economía de la guerra y malgobierno como condicionantes de losprocesos de rehabilitación

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1 Economía de la guerra y malgobierno como condicionantes de los procesos de rehabilitación. El caso de Angola 1 Karlos Pérez de Armiño. Profesor Titular de Relaciones Internacionales. Universidad del País Vasco-Euskal Herriko Unibertsitatea. Investigador de HEGOA-Instituto de Estudios sobre Desarrollo y Cooperación Internacional Introducción La literatura especializada suele explicar los procesos de rehabilitación posbélica como un conjunto de procesos superpuestos e interdependientes entre sí, que deberían llevar de la guerra a la paz, de la emergencia humanitaria a un entorno de desarrollo, de regímenes autocráticos a sistemas pluripartidistas y de una economía distorsionada por el conflicto a otra saneada, la cual, en el actual contexto internacional, normalmente se concibe como una economía de mercado. Sin embargo, cada proceso de rehabilitación posbélica es singular y presenta características propias, de modo que muchas veces la realidad no sigue ese patrón ideal. En efecto, son muchos los factores que pueden obstaculizar, distorsionar o, cuando menos, condicionar la reconstrucción posbélica de un país 1 Este artículo desarrolla la conferencia del mismo título pronunciada por el autor en la XXII Edició Curs d’Estiu de la Universitat Internacional de la Pau de Sant Cugat del Vallès, realizada en julio de 2006. Sus contenidos se derivan de la realización del proyecto de investigación titulado “Seguridad humana, desarrollo humano y gobernabilidad como claves de los procesos de reconciliación y rehabilitación posbélicas”, financiado por la Universidad del País Vasco. Ref: 1/UPV 00111.323-H-15866/2004. Igualmente, son resultado del trabajo de campo realizado por el autor en Angola durante los veranos de 2001 y 2004. El autor agradece la colaboración prestada por las múltiples personas y organizaciones que fueron entrevistadas o proporcionaron apoyo en dichas visitas.

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Ponencia Karlos Perez Armiño 2007 estiu

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1

Economía de la guerra y malgobierno como condiciona ntes de los

procesos de rehabilitación. El caso de Angola 1

Karlos Pérez de Armiño. Profesor Titular de Relaciones Internacionales.

Universidad del País Vasco-Euskal Herriko Unibertsitatea. Investigador de

HEGOA-Instituto de Estudios sobre Desarrollo y Cooperación Internacional

Introducción

La literatura especializada suele explicar los procesos de rehabilitación

posbélica como un conjunto de procesos superpuestos e interdependientes

entre sí, que deberían llevar de la guerra a la paz, de la emergencia

humanitaria a un entorno de desarrollo, de regímenes autocráticos a sistemas

pluripartidistas y de una economía distorsionada por el conflicto a otra saneada,

la cual, en el actual contexto internacional, normalmente se concibe como una

economía de mercado. Sin embargo, cada proceso de rehabilitación posbélica

es singular y presenta características propias, de modo que muchas veces la

realidad no sigue ese patrón ideal.

En efecto, son muchos los factores que pueden obstaculizar, distorsionar o,

cuando menos, condicionar la reconstrucción posbélica de un país 1 Este artículo desarrolla la conferencia del mismo título pronunciada por el autor en la XXII Edició Curs d’Estiu de la Universitat Internacional de la Pau de Sant Cugat del Vallès, realizada en julio de 2006. Sus contenidos se derivan de la realización del proyecto de investigación titulado “Seguridad humana, desarrollo humano y gobernabilidad como claves de los procesos de reconciliación y rehabilitación posbélicas”, financiado por la Universidad del País Vasco. Ref: 1/UPV 00111.323-H-15866/2004. Igualmente, son resultado del trabajo de campo realizado por el autor en Angola durante los veranos de 2001 y 2004. El autor agradece la colaboración prestada por las múltiples personas y organizaciones que fueron entrevistadas o proporcionaron apoyo en dichas visitas.

2

determinado, tales como la pervivencia de las motivaciones originales del

conflicto, la persistencia en el tiempo de paz de redes e intereses económicos

que conformaron la “economía política de la guerra”, o las prácticas de mal

gobierno (falta de avances en la construcción de un sistema integrador y

democrático) por parte del nuevo régimen político.

Angola, donde la paz llegó en 2002 tras cuatro décadas de guerras

devastadoras, es un buen ejemplo de proceso de rehabilitación posbélica

distorsionado e imperfecto, debido a los tres factores citados y a algunos otros,

como el escaso papel jugado por la comunidad internacional (en concreto, por

Naciones Unidas y los donantes de ayuda) y, de forma determinante, por su

gran riqueza petrolera. Los recursos generados por el petróleo constituyen una

oportunidad potencial para el bienestar y el desarrollo de la población del país,

pero en la práctica representa la causa última de que los modelos político y

económico que se vienen edificando en él estén dando la espalda a la gran

mayoría, que sigue sumida en la pobreza en contraste con el acelerado

enriquecimiento de una minoría. Ciertamente estos años se han registrado

algunos avances, pero los pasos hacia una democracia integradora y hacia un

desarrollo humano que satisfaga las necesidades básicas de la población están

resultando excesivamente lentos, poco claros e insuficientes.

