SAN IGNACIO - LUTERO
"DOS HOMBRES. EL SANTO Y EL HEREJE"
POR
NICOLÁS GONZÁLEZ RUIZ
(Editorial Cervantes. Barcelona, 1958)
PRÓLOGO
Ya bien avanzado el año 1521, allá en la atmósfera húmeda y sedante que envuelve la verde
suavidad de los prados guipuzcoanos, un hombre entretenía sus ocios de convaleciente leyendo y
pensando. Era un valiente caballero herido y había reclamado para su lectura libros de caballerías. Pero no quiso Dios que en aquella sazón se encontrasen, y como era urgente dar de algún modo
entretenimiento al espíritu de aquel caballero inmóvil, se le entregó un amable "Flos sanctorum",
una colección de vidas de santos y una "Vida de Cristo". El caballero se hundió en aquellos relatos,
y en su alma noble y en su fogosa naturaleza se levantaban no se sabe qué ansias profundas de
emulaciones extraordinarias. Ser como ellos. Hacer lo que ellos hicieron. Nada menos que esa
celestial ambición se entraba por las puertas del alma en el caballero herido. Y como se entretenía
con estos pensamientos y su corazón rebosaba anhelante de una acción nueva, encaminada a lo alto,
tiénese por cierto que entonces le vino a fortalecer y a comunicar perseverancia heroica una visita de
la propia Madre de Dios que se apareció al caballero llevando en los brazos al Divino Niño. El
caballero que mereció tan singular favor se llamaba Íñigo de Loyola y después adoptó el nombre de
Ignacio, con el que le conocemos y veneramos hoy.
Exactamente en la misma fecha, 1521, allá en la atmósfera un poco salvaje y bravía que flota sobre
los bosques de Turingia, cerca de Eisenach, un hombre entretenía sus ocios de temeroso refugiado,
leyendo las Sagradas Escrituras con espíritu de soberbio intérprete, y traduciéndolas al alemán. Era
un monje excomulgado que en aquel retiro se dejaba crecer la barba y paseaba como enjaulado por
su aposento, derramando hacia todas partes miradas recelosas. Aquel hombre estaba lleno de temor
y esperaba siempre una visita del otro mundo.
Por fin la sintió llegar y vio cómo penetraba en la estancia sombría sin que para ello fuesen
obstáculo puertas claveteadas y muros del castillo. Entró y a cierta altura de la pared se le quedó
mirando. Era un perro espantoso que aullaba lúgubremente, mostraba unos colmillos agudos y de la
boca abierta se le caían hilos de baba. Pero el monje solitario y enloquecido, él mismo nos ha dejado
testimonio, le conocía bien. Bajo aquella forma se ocultaba Satanás. Para ahuyentarlo, su presa
tomó en la mano el pesado tintero del que se servía y se lo arrojó. Aun pueden ver los visitantes del
castillo de Wartburg la negra mancha que en la pared se hizo. Aquel visitado del demonio se llamaba
Martín Lutero.
De estos dos hombres que al mismo tiempo recibían tan diversos mensajes, nos vamos a ocupar
aquí. Su paralelismo es el auténtico de las líneas paralelas que nunca se encuentran. Con la escena
que hemos referido, la Historia nos da hecha toda consideración preliminar. Veamos por cuáles
sendas llegaron estos dos hombres a aquel momento crítico de 1521 y lo que hicieron después. Toda
la Historia de la Edad Moderna está comprendida en el antagonismo fundamental entre el monje
excomulgado de Turingia y el capitán de Guipúzcoa.
***
3
I
NIEBLAS DE OTOÑO Y VILLANCICOS DE NAVIDAD
En la noche del 10 al 11 de noviembre de 1483 pesaba una densa niebla otoñal sobre aquel solitario
paraje donde se encontraba el poblado de Eisleben. Existencia primitiva y bárbara la de aquellos
aldeanos de cabeza dura entregados a las penosas labores campesinas: arrancar su fruto de aquella
tierra un poco hostil y fría, cortar mucha leña de los bosques abundantes, cuidar del ganado que pastaba
en las praderas. Un paraje selvático, y en medio una aldea pobre, donde no era posible otra cosa que una
vida elemental. Cualquier exigencia de la cultura no podía satisfacerse allí. Los habitantes consumían
largas veladas del invierno junto a la lumbre a contar historias donde se mezclaban las apariciones más
diversas, fruto de un maridaje imposible entre los mitos germánicos y las creencias cristianas. El
demonio se había transformado allí en un personaje tenaz que descuidaba muy pocas ocasiones de
aparecerse, ya en forma de animal furioso, ya en la astuta guisa de caballero adinerado, ya simplemente
en forma más traviesa y casi inofensiva, (si esta palabra puede aplicarse al demonio), de duende
enredador que revuelve los sacos de nueces, o hace rodar las barricas por la bodega para no dejar
dormir a nadie. Alguien afirma que lo ha visto sobre la copa de un árbol, otro que lo ha oído llamar a su
ventana en la alta noche. El viento mueve, entretanto los espesos árboles de Turingia y parece hacerlos
hablar con voces temerosas y ancestrales.
A primera hora de la noche de aquel día 10 todavía calentaban juntos su olla al fuego en su casucha de
Eisleben, Juan Lutero y su mujer Margarita Zlegler. Al acaso entraron algunos vecinos y Margarita se
levantó penosamente para traer un puñado de nueces de un saco que había en el rincón y repartirlas
entre las visitas. Mascando fruta seca se conversa mejor.
- ¿Os halláis bien, Margarita? , preguntó un labrador.
- Bien estoy; pero no ha de pasar de esta luna, ni acaso de esta noche que se vea lo que Dios quiere
enviarnos.
- Mozo y bien fuerte ha de ser, si no ha de venir ya al mundo renegando de su casta.
Margarita mostraba una adelantadísima gravidez. Era una mujer delgada y pálida, muy curtida por el
aire y por el trabajo, a pesar de su juventud, y toda revestida de un aire severo, acorazado contra las
alegrías de la vida, que es dura. Margarita no carece de cierto espíritu, pero está siempre silenciosa bajo
la mirada de acero de Juan, tosco, fuerte, poco dado a bromas, lleno de aspiraciones inconcretas y de un
cierto afán de liberación de aquella servidumbre de la miseria. Juan Lutero es temible en la pelea e
intransigente en lo que cree normas y principios. Riñe poco, pero cuando riñe puede matar a golpes
ciegos, inspirados por el furor más bárbaro, a su contrincante. Luego se arrepiente, porque Juan es
cristiano y no quiere profesar en balde la religión verdadera. Ahora aguarda al hijo, con el ceño fruncido
ante el misterio próximo a desvanecerse. Las visitas se van, y a poco el rostro de Margarita comienza a
desencajarse por el dolor. A la madrugada el vagido de una criatura recién nacida turba el silencio y
horada la niebla. Duerme Eisleben y duerme el mundo. Nadie hubiera considerado pertinente que le
despertasen para darle la noticia de que había nacido Martín Lutero. ¿Qué podía importarle
a nadie que Juan, el aldeano, viese aumentadas las complicaciones de su vida y de su hogar con un retoño
que crecería sobre la hierba húmeda, treparía por los árboles del bosque y merodearía a lo largo de los
caminos a la caza de pájaros y frutas?
Juan, desde el día siguiente, cada vez más agobiado por su miseria y deseando salir adelante, comienza
a dar cuerpo al proyecto que venía acariciando.
- Estoy harto de este agujero donde vivimos como alimañas.
- ¿Y qué hacer si tal es nuestra suerte?
- Tengo fuerza. En Mansfeld hay escuela para nuestro hijo. Quiero que tenga letras.
- Vos sabéis más, marido. Disponed lo que creáis conveniente.
- Iremos a vivir a Mansfeld en cuanto podamos allegar los medios.
Mansfeld, comparado con Eisleben, es casi una ciudad. Allí se cortan maderas, hay molinos y se fabrica
cerveza. Se puede aprender a leer y escribir. Se puede tener una soldada sin necesidad de vivir pegado a
la tierra observando con inquietud los secretos del horizonte. No ha pasado aún un año desde aquella
noche de noviembre en que Martín nació y ya sus padres caminan hacia Mansfeld para instalarse allí. Lo
mejor que sabe hacer Juan es, acaso, trabajar en las minas; pero, en realidad, le es posible todo lo que le
convenga a un hombre vigoroso a quien el trabajo no rinde nunca. Camina guiado por afanes
elementales y no sabe que su mujer lleva a cuestas el fermento más activo de una perturbación cuyos
primeros síntomas no se perciben siquiera bajo la ancha losa de aquel reinado interminable de Federico
III.
Desde 1440 lleva en el trono el Emperador y sólo se ocupa de una hábil e interesada política de alianzas
matrimoniales que le pongan a cubierto y le mantengan en seguridad. En 1484, cuando los Lutero
aparecen en Mansfeld, con Martín de algunos meses de edad, Federico III lleva cuarenta y cinco años en
el trono y parece que ha de permanecer en él eternamente. Pero Juan no se ocupa de las grandes
cuestiones históricas. Llega a Mansfeld, se instala como puede y en seguida comienza a buscar trabajo. A
él le interesa vivir, sea quien fuere el Emperador.
Y van llegando hijos a los que mantiene precariamente, porque si la fortuna aumenta, también aumenta
la familia. Juan y Margarita son de una severidad profundamente honesta y bárbara. Su pedagogía no se
diferencia mucho de la aplicada en general en la época; pero tiene algunos matices de intransigente
dureza. No se trata de padres que martiricen a sus hijos a capricho para saciar instintos malos, o
desahogar malos humores. Pueden pasar inclusive por unos padres excelentes, y si alguna vez le dan a un
hijo hasta su media docena de palizas al día, es con el mejor y más elevado de los fines: que sea bueno,
que sea honrado, que adquiera verdadero horror al mal.
La niñez de Martín Lutero en este ambiente de pobreza y de enorme severidad no debió de ser muy
agradable, aunque él posteriormente haya recordado a sus padres con cariño y reconocido su buena
intención. Puede que comparándolos con el maestro que tuvo en la escuela de Mansfeld los encontrase,
al cabo, relativamente suaves. Aquel pedagogo era de los que aplicaban rigurosamente que la letra con
sangre entra, y al fin y a la postre el chico no era suyo, de modo que todo consistía en estarle dando
tandas de azotes hasta que el chico quedase enterado de la lección. Martín, que era un muchacho
inquieto, propicio a extrañas imaginaciones, y desde su primera edad sintióse asaltado por terrores
inexplicables, no estudiaba con mucha regularidad, no ponía la atención necesaria y recibía
inmediatamente una tanda de azotes. Según pudo recordar después, llegó a ser azotado quince veces en
un solo día, que debió ser de gran aprovechamiento escolar.
Los padres no se preocupaban de golpearle por cuestiones de enseñanza, porque esto ya lo hacía muy
bien el maestro; pero en cambio usaban el mismo procedimiento para la formación moral del muchacho.
Un día, al salir de casa, su madre observa que Martín va comiendo una nuez. No pertenece a las que ella
le ha dado y que han sido consumidas a su tiempo.
- ¿De dónde has tomado esa nuez, Martín?
El muchacho vacila. Le han sorprendido.
- De la alacena, ¿verdad? ¿Has pedido permiso a padre?
5
No puede decir que ha pedido permiso, porque la mentira sería descubierta. Ha de convenir en que ha
cogido la nuez por cuenta propia. Margarita no está indignada, sino muy severa.
- Tomar la propiedad ajena, sin permiso de sus dueños, dice, es robar, hijo mío. Faltar al respeto a tus
padres, como acabas de hacerlo, prescindiendo de su autorización, es otro grave pecado. Ven acá.
Martín se aproximó y Margarita comenzó a golpearle hasta que le dejó extenuado y sangrante de una
formidable paliza.
- Acuérdate de esto para no volver jamás a poner mano sobre lo que no te pertenece.
Después de aquella concienzuda lección de moralidad, Margarita prosiguió sus quehaceres domésticos,
suspirando por los dolores y los disgustos que causan los hijos. Lo ocurrido no era, sin duda, un
fenómeno raro dentro de los criterios de la época ; pero era evidente que los Lutero llevaban mucho más
lejos que otros aquella alianza entre la severidad y la moralidad, manteniendo a la imaginación
encerrada en cárceles de hierro, desde las que saldrían en forma explosiva a la hora de volar.
Y no se crea que Juan y Margarita eran malos padres. Querían a sus hijos, y pasaban, por cuenta de
ellos, muchas penas y tribulaciones. Los vapuleaban cumpliendo lo que creían un penoso deber. Y el
bárbaro de Juan, capaz de aplastar a un hijo en un momento de indignado furor, pensó, sin embargo,
vistas ciertas aptitudes que revelaba Martín, en sacrificarse para enviarlo a estudiar a la Escuela latina
de Magdeburgo. Era en 1497 y el chico había logrado cumplir los catorce años, pese a los métodos de
educación que se habían ensayado en él. Emprendía su trágico sendero por el mundo, y mientras
caminaba le parecía recibir ya misteriosos avisos y mensajes temibles desde los árboles del bosque y las
nubes del cielo. Su ánimo se rebelaba contra las amenazas confusas que le llenaban de temor y de
exaltación. Pero su tremendo porvenir era todavía un misterio. Como nadie podía ver tampoco la
luminosa estrella de un muchacho español que tenía entonces, cuando Lutero caminaba hacia
Magdeburgo, seis años de edad.
Había nacido en 1491, ocho años después de Martín Lutero, y en un ambiente muy distinto, tanto como
podía serlo entonces la vida rural alemana y la vida señorial española. Estamos en Guipúzcoa en las
cercanías de la Navidad. El fin del año y el comienzo del siguiente están cargados de presagios felices y
por todas partes resuenan los bronces de la gloria y del triunfo. Los musulmanes están siendo batidos en
su último reducto en España. Cubre la nieve las montañas próximas a Loyola y se bañan los prados en
una dulce humedad. Una vida patriarcal arropa los caseríos con su mansa y fuerte envoltura. En el aire,
el son de los villancicos pone esa nota lírica peculiar del pueblo vasco, que expande su alma alimentada
por la fe religiosa, en efusiones musicales. Villancicos de Navidad resuenan en Azpeitia y sus contornos.
Guipúzcoa entera se alegra en el nacimiento del Salvador.
Hay reposo y quietud en la ancha vivienda de don Beltrán Yáñez de Oñaz y Loyola y su mujer doña
Marina Sáenz de Licona y Balda, nobles señores de rancia estirpe, cuya unión ha bendecido ya el Señor
con doce hijos, siete de ellos varones. Aquel verdadero palacio señorial del siglo XV muestra la noche en
que penetramos en él, una cierta inquietud y movimiento que no se notaban más que raras veces a
deshora. Hay cierto tráfico en la planta baja, donde está la vasta cocina, el zaguán alumbrado
temblorosamente, las caballerizas y la bodega. Van y vienen algunos servidores que cruzan palabras en
voz apenas perceptible. La servidumbre ha abandonado las habitaciones del primer piso, y toda ella en
pie se halla dispuesta para acudir al llamamiento de los señores, que no duermen.
En el piso principal de la casa, a un lado el comedor, el oratorio, la sala de recibir, y al otro lado del
pasillo una puerta entreabierta muestra la tenue luz que ilumina la alcoba de los señores de Loyola.
Dentro de ella se percibe en cierto momento le llanto de un recién nacido. Dios acaba de bendecir la
unión de aquellos señores con el octavo hijo, varón. Duerme la montaña y duerme Azpeitia bajo la fina
sábana de nieve. La incapacidad humana para penetrar en el secreto del porvenir hace que nadie
considere suceso en verdad extraordinario que haya nacido al mundo Ignacio de Loyola.
A los pocos días llegaron, para el bautizo, a la parroquia de Azpeitia los señores de Loyola, que se
detuvieron en una casa a la entrada del pueblo, donde, como era su costumbre, dispusieron su atavío
adecuadamente para entrar en la iglesia. Todos los parientes que se hallaban en Loyola y toda la
servidumbre los acompañaban y los seguía. Eran protectores de la parroquia y tenían en ella sitio de
honor. Como ya sabemos, si en la pila bautismal se le puso el nombre de Íñigo al recién nacido. Éste lo
cambió después por el de Ignacio, y en los últimos años de su vida ya no usó otro. Por él se le conoce;
pero Íñigo habremos de llamarle ahora mientras no le veamos cambiar de vida como de nombre, y se nos
muestre varón tan distinto del que hacía presumir su desatada juventud, muy propia de la época en la
cual eran compatibles el desarreglo de la conducta y la firmeza de la fe. Época en la que las grandes
creaciones españolas llevan el doble sello de la piedad y de la aventura y gracias a eso pasean abiertos los
brazos de la Cruz sobre las crestas espumosas del mar.
Pero es prematuro que hablemos de esto junto a la cuna de Íñigo, cuyo porvenir todos ignoran, y sólo
sus padres tratan de preparar. Don Beltrán lo veía crecer y veía dilatarse los años en la lejanía, años que
había de llenar aquel vástago de Loyola.
- Siento, decía don Beltrán a sus parientes en las horas de comunicación íntima en las que hablaba del
porvenir de sus hijos, que será corona de nuestra casa el que este hijo lo dediquemos a Dios y abrace,
llegado el tiempo, el estado sacerdotal.
- ¿Queréis, pues, que, a más de Pedro, reciba la Iglesia otro de vuestros hijos?
_ Sí lo quiero, si es que así lo quiere Dios, porque contando con la vocación, que yo le pido para Íñigo,
puedo en mi condición de patrono de la parroquia de Azpeitia, dejarle prebendado, bien establecido cabe
su casa solariega.
- Pues haga el Señor que se cumplan vuestros deseos.
- Ayudémonos para que nos ayude. Pienso traer a Íñigo un pedagogo a casa para que le enseñe las
primeras letras, le instruya en las primeras nociones de latín y le vaya formando el alma en las dulces y
suaves disciplinas de la poesía y de la música.
Don Beltrán lo pensó y lo hizo; que al fin y al cabo pensar y hacer no se llevan mucha diferencia en casa
de Loyola. Vino el pedagogo y no se encontró precisamente con cera moldeable entre las manos. El
futuro latinista y sacerdote que le habían pintado, no gozaba más que imaginando asaltos y combates,
contemplando espadas y armaduras e imaginándose mayor, ya armado caballero, cabalgando por
campos y ciudades según las exigencias de la vida militar. Allí apuntaba un soldado, eso sí; pero no un
sacerdote. A Íñigo no le daba precisamente por estudiar. Aprendió a leer y escribir en el transcurso del
tiempo, pero sin mostrar aplicación, mucho más ilusionado con aventuras que con libros. Más fácil se
mostraba a los estudios de música y de poesía, artes a las que siempre mostró afición singular, pero la
vocación por la milicia seguía siendo dominante en él. Así llegó Íñigo a cumplir los catorce años y su
padre pensó necesariamente en orientarle en la vida.
7
La resolución sobre el caso la tomó don Beltrán a la vista de las repetidas y apremiantes peticiones que
le dirigía su pariente y amigo don Juan Velázquez de Cuéllar, que era Contador de los Reyes Católicos, y
ocupaba por lo tanto un puesto de gran viso en la Corte, desde la cual le era dable proteger a un joven y
ayudar a su carrera. Este don Juan de Velázquez tanto insistió para que don Beltrán le enviase a uno de
sus hijos, con objeto de ocuparse de él y de que a su lado progresara y se instruyese, que al fin el señor de
Loyola decidió enviarle a Íñigo, el cual, no cumplidos aún los quince años, se despidió momentáneamente
de su casa solar para dirigirse a la ruta de Castilla hacia la villa de Arévalo, para comenzar allí una
existencia nueva sirviendo ya en la Corte.
En aquel año de 1506, cuando Íñigo partió, iban ya transcurridos casi dos de la muerte de la gran
Isabel, y don Fernando era el marido de Germana de Foix. Tiempos distintos ya de los que habían vivido
en la Corte española en los lustros anteriores. La posición de don Juan Velázquez era sin embargo más
firme que nunca, porque gozaba de análoga privanza y aún si cabe, mayor, ya que doña Juana y Felipe el
Hermoso le dispensaban muy buena amistad y acogida, y por otra parte, la esposa de Velázquez, doña
María de Velasco, se hallaba en amistad tan íntima con Germana de Foix que cuentan que esta señora no
podía prescindir de su compañía y trato, ni siquiera por el espacio de un solo día.
De todos modos la Corte no era aquella donde estudiaba la Reina, y por lo tanto, eran todos
estudiantes, sino otra más revuelta y confusa, más llena de recelos, sobre la que pesaba cada vez más
acentuadamente el desvarío creciente de la pobre doña Juana, próxima a convertirse en sombra
errabunda para terminar al fin en fantasma prisionero. San Ignacio no pudo evocar el tiempo que
sirviera a los Reyes Católicos, porque aquel glorioso plural había caducado, y tan solo pudo aludir a
sus servicios en la Corte del Rey Católico.
De los dos jóvenes de contrario destino, cuya vida hemos esbozado durante sus primeros años, el
uno emprendía al parecer la ruta del estudio caminando hacia Magdeburgo tras de las enseñanzas
de la Escuela latina, y el otro la ruta cortesana caminando hacia Arévalo. Pero nadie conoce los
caminos de Dios.
*******
II
"EN LOS AÑOS INQUIETOS"
Y al año siguiente de aquel en que Íñigo de Loyola partía para Arévalo, decía Martín Lutero su primera
Misa. Habían sido para él diez años intensos, difíciles y confusos. Permanece poco tiempo en la ciudad de
Magdeburgo, vieja y erudita, donde se incubaban ideas extrañas y nuevos descubrimientos. La época es,
en muchos aspectos, deslumbradora, llena de atisbos. La armadura, y con ella la unidad medieval, se
resquebrajan por doquiera y los hombres se formulan cada vez más audaces preguntas. Quieren llegar
más lejos todavía y no les basta con saber lo que esconden el cielo y los abismos, si con su propia mirada
no lo ven. Lutero anda permanentemente inquieto con sus brillantes pupilas enfocadas sobre el mundo.
En Magdeburgo lleva una vida miserable, insostenible. Ni tiene recursos, ni le llegan. De acuerdo con sus
padres se traslada a Eisenach el año siguiente, 1498. En Eisenach viven sus abuelos, los padres de su
madre. Son también gente muy pobre; pero acaso parece menos dura la miseria compartida que la
miseria solitaria. El mal común, siempre parece menos. El joven Lutero recorre a pie los caminos de
Alemania, y como es buen aficionado a la música y tiene una voz de registro aterciopelado, voz infantil
aún, se detiene ante las puertas y canta. De este modo recoge algunos alimentos y alguna moneda.
En Eisenach la vida con los abuelos es igualmente dura. Pan negro, fruta seca, latín.
- "No teníamos bastante con nuestra pobreza y ahora hemos de sostener a este mozo estudiante",
murmuran los abuelos.
La verdad es que casi no le sostienen. A Lutero le asoman los huesos bajo la piel, le brillan los ojos cada
vez más y las visiones le acometen y le asustan. Se reúne con otros muchachos de la ciudad y en las
proximidades de las fiestas cantan y piden limosna. La voz de Martín sobresale y se distingue entre las
demás. Un atardecer, a la puerta de la señora Úrsula, la voz de Lutero suena más melodiosa e
implorante. La señora Úrsula Schalbe es viuda y goza de buena posición. No le molesta, como a los otros
vecinos, que los chicos canten a su puerta, y siempre les da algo. Se siente conmovida y propicia al
sentimentalismo en su soledad. Aquella tarde la voz de Martín ha sonado tan melancólica que la señora
Úrsula se ha estremecido que una voz, casi infantil, pudiera sonar de aquella manera. Ha salido a la
puerta, toda conmovida en su recia humanidad.
- Cantas muy bien, muchacho.
- Gracias, señora.
- Ven. Cuéntame algo de tu vida. ¿Por qué pides limosna? ¿Eres de aquí?
- Vivo en Eisenach con mis abuelos. Pido limosna para ayudarles, porque no tenemos para comer.
- Y tú, ¿en qué te ocupas?
- Estudio.
