ubica, que, como muchos de los municipios colombianos, es lento por naturaleza. Lentitud como sinónimo de serenidad, in-tuición, paciencia, receptividad. Lentitud como sinóni-mo de actuar como el caracol, sin pausa pero sin prisa y que la calidad prime sobre la cantidad.

El hostal de Mónica Flórez se llama Las Nubes, probablemente porque cuando se entra a este desapa-rece la lluvia incesante de pensamientos que llenamos con tareas pendientes y solo queda espacio para el so-nido de la naturaleza que obliga, de forma placentera, a que se le preste la atención que no se le ha dado por tanto ruido que se trae de la ciudad. Esto, junto con el piso de cedro, los acabados en madera, la pequeña huerta autosostenible, la comida preparada en aceite de oliva, pimienta, ajo y romero, y las numerosas revistas,

libros y periódicos dispuestos a ser leídos en cualquier lugar de la casa, hacen del hostal un verdadero cielo para los amantes de la serenidad.

Mónica abre siempre sonriente la puerta del hostal que administra. Su aspecto raya con la estética de la mayoría de las mujeres de Pijao: lleva zapatos Converse de cuero, jean entubado, camisa manga larga color vino tinto y gafas púrpura, al estilo Gatúbela de los años 50. Un aire juvenil y universitario la rodea, ese mismo aire de querer cambiar el mundo.

Lista para encaminar al visitante por una ruta ya antes establecida y explicarle en unas cuantas horas su trabajo de seis años, agarra su mochila de teji-do wayúu, la cuelga en uno de sus brazos delgados y empieza el recorrido que va desde las huer-tas orgánicas de Leiber Peña y Oliva, el embellecimiento de los letreros en madera de la mayo-ría de almacenes, el café orgáni-co Luqman de Víctor Grisales, la protección del patrimonio arqui-

tectónico, la recuperación de las fachadas de las casas más antiguas, los murales tras la iglesia, la galería de Meluchita, hasta los diseños de varios de los senderos del pueblo y los proyectos de la ruta agroecológica.

Si el foráneo tiene suerte, posiblemente también visite la finca de café orgánico Don Leo, suba a uno de los senderos ecológicos y hasta pase por el colegio Santa Teresita, donde estudió Mónica y en el que, después de un tiempo, también enseñó Filosofía e Inglés.

Una y otra vez recorre los caminos en los que ha pasado gran parte de su vida. Muchos de ellos no cam-biaron, se quedaron congelados en aquel tiempo en el que corría por los tejados de la casa de sus padres con sus gruesos anteojos fondodebotella y cabello enmaraña-

En junio del 2012, Pijao recibió una mención especial por parte de la Federación Nacional de Municipios como reconocimiento de una experiencia innovadora.

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A la organización Cittaslow In-

ternational Network pertenecen

189 ciudades presentes en 29

países del mundo. )(

Un recorrido por el que será el primer municipio en América Latina en ser declarado ciudad sin prisa o cittaslow. Una postura que va más allá de darle valor a la lentitud y que abarca propuestas medioambientales, de economía

sostenible y de cuidado a la arquitectura tradicional.

Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia

23do. La misma casa que hoy, al tener ya varias re-estructuraciones, es el hostal que recibe cada que puede a un nuevo visitante que quiere conocer el pueblo y, de paso, hacerse voluntario en la Funda-ción Pijao Cittaslow.

Lo único que cambió de ese tiempo de calles empedradas fue la mirada que tenía Mónica del pueblo. Para que esta mirada cambiara fue necesa-rio que ella viajara lejos de su tierra. Al terminar su bachillerato, la tímida mujer de las gafas grue-sas y cabello negro se mudó a Armenia a estudiar Tecnología Educativa en Comunicación en la Uni-versidad del Quindío. Luego, para saciar su sueño de ser una mujer global, vivió en Estados Unidos. A su regreso tenía decidido ir a estudiar su maes-tría en Barcelona, pero la embajada le negó la visa.

— En ese momento sentí que tenía algo que debía desarrollar, que mi proyecto de vida no es-taba en el mundo global sino aquí en Pijao —dice Mónica mientras camina por lo que se ha converti-do como su proyecto de vida.