Por otro lado, una vez finalizada la guerra, era de esperar la reanudación de las

reformas democratizadoras iniciadas en 1991 y, a tal fin, la puesta en marcha

de un proceso de transición democrática, previo a las próximas elecciones,

para garantizar que éstas puedan celebrarse en condiciones de igualdad y

3

transparencia (Modiba, 2003:83, 89). Sin embargo, tal proceso está siendo

lento y poco visible. De hecho, después de reiterados aplazamientos, se

desconoce la fecha de las elecciones, y la elaboración del censo electoral está

afrontando diversos problemas. Además, no se ha procedido a corregir el

control patrimonial del Estado por parte del MPLA, a garantizar la división de

poderes en aquél, ni a incrementar la libertad de los medios de comunicación.

Dicho de otra forma, el actual proceso de reconstrucción en Angola no parece

estar afrontando adecuadamente muchos de los problemas que estimularon la

guerra, ni los grandes desequilibrios y distorsiones generados por ella, de

modo que existe el riesgo de que las heridas no cicatricen adecuadamente.

Tales problemas y desequilibrios son básicamente de dos tipos:

socioeconómicos y políticos. Entre los socioeconómicos destacan los altos

niveles de pobreza y la creciente desigualdad social, fruto de un sistema

depredador, modelado en gran medida por los intereses que conformaron la

“economía política de la guerra” durante décadas de conflicto, y en el que las

elites utilizan el poder político como un instrumento para acaparar

fraudulentamente los recursos del país y enriquecerse. En cuanto a los

problemas políticos, cabe subrayar los agravios y disputas relacionados con la

falta de democracia, el autoritarismo y los sentimientos de exclusión política de

diferentes sectores políticos y grupos étnico-territoriales. Estos dos tipos de

problemas, el económico y el político, son grosso modo los que enfatizan

respectivamente dos enfoques empleados frecuentemente por la literatura

sobre las causas de las guerras civiles recientes: el de la avaricia (greed), que

explica los conflictos como una lucha por el control de determinados recursos

4

naturales lucrativos; y el del agravio (grievance), que presta importancia

también a factores políticos como los sentimientos de opresión o la violación de

derechos2. Ambos tienen su importancia y están interrelacionados entre sí,

como ocurre en Angola.

Como hemos mencionado, uno de los principales factores condicionantes de la

reconstrucción económica y política de Angola es su condición de gran

exportador de petróleo. En este sentido, es razonable pensar que la

persistencia de muchos de los problemas y desequilibrios económicos y

políticos en el actual proceso de reconstrucción pueden explicarse a través de

lo que en la bibliografía sobre desarrollo se ha denominado la “maldición de los

recursos”. Según este enfoque, los países pobres con una dependencia

excesiva de la exportación de recursos naturales tienen cierta tendencia a

disponer de unas menores tasas de desarrollo humano y de democracia3.

Ciertamente es una explicación que debe tomarse con prudencia y matizarse

en cada caso concreto, pues son muchos los factores que condicionan el

modelo político y económico de un país, pero que tiene cierta verosimilitud en

casos como el de Angola. La pujante economía exportadora de petróleo en

este país es clave para entender la persistencia de múltiples aspectos de

malgobierno, como son el uso patrimonial del Estado por la elite, el

autoritarismo, la corrupción o la represión. Las prácticas depredadoras de los

recursos del país, como los ingresos petrolíferos y otros, por parte de las elites

que controlan el Estado, constituyen la principal causa de que en esta

coyuntura histórica de reconstrucción no se esté avanzando con claridad hacia 2 Sobre estos debates, véase por ejemplo Ballentine y Sherman (2003). 3 Entre la abundante bibliografía sobre la maldición de los recursos, un estudio genérico es el de Ross (2001).

5

un sistema político democrático e integrador, y hacia un modelo económico

más equitativo y que garantice el desarrollo humano de la población.

El objetivo de este artículo es precisamente trazar la citada interrelación entre

factores económicos (apropiación de riquezas como prolongación de la

economía de guerra) y políticos (malgobierno caracterizado por un Estado

patrimonializado por unas elites depredadoras, generadora de tensiones y

disputas). Se trata de una combinación de “avaricia” y “agravios” gestada

durante décadas de guerra, pero que en gran medida viene condicionando

negativamente el proceso de reconstrucción posbélica y delimitará el futuro del

país. No obstante, es preciso comenzar esbozando brevemente la historia de

guerras de Angola y sus consecuencias.