9
Aquel incidente resuelve casi cuatro años de la vida de Martín Lutero en Eisenach. La señora Úrsula,
viuda y sentimental, protege decididamente al joven. No pensemos mal, porque seguramente no hay
motivo. Lo único que podemos afirmar es que desde entonces la señora Úrsula Schalbe facilita a Martín
constante ayuda y él puede ir haciendo su preparación para la Universidad de una manera más tranquila
y más apacible, sin la preocupación de buscar de vez en cuando el mendrugo que falta en la casa de sus
abuelos. Lutero se acordará siempre de Eisenach por muchos motivos. Entonces no sabe que volverá allí
para refugiarse en el castillo de Wartburg; pero de todos modos algo le inquieta siempre, y de continuo le
asaltan imaginaciones que no puede dominar y que se inclina a admitir como si fueran misteriosos avisos.
Con el alborear del siglo XVI le llega la hora de marchar a la Universidad, y en 1501 sale de Eisenach
para Erfurt. Tiene dieciocho años.
Erfurt es, por muchos conceptos, una verdadera ciudad. Muy rica y animada, con alrededores
espléndidos, bellos y fértiles y con una Universidad que desde la decadencia de la de Praga atraía a
numerosísimos estudiantes de todos los rincones del país. Lutero vive bien allí porque su padre ha
mejorado de fortuna y le ayuda bastante. Puede dedicarse al estudio y lo hace con ahínco. Muestra una
piedad ejemplar y comienza siempre su jornada asistiendo a la iglesia. De todos modos, su piedad no es
una piedad tranquila, de las que consuelan el alma y la fortalecen. Es una especie de inquieta pasión
religiosa. Ahora se advierten algunas de las consecuencias de la extrema severidad de unos padres que
calificaban de delito de robo el que un niño tomase una nuez de la alacena de su casa.
Martín está de continuo obsesionado por el temor de pecar y, sobre todo, no piensa en Dios sino como
en un ser terrible que nada perdona y todo lo castiga implacablemente. Por eso vive permanentemente
asustado en lo hondo de su conciencia y se acentúa su predisposición a las visiones y a los temores
inmotivados. La muerte le aterra porque teme el juicio de Dios no con temor saludable, sino con terror
pánico. Los gérmenes de virtud, exagerados y deformados, se van convirtiendo dentro de él en temibles
enemigos. Más adelante dirá que en aquella época Dios le parecía "un verdugo". Por eso cuando le
acomete una leve indisposición invoca desesperadamente a la Virgen y a los santos, y pide su ayuda para
permanecer en la tierra, para diferir el tremendo instante de la justicia. No quiere morir.
En Erfurt va haciéndose un prestigio entre los estudiantes de Filosofía. Es elocuente, arrebatado, y le
gusta la discusión. Las inquietudes religiosas le llevan cada vez más a plantearse problemas hondos,
relacionados singularmente con la salvación eterna, y comienza a leer la Sagrada Escritura buscando por
sí mismo la solución a los problemas que en su interior le acosan. Estudia mucho, trabaja con ansia febril
y en sus ocios aprende a tañer el laúd. En 1502 es recibido de Bachiller. Prosigue estudiando y en 1505
ya es Maestro en Filosofía y se habla de él como de un futuro grande hombre. Conoce bien los clásicos
latinos, es un dialéctico formidable y un fogoso orador. Cada vez está peor y la imaginación le tiende
peores trampas. Tiene visiones confusas que le aterrorizan porque no sabe definirlas bien, ni alcanza
claramente si son cosas del cielo o del infierno. Así no se puede vivir. Lutero, Maestro en Filosofía, dista
de tener una orientación en su existencia. Vive con el miedo constante a la muerte y a la condenación.
Aquel hombre de veintidós años, instruido, admirado, es víctima de una desgracia profunda. No se atreve
a gustar de la vida por temor a la muerte. Se halla en puertas de cualquier resolución extremada que le
precipite por el sendero más imprevisto. Es sabido que pocas cosas precipitan más implacablemente en la
muerte que el miedo a morir.
Seguimos en 1505, el año en que Lutero se ha graduado. Su padre está orgulloso de él y la ruda
naturaleza de aquel minero, labrador y leñador se hincha de satisfacción al darse cuenta de que supo
engendrar un Maestro en Filosofía. De Erfurt a Mansfeld no es largo el camino y Lutero va con alguna
frecuencia a ver a sus padres, en el verano sobre todo. El día 2 de julio ha hecho una de aquellas visitas.
Regresa por la tarde a Erfurt y va caminando entre espesos árboles.
En esto el viento arrecia y todo se oscurece en derredor de Lutero. Una negra nube acaba de tapar el sol
y llega de los confines del horizonte el sordo fragor de un trueno. Es la tormenta en el bosque, lo más
temeroso para un hombre acosado por el miedo a morir. Sólo los inconscientes son ajenos en absoluto al
temor en tales casos.
Nunca advierte el hombre con mayor claridad su pequeñez que cuando está solo en el bosque, y la
majestad y el poder de Dios se manifiestan en el estremecido furor de la tempestad, en el relámpago
lívido, en el rayo vertiginoso, en el trueno abrumador. Pero el ánimo normal, sobrecogido, se refugia en
una oración, se fortalece y sigue. El alma encogida y débil se entrega al terror al advertir que la muerte
instantánea se halla tal vez escondida en el negro regazo de la nube.
Lutero, en aquella tarde de julio, tiembla, hasta dar diente con diente, en el seno de la tempestad. De
pronto, a pocos pasos de él, se abre el cielo mostrando en su interior un haz de llamas y un fragor
espantoso derriba en el suelo al caminante. Lo ocurrido es temeroso y natural. Un rayo acaba de hendir
un árbol a poca distancia de donde se encuentra Martín. No ha habido más; pero para él ha habido
mucho más. Al abrirse las nubes ha visto una figura extraña, ha tenido una pavorosa visión. Y, como
siempre, no sabe lo que ha visto, no acierta a discernir el verdadero carácter de aquellas apariciones que
le acosan. ¿Qué aviso le da el cielo en el instante mismo en que la muerte temida parece rondar por allí?
¿La figura es acaso la sombra del mismo Dios que castiga los pecados? ¿Es tal vez el demonio que,
sabiendo que Martín va a morir, espera ya su alma? Lutero queda de rodillas temblando en medio del
camino, azotado por la tormenta, y entonces pronuncia las palabras fatales que deciden para siempre de
su vida y de su destino. Huye del abismo, precipitándose en él. Aquel Íñigo de Loyola aconsejará luego
no hacer mudanza en tiempo de tribulación. Pero Lutero, en la tribulación máxima, decide la mudanza
profunda:
- Querida Santa Ana, venid en mi ayuda, y me haré monje.
En su imaginación alocada, llena de interpretaciones personales de la Escritura, acaso se le presente la
imagen de San Pablo derribado en otro camino. No podemos saber todo lo que pasó en aquella alma.
Pero Lutero llegó sano y salvo a Erfurt y se presentó en el convento de los agustinos para pedir entrada.
No dejaron los padres, a decir verdad, de poner algunos reparos a tan singular vocación, ni de exigir un
noviciado largo y penoso para probarlo. Por otra parte, era humanamente explicable que sintieran
satisfacción al ver ir hacia ellos a aquel flamante Maestro en Filosofía de quien tanto y con tanto elogio se
hablaba en la ciudad.
Como era de esperar, Lutero con su ingreso en el claustro no resuelve su problema. No desciende la paz
sobre él, y, por el contrario, el terreno al que ahora le lleva de continuo su nueva vida, se ve surcado con
mayor frecuencia que nunca, por sueños y visiones, temores y angustias. En el convento le prueban
sólidamente en todo aquello que es mortificación y penitencia. Le doman, en lo posible, el orgullo. Tiene
que ir, cuando le toca, mendigando con un saco a la espalda. Pero, ¿qué es aquello? La soledad y la
mortificación acaban de poblarse de sombras, y ya son visiones a todas horas y miedos inexplicables.
Siempre lo mismo. ¿Se salvará él, Martín Lutero, o estará destinado por Dios a hundirse en el abismo
del tormento? Penosamente se abre paso en su alma lo que luego será la teoría de la predestinación según
él la entiende, y que después le llevará a negar la eficacia de las obras y de la conducta, a pisotear el libre
albedrío. Por lo pronto empieza a imaginarse que no hay más que almas predestinadas por Dios a
salvarse y almas predestinadas a condenarse. ¿A qué grupo pertenece él? Se estremece de miedo al
infierno, y el demonio no le deja dormir.
Las tentaciones le rodean y de pronto se le aparece como insuperable obstáculo e irrealizable propósito
el voto de castidad. ¿Qué hacer? ¿De dónde asirse?
11
En el convento hay una Biblia que es compañera inseparable del nuevo monje. La lee sin cesar y
pretende encontrar en ella la clara explicación de su futuro, la solución del problema angustioso que él
mismo se ha creado. El demonio aúlla por las noches y mantiene tembloroso a Lutero en el camastro,
mientras el resto de la comunidad duerme tranquila. Martín, erizado de pavor, se levanta y reza, invoca
a Jesucristo, se calma con dificultad, y cae en un sueño cansado y lleno de pesadillas, del que le saca al
amanecer la campana que le despierta. Baja a la capilla, pálido y ojeroso. El hermano Martín no está
bueno. El hermano Martín sufre.
Hay síntomas impresionantes, señales de una evidencia terrible, que no sacan de su error a Lutero, ni
logran poner sobre aviso a la comunidad que admira los sentimientos piadosos y las veladas de profundo
estudio del joven fraile. Una mañana se lee el Evangelio en la capilla. Es el capítulo IX de San Marcos.
Al versículo 17 la voz del lector, monótona en la oquedad del templo, va desgranando las palabras: "Y le
dijo uno de la muchedumbre: Maestro, te he traído a mi hijo, que tiene un espíritu mudo y dondequiera
que se apodera de él, le derriba y le hace echar espumarajos y rechinar los dientes, y se queda rígido; y
dije a tus discípulos que lo arrojasen, pero no han podido. Y les contestó diciendo: "¡Oh generación
incrédula! ¿Hasta cuándo habré de estar con vosotros? ¿Hasta cuándo os tendré que soportar?
Traédmelo. Y se lo llevaron. Y cuando lo vio, lo agitó el espíritu, y arrojado en tierra se revolcaba y
echaba espumarajos por la boca".
Lutero escuchaba con los nervios en tensión. La lectura era en latín. Y al llegar precisamente a aquel
pasaje tan gráfico: "Et cum vidisset eum, statim spiritus conturbavit illum, et elisus in terram volutabatur
spumans", la comunidad aterrada vio que, igual que el poseso de que se estaba hablando, el hermano
Martín caía en tierra y se revolcaba, mientras dejaba escapar en su rechinar de dientes una afirmación
desesperada:
- ¡Yo no estoy poseído! ¡Yo no! ¡Yo no!
De un confesor a otro, comenzando por el Prior, que era un buen fraile, demasiado benévolo, Lutero se
arrastró con su problema. Nadie comprendía sus experiencias, ni compartía sus temores. Nadie oía ni
veía, ni había visto ni oído lo que él. Los buenos agustinos de Erfurt eran, hasta entonces, una comunidad
apacible y rezadora, bien enterada de las doctrinas de su glorioso y genial patrono, con todos los
problemas resueltos. Ni les hacía guiños el demonio detrás de las columnas de la capilla, ni se lo
encontraban por la escalera, ni les despertaba por las noches para aterrorizarlos y escarnecerlos.
Lutero, en vez de adquirir con ello la convicción de que sencillamente necesitaba sobreponerse a unas
alucinaciones muy peligrosas, adquirió la creencia firmísima de que aquello le sucedía sólo a él. ¿Por
qué? Una inteligencia despierta, un temperamento ardiente, un carácter soberbio, tenían que contestar
tarde o temprano aquella pregunta: porque tú eres un escogido; porque tú tienes una misión especial que
cumplir. Por lo pronto, la convicción de ser único en las tentaciones fue sólo un terror más.
Y así vino sobre la tierra el año 1507, en el que sobre el pavimento de la catedral de Erfurt hicieron de
Martín un sacerdote. Había recibido las Sagradas Órdenes y entonces le acometió el terror de decir
Misa, lo que dilató con diversos pretextos cuanto pudo, que no pudo ser mucho, naturalmente. Subió al
altar temblando, sobrecogido por un extraño temor en el que entraba la turbación explicable, en
coincidencia con más graves síntomas.
El Prior de los agustinos se mantenía en el presbiterio cerca del celebrante. Al llegar a la ofrenda del
pan, las manos de Lutero temblaban y la voz se le ahogaba en la garganta: "Súspice Sancte Pater,
omnipotens aeterne Deus, hanc inmaculatam Hostiam, quam ego indignus tuus offéro tibi, Deo meo vivo et
vero".
Y a estas palabras, "mi Dios vivo y verdadero", interrumpióse, se le quebró la voz y el Prior le dijo en
voz baja:
- ¡Ánimo! ¡Siga!
Lutero contestó: ¡Tengo miedo!
Y continuó la Misa, ya sin interrupción, hasta el final. Su padre, que había venido a caballo con un
grupo de amigos desde Mansfeld se reunió con todos ellos y con el nuevo sacerdote en una comida. En
ella se habló del origen de la vocación de Lutero, del rayo que le cayó cerca en el camino de Erfurt, y de
la visión entrevista en el cielo cubierto por las nubes de la tempestad. Ya se daba por seguro que sería
una visión celeste, puesto que había conducido a un resultado tan feliz. Sólo al bárbaro de Juan Lutero
se le oyó murmurar:
- ¡Con tal que no fuese el demonio!
*****
Dejemos flotando como una amenaza en el aire, aquella torpe y experimentada observación de Juan
Lutero para ver lo que era entretanto del joven Íñigo de Loyola bajo la protección de Velázquez,
hombre, al decir de Sandoval, "virtuoso, de generosa condición y muy cristiano". No eran malas partes
aquellas para encargarse de guiar a un muchacho por la vida, abriéndole puertas y ocasiones.
Gobernaba en nombre de los Reyes la fortaleza de Arévalo y de Madrigal y se conducía muy bien con las
gentes de la villa. El castillo de Arévalo no era propiamente un castillo con todos los accesorios que
podrían atribuirse a una fortaleza, sino lo que se llamaba una "casa fuerte", toda de piedra blanca.
Tenía una torre del homenaje y estaba amurallada. Su defensa en el siglo XVI la formaban tres cañones
de bronce, falconetes, ballestones y una culebrina. Había sótanos que servían de prisión. En aquel castillo
estuvo presa doña Blanca, la esposa de don Pedro de Castilla, y en 1445 había sufrido sitio por tropas de
Enrique IV, que combatía a los nobles rebeldes. Allí encerró su soledad y misantropía, y algunos
extraños delirios, la viuda de don Juan II, y allí transcurrieron muchos días de la infancia de Isabel la
Católica. La villa de Arévalo, al decir de un cronista del siglo XVII, "era tan vistosa que muy bien se
juzga, aún de muy lejos, el tesoro grande de templos magníficos, de casas ilustres de muros fortificados,
de torres invencibles que en sí encierra".
Había ido a parar Íñigo a una de las más prestigiosas e importantes ciudades castellanas, la que
formaba pareja con Olmedo entre las que había de tener a su favor cualquier príncipe que desease
triunfar. Aunque Arévalo era la residencia de don Juan Velázquez, el cuidado y gobierno que había de
tener de la villa de Madrigal, y asimismo los frecuentes viajes que había de llevar a cabo para cumplir
sus deberes en la Corte, hacían su existencia un poco errante, como errante había sido la existencia de la
Corte española durante el reinado de los Reyes Católicos y lo seguía siendo en aquellos años en los que, a
decir verdad, no se sabía cuál era la Corte, ni dónde estaba, puesto que Corte podía ser la residencia de
doña Germana de Foix ; Corte la que llevaba consigo don Fernando, hoy acá y mañana allá ; Corte la de
don Felipe el Hermoso en Burgos o en Valladolid.
Por otra parte, iba a quedar, a la verdad, en breve espacio, muy poco de Corte, porque muerto en aquel
otoño don Felipe, y atacada de locura cada vez más intensa doña Juana, ni era Corte la fúnebre
compañía de esta señora, ni se podía llamar Corte al grupo de caballeros que acompañaba a don
Fernando el Católico de una parte a otra. Más organización cortesana había sin duda en torno a la de
Foix, a la que don Fernando quería guardar todo género de consideraciones, y también en torno a la
pequeña infanta Catalina.
13
En torno de doña Germana es donde ejercía con mayor asiduidad funciones cortesanas don Juan
Velázquez, y sobre todo su mujer, de quien la francesa se había aficionado por extremo. De esta Reina
no tenemos por acaso más que informes un tanto burlones y despectivos, en parte fundados en la verdad,
y en parte también derivados del contraste que hacía con su antecesora doña Isabel. Tendría doña
Germana que haber sido luz del cielo bajada a la tierra, mujer genial y extraordinaria en talento, bondad
y hermosura, y aún así no hubiera conseguido que los españoles la encontraran igual que a la otra,
cuando de cierto no era más que una francesa muy aficionada a banquetes y festivales, sin que haya que
decir nada de su virtud ; no muy discreta, algo frívola, y más bien fea que guapa, salvo la lozanía de la
juventud, se comprenderá que no fuese considerada con gran estima.
Llevaba una vida insubstancial en la que lo más importante y marcado era su afición a las comilonas,
por lo que engordaba a ojos vista y llegó a tener en plena juventud un gran volumen, lo que no le impidió
casarse otras dos veces después de haber enviudado de don Fernando el Católico. En la organización de
los banquetes a doña Germana se distinguían mucho don Juan Velázquez y su mujer, que la agasajaban
incesantemente y por ello eran murmurados a pesar del buen trato que daban a la gente. En la sobria
Castilla de Arévalo y Madrigal se creía firmemente que Dios castiga aquel modo de comer, y tal vez no
faltase razón a los campesinos. También la gula es pecado capital. Importa insistir en este ambiente que
rodeaba a Germana de Foix y que se respiraba en la vivienda de don Juan Velázquez, porque aquella fue
la única que Íñigo de Loyola conoció y trató, así como entre las Infantas sólo tal vez a doña Catalina, que
era una criatura. Y ya veremos cómo eso tiene importancia en la biografía de Ignacio, la cual queda
atenida a estos años mozos a unas cuantas referencias muy vagas, primero, porque es lógico que en el
santo interese, ante todo, la vida de santidad; segundo, por no querer recordar demasiados pasajes que
en la primera época contradigan esa santidad, o estén por lo menos bastante lejos de ella.
Veamos qué se puede decir de los once años de la vida de Ignacio que van desde 1506 a 1517, fecha en
la que don Juan Velázquez murió y con ellos tomó la vida de Íñigo de Loyola un rumbo nuevo, que iba a
conducirlo hacia su verdadero camino. De su progreso en la instrucción, parece que lo que obtuvo de
aquellos años fue un gran perfeccionamiento en la caligrafía, y mayores conocimientos de poesía y
música. Por otra parte, cultivó el ejercicio de las armas en el que llegó a sobresalir por valiente y diestro.
En el orden de las costumbres nos lo pinta Rivadeneyra como "mozo pulido, amigo de galas y de traerse
bien". Modernamente el padre Leruria nos hace de él esta descripción : "Vestía traje acuchillado de dos
vistosos colores, capa abierta, calzas y botas ajustadas, espada y daga al cinto, y sobre la erguida cabeza,
de rubia cabellera, cuyos bucles caían sobre los hombros, la gorra de escarlata.... tocada de pluma
gallarda y ondulante. Dejábase ver algunas veces armado de punta en blanco; loriga y coraza reluciente,
y además de la inseparable espada, ballesta con saetas y todos los demás géneros de armas".
De su vida en el orden moral tenemos imprecisas afirmaciones que ahora nos resultan desmesuradas:
“Hombre metido hasta los ojos en las vanidades del mundo, y soldado desgarrado y vano", dice el buen
P. Rivadeneyra. No creemos que por esto debamos entender nada excepcionalmente grave y fuera de lo
común y corriente. Probablemente la inmensa mayoría de los soldados serían para el P. Rivadeneyra
desgarrados y vanos, y todos los hombres de la Corte estarían para él metidos hasta los ojos en las
vanidades del mundo. Contemplar la vida de juventud de Ignacio desde la altura del conocimiento de su
santidad posterior es verla deformada y miserable, lo cual no es justo. Acaso resulte más exacto fiarnos
del P. Polanco cuando dice: "Aficionado a la fe no vivía nada conforme a ella". Eso nos da el tipo medio,
muy frecuente del español del siglo XVI. Fe indiscutida y sin sombras, seguramente aromada por una
singular devoción a la Virgen María. Y luego la aventura, el desafío, la emulación en las hazañas
valerosas, la presunción, los hábitos caballerescos. Nada, en suma, que debamos considerar en lo
humano, y dentro del ambiente, como indicio de singular corrupción o depravación. Un soldado, como
había muchos, valiente, generoso, arriesgado, pecador lleno de fe.
De sus aficiones se sabe que le gustaba la lectura de los libros de caballerías, y que cuando a los 26 años
dejó la casa de don Juan Velázquez para emprender la vida militar abiertamente, llevaba sin duda en el
corazón la imagen de una "dama de sus pensamientos". Se ha andado mucho tras la sombra perdida de
esa dama, tanteando con ahínco en las tinieblas, a base de esa importante precisión que ha llegado hasta
nosotros: "No era condesa, ni duquesa, sino de estado más alto que ninguna de éstas". Es decir, era
Infanta o era Reina. Esto limita el campo de tal manera a unas cuantas personas, que no es extraño que
se hayan lanzado los investigadores tras de la pista. ¿Se trataba de Germana de Foix? No se sabe hasta
dónde puede llegar el idealismo caballeresco, pero cuando Ignacio tenía 26 años, Germana era una
señora muy gorda, de 32. Sería sin duda la Infanta doña Catalina, hija de doña Juana la Loca y de don
Felipe el Hermoso. Bien puede ser, pero cuando Ignacio tenía veintiséis años, doña Catalina era una niña
de once. ¿Sería la Infanta doña Leonor?... La averiguación no interesa demasiado, porque a todas luces
no se debió tratar de un devaneo pecaminoso, sino de uno de aquellos amores puros e ideales de los que a
lo mejor la "dama de los pensamientos" ni se enteraba siquiera. Como muy acertadamente opina el
señor Llanos y Torriglia, que ha estudiado este caso, se trataría tan solo del ímpetu de los años juveniles,
de los años de la inquietud, preparándose a desembocar "en las costas del mar de la edad madura".
Íñigo de Loyola, caballero elegante, quedó sin su protector en agosto de 1517, cuando don Juan
Velázquez murió en Madrid, caído de su privanza, decían en Arévalo que en justo castigo de las
comilones y banquetes que había organizado. Hombre hecho y derecho, soldado dispuesto a combatir, en
posesión ya de la configuración corporal y fisonomía, pidiéramos decir definitiva, ¿cómo era
concretamente San Ignacio? No habrá personaje histórico más desfigurado por la imaginación, con
ayuda de las devociones y de los odios que ha despertado. Y no faltan entre sus devotos quienes lleguen a
recoger la visión deformada que les traspasan desde la otra orilla. Pero, en fin, San Ignacio sería alto o
bajo, rubio moreno, risueño o triste, tendría el mirar apagado o radiante.... He aquí los datos concretos
de su persona, que tomamos íntegros del P. Messeguer : "Era bajo de estatura ; con toda probabilidad
medía un metro y cincuenta y ocho centímetros ; era de formas redondeadas y carnosas, de cabeza
redonda, faz corta y ancha, algo apuntada hacia la barba ; calvicie frontal temprana, pómulos algo
salientes, superciliar algo prominente que daba la sensación de dejar los ojos hundidos, nariz algo
combada y alta, boca ondulada y expresiva, ojos penetrantes y vivos, cabello rubio, tez blanca, tirando
levemente a marfil, pero sonrosada... La expresión era alegre".
A la muerte de don Juan Velázquez, Íñigo de Loyola decidió emprender la vida militar para la que
siempre se sintió llamado y se despidió de doña María de Velasco, la viuda de su protector, que le hizo un
regalo de quinientos escudos y dos caballos. Era ya casi el otoño de 1517 cuando Ignacio montó a caballo
y partió para presentarse al duque de Nájera. Galopa inquieto en el corcel que le va acercando a su alto
destino. Corre Ignacio, corre, que Dios sabe a dónde vas y van a comenzar las verdaderas batallas para
las cuales te necesita.
