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CHILE Ni siquiera una tumba
Relatos de la prisión y del exilio
OSCAR WAISS
Editorial Mayler Madrid, 1977
Abogado, escritor y periodista, nacido en Concepción (CHILE), el año 1912.
Militante socialista desde el año 1936, ha sido miembro del Comité Central de su partido, candidato a senador por su zona natal, y director de los periódicos socialistas Consigna y La Calle.
Autor, entre otros libros, de:
Editados en Chile:
Esquema económico‐social de Chile. Ensayo. En el fondo hay una lágrima. Cuentos. Amanecer en Belgrado. Viajes.
Editados en Argentina:
Nacionalismo y socialismo en América Latina. Problemas del socialismo contemporáneo.
Editado en España:
Del colonialismo a la revolución. (Breve historia de América Latina).
Editado en Yugoslavia:
América Latina: de la incoherencia a la definición.
Fue Subsecretario (Viceministro) de Minería el año 1953.
Desde el año 1960 ocupó el cargo de Jefe de Redacción del diario Clarín, el de mayor circulación en Chile.
Conservando ese cargo, ocupó además el de Director del diario La Nación, órgano oficial del gobierno de Chile, durante todo el período presidencial de Salvador Allende.
Fue detenido el mismo día 11 de septiembre de 1973, en sus oficinas de la dirección de La Nación, llevado al Estadio Nacional, con miles de "prisioneros de guerra", después a la Cárcel Pública de Santiago, a los cuarteles de la Inteligencia Militar y, finalmente, se le dejó salir del país por gestiones de la Embajada de la República Federal Alemana.
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Actualmente vive en Frankfurt am Main, donde se desempeña como Profesor Invitado, en la Facultad de Derecho de la Universidad Goethe, dictando un curso sobre Teoría y Práctica de la Defensa de los Derechos Humanos.
SUMARIO
A MANERA DE EXPLICACIÓN........................................7
PRIMERA PARTE
CUENTOS DE LA PRISIÓN................................................13
La muerte...........................................................................15 Caldo de cabeza...................................................................35 Eunucos.............................................................................51 El instinto..........................................................................65 El destino...........................................................................81 Las voces.........................................................................95
SEGUNDA PARTE
RELATOS DEL EXILIO.......................................................107
I..................................................................................109 II..................................................................................121 III ..................................................................................131 IV ..................................................................................139 V..................................................................................145 VI..................................................................................161 VII..................................................................................175 VIII..................................................................................185
Primera edición: mayo 1977
Ediciones MAYLER, S. A. Numancia 95 ‐ Barcelona Impresión: G. Robles, S. A. A. Pardal Reyes, 209 ‐ Humanes de Madrid Depósito legal: M. 14.795‐1977 I.S.B.N.: 84‐400‐2781‐8 Distribuidora: MAYDI, S. A. Madrid
Prohibida la reproducción total o parcial del presente libro Impreso en España Printed in Spain
A manera de explicación
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Este tomo se divide en dos partes.
La primera consta de seis cuentos escritos en la Cárcel Pública de Santiago, en condiciones subhumanas; estábamos hacinados ocho presos en una celda de dos metros por tres y allí debíamos permanecer por quince horas cada día, entre las cinco de la tarde y las ocho de la mañana; garrapateaba en hojas sueltas o en pedazos de papel, que enviaba fuera del penal lo más pronto posible, ya que nos allanaban continuamente y cualquiera referencia más o menos dudosa podía ser interpretada como la clave de una maquiavélica conspiración.
Por eso algunos de los cuentos de la primera parte eluden las alusiones de carácter social y no he querido modificarlos, para que reflejen más genuinamente las preocupaciones o las divagaciones de lo que nuestros militares chilenos, eufemísticamente, denominaban un "prisionero de guerra".
Sin embargo, el primer cuento, "La Muerte", es en gran parte mi propia vivencia, aunque privada de los recuerdos militantes, pues de haberlos incluido me exponía a nuevos y mayores peligros. Una vivencia en parte real, en parte novelada, ya que no se le puede exigir a un hombre que pasó por esos trances rigurosidad autobiográfica, en cierto sentido impúdico. Pero estuve botado en el suelo de un patio de la Tercera Comisaría de Santiago, durante más de diez horas, con otros veintiséis detenidos, esperando el fusilamiento; ahí, tirados sobre el barro, con las manos en la nuca, sufriendo a cada instante los golpes y los culatazos de una tropa ostensiblemente drogada, debimos arrastrarnos como gusanos hasta colocamos sobre unas planchas de metal, "para que no chorreáramos con nuestra sucia sangre el piso", o para que sirviéramos mejor en la "parrillada" que se iban a comer muy pronto, como nos decían en medio de risotadas y blasfemias.
Vimos llegar el camión de toldo amarillo, fatídico vehículo en que se trasportaban los cadáveres hasta la fosa común o la perdida quebrada en que se arrojaban como desperdicios, y colocarse en el patio, al lado nuestro. Nos rodearon unos cincuenta carabineros con sus metralletas, nos hicieron apilarnos aún más, para "no perder las balas" y, mirando apenas por el rabillo del ojo, vi al oficial con zapatillas ‐para no hacer ruido‐ fumando un cigarrillo pronto a dar la orden de fuego, sin voz, con un simple ademán que era el fin para nosotros.
Nos dijimos, apenas en un susurro, adiós; cada uno a su vecino; no podíamos hacerles a los otros, ni siquiera una seña. Estábamos muertos. Nada podía ya salvarnos.
¿Por qué no nos ametrallaron? He llegado, por mi parte, a una conclusión. El patio de esa Comisaría, ubicada en pleno centro de Santiago, quedaba a la vista de las ventanas de docenas de departamentos, ya que estaba rodeada de altos edificios destinados a la vivienda. Ese asesinato habría tenido, inevitablemente, mil testigos, y eran demasiados aún para la inconsciencia de nuestros asesinos, Un capitán llegó corriendo, en el último minuto, tal vez en el último segundo, y ordenó suspender la ejecución.
De esos pequeños detalles depende, en Chile, la vida de los seres humanos. De una reflexión o de un capricho. El derecho a vivir no existe. Se respira por azar. Se sobrevive por el miedo. El final puede llegar en cualquier momento.
La segunda parte de este libro contiene siete relatos del exilio y han sido escritos en la ciudad alemana de Frankfurt am Main, en el año 1976.
Cada uno de esos relatos es la historia de una persona o de una familia, elegidos entre los miles de episodios que jalonan las existencias de los doscientos mil chilenos que han debido abandonar el suelo de la patria. Porque nuestros verdugos galoneados creen, ingenuamente, que están aplicando su propia "solución final". No con el objetivo de exterminar a una raza o a un pueblo, como lo pensó Hitler, sino para terminar con las "ideas".
Todos los hombres más o menos civilizados, con un barniz de cultura, saben que las ideas no mueren jamás. Pero nuestro folklórico tirano, el general Augusto Pinochet Ugarte, considera sinceramente que se puede fusilar a los pensamientos. Sería divertido, si ello no hubiera conducido a un baño de sangre con más de treinta mil muertos.
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La mayor parte de esos muertos son seres anónimos, trabajadores conocidos sólo en su propio ambiente, cuyos nombres quedarán olvidados en el inmenso panteón de la historia. En estas páginas he recordado el caso de aquel japonés, cuya sombra quedó estampada en un muro, como efecto secundario del resplandor de una bomba atómica. De ese hombre quedó, por lo menos, su sombra; algo que se pudo ver, que revivió su drama, que lo proyectó hacia el futuro. De miles de nuestros muertos no ha quedado nada, ni un cabello, ni una sombra. Sus restos han sido lanzados al fondo del mar o a la profundidad de los abismos.
Es el caso de la doctora Ruth Kries, con quien conversé largamente hace unos días. El cadáver de su marido, el doctor sureño Hernán Henríquez, fue ocultado por los asesinos y seguramente ya nunca se conocerá su paradero. Ella no tendrá jamás el consuelo de poder dejarle una flor sobre el breve espacio de su sepultura. De él ya no queda nada. Ni siquiera una tumba...
Frankfurt am Main, 20 de enero de 1977
PRIMERA PARTE
CUENTOS DE LA PRISIÓN
La muerte
Quise abrir la ventana, pero estaba cerrada por fuera, y un carabinero con casco, visera baja y metralleta se escurrió velozmente cuando divisó mi silueta. Me lancé a la puerta, y estaba igualmente trancada por el exterior, resultando vanos mis esfuerzos. En realidad yo lo sabía de antemano, y mis forcejeos no tenían otro objeto que el de cerciorarme, convenciéndome a mí mismo de que me hallaba definitivamente atrapado, sujeto por fuerzas invisibles e invencibles, convertido en un madero a la deriva, en una hoja impulsada por el viento, no un viento vulgar y campesino, un inocente viento de otoño o uno preñado de lluvias y relámpagos, sino un viento fantasmal y profundo, gravitante y macizo, pesado y agobiador, un viento de sentencia y de destino.
Supe por el instinto, y no por la conciencia, que esa era la hora de la muerte y que por mí doblaban las campanas. Debe comprenderse que no me refiero a una muerte sencilla y natural, culminación de un proceso en que el cuerpo se marchita y las facultades declinan, lenta y paulatinamente, con inexorable tristeza. Esa muerte que es más un premio que un castigo, una resignación que una ruptura. Porque hay muertes y muertes, muertes y más muertes, todas distintas, singulares, sorpresivas, gestadas en un recoveco de la naturaleza o de la sociedad, aplicadas a cuerpos vivos, aún a territorios, también a planetas y galaxias, pero dolorosamente agudas e incisivas cuando se trata de seres humanos, de pensamiento vigente, nexos entre la materia fría o insensible y el impulso hacía la comprensión o el conocimiento.
La muerte estaba ahí. Como un grave don. Como una cabeza del Bautista. Ofrecida en la bandeja de la oscuridad y del silencio.
Agazapada en la indefensa soledad de la estancia. La ventana clausurada, la puerta con su tranca, los muros infranqueables. Sin escapatoria y sin esperanza.
Toda mi vida se me presentaba diferente, medida en otra escala, a la altura de la eternidad. Yo era mi juez. Pero todo se desvanecía en un vértigo de sensaciones y recuerdos, sin que me invadiera el pavor, lo que me producía un leve orgullo. Aquello podía suceder en un segundo, en una fracción de segundo, o en un distante e interminable minuto. Un chasquido, un impacto, y ya está. Yo no tenía miedo, razonaba casi tranquilamente, proyectado hacia la nada, con una desconcertante frialdad. El tiempo ‐mi tiempo‐ se había detenido.
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Pensaba en ella, si es que a eso se le puede llamar pensamiento.
No la vería nunca más. Ni sus claros ojos, ni su piel dorada, ni sus breves senos, ni sus fuertes muslos. No escucharía ya nunca su voz de órgano ni besaría jamás sus labios tibios. ¿Qué es el amor, después de todo? ¿Un elemental reflejo de la unidad en el cosmos que nos empuja a la reproducción de la especie? ¿O una sutil manifestación de la energía universal, jibarizado en proporciones inconmensurables dentro de nuestra frágil presencia corpórea? ¿Por qué somos, por qué fornicamos, por qué sufrimos?
Los átomos son viejos o son jóvenes, según la etapa de su evolución en lo que convencionalmente denominamos tiempo. Las estrellas también viven, a su manera, y mientras unas inician su ciclo vital, otras han entrado en la decadencia, cósmicamente hablando. Este pequeño trozo del universo que tenemos casi al alcance de la mano, palpita con ansiedad, comprimiéndose y ensanchándose rítmicamente, en latidos gigantescos, pero toda la existencia de este planeta‐barco en que navegamos no alcanza a ser un instante de ese latido y nuestro propio testimonio es mucho menos aún; una fracción insignificante, un soplo fugaz, un hálito infinitesimal. Imaginar lo mínimo es más difícil que enfrentarse a lo inmenso.
¿Entonces? Entonces, entonces, entonces. Nos empinamos, y eso es lo único que nos resta. Nos empinamos para que las hormigas‐hombre, la sociedad de termitas, avance hacia una racionalidad que se acomode al tránsito veloz y que lance la chispa del entendimiento hacia la eternidad‐inmensidad desconocida. Una vez yo quedé extrañado al saber que una diminuta mariposa del género Ephemera no bien nace, extiende las alas para buscar la oportunidad de reproducirse, y luego se quema en cualquiera luz, sin tener tiempo para darse cuenta de que la noche puede transformarse en día. ¿Somos nosotros algo más, mirado desde un punto de vista biológico? ¿Somos algo más, o mucho más, que esa mariposilla sutil, precaria y casi irreal? Yo hubiera querido saberlo, en ese instante, rodeado de sombras, cara a cara con el término, abocado a la nada, a la nada irremediable y absoluta, igual que una mariposa, sin diferencias, sin distancias. ¿Valía la pena tener conciencia? ¿No sería un desperdicio, semejante a quemarse las alas en una débil llama?
Las reflexiones no tenían nada que hacer con mi sensación de que ella estaba ausente y ya nunca la volvería a ver. Aunque simultáneas, eran independientes. Una noche, que se me aparecía nítidamente, surgiendo de vivencias sepultadas en los sótanos de la sub‐conciencia, nos habíamos amado tierna y furiosamente:
‐ ¿Es cierto? ‐preguntó ella‐. ¿Puede ser cierto? ¿Cierto, qué? Yo no tenía respuesta, ni la tuve jamás, pues el amor escapa a las definiciones en la medida misma en que es la máxima concentración de todos los sistemas dentro de un cuerpo, no solamente humano, porque los animales aman, en su ardiente celo, y las plantas en sus germinaciones, y los peces, en su migración sexual. ¿Es cierto que el amor humano, Romeo y Julieta, Dante y Beatriz, Cupido y Psique, contiene algo más o representa algo más? Saberlo es empinarse a las complejidades del raciocinio, conocimiento todavía vedado al hombre y reservado, por inescrutable designio, al superhombre de mañana que, a lo mejor, no será sino otra mariposa efímera, aunque vuele por el universo, de planeta en planeta y de galaxia en galaxia. Porque la gran aventura, todavía distante, casi impensable, es la de vencer a la muerte, meta que está mas allá del super‐hombre, o del super‐super‐super‐hombre que algún día regirá el espacio‐materia‐tiempo‐luz‐razón que se expande y se contrae, latiendo rítmicamente como un gran corazón inexplorado.
‐ ¿Es cierto? ¿Puede ser cierto?
‐ Es cierto ‐conteste esa vez‐. Te quiero.
Ahora, en el umbral de lo desconocido, ante la inminencia de mi propio final, frente a la luz en que debía quemarme las alas y el instinto, esa respuesta me parecía redomadamente estúpida, tan superficial y pueril que me avergonzaba. Podía valer como un símbolo. Yo la sentía entonces, y la seguía sintiendo ahora, en la vecindad de la muerte, tan ligada a mí como todo el resto de mi cuerpo. No concebía mi pasado sin su presencia ‐haber sido sin que ella fuera‐ ni podía morirme sin ansiarla. Te quiero, te quiero, te quiero. Palabras con un sentido que debe desentrañarse en
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función del impulso vital, que no es baladí ya que podemos razonar, pensar, situarnos, bien o mal, pero, por nosotros mismos.
‐ Dame otro beso ‐dijo ella.
Lo recordaba perfectamente, con sus detalles, con el tono de voz y con la inflexión precisa. Pensar en el deseo, en el torrente de la sangre, en el erotismo y la caricia, resultaba anacrónico y hasta cruel. Pero yo me concentraba en eso, uniendo sin quererlo la imagen de la cópula con el momento de la extinción inevitable.
El carrusel dio una vuelta completa y yo tenía apenas siete años. Era un carrusel con caballitos y carruajes, con una música tintineante y trivial, sincronizada absurdamente con el parpadear de las estrellas y con el gran latido, el inmenso latido, el indescifrable latido. Era una extraña escena, donde ocupaba yo el centro mismo de la creación, ligado lejanamente, tenuemente, vagamente, a las estrellas y las nebulosas, a los días y las noches, al ser y al no ser. Allí estaba yo, con un traje de terciopelo azul y cuello de blondas blancas, con una melenita rubia y una pelota en las manos, jugando en la inocencia de mi infancia, bajo el parrón de la casa de mis abuelos.
La casa de mis abuelos. El gran salón con muebles de raso y muchas lámparas y plafoniers, el pasadizo con helechos, el primer patio con su enredadera de flores de la pluma moradas y sus copihues blancos, mi cuarto con claraboya, la pieza del tío muerto, mantenida intacta, a la cual entraba mi nana para conversar con su niño fallecido, en un diálogo escalofriante más allá de las lejanías y los límites, más acá de la oscuridad y de la luz, en un mundo aislado de todo elemento definido, surgido de la simplicidad de la nodriza. La casa de mis abuelos. Aquella jaula con las catitas australianas, amarillas y verdes, el jardín con sus cardenales rojos, casi sangrantes, la gran bodega en que yo me perdía entre la leña y el carbón, escurriéndome entre sacos de cereales y cajones repletos de toda clase de trastos.
‐ Niño, niño ‐gritó una voz.
Era una voz sin garganta, resonando cincuenta años después, amplificándose y atenuándose, también en un latido acompasado, mientras yo flotaba entre la infancia y la madurez, ingrávido y feliz, insensible y alegre. No tenía miedo. Ni entonces, cuando la voz sin cuerpo me reclamaba imperiosamente, ni ahora, cuando la guadaña amenazante buscaba mi yugular en la penumbra. Ni en el prefacio, ni en el epílogo.
Me reí, contento. Tiré la pelota lejos y corrí detrás de ella, ajeno a la blancura de mis blondas, a la delicadeza del género azul y, por supuesto, a la voz tutelar que me convocaba. Y caí de bruces, sobre el barro, mancillando la impoluta nieve del cuello y convirtiendo la textura suave en una masa áspera de tierra y fibras. Tendido sobre ese sucio suelo, boca abajo, sorprendido por el accidente, era el mismo que ahora estaba sobre las tablas de esa celda, mordiendo el polvo y esperando la ráfaga final. El mismo que me había quemado como una mariposa, sin alcanzar a conocer el transcurso del hombre al super‐hombre, sobre el profundo abismo y a través de mi propio cuerpo, como una gigantesca cuerda.
De pronto iba yo trepado en el carrousel y la que cabalgaba era mi hijita, en el esplendor de sus tres años. La sujetaba para que no se cayera, y sentía la tibieza de su cuerpecito, aspirando el perfume de su aliento. Yo tenía veinticinco años y era rubio, delgado, optimista. Buscaba en el vacío el rostro de la madre de mi hija y no podía divisarlo. Supe, no sé cómo, que estaba detrás de un árbol, espiándome burlonamente.
‐ Canalla ‐le grite‐. Sucia, sucia, sucia.
Sentí nuevamente la amargura y el dolor de su mentira, la falacia de su maternidad, la hipocresía sustancial de su índole perversa. Lloré de nuevo, igual que entonces, pero esta vez sin lágrimas, sordamente, con rencor. La odié de nuevo con toda la intensidad de aquella etapa en que evolucioné desde la juventud arrogante hasta la desilusión viril. Creí que ella había aplastado en mí toda capacidad de amar, pero no se trataba de eso. Porque cuando encontré a mi compañera supe que todo lo anterior no había sido más que una historia intrascendente. Y este nuevo amor,
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luminoso y brillante como la luna o las estrellas, lo tenía junto a mí, en el borde del insondable abismo el que iba a caer de un momento a otro.
La muerte y el amor. Antítesis dialéctica. Antípodas del hombre. Extremos de la cuerda. Por un lado, como dijo el poeta, la vida que espera con sus frescos racimos y, por el otro, la muerte que aguarda con sus fúnebres ramos. No podía, sin embargo, evitarlo.
En el borde mismo del precipicio, vecino de la noche, aguardando el fin, mis pensamientos volvían a ella, una y otra vez, imperativamente. No decía "piedad de mí", como el Dante, perdido en la selva oscura, ni creía haberme apartado del buen camino, ni amaba a una Beatriz fantasmal y mítica, sino que estaba inerte, resignado, orgulloso de mi conciencia y soñando con una mujer real, de carne y hueso, de pasión y dolor, de espasmo y beso. Es distinto amar a una Beatriz que no existe ya, o que no existió nunca, o que se diluyó en el espacio, o que desapareció en el tiempo, a desear una mujer que no veremos nunca más, a la que queremos y nos quiere, pero que será mañana de otro porque uno mismo va a diluirse en el espacio o desaparecer en el tiempo. Este suplicio no lo describió el florentino en ninguno de sus círculos y lo sufría yo, en cierta forma indefinida y abstracta, impasible y desesperado, a la vez.
En uno de mis viajes me tocó presenciar, en un pequeño pueblo europeo, la ceremonia de la expulsión de la muerte, el cuarto domingo de Cuaresma. Los niños hicieron un monigote de paja, que representaba la parca y, después de pasearla por las calles, terminaron quemándola en los arrabales cantando: "hemos sacado a la muerte del pueblo y la primavera entrará en él". Un mocosito rechoncho, con las narices húmedas y sus cortas piernas estremecidas por el compás de la danza parecía un sátiro colado allí por un equívoco, a través de las edades. El pequeño enano no podía, ahora, sacar a la muerte de mi estancia ni hacer entrar la primavera.
Fugazmente una escena pasó por mi memoria, atraída quizás por similitudes inescrutables. En el viejo palacio Pitti, de Firenzze, junto al sátiro que ostenta un majestuoso signo viril, dos solteronas norteamericanas, ruborizándose como colegialas, se fotografiaban entre risitas pueriles y gestos banales, contraponiendo su triste virginidad y su estéril fracaso al símbolo de la fecundidad y la alegría. Otra vez la vida y la muerte, el amor y la náusea. Y recordé, simultáneamente, a dos jovencitas que miraban de reojo la bella estatua de Ariel, en el Parque Forestal de Santiago de Chile, con su hermoso cuerpo desnudo y su sexo incitante; de repente casaron corriendo frente al monumento, para observar mejor ese detalle y, dándose codazos, rieron interminablemente, en un himno singular a la naturaleza.
El eco de esas risas no podía escucharse en aquel ignominioso silencio, pero yo las percibía en un plano distinto a mi actual desamparo, viviendo en un mundo de latencias, en que los ruidos se transmutaban en imágenes y cada una de ellas adquiría actualidad y presencia. Como en el cine antiguo, las figuras se sucedían grotescamente, dando pequeños saltitos y distorsionando las escenas, pasando el niño vestido de terciopelo azul al gnomo de la nariz chorreante, de la estatua del sátiro a la de Ariel, de la hija remota y diminuta a mi implorante y sensual compañera. Saber que uno va a morir no es tan terrible. No, si se evita el pánico. No, si se elude el llanto. No, si uno se niega a decir "piedad de mí". Lo que no significa, por cierto, indiferencia. Porque aunque se medite, con la fugacidad del relámpago, en lo efímero de la existencia, esa chispa vital es lo único que nos ha sido dado y revelado, por lo que nos aterra perderla, aunque creyéramos en aquel viejo cuento de nuestra alma inmortal, que consolaba a Plutarco, o en la resurrección, tan grata a los griegos y a los romanos. Yo no tenía más que ese desfile de vivencias, resumen deformado de mi tránsito, aunque inevitable en la antesala de las sombras. Y me así a cada recuerdo con una tenacidad instintiva, único lazo entre el gran latido del cosmos y las postreras pulsaciones de mi insignificante corazón de bestia. Así deben sentirse, a su manera, en su estilo, dentro de su dimensión, las mariposas y los árboles, cuando llega su hora.
Una tarde, después de hacernos el amor, estábamos desnudos sobre el lecho. Ella y yo. Ustedes comprenden a quién me refiero. Dar un nombre, su nombre, sería igual a mancillar la ternura. Era en pleno verano y el sol se escurría por los ventanales de aquella pieza con sus paredes de un tono verde pálido, mientras en el espejo refulgía un rayo solitario. Yo fumaba un cigarrillo y, sin percatarme, dejé caer sobre mi pecho un poco de la ardiente ceniza, que me hizo brincar, con sobresalto. Nos reímos locamente, interminablemente, desesperadamente, disparatadamente, sin poder contenernos, en una fiesta de carcajadas que no terminaba nunca. La de la niña en el carrousel, la del sátiro
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en sus festivales, la de las solteronas ante el sexo, la de las adolescentes ante la revelación y la de los amantes en su holganza, algunas entre las muchas, porque la especie suele reír, según la intuición nietzcheana, ya que el hombre es un animal tan triste que se vio obligado a inventar la risa.
El hombre es un animal triste, y también cruel. ¿Por qué van a matarme? ¿Por qué voy a morir? ¿Por qué se mata y por qué se muere? Los galos asolaron Roma porque el anciano Marco Papirio golpeó con un bastón de marfil a uno de sus guerreros. Arnoldo de Brescia fue ejecutado por considerar que los curas no deberían poseer bienes terrenales. Una grave herejía, sin lugar a dudas. El presidente Truman ordenó a sus aviadores arrojar una bomba atómica sobre Hiroshima y luego fue candidato al premio Nobel de la paz. Tres días después dispuso que otros cientos de miles de seres humanos fueran liquidados en Nagasaki. Resulta increíble que no le hayan otorgado el galardón.
¿Por qué se mata y por qué se muere? En una de las ciudades destruidas por orden del pacifista mandatario norteamericano quedó la sombra de un japonés reflejada en un muro, milagrosamente conservado en medio de la destrucción y la hecatombe. Desapareció el cuerpo, los huesos, la carne, la sangre y, ¿quién lo sabe?, el alma inmortal. Lo único que se salvó de ese hombre fue su sombra, fijada allí por un efecto secundario fotográfico de la terrible explosión. Una vida humana. Una sombra en la pared. Nada más. ¿Por qué murió ese individuo? Y de muchos más no quedó ni siquiera eso. Ni la silueta en la pared. Ni aún el más leve recuerdo. Nada. La nada volviendo a la nada. El no ser que no es. Y que no se sabe, tampoco, si fue.
¿Entonces? Entonces, entonces, entonces. Yo estaba tendido en la tierra, boca abajo, como un gusano, esperando la muerte. La ventana clausurada, la puerta tapiada, la noche, las sombras, la espera, la interminable espera. Creí escuchar el ruido de un motor de camión. Me pareció oír, sordamente, a la distancia, que alguien susurraba sobre transporte de los cadáveres. No dejen rastros, decía la voz, pongan planchas de metal para que la sangre no manche el suelo. ¿Qué podía hacer yo, sino pensar, y pensar, y pensar, aún sin darme cabal cuenta de ello? Cesó el ruido, callaron las voces, retornó el silencio.
Por mi memoria cruzó el relato de un sobreviviente de Hiroshima, el señor Tanimoto, quien describió su encuentro, en el río, con veinte personas expuestas al resplandor de la bomba, hombres y mujeres, todos completamente desnudos. Ellas tenían estampadas en la piel las policromas flores de la seda de sus kimonos, algunos vomitaban, otros apenas se tenían de pie. Estaban en un banco de arena y el señor Tanimoto quiso ayudar a una mujer para subirla al bote, alzándola por la mano, pero la piel se desprendió entera, como si fuera un guante. A los que logró llevar se les fueron pudriendo las quemaduras, deformando los cuerpos y destruyéndolos rápidamente. El salvador se repetía en alta voz: " ¡Estos son seres humanos!" Recordaba haber leído el episodio, en alguna parte, y no podía sino decirme a mi mismo: "yo también soy un ser humano" y son seres humanos los que tornan posible el aniquilamiento de toda forma de vida sobre la tierra por una intoxicación radioactiva.
Yo también soy un ser humano. Existe eso que se llama el derecho de gentes y organismos internacionales edificados sobre la base del resguardo de los principios humanos. Hay un papa, patriarcas, monjes de diversas religiones y lamas de distinta naturaleza. Existe una organización de las naciones, una tribuna mundial donde los estadistas se empinan y expresan sus profundos sentimientos. En las recientes décadas murieron varios millones de judíos en los campos de concentración nazis, cientos de miles de japoneses en Hiroshima y Nagasaki, millones de europeos y norteamericanos sobre los campos de batalla de la gran guerra. ¿Para qué murieron? ¿Por qué murieron? En cualquier rincón del mundo los seres humanos pueden morir sin el consuelo de gritar o desesperarse, aplastados como gusanos por la implacable bota. Y los diplomáticos pronuncian discursos, hablan, y hablan, hablan y hablan, sobre la paz y sobre el derecho, sobre la libertad y sobre la injusticia, en un concierto macabro mientras los hombres caen, y sufren, y mueren.
Pero ese es el mundo. El gran mundo. O el pequeño mundo. Depende de si se le mira desde el punto de vista del hombre‐mariposa o con la perspectiva del espacio‐tiempo. Yo soy sólo una conciencia aislada. Una gran conciencia. O una pequeña conciencia. Ello depende de si se me observa como una hormiga más en el hormiguero o como un destello divino. Divino en el sentido de formar parte y oponerme, a la vez, a un proceso de materia, dimensión, luz y fuerza. Me integro en él en cuanto soy un ser viviente. Me antagonizo con él en la medida misma en que soy capaz
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de comprender que hay otras cosas, además de mi vida y de mi muerte, de mi dolor y mi alegría, de mi amor y mi odio. Los sabios que contribuyeron a la idea de la energía nuclear no desearon que sus conocimientos sirvieran a la brutalidad y a la muerte. Representan un ejemplo del drama humano, en que mientras unos se elevan hacia la gran victoria, sobre la naturaleza y el caos, la inmensa multitud de los mediocres se aforra a su propia caverna y limita su horizonte hasta la estrechez de sus espíritus.
Mientras los estadistas se dedicaban ‐y se dedican‐ a la oratoria, yo iba a morir sobre el frío suelo, igual que un gusano. Un gusano helado y hambriento. No había comido nada desde que me atraparon, hacía ya mucho tiempo. Un poeta húngaro dijo que los ángeles no comen nunca, y sin embargo son felices. Yo no soy un ángel. No estaba feliz. Sentía que algo me horadaba los intestinos, que mi boca se resecaba y que mi cuerpo desfallecía. Sabía que iba a morir y, pese a ello, no podía eliminar la sensación de la sed y del hambre. Otra prueba de que somos, esencialmente, animales, vertebrados superiores, esclavos de los neumogástricos, incapaces de remontarnos, salvo por la vía excepcional del fakirismo, más allá de ciertos apremios físicos. Evoqué, sin quererlo, manjares inalcanzables, como las humitas o el pastel de choclos, que ella solía prepararme cuando éramos felices. Percibí el olor del pastel, humeante y apetitoso, mientras de mis ojos pugnaban por brotar las lágrimas, no precisamente por el hambre, sino por la nostalgia de su presencia, de sus besos, de sus manos, en una íntima disociación indefinible.
Los sábados nos gustaba salir a comer y a bailar, a veces con amigos, generalmente solos. Danzábamos lentamente, casi sin movernos del mismo lugar, girando sobre nosotros mismos, mejilla con mejilla. Nos servíamos delicados espárragos con mayonesa y carnes a la pimienta, habitualmente en un pequeño establecimiento de la Plaza Pedro de Valdivia, donde un trío de músicos amenizaba con suavidad la sobremesa. En otras oportunidades íbamos a un club social de la comuna de San Miguel, para escuchar a dos guitarristas alcoholizados que nos tocaban y cantaban antiguas tonadas, de esas ya desaparecidas del folklore. Ahí cenábamos con abundancia, desde el delicioso cauceo de patitas hasta los perniles de chancho con cebolla frita. Podía, aún, tendido sobre el suelo y angustiado por el plazo que se me vencía, oler esos guisos y rememorar cada delicia culinaria.
‐ Cuando estamos juntos ‐me dijo ella‐ no necesitamos a nadie. Los demás estorban. La gente riñe, dice groserías, interviene en las conversaciones y se mezcla hasta en las miradas. ¿Por qué existe el resto del mundo? ¿Por qué no estaremos solos sobre la tierra?
‐ Tal vez porque el mundo no lo hicimos ni tu ni yo.
‐ ¿Quién lo hizo? ‐preguntó‐. ¿Hay un dios?
‐ Los hombres siempre quisieron tener dioses. Yo no tengo ninguno.
‐ ¿Quién tiene la razón? ¿Los hombres o tú?
‐ Podrían tenerla los dioses. Por lo menos, algunos de ellos.
‐ ¿Alguno de ellos hizo el mundo?
Preguntas, preguntas y preguntas. Preguntas sin respuestas, por lo menos de acuerdo a la lógica. Estábamos en el pequeño restorancito del barrio alto, bebiéndonos la última copa de vino tinto, escasamente iluminados por un candelabro, mientras la música del trío se arrastraba por los rincones. Una mujer ¿oven, muy gorda, se apegaba ridículamente a un viejo que bailaba con dificultad y trataba de encender en él un deseo que ya se había extinguido para siempre. Las preguntas resultaban desconcertantes en aquel ambiente y ahora, postrado ante la muerte, vencido por esos hombres que creen tener dioses, me interrogaba a mí mismo si la razón la tenían ellos o yo.
Entre mis lecturas más dilectas estuvo La Montaña Mágica de aquel gran alemán universal, y siempre me preocupó el episodio espiritista, con la corporización de un ser ya desaparecido. Una vez quise asistir a una experiencia similar,
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que pedí se hiciera en la misma forma, o sea con el abecedario extendido sobre la mesa y un vaso moviéndose por el magnetismo de las manos, para formar las palabras. Le hice al espíritu, o a lo que fuera, una pregunta en mi mente, sin que los demás se enteraran de lo que yo pensaba. Le dije a esa sombra si podía corporizarse o derribar, cuanto menos, algún objeto de la pieza, a fin de probar su presencia. Nadie sabía lo que yo pregunté o propuse y no acerqué mis dedos al vaso, para que éste se deslizara libremente, impulsado por los otros. Poco a poco el utensilio comenzó a oscilar, se aproximaba a una letra, vibraba, luego se acercaba a otra, formando palabras, luego una frase: "No he llegado todavía a esa etapa". Puede no significar nada. Sin embargo yo intuí un viento extraño silbar en la sentencia.
¿Va a quedar algo de mí, después de mi partida? ¿Algo fuera de mis huesos, de mis despojos o de mis cenizas? ¿Un fluido, una fuerza, una chispa? Polvo eres, y en polvo te convertirás. Pero ellos creen en el alma inmortal, en el paraíso y el infierno, en los ángeles y los demonios. Yo no creo en nada, no tengo un dios con nombre y forma, con altar y rito. Por eso, al pensar en esa extraña respuesta ‐"no he llegado todavía a esa etapa"‐ estando yo mismo al término de una, me sentí enfrentado a un insondable misterio. Pensaba que todo iba a concluir definitivamente pero que podían subsistir efluvios, microondas, manifestaciones indescifrables para nosotros que testimoniaran la unidad total de un inmenso proceso en que los pensamientos, los sentimientos y las emociones no fueran un mero desperdicio.
En cierta oportunidad quedé perplejo ante el razonamiento de un gran físico contemporáneo que, tratando de ubicar al hombre en el universo, llegó a la conclusión de que, por medio de un mayor conocimiento de la naturaleza, conocemos mejor al dios de la naturaleza y sabemos mejor la parte que nos toca desempeñar en su drama cósmico. Ese sabio le pone un nombre a su dios, lo identifica con el absurdo, les rinde pleitesía a los rituales y regresa así por un atajo al paganismo desenfrenado.
¿En qué se diferencia, pues, el científico evolucionado al primitivo que adoraba a los árboles? Los romanos, en su época de mayor refinamiento, ofrecían en el foro homenaje y oficiaban culto a la higuera de Rómulo. San Jerónimo libró una dura lucha con los lituanos para obligarles a que derribasen los bosquecillos sagrados. Jehová o el árbol. ¿Quién es más auténtico? ¿Cuál de ellos es más digno del sacrificio? ¿Qué merece más el respeto y la devoción? ¿Un ente imaginario, Alá, Zeus, Atis, Osiris o un gran árbol solitario, majestuoso y simbólico, mítico y sugerente? Yo me encontraba mucho más próximo al árbol que a Jehová, y prefería ser un hereje a un santo. Con el árbol me comunicaba a través del aire, del frío y hasta del miedo, o ese sucedáneo del temor que me mantenía quieto y me evitaba mover mis grandes ramas en un pánico indecoroso. Los salvajes temen derribar a los árboles porque en ellos moran espíritus que pueden vengarse. Los hombres no titubean en matar a los hombres, aunque en ellos exista también un espíritu, porque así impiden que los derrotados se venguen. Los salvajes no dañan a los árboles innecesariamente. Los hombres torturan y martirizan a los hombres. ¿Qué hemos avanzado, desde el salvajismo hasta la civilización? O, mejor, ¿cuánto hemos retrocedido, desde el salvajismo hasta nuestros días? Un científico moderno se encuclilla y reza ante una ficción ilógica. Un primitivo adora el viejo árbol en que residen las almas de sus antepasados. El sabio acepta que dios le habla a los elegidos. El salvaje escucha en el susurro de las hojas remecidas por el viento la voz de los espíritus.
Pasé unos días con ella en la lejana isla de Quihua, frente a Chiloé, y vagábamos por los bosques en los cuales suele vivir el "trauco", un espíritu pequeño y travieso, deforme como un enano, que suele seducir a las niñas solteras. Cuando una doncella queda embarazada, sostiene ante sus padres que la atacó el enano y el huacho pasa a ser muy considerado, lo miran con respeto y lo llaman el "trauquito". Nosotros nos reíamos de la facilidad que encontraban las adolescentes para hacerse perdonar sus deslices. Pensaba en esos días de mar y de sol, de mariscos y viento, de árboles y cascadas, evocando cada uno de nuestros pasos. El curanto en el bosque, hoyo de piedras al rojo en que los lugareños colocaron erizos y pollos, congrios colorados y tacas, choros y trozos de chancho, tapando todo con unas grandes ramas verdes, que a la media hora comenzaron a transpirar, reclamando se las levantara para dar comienzo al banquete, acompañado de tortillas de mileso y chapalele, que son una delicia a base de papa cruda o cocida. El ágape lo dirigía doña Margarita, anciana de cien años que jamás había salido de la isla y que compendiaba mayores conocimientos y sabiduría que los más grandes sabios agraciados con el premio Nobel.
‐ Este curanto no lo saben hacer ni en el cielo ‐me dijo.
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‐ No blasfeme, señora ‐le conteste bromeando.
‐ Mire, caballero. San Pedro no entiende de manjares y la virgen no ha entrado jamás en la cocina. Lo sabré yo, con lo vieja que soy.
Doña Margarita tenía su cara surcada por tantas arrugas que era preciso adivinar sus facciones. Pero detrás de esas arrugas, acumuladas por los años como los anillos en los árboles, al fondo de esa decrepitud impresionante, brillaban dos ojos burlones y penetrantes, que no tenían edad, expresión de una estirpe fuerte que sobrevivía a los embates del tiempo.
Estábamos en un bosque de mañíos, cuya dura madera podía competir con la anfitriona, y nos embriagábamos bebiendo un mosto oscuro, capaz de disolver la profusión de exquisiteces. Ahora, con el hambre que me corroía, la visión del banquete agudizaba mis sentidos y la escena cobraba relieves imprevistos. Quihua, el curanto, el rojo vino, mi compañera, doña Margarita, los árboles, el viento. Todo lo tenía allí, tan lejos y tan cerca, con los ojos de la vieja observándome burlones, como si ya entonces ella hubiera previsto mi triste fin. Estaba seguro de que ella ya lo sabía, durante la fiesta, y no había querido decirme nada, tal vez porque me cobró simpatía o, quizás, para solazarse con la futilidad de mis agrados.
Los isleños del sur creen en el "trauco" y no se ofenden por el nacimiento de un trauquito. Religiones evolucionadas aceptan las fecundaciones mágicas y adoran al espíritu santo. No hay mucha distancia entre una y otra cosa. No hemos caminado un largo trecho desde la isla de Quihua hasta las catedrales o las mezquitas. Las supersticiones y las idolatrías cambian de ambiente, pero siguen siendo idénticas, a la escala de las limitaciones humanas.
Aguardando mi hora quise recapacitar acerca de lo que sabía de la muerte. Yendo por un camino, en mi pequeña camioneta a la que llamaba La Genoveva, vi un pequeño felino atropellado por otro vehículo; había quedado en medio de la ruta, totalmente despanzurrado, con sus tripas al aire, semejando pequeños cordeles blancos. Jamás pude olvidar el desamparo y la desolación de esos restos y la imagen del gatito reventado se me grabó indeleblemente. Otra vez fue un perro. Al borde del camino, con las patas rígidas hacia arriba, monumento esculpido por su incierto destino para el momentáneo horror de los transeúntes. He visto, por supuesto, a seres humanos en su último estertor o, más a menudo, definitivamente yertos, pero no me han impresionado tanto como esos seres irracionales, por su indefensión, su abandono, su tierna renuncia.
Recordé las veces que yo me había aproximado al abismo. Una mañana de Julio corría entre las balas, en medio de la gente, huyendo de las ráfagas por un instinto irresistible, sin tener la sensación de que podía morir, a lo mejor porque yo era todavía muy joven. Cuando niño me operaron de las caderas colocándome cloroformo con una mascarilla. Soñé, en mi embriaguez forzada, que me iba de cabeza sobre las estrellas, en un negro cielo que estaba debajo de mí, y no encima, donde debía estar un cielo que se respetara. Viví dos terremotos, por lo menos, en que el suelo roncaba y se estremecía, mientras todos gritaban y se echaban a tierra, descontrolados por la fuerza imponente del cataclismo, sin que yo sintiera la necesidad de arrodillarme o arrancar. Una vez estuvo a punto de caer el avión en que viajaba; era una débil cascarilla en que íbamos el piloto y yo, cumpliendo una grave y difícil misión; aguardé tranquilamente que se estabilizara y no creo que mi pulso se haya alterado mayormente. O sea aventuras un poco triviales, sin nada espectacular, suficientes para una aproximación pero escasas para un conocimiento.
¿Ha pensado alguno de ustedes en cómo se mueren los árboles o los bacilos? Los grandes árboles suelen sobrevivir siglos enteros a costa de un legítimo proceso de disgregación material. Deben sentir, y sufrir, a su manera. Posiblemente resecarse sea mucho más difícil que envejecer. Y hay bacilos que se recubren de una dura membrana para resistir indefinidamente los ataques del medio ambiente. Existen, también, seres vivientes que pueden congelar sus funciones biológicas, semillas que germinan miles de años después o bacterias que vuelven a la actividad, cuando encuentran condiciones favorables. Se experimenta con la suspensión de la vida en el hombre, a fin de adaptarlo a los viajes interplanetarios, en una aventura de la inteligencia contra el tiempo. Algún humano, algún día, en alguna ocasión, podrá partir hacia otro mundo en una travesía de diez mil años luz. Toda la humanidad, cuando nuestro
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planeta vaya a perecer, podrá embarcarse en gigantescas plataformas para invadir otras esferas celestes, congelados los cuerpos hasta que el vigía de turno grite "mundo a la vista". Nuestra existencia parece calculada con el propósito de alcanzar esa meta, justo a tiempo, antes de que todo se derrumbe, a menos que una locura colectiva nos precipite en el suicidio nuclear, mientras los diplomáticos conversan y los estadistas pronuncian emocionados discursos.
¿Pudo existir, en un principio, la vida sin la muerte? ¿Es la muerte un fenómeno de adaptación surgido en la medida misma que las células se fueron integrando en organismos más complejos? La verdad es que no se si es más difícil de comprender y descifrar un macrocosmos, con sus continentes y sus océanos, con su diversidad de naciones y pueblos, con los conflictos y las guerras de las especies, con sus revoluciones y contrarrevoluciones, que un microcosmos, con su estructura infinitesimal, su energía indomable y su fluir de ignotas potencias. Lo que sé es que el hombre se justifica si puede prepararse para vencer, no sólo a la naturaleza, sino que al espacio y al tiempo. Vencer al tiempo significa, igualmente, derrotar a la muerte. Entonces ya no será posible que cada hombre sea una fiera y no trepide ante el asesinato de su hermano. No podrá ocurrir lo que a mí me sucedía. Controversia para la locura. Contradicción que lograba captar en una vertiginosa síntesis, en el límite justo entre la bestialidad y la conciencia.
Se piensa rápido cuando uno va a morir abruptamente. Se suceden muchas vivencias, en un vértigo. La muerte natural debe ser distinta y más de alguno la ve llegar como la solución esperada. La dislocación extemporánea, la ruptura inoportuna, acicatean el ansia de vivir porque aún no hemos exprimido la última gota del maravilloso elixir. Yo pensaba en muchas cosas, al mismo tiempo. Escuchaba diversas voces, simultáneamente. Voces que no tenían sonido; ecos que no retumbaban; que, sin embargo, poseían tonalidades claras y perceptibles, sin llegar a romper el silencio, regidas por la magia de mi invocación o por el rigor de mi destino. El niño de terciopelo azul escuchaba la llamada; mi hijita se reía en el carrusel; los muchachos cantaban ese domingo de Cuaresma; mi mujer hablaba, con una voz sin voz, con una no‐voz, pero siempre con su acento inconfundible. Una especie de sueño que no era precisamente una separación del mundo exterior, al que seguía ligado por los sentidos; un estado que me hacía flotar entre la realidad y la somnolencia, entre la vigilia y la hipnosis, espantosamente inmediato y real, con su insoslayable evidencia.
No estaba meramente soñando y tenía la convicción de que no era así, aunque hoy, pasado algún tiempo, todo me parezca un sueño y los hechos me resulten borrosos, empalidecidos por el ocre de la distancia. Es curioso que pueda rememorar ese día ‐o esa hora, o ese minuto, o ese segundo‐ porque no tengo realmente un cálculo ni una medida, en la misma forma que uno recuerda las pesadillas. Hombres de negro, con sombreros alones, provistos de antifaces, caminando sigilosamente, moviéndose con exagerada lentitud, imágenes girando en el aire, escenas iluminadas por un flash invisible.
Esas escenas emanaban de una memoria latente y su precisión abarcaba los detalles más ínfimos. Hechos desvanecidos en un pasado ya remoto volvían a surgir ante mí con inconfundible claridad. El tiempo se había disgregado, no hay otra explicación posible. Existía un tiempo durante el cual yo estaba tendido en el suelo, esperando, esperando y esperando el golpe final, un tiempo que se alargaba y se retorcía, que se aferraba a mis vísceras vacías, que se prolongaba a través de la sed y del hambre y otro tiempo que había dejado de ser una experiencia inmediata y perceptible, carente de ubicación y de permanencia, anclado en un pretérito inerte. Porque tenía, también, la sensación de que poseía dos pasados, uno todavía activo, a punto de culminar en la muerte y otro definitivamente cancelado, que pugnaba por revivir en una evocación vertiginosa. Esos lejanos recuerdos jugaban un papel en mi reducido mundo y estaban vinculados, en alguna forma que no he podido desentrañar, dentro de la red total de pensamientos, percepciones, evocaciones y emociones que integraban la trama de mi extinción consciente.
La sensación de hambre no parece compatible con la tensión emocional. ¿Pero estaba yo tenso? Diría más bien que impávido, como el pequeño animal incapaz de huir ante la fiera. Resignado, como pueden haber estado algunos mártires en el Coliseo romano. Mi corazón latía normalmente, respiraba sin esfuerzo y mi estómago era roído por el hambre. La secreción salivar testimoniaba esa apetencia. El curanto de Quihua volvía incesantemente a mi memoria y podía percibir el aroma de los perniles y el sabor de los erizos. Gusto y olor que me deleitaban y me exasperaban, hasta el punto de aproximarme a un desvanecimiento, insinuado en un fugitivo apremio.
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‐ Hola ‐me dijo ella desde alguna parte, en algún sitio, quizás en qué momento.
Se detuvo allí, a mi lado, serena y sonriente, dispuesta a rescatarme en la frontera misma de la noche.
‐ Hola.