Las guerras de Angola

Angola es un crisol de diferentes grupos étnicos y antiguos reinos nativos,

conformado a partir de la colonización portuguesa iniciada en 1483 y concluida

en 1975. Tal colonización se centró durante siglos en un lucrativo sistema de

captura y tráfico de esclavos hacia América, basado en algunos puertos

costeros pero sin control del interior, algo que solo tuvo lugar a partir de finales

del siglo XIX. Como consecuencia, la presencia de colonos fue escasa y la

metrópoli nunca estableció un sistema de gobierno sólido. El régimen colonial

se basó en un sistema de esclavitud que fue abolido en 1880, si bien otras

formas de trabajo forzado perduraron en realidad hasta mediados de los años

60. La economía colonial descansaba en la producción de algodón, caucho,

6

madera, minerales y, sobre todo, café, si bien hacia 1960 el principal recurso

pasó a ser el petróleo.

El colonialismo portugués no se basó en el gobierno indirecto mediante las

elites locales, sino en el mero privilegio de los colonos, por lo que no se esforzó

en desarrollar estructuras para el autogobierno ni en capacitar cuadros locales.

En una escala intermedia entre los colonos blancos y los indígenas, carentes

de derechos, se encontraban los assimilados, un reducido número de nativos

(1% del total al proclamarse la independencia) que habían hecho suya la

lengua y cultura portuguesas, y que habían obtenido el derecho a voto, la

ciudadanía portuguesa y un cierto estatus socioeconómico. Entre ellos se

encontraba un grupo más específico, el de los mulattos, conformado por

familias enriquecidas incluso ya al comienzo del período colonial, con el tráfico

de esclavos y otras actividades. Estos dos grupos, los mulattos y los

assimilados, han conformado las elites del país tras la independencia, y

constituyen un rasgo característico de la sociedad angolana, que le aporta otro

elemento más de complejidad y división añadido al étnico o al geográfico

(Malaquías, 2007:29-33).

Estimulados por la discriminación que sufrían, algunos sectores de assimilados

y de nativos con cierta formación desarrollaron una conciencia nacionalista y, a

finales de los 50, comenzaron la lucha por la independencia. Se abrió así un

período de cuatro décadas de conflicto armado casi ininterrumpido, con cuatro

guerras consecutivas: a) la guerra de la independencia (1957-1975), finalizada

al alcanzarse ésta; b) la guerra del mato (bosque) (1975-1991), finalizada con

7

los Acuerdos de Bicesse; c) la guerra de las ciudades (1992-1994), finalizada

con el Protocolo de Paz de Lusaka; y d) la última guerra (1998-2002), finalizada

con el Memorando de Entendimiento de Luena.

La guerra por la independencia fue librada por tres organizaciones

nacionalistas, mutuamente enfrentadas, pues cada una tenía sus propias bases

étnico-regionales: el MPLA (Movimiento Popular de Liberación de Angola),

apoyado especialmente por los kimbundus del norte, aunque con el perfil más

multiétnico y urbano de las tres; el FNLA (Frente Nacional de Liberación de

Angola), representativo de los bakongo del norte; y la UNITA (Unión Nacional

para la Independencia Total de Angola), apoyada sobre todo por los ovimbundu

del centro-sur. Otra diferencia significativa radicaba en la clase social de sus

líderes: mientras los de la UNITA y el FNLA eran principalmente assimilados

educados en las escuelas de los misioneros, el MPLA estaba controlado sobre

todo por mulattos (Malaquías, 2007:33).

Tras proclamarse en 1975 la independencia, de forma caótica y sin traspaso

formal de poder, las tres organizaciones citadas emprendieron una guerra civil

entre sí. El MPLA, con apoyo de soldados cubanos y material soviético, logró

controlar la capital y fundar la República Popular de Angola. Por su parte, la

UNITA (junto al FNLA, que pronto se disolvería) constituyó en Huambo la

República Democrática de Angola, contando con el apoyo de Sudáfrica y de los

EE.UU. Se conformó así un conflicto armado característico del período de la

guerra fría, en el que un bando era aliado del bloque socialista y otro del

capitalista.

8

La conclusión de la guerra fría facilitó diversas reformas económicas y políticas

en el país. A finales de los 80 se efectuó cierta liberalización de la economía,

privatizándose propiedades públicas que los sectores pudientes acapararon a

bajo precio, y en 1991 se implantó un sistema pluripartidista, legalizándose

diversas asociaciones y medios de comunicación independientes. Las reformas

facilitaron la firma, ese año, de los Acuerdos de Paz de Bicesse y la

celebración de elecciones en 1992, todo ello bajo la supervisión de las

Naciones Unidas.

Al verse derrotada en las urnas, la UNITA volvió a las armas, iniciando la

“guerra de las ciudades”, que ocasionó la quiebra de la economía y una severa

crisis humanitaria, así como una pérdida progresiva del apoyo internacional a

esa organización. Desde aproximadamente 1993, los EE.UU. dejaron de

respaldarla, legitimando y apoyando al gobierno del MPLA, como hicieron

también las NN.UU. y otros gobiernos (Messiant, 2004a:108).