En este mismo otoño que te envuelve en la mansa quietud de los caminos de Navarra, alguien acaba de
descargar un martillazo, hundiendo un clavo en el corazón de Europa. Martín Lutero acaba de clavar
sus proposiciones a las puertas de la iglesia de Wittenberg. Esa, Ignacio, sí es batalla para ti. La herejía
ha levantado su chata cabeza y la muestra erguida entre la confusión de la gente.
******
15
III
"LAS DOS BANDERAS: BABILONIA"
¿Qué había pasado en aquellos diez años transcurridos desde la primera Misa de Lutero a la publicidad
de sus proposiciones, a lo que se ha llamado el martillazo de Wittenberg? Al año siguiente de su
ordenación sacerdotal, Lutero es trasladado al convento de agustinos de Wittenberg. De aquel convento
salen la mayoría de los profesores de la Universidad y el propósito de llevar allí a Lutero es clarísimo: Se
quiere que pase inmediatamente a explicar Filosofía en las aulas universitarias. Wittenberg, (colina
blanca), es un poblado mísero montado sobre una roca caliza rodeada de landas. Tiene seis mil
habitantes, un convento de agustinos, muchas casas de madera y la Universidad, con sus dos centenares
de alumnos, poco célebre en aquel momento. El paso de Erfurt a Wittenberg es casi tan agobiador como
un confinamiento. Pero Lutero obedece, como es su obligación, y en 1508 le tenemos ya en su cátedra de
Filosofía, que no le gusta ni le interesa. Puede desde allí atacar a Aristóteles, lo cual le complace en grado
sumo, porque la ha tomado con el filósofo griego como un enemigo personal. Pero ni puede explicar
Teología, porque no es doctor, ni siquiera Sagrada Escritura, siendo así que se halla anheloso de
comunicar los pensamientos y las reflexiones que los Sagrados Textos le han despertado.
Tiene entonces veinticinco años, camino de veintiséis y es moreno, de mirada inquietante, voz timbrada,
rostro inquieto y modales afectuosos y atractivos cuando no es presa de la exaltación, que le lleva
comúnmente a grandes violencias de palabra. En el hablar pone mucho fuego, como quien se halla
penetrado por una ardiente convicción. Resulta más bien agradable y parece lleno de piedad. Personifica
muchas características del alma alemana y por eso tiene un gran poder de persuasión sobre un auditorio
alemán.
Al año siguiente, 1509, se cumple uno de sus mayores deseos. Es promovido bachiller en Biblia, y por lo
tanto ya puede explicar Sagrada Escritura. Inmediatamente, y con un ardor enorme, se pone a la tarea.
Sus explicaciones desconciertan y seducen. Desconciertan porque el comentario del profesor prescinde de
los cauces habituales y no discurre a través de la patrística. El cauce entre la palabra del texto y el oído
del espectador no es otro que el libre comentario del propio Lutero. Aún no se subleva, pero procede ya
como un sublevado. Por otra parte, seduce al auditorio por la convicción tremenda que parece respirar,
por el fuego elocuente con que se expresa y se produce. Algunos espíritus avisados comienzan a encontrar
aquello demasiado atrevido, pero la mayoría se deja llevar sencillamente.
Las proposiciones de Lutero se van así elaborando con lentitud, lo mismo desde la cátedra que desde el
púlpito. Va mucha gente a oírle a la Iglesia, porque predica de una manera inflamada, y su voz llena
retumba hasta en el último rincón del templo. Combate con saña la moral de los escolásticos. El hombre,
desde Adán, está definitivamente podrido. Su salvación es obra exclusiva de la Gracia. Nada importan,
en consecuencia, para la salvación, las acciones humanas, porque el libre movimiento del alma del
hombre no puede salir más que del mal. Desde toda la eternidad una predestinación inflexible tiene
fijada la salvación o la condenación.
Truena Lutero en la Universidad y en el templo, que parece resquebrajarse ante las vibraciones del
error. Este no resulta todavía patente y escandaloso, porque aún no se ha enfrentado con la autoridad
que lo refrene. Lutero sigue hablando con respeto del Santo Padre, celebra la Misa con particular
atención, y no se cree en el camino de la herejía. Si sueña con un papel es con el de un santo reformador
favorecido ampliamente por la inspiración divina. El ambiente de la Orden agustiniana en Alemania, y
en aquel momento, no le opone la barrera decisiva. No encuentra entre sus compañeros y superiores
aquella efectiva repulsa que tal vez hubiera podido detenerle a tiempo.
Los miembros de su comunidad, desde el vicario general para abajo, están un poco "tocados de
herejía", y se complacen con los atrevimientos del hermano Martín, al que creen muy piadoso y muy
inspirado. La doctrina de San Agustín ha degenerado entre ellos, y no les ha extrañado mucho ver salir
de allí la predestinación luterana. Por otra parte, Lutero, y ésta será su mayor fuerza, es tremendamente
germánico. Persuade a la gente de su pueblo de una manera singular, y sin advertir el abismo religioso al
cual caminan, se dejan arrastrar por algo muy suyo.
- Se hablará mucho del hermano Martín.
- Es un santo.
- Es un sabio.
- Dios habla por su boca.
Por lo pronto, el propio Lutero lo cree así, e insensiblemente le invade una soberbia que pronto
alcanzará límites extraordinarios. Y en el entretanto su predicación prosigue incansablemente. Cuando
llegan a Roma los ecos de ella, el área de su penetración se habrá ensanchado ya de una manera enorme.
Es curioso señalar que, antes de haberse decidido a la rebeldía, y cuando sólo es un hombre atormentado
por dudas que explica los Sagrados Textos de una manera nueva, Lutero tropieza con el sentido
jerárquico de Roma, y no obtiene del choque el fruto debido.
Roma albergó a Martín Lutero cuando éste llevaba ya dos años predicando sus interpretaciones de la
Escritura. Se presentó allí el fraile agustino en misión de protesta contra sus superiores, a causa de una
nueva distribución administrativa que deseaba llevar a efecto el Vicario general. Lutero realizó su viaje a
pie, albergándose en los conventos. En la Ciudad Eterna no pudo tener acceso a nada, ni pudo intentar
nada. Cuando quiso aproximarse a alguna autoridad de la Curia le pidieron la credencial que le habían
entregado sus superiores. No podía decirse que no la llevaba, porque iba precisamente a protestar contra
ellos. Quiso quedarse a estudiar Teología y le pidieron la carta de su Superior autorizándole. Se volvió a
Alemania fracasado e irritado. En Roma, sin saber quién era, ni lo que pasaba por él, le habían puesto en
su sitio. Ya no estaba en condiciones de aprovechar la lección. Al año siguiente, 1512, tomará el grado de
doctor y tendrá libre la senda para explicar Teología.
No podemos seguir punto por punto la pendiente de Lutero hacia la rebeldía. Ya se ha podido
comprender el carácter del monje, y visto el origen de las teorías que comenzó a desarrollar, se
comprenderá que no era fácil que se detuviera en el camino. Se sentía apoyado por un sector de opinión
en el que figuraban personajes muy elevados, y en el seno de su Orden aumentaba su prestigio cada día.
En vez de tratar de reducirle, iban resultando convencidos por él. Así, en 1515 el Capítulo de la Orden
asigna a Lutero como vicario de distrito, con lo cual tiene once conventos bajo su autoridad. Se siente
firme y seguro, moteja a sus contradictores y toma decisiones de importancia, como si el atajar ciertas
cosas dependiera de él, o se le hubiera encomendado a él.
De esta manera se siente inclinado a dar, por fin, el aldabonazo público fijando su cartel de desafío a
Roma, cuando surge una cuestión en la que puede sentirse favorecido por una corriente popular : las
indulgencias. Cometieran o no los predicadores de la Bula determinadas exageraciones, es lo cierto que
Lutero aprovechó la ocasión, no sólo para combatir la doctrina sobre el asunto, con la cual ya venía a
colocarse frente al mismo Papa, sino para añadir a sus proposiciones sobre el caso algunas otras que
trataban ya de sentar en términos generales la herejía. El día 31 de octubre de 1517, fija en la puerta de
la capilla electoral de Wittenberg nada menos que noventa y cinco proposiciones. En ellas combate la
doctrina sobre las indulgencias, amparándose de paso en algo tan popular siempre como es el aconsejar a
la gente que no dé dinero.
17
Su tesis, en suma, es que las indulgencias son inútiles, porque sólo la Iglesia puede dispensar de las
penitencias que ella misma ha impuesto. Ya es bastante para proposiciones de un fraile fijadas en la
puerta de una capilla. Pero es que al final, Lutero no se priva de deslizar algunas proposiciones que
condensan ya, de una manera terminante, su postura herética: “La voluntad del hombre no es libre" ,
afirma en una de ellas. Y la consecuencia inevitable es que la salvación sólo procede de la Gracia, que ha
sido fijada por la predestinación desde toda la eternidad.
La sensación es enorme. Ya no hay nadie que pueda ignorar lo ocurrido. El propio Lutero parece, por
un instante, asustado de las consecuencias de su acción y de la popularidad que de repente consigue. A su
alrededor encuentra muchos adeptos. Tampoco le faltan contradictores. En el fondo le halaga
comprender que es el héroe de lo que puede presentirse como una tremenda escisión.
¿Qué va a hacer Roma? Gobierna la Iglesia el Papa León X. No hay hombre más comprensivo, de más
benigno ánimo, de más amplio criterio. Está empapado de humanismo, protege las artes, hace traer de
todas partes los libros más preciosos e impulsa sus tareas culturales no sólo en el Estado pontificio, sino
en apartados rincones de Europa, en lucha con el tiempo y la dificultad de las comunicaciones. Se queda
asombrado ante la existencia de aquel fraile que formula proposiciones desatentadas, y su primer
movimiento está lleno de espíritu caritativo y paternal. No quiere fulminarlo de buenas a primeras.
Quiere persuadirle y que se retracte.
Envía un Legado a Alemania, encargado de entrevistarse con Lutero y de traerlo a la razón, si ello es
posible. Pero la tarea no es nada fácil. Lutero está ya en una vertiente vertiginosa. Afirma ser el único
poseedor de la verdad. En su entrevista con el Legado del Papa en Augsburgo, hay palabras suaves y
palabras fuertes ; en algún momento los dos interlocutores chillan a más no poder y todo lo que se
consigue son unos esclarecimientos por escrito, en los cuales Lutero no se retracta de nada
absolutamente, y quiere sólo "informar" al Papa. Apela, en resumen del Papa mal informado, al Papa
bien informado. Es un debilísimo subterfugio. No tardará en aparecer en la mente febril del fraile un
pensamiento que lo lanzará al más desatado frenesí de la herejía. Puesto que él, Lutero, es el intérprete
directo de Jesucristo, y no cabe en él, por lo tanto, el error, ¿quién ha de ser aquel hombre que le
contradice y le amenaza sino el propio Anticristo?
Es un hecho cierto que Lutero pensó siempre que poco después de morirse él se acabaría el mundo. Y
estando en aquellas postrimerías, y siendo él un auténtico representante de Jesucristo, ¿quién podía ser el
Anticristo sino el mismo Papa León X?
Los detalles de la explosión interna de este hombre, que le llevaban a levantar y abrazar con tan
desatada furia la bandera de la herejía, son, por sí mismos, tan elocuentes que nos ahorra la
contradicción o el comentario. En todo el año que sigue a su rebelión Lutero pasa vivas angustias y
terrores, no todos puramente espirituales. Teme que el Papa haya pedido que lo entreguen a Roma para
juzgarlo y se lo haya pedido así al Elector de Sajonia. Anda huido y asustado. El Vicario de los agustinos
lo ha desligado de la obediencia para con él, con objeto de que pueda proceder más libremente y
defenderse mejor. Ha ido a refugiarse al convento de Wittenberg, a la torre de las murallas a las cuales
estaba adosada la edificación.
Son el propio Lutero y los autores protestantes quienes nos refieren como tuvo en esta torre el hermano
Martín una divina revelación que le afirmó en su doctrina y le dio la clave de ella, con lo cual quedó su
espíritu tranquilo y descansado. No era precisamente el espíritu lo que Lutero pretendía descansar
cuando se dirigió a la llamada "cloaca" de la torre, donde acudía toda la comunidad a deshacerse de los
residuos no asimilados por el cuerpo en la digestión.
De las condiciones de terrible suciedad y pestilencia de aquel sitio es mejor no hablar. Y no es invención
nuestra, ni de ningún enemigo de Lutero, sino testimonio protestante, que fuese en aquel lugar apestoso,
y durante una operación indispensable a la naturaleza humana, pero no relacionada directamente con su
parte espiritual, cuando tuviese fray Martín la revelación decisiva. Allí fue donde acabó de rematar la
teoría de la predestinación, afirmando que Dios no juzga al hombre por sus obras, sino por su fe. Lutero
aseguraba que la revelación había sido del Espíritu Santo. Lo fundamental de la doctrina de Lutero salió
de la cloaca de la torre de Wittenberg.
Y el hecho no es tan inexplicable como a primera vista pudiera parecer. La soberbia de Lutero le priva
de toda posibilidad de reconocer ningún error. Por eso, cuando se siente angustiado y acosado, la
imaginación trabaja febrilmente hasta dar de sí una invención nueva por la cual el hereje se tranquiliza y
se afirma en la posesión de la verdad. A cada terror, a cada angustia de Lutero, brota un nuevo capítulo
de su doctrina.
Atropella por todo, porque la razón es de él, y sólo de él; la contradicción le pondrá frenético y él, que
acaba de levantarse contra una autoridad secular, considerará un crimen digno de la muerte que alguien
ponga en tela de juicio la suya. Se considera tanto, tan directamente enlazado con Dios, en cierto modo
tan partícipe de Dios él mismo, que no le extraña ni le ruboriza el episodio de la cloaca.
******
Las disputas y polémicas se multiplican. Lutero comienza a escribir. Alemania entera se apasiona.
León X considera imposible extremar su paciencia y su caridad. Ha tardado dos años en decidirse desde
que despachó al Legado para convencer a fray Martín. El 15 de junio de 1520 lanza la Bula de
excomunión. Todavía se le dan a Martín sesenta días para retractarse. Hasta entonces no será todavía un
excomulgado. Pero aquel hombre agita por los aires su bandera negra poseído de un diabólico furor.
Cuando se entera de que van a excomulgarle, todo le parece poco para insultar al Papa, a la Iglesia
Católica Romana. Está delirante como un poseído. Nadie puede imaginar los términos de violencia en
que se produce Lutero. Hay que decirlo.
Por ejemplo, al Papa se le define como "el mayor de los ladrones y bandidos que haya aparecido sobre
la tierra". La Iglesia de Roma es "una caverna de asesinos". Y, cosa muy propia de la inmensa soberbia
de Lutero, como la excomunión llevará consigo el que no pueda decir Misa, inmediatamente elabora otra
de sus proposiciones para demostrar que es falsa la presencia real de Cristo, que no puede concebirse el
sacrificio, y que por lo tanto la Misa es "el mayor de los crímenes nunca cometidos". Puesto que Lutero
no podrá decir Misa, es la Misa la que es un error y no el pensamiento de Lutero.
Así llegamos al año crucial, decisivo, de 1521. Merced a todo género de caritativas dilaciones la Bula de
excomunión no es vigente hasta el día 3 de enero de aquel año. Ya Martín Lutero está fuera de la
comunión de los fieles. Pero ha conseguido turbar espantosamente la conciencia de la nación alemana,
mezclando con su herejía fermentos místicos y ansias nacionales. En esto se halla, como ya hemos
insinuado, la mayor eficacia de su predicación y de su actitud. Hoy no queda en pie absolutamente nada
de Lutero en cuanto a lo que constituyó su doctrina. Nadie cree en la predestinación, en la inutilidad de
las obras, en que el Papa sea el Anticristo. Si por esto fuera, Lutero no sería más que un recuerdo
arqueológico. Pero él infiltró artera o inconscientemente una idea en su predicación:
Roma era el extranjero, y en cambio él, Lutero, era la fe ingenua, directa y sencilla del pueblo alemán,
que no necesitaba intermediarios exóticos para creer. Él recogió en su oratoria fogosa los apóstrofes
más intensos y las burlas más populares, por soeces que fueran. Tuvo que levantar, para buscarle alguna
consistencia a su ideología, un mito propio. Su bandera fue, al cabo, la confusión, y tendía a crear una
19
Babilonia. Pero de momento conquistó a muchos y su herencia ha sido la piedra angular de todo conflicto
disgregador de la unidad europea conseguida por Roma.
Frente a esta idea de disgregación se levantaba la más fuerte concepción de la unidad católica
incorporada a una política que haya presidido la actuación de un hombre que encarnase la potestad de
un Estado. Tocaba luchar políticamente con la situación que estaba creando la escisión luterana a Carlos
V de Alemania y I de España, el que ha sido llamado Emperador de Occidente, porque en nadie encarnó
con mayor pureza y profundidad que en él la idea de la concordia entre los príncipes cristianos. Pero
Carlos V, recién llegado al trono, se encontraba en la más difícil situación. Tenía 21 años y hacía sólo dos
de su elección como Emperador. Para aquella elección no había tenido, por razones de índole superior,
muy difíciles de analizar en este momento, la benevolencia de Roma. Y se encontraba de pronto con que
un hombre había removido el espíritu nacional alemán de la manera más dolorosa y terrible contra
Roma, y él debía apoyar a esa Roma si quería hacer honor a sus creencias y a sus tradiciones familiares
de católico. Difícil problema político para ser abordado por un joven de veintiún años sobre cuyos
hombros caía la responsabilidad de un grande y prestigioso Imperio.
Iba a reunirse en Worms el primer Reichstag de aquel reinado. Se pedía de él un edicto contra Lutero.
Por otra parte, los numerosos amigos y partidarios que Lutero ya tenía, entre los cuales se encontraban
por lo menos dos de los príncipes electores, reclamaban ante el Emperador diciendo:
- No podemos condenar a un alemán sin oírlo.
Y en su voz respetuosa palpitaba, a pesar de todo, una reserva, un sentimiento de recelo que un buen
político no podía desconocer. Con aquello querían decirle:
- "Y tú tienes que ser más cuidadoso en eso, porque no eres un alemán y llevas sangre de los Reyes
Católicos de España".
Carlos V escuchaba, meditaba, y por fin tomó una decisión, diciéndole al Elector de Sajonia:
- Tú traerás a ese cierto Lutero contigo la próxima Dieta de Worms.
Quiso después volver de esta decisión porque se enteró de que ya era vigente la excomunión contra
Lutero, y no le parecía decoroso traer a su presencia a un excomulgado. Pero triunfó el criterio político y
se avisó a Lutero para que se presentase en Worms, con ocasión de la Dieta, para ser escuchado. Aún
podía intentar una retractación.
Pero Lutero no buscaba más que ensanchar el área de sus predicaciones y albergaba cierto anhelo de
atraerse, al menos, la tolerancia del joven Emperador, como él decía. Por lo demás, el hereje se había
encerrado en un círculo vicioso del que era imposible sacarle y en el que estaba condenado a morir.
- "Mientras no se me rebata por medio de la Sagrada Escritura no puedo retractarme".
Y como no admitía más interpretación ni explicación de la Sagrada Escritura que la elaborada por él
mismo, se podía renunciar de antemano a toda posibilidad de convencerle. Se presentó en Worms, y su
discurso fue una ratificación de todos sus errores. Le escuchó Carlos V y luego redactó su contestación
de su puño y letra, que fue solemnemente leída. Es un hermoso documento lleno de magnanimidad y de
fe. Es una pieza histórica en la cual el Emperador recoge la tradición de sus abuelos:
"Sabéis que yo desciendo de los más cristianos Emperadores de la noble nación alemana, de los Reyes
Católicos, de los archiduques de Austria, de los duques de Borgoña, todos los cuales fueron hasta su muerte
hijos fieles de la Iglesia de Roma, y su ejemplo ha sido norma de mi vida. Quiero empeñar en defensa de la
Cristiandad mis reinos y dominios, amigos, cuerpo y sangre, alma y vida".
Y termina: “Después de haber escuchado ayer aquí el discurso de Lutero, os digo que lamento haber
vacilado tanto tiempo en proceder contra él. No volveré a escucharle jamás, que se respete su
salvoconducto, pero de aquí en adelante lo consideraré como hereje notorio, y espero que vosotros, como
buenos cristianos, obraréis en consecuencia".
Estaba pronunciada en lo político, en el área de los poderes temporales, la sentencia de Lutero, como
antes había quedado excomulgada por León X en el orden espiritual. Empezaba la guerra y Lutero se
retiraba de Worms protegido por la caballerosa magnanimidad de Carlos V, con su negra bandera de
rebelión izada al viento.
No dejaban de acosarle vivos temores. Pensaba que tal vez la generosidad del Emperador fuera sólo
aparente y que en cualquiera de las encrucijadas del camino saldrían a prenderle los soldados. El temor
era vano; pero su protector, el Elector de Sajonia, consideró prudente retirarle de la pública actuación
durante algún tiempo y lo hizo conducir al castillo de Wattburg, cerca de Eisenach, vieja mansión de los
Landgraves de Turingia, perfumada por los recuerdos de Luis el Santo y de su mujer la princesa de
Hungría, Santa Isabel. De este modo vinieron a fundirse al cabo del tiempo los recuerdos de la más
ejemplar santidad con los de la más notoria herejía, y el visitante del castillo de Wartburg puede ver la
capilla donde rezó Santa Isabel, y la celda donde el demonio le hizo varias de sus visitas a Lutero.
En aquella mansión solitaria y destartalada, pasó Lutero un año. Durante él vivió bajo el nombre de "el
caballero Jorge"; apenas salía de sus habitaciones, y se dejó crecer pelo y barba para mejor
desfigurarse. Se ocupó en su tarea de traducir al alemán las Sagradas Escrituras, con lo que hizo, según
dicen, un buen servicio a la lengua alemana, ya que no se lo hiciese igual a la Religión, puesto que el
propósito de aquella Biblia popular era poner el Texto Sagrado al alcance de todos, sin comentario ni
aclaración alguna, para fomentar el libre examen, del cual no podía salir, según Lutero, más
interpretación que la que él preconizaba.
Fue aquel uno de los típicos períodos de angustia por los que pasó el hereje. Ya es sabido que su
obsesión era el demonio, y se sentía acosado por frecuentes visitas del mismo. En Wartburg, el viejo
castillo solitario, había escena y decoración a propósito para esta clase de apariciones, que no dejaron de
sobrevenir y que conocemos por testimonio directo o indirecto de la propia víctima de ellas. Toda la
gama mitológica de duendes y trasgos, toda la serie de travesuras diabólicas y de pavorosas apariciones
demoníacas se ordenaron para no dejar a Lutero una noche en paz.
Sabido es que en toda la mitología nórdica, lo mismo germánica que celta, el diablo, con diversos
nombres, se entretiene en ejercitar mil tretas con objeto de no dejar dormir y de asustar a la gente. !Qué
estrépitos inesperados por las escaleras de piedra del castillo despertaban a Lutero a media noche! !Qué
rumores dentro de la habitación le obligaban a taparse los oídos con la manta! Y luego, en plena labor,
aquel perro rabioso chorreando el hocico de baba, que se dejaba ver a través de la pared, y al que Lutero
le arrojó un día un tintero a la cabeza que dejó una gran mancha todavía visible. No, no lo pasaba bien el
caballero Jorge, que además de aquellas alucinaciones comenzó, por aquella fecha, a padecer
claustrofobia y a tomarle verdadero horror a los espacios cerrados.
Tardó un año en cansarse de la reclusión y, ya tranquilizado en cuanto al miedo a persecuciones
inmediatas, y provisto de una barba rizosa que de momento no permitía identificarle, salió de Wartburg
para soplar a plenos pulmones sobre el incendio espiritual que había provocado y para establecer su
tienda de campaña en los nuevos campos de Babilonia.