Faltaba el sonido, pero su acento era inconfundible. Estaba ataviada con un vestido rojo, de cuello marinero, que habíamos comprado en París. Me vi caminando a su lado por Champs Elysées, deteniéndonos en los escaparates y entrando, por fin, a una tienda donde liquidaban saldos. Luego nos sentamos en una mesita, de esas que colocan en la calle, y mientras ella tomaba un café yo bebía un oporto casi transparente, de un bermellón tenue y pálido, aunque de gusto firme. Volvía a paladear el exquisito licor y evocaba el ambiente, las mesas vecinas, el mozo que nos atendió, las personas que pasaban por la acera, la brisa otoñal. Un negro muy atildado, elegantísimo, todavía joven, conduciendo un perro sujeto por una cadena dorada. Dos mujeres de edad indefinida, con rostros inexpresivos, vestidas por el más selecto de los modistos, sorbiendo sus brebajes.
‐ Oh, lá lá! ‐dijo ella, mirando extasiada las vestimentas de esas dos anodinas turistas‐. ¿Sabes cuánto pueden costar?
¡Qué menos! ‐le contesté yo livianamente.
Y nos reímos una vez más, porque tenía la tendencia a recordar los momentos felices, escapando por instinto a la abrumadora presión de mi inevitable epílogo. Había luchado, había trabajado, había sufrido, había sido engañado y vejado, pero también había vivido, había amado, había conocido el beso, el espasmo y el éxtasis. El espasmo en que la vida actúa por sí misma, de generación en generación, desde siempre y hasta nunca. El éxtasis que es la partícula del espasmo únicamente nuestra, indivisible, inmutable, inconfundible, intraducible, intraspasable, diferente y auténtica, relampagueante y pura, la vibración definitoria, la variación sutil que nos distingue. Si no fuera por el éxtasis, por ese deslumbrante y efímero episodio, nada valdría la pena, ni la lucha ni el beso, ni la vida ni la muerte. Sólo entonces estamos en el vórtice del torbellino vital. En el dios o en el árbol.
Sentada frente a una mesa próxima a nosotros, una robusta matrona le tomaba la mano a un joven muy hermoso, un verdadero efebo, sobre el cual volcaba su pasión crepuscular. Se besaron locamente, simulando el gigoló un amor ilusorio, en plena calle, bajo un cielo revuelto y grisáceo, mientras nosotros observábamos de reojo, un poco avergonzados por la farsa. Es que cuando se ama de verdad, la simulación desconcierta y desagrada, haciendo de la aproximación a lo divino una caricatura grotesca. Ella era rubia, o lo era su abundante peluca, obesa, de busto prominente, la piel grasosa y los ojos hundidos entre montañas de cosméticos; vestía una ropa oscura y escotada, mientras que en sus brazos regordetes tintineaban cadenas de brillante pedrería y pulseras de un oro grueso y ostentoso. Él era moreno, de rostro ovalado y fino, con grandes ojos negros y una melena que le caía en rizos sobre los hombros. Llevaba unos pantalones muy ajustados de cotelé y una chaqueta azul amplísima, con botones dorados, luciendo al cuello una bufanda de seda clara con encendidos triángulos.
‐ Je t'aime, mon chéri ‐decía ella con una voz muy ronca.
‐ Quelle folie ‐respondía él con la dulce y atrayente entonación del violoncelo.
Hubiera podido reproducir cada detalle e imitar las voces, pero todo iba ya siendo barrido por un vendaval de angustia. Creí escuchar pasos apresurados. No los retardados acordes de alguna evocación pretérita, sino ruidos concretos, actuales, perceptibles. La ventana se entreabrió y un pequeño rayo de luz se filtró desde afuera. Uno de mis carceleros fisgoneó hacia el interior de la pieza y me vio en el suelo, indefenso e inerme. Siempre el mismo carabinero. Siempre el casco. Siempre la visera, cubriéndole las facciones. Una gran ave de presa. Un verdugo anónimo.
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Pude captar cierta tristeza en la actitud del sujeto. Como una ráfaga se me apareció otra mirada triste. Fue en Dubrovnik, una incomparable ciudad del Adriático, desde la cual salían en la época del Renacimiento caravanas de barcos hacia Venecia y que conserva calles estrechas diseñadas en el medioevo. Allí, en la calle de los judíos, visité una sinagoga construida en los siglos XIII o XIV, la única que escapó en Europa a la furia hitleriana, pudiendo admirar las filigranas y los arabescos, que algunos sefarditas españoles habían aplicado al templo, bello a pesar de los anacronismos. Me mostró todo eso un rabino melancólico, de la rama de los Tolentino, que vinieron desde la convulsionada Iberia y me explicó que no podía celebrar culto porque los de su raza no llegaban a diez, mínimo exigido por el Talmud. Me miró con una tristeza horadante, hurgando en mis facciones la expresión de ancestros definitivamente perdidos. Esa mirada triste, esos ojos implorantes, ese sordo dolor tímidamente insinuado, regresaban a mi evocación involuntaria, ligados por algún parentesco con la impotencia del guardia silencioso para exteriorizar una imposible rebeldía.
Volví a caminar indolentemente por las calles de aquel puerto balcánico, mientras hermosas mujeres pasaban a mi lado luciendo los trajes típicos de la zona, con sus faldas arrastrando en el suelo y sus blancas blusas mostrando bordados multicolores de cuidados diseños. Llegó junto al mar y me sumí en el vaho salobre de las aguas proveniente del oleaje furioso. Estoy seguro de que las olas reproducidas en mi somnolencia eran exactamente las mismas que contemplé durante mi peregrinación, idéntico ritmo, similar espuma. Podría jurarlo ante el altar o ante la rama. Pero a nadie le interesaría, seguramente.
Ese Tolentino de Dubrovnik era un individuo delgado, de nariz aguileña ligeramente curva, con ojos muy azules y un hablar arrastrado. Mantenía puesto su sombrero para cumplir con las exigencias rituales y mostraba su sinagoga con movimientos pausados y dignos. Yo no había vuelto a pensar en él desde esos días, pero ahora regresaba a mi mente impulsado tal vez por su vigorosa tristeza, ya que hay miradas imposibles de olvidar, grabadas en nosotros, incrustadas en nosotros, esculpidas por un cincel poderoso e indeleble. Doña Margarita, el rabino, mi carcelero. Ojos que no desaparecen, y siguen observándonos más allá del tiempo, refugiados tras una frontera infranqueable. Ojos que concentran generaciones y generaciones de antepasados que vinieron a entrelazarse con nuestro destino por el leve milagro de un destello casual. Ojos que, además de mirar, perforan.
Cuando se entreabrió la ventana, supe que algo había variado. Intuí un vuelco en mi situación, embargándome una vaga esperanza. Comencé a inquietarme y mi respiración se hizo irregular. El corazón, repentinamente, latía con una velocidad inusitada. La sola idea de seguir viviendo era más horrorosa que la resignada espera de la muerte. Comprendí que la ilusión podía quebrarme y que podía gemir o hasta llorar. Afuera gritaban y se movían, corriendo ruidosamente por los pasillos. Para matar sobraba con el silencio.
La puerta chirrió en sus goznes y fue abriéndose poco a poco, dejando entrar algo de luz y luego una sombra, más luz y otra sombra, todavía más luz y todavía más sombra. Se trataba de sombras efectivas, que correspondían a cuerpos materiales y presentes. Eran voces humanas, cuyo sonido yo podía escuchar y que formaban palabras cuyo significado me era posible comprender. No sé cuánto tiempo había trascurrido. Horas, un día entero, o un día y una noche. No lo sé No lo podré saber nunca. Cuando pienso en ello lo veo todo entre tinieblas, confundo lo que sentí con lo que pensé, lo que sufrí con lo que evoqué. Sólo sé que la puerta se abrió y que al final de una larga calle, estrecha a veces como la de Dubrovnik, ancha en otras partes y orillada por los altos álamos, estaba ella esperándome, con sus ojos nublados por la emoción, sonriente como una madre, cálida como una novia.
Caldo de cabeza
Pedro trepó hasta su camastro, el más alto de toda la celda en que ocho "prisioneros de guerra" convivían en su espacio de tres por dos metros, durante quince horas seguidas al día, en un ambiente enrarecido por los sudores y por el humo. Allí iba a quedarse hasta la mañana siguiente, en que a las ocho en punto les abrirían la puerta para que se trasladaran al patio de su galería, donde deberían permanecer hasta las cinco de la tarde. Y así un día, y el otro, y el siguiente, con una monotonía que lo amodorraba y lo endurecía, sin saber cuál sería su suerte ni hasta cuándo duraría su cautiverio. Sólo incidentes ocasionales turbaban ese curso inexorable de las horas; las arengas del sargento Chandía, a la hora de la lista, pintorescas y absurdas, con su pretensión intelectual o algún compañero que se lo
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llevaban para interrogatorios y que no regresaba nunca más, porque a los uniformados se les pasaba la mano y se lo "cargaban" sin asco.
En el breve trecho de la litera no podía leer pues la luz era escasa y la bulla de sus vecinos de la celda solía ser excesiva, ya que pasaban su tiempo conversando, disputando o jugando con entretenciones pueriles que eran las únicas permitidas. Prendió, pues, un cigarrillo y por unos minutos se entretuvo en soltar lentamente el humo, mirando cómo formaba figuras, se iba tenuemente adelgazando y se esfumaba, por fin, entre los barrotes. Logró provocar una voluta circular y se quedó inmóvil, con los ojos fijos, esperando que se rompiera el delicado equilibrio de aquella redondez maravillosa. Pensó en Marcela, fugazmente, porque no evocó, precisamente, su presencia, sino que algo en la fragilidad de aquella imagen desvaneciéndose se la trajo, por un momento, a la memoria.
Casi no tomó conciencia del impacto. Se resistía a recordarla y si llegaba a pasar por su imaginación se esforzaba en borrar todo vestigio de su rostro, de sus facciones, de su risa, de sus palabras y, sobre todo, de sus besos.
Sintió correr los dados por el tablero y la voz airada de Manuel que protestaba por su mala suerte. Jugaban a la "metrópoli", una diversión para niños, ya que en la cárcel no les permitían tener naipes ni aún un dominó, y si sorprendían alguna infracción durante los frecuentes allanamientos los afectados pagaban su atrevimiento yendo a parar a las celdas de castigo, infectas y plagadas de cucarachas, privados de alimentación y de abrigo.
‐ Me cago en mi suerte ‐gritaba Manuel‐. Otra vez pierdo mi edificio.
Todos se reían, engañándose a sí mismos con la futilidad de la jugarreta, regresados a una infancia distante y perdida, apiñados en la ratonera. Hombres viejos, algunos, de mediana edad, otros, jóvenes la mayoría, como lo era él mismo, que aún no se empinaba a los treinta años, se apasionaban por las alternativas de la partida y llegaban, en ocasiones, a reñir de verdad.
‐ ¡Contaste mal! No estabas en ese casillero.
‐ Claro que estaba. Contaría mal tu abuela.
Gritos, insultos, improperios. Pedro no podía concentrarse en las ondulaciones del humo. Le dolía el cerebro. Lo único que deseaba era un rato de silencio para descifrar las espirales. ¿O era para revivir el pasado? Humo, sombras, humo, Marcela, humo, asambleas, humo, caricias, humo, torturas. Y todo se hacía, repentinamente, actual y lejano, claro y confuso, en una intrincada secuencia que iba a volverlo loco.
‐ ¡Eh!, Pedro... ‐le gritó Raúl Molina desde abajo‐. ¿Estás durmiendo?
Quiso contestar, pero no le salía la voz. El esfuerzo se hizo insoportable. Tenía la sensación de haberse muerto. Las palabras no se formaban en su garganta y la lengua estaba reseca, casi traposa. Sus compañeros eran como fantasmas que se movían en otra esfera y alargaban los brazos, tiraban los dados, cambiaban groserías, pero no se relacionaban con su abstracción. O el fantasma era él y podía contemplar desde arriba, sin que ellos se percataran, los vericuetos de esas almas atormentadas y las fisuras de esas mentes sometidas a terribles tensiones. Estaba suspendido entre la vida y la muerte, o entre el letargo y el desvelo. La verdad es que flotaba junto con el humo de su cigarrillo, estirándose y adelgazándose, escurriéndose más allá de la verja de hierro de la ventana superior, ajeno a toda preocupación convencional.
‐ Déjalo, ‐dijo suavemente el viejo Malbrán‐. Está tomando "caldo de cabeza"...
Pedro, en ese momento, ni tomaba caldo de cabeza ni pensaba, realmente, en nada especial. Fumaba. Miraba el humo. Estaba aletargado; triste, tal vez, pero con una pena fluida e inasible, más allá de toda experiencia, lejos de la vivencia concreta. La inmovilidad le producía un placer casi secreto y su brazo izquierdo, ligeramente aplastado,
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comenzaba a hormiguearle; pero de la misma manera que le resultaba imposible hablar, no era capaz de moverse; se había convertido en un objeto, en una roca, en un simple trozo de materia; era más que una relajación, pero menos que la muerte; un estado intermedio entre el ser y el no ser, entre la transparencia y la sombra. Equilibrio que se rompió bruscamente cuando sintió en los dedos de la mano derecha, exactamente entre el medio y el índice, un ardor inaguantable que lo hizo despedir por el aire al cigarrillo mientras gritaba, con su propia y ronca voz, reencontrada en un vertiginoso instante, una sola y elocuente palabra:
‐ ¡Mierda!
Todos rieron con grandes carcajadas y el cabo de guardia, un buen hombre enemigo de meterse en líos, se acercó a la puerta de la celda y la golpeó con fuerza:
‐ ‐ ¿Qué les pasa a ustedes ahí adentro? ¿Se volvieron locos o quieren guerra?
‐ Nada, mi cabo ‐contestó uno‐. Nos reíamos, nada más...
‐ Menos escándalo o arreo con todos ‐amenazó el vigilante. Se hizo, nuevamente, el silencio, y Pedro se sorprendió a sí mismo pensando en las sesiones de tortura. Sin poder evitarlo, ahí regresaban aquellas bestias sedientas de dolor y de sangre, injuriando, golpeando, flagelando. No eran insultos como los que cruzaban los compañeros, medio en serio, medio en broma. Eran obscenidades que herían como cuchillos y que lo hacían sentirse degradado de su condición de hombre. Obscenidades mezcladas con golpes, obscenidades estallando junto con las descargas de electricidad en los testículos o en la lengua, obscenidades que le barrenaban los tímpanos mientras le metían la cabeza en toneles llenos de orina, obscenidades que explotaron junto con las balas falsas durante el simulacro de fusilamiento.
Las groserías pasaban por su mente y resonaban con la misma tonalidad de odio y con idéntico sadismo. Por primera vez supo lo duro que era tener ideas y lo ingrato que resultaba ser socialista. Pedro era profesor primario y se había acostumbrado al trato con los niños, por lo que tenía hábito de la ternura. Casado un año atrás, evitaban con Marcela tener hijos mientras no mejoraran los ingresos, así es que sus alumnos eran, en parte, esos hijos propios que la vida aún no le deparaba. Nunca había conocido la crueldad en esa magnitud desmesurada y pensaba, como tantos de sus colegas, que en Chile no sería posible reclutar equipos de torturadores implacables. Lo de Hitler, bueno allá en Alemania... Lo de Corea, quizás, pero los yanquis son tan brutos ... Pero en Chile, ¡jamás! Somos el "asilo contra la opresión", una tierra de amigos, de hermanos, en que nos conocemos todos.
Y, sin embargo, había llegado la brutalidad, la sangre, el odio. Los pijecitos de los barrios altos gozaban asesinando a los obreros. Los tenientillos de bigotito recortado sabían usar el látigo y "la cachiporra. Los suboficiales, gente de pueblo, robustos y gordinflones, se extasiaban aplicándole la corriente eléctrica a sus indefensas víctimas. Y encontraban formas refinadas de aumentar los sufrimientos, de matar lentamente, de vejar a hombres y mujeres de su propia clase, dando la impresión de que actuaban drogados o, por lo menos, sometidos a presiones psicológicas. ¿Fanatismo y miedo? Daba lo mismo. El hecho es que los torturadores habían dejado de ser hombres racionales y se habían convertido en bestias. Los generales dirigían la orquestación deseosos de imponer el terror sobre la población y los jueces, esos augustos magistrados de los tribunales de justicia, sancionaban los crímenes otorgando la impunidad a los ejecutores.
La quemadura del cigarrillo le devolvió el terrible recuerdo de los golpes de corriente eléctrica que le aplicaron en alguna dependencia de los servicios de inteligencia, donde fue conducido con la vista cubierta por un capuchón que le tapaba la cabeza; la primera vez, creyó volverse loco; le ataron alambres en la planta de los pies, en los testículos y detrás de las orejas, y la conmoción resultó tan repentina que profirió un alarido salvaje, retorciéndose desesperadamente; sentía un fuego vivo recorrerle todo el cuerpo y cada segundo le pareció una hora; las risas y los improperios de aquellos salvajes coreaban su dolor y él se sentía humillado e impotente, asustado y rabioso, incapaz de defenderse, de protestar, siquiera de moverse.
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Por horas estuvo en la sala de torturas y cada cierto tiempo lo sometían al suplicio, variando las zonas del cuerpo en que le aplicaban la corriente. ¿Para qué? Nunca logró darse cuenta de lo que deseaban saber ni qué confesiones pretendían arrancarle y, más bien, había llegado a la conclusión de que sus flageladores no querían otra cosa que hacerlo sufrir, pues era bien poco lo que podía declarar. Que pertenecía a un núcleo socialista, que visitaba, en ocasiones, el comité regional y que tenía amistad con varios dirigentes. Resulta paradojal que ahora, convertido en prisionero de guerra, viniera a darse cuenta de que nunca había disparado una bala. Lo concreto era que ahí estaba, desnudo, con las piernas abiertas, en una postura grotesca e incómoda, recibiendo de cuando en cuando descargas de electricidad que lo crispaban salvajemente. Hubo un momento en que, no siendo capaz de resistir más, se puso a llorar en silencio. Las lágrimas corrían por sus mejillas y no podía secárselas con la mano, ya que las tenía amarradas. Una a una, rítmicamente, complementando ese rito bárbaro, las gotas se escurrían por la cara, le dejaban un sabor salobre en la boca, seguían hasta la barbilla y se perdían, después, en el suelo, lentamente, pesadamente, pausadamente, pudiera decirse que sobriamente, si la sobriedad encontrara ubicación en ese ambiente distorsionado e irreal.
‐ Miren el maricón ‐dijo uno de los Pacos ; está llorando...
Los otros se rieron y le decían, con voz aflautada, imitando a los homosexuales.
‐ ¿Le duele mucho, m'hijito?
‐ ¿Le hicieron nana, al niño?
No sabía, en ese momento, si le dolían más las descargas o los insultos. Es horrible sentirse rebajado a una situación subhumana. Las magulladuras pasan y las cicatrices desaparecen o, por lo menos, uno se acostumbra a ellas, pero las humillaciones dejan una huella imborrable, viran el alma y lesionan fibras desconocidas que jamás se restauran íntegramente. No es que quiebren a los seres humanos, sino que los transforman y los convierten también, un poco o un mucho, en lobos. La tortura deshonra al que la aplica y al que la ordena, pero extingue en la víctima determinados sentimientos y sutiles afectos, daña sus creencias o sus inclinaciones, hace de una persona otra persona, no antagónica a la primitiva, pero sí diferente, más enconada, menos apacible, con un complejo de resentimientos y rencores que afloran fatalmente, por muy poco que se penetre bajo la epidermis.
‐ Le vamos a dar de comer para que no llore, el niño ‐dijo burlonamente uno de la jauría.
Por debajo de la capucha, que le levantaron con cuidado a fin de que no pudiera ver a los torturadores, le pasaron un pan untado con excrementos humanos y le ordenaron comérselo.
‐ Si no te lo comes, te cargamos aquí mismo ‐lo amenazaron. Tuvo que comerse esa inmundicia, sintiendo que un vómito irrefrenable le provocaba arcadas dolorosas.
‐ Si vomitas, te vas a tener que comer también la huitriada ‐le dijeron.
Pero repasaba la náusea insoportable de aquel trance y creía sentir en la boca el sabor inmundo; podía oler la excrecencia, paladear nuevamente la porquería, hundirse hasta el fondo en la ignominia. Una vez más dejaba de ser un hombre, olvidaba que era un maestro, se le borraban los rastros de sus conocimientos y sus lecturas, recogiéndose como una alimaña aplastada, jibarizándose a la escala de las cucarachas y aproximándose a la aniquilación de todas sus facultades.
Pasaron muchas semanas y no sabía nada de su mujer ni de su madre. Tampoco podía preguntar por ellas pues era como echarle los perros a que las persiguieran. Los malos tratos terminaron repentinamente y sus declaraciones no aportaron nada a la investigación de los supuestos delitos subversivos. Una tarde trasladaron a una treintena de presos a otro campamento, donde les sacaron las capuchas que les cubrían la cabeza y les dijeron que iban a ser
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ubicados en la cárcel pública, donde se les instruiría un sumario. El capitán que les prodigó su discurso, vestido con su mono de guerra, casco y correaje de cuero, portando una impresionante metralleta, les expresó con gran sabiduría: "el que nada hace, nada teme", así es que quienes no hubieran cometido delitos, quedarían finalmente en libertad.
Pero, ¿qué era un delito, para esos cabrones? Pedro no sabía si tener ideas socialistas era, o no, un delito. Si haber leído algunos libros de Lenin constituía, o no, un crimen. Si pertenecer a un sindicato lo hacía peligroso. Si habían allanado su casa estarían en poder de terribles pruebas, ya que tenía una pequeña biblioteca y guardaba numerosas circulares del partido y del gremio. Lo importante es que iba a ser llevado a la cárcel y que allí, seguramente, podría visitarlo Marcela. Con sólo verla recuperaría en parte todo su ánimo. Marcela, su negrita, su pequeña compañera, tan vivaz, tan alegre, tan cariñosa. En ese momento lo que más deseaba era encontrarla, tocar su pelo, rozar su boca. Formado junto a los otros, en posición marcial, con las manos colgando sobre las caderas, esperó anhelante la llegada del camión en que iban a ser trasladados.
Inmenso caserón, esa cárcel. Se les pasó lista, se les allanó cuidadosamente y luego, se les destinó a la galería cinco, donde se les habían anticipado unos doscientos compañeros que provenían de los sitios más diversos; había muchos obreros, especialmente de las industrias metalúrgicas, varios ferroviarios, bastantes jóvenes de distintas universidades, algunos abogados y médicos, también periodistas, profesores y hasta militares. Pedro no pensaba en otra cosa que en el día de visita y supo que le correspondería los miércoles, por una hora. Estaban recién en viernes, así es que debería esperar; esos días se le hicieron interminables.
El miércoles se ubicó desde una hora antes junto a la puerta de fierro de su galería, aguardando que lo llamaran. A las nueve de la mañana, en punto, comenzaron los gritos y el largo desfile; uno a uno fueron pasando los prisioneros hacia el patio de visitas, pero a él no lo llamaron. Ni Marcela, ni su madre, ni nadie. ¿Qué podía haber pasado? ¿Las habrían detenido? A Marcela, era posible, pues siempre lo acompañaba a los desfiles y concentraciones, pero su madre era, más bien, de derecha. La decepción lo sumió en una terrible angustia. Esa fue la primera vez que tomó caldo de cabeza.
Al miércoles siguiente llegó sólo su madre. Alta, de rostro severo, con su pelo blanco atado con un cuidadoso moño, no hizo otra cosa que regañarlo. Que se metía en política, que no iba a ser nunca nada, que se lo tenía bien merecido. Pero a él maldito lo que le importaba el sermón de la vieja. Lo que necesitaba saber era el motivo de la ausencia de Marcela.
‐ Marcela, mamá, ¿la has visto? ¿Por qué no viene? ‐le preguntó ansioso.
Algo vio pasar por la mirada de su madre. Un destello de temor o de lástima, quizás. La sombra de un remordimiento. Una expresión indefinida que resultaba peor que la certeza. No pudo contenerse y la tomó de ambos brazos:
‐ Dime. Dime la verdad. ¿Qué le ha pasado?
Con palabras entrecortadas ella le narró lo sucedido. Cómo había llegado la patrulla por la noche y en qué forma salvaje la habían violado en el suelo, haciéndola víctima de toda especie de sevicias, uno tras otro, implacablemente. Marcela, en ese momento, estaba todavía en el hospital, con lesiones internas graves, y su mente había quedado muy confusa. No quería hablar con nadie y se limitaba a gemir, como una criatura.
Pasaron varios meses hasta que Marcela pudo ir a visitarlo a la cárcel, y el primer encuentro resultó abrumador para ambos. La tortura, las descargas de corriente, los culatazos, las zambullidas en los meados, la mierda que había debido tragar, empalidecían ante este infierno. Ahí estaban los restos de la que había sido su mujer; una pálida sombra de la pequeña Marcela; una criatura pálida y balbuceante, avergonzada por un hecho que no pudo impedir, temerosa de mirarlo a los ojos. Y él, sabiendo que nada podía repararse y que nada quedaba por hacer, la miraba también con un saldo de rencor, con una reserva de orgullo herido, teniendo plena conciencia de que se comportaba
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como un miserable. La abrazó, es cierto, aunque sin ternura. La besó, pero no en la boca. Se sentía indigno y contemplaba con recelo. Sentimientos complejos lo sumían en una especie de perplejidad y ahí estaba, sin embargo, la misma Marcela de siempre, la mujer a la que había amado y a la que, a lo mejor, todavía amaba, sin poder medir la intensidad de sus reflejos, más allá de las proporciones normales, hundido en un pozo de vacilaciones y de inconsecuencias.
Ella le contó que, gracias a una enfermera, que pertenecía a un partido de izquierda, había podido practicarse un aborto, pues en la violación había resultado embarazada. El médico militar que la atendió primero le había espetado en forma desafiante una grosera proposición:
‐ Debías sentirte orgullosa, desgraciada, de tener un hijo de un soldado de la patria...
En fin, eso se había superado. Ella quería saber si algo había variado entre ellos y si podía seguirse sintiendo su esposa. Pedro se enterneció y se abrazaron fuertemente, trasmitiéndose fuerza y calor, con los corazones latiendo apresuradamente.
Ahora si que volvía a pensar en ella, sin eludir su recuerdo y reviviendo los días en que se conocieron, los primeros besos y la tarde en que logró poseerla aprovechando que se encontraba sola en su casa. Se casaron pese a la oposición de su madre, que siempre vivió pensando en una alianza de conveniencias, con alguna muchacha rica y de buena familia, mientras que Marcela era hija de un viejo mueblista y había crecido en un ambiente modesto. Y durante un año lograron ser felices, unidos por sentimientos comunes y gustos afines, hasta que se produjo la catástrofe.
No podía evitar los pensamientos que lo asaltaban en torno a la brutal agresión de que ella había sido víctima. En ese momento, aislado en su alta litera, estremecido aún por la quemadura del cigarrillo, rodeado de la algazara de sus compañeros de celda, se imaginaba la negra escena, con ella en el suelo, arrancados a jirones los vestidos, mientras la soldadesca le recorría los senos y los muslos, entre feroces risotadas, y la sometían a la vejación, una, dos, tres, cuatro, quizás cuántas veces. Cerró los ojos y apretó los puños. Quería gritar, pero sabía que no era posible hacerlo. Hubiera proferido un grito horadante, siniestro, salvaje, un verdadero aullido de fiera acorralada, un rugido de furor incontenible, un alarido que traspasara los gruesos muros del penal, penetrara en lo más negro de la noche, se elevara hacia el cielo y estallara en medio de la luna y las estrellas, más allá del espacio, con un crepitar de sirenas enloquecidas o de campanas desbocadas. Es cierto que de su boca no salía ese grito y permanecía larvado entre los dientes, pero ello no obstaba a que el sonido potencial avanzara por los caminos infinitos y después de una loca trayectoria regresara atenuado, disminuido, reducido, imperceptible, amortiguado, hasta la estrecha celda, colándose por entre los hierros y descargando sobre el hombre atormentado el eco de su dolor palpitante.
Todos los miércoles, a las nueve de la mañana, Marcela entraba al patio de visitas con su triste sonrisa y su humilde gesto, y él corría a su encuentro con una alegría algo forzada, que no conseguía disimular. Ahora, mirando el techo descascarado de la celda, rumiando sus pensamientos turbios, tenía conciencia de que se había portado injustamente y que le había mendigado la inmensa ternura de que ella estaba tan necesitada. Y adquirió repentinamente la certeza de que no la volvería a ver más. Sí, era seguro que ella no regresaría, que estaba herida por su actitud, que a lo mejor podría hasta suicidarse, pues si su propio compañero la rechazaba era porque en alguna forma le había faltado.
Pedro estiró la mano hasta la pequeña repisa construida con un tablón junto a su cabecera, cogió otro cigarrillo y lo encendió lentamente, esperando que la llama del fósforo ennegreciera el papel. Luego aspiró con fruición el tabaco y nuevamente dejó salir el humo que se enlazó disparatadamente en la atmósfera espesa, escurriéndose poco a poco hacia afuera, tal vez para reunirse con el inexistente alarido o con la dispersa amargura.
No la volvería a ver nunca más. No podía tener la menor duda. A esas horas Marcela podría ya estar muerta o, quizás, estaría llorando sobre el lecho, pensando en que le había fallado su compañero y que nada le quedaba en la vida. La pobre pequeña indefensa no consiguió su apoyo en el momento más crucial de su existencia y era el mismo, sin
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excusa ni atenuante, quien le había condenado a morir. Se sentía sucio, por dentro y por fuera. Sus manos estaban pegajosas, con una ponzoña que se le escurría entre los dedos. Era peor que los torturadores, pues ellos tenían la excusa de la misión, o del oficio, mientras que él la había dañado por simple egoísmo y sin el asomo de un remordimiento. Minuto a minuto aumentaba la certeza de que ella ya no existía y que se hallaba inerme sobre su lecho, muy blanca y muy remota, perdida para siempre en un paisaje desolado, empujada a tomar la decisión por quien debió sostenerla sin vacilaciones. La intuición le resultaba agobiante y tenía la boca reseca, con la lengua agarrotada y un sabor a hiel que se extendía por la gargarita hacia el esófago, cayendo sobre el vientre y dejándole la sensación de una bola de fuego que estallaba con una granada.
‐ ¿Puedes pasarme un vaso de agua? ‐le dijo a Manuel, que era el más próximo.
‐ ¿Te sientes mal? ‐le preguntó éste.
‐ No, pero tengo la boca seca.
‐ ¿No quieres comer algo?
‐ No, por favor. Dame agua, nada más.
La comida no hubiera podido tragarla. Bebió el vaso de agua ávidamente y trató de pensar en otras cosas. Pero los pensamientos se habían fijado y regresaban tercamente, uno detrás de otro, la imaginada escena de la violación, que no había presenciado pero que volvía a sufrirla, la primera visita de Marcela, su aspecto titubeante, su espantoso desamparo, su presencia menuda, la falda verde, la chomba de lana arrugada y su mirada implorante, tan triste que en ella parecía haberse ahogado la esperanza. Y recordaba, también, con vergüenza, con bochorno, con un terrible sentimiento de culpa, su propia torpeza, su incapacidad de reaccionar positivamente, sus reticencias y sus silencios; lo peor había sido ese beso frío y convencional que depositó en su mejilla, inexpresivo y casi hostil, un beso de circunstancias, un contacto sibilino que se escurrió sobre la piel de ella dejándole un estremecimiento palpable y estableciendo una distancia, una separación o un reproche más doloroso que los latigazos.
Se dio cuenta, de improviso, que en su cuerpo había muerto el deseo y que no pensaba en ella como mujer, sino que la evocaba al margen de toda excitación sexual. Uno de los flageladores le gritó, durante una de las sesiones con la picana eléctrica, que con ese tratamiento iba a quedar impotente para toda la vida. Sabía que no era verdad, sino que se trataba de presionarlo y amedrentarlo, pero el hecho es que, desde hacía meses, no sentía el apremio de la carne. No tenía demasiada experiencia, pero conocía el amor físico y podía recordar muchas aventuras eróticas, incluso en su adolescencia. Aquella tarde en que se dejó caer por la pendiente de un cerro y, al fondo de una quebrada se encontró con una pareja que se amaba frenéticamente, en una postura complicada, mientras el hombre jadeaba y la mujer emitía un ronquido sensual, una especie de quejido incesante, que penetraba en los tímpanos y remecía las entrañas. Su presencia no los alteró, sino que, por el contrario, pareció estimularlos y se entregaron a una danza epiléptica mientras ambos aullaban y enloquecían, hasta que el fuego se extinguió y se quedaron inmóviles, cansados, indiferentes. Entonces él no pudo reprimirse y corriendo unos metros se escondió detrás de un árbol y se masturbó por la primera vez, con una furia que era incapaz de definir pero que respondía al instinto exacerbado por esa exhibición de pasiones irrefrenables.
Siendo todavía muy joven acompañó varias veces a sus amigos a casas de prostitución, donde pedían una ponchera y bailaban, en el infaltable salón de espejos, muy apretados con las niñas que simulaban un amor inexistente. Cierta noche se quedó con una, negra y bravía, de senos abundantes y caderas anchas, que hablaba mucho, con una filosofía de arrabal tras la que resultaba fácil descubrir la amargura. Era el saldo náufrago de un matrimonio fracasado y debía trabajar como puta para mantener a una hijita de diez años. Por eso bebía sin moderación y se entregaba con una pasión reprimida, que podía ser también odio ilimitado, y sus besos, a ratos, no parecían pagados, sino espontáneos y palpitantes.
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Estaba sentado con ella junto a la mesa con las copas, mientras sus amigos se encabritaban en una cumbia endiablada y las risotadas atronaban el cuarto, cuando le preguntó:
‐ ¿Y vienen aquí personajes de fama?
‐ De todo, hijo ‐le contestó ella‐. Diputados, jueces, generales, pero, en la cama, todos son una porquería.
Fue entonces cuando le contó su historia y él debió soportar por largo rato las recriminaciones de la mujer, uno de esos monólogos tristes en que es obligatorio poner cara de circunstancias. Le resultó tan grotesco que prefirió irse a acostar con ella, en una pieza con olor a moho, donde sobre una cama quejumbrosa la poseyó lánguidamente, sin el menor entusiasmo, simplemente porque no se le ocurrió otra cosa para escapar de ese rosario de episodios arrabaleros que ella recitaba con tal monotonía que le provocaba un sueño irresistible.
En el salón de baile, se escuchaba una voz gangosa que cantaba, acompañándose con una guitarra, una "cueca" macabra:
"Ay Chillan, ciudad del sentimiento ay Chillan, con sus treinta mil muertos…”
Pedro creía volver a escuchar la misma voz, arrastrándose por los rincones de la celda, emergiendo desde el pasado y rescatándolo de su cautiverio. La extraña música, con su afiebrado ritmo, se enrollaba a su cuello como una cuerda que intentara estrangularlo. Instintivamente se llevó la mano a la barbilla y se desperezó, pues se sentía adormilado. Los compañeros habían terminado su partida y comenzaban a meterse en los camastros, de apenas un metro de ancho, en el que dormían de a dos, porque no tenían otra manera de hacerlo. Le dejó el paso, para el lado del rincón, a Darío Salinas, un médico joven, que dormía en la misma litera, ubicándose en sentido inverso, o sea los pies de Darío quedaban a la altura de su cara, y así les resultaba más fácil acomodarse. El peligro consistía, para el que le tocaba la orilla, en caerse durante el sueño, y por eso metían con cuidado la ropa de cama en el borde, a fin de tener una mínima defensa.
La posición incómoda, de lado en un espacio estrecho, lo mortificaba bastante, pero no tenía objeto lamentarse, ya que eso ocurría noche a noche. Rehuyó toda conversación, simulando dormir, aunque sabía que no iba a poder pegar los ojos. Pensaba, pensaba y pensaba, sin el menor deseo de pronunciar una palabra. Trataba de no escuchar a los otros, que se hacían bromas y decían groserías, pues le repugnaba alternar con nadie. Ahí permanecía inmóvil, aletargado, silencioso, doblemente aprisionado, por los barrotes de la cárcel y por sus lúgubres meditaciones.
Pedro tenía una prima mayor que él, que llegaba de visita a su casa y, en ocasiones, se quedaba a alojar; una noche la sintió escurrirse a hurtadillas hasta su pieza y se metió en su cama, cubierta apenas por una camisa de dormir trasparente, una suave y olorosa túnica que nada ocultaba y que dejaba intacto el roce de la sonrosada piel; él tenía sólo dieciséis años y carecía absolutamente de experiencia, pero ella suplió su ignorancia con una sabiduría exquisita y le hizo conocer el gran secreto con una dulzura arrobadora, besándolo en la boca con una ternura dominante, succionándole sensualmente, en medio de la más absoluta discreción. Ninguno de los dos habló ni susurró. Un silencio absoluto, un misterio completo, cubrió su primer coito, y le dejó un sabor a cosa prohibida y solemne, oficiante de un rito secreto y exclusivo, una sensación de plenitud y de virilidad.
Al día siguiente, a la hora del desayuno, se encontraron en la mesa y Margarita parecía tan fresca y tan inocente como si su virginidad fuera un hecho indudable que le daba una aureola de pureza que le protegía hasta de los malos pensamientos. Su madre traía desde la cocina la tetera, el pan, la mantequilla y ellos se miraban tranquilamente, sin aire alguno de complicidad, hablando de sus estudios y actuando con naturalidad. Nunca más pudo amar a Margarita, porque ella partió a la capital para estudiar pedagogía y, más tarde, se casó con el dueño de una farmacia, empezó a tener hijos y engordó como una vaca.
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Pero, aunque trataba de evitarlo, el recuerdo de Marcela retornaba incesantemente. Marcela había sido el amor, la plenitud física y espiritual, la primera mujer a la que había querido sin reparos, la hembra y la compañera. Frágil, sencilla, espontánea. Marcela caminando por la calle, todavía una niña, con su delantalcito blanco, mirándolo de reojo, esbozando una sonrisa amistosa. Marcela, vagando por el parque tomada de su brazo, jugando ya a la mujer, confiada y alegre. Marcela dejándose besar en la puerta de su casa, asustada por la posible irrupción de su padre. Marcela vestida de novia, con su modesto traje blanco y los azahares en el pelo, cortando la tarta nupcial, bailando el vals tradicional, riendo con una felicidad tan intensa que sus mejillas se coloreaban y en sus ojos se reflejaba una luz remota, enviada desde quizás qué galaxia para iluminar ese momento.
Pasaban las horas y no lograba dormirse. La duda se convertía en certidumbre y la certidumbre lo aplastaba inexorablemente. Si ella estaba muerta, no podía hacer otra cosa que matarse él mismo, porque ese suicidio lo había inducido con su torpe conducta y era igual que si con sus manos la hubiera estrangulado. En la última mirada de Marcela, al despedirse en la puerta del patio de visitas, apenas unos días atrás, pudo leer su desamparo. Se sentía despreciada por el único hombre al que amó por su breve existencia. Víctima del sadismo de la jauría humana, no encontró la protección de su propio compañero. Por eso estaba muerta, definitivamente lejos, inaccesible al amor, rígida, helada, ausente, insensible, destruida.
Temió ponerse a sollozar espantando el sueño de los otros y se clavó las uñas en las palmas para reaccionar, mientras en la distancia resonaban cuatro campanadas, dando la hora en medio de la noche interminable. Réquiem para Marcela y réquiem para él mismo, porque la vida carecía de sentido y no podría tener fuerzas en las que sostenerse a fin de enfrentar un futuro donde la pesadilla de los arrepentimientos tardíos frustraría hasta el intento de una tranquilidad elemental.
Sentía un deseo vehemente de darse vuelta en la litera, porque su brazo izquierdo aplastado le dolía sordamente y su oreja quedaba casi incrustada contra el almohadón, pero no quería despertar a Darío, que respiraba acompasadamente, con un sueño tranquilo y reparador. Dejó pasar las horas, interminables y monótonas, rumiando su pena y tomando su caldo de cabeza. Sintió que las campanas anunciaban las cinco, después las seis, por fin las siete, hora ya de levantarse para salir luego a la galería y lavarse en el primitivo pilón frente al cual hacían cola los presos de todas las celdas, esperando pacientemente su turno.
Era miércoles, día de visita. Pedro empezó a vacilar cuando la tenue luz de la madrugada irrumpió disipando las sombras de la noche. ¿Y si venía, Marcela? ¿Y si todo no había sido más que aprensiones y falsos presentimientos? Fue el primero en saltar de su camastro, preparándose para el momento en que corrieran los cerrojos de la celda, se calzó los zapatos y se sentó, al borde de la litera baja, esperando que llegaran los vigilantes a abrir las puertas y dejarlos salir, en un tropel bullicioso y confuso.
A las nueve de la mañana ya se había lavado y enjuagaba el tazón en que tomaba su café, cuando gritaron su nombre llamándolo al patio de visitas. No corrió, como otras veces. El corazón le latía aceleradamente y un escalofrío lo sacudió de arriba hasta abajo. Caminó sin apresurarse y cruzó la verja temerosa de encontrarse con su madre, portadora de la triste noticia. Otros presos corrían al encuentro de sus familiares, entre gritos y exclamaciones. Él iba al encuentro de su sentencia, a enfrentarse con el destino, a constatar lo irreparable.
De repente la vio. Sentada en el extremo de una banca de madera, con la vista baja, vestida con una bata oscura, con un aspecto asustado, imagen exacta de la desolación, esperando sin esperanza, parapetada en su abandono como una piedra en el camino, en su camino, en el de un hombre que se había dejado vencer por el prejuicio y la insensatez.
Avanzó en silencio hacia ella y le puso la mano en el hombro, suavemente, tiernamente, dulcemente, y ella después de un breve sobresalto percibió el mensaje de la caricia y fue levantando poco a poco la mirada, insegura de lo que iba a encontrar en los ojos de él. Esta vez se miraron ambos largamente, tratando de reencontrarse, de borrar todo lo pavoroso, de rehacer los lazos de su pasada relación y se fueron uniendo en una comunicación suprema de intensas aproximaciones espirituales mientras que la sangre les recordaba de una manera indefinible que también eran la pareja, el hombre y la mujer, el beso y la cópula. Quedaban atrás las torturas, las vejaciones, los golpes, los peligros,
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las sevicias, las humillaciones, los insultos. Desaparecían de golpe los recuerdos de la violación, de la mancha indescriptible, de los orgullos pisoteados, de los complejos morales. Inconscientemente ellos tomaban posesión de su amor resucitado y empezaban a mirar en otra forma todo lo que les rodeaba. Comprendían, ahora, las efusiones de sus vecinos, interpretaban cada gesto, se fundían en ese ambiente de familiar algarabía.
‐ Pedro ‐dijo ella.
‐ Marcela.
El la alzó de la banca, la tomó en sus brazos, y dejó que su mejilla se entibiara en el rostro de la mujer. Se besaron como antes, con más intensidad que antes, trasmitiéndose sus amarguras y sus ansiedades, remotamente proyectados a un futuro, aunque anclados todavía a la incertidumbre del presente.
‐ Cuando salga ‐dijo él‐ vamos a irnos a caminar por el parque, tomados de la mano, soñando en un mundo donde no ocurran estas cosas.
‐ No sólo soñando ‐le contestó Marcela‐. Luchando por ese mundo.
Y él tuvo, en ese instante, vergüenza de no haber sabido decirlo y orgullo porque fuera ella la que le recordaba un sentido que jamás debió perder.
Eunucos
Cuando el relator terminó su resumen del expediente, los tres magistrados habían logrado formarse una idea muy clara de la situación y a ninguno le cabía duda alguna de que Eulogio Arrieta Mendizábal era un pillo de siete suelas.
Presidía la Sala de la Corte de Apelaciones el Ministro Rubén Galicia, muy prestigiado por su independencia de criterio y su firmeza para castigar a los delincuentes, por alta que fuera su alcurnia. Algo grueso, ligeramente cargado de espaldas, de tez clara y con un pelo rubio en el que empezaban a dominar las canas, Galicia había sido el terror de los contrabandistas y de los especuladores; siendo juez, barrió con los traficantes de drogas y estuvo por años amenazado de muerte por la mafia; jamás aceptó recomendaciones ni toleró presiones y durante el gobierno de Salvador Allende no trepidó en mantener incomunicado a un periodista del régimen que se había excedido en sus comentarios sobre un político de la oposición. Pero, al mismo tiempo, cuando se le quiso negar al gobierno facultades para intervenir en algunas empresas monopólicas, votó en favor de la tesis del Consejo de Defensa Fiscal exponiéndose al fuego graneado de la artillería publicitaria de la derecha.
A su izquierda se sentaba el Ministro Ladislao Muñiz, muy ligado políticamente al Partido Radical, masón de toda la vida y al que se solió acusar de servir incondicionalmente a los políticos de su orden. Delgado, con una larga cara de caballo cuya fealdad era proverbial y se prestaba para bromas de los abogados, nunca pudo ascender a la Corte Suprema porque su supuesta ubicación política le cerraba las puertas del alto tribunal en que debería concluir su carrera.
A la derecha estaba Sergio Dunestar, quien había solido dirigir organizaciones gremiales de la judicatura y que, pese a su notorio viraje hacia posiciones conservadoras, era mirado con desconfianza por la autoridad militar debido a que su hijo mayor, estudiante de la Universidad Técnica del Estado, estuvo detenido en el Estadio Nacional, en los días posteriores al golpe, acusado de pertenecer a grupos de extrema izquierda.
Los tres eran hombres de derecho que tenían una vida entera en el servicio judicial; habían comenzado, muy jóvenes, como secretarios de juzgados de letras de provincia, después ascendieron a jueces, lograron obtener una plaza en la capital, sirvieron de relatores en Cortes de provincia y, por fin, después de muchos años de enterrarse entre papel sellado y expedientes, habían logrado ser nominados como Ministros de la Corte de Apelaciones de Santiago, cargo
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tras el cual corrieron esperanzados durante más de treinta años para ganar una renta miserable, inferior al ingreso de cualquier abogado con mediana clientela. Pero los tres tenían vocación de jueces y llevaban el concepto de la ley en la sangre. Habían leído tratados de juristas extranjeros, estudiado incansablemente las nuevas teorías, asistido a congresos internacionales donde tos jueces chilenos eran mirados como modelo de rectitud y de eficiencia y se conocían la jurisprudencia al revés y al derecho, con los detalles de cada sentencia, las doctrinas opuestas de los jueces superiores y la historia fidedigna de cada artículo de la Constitución y de los principales códigos.
El caso que se les presentaba no podía ser más claro. Eulogio Arrieta era un Corredor de la Bolsa de Comercio que había malversado los fondos de sus clientes, arriesgándose en especulaciones disparatadas. Para cubrir los déficits de Caja y responder a las exigencias de los que comenzaban a desconfiar de sus manejos falsificó varios poderes, aprovechándose de la confianza que en él tenían los notarios, uno de los cuales solía dejar en sus manos los protocolos notariales para que él mismo obtuviera las firmas de los interesados. Testimonios de empleados de su propia oficina corroboraban que las firmas eran imitadas por Arrieta y que el notario, sin sospechar la superchería, atestiguaba que habían firmado ante él. Uno de los perjudicados, al comprobar su irreparable ruina y sin conseguir del culpable una reposición urgente de fondos, se suicidó disparándose un balazo en la sien. Pero dejó una carta, dirigida al juez de tumo, en la cual narraba detalladamente lo que le llevaba a tomar esa determinación.
La sórdida maquinación fluía con nitidez del contexto de ese abultado expediente que el relator había ido explicando con la minuciosidad característica de su tarea. A fojas doscientos ochenta corría la confesión del reo, quien después de negar obstinadamente los cargos no tuvo más remedio que reconocer su conducta delictuosa, suministrando los antecedentes necesarios para reconstruir toda la historia y liberando así al notario que sólo resultaba responsable de negligencia en el ejercicio de su cargo. Cada testigo agregaba su grano de arena a la montaña de las acusaciones. Y las víctimas se contaban por docenas, entre ellas viudas que quedaban en la miseria, huérfanos que pasaban a depender de la caridad de sus parientes y jubilados cuyas inversiones se esfumaron, quedando reducidos a su exigua pensión.