Dicha guerra concluyó en 1994 con el Protocolo de Paz de Lusaka, que

estipulaba la creación de un Gobierno de Unidad Nacional. Sin embargo, el

incumplimiento de los acuerdos generó una escalada de la tensión hasta el

estallido de la última guerra en diciembre de 1998. En su transcurso, la UNITA

fue perdiendo progresivamente capacidad operativa y control del territorio,

debido a la pérdida de sus principales apoyos internacionales y a las sanciones

que le impuso en 1998 el Consejo de Seguridad, en particular la que prohibía

venderle armas o comerciar diamantes de las zonas que controlaba. Si bien

9

diferentes organizaciones sociales abogaban por un final dialogado al conflicto,

el gobierno y, tácitamente, los principales potencias y multinacionales con

intereses en el país (Messiant, 2004b), optaron por la derrota de la UNITA.

Ésta llegó cuando el ejército dio muerte a Jonas Savimbi, el líder de esa

organización, en febrero de 2002. De forma inmediata, las jefaturas militares de

ambas partes iniciaron negociaciones a puerta cerrada y sin presencia de otros

actores nacionales o internacionales (como pudieran ser las Naciones Unidas).

El acuerdo de paz se plasmó en el Memorando de Entendimiento de Luena,

firmado el 4 de abril de 2002 entre ambos ejércitos4. El documento estableció la

amnistía para todos los crímenes cometidos durante el conflicto, la integración

de 5.047 soldados de la UNITA en el ejército y la policía, y la desmovilización

del resto de las Fuerzas Militares de UNITA (92.000 soldados y 400.000

familiares), en una amplia operación ejecutada por el gobierno y el ejército, sin

que las Naciones Unidas jugaran papel significativo alguno.

El citado acuerdo de paz de Luena, aunque presentado como un acuerdo

conciliatorio entre las partes, en realidad supuso la rendición de la UNITA,

edulcorada con la concesión a sus líderes de algunas prebendas. Representó

una paz basada en la victoria del gobierno y en la consolidación de las elites

del MPLA, hecho que delimita el marco y la orientación del actual proceso de

rehabilitación del país.

El impacto del conflicto armado

4 El proceso conducente a este acuerdo y sus características pueden verse en Griffiths (2004).

10

Pocas guerras africanas han sido tan largas y devastadoras como la de Angola,

la cual colapsó la economía, exacerbó diferentes desequilibrios estructurales y,

ante todo, condenó a gran parte de la población a unas dramáticas condiciones

de vida y a una grave crisis humanitaria. El conflicto causó aproximadamente

un millón de muertos, unos 450.000 refugiados en otros países y unos cuatro

millones de desplazados internos, hacinados en la capital y otras ciudades en

condiciones calamitosas. La guerra además colapsó la actividad económica,

salvo la explotación de petróleo y diamantes, debido a la inseguridad reinante,

los desplazamientos de población, la destrucción masiva de las

infraestructuras, y la proliferación de minas antipersona y anticarro (unos 6

millones). Particularmente grave fue el colapso de la agricultura, antaño pujante

y generadora de la mayor parte del empleo, que quedó limitada a una práctica

de mera subsistencia familiar.

Estos factores, junto a la quiebra de los servicios sociales básicos y el pésimo

acceso al agua potable (solo un 50% disponía de ella en 2002), dieron lugar a

un grave deterioro de las condiciones nutricionales y sanitarias, con la aparición

en ocasiones de hambrunas y epidemias, que han persistido incluso tras

acabar el conflicto. Se alcanzó así uno de los mayores niveles de vulnerabilidad

socioeconómica del mundo, palpable en su tasa de esperanza de vida, una de

las más bajas del continente (40’8 años en 2003), y en su tasa de mortalidad

infantil (260 por 1000 ese año), la segunda más elevada en el mundo. Del

mismo modo, la guerra ocasionó una de las tasas de pobreza más elevadas del

mundo, de 68% en 2001, presente sobre todo en el campo (94%), pero muy

11

alta también en las ciudades (57%) debido al hacinamiento de millones de

desplazados en musseques (arrabales) en condiciones de insalubridad, falta de

servicios y desempleo. Dado que el país cuenta con una de las tasas de

crecimiento demográfico mayor del mundo (2’8% anual), existe un alto

porcentaje de jóvenes (60% de la población con menos de 20 años en 2002),

gran parte de los cuales carecen de formación, empleo y perspectivas, lo que

puede ser un foco de conflictos. Por último, la guerra también ha erosionado la

sociedad tradicional y sus redes de solidaridad, lo que ha aumentado la

vulnerabilidad de amplios sectores sociales.

Al acabar la guerra se pudieron percibir con rapidez algunas mejoras, como

una mayor libertad de movimientos y el retorno de los refugiados y desplazados

(casi concluido para octubre de 2005). Sin embargo, la reintegración

socioeconómica de estos colectivos y de los soldados de UNITA, así como la

mejora general de las condiciones socioeconómicas, se han demostrado lentas

y difíciles.