*****
21
IV
"LAS DOS BANDERAS: JERUSALÉN"
Poco tenían que ver, como es natural, los pensamientos de Íñigo de Loyola con los que se levantan
hoy en nosotros al verle a caballo y dispuesto a combatir precisamente por la misma fecha en que
Lutero acaba de clavar sus proposiciones en Wittenberg. Pero en algo cabe que dichos pensamientos
se aproximen a lo trascendental, porque a la grupa de Ignacio caminaba un compañero inevitable
que a los pobres de espíritu llena de amargura y a los fuertes les endereza hacia el sendero de la
perfección: el primero de los desengaños del mundo.
La muerte de don Juan Velázquez de Cuéllar había sido triste y obscura a causa de un lamentable
episodio que determinó su caída. En dos palabras: concedida por don Carlos la Villa de Arévalo en
usufructo a doña Germana de Foix, pretendió Velázquez resistirse, y contando con apoyos que luego
le fallaron, se rebeló y puso la villa en plan de defensa. La prudencia y la energía de Cisneros
resolvieron el conflicto sin efusión de sangre, pero Velázquez hubo de retirarse a Madrid amargado
y caído. Ignacio le guardó lealtad hasta que murió, y habiendo aprendido la lección de muchas cosas
que había visto, caminaba en busca de otro señor. El poderoso duque de Nájera estaba emparentado
con la casa de Loyola y a su servicio entró Ignacio, siendo muy bien recibido del duque, que le
concedió su favor. Ocurría esto en los comienzos de 1519 y era el duque de Nájera virrey de Navarra.
Pasaba España entera por el momento crítico de transición hacia el reinado efectivo de Carlos I,
quién, como es sabido, educado en otro ambiente, no supo apreciar ni entender al pronto a los
españoles, si bien había luego de identificarse tan a maravilla con nuestros ideales y nuestra manera
de ser recorriendo gloriosamente la trayectoria que conducía desde Flandes al monasterio de Yuste.
Por lo pronto, andaba toda Castilla revuelta con el movimiento de las Comunidades, en el que se
aliaron muchos errores con mucha lealtad y nobleza. Ignacio permaneció apartado de aquella
contienda, aunque tuvo que intervenir en un episodio que, si no se relacionaba directamente con ella,
era fruto de la misma situación de espíritu en que el pueblo se encontraba. Un malestar general se
había apoderado de España en aquel período de agobio económico y de caída del auténtico poder de
la nobleza, que se encontraba ya incapaz de proteger a sus vasallos.
En aquel momento los españoles se sentían como abandonados de sus protectores naturales y se
agrupaban entre sí. Pero la multitud tiene y ha tenido siempre análogas maneras de manifestarse,
aún en los casos en que la guían sentimientos nobles, y casi no conoce otro lenguaje que el de la
venganza y el saqueo. Acaso estas consideraciones generales expliquen mejor que otras más
detalladas y concretas, por qué un día se levantó la villa de Nájera y se alzó en comunidad. Apenas lo
supo el duque, recogió las gentes de Su Majestad que pudo, y añadiéndoles algunas propinas y otras
con las que le favoreció el Condestable, salió a reducir a los rebeldes. Iba con él entre sus gentes de
guerra, Iñigo de Loyola. La villa se encontraba hirviendo de preparativos. Se habían registrado
algunos desmanes, a la verdad no muchos, siendo el peor de todos la muerte de una especie de
administrador o representante del duque. Los vecinos eran en realidad reos de confiscación y
muerte si persistían en su rebelión. El duque, frente a la plaza, usó de los trámites acostumbrados,
que eran los de un pregón lleno de reflexiones en el que se intimaba la entrega incondicional.
El texto mismo no revela por parte del de Nájera la generosidad de que luego blasona en su relato
al Emperador, pero al fin no se sale de lo acostumbrado. Los rebeldes se mantuvieron firmes y
entonces ordenó el duque el asalto a la ciudad, que fue tomada sin grandes dificultades, ni nada que
justificase, o al menos explicase, el bárbaro saqueo al que se entregaron los asaltantes.
Ignacio participó en el asalto con su habitual denuedo en el cumplimiento de su deber, pero luego se
destacó entre todos por su negativa a tomar parte en el saqueo y a coger para sí la más mínima
porción del botín obtenido. Acaso no sea exagerado ver ya en esto más un ejemplo de plena
deliberación ignaciana, que el simple movimiento de un carácter noble que se niega a ensañarse con
el caído. Hay una medida exacta de lo que debía hacer un soldado español en circunstancia tal. No
podía sumarse a la rebeldía negándose a combatir contra ella, pero sí podía negarse a saquear las
viviendas de unos pobres españoles que en el fondo tenían razón. Ignacio cumple estrictamente con
su deber; pero no va más que a eso, a servir a su señor, a combatir a los rebeldes. No quiere el
menguado botín de aquella pequeña batalla, donde la comunidad de Nájera fue arrollada fácilmente
por un número de soldados aguerridos que no llegaba a la mitad de los hombres armados que
encerraba la villa.
De todos modos, el asunto de las Comunidades se halla en estrecha relación con los acontecimientos
que decidieron el rumbo definitivo de la vida de Ignacio. La rivalidad entre Francisco I de Francia y
Carlos I de España se manifestó tempranamente con la ocasión de ser elegido el nuevo Emperador
de Alemania a la muerte de Maximiliano. Los dos Monarcas, el francés y el español, aspiraban al
puesto, y la batalla quedó planteada entre ellos desde entonces. Al ser proclamado Carlos, no tardó
Francisco en buscar el modo de resolver la querella en el terreno de las armas, inquieto por su
posición entre los dientes de la tenaza que formaban sobre su reino los dominios del Emperador.
Fracasado en Luxemburgo volvió el francés sus ojos a Navarra, pensando sobre todo en
aprovecharse de la difícil situación que creaban en nuestro país los levantamientos de las
Comunidades. Empeñados en una querella interior y sin más abrigo para Navarra que los tratados,
que tan pronto se firmaban como se rompían, los territorios españoles resultaban de no difícil acceso
para un enemigo que preparase el asalto. Por otra parte el duque de Nájera, con no poca
imprevisión, se había desprendido de parte de sus tropas para enviarlas a luchar contra los
comuneros. Además, Francisco no ignoraba que Navarra no se hallaba aún incorporada firmemente
a la unidad española, y no esperaba una decidida resistencia por parte de los naturales del país.
Decidió, pues, atacar por aquella parte, y para ello constituyó un fuerte ejército de más de diez mil
hombres con bastante caballería y artillería.
Tuvo noticia el duque de Nájera de la tempestad que se avecinaba, a la cual no se hallaba
ciertamente en condiciones de resistir. Entonces abandonó el puesto con la razón de dirigirse hacia
Castilla para allegar los refuerzos necesarios, acción muy discutible, pues si era justo que tratase de
allegar refuerzos, podía enviar a buscarlos y no dejar abandonado el lugar en la hora del peligro.
Pero el hecho es que lo hizo así.
En Navarra, digámoslo con sencillez, no se quedó nadie. Los franceses avanzaron sin resistencia y
en Pamplona sólo se negó a rendirse la ciudadela, y esto porque se hallaba allí el capitán Iñigo de
Loyola, fiel a su deber. Era el deber lo que le movía, lo mismo que en Nájera. Harto se debía figurar
él que la resistencia no podría prolongarse. En efecto, denegada la rendición de la ciudadela, los
franceses abrieron fuego de artillería sobre ella hasta conseguir la formación de una amplia brecha
en el muro. Comenzó en seguida el asalto.
En la brecha, con la espada desnuda estaba Iñigo de Loyola. Una bala, (nadie sabía entonces que su
estampido era la respuesta al martillazo de Wittenberg), destrozó la pierna izquierda al capitán
español. Algunas piedras desprendidas del muro le magullaron la derecha y quedó inútil para
combatir. Como si aquello fuera una señal, la ciudadela se rindió en seguida. En Iñigo se albergaba
todo el espíritu de la resistencia.
Habían tenido ocasión los franceses de apreciar su valor no sólo en el acto del combate, sino en las
negociaciones que lo precedieron, y como cuesta poco ser generoso en la victorias fáciles, trataron a
23
Íñigo con toda suerte de consideraciones, y tras algunos días de convalecencia en Pamplona,
permitieron su traslado a Loyola para que terminase allí su curación. Quieren algunos que los
mismos franceses lo condujeron hasta su casa ; pero harto harían, acosados ya por los españoles que
acudían a expulsarlos de nuestro territorio, con permitir que unos servidores se lo llevasen.
El hecho es que Ignacio fue a convalecer a su casa en la habitación que hoy es capilla,
amorosamente conservada y visitada con veneración. Le hicieron curas dolorosísimas para las que
no consintió que lo atasen, que era toda la anestesia que se usaba entonces, y por fin quedó
inmovilizado, esperando que la naturaleza cumpliese la obra de soldarle los huesos mal que bien.
Para tal ocasión sabemos que pidió que le fueran facilitados unos libros de caballerías con cuya
lectura entretenerse. También sabemos que no se hallaron y como único recurso se le facilitó un
"Flos sanctorum" y una vida de Cristo.
Eran estos libros un relato de los principales pasajes de la Vida de Jesucristo; contenían bastantes
vidas de Santos, una Vida de la Virgen y alguna que otra devota lectura. Ignacio recibió el volumen
como simple recurso en el aburrimiento, pero muy pronto sintióse interesado, sugestionado y lleno
de pensamientos que le herían como relámpagos deslumbradores. En su mente comenzó a batallar
un nuevo orden de ideas con el que hasta entonces habitaba allí. Sin duda alternó muchas veces los
pensamientos sobre cosas del cielo con los que se referían a cosas del mundo, a las que había sido tan
aficionado.
Y entonces se le ofrecería por primera vez aquella observación que él condensa en el libro de los
Ejercicios: "Propio es de Dios y de sus ángeles en sus mociones dar verdadera alegría y gozo
espiritual, quitando toda tristeza y turbación que el enemigo induce; del cual es propio militar contra
la tal alegría y consolación espiritual, trayendo tazones aparentes, sutilezas y asiduas falacias".
Norma que traduce una experiencia que debió ser vivísima y patente en aquellas horas, mostrándose
que, cuando se entregaba a pensamientos de orden sobrenatural le quedaba el alma llena, sosegada y
alegre, y cuando se entretenía en los mundanos le quedaba vacía y con cierto sabor amargo.
Ignacio se sumergió con entusiasmo tal en la lectura que quiso dejar constancia escrita y
ordenación de sus ideas, y mandó encuadernar un libro en blanco como de trescientas hojas, en el
cual comenzó a ejercitar aquellos primores de caligrafía que sabemos aprendió durante su estancia
al servicio de don Juan Velázquez. En aquellas páginas derramaba sus impresiones y reacciones, y
sobre todo, concretaba sus pensamientos, porque no era él retórico colorista, sino severo razonador.
Escribía en sus veladas con gran consuelo y se le iba llenando la imaginación de hazañas a lo divino,
con el mismo ímpetu que antes las había imaginado de tipo guerrero y militar. Escribía Ignacio en
los mismos días y a las mismas horas que Lutero escribía también en Wartburg. Y los consuelos de
Ignacio aumentaban día por día, como las angustias y las visiones de Lutero. El paralelismo culmina
en el momento ya señalado en el que Ignacio tiene la aparición de la Virgen María con su hijo en los
brazos, y Lutero, desesperado por las visitas del demonio, le arroja un tintero a la cabeza cuando le
ve surgir ante él bajo la figura de un perro rabioso.
En aquel otoño de 1521, mientras Lutero, recluido, huye de la mirada de la gente, Ignacio da cortos
paseos apoyándose en muletas y le reza a la Virgen desde el camino de Azpeitia, al aire la ancha
frente aumentada por la calvicie prematura, con la mirada vuelta hacia la ermita de Olaz. Así
pasaron los meses de la curación. Ignacio cojeaba un poco, y en realidad cojeó ligeramente toda su
vida. Entonces tenía treinta años y había formado la resolución de empezar de nuevo. En la escala
de sus ambiciones había dado el asalto definitivo.
Se ve siempre a sí mismo como un militar; pero ahora lleva en lo alto una blanca bandera y se
dispone a pasearla por el mundo y a hacerla que triunfe de todas las asechanzas. Lo ha meditado
bien. Tiene que partir lejos de allí, a lugar donde no le conozcan, abandonar todo afecto e inclinación
mundanos y emprender la nueva ruta. No quiere participar a nadie su decisión y dice que ha de
llegarse a Navarrete, donde reside entonces el duque de Nájera, para agradecerle el interés que por
él se ha tomado durante su enfermedad. Su hermano Martín García de Loyola, adivina algún
propósito oculto. Se ha visto a Ignacio cambiar rápidamente en aquellos meses. Se le ha visto
ensimismado y gozoso, lleno de una extraña serenidad. Su aspecto es el del hombre que ha decidido
algo irrevocablemente. Don Martín se malicia, en parte, lo que va a ser.
- Mirad, hermano, le dice, que este viaje que proyectáis ni es necesario, ni es urgente en vuestro
estado, y temo mucho de él.
- Pues en verdad os aseguro que no tenéis nada que temer.
-Os ruego que consideréis la situación de nuestra casa y lo que legítimamente puede esperar de vos,
que ya la habéis honrado, y que tanto brillo podéis proporcionarle aún.
- Yo os prometo hermano, afirmó Ignacio solemnemente, que no he de hacer cosa alguna por donde
recaiga el menor desdoro sobre el lustre de nuestra casa, que no se menoscabará ni se perderá por
mí.
Quedose don Martín algo más que cabizbajo y descontento. No podía saber que si la Historia se
había de acordar mucho de la casa de Loyola, y nombrar de paso a don Martín García, había de ser
a causa de aquel hermano menor, bajito de estatura, que se alejaba de allí cojeando y lleno de una
extraña resolución. Resolución que llevó a efecto partiéndose de allí a poco, seguido de dos
servidores, encaminándose a Navarrete para visitar al duque de Nájera, no sin antes hacer alto en
Nuestra Señora de Aránzazu para orar.
Visitó al duque, se despidió de él, recibió algunos ducados que se le debían de antiguas soldadas, los
empleó en restaurar la imagen de la Virgen, despidió a los servidores, montó en una mula y se perdió
de vista solo por los caminos de España. Dios y él sabía, dónde iba y que su meta, de primera
intención, era el Santuario de Nuestra Señora de Montserrat. Largo viaje y buena ocasión de
pensamientos levantados y de ordenación de ideas.
No fue mala coyuntura la que se ofreció a Ignacio para probarse a sí mismo la que le deparó un
moro de los que aún se encontraban por los caminos del reino de Aragón. Caminaron juntos
conversando Ignacio y el moro, y vino el diálogo a recaer sobre la virginidad de María, tema no tan
extraño en los diálogos de entonces como pudiéramos pensar hoy, y tema muy de acuerdo con los
pensamientos que Ignacio llevaba. Discutieron animadamente, y el moro llegó a convenir en la
virginidad de la Madre de Dios antes del parto y en el parto; pero no fue posible que accediera a
darse por convencido de su virginidad posterior.
Separáronse en desacuerdo sobre este punto y le quedó a Ignacio un sabor de boca amarguísimo.
Era extremado en todas las cosas de fe; pero la devoción que, incluso antes de adoptar su nuevo
camino se le reconoce como la más constante y arraigada, es la devoción a la Virgen. Se cría
respirando esta devoción en su familia, la lleva consigo en sus peores momentos, la Virgen se le
aparece en las horas de su conversión. Así quedose él de mohíno al advertir que en su presencia se
había negado la virginidad de la Señora después del parto, y de tal manera se apoderó de él esta idea
que pensó que era deber suyo salir tras el moro y no parar hasta matarlo. La sangre le hervía en su
interior; luchaba el nuevo Ignacio y los ímpetus del antiguo, preguntándose si aquel debía luchar con
los procedimientos de éste. Por fin soltó la rienda a la mula y decidió que si ella tomaba tras el moro,
tras él debía ir, y si en la encrucijada cambiaba de ruta, abandonaría todo pensamiento de perseguir
a su adversario. La mula hizo esto último, debemos pensar que afortunadamente.
25
Afirma el P. Rivadeneyra que fue después de esto cuando Ignacio hizo voto de castidad "y ofreció a
Cristo Nuestro Señor y a su santísima Madre la limpieza de su cuerpo y ánima". Nada puede
sorprendernos en este singularísimo soldado de la bandera blanca que marcha como un caballero
andante de Jesús y de María a una magna empresa que aún no tiene en su ánimo límites precisos,
pero a la cual se dispone con todos los requisitos de la más vasta empresa religiosa y militar. En
realidad, si no consideramos esta salida de Ignacio como la primera salida de un don Quijote a lo
divino, carecería de sentido y parecería obra extraña, cuando no era sino la más cuerda, oportuna,
valerosa y decidida acción que se emprendía en el siglo.
Sale como quien va al rescate del Santo Sepulcro, pero con armas nuevas, con armas que él mismo va
a afilar y a templar. El caballero andante se ha señalado una meta, un lugar para la vela de armas
con objeto de salir de allí armado ya para su empresa. Ahora sí que tiene dama de sus pensamientos
y para siempre. En poco estuvo que no matase a un moro por Ella, como todo caballero andante
habría querido hacer. Y se dirige a Montserrat, donde ha pensado que el antiguo capitán Íñigo de
Loyola, quede para siempre dando paso al otro hombre que ha nacido en él.
Para ello, una vez llegado a Montserrat, toma al antiguo Ignacio, lo examina punto por punto, en
todas las fibras de su anatomía espiritual, y lo presenta arrepentido. Un padre benedictino recibe la
confesión general de Ignacio. El capitán Iñigo se ha lavado de tal manera el polvo de las batallas y de
los cortesanos episodios, que nadie le conocería. Ahora es preciso que tampoco lo conozcan por
fuera. Por lo pronto, no necesita cabalgadura de ninguna especie. La mula que trae puede ser de
mucha utilidad a los monjes de monasterio. Se la regala. La espada y la daga que tanto lo defienden
como lo adornan, ya no son útiles. En adelante sus armas serán muy diferentes. Se quedan como
ofrenda en el altar de Nuestra Señora. Ahora los vestidos buenos y ricos de hidalgo acomodado. No
es ese el uniforme de la nueva empresa del caballero Ignacio. Den abrigo a un pobre y venga en
cambio ese saco, ese verdadero saco de cáñamo tosquísimo con una cuerda para sujetarlo a la
cintura. Y basta.
Para los pies no hacen falta los ricos zapatos de cuero, las altas botas elegantísimas, tan agradables
al capitán Íñigo que, lo primero por lo que lamentó su herida fue por el pensamiento de que no las
podría llevar. Pues baste a la planta del pie su propio cuero. Ignacio camina descalzo de un pie, y en
el de la pierna enferma, que todavía lleva con un apretado vendaje, se pondrá una alpargata.
Ahora las armas: Su bordón de peregrino y su pequeña calabaza. Y ya está el caballero Ignacio
vestido de punta en blanco para su empresa religiosa y militar. Falta la vela de las armas ante el
altar de la Dama de sus pensamientos. Una noche entera en oración al pie de la Virgen. Era la noche
del 24 al 25 de marzo de 1522, fiesta de la Encarnación. A la mañana siguiente oye Misa y comulga,
y empieza a bajar cojeando levemente con su pie descalzo en tierra la pendiente del monte.
¿Dónde va? A sus empresas. No lleva rumbo fijo, pero le conduce una estrella que le marca el
rumbo. Aún no ha escrito los Ejercicios Espirituales, que pronto redactará, pero ya tiene muy clara
en la mente la división del mundo en dos campos enormes, agrupados bajo dos banderas. ¿Se le va
formando ya en la imaginación la composición de lugar?
"Composición de lugar será aquí ver un gran campo de toda aquella región de Jerusalén, a donde el
sumo capitán general de los buenos es Cristo Nuestro Señor; otro campo en región de Babilonia,
donde el caudillo de los enemigos es Lucifer". Y marcha con su blanca bandera en alto a plantar su
tienda en el gran campo de Jerusalén.
******
V
"ANVERSO Y REVERSO DEL LIBRE ALBEDRÍO"
Precisamente fue en el mes de marzo de 1522, al tiempo que Ignacio velaba sus armas espirituales en
Montserrat, cuando Lutero, cansado de aguantar tantas visitas del demonio en Wartburg, salió del
castillo para tomar nuevamente el camino de Wittenberg, la pequeña ciudad que había de hacer
dolorosamente célebre por su herejía. Bien es verdad que si con esto pensaba huir de la compañía del
demonio estaba profundamente equivocado. "El demonio, dirá en los últimos años de su vida, ha
dormido en mi cama con más frecuencia que mi mujer".
No somos, pues, nosotros los que, por servir a nuestras ideas, queremos ver a Satanás presente sin cesar
en todo el origen y desarrollo de la Reforma luterana. Hemos de renunciar a ir siguiendo en cada caso,
por orden cronológico, la presencia del diablo junto a Lutero. Las formas bajo las cuales se presenta el
demonio a aquel hombre que pretendía ser un enviado directo de Cristo sin innumerables. Ya hemos
hablado del capítulo de travesuras, entendiendo por tales la serie de juguetones ruidos nocturnos
destinados a no dejar dormir en paz al hereje. Pero aparte de eso están las apariciones directas,
fantasmagóricas, espantables. Ya hemos visto que el diablo puede ser un perro rabioso y babeante,
estampa por demás temerosa y horrible.
Pero, ¿qué diremos de una asquerosa y gigantesca serpiente que se arrastra a nuestros pies levantando
la cabeza achatada y mostrando los agudos colmillos y la venenosa lengua? ¿Y qué pensaremos de un
cerdo monstruoso que parece haber recogido él solo en sí todos los demonios que arrojó a los puercos
Nuestro Señor? Siempre corren parejos lo temible y lo asqueroso del animal bajo cuya apariencia se le
presenta el demonio a Lutero. Las características son tan propias que no puede pensarse que el demonio
tenga para presentársenos disfraces que mejor le vayan. Pero si es muy creíble que el demonio no dejase
a personaje tan propicio como Martín Lutero, nos importa para sentirnos en el dominio de la realidad y
conocer bien a nuestro personaje, saber el crédito que podemos dar a las apariciones que lo visitan.
Es curioso cómo la herejía de Lutero se descompone, en él mismo, en una lluvia de supersticiones. No
digamos ya, siglos después, cuando de la herejía luterana como doctrina, no queda nada absolutamente, y
en cambio, se ha hecho merced a ella, tabla rasa de la fe de millares de personas.
Desde la vuelta a las supersticiones primitivas, a una serie de supersticiones más o menos vestidas de
ciencia, el mundo cristiano, en su posición no católica, ha quedado a merced de un deísmo racionalista,
por una parte, y presa, por la otra de una vasta y cambiante superstición llena de espectros trágicos y de
panoramas cómicos. Lutero por su parte, como derivación sin duda de aquella pertinaz compañía del
demonio, creía en los duendes y en las brujas, profesando a estas últimas una gran animadversión y fiera
inquina.
Propio de la degeneración de la que Lutero era un típico exponente, venía a ser la práctica de la
brujería, en la que bárbaramente se mezclaban restos de fe con las más confusas nociones de la ciencia, la
entrega deliberada a prácticas diabólicas. Existiendo esto, como existía en la época, propio de Lutero es
que lo admitiese, condenándolo acto seguido con la saña y el furor de quien tropieza con una
competencia temible. Creía en las brujas y las odiaba. La brujería estaba alcanzando un apogeo temible
y abarcaba desde la simple receta femenina para embellecerse y atraer al hombre, al conjuro para
matar, y a la invocación directa a la ayuda del demonio.
Creían en brujas las gentes del pueblo, muy singularmente las mujeres, que utilizaban todo tipo de
ingredientes descabellados para la conquista y reconquista del amor, y entre la clase elevada algunas
personas de muy basta naturaleza y muy poca cultura, porque lo mismo es dejar de creer en Dios y en su
verdadera Iglesia, que el espíritu, necesitado de asirse a algo, comienza a admitir los mayores disparates.
27
La enfermiza mentalidad de Lutero, hombre al que habían dado ataques de epilepsia y de claustrofobia,
derivó, entre las preocupaciones religiosas que lo llevaron a la herejía, hacia un miedo constante a las
misteriosas fuerzas del más allá, que le hizo admitir toda una fantasmagoría y una mitología del tipo más
mezclado y absurdo. Lo cual no llegó a determinar nunca en él sino una furia creciente que le llevaba a
combatir contra todos los dogmas que le estorbaban para el desarrollo de su mundo de visionario.