Aunque los alegatos resultaban innecesarios y poco podían agregar o quitar a los irrefutables antecedentes, la Sala tenía la obligación de escuchar a los abogados de las partes, que eran varios, ya que grupos de afectados por la estafa se juntaron para encargar la defensa de sus intereses a distintos profesionales. Los puntos que podían profundizarse y que habían llamado la atención de los Ministros eran el de la pena que correspondía al autor del delito y la razón que pudo tener el juez para concederle el beneficio de la libertad bajo fianza a los pocos días de haber caído a la cárcel. Arrieta había sido condenado en primera instancia a tres años y un día de presidio y el castigo resultaba insignificante si se consideraban las circunstancias agravantes que rodeaban el caso.
Los tres magistrados adoptaron, en sus sitiales, la actitud solemne que era habitual, ingresaron a la sala los abogados de los querellantes y del reo y, en los bancos de atrás, se aglomeró un numeroso público, compuesto principalmente por las víctimas de la estafa y algunos abogados o estudiantes de derecho, interesados en el proceso. Galicia, presidente de la Sala, tocó la campanilla y dijo gravemente:
‐ Tiene la palabra el señor abogado del primer apelante.
Los alegatos trascurrieron normalmente y ninguno de los letrados se destacó por el brillo de sus argumentaciones. Desde había algún tiempo, el nivel de los debates judiciales se había reducido notoriamente, porque los abogados alegaban en estrados presas de un cierto temor a las represalias que podían afectarlos si se extralimitaban en sus discursos. Flotaba en el ambiente una espesa nube de reticencias y desconfianzas. Muchos profesionales estaban fuera del país, la mayoría en exilio obligado, y otros en las cárceles de la dictadura, sin contar a los que habían sido asesinados salvajemente o fusilados después de juicios sumarísimos, en que no tuvieron derecho a defensa.
Uno de los juristas, sin embargo, rompió la monotonía del debate y se atrevió a poner el dedo en la llaga:
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‐ Habrá llamado la atención de los ilustrísimos señores ‐dijo‐ el hecho evidente de que el reo permaneció en prisión sólo veinticinco días. Veinticinco días, ni uno más ni uno menos, y la incomunicación duró apenas veinticuatro horas. Soy abogado de la familia de un hombre honorable que se vio obligado a suicidarse por los manejos delictuales de Arrieta y no puedo callar, cualquiera que sea el riesgo que me irrogue. El reo tiene un hermano que es general de ejército y el ayudante del general le ordenó telefónicamente al juez a quo dejar en libertad a este delincuente en el término preciso de una hora. Personal del juzgado se enteró de este incidente y, si vuestra señoría ilustrísima ordena investigar el asunto, la verdad saldrá a la luz sin dificultades.
Galicia sintió el impulso de tocar la campanilla y llamar al orden a ese abogado que osaba infamar a un miembro del Poder Judicial, pero se contuvo. Algo percibió en la voz del jurista que lo convenció de su sinceridad. No se trataba de un mero recurso espectacular para impresionar a los magistrados, ya que ello no tenía objeto en una causa cuya claridad resaltaba a simple vista y sin necesidad de un examen más profundo. Se dio cuenta que los dos ministros lo miraban asombrados y que seguramente esperaban que le llamara la atención al audaz acusador. No hizo, sin embargo, ningún ademán moderador y dejó que el otro siguiera hablando libremente, un poco desconcertado él mismo por el tono que iba adquiriendo la perorata.
‐ Puede compararse esta premura en conceder la libertad provisional al reo con los casos de miles de chilenos que están en reclusión inadecuada por meses, y hasta por años, sin que nadie se moleste en formular cargos o en interrogar, a pesar de que casi todos no han cometido ningún delito y sólo son culpables de mantener opiniones cuya expresión está garantizada por la carta constitucional.
Eso era ya demasiado. Galicia comprendió que si no adoptaba alguna decisión conminatoria el escándalo judicial sobrepasaría los muros de ese recinto y él entraría en conflicto con la Junta Militar.
‐ El señor abogado debe referirse sólo a los hechos de la causa y no a situaciones ajenas a la controversia ‐dijo enérgicamente.
‐ Está muy bien, señor presidente, y pido excusas a los ilustrísimos señores por haberme dejado llevar a esos ejemplos en el calor de la exposición ‐prosiguió el abogado‐. Hay una circunstancia, sin embargo, a la que debo referirme, aunque ello se preste a malas interpretaciones. Si se aplican las normas del código penal y del código de procedimiento del ramo, considerando las agravantes comprobadas y la alarma pública producida, resulta incongruente la pena aplicada por el juez de letras de primera instancia y no puedo atribuir esa benevolencia sino a la presión ejercida por la autoridad militar a la que recientemente me he referido.
Galicia saltó en su asiento y tocó frenéticamente la campanilla:
‐ Queda privado de la palabra el señor abogado. El secretario del Tribunal dejará constancia de la imputación calumniosa y se seguirá de oficio la acción criminal correspondiente.
Los asistentes permanecieron en silencio mientras el abogado recogía calmadamente sus textos y sus apuntes; no se trataba de un profesional cualquiera; Jorge Valdivia había sido diputado radical y gozaba de prestigio como criminalista; defendió a varios implicados en el proceso de la fuerza aérea y sus actuaciones demostraron integridad y valor; era hombre de unos cuarenta años, alto y atlético, en cuya cara destacaba un mentón voluntarioso. Valdivia terminó de juntar sus papeles, los metió dentro del porta documentos, se levantó del asiento e hizo una leve venia al presidente del tribunal, antes de darse vuelta para salir de la sala. En ese preciso instante dos individuos fornidos, vestidos de civil, lo tomaron de ambos brazos y se los retorcieron hacia atrás para sacarlo casi en vilo hasta la puerta. Todo ello ante los ojos horrorizados de los presentes y sin el menor reparo por la autoridad de los magistrados.
‐ Si me hacen desaparecer sigan quedándose mudos, cobardes, ‐gritó el abogado mientras se lo llevaban.
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Uno de los matones le propinó, entonces, un feroz golpe en el estómago, y Valdivia se dobló sobre su vientre, con un gesto de dolor ostensible. En el pasillo de afuera los abogados que tramitaban sus juicios, los estudiantes de derecho, los procuradores y los funcionarios trataron de hacerse los desentendidos, alejándose del lugar lo más rápidamente posible.
Galicia permanecía en el sitial del centro muy pálido, casi inmóvil, sin reaccionar ante la brutal intromisión. Los otros dos ministros miraban fijamente hacia la puerta, desconcertados e indecisos, esperando que el presidente tomara alguna decisión que salvara, en parte, la dignidad de la audiencia.
‐ Se suspende la vista de la causa ‐dijo por fin Galicia, con una voz cansada que rebotó en el alto techo, recorrió las frías paredes, penetró en los oídos de cada uno de los asistentes al debate y se perdió, por fin, vergonzosamente, más allá de la mampara de la puerta.
Uno a uno se fueron retirando los abogados, los familiares del muerto, las víctimas de la estafa, los estudiantes de derecho y los simples curiosos. Parecía una procesión fantasmal, sin cánticos y sin antorchas. O un entierro en que la justicia era trasportada en un ataúd invisible, en medio de las lamentaciones de esos varones de la ley, enfrentados a su conciencia. Quedaron solos en su tarima los tres magistrados, el rubicundo Galicia, el acaballado Muñiz y el circunspecto Dunestar, silenciosos y pensativos, incapaces de romper la barrera de hielo que se alzaba ante ellos. Fue el relator, regresando a la sala desde el pasillo donde se escurrió para ver cómo se llevaban al abogado, entre forcejeos y gritos, el que puso fin a la estática escena preguntando:
‐ ¿Se va a producir el acuerdo o el señor ministro de turno se va a llevar el expediente para estudiarlo?
‐ Me corresponde a mí ‐dijo Galicia‐. Pero creo que podríamos previamente llegar a un acuerdo. Propongo la pena de presidio menor en su grado medio y que se deje sin efecto de inmediato la libertad otorgada al reo. Yo podría traer el fallo redactado la próxima semana.
‐ ¿Y el desacato? ‐preguntó el relator‐. ¿Se va a tomar alguna medida contra el abogado?
‐ Podríamos ‐insinuó Muñiz‐ enviar además un oficial a la Corte Suprema denunciando la irrupción de fuerza pública en el recinto de esta sala.
‐ Lo más probable ‐dijo Galicia‐ es que el Ministro del Interior niegue haber enviado a ningún funcionario y, lo que es peor, es posible que sostenga no tener en su poder detenido a Valdivia. Podemos estar ante otro caso de desaparecimiento.
‐ Pero nosotros mismos somos testigos, ‐insistió Muñiz.
‐ ¿Testigos de qué? De que unos sujetos se llevaron a la fuerza secuestrado a Valdivia, pero no podríamos asegurar que eran de la Dina o de algún organismo similar.
‐ ¿Y no intervendría Schweitzer, que tiene un pasado de jurista que defender?
‐ Miguel Schweitzer es el más redomado cobarde que se haya visto jamás ‐dijo Galicia‐. ¿No recuerdan cuando Eugenio Velasco le quiso pegar aquí mismo? Con ese Ministro de Justicia no vamos a obtener nada.
El Ministro Rubén Galicia se retiró a su domicilio con una sensación oprobiosa que le pesaba en la conciencia. Pasaba por su mente la incidencia imprevista y veía al abogado gritándoles "cobardes", escupiéndoles el insulto en plena cara, mientras que él mismo, presidente de la sala donde se producía el desacato, no atinaba a decir una sola palabra. Se había quedado atónito, rígido, verdaderamente atemorizado. No fue la sombra del hombre recto que creía ser,
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del jurista severo, del cruzado de la ley, capaz de enfrentarse a la arbitrariedad y al abuso. Toda su historia legendaria de juez insobornable quedaba reducida a un saldo insignificante y a una insustancial apariencia.
Al abrir la puerta de su casa sintió voces de mujeres conversando en el living su esposa salió a recibirlo y en voz baja le dijo: "está la Chepita". Se trataba de la mujer del suicida, a la que conocía desde niña y que vestida rigurosamente de negro lo esperaba para conversar con él. Chepita era, todavía, una mujer joven y hermosa, con unos ojos rasgados que le daban aspecto oriental y facciones delicadas que denotaban un discreto maquillaje. Galicia se acercó a ella, la abrazó cariñosamente y la besó en la mejilla.
‐ ¿Que te trae por aquí?, le preguntó con afecto.
‐ Tú lo sabes bien. Estoy arruinada y no sé cómo voy a poder criar y educar a mis hijos. Ese canalla de Arrieta nos quitó hasta el último centavo, sin contar con que obligó a suicidarse a Guillermo.
Cuando nombró al muerto le tembló la voz y una palidez extrema se extendió por su rostro, dando la impresión de que iba a des‐ mayarse. La mujer de Galicia, que estaba a su lado, corrió a buscar un vaso de agua.
‐ Gracias ‐dijo la otra después de beber un sorbo‐. Pero lo que me trae, realmente, es el deseo de consultarte sobre las posibilidades de recuperar algo. Todos los bienes de ese carajo se han desvanecido y el juez no adoptó medida alguna para impedirlo. Mi abogado sólo pudo obtener una medida precautoria para embargar la casa de Arrieta, esa que tiene en Las Condes y que tampoco alcanzaría para reembolsar lo que se ha robado; pero el inmueble tenía una hipoteca antigua, por una deuda que yo se es simulada, y en esa forma no sacaremos nada. Traspasó sus acciones, retiró todos los valores de los Bancos, escondió hasta las joyas de su mujer y de sus hijas. ¿Hay algo que pueda hacerse, Rubén?
Galicia se dio cuenta de que todo eso obedecía a un plan cuidadoso y que el delincuente debió contar con protección efectiva, ya que una de las obligaciones de los jueces es la de asegurar la responsabilidad pecuniaria del reo. Le aseguró a su visitante que estudiaría con acuciosidad el expediente y que vería la forma de anular todo contrato mediante el cual el estafador hubiera traspasado o disimulado sus bienes.
Tocaron el timbre de la puerta y la dueña de casa salió a ver quién era. No tenían empleada doméstica, porque el sueldo del magistrado no alcanzaba para tales lujos y, además, sólo seguía viviendo con ellos una hija soltera, ya que los otros se habían casado y formado tienda aparte. La mujer habló brevemente con el recién llegado y entró al living con aire preocupado:
‐ El general Arístides Arrieta ‐le dijo.
Chepita se puso de pie, blanca como el papel, y se dirigió hacia la puerta. Al pasar junto al general, que de uniforme aguardaba en el pasillo, le clavó la vista airadamente y luego salió, dando un portazo. Presa de gran nerviosidad, olvidó hasta despedirse de sus amigos, pero partía convencida de que ya todo estaba perdido. La audaz presencia del hermano de Arrieta en el hogar del juez que iba a decidir el asunto no podía tener otro significado que el de una orden perentoria.
‐ Haga el favor de pasar ‐le dijo Galicia al militar con un tono severo y casi hostil.
‐ Gracias, Ministro ‐contestó el otro.
El hombre se sentó frente a Galicia y se acomodó tranquilamente; sus ademanes eran autoritarios y seguros; comenzó por pedir lo disculpara ya que se entrometía en su casa a esa hora, pero tenía la mayor urgencia en conversar francamente con él.
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‐ No pretendo excusar a mi hermano ‐le dijo‐. Sé perfectamente que su proceder ha sido incorrecto y que ha abusado de la confianza de muchas personas, entre ellas de varios amigos personales míos. Pero hay una razón de Estado que, confidencialmente, debo señalarle a usted, señor Ministro. Ocupo una posición decisiva en el gobierno que hemos levantado para impedir que la subversión revolucionaria se apodere de nuestra patria, por lo que una condena de mi hermano y su reclusión en una penitenciaría les daría armas a los enemigos del orden en contra de nosotros. La seguridad nacional está por encima de cualquier incidente subalterno y todo lo que atente contra el prestigio del régimen sirve al marxismo internacional en su inmunda campaña que usted también conoce.
Galicia lo observó lentamente. El general era un individuo de cierta edad, con aspecto cansado, pero parecía firmemente dispuesto a lograr su objetivo. Hablaba pausadamente, sin elevar la voz, lo que no le quitaba fuerza a sus expresiones.
‐ ¿Que desea usted de mí? ‐le preguntó‐. Yo no puedo dar opiniones sobre un juicio criminal en que debo dictar sentencia.
‐ Yo no deseo nada, señor Ministro. Le estoy dando una orden. Usted va a absolver a mi hermano, y a la brevedad posible.
Galicia reaccionó violentamente, sin alcanzar a meditar siquiera el alcance de sus palabras:
‐ Le ruego retirarse de mi casa ‐dijo‐. No admito insolencias de nadie.
El general se sonrió, y no hizo amago de moverse. Seguramente había previsto esa actitud cuando se trazó su plan de ataque.
‐ No se altere, señor Ministro ‐le observó casi burlonamente‐. Usted no está en condiciones de oponerse. Usted tiene esposa, hijos, nietos, y seguramente no querrá que a ellos les ocurra nada, ¿no es cierto?
‐ Esa es una amenaza y usted no puede atreverse a eso. Voy a hacer la denuncia de este chantaje al propio Presidente de la Junta, al general Pinochet.
Arrieta se largó a reír interminablemente.
‐ ¿Usted cree, señor Ministro, que he venido por mi propia cuenta? Es el general Pinochet el que me ha mandado venir para comunicarle esta orden. Y si lo desea, le puedo leer una lista completa de su familia más próxima, sus nombres, sus edades, las horas a que entran y salen habitualmente de sus casas, el trabajo que realizan y toda clase de detalles. Toda clase, señor Ministro, toda clase.
Decía "señor Ministro" con un énfasis burlesco, como hubiera podido decir gran payaso, pequeño zorro o miserable sirviente. Esas dos palabras se las escupía en la cara, se las lanzaba como un bofetón, las manejaba como una amenaza. No una amenaza encubierta o velada, sino una intimidación afrentosa.
‐ Y Ahora ‐le dijo‐, usted sabrá lo que hace. Le ruego despedirme de su señora.
Se paró rápidamente, se puso la gorra del uniforme y se dirigió a la puerta con paso regular, satisfecho de haber cumplido con su deber patriótico.
Galicia permaneció en su sillón sin hacer ademán de despedirse o de acompañar al militar hasta la salida; hundido en los muelles cojines, con la cabeza inclinada, los pantalones algo recogidos dejando ver los calcetines arrugados, aplastado por la ignominia, absorto en sus pensamientos. No podía hacerse ilusiones. Había escuchado a muchos
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chilenos y chilenas que interponían recursos de amparo por sus familiares desaparecidos, torturados o detenidos; una mujer, antes que él alcanzara a impedirlo, se sacó su blusa y le mostró las llagas en sus senos y una cruz gamada hecha a punta de cuchillo en la espalda. Un obrero al que conocía, porque era el que le reparaba su automóvil, le contó llorando la forma salvaje en que habían violado a su esposa en su presencia. Y una niña muy joven, estudiante universitaria, de una familia a la que había tratado por largo tiempo en una ciudad de provincia donde estuvo de juez, le narró aterrada, en medio de una crisis de nervios, que le habían introducido en la vagina ratones vivos, los que mordían rabiosamente y dejándola lesionada en forma irreparable, para toda la vida.
Ellos, guardianes de la ley, magistrados intocables, representantes de la justicia, rechazaban, sin embargo, todos los recursos de amparo con los más fútiles pretextos, porque el miedo se extendía a través de los corredores del Palacio de los Tribunales, se escurría de sala en sala, se apoderaba de los corazones y de las voluntades, castraba las rebeldías, ahogaba los impulsos, hacía de ellos simples peleles, solemnes mojigatos, miserables pelafustanes. Ya no les importaban los derechos humanos, los tratados internacionales, las vidas de los seres humanos, la tranquilidad de las familias, la dignidad de las personas. No sabía cómo pudo suceder, pero estaban convertidos en esclavos, en piezas de la maquinaria represiva, en pasivos ejecutores de una política cruel e implacable. En los países de África podía regir el hábeas corpus; en las naciones asiáticas tenía vigencia el recurso de amparo; en zonas lejanas, primitivas, sin ninguna tradición jurídica. Pero no en Chile, con su siglo y medio de imperio constitucional, sus respetados códigos y sus independientes magistrados. Los jueces chilenos araron en el mar. De ese pasado de dignidad y de respeto no restaba absolutamente nada. Ahí estuvo el generalote dándole sus órdenes, escupiéndole el "señor Ministro" en la cara, riéndose a sus anchas.
No se dio cuenta de que su mujer estaba mirándolo angustiada, sin atreverse a hablarle. Ella contemplaba a ese hombre, siempre tan reposado y controlado, convertido en un guiñapo irreconocible. Parecía un náufrago, lanzado sobre la playa por el oleaje enfurecido. Un viajero extraviado de su ruta, exánime en medio del desierto. Los años se le habían venido encima de repente y lo aplastaban con su peso fatal. Esos pantalones a media pierna le daban el aspecto de un vagabundo y la barba le había crecido en poco rato, o era, quizás, la sombría expresión la que le ennegrecía las facciones.
Por fin, no soportando más la tensión, ella lo interrogó:
‐ ¿Que ha pasado, Rubén?
‐ Ya no soy un juez ‐le contestó‐. Soy una mierda, un cabrón, un desgraciado.
Ella tuvo temor, realmente, de que se suicidara, y pensó en la vieja pistola Famae que guardaba en el velador, para casos de emergencia, pues en el barrio solían merodear los ladronzuelos. Sin embargo, insistió en su pregunta, ya que la respuesta le aclaraba poco.
‐ Ese militarote bruto me ha dado la orden de absolver a su hermano. No me lo ha pedido, ¿entiendes?, me lo ha ordenado.
‐ ¿Y por qué vas a obedecerle? ‐preguntó ella‐. Haz la denuncia al presidente de la Corte Suprema. Llama por teléfono a don Enrique y dile lo que sucede.
Él le explicó la razón por la que no podía hacerlo. La represalia caería sobre ella, o sobre su hijo mayor o, tal vez, sobre cualquiera de los nietos. Los militares no tenían escrúpulos para asesinar o torturar. Todo quedaba en la impunidad pues los jueces carecían de medios para hacer cumplir sus resoluciones y, lo que es peor, carecían de voluntad para dictarlas. El país entero estaba en manos de una mafia crapulosa y los sicarios tenían licencia para matar.
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Al día siguiente ingresó a la sala que presidía y encontró ya allí a sus colegas. Le bastó mirarlos para saber que también habían recibido la misma orden. A ellos no se había molestado en visitarlos el general en persona, sino que les envió a su ayudante, un militarcito relamido cuya grosería los había anonadado.
‐ ¿Qué podemos hacer? ‐preguntó Dunestar‐. Lo que nos piden es imposible. No podríamos mirar a nadie a la cara.
Galicia no había dormido en toda la noche y tenía los ojos hundidos, un amargo rictus en la boca y un cansancio que lo agobiaba. Durante más de treinta años no fue otra cosa que un juez y sentía que esa vocación justificaba su paso por la vida. Un juez no escucha consejos ni permite insinuaciones. Un juez resuelve en conciencia lo que es justo y lo que no lo es. Un juez no se inclina hacia un lado ni hacia el otro. Eso de que la justicia es ciega no pasa de ser una tontería de los profanos. La justicia tiene una mirada penetrante y certera. Un juez no puede recibir órdenes ni ser tratado como un recluta.
Todo había cambiado en los últimos meses, es cierto. El presidente de la Corte Suprema, el penquista Enrique Urrutia Manzano, se comportaba como un amanuense de los generales y se prostituía en las antesalas de los que mandaban. Todos los magistrados superiores, incluido él mismo, se negaban a tramitar los recursos de amparo en circunstancias de que, muchas veces, al acogerles hubieran salvado la vida de un ser humano. Aplicaban la ley del embudo, con la parte ancha para los ricos y la angosta para los humildes. Ser juez ya no constituía un honor sino una infamia. Más que jueces eran verdugos. Volvió a pensar en aquel trabajador al que habían violado a su mujer ante sus ojos y al que no pudo ayudar, pues los criminales usaban uniforme. Recordó a la joven estudiante, sometida a vejámenes irracionales y destruida para siempre. Como un relámpago se rehízo la cruz esvástica grabada a cuchillo en la espalda de aquella infeliz. Y ahora tres Ministros de Corte, tres altos magistrados, tres hombres que tenían una vida al servicio del cumplimiento de las leyes, iban a limpiar de polvo y paja a un estafador vulgar solamente porque era hermano de un general poderoso, de esos que quitan y dan, la vida.
Dunestar le había preguntado qué podían hacer, y él no tenía una buena respuesta. Porque los otros dos Ministros también eran casados y estaba en juego la vida de sus mujeres, de sus hijos, de sus nietos y de sus familiares. No se trataba de simples presiones inofensivas, aplicadas a fin de atemorizarlos, sino que de un peligro real, inevitable, inmediato, aplastante. Toda la noche estuvo meditando para encontrar una salida y no pudo resolver nada. Aún si se suicidaba podían castigar a los suyos, con el objeto de aterrorizar a los demás.
‐ No podemos hacer nada ‐contestó por fin.
Y entonces Muñiz, que era el más reticente, y cuyo silencio gravitaba sobre la tarima en que, como de costumbre, estaban acomodados, empezó a repetir entre sollozos una sola palabra, una sola, rítmicamente, con monotonía, al borde mismo de la locura, presa de una desesperación exacerbada, olvidándose de su rango y de sus años, con una especie de impudor irreprimible:
‐ Eunucos ‐decía‐, eunucos, eunucos, eunucos ...
Galicia le tomó una mano, tratando de volverlo a la razón; Dunestar lo miraba asombrado, sabiendo que todo su mundo se derrumbaba sobre sus hombres, incapaz de una palabra, de un gesto, de una pequeña aproximación que relajara las tensiones acumuladas en la escena. Y Muñiz continuaba su letanía completamente enloquecido, alienado hasta el paroxismo, fuera de todo control:
‐ Eunucos, eunucos, eunucos, eunucos ...
El instinto
AX‐1012 ingresó a la blanca sala pasando por la abertura circular que se abrió ante su presencia y se volvió a cerrar calladamente. El Salón de la Tranquilidad era espacioso, albo e impoluto y su ambiente aséptico resultaba acogedor
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después de la jornada de trabajo. Estaban allí dos de los siete miembros del Consejo Mundial, absortos en sus esparcimientos preferidos. AL‐234187 se hallaba absorto con un juego de sonidos y colores, dentro de su escafandra transparente, lejos de todo pensamiento que pudiera turbar el encanto. DM‐547396 había elegido una combinación de imágenes y vibraciones y era evidente su liviano abandono. El recién venido observó sus cuerpos asexuados y sonrió imperceptiblemente, ya que la desnudez se mostraba bajo el equipo de los juegos, en toda su desafiante, impúdica y espigada apariencia. En cambio, él, uno de los postreros exponentes de la vieja raza, conservaba sus atributos viriles, por lo que su desnudez tenía reminiscencias de la olimpiada griega, reclamando el disco en la diestra y el laurel en la frente.
AX‐1012 era muy bajo pues apenas se empinaba al metro ochenta, mientras los androides habían sido creados con una estatura muy superior a los dos metros. Sus facciones eran más rudas que las de casi todos sus compañeros y la conservación del sexo representaba una afirmación individual que le había valido críticas; su cabello era escaso y rubio, contrastando con las tupidas cabelleras de los otros que refulgían con tonalidades caprichosas; como sobreviviente del Gran Derrumbe se le reconocía y respetaba, ya que fueron muy pocos los que lograron superar esa etapa y alcanzar, en sus recónditos laboratorios del polo sur, las fórmulas de la vida para repoblar el planeta y organizarlo en forma racional.
Eligió un juego de sonidos, sin interferencias, entregándose a la maravilla de una aparente monotonía primitiva, pero que variaba hasta el infinito con inflexiones sutiles. El tono era muy suave y parecía expresar la grandiosidad del universo, tornando pueriles las limitaciones de los antiguos lenguajes de un clavicordio o una viola; él podía comprenderlo mejor, pues mil trescientos años antes alcanzó a emocionarse con un Tiempo de Sinfonía, selecta expresión beethoveniana y, sobre todo, con la Fantasía casi Sonata de Liszt. A veces, en alguna puesta de sol particularmente hermosa o durante los silencios de una noche de luna, recuerdos perdidos como una sugerencia o evocaciones remotas indescifrables lo llevaban de vuelta al viejo tiempo y él debía frenar pasiones que renacían, porque no deseaba permitirse una regresión que pudiera conducirlo al borde de la bestialidad superada. Por eso no concurría a las reuniones de los últimos humanos que se entretenían pasando unas películas que habían logrado desenterrar desde las ruinas de una antigua ciudad y que, pese a ser exhibidas como una simple curiosidad, removían la mente y perturbaban los instintos. Se trataba de una moda pasajera, cuyos peligros no escapaban al criterio de AX‐1012, dispuesto a plantear el problema en la sesión del Consejo.
No quería ignorar sus limitaciones, idénticas a las que exhibían todos los que nacieron antes de la catástrofe, derivadas esencialmente del hecho de que había sido gestado en vientre animal, desarrollándose desde el protoplasma ovular y la blástula, pasando por todo el período intrauterino hasta abandonar la cavidad materna, superar la lactancia, la niñez, la pubertad y así alcanzar, por fin, la plenitud física, con su maraña de necesidades, reacciones y reflejos. Todo eso formaba ya parte de una lejana historia, pues los actuales androides conscientes y pensantes se producían ahora en la Fábrica de la Vida, programados especialmente para la función que les estaba destinada y que surgían de tarde en tarde, solamente cuando alguien decidía desaparecer por haber consumido su interés en continuar, luego de muchos siglos de plácida convivencia práctica e intelectual.
AX‐1012 sabía que esos seres encantadores y andróginos eran la culminación de experiencias conducidas por un hombre que se llamó Boris y que se había arrastrado desde la base antártica de una antigua potencia hasta su propio laboratorio subterráneo, ‐en los tiempos en que él mismo era conocido como Bob‐ a raíz de la hecatombe nuclear provocada por el error del cabo FitzGerald, quien confundió un meteorito no rastreado con un cohete atómico enemigo, por lo que apretó el botón azul destinado a desencadenar el infierno. Boris era un estequiólogo genial que logró en menos de cien años separar los componentes del protoplasma y crear seres vivos e inteligentes, cuya forma logró regular a su antojo; cumplida su tarea decidió desaparecer, horrorizado por las proyecciones y la magnitud de su trabajo.
Fue Bob el que le permitió sobrevivir, pues consiguió ampliar el ciclo vital prolongando la corriente energética vibrante hasta límites jamás previstos, logrando que los doscientos cincuenta individuos de diversas naciones repartidos en bases militares del polo ‐y de los que solamente restaban ahora treinta y siete‐ pudieran emprender la tarea de regresar a los desolados territorios de lo que había sido su mundo. El despegue se debía, entonces, a Bob y
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a Boris, correspondiendo a los otros regular el clima, revivir los cultivos, reemprender la búsqueda interestelar y organizar la nueva sociedad con la participación de las criaturas de Boris. Todo eso ocurrió precisamente mil trescientos años atrás. Esos treinta y siete eran los únicos a los que él consideraba, propiamente, humanos y, por desgracia, entre ellos no había ninguna mujer, pues de existir le habría permitido rememorar a su esposa, a su madre, a todo un ambiente sepultado inexorablemente, para bien o para mal. Los seres con los que alternaba y junto a los cuales había conseguido rehacer una naturaleza benévola, sin gérmenes patógenos y con una fauna y una flora conducidas sabiamente, poseían una maravillosa conciencia, pero carecían de instintos. No sabían y no podían amar, desear, odiar, sufrir o desesperar. Flotaban fuera del tiempo en un universo de fórmulas precisas regidas por las computadoras. Parte de ellos viajaba formando parte de la primera emigración a la zona R‐35 sub x de la galaxia 997, donde se esperaba encontrar varios planetas adecuados para la colonización, anticipándose así a la época en que la tierra no sería ya habitable. AX‐1012 no creía que él alcanzara a conocer los resultados, en dos mil años más, pues, humano como era, empezaba a sentir cansancio.
Tales ideas cruzaban imperceptiblemente a través de la subconsciencia, mientras se bañaba en el puro sonido de su juego, manteniendo los ojos cerrados y el cuerpo laxo; cuando terminó la sucesión inefable de variaciones se desperezó, sonriente y atendió a uno que recién ingresaba al recinto, cuya presencia conoció sin necesidad de mirarlo, ya que entre ellos podían comunicarse con la voz o con el pensamiento, a voluntad.
‐ No puedes olvidarlo todo ‐dijo el otro‐ aún te atan los viejos lazos.
ZZ‐10323 habló con palabras y su tono sonaba muy opaco. Era una de las primeras creaciones de Boris, por lo que subsistían en él rastros de una animalidad que posteriormente logró ser eliminada. Trataba de comprender cómo había sido aquello: los coitos, las relaciones familiares, la organización de las religiones y las grandes matanzas colectivas. No entendía que un hombre hubiera podido amar a una mujer hasta el extremo de enloquecer por ella ni que un grupo de hombres pudiera enfrentarse a otro para asesinarse mutuamente. No concebía que humanos de cierta calidad intelectual se postraran en altares, ante dioses pintarrajeados, implorando en plegarias la protección o el castigo. Algo de él se inclinaba, sin embargo, a un símil de fraternal entrega, sustituto, quizás del afecto y, en último término, del amor.
AX‐1012 captó aquella débil emisión de ternura y pensó, súbitamente, en su esposa, conducida ante su memoria por un relámpago milenario. Desde el más oscuro sótano de la subconsciencia surgió su imagen cálida y seductora, con su sonrisa, su dulce mirada, su rubia cabellera. Estaban en la playa, solos, una noche de luna llena, y él la poseyó con extraordinaria intensidad, mecidos por el ritmo de las olas. Retornaban el movimiento, el jadeo, la entrega. Su pene se puso rígido y aumentó de tamaño. ZZ‐10323 observaba el fenómeno con atención y adivinó que aquello era el instinto, una sensación que él jamás podría conocer, un impulso que únicamente se manifestaba en los que vivían esclavizados a la naturaleza y atados a su desenvolvimiento.
Bob se sentía confundido. Tuvo vergüenza de su desnudez. Su ilusión de que había dominado a la bestia caía hecha pedazos. No quería hablar, pero sus pensamientos llegaban igualmente a la conciencia del otro, transfiriendo la comunicación a un plano más íntimo, porque algo lo atraía en ese ser y le devolvía a través suyo, por encima de los siglos, la hembra perdida. La pregunta no podía evitarse, ya que el interlocutor exigía explicaciones lógicas de ese erotismo no controlado.
‐ No puedes imaginarlo ‐dijo Bob sin palabras, de mente a mente‐. Un hombre podía tratar con muchas mujeres, o una mujer con muchos hombres, y no ocurría nada de esto. De repente se cruzaban dos miradas y el fuego de la pasión ardía. El mismo calor del sol o de las estrellas. Una ráfaga surgida como respuesta a la necesidad de perpetuarse. Y eso se sublimaba en el arte, incitaba al esfuerzo y movía al mundo.
‐ Los animales también fornicaban ‐transmitió el androide‐ las vacas, las moscas, los sapos. ¿Por qué era distinto?
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‐ No sé si en la medida respectiva, sería distinto. Realmente no lo sé. Pero en la especie humana era consciente y se confundía la conservación de la raza con la gran aventura del conocimiento, por lo que el instante de la entrega era un poco la conquista de la vida y la derrota de la muerte. Sin eso no habríamos llegado a esto. Tú podrás juzgar si es mejor.
Los animales también sienten el placer. Yo los he visto estremecerse y gemir.
‐ Sienten, pero no comprenden. El humano fue el primer paso decisivo hacia la conquista del universo. Tú no eres un humano, sino un producto del hombre. Un producto, o un subproducto, quizás.
ZZ‐10323 meditó en todo aquello, captando el sutil desprecio de la observación final. Estaba más allá de la sexualidad y el espasmo. No concebía siquiera el amor o una pareja humana de hembra y macho con sus crías, formando ese extraño grupo al que habían llamado familia. Lo más próximo a una familia que él conocía era el conjunto de seres creados al comienzo de la actual cultura, en los laboratorios de la antártica, diferenciados por una nomenclatura especial. No los amaba ni los odiaba. Los distinguía y buscaba en ellos compañía para profundizar conocimientos de esa antigüedad que condujo a la raza de Bob al exterminio casi total. Sólo era capaz de evaluar las capacidades y los resultados, sin alcanzarle los otros conflictos, especialmente aquellos ligados a procesos anímicos inferiores.
‐ Para ti es imposible saberlo ‐agregó AX‐1012, hablando ahora en alta voz‐. Mi vieja sociedad estaba dividida profundamente y mientras la gran mayoría ubicada en zonas pobres apenas lograba subsistir, un grupo de empresarios acumulaba la riqueza. Surgió la idea de organizarlo todo de nuevo, pero fue necesario basar el desafío en la fuerza militar. Las amenazas sustituían a los razonamientos y muy a menudo estallaron furiosas guerras en que morían cientos de miles. El impacto nuclear destruyó ciudades enteras y la humanidad se debatía entre el despotismo y la angustia. Lejos de producirse habitaciones, ropas, medicamentos o comida, se fabricaban bombas atómicas, misiles de largo alcance, cohetes destructores y armas mortíferas. Para los gerentes de las corporaciones la metafísica militar llegó a coincidir exactamente con su interés en acrecentar el caudal de sus ganancias. Los hombres comunes se orientaban, forzosamente, hacia otro tipo de convivencia y buscaban una estructura social que eliminara las tensiones y condujera a un futuro de tranquilidad y de paz. Pero los hombres comunes solían ser dominados por el imperio de las dictaduras y eran muchos los que morían o se resignaban. Así estaban las cosas cuando aquel cabo apretó el botón azul.
‐ ¿Y qué hubiera pasado sin esa equivocación? ‐preguntó el otro, con su cascada voz impersonal.
‐ Seguramente el hombre común habría terminado triunfando y ocuparía hoy el lugar de ustedes, artificios de la inteligencia y la técnica.
‐ ¿Subproductos?
‐ Subproductos.
‐ ¿Lo lamentas, AX‐1012?
‐ No puedo evitarlo, ZZ‐10323. El amor, la amistad, el deseo, la ansiedad y los besos, parte de una infinita gama de sensaciones y emociones constituyen, para el que nació dentro del reino animal, o sea en el seno de la naturaleza y en la vitalidad del cosmos, una marca indeleble reflejada en una añoranza insoslayable. Un beso, por ejemplo, era bastante más que una ecuación; el deseo resultaba más real que tus fórmulas; una reunión de amigos difería de la pura abstracción de esta sala. No puedo evitarlo. No puedo.
ZZ‐10323 se esforzaba por comprender. Pensó en lo que podía significar un beso como una simple succión de unos labios contra otros y esbozó una sonrisa al imaginarse la escena. Había observado fornicar a los animales que se mantenían en la Gran Reserva, ejemplares salvados en diversas partes del planeta, rescatados de sitios remotos y
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mantenidos con el mayor cuidado. En el acto sexual estudiaba la reminiscencia del proceso que había conducido al animal hombre hasta la etapa de crear vida inteligente sin el estigma de la bestia original. Y allí tenía el eslabón de la cadena, uno de los treinta y siete que aún sobrevivían, el más capacitado de todos, hundido en el pasado con una nostalgia tan intensa que, con seguridad, lo movería muy pronto a pedir su relevo, extinguiéndose para siempre.
‐ ¿Puedo besarte? ‐preguntó por fin, clavando sus ojos en los de Bob.
Algo de maligno se vislumbraba en la actitud del androide, en cuya formación Boris usó todavía algunos elementos extraídos de seres vivos y que distinguían a su promoción de las posteriores, productos absolutos del laboratorio. Bob lo supo de inmediato y se enfrentó al peligro:
‐ ¿Para qué? ‐dijo‐. Ni tú eres una mujer ni existe ya el amor. No juegues con estas mezclas como si fueran caldos en una probeta. No te sumerjas en lo que para ustedes resulta imposible y prohibido.
‐ Fuera de aquello ‐insistió el andrógino‐. Aún en tus tiempos el amor podía marginarse del utilitarismo de una mera reproducción. Sé que existían esos lazos entre humanos del mismo sexo.
‐ Pero, así y todo, tenían un sexo. En cambio, ustedes no tienen ninguno, porque Boris lo creyó superfluo. Tal vez eso lo llevó al hastío final y resolvió partir.
ZZ‐10323 se había ido aproximando a Bob y su rostro estaba tan cercano que podía sentir su respiración, muy fresca y limpia, resultado de múltiples experimentos encaminados a evitar el hálito residual. La mirada del otro lo traspasaba, penetrando más allá de la piel hasta la intrincada red de sus pensamientos y emociones. Resultaba peor que la simple desnudez, porque violaba la intimidad más escondida, no dejando nada libre ni nada limpio. Bob intuía que aquel beso sería su sentencia. Iba a romperse el frágil cascarón del superhombre por un capricho del engendro; conocía bien la intención de esa criatura, su deliberado propósito que expresaba la rebeldía contra la inhumanidad a que fue condenado desde el comienzo.
El beso se inició como un contacto helado, casi viscoso, idéntico a la superposición de dos plataformas vidriosas, con algo de la implacable disyuntiva planteada por la serpiente a su presa, pero fue tornándose cada vez más tibio y palpitante, ya que el subproducto supo amoldarse a los requerimientos del humano, respondiendo al deseo con la simulación y adaptándose a sus estímulos espontáneos, conduciéndolo al goce estéril que consumó la humillación.
Los otros no se habían preocupado mayormente por aquella escena que no logró despertar su curiosidad y AX‐1012 se levantó desde el sitio en que había permanecido reclinado, con una sensación de suciedad en el cuerpo y de asco en el espíritu. Su silueta resultaba desvanecida ante la altura y la belleza de los demás, que excedían holgadamente los dos metros y eran de una rara perfección física, con rasgos finos, ojos profundos, anchas espaldas y breve cintura. El color de la mayoría era bronceado, aunque dos de los siete lucían un negro brillante debido a la ocurrencia de Boris. Se echaron sobre sus hombros una cómoda túnica y se dirigieron a la Sala del Consejo, más pequeña que el Salón de la Tranquilidad, atravesando una abertura que se les franqueó automáticamente a su paso. Se sintió aliviado cuando se colocó su túnica porque aquel beso ‐o simulacro de beso‐ lo había alterado imprevistamente y su pene aún erecto le pesaba como un lastre, andándolo a una época sumergida en siglos y siglos de deshumanización. No sabía si era un hombre entre los dioses o un dios entre los robots, desorientado por el advenimiento de los autómatas y las computadoras y escindido para siempre del beso verdadero, expresión irreproducible de la armonía cósmica.
La sesión del Consejo trascurrió con la placidez acostumbrada sin que nada alterara la lucidez de los razonamientos, y AX‐1012 procuró concentrarse en los temas debatidos, eliminando la actividad cerebral secundaria, propia de su condición humana. Esos seres lograban convertirse a la vez en actores y testigos, pudiendo resolver la contradicción que Compte creyó insalvable, o sea asomarse a la ventana para verse pasar por la calle. Los hechos controlados solamente a través de los sentidos ‐hechos‐sorpresa‐ difieren, en su percepción, de aquellos que atraviesan la zona sombreada del análisis previo ‐hechos‐aceptados‐ ubicándose en el contexto. Para los androides el hecho coexistía
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con su conocimiento mientras que, para él, todavía un hombre, fatalmente un hombre, los instintos estaban en los cimientos de su vida y necesitaba una acomodación motriz que, por vertiginosa que fuera, presupuestaba una memoria que lo situaba en el espacio y en el tiempo. Aquella expedición a la zona R‐35 sub x de la galaxia 997, por ejemplo, se le representaba a los otros como una fórmula aislada de toda relación con la tierra y podían saber en cualquier momento, sin preocuparse, la ubicación de la nave y predecir sin errores su trayectoria y arribo; para AX‐1012, o mejor para Bob, resultaba imposible separar esa experiencia de fijaciones y hábitos precedentes, en tal forma que el viaje a esa lejanía se relacionaba, de alguna manera, a través de un nexo inexplicable, con episodios tan perdidos como el descubrimiento de América o el desafiante vuelo de Gagarin. El recordaba lo que sus coetáneos, simplemente, sabían. Por lejano que estuviera, tenía un pasado, en parte activo y, en parte, inerte, mientras que aquellos seres aplicaban sus conocimientos al problema planteado sin interferencias de elementos ajenos al puro raciocinio, eliminando toda posibilidad de equivocación o de azar.
A la salida de la reunión se dirigió a la Sala de la Ingravidez, flotando perezosamente a cierta altura, porque le pesaba el tiempo, sufrido como una prolongación del larguísimo ayer y frenado bruscamente por un progresivo deseo de no continuar la peregrinación. Estaba obligado a exigirse continuamente para seguir las frías elucubraciones de los demás, y eso lo cansaba poco a poco; ahora comprendía a sus viejos amigos de la antártica que se habían ido retirando, de uno en uno, hasta quedar sólo treinta y siete.
Manuel era un marinero de la base chilena, la más pobre y desprovista de todas las que existieron en esa zona polar, ya que pertenecía a una pequeña nación de escasos recursos y rudimentaria técnica. Ochocientos años después de la catástrofe, repoblada la tierra por los seres de artificio creados en el laboratorio, encontró al joven chileno sobre una meseta de los Andes, mirando tristemente hacia un lejano límite donde se adivinaba el mar.
‐ Allí ‐le dijo el otro‐vivía yo cuando todavía eso significaba algo.
Tenían la costumbre de hablar con palabras, cada vez que se encontraban los sobrevivientes del polo sur, pues ello constituía una reminiscencia placentera.
‐ ¿Qué hacías? ‐preguntó Bob.
‐ Era pescador. Mi padre poseía una embarcación a vela que se llamaba La Gaviota y salíamos por las noches con él y mis hermanos para recoger corvinas, jureles, esbeltos congrios y redondos lenguados, que se vendían en la ciudad para delicia de los paladares de opulentos parroquianos en los establecimientos de lujo. Dejé por un tiempo sola a mi novia a fin de enrolarme en la Marina, siendo destinado a la base donde me conociste. Soñaba con ella noche a noche, avocando sus duros pezones y sus firmes piernas; fue mía una sola vez, antes de partir; la única oportunidad en que tuve una mujer.
Una sola vez, ¿te das cuenta? Y luego vino todo eso, el resplandor final, la agonía de las especies, la destrucción y el caos. Han pasado los siglos y no he podido olvidarla. Odio a estos sujetos de gelatina que nos obsequió Boris. Los odio y los desprecio. No puedo hacer otra cosa.
Fue el primero en partir. Eligió un cráter del nevado volcán próximo a su provincia andina y se lanzó a las llamas, profiriendo un alarido espantoso.
Bob le recordó siempre pues vio en aquel muchacho insinuarse el conflicto que los socavaría a todos, tarde o temprano. Manuel no logró realizarse como hombre y nada podía curar su frustración. Una sola vez. Una vez la caricia. Una vez el espasmo. Una sola y mágica vez.
Lo siguió AX‐1019, en su ciclo primitivo conocido por Alexander, un inglés ya maduro, rubicundo y locuaz, cuyo pelo de reflejos rojizos contrastaba con la uniformidad opalescente de los androides. Conocido escritor, se logró filtrar en un establecimiento polar de su patria dispuesto a escribir la gran novela del territorio blanco, con sus tempestades y
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sus silencios, empapándose en la vasta soledad de sus horizontes extraviados y compartiendo la aventura de sus huéspedes transitorios.
‐ Que extraño nos resulta hoy ‐le dijo‐ ese deseo de conquistar la soledad sin imaginarnos lo que ésta podía llegar a ser para cualquiera de nosotros. Ahora sí que gozamos de una maldita soledad, entre monigotes asexuados y panoramas infinitos. No hay ninguna esperanza para el hombre verdadero. Estamos mucho más muertos que los otros, los que ardieron en la gigantesca pira, y somos muertos que nos vemos extinguir desde entonces, saboreando cada macabro detalle de ese proceso, sufriéndolos uno a uno permanentemente en un suplicio que no pudo imaginar el Dante para su infierno de pacotilla.
AX‐1019 trabajaba en un establecimiento genético y tenía acceso a productos químicos muy poderosos. Eligió el más drástico de todos y se lo bebió de un sorbo. Su cuerpo se disolvió en un instante y ni uno solo de sus rojizos cabellos subsistió como elemental evidencia. Casi nueve siglos de letargo no consiguieron borrar los breves años de su trajín anterior.
Bob comprendió su desesperada soledad porque ella corroía lentamente a los humanos que lograron la supervivencia al precio de quedarse sin alma, convertidos en monstruos inalterables por una alquimia diabólica. Adivinó en el gesto de Alexander un anticipo de su propia evasión.
El caso del capellán fue más complejo. Había sido sacerdote católico y con verdadera fe despreciaba los bienes perecederos que lo rodeaban, viendo en el desorden social la consecuencia inevitable del primer pecado. Creyó en que Dios hizo el hombre a su imagen y semejanza y en que un tal Adán, el primero de todos, había comido una manzana que le ofreció Eva, la primera mujer. Y ese era el horrible pecado original: una simple, redonda y apetitosa manzana; un mordisco del primer hombre, a sugerencia de la primera mujer. El capellán, AX‐1015 en la nueva etapa, y Feliciano Zuloaga en el mundo primitivo, afirmaba que todas las calamidades humanas provenían de ese pecado y que tenía razón la encíclica al decir que "aquí en la tierra no tendrán fin ni tregua porque los funestos frutos del pecado son amargos, ásperos y acerbos". Como no aceptaba los progresos de la ciencia y el aumento de los goces terrenales miró, en el primer momento, la hecatombe cual, si fuera una conclusión lógica de la ruta seguida por la humanidad, no solamente sin Dios, sino que contra Dios.