Interpretaciones sobre el conflicto

Existen diferentes interpretaciones en la literatura sobre las causas del origen

del conflicto armado en Angola (sobre si pesaron más las diferencias étnico-

territoriales internas o la confrontación mundial de bloques), así como, en

especial, sobre los motivos de la continuidad del mismo desde el fin de la

guerra fría hasta 2002. Algunos autores subrayan las tensiones identitario-

12

territoriales, en particular el sentimiento de discriminación histórica de los

ovimbundus del Planalto Central, base principal de la UNITA. Otros señalan el

carácter irreconciliable del MPLA y de la UNITA, por cuanto ambas han sido

organizaciones autoritarias e incapaces de compartir el poder, al tiempo que

representan mundos y bases sociales diferentes. En efecto, la UNITA, como se

ha dicho, tiene su principal apoyo en los ovimbundus del Planalto Central y

conecta mejor con el mundo rural tradicional; mientras que el MPLA tiene una

base étnica más diversificada, pero ha representado sobre todo a los mulattos

y a los kimbundus de la costa y del norte, presentando un perfil más urbano.

Ahora bien, gran parte de los autores coinciden en que, desde principios de los

años 90, el principal motivo de la guerra radicó en el deseo de las elites de

ambos lados para controlar la producción de diamantes y, sobre todo, de

petróleo. La UNITA se ha financiado fundamentalmente gracias a los

diamantes de las zonas del noreste, que tenía ocupadas, si bien desde finales

de los 90 estos ingresos mermaron por las sanciones del Consejo de

Seguridad a las compras de tales diamantes y por la conquista de muchas de

tales áreas por el ejército. Por su parte, el gobierno y la elite de Luanda

siempre ha dispuesto de los yacimientos de petróleo ubicados en el mar, un

“santuario” seguro ante el conflicto cuyo control solo era posible a través del

poder político.

Otra explicación tiene que ver con una cierta funcionalidad de la guerra como

excusa y contexto apropiados para preservar los intereses de la elite

gobernante, consolidando su poder político y expandiendo el económico. La

13

reanudación de la guerra en 1992 le sirvió al régimen como justificación para

adoptar diversas medidas que facilitaron la preservación de los privilegios y los

mecanismos de enriquecimiento fraudulento de las elites. En efecto, se

frenaron las reformas democratizadoras, se mantuvo la opacidad en la gestión

pública y se incrementaron las prácticas de patronazgo, el control social, así

como la represión y violación de derechos humanos con la excusa de la

seguridad nacional (Hodges, 2001:169, 173),

Así pues, para la mayoría de los autores, la principal explicación de la

prolongación del conflicto desde 1992 hasta 2002 radica en la búsqueda del

poder político por las elites de ambas partes como instrumento para acceder a

los enormes recursos naturales del país. Diversos actores nacionales clave

tenían intereses y extraían beneficios de la guerra (Malaquías, 2007:10), por lo

que no tenían intención real en acabar con ella y llegar a un acuerdo para

rivalizar democráticamente por el poder.

Abundancia de recursos y malgobierno

Los abundantes recursos naturales de los que dispone Angola podrían

garantizar el bienestar para sus ciudadanos. Sin embargo, el modelo de

desarrollo económico que se está gestando en el país, basado en grandes

desigualdades y desequilibrios, así como un sistema político con rasgos aún

autoritarios y que excluye a gran parte de la población, dan por resultado que

las riquezas del país queden en manos de la elite en el poder y apenas

redunden en el desarrollo humano de la mayoría.

14

El país dispone, por ejemplo, de importantes recursos pesqueros, mineros e

hídricos, pero los tres más importantes son la tierra, los diamantes y, muy

especialmente, el petróleo. En cuanto a la tierra, existen zonas fértiles de

notable potencial agrícola, si bien la guerra destruyó la economía rural y redujo

la agricultura a prácticas de mera subsistencia familiar. Hay que destacar que,

desde hace algunos años, diferentes empresas e individuos poderosos han

venido registrando y apropiándose de tierras antes estatales o comunales, con

vistas a su explotación comercial, poniendo en riesgo el medio de sustento de

las poblaciones locales (Pacheco, 2004). En lo que se refiere a los diamantes,

Angola es el cuarto productor mundial y su producción aumenta

constantemente, esperándose que alcance en 2010 los 5.000 millones de

dólares. Si hasta fines de los 90 fue un recurso controlado por la UNITA y

explotado por garimpeiros informales, tras el final de la guerra el gobierno y la