Así, después de veinte años, regresó a Pijao. “Cuando se está afuera es cuando realmente se da cuenta de lo que se tiene”, dice una y otra vez. Quizá una de las razones a esto las dé Mi-lan Kundera en La lentitud, donde explica que la palabra añoranza se deriva del verbo latino ignorare. Ignorancia de no saber lo que se tiene hasta que se añora y se vuelve al origen.

Mónica se detiene cada vez que se encuentra a uno de sus vecinos, saluda e inicia una con-versación sin afanes, sin limitarse con el tiempo, sin acortar las ideas. Crea proyectos con quien pueda, habla de los miedos de una posible explo-tación minera, de la ineficiencia política o de las preocupaciones del pueblo.

— Haber vivido en una sociedad como la nortea-mericana, donde la gran mayoría de las cosas son fic-ticias y donde la gente no es tan feliz, me hizo dar cuenta de la gran riqueza cultural, ambiental y arqui-tectónica que tenemos. Solo nos falta tener una mejor calidad de vida.

Las Cittaslow en Europa —Lekeitio en España, Orvieto en Italia o Grigny en Francia, entre otras—buscan con este movimiento frenar el ritmo. Dedicar el tempo giusto para cada situación, que se ha ido ace-lerando por estar inmerso en las dinámicas globales. Sin embargo, en Colombia este movimiento tiene otra connotación. Pijao ya es slow.

El sesenta por ciento de la población de Pijao vive en las zonas rurales. Los pocos pobladores de la zona urbana transitan a pie o en cicla y la comida que se consume es cosechada por sus propios vecinos; por las gallinas criollas de doña Mery, por la huerta de aromáticas de doña Oliva, por la miel de la finca de doña Martha o por el café y los tomates de don Leo. Lo que busca Mónica con Cittaslow en Pijao es formar conciencia en los ciudadanos y mejorar las condicio-nes de vida; que haya agua potable, saneamiento bá-sico, una relación más amena con el medio ambiente, mayor apropiación por la cultura, la gastronomía y el patrimonio arquitectónico, turismo responsable y

estabilidad laboral para los pequeños productores. — Yo buscaba un proyecto que se acoplara a esas

características. Mi hermano me habla de Cittaslow hace aproximadamente siete años, y desde esa fecha tenemos un contacto directo entre Pijao y el movimiento Cittas-low, que tiene su sede en Orvieto, Italia.

Una melodía angelical sale por los parlantes de la iglesia; en cada rincón del pequeño pueblo retumba el sonido del Ave María que invita a los feligreses a asistir a la misa. Son las 4 de la tarde y, sin embargo, en el reloj del campanario siguen siendo las 7:30. Es viernes, día en el cual Mónica se reúne en el hostal con jóvenes entre 13 y 15 años que están interesados en ser vigías del patrimonio de Pijao.

— ¿Cómo podemos evitar que acaben con nuestros páramos, Emanuel? —le pregunta a uno de los vigías.

— Con Cittaslow, Mónica, o consiguiendo el título de Paisaje Cultural Cafetero —apunta con certeza el mu-chacho.

— Tenemos que hacer un trabajo más amplio con la ciudadanía porque la cosa es delicada. Recuerden que

hay 22 títulos mineros en Pijao y los páramos es-tán en riesgo -les dice Mónica mientras sostiene en-tre el pulgar y el meñique una guayaba que come cada vez que para de hablar.

El reloj del campanario todavía anuncia que son las 7:30. El hostal de Mónica se prepara para los siguientes visitantes, que pueden ser los miem-bros de la Fundación, los jóvenes que se alistan para ser guías turísticos o los niños más pequeños, entre ocho y diez años, que visitan a Mónica para jugar con el Lego y de paso escuchar las lecturas en voz alta.

Después de la triste nocheDe quince mil habitantes que tenía Pijao, ahora

hay seis mil. La gente se fue del pueblo temiendo que esa noche se repitiera. Esa noche en la que, hace trece años, entró la guerrilla y sembró el terror. Una sola noche condenó a Pijao a ser reconocido en el Quindío como zona violenta. Una sola noche lo con-sumió en el olvido. La crisis económica en la que ya venía el pueblo por la caída del precio del café y el terremoto de 1999, se acrecentó con todos los desas-tres que había generado aquella toma guerrillera del Frente 50 de las Farc.