Durante más de mil años esperó la señal que viniera a redimirlo por ser el único justo sometido a crueles aflicciones. Sus oratorios alcanzaban contornos dramáticos que, gradualmente, se fueron espaciando y debilitando. Alternaba con los engendros de Boris poseído de un santo horror que no podía ocultar o disimular. Pero su fe estaba minada para siempre, pese a sus sinceros esfuerzos tendientes a conciliar el dogma con la razón y el mito con la ciencia. Porque si los hombres eran hijos de Dios y estaban formados a su imagen y semejanza los androides no podían ser considerados como una emanación o prolongación de la esencia divina vistos al trasluz de una antropología filosófica. La vieja urgencia de aceptar el dominio de un ser infinito y absoluto, existente por sí mismo, no resistía la nueva relación entre cuerpos sin alma y la naturaleza circundante. A estos seres no les preocupaba que existiera un mundo, en vez de no existir, o que existieran ellos mismos, en vez de no existir. No les interesaba el origen pues estaban por encima del tiempo merced a su ilimitada vitalidad. La etapa en que los seres vivos debían adaptarse al medio exigió respuestas que actualmente parecían absurdas. El cura buscó consuelo en labores de investigación y se convirtió en el más eficiente astrofísico del planeta, sin lograr ponerle fin a su tragedia interior. En el Consejo Mundial se trató su caso, pero se optó por esperar la decisión que el mismo adoptara.
Bob fue a verlo, antes de presentar su informe a la reunión suprema; lo encontró arrodillado ante un inmenso ventanal que se situaba sobre un paisaje de ondulantes colinas tapizadas de hermosas flores; el capellán mantenía los brazos abiertos, en una entrega mística sin destino, pues ya lo habían profanado todo: su cuerpo, en el contacto y trato con la híbrida población artificial y su alma, en el abandono definitivo de los textos, los versículos y las oraciones.
‐ Dios no existe ‐le dijo a Bob, cuando éste se hizo presente en la estancia.
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‐ ¿Te has encontrado o has vuelto a perderte? ‐le preguntó el recién llegado."
‐ He vuelto a perderme. Antes pagábamos el precio del primer pecado y ahora nos hemos consumido en el postrero. Cuando amaba a mi prójimo se trataba de miles de millones, hombres, mujeres y niños que poblaban América, Europa, Asia, África, Australia, grandes continentes y pequeñas islas; sobrevivimos doscientos cincuenta prójimos y ya nos han dejado unos cien; no soy capaz de considerar mi gemelo a un androide; no soy hermano de un autómata; no puedo querer a una máquina.
AX‐1015 sollozó, con una emoción verdadera, con autentico dolor, con herida sangrante, con llanto real. Resultaba incongruente en una etapa como aquella. La negación del sacerdote adquiría contornos sublimes y rememoraba, lejanamente, extrañamente, absurdamente, la periclitada liturgia. Esos brazos abiertos en cruz. Esa voz ronca y lenta. El gesto ausente evocando un altar. La mirada perdida en un cielo remoto.
‐ Dios no existe ‐repitió, sin moverse.
AX‐1012 retrocedió calmadamente y no atinó a despedirse, mientras el otro continuaba ante el ventanal, dueño de su púlpito, en un diálogo interminable con su Dios repudiado. Días después supo que el místico abrió las hojas de par en par y se lanzó al vacío sin decir palabra, en medio de un silencio sepulcral, siempre con los brazos abiertos, como dos inmensas alas que pudieran hacerlo volar hacia la altura, pero que lo arrastraron al abismo de la nada.
El tiempo tenía ahora otra dimensión que en la vieja era y aún se podía prescindir de él, en la medida nueva de una inmortalidad controlada y voluntaria. Para los androides esto constituía una verdad ponderable; para los humanos, una apreciación relativa, ya que el recuerdo actuaba como carcoma y no podían saber exactamente cuando la aplastaría el cansancio. Bob conocía bien los síntomas, pues los apreció en Boris, en el pescador, en el novelista, en el capellán y en todos los que habían decidido desertar de la aventura, por lo que no podía engañarse así mismo.
La señal más evidente consistía en imágenes repentinas de olvidadas vivencias, presentándose con impactante realismo, sin omitir detalle alguno. Podía ver a su madre, escuchar su voz y gozar su caricia. Se le aparecía su hijo mayor, adolescente y desgarbado, con su bluejean ceñido y su cara pecosa. Bárbara, sobretodo, incitante y sensual; siempre amó mucho a su mujer, aun sabiendo que ella, a veces, se acostaba con aquel primo de Arkansas que se dejaba caer de visita cuando menos se le esperaba. Bárbara lo negó, es cierto, pero él estaba seguro. Habían trascurrido trece siglos y sin embargo lo acometía un intenso furor que lo obligaba a cerrar los puños, arañando en el vacío, ansioso por castigar la humillante ofensa. Mientras más desvanecida estaba alguna circunstancia mayor era la nitidez con que retornaba a su memoria, obedeciendo a una extraña ley retrospectiva.
Otro síntoma era el sentimiento constante de haber perdido la libertad; la privacidad de sus pensamientos; el no poder ocultar nada a la penetrante sagacidad de esos seres insensibles e inhumanos. Lo agobiaba su propio instinto no domado jamás. Aquel horrible beso se había trasformado en un cruel remordimiento ya que le fue impuesto como una vejación. Resultaba peor que una simulación o una caricatura, porque poseía en algún grado los elementos básicos del placer y del deseo, hasta el extremo de que se sintió excitado, singularmente atraído, sabiendo que era víctima de una burla o, en el mejor de los casos, un sujeto de experimentación, una pretérita rata de laboratorio.
Lo inundó la vergüenza al recordar el primer roce helado y la forma como el otro había jugado para descubrir el verdadero sentido de ese contacto, consiguiendo la erección del pene y extrayendo la bestia primitiva desde su apariencia evolucionada. Se trataba de una violación monstruosa cuya suciedad lo mancillaba en su último reducto, el más íntimo y exclusivo. Con la eyaculación estéril quedaba atascado tanto en un sentido biológico como en un sentido histórico y su aporte concluía por ser un residuo inútil. La competencia al modo darwiniano resultaba absurda en esta realidad puramente mecánica. La inmortalidad al precio de la infecundidad, en una nueva tentativa fáustica por expresar el sentimiento mediante una ecuación algebraica. Ya no concebía futuras transiciones y la eternidad lo horrorizaba, porque había nacido para ser hombre y no para convertirse en dios.
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Hubiera permutado todas las maravillas tecnológicas del presente por un solo minuto de verdadero amor. Ansiaba pertenecer a una sociedad convulsionada por aspiraciones concretas y emociones auténticas, donde no estuviera aislado, sino que fuera un factor activo del progreso y del desarrollo colectivo. Añoraba la rivalidad, y hasta la hostilidad, porque así se lograba vencer obstáculos y reafirmarse íntimamente. Vivir sin que todo estuviera rigurosamente calculado le parecía ahora una meta inalcanzable y, en consecuencia, vivir ya no valía la pena. Demasiado esfuerzo para objetivo tan mezquino.
No podía ignorar que se estaba disociando y que su unidad en el tiempo se diluía con rapidez haciéndolo perder estabilidad. Constataba un desdoblamiento básico en su conducta, resultándole difícil someterse al raciocinio de los conciliábulos supremos, lo que se agravaba por el hecho de que no podía ocultarles a sus pares tal circunstancia, que ya había sido evidente en casos ocurridos a otros niveles que el de la dirección máxima. Si bien teóricamente los humanos también podían conservarse ilimitadamente y escapar al veredicto de la muerte, en la práctica faltaban al compromiso por un incesante desgaste de su identidad esencial, en que el yo‐objeto se alejaba del yo‐sujeto, provocando una crisis de voluntad imposible de eludir. Se presentaba como un cansancio profundo, una suerte de llamado imperioso, una especie de agotamiento invencible. La larga vigilia terminaba. Continuar carecía de sentido.
AX‐1012 pensaba serenamente en todo eso, sin atribuirlo a un debilitamiento transitorio sino a una consecuencia lógica: lo temporal y lo eterno no podían ya diferenciarse, en cuanto medida de infinito, ni en un sentido, ni en el otro; la distancia entre el microcosmos y el macrocosmos era susceptible de salvarse con un pequeño esfuerzo de la conciencia; la conciencia misma no era otra cosa que un reflejo del equilibrio latente; ninguna diferencia entre morir y vivir; saber o ignorar daba lo mismo; ver o no ver, porque nunca podremos estar seguros de que vemos lo que vemos o dejamos de ver lo que no vemos.
No murió rebelándose, como los otros. No se quemó en el fuego, no se sumergió en ácidos, no se lanzó al vacío, no abrió los brazos en cruz. Se confundió con las sombras, en un rincón, y paralizó sus funciones vitales; dejó de respirar, detuvo el pulso y frenó los latidos; controló el torrente de su sangre reduciéndolo a un dormido remanso; lo circundó la oscuridad y dejó, simplemente, de existir. Cuando lo encontraron, ninguno de los androides intentó revivirlo, no tanto por respetar su decisión sino por estimar que era necesaria.
El destino
Pedro llegó a Coyhaique entrada la noche, cansado y con frío. Había caminado los últimos kilómetros, desde la frontera, y tenía hambre. Escuchó música en un negocio y dirigió hacia allá sus pasos. Era un oscuro cabaret, donde varios hombres bebían y dos mujerzuelas esperaban, en una mesa, que alguien las invitara. La orquesta consistía en tres individuos melancólicos que tocaban la guitarra, el arpa y una destartalada batería. El tango arrastraba su cadencia por los rincones y bajo el techo, inundando la pieza con sus gemidos; los hombres estaban repartidos en dos grupos, bastante borrachos y vestían ropa de campesinos, salvo uno que usaba atuendos de gaucho; la patrona permanecía en el mesón, cuidando que nadie se desmandara, con su voluminosa figura envuelta en un negro chai.
El recién llegado era de elevada estatura, cosa poco habitual en la zona. Medía un metro ochenta y cinco y usaba unos pantalones que enanchaban en las caderas, negras botas, un chaleco de cuero y una camisa de color indefinido. Llevaba una boina sobre el negro cabello y su rostro era regular, de ojos oscuros y nariz perfilada. Debía tener unos cuarenta años, aunque tal vez el aire de cansancio le agregara algunos. Cuando entró en el recinto, todos los ojos se clavaron en él, inquisidores, mientras el tango seguía colmando con sus lentas notas ese ambiente enrarecido donde se confundían los trabajadores y las prostitutas.
‐ ¿Qué se va a servir el joven? ‐preguntó la regenta.
‐ Quisiera comer algo ‐dijo él‐. Vengo de lejos.
‐ Tengo estofado ‐indicó ella‐. ¿Está bueno?
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Si. Está bueno.
‐ ¿Va a querer vino?
‐ Por supuesto.
‐ ¿Tinto o blanco?
‐ Tinto.
Pese a la vestimenta hablaba con acento chileno, aunque por ahí se le deslizaba alguna inflexión argentina. Esto no podía extrañar en una zona limítrofe, donde casi todos habían ido, más de una vez, a ganarse el sustento al otro lado de la frontera, quedándose meses o años y hasta formando familias que en muchas oportunidades abandonaban, luego, para siempre.
Pedro se desplomó sobre una mesa y bebió con ansia un gran vaso de vino áspero y oscuro que le dejaron al frente. Estaba de nuevo en la patria, después de cinco años. Pensaba en los latigazos que le propinó a Mafalda, en sus gritos de horror, en la sangre que le corría por el rostro, en su furia incontrolada, después de largo tiempo en que el rencor se acumuló progresivamente. Su primer latigazo le había cruzado la mejilla y una línea purpúrea se dibujó sobre la palidez de la carne.
‐ ¡Puta! ‐le gritó. ¡Puta! ¡Puta! ¡Puta!
No acertaba a decir otra cosa mientras la castigaba con brutalidad y luego, cuando la dejó inerte sobre el suelo, sin cerciorarse de si estaba viva o muerta, montó en su caballo y cabalgó hasta la costa, consiguió que lo trasportaran en barca al continente y allí emprendió la larga marcha rumbo a Argentina, donde encontró trabajo como minero, al comienzo, y después en un cargo de maestro, que era su profesión.
Poseía experiencia sobre dificultades de esta especie ya que sus primeros años en Chiloé habían sido duros. Profesor primario, recién recibido, aceptó irse a esa zona inhóspita porque estaba deseoso de convertirse en misionero de la civilización en algún sector atrasado, con un sentido apostólico de su labor; para llegar a su escuelita tenía que viajar cinco kilómetros a caballo, generalmente con lluvia, viento y frío, debido a que no encontró acomodo más próximo; los niños acudían desde todos los ámbitos, algunos de muy lejos, con sus piececitos desnudos y vestidos con trajecitos remendados o viejos harapos; las niñas lucían unos delantales precarios, con sus nombres bordados en hilo rojo: Juana, Leontina, María, Zenobia. Les enseñaba a jugar, a leer, un poco de historia, otro de geografía, nociones elementales de ortografía y gramática, para luego perderlos de vista porque regresaban con ese rudimento de cultura, a su medio familiar, donde se dedicaban a la agricultura o a la pesca, se casaban y tenían nuevos hijos, a fin de conservar la especie y prolongar la somnolencia humana a través de generaciones y generaciones de hombres oscuros y mujeres tristes, reunidos en los momentos del celo por imperativo de la naturaleza y alejados posteriormente, como residuos inútiles, de la gran aventura del espíritu.
Así pasó Pedro sus tres primeros años en Chiloé, viajando de tarde en tarde a Castro o Ancud, para ponerse en contacto con las autoridades y adquirir algunos libros que le atenuaran la sensación de soledad y de abandono. El entusiasmo inicial se había agotado y pensaba seriamente en regresar a Santiago donde podría trabajar en lo que viniera. Fue entonces cuando conoció a Mafalda y su mundo cambió de inmediato, pues ella le llegaba como la semilla al surco, pronta para germinar en una explosión de indefinibles misterios.
La orquesta dejó de tocar y la sala se llenó con el rumor de las conversaciones. Una de las mujeres se le acercó y le buscó amistad; era una rubia oxigenada podrida de ojeras y de sebos, con olor a cebolla y a trago; Pedro le contestó cortésmente pero su actitud desalentó a la ramera; volvió a quedarse solo, sumido en sus pensamientos, en el ambiente cálido del cabaret, espeso por el humo de los cigarrillos.
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Evocó la figura de Mafalda tal como pudo verla la primera vez. Delgada, pálida, ojerosa, con una mirada conmovedora y profunda, preñada de sugerencias. Recordó su ronca voz que enardecía la sangre de los hombres. Se habían encontrado por el camino, mientras él se dirigía a su escuela, y la llevó al lomo de su caballo, sintiendo los senos de la muchacha clavársele en la espalda, con deliberado descuido. Ahora se daba cuenta que ella lo preparó todo, conociendo en detalle su vida solitaria y que desde ese momento su destino estuvo trazado sin que él pudiera intentar otro rumbo. Se veía así mismo preguntándole:
‐ ¿A dónde va, señorita?
‐ A Queilen, ‐contestó ella con su entonación caliente, arrastrando las vocales.
‐ La puedo llevar hasta el cruce ‐dijo el maestro.
‐ Gracias. Es usted muy fino.
Eso es lo que había dicho, precisamente "es usted muy fino". Y él se rió por ese giro, propio de la zona en que se conservaban reminiscencias cervantinas, en parte porque las tempestades y los relámpagos, los bruscos cambios de tiempo y las pesadas nubes, otorgaban un marco de solemnidad al acontecer cotidiano, guardando tradiciones y vocablos que se esfumaban ya en sus tierras de origen.
La muchacha no vestía descuidadamente, como era lo usual en esa región abandonada, sino que llevaba un vestido floreado con generoso escote, brillantes medias y zapatos de taco alto, detalle que recién cobraba significación para el meditabundo viajero. Su largo pelo le caía sobre los hombros y olía a suave lavanda que lo excitó vivamente. Se parecía a una prima con la que Pedro protagonizó un romance de adolescentes, pero esta campesina era más mujer y más deseable. De inmediato supo que tendría obsesión por ella y que estaba escrito, en alguna parte, que esa hembra era para él, y para nadie más. Pero sintió también cruzarse por su mente, como una advertencia, la idea de que ella no le ofrecería un amor pueblerino y sencillo, sino un vendaval de pasiones en que ambos podían ahogarse.
Le sirvieron su guiso y comenzó a comer vorazmente, porque lo que se llama una comida normal no la había probado desde el día anterior; tragaba los bocados de carne y las papas cocidas, untando el pan en el sabroso jugo y sintiendo que lo embargaba una sensación placentera. De vez en cuando vaciaba la jarra de vino en el vaso y lo bebía de un solo trago. La gruesa mujer, que lo observaba desde el mesón, aprobó en silencio la conducta del hombre y lo comenzó a mirar con simpatía. No es conversador, pensó, pero es derecho. Se ve a la legua que es un caballero, aunque su ropa engañe un poco. Sabe apreciar la buena cocina.
Pedro recordaba la fiesta del casorio y las dudas que se le clavaron, por primera vez, esa noche, igual que banderillas en la conciencia. Mafalda era hija de agricultores acomodados y vivía en una amplia casa con corredores en el lado de afuera, donde ubicaron mesas para los invitados, colmadas de abundantes viandas y diversos licores. No faltaban los pavos al horno ni los asados de vacuno, las ensaladas de apio con palta, los perniles de chancho, los tomates con cebolla y perejil, las frutas, los dulces y las tortas. Botellas de aguardiente y apiao se entreveraban con ponches en vino blanco y jarras de vino tinto. La novia estaba muy hermosa, vestida de blanco y con una roseta en los cabellos. El vestía de oscuro, con una corbata gris que había encargado oportunamente con unos amigos que viajaron a Castro. De los alrededores vinieron muchos invitados, que al poco rato cayeron en la tradicional euforia alcohólica.
Por supuesto que el novio también se emborrachó, aunque no lo suficiente, pues escuchó a un mozalbete ataviado con un vistoso traje de huaso susurrarle burlonamente a ella:
‐ ¿Estás muy nerviosa?
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La pregunta, en sí, podía ser traviesa o intencionada, cosa usual en tales fiestas, pero la actitud de la novia fue desconcertante, ya que, en vez de bajar pudorosamente los ojos, como correspondía a una doncella, miró burlonamente al muchacho, contestándole:
‐ Me muero de susto ...
Ello se agregó a detalles que captó plenamente, pese a las copas ingeridas. Observó cuchicheos, comentarios, más de un codazo y risas que estallaban cuando él dejaba un grupo. Lo atribuyó, entonces, al humor normal reinante en los matrimonios, pero ahora le otorgaba, retrospectivamente, significado a cada palabra e intención a cada gesto. Comprendía que Mafalda se había acostado con la mitad de los invitados y que debió saberlo en esa primera noche cuando ella se comportó como una experta. Él lo atribuyó a desbordes de amor y de pasión que agradeció ofreciéndole sucesivas libaciones de placer, hasta el límite de sus fuerzas.
Vivieron en una casita pintada con alegres colores, en una barranca que la protegía del viento y frente a unos trigales que para la cosecha se tornaban en una marea rubia y temblorosa. Se marchaba muy temprano a sus clases, llevando en una canasta el refrigerio de mediodía, y regresaba a las seis de la tarde, antes del crepúsculo o ya casi de noche, según la estación. En las primeras semanas ella lo esperaba en la puerta y corría hacia él con los brazos abiertos, inundando la quebrada de musicales risas; pero muy pronto dejó de hacerlo y muchas veces él debió aguardar largo rato hasta que ella aparecía por el camino, la cabellera desordenada suelta sobre la espalda y los ojos hundidos, con la mirada esquiva y un aspecto de sensual laxitud impregnando el ambiente, la cabaña y las palabras.
Una tarde le preguntó, con enojo:
‐ ¿De dónde vienes a esta hora?
‐ De caminar, por ahí. Me aburro de tanto estar sola. No se atrevió a insistir, porque la amaba. Pero todo se iba sumando en su alma, sin que él lo supiera, exactamente. Cada gesto se ubicaba en el casillero respectivo y cada duda minaba un poco más su confianza. Por varios meses pudo aparentar tranquilidad, reír, salir a visitar a los parientes y a los amigos o quedarse en la casa haciéndole el amor con intensidad agotadora. Cuando estaba acostado con ella el mundo daba una voltereta y sólo quedaban sobre la tierra él, henchido de deseos, y la mujer, tibia y anhelante, sabia en el ondular lujurioso, propicia a ser trasportada repentinamente al espasmo, cúspide en que profería palabras entrecortadas y breves ronquidos de inefable goce.
‐ Si me engañaras te mataría ‐le dijo él una noche, luego de un abrazo especialmente intenso.
‐ Sé que vas a matarme un día ‐respondió ella. Pedro la miró con extrañeza, sintiendo que algo le oprimía el pecho por la angustia de esa tácita aceptación de la deslealtad y la vergüenza.
‐ ¿Por qué? ‐preguntó él‐. ¿Por qué voy a tener que matarte?
‐ Es el destino ‐dijo ella sombríamente‐. Todo está trazado. Aquí, hoy, mañana, en otra parte, no puedo saberlo. Pero tú vas a matarme.
Sentado ante su mesa, bebiendo el rojo vino escanciado en su vaso, recitó en voz baja unos versos del Rubayata, que siempre repetía en sus momentos de amargura:
Si el cielo, al menos, darnos siempre el vino quisiera, que ahogue este recuerdo que la mente lacera!
Regresaba al momento preciso de aquella conversación con Mafalda, tantos años después de haber cesado el último eco de sus voces, y sentía el mismo estremecimiento que le recorría la espalda, deslizándose por la espina dorsal,
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como una helada serpiente. Ella presentía el desenlace, incapaz de dominar sus fiebres amorosas y él no era más que un juguete de circunstancias imposibles de prever o de controlar.
La orquesta atacó un valsecito peruano y el de la guitarra cantó con voz gangosa:
No se puede torcer al destino como débil varilla de estaño...
¿Qué es el destino?, pensó. Uno vive, lucha, sufre, se esfuerza y, en cualquier momento, se precipita al abismo. Puede ser que ello dependa de la ubicación de los astros el día en que nacemos, lo que nos convierte en simples marionetas movidas por un hilo arbitrario. ¡Y el amor! ¿Qué es el amor? Imperativo de mantener la especie, y nada mas. Nos imaginamos que es divino y excelso cuando no se trata sino de una porquería en que nos hermanamos con el celo de las bestias. Llegamos a creernos dioses y semidioses y no somos más que hormigas aportando materiales para sobrevivir en medio del caos. Todo se hundirá un día y desaparecerá en la nada.
El hombre con ropas de gaucho había sacado a bailar a la rubia oxigenada y sus sombras se escurrían por las paredes en una sucesión cimbreante. Pedro las miraba y le parecían fantasmas, tan irreales como los recuerdos de aquella fiesta de matrimonio, en que él danzó torpemente al compás de la música, ese tradicional vals de los novios, en que dos vidas se entrelazan y anudan, para bien o para mal. Se deslizaban las sombras de los danzantes por los muros y volvían sus propias sombras a la memoria, el novio y la novia, el gaucho y la ramera, confundidas en la penumbra de su somnolencia vigilante recorrida por fantasmas y presentimientos. Tenía la convicción casi exacta de que ese cabaret no existía y, más aún, que no había existido jamás. La vieja sentada tras el mesón correspondía a un magistrado infernal y los borrachos resultaban jurados en un juicio vagamente planteado tras una nube de borrosas visiones. La pareja que bailaba no lo hacía sobre las putrefactas tablas del salón sino sobre la dorada cubierta de una cajita de música. La otra prostituta, sumida en la oscuridad de su rincón, tejía con las tinieblas una gigantesca tela en que atrapaba a la orquesta, cuyos sones se diluían lentamente, hasta tornarse sordos y lejanos. En ese proscenio enrarecido por el humo de los cigarrillos y recortados contra un horizonte carmesí, estaban él y Mafalda moviéndose acompasadamente con el ritmo del vals, la mejilla pegada a la mejilla, arrobados en una perfecta imitación del amor, o amándose, a lo mejor, o amándola sólo él, pero abrazados en una invitación al rito de las caricias y los besos en que solían consumirse sin alcanzar jamás la plenitud y la alegría.
Una ráfaga de viento frío barrió con las sombras, las nubes y las evocaciones, dejando a la regenta en su sitio, a los ebrios en sus mesas y los bailarines en el suelo. La puerta se había abierto y un su‐ jeto decente y bien vestido, con camisa a rayas, corbata de ancho nudo, abrigo azul y sombrero gris entró en el cabaret ligeramente indeciso, buscando una mesa desocupada. Como no encontró ninguna, le pidió permiso al maestro y se sentó frente a él, mientras la patrona se acercaba para recibir el pedido. Pedro, a la vez, ordenó otra jarra de vino.
‐ ¿Usted es de aquí o anda de paso? ‐preguntó el recién llegado, tratando de entablar conversación.
‐ De paso ‐contesto el interpelado.
‐ Para mí es el fin del mundo ‐dijo el otro‐. Soy abogado y vine por un asunto judicial. Como no tenía nada que hacer y no conozco a nadie, salí a caminar, escuché música y aquí me tiene. Esto es bastante pintoresco.
La orquesta tocaba ahora un tango; el guitarrista, con la voz aún más traposa que antes, entonó:
En un viejo almacén del paseo Colón donde van los que tienen perdida la fe ...
Para el abogado de la capital el sitio era pintoresco. Para Pedro era sórdido y colmado de malévolos augurios. Nada le parecía casual. Ni su llegada a ese antro brumoso, ni la música agobiante, ni los oscuros parroquianos, ni las
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cansadas prostitutas, ni la severa patrona. ni el comedido contertulio que trataba de hacerse agradable. Las cosas se sucedían inexorablemente, ligadas a un plan indescifrable, pero iban encajando en el rompecabezas. El súbito deseo de regresar, la travesía de los contrafuertes cordilleranos, la imperceptible embriaguez en que se sumía y el silbido del viento por la calle.
‐ ¿Qué vino a hacer usted aquí? ‐preguntó el abogado.
‐ Voy de vuelta a mi tierra ‐contestó.
‐ ¿Para ver a su familia?
¿Había venido, acaso, por algo especial? ¿Por un cuerpo o por un fantasma? ¿Por una comprobación o por un remordimiento? No lo sabía. Sólo atinaba a recordar que esperó a Mafalda varias horas y como no llegaba salió a encontrarla al camino; la vio, de pronto, detrás de unos matorrales, besándose locamente con el mismo sujeto que le hizo bromas en el matrimonio y corrió hacia ellos mientras el muchacho huía velozmente. Ella se refugió en la casa y hasta allí llegó él con sus manos crispadas, sin control por la furia, loco de celos y de orgullo, incapaz de medir el alcance de sus reacciones. Tomó la huasca y comenzó a darle correazos, insensible a sus gemidos, dejándola exánime en el suelo. Sabía que uno de los latigazos le había cruzado el rostro donde se dibujó una huella sanguinolenta. Después ella quedó allí tan inmóvil, tan distante y tan ausente como sus mentiras y sus besos. Pedro ensilló su caballo y huyó hacia el mar, atravesando un brazo de océano en una balsa para perderse, luego, por entre sendas abruptas y bosques casi impenetrables, logrando por un verdadero milagro llegar a la Patagonia argentina.
‐ La verdad es que vine por nada ‐respondió al fin. El abogado le miró atentamente, comprendiendo que su vecino de mesa no era un vulgar patán de las serranías, sino un hombre complejo, sumido en problemas intrincados que le provocaban sufrimientos. Intuyó el drama que lo cercaba y le impedía atender sus palabras banales.
‐ Perdone ‐dijo‐. No siempre se está con ánimo de charlar sobre tonterías. No quise ser imprudente.
‐ No lo ha sido ‐contestó Pedro‐. El mal educado soy yo. Piense en que he estado diez años ausente y he regresado de improviso, sin saber lo que me espera en la querencia. Por eso se me van los pensamientos y a ratos no escucho lo que me dicen.
‐ ¿Una mujer? ‐preguntó el otro.
‐ Sí, una mujer. Una maldita mujer. No sé si está viva o muerta. La golpeé mucho antes de irme. Era muy mala, pero yo la quería.
No atinaba a explicarse por qué se confiaba en ese desconocido. Tal vez el vino, o el ambiente, o la música, o el humo, o todo junto descargándose sobre su corazón atribulado y arrasando con sus más íntimas reservas. De repente comprendió que los últimos diez años no contaban y que retomaba el hilo del pasado en el instante mismo de su fuga. Ni siquiera comprendía cómo podía haber trascurrido tanto tiempo y cómo él había podido trabajar, comer, acostarse con otras hembras y seguir caminando sonámbulo por derroteros de pesadilla. Hasta ahora no sabía si ella estaba viva o muerta, aunque poco importaba, porque para él no era ya más que una sombra perdida, irremediablemente sepultada en un negro comentario, inmolada por implacable sacrificio ante el altar de su odio inextinguible.
‐ En ese preciso momento ‐mientras la negaba una vez más‐ la vio surgir ante sus ojos con vida propia y con presencia real. Con cuerpo y ron alma. Los músicos tocaban unos grotescos acordes que pretendían evocar al oriente y ella emergió desde la penumbra, con un reluciente taparrabos de cuentas multicolores, estrellas de papel plateado sobre los pezones y una guirnalda de hojalata coronando sus cabellos que le caían, como antes, por encima de los hombros. Balanceaba sensualmente las caderas simulando el frenesí de la entrega y aún en ese sitio lograba hacer sentir a los
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toscos clientes que una sutil barrera de distinción la separaba de ellos. Era fina y voluptuosa, al mismo tiempo. Fría y lasciva. La fea cicatriz en la mejilla no alcanzaba a deformar sus rasgos y, por el contrario, le otorgaba una aureola de misterio. La mujer marcada. La hembra maldecida. Algunos decían que un matón de la capital la había castigado porque lo dejó para huir con otro; pero muchos afirmaban que un poderoso industrial árabe era quien ordenó a sus secuaces la venganza; Miryam, la exótica, como se la conocía en la zona, no hablaba de su pasado, ni aun cuando llegaba al clímax de sus descomunales borracheras, ocasión en que debían sujetarla para que no destrozara todo lo que quedaba a su alcance, mientras profería toda clase de obscenidades.
Danzó sin mirar a nadie y varias veces, en sus rápidos desplazamientos, pasó junto a la mesa de Pedro, sin percatarse de su presencia. Levantaba los brazos y los iba dejando caer con ondulaciones de serpiente, mientras en su vientre el ombligo giraba hasta el vértigo, para luego asumir una rigidez inmóvil en tanto ella avanzaba con lentitud, arrastrada por el compás del pequeño tambor, después de lo cual renacía con ágiles movimientos a través de los que parecía flotar en el breve espacio disponible. Un espectáculo que sobrepasaba en tal manera al medio en que se desplegaba como para asombrar a los ocasionales visitantes de mayor cultura.
Mafalda ‐o Miryam, la exótica‐ concluyó su baile lanzándose al suelo con las piernas muy abiertas y el busto inclinado, el pelo cubriéndole la cara, en medio de parcos aplausos. Entonces levantó la vista y se encontró con la mirada del hombre, los ojos clavándose en los ojos, tan cerca que, estirando las manos, podían tocarse y tan lejos que hubieran podido cruzar territorios y pampas, continentes y océanos, sin acertar a reunirse.
Pedro supo, en ese instante, por qué había venido y a quién había buscado, resolviendo el enigma que se insinuó en las preguntas del abogado, formuladas pocos minutos antes. Obedecía al destino, sin lugar a dudas. No se trataba de una casualidad. No era el azar ni podía pensarse en coincidencias. Desde que salió hacia la cita, en medio de la soledad cordillerana, por la huella inhóspita, al llegar a ese cabaret, por todas partes iba conducido ciegamente a ese desenlace. Y ella lo esperaba allí, resignada y amarga, danzando su simbólica danza para inmolarse en un altar que no podía ser apaciguado sino con una ofrenda de sangre. Él era sacerdote de un ritual pagano y ella la víctima del holocausto exigido por los implacables dioses de un olimpo ignorado.
Mafalda lo miró con espanto y resignación, porque lo aguardaba desde el día mismo en que se despertó lastimada y herida, comprendiendo que él se alejaba sobre el mar, entre las montañas, más allá del horizonte, dejándola en un charco de sangre y señalada por sus cicatrices al desprecio de todos. La repudiaron los padres, los hermanos, los parientes y los amigos. Partió, a su vez, y se deslizó de lupanar en lupanar, revolcándose en su degradación, conociendo la vorágine del alcohol y del sexo, intuyendo que el marido volvería por ella y se encontraría ante él, último y definitivo juez de su vida desorbitada. La sorpresa, sin embargo, paralizó su cuerpo y, aunque los aplausos ya no se oían, rodeándola un silencio cada vez más profundo, continuaba en el suelo, la vista fija en la cara del hombre, respirando agitadamente y sintiendo que su sonrisa se transformaba en una mueca a la par que en su rostro la cicatriz se convertía en un surco.
Él se inclinó, la tomó de su brazo y la sacó del salón, conduciéndola al interior de la casa, donde ella se vestía y se desvestía, para su acto, además de atender a los clientes. Reinaba un olor a encierro y suciedad, un vaho de vicio y de basura. Mafalda temblaba como si estuviera desnuda sobre un lecho de nieve y no lograba articular palabra; ningún sonido brotaba de su garganta, apretada por una soga invisible. Pedro la dejó desplomarse al borde del camastro y se acomodó sobre un sillón desvencijado, compadeciéndola, pese a su rencor.
‐ Me llamaste durante mucho tiempo ‐dijo él, roncamente. Mafalda hipaba con angustia, en una crispación que no era llanto, aunque las lágrimas rodaran por sus mejillas, depositándose en la comisura de los labios, dejándole un sabor áspero y salobre.
‐ Sólo a ti te quise ‐dijo ella, por fin‐. Pero era superior a mis fuerzas. Los hombres despertaban en mi un impulso ciego, casi animal, al que no podía sustraerme. Y ahora me causan asco. Cuando me tocan, se me eriza la piel y, en ocasiones, vomito. Soy muy desgraciada, Pedro, muy desgraciada y por eso te llamé, segura de que tu escucharías pues, por desgracia para ti, también me quieres, aunque sea una maldición.
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¿La amaba aún? Ahí estaba sobre el colchón, ataviada con sus burdos adornos, mostrando saldos de su pasada belleza, el largo pelo cayendo sobre los hombros y una mirada de perro acorralado, sollozando indefensa, a merced de lo que él decidiera. ¿La amaba aún? ¿Se puede amar a una sombra? ¿Se puede amar a un fantasma? ¿Podía amar a esa mujer deshecha, a ese resto vital, a ese barquichuelo a la deriva después de una travesía inconclusa? Y, poco a poco, iba comprendiendo que nunca dejó de llevarla en su sangre, durante todos esos años. Su sombra se interponía entre cada mujer que encontraba y su desolado corazón. Ese fantasma fue un muro que jamás logró franquear.
‐ Ya no puedo hacer nada ‐dijo Pedro‐. No resta ni siquiera un ladrillo para reconstruir la casa.
‐ Puedes hacer algo ‐susurró ella‐. Puedes matarme, ahora, realmente, sin dejar el trabajo a medias.
Lo desafiaba con un aire maligno y burlón, que lo enfurecía. Estaba calmo y tenso, al mismo tiempo. Sereno en la apariencia, el pulso regular y el habla pausada, pero con una carga de pasión pronta a estallar al menor estímulo. Mafalda lo sabía muy bien y deseaba encender la mecha lo más pronto posible:
‐ Después de todo ‐lo incitó‐ no fuiste más que un cobarde. Me pegaste a mí, porque soy mujer, y a los que me tuvieron los dejaste irse. ¿Te acuerdas de Mario, el vecino de la loma? Se acostó conmigo en el pesebre, mientras tú dormitabas en la galería. Y luego le serviste un trago, que él se tomó guiñándome el ojo, a la salud de tus cuernos. Cobarde y maricón. Maricón, maricón, maricón ‐gritaba con una voz estridente que le remecía los nervios y lo impulsaba a responder, en alguna forma.
Se contuvo, a pesar de todo, tratando de dominarse, mientras ella proseguía, en un rapto de locura:
‐ ¿Y Mañingo, el de la lechería? Me revolcaba con él en tus propias narices. Y tú le corregías las tareas a los niños. Infeliz, cobarde, maricón . . .
Pedro la seguía escuchando como si un ciego poder lo mantuviera ahí, sin dejarlo marchar. Sus pies estaban pesados, y en las botas el cuero se había transformado en plomo. Se sentía aletargado, incapaz de moverse, irremisiblemente condenado a liquidar el viejo pleito, aunque ya no la quisiera ni, por otra parte, le importara maldita la cosa esa hedionda putilla delirante. Apretó los puños y percibió que la mandíbula se le endurecía, rechinando diente con diente y muela con muela. Un sudor helado comenzaba a bañarlo, pero no hacía un gesto, porque sabía que matarla sería un desatino y que eso no tenía sentido, que era absurdo, que ella misma no era ya propiamente su mujer, ni siquiera una mujer, solamente la sombra de una sombra, el recuerdo de un recuerdo, una ingrata voz, tan sólo una voz, resonando en el pasado, despertando el eco de viejas pasiones, repicando como campanas moribundas en un subconsciente definitivamente enterrado. Adivinaba que se hallaba al fin del camino, de una senda que había recorrido metro a metro, paso a paso, tras un desenlace inevitable que se mantuvo en suspenso por encima de los años.
Sin embargo, allí estaba la odiosa voz, redoblando el intenso tañido, con su acento desgarrado:
‐ Con el cojo Humberto sí que fue divertido. Mientras tú dormías me golpeó la ventana y yo salí desnuda al camino. Ese sí que era un hombre. ¿Dormías o te hacías el dormido? Cobarde, maricón, cobarde, maricón ...
Ella decía cobarde, maricón, pero en realidad suplicaba: mátame, mátame, mátame de una buena vez. Él no podía resistirse a ese llamado, porque de alguna manera indescifrable pensaba que también era su culpa. Careció de comprensión o de ternura. No supo pulsar las cuerdas de ese instrumento. Falló en el momento preciso. Fracasó como compañero de su vida. Fue cobarde, en verdad, sin percatarse de ello.
Sus manos se extendieron hacia el cuello de la mujer, que lo miraba ansiosa, esperando que al fin se decidiera. Esas manos actuaban solas, independientes de su voluntad, movidas por un reflejo ajeno a su reflexión o a su juicio. Los sensibles dedos encontraron las vértebras precisas, apretaron sin misericordia, y él la veía morir segundo a segundo,
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sin que pudiera detenerse. Los labios de ella se movieron y él creyó oír que decía "te quiero" pero siguió presionando, sin lograr controlarse, hasta que cesó la resistencia, concluyeron las convulsiones y el cuerpo quedó laxo y vencido, irremisiblemente yerto, nada más que un montón de carne y huesos, polvo en el polvo, ausencia en la nada.
Las voces
‐ Se muere ‐sollozó la mujer.
Era enjuta, morena, con la huidiza belleza de la campesina todavía joven, pero ya marcada por el estigma de las privaciones y los sufrimientos.
‐ Se me muere, carajo ‐exclamó el hombre.
Era recio, tosco, resignado y soberbio, con la fuerza contenida del animal serrano, hecho para el trabajo y la pelea.
Sobre la revuelta cama estaba el crío, tan seco por la fiebre que más semejaba la rama marchita de un árbol desolado que un indefenso niño enfermo.
El doctor se había marchado, sin dejar ni una receta; mucho menos una esperanza; el señor cura andaba lejos y no valía la pena matarse caminando por una criatura de cuatro años, que de todas maneras tendría que irse al cielo.
‐ Se muere ‐gimió la madre.
‐ Se me muere mierda ‐rugió el padre.
Fue entonces cuando Gerardo entró en la pieza y su delgada silueta se recortó contra la luz vacilante de una vela; en su larga cara refulgían los ojos, hundidos en profundas cuencas; sus ropas no eran más que las pobres vestimentas del campesino, pero su porte resultaba majestuoso. Se presentó como una aparición y todos guardaron silencio, adivinando en su arribo el inicio de acontecimientos memorables a los que no debían resistirse.
‐ Permiso ‐dijo.
La voz era grave y el gesto digno.
Nadie le contestó. Ni la mujer llorosa, ni el hombre desesperado, ni la vieja adormecida, y ni siquiera aulló el perro, hecho un ovillo cerca de la puerta.
El recién llegado se acercó al niño, sin que se opusieran los presentes, y le impuso las manos sobre la cabeza, mientras lo miraba con dulzura, envolviéndolo en un fluido que emanaba de sus ojos. El perro emitió un sonido sordo, pero no se movió; la mujer lo observó desde el fondo de su desesperanza y el padre no hizo un gesto, tanta era su pena. La vieja dejó de roncar y contempló la escena con una cara estupefacta.
Poco a poco la respiración del muchachito se hizo más regular y la temperatura comenzó a descender; las manos del curandero seguían cubriendo la frente del niño y éste abrió los ojos, demostrando su asombro:
‐ Quelo agüita ‐dijo claramente, con su voz infantil.
‐ ¡Habló! ‐exclamó la madre, sin atreverse a creerlo. Corrió hasta la mesa y le llevó un vaso de agua, que el muchachito sorbió ávidamente, entre risas y gorjeos.
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‐ ¡Vive! ‐dijo el padre con un hilo de voz, temblando de pavor y de alegría, todo a la vez.
‐ ¡Milagro! ¡milagro! ‐gritaba la vieja con un tono desagradable y cascado.
Los tres rodearon a Gerardo, contemplándolo como si fuera una visión extra‐terrena, subyugados por el magnetismo de su actitud; él seguía de pie, junto al lecho, reconcentrado y abstraído, ajeno a la expectación y a la alegría, envuelto en un ropaje de solemne misterio. No acertaba a darse cuenta de la magnitud de esa curación y tampoco podía explicarse por qué vino a la choza y colocó las manos en la cabeza de aquel niño. Llegó arrastrado por un poder ignoto y sus pasos fueron los de un sonámbulo, firmes y vacilantes, ciegos y decididos.
‐ ¿Cómo lo hizo? ‐le preguntó el padre. Gerardo no lo sabía ni podía saberlo, sumido en una confusión absoluta.
‐ Fueron las voces ‐contestó‐. Me hablaron y me trajeron, guiándome a través de la noche, por las quebradas y los viñedos. No sé nada más.
‐ Es un milagro ‐insistió la vieja‐. Yo le hice una manda a la virgen de Lourdes.
‐ No meta a la virgen ni a los santos en esto; señora ‐dijo malhumorado el visitante‐. Yo no soy un devoto, aunque de haber Dios, bueno, debe de haberlo.
La abuela se persignó, por si se trataba del demonio, pero el hombre se mantuvo impertérrito, resistiendo al exorcismo, lo que desvaneció la aprensión de la anciana. El padre, en silencio, le ofreció un trago de aguardiente y Gerardo lo bebió con agrado, pues estaba exhausto. Luego desapareció entre las sombras y enrumbó hacia su terruño.
El rumor se extendió por el campo como una gran marejada de palabras, comentarios, reflexiones, susurros y suspiros; las pobres gentes evitaban hablar delante del cura, temerosas de atraerse las iras del pastor, cuyo genio muy vivo conocían, y que era capaz de acusarlas de brujería; el médico se enteró de la mejoría y la atribuyó al último brebaje que le había administrado al moribundo, aunque sabía muy bien que el crío reaccionó por otras causas, cuya confusa relación no le impresionó, atribuyéndola a ignorancia o fanatismo.
‐ Con las manos ‐decían‐. Le impuso las manos y se sanó.
‐ Oye voces ‐agregaban‐. Es un santo.
‐ Tiene la virtud‐señalaban‐. Le arrebató el angelito a la parca.
‐ Tiene que ser milagro ‐insistían‐. ¡Gloria a Dios! Gerardo había regresado a su choza, donde vivía solo, ubicada al fondo de un barranco, y se debatía entre el terror y las dudas. Ese poder lo angustiaba en la medida misma en que ignoraba su procedencia. Carecía de fe y no recordaba haber pisado la iglesia más de dos o tres veces, en toda su vida, cuando su madre le obligaba, de tarde en tarde, a cumplir con esa obligación. Es verdad que prefería estar solo, pero no desdeñaba dejarse caer por la cantina para beber botellones de vino con los hombres del vecindario o llegar hasta la ciudad buscando alguna ramera de su gusto. No era un santo, por cierto, ni pretendía serlo. Pero las voces sí que existían y se había dejado conducir por ellas, aún mucho antes de la curación del niño. Una noche lo hicieron saltar de su jergón y correr a campo traviesa, hasta tropezar con un corderito que se había quebrado la pata, mientras un puma se acercaba para devorarlo. En otra oportunidad lo llevaron donde un caballo, enloquecido de miedo por una culebra. Ahora se daba cuenta de que se trataba de ensayos para lo que vendría después: la aprensión irresistible, una suerte de urgencia insoportable, el pequeño muriéndose, la madre desesperada, el padre dolido e impotente, la vieja apelando a su cielo desierto y él aplicando sus manos por encima de la frente del enfermito, sabiendo que lo aliviaría.
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Permaneció una semana sin ver a nadie, envuelto en un hosco mutismo. Se negaba a hablar y, a los que se acercaban a su rancho, los mandaba de vuelta con un ademán seco que no admitía réplica. Nadie se atrevía a insistir, porque algo en él resultaba sobrecogedor y dominante. Las voces habían cesado de hablarle, dejándolo vacío.
Volvieron, una tarde. Bajo el tornasol del crepúsculo, mientras las nubes se encendían con los fulgores de la luz mortecina, resonaron entre las paredes de adobe y se ampliaron con la acústica de las montañas, sembrando de ecos el barranco solitario. Un mustio sauce se remeció con estremecimiento casi humano. Una bandada de codornices quedó suspendida en el aire, esperando algún término para ese misterio. La brisa se detuvo, en un suspenso trémulo. El aullido de un perro se cortó de repente, rebanado con un solo tajo por el cuchillo de ese imperativo supremo. El campesino escuchó resignado, ya que no le era posible oponerse.
‐ En el valle, Gerardo. En el valle. Doña Rosalía se muere. Se va a morir, si no vas. Imponle las manos. Sanará. Apúrate, Gerardo. Queda poco tiempo.
Partió silenciosamente hacia la casa de la vieja y los vecinos se apartaban, haciéndose a un lado, con respeto. Presa de horribles convulsiones la mujer agonizaba, sin la menor duda. El médico no estaba ya, seguro del inevitable deceso y el cura no habían querido avisarle, porque temían su encuentro con Gerardo. Confiaban en que éste aparecería en el momento preciso, conducido por una fuerza divina. Los siete hijos de la anciana, todos hombres, curtidos labriegos de la comarca, la rodeaban, sombríos, mientras sus mujeres iban para allá y para acá, afanosas, confundidas y desorientadas.
Cuando dejó caer sus flacas manos sobre el pelo desgreñado de la moribunda, cesaron los quejidos y el cuerpo retorcido se relajó, visiblemente. Muchos aseguraron haber visto a los espíritus del mal desalojar esos tristes despojos. Lo efectivo es que, pasados unos minutos, ella abrió sus ojos y pudo mirar a los hijos y las nueras, con tibia dulzura.
‐ Estoy aquí de nuevo, niños ‐dijo. Los testigos de esa escena no la olvidaron nunca. Tenía algo de irreal, como si un gran arcano hubiera descendido sobre la humilde vivienda. Tal vez Jesús tuvo esa aureola, hablándole a la samaritana junto al pozo de Jacob. El propio Gerardo no deseaba profundizar ni entender por lo que desapareció sin aceptar las muestras de reconocimiento, escapando a las sudorosas manos que buscaban estrechar las suyas.