elite se vienen esforzando por regular y controlar su producción y

comercialización

Pero el principal recurso es el petróleo, cuya producción ha aumentado

constantemente hasta unos niveles previstos para 2007 de casi dos millones

diarios de barriles. Se ha convertido con ello en el segundo mayor productor de

África y en el octavo mayor proveedor de EE.UU., a quien exporta el 40% de su

producción. Numerosas multinacionales petrolíferas de este país, y en menor

medida también de otros como Francia, Reino Unido o China (a la que exporta

el 30% de la producción), están presentes en Angola. Sin duda, el crudo es el

auténtico sostén de la economía nacional y del Estado, y la principal vía de

15

lucro de la elite gobernante. Sin embargo, como en otros país, el petróleo da

lugar a lo que se suele denominar la “maldición de los recursos”, esto es, a

numerosos desequilibrios y distorsiones en el modelo de desarrollo tanto

político como económico (Hodges, 2001, 2004). En efecto, la gran dependencia

de este sector genera un modelo de desarrollo extravertido (orientado hacia las

necesidades foráneas), geográficamente concentrado en algunas zonas (la

costa norte), al tiempo que económicamente distorsionado, pues los demás

sectores son poco relevantes y apenas se benefician del empuje del petrolero.

Igualmente genera un modelo social con grandes desigualdades (el petróleo

genera poco empleo, pero enriquece a una elite) y contribuye a un sistema

político propenso a la opacidad, la corrupción y el autoritarismo.

Por otro lado, la guerra dio lugar a una paralización no sólo de las reformas

políticas democratizadoras, sino también de la transición emprendida ya a fines

de los 80 hacia la economía de mercado. Las medidas liberalizadoras tomadas

en aquel momento se adoptaron en condiciones de falta de transparencia e

igualdad de competencia, con lo que gran parte de la actividad económica pasó

a ser controlada por monopolios y grupos de interés vinculados al poder

político, con un amplio uso de prácticas fraudulentas e incluso violentas. Así,

muchos bienes públicos (tierras, empresas, edificios) fueron privatizados sin

transparencia, tasaciones o licitaciones, situación que la nomenclatura

aprovechó para agrandar su propio patrimonio a precio de saldo (Ferreira,

2006:27).

16

Por tanto, el actual sistema económico es híbrido, pues coexisten formas

propias del capitalismo con algunos mecanismos de intervención estatal

heredados del modelo socialista anterior. Esta cierta confusión es utilizada por

las elites para preservar sus privilegios, haciendo negocios lucrativos al tiempo

que marginando a posibles competidores. Se trata de una forma distorsionada

de capitalismo con características depredadoras, basadas en el uso fraudulento

del poder político y administrativo para el propio enriquecimiento. Desde

comienzos de los 90, el aparente caos político y normativo propio de la guerra

ha servido para justificar la gran opacidad que caracteriza la gestión de los

recursos públicos y las cuentas estatales, así como mantener diferentes

mecanismos semifraudulentos de enriquecimiento por parte de sectores

poderosos (control monopólico de importación de productos, compañías de

seguridad, etc.; apropiación de zonas diamantíferas, apropiación vía su registro

legal de tierras comunales, etc.).

De esta forma, Angola se ha convertido en uno de los países más mayores

niveles de corrupción del mundo, la cual se complementa con un sistema de

clientelismo o patronazgo. En la cúspide de este sistema está el Futungo (esto

es, el círculo presidencial, o elite superior del país), siendo su principal

beneficiaria la elite en el poder, denominada nomenclatura del petróleo,

mediante el desvío fraudulento de grandes sumas procedentes de la

exportación de petróleo5. El gobierno ha sido reticente, tanto durante la guerra

5 Según un informe de Human Rights Watch de 2004 (Some Transparency, No Accountability), tomando datos del FMI, entre 1997 y 2002, unos 4200 millones de dólares (703 millones de media anual) procedentes del petróleo se desviaron por los gobernantes, sin que aparecieran en el presupuesto nacional. Esto equivalió a una media del 9'5% del PNB del país, o a la suma de los gastos sociales del presupuesto del Estado y de la ayuda internacional recibida por el país. Igualmente, el gobierno no ha revelado el

17

como después de ella, a implementar los mecanismos de control y

transparencia presupuestarios solicitados por el FMI y el Banco Mundial, por

cuanto su ausencia favorece los procesos de lucro de la elite.

Ciertamente, hay que reconocer que tras la guerra existen algunos signos

positivos que pueden contribuir a emprender reformas políticas hacia un

sistema político más democrático e integrador. Entre ellas cabría mencionar: a)

la desmilitarización de la UNITA y su conversión exclusivamente en un partido

político; b) el auge de una sociedad civil independiente, aunque aún débil; c) la

existencia de algunos medios de comunicación independientes y críticos; d) el

incipiente proceso de descentralización del país, que podría incrementar el

respeto a la diversidad del país, la participación política y la movilización de

recursos locales; y e) la previsible celebración de las elecciones legislativas y

presidenciales, reiteradamente aplazadas y sin fecha aún definida, pero en

torno a las cuales gira buena parte del debate político actual en el país.