Hoy, aunque la tranquilidad se pasea por las calles, sigue la preocupación por la dificultad de conseguir un trabajo digno y por la inestabilidad del precio del café. Las problemáticas del campo colom-biano hicieron que se estableciera con más fuerza Cittaslow.

Y ahora, con la propuesta de la Fundación de hacer un turismo justo, el pueblo se enfrenta a una paradoja: que aquel turismo sostenible, destinado a ayudar a los pequeños productores y a evitar que la vida se trastoque con el ruido del turista, no ter-

mine convertido en un turismo convencional, con empre-sas hoteleras que remplacen los hostales, restaurantes de lujo que quiebren los pequeños restaurantes y galerías artesanales que obliguen al ciudadano a dedicarse solo al turista que viene, y a dejar su vida tranquila.

Tanto más reconocido sea Pijao por ser un pueblo tranquilo, más estará a la vista de grandes empresarios que buscarán la manera de sacar un poco de ganancias de la reputación que se ha sabido ganar el pueblo. Aun-que por otro lado, entre más sea reconocido Pijao, más municipios colombianos verán a Cittaslow como una al-ternativa para aplicar en sus pueblos.

Ya para octubre Pijao será oficialmente una Cittas-low y las publicaciones en los medios de comunicación no darán espera. Mientras tanto, la Fundación Cittaslow estará dando la pelea para que el proyecto siga siendo en pro de los pequeños pobladores.

— Yo no sé si el Movimiento Slow me va a ayudar a conseguir el objetivo, que es un sueño que viene desde antes, y es tener una relación más armónica con el planeta; que los jóvenes y las madres tengan en casa huertas autosustentables y una mejor educación. No sé si al final será Cittaslow, o pueblo responsable, o un pueblo verde, pero sé los elementos que quiero que tenga y lucharé hasta donde pueda para que así sea —concluye Mónica.

En Colombia, el Movimiento Slow llegó con la aparición de la Red Slow Food. Hoy son diecisiete comunidades del alimento localizadas en diez departamentos de Colombia (Cundinamarca, Boyacá, Nariño, Meta, Cauca, Santan-der, Antioquia, Caquetá, Tolima y Magdalena) miembros del Colectivo de Productores y Consumidores Orgánicos de Colombia y pertenecientes a la Red Terra Madre, que plantea una economía local basada en la alimentación, la agricultura, la tradición y la cultura.

Además, por la misma fecha en la que Mónica Flórez creó la Fundación, en Bogotá se estaba creando la Organi-zación Despacio, que, de forma intrépida, ha tratado de llevar a la ciudad las ideas del Movimiento Slow con temas relacionados con el desarrollo y ciclo vital, el desarrollo urbano-regional y el cambio climático.

Como Despacio y la Fundación Cittaslow, existe una serie de propuestas que, aunque no estén vinculadas con el Movimiento Slow, practican su filosofía. Este Movimiento de Slow Cities promueve el uso de la tecnología orientada a incrementar la calidad del medio ambiente, a salvaguardar la producción de alimentos singulares y ganar la contri-bución al carácter de la región. Además, busca promover el diálogo y la comunicación entre los productores locales y los consumidores, así como a incentivar la producción de alimentos usando técnicas naturales y amigables con el medio ambiente. Tal es el caso de los Mercados Orgánicos en Medellín, las conservas artesanales Margaritas del Río, el café El Retiro, la tienda de productos orgánicos Col y Flor, Ceres, Yerbabuena y otras más que no conocen el caracol de cuerpo azul y concha naranja, pero que llevan uno de ellos adentro de su ser.

Ser slow no es solo asunto de caracoles

Montañas entre los municipios de Pijao y Génova (Quindío).

(De izquierda a derecha) Leiver Peña, miembro de la fundación Pijao Cittaslow; Martina Schmidt, cultivadora de café orgánico; y Mónica Flórez, creadora de la Fundación Pijao Cittaslow, vesti-das de chapoleras o recolectoras de café.

No. 70 Septiembre de 2014

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