Caminó toda la noche por trigales y hondonadas, mientras los perros ladraban, a lo lejos, y el viento silbaba entre los árboles. Al amanecer se tendió, cansado, junto a una vertiente, y se quedó profundamente dormido. En su sueño vio unas inmensas manos que descendían sobre su cabeza y lo sumían en una oscuridad de sudario. Las voces repicaban igual que las campanas de una catedral sumergida.
Al día siguiente se fue a la ciudad y se embriagó con un oscuro vino cuyo sabor le recordó el de la sangre; después visitó el prostíbulo y se acostó con una hembra robusta, hija de campesinos, a la cual el vicio no había logrado quitarle la frescura de los matorrales y las sementeras. Gerardo la tomó con placer y se sació de su carne suave y rosada; se durmió entre los brazos de la puta, reconciliado con el mundo. No le gustaba que lo vieran como un santón puritano y lo aburrían las reverencias de sus vecinos y coterráneos.
Cuando despertó, ella le dijo:
‐ ¿Siempre hablas dormido?
‐ No lo se. Vivo solo.
‐ Pues anoche no te paró la boca y me diste miedo. Peleabas con alguien que te mandaba hacer cosas.
‐ ¿Que decía?
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‐ Te negabas a seguirlo haciendo. Gritabas como un loco: ¡no! ¡no!, ¡no!
‐ Ah!, nada más, ‐dijo Gerardo sombríamente.
‐ ¿Has matado a alguien? ‐preguntó la mujer.
‐ Peor que eso, yo los resucito ‐rio.
‐ ¿Tú, ¿quién eres?, insistió la rolliza ramera, inclinando sobre él sus senos opulentos.
‐ Una cosa puedo asegurarte, para que te quedes tranquila ‐contestó con sarcasmo‐. No soy Cristo.
‐ ¿Tenías también que blasfemar? ‐observó la mujer, francamente disgustada.
‐ No creo que baste para ir al infierno ‐contestó Gerardo, riéndose de nuevo.
Al regresar a su cabaña recibió la visita del cura párroco, enterado del reciente milagro y bastante interesado en acarrear el agua para su molino. Un varón algo obeso, de ademanes pausados y habla lenta, untuoso y presumido, que de inmediato lo acometió interrogándolo sobre su fe cristiana.
Gerardo le salió al encuentro con socarronería:
‐ No soy aficionado a las iglesias ni a las misas, padre. No me gusta el olor a santidad.
‐ ¿Pero crees en Dios, hijo mío?
‐ Bueno, de creer, si, supongo que creo. La verdad es que nunca me he preocupado de averiguarlo.
El cura se rascó la cabeza, donde un cabello raleado no alcanzaba a ocultar la calvicie en progreso. Los milagritos no encajaban con ese campesino flaco y desgarbado, tan diferente a una réplica de los relamidos santos de las estampas. Cierto es que adoptaba, en ocasiones, un aire de gravedad próximo al misticismo, más de ahí a canonizarlo restaba un buen trecho. El párroco no hallaba qué hacer y decidió ir a consultar a su obispo, porque si se ponía contra el milagroso se echaba encima a los feligreses y si lo admitía como auténtico, quedaba expuesto a las reprimendas de sus superiores y hasta a una posible excomunión por pactar con el Maldito.
Esa misma noche las voces retornaron al rancho, más apremiantes aún que en las otras oportunidades:
‐ La Maclovia, Gerardo, La Maclovia. Se morirá, si no vas. Imponle las manos y sanará. Tienes que apurarte, Gerardo, pues su tiempo está por acabar.
En la choza de la mujer estaban su madre y su hermana, asustadas por las manifestaciones de locura de la enferma; gritaba, echaba espumarajos por la boca y se destrozaba el camisón de franela, mostrando los pechos generosos y el vientre recubierto de un vello nutrido, sobre la comba del sexo; el delirio la consumía debido a la alta fiebre y sus alaridos horadaban la noche, perdiéndose en la distancia, más allá de las nubes preñadas de tormenta. Algunas palabras obscenas brotaban entrecortadas de su boca y la actitud resultaba lúbrica, evocando a las poseídas que se recuerdan en los cuentos de brujas.
El hombre entró a la pieza y las dos mujeres no se extrañaron, porque en realidad lo estaban esperando, confiadas a un instinto ciego. Con lentitud, no exenta de grandiosidad, le impuso las huesudas manos sobre la ardiente nuca y ella se fue calmando, progresivamente; la temperatura bajó y la respiración se hizo más tranquila. No tardó en abrir
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los ojos y tuvo conciencia de su desnudez; supo que sus inflados senos estaban a la vista de Gerardo, que sus piernas macizas se le ofrecían en la plenitud de su belleza y que su cálido secreto de hembra poderosa y fecunda le había sido revelado al campesino, sin velos ni pudores inútiles. El ademán con que se cubrió resultaba mucho más una invitación que un rechazo.
La Maclovia tenía a su hombre enredado con la justicia por un asesinato que le depararía, por lo menos, diez años de presidio. Desde que se lo llevaron ‐engrillado y furioso‐ ella empezó a sufrir de convulsiones y los ataques eran cada vez más intensos y más frecuentes, sin que se pudieran atribuir solamente a la histeria, ya que otros síntomas delataban un deterioro muy profundo. El doctor diagnosticó la posible presencia de un tumor cerebral, cuya raigambre debía investigarse, pero la campesina carecía de recursos y no podía viajar a la capital a fin de practicarse los exámenes requeridos y seguir el tratamiento o someterse a una operación complicada.
Gerardo se marchó como siempre, silencioso y reservado, confundido íntimamente ante la vaguedad de esa misión que le imponían fuerzas a las que no atinaba a sustraerse. Y esta vez no pensaba exclusivamente en el acto mismo de la curación inmediata, sino que, en la enferma, hembra magnífica de generoso busto y torneadas ancas, cuya mirada ansiosa se había cruzado con la suya en un relámpago de irreprimible deseo.
Se sentó sobre una gran piedra y rezongó su protesta, primero en un murmullo y después casi a gritos:
‐ ¿Por qué yo? ¿Por qué tengo que ser yo?
Las voces no le respondieron, rehusando el coloquio a que se las incitaba. Ocultas detrás de los árboles, defendidas por la barrera espesa de la noche, no le concedieron ni siquiera un susurro, un eco, un indicio de su proximidad indudable. Cayeron algunos goterones de lluvia y muy pronto las nubes se vaciaron en un copioso diluvio. Gerardo sintió como su ropa se empapaba y como la humedad penetraba a través de los trapos, entumeciendo sus sentidos. Paso a paso llegó hasta su rancho y encendió un brasero, para secarse; en el rojo de las brasas veía las tetas de la Maclovia, hinchadas y exuberantes, el redondo trasero, la pelusería del vientre, la mirada de reojo con que lo alentó, una mezcla diabólica de espíritu y de carne, de pureza y locura, de paz y de trastorno, de normalidad y desquiciamiento, ardiendo con los carbones inflamados en una melancólica remembranza de pasiones saciadas y plenos encuentros amorosos.
Paso los días siguientes trabajando muy duro; limpió un potrero, preparó la tierra y reparó los cercos; en eso estaba cuando llegaron a visitarlo los doctores; uno era el de la posta rural, encolerizado e hiriente, porque los campesinos ahora se le reían en sus propias barbas, y el otro un caballero de la ciudad, de apariencia imponente, sombrero enhuinchado, gruesas gafas y un gran portafolios negro.
La conversación se entabló ahí mismo, en medio del potrero, bajo un palto frondoso. El médico importante lo interrogó con voz tranquila:
‐ ¿Es verdad que sanas a los enfermos? Gerardo vaciló, un momento, pero optó por entrar de lleno en el asunto.
‐ Yo sólo les pongo las manos; no sé qué sucede, señor, por qué se aquietan, primero, y después se alientan.
‐ ¿Puedes mejorar a cualquier persona sea la enfermedad que sea?
‐ No, señor. Sólo a los que me ordenan las voces.
‐ ¿Qué voces?
Aquí se entraba en la penumbra que horrorizaba al campesino, ajeno a las motivaciones profundas de una misión que se limitaba a cumplir, sin poder resistirse.
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‐ No sé nada más ‐dijo por fin‐. Voces, sencillamente. Me hablan, me urgen, me guían. Que el Manuel se está muriendo. Que doña Rosalía se nos va. Que La Maclovia va a reventar. Trato de negarme, pero no puedo. Y cuando llego al lado de los enfermos es igual que si me estuvieran esperando; les impongo las manos y se tranquilizan; les baja la fiebre, respiran mejor y se calman.
El médico pueblerino quiso burlarse, pero el otro se lo impidió. La ciencia de hoy, le dijo, investiga estos casos y trata de detectar la causa de sensibilidades, poderes y actos mágicos. Puede haber una fuerza que escapa a la conciencia y se expresa en una forma concreta: lo irreal suele tornarse real. Este hombre no es un farsante y percibe voces que le permiten liberar males con mayor eficacia que la medicina oficial. Las voces producen una imagen y él se limita a encontrarla, sobrecargado ya por la convicción que le han encargado una tarea; esa energía la trasmite físicamente a través de las manos. Es uno de los muchos fenómenos que se están analizando a base de hechos innegables y resultados positivos.
Gerardo no comprendió cabalmente lo que el visitante deseaba, sin perjuicio de lo cual accedió a narrarle detalladamente sus experiencias, que el otro fue anotando en un cuaderno, sin omitir detalle. No habló, por supuesto, de la morbosa atracción que le provocaba la Maclovia pues no vio motivo que lo obligara a explayarse sobre esas indecencias. Todo lo demás pudo decirlo sin ambages ya que en el fondo deseaba sincerarse con alguien y lo mismo daba ese almibarado facultativo de la gran urbe que otro cualquiera. Así se originó el trabajo que el doctor publicó en una gran revista de parapsicología, lo que atrajo a una verdadera nube de reporteros, fotógrafos y curiosos.
El campesino se enfureció al verse sometido a ese asedio inescrupuloso y terminó corriendo a empujones de su casa a los intrusos. Sin embargo, la noticia sobrepasó los contornos de la comarca y una romería de dolientes comenzó a cercarlo. Vinieron tullidos, epilépticos, ciegos y toda una procesión de impedidos, que le imploraban atención. El humilde labriego sabía que no era capaz de curar a nadie, salvo a los designados por las voces, y optó por huir, dejando abandonado su campo y desierta su choza.
De tarde en tarde las voces salían a su encuentro, lo acosaban al borde de los caminos o penetraban en el bosque donde se refugiaba, sometiéndolo al imperio de sus inescrutables arbitrios; marchaba, entonces, al sitio preciso, se enfrentaba a la muerte ante el jergón del moribundo y le imponía las manos para aliviarlo de su dolencia. Luego desaparecía y en vano lo buscaban sus incansables seguidores.
‐ Se lo tragó la tierra ‐decían.
‐ Tiene pacto con el diablo ‐insinuaban.
‐ Es el judío errante ‐acotó alguno.
Pero Gerardo no era tragado por la tierra, ni tenía pacto con el diablo, ni encarnaba al judío errante. Simplemente se escondía donde la Maclovia, que le lavaba la ropa y le daba de comer unas buenas y sustanciosas cazuelas calientes, que lo reanimaban y lo incitaron, una noche, a quedarse para dormir con ella, lo que se tornó en un hábito. Llegaba cuando ya estaba oscuro y nadie podía verlo, ingeniándoselas a fin de que los perros no ladraran. El hombre, en su fría y estrecha celda de la cárcel, no tenía por qué enterarse. Gerardo descansaba y, en el momento crítico, obedecía a sus voces. La mujer no las podía escuchar, aunque intuía su intervención y veía como él se trasfiguraba, dejaba el lecho y partía, con ademanes de sonámbulo, en un trance que lo convertía en árbitro de la vida y de la muerte.
Las noticias corren, los rumores crecen y el marido de la Maclovia terminó por enterarse de todo. Su cólera se inflamó, exacerbada por unos celos mortales, aprisionados por los barrotes de la celda y las inmensas murallas de su impotente soledad. Su existencia no tuvo ya más norte que la fuga y por noches enteras soñó en la venganza. Lo planeó con cuidado y consiguió sorprender a un vigilante, saltar al exterior y hundirse en las sombras de una densa selva por la que enrumbó hacia sus pagos. El fugitivo oía sus propias voces que negaban al Gerardo, ese santulón
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flacuchento que engañaba a los tontos con sus milagritos y le ordenaban matarlo con su quisca filosa, fabricada en la prisión con esa inagotable paciencia de los reos, que no hacen caso del lento trascurso de las horas, porque el tiempo se ha detenido para ellos, en una espera sin medida. Jornadas de penosa vigilia, alimentadas por el odio, en que había afilado esa herramienta pensando en cómo cercenaría el cuello de la adúltera o en qué forma hundiría la hoja finamente aguzada en la esmirriada barriga de su enemigo. Se había anticipado al goce de la sorpresa y de la sangre, a cuyo encuentro final se dirigía sin vacilaciones.
Avanzó solapadamente rumbo a su tierra, escondiéndose de día y caminando de noche, sin errar el camino ya que, baqueano de esos lugares, los conocía palmo a palmo. Rehuyó los encuentros peligrosos y, seguro de no haber sido visto, aumentó su confianza. Incluso especulaba con que la policía no lo creería tan estúpido como para regresar a un reducto en que todos lo identificaban y podría ser rápidamente denunciado y ubicado.
No contó con las voces. No pudo calcular la presencia del misterioso fluido que cual un imperceptible aguijón despertaba y aleccionaba a su rival. Gerardo lo supo todo desde el instante mismo de la fuga. Sus voces lo alertaron, lo remecieron y lo prepararon.
‐ Viene hacia acá ‐le decían‐. Viene a matarlos. Quiere vengarse de los dos.
Gerardo se sacudía en una especie de somnolencia, pero las voces se tornaban cada vez más apremiantes:
‐ Vendrá esta noche, cerca del amanecer. Forzará la ventana chica. Espéralo. Prepárate. Esta noche.
Ella no sabía nada, concretamente, aunque algo en la actitud del hombre la mantenía en guardia. El acecho se olfateaba en el aire y una extraña tensión se colaba con el frío por los intersticios de la puerta. Ya muy avanzada la noche Gerardo despertó a la mujer y le dijo:
‐ Va a llegar el Raimundo.
‐ Pero si está preso . . .
‐ Se escapó y va a venir en la madrugada a matarnos. Debemos estar preparados.
Ella no le preguntó cómo lo sabía, adquiriendo de inmediato la seguridad de que era cierto. Lo apretó entre sus brazos y se unió a él palpitante de ansiedad y de miedo, acezando y gimiendo, casi en un nuevo acceso de locura. Luego se vistió, preparó dos tazas de café y se sentó a su lado, tratando de traspasar las tinieblas con la vista, a través de los vidrios, para percatarse del arribo de aquel bandolero que fue su esposo.
Un reflejo tenue se filtró entre las sombras, partiendo la noche ya madura como una pulpa predestinada al corte, y contra ese brillo sutil, perfilándose entre la leve luz que se insinuaba, se recortó la silueta del vengador, agazapado felinamente y empuñando en la diestra el mortífero acero. Obedecía ciegamente a sus propias voces que le ordenaban hundirlo en el cuerpo de los amantes. No dudaba de que estaban ahí, en la cama, desnudos e indefensos, aguardando el cumplimiento de la sentencia en que él era, al mismo tiempo, juez y verdugo.
Se dio su tiempo, paladeando el sabor de la revancha. Acarició la quisca, tanteando a ciegas su cuidado temple. Volvió a imaginarse la sorpresa, el espanto, las súplicas. Porque ella le pediría perdón e imploraría su piedad mientras que él se reiría con ferocidad para infundirle aún mayor pánico. Cuando tomó impulso y cruzó la ventana, seguro de sorprenderlos dormidos, no tuvo oportunidad de esquivar el feroz fierrazo que le partió el cráneo y lo dejó tendido sobre el piso, mientras la sangre se escurría y formaba un pozo que se ensanchaba gradualmente. No alcanzó a darse cuenta de nada; el salto, el golpe, nada más, al unísono, coordinada relación de principio y fin. Todo había estado regido por un encadenamiento fatal y el desenlace no podía extrañar a quienes fueron alertados con oportunidad desde algún remoto rincón de sus destinos.
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Se quedaron mirando el cuerpo inerte, un poco asombrados todavía por el rápido curso del suceso. Un cadáver tiene siempre algo de admonición e infunde temor y respeto, no por la persona misma del difunto, que en este caso era un bandido sanguinario, sino por su vecindad con lo desconocido. Ella se arrodilló, mecánicamente, rezando en voz baja:
Padre nuestro que estás en los cielos santificado sea tu nombre...
Al terminar la letanía Gerardo la tomó de la mano, la obligó a levantarse, y le dijo:
‐ Vámonos ya.
‐ ¿A dónde? ‐preguntó la mujer.
‐ Donde no escuche voces y podamos estar solos. A un sitio en que vivamos tranquilos.
El sol todavía no se asomaba sobre la cordillera, pero la claridad irrumpía entre las hojas de los árboles y se deslizaba por la yerba, iniciando el sortilegio de la aurora. Un gallo cantaba en el vértice mismo de la naciente luminosidad, deslindando la noche con el día. Por el camino iban un hombre y una mujer, cogidos de la mano, un poco embriagados con el aire duro de la madrugada, ausentes a la brújula que orientaría sus pasos; un perro los siguió, por largo trecho, hasta que se convenció de que ignoraban su derrotero y se volvió, con el rabo caído y las orejas gachas, dando tumbos con sus torpes patas.
Ellos siguieron adelante.
I
No sé, verdaderamente, como he podido rehacer la historia del "flaco" Lumbreras, pero sí puedo asegurar que toda ella, tal como paso a contarla, es rigurosamente fiel. Versiones de compañeros que estuvieron con él en la prisión, noticias recogidas por un lado o por otro y sus propias confidencias me fueron permitiendo reconstruir los hechos con absoluta exactitud.
No fue una tarea fácil ni, mucho menos, agradable. Comprobar las dimensiones de la maldad humana y su imperio sobre los sentimientos y las debilidades de los seres normales resulta doloroso. Uno siente que algo se va debilitando en el alma, que empieza a mirar a sus semejantes como lobos y que toda una concepción de la vida se precipita hacia profundidades insondables, pero siente, al mismo tiempo, el imperio de la conciencia que hace de nosotros, escritores, no sólo los actores del drama contemporáneo, sino que también los testigos de toda una época. Únicamente ese mandato categórico ha podido vencer mi resistencia interior a relatar este sórdido episodio, que ensucia a toda la raza humana y rebaja la condición del hombre.
Es preciso imaginarse, previamente, el cúmulo de presiones sociales que deben sumarse sobre determinados individuos para arrancarlos de todo nivel civilizado y hacerlos dar "el salto atrás" hacia la barbarie o la gigantesca red de intereses supranacionales que logra dominar a ciertos títeres empujándolos al uso de los métodos más retorcidos y refinados para aterrorizar a todos los que aman la justicia y la libertad. Toda esa maquinaria, por sólida que parezca, examinada a la luz de las represiones y las torturas, con la hipocresía consustancial a los cobardes, no logrará resistir, en términos del tiempo‐historia, al testimonio de las víctimas.
Conocí a Pepe Lumbreras, el "flaco" para sus amigos, por el año 1964, cuando el muchacho apenas se empinaba a los veinte años y me impresionó por su vehemencia. Obrero en una fábrica de sombreros de la comuna de Quinta Normal, hijo de un viejo dirigente sindical con el que mantuve frecuentes contactos, estaba entregado por entero a la organización socialista, con esa pasión inextinguible que define las verdaderas vocaciones. Con motivo de
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incidentes callejeros o de huelgas ilegales fue a dar varias veces a la cárcel y su padre me solicitaba la defensa del muchacho, en cuyo auxilio acudía provisto de mis códigos y mi papel sellado.
Una de mis actuaciones resultó más difícil que las demás, pues el "flaco" estaba metido en un lío de proporciones, a raíz de haberse descubierto por la policía una escuela de guerrillas próxima a Santiago, donde ubicaron unos planos militares, materiales para fabricar cócteles molotov y una pistola.
Cuando le levantaron la incomunicación y logré hablar con él, detenido en la Penitenciaría de Santiago, me dijo:
‐ Mira, viejo. Los métodos del partido no nos llevan a ninguna parte y necesitamos prepararnos para la lucha armada. He roto para siempre con las ilusiones reformistas y me estoy preparando para cuando llegue la revolución.
Conversamos por cerca de una hora y traté de convencerlo que, para mí, por lo menos, la revolución implicaba enfrentamiento, ya que no había ejemplo histórico de un triunfo socialista efectivo a través de las elecciones parlamentarias. Pero el "flaco" me miraba con cierto escepticismo, ya que mi edad constituía para él una barrera. Todo viejo es "momio" pensaba. Por encima de sus convicciones marxista‐leninistas existía el problema generacional y para Pepe la revolución era negocio de jóvenes, capaces de dar la vida, sin el lastre de la familia, entregados por entero, día y noche, a la preparación de la lucha.
Nunca olvidé su gesto, delante de los gendarmes disgustados, cuando yo me retiraba, atravesando las rejas tras las cuales él se quedaba. Miré hacia atrás, para el saludo de la despedida, y el muchacho con el puño en alto me gritó:
‐ ¡Viva la revolución socialista!
Eran tiempos en que un preso podía gritar eso, y muchas cosas más, sin que le metieran una bala en el cráneo. A la semana justa de esa entrevista lo saqué en libertad bajo fianza y, en unos meses, el expediente se archivaba con un sobreseimiento temporal.
Dos o tres años después pertenecimos a la misma base partidaria y me correspondió tratar con él casi a diario. Es verdad que cooperaba a los trabajos habituales pero su corazón estaba en el aparato militar. Muchas noches, después de las reuniones, pasábamos a un café del barrio y me explicaba detenidamente las técnicas de la guerrilla urbana. Ustedes han hablado toda su vida de la revolución, me decía, pero somos nosotros los que vamos a hacerla.
En mi propia conciencia estaba clavada la duda, porque no veía a dónde íbamos a desembocar si llegábamos a ganar las próximas elecciones. Con un Parlamento adverso, una Justicia acomodada y un Ejército prusiano, resultaba imposible hacer avanzar el coche de los cambios revolucionarios. Ese triunfo podría rápidamente concluir en una terrible frustración y ese convencimiento me aproximaba al muchacho.
El ejemplo de Cuba salía a relucir a cada instante:
‐ No pienses, le decía yo, que esa experiencia es repetible. No bastan un puñado de héroes para regalarle una revolución a los pueblos. Se necesita organización, masas, partido, dirección y medios. Las revoluciones surgen, no se improvisan.
‐ Es claro ‐me contestaba iracundo‐. La de todos los viejos. Hay que esperar, tengamos prudencia, estemos seguros. Así no van a hacer la revolución ni el día del Juicio Final por la tarde.
Nos enfurecíamos y gritábamos, alarmando más de una vez a don Goyo, el español dueño del boliche. Discutíamos apasionadamente, horas y horas, algunas veces en grupos de varios compañeros, otras los dos solos, frente a frente, golpeando la mesa y haciendo temblar las tazas.
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Una noche se mostraba más pacífico y supuse que me iba a pedir algo.
‐ Viejo, me dijo, te voy a hablar de una cosa por la confianza que te tengo. Eres débil, pero se puede confiar en ti. Necesitamos conseguirnos unas "lucas" para comprar dos metralletas que nos ofrecen de ocasión. Pero debemos tener el dinero mañana, si no, se las venden a otros.
Yo había ganado un juicio importante y tenía fondos en mi cuenta corriente. Le ofrecí el dinero y se lo entregué al día siguiente.
‐ Te has ganado el perdón, me dijo riendo. Se te va a tener en cuenta el día que triunfemos.
Y partió casi corriendo, enloquecido, feliz como un niño al que le acaban de regalar una bicicleta.
Pocos meses después lo encontré por la calle con una jovencita morena, pequeña de estatura, pelo negro y crespo, con unos ojos tristes y ademanes tímidos.
‐ Mi compañera ‐me dijo.
Pepe había encontrado una mujer, y nadie supo jamás si se había casado con ella o eran convivientes. Desde entonces era común verlos juntos, en las reuniones o fuera de ellas, formando una pareja inseparable. Cuando murió su padre, a quien frecuenté por más de treinta años, me correspondió hablar en el cementerio. Después fuimos hasta la casa del "flaco" y así conocí su modesto rancho, pobre y limpio, como corresponde a un revolucionario verdadero. Ese día supe, también, que esperaban un hijo.
‐ Vas camino de convertirte en un viejo ‐bromeé‐. Así se entra al reino de la burguesía.
‐ Nada de eso ‐me contestó‐. Yo forjo hijos para la revolución Se le notaba la alegría y el orgullo, pese al duelo que soportaba. La mujer, Luzmira, se movía para aquí y para allá, preparando comida y sirviéndonos un espeso vino tinto, pipeño con mucha graduación alcohólica, que nos iba desatando las lenguas. Una vez más volvimos al eterno tema de la lucha armada y Pepe exhibió su absoluto desprecio por las ilusiones electorales.
‐ Este partido no piensa más que en los diputados y en las "pegas" ‐afirmaba‐. Vamos a tener un Presidente socialista que nos va a dar la vuelta la espalda. Y, después, volver a empezar. Siento como si el partido ya no fuera mío y no estoy dispuesto a perder mi tiempo pegando afiches por las noches.
‐ ¿Por qué no te vas, entonces? ‐le grité desafiante.
‐ Todavía no ‐contestó‐. Aún podemos sacarles algo a los reformistas. Pero me iré, te aseguró que me iré.
Pepe no sabía cómo iba a irse, finalmente. No se podía imaginar la trampa que le tenía preparado el destino. Entonces vivía en su entusiasmo la mayor de las aventuras. La insurrección, la toma del poder, la gran revolución obrera, un futuro de construcción socialista, la epopeya de un pueblo en armas proyectando hacia un mundo nuevo.
La noche del 4 de septiembre de 1970 me tropecé con él por la Alameda y algo del entusiasmo popular se reflejaba en el rostro y en la actitud de Pepe. Se sentía unido al júbilo de la masa, a pesar de su desconfianza por las elecciones, y el niño, que ya tenía dos años, llevaba una banderita chilena en las manos. Pepe, su mujer y el niño eran un grupo familiar más en la fiesta que se desataba por todas las esquinas, con la gente cantando, aplaudiendo, abrazándose y fraternizando. Lo vi, sin poder disimular una sonrisa, estrecharse con un trabajador demócrata cristiano que era vecino de su barrio, sin increparlo, como era su costumbre, por sus convicciones políticas. El acontecimiento lo había sobrepasado y, por el momento, se había olvidado de la guerrilla y de las metralletas.
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Pero eso duró poco. En la primera manifestación que hubo ante el palacio de La Moneda Pepe pasó desfilando con un grupo que gritaba furiosamente:
‐ ¡Avanzar, sin transar!
Me divisó, en la vereda, y levantando el puño, con ese gesto desafiante que le era habitual, me gritó:
‐ ¡A las filas, viejito del acordeón ...!
La verdad es que no me gustó la broma y, mucho menos, las risas escandalosas de sus amigos. Le di vuelta la espalda y me fui molesto.
El 11 de septiembre de 1973, día del golpe militar, Pepe cayó en su propia fábrica, intentando organizar una resistencia imposible. No lo sorprendieron con armas, porque lo habrían fusilado ahí mismo, pero sí en una zona donde los trabajadores manifestaban vivamente su desagrado, por lo que se hizo una redada de varios miles. En los primeros días no le ocurrió nada especial, salvo los malos tratos y los golpes que se repartieron equitativamente a todos los que la soldadesca enfurecida llamaba "prisioneros de guerra". Fue a dar al Estadio Nacional y nos divisamos desde lejos, saludándonos con emoción. Pero cuando se examinaron sus antecedentes surgió el proceso de la escuela guerrillera y el "flaco" quedó apartado de sus compañeros y conducido al campo de torturas de Tejas Verdes.
Durante tres días consecutivos, hora tras hora, lo sometieron a horribles flagelaciones para que revelara donde estaban las armas del partido. Desnudo, con un capuchón sobre el rostro, lo golpearon, le aplicaron corriente eléctrica, le retorcieron los brazos y lo sumergieron en pozos de agua fría hasta dejarlo exánime, tirándolo después sobre el piso de una celda inundada de fango y desperdicios. Pepe resistió todo el maltrato y, cuando físicamente se derrumbaba, todavía encontraba valor para vomitar algún insulto.
Una noche lo llevaron a un sótano y le sacaron la capucha; ahí estaba Luzmira, llorosa y aterrorizada, rodeada por cinco matones, uno de los cuales fue reconocido de inmediato por el preso; era un sujeto de la Población La Palmilla, que se hacía llamar durante el período del gobierno anterior el "comandante" Raúl y que simulaba ser el más duro y recalcitrante de los extremistas. Se trataba de un infiltrado cuyo sadismo no tardó en sufrir el "flaco".
‐ Si no hablas, desgraciado, aquí mismo nos vamos a zumbar a tu mujer.
Pepe sintió un dolor intenso, que sobrepasaba la penuria corporal y que se les colaba a raudales hacia el alma; la humillación y la vergüenza, la cólera y el odio, una mezcla difusa de sentimientos encontrados lo hacían vacilar y casi enloquecer. Pero no estaba quebrado y aún tuvo el valor para pronunciar dos o tres palabras injuriosas.
De un tirón, Luzmira fue privada de su vestido, y luego le arrancaron violentamente el sostén y los calzones. La mujer sollozaba, convulsivamente, y Pepe gritaba desesperado:
‐ Mátenme, mierdas, mátenme de una vez.
La violación comenzó metódicamente, uno tras otro, agregando los comentarios burlones al horroroso vejamen. Luzmira estaba semi‐inconsciente y Pepe lloraba silenciosamente, rodándole las lágrimas por las mejillas.
El "comandante" Raúl comentó, sarcásticamente:
‐ Miren como llora el maricón. Cuando con una sola palabra que dijera, terminaría todo.
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Pero Pepe no iba a delatar a sus amigos. Prefería el suplicio, el oprobio, la muerte, a convertirse en un traidor. Y soportó estoicamente la bárbara escena, sin despegar los labios.
Entonces el "comandante" Raúl, el desalmado y vicioso torturador, dio la horripilante orden:
‐ Traigan al niño ...
Y Pepe vio, ya en los límites de la locura, como entraban a su hijito de cinco años, que se resistía y gritaba, chorreando sangre por sus naricitas.
Amarraron al niño en una silla y la bestia humana que dirigía la maniobra, con un alicate, le arrancó una uña de la mano. Hubo un triple alarido, que atravesó las gruesas paredes del sótano; gritaron a la vez el niño, la madre y el padre. Un alarido que horadó la noche, se alargó hacia la cordillera, retumbó en los océanos y trató de despertar a millones de conciencias. Un grito desesperado e infernal de tres seres inermes, abandonados por la humanidad, víctimas de la más infamante sevicia, sin esperanzas y sin defensa.
Pepe seguía resistiendo. No podía convertirse en un soplón. No podía renegar de su causa. Mil veces preferible era la muerte.
A la pequeña víctima le arrancaron, brutalmente, otra uñita. El niño aullaba desesperadamente y miraba a Pepe con sus ojitos inocentes, buscando ayuda.
‐ Las uñas no sirven para este animal ‐dijo pausadamente el "comandante"‐. Sáquenle los ojos.
Cuando uno de los desalmados se acercaba al niño, haciendo ademanes de cumplir la orden, la mujer gritó histéricamente:
‐ Habla, Pepe, habla, por el amor de dios . . .
Y Pepe, como un sonámbulo, con una ronca voz que no era propiamente su voz, con un estertor en que se estrangulaba su conciencia, habló para confesar donde estaban las armas.
Se trataba de dos metralletas enterradas en el patio de una casa donde vivía un antiguo militante socialista. Seguramente eran las mismas que yo había financiado, meses atrás. Y lo más probable era que no se hubieran utilizado jamás. Pero los esbirros estaban dispuestos a conformarse con cualquiera cosa, hastiados tal vez ellos mismos del baño de bestialidad en que todos se habían sumergido. Lo subieron, a empujones, en una camioneta y se dirigieron seguidos por una caravana de varios jeeps militares a la dirección señalada.
Pepe pudo ver, desde el fondo de la camioneta, cómo al dueño de casa lo derrumbaban a culatazos y luego comprobó que sacaban las dos armas, envueltas en la misma funda donde él las había colocado. Luzmira y el niño quedaron libres y a él lo dejaron tranquilo, por unos días, en una celda, donde le dieron comida y no lo maltrataron.
Pasaron varios meses y Pepe seguía aislado, divisando sólo ocasionalmente a otros prisioneros. Una tarde entró a su celda el "comandante" y le habló amistosamente:
‐ Lo que pasó, pasó, le dijo. Ahora queremos ayudarte. Tú no querrás que todos sepan que delataste a Valenzuela. A él ya lo eliminamos, para que no hablara. Necesitamos un hombre inteligente, en que los de la Unidad Popular tengan confianza, para vigilar a algunos exiliados que están haciendo un trabajo muy fuerte en Europa.
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Pepe trató de resistirse, con lo que le quedaba de vitalidad. Pero el individuo le expresó perentoriamente que todo volvería a recomenzar, con su mujer y su hijo. Entonces el "flaco" capituló, aunque poniendo condiciones; Luzmira se iría con él y el niño quedaría en poder de la abuela materna, ya que se lo exigían como rehén.
No vale la pena analizar el drama interno, las dudas, las rebeldías, los remordimientos y los terrores; nada sacamos con el razonamiento cuando entramos al reino de la alienación; el hecho es que Pepe estaba convertido en un soplón y en un enemigo de sus compañeros. Así fue embarcado hasta Frankfurt am Main, en un avión de la Línea Aérea Nacional de Chile, con su mujer, a la que no pudo ver hasta que estaba a bordo.
Había trascurrido más de un año desde el golpe y yo estaba ya residiendo en esa ciudad de Alemania Federal, rescatado por el gobierno de esa nación europea, junto con muchos otros detenidos, de diversos partidos políticos. Pepe, por supuesto, no tardó en ubicarme.
Si por alguien yo hubiera puesto las manos en el fuego, era por el "flaco" y lo puse en contacto, de inmediato, con los compañeros del partido; parecía una sombra del viejo combatiente, pero lo atribuí, lógicamente, al maltrato y la tortura; ya no era el Pepe Lumbreras que reía a carcajadas iluminando con su optimismo cualquier reunión; ahora no levantaba el puño para gritar: ¡Venceremos!; no me llamaba "viejo" sino que me decía "compañero"; y, generalmente, permanecía en silencio, sin pronunciar palabra, con la vista perdida en algún punto distante y desconocido.
Luzmira estaba todavía en peores condiciones. Si antes era tímida, ahora se descontrolaba cuando se le dirigía la palabra. Ya no se tomaba del brazo de Pepe, por la calle, sino que lo seguía de atrás, como arrastrada por el hombre. A veces lloraba sin motivo y, si se le preguntaba la razón, demostraba un pánico indescriptible.
Pensé que debíamos darle al muchacho alguna tarea, a fin de revivirlo y animarlo. Fue así que lo enviamos a Hamburgo para hacerle entrega de cincuenta mil dólares, reunidos por sindicatos alemanes, a un hombre de toda confianza que viajaría a Chile para entregarlos a la resistencia.
‐ Voy a ir solo ‐me dijo. Luzmira se quedará aquí.
Pepe le entregó los dólares al enlace, en el lugar convenido y a la hora fijada. Por desgracia, a los pocos momentos, dos individuos jóvenes que venían corriendo le dieron un violento empujón al emisario y mientras éste perdía el equilibrio, le arrebataron el porta documentos con el dinero que acababa de recibir.
¿Un hecho casual? ¿Una delación? ¿Un vulgar delito de robo? Todas las hipótesis fueron barajadas sin que llegáramos a ninguna conclusión válida. Los que conocían la operación eran muy pocos y de ellos no podía dudarse. Pero los dólares, destinados a sostener la acción sindical en el interior de Chile, se habían volatilizado.
Un compañero, más perspicaz que los otros, me dijo:
‐ ¿Qué pasaporte tiene el "flaco"?
Por primera vez pensé en que Pepe había llegado con un pasaporte normal, sin el clásico timbre que lo hacía válido sólo para salir del país. Pero tocaba la casualidad que no era el único en esas condiciones y yo mismo estaba premunido de uno de esos pasaportes sin anotación alguna. Aunque infiltrada ya la duda, en los recovecos de la subconsciencia, comencé a meditar en el tren de vida de la pareja, superior al de casi todos nosotros, pese a que no podían recibir ayuda de sus familias, cuya miseria yo conocía demasiado bien.
‐ Si hay alguien del que no podemos dudar es del "flaco" ‐le dije‐. Fui amigo de su padre y lo conozco desde que era un niño. Lo he visto formarse y hombres como él se dan muy poco entre nosotros. No. De Pepe no podríamos desconfiar.
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‐ Entonces, ¿de quién?
‐ Mírame a mí de reojo, si quieres, pero no al "flaquito". Nos reímos, pero en ambos quedó flotando una desconfianza inevitable, pues el episodio tenía toda la apariencia de una filtración de la noticia.
Hubo, sin embargo, otra grieta.
Pepe se encontró en el aeropuerto de Orly, en París, con dos compañeras que venían llegando de Chile. Ellas lo conocían muy bien y le tenían absoluta confianza. Posiblemente el encuentro no fue casual, sino que deliberadamente provocado por los agentes de la policía política chilena, la siniestra DINA. Las mujeres eran portadoras de un mensaje, que habían memorizado, para un alto dirigente que residían en la capital francesa y Pepe les señaló la forma de reunirse con él. Momentos después de marcharse el ocasional acompañante, dos sabuesos de la DINA trataron de acorralarlas y detenerlas, en pleno aeropuerto. Las compañeras gritaron, llegó la guardia francesa y los asaltantes huyeron aprovechándose de la aglomeración.
Ya eran demasiadas coincidencias y decidí tomar el toro por las astas. Llamé a Pepe y me encerré con él, para interrogarlo a fondo.
Durante una hora negó todo. Llegó a increparme por ese molesto trance en que lo colocaba.
‐ Tú, el reformista ‐me gritó‐ te atreves a injuriar a un revolucionario.
‐ Despacio, le dije. Ni soy un reformista ni te estoy insultando. Cumplo con el deber de la vigilancia elemental y estoy dispuesto a saber en qué forma estamos infiltrados. Pero lo estamos, y tú lo sabes tan bien como yo.
No puedo precisar en qué momento el "flaco" se derrumbó y me espetó, incoherentemente, toda la verdad Fue una escena irreal, espeluznante, que ofendía a la lógica y escapaba de la dimensión humana. El hombre juraba y lloraba, se golpeaba en el pecho y hubo un instante en que trató de lanzarse contra la pared. Me daba la impresión de que estaba "poseído" y pugnaba por echar a los demonios del cuerpo. Demonios que eran, ante todo, remordimientos, y que no tenían otra escapatoria que la muerte. Lo sabía él, en esa hora, y lo supe yo, con una frialdad inexorable. Era un renegado que no había podido eludir el cerco, traidor a pesar de sí mismo, en el fondo tan puro como el primer día, víctima de las circunstancias, aunque eso no sirviera para limpiarlo. Y yo, que era su juez, o mejor su verdugo, yo mismo no sabía cómo me habría comportado en su lugar. ¿Cuál sería mi reacción si quisieran tocar a mi compañera? ¿Dejaría que la torturaran, que la violaran, que la asesinaran, manteniéndome obstinadamente silencioso, con los labios sellados por una convicción ideológica?
Estaba seguro de que a mi podrían hacerme trizas o matarme, pero no tan seguro de que podría resistir si a ella la maltrataban o brutalizaban. Todas esas sutilezas de conciencia no servían ya para nada, porque por sobre cualquier reflexión estaba el hecho de que Pepe nos había delatado y que era imposible ocultarlo a los demás. Por encima de mi rugía un viento justiciero y yo restaba en el vértice de una tempestad de pasiones que no sólo agitaban a los dos minúsculos personajes encerrados en esa habitación, sino que estremecían a la humanidad en su conjunto. Éramos un fragmento del inmenso mural en el que combatían pobres y ricos, débiles y poderosos, obreros y patrones. Formábamos parte de la historia y en nosotros, también, se ponía en juego la suerte de la revolución. Podíamos comprender las debilidades, pero no nos podíamos dar el lujo de ignorarlas.
En alguna forma Pepe intuía todo eso porque nunca había sido otra cosa que un combatiente socialista y no tuvo verdaderamente una opción. De ahí que su sufrimiento sobrepasara todos los límites de la razón y que se sintiera extrañamente vacío, disociado entre su sueño y su miseria. Ya no teníamos voces que trasmitirnos, palabras con sentido, argumentos propiamente tales. Sólo podíamos mirarnos, despedirnos con un vago gesto de vieja camaradería y saber que siempre subsistía un residuo de comprensión o de afecto, aunque no sirviera para maldita la cosa.
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No nos dimos la mano. Con el tiempo me he arrepentido de mi terquedad, pero hay ocasiones en que actuamos como autómatas, respondiendo a reflejos condicionados desde antiguo. Ni yo le estiré mi mano ni él se atrevió a insinuarlo. El pobre muchacho salió dando tropezones, como un borracho, y se perdió en la noche.
No lo vimos nunca más y parecía que se lo hubiera tragado la tierra. Tampoco supimos de Luzmira. En el partido hablaron de él por mucho tiempo y le cargaron pecados que no corrían por su cuenta. El hombre suele ser un lobo para el hombre, y los marxistas no son una excepción. Un odio ciego, irreflexivo, pasional se fue extendiendo de uno al otro, hasta componer una inmensa red que cubrió a todo el exilio en su diáspora, de país en país, llegando también al interior de Chile, donde el nombre de Pepe era execrado por los que lo conocieron y por los que no lo conocieron.
Pasó a ser un Judas pagado con los treinta denarios de la felonía, un demonio sin escrúpulos y el más infame de los traidores. Su nombre llegó a ser sinónimo de soplón.
Seguramente eso lo sabía Pepe y no he encontrado a una sola persona que me pudiera dar alguna referencia de lo que hizo después de la entrevista que tuvimos en mi departamento de Frankfurt. A los varios meses apareció en los diarios de Santiago un breve párrafo en el que se anunciaba la muerte del "agitador" Pepe Lumbreras, alias el "flaco", sorprendido por los vigilantes cuando intentaba fugarse, mientras era trasladado, en un vehículo militar, del campo de Tres Álamos a la cárcel de Talca.
Quizás algún día logre saber la verdad, escondida tras la tradicional versión engañosa de la dictadura, y sepa cómo y por qué murió Pepe. Pudo tener una crisis más aguda de conciencia y desafiar a los sicarios o estos se deshicieron de él por no ser útil para nada. Tal vez dejó una carta para limpiarse ante los compañeros o, a lo mejor, ni siquiera le dieron tiempo para ello. Sea como sea, para mí. Pepe no fue un traidor. Lo recordaré siempre como el militante entusiasta que solía perder la paciencia cuando la dirección partidaria vacilaba y, muchas veces, me sorprendo a mí mismo pensando en aquel adolescente delgado y revoltoso, con los ojos brillantes y el pelo revuelto, parado tras las rejas de la cárcel gritándome, con el puño en alto, "Viva la revolución socialista".
II
En la penumbra los perfiles se recortaban como un bajorrelieve; la media luz abruma mucho más que la oscuridad y los pensamientos se concentran tratando de escapar de la incertidumbre; la noche, por lo menos, es definitiva, y hasta implacable; pero esos ambientes en que apenas se distinguen las siluetas son agobiantes como un mal presagio.
Miré a las sombras, una por una, y me sumé a ellas, tal vez inconscientemente. Conocía desde hace años a todos esos fantasmas, hombres y mujeres, aunque antes del trasplante, cuando en su propio medio vivían y luchaban, podían respirar libremente y trazarse planes para el futuro, albergar ilusiones o incubar esperanzas.
A mi lado estaba Manuel. Hombre ya de más de cincuenta años, había sido un brillante dirigente sindical en el gremio del calzado y estuvo preso en el campo de concentración de Chacabuco, en la pampa nortina, por cerca de dos años. Dos de sus hijos, militantes de la Juventud Socialista, desaparecieron para siempre; los apresaron, en su propia casa, se los llevaron a empujones y golpes, sin que nunca más se suministrara alguna noticia por las autoridades militares; el otro, de veintidós años, seguía detenido en la Penitenciaría de Santiago, y Manuel removía cielo y tierra para conseguir su salida de Chile. Mientras tanto su mujer, avejentada y destruida, permanecía en Santiago, sin recursos, subsistiendo miserablemente, pero visitando al único hijo sobreviviente, de vez en cuando, las pocas veces que le permitían verlo.
Daniel y Lucía estaban sentados el uno junto al otro, como los podía recordar desde hacía mucho tiempo. Compañeros de estudios en la Universidad de Chile, se habían tomado de la mano y prosiguieron el camino juntos, hasta este exilio amargo; eran todavía adolescentes cuando le hice un curso de materialismo dialéctico a la brigada universitaria y me llamaron la atención por su alegría, espontánea y vital. Al terminar las clases, partían adelante, riéndose, tomados dulcemente de la mano, ajenos a todo lo que no fuera su historia de amor. Ahora tenían ya sobre
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cuarenta años, más visibles en él que en ella, se habían asilado en la Embajada de la República Federal Alemana y lograron salir del país sin mayores daños. Su única hija, casada con un ingeniero demócrata cristiano, estaba a salvo en una ciudad sureña.
Junto a la ventana estaba Juan. Alto, de tez oscura, pelo indócil y gesto hosco, era el que más había sufrido de todos nosotros. Abogado de profesión, cayó tratando de defender a otros compañeros, y la soldadesca se ensañó con él. Violaron a su hija en su presencia, reiteradas veces, y quisieron obligarlo a que él también lo hiciera, a lo que se negó horrorizado. Entonces lo torturaron implacablemente por meses, para que confesara hechos absurdos o acerca de los cuales no tenía el menor conocimiento; fue mantenido en una celda inmunda con un capuchón tapándole la vista, alimentado con bazofias y sometido a las más asquerosas sevicias. Debió comer sus propios excrementos, fue hundido en pozos de agua hasta que los pulmones se le reventaban, sujeto a choques de electricidad en los testículos y en la lengua, se le introdujeron cuñas entre los dedos y, para quebrarlo moralmente, se le narraban los abusos cometidos con su hija presa, una muchacha de veinte años que salió de la cárcel convertida en una sombra.
En un rincón se sentaba Alicia, la más joven de todos los reunidos, cuya normalidad era sorprendente si se piensa en todo lo que debió soportar. Después de las sucesivas violaciones quedó embarazada y le suplicó al médico de la prisión que le practicara un aborto. El profesional, muy atildado, con su delantal blanco, un pequeño bigote recortado y unas manos finas y debidamente manicuradas, la increpó en voz alta y con inusitada violencia, diciéndole que una rata marxista como ella debía estar orgullosa de concebir un hijo de un soldado de la patria. Ese hijo no llegó a nacer, pues el aborto se produjo cuando le introdujeron en el útero ratones vivos, en medio de las risotadas de los "soldados de la patria", enloquecidos y borrachos, cuyas obscenidades alcanzaban el tono de la máxima procacidad.
Fue ella, precisamente, la que se levantó de su asiento para prender la luz. Sus pasos resonaron en la espesura del silencio, tan compacto y pesado que nos agobiaba a todos. La luz nos hirió, por un momento, con su repentino fulgor, y yo me sorprendí frotándome los ojos, igual que si viniera despertando de un largo sueño. Y todos estos últimos años habían sido como una pesadilla; dos veces estuvieron listos para fusilarme, salvándome en el último minuto; concentrado con doce mil prisioneros en el Estadio Nacional de Santiago, supe del frío y del hambre, además de la aglomeración subhumana; después los meses de cárcel, los interrogatorios en la Justicia Militar, las vejaciones y los malos tratos. Por fin, el exilio en un país extraño, la incomunicación del idioma, el desarraigo que hiere aún más a mi compañera que a mí mismo. Todo esto a una edad en que el destino parece ser más definitivo y en que el mañana resulta cada vez más limitado.