Desde Wartburg se encaminó a Wittenberg. En el camino, a pesar de su rizosa barba nueva, hubo unos
estudiantes que creyeron reconocerlo. Trabaron conversación con él, y él se les manifestó suave y
amistoso sin descubrir nada de su identidad. Estaba lleno de la creencia en sí mismo y en su calidad
profética. Al despedirse de los estudiantes, que caminaban más de prisa que él, les encarga que visiten de
su parte a una determinada persona en Wittenberg. Los estudiantes creen llegado el momento de
descubrir la incógnita:
- ¿Y de parte de quien hemos de decirle que le saludamos?
- De parte del que ha de venir, respondió Lutero.
El que ha de venir, el esperado, el enviado, es Martín Lutero. Pero lo cierto es que se dirige a
Wittenberg poseído de fuerte indignación, porque se ha enterado que en la viña que él cavó y revolvió tan
eficazmente han aparecido cosecheros inesperados. Puede decirse que todavía falta bastante para la
plena expansión del luteranismo y ya aparecen, como fruto del libre examen, "profetas" nuevos que
predican su teoría particular y le hacen a Lutero una competencia que éste no se halla dispuesto a
consentir. Son, desde luego, profetas menores a los que espera arrollar con su presencia. Gente de poco
más o menos que se aprovecha de la situación creada por la desaparición del "profeta" verdadero. No
pueden competir con él, en efecto, porque el diablo no les ha dado ni tanta elocuencia, ni tanto poder de
convicción. Son tan sólo un síntoma de la confusión en la que ha de parar la herejía. Por eso Lutero, lleno
de soberbia confianza, se presenta como "el que ha de venir".
Sigue siendo el hombre, y cada vez lo será más, que inventa un dogma fundado en el orden divino en
cuanto se trata de satisfacer un ansia o librarse de una angustia. Está comenzando a redondearse
físicamente y le gustan los buenos asados y la cerveza abundante. Esto, en otro cualquiera, sería un
apetito natural más o menos fuera de una discreta norma. Pero Lutero no puede hacer nada que no
resulte directamente inspirado por Dios. Nos revela un detalle característico de su estado físico y moral.
Es preciso comer y beber bien, y en suma darse buena vida, para alejar el demonio. Su experiencia le
permite asegurar que en cuanto un hombre come poco, es abstemio y no duerme profundamente, el
demonio le viene a visitar. En cambio, si uno se acuesta bien cenado y habiendo bebido bien, se duerme a
las mil maravillas y el demonio le deja tranquilo. Su doctrina se va elaborando así, abriendo todas las
puertas al apetito y dejando libres las tendencias primarias de la naturaleza.
El efecto de la predicación de Lutero ha sido desastroso en muchos conventos de Alemania. Como
consecuencia de aquella doctrina, la clausura, la penitencia y el voto de castidad es un peso insuperable.
Los conventos empiezan a despoblarse a toda velocidad. La vida en común ha creado una facilidad de
contagiarse que trae como consecuencia que el caso aislado casi no exista. Grandes grupos de frailes y
monjas se evaden de los conventos. En algunos no queda nadie. Una nueva doctrina asegura que las
obras no influyen para la salvación, y supuesto eso, ¿para qué soportar ayunos, castidades y otras severas
normas pudiendo gozar del mundo, ya que el destino del alma está fijado desde toda la eternidad?
El éxodo monacal acarrea muchas situaciones dramáticas. Aquella gente, agrupada a la sombra de sus
conventos, vivía austeramente, pero vivía. Ahora no todos encuentran refugio, no todos tienen familia
que los reciba, no todos saben trabajar en algo que les permita comer. Por otra parte, su situación social
no es clara ni aceptable para todos. No se cambia una mentalidad de la noche a la mañana.
Puede ocurrir que a un fraile que ha colgado los hábitos lo paseen en hombros grupos de estudiantes
luteranos y lo lleven a beber a un figón, pero luego no resulta un hombre como todos los demás. Aun
entre las gentes que han adoptado el luteranismo es fríamente acogido el hombre o la mujer que ha
quebrantado sus votos. No se dice que sea por eso, pero se acepta así, y la situación se hace difícil para los
exclaustrados. Algunos grupos se convierten en bandas de mendicantes o de algo peor. Otros tratan de
darse mutuamente calor y apoyo, y el resultado lógico es que los frailes empiecen a casarse con las
monjas. (Empleamos, claro está, la palabra casarse en un sentido puramente civil.)
A Lutero se le planteaban algunos problemas por esta causa, y no faltaban grupos de evadidos que
buscaban a su profeta y se presentaban a él para que los amparase. No tenían qué comer, habían huido
para seguir su doctrina; que él viese lo que hacía con ellos. De unos se ocupó como pudo, a otros
despachó de mala manera. Al año siguiente, 1523, se le presentó pidiendo amparo un grupo de nueve
monjas. Como nada de lo que le ocurría a Lutero podía provenir de otra parte que de Dios de una
manera directa, y las nueve monjas evadidas se le han presentado el día de viernes Santo, se entera de su
historia y hace lo que puede por ellas.
Son chicas muy jóvenes, alrededor de los veinte años. Al examinar Lutero su situación, se detuvo
particularmente ante una, bastante buena moza, de pelo negro, formas abundantes, bellos ojos, pómulos
salientes y cara de salud. Le refirieron a Lutero el interrogatorio de que había sido objeto aquella
monja en casa del secretario municipal:
- ¿Cómo os llamáis?
- Catalina de Bora.
- ¿Qué edad tenéis?
- Veinticuatro años.
- ¿Sois huérfana?
- Tengo padres que viven no lejos de aquí y son súbditos del príncipe Elector de Sajonia.
- ¿Os dirigís, pues, a vuestra casa?
- ¡No! , dijo Catalina atemorizada. Mi padre me mataría si me presentase allí. Es católico romano y no
querría recibirme sabiendo que he quebrantado mis votos.
- ¿Qué haréis, pues?
- Sé guisar, coser y preparar la ropa. Puedo ser útil en una casa; puedo encontrar un hombre que se case
conmigo.
Cuando el secretario comunal le refería esto a Lutero, iba naciendo en el ánimo del hereje una suerte de
compasión especial, nunca sentida hasta entonces, y a sus gestiones se debió que el secretario conservase
a Catalina en su casa, lográndose luego del príncipe elector un pequeño apoyo económico para
mantenerla. Por entonces empezó Lutero a elaborar su teoría contra el voto de castidad. Personalmente
no deseaba romperlo, ni le agradaba que lo rompiesen. Pero en cuanto le acosaron algunas llamadas de
la carne, como no admitía que a él le ocurriera nada que no viniese directamente de Dios, empezó a
combatir el voto.
Y en efecto, descubrió que el voto era un movimiento de orgullo por el cual el hombre pretendía hacer
méritos para salvarse, olvidando que sólo se salvaría por los méritos de Jesucristo exclusivamente. Ya
estaba nuestro hombre puesto en franquía, y ya veremos lo que de ello resultó. Lo que parece cada vez
más lógico es que negase la existencia del libre albedrío, que en él no parecía existir, puesto que se
limitaba a ser juguete de sus pasiones, dedicando las luces de su inteligencia, o los recursos del ingenio a
inventar teorías que justificasen su auténtica falta de voluntad.
"De servo arbitrio" tituló un opúsculo en el que quiso combatir a Erasmo que, mirando a Lutero con
benevolencia y hasta con cariño, no podía convenir en que el libre albedrío no existiese. En la polémica
quedó Lutero muy mal parado, pues no eran sus dotes para discutir con una inteligencia tan aguda y una
cultura tan sólida como la del humanista de Rotterdam.
29
Y precisamente por aquellas fechas andaba por el mundo, comenzando a asombrarle, el ejemplo vivo
de lo que puede el libre albedrío humano, y de lo que es capaz una voluntad vigorosa en lucha con todos
los apetitos y tentaciones. Hemos dejado a Ignacio de Loyola deshaciendo cuesta abajo, un pie descalzo y
otro con una venda, el camino de Montserrat. Pronto fue alcanzado en él por una mujer llamada Inés
Pascual, que iba en compañía de una amiga y de varios niños, entre ellos un hijo suyo.
- Perdonadme, señoras, dijo Ignacio dirigiéndose principalmente a Inés, ¿podríais decirme si hay por
estas cercanías algún hospital?
- Ciertamente, hermano, replicó Inés. Un hospital hay en la ciudad de Manresa hacia la cual nos
dirigimos nosotras. Si queréis seguirnos os podremos guiar hasta la misma puerta.
- Que Dios os lo pague, replicó Ignacio. Y se dispuso a seguirlas.
Entonces oyeron las voces de un hombre que llegaba corriendo en seguimiento del peregrino, con el cual
entabló el siguiente extraño diálogo:
- Decidme, hermano, si os place, ¿es cierto que habéis entregado y donado de vuestra voluntad unos ricos
vestidos de caballero a cierto mendigo?
- ¿Puedo saber por qué me lo preguntáis?
- Ciertamente. El dicho mendigo ha sido hallado portando a hombros tan ricas vestiduras y ha sido
puesto inmediatamente en prisión por juzgársele culpable de hurto, ya que era imposible que fuesen
suyos tales vestidos. Pero el mendigo jura que cierto caballero, que timó a continuación hábito de
peregrino, se los ha dado de su voluntad. Las señas que nos da coinciden con las vuestras y esa es la razón
de mi pregunta.
Dolióse Ignacio de la injusticia, y aunque hubiera deseado, de una parte, conservar incógnita su
personalidad, y de otra, que no se divulgasen sus caridades, replicó inmediatamente:
- Cierto es lo que el mendigo afirma. Los vestidos eran míos y de mi libre voluntad se los di, por lo cual os
suplico que inmediatamente le dejéis libre y en posesión de ellos.
Saludó el hombre y se fue, y quedaron las mujeres en la extraña confusión en que ya las había puesto la
traza de aquel peregrino que no podía disimular ni el fino dibujo de sus manos, ni una cortesía de
caballero al hablar. Se le ofrecieron en todo y para todo. Ignacio no quiso aceptar sino que lo guiasen
hasta el hospital, como había pedido. Aleje el lector de su mente toda imagen moderna de sitio limpio y
aséptico de la palabra hospital. Un hospital, por aquel entonces, era tanto refugio de enfermos como de
mendigos, y tanto valía preguntar por él como por un albergue de pobres de solemnidad.
Por la noche Inés Pascual le envió una taza de caldo y una gallina, que sirvió inmediatamente de
alimento a las gentes humildes y enfermas en cuya compañía se encontraba Ignacio. Así comenzó su vida
en Manresa, que había de durar un año aproximadamente y con la cual se proponía entregarse a la
penitencia, a la oración y a la meditación para ir tomando sus resoluciones y avanzando en el camino que
había emprendido.
El centro de su vida en Manresa era el dicho hospital, llamado de Santa Lucía, si bien pasaba muchas
horas en una ermita cercana consagrada a la Virgen y en una cueva solitaria, donde escribió los
Ejercicios Espirituales.
El régimen de vida que se impuso bien vale por la más rotunda lección del uso del libre albedrío.
Consideraba que para entrar de lleno en la vía de la perfección debía hacer la más áspera penitencia,
contrariando todo lo que antes habían sido sus gustos e inclinaciones. Se disciplinaba tres veces al día de
la manera más increíble y dura, haciendo brotar raudales de sangre de su cuerpo. Vivía en absoluta y
total pobreza pidiendo limosna. Como la fama de sus virtudes cundió pronto, abundaron las personas
caritativas que le enviaban comidas excelentes. Estas comidas en casi su totalidad eran repartidas por
Ignacio entre los pobres, pues no tomaba más que una sopa, o unas verduras, es decir, lo indispensable
para sostenerse, y dejaba aparte cuanto fuese manjar suculento y bien aderezado.
Pasaba en oración seis o siete horas seguidas, hincado de rodillas, sin acordarse de su pierna enferma.
Como en el mundo había gustado mucho cuidar sus cabellos y sus manos, dejó crecer los primeros
enmarañadamente y a su arbitrio. Comenzó entonces para Ignacio aquella intensísima experiencia
espiritual de la que nos ofrece prueba tan extraordinaria el libro de los Ejercicios. También rondó el
demonio la cueva de Manresa por medio de diversas tentaciones, pero fue tratado de la única manera
que lo puede ser. La medicina de Ignacio para tales casos es hacer lo diametralmente opuesto a lo que le
sugiere el demonio. Lutero es el único hombre, según se cree, que ha confesado haber sostenido una
larga conversación con Satanás, en la que quedó convencido por éste en una materia de tanta
trascendencia como la Misa. Comparado una experiencia con otra, se advierte cómo los dos hombres
estaban situados cada uno en un extremo del diámetro del mundo.
A este respecto, Ignacio pasó por pruebas dificilísimas, pues adelantando en el camino de la perfección
comenzó a sentir los períodos de angustia, la sequedad de la tentación, el socorro celestial y toda esa
riquísima gama de hechos que nos son conocidos por el testimonio que ha llegado hasta nosotros de los
fenómenos inefables de este género superior de vida, para el que se necesita la ayuda de las fuerzas de la
gracia.
De la lucha singular de Ignacio para alcanzar su meta obtenemos la más estupenda enseñanza de lo que
puede la voluntad libre del hombre, con las fuerzas de la gracia. Algunos episodios de su experiencia
impresionan, porque nos descubre algo de la tremenda batalla de este hombre solitario, macerado por la
penitencia y enflaquecido por las privaciones que se imponía. En uno de sus períodos de angustia, seguro,
sin embargo de su camino y decidido a perseverar en él, forma el propósito de encerrarse en la ermita
de Nuestra Señora y permanecer allí en ayuno total y en oración constante hasta que la misericordia de
Dios le conceda la gracia de su consuelo.
Este propósito de humillarse a Dios hasta conseguir una gracia de Él, es la magna y superior
manifestación del libre albedrío humano. Ignacio entra en la ermita y pasa en ella una semana. Le echan
de menos en la cueva y en el hospital algunas personas que solían visitarle y pedirle consejo. Lo buscan.
Por fin dan con él tan extenuado, tan inmaterial que lo toman en peso como una pluma y se lo llevan a
Manresa. Es el confesor quien tiene que mandarle que cese en aquella sin igual penitencia. Ha vencido
al demonio con la más extremada de las resoluciones.
Buena compensación de esta semana fue otra en la que acaeció a Ignacio la más singular experiencia,
cuyo fondo y detalle nunca se ha sabido, pero cuyos signos exteriores nos refiere el P. Rivadeneyra. Es el
caso que de un sábado a otro, Ignacio permaneció ausente y como muerto, de tal modo que acaso lo
hubieran enterrado de no percibirse durante aquellos días que su pulso latía débilmente. Fue un éxtasis,
una ausencia del alma ocupada por su Criador, un verdadero rapto divino. Al volver a la vida del mundo
a la semana justa, pronunció con gran consuelo y dulzura el nombre de Jesús y no se pudo saber nada de
lo que le había ocurrido. Era fácil que contase sucesos de su vida, sobre todo aquellos que le
presentaban como pecador, pero nunca reveló nada de los favores que recibía del cielo, y sólo en los
consejos que nos ha dejado se advierte la insondable profundidad de su experiencia.
31
Por el mismo tiempo en que Lutero aconsejaba darse buena vida para alejar el demonio, cayó Ignacio
enfermo de gravedad a consecuencia de sus penitencias y privaciones. En cuanto se reponía un poco
volvía a su áspero rigor y nuevamente enfermaba, hasta que necesariamente hubo de atenuar, por no
ponerse en peligro de quitarse a sí mismo la vida, la espantosa dureza de sus condiciones, y se puso una
ropilla de paño grueso para abrigarse y un gorro. Al mismo tiempo consintió en cortarse el cabello al
solo fin de ofrecer una presencia más decorosa a las personas que acudían a consultarle y a las que hacía
tanto bien. De todos modos, la estancia de Ignacio en Manresa tocaba ya a su fin.
Cuando salió de Loyola llevaba en el alma el anhelo confuso de una gran empresa. Ahora podemos
creer ya que el anhelo vago y gigantesco estaba dibujándose como propósito definido, sobre todo después
de los éxtasis y revelaciones que en Manresa le habían proporcionado tan decidido consuelo y ayuda.
Decidió, pues, marchar de la ciudad catalana antes del año de haber llegado allí, y desoyendo ruegos y
súplicas de la gente que amaba y tenía en mucho su compañía, se puso en marcha camino de Barcelona.
Ahora proyectaba un viaje más largo. No quería parar hasta Jerusalén para visitar el escenario de la
Pasión y Muerte de Nuestro Señor. El plan de viaje de Ignacio era vivir de limosna y entregarse por
completo a la Providencia de Dios. Ésta le favoreció mucho, y hallándose ya en Barcelona le facilitó los
medios para realizar una parte del viaje. Fue el caso que una piadosa señora llamada doña Isabel Rosell
acertó a ver a Ignacio en la iglesia durante un sermón, y quedó tan impresionada por su actitud y por la
atmósfera de piedad profunda que lo circundaba, que lo mandó buscar para invitarlo a comer en su casa.
Hablando con él la dicha señora y su marido se confirmaron en la impresión que tenían, y al enterarse
de que pensaba pasar por Italia para seguir viaje a los Santos Lugares, le indujeron a embarcarse en un
bergantín donde iba un pariente de aquellos señores. Se avino a ello Ignacio y se consiguió que el patrón
del buque consintiese en llevar de balde al peregrino, pero exigiéndole que llevase sus provisiones. Fue
pidiendo limosna de puerta en puerta, compró lo más elemental para sustentarse durante la travesía y
repartió las monedas que le sobraban. Así pudo llegar hasta Roma y recibir la bendición del Papa, que
era entonces Adriano VI. Las personas que lo trataron quisieron disuadirle del viaje porque era
penosísimo y el peregrino mostraba apariencias de escasa salud.
Algunas de las regiones que debía atravesar estaban infestadas por la peste y en otras dominaban los
turcos, sobre todo en el mar, que era casi peor. Era vano el intento de disuadir a Ignacio de su propósito.
Tomó el camino desde Roma en dirección a Venecia viajando a pie, pidiendo limosna, durmiendo al raso
y esparciendo de tal modo por doquiera un perfume de dulce santidad, que en Venecia el mismo Dogo
quiso hablar con el peregrino de quien tantas maravillas se contaban, y le facilitó la manera de que le
llevasen embarcado hasta Chipre. Se sabe que llegó a Jerusalén a principios de septiembre de aquel año,
que era el de 1523.
Podemos imaginarnos las sensaciones que experimentó en aquel lugar, donde pensaba quedarse, pero
no lo consintió el Provincial de los Franciscanos, que tenía delegación de la Sede Apostólica en aquel
territorio. Hubo, pues, de limitarse a realizar sus visitas de peregrino, entre las que ha dejado recuerdo
la última que realizó al Huerto de los Olivos, al que era peligrosísimo acudir solo y echándose encima la
noche, como Ignacio hizo. Tuvieron los franciscanos que enviar persona práctica a buscarle y fue
particular consuelo para Ignacio que el enviado lo condujera del brazo y con alguna violencia por
aquellos mismos caminos que había recorrido el Señor.
Tomó finalmente la vuelta de Italia para venir de nuevo a España. Un año aproximadamente hacía que
saliera de Barcelona cuando se presentó de nuevo allí por el mes de marzo de 1524, hacia la época de las
duras arremetidas de Lutero contra Erasmo negando el libre albedrío.
Y aquella maravilla viviente de libre albedrío que era Ignacio de Loyola, se planteaba, a los 33 años de
edad, un problema nuevo que iba a requerir de él no menos esfuerzo de voluntad que los que llevaba
abordados en el tiempo que hacía que partiera de su casa solar. El caballero andante no toma las armas y
sale al campo sólo para procurarse su propia perfección. Se pone en camino para amparar doncellas y
menesterosos, humillar y domeñar soberbios, matar dragones espantables y, en suma, derramar en torno
suyo la justicia y el bien. El objeto de las caballerías que había emprendido Ignacio no era solamente su
propia santificación, sino el usar de esta santificación como ejemplo y arma para realizar el bien del
prójimo y procurar la salvación de su alma. El ejemplo es mucho, pero no basta. Hay que predicar con
el ejemplo, y convencer con la razón. Hay que unir la fe y la ciencia. Ignacio se encuentra a sí mismo
lleno a rebosar de la primera, pero débil en la segunda. Es preciso estudiar.
Y aquel soldado rebelde al estudio, militar decidido, peregrino austero que alcanza y rebasa la mitad
del camino de la vida, decide acudir a las aulas y ponerse a estudiar. No tiene salud. Es viejo para
estudiante. Y como quiere firmemente una cosa y sabe lo que quiere, decide hacer una preparación
previa en Barcelona con un maestro particular, y pasar a continuación a las aulas universitarias. Contó
para iniciar sus nuevas tareas con el apoyo de Isabel Rossel y de Inés Pascual, y se le encontró un
maestro de latín que le diese clase gratuita. Continuó, por otra parte, sus penitencias y padeció fortísimos
dolores de estómago, sin que por ello dejara ni sus estudios ni sus obras de caridad.
Ha tomado la determinación de estudiar seguro de que ello conviene para el desarrollo de su tarea
apostólica. Y no hay tentación que le aparte de su obra. Va a su maestro y le suplica que tenga con él las
mayores exigencias y le castigue con rigor en cuanto no tenga sus lecciones y ejercicios a punto. Ignacio
estudiará con tanto mayor motivo cuanto lo cree necesario para la gloria de Dios, aunque personalmente
le gusta muy poco. Dos motivos evidentes para perseverar.
En 1525 su maestro de latín empieza a aconsejarle que pase a la Universidad de Alcalá para cursar en
ella los estudios de Filosofía. Ignacio medita en el consejo, lo consulta, toma todas las precauciones que en
él precedían a una meditada determinación, y por fin decide que marchará al gran centro que Cisneros
había fundado poco tiempo atrás.
Y al mismo tiempo que Ignacio toma esta nueva determinación que le acerca cada vez más hacia el
cumplimiento de su misión providencial, Lutero, que ha elaborado ya la teoría que le es necesaria para
satisfacer su apetito, se casa con Catalina de Bora, la monja fugitiva.
********
33
VI
"BREVE HISTORIA DE TRECE AÑOS"
Lutero habitaba en el convento de Wittenberg. En el convento de agustinos que ya no era de agustinos,
ni convento. Se habían ido marchando de allí todos los frailes. Unos porque se habían pasado a la herejía
y andaban por tierras alemanas de predicadores, o de profetas, o casados con monjas. Otros, que habían
permanecido fieles a la Iglesia Católica, no querían vivir en un lugar que consideraban maldito.
Wittenberg era la Meca luterana. Llegó un momento en que Lutero tenía todo aquel gran edificio para
él solo, y que habitaba una celda donde nadie se ocupaba de limpiar, ni de hacer la cama, ni siquiera él
mismo. ¿Fue aquella menuda necesidad de ser asistido lo que llevó al reformador a pensar en una
mujer? Aunque él asegura que no quería a Catalina, es lo cierto que siente por ella especial simpatía y
que la llama su "amiguita". A mediados de 1525 Lutero tiene cuarenta y dos años y su "amiguita" no
ha cumplido veintiséis. Ella no entiende casi nada de lo que él le habla y le llama "Señor doctor". Parece
de carácter muy sumiso, es blanca y de buen cuerpo. Lutero piensa en esto en muchas de las
elucubraciones que por entonces formula acerca de la castidad. Se pregunta si es castidad ver pasar a
una mujer hermosa y quedarse ardiendo de deseos. ¡Y luego aquella cama suya que nadie se encarga de
hacer, y aquella celda donde se acumula el polvo!