Sin embargo, a pesar de estos elementos que pueden estimular la reforma del

sistema político, lo cierto es que éste sigue caracterizado por rasgos

autoritarios y patrimoniales, arraigados en la historia del país. Tras la

independencia, se creo un régimen monopartidista de orientación comunista,

aunque heredando los rasgos autoritarios y burocráticos del colonialismo

portugués. Las reformas de 1991 y las elecciones de 1992 abrieron un cierto

espacio democrático, pero que se vio mermado por la reapertura de la guerra

paradero de unos 600 millones de dólares de ingresos extra en 2004 generados por el alza de los precios del petróleo.

18

ese último año. Tras la finalización de la guerra en 2002, las reformas

democratizadoras y los pasos hacia las elecciones están siendo lentos y poco

claros. Así pues, el sistema político actual presenta unas características mixtas,

propias de un impasse prolongado: tiene rasgos de un régimen autocrático y

autoritario (poder concentrado en el presidente Dos Santos, falta de división de

poderes, identificación MPLA-Estado, represión); pero también algunos

elementos democráticos, como cierto pluripartidismo y cierta libertad mediática.

El sistema tiene una legitimidad política dudosa (las últimas elecciones se

realizaron en 1992), y un respaldo social limitado. Así pues, su mantenimiento

descansa básicamente en tres elementos: los recursos económicos y el

respaldo internacional (especialmente de EEUU) que proporcionan el petróleo;

la corrupción desde las altas esferas del poder, que alimenta diferentes redes

clientelísticas; y la represión, el control social y cierta “cultura del miedo”,

heredados del régimen militarizado de la guerra. En este ámbito, hay que

destacar que el ejército mantiene una fuerte incidencia en la política y la

economía, estando sus oficiales vinculados a diferentes redes de intereses. El

control social se completa con diferentes fuerzas policiales, con unos

poderosos servicios secretos, así como con la Organización de Defensa Civil,

unas milicias armadas vinculadas al MPLA, que no han sido desmanteladas al

concluir la guerra.

En definitiva, cabe decir que el Estado angolano es un instrumento al servicio

de los privilegios y del enriquecimiento de la elite urbana conectada al poder

político de Luanda. Como consecuencia de todo lo anterior, existe una clara

19

desconexión entre el poder y la sociedad (Malaquías, 2007:126): se ha roto la

relación de reciprocidad entre el Estado y la mayoría de los ciudadanos, esto

es, el “contrato social” que legitima la autoridad del Estado. Esta disociación

entre las elites urbanas y el resto de la población pobre tiene sus raíces en la

estratificación social de la época colonial (con ciertos privilegios para los

mulattos y assimilados), en el autoritarismo y la violencia que caracterizaron al

sistema poscolonial, y en los beneficios que reporta el petróleo, cuya

producción se concentra en la zona marítima septentrional: dado que la elite

tiene asegurado el control de este recurso, su prosperidad no está ligada a la

del conjunto del país, menos aún al desarrollo de la población rural del interior.

Por otro lado, una vez finalizada la guerra, las reformas políticas necesarias

para la celebración de unas elecciones democráticas (orientadas por ejemplo a

la separación partido-Estado, la división de poderes y la libertad de los media)

están siendo lentas y poco convincentes, acrecentadas por el reiterado

aplazamiento de los comicios y las dificultades para realizar el censo. Varios

factores ayudan a explicar por qué el régimen no se ve en la necesidad de

implementar tales reformas. En primer lugar, el hecho de que la guerra

finalizara por la victoria militar del gobierno, y no mediante una negociación

basada en el afrontamiento de los problemas del país y la creación de una

democracia pluralista e integradora (Meijer, 2004; Griffiths, 2004). En segundo

lugar, la escasa incidencia de las NN.UU. y de los donantes occidentales en el

proceso de reconstrucción, ya que el acuerdo de Luena se hizo de espaldas a

ellos, y después han jugado un modesto papel como suministradores de ayuda,

no como supervisores de los acuerdos o guías del proceso de rehabilitación.

20

En tercer lugar, la relativa autonomía política y económica que al régimen le

proporcionan los crecientes recursos procedentes del petróleo, así como los

créditos concedidos por China sin condicionalidades políticas. En cuarto lugar,

la alianza estratégica del régimen con los EE.UU., por la necesidad que estos

tienen del petróleo angolano (Fernandes, 2004:15-168; Sogee, 2006:2-4).

Así pues, hay que constatar y lamentar que, en este período histórico de

reconstrucción del país, se va consolidando un modelo de desarrollo

socioeconómico caracterizado por grandes desigualdades. Se trata de un

modelo que se está configurando sin apenas un debate político o social sobre

las alternativas existentes, siguiendo los intereses de los sectores poderosos y

olvidando los de los vulnerables. Es un modelo que, además, está

descansando sobre todo en las inversiones privadas extranjeras, en los

sectores, actividades y zonas geográficas que a ellas les interesan, más que en

políticas estatales concebidas con un criterio integrador a nivel nacional y

social. Esto inevitablemente empujará hacia un modelo de desarrollo basado

más en las oportunidades de mercado que en las necesidades y derechos de la

población. Se perfila así un modelo de desarrollo social y geográficamente

desigual, concentrado en los sectores acomodados y en las zonas con

actividad económica (Luanda, algunas ciudades y la costa).