Esperábamos a Diego. Venía de otro país a informarnos sobre nuestra lucha común contra la dictadura. Lo había conocido en la brigada universitaria, durante el mismo curso en que me encontré con Daniel y Lucía. Diego estudiaba medicina y era excepcionalmente brillante. Un rostro claro, una frente amplia y unos ojos muy claros, cuyo origen debería encontrarse en las razas escandinavas, entre los fiordos y los ventisqueros. No se recibió de médico porque fue elegido diputado y, durante el período en que estuvimos en el Gobierno, formó parte del Ministerio. Muy joven se había casado con una estudiante de filosofía, tan bella que jamás pude olvidar su imagen de aquellos tiempos, cuando se dejaba dos trenzas sobre los hombros y usaba unos inmensos aros que le enmarcaban la pálida tez, iluminada por dos profundos ojos verdes. Tuvieron tres hijos, y por lo menos uno de ellos estaba preso en Linares.
Diego era impulsivo y dominante. Más de una vez tuvimos airadas discusiones que llegaron a separarnos por algún tiempo. Hablaba en voz muy alta, batiendo el aire con la mano derecha y señalando con el índice a su adversario ocasional. Sabía infundirles fe a sus compañeros y entusiasmar a las asambleas con sus ademanes de tribuno. Ignoraba cuando había logrado salir del país, pero algo sabía de su batalla en varias reuniones celebradas por políticos o parlamentarios europeos, donde el tema chileno figuraba en lugar preferente.
‐ Ya debería estar aquí ‐dijo Juan‐ mirando a través de los visillos por si lograba divisarlo.
‐ Para lo que tenemos que hacer, ‐comentó risueñamente Alicia, mientras encendía un cigarrillo.
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Estuvimos todavía unos minutos, observándonos desde el pasado en esta escena alucinante, mientras el presente pugnaba por despertarnos, devolviéndonos nuestra apariencia de hoy, nuestra nostalgia y nuestra tristeza. Porque todos teníamos el pasado metido ahí en el medio, vigilándonos con los ojos de nuestros ausentes, impulsándonos también a reconquistarle, en un desafío que ya era la única razón para seguir viviendo.
Estaba distraído cuando entró en la pieza, silenciosamente, el esperado compañero. Me vi repentinamente ante él, y creí que el tiempo lo había respetado más que a nosotros. Sus ojos, quizás aún más trasparentes que en mi recuerdo, me miraban desde el fondo de los siglos, con su mensaje de generaciones. Y su voz, con idéntico tono tribunicio, rasgó la breve dimensión del cuarto, mientras abría sus brazos:
‐ Mi viejo querido . . .
Bastó su presencia para que el ambiente cambiara de inmediato; las palabras retumbaban por los rincones y las risas sonaban limpiamente rebotando en las paredes; hubo preguntas, respuestas, saludos, intercambio de noticias, en fin, una agitación que contrastaba con la pálida espera y el extenso silencio.
Diego nos transmitió su experiencia y poco a poco fui reconociendo en sus gestos al antiguo dirigente socialista que mantiene en alto la bandera. Buen análisis de la realidad interna y clara descripción de las tareas en el exilio, para concretar la solidaridad internacional. Habló por más de una hora y todos nos sentimos más o menos interpretados, en la prolongada etapa que se nos iba alargando interminablemente. Para mí fue un reencuentro con el ímpetu revolucionario, algo amortiguado por los años en el destierro. Por lo menos Diego seguía siendo el mismo.
Después de la reunión lo acompañé hasta su hotel, en las inmediaciones de la Estación de Frankfurt, barrio de cafiches y prostitutas que merodean por todas partes. Un homosexual italiano nos persiguió por varias cuadras y una vieja puta, muy pintarrajeada, trató de arrastrarnos a una cantina espesa de humo.
‐ Como en la calle Bandera ‐dijo riendo Diego.
‐ Hasta eso se me va borrando ‐ le contesté.
Entramos al único café de apariencia decente, y pedimos dos cervezas. Pude observar que Diego se había ido transfigurando y ya no era el mismo muchacho de veinte años atrás. Profundas arrugas surcaban sus mejillas y se veía cansado, mientras el fondo de sus ojos aparecía más opaco. Su sonrisa ya no era alegre, sino que se contraía en un rictus. Este Diego que se enfrentaba a mí, en la medianoche de la Hauptbanhof, bebiendo la cerveza del café de la Hayser Strasse, resultaba diferente del entusiasta tribuno y parecía que la máscara se había escurrido dejando al desnudo la verdadera cara del hombre.
‐ No hay necesidad de simular más ‐me dijo‐. Una cosa es levantarles el ánimo a los camaradas y otra engañarse a si mismo.
‐ ¿Qué te pasa, realmente? ‐le pregunté.
‐ No puedo olvidar a mi mujer ‐contestó‐. También yo soy un ser humano.
Y me narró su historia. Todas estas cosas suelen parecerle vulgares a los demás, pero para los protagonistas son terribles, pues no se tiene más que una vida. Fanny resistió, al comienzo, la prisión de Diego y estuvo continuamente preocupada de él, consiguiendo visitarlo varias veces. Precisamente yo recordaba una de esas escenas, mientras permanecimos juntos en una galería de la cárcel de Santiago; Diego estaba entusiasmado, hablando vigorosamente, según su costumbre, mientras ella lo miraba con una tristeza indefinible, sin interrumpir su discurso, casi sumisamente.
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Pasaron varias semanas sin que ella regresara, los días de visita fijados en el penal, y Diego creía que se trataba de una maquinación de las autoridades. No faltó el que lo enterara de la verdad y sólo la fortaleza interior del hombre impidió que se derrumbara para siempre. Fanny se exhibía por todas partes con su propio Fiscal, un mequetrefe abogado, con grado militar, que se aprovechaba de la desgracia y convivía con la hermosa belleza otoñal, vanagloriándose de su conquista.
‐ Precisamente con ese carajo ‐me decía Diego‐, con mi verdugo, con el más despreciable de los canallas.
Y ahí estaba mi amigo destruido, con la voz enronquecida por el odio, expulsado de Chile por gestiones del mismo miserable que se había quedado con su mujer.
Durante varias semanas no supe nada de Diego. Una tarde me tropecé con él, inesperadamente, en el aeropuerto de Frankfurt, donde yo había ido a despedir a un escritor argentino. Disponíamos de varias horas, porque el necesitaba transbordar a un avión de Lufthansa que partía mucho después. Subimos al restaurant de los 5 Continentes y reanudamos nuestra conversación. El rostro de mi amigo se había endurecido y no había dudas de que el sufrimiento lo estaba trabajando interiormente; se veía menos seguro de si mismo, con un leve temblor en las manos, ajeno a las noticias que yo le comunicaba.
‐ ¿Sabes? ‐me dijo al poco rato‐. El sujeto aquel está de Consejero en una Embajada latinoamericana y ella vive a su lado, aunque no concurre a las recepciones, por razones de protocolo.
‐ ¿Y eso te importa? ‐le pregunté.
‐ No lo sé realmente ‐respondió‐. Pero me gustaría matarlos a ambos.
Traté de convencerlo de que era disparatado y de que ninguna mujer valía como para sacrificarle la vida, tanto más cuanto que teníamos, todos, una misión distinta, que consistía en derrocar a la Junta Militar. Le hablé de las luchas pasadas, de la existencia entera entregada a una causa, de las promociones que miraban en nosotros un ejemplo.
Diego estaba extrañamente silencioso. Oía mis palabras, tal vez las pesara, pero se reconcentraba en una idea fija. Pedimos otras dos cervezas y tuvimos que soportar varias canciones alemanas, entonadas furiosamente por un dúo de acordeón y guitarra, cuyas cadencias hacían la delicia de los escasos parroquianos. Llegó la hora de partida y fui a dejarlo a la puerta de embarque, seriamente preocupado ante el aspecto taciturno del viajero.
‐ No te aflijas ‐me dijo sonriendo‐. Son malos pensamientos transitorios.
Por medio año no supe nada más de él, salvo que aparecía esporádicamente en conferencias internacionales y que formaba parte de uno de los grupos más activos de la resistencia chilena radicada en el exterior. Lo volví a encontrar en París, durante las sesiones de un comité que investigaba las violaciones de los derechos humanos en diversos países, entre ellos Chile. Ahora era nuevamente el mismo Diego de antes, entusiasta y avasallador, sin que se notaran rastros de su depresión desmoralizadora.
‐ Viejo ‐me gritó‐. Vamos a desenmascarar a los milicos.
Y por todo el día se movió de una comisión a otra, presentó acuerdos, modificó resoluciones, se entrevistó con dirigentes y animó la campaña contra la dictadura jugándose con toda su energía. "Venceremos", les gritaba a los entusiastas asistentes. "Volveremos y venceremos". Yo mismo me sentí arrastrado por ese torbellino de palabras y lo secundé de la mejor manera posible, sintiendo renacer mis fuerzas.
Por la noche me confidenció que regresaba al interior del país para encabezar la lucha. Hay que decidirse entre ser un político de palabra o un político de acción, subrayó. Estoy asqueado de escuchar a estos guerrilleros de salón que
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disparan metralletas desde el Boulevard Saint Michel de París o la Hauptwache de Frankfurt. La cosa está adentro y me marcho. Nadie me podrá disuadir, ni la dirección del partido ni mis amigos.
Yo había escuchado muchas veces a distintos compañeros asegurar lo mismo, sin que se materializara su propósito. Pero algo había en el tono de voz con que me anunciaba el regreso Diego, inconfundiblemente veraz. Supe en ese instante que había adoptado una decisión y que no podría hacerla variar. Comprendí que él estaba en la razón y sentí tener más de sesenta años, edad en que uno resulta más un estorbo que una ayuda.
Tiempo después supe que había muerto en lo que la policía chilena llamó un "enfrentamiento" y que suele ser simplemente una cacería de rebeldes. Pero por una gran casualidad, pude enterarme de los detalles.
Diego logró reingresar a Chile a través de la cordillera, por un paso próximo a Ovalle, y asumió la dirección partidaria, acéfala por la captura y asesinato de los encargados. Aseguró la edición de un manifiesto llamando a reconocer filas y organizó un pequeño grupo de jóvenes decididos a jugarse la vida hostigando a los militares. Estaba planificando las primeras acciones cuando la casa en que vivía clandestinamente fue rodeada por una patrulla que sin siquiera intimarle rendición lo acribilló a balazos, junto a tres de sus amigos.
Todo debió quedar ahí. No se trataba del primer héroe que desaparece. Los héroes, generalmente, se convierten en tales, a lo menos para la historia, cuando mueren. Los héroes vivos son siempre cuestionados, se les pone en la picota de las murmuraciones, se les enrostra su liderazgo. Diego había muerto con las botas puestas, en su ley, y ya ocupaba, por derecho propio, un sitio de honor en nuestro pequeño Olimpo. No existía necesidad de remover su recuerdo o volver a dispersar sus cenizas.
Sin embargo, no todo estaba concluido en este episodio amargo, que me dejó un sabor a veneno. Porque un día cualquiera, y de esto hace poquísimo tiempo, apareció en mi exiguo departamento de Frankfurt, la propia Fanny, en cuerpo y alma, con su rostro mate, sus grandes ojos color de océano, su estilizada silueta y el pelo estirado hacia atrás, culminando en un moño que hacía recordar las pinturas egipcias. Vestía muy sencillamente y, si se la miraba por una segunda vez, se descubrían las huellas del sufrimiento y de los años. No ocultaba sus canas y el insignificante maquillaje dejaba ver las grietas de la piel.
No estaba sola. Junto a ella se encontraba un muchacho muy joven, no mayor de dieciocho, plantado allí con un ademán casi de orgullo y mirándome con los mismos ojos claros de su padre, avergonzado y desafiante a la vez. Con esa misma mirada me había clavado más de una vez el Diego joven, de sus tiempos de universitario, y yo siempre tuve la sensación ‐y la volvía a tener nuevamente‐ de que a través de ella me observaban generaciones y generaciones de misteriosos antepasados, vikingos belicosos o cruzados fanáticos, hombres con una fe inquebrantable, que lucharon y combatieron, cayendo más de alguno, seguramente, con las botas puestas y la espada en la mano. en la primera fila de la batalla.
‐ ¿Puedo pasar? ‐me preguntó la mujer, reflejando una evidente inseguridad.
‐ Adelante ‐le dije.
Llegó mi compañera y las presenté. El muchacho le estiró la mano y sonrió, por primera vez, un poco menos tenso. Luego de cambiar algunas palabras triviales, mi mujer se retiró a la pequeña cocina, presintiendo que la otra deseaba hablarme a solas.
‐ ¿Qué pasa? ‐le interrogué, sin poder disimular mi sordo rencor.
‐ Me vine a Europa y quise hablar contigo porque he sabido que Diego te reveló lo que pasaba.
No titubeaba ya. Me hablaba con firmeza, mirándome a la cara, enfrentándose a su sentencia.
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‐ Si ‐le contesté‐. Hablamos varias veces. Lo que no me explico es tu visita, pues las palabras huelgan. Por si no lo sabes. Diego regresó a Chile consciente de que era un suicidio y eso es lo que buscaba. No podía vivir sin ti.
Fanny se retorció las manos y volvió a hablar. Su voz había cambiado por la emoción y se escuchaba velada y ronca.
‐ Lo quise siempre. Lo querré siempre. Todo lo hice por él, para salvarle la vida. Javier, y me señaló al joven con un breve gesto, servía de rehén. Si yo me negaba, no sólo seguía preso Diego, a lo que ya me estaba resignando, si no que harían desaparecer a mi hijo. Tuve que entregarme a una sucia bestia y envilecerme. No puedes tener idea de hasta que extremos de degradación humana descendí, y sabiendo lo que tendría que imaginarse Diego, la forma en que se retorcería por el ultraje. Lo único que no pude conocer a ciencia cierta era el final, su viaje al interior y su muerte. Pero después de todo era lo mismo; con razón o sin razón, Diego estaba perdido para siempre. Logré salvar a Javier y te lo traigo. Sé que eso es lo que hubiera querido su padre y eso es también lo que él desea.
‐ ¿Y tú? ‐le pregunté.
‐ Yo vuelvo. Tengo otros dos hijos por los que debo velar; Javier es el mayor y me lo entregaron después del asesinato de su padre. Estuvo más de dos años en la cárcel, pero es fuerte. La revolución lo necesita.
‐ Si, compañero ‐dijo el niño‐. Porque era todavía nada más que eso, un pobre niño algo asustado, apenas en las fronteras de una adolescencia tronchada por la desgracia‐. Sí, compañero, me dijo, vengo a sumarme a los demás, no por vengar a mi padre, sino porque él me educó como un socialista.
‐ Déjalo conmigo ‐le contesté a Fanny‐. Algo haremos con tu hijo; es de buena madera.
Fanny se despidió valientemente, aunque se movía como una sonámbula. Palmoteo a Javier y lo besó en ambas mejillas, pero estoy seguro de que no lo veía. Al que realmente miraba era a Diego, al fantasma de Diego, al recuerdo de Diego, al amor de Diego. Y, tal vez, en los ojos vivos del hijo contemplaba el reflejo de los ojos muertos del padre. Lo que ella había mirado en ese instante era la muerte misma. La sentí bajar por la escalera, pisando fuertemente, con duros trancos, y tuve el sentimiento extraño de que estaba escuchando repicar las campanas de una catedral sumergida en el tiempo.
III
Cuando estas páginas se publiquen, no sé si mi amigo el doctor Enrique Sepúlveda va a estar aún con vida, pero he querido dedicarle este recuerdo de una relación humana mantenida por cuarenta y cinco años, que ilumina en gran parte el trasfondo de la vida social chilena.
En estos momentos, octubre de 1976, Enrique lleva ya ocho meses en una celda de la cárcel bonaerense de Villa Devoto, puesto a disposición del Poder Ejecutivo sin cargos, por el delito de ser chileno y de izquierda. Tiene sesenta y seis años y su salud está muy quebrantada. Se le ha extendido un contrato de trabajo en Francia, país que también le ha concedido una visa, y ahí lo espera la compañera de su vida, que lo ama entrañablemente. Hemos removido el cielo y la tierra para obtener, simplemente, que el gobierno argentino lo deje partir. Pero los generales hacen oídos sordos a las peticiones de autoridades, profesionales e instituciones respetables, porque en estos tiempos sórdidos la vida de un hombre no vale un centavo.
Los funcionarios de las comisiones de derechos humanos o de otras oficinas de las Naciones Unidas, ya sea por un exceso de problemas similares, ya por una paradojal "inhumanidad", no sólo escabullen el cuerpo a las dificultades, sino que tratan a los interesados y a sus familiares con una dureza que los desconcierta y desmoraliza. Los "informes" de las Embajadas de los gobiernos dictatoriales, plagados de falsedades, hipocresías y calumnias, son tenidos como autos de fe y merecen más credibilidad que las versiones de las víctimas. Kafka resulta mucho más directo y simple que estos altos comisionados, envueltos en una maraña de insensibilidad y burocracia.
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A Enrique lo conocí el año 1930, cuando ambos éramos estudiantes universitarios, yo de Derecho y él de Medicina; pertenecíamos a una generación rebelde que se alzaba contra la dictadura de esa ¿'poca, incomparablemente más tibia que la actual, pero que removía nuestros sentimientos libertarios y nos impulsaba a la lucha callejera y a la acción colectiva. Ambos éramos marxistas convictos y confesos, como diría Mariátegui, pero mientras yo participaba del espíritu crítico de Trotsky, él reconocía la disciplina oficial del partido comunista.
Una fría noche del invierno de ese año nos reunimos trece estudiantes de la Universidad de Chile, en una vieja casona de la comuna de San Miguel, y fundamos un grupo de universitarios e intelectuales de izquierda que denominamos Avance. Entre los asistentes estaban Salvador Allende, también estudiante de Medicina, que llegaría a ser Presidente de la República y Marcos Chamudes, un vociferante revolucionario que terminó sus días al servicio directo de la reacción más despiadada. Fue este Marcos Chamudes el que nos enseñó, esa noche, una canción de los comunistas italianos, que ya había atronado las calles de Lima, y que nosotros, exponiéndonos a ser detenidos por la policía, nos vinimos cantando por la Gran Avenida, rumbo al centro, con ese brío maravilloso de una juventud iluminada:
Compagna avanti compagna avanti a la riscosa a la riscosa compagna avanti a la riscosa bandiera rosa que trionfará . . .
Entonábamos esa letra, a medias española y a medias italiana, con una voz muy alta, sin temor a nada, mientras marchábamos firmemente, con pasos duros, cual si estuviéramos asaltando las trincheras de la malvada burguesía. En la primera fila marchaba Enrique, un muchacho de regular estatura, de pelo castaño claro, gesto entusiasta y una sonrisa que le iluminaba la cara borrando instantáneamente todo rastro de pasión o de encono.
Vinieron días de intensa actividad, en que las tumultuosas asambleas universitarias presagiaban la inminente caída del gobierno dictatorial. En el Salón de Honor de la Universidad de Chile, ubicado en la antigua casa de Bello, en plena Alameda de las Delicias, protagonizábamos verdaderas batallas en que los del grupo Avance nos batíamos como leones, en visible minoría, contra conservadores y radicales, que llenaban y hasta desbordaban las graderías. Proclamarse marxistas, y aún más, leninistas, defender a los "bolcheviques" que habían triunfado en la Unión Soviética y anunciar la organización en Chile de los soviets de obreros, campesinos, soldados y marineros, constituía una audacia inconcebible.
Cayó la dictadura, un 26 de Julio de 1931, y la agitación universitaria creció como una marejada; dejamos de ser una insignificante minoría y ganamos en limpia elección la Presidencia de la Federación de Estudiantes, con el alumno de Medicina Roberto Alvarado.
Pero las reuniones internas del grupo resultaban catastróficas y la riña constante entre estalinistas y trotskistas cansó a muchos, entre ellos a Salvador Allende, que se retiró diciendo que no deseaba participar en esa lucha fratricida. No podría precisar en qué ocasión Enrique abandonó a los estalinistas y pasó a las filas del trotskismo, pero si recuerdo que lo hizo con la sinceridad y el ímpetu que ponía en todas sus actuaciones, porque hablaba a la vez con los labios y con el alma, evidenciando una sinceridad inobjetable.
El año 1932 surgió una efímera República Socialista encabezada por el jefe de la Aviación Militar, el coronel Marmaduke Grove, por un político de ideas socialistas, Eugenio Matte Hurtado y por un singular periodista llamado Carlos Dávila, que supo deshacerse, a los trece días justos, de sus compañeros de equipo. Los comunistas organizaron en pleno Salón de Honor de la Universidad de Chile un Consejo Revolucionario de Obreros y Campesinos, con la ingenua esperanza de sobrepasar los acontecimientos y consumar una revolución social. Eran los tiempos del llamado "tercer período", en que el sectarismo más extremista invalidaba toda acción. Por circunstancias imprevisibles yo fui
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nominado para uno de los siete cargos directivos del CROC y terminé rápidamente confinado a la Isla Mocha, en el sur de Chile, en pleno invierno y sin ropa de abrigo. Tenía solamente dieciocho años, y por primera vez, faltó poco para que me "fondearan" en los muelles de Valparaíso, con una piedra atada al cuello, fin que le fue deparado al profesor Anabalón.
Los años siguientes fueron de diario ajetreo social y político encontrándonos con Enrique, ya sea del mismo lado, ya en trincheras opuestas, mientras la vida seguía su inexorable curso. Él se recibió de médico y ejerció la profesión especializado en los niños, atendiendo gratuitamente a cientos de familias obreras de las poblaciones; yo obtuve el título de abogado, no sé todavía cómo, y me vinculé a los sindicatos. Nos encontramos en la misma tienda política de izquierda, con orientación trotskista, y dimos juntos muchas batallas contra los comunistas de la Tercera Internacional, que nos superaban en organización y en número.
Enrique era capaz de participar en el debate más enconado y, terminada la polémica, recobrar su aspecto apacible y su tranquilidad espiritual. Por aquella época, también, ambos nos casamos y formamos familia. Pero estuvimos lejos de "aburguesarnos" y continuamos participando diariamente en reuniones, trabajos y otras actividades políticas. Cuando se fundó el partido socialista, en 1933, nos negamos a ingresar en un grupo que estimamos heterogéneo y sin porvenir, pero tres años después nos sentimos llamados a revisar esa actitud. En la delegación de cuatro dirigentes que asistimos al tercer congreso socialista, efectuado en Concepción, encargada de plantear las condiciones de nuestro ingreso al que ya se habían transformado en un gigantesco partido, íbamos ambos, y Enrique habló en el escenario, montado en un ring, con cuerdas y todo, apelando con escaso éxito a los sentimientos revolucionarios todavía muy vagos en la masa de delegados.
Esa noche me dijo:
‐ Hagan ustedes lo que quieran. Yo no me incorporo.
Me miraba desafiante, hablaba con voz agresiva, quería pelea. Su tensión interior debe haber sido muy grande, pues ni siquiera afloraba esa sonrisa que solía borrar las estridencias en que fatalmente nos deslizábamos.
Por muchos años estuvimos separados y, más de una vez, nos desafiaba desde las asambleas con su oratoria jacobina. Una noche efectuamos una comida en los altos del restaurant chino de la calle Merced para escuchar a algunos invitados extranjeros, entre ellos al doctor argentino Silvio Frondizi, bárbaramente asesinado hace unos meses por la organización fascista "Las Tres A", y Enrique interrumpió los cambios de ideas, hasta entonces pacíficos, con una catilinaria que no supe, realmente, contra quien iba dirigida.
Pasaban los años, inadvertidamente, fatalmente, rigurosamente, y nosotros seguíamos, en cierta forma, siendo los mismos estudiantes de la generación del año 30. Ni Enrique ni yo tuvimos nunca bienes materiales; fuimos pobres de solemnidad y lucimos el orgullo de nuestra pobreza; lo seguimos siendo ahora, él en la cárcel, y yo en el exilio, y nos sentimos más orgullosos que nunca; no se lo puedo preguntar, pero lo sé.
Ambos vimos deshacerse nuestros hogares y Enrique, pasados los cincuenta, peinando ya algunas canas y con el aspecto más maduro, propio de la edad, volvió a enamorarse. Ella era más joven que él, por supuesto, y trabajaba como matrona en el mismo hospital en que él se desempeñaba como pediatra.
No sé por qué, me consultó como técnico en restoranes discretos. Enrique, a su edad, no frecuentaba esos establecimientos donde la luz amortiguada y el clima romántico prestaban eco a las palabras de amor, que se pronuncian en cualquier etapa de la vida. Le dije que fuera a La Chatelaine, en la plaza Pedro de Valdivia, con una pequeña orquesta que tocaba melodías suaves y una penumbra propicia y le señalé que el maître, Núñez, militante socialista y gran amigo mío, lo atendería bien si le señalaba nuestra fraternidad.
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Enrique y Anita formaron una pareja muy unida y fueron llegando los hijos; primero una niña, que debe andar ahora por los doce años, y luego dos hombres, los tres están en Chile, separados de sus padres, cuidados por los abuelos maternos. Volvimos a encontrarnos frecuentemente pues habíamos coincidido nuevamente en la acción y nos visitábamos a menudo, ya que yo también había formado mi nuevo hogar. Nuestras diversiones eran sencillas; alguna comida a base de mariscos, que constituían la pasión de Enrique, regada con algunos vasos de vino o paseos a los alrededores, en el pequeño automóvil que el médico se había visto obligado a comprar. El amor de Anita le había dado reposo espiritual y el ver crecer a sus hijos le deparaba una gran felicidad.
Tenía una manera particular de dirigirse a ella; la trataba de usted, y había en sus gestos una mezcla de afecto conyugal y autoridad paterna, que resultaban indefinibles; la diferencia de edades no mellaba sus sentimientos y pocas veces he visto a un hombre y a una mujer amarse más entrañablemente, más honestamente, más alegremente. Ya sobre los sesenta, Enrique era vital y recto, amable y sensible, siempre con su eterna sonrisa iluminada que, con los años, le prestaba a su rostro una atractiva suavidad.
Durante los tres años del gobierno de Allende, el antiguo compañero del grupo Avance, nuestra colaboración se hizo más estrecha porque Enrique me ayudó en mi trabajo periodístico, dando curso a su vocación permanente. Descuidaba sus atenciones de médico para sentarse a la máquina a escribir editoriales o columnas. Muchas noches, después de la larga jornada, partíamos a buscar a las mujeres y nos íbamos a charlar interminablemente, sobre otros tiempos y los actuales, con reminiscencias de una larga trayectoria común. Generalmente nos dejábamos caer en el Club Social del paradero once y medio de la Gran Avenida, atendido por Cucho Brizuela, y unos flacos violinistas, desgarbados y soñolientos, nos tocaban canciones antiguas, ya casi olvidadas en la noche del pasado. Enrique era el médico de los hijos de uno de los músicos, por lo que estos se esmeraban en brindarnos sus mejores creaciones.
Cuando caí preso, sin que nadie pudiera saber siquiera si estaba aún con vida, ellos estuvieron constantemente en mi casa, sosteniendo y apoyando a mi compañera. Ya en la cárcel, donde teníamos un día de visita, fueron ambos a verme continuamente, pese a mis advertencias por el peligro que implicaba para mi amigo.
‐ No es na, iñor ‐me decía Enrique riendo suavemente, para darme ánimo en ese trance.
Efectivamente, Enrique también terminó cayendo en las redes de la dictadura y fue conducido al campo de concentración de Tejas Verdes, donde lo sometieron a diversos grados de la tortura generalizada. Luego de algunas semanas de malos tratos diarios lo dejaron una noche en libertad, en horas que regía el toque de queda, lejos de su casa, con la manifiesta intención de que lo sorprendieran las patrullas y lo liquidaran en el sitio mismo en que fuera ubicado.
Al día siguiente logró pasar a Argentina, antes de que su nombre quedara incluido en las listas fronterizas que impedían viajar fuera de Chile; lo siguió Anita con los tres niños, y trataron de empezar a vivir de nuevo. Ambos hicieron los trámites para revalidar sus títulos profesionales, arrendaron un pequeño departamentito, matricularon a los dos hijos mayores en el colegio y consiguieron algún trabajo. Durante varios meses estuvieron tranquilos, añorando la patria, pero sintiéndose seguros.
Una noche apareció por el modesto departamento en que vivían un chileno al que apenas conocían y que les contó una historia cualquiera; necesitaba dormir allí esa noche, ya que no tenía otra parte donde hacerlo, y Enrique, pese a las desconfianzas de Anita, le brindó su hospitalidad. Parece que el individuo estaba buscado por la policía, acusado de terrorismo y según múltiples indicios el mismo colocó a los investigadores en la pista de la casa de los Sepúlveda, para librarse del cerco. El hecho es que, a los cuatro días de haber alojado al visitante en su casa, por una noche, llegó una camioneta con varios policías que detuvieron a los dueños de casa y los llevaron a un cuartel donde fueron golpeados y maltratados brutalmente, para que confesaran donde estaba el fugitivo, del cual ellos ni siquiera sabían el nombre.
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Cientos de chilenos sufrieron el mismo trato en Argentina; el país que les había dado asilo, en manos ahora de sus propios militares desentrañados, procedía a recoger en grandes redadas a esa gente que había logrado huir de la masacre en su propia patria. A unos los liquidaban, lisa y llanamente, simulando construir comandos derechistas; acribillaban de balas a familias enteras, padres, madres, hijos, sin preguntarles nada y por el único delito de ser chilenos. A otros los detenían y los dejaban a disposición del poder Ejecutivo, "sin cargos". Esto es lo que le sucedió a Enrique. Anita fue dejada en libertad a los pocos días, terriblemente golpeada, faltándole los dientes superiores y con la advertencia de que se marchara del país a la brevedad posible. Enrique estuvo varias semanas en manos de los interrogadores que le hicieron sufrir toda suerte de sevicias, hasta que ya en estado de verdadera postración fue llevado a la cárcel de Villa Devoto, en Buenos Aires, donde en estos momentos se encuentra.
Anita consiguió enviar sus niños a Chile y ella se quedó en Argentina golpeando a todas las puertas, muy pocas de las cuales se le abrieron. Las de oficinas internacionales, como Naciones Unidas, no ceden el paso fácilmente a las víctimas. Anita lo aprendió rápidamente. Llegó el momento en que debió marcharse y se vino a Francia, país que les había concedido a ambos, visas de ingreso; nos encontramos en Frankfurt y me sumé a la campaña para obtener la liberación de mi amigo. Hasta ahora todo ha sido infructuoso.
¿Por qué está preso en Buenos Aires el médico chileno Enrique Sepúlveda? Una pregunta, por cierto, para la que los militares argentinos no tienen una respuesta. Enrique no milita en ningún partido político desde hace siete años; no ha tenido actividades de este orden en los últimos años, ni en Chile ni en Argentina; sólo puede ser acusado de tener ideas de izquierda y eso, ni para los militares, puede constituir un delito.
El doctor Enrique Sepúlveda tiene ya sesenta y seis años; su corazón no es firme; su salud está muy deteriorada. ¿Por qué el ensañamiento? ¿Por qué la inhumanidad?
Tal vez porque los tan cacareados derechos humanos no son más que un paquete inútil de falsedades. Quizás porque el entrenamiento recibido en las universidades del terror de la zona del canal de Panamá hace de los uniformados latinoamericanos autómatas sin corazón y sin sentimientos. Puede pensarse que la lucha de clases está adquiriendo una intensidad jamás antes conocida.
Pero sea por lo que sea. Ocurra lo que ocurra. Imperen el desenfreno y la brutalidad que imperen. Una gran enseñanza fluye de todo esto: los círculos conservadores del continente, azuzados por los grandes consorcios imperialistas y supranacionales, están sembrando tanto odio, tanto salvajismo, tanta brutalidad y tanta sangre que deberá venir un día en que los pueblos se cobren la revancha. Ley de la vida o exigencia de la historia. Pero es inevitable.
IV
Ruth Kries, entonces una adolescente menuda y morena, llegó el año 1959 a estudiar Medicina a la Universidad de Concepción; era todavía una "mechona", como se llama en esa zona a los estudiantes del primer año, cuando conoció a un muchacho que ya cursaba el cuarto, llamado Hernán Henríquez, en una de las numerosas fiestas que organizaban las fraternidades estudiantiles, que son una vieja tradición de esa casa de estudios del sur de Chile.
Hernán fue siempre un alumno destacado, el mejor que haya pasado por el Liceo de Temuco, según la opinión del que fue su profesor jefe, ex‐senador demócrata cristiano Ricardo Ferrando; pero no sólo era estudioso, sino que también participaba en todas las otras actividades juveniles; fue designado el "mejor compañero" y, luego, el "mejor deportista"; ya en la Universidad se destacó como dirigente estudiantil e ingresó en el Partido Comunista.
Cuando se recibió de médico y Ruth cursaba el quinto año de la carrera, se casaron. Durante cinco años habían formado una pareja inseparable, cuya ternura y serenidad contrastaban, un poco, con el ambiente febril de un estudiante remecido por la pasión política y peligrosamente propenso al exceso de las libaciones, pues los vinos
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"pipeños" de esa región, caldos espesos y cargados, animaban con demasiada frecuencia las polémicas y las reuniones.
Mientras ella terminaba sus estudios, él comenzó a ejercer la profesión en Angol, pequeña ciudad del sur de Chile, traspasada de fríos y de lluvias, rodeada de grandes latifundios donde los campesinos, principalmente indígenas mapuches, sufrían el rigor de una explotación sin paz ni tregua. Hernán, que había pensado especializarse en cirugía, optó por aplicarse a los problemas de salud pública, conmovido por la miseria de esa población; no tardó en ser nombrado Director del Hospital y su nombre invocado con devoción por hombres y mujeres de los alrededores, que encontraban siempre en el joven funcionario comprensión y apoyo.
El año 1970, poco antes de la victoria electoral de Salvador Allende, Hernán ascendía al cargo de Subdirector del Hospital Zonal, en Temuco, mientras Ruth, que ya se había recibido, ejercía como médico general en la zona y atendía algunas horas en un policlínico. Habían ido llegando los hijos y, precisamente, faltando pocas semanas para la elección, llegó el último de todos. Son tres hombres y una mujer, el mayor ahora de diez años y el menor, de tres.
En el momento del golpe militar Hernán servía el cargo de Director zonal de la 10a Zona de Salud, comprendiendo las provincias de Malleco y Cautín, con sede en la ciudad de Temuco, y era querido y respetado por los profesionales de la zona y por la población, especialmente obreros y campesinos, pues era frecuente que acudiera a reuniones donde les explicaba los problemas de su especialidad. Participó en la elaboración de un Plan de Salud Rural y le dio impulso a un Plan Piloto para los Mapuches, ayudado por otros médicos que obedecían a la misma inspiración social. Tenía, entonces, treinta y seis años, una edad en que a la madurez del hombre queda aún unida la fogosidad y el entusiasmo de los años jóvenes.
En esa región, sin embargo, era ostensible la resistencia de los prepotentes patrones, que conspiraban y se organizaban a fin de terminar con esas innovaciones peligrosas y resistir los avances de una reforma agraria que cercenaba sus centenarias posesiones familiares. Una noche en que Hernán jugaba con sus niños, en la casa, sonó el teléfono y él contestó la llamada:
‐ ¡Yakarta! ‐dijo una voz enronquecida por el odio. Nada más. Sólo la sensación de que alguien, al otro lado de la línea, respiraba y acechaba.
‐ Estos "momios" van a lanzarse ‐le contestó a Ruth‐. Pero no creo que cuenten con los militares. Por lo menos los carabineros no son asesinos.
Hernán, en medio de todos sus trajines, destinaba dos horas todos los días para atender gratuitamente a los carabineros; las esposas y los hijos de los policías uniformados encontraban en él una preocupación real por sus problemas y le tenían especial afecto.
Esa voz preñada de odio, esa palabra untada en sangre, "Yakarta", ese lejano y viscoso contacto, lo acosaban continuamente, tal vez por un instinto de que no se trataba meramente de una amenaza, sino que estaba detrás de todo eso una oligarquía exasperada.
El mismo día del golpe lo detuvieron y lo llevaron al Regimiento, donde fue interrogado durante dos horas. Reconoció, ‐lo que por otra parte era evidente‐ que militaba en el Partido Comunista, y a pesar de ello lo devolvieron a su hogar, sometido a arresto domiciliario. En esos primeros momentos su prestigio bastaba para detener la mano de los asesinos.
Lo volvieron a detener, y lo volvieron a soltar. La vida familiar transcurría ensombrecida por el clima de terror imperante. El padre de Hernán era un antiguo masón y recurrió a sus hermanos, muchos de ellos de la alta jerarquía castrense; todos le cerraron las puertas y el principal de todos, sin dejarlo pasar mampara adentro le susurró:
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‐ No me comprometas . . .
Empezaron a caer los dirigentes sindicales, los campesinos, los militantes socialistas, comunistas y radicales, todo el que tenía alguna relación con la odiada Unidad Popular. Ruth fue a hablar con el arzobispo Piñeiro y éste, aunque cortésmente, también se negó a intervenir. Una noche, pasadas las nueve, llegó una camioneta de la Dirección de Investigaciones y dos funcionarios de civil allanaron, una vez más, la casa. A la una de la mañana paró un jeep de Carabineros ante la puerta y Hernán bajó a abrir, apenas vestido con pantalones y una camisa, intensamente pálido, como si presintiera la desgracia.
No volvió a subir, ni siquiera para coger ropa de abrigo; cuando Ruth se dio cuenta de que sucedía algo extraño, corrió escaleras abajo y trató de acercarse a su marido, pero fue brutalmente repelida por un carabinero. Uno de esos hombres a los que el médico había atendido por años, a cuya esposa y a cuyos hijos había cuidado y a los que él mismo les llevaba las medicinas, de un culatazo apartó a la mujer indefensa, que sólo deseaba besar, por última vez, al compañero de su vida.
Ruth llegó a saber perfectamente que Hernán había sido visto en un recinto carcelario de Pitrufquén y en la sede el grupo aéreo Nº 3. Un compañero que logró salir en libertad le contó que le había pasado un pañuelo porque sangraba profusamente. Otro le narró que, estando el médico en el suelo de la caballeriza, casi sin aliento, manchado con sangre por todos lados, fue observado por uno de los carabineros, quien le dijo a otro:
‐ Echémosle una frazada a este perro, porque si no se nos va a morir esta noche.
Ruth corría de un lado para otro, buscando apoyo. No sólo le negaron tenerlo detenido, sino que el Comandante de Aviación, Andrés Pacheco, le dijo burlonamente:
‐ A su marido no lo detuvieron carabineros, sino agitadores del MIR disfrazados que lo liberaron.
Como Ruth le reclamara por lo burdo de ese razonamiento, se sulfuró:
‐ ¡Su marido era el peor de los asesinos! ‐gritaba, casi echando espuma por la boca‐. ¡Era el jefe del plan Z en esta zona!
A Ruth le llamó la atención de que hablara en pretérito: "Era".
Ella, sin embargo, conservaba esperanzas.
Fue al Servicio Nacional de Salud, donde Hernán había trabajado los últimos años. Los médicos la rehuyeron y logró ser atendida por el fiscal, un abogado de nombre Hernán San Martín, quien le dijo se habían comprobado graves cargos de malversación en contra del ex‐Director. Como Ruth insistiera en conocer esos cargos, le expresó que, en dos oportunidades, su marido había autorizado se le pagaran sus sueldos con algunos días de anticipación a dos colegas. Ruth siguió averiguando y comprobó que esos dos médicos eran de extrema derecha, miembros del Partido Nacional, una mujer y el Dr. Baquerizo, actual Director Zonal. Es decir, ni siquiera se le podía acusar de haber ayudado a sus amigos, pues los favorecidos eran, en todo caso, sus enemigos, y hablar en este caso de malversación era una maldad y una crueldad increíbles.
Esa noche Ruth tuvo un sueño. No es propensa a las supersticiones y no es devota del psicoanálisis. Pero ese sueño la conmovió extrañamente. Se vio en presencia del presidente del Colegio Médico, al que había recurrido, sin resultados, varias veces, y éste le decía: "Siento comunicarle que su marido murió esta mañana... ". Ruth despertó sobresaltada, se levantó a acariciar a sus hijos, y no logró pegar los ojos hasta el día siguiente.
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Se levantó temprano y se dirigió al Hospital, para tratar de saber algo. Una amiga la detuvo en la calle y le contó la horrible nueva. Por radio se había leído un bando militar que daba cuenta de la muerte de Hernán, a quien acusaban de haberse intentado fugar en un helicóptero, junto al dirigente de la Salud Alejandro Flores, a quien detuvieron solamente para darle visos de verosimilitud al infundio, y al que fusilaron en el mismo patio del Grupo Aéreo, en presencia del comandante Pacheco.
Durante toda la pesadilla de terror, que aún hoy perdura en Chile, fue notoria la falta de imaginación de los militares que han dado versiones de los asesinatos que resultan ofensivas para el más discreto sentido común. ¿Cómo iba a fugarse en helicóptero un preso que jamás había manejado uno de esos aparatos? ¿Cómo iba a llegar hasta ese sitio si estaba encerrado, mal herido, por no decir moribundo? Pero el desprecio por las vidas ajenas y la mediocridad de los oficiales se concertaban para ofrecer noticias de esta índole, que agregaban la mofa a la maldad.
Ruth, enloquecida y fuera de sí, corrió al Servicio Nacional de Salud y, una vez más, los médicos, sus propios colegas, se negaron a hablar con ella. Sólo la recibió, nuevamente, el abogado San Martín, quien le espetó brutalmente que a Hernán lo habían fusilado justamente porque era un elemento subversivo y antisocial.
Ruth no se pudo contener, y le gritó:
‐ Tú no eres un hombre. Eres una bestia. Lo único que tienes de hombre son los pantalones . . .
San Martín y dos médicos que se encontraban cerca se abalanzaron al teléfono a llamar a los militares. Ruth huyó, pero muy luego fue detenida. Aquellos individuos despreciables, sin comprender el terrible dolor de una esposa, optaron por entregarla también a los esbirros. Ya no había conciencia, ni sentimientos, ni moral, ni humanidad, ni nada de nada. Las fieras andaban en libertad, aullando y devorando.
Ruth tuvo la suerte de caer en manos de carabineros. El capitán que la interrogó, y que había conocido a Hernán, lloró junto a ella, con verdaderas lágrimas de hombre, sin hipocresías y sin tapujos.
‐ Voy a dejarla en libertad, doctora ‐le dijo‐. Mi obligación es pasarla a la justicia militar, donde está el expediente de su marido. Pero correré el riesgo. Váyase y desaparezca.
Surgieron amigos que la protegieron, vehículos que la trasladaron oculta a Santiago, compañeros que expusieron su vida para que ella y sus cuatro hijos pudieran refugiarse en la Embajada de la República Federal Alemana. Los familiares trataron, infructuosamente, de obtener que las autoridades militares les entregaran el cadáver de Hernán. Pero eso significaba exhibir el cuerpo triturado y mutilado de un hombre que sólo había practicado el bien en su vida y al que un viento de irracionalidad y de furia sacudió hasta destrozarlo implacablemente.
Cuando Ruth se vio enfrentada a mi pregunta, la entereza que hasta ese momento había demostrado se derrumbó, y durante unos minutos no pudo responderme.
‐ ¿Qué sucedió con sus restos? ‐le pregunté.
Ella quiso hablar, pero no pudo. Se inclinó sobre la mesa y lloró silenciosamente, largo rato. Yo callaba, también estremecido por el dolor que la desbordaba. Habían pasado más de tres años, pero todo volvía a su memoria; era como si hubiera ocurrido ayer; casi como si acabaran de asesinarlo; en aquella pequeña habitación de su departamento de Frankfurt, con los niños durmiendo en la pieza del lado, la sombra de Hernán se proyectaba desde los bosques de nuestro sur austral, se colaba entre los árboles, por sobre los océanos, a través de las murallas. Su sombra estaba ahí, entre nosotros, sensible y gravitante, tratando de materializarse, en una tentativa desesperada de consuelo o de caricia.
La mujer pudo, al fin, contestar:
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‐ No sé ‐me dijo‐. No sé dónde están. No quisieron decirlo. Despiadado detalle final para tanto salvajismo. Ruth no cree en cielos ni en infiernos y está más allá de los ritos y las solemnidades. Pero ella quisiera regresar un día y poder llegar hasta su tumba, a dejarle una flor o a conversar con él, de cara a la eternidad, bajo la lluvia desatada o en medio de las ráfagas del viento desbocado. Una tumba puede alcanzar significaciones imprevisibles. Puede traer recuerdos sepultados, pensamientos desconocidos, aproximaciones espontáneas. Una tumba puede ser la prolongación de un amor no extinguido, el lazo entre el ayer y el mañana, la presencia del que se fue, el hálito de la felicidad perdida. Una tumba puede ser la meta de peregrinaciones, el reencuentro de dos almas, la esperanza que dejó de ser una esperanza, pero es todavía casi como una luz.
Ruth no podrá cumplir jamás con esa peregrinación. Los militares asesinos le quitaron también eso. No sólo le quitaron al hombre, no sólo le quitaron el cuerpo, sino que le quitaron hasta la tumba.
V
Cuando los motores del avión trepidaron y la máquina tomó velocidad, elevándose luego sobre el aeropuerto del Pudahuel, clavándose hacia un cielo extrañamente limpio cuyo azul cobraba una intensidad que casi lo enceguecía, Álvaro respiró profundamente, convencido de que, esta vez, volaba hacia la libertad.
Eran dos años de su vida los que abandonaba allá abajo, sobre esa tierra que se iba desvaneciendo a la distancia; porque curiosamente, todo el tiempo anterior a los últimos meses de agonía parecía no haber existido jamás. Su pobre infancia proletaria, en la pequeña choza donde el frío se colaba, cada invierno, traspasando la carne, los huesos y el alma; su padre, obrero municipal que jamás pudo salir de la miseria, cumpliendo cada jornada de trabajo con una actitud tan triste que lo asimilaba a las sombras hasta el punto que cada noche era tragado por ellas, confundiéndose en su palidez hasta que lo alcanzó la muerte; su madre, tan joven y tan vieja, al mismo tiempo, con esa edad de las mujeres pobres cuya lozanía se extingue, casi, con el primer beso. Su hermana menor, Alicia, cuya risa pretérita ‐porque la habían asesinado ante sus propios ojos, a los quince años‐ carecía de eco y vibraba atemperada, con sordina, angustiosamente, en el fondo de un pozo tan profundo que de nada valía asomarse a su borde. La escuelita del barrio, los amigos de la adolescencia, su primer trabajo en la fábrica, la incorporación a la juventud socialista, sus amoríos pasajeros, los ardientes besos de Adelaida, todo eso le parecía irreal, como si le hubiera ocurrido a otro, a un Álvaro mucho más joven que él, perdido en un pasado que era incapaz de revivir o reconstruir, al igual que esos sueños que dejan, por la mañana, una vaga reminiscencia, pero que no es posible describir pues los detalles se han volatilizado, han vuelto al mismo sueño del que no debieron, tal vez, haber escapado nunca.
En cambio, los últimos dos años los llevaba consigo grabados a fuego en la conciencia. Todo había comenzado aquella mañana de septiembre en que los cañones rugieron, los bombarderos atronaron el aire y los uniformados, convertidos en fieras, asaltaron las casas de los obreros maltratando y asesinando a los hombres, las mujeres y los niños. Así golpearon brutalmente a su madre y violaron a Alicia, en su presencia, clavándola sus yataganes por mero sadismo, hasta que los ojos de la niña fueron abriéndose en un espanto supremo que los hizo explotar, como una granada. Y a él, que se había quedado en la casa previendo un posible golpe militar, lo habían sacudido a culatazos y luego amontonado con otros pobladores en un camión, en el que los llevaron hasta un cuartel donde permanecieron tendidos en el patio, con las manos en la nuca, boca al suelo, tantas horas, que el cuerpo se le había acalambrado hasta volverse insensible.