El hereje está en el momento crítico de su existencia, y parece absoluta y totalmente cercado por el
demonio. Es él mismo quien lo cree así, en lo cual seguramente no se equivoca; pero su técnica de
combatir al enemigo es siempre la de ceder ante él, declarando que Dios acaba de manifestar sus
decisiones. Aceptando toda aquella complicadísima demonología luterana no puede caberle duda al
observador de que aquel hombre no se bate en realidad con el demonio, sino que le cede terreno
constantemente. Sostiene conferencias con él e intercambia innumerables groserías en los momentos de
irritación. Son como dos amigotes o compañeros de juergas que de vez en cuando cambian entre sí
soeces insultos.
Cuando el demonio se muestra demasiado molesto y pertinaz, Lutero le manda lamerle la parte
posterior de su cuerpo, y entonces el diablo se enfada y se va. Pero otras veces se presenta a Lutero
volviéndosele de espaldas y mostrándole al desnudo aquella misma parte del cuerpo, y entonces es Lutero
el que se pone furioso. Si éste es el trato con un enemigo no cabe duda de que dicho enemigo ha llegado a
ser familiar y que los combates son tan pueriles como riñas de groseros pilletes. Y, sin embargo, los
ataques del demonio son bien reales y ciertos....
Por las mismas fechas en las que está luchando con los deseos que Catalina despierta en él, ha estallado
por toda Alemania la tremenda revuelta de los campesinos. La angustia económica del país pesaba sobre
los campesinos de una manera directa, porque todo se resolvía al pronto aumentando diezmos y tributos.
Si las cosas encarecen y la vida se pone difícil, el señor no encuentra más recurso hacedero y a mano que
decirle al campesino que tiene que pagar más. Y el campesino se ahoga de miseria. Lo que él trabaja se
lo lleva el señor en su mayor parte. No puede pescar en los ríos, ni cazar en los bosques, que son del
señor. Sufre y calla pensando que aquel es su destino. Pero de pronto un profeta audaz comienza a decir
que nada se debe ni a los conventos ni a los obispos, sicarios de la Iglesia de Roma, y que el Evangelio
debe examinarse e interpretarse con libertad.
Una caterva de voceadores, entre rencorosos e iluminados, sale por doquiera y se aferra a cualquier
frase evangélica, ni enlazada con el todo, ni explicada en su recto sentido. El labrador cree que ha llegado
la hora de sacudir una tiranía insoportable y comienza por lanzarse contra los conventos que
permanecen, y que por aquella fecha son todavía muchos. Saquea e incendia, roba y mata. La anarquía
comienza a extenderse. Los señores, con la vista perspicaz que el Señor les ha dado en todas las épocas,
están bastante tocados de luteranismo y se regocijan del asalto de los conventos, por dos razones :
Porque así prospera la nueva doctrina y porque se llaman a la parte en el despojo de las comunidades
religiosas y se apropian gran parte de sus bienes. No parece mal orientada aquella revuelta de los
campesinos.
Pero he aquí que con hambre y miseria, con barbarie natural, y con textos de San Pablo entendidos a
gusto del intérprete, un buen día ya no es un convento sino un castillo señorial el asaltado. Y luego otro.
Y los señores ya no encuentran que aquello esté bien. Arman sus tropas, sobreviene la lucha y comienza
una espantosa carnicería. Lutero es presa de una de sus exaltaciones increíbles. Se siente acusado de
aquella mortandad que se extiende por toda Alemania. Se dice que es la doctrina de la Reforma la que ha
desencadenado todo aquello. Y muchos miran hacia Wittenberg en espera de una actitud. Lutero está
furioso porque se le considera responsable de tanto daño, y acaso más todavía porque a la sombra de la
sublevación ha caído sobre el país una nube de profetas que interpretan el Evangelio como quieren,
siendo así que no hay más interpretación exacta que la que el propio Lutero predica. Se dirige a los
señores, y en cartas y opúsculos que serán su eterna vergüenza, les anima a la más brutal y cruel de las
represiones.
En primer lugar, es el demonio el que ha armado la revuelta para perseguir y denigrar a aquel hombre
inspirado por Dios que se llama Martín Lutero. En segundo lugar, los campesinos son unos "malditos
cerdos" a los que no hay que tratar mejor que a una piara que se ha desmandado y acomete a sus
pastores. Los cerdos se crían para el cuchillo. ¡Matad, machacad, atravesar de parte a parte! , clama
Lutero como un loco furioso, ebrio de sangre. El no tiene la culpa de la sublevación, y aquellos puercos
malvados se han atrevido a examinar el Evangelio interpretándolo por su cuenta, dando fe a profetas
chillones que no tenían el beneplácito de Martín Lutero. ¡Duro con ellos sin compasión! ¡Matad,
machacad! , dice una y otra vez. Caigan todos en masa, ruede su cabeza, perfórese su vientre, aplástese
su pecho. ¡Todos, todos, sin dejar uno! ¿Qué importa? Los que de ellos estuvieren predestinados a
salvarse gozarán inmediatamente del cielo. Los señores que se hayan de salvar, se salvarán de todas
maneras, aunque hayan devorado carne de campesinos en todas las comidas. ¡Ánimo y adelante!
¡Aplastad esa enorme piara de rebeldes sin contemplación de ninguna clase!
Animados los señores y sus tropas por el noble furor que se apodera del hombre cuando le quieren
quitar o mermar sus fincas, satisfechos de poder matar con apariencias de licitud, seguros de que
ninguna influencia tenía ello en su salvación eterna, y empujados por el terrible apóstrofe del "siervo de
Dios" Martín Lutero, hicieron verdadero derroche de fantasía, según sus posibilidades y temperamento
artístico. Los pobres campesinos estaban derrotados a las primeras de cambio, y además fueron
alevosamente traicionados por el más conspicuo de sus jefes. Fueron cayendo, pues, apresados en masa,
teniendo muchos la fortuna de morir en el combate. Porque luego sus enemigos, que agregaban a la
barbarie natural del señor feudal germánico las incitaciones de Lutero, organizaron diversas ceremonias
con los que caían en sus manos.
Hubo señor que los mandó poner de rodillas y se recreó en que la artillería de aquel entonces les fuera
destrozando. Los soldados jugaban después a arrojarse cabezas de campesinos como pelotas. Otro se
limitó a encerrar a todos los campesinos que cogía en los sótanos de su castillo hasta llenarlos, dejándolos
allí sin preocuparse más de ellos hasta que la pestilencia, el hambre y la locura hicieran todo lo demás.
Al cabo del tiempo, cuando ya no se oía ni un quejido y olía demasiado mal, hizo abrir los sótanos y sacar
de allí montones y montones de carroña retorcida. ¡Lástima que Lutero no lo viese, porque había para
soñar un ratito por las noches!
Pero Lutero estaba pensando qué venganza tomar del demonio que había organizado, como sabemos,
todo aquello para desacreditarle a él. En vista de eso está decidido a no aprobar la insurrección de
ninguna manera. Y hará más todavía, según él mismo escribe: "Para que rabie el demonio me casaré con
Catalina si los campesinos continúan sublevados".
35
Eso es lo que se llama combatir al diablo, y además, estar seguro de que uno es el centro del mundo
hasta el extremo de poder tomar venganza de una gran catástrofe colectiva realizando un acto personal
de índole privada. El diablo, para fastidiar a Lutero, ha causado la muerte horrible de cien mil pobres
campesinos. Lutero, para fastidiar al diablo, se casará, no se diga que el rey del Averno se va a quedar
sin réplica adecuada. Así procede este profeta, héroe de la revolución religiosa del siglo XVI.
Neurasténico, epileptoide, poseído, y también a ratos gran farsante, agarra por los cabellos la ocasión de
hacer lo que, en el fondo, deseaba ardientemente. Vacila mucho, porque a pesar de todos los conceptos
que ha trastocado y de todas las nociones que ha disuelto, flotan en el ambiente algunos "prejuicios", y él
comprende que su contubernio sentará mal aunque lo presente como una majestuosa venganza. Por eso
sigue vacilando y su decisión resulta, al cabo, súbita y casi inesperada. Avisando a muy poca gente, el día
15 de junio de 1512, en el propio convento vacío de Wittenberg, el pastor luterano se casa con Catalina de
Bora. El día 27 se celebra el banquete nupcial y Lutero le escribe a un amigo que "se ha enredado en las
trenzas de su amiguita" porque a Dios "le gusta hacer milagros". Ya se habrá supuesto que la boda es
cosa del mismo Dios, ya que Lutero no da un sólo paso sin Él.
Ahora tendrá que hacer frente a la censura encubierta o descarada de muchos que ven a su profeta
disminuido y empequeñecido por esta unión. El banquete de bodas ha estado muy bien. Ha sido el de un
hombre célebre y popular. El Ayuntamiento de Wittenberg ha enviado un barril de vino y otro de
cerveza; la Universidad unos objetos de plata. Pero la murmuración es evidente y él sabe que algunos de
sus amigos íntimos lo creen deshonrado. Le acomete la angustia y él la ataca como de costumbre,
venciéndola con una explosión de furia y una declaración violenta contra el celibato.
- Yo no pensaba en esto, dice. Es Dios quien me ha empujado.
Y a continuación se yergue con su soberbia habitual. Ha querido dar ejemplo de lo que ha de ser, ha
querido romper una lanza eficientísima contra el "celibato infame e impío" que predica la "Iglesia
diabólica", como el designa a la Iglesia Católica. Nuevamente la sarta de injurias contra esta Sodoma
destinada al fuego que lloverá sobre ella a no tardar. Al fin y al cabo, él podrá estar más o menos
desacreditado, pero nadie evitará la difusión de su obra ni que resplandezca la misión que Dios ha
confiado a Martín Lutero, que es, con palabras suyas, la de "juez y apóstol" Obsérvese esta conjunción
de funciones que él necesita para desarrollar lo que pretende y para sentirse en la plenitud de su papel.
No le basta con ser apóstol y enviado. Podría así ocurrir que pereciese víctima de la maldad de los
hombres. Es también juez, de modo que si alguien se opone a lo que él predica, puede fulminarlo y
condenarlo. Es un apóstol que no está dispuesto a rubricar con la muerte sus enseñanzas, sino a que
mueran todos los que las contradigan y desoigan.
Va a revelar esto muy pronto cuando la semilla que él ha sembrado tenga cultivadores independientes.
A aquel sublevado contra una autoridad, la más antigua y prestigiosa del mundo, le resulta insoportable
que alguien se subleve contra él. Cuando comienzan las atrocidades del Enrique VIII de Inglaterra,
Lutero aplaude para después increpar al monarca británico. Pero donde el furor de Lutero se explaya, y
resulta muchas veces eficaz, es con los profetas que brotan dentro de Alemania. Carlstadt, y después
Zwinglio, ponen al reformador en un grave aprieto y le inducen a las más peregrinas teorías.
La formación católica de Lutero y su carácter de sacerdote, que no podía perder, le llevaban
íntimamente a pensar al modo católico en alguna cuestión fundamental. Lutero, pues, que aunque
sacerdote indigno había consagrado, y a sus palabras había tenido a Jesucristo realmente presente en la
Hostia, no se sentía inclinado a combatir demasiado abiertamente esa presencia real.
Pero he aquí que la cuestión se plantea en polémica pública. Lutero no puede convenir en que ninguna
tesis católica sea cierta, y por tanto tiene que negar la transubstanciación ; pero al mismo tiempo, no
puede admitir que sea cierto lo que tanto tiene que negar el simbolismo de Zwinglio y Carlstadt, que
dicen que la Hostia no es el cuerpo de Cristo, sino un símbolo que lo representa. ¿Qué idear? Lutero
acude entonces a una de las sutilezas de teólogo a las que algunas veces le vemos acudir en momentos
trascendentales, como en otros parece increíble su desmesurada puerilidad. Ahora le toca a la sutileza.
El pan y el vino no se convierten en el cuerpo y sangre de Cristo como quieren los católicos, pero
tampoco son un símbolo que lo representan, como quieren los falsos profetas : Son un vehículo. Es decir,
el cuerpo y la sangre de Jesucristo se introducen en el pan y en el vino, sin que estos dejen de ser pan y
vino, pero trasladan el cuerpo y la sangre de Jesús. Como hemos señalado tantas veces, los dogmas
luteranos responden siempre a la necesidad que tenga Lutero de resolver sus propios problemas.
El reformado tiene que luchar atrevidamente con algunos de los nuevos profetas, que le arrebatan
muchos clientes; tiene que predicar contra ellos, polemizar en público, aguantar a veces algunos
abucheos. Tuvo que acudir a una reunión con los llamados profetas de Zwickau, que eran nada menos
que tres, de los cuales la historia nos conserva como más señalado el nombre de Sturbner. La reunión se
celebró en Wittenberg y fue como un pequeño congreso de profetas. No eran muchos, los tres de
Zwickau, un discípulo suyo, Lutero y Melanchton. Total seis, pero todos inspirados por Dios y habiendo
recibido cada uno revelaciones diferentes. Eso ya es algo para la armonía de la reunión.
El discípulo de los de Zwickau quiso poner las cosas en buenos términos y comenzó por decir:
- Todos vosotros, los que estáis aquí, tenéis que cumplir una misión especial que Dios mismo os ha
encomendado. Pero entre las misiones divinas las hay mayores y menores, más altas y más bajas.
Comencemos por reconocer que la más importante de todas es la encomendada a Marín Lutero.
Si se pensaba amansarle así, aquello era no conocer a Lutero. Él ya estaba convencido de que la misión
más importante, mejor dicho, la única, era la suya. Miró glacialmente a los aspirantes a profetas con los
que se habían reunido y exclamó:
- Todos vosotros estáis inspirados por el demonio de la falsedad y del mal.
El discípulo se puso furioso y daba grandes voces diciendo:
- ¡Sturbner es un profeta de Dios!
- ¡Silencio!, le dijo Sturbner; estoy inspirado por Dios, soy profeta y Lutero lo sabe. En este momento
está impresionado por mi doctrina y empieza a convencerse de ella.
Lutero se vio sagazmente sorprendido, y echó mano de la caja de los truenos:
- ¡Vete, Satanás! , le gritó a Sturbner.
- ¡Soy un profeta! ¡Soy un profeta! , chillaba el otro. Y haré delante de ti un prodigio para que te
convenzas.
Entonces Lutero pronunció las palabras definitivas de esta discusión :
- Si tu Dios quiere que hagas un prodigio, mi Dios lo impedirá.
Buena frase para un teólogo. Evidentemente su Dios era él. Esto habría podido sospecharse. El hombre
que salta por encima de la Iglesia, acaba por saltar por encima de Dios en nombre propio.
37
Aquellas palabras son las más elocuentes que Lutero ha pronunciado para revelarnos la índole de su
inconcebible soberbia, y la inconsistencia absoluta de su pretendida teología. Ejemplos de éstos
podríamos citar inacabablemente, porque toda la vida de Lutero, y más cuando avanza hacia la
senectud, es soberbia y claudicación. Sus enemigos, para motejarle y sacarle de quicio, ya que tanto
arremetía contra la autoridad del Papa, le llamaban el Papa de Wittenberg. Es un honor de todas
maneras; pero vale para indicarnos que Lutero, ya en opinión de sus contemporáneos, encarnaba todas
aquellas cualidades de intransigencia que él atribuía caprichosamente al Papa verdadero. Es
tragicómico oír a aquel rebelde excomulgado clamar contra sus contradictores, creyéndose infalible y
pedir "la espada sobre la cabeza de los impíos".
Escribe incansablemente, predica, truena y enciende la guerra civil en Alemania y la guerra en Europa,
pasan trece años de la vida de Lutero desde 1525 1538. Y antes de entrar en el relato de un episodio que
es la pincelada decisiva de la biografía de Lutero, tenemos que ver qué había sido de Ignacio de Loyola
en aquellos trece años en los que iba paso a paso recorriendo un camino en dirección diametralmente
opuesta a la que seguía el hereje alemán.
******
Ya sabemos que Ignacio había decidido, por fin, estudiar en Alcalá de Henares. Partió para la
Complutense en 1526, sin más plan de vida que el que desde su conversión llevaba: Pedir limosna para
sustentarse precariamente y hacer bien al prójimo. Así hizo el camino desde Barcelona hasta Alcalá, que
en aquel tiempo y con aquellos medios no era ciertamente breve. La primera persona a quien pidió
limosna, y que se la dio de buen grado al entrar en la ciudad ilustrada por Cisneros, fue don Martín de
Olave. Este señor se sintió impresionadísimo por la presencia de aquel que imploraba su caridad; pero
no podía saber entonces que veintiséis años después entraría en la Compañía de Jesús que aquel mendigo
singularísimo estaba destinado a fundar. La estancia de Ignacio en Alcalá, que parece sórdida y estéril,
está sembrada sin embargo de presagios como el que acabamos de referir, y que hoy nos hacer ver en
todo la mano de la Providencia. Sabiendo, como sabemos hoy, que Ignacio había de fundar la Compañía
de Jesús, ¿no es para estremecerse de emoción histórica al saber que los compañeros y amigos que tenía
en Alcalá se llamaban Laínez, Salmerón, Bobadilla y Jerónimo Nadal?
Cuando ahora pronunciamos esos nombres con profunda admiración y respeto después del de Ignacio,
y sabemos que fueron miembros esclarecidos de la Orden que él iba a fundar, ¿no es impresionante
pensar en su encuentro en las aulas complutenses, en su simpatía mutua, en sus conversaciones,
ignorantes todos ellos de su espléndido destino común? Esto es lo que verdaderamente tiene importancia
del paso de Ignacio por Alcalá. El resto parece más bien penoso, triste y gris.
En lo referente a los estudios el adelanto fue muy pequeño. Ignacio tenía treinta y cinco años, era un
hombre hecho y derecho, tenía mala salud, no abandonaba su vida mísera y su trabajo por el prójimo, no
abordó el plan de estudios en forma metódica, sino abarcando muchas materias. Súmese todo esto y se
comprenderá que no podía adelantar apenas en su labor. Por otra parte, tenemos que hacernos cargo
ahora de un fenómeno de recelo con el que Ignacio se tuvo que encontrar frecuentemente y que si nunca
le hizo retroceder en sus empresas, le proporcionó grandes sinsabores. Ignacio enseñaba las verdades de
la Religión, llevaba una vida de mendigo penitente, realizaba obras de extraordinario celo en servicio del
prójimo cumpliendo la misión que se había impuesto. Ahora bien, nosotros sabemos ahora quién era
Ignacio; pero, ¿quién era Ignacio en la apariencia para quienes lo veían entonces y no recibían para
comprenderlo un auxilio especial de lo alto?
Pues un extraño sujeto que enseñaba sin tener grados ni títulos, que hacía vida de santidad, al parecer,
y que no vacilaba en dar valientes y serenos consejos a quienes le insultaban, sin parar en temores
humanos de ninguna especie.
Ya en Barcelona, empeñado en una de estas obras por el bien ajeno, hubo de sufrir un bárbaro atentado
en el que le dejaron por muerto y hubo de pasar en la cama cerca de dos meses. En Alcalá no tardó en ser
metido en la cárcel. El motivo es casi lo de menos, porque vistos los antecedentes generales las cosas
tenían que parar ahí, o en algo peor. No se olvide que las personas que antes de Ignacio emprendían el
camino de la perfección, buscaban ésta para sí mismos legítimamente y como inspiración suprema,
mientras que Ignacio se impuso a sí propio y lo dejó luego ordenado a sus hijos, que habían de mirar por
la perfección y salvación del alma ajena. Era, pues, Ignacio un extraño personaje y sus métodos e ideas
eran nuevos. El recelo no nos puede sorprender.
El suceso que le llevó a la cárcel de Alcalá fue el de dos devotas alocadas, madre e hija, a las que se les
puso en el entrecejo realizar una visita a la Santa Faz de Jaén. Noble propósito el suyo, y disparatada
empresa en aquel momento para dos mujeres solas que tenían que atravesar Castilla y cruzar los pasos
de Sierra Morena. Consultaron el propósito con Ignacio y éste, con muy buen sentido, les dijo que le
parecía muy mal, y enérgicamente las disuadió de lo que intentaban. Pero como el afán retoñase en
ellas, se partieron sin más explicaciones, y al saberse en Alcalá el desaforado intento, se le chacó a aquel
Ignacio al que ellas habían consultado y que sin duda las embarcó en la aventura, sabía Dios con qué
fines. Bastó esto para que Ignacio fuese a parar a la cárcel.
La cárcel era entonces un sitio inconcebible. Sucio hasta lo que no se puede imaginar. Húmedo, torvo y
asqueroso. En cuanto estuvo en aquel ambiente denso y sombrío, Ignacio comenzó a ofrecer a Dios sus
padecimientos y se encontró alegre y contento de padecer persecución por un motivo que ignoraba, pues
ni siquiera tenía noticia de la falsa presunción por la que se le había encerrado. Por fin, al cabo de mes y
medio lo interrogó el juez, y convencido de su inocencia lo puso en la calle. Pero le prohibió que en el
término de cuatro años, plazo que suponía preciso para su formación y graduación, predicase ni
explicase las verdades evangélicas.
En realidad quería atar de pies y manos a aquel extraño apóstol. Y esto era lo que el apóstol no quería.
Por eso abandonó Alcalá y pasó a continuar sus estudios a la otra gran Universidad española:
Salamanca.
¿Pensará nadie que en Salamanca le avino otra suerte? La persecución había de ir ya siempre con
Ignacio. Era inseparable de su celo apostólico. Por nada del mundo hubiera dejado él de ejercitarlo y
practicarlo, e inmediatamente surgían a su paso los recelos. En Salamanca sufrió prisiones más fuertes
que en Alcalá. Las soportó con el mismo espíritu. Según él decía, no había en toda Salamanca tantos
grillos y cadenas cuantos eran aquellos en los que él deseaba verse para padecer por Cristo Nuestro
Señor.
Pero sin duda aquellas persecuciones eran los medios de que la Providencia se valía para empujar a
Ignacio hacia el lugar donde estaba decretado que echase los cimientos definitivos de su obra. Como no
podía prosperar en medio de aquellas turbaciones en los estudios que deseaba hacer, decidió trasladarse
a continuarlos en la Universidad de París, y hacia allí se dirigió en el año 1528, entrando en la capital de
Francia el día de la Candelaria, 2 de febrero.
39
Empieza aquí la etapa decisiva en la vida de San Ignacio, aquella en la que emprende su obra
fundamental y es preciso que la sigamos en sus varias direcciones, que no eran en el fondo más que una
sola, pero que estaban ordenadas y sistematizadas de manera que se ayudasen en vez de estorbarse, como
había ocurrido en Alcalá y Salamanca. La experiencia le decía ya a Ignacio las siguientes advertencias
que debía seguir, so pena de malograr sus propósitos mejores: Que la práctica piadosa, rigurosísima, a la
que se había entregado le apartaba de los estudios y que era necesario separar una cosa de otra, de
manera que no se estorbasen entre sí; que las penitencias al destruir y arruinar su salud le impedían
realizar su obra y era, por lo tanto, preciso limitarlas a un término moderado; que la limosna como
única fuente de vida le obligaba a una dispersión de actividad, por lo cual sería conveniente ver si podía
recogerse la limosna en época determinada acumulándola para el resto del año; que los arrebatos de celo
en favor del prójimo producían explosiones que de momento podían satisfacer, pero que al provocar los
recelos o las iras de algunas gentes determinaba que la labor comenzada se perdiese enteramente, por lo
cual era preciso proceder en esto de una manera paulatina.
Consecuencia de estas observaciones y reflexiones, el plan de vida adoptado por Ignacio en París se
somete a las normas que siguen: Estudiar mucho, sin abarcar mucho, dedicando casi dos años a sólo el
latín, luego a la Filosofía y finalmente a la Teología, sin apresurarse y sin adelantar a mezclar unas
enseñanzas con otras.
Establecido el plan de estudios, se puso de acuerdo con un amigo, llamado Pedro Fabro, que estudia con
él, y acuerdan que en las horas que destinen al trabajo apartarán el pensamiento de cuestiones divinas y
no platicarán para nada de las cosas de Dios, a las que ambos eran aficionados por extremo. La vida en
el año se acomoda a la distribución escolar de meses en curso y meses de vacaciones, reduciéndose en
mucho la penitencia durante los primeros, y dedicándose más los segundos a obras de piedad y a la
recaudación de limosnas con las cuales poder vivir el resto del año. Con este fin Ignacio pasa unas
vacaciones en Flandes y otras en Inglaterra, de las que vuelve con la provisión que necesitaba para sí y
para algún compañero que quisiera ayudar.