Además, es un modelo orientado a la (re)construcción de grandes

infraestructuras al servicio de la explotación y exportación del petróleo y otros

recursos naturales. Esto indica un apuntalamiento de la economía rentista, a

costa de la productiva, y una priorización de las necesidades de las

21

multinacionales extranjeras. En efecto, no se está priorizando los medios de

vida de la mayoría, en particular la agricultura campesina, que es el sector con

más capacidad para crear empleo masivo, garantizar un desarrollo humano y

mínimamente equitativo, y facilitar la reintegración socioeconómica de los

retornados y desmovilizados. Del mismo modo, no se está prestando suficiente

atención a la lucha contra la pobreza y a la provisión de servicios sociales

básicos para el conjunto de la población, que presentan enormes lagunas y han

sido dejados en gran medida en manos de iglesias y ONG. En muchos

sectores, como salud o educación, bien no se han elaborado documentos

estratégicos que formulen las estrategias y políticas nacionales, o bien no se

han concretado y materializado sus contenidos.

Para financiar este proceso de reconstrucción, el gobierno ha optado por sus

recursos propios, procedentes del petróleo, las inversiones extranjeras y los

créditos proporcionados por China. Es decir, parece haber renunciado a los

créditos en términos ventajosos de los organismos financieros internacionales,

así como a un posible incremento de la ayuda internacional, debido a que la

obtención de ambas está condicionada al cumplimiento de una serie de

reformas indicadas por el FMI, entre las cuales figura la reducción de la

corrupción y la mejora de la transparencia. Aunque durante años el gobierno

parece haber buscado el acuerdo con el FMI, las reformas realizadas han sido

muy modestas, y esa organización nunca ha dado su certificación, necesaria

para galvanizar la ayuda, renegociar la deuda y obtener créditos multilaterales.

Finalmente, el gobierno al parecer renunció a tal acuerdo en 2004, al tiempo

que firmaba en febrero de 2005 un importante acuerdo con China, por el cual

22

ésta le proporcionaba un crédito de 2.250 millones de dólares a cambio de

petróleo. Este acuerdo le ha permitido a la elite gubernamental aumentar su

margen de autonomía y esquivar unas condiciones y reformas lesivas para su

poder y enriquecimiento.

Conclusiones

El proceso de rehabilitación posbélica de Angola está resultando deficiente e

insatisfactorio, pues esta oportunidad para reconstruir el país sobre unas bases

nuevas y más justas no se están aprovechando para corregir las fracturas

socioeconómicas y políticas que contribuyeron al conflicto y se vieron

exacerbadas por éste mismo.

En el plano socioeconómico, se está consolidando un modelo de desarrollo

basado en la economía extractiva, con grandes desigualdades sociales, pésima

cobertura de servicios básicos, y que no favorece el desarrollo humano y el

bienestar del conjunto de la población. La mayoría de ésta, como dice Ferreira

(2005:520), apenas se ha constatado un “dividendo de paz”, una mejora de sus

condiciones de vida tras acabar la guerra. Por el contrario, la minoría ligada al

poder político sigue usando éste para su enriquecimiento, mediante

mecanismos heredados de la “economía política de la guerra” de décadas

anteriores.

En el plano político, el régimen y sus elites afines se han visto consolidados en

el poder, gracias a su victoria militar y al petróleo, que les dota de finanzas así

23

como de autonomía política con la que evadirse de las presiones de

organismos internacionales y donantes para alentar reformas en el país. De

este modo, las elites siguen utilizando el Estado en clave patrimonial y no se

ven en la necesidad de implementar un auténtico proceso de transición que

garantice unas elecciones democráticas, justas y equitativas, así como de

edificar un modelo político más integrador. Así, aunque existen algunas

libertades públicas, perduran prácticas de clientelismo, autoritarismo,

impunidad y represión.

En suma, el proceso de rehabilitación no está desmantelando los mecanismos

y estructuras que generan la exclusión tanto socioeconómica como política de

gran parte de la población. Si a esto le añadimos la lentitud en la mejora de las

condiciones de vida, el rápido incremento de las diferencias sociales, y la

impunidad impuesta por el acuerdo de paz para las violaciones de los derechos

humanos durante el conflicto, el escenario resultante no es halagüeño para

edificar un auténtico proceso de reconciliación nacional. El malestar y la

frustración parecen evidentes entre muchos sectores, lo que podría ser fuente

de nuevos focos de tensión e, incluso, violencia en el futuro. Para evitarlo, es

preciso avanzar hacia un modelo político más democrático que facilite, a su

vez, un modelo de desarrollo más equitativo.

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