Dos días permaneció allí, sin alimento alguno, con otros cincuenta "prisioneros de guerra", inmóvil, salvo algunos breves minutos en que, por grupos, eran conducidos a los excusados. Después, por la noche, se les hizo subir a dos buses, rodeados por tropa armada hasta los dientes y se les condujo al Estadio Nacional, donde yacían, en las graderías y en los pasillos, varios miles de ciudadanos, muchos de ellos mal heridos.
Su grupo fue acomodado en uno de los pasillos, donde nuevamente debieron tenderse boca abajo, con las manos en la nuca y amenazados de muerte si insinuaban un movimiento. Poco después comenzó una escena dantesca; unos cien trabajadores del barrio obrero de Renca, la mayoría de ellos bastante ancianos, fueron empujados brutalmente
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por un grupo de carabineros cuya excitación era manifiesta, y obligados a arrodillarse; los carabineros se formaron en dos filas y les ordenaron a los obreros que pasaran por el medio, mientras los culateaban y los acuchillaban con una brutalidad escalofriante; los trabajadores debían decir: "perdón, mi carabinerito lindo", letanía que recitaban con una voz pausada, lenta, arrastrada, agónica, casi inaudible, sin dejar de avanzar lentamente, en un cortejo macabro que los llevaba hacia la muerte. "Perdón, mi carabinerito lindo", y el cuchillo se hundía en el vientre del infeliz. Así, por espacio de una hora, con un sadismo de pesadilla, hasta que no quedó uno solo vivo. Frente a ellos, a pocos metros, casi al alcance de la mano, cien obreros que habían tenido la osadía de resistirse en su barriada, exterminados como animales, implacablemente, por otros hombres de origen proletario, a los que se había azuzado por los oficiales hasta el linde mismo de la locura.
Después vino el hambre. Ya llevaban dos días enteros sin recibir una sola migaja de comida pudiendo beber, de tarde en tarde, un poco de agua en una sola llave. Y pasó un tercer día, lento, largo, interminable, hasta que los formaron para servirles en un tacho de lata un nauseabundo líquido que podía recordar al te, al café, al higo, al mate o a lo que sugiriera la imaginación de cada uno. Todos los días, a las diez de la mañana, les ¡legaba el indescriptible líquido, algunas veces acompañado de media rebanada de pan añejo y, dos horas después, una breve porción de porotos podridos, con uno que otro fideo de complemento. Y, luego, de nuevo hasta el día siguiente, sin nada que llevarse a la boca, con un hambre que era multitudinaria, feroz, acuciante, dolorosa.
Durante varias horas se les trasladaba a las graderías del Estadio para exhibirlos a las representaciones diplomáticas y a la prensa extranjera, a los que se informaba que los prisioneros estaban en excelente situación, bien alimentados y gozando del aire sano que se respiraba en el recinto deportivo. Es claro que nadie podía comunicarse con ellos y sólo se les podía mirar desde lejos. Con el sol, que en el mes de noviembre llegó a ser intolerable, la debilidad se acentuaba y hubo malestares y desmayos. En una de las primeras salidas un joven médico que era vecino de ubicación con Álvaro, recogió unas cáscaras de naranja que habían quedado bajo unas butacas desde el último partido de fútbol y, resecas y pisoteadas como estaban, las repartió entre varios que se las comieron ávidamente. Son calorías, dijo el médico, riéndose. Y Álvaro recordaba ahora, mientras el avión volaba ya sobre la cordillera de los Andes, que un día iba a lavar su tacho, para devolverlo, cuando observó que un pequeño fideo, de menos de un centímetro, había quedado al fondo, por lo que lo succionó cuidadosamente pensando, en ese instante, que eran algunas calorías y debían asegurarse.
En el Estadio dormía en el suelo, sin ropa, apretujado entre sus compañeros y se moría de hambre, paulatinamente, pero pocas veces sufrió malos tratos y, con el tiempo, llegó a pensar que ese período fue el mejor de su encarcelamiento. En ocasiones algunos compañeros eran llevados para interrogatorio y regresaban horas después destrozados, con algunos dientes menos y las señales de la tortura a flor de piel. A más de uno lo sacaban todas las noches, hasta que llegaba el momento en que no regresaban más, porque la resistencia se les había terminado. Pero como los prisioneros eran más de diez mil, jugaba en todo eso un poco la suerte y muchos libraban sin consecuencias.
Llegó el día en que Álvaro fue conducido, con otros cinco presos, a un recinto militar en el cual, como medida previa, se les colocó un capuchón en la cara, que los sumió en la sombra. Fueron dos meses de tortura diaria y metódica, para que confesara donde estaban guardadas las armas de la juventud socialista y para que diera nombres de dirigentes. No podía pensar sin estremecerse en la humillación del trato, la bestialidad del castigo y ese renunciamiento a la vida que terminó por apoderarse de él. Nunca había visto arma alguna y sólo conocía a dos o tres dirigentes de escasa importancia. Pero se le aplicó corriente eléctrica en los testículos, se le sumergió en toneles con agua nauseabunda, se le hizo beber su propia orina y se le obligó a refregarse y besarse con otros presos, sin que el tormento cesara un solo día, dejándole únicamente las noches para dormir unas pocas horas, interrumpidas por nuevos interrogatorios y renovadas atrocidades.
Una noche, en que dormía profundamente, con ese sueño agobiante y pesado del abandono definitivo, lo despertaron para conducirlo nuevamente a una oficina. No podía ver, a través de la capucha, pero se dio cuenta de que estaba en una sala cómoda, con calefacción y buenos muebles. El individuo que lo había interrogado durante ese tiempo, conversaba en inglés con otro sujeto que tenía una voz muy ronca, y se reía despreocupadamente.
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‐ Te vamos a mandar a Chacabuco ‐le dijo el oficial‐. Vamos a creerte que no sabes nada más. Y si te portas bien y prometes no meterte en política, vas a recuperar la libertad. ¿Tienes familia?
Álvaro no sabía si su madre estaba viva o muerta. Pero prefería quedar en la duda antes que exponerse a que fueran de nuevo a su casa.
‐ Todos murieron ese día, contestó. Repentinamente se hizo un silencio. Escuchó que el extranjero preguntaba algo, en su propio idioma, y que el oficial le respondía brevemente. Lo tomaron de un brazo y lo guiaron hacia la puerta.
Un año y medio en el campo de concentración de Chacabuco, en la zona norte de Chile, con un clima áspero que en la noche se aguzaba como puñales y después la notificación de que sería expulsado del país. Vino el viaje a Santiago, los trámites legales y, esa mañana, en un jeep militar, rodeado de cuatro soldados con cascos y carabineros, el traslado al aeropuerto y la subida al avión. Esa era la primera vez que subía a uno. Pero tenía la sensación de que recobraba su personalidad y de que volvía a ser un hombre libre. Estaba naciendo de nuevo después de dos años de una larga gestación. Iba a encontrarse con otros camaradas y a reiniciar la lucha por la libertad de la patria. Nunca había sentido tanto odio y anhelaba vengarse de la ignominia. Ahí, en la altura, escuchando el atenuado zumbar de los motores, soñaba un poco con la nueva vida y pensaba en las tareas que le esperaban.
En el aeropuerto de Frankfurt am Main, en la República Federal Alemana, país que le había concedido visa, no lo esperó ningún chileno. Salió del control de pasaportes y miró con cierta angustia a su alrededor. Nadie a quien conociera. Nadie que le hiciera un gesto amistoso. Pasajeros que corrían a buscar sus valijas o público que esperaba a algún pariente. No sabía cómo darse a entender y tenía unos deseos inmensos de ponerse a llorar. Era como un niño perdido en las calles de una gran ciudad y estuvo a punto de largarse a correr, sin rumbo fijo.
Cuando su desconcierto llegaba al máximo se le acercó una señora rubia que le mostró su propio nombre escrito en una tarjeta; le hizo una señal afirmativa y ella le indicó que lo siguiera. No podían entenderse sino por señas, pero Álvaro supo que se trataba de una funcionaría internacional. Lo hicieron subir a un vehículo y lo condujeron a un barrio lejano, donde lo dejaron en un edificio destinado a recibir exiliados. Ahí encontró a un chileno que le preguntó si era socialista o comunista. Ante la respuesta, lo llevó a una pieza donde estaban sentados dos chilenos, bebiendo cerveza.
‐ Este es de ustedes ‐les dijo el acompañante.
Y así Álvaro se encontró, por primera vez en el exilio, con dos de sus camaradas de partido, que lo habían precedido en el largo viaje hacia la tierra extraña.
Uno de ellos era de mediana edad, de baja estatura, macizo, con un pelo hirsuto que se le desbordaba sobre la frente y unos gruesos anteojos tras los cuales lo escrutaban dos pequeños ojos negros; el otro era más joven, con aspecto de intelectual o de estudiante, delgado y con unos rasgos finos que contrastaban con la dureza de la cara del otro. Álvaro tuvo una vaga sensación de que lo observaban con desconfianza, sin que se evidenciara en algún gesto preciso, pero dejando ante ellos un espacio por el momento infranqueable, que helaba las palabras.
‐ ¿Vienes llegando recién? ‐preguntó el más viejo.
‐Sí, compañero ‐contestó.
‐ ¿No te esperaba nadie del partido?
‐ Nadie.
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‐ ¿Vos? ‐le dijo entonces al joven‐. Son unos cabrones. Parece que les molesta cuando llegan los compañeros. Y, dirigiéndose a Álvaro, le espetó:
‐ No esperes nada de los dirigentes. Sólo viven preocupados de arreglarse ellos los bigotes. De la solidaridad nosotros no sabemos nada. Dicen que todo va para los presos en Chile. ¿Tú estabas preso?
‐ Sí, camarada. Dos años en Chacabuco y vengo directamente de ahí.
‐ ¿Y viste la ayuda?
Álvaro no había visto la ayuda, pero tampoco quería empezar su exilio en medio de lamentaciones. El venía a sumarse a una cruzada por el regreso a la patria y por la revancha revolucionaria. No le resultaba cómodo iniciar su nueva vida h; blando de pequeñeces. Eludió la respuesta, tomando recién asiento, pese a que no se lo habían ofrecido.
El joven le acercó un vaso y se lo llenó de cerveza. Álvaro la bebió de un sorbo, pues el cúmulo de emociones lo tenían sediento.
‐ ¿Cómo me puedo poner en contacto con el partido? ‐preguntó.
Los otros dos se miraron, y el más viejo le dijo:
‐ ¿Estás con el Cheto o con la coordinadora?
Si a Álvaro le hubieran hablado en latín, tal vez se habría dado cuenta con más claridad de lo que le preguntaban. Tuvo la impresión de que estaba de nuevo en el interrogatorio, con el capuchón sobre los ojos, mientras lo presionaban para que dijera en qué lugar se ocultaban unas armas de las que él nunca había oído decir nada.
¿Qué sería eso de la coordinadora? ¿Eran de verdad militantes del partido o se trataba de agentes confidenciales de la dictadura?
Los miró, seriamente, ya al borde de una explosión emocional, y les dijo:
‐ ¿Qué significa eso de la coordinadora? No sé si el loco soy yo o lo son ustedes.
‐ La coordinadora es el frente de los socialistas revolucionarios, ‐le dijo bruscamente el viejo‐. Si eres socialista, deberías saberlo.
‐ Soy socialista y he estado dos años en los campos de concentración. Nunca he oído nada de esa coordinadora de que ustedes hablan. Soy socialista del partido socialista, y no de grupos raros acerca de los cuales los presos no hemos oído hablar jamás.
El ambiente se hacía tenso. Los otros debieron darse cuenta porque cambiaron de inmediato el tono de la voz.
‐ Bueno ‐dijo el joven‐. Lo primero es instalar al camarada y ya habrá tiempo mañana para conversar sobre el partido. No te alarmes, ‐le dijo dirigiéndose a Álvaro‐, por nuestras preocupaciones. pero el exilio tiene sus propias reglas. Estamos, ¿sabes?, un poco envenenados por la derrota. Pero ya tendrás tiempo de darte cuenta por ti mismo.
Hablaron con un señor de barba, muy afable, que estaba a cargo del edificio, y llevaron al muchacho a una pieza con dos literas, una cocina de carbón y algunos muebles; le indicaron que los baños quedaban cerca y el funcionario alemán le dio a entender que, al día siguiente, le entregaría algún dinero para sus primeros gastos. Álvaro empezaba
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a vivir su destierro, un poco desconcertado por el recibimiento, pero con el ánimo de sobreponerse a los contratiempos para sumarse a la lucha partidaria.
Al día siguiente conoció en el mismo edificio de los refugiados a otra chilena, que llevaba ya dos meses en el exilio. María Soledad era una mujer de aproximadamente treinta años, de una belleza morena y suave, con unos ojos oscuros e implorantes y una larga cabellera negra que le caía, en parte, sobre la mejilla derecha. Esbelta, sin ser alta, usaba un blue jean ceñido y una chomba de lana que destacaba sus senos firmes y desafiantes. Tímida y provocativa, a la vez, excitó en Álvaro el deseo largo tiempo reprimido, sin que el mismo pudiera percatarse, en ese momento, del sentido de aquella atracción. Pero se aferró a esa mirada que se le tendía como un puente y a esa voz grave y dulce que se arrastraba hacia él a través de sencillas palabras que no tenían, en sí mismas, ningún significado especial, pero que le parecían preñadas de sugerencias y promesas.
María Soledad era casada pero su marido había desaparecido; en Chile los hombres y las mujeres suelen desaparecer en manos de la policía militar; se les apresa, en su propio hogar o en sitios públicos, a la vista de parientes, de amigos o de extraños, se les hace subir a vehículos del ejército y luego nunca más se sabe nada de ellos; a los que concurren a las oficinas o a los cuarteles a inquirir noticias, se les expresa que la persona desaparecida no figura en ninguna lista de detenidos y que es falso el dato acerca de su apresamiento. Los desaparecidos son ya varios miles y, solamente respecto de unos pocos, se dan después informes falsos, de un cinismo abismante, como por ejemplo que sus cadáveres aparecieron en países vecinos, donde estaban enrolados en la guerrilla; o, en ocasiones, se encuentran efectivamente los cadáveres, tirados en un barranco o abandonados en una playa, horriblemente mutilados y con las muestras evidentes de toda clase de sevicias y flagelaciones. Pero la inmensa mayoría desaparece lisa y llanamente, se esfuma o se volatiliza, no deja rastro alguno; son seres humanos que se van para siempre, sumergidos en una noche de ignominia y espanto, dejando en sus seres queridos una vaga esperanza de que, tal vez, algún día, por un milagro, reaparezcan en un camino perdido o en una calle desconocida, con su gesto de siempre, su ademán habitual, hablando con su propia voz y recobrando, de súbito, su presencia concreta.
La crueldad de la incertidumbre es mucho peor que la brutal verdad, dicha de frente; María Soledad dudaba, en el fondo de su corazón, por encima de la convicción que imponía el razonamiento. Y no sólo estaba desaparecido su compañero, sino que habían asesinado a su hermano, dirigente sindical y militante del partido comunista. Ella había sido detenida, varias semanas, primero en el Estadio Nacional, en el recinto de la piscina, destinado a las mujeres, y luego en un campamento de tortura, que no sabía ubicar exactamente. Aunque no militaba en ningún partido, su compañero y su hermano eran comunistas, lo que la convertía automáticamente en elemento subversivo y peligroso. No hablaba del trato que le habían dado durante esas semanas, pero un leve destello de pánico se asomaba al borde mismo de sus ojos profundos y un ligero temblor delataba, en la voz, la secuencia de los recuerdos. Era imposible que una mujer detenida, más o menos agraciada, no sufriera en su propia carne la insania de una soldadesca desorbitada a la que los propios jefes incitaban con su ejemplo o con sus indicaciones.
Salieron a dar una vuelta por las calles del barrio y Álvaro respiraba a pleno pulmón el aire de la libertad recientemente adquirida, siempre con la sensación de que había vuelto a nacer. Pensaba en su madre, de la que nada había sabido en dos años y que podría estar aún viva, allegada a la familia de alguno de sus hermanos y en Adelaida, su última novia, loca y apasionada, cuyas caricias le habían abierto las puertas de una sensualidad ilimitada. Imágenes de abrazos, de coitos, de lentos besos pasaban por su imaginación y sentía renacer el instinto, en plena calle, en esa ciudad desconocida, en medio de tanta gente extraña, hombres rubios y mujeres robustas, que pasaban a su lado hablando un idioma áspero e incomprensible. Caminaban lentamente, en silencio, absortos ambos en sus recuerdos, sumidos en pensamientos distantes e imprecisos, evocando cada uno a sus muertos. Sin embargo, el deseo estaba presente, tanto en Álvaro, cuya juventud acuciaba los sentidos como en la mujer, aislada en ese medio hostil, privada de todo afecto y ansiosa, sin saberlo ciertamente, de una suave caricia expresada en cualquier breve gesto, la mano sobre el cabello, la boca sobre la boca o, siquiera, el roce de los cuerpos deslizándose por la vereda.
Caminaron varias cuadras hablando poco pero comunicándose por otros medios inaudibles, como las miradas, la respiración, los ademanes o los latidos; todo aquello tenía una significación que ninguno de los dos comprendía plenamente, porque descansaba en las profundidades del ser más que en la conciencia; tenía un sentido que
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enraizaba en la incomprensible naturaleza de los seres humanos; quizás la atracción era puramente física, pero gravitaba entre ellos sordamente, pesadamente, casi fatalmente. Álvaro pensaba en Adelaida, aunque, por encima de ella, o a través de ella, o más allá de ella, sentía la presencia de María Soledad; y la mujer soñaba con su marido, trataba de revivir el goce, ansiaba sus besos hundidos en la sombra o en la muerte, pero no podía evitar el indefinible impulso de acercarse al muchacho que caminaba a su lado, y en el que podía adivinar el torrente de la sangre despeñándose vertiginosamente con una vitalidad casi palpable.
Regresaron a la casona común y, sin ponerse de acuerdo, empujados por fuerzas que los desbordaban, se dirigieron a la pieza de ella, cuidando de no ser sorprendidos, y cerraron la puerta. Las manos del hombre empezaron a recorrerla con cierta rudeza y ella reaccionó con enojo; escenas de terror resurgieron en su memoria, los uniformados burlándose de ella mientras esperaban su turno para someterla al sucio vejamen; el acto bestial, impuesto salvajemente hasta provocar la náusea insoportable. María Soledad, en un segundo, retrocedió a los sótanos de la tortura y escapó el deseo fugaz, alejando al muchacho que se sintió culpable por su exceso, sin adivinar lodo lo que había removido en los sentimientos reprimidos de la mujer. El quiso comenzar de nuevo, con mayor ternura, pero en ella se había agotado la veta del amor, especialmente el amor físico, la atracción sexual, y estaba ahí respirando agitadamente, estirándose la chomba que el hombre había recogido para acariciar los senos, un poco hostil, todavía, aunque sabiendo que todo había sucedido porque tenía que ocurrir y que, a lo mejor, aquello se repetiría otras veces, con Álvaro o con otro, hasta que la vida reclamara su sitio y ella volviera al amor y al deseo, rehaciéndose desde su base misma, construyéndose una nueva existencia y proyectándose hacia un futuro limpio. Ahora, no podía. Si él intentaba tocarla otra vez, estaba segura de que vomitaría. Pero él no trataba de hacerlo. Permanecía ensimismado, recogido, con una mezcla de resentimiento y de vergüenza, adivinando más que sabiendo lo que pasaba por la mente de María Soledad. ‐ Perdón ‐dijo por fin.
Había dicho perdón como podía haber pronunciado cualquier otra palabra. El deseo violentamente reprimido lo mantenía tenso y sentía una pesadez oprobiosa en el sexo. Se levantó, abrió la puerta y se lanzó a la calle, tratando de recobrar la serenidad y caminando muy rápido para dominar los sentidos desbocados. Avanzó en línea recta, a fin de no perderse y poder encontrar el camino de regreso. Vagó por horas y volvió a su edificio justamente cuando el funcionario se aprontaba a marcharse, extrañado por la ausencia del chileno.
Álvaro consiguió, por fin, tomar contacto con la organización local del partido. Los miles de socialistas chilenos repartidos por los diversos países del mundo, mantienen una relación normal a través de pequeños grupos más o menos similares a los que sostenían en su propio país. Álvaro debió esperar que el "secretariado" terminara su reunión, a fin de que el dirigente respectivo lo atendiera y, mientras tanto, pudo escuchar perfectamente lo que conversaban, especialmente cuando el tono subía y un encono indisimulable se reflejaba en las intervenciones.
‐ Ese núcleo es ficticio ‐decía uno de los participantes‐. El compañero, que es realmente militante, lo ha integrado con su mujer, que jamás perteneció al partido en Chile, y con un amigo que dice haber sido simpatizante y que me han dicho era radical. Es un medio muy bajo de asegurarse otro voto, inventando una base que no tiene razón de ser.
‐ ¿Y es el único caso, camarada? ‐preguntaba otro‐. Usted acusa a ese núcleo, pero se calla cuando se trata de otros en que los compañeros son amigos suyos.
La discusión en torno a este problema se alargó por más de media hora, con un apasionamiento que resultaba incomprensible para Álvaro, deseoso de cooperar en acciones efectivas de divulgación de la realidad chilena. Ese era el encargo que traía de los cientos de camaradas que habían quedado en el campo de concentración de Chacabuco, uno de los muchos en que languidecían los prisioneros de esa guerra que sólo había existido en la imaginación de los militares.
Pudo, por fin, conversar con el compañero que se había encargado de incorporarlo al partido y volvió a encontrarse con la reticencia observada en los dos militantes que lo habían recibido el primer día. Preguntas ¡inquisitoriales sobre la fecha de su ingreso al partido, las causas de su detención, el tiempo que había estado preso, los dirigentes o
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militantes en el exilio que podían confirmar su versión. Álvaro se lo explicaba, en parte, por el temor a posibles infiltraciones de elementos afectos a la dictadura pero no dejaba de sentirse ofendido, después de su largo calvario.
‐ Permítame una pregunta, camarada ‐le dijo‐. ¿El partido sigue preocupado de los grupos y las fracciones? Yo he llegado a sumarme a la lucha contra el fascismo y no a participar en riñas menores. Nuestra tarea principal está en el interior; hay que ayudar a los presos y a las familias de los presos, que no reciben auxilio de ninguna especie. Yo, en dos años, no vi pasar siquiera una cajetilla de cigarrillos. Y hay que pensar en el regreso, para pelear allá, donde las papas queman, y no aquí, donde sólo se charla sobre la revolución.
El otro lo miró, algo desconcertado. Tenía aspecto de intelectual, profesor, tal vez, con un rostro rosado y unos pequeños bigotes castaños; no miraba de frente y sus ojos movedizos bailaban de izquierda a derecha, como un péndulo.
‐ No ganamos nada con la impaciencia, comentó. Si nuestra militancia no tiene las ideas claras, los comunistas se van a alzar con el santo y la limosna. Ese es el peligro, camarada, porque nuestra dirección está subordinada a lo que deciden ellos, que tienen su gran maquinaria internacional. El instalarse en Berlín. Esta fue una decisión política a la que jamás podrán sustraerse. La dirección está entregada, ¿me entiendes?, entregada.
Álvaro, realmente, entendía muy poco. No tenía la menor idea, hasta ese momento, del lugar en que se había instalado el Comité Central del partido. Sin embargo, se extrañó por la violenta diatriba contra los comunistas, y preguntó:
‐ ¿Tú piensas que este es el momento de romper con los comunistas?
‐ Por supuesto. Esos carajos son amarillos y entreguistas; se oponen a la lucha armada, que es la única manera de combatir a la dictadura.
‐ ¿Y dónde vas a iniciar esa lucha armada? ‐preguntó Álvaro‐. ¿Aquí, en la República Federal Alemana?
‐ Aquí o en donde sea. Pero estamos en guerra con el reformismo y tú me estás pareciendo muy dudoso, camarada.
Álvaro hubiera querido preguntarle si había intentado luchar en Chile, el día del golpe militar o en el período inmediato. Se dio cuenta que, si lo hacía, el rompimiento era inevitable. Prefirió eludir la discusión, pensando que sus primeros contactos habían sido poco afortunados. Por eso se limitó a decir:
‐ Debes darte cuenta de que yo vengo saliendo de la prisión y que carezco de informaciones. Por el momento, lo único que deseo es ponerme a las órdenes del partido. Después, ya me darán a conocer ustedes las cosas que han venido ocurriendo en el exterior.
‐ Es posible ‐murmuró el otro‐. Vienes muy desorientado. Te voy a incluir en un núcleo de gente joven, donde te irás dando cuenta por ti mismo de la situación interna. Abre los ojos y verás que la derecha está levantando cabeza; por eso nosotros estamos con la coordinadora.
Nuevamente esa denominación extraña se le presentaba como un hecho inamovible. Esa coordinadora de la que jamás supo nada dentro de Chile, en la amarga frialdad de las celdas, parecía ser una potencia orgánica en los cuadros dispersos por el mundo. Y esa realidad no tardó en palparla, cuando se reunió por primera vez con los miembros de su núcleo.
Cuatro hombres y dos mujeres lo esperaban en un departamento para sesionar; todos eran jóvenes, menores de treinta años, y uno de ellos se mostraba excitadísimo, tensión que se reflejaba en el temblor de su voz y en una
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inquietud física manifiesta. El "chico", como le decían, no se estaba quieto un solo instante, y se separaba de su asiento para pasearse por la estancia, nerviosamente, hablando casi sin cesar.
‐ No podemos aceptar, decía, que nos obliguen a trabajar con los comunistas. Vamos a recaer en las ilusiones burguesas y vamos a volver a engañar al pueblo. En lo único que piensan es en volver a formar un gobierno, con los demócratas cristianos o con quien sea. Es hora de que nos definamos; los que estamos con la lucha armada, por un lado, y los que están por la democracia burguesa, por el otro.
Volviéndose hacia Álvaro, le preguntó:
‐ ¿Y tú, camarada?; ¿Qué piensas de todo esto?
‐ Estoy de acuerdo contigo ‐dijo Álvaro‐. Supongo que todos ustedes se estarán preparando para regresar a Chile lo antes posible. El "chico" lo miró, y se puso a hablar atropelladamente:
‐ Un momento, camarada, un momento. Para regresar necesitamos apoyo logístico. No es cuestión de embarcarse así no más; nadie propone hacerse matar estúpidamente. La lucha armada debe organizarse bien, esta vez, para no repetir los errores del pasado.
‐ ¿Qué llamas tú apoyo logístico? ‐interrogó Álvaro.
‐ Lo elemental; un sistema seguro para reingresar al país, casas de seguridad donde permanecer sin que nos detengan, grupos bien entrenados para la guerrilla urbana y armas capaces de oponerse a las del ejército.
‐ ¿Y no quieres también un loro para la manito? ‐preguntó Álvaro‐. ¿Quién te va a regalar todo eso que pretendes? ¿Quién te lo va a regalar si nadie regresa al interior para organizar la resistencia? Yo me cago en los héroes de boquilla, que predican cómodamente en el extranjero lo que no se atreven a poner en práctica en el terreno mismo.
‐ ¡Agente provocador! ‐gritaba el "chico"‐. ¡Eres un agente provocador!
‐ No, camarada. Soy un militante responsable. Soy un chileno que no se escondió bajo la cama ni corrió a asilarse en una Embajada. Estuve en la cárcel por dos años. Asesinaron a mi hermana en mi presencia. ¿Y tú? ¿Qué hiciste tú el 11 de septiembre? ¿Dónde practicaste ese día la lucha armada? ¿Quién es aquí el agente provocador?
Estaban de pie, frente a frente, listos para irse a las manos. El otro estaba trémulo y daba la impresión de que iba a reventar de indignación. Rojo, con la boca entreabierta, la furia manifestándose en el extraño rictus de la boca y en la mirada torva. Álvaro menos nervioso pero igualmente iracundo. La reunión parecía condenada a terminar en una riña vulgar.
Una de las mujeres se interpuso entre ambos.
‐ No podemos dar este espectáculo ‐dijo‐. No hemos salido del país para esto.
Y, volviéndose al "chico" lo recriminó:
‐ Contigo no se puede mantener una polémica en serio. No sabes otra cosa que insultar y gritar. Ahora vas a tener que escucharnos a todos, y si no te gusta, ahí está la puerta.
La calma volvió a los espíritus y todos volvieron a sentarse. La misma compañera, sin pedir la palabra, comenzó a hablar. Expuso su deseo de que se terminaran las inútiles querellas con los comunistas.
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‐ Somos ‐dijo‐ distintos a ellos. Porque mantenemos diferencias es por lo que no formamos un solo partido. Pero la clase obrera chilena está dividida entre ambos partidos y sólo un frente entre nosotros puede asegurar la unidad del pueblo. Después del derrumbe de nuestra revolución, poner en primer lugar la disputa con los comunistas es un suicidio político. Y, escúchenme bien; ningún socialista ignora que toda revolución exige, en cierto momento, una lucha violenta contra el adversario de clase; pero en cierto momento, cuando las condiciones se presentan, y no todos los días, a toda hora, a cada minuto, porque eso no es lucha armada ni cosa parecida. Eso es lisa y llanamente estupidez.
Todos los demás fueron hablando, tranquilamente, uno después de otro, y todos coincidieron en la necesidad de mantener un frente común que permitiera, entre otras cosas, fortalecer la moral de los que estaban en el interior del país. Y cuando Álvaro, sencillamente, propuso estudiar la forma de regresar para incorporarse a la resistencia, una joven pareja que participaba en la reunión se ofreció para integrarse a la tentativa.
Álvaro estaba eligiendo un camino sin excesivo análisis, empujado por situaciones que no había previsto, pero esa decisión correspondía a sus impulsos más íntimos. Para él carecían de sentido las frases pretenciosas. Por intuición, un poco fuera de la conciencia, sabía que el exilio estaba plagado de enanos preocupados de problemas subalternos y que el verdadero desafío estaba allá lejos, entre la cordillera y el mar de la patria, al lado de los que sufrían directamente el latigazo. Y sabía también, o quizás lo adivinaba, que quienes más hablaban en el extranjero de la lucha armada, eran los que menos dispuestos estaban a empuñar las armas y a exponer la vida. El no creía ser un héroe, ni mucho menos un gigante revolucionario, pero era un obrero con orgullo de clase y un chileno que odiaba a los asesinos de su pueblo. No se daba cuenta de cómo había sucedido, pero sí de que había tomado una resolución, y que nadie podría arrebatársela. No pensaba hablarlo con los dirigentes ni entrar en las tiras y aflojas de las conveniencias. Iba, sencillamente, a regresar. Tenía una certeza que lo fortalecía íntimamente y sabía que buscaría los medios para atravesar de nuevo el océano y filtrarse por encima de las fronteras.
Después de esa reunión se le vio muy poco y el "chico" hizo comentarios malévolos sobre el "valentón" que se había corrido a la primera polémica. Una que otra vez lo vieron en compañía del matrimonio joven con el que había intimado. Pero Álvaro había viajado dos veces a Hamburgo y allí estuvo en contacto con elementos del sindicato marítimo, que se encargaron de meterlos a los tres en un barco de los que hacían rumbo a Sud América. La muchacha se disfrazó de hombre y fueron tres jóvenes los que una noche se embarcaron en un barco de carga que llevaba maquinarias y camiones a varios países, y que hacía escala también en el puerto de Caldera, para cargar minerales de fierro. Prácticamente nadie más se enteró de la aventura y sólo hubo rumores, vagas noticias que nadie podía confirmar, pero que se fueron propagando como una leyenda.
Tengo la absoluta seguridad de que Álvaro está vivo y que es una de las columnas sobre las que se afirma la organización interior del partido. Sin la experiencia de otros militantes más antiguos y sin cargar sobre sus espaldas con el peso de una tradición partidaria, el muchacho ha tomado en sus manos la bandera de la revolución, que se transmite o se traspasa de unos a otros, y que no ha sido asignada en propiedad a nadie en particular.
Álvaro no es el único. Hay muchos Álvaro que aportan sangre fresca al caudal de la resistencia. Muchos que han llegado sin galones, a ganárselos en el campo de batalla, donde se demuestra el valor y la fidelidad. La autenticidad no se adquiere por el mero discurso ni es patrimonio de jefes sempiternos. La revolución es un río en que las aguas se renuevan constantemente, manando de un origen inmutable y distante y dirigiéndose a un destino preciso. Martí señaló que existen dos clases de hombres políticos; el de la palabra y el de la acción. Cuando llega la hora de la acción, los políticos de palabra empiezan a declinar. No es que merezcan condena o censura. No es que sean cobardes o inútiles. Sencillamente es la historia la que decide. Saca a unos, pone a otros, busca incansablemente un derrotero.
Sin saberlo a ciencia cierta, Álvaro se embarcó en un carguero preñado de historia. En sus bodegas y en sus puentes, no sólo iban las maquinarias y los camiones, sino las esperanzas y los sueños. De la tela de esos sueños se visten las luchas de los pueblos. Sencillo camarada Álvaro: tú no estás hablando de la lucha armada; tú estás luchando. Para ti el cariño. Para tí el respeto.
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VI
¿Quién fue realmente Paul Lambert?
Apareció en el movimiento revolucionario chileno como un bailarín que surge en el centro del ballet, deslizándose casi imperceptiblemente. Yo lo conocí a mi regreso de una larga gira, en la casa de un amigo que celebraba un cumpleaños; mi amigo era muy socialista, pero, también, muy rico, y nos invitaba a unas comidas bastante suntuosas, en que los vinos y los licores abundaban generosamente. Allí se conversaba de política, se bailaba, se contaban cuentos y, sobre todo, se bebía y se cortejaba a las mujeres. Aquel anfitrión decía siempre que era horrible hacerles el amor a las señoras de los amigos, pero si no ... ¿a quién? Creo que la ironía tiene su origen en Anatole France, pero él se la había apropiado sin ningún escrúpulo.
Ahí estaba este Paul Lambert, muy joven aún, empinándose a los veinticinco años, sentado al piano, dejando correr ágilmente los dedos por el teclado. Era rubio, sonriente, agradable, simpático. No sólo tocaba, sino que también cantaba, y se puso a entonar, acompañado por dos o tres contertulios, toda clase de canciones revolucionarias, especialmente las de la guerra civil española. Me llamó la atención que conociera íntegramente la letra de una vieja canción del norte chileno, por la que siento especial predilección y yo mismo me acerqué al piano para acompañar, con mi desafinado tono, las voces de los que hacían el coro:
Canto a la pampa, la tierra triste, réproba tierra de maldición, la que de flores jamás se viste, ni en lo más crudo de la estación...
Después charlamos por largo rato y pude darme cuenta de que se trataba de un muchacho de extraordinaria calidad humana y de una inteligencia muy despierta. No había tema del que estuviera ausente y sus observaciones eran rápidas y agudas. Tuve, sí, una sensación extraña. Paul era chileno y hablaba con nuestro típico acento, empleando modismos que sólo nosotros usamos, pero, en ocasiones, imperceptiblemente, yo creía percibir tras esa entonación tan conocida otro timbre de voz, una reminiscencia remota de algún sonido ajeno, que no debía estar ahí, que no tenía por qué estar ahí. En ese momento no me llamó exageradamente la atención, pues los hombres que viajan y viven por mucho tiempo en países distintos, suelen conservar inflexiones poco comunes. Pero el detalle no se borró definitivamente de mi memoria y, posteriormente, más de una vez me asaltó la duda sobre su origen real.
Era muy joven pero ya tenía su leyenda. Decían que había peleado en la guerra de España y que se había distinguido en acciones audaces. El no lo afirmaba ni lo negaba, eludiendo hábilmente las preguntas y rodeándose de una atmósfera de misterio que agrada a los círculos de izquierda. Y muchos aseguraban que también había estado en la gran guerra, luchando bajo las banderas del general de Gaulle, al cual le habría prestado valiosos servicios. Eran rumores inconsistentes cuyo principio nadie conocía y que habían corrido, como todos los rumores, de boca en boca. Tampoco se le conocían parientes y él aludía, a veces, a su padre, como un administrador de salitreras radicado en Iquique, que había muerto muchos años atrás y le había dejado algunos bienes, entre ellos un cómodo chalecito en el barrio alto, donde vivía. No era militante del partido comunista, pero mantenía contactos con algunos de sus dirigentes y se afirmaba, también, que esos lazos iban mucho más allá, y llegaban hasta el mismo Kremlin. Curioso personaje, inclasificable políticamente, enigmático socialmente, rodeado de una atmósfera de misterio, todo ello tras la fachada inofensiva de un joven amigable y conversador, atrayente para las mujeres y simpático para los hombres.
El año 1955 tuve que viajar a Europa y recalé, a la vuelta, por unos días, en París. Me invitó a comer un alto dirigente socialista, del equipo de Guy Mollet, que era entonces el Secretario General de la SFIO y ahí volví a encontrar a Paul, a quien había perdido de vista por varios meses. Estaba muy interiorizado del problema argelino y buscaba, por encargo de la dirección socialista, un abogado latinoamericano, en lo posible chileno, que se encargara de presentar el vulgar colonialismo francés en África como una cruzada libertaria y civilizadora. Refuté vigorosamente esa tesis,
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incurriendo de paso en una falta de cortesía para con el dueño de casa, asegurándole que ningún socialista chileno se prestaría para esa farsa propagandística.
Al retirarme, en un ambiente que se había enfriado visiblemente, me acompañó Paul y de inmediato me dijo que, por suerte, yo le había permitido zafarse de un compromiso desagradable, ya que era evidente el desacierto, por no hablar de traición, que encerraba esa colaboración de Mollet a métodos colonialistas intolerables. No pude saber en virtud de qué estaba mi joven amigo en esa comida y tampoco acierto a recordar en que forma hábil el esquivó mi pregunta, porque todavía no me intrigaba demasiado el personaje, a quien tenía por un trotamundos incansable.
Paul me acompañó asiduamente los breves días que me quedé en París, gran parte de los cuales dediqué lisa y llanamente al descanso, pues la fatiga de la intensa actividad y del reciente viaje me tenía agobiado.
Una noche caminábamos, casi sin rumbo fijo, por el boulevard Saint Michel, cuando sentimos tocar música sudamericana en una cave ubicada a pocos metros de la arteria principal. Entramos al estrecho local, donde a lo largo de una sola mesa se sentaban los clientes, todos hombres y mujeres jóvenes que bebían y fumaban, mientras en un escenario no mayor de dos metros cuadrados, tres guitarristas paraguayos entonaban las dulces melodías de su tierra. Casi no me percaté del instante en que Paul trabó amistad con dos muchachas que hablaban un pésimo español y que deseaban practicarlo; no eran muy apetecibles, pero tampoco podía decirse que eran definitivamente feas, por lo que no le hice asco a proseguir con ellas nuestra deshilvanada peregrinación; y tuve que hacer un esfuerzo para no reírme, cuando Paul, con su cara de inocencia y sus ojos sinceros, comenzó la conquista de su amiga diciéndole que, desde el primer momento, se había dado cuenta de que era extraordinariamente inteligente, la mujer más inteligente que había conocido, afirmación que llenó de felicidad a la niña, sin pensarlo dos veces, se aferró a su galán para comérselo a esos besos apasionados y astringentes que sólo saben proporcionar las francesas.
‐ No le digas nunca a una mujer que es bonita ‐me dijo Paul al día siguiente‐. Eso se lo dicen todos y no les causa impresión. Diles, en cambio, que son inteligentes, y como eso sí que no se lo dice ningún hombre se llegan a desmayar de emoción en tus brazos.
Honor al mérito, el muchacho se las traía. Ya en ese tiempo le solíamos decir el "príncipe", por su presencia impecable y sus finos modales, que contrataban con el descuido habitual en los políticos de la izquierda chilena, a excepción de Salvador Allende al que, por su elegancia y pulcritud, lo llamábamos el "pije", a lo que él respondía siempre que era un pije, pero un pije de izquierda. El "príncipe", más joven, muy atractivo, siempre bien vestido, luciendo en oportunidades unas corbatas sensacionales, ya no me resultaba sospechoso. De tanto ver a una persona uno deja de preocuparse por los detalles y termina aceptándola plenamente, tal vez por la propensión a tener confianza en los amigos. Por lo demás, nunca hubo algo serio que me moviera a pensar de otra manera y mis aprensiones iniciales no se vieron jamás confirmadas por hechos que las reforzaran.
Los azares de la política me condujeron, a comienzos de 1956, a una dura relegación en Pisagua, un puerto abandonado de la zona salitrera, que en otras épocas había sido suntuosa ciudad. Se levantaba, todavía, un gran teatro donde actuó hasta Sara Bernhard, y al que llegaban las compañías de ópera italiana antes que, al Municipal, de Santiago. Pero de todo ese viejo esplendor ya no quedaba nada; casas destartaladas y vacías, ruinas de edificaciones importantes, el viejo hospital desmantelado, unos pocos vecinos que se sobrevivían a sí mismos y una cárcel, esa sí que, en plena actividad, con un centenar de presos melancólicos y hambrientos, a quienes los gendarmes sacaban algunos días a pescar, a fin de que pudieran agregarle algo más sustancioso a la miserable comida.
A ese lugar inhóspito y aislado fuimos a dar unos trescientos dirigentes políticos y sindicales, bajo el imperio de una ley de Estado de Sitio que el complaciente Congreso había votado a petición del Presidente Ibáñez y debimos confraternizar los socialistas y los comunistas, hasta entonces trabados en una polémica airada que, muchas veces, derivó en hechos de sangre. Primero llegamos unos cincuenta y, poco a poco, se fueron agregando nuevos contingentes, a los que resultaba muy difícil acomodar por la carencia total de medios adecuados.
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Cuando veíamos llegar los camiones que transportaban, desde Iquique, a los relegados que venían de todas las provincias de Chile, corríamos a recibirlos para saber noticias y ver quiénes eran nuestros nuevos compañeros de infortunio. De uno de esos vehículos vi bajarse, una tarde, nada menos que al "príncipe", no tan elegante como de costumbre, pero si con un aspecto deportivo que contrastaba con el triste atuendo de los otros. Mirándonos, con una ancha sonrisa que le iluminaba el rostro, hizo una reverencia versallesca y dijo:
‐ Señores: yo no podía faltar a esta reunión . . .
Me acerqué para abrazarlo y me alegré de su llegada, al margen de lo duro que para él resultaba todo, porque iba a tener un buen amigo con el cual conversar, discutir o, por último, pasear por la extensa playa recordando otros días, más felices, incluso aquellos pasados en París, a la orilla del Sena, en las caves del Bulmich y en los brazos de aquellas mujeres efímeras y fugaces que nos dieron su amor por una simple frase, por una superficial galantería o por el transitorio fuego encendido en sus corazones ante la exótica presencia de esos misteriosos sudamericanos.
Era muy difícil que parientes o amigos nos pudieran visitar en el alejado campamento y sólo de tarde en tarde llegaban algunos parlamentarios o una que otra persona a las que la autoridad provincial le franqueaba la entrada. Por eso me sorprendió que a Paul viniera a verlo una mujer, que permaneció todo el día en Pisagua y con la que mantuvo interminable coloquio. Digna visita para el "príncipe" pues se trataba de una hembra extraordinaria, hermosa y elegante, que lucía en sus dedos algunos brillantes muy valiosos y que viajaba en un coche último modelo.
Algo se notaba, sin embargo, de simulación en su apariencia. La belleza era auténtica pero la elegancia no. Yo hubiera asegurado que esos anillos no eran de ella y que tampoco estaba acostumbrada a vestir de esa manera. Tampoco era chilena, y de eso pude percatarme cuando me la presentó. Hablaba nuestro idioma con un acento marcadamente extranjero, y su aspecto era más bien el de una robusta campesina del centro de Europa que el de una dama distinguida. Pero hacía bien su papel y simulaba ser la ardiente enamorada del relegado, que correspondía con igual efusión a sus cariños.
Nunca me quedó en claro el verdadero motivo del apresamiento de Paul, que él imputaba a una delación, pero tampoco podía extrañarme de ello ya que entre los presos se daban las situaciones más extraordinarias debido a la improvisación y al desorden con que se procedió a la represión. Yo mismo había ido a dar a Pisagua por la publicación en un diario de derecha de una noticia absolutamente falsa, proporcionada por un inescrupuloso periodista llamado Hernán Millas. Y en cuanto a la visita de la dama, él se apresuró a contarme que se trataba de la señora de un funcionario diplomático con la que mantenía un ardiente idilio y que, utilizando sus contactos con el gobierno, había obtenido la autorización para ir a verlo.
‐ ¿Qué quieres? ‐me dijo, guiñándome un ojo picarescamente‐. Me encuentra irresistible.
Yo me reí, pero fue esa la primera vez que empecé a pensar en la vida y las andanzas de mi amigo. Nunca le había conocido un trabajo estable y no sabía de donde le llegaba el dinero que solía derrochar en abundancia. Jamás tuve conocimiento de la existencia de algún pariente, que lo relacionara con la tierra en que decía haber nacido. Sus papeles estaban en regla, pero, bien sabemos que eso puede arreglarse fácilmente. Tampoco estaba claro para mí su vinculación con la izquierda chilena ni la razón que lo había conducido a frecuentarnos a todos nosotros y, mucho menos, podía explicarme sus contactos internacionales, como la amistad con ese político francés en cuya casa cenamos juntos, y con el que se trataba con visible intimidad. Por otra parte, me intrigaba su constante cordialidad, algo ficticia, que me daba la impresión de algo aprendido y ensayado cuidadosamente. La mujer que lo había visitado no era, por lo que pude observar, su amante ni su amiga, sino que también representaba un papel, que le habían asignado, que alguien le había impuesto, y al que ella se ajustaba con menos virtuosismo que Paul. Por último, quedaba el asunto de ese acento, de esa desafinación indefinible que, en ciertos instantes, sobre todo cuando él se apresuraba, yo creía distinguir, porque tampoco podía estar seguro, pero que estimulaba un sentimiento de sorpresa, lindante con la desconfianza.
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Nos fuimos pronto de Pisagua y viajamos juntos hasta Santiago. En la estación me esperaban familiares y amigos y ahí me separé de Paul, al que no volví a ver hasta varios años después, en la época de las elecciones presidenciales de 1950. Parecía que se lo había tragado la tierra. Nadie lo había visto, nadie sabía de él y nadie recibía correspondencia de su parte. Su casa del barrio alto permanecía cerrada, con refuerzos en las ventanas, sin señales de que alguien entrara ocasionalmente, para hacer el aseo o simplemente vigilar por la seguridad de los enseres. Tuve que ir una mañana muy temprano a la casa de Allende, en la calle Guardia Vieja, porque él era nuestro candidato a la presidencia, y ahí me encontré, tomando desayuno, muy suelto de cuerpo, al "príncipe", quien me recibió con muestras de alborozo, dándome un estrecho abrazo.
Le pregunté por el motivo de su larga ausencia y me dio algunas explicaciones banales, que ni siquiera recuerdo. Evidentemente no quería entrar en detalles y no era el momento para insistir en mi curiosidad. Yo debía hablar en privado con Allende y el "príncipe" se marchó, no sin antes cambiar con el candidato algunas palabras, asegurando una cita para el día siguiente con una prominente personalidad del campo adversario.
‐ ¿Desde cuándo lo conoces? ‐le pregunté a Salvador.
‐ Uff! ‐me contestó‐. Desde la prehistoria. ¿Por qué me lo preguntas?
No quise decirle nada, pues sin tener seguridad sobre mis sospechas y sin saber siquiera en que podían consistir mis dudas, mal hubiera estado de mi parte entrar en comentarios que, posiblemente, carecían de toda base.
‐ Por nada, ‐le dije‐. Es que a este muchacho no le pasan los años. Yo creo que debe tratarse de Dorian Grey.