En cuanto a la gran tarea de celo apostólico para la cual se está preparando, ha decidido marchar con
parsimonia extraordinaria, de manera que una determinación apresurada y espectacular no traiga
consigo el fracaso. Ignacio quiere formar a un grupo de hombres escogidos. La sal de la tierra. Los tiene
a su lado desde poco después de estar establecido en París, pues a algunos de ellos conoció en Alcalá y les
ha pedido que vayan a reunírsele. Sin embargo, el momento de la decisión solemne del grupo no se
apresura en lo más mínimo.
Primero estarán juntos, estudiarán juntos, se apoyarán y se animarán para el trabajo. Serán, en medio
de la turba alegre y libertina de los estudiantes parisienses, un ejemplo mudo. Frecuentarán los
Sacramentos, se abstendrán de festines y francachelas. Serán religiosos y dignos. Pero al mismo tiempo
serán unos estudiantes muy buenos y muy distinguidos por su aplicación y por la brillantez con la que
pasen sus pruebas. Más adelante, sin prisas, cuando estén maduros, Ignacio les propondrá darles los
Ejercicios Espirituales. Y cuando hayan terminado de estudiar y se hayan remachado lazos íntimos de
unión en una obra común suprema, será cuestión de preguntarse si se echan al mundo juntos y en qué
circunstancias y condiciones.
Entretanto Ignacio estudia intensamente y con aprovechamiento. Tras un difícil examen obtiene el
grado de Maestro en Artes. No se crea que haya descuidado, sino solamente sistematizado, sus ejercicios
de piedad y de penitencia. Se citan de su estancia en París algunos rasgos de caridad heroica que aroman
la biografía de este hombre tan vigorosamente llamado a la santidad y que no queremos dejar de anotar
aquí, según los refieren sus biógrafos.
Ya es sabido que la que pudiéramos llamar "especialidad" de Ignacio, y después de la Compañía, es
reducir a los pecadores a la senda del bien. Noticioso Ignacio de que cierto libertino había de pasar cabe
un estanque de agua fría para dirigirse a sus prácticas de perdición, le esperó una noche de invierno
metido en las aguas heladas, y desde allí le llamó para que supiera que hacía aquello por librarle a él del
fuego infernal. Tan extraordinario rasgo cambió la mente del libertino y le hizo retroceder en la senda
emprendida. También se cuenta que para convencer a cierto sacerdote de que abandonase una vida muy
poco de acuerdo con su carácter sacerdotal, se confesó con él y tal contrición y arrepentimiento mostró
en el relato de sus pecados propios, que el confesor no pudo menos de aprovechar lección tan útil y
cambió de vida.
Pero por muy hermoso que todo esto resulte, y muy ejemplar que parezca al referirlo, el Ignacio
histórico está en otra parte. El grupo de compañeros que estudiaba con él en París lo formaban el ya
citado Pedro Fabro, Francisco Javier, Diego Laínez, Alfonso Salmerón, Simón Rodríguez y Nicolás
Bobadilla. Hoy basta con enumerar el grupo para que lo comprendamos todo. Dos de aquellos hombres,
además de Ignacio, se nos ofrecen a nuestra veneración por la Iglesia en los altares. Los demás han
dejado una magnífica estela de ciencia y de virtud, y alguno de ellos brilló con extraordinaria altura en la
gran ocasión del Concilio de Trento, cuando la Iglesia dio su magnánima y profunda respuesta a la
reforma de Lutero.
Usó con ellos Ignacio del método sólido y paulatino que le había enseñado la experiencia, y cuando a la
vuelta de los años, pues la vida de estudiante de Ignacio en París duró desde 1528 a 1535, eran todos unos
en el pensamiento y en la voluntad de acción, determinaron emprender juntos la vía, para lo cual
formularon un compromiso solemne. Con la primera luz del día de la Asunción de la Virgen a los Cielos,
el 15 de Agosto, se dirigieron a la capilla de San Dionisio, entonces en las afueras de la ciudad de París.
La Misa la celebró Pedro Fabro, ya que era el único que en aquellos días era ya sacerdote.
La oyeron de rodillas sus seis compañeros, y al llegar al momento de la Comunión alzó el Santísimo
Sacramento y uno a uno se aproximaron a comulgar, formulando antes en voz alta los votos que habían
convenid: Pobreza, castidad y marchar a Jerusalén para emplearse en la salvación de las almas, y si en
un año no se les deparase ocasión para ello ofrecerse al Sumo Pontífice para que éste los emplease en el
ministerio que creyera más útil para el bien del prójimo. Desde aquel momento, y faltándoles aún
bastante para su aprobación canónica, estaba fundada la Compañía de Jesús. Constaba solamente de un
capitán y seis soldados.
Con objeto de realizar las diligencias oportunas y llevar a cabo su propósito, los compañeros de Ignacio
quedaron en París, terminando su preparación en Teología, e Ignacio partió para España. Se proponía
arreglar los asuntos de sus compañeros de modo que éstos no tuviesen ya que volver, sino que
emprendieran a su tiempo la ruta de París a Venecia, donde habían quedado citados para esperar la
salida de un barco a Tierra Santa, y al mismo tiempo quería terminar de desligarse de sus asuntos
familiares, ofreciendo de paso a sus convecinos un ejemplo edificante en retribución de los malos que en
otros días les había ofrecido.
41
Quiso su hermano don Martín, que supo su llegada, recibirle en la casa solar como merecía; pero él se
marchó al hospital, donde no admitió que le enviasen una cama, sino obstinóse en vivir como vivían los
demás pobres allí albergados. Durante su permanencia convirtió y regeneró a muchos, y cuando al fin se
partió dejó de regalo al hospital la cabalgadura que había traído, la cual pudo ver aún dieciséis años
después Francisco de Borja, advirtiendo que gozaba de muy buena salud.
Arregló Ignacio en España todos los asuntos que había traído, y usando preferentemente de sus
métodos de viaje habituales, que eran los de ir a pie y sin dinero, logró verse reunido con los suyos en
Venecia a comienzos de 1537. Hemos dicho que eran un capitán y seis soldados. Pues entonces la
Compañía, aún no nacida, contaba ya con once soldados además del Jefe. Por los caminos de Europa
hacia Venecia, los compañeros de Ignacio habían realizado el enganche de otros tres para su milicia.
Ignacio, por su parte, había enganchado a dos. Vieron aún lejanas las posibilidades de embarque a
Tierra Santa y determinaron pasar a Roma para recabar no sólo el permiso del Pontífice, sino solicitar
de él la licencia para recibir las órdenes sacerdotales.
Fueron a pedir la gracia todos menos Ignacio, que se quedó en la ciudad de los canales, (claro está que
la licencia la pedirían sus compañeros también para él), y el Papa, que les hizo tener delante de él una
disputa teológica, quedó tan satisfecho de sus conocimientos y de su vocación, que vino en todo lo que le
pidieron de muy buen grado. Para el día de la ordenación escogieron los compañeros el 24 de junio,
festividad de San Juan Bautista, y entretanto se distribuyeron por las cercanías de Venecia, por no
perder de vista la ocasión de partir, entregándose a vida de penitencia y de recogimiento.
Pasado un período de cuarenta días se reunieron todos y fueron por calles y plazas predicando, no sin
sufrir muchas invectivas populares, porque el que más y el que menos, entre su origen español, su
estancia en París y sus estudios latinos, hablaba el italiano bastante medianamente. Por fin celebraron
todos ellos la primera Misa, con la excepción de Ignacio, que no la celebró hasta el día de navidad de
1538 en la iglesia de Santa María la Mayor de Roma.
Habían pasado trece años desde que formó el propósito de estudiar para fortalecer con la ciencia la
eficacia de su apostolado. Y Dios manifestó claramente su voluntad haciendo que, por primera vez en
mucho tiempo, no saliese en todo el año ningún barco para Tierra Santa. Ignacio y sus compañeros, en
cumplimiento del voto que habían hecho en París, tenían que ofrecerse al Papa para que dispusiera de
ellos. Refuerzo oportuno y providencial para la gran batalla que ya sabemos en qué términos se
encontraba por entonces en el centro de Europa, corriéndose a otros países. Aquel cura bajito, de 47
años de edad, estaba haciendo mucha falta.
*******
VII
"LAS ÚLTIMAS SOMBRAS"
No ha sido posible en este rápido ensayo abarcar el vasto panorama de luchas que, por discusión
sembrada en los espíritus, estaba provocando la doctrina de Lutero. El Emperador Carlos V procedió
como un político sabio y como un cristiano verdadero, y trabajó durante años por conseguir puntos de
avenencia y lograr de nuevo la unidad rota, mientras el romano Pontífice consideraba llegado el
momento de la convocatoria de un Concilio que esperaba ansiosamente la Cristiandad para orientarse en
el caos.
Los años de 1530 a 1540 se señalan por una serie de polémicas que tomaban estado oficial y en las que
intervenían en igual número teólogos de una y otra parte enzarzados en interminables discusiones.
Carlos abrigaba siempre un remoto afán de unidad imposible, ya que si los protestantes cabía que fuesen
renovando y modificando sus proposiciones, no era posible que esto sucediese en la doctrina inmutable
de los católicos. De tales discusiones, vista la contumacia del luteranismo en el error no podían derivarse
frutos estimables. Antes al contrario, el protestantismo se afirmaba en ellas y algunos católicos de buena
fe se sentían más o menos inclinados a concesiones que los arrastraban insensiblemente hacia una
posición herética.
El gran problema político alemán, con los príncipes y señores divididos en materia religiosa, no podía
tener más solución que las armas. Sobre Europa había desplegado sus alas el negro demonio de la
desolación. Disputas estériles y sangrientas luchas. A tal extremo había conducido la confusión que
dominaba en los espíritus. Tampoco hemos podido hacer mención detenida de ciertos episodios de un
carácter trágico y delirante que muestra los extremos a que llegó la rotura de las normas de fe y a qué
punto pudo conducir una especie de locura colectiva desencadenada por el desenfreno herético.
Hemos referido por la intervención directa que a Lutero le cupo, la revuelta de los campesinos y algunos
de sus horrores. Después de ella, y aún antes de ella por su carácter de espeluznante locura, aunque fuera
menor en sus estragos, hay que colocar la revuelta anabaptista de Munster, que adoptó rasgos de
pesadilla fabulosa. La secta anabaptista, consecuencia inmediata del libre examen que Lutero había
podido desatar, pero no sujetar a su capricho, se caracterizó por los fantásticos horrores a que dio lugar
poco después de su nacimiento. Hacia 1534 se había presentado en Munster un panadero llamado
Matthison, que, como no podía menos de ocurrir, resultó que traía un mensaje de Dios, según el cual
aquella ciudad iba a ser la nueva Jerusalén.
El panadero, en los primeros momentos no declaró todavía su personalidad, pero forzado
posteriormente por algunos competidores hizo saber al pueblo que él era Moisés. Los competidores eran,
sobre todo, un cierto Bockelson, sastre de Leyden, a quien le iba mal con la aguja, y que cansado de coser
y de vivir miserablemente, recibió su correspondiente mensaje divino y decidió hacerse profeta. Luego, a
la hora de las revelaciones, descubrió también ante el pueblo su verdadera personalidad, dejando un
poco oscurecido a Moisés, porque Bockelson resultó ser el rey de Sión, hijo de David y Emperador del
mundo. En realidad no le dejaron sitio al profeta Knipperdoling, que era de la localidad.
Verdaderamente nadie es profeta en su tierra.
Los profetas recién llegados comenzaron una frenética predicación por las calles. Se lanzaron hacia las
últimas consecuencias de la teoría luterana de que las obras no influyen en la salvación, y de que el
destino del hombre está fijado desde toda la eternidad, practicaron y aconsejaron sencillamente la orgía.
Lujuria y alcohol. Enormes saturnales mancharon la ciudad y un vaho de sangre se veía ya flotar sobre
el vicio. Los profetas sugestionaron a toda la población. Eran tiranos de ella y desde luego elegían para sí
la mejor parte de las bacanales.
43
Un día decretaron que la posesión del oro y la plata por gentes que no tuvieran una misión
divina especial, era una injusticia repugnante. La plata y el oro de la ciudad le debía ser entregada a
Moisés y al rey de Sión, dos profetas indiscutibles que por algo estaban allí. El grado de locura de la
gente de Munster se probó más en esto que en nada, porque entregaron sus riquezas sin rechistar. Poco
después sobrevino la ocasión para la sangre, que era lo único que faltaba en el cuadro. Un pobre hombre
se atrevió a formular alguna tímida objeción a los profetas mientras predicaban, y éstos lo asesinaron
inmediatamente a la vista del público, exigiendo ser adorados por la multitud en desagravio de aquella
ofensa, que Dios había castigado como habían visto todos. No hay que decir que la multitud los adoró y
que luego, enardecida por la sangre, sueltos todos los instintos, se entregó a las más inenarrables
prácticas.
Por fin, un resto de buen sentido que quedaba, sin duda, por los alrededores, hizo que desde Colonia se
enviasen soldados a reprimir todo aquello. Fue como la señal de la verdadera orgía. Los profetas se
hicieron fuertes en las murallas de la ciudad y los fanáticos rechazaron completamente los primeros
asaltos, arrojando cal viva sobre las tropas. Hubo que optar por el sitio, pensando que cuando en el
interior se hubiesen devorado unos a otros se rendirían.
Moisés tuvo la mala idea de intentar una salida, con un grupo de partidarios, para romper el cerco. Los
soldados, que estaban furiosos por la resistencia, cayeron sobre ellos y literalmente los despedazaron sin
dejar uno. Quedó dentro el rey de Sión como dueño absoluto, el cual hizo saber inmediatamente que, a
pesar de que tenía mujer propia, Dios acababa de ordenarle que tomara también por esposa a la viuda
de Moisés. Y para animar a la gente proclamó también por inspiración divina la poligamia. Que cada
cual tomase las mujeres que pudiese.
Después, para que todo no fuesen flores, comenzó a ordenar la decapitación de los que parecían
creyentes más tibios y llegó a celebrar en un día cincuenta ejecuciones. Los cadáveres quedaban tirados
por las calles, contribuyeron mucho al agradable aspecto que iba presentando ya la ciudad sitiada.
Como la reina de Sión, o sea, la primera de las mujeres del rey de Sión, se escandalizase y horrorizase de
tanta muerte, el profeta decidió ejecutarla ejemplarmente también a ella. Se la decapitó sin
contemplaciones y el hecho fue celebrado con tan indescriptibles orgías que no podían dejar duda alguna
de la existencia del demonio.
Todo acabó con la huida de un habitante de la ciudad, el único que, al parecer, no se había vuelto loco
furioso, el cual fue en busca de los soldados sitiadores y les facilitó indicaciones útiles para que pudieran
forzar la entrada. Lo hicieron así, y como no era gente muy suave y estaban llenos de la más viva
irritación, comenzaron la más intensa degollina de profetas e iluminados que jamás se ha visto. El rey de
Sión pudo escapar de momento, pero cogido después, fue concienzudamente torturado hasta que murió,
y entonces colgaron su cadáver dentro de una jaula de una de las torres de la ciudad que brindaba, como
consecuencia del libre examen transformado en norma de vida, un espantoso espectáculo en el que
se bañaban en lagos de sangre y de cerveza centenares de cadáveres corrompidos.
Tal fue, en dos palabras, la sublevación anabaptista de Munster. Lutero, ¿cómo no?, condenó aquellos
burdos errores cometidos sin su permiso; pero las posibilidades que brindaba su doctrina iba a verlas
patentes en el episodio del landgrave de Hesse, que es revelador, y que ya muy avanzada la vida
de Lutero nos presenta la clave de sus solidez, de la entereza de su teología y de cómo ella contenía el
germen verdadero de las increíbles atrocidades de Munster. Desde que ocurrió el hecho al cual vamos a
referirnos, a nuestros días, se avergüenzan de él todos los luteranos que quieren salvar el decoro. Y
vamos al hecho.
Felipe, el landgrave de Hesse, llamado también Felipe el Magnánimo, era afecto a la doctrina luterana
y un poderoso señor de cuyos recursos necesitaba esta doctrina para defenderse con la fuerza de las
armas. Este señor, hombre físicamente vigoroso, y al que se han atribuido cualidades extraordinarias en
ese orden, estaba casado con Cristina de Sajonia, de la cual había tenido siete hijos. Al mismo tiempo
estaba enamorado de una joven aristócrata de diecisiete años, llamada Margarita von der Saal. Por
miedo al escándalo, por verdadero amor a esta muchacha, porque ésta fuera honesta y no quisiera ser
una concubina, por todo esto junto, tal vez, y porque la doctrina de Lutero había introducido la más
extraordinaria confusión en las mentes, al poderoso landgrave se le ocurrió una idea de resultados
eficacísimos : Casarse con Margarita, subsistiendo el matrimonio con Cristina. Es decir, tomar
sencillamente dos mujeres.
En principio, lo mismo da dos que veinte. Es la poligamia. Y veamos lo que hace Lutero, enfrentado
personalmente con este problema al que había dado la solución, que él condenó, al loco profeta
anabaptista de Munster. El landgrave de Hesse se quiere casar por la Iglesia, por la iglesia luterana,
claro está, siendo casado. No cabe declarar nulo el matrimonio primero, del que hay siete hijos, ni el
landgrave lo pretende. El no quiere más que tener dos mujeres, y lógicamente, considerarse casado con
las dos. Y pide a Lutero que, con el auxilio de otros dos grandes teólogos de su escuela, Melanchton y
Bucero, le dé un consejo escrito y secreto para que él sepa si puede hacer lo que pretende. El landgrave
podrá ser lo que queramos, pero tonto no. Sus argumentos son de dos clases. Unos, que no se presentan
como razones sino como insinuaciones delicadas que se refieren al poderío que él tiene, y a lo mucho que
le necesita la causa protestante. Otros, son argumentos como mazas, derivados del libre examen que
aconsejó Lutero. Aquí tenemos ante nosotros la Biblia, el conjunto de todos los Libros Sagrados.
Repasemos el Antiguo Testamento. ¿Y qué encontramos? , pregunta el landgrave. Pues que en el
Antiguo Testamento se repiten con gran frecuencia los casos de varones respetabilísimos que tuvieron a
la vez dos o más mujeres. Ahí está Abraham, ahí está David, ahí está Salomón... ¿Por qué, vamos a ver,
por qué no ha de der posible al landgrave de Hesse seguir el ejemplo de tan grandes y famosos
personajes? Replique esto el doctor Lutero y la junta de teólogos requerida.
La junta de teólogos se llena de pavor y de incertidumbre. Bucero es un trapisondista. Melanchton es un
equivocado, pero es un hombre serio. Lutero está entre los dos sin saber a qué carta quedarse. Su primer
movimiento es negativo. Aquello no se puede aceptar. Melanchton apoya esta tesis. Bucero apoya la
contraria y escarba en el temperamento de Lutero que está ya de tal manera despeñado por la pendiente
de sus apetitos, que es punto menos que imposible reducirle con argumentos de austeridad. Por otra
parte, siempre estamos expuestos a que Dios le comunique en cualquier instante la cosa que a Lutero le
convenga más y tome por su cuenta una rápida decisión. La falta de integridad de aquellos hombres la
pone a prueba el secreto que se les promete. No se hace la reflexión de que para Dios no hay secretos. Y
piensan que accediendo a lo que quiere el landgrave se gana definitivamente un poderoso amigo. Tras
muchas vacilaciones le expiden, pues, un documento que ha de ser absolutamente secreto, en el que
convienen que puede realizar su segundo matrimonio.
En consecuencia con el dictamen, el landgrave Felipe el Magnánimo, estando casado con Cristina de
Sajonia, se casa con Margarita von der Saal el 4 de marzo de 1540 en la capilla del castillo. Asisten dos de
los teólogos de la famosa junta. Melanchton y Bucero. El landgrave le envía al doctor Martín Lutero un
barril de vino para que celebre el acontecimiento y le remite asimismo un regalo a Catalina de Bora.
Los teólogos andan algo corridos, sobre todo Melanchton, que llega a ponerse enfermo de aprensión y
de vergüenza por haber tolerado aquella abominación. Lutero lo visita para darle ánimos. Está bastante
tranquilo, y tan seguro como siempre. Para aliviar a su amigo abre las ventanas, se enfrenta con el cielo
y pide a Dios la curación. Mejor dicho, la exige.
45
Lee a Dios en voz alta unos textos de la Biblia, según los cuales, Dios no tiene más remedio que acceder a
lo que le solicita. La loca soberbia de aquel hombre escapa ya a las posibilidades de toda suerte de
increpación, y hay que contemplarla con la despectiva ironía con que miramos a un escarabajo que
saliese a desafiar la potencia del huracán.
En cuanto al hecho de haber consentido el doble matrimonio del landgrave, si al principio estaba un
poco avergonzado, ya le va encontrando explicaciones de las suyas.
-"Los católicos, dice, van contra la vida. Nosotros fomentamos la vida permitiendo que un hombre se
case con dos mujeres."
De todas maneras no está tranquilo. El hecho ha trascendido, a pesar del secreto con que se ha llevado
todo. Hay teólogos luteranos que insultan y motejan a Lutero. Hay una murmuración insistente que
molesta a la familia de Margarita. Y en vista de muchas cosas ocurridas en los últimos años, hay pena de
muerte para los polígamos. El landgrave piensa que podía acabar todo de una vez si Lutero le autorizase
a publicar el documento que le envió. Pero Lutero no lo autoriza y sus razones son de un cinismo agudo.
Se trata de un consejo secreto. Si se divulga, será un consejo público. Y cuando un consejo se da en
secreto es que de darse en público sería diferente. El landgrave prefiere que el tiempo se ocupe de hacerlo
olvidar todo. Y olvidado estaría si más de un siglo después no hubiese aparecido el escrito con aquel
consejo secreto que pone de relieve la consistencia de la teología luterana. Este episodio remata
definitivamente la biografía de Lutero.
La vida del reformador transcurría en el convento de agustinos de Wittenberg, que le había sido cedido
definitivamente, y en el que recibía una correspondencia enorme que iba contestando con una
laboriosidad infatigable. Llegaban sin cesar las visitas de gente que venía a consultar con él o de monjas
escapadas que venían a pedirle auxilio. En los primeros tiempos de su matrimonio pasó alguna penuria,
pero luego se enderezó su situación; el elector de Sajonia le fijó un buen sueldo y Catalina resultó una
administradora de las que llegan a entender que la base de toda buena administración es no pagar, por lo
cual se le olvidaba a veces entregar el dinero que debía a cambio de utensilios o provisiones. Había
organizado las celdas del convento en una especie de pensión para estudiantes y resultó una mujer difícil
de definir, si hay que fiarse de las impresiones que Lutero nos ha dejado acerca de ella y que son en
extremo contradictorias, como dictadas por el humor del momento. Un hombre casado, si se registran
gráficamente sus impresiones en el curso de su vida, resultaría en unos pasajes el mayor apologista y en
otros el mayor detractor del matrimonio.
Por eso la figura de Catalina no puede ser más borrosa. En un texto se nos presenta como sumisa y
obediente, y la vemos de dulce y mansa compañera. Hasta físicamente se nos antoja redonda y blanca,
suave en todo. En otro texto se nos presenta como imperiosa, despótica y de mal genio, y entonces la
vemos físicamente angulosa y ceñuda. No tenemos más retrato que el que nos dejó Lucas Cranach, que
realmente puede amoldarse a cualquiera de las dos versiones, porque es bastante inexpresivo.
Respecto al amor que pudiera existir entre Lutero y Catalina, encontramos análogas contradicciones.
Lutero es un hombre de pasiones y no razona más que para servirlas. De aquí que no haya entre sus
escritos nada que pueda calificarse de juicio sereno, de sangre fría y tranquila apreciación. En unos
pasajes dice que no quiere a Catalina; pero otras veces dice con cierto dejo de melancolía que ama a
Catalina más que ella a él. Este problema, en suma, importa poco si no valiera para afirmarnos en el
criterio que hayamos podido formar de esa versátil personalidad de Lutero, verdadero juguete de la
pasión que lleva a donde quiere y cuando quiere el soplo maligno del diablo que le persigue.
De su unión con Catalina tuvo Lutero cuatro hijos que fueron Juan, Magdalena, Martín y Pablo. Por lo
menos respecto a ellos hay en sus escritos constantes sentimientos de ternura, de manera que puede
suponerse que sintió de una manera humana y sencilla las emociones de la paternidad. En los últimos
años de su vida sintió el gran dolor de perder a su hija Magdalena, que murió a los trece años de edad en
1442. Parece que Lutero la amaba tiernamente y que se sostiene en su dolor con la esperanza firmísima
de que la niña renacerá en Cristo y es feliz en la gloria. Sus expresiones a este respecto son de gran
suavidad y dulcemente tristes. No se encuentra en ellas aquellos rasgos de soberbia hiriente que tan a
menudo endurecen las expresiones del heresiarca.
Hace consideraciones sobre el hecho de que hallándose un padre sumido en la tristeza, pueda al mismo
tiempo ocurrir que el hijo a quien llora esté gozando en aquel momento de una suprema felicidad. El
amor por su hija es uno de los pocos rayos de luz que atraviesan la tiniebla espesísima en la que está
sumido Lutero, más que nunca, en el último período de su existencia.
En el terreno de la herejía sigue tan intratable como siempre, tan lleno de feroces exaltaciones y con
accesos de verdadero energúmeno. Uno de éstos le acomete cuando se entera de la convocatoria del
Concilio de Trento. Si no supiéramos lo fundamental que fue este Concilio para la Iglesia Católica,
habríamos de presumirlo al advertir el furor que a Lutero le acomete en cuanto sabe que se va a reunir.
Toma la pluma y llueven sobre el papel las groserías de calibre más ancho, las que él usa cuando se siente
acometido de furor. Escribe verdaderos libelos contra el Papa. Ni a título de ejemplo parece lícito
reproducir la más suave de sus invectivas. En alianza con Lucas Cranach, luterano empedernido y buen
artista, por otra parte, pergeña las estampas más soeces. Está delirando de rabia y no se le puede hablar
del Concilio sin que comience a vomitar injurias y atrocidades. Se encuentra no sólo furioso, sino
también profundamente amargado. Las cosas no van como él quisiera dentro de la misma Alemania.
La autoridad civil está apoderándose de la dirección de la iglesia protestante y cada principillo hace lo
que quiere en sus dominios en materia religiosa. Lutero se encoge de hombros tristemente. Al fin y al
cabo, piensa que él ha sido una especie de trompeta del Juicio Final. Morirá pronto, se acabará el mundo
poco después en medio de la confusión, y habrá sido la última voz de Jesucristo sobre la tierra.
Hacia 1543, y aunque en realidad no tiene más que sesenta años, está convertido en un anciano lleno de
achaques. Le acometen jaquecas violentísimas y padece de cálculos de orina. Todo son dolores y
molestias. Le aconsejan moderación en la comida, y sobre todo en la bebida, y no quiere seguir el consejo.
Ama la cerveza como buen alemán, cree que ya ha hecho lo que tenía que hacer en el mundo y no quiere
someterse a privaciones. Está deseando irse de Wittenberg, donde tiene tantos amigos y donde tantos
años ha vivido, porque la perdición se está apoderando de todo y el demonio no procura sino destruir la
obra de Martín Lutero. No alcanza a ver de qué modo y hasta qué extremo el demonio y él han trabajado
juntos, de suerte que no sabe lo que se debe al uno y lo que se debe al otro en aquella larga y estrechísima
colaboración. Ya no tiene el miedo a la muerte que tenía en la juventud. Hasta el último minuto tendrá
apariciones del diablo, esmaltadas por detalles obscenos, pero cada vez le causa menos impresión porque
ya no es un atormentado, sino un empedernido.
47
Sus últimos sermones son de una violencia extraordinaria. El 17 de enero de 1546 pronuncia el que
resulta su despedida de Wittenberg, donde ya no volverá sino muerto. Los tres puntos que abarca son:
contra el Papa, contra la Misa y contra la Virgen. El tono es el de los más agrios días del combate. No
hay solución.
Estaba destinado a morir en el mismo sitio donde había nacido. Se fue a Eisleben, donde por cierto el
diablo le organizó unos días de viento y de frío, expresamente para conducirle ya a la tumba. Claro que
era el mes de febrero y en Turingia, donde se organiza lo mismo todos años por aquella época. Pero
Martín no puede prescindir de creerse el centro del mundo y de suponerlo todo dispuesto para él o
contra él. El 17 de febrero se siente mal y comprende que ha llegado su última hora.
El 18 muere.
No nos puede quedar ni una esperanza sobre aquel último minuto, asidero final del alma en su viaje
definitivo. Hay testimonios indudables de que ya en los últimos estertores alguien le gritó al oído:
- "¿Mueres fiel a la doctrina que has predicado?"
Y todos los testimonios concuerdan en que desde muy hondo del pecho se le oyó replicar claramente:
- Sí.
Fue enterrado en la iglesia de Wittenberg, al pie del púlpito desde el cual había proclamado y divulgado
la herejía.
"Lasciate ogni speranza".
VIII
"LA LUZ FINAL"
A poco de producirse en Alemania el escándalo motivado por el doble matrimonio del landgrave Felipe
de Hesse, se firmaba la Bula por la que quedaba fundada la Compañía de Jesús. Iban dos años desde que
Ignacio había celebrado su primera Misa. Había resultado imposible la salida para Jerusalén y por lo
tanto los compañeros que formularon su voto en París tenían que cumplir la segunda parte del
mismo: presentarse al Sumo Pontífice para que éste los utilizara en lo que más servicio fuera para la
mayor gloria de Dios. Reuniéronse para deliberar sobre el caso y tomaron el acuerdo de que pasaran a
Roma a postrarse a los pies del Papa, Ignacio, Pedro Fabro y Diego Laínez. De los demás se dispuso que
se distribuyeran por varias ciudades italianas, principalmente las universitarias, para predicar, ejercer la
caridad con el prójimo y ver si entre los estudiantes se sumaba alguno a la nueva Institución. En cuanto
al albergue, los medios de comunicación y de subsistencia, ya sabemos que no ofrecían problema alguno
mientras hubiese hospitales, caminos para andar a pie y manera de pedir limosna. Los que se separaban
de Ignacio le preguntaron:
- ¿Y qué nombre tomaremos, a qué diremos pertenecer cuando nos pregunten?
Ignacio meditó un momento, y replicó:
- Decid que sois de la Compañía de Jesús.
Acaeció a Ignacio en el camino de Roma un milagroso suceso que, por haberlo referido él mismo,
debemos tomar en cuenta aquí, ya que, como sabemos, Ignacio rehusaba siempre dar razón de los
favores celestiales que recibía. Fue éste que, habiendo entrado Ignacio a orar en la iglesia de un
pueblecito cercano a la Ciudad Eterna, vieron sus compañeros que quedaba mudo y arrobado, con
síntomas evidentes de éxtasis. Cuando salió de aquel estado pensaron que, como otras veces, callaría su
experiencia, pero advirtieron con gozo que espontáneamente se disponía a referírsela:
- Sabréis, dijo Ignacio, que mientras oraba vi claramente, como os veo a vosotros ahora, al Eterno
Padre, al lado del cual se encontraba Nuestro Señor Jesucristo, que llevaba a cuestas la Cruz. Entonces vi
perfectamente cómo el Padre nos ponía bajo el patrocinio de su Hijo a vosotros y a mí. Entonces Jesús,
dirigiéndome una mirada cuya dulzura me sería imposible describir, me dijo estas palabras: "Yo os seré
propicio en Roma". Ignacio, con el alma inundada de gozo extraordinario e indescriptible, sonrió a sus
compañeros y agregó:
- Ya lo sabéis. No sé lo que en Roma nos espera, ni si quiere Dios que muramos en cruz o descoyuntados.
No sé más que una cosa: que Jesucristo nos será propicio.
De aquella manera quedaba revalidado de manera imprescriptible el nombre de la Compañía de Jesús.
Ningún nombre más adecuado para aquellos a quienes Jesús había tomado bajo su amparo de una
manera inmediata, precisamente en el momento en que se dirigían a Roma para tratar del
establecimiento de la nueva Orden. Buena fue, como era de esperar, la acogida que les dispensó el Papa
Paulo III, el cual conservaba de ellos recuerdos excelentes de cuando fueron a pedirle la ordenación
sacerdotal. Parecía, pues, indiscutible que había llegado la ocasión de fundar la Orden y así se pusieron
a estudiar los Estatutos de ella para, una vez bien terminados y ultimados, someterlos al Pontífice.
49
Entretanto realizaban continuos actos de virtud, y sobre todo de caridad, que no dejaban de atraer
la atención sobre ellos por más cuidado que pusiesen en que pasaran obscurecidos. Y no dejó de
manifestarse entonces lo que después había de ser gloriosamente inseparable de la Compañía y su título
mejor: las persecuciones despertadas siempre por el magnífico celo de Ignacio y sus compañeros.
Destino insigne de la Compañía de Jesús es que siempre y en todas partes ha padecido persecución, y
cuando ello no ha venido de sus enemigos declarados, ha procedido de contradictores que, profesando
análoga doctrina en lo fundamental, no han sabido percibir la grandeza del espíritu apostólico que es
inseparable de la actuación ignaciana. En Roma, y entonces, eran atacados aquellos sacerdotes que
realizaban obras extraordinarias y daban ejemplo de cuidar de las gentes hambrientas y enfermas con
una intrepidez que a todos servía de norma y de enseñanza.
Las Órdenes religiosas atravesaban en general por un momento crítico de relajación de sus reglas, de
falta de sus habituales prácticas virtuosas y en muchos sitios, de franca debilidad ante la herejía.
Algunas Órdenes creaban con este motivo, preocupaciones y problemas, y era criterio de algunos
miembros del Colegio cardenalicio la reducción del número de Órdenes religiosas, y desde luego la
negativa de toda autorización para crear otras nuevas.
En esta coyuntura precisamente acudían Ignacio y los suyos ante el Papa para solicitar la fundación de
la Compañía. El proyecto había de tropezar con oposición, y en efecto no fue fácil llevarlo a puerto
seguro. Pasaron meses sin que el proyecto elaborado por aquellos sacerdotes fuera siquiera leído. Pero al
fin ocurrió lo que había de ocurrir, y la Bula se firmó en septiembre de 1540. Ahora sí que estaba
fundada del todo la Compañía de Jesús.
No podía menos de advertirse de qué modo se diferenciaba la nueva Orden de las existentes y resultaba
un arma perfecta para la lucha contra la herejía que se enseñoreaba de grandes y florecientes porciones
de Europa. La Compañía de Jesús no perseguía solamente la perfección y la salvación de los que en ella
ingresaran, sino que sus miembros habían de procurar necesariamente la perfección y la salvación
ajena. Ya veremos después otras diferencias características, pero aquí estaba lo fundamental, lo que
lanzaba al nuevo Instituto al contacto con el prójimo con un decidido propósito de apostolado.
La Compañía no puede permanecer rezando, encerrada en los muros de sus casas, mientras las almas se
pierden a consecuencia del desarrollo que estaba tomado la herejía. Es necesario salir, buscar a los
demás, convencerles, convertirlos, salvarlos. Ha pasado el momento del antiguo monacato. El nuevo es el
combate contra el mal para arrancarle su presa. Necesita, como el anterior, de las privaciones y del
sacrificio, pero en aquel grado que más molesta y deprime. Hay que prescindir de humanos respetos.
Hay que arrostrar la burla, la humillación y la persecución. Para muchos puede ser más fácil
disciplinarse, orar, ayunar, que salir a la calle a la busca del prójimo indiferente o despectivo. La
Compañía toma sobre sí el difícil y gigantesco papel de no prescindir de las mortificaciones que
persiguen la perfección propia y arrostrar el salir a la calle en busca de conseguir la perfección de los
demás.
Esto es lo que Ignacio ha amasado en años de penitencia, de reflexión y de estudio. Posee la nueva
fórmula del apostolado. Tiene en su poder el arma para combatir por Dios en los tiempos modernos. De
acuerdo con este criterio fundamental, las Constituciones de la Compañía previenen una serie de reglas
que se diferencian de una manera considerable de lo que es común y corriente en las Órdenes Religiosas
hasta entonces. Lógica consecuencia del fin perseguido es un noviciado de dos años, al cabo de los cuales
se formulan votos simples, aunque perpetuos; la formación científica, el retiro, la profesión solemne, al
fin, cuando ya van transcurridos varios años. Lógica consecuencia es el cuarto voto que los profesos
hacen de obediencia al Papa, dispuestos, en sumisión estricta, a marchar a cualquier parte del mundo
donde lo exija el servicio de la fe.
En los momentos en que la herejía desata la más feroz ofensiva contra la autoridad suprema del Vicario
de Jesucristo, Ignacio quiere que la Compañía haga un voto especial de obediencia al sucesor de San
Pedro, obediencia sin restricciones ni reservas, y que marque un camino para el futuro de la Iglesia y el
robustecimiento de su unidad.
Esta obediencia que la Compañía proclama con respecto al Jefe Supremo de la Iglesia Católica, se
articula dentro del Instituto de una manera tan perfecta y tan lógica que llega a no ser costosa ni difícil
en fuerza de la generosa y voluntaria donación de sí. Maravilla y asombra el conocimiento de la
naturaleza humana, el estudio sutil y profundo de las añagazas del enemigo que revelan en Ignacio las
Constituciones de la Compañía. Obra extraordinaria y perfecta corona de una vida de santidad, es el
resumen de la personalidad del hombre que escribió el libro de los Ejercicios en la cueva de Manresa.
Recordemos aquella regla 13 de las dieciocho que dio San Ignacio "para sentir con la Iglesia", y en la que
se dice: "Debemos siempre tener, para en todo acertar, que lo blanco que yo veo, creer que es negro, si la
Iglesia jerárquica así lo determina.
Era lógico que cuando, constituida ya la nueva Orden, se tratò de la elección de padre General, todos
unánimemente designaron a Ignacio para el puesto. El los había reunido, los había dirigido y orientado,
les había dado los Ejercicios, había sido su mentor. No era posible que se pensase en otro, ni que la
efectiva y profunda virtud y modestia de todos, permitiese a nadie creerse digno de tal lugar. Pero
efectivas y profundas eran también la modestia y la virtud de Ignacio. Agradeciendo a todos aquella
muestra de amor y de respeto les pidió que procediesen a una nueva elección con razones que más
contribuían a que se ratificasen en su propósito que a disuadirlos de él. Puede pensarse que la segunda
elección dio exactamente el mismo resultado que la primera. Entonces Ignacio tomó una decisión muy
característica en él: haría una confesión general de su vida y pondría la decisión en manos del confesor.
Pero éste declaró que negarse a admitir el cargo para el cual le designaban los que en realidad eran sus
hijos, equivalía a resistir al Espíritu Santo. No hubo más remedio que aceptar, y esto fue por el año 1541,
cuando Ignacio iba a cumplir los cincuenta de su edad.
El apostolado de Ignacio, ya al frente de la Compañía, (Íñigo López de Loyola, ahora sí que eres
capitán), requeriría libros para ser referido y puede serlo también en dos palabras. Las obras
realizadas, y el asombroso crecimiento de la Orden bajo su dirección, son hechos que pertenecen, si no a
la categoría del milagro, al menos a la del prodigio. Conversión de centenares de judíos en Roma, una
casa para catecúmenos, dos casas para niños donde se formaban religiosamente y aprendían un oficio,
una para mujeres arrepentidas, otra para albergar jóvenes que estuviesen en peligro de caer por sus
circunstancias o posición. Y todo esto realizado con aquel sereno desdén a los respetos humanos, con
aquel valor manso y singularísimo que hacía ir a veces al Padre General de la Compañía de Jesús por las
calles de Roma en compañía de cualquier desdichada a la que acababa de convertir, para que se apartase
de la mala vida, y se la llevaba al refugio preparado.
Un ardite se le daba a él de que tomasen aquellas caridades como quisieran, y marchaba tan contento de
arrancarle almas al demonio que el gozo le salía por todos los poros de su cuerpo, pues es de saber, para
aquellos que se imaginaban un Ignacio fríamente severo, pálido, hierático y tremendamente serio, que
era un sacerdote bajito y más bien jovial, con aspecto constante de la más sana alegría, como aquel que
anda en asuntos de los que no pueden derivarse más que el servicio de Dios y del prójimo, ocupación que
recompensa de todos los desvelos y sacrificios a quienes se entregan a ella como Ignacio se entregaba.
Pero Ignacio simultaneó siempre esta práctica personal de la caridad más acendrada con la que atendía a
su propia perfección y a la del prójimo, con vastas preocupaciones que atañían al bien de la Cristiandad
en general y a la defensa de la fe católica.
51
El haber sido, lógicamente, historiadores religiosos los que han hablado de San Ignacio, ha impedido tal
vez la suficiente divulgación de algunos de sus propósitos y proyectos que debían tener cabida en las
historias generales, y no quedar encerrados en las hagiografías. A este propósito queremos traer aquí el
hecho de que muchos años antes de Lepanto estuviese Ignacio de Loyola preocupado con la
preponderancia marítima del turco, deseó que España formase una gran escuadra para combatirle. El
Padre Juan de Polanco le escribía a este respecto al P. Nadal en 1552:
"No dejaré de comunicar a Vuestra Reverencia, teniendo comisión para ello de nuestro Padre Maestro
Ignacio, una impresión con que se halla estos días, para que escriba lo que de ella le parece... Es el caso
que viendo un año y otro venir estas armadas del turco en tierras de cristianos y hacer tanto daño,
llevando a tantas almas que van a perdición para renegar de la fe de Cristo, que por salvarlas murió, a
más de aprender y hacerse prácticos en estos mares y quemar unos lugares y otros ; y viendo también el
mal que los corsarios suelen hacer tan extraordinariamente en las regiones marítimas, en las almas,
cuerpos y haciendas de los cristianos, ha venido a sentir en el Señor Nuestro muy firmemente, que el
Emperador debía hacer una muy grande escuadra, y señorear el mar, y evitar con ella todos estos
inconvenientes, y haber otras grandes comodidades importantes al bien universal."
"Y no sólo se siente movido a esto del celo de las almas y caridad, pero aún de la lumbre de la razón, que
muestra ver esta cosa muy necesaria y que se puede hacer gastando menos el Emperador de lo que ahora
gasta. Y tanto está puesto en esto nuestro Padre que, como dije, si pensase hallar crédito con su
Majestad, o de la voluntad divina tuviese mayor señal, se holgaría de emplear en esto el resto de su vejez,
sin temer para ir al Emperador, o al Príncipe el trabajo ni peligro del camino, ni sus indisposiciones, ni
otros algunos inconvenientes".
Sigue a ésta otra carta larguísima del mismo al mismo, cuya reproducción no cabe en este lugar, pero
que nos descubre a aquel asombroso Ignacio discurriendo de manera precisa sobre los grandes
problemas de Europa y de la Cristiandad. Nueve razones encuentra para que la gran armada contra el
turco se forme, claro está que a la cabeza va el mucho cuidado e interés que debían poner los príncipes
cristianos en que no se perdieran muchas almas de gentes que, por no soportar la durísima servidumbre
en tierra de turcos o de moros, renegaban de su fe. "Que el día del juicio verán los príncipes si debían
menospreciar tantas almas y cuerpos, que valen más que todas sus rentas, dignidades y señoríos, pues
por cada una de ellas dio Cristo Nuestro Señor el precio de su Sangre y vida".
Y tras esta valentísima razón vienen las otras, y luego una maravillosa exposición de todos los que
podrían contribuir a la formación de la escuadra, relación en la que nos encontramos a la Orden de San
Juan, a la Señoría de Génova, a Venecia y a los Estados Pontificios, que es una verdadera anticipación
del plan de Lepanto. Con gusto insistiríamos en esta faceta del espíritu de Ignacio, pero basta con lo
apuntado para comprender la gigante amplitud de su obra y de sus preocupaciones.
Piénsese que entretanto dos de sus hijos, los Padres Laínez y Salmerón eran asombro del Concilio de
Trento y se granjeaban en aquella grandiosa asamblea el cariño y la admiración de todos por la ciencia y
la virtud que revelaban a un mismo tiempo, pues igual asistían a enfermos y explicaban el catecismo a la
infancia, que disertaban sobre las cuestiones teológicas más profundas, alternando una cosa con otra con
ejemplar sencillez. De ellos dejó singularísimo y honroso testimonio San Pedro Canisio, afirmando que
entre todos los sapientísimos teólogos reunidos en Trento, ninguno había que fuese admirado y querido
en el grado sumo en que lo eran Laínez y Salmerón, aquellos dos compañeros de Ignacio en París que con
él formularon los primeros votos hacía años en San Dionisio, un día de la Asunción de la Virgen. Y sobre
esta labor crecían y se desarrollaban tan rápidamente las misiones y casas de la Compañía que, en
los quince años que transcurrieron desde que la Compañía empezó, hasta que desapareció de este mundo
su santo fundador, la nueva Orden se estableció en once naciones, y pasaban de cien los colegios y casas
que tenía, y de mil el número de sus miembros.
Año de 1556. Ignacio está enfermo. Pero nunca tuvo demasiada salud. Padece más de lo que muchos se
figuran. Pero calla y sonríe. El padre Polanco dice:
- Nuestro Padre y Maestro se va de entre nosotros. Sus continuos trabajos le llevan al verdadero reposo;
sus enfermedades, a la verdadera salud; sus lágrimas y continuo padecer, a la bienaventuranza y
felicidad perpetua.
- Hace días que tiene fiebre y parece más decaído.
- Pues creo que la fiebre ha remitido ya.
- Atendamos, Padre, a estos muchos enfermos que tenemos en casa.
Había efectivamente muchos enfermos en la casa. Apenas reparaban en aquel otro enfermo, en aquel
Padre Ignacio que se les iba. La caridad es exigente.
Ignacio, aquella tarde, le dijo a su fiel Polanco:
- "Os ruego que vayáis de mi parte a San Pedro y hagáis saber a Su Santidad que me hallo muy al cabo
de mis dolencias y apenas tengo ya esperanzas de vivir en este mundo. Suplicadle humildemente que me
dé su bendición y decidle que si Nuestro Señor me hace la gracia de llevarme al cielo, allí rogaré por Su
Santidad, como lo hago aquí en la tierra todos los días."
- Así lo haré, Padre, como mandáis.
Pero vinieron los médicos aquella misma noche y no se dieron cuenta de que Ignacio se moría. Estaba
tranquilo, tomó su colación de la noche y conversó durante ella. En vista de esto fuéronse todos a
descansar en aquella noche calurosa, que era la del 30 al 31 del mes de Julio. Al salir el sol, entró el P.
Polanco a visitar a su Padre y Maestro, y lo halló en plena agonía.
- Acudid, hermanos, que ya Dios se lleva a nuestro Padre. Yo marcho corriendo a San Pedro a
cumplimentar el encargo que ayer me dio. Con razón me decía al dármelo: "Yo holgaría más hoy que
mañana, o cuanto más presto, holgara más; pero haced como os pareciere".
Salió corriendo y volvió en breve.
Su Santidad ha mostrado dolerse mucho y muy amorosamente envía su bendición.
Ignacio agonizaba dulcemente. Iban, como dice Polanco, dos horas de sol cuando él emprendió el vuelo
hacia la eterna luz a la que con tan decidido afán había caminado por la vida.
"Ad majorem Dei gloriam".
53
ÍNDICE
PRÓLOGO………………………………………………………. 2
CAPÍTULO I
“Nieblas de otoño y villancicos de
navidad”…………………………………………………………. 3
CAPÍTULO II
“En los años inquietos”…………………………………….. …. 8
CAPÍTULO III
“Las dos banderas: Babilonia”. ………………………………… 15
CAPÍTULO IV
“Las dos banderas: Jerusalén”. ………………………………… 21
CAPÍTULO V
“Anverso y reverso del libre albedrío”. ……………………….. 26
CAPÍTULO VI
“Breve historia de trece años”. ………………………………… 33
CAPÍTULO VII
“Las últimas sombras”. …………………………….…………. 42
CAPÍTULO VII
“La luz final”. ………………………………………………….. 48
*Esta edición se terminó de imprimir el Sábado Santo del año 2016.