‐ Y algo hay, algo hay ‐me respondió Allende. Puedo también equivocarme, pero vi al fondo de sus ojos una duda, como si quisiera preguntarme algo y no se atreviera, a lo mejor por los mismos escrúpulos que a mí mismo me asaltaban. Algo me quiso insinuar, pero las palabras murieron al borde de los labios. Y ese era el efecto que Paul les producía a todos; era tan cordial, tan simpático, tan buen muchacho, tan servicial y tan cumplido, que resultaba de mal gusto ponerlo en candelero. Pasaban los años y el seguía siempre fiel a su imagen, con la misma sonrisa, sentándose en ocasiones al piano para tocar valses vieneses o suaves bines norteamericanos, haciéndole el amor a hermosas damas que nunca lo rechazaban y viviendo con cierta suntuosidad sin trabajar en nada, aunque a veces lograba dar la impresión de que estaba muy atareado, concertando reuniones o participando en los más secretos conciliábulos de altas personalidades políticas.
Siguieron transcurriendo los años y, de tarde en tarde. Paul me encontraba en alguna parte y conversábamos informalmente, en un tono afectuoso y cordial. A veces yo debía concurrir a recepciones en las Embajadas, y uno de los asistentes más constantes era el "príncipe", que se movía en ese ambiente como pez en el agua. El tiempo iba dejando, poco a poco, su huella en el rostro, en el pelo, en el aspecto general de mi amigo. Ya su tez no era tan sonrosada como la de un muchacho y su frente empezaba a ampliarse, a medida que el cabello raleaba; caminaba ligeramente encorvado, sin perder la dignidad de su porte; su sonrisa lucía un poco cansada, aunque siempre estaba presente, en los momentos indicados. Pero seguía siendo elegantísimo y parecía que sus ternos eran nuevos, recién salidos de la sastrería, seguía tocando en el piano las mismas melodías de costumbre y nunca faltaba una mujer en su bitácora.
En los tres años del gobierno de Salvador Allende lo vi ocupar, por primera vez, un cargo público. Trabajaba en una oficina de la presidencia y solía tener relaciones con la prensa, por lo que me correspondió tratar con él casi diariamente. Estaba más formal y más serio que de costumbre, cumpliendo rigurosamente con sus obligaciones y con el horario. Muchas noches, después de reuniones agotadoras, nos íbamos a beber un whisky o a tomar un café a la terraza del hotel Carrera y, en una de ellas, ocurrió un incidente que reavivó mis dudas anteriores.
Sentado frente al mesón del bar y a horcajadas sobre un piso había un negro corpulento, vestido deportivamente, que observó a Paul y, de inmediato, se acercó a él hablándole en una extraña lengua que no pude identificar. Observé
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perfectamente que el "príncipe" fue cogido de sorpresa y, en el primer momento, se descompuso bastante. Luego se rehízo y simuló con maestría no saber de quien se trataba ni comprender lo que decía. El negro se alteró, pronunció dos o tres frases más en su intrincado lenguaje y en voz lo suficientemente alta como para que dos o tres personas se dieran vuelta para mirar qué ocurría, y luego se marchó muy enojado, haciendo sonar el piso con los tacones de sus zapatos.
Pudo significar mucho o pudo tratarse de una equivocación. No lo supe, entonces, ni creo que, ahora, vaya a poder saberlo nunca. Paul solía estar rodeado de estos misterios y era imposible descifrarlos.
Lo más auténtico que le sucedió en la vida fue Chabela; ella era menuda, no muy bonita, de pelo liso y negro, que se sujetaba en la nuca con un moño sin pretensiones; era más bien callada, bastante seria y no se entrometía en las conversaciones sino cuando alguien se dirigía directamente a ella; lejos de ser elegante, usaba siempre pantalones y chomba, sobre los que se colocaba, en las épocas de frío, un viejo abrigo gris sin adornos de ninguna clase. Era la mujer más distinta que pudiera imaginarse de todas las que se le habían conocido, en el pasado, a Paul, y éste la quería con un amor intenso, que se le reflejaba en la mirada y se le apreciaba en los gestos. Perdió un poco el prurito de la elegancia y, sin dejar de vestir correctamente, solía usar la camisa desabrochada, sin corbata, bastante a tono, por lo demás, con lo que era usual entre los funcionarios del gobierno popular. Todos asistimos a esa metamorfosis, la vimos desarrollarse y progresar, nos dimos cuenta cuando pasaron a vivir juntos, en la casa de Paul y, poco a poco, nos pareció normal que éste anduviera siempre con ella, formando una pareja inseparable y perdiendo, insensiblemente, ese aire inconfundible de pulcritud que lo había caracterizado durante treinta años. Un día calculé que eran justamente treinta años los que habían transcurrido desde que lo conocí, una noche, en la fiesta de cumpleaños de mi viejo amigo; y el que entonces parecía un "príncipe", alegre y dicharachero, bailarín y enamoradizo, vistoso e impecable, venía siendo ahora un hombre maduro, convencional, un poco descuidado, fiel a una sola mujer, prendado de ella, unido a ella, definitivamente anclado en la paz hogareña.
No supe de él después del golpe. De vez en cuando llegaban a la cárcel rumores sobre algunos compañeros, y entre ellos oí hablar de Paul. Se decía que había sido detenido en la misma Moneda y que lo habían mandado a la isla Dawson. Pero en las nóminas que se solían publicar de los prisioneros, no figuraba con ese destino, ni con ningún otro, por lo que llegué a temer que estuviera entre los "desaparecidos" o sea entre esa inmensa cantidad de chilenos que eran apresados y que jamás volvían a ser vistos con vida, sin que las autoridades militares reconocieran haberlos tenido en sus mazmorras. Como nosotros teníamos suficiente con lo que nos ocurría en la prisión, nos despreocupábamos del resto de los prisioneros ya que estos eran tantos que resultaba imposible seguirle la pista a cada uno. Me olvidé del "príncipe" y, cuando fugazmente me asaltaba su recuerdo, evitaba pensar demasiado pues era penoso suponer la muerte de los amigos, en condiciones de salvajismo indescriptible. Para algunos más les hubiera valido estar muertos que soportar el espectáculo de la tortura de sus seres queridos, de las violaciones de sus mujeres o de sus hijas, de las sevicias sufridas en la propia carne, las aberraciones sexuales con animales amaestrados o las mil estratagemas de que se vale la dictadura para quebrar física y moralmente a tantos seres humanos.
No podía suponer, en esos días, que precisamente para Paul más le hubiera valido estar muerto. Él fue llevado a una colonia alemana en la zona sur, al fondo Dignidad, donde antiguos nazis refugiados en la América del Sur, tenían montada una central de torturas que superaba en mucho a las instaladas por los instructores norteamericanos en el resto del país. En esa colonia vivieron mucho tiempo altos jerarcas del régimen de Hitler, escapados de los procedimientos seguidos contra ellos en diversos países europeos, y resultaba inexpugnable por las defensas montadas a fin de prevenir una sorpresa. Ahí, después de meses de tratamiento inhumano, fue sometido a una castración lenta, o sea al estrangulamiento de los testículos con alambres aguzados, que se iban cerrando y apretante, a medida que los verdugos hacían girar unas tuercas, a las que estaban atados los cables. Realmente ignoro lo que deseaban saber o qué antecedentes podían tener sobre el infortunado Paul, pero el suplicio debe haber sido inútil, ya que lo dejaron con vida y, mucho tiempo después, cuando ya pudo caminar sin ayuda, lo colocaron en un avión, rumbo a Alemania.
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Mientras tanto Chabela había removido el cielo y la tierra para ubicar el destino de su compañero. Esa mujercita callada y, al parecer, indefensa, habló con los fiscales militares, con generales y almirantes, con funcionarios de instituciones internacionales, con ministros de la Corte Suprema y con cuanta persona creyó necesario para conseguir alguna información acerca del paradero de Paul. Fue ella la que obtuvo la visa para viajar a la República Federal y, cuando la sombra de lo que había sido un hombre, un esqueleto macilento y tembloroso, con los ojos saltados, unos escasos cabellos blancos y el paso vacilante de los ancianos, apareció al pie de la escalinata del avión, escoltado por una media docena de soldados con sus metralletas y sus granadas, lo cogió del brazo y subió con él, peldaño a peldaño, mientras el hombre sollozaba y gemía, reducido a una sombra de sí mismo, a la sombra de una sombra, o a la sombra de una sombra de una sombra, tan extenuado y extinguido, tan horriblemente triturado, que una muerte, o cien muertes o mil muertes habrían sido más benévolas y más humanitarias.
Hay seres humanos en que la capacidad de reacción es ilimitada y Paul Lambert dio pruebas de ello. Se instalaron en Hamburgo y comenzó a buscar una relativa recuperación, impulsado seguramente por su amor a Chabela. En los primeros días no le contó nada, pero poco a poco ella se fue dando cuenta de la tragedia que afligía a su compañero. Le juró que eso, para ella, no significaba nada, y que lo seguiría amando aún más que antes. Debe haberlo creído así, sinceramente, y eso le dio al hombre ánimos para continuar viviendo. Los tratamientos le devolvieron algo de su anterior apariencia y se les vio caminar por las calles del puerto germano muy unidos, tomados del brazo, avanzando lentamente el uno junto al otro, en un imposible desafío al destino.
Cuando supe que había llegado a Hamburgo viajé a visitarlo y me impresioné fuertemente por su estado; no sabía, por supuesto, los detalles del suplicio, pero las huellas de la horrible tortura estaban impresas en sus rasgos indeleblemente. Traté de interesarlo en la campaña que llevábamos contra la dictadura, pero no encontré eco a mis proposiciones. Pude notar, sí, que sus lapsos en la pronunciación se agudizaban y que, muchas veces, hablaba con marcado acento extraño.
Fue después de que todo había terminado, cuando Chabela me suministró algunos informes suplementarios; Paul tenía pesadillas y, durante ellas, hablaba en otro idioma, una extraña lengua que ella no era capaz de discernir; un día llegaron a verlo dos personajes extranjeros que se encerraron con él por más de una hora, y sobre los cuales se negó a darle dato alguno; después vino un médico, con el que Paul habló en inglés, y que lo examinó detenidamente; al parecer su dictamen afligió mucho al enfermo, porque durante varios días casi no cruzó palabra con ella. Seguramente se había ilusionado con la posibilidad de un trasplante o cualquier otro recurso desesperado, para volver a sentirse verdaderamente un hombre. Y, perdidas las esperanzas, se sumía en su desesperación, en su angustia, en la indecible vergüenza de su incapacidad. Insistió para que ella se marchara y lo dejara solo. Le dijo, brutalmente, que en esa forma sufriría menos y sería capaz de seguir viviendo. Pero ella se negó obstinadamente, luchó contra él, le reiteró que si se marchaba se‐ ría ella la que se quitaría la vida y permaneció a su lado simulando una serenidad inexistente, manteniendo un ánimo que se agotaba, sufriendo al lado de él, lo mismo que él, o aún más que él.
El dinero no les faltaba. Paul había abierto una cuenta en el Banco y los fondos solían llegarle regularmente. Chabela no sabía su procedencia y éste fue el único misterio que jamás pudo penetrar. Los extraños visitantes no regresaron jamás, pero ella estaba segura de que de allí llegaba esa suma mensual con la que se mantenían sin tropiezos. ¿Quién la enviaba? ¿Por qué la remitían? Creo que ese secreto mi amigo se lo llevó a la tumba. Puedo hacer suposiciones, trazar hipótesis, pero no paso de ahí. ¿Agente de alguna organización de inteligencia? ¿Observador de organismos internacionales? Pero, ¿por qué en un pequeño país como Chile? Conjeturas y más conjeturas, sin una pista más o menos seria. En todo caso, si lo que hacía era por cuenta ajena, caro pagó por su tarea.
En los últimos meses de su vida. Paul sufrió de unos celos increíbles y enfermizos. Cada vez que Chabela salía a hacer las compras, se debatía en insoportables ataques de histeria, imaginándose las más absurdas infidelidades; cuando ella volvía, la martirizaba con insultos y groserías, hasta que la pobre mujer se encerraba en el baño a llorar desesperadamente. Después él le imploraba, le pedía perdón, se ponía a llorar, a su vez, y un ambiente de drama los cubría, con su tensión insoportable.
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Las relaciones se habían ido degradando hasta el extremo de que Chabela no sabía bien si su sacrificio servía para algo. Paul se iba volviendo loco paulatinamente y en ocasiones se daba cuenta del proceso, sin poder hacer nada. La verdad es que todavía le faltaba valor para matarse. Por fin lo encontró, pero antes pudo escribir una carta, dirigida a la mujer que amaba por encima de todas las cosas. Este es su texto:
Mi pequeña:
te escribe el que soy yo y no soy yo, al mismo tiempo, pues, aunque todavía tengo un alma, y te quiero, ya no soy un hombre, y tú lo sabes.
Hay en mi vida cosas que son verdaderas y otras que fueron apariencias. La más verdadera de todas es mi amor por ti, pero si seguimos viviendo juntos tú vas a llegar a odiarme y, a lo mejor yo no voy a reconocer mi propio amor. En una existencia de simulaciones, tú llegaste a ser mi única brújula y no puedes imaginarte hasta qué punto me salvaste de un mundo falso en que yo parecía ser alguien, cuando en realidad no lo era.
Otra cosa verdadera es mi fe en la revolución y en el socialismo. En una forma que no puedo explicarte, por lealtad a cosas que están por encima de nosotros, viví la revolución subrepticiamente, no dando la cara, sino que apoyando tras las bambalinas. Pero la revolución es una sola, y los enemigos son siempre los mismos. Esos enemigos me capturaron al fin, quisieron arrancarme mi secreto, sin estar seguros de quien era yo, en realidad, y cual era mi misión, para terminar, mutilándome cruelmente. Esa mutilación no es sólo del cuerpo, mi pequeña, no nos hagamos ilusiones, es también del alma. Quererte y no poderte querer, desearte y no poderte poseer, son suplicios que sobrepasan todavía a los que me hicieron soportar los torturadores.
Sé que si no me suicido voy a terminar volviéndome loco, y aún la desvanecida imagen que guardas de mi va a ser cubierta por más dolor y más ignominia. Chabelita, soy muy desgraciado, soy terriblemente desgraciado, y no soy capaz de resistir más. No creo que pueda haber en el mundo un dolor más grande que el mío. Sé que soy cobarde, que dejo de pensar en la revolución para pensar únicamente en nosotros, pero lo que ha pasado ha pasado y no está en mi mano remediarlo. Debes ser valiente, porque voy a dejarte. Y espero que puedas volver a vivir, porque yo te di solamente un poquito de felicidad, y tú mereces conquistarla.
Si pudiéramos volver a ser medianamente felices, no te dejaría sola en el mundo y trataría de aforrarme a un cachito de vida. Pero, ¿para qué? Aunque te resulte injusto, porque luchaste por mí y trataste de salvarme, debo marcharme porque estoy maldito, porque ya no soy un hombre cabal y total, porque cada minuto es un tormento.
Sé que esto no te importa, pero debes saberlo. He tomado medidas para que te entreguen una suma importante con la que puedas vivir por un largo tiempo. Te suplico aceptarla, porque eso me da un mínimo de consuelo en esta hora definitiva. Si la rechazas, mi muerte perderá hasta ese resto de sentido. Soy yo, desde la muerte, el que te pide recibirla.
Quiero que sepas una última cosa: eres la única mujer a la que he amado. Te amo todavía, inútilmente, desesperadamente. Me voy amándote y me voy, precisamente, porque te amo.
Una vez más: te amo.
Adiós
Paul
Chabela encontró su cuerpo colgando desde la barra del baño, balanceándose de un lado a otro, un poco grotescamente. Él se las había ingeniado para que ella fuera al otro lado de la ciudad, con el pretexto de que le comprara unas revistas y la carta, seguramente, la tenía escrita desde varios días antes. La pobre mujer me hizo avisar
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a Frankfurt por teléfono y yo llegué antes de que descolgaran de la soga al cadáver, pues las diligencias judiciales suelen ser lentas en todas partes del mundo. Alcancé a ver a Paul colgando sobre el baño, con la cara ladeada ligeramente y ese aspecto fantasmal que adquieren los ahorcados. Su rostro parecía empequeñecido y sus brazos, por el contrario, se veían extrañamente largos, cayendo a los costados. Sus ojos carecían de expresión y en su conjunto parecía un muñeco de trapo, un curioso guiñapo humano, los pobres restos de aquel a quien llamábamos el "príncipe", por su espontaneidad y su frescura.
La carta la leí varias veces y tampoco pude sacar nada en limpio; es imposible desentrañar su sentido y más aún, fuera de su inutilidad, intentar la investigación del dinero aportado. Efectivamente llegaron cincuenta mil dólares, en billetes, que fueron dejados en un sobre bajo la puerta del departamento. Yo mismo los puse en las manos de Chabela, cuidando de que nadie se diera cuenta, pues era mejor evitar la curiosidad de la policía.
Ella lloró incesantemente, hasta el agotamiento y, después de la incineración guardó aquel polvo en un pequeño cofre que se llevó de regreso a la patria.
¿Era, verdaderamente, también la patria de Paul?
¿Quién fue, realmente Paul Lambert?
VII
Por el gran salón de la Embajada el militar se paseaba nerviosamente, mientras los otros dos, civiles y casi incoloros, lo escuchaban con respeto. Presidía la escena un gran retrato del general Pinochet, con la leyenda: Augusto Pinochet Ugarte. General del Ejército. Presidente de la República de Chile y, más abajo, fotografía de los cuatro miembros de la Junta, uno junto a otro, Pinochet, Merino Leigh y Mendoza, completaba el cuadro. El dictador parecía estar escuchando lo que allí se tramaba, con su cara redonda y su mirada bovina, insinuando una sonrisa bonachona que no lograba ocultar la expresión pasiva, casi estúpida, del rostro. El militar que daba las instrucciones era muy alto, delgado, de facciones regulares, y vestía correctamente su uniforme, de general de brigada; si se le observaba con atención destacaba una especie de fanatismo contagioso y su boca delgada se solía contraer con un rictus casi salvaje. Era hombre capaz de odiar intensamente y de llegar hasta cualquier extremo para cumplir con el fin que se había propuesto.
Sus acompañantes eran hombres que promediaban la cuarentena y tenían el aspecto de maleantes habituales; uno era grueso, de bigote ancho, facciones irregulares y unas grandes manos que permanecían cruzadas sobre las rodillas; el otro, un poco más joven, era más bien delgado, de mirada fría, con unas bolsas que le colgaban debajo de los ojos y parecía distraído. Si se les comparaba con cuidado se encontraban muchos rasgos comunes; el pelo negro que se arremolinaba a ambos lados de la cabeza, la forma peculiar de la nariz, muy ancha en el extremo, y unas cejas muy pobladas que llamaban de inmediato la atención. Seguramente eran hermanos.
‐ Hay que decidirse entre el arma con mira telescópica o la bomba de plástico ‐dijo el militar‐. Para mí lo más seguro es la bomba y ahí tenemos el resultado con Prats, porque no deja posibilidad de escape.
‐ Sí, mi general ‐dijo el mayor de los civiles‐, pero éste no tiene coche y no habría tiempo para ubicar sus medios de movilización. Usted sabe que, si la bomba se coloca en la puerta de la casa, lo más probable es que se produzcan danos, pero nadie asegura la desaparición del hombre.
‐ Es verdad. Yo también había pensado en eso. Pero no sé qué capacidad tienen ustedes para no errar a una distancia de sesenta metros. Hemos estudiado el terreno y no hay otra ubicación para esperar sin ser vistos y protegerse adecuadamente. Son justamente sesenta metros; ahí hay unos árboles y a media noche no anda nadie, pues sólo queda más allá una casa vieja en que a las nueve ya se han recogido todos. Pueden esperarlo horas y horas sin que
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nadie se dé cuenta, y dejar estacionado el coche para desaparecer instantáneamente, antes de que los curiosos alcancen a encender la luz.
‐ A sesenta metros ‐dijo el menor‐ yo le acierto hasta a una mosca. Los gringos encontraron que pocas veces habían tenido un recluta con mejor vista y puntería más fina. Puede tener confianza en nosotros, mi general.
En esos momentos entró el Embajador y todos se pararon, respetuosamente, para saludarlo.
‐ No se preocupen por mí ‐les dijo‐. Sólo vine a retirar unos papeles. Hagan cuenta de que no me han visto.
Se acercó a una mesa escritorio, abrió el cajón del medio, sacó un cartapacio amarillo y se fue, sonriendo picarescamente, mientras le hacía un guiño con los ojos a su compañero de armas. Vestía de civil, con cierto desaliño propio del que no está acostumbrado a usar esas ropas y arrastraba un poco los pies, porque ya tenía sus años.
‐ Entonces ‐ continuó el otro después de la interrupción ‐ optamos por la bala. Todo debe haber terminado, a más tardar, a las doce de la noche, porque el avión de ustedes parte a las dos de la mañana y deben encontrarse en el aeropuerto una hora antes. Les voy a entregar sus pasaportes a nombre de Pedro Garfias Mendoza y de Javier González Ruíz, nombres que deben recordar para evitar malos entendidos con los funcionarios, ya que por supuesto los empleados de LAN ignoran absolutamente quienes son ustedes. Llegando a Santiago se presentan de inmediato donde el coronel Zuleta; del avión a su oficina; nada de ver a las mujercitas, a los niñitos ni a nadie. Del avión a donde Zuleta, ¿entendieron?
‐ Una pregunta, mi general ‐dijo el mayor.
‐ Diga.
‐ ¿Y si el hombre llega acompañado por su mujer, o con varias personas?
‐ Bien pensado. Si se trata sólo de la mujer, cargan con ambos. Si hay más gente, se suspende todo hasta nueva orden y esperan mis instrucciones. No podemos exponernos a que armen escándalo, los rodeen y alguno caiga en manos de la policía italiana, porque eso sería muy grave para el gobierno. Hay que obrar sobre seguro.
El general les entregó los pasaportes. Ellos los revisaron cuidadosamente y no formularon observaciones. Ahí estaban, con otros nombres, pero sus fotografías y sus datos para evitar dudas, en el documento de tapas rojas que tanto conocían. Y el arma la tenían en el coche, bien engrasada y bien revisada, sometida a numerosas pruebas, sin que hubiera la más remota posibilidad de fallar. Hombre en la mira era hombre muerto. Podían jugarse todo su prestigio, puesto a prueba en el asalto al general Schneider y en el atentado contra el general Prats, aquella noche en Buenos Aires, cuando lo hicieron saltar por los aires, junto a su mujer, sin que quedara rastro de los autores. Les faltaba estudiarse bien el recorrido desde la casa de su próxima víctima hasta el aeropuerto, ya que deberían ser ellos mismos los que condujeran el auto, que quedaría en el estacionamiento convenido hasta el día siguiente, en que un emisario del general lo retiraría, si es que no había llamado la atención de la policía.
La Vía Aurelia era una calle tranquila, con un aspecto de viejo barrio provinciano, y en la esquina ofrecía el parapeto preciso para esperar, aunque fuera por mucho tiempo, sin que nadie se apercibiera de la presencia de intrusos. Podían permanecer en el coche hasta mediada la noche, hora en que según los informes debería recogerse ese hombrecillo diminuto, tan obstinado y tan rebelde, que le causaba tantos dolores de cabeza al gobierno. Llegaron hasta frente a la casa, sin bajarse del auto, y observaron los detalles con cuidado, por si el hombre intentaba escurrirse si casualmente no le acertaban con el primer disparo o por si la mujer, en el caso de que fuera con él, alcanzara a correr unos metros; el menor dibujó un somero croquis y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta; después dieron la vuelta a la manzana, lentamente, y estudiaron minuciosamente el emplazamiento. Desde detrás de ese árbol, dijo el menor, e hizo chasquear la lengua como si saboreara, por anticipado, el éxito del atentado.
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‐ ¿Contaste bien la plata? ‐preguntó al mayor, con cierta ansiedad disimulada.
‐ Cinco mil justos y cabales ‐contestó‐. Y los otros cinco debe entregarlos el coronel en Santiago.
‐ ¿Cuánto crees tú que se embolsican ellos?
‐ Por lo menos cien. Y, a lo mejor, doscientos. Los gringos no se andan con chicas para soltar los dólares.
‐ Es claro. Se llevan la parte del león, sin arriesgarse como nosotros. Porque si nos llegan a pillar no salimos antes de cinco años, por muchas influencias que se hagan valer.
‐ Es hora de alimentarse ‐insinuó el joven‐. ¿Cómo te vendría una lasaña?
‐ Yo prefiero carne. No puedo soportar estas masas.
‐ Al venir de la Embajada vi una tratoría muy presentable. Vamos a comer algo.
Los dos hermanos pusieron en marcha el motor y se encaminaron hacia el restaurant, para engullirse tranquilamente una buena comida, rociada con un chanti delgado y ligeramente dulce, pero muy medido, porque no era cosa de que el pulso fallara en esa noche, destinada a consumar su "trabajo".
* * *
Bernardo se paseaba de lado a lado de la pieza, reflexionando en voz alta, mientras lo escuchaban su esposa, Anita, y cuatro amigos que vivían, también, en el exilio.
Hubiera resultado interesante poder comparar al espigado militar que instruía en la Embajada a dos mercenarios del crimen con el menudo político que analizaba detalladamente la situación de Chile. Los dos tenían idéntica costumbre de hablar al mismo tiempo que recorrían un breve trecho, de un lado a otro, deteniéndose de cuando en cuando, para hacer un gesto supletorio. El general pensaba en la mejor manera de consumar un asesinato y asegurar la impunidad absoluta; lo había planeado cuidadosamente y se decía que quienes le habían enseñado esa técnica sabían mucho sobre los homicidios del presidente Kennedy y del pastor King; lo esencial era que se esfumaran los ejecutores, sin perder un minuto; debían salir de la ciudad y del país en d exacto momento de consumarse el hecho; cuando la policía iniciaba la investigación, ya los asesinos estaban lejos, resguardados por su propio gobierno, y no había manera de ubicarlos. En las listas de pasajeros figuraban con otros nombres. Nadie los conocía ni los había divisado. Las posibilidades de fracasar eran mínimas y sólo podrían deberse a eventualidades imprevisibles, como la llegada repentina de extraños o la perspicacia de algún testigo oculto. Los aspectos morales no eran de su incumbencia y si se trataba de un agitador político las complacencias salían sobrando. Aplastarlos era un mérito, y no un pecado. Había que salvar los valores de la civilización occidental y cristiana.
El político reflexionaba sobre las consecuencias que tenía para la patria ese gobierno despótico que condenaba a los pobres a una miseria desesperante y que permitía a un pequeño grupo de oligarcas enriquecerse y especular. Él estaba ligado, por lazos de parentesco y hasta de amistad a muchos de esos especuladores, y era profundamente religioso, pues provenía de una familia acomodada de la zona sur, pero se sublevaba ante la injusticia y, desde muy joven, repudiaba a las dictaduras. Había ocupado altos cargos en el pasado. Parlamentario, Ministro, Vicepresidente de la República y dirigente decisivo en su partido, el demócrata cristiano. Si se hubiera sometido a las presiones, no tendría por qué vagar en el exilio, viviendo estrechamente en un pequeño departamento romano, de la Vía Aurelia. Pero pese a sus sesenta y cinco años, había preferido el destierro a la mansedumbre y había arrastrado a su esposa, tan valiente y decidida como él. Eran muy unidos pues el destino no les deparó descendencia y su amor no había sido bendecido con ese don inapreciable, pero vivía con ellos un sobrino al que querían como hijo y que también los había
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seguido a Italia. Era uno de los que lo escuchaba, en ese momento; Bernardo caminaba arriba y abajo, arriba y abajo, ligeramente encorvado, hablando con su voz tranquila, sin esforzarse:
‐ Lo importante es derrocar a la dictadura, ‐decía‐. A mí no me importa aliarme con quien sea, ni mucho menos con los comunistas. La Unidad Popular es una cosa del pasado y en Chile existe una situación nueva que no podemos ignorar. No podemos actuar solos ni creo que se unan a nosotros los de la ultraderecha. Eduardo y Patricio están obcecados y, por este camino, Pinochet se queda diez años más en el gobierno. Los chilenos no pueden esperar diez años más, porque se van a morir de inanición y de desesperanza. El único que ve las cosas claras es el Cardenal, porque en la izquierda son tan porfiados como nuestra directiva y viven de sus rencillas subalternas. Debemos imponer un frente amplio, llámese como se llame, pero un frente de los chilenos contra la casta militar. Y eso que también podemos atraernos a algunos uniformados, porque tengo antecedentes concretos del malestar que existe en el interior de las fuerzas armadas. Unidad, es lo que necesitamos. Unidad y buena fe.
El militar se paseaba a grandes zancadas por el salón y parecía un gavilán listo para lanzarse sobre su presa. El político se desplazaba suavemente y recordaba a una tranquila paloma deslizándose por un parque. Y eran, realmente, sin que por lo menos Bernardo pudiera adivinarlo, el gavilán y la paloma, el perseguidor y el perseguido, el asesino y su víctima. Lejos el uno del otro, separados por distancias, edificios, plazas y calles, se aproximaban en conjunto al desenlace.
El militar, cuando partieron sus mercenarios, se fue a conversar con el Embajador y le contó, con satisfacción, que ya todo estaba dispuesto. El diplomático sonrió complacido, pero le observó:
‐ Pase lo que pase, yo no he sabido nada. Supongo que instruyó debidamente a sus hombres.
‐ No se preocupe, respondió el otro. Esos no hablarán ni que los interroguen los de la Dina, y es ya bastante decir.
Se rieron, divertidos por la ingeniosa observación. El Embajador invitó a cenar a su huésped, pero éste se excusó:
‐ Tengo un compromiso ‐le dijo.
‐ ¿Y ese compromiso es rubia o es morena?
‐ Morena, de las que a mí me gustan ‐señaló‐. Una morena que llega a hacer doler los dientes.
El militar tenía un extraño rostro que, en el primer momento, parecía el de un asceta, pero que examinado escrupulosamente denotaba una naturaleza corrompida. Los ojos, sobre todo, eran duros y penetrantes y los labios, finos, reducidos casi a una simple línea, reflejaban una crueldad innata. El político tenía, en cambio, una mirada plácida y su boca era redonda, pronta para la sonrisa benigna; tenía algo de abacial, en sus modales, y cuando hablaba lo hacía pausadamente, sin alzar el tono de la voz, tratando de convencer con el razonamiento.
‐ Es hora de comer algo, dijo el sobrino, repitiendo exactamente la frase que el maleante le decía, casi al mismo tiempo, a su hermano.
‐ Deberías andarte con cuidado, le contestó Bernardo. Estás engordando demasiado. Imagínate cómo vas a estar cuando tengas mi edad.
Se dirigieron a un pequeño negocio donde solían servirse espaguetis y cuyo dueño era un demócrata cristiano de izquierda, con el que habían trabado amistad. Ocuparon una larga mesa, en una esquina, y mientras los jóvenes bebían chianti renegrido, Bernardo pidió un vaso de vino blanco, que era lo que más le agradaba.
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‐ Sí, pues, jóvenes ‐dijo‐. La unidad está a la orden del día y especialmente en Chile nuestra gente debe trabajar con los de la izquierda, codo a codo. No sería la primera vez. En mi juventud tuve muchos tratos con ellos y conservo excelentes amigos desde esos años. En el fondo, todos buscamos lo mismo, pero ahora no hay duda de que la condición esencial es la caída de la Junta. Lo que conversamos en Colonia Tobar es totalmente exacto y no podemos perder más tiempo. Mi temor es que de nuevo hagan correr los dólares para enturbiar las aguas.
‐ ¿Y se iría a un gobierno con ellos? ‐preguntó uno‐. ¿Para que todo vuelva a empezar?
‐ ¿Ves? Tú también sigues anclado al viejo Chile. Para ustedes parece que nada hubiera ocurrido. El golpe ha sido demasiado duro y el pueblo no aceptará las antiguas recetas. La Unidad popular, en su forma anterior, está sepultada. Nuestro propio partido va a expiar sus culpas, pues la directiva se asoció estúpidamente al golpe de los militares. Lo que va a surgir no lo sabes tú, ni lo sé yo, ni lo sabe nadie. Pero habrá libertad, y con libertad los pueblos encuentran siempre su camino.
Trajeron los espaguetis, queso rallado, salsa de tomate, y la conversación se hizo más animada. Anita estaba algo cansada y propuso retirarse.
‐ Váyanse ustedes, dijo el sobrino. Yo me voy a quedar otro rato. Este vinito es muy acogedor.
‐ Lo que tú quieres es comerte otro plato, le observó riendo Bernardo. No tienes para qué disimular.
* * *
Eran justamente las doce de la noche y, desde múltiples campanarios, las lenguas de bronce anunciaban la hora con su repique solemne.
El militar estaba en un departamento lujoso, sin su guerrera, con la camisa desabrochada, paladeando un whisky que el Embajador le había obsequiado con excesivas recomendaciones; estirada lánguidamente en un sofá se exhibía casi desnuda una muchacha bastante joven, indudablemente bonita, que parecía ligeramente ebria.
‐ Ven a sentarte al lado de tu gatita, Pedro ‐susurró la mujer.
‐ Un momento, mi amor. Lo primero es lo primero. Déjame tomarle el gusto al trago.
‐ Es que tomas tú solo ‐dijo ella‐. Y a mí que me coman las culebras.
El hombre tomó su vaso, le echó una cantidad respetable de licor, le agregó un poco de agua y varios cubos de hielo.
‐ Como a ti te gusta ‐le señaló.
‐ Gracias, Pedrito. Pero yo quiero que me des un besito. El militar se aproximó al sofá y se tendió junto a ella, acariciándole fuertemente los firmes senos que se desbordaban del diminuto sostén.
Bernardo y Anita buscaron un taxi y consiguieron casualmente tomar uno, cuyos pasajeros se apeaban en ese momento. No tenían coche porque sus medios para sobrevivir en el destierro eran exiguos. A esa hora, sin embargo, no tenían otra solución que irse en taxi.
Bernardo le dio la dirección al chofer y el vehículo inicio su derrotero, que realmente lo llevaba al encuentro del destino, sin que él pudiera adivinarlo. Anita le tomó la mano, en un gesto cariñoso que era común entre ellos, pues su larga relación humana estaba impregnada de una ternura apacible, de una compenetración espiritual armoniosa.
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Tomados de la mano llegaron hasta la puerta do su edificio de departamentos y descendieron del coche, ayudándola él a salir de su asiento. Pagó la carrera y el taxi emprendió velozmente su ruta. En el momento en que iba a sacar el llavero de su bolsillo posterior, Anita creyó escuchar un ruido en la esquina y alcanzó a decirle:
‐ Bernardo ...
Cuando él empezaba a dar vuelta la cabeza a fin de escuchar lo que ella deseaba decirle, se sintió el primer estampido y él se desplomó como si le hubieran dado un terrible golpe en el cráneo; inmediatamente, y antes de que ella atinara a moverse, un segundo estampido la derribó también. Se escuchó el motor de un automóvil que arrancaba precipitadamente y las luces empezaron a encenderse en varios departamentos vecinos. Las primeras personas que llegaron los encontraron ahí, en el pavimento, tendidos el uno junto al otro, mientras se formaban charcos de sangre en torno a ellos.
‐ Ella está viva, todavía ‐dijo uno que se había acercado a constatarlo,
‐ Y él también ‐agregó otro‐. Llamen urgente a la ambulancia. Tal vez el instinto de Anita que le habló en el momento preciso, salvó la vida de Bernardo; ese leve movimiento para volverse hacia ella pudo significar el milímetro preciso para que la bala, en vez de liquidarlo, sólo le hiriera de gravedad en la sien. Bernardo está vivo y la herida ha podido sanar casi completamente; pero Anita ha quedado inválida y recién ahora comienza a caminar con bastones ortopédicos. Los médicos dicen que la recuperación seguirá progresando y que podrá caminar cada vez mejor. Todos lo esperamos así. Quienes los conocen y quienes no los conocen. Sólo los implacables asesinos han quedado con un sentimiento de fracaso; a los dos mercenarios les mezquinaron los cinco mil dólares pendientes; después de mucho regatear consiguieron un suple de dos mil.
VIII
Susurrada de oído en oído, la odisea del diputado socialista por Magallanes es conocida por todos los chilenos. He podido rehacer los sucesos a través de múltiples conductos, en especial porque han llegado hasta la República Federal Alemana muchos exiliados del extremo sur del país, que convivieron con él por algunos períodos. En las cárceles mismas, por lo demás, funciona lo que llamamos el "correo de las brujas" y todo se va sabiendo casi de inmediato, aún antes de que llegue a oídos de los que se encuentran en libertad.
Carlos González Jaksic es un hombre alto y robusto, que ha pasado la cincuentena, y de una sólida cultura. Es Profesor de Matemáticas Comerciales y Contabilidad y posee el título de Contador General del Estado. Socialista desde el año 1945, ocupó los cargos de Secretario Regional de la Juventud, primero, y del Partido, después; fue, sucesivamente, elegido con las primeras mayorías para los cargos de Regidor y de Diputado. Su paso por la Alcaldía de la ciudad más austral del mundo le confirió un prestigio muy ancho, que se mantiene en el recuerdo de todos los habitantes de la zona. Actuó como Jefe de la Brigada Parlamentaria Socialista e integró las comisiones parlamentarias de Defensa Nacional, Relaciones Exteriores y Hacienda. No se trata, pues, de un hombre oscuro y desconocido, de uno del montón, sino de un valor intelectual y político de notoria gravitación en esa zona tan alejada y tan difícil, próxima a los hielos eternos de la antártica.
Cuando se produjo el golpe, Carlos González estaba en Punta Arenas, la capital de la provincia de Magallanes, y contaba con el odio ilimitado del General Manuel Torres de la Cruz, a cargo de la zona militar y organizador del campo de concentración de la isla Dawson, donde se torturó, se martirizó y se asesinó a miles de chilenos. La preocupación principal de Torres fue la de capturar al diputado socialista, a fin de vengarse.
¿Vengarse de qué? Esta parte de la historia la pude conocer por mí mismo, en Julio de 1973, debido a mis labores como Director del diario "La Nación", vocero oficial del gobierno de Allende. Aplicando con brutalidad la ley de control de armas, impuesta en el Congreso por la mayoría reaccionaria y demócrata cristiana, los soldados del general Torres procedieron a un allanamiento completo del sector industrial de la ciudad y en la Lanera Austral, sin haber
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motivo alguno, dejaron el cadáver de un obrero, para provocar a los trabajadores. No encontraron armas, por supuesto, pero vertieron sangre proletaria. Todo esto en pleno régimen de la Unidad Popular y cuando ya el golpe estaba perfectamente planificado.
Carlos González denunció apasionadamente el atropello e hizo una campaña nacional acusatoria. El día 4 de septiembre, aniversario del triunfo electoral de Allende, en una concentración pública efectuada en Punta Arenas, exigió que el generalote se despojara del uniforme legado por el padre de la patria Bernardo 0'Higgins, pues su actividad era contraria a su juramento, a la autoridad del gobierno y a los intereses del pueblo. Para Manuel Torres de la Cruz, intrigante, mezquino y especulador, castigar la insolencia del parlamentario era un objetivo importantísimo.
Carlos fue arrancado del lado de su esposa, Milka, y de sus cinco hijos y conducido al Regimiento Pudeto, donde ya se aglomeraban cientos de ciudadanos que, en su mayoría, iban a ser trasladados a la isla Dawson. Para González, por supuesto, le estaba reservado otro destino. El Servicio de Inteligencia Militar, bajo las órdenes directas de Torres, lo llevó a una casa de torturas montada velozmente, y allí lo hicieron desnudarse, pese a la temperatura insoportable en esa región, y permanecer en cuclillas varias horas. Después se le comunicó oficialmente que iba a ser fusilado y se le sometió al primer simulacro, sin omitir detalle alguno para hacer más verosímil la ceremonia.
Siempre desnudo se le echó a la espalda un saco mojado que, con ese clima, estaba bajo cero, y se le dejó con la vista vendada, y con el saco lleno de agua, por largas horas, hasta que cayó al piso con fuertes tercianas, totalmente congelado, por lo que les resultó imposible a los torturadores mantenerlo por más tiempo en esa condición. De ahí lo devolvieron, incomunicado, al Regimiento, previa notificación de que esperaban la orden del general para fusilarlo.
Por otros presos que pasaron por ese lugar, al mismo tiempo, y en parte por mi propia experiencia, puedo reconstruir esa etapa del martirio impuesto al diputado magallánico. El camarín en que recluyeron a Carlos queda junto a los servicios higiénicos y permanece siempre anegado pues las cañerías están, permanentemente, rotas. Con cerca de doscientos detenidos, es fácil imaginarse que, continuamente, se escuchaban sonar pasos de los que iban a los servicios, pero el condenado a muerte piensa siempre que, esta vez, si que van a buscarlo a él. Horas de incertidumbre, de desesperación y de agonía.
Vinieron los interrogatorios. Las acusaciones eran muy graves, elucubradas por la mente del sádico tiranuelo; se le imputó tener guardadas ocho mil metralletas y haber elaborado un plan para asesinar al general Torres de la Cruz, parte del imaginario Plan Z que los militares inventaron burdamente y que no resistió siquiera el examen de los propios consejos de guerra manipulados groseramente. Y empiezan las horribles sesiones inquisitoriales, utilizándose los métodos más crueles y bestiales, resistiendo Carlos gracias a su fortaleza física, ya que un hombre más débil se hubiera "quedado" en las primeras instancias. ¡Ocho mil metralletas inexistentes! ¡Un plan descabellado! Podían haberlo torturado hasta el infinito sin conseguir el menor indicio, pues lo que no existe es imposible que aparezca.
Entre los métodos aplicados a Carlos estuvieron los inevitables golpes de corriente eléctrica, con cables atados a los dedos de las manos, de los pies, sobre el corazón, sobre las sienes y en los órganos genitales, siempre desnudo y con temperaturas bajo cero, mientras se le conservaba la vista vendada. A cada golpe de corriente y al levantar el cuerpo o tratar de levantarlo, ya que estaba atado de pies y manos, a un catre de fierro, le pegaban con el puño cerrado sobre el estómago, provocándole un dolor horrible que lo aniquilaba. Pero el aniquilamiento era sólo físico, ya que González resistió estoicamente la tortura y no cedió jamás a la brutalidad de los militares, con gran asombro de ellos.
Ante la imposibilidad de hacerlo hablar a golpes, le aplicaron inyecciones de pentotal y lo hicieron beber alucinógenos, con grave peligro para su vida, pero tampoco consiguieron que reconociera tener las ocho mil metralletas, por la sencilla razón de que ellas existían sólo en la imaginación de los esbirros. Carlos cayó en un sueño que parecía eterno y compañeros de él en esos días me han contado que todos lo dieron por muerto.
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Como los torturadores del Regimiento Pudeto no lograron sacarle media palabra, lo entregaron a los Infantes de Marina que, en el Regimiento Cochrane lo sometieron a un tratamiento aún más salvaje, que torna casi increíble la resistencia del supliciado.
Siempre desnudo y con la vista vendada, lo hacían raer al suelo, para soportar las mordeduras de perros amaestrados que lo obligaban a levantarse. Los que han sufrido ese castigo me han contado lo terrible que resulta caer, y levantarse, caer, ser mordido, y volver a levantarse, hasta la extenuación absoluta, con pérdida del conocimiento.
Luego lo colocaron de boca al suelo, con los brazos y piernas extendidos, casi formando una cruz, mientras unos soldados se paraban sobre las manos, como sujetándolo, mientras otros saltaban sobre su espalda. Luego lo condujeron al pozo séptico, de dos metros de largo por uno de ancho, colmado por los excrementos de cientos de prisioneros y lo obligaron a revolverse en la mierda y a untar la boca, presionado por culatazos y bayonetazos.
En otra oportunidad lo llevaron a la que llaman piscina, que era una pequeña barcaza de desembarco llena de agua, con una temperatura bajísima y lo sumergieron entre risotadas; intentando salvarse, se pescaba de los bordes, pero los perros amaestrados le mordían las manos, por lo que terminaron sacándolo semi‐ahogado. En esa ocasión también se extendió el rumor de que lo habían liquidado y hasta su propia familia fue enterada de su muerte. Pero ocurrió algo más, tan escalofriante que cuesta reconocer como seres humanos a esos individuos que vestían un uniforme hasta entonces honesto. Dos oficiales borrachos, mientras él estaba exhausto sobre el suelo, desnudo e indefenso, le grabaron en la espalda con sus yataganes una inmensa letra "z", referencia estúpida al supuesto Plan Z que algunos generales indignos inventaron para vergüenza del ejército chileno.
En este triste estado, casi moribundo, resistiendo únicamente por su entereza legendaria, lo hicieron correr desnudo por un campo de calafates, pequeños arbustos de la zona cubiertos de agudas espinas que se clavan en la carne y cuya extracción es muy difícil. Carlos era ya insensible al dolor, su cuerpo estaba convertido en una masa sanguinolenta y atormentada, así es que corría con los brazos extendidos, sin poder mirar ya que la venda seguía en sus ojos, arrastrado hacia un precipicio de locura, de angustia infinita, de sufrimiento ilimitado. Al fondo del abismo, más allá de sus percepciones, lejos de su tribulación, quedaban su compañera, su abnegada esposa, su bella Milka, con los hijos de su amor, con su existencia pretérita, con el tiempo de la felicidad y el éxtasis, con la maravillosa chispa de la vida. Había muerto la esperanza, desaparecido la luz, languidecido el espíritu.
Lo que vino después fue casi secundario. La extracción dolorosa de las espinas, el traslado a la isla Dawson, el pesado y duro trabajo de cortar y acarrear leña, ripiar los caminos, instalar alambradas; pero ya en compañía de los suyos, junto a cientos de compañeros de infortunio, con los que podía hablar y comunicarse, soñar y compartir ilusiones. Es claro que varias veces lo llevaron a declarar a Punta Arenas, en barcaza o en remolcador, aunque ahora ya los interrogatorios resultaban inofensivos. Pese a todo se le fueron acumulando las consecuencias de los malos tratos y debió ser conducido al Hospital de las Fuerzas Armadas donde los médicos, muchos de los cuales fueron antes sus amigos, lo trataron de complicaciones a la columna y lo ayudaron a recuperar el movimiento de los brazos, adormecidos como resultado de la pérdida de líquido sinovial en los codos. Además, ensayaron repararle la piel de la espalda que ostentaba la "z" grabada a punta de yatagán, tarea en que sólo alcanzaron un éxito relativo, ya que la cicatriz perdura hasta hoy, como indeleble vergüenza para un ejército depravado y corrompido.
Los abuelos maternos de Carlos fueron emigrantes yugoslavos, de esos que poblaron generosamente la provincia de Magallanes, y su esposa es hija de ciudadanos de esa misma nacionalidad. Ambos fueron íntimos amigos del Embajador Radomir Radivic, y de su señora Nada, los que movieron cielo y tierra para rescatarlo. Gracias al interés del gobierno yugoslavo, que agitó a los representantes de otros países en favor del diputado socialista, Carlos, su esposa y cuatro de sus hijos pudieron, al fin, viajar hasta Belgrado, donde ahora residen, y salir de la interminable pesadilla que les agobió por más de dos años.
No he podido ver a Carlos, de quien soy viejo y buen amigo. Cuando visite Belgrado, a comienzos de 1975, él todavía seguía sufriendo el calvario de horrores que, someramente, he reseñado. Por amigos comunes he sabido que ha
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logrado recuperarse y que está vivo, maravillosamente vivo, junto a su familia, luchando siempre por la idea que determinó su existencia.
Algún día, por circunstancias naturales, este libro caerá en sus manos y leerá este relato en que he tratado de rehacer exactamente, sin sensacionalismos, su largo martirio. Espero que Carlos González Jaksic, que mi amigo diputado sureño, que mi camarada socialista, comprenderá el homenaje que encierra este relato y la fraternidad que me impulsó al recuerdo.
Un homenaje, por otra parte, que otros, con mayor obligación que yo, no han querido o no han sabido tributarle.