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Lo Contemporáneo y sus definiciones. Sandra Pinardi
El término “contemporáneo” es especialmente equívoco, oscuro o ambiguo. Y lo es porque siendo,
en principio, una categorización temporal que, como bien dice Félix Suazo, alude a un “estar
concomitante”, a un “estar a la vez” dos o más hechos o cosas, se ha convertido en nuestra
comprensión cultural, tanto en una definición como en la solicitud de un “modo de ser” particular.
Es decir, ha dejado de ser una “situación” para transformarse en una “acción” o un “actuar”, en un
“proceder”. En este sentido, diría –con todo el riesgo que eso pueda implicar— que el “arte
contemporáneo” es un “modo de ser las obras”, es una modalidad: ni una condición ontológica ni un
atributo, y creo que no se refiere necesariamente ni al momento en que aparecen, ni tampoco a un
determinado y específico conjunto de “paradigmas perceptivos y epistemológicos” con los que la
crítica, la teoría o el mercado intentan recuperar, catalogar y clasificar algunas obras de artes.
Cómo es, en general, este “modo de ser”: el “ser contemporáneo”. G. Agamben, en un texto
denominado ¿Qué es lo contemporáneo?, nos sugiere algunos elementos con los que podríamos
elaborar la “condición” de contemporáneo o el “proceder” contemporáneo y, desde esos elementos
podríamos quizás también aventurar un poco eso que llamamos “arte contemporáneo”. A
contrapelo con las definiciones temporales de contemporaneidad, Agamben propone que “ser
contemporáneo” no es sólo estar situado en un tiempo determinado o actual, sino que es estar en
ese tiempo de una cierta manera, por lo tanto lo que delimita la contemporaneidad no es la
actualidad sino el modo cómo se existe en esa actualidad en la que se está. En este sentido, nos
dice que ser contemporáneo es tener la capacidad de aprehender y percibir el propio tiempo desde
un desvío, desde un cierto anacronismo, desde un tipo peculiar de inactualidad, o, en otras
palabras, nos dice que “ser contemporáneo” es estar, simultáneamente, adherido y distante de lo
actual, ya que es desde esa forma paradójica de relación que se puede atender reflexiva y
críticamente aquello que se percibe o se vive.
Si esto es así, entonces algo es contemporáneo no cuando reitera o reproduce las determinantes de
su tiempo, cuando se hace un eco irreflexivo de las particularidades de su contexto, sino más bien
cuando es capaz de atrapar y localizar en esos contextos sus sombras, sus oscuridades o
ausencias, cuando puede atrapar lo que permanece nublado. Nos dice Agamben, en este sentido:
“Contemporáneo es, precisamente, aquel que sabe ver esta oscuridad, que está en grado de
escribir entintando la lapicera en la tiniebla del presente.” Una oscuridad, unas sombras o
ausencias que no son ni pura pérdida ni mera falta, sino unas “tinieblas” (las llama él) en las que
reverbera sorda una luminosidad débil, frágil, que pareciera irse perdiendo, que pareciera
desvanecerse.
Por ello, porque es una tiniebla en la que destella desfalleciendo una cierta luminosidad, con mucha
firmeza advierte que ese “ver la oscuridad” o, más bien, “ver las tinieblas” involucra una habilidad y
una actividad muy particular, ya que percibir las tinieblas de una actualidad –de una época, de un
momento del mundo— “es, sobre todo, una cuestión de coraje: porque significa ser capaces no sólo
de tener fija la mirada en la oscuridad de la época, sino también percibir en aquella oscuridad una
luz que, directa, versándonos, se aleja infinitamente de nosotros”. Ser contemporáneo, entonces,
tiene que ver con ser interpelado constantemente por lo “aun no sido” del presente, de lo actual, por
aquello que en lo actual –en el propio contexto— se encuentra desprovisto u oscurecido, se
encuentra oculto pero que es, también, luz en potencia (porque eso es justamente la tiniebla, un
espacio o un ámbito en el que mengua la luz sin desaparecer completamente, en el que es difícil
reconocer rutas o caminos, en el que se anda a tientas).
En efecto, ser contemporáneo no es estar en un tiempo, tampoco es estar con otros en alguna
situación particular, implica básicamente poder ser aludido, reclamado, llamado por aquello que
espera por ser (por lo que aun no ha sido, por lo que es pura potencia) y también poder hacerse
cargo de ello, tomarlo a la vez como deuda y deber.
Bajo esta perspectiva, creo firmemente que el “arte contemporáneo” es aquel arte, o aquellas
obras, que tienen esa difícil relación con su actualidad y su contexto, por ello, más que una técnica,
un medio, o un conjunto de paradigmas teóricos, estilísticos o semánticos, está delimitado –o
definido— por el modo como la obra reclama y concierne a su tiempo (como nos reclama o nos
concierne a cada uno de nosotros), es decir, por su modo particular de interpelar el contexto –y de
interpelarnos desde él—, por su forma de ubicarse intersticialmente entre un “ya no más lo sido” y
un “todavía por ser”. Una obra es contemporánea cuando tiene la forma secreta de un “por-venir”
que opera despojando al mundo de sus certezas nominales, ideológicas o conceptuales. En este
sentido, me atrevería a decir que las obras de arte son contemporáneas cuando acontecen como
unos cuerpos de preguntas, cuando son cuerpos que son preguntas, cuando se hacen como un
cierto tipo particular de performatividad material de la pregunta. Unos cuerpos –materialidades—
que se imponen ante nosotros inquiriendo e inquietando, como una “enunciación muda” que huye,
que escapa a cualquier tipo de captura (teórica, crítica o mercantil), como una enunciación que
dificulta la posibilidad de ser nombrada, y que ha abandonado las intelecciones evidentes, los
análisis conceptuales o ideológicos, los mecanismos de apropiación. Si, como hemos dicho, lo
contemporáneo es un modo de ser, entonces, la condición de obra de arte contemporáneo, es
transitoria y es circunstancial.
Creo que es necesario apuntar por qué calificar el arte contemporáneo como unos cuerpos de
preguntas. El modo como una pregunta expresa y comunica es muy particular. Primero, la pregunta
es la concreción del acto de preguntar, es su fórmula, su instancia realizada, en este sentido, es un
tipo de enunciado (de enunciación), pero es justamente un enunciado –o enunciación— en la que
nada específico se dice, nada es dado o es realmente propuesto. Por el contrario, lo que hace este
tipo de enunciado, la pregunta, es abrir un espacio semántico para la posibilidad de que algo –una
respuesta, por ejemplo— sea dicha, acontezca, aparezca o surja. Es un enunciado –una
enunciación— que incita, provoca e induce, genera un lugar para la producción de significaciones. Es
un enunciado que no informa sino que reclama información, que no impone o determina sino que
espera y solicita, que no brinda sino que aspira y gestiona.
En efecto, uno podría decir que lo que opera en una pregunta –su contenido y su proposición— es
justamente la presencia de algo que no está dado, que no está presente. La pregunta es el
testimonio, o el señalamiento, de una falta, una duda, de algo ignorado o de algo ausente, de algo
que no poseemos, no sabemos ni conocemos. Sin embargo, paradójicamente, eso ignorado: lo que
será con suerte una “respuesta”, es decir, el por-venir de la pregunta, es en el fondo el sustrato, el
sustento y el fundamento, el inicio sobre lo que la pregunta es formulada. Toda pregunta demanda
una respuesta, no como una promesa o una posibilidad, sino como su continuación necesaria, su
posterioridad y su destino. De modo tal que en la pregunta lo que acontece es la declaración de
“que algo no está” –de que algo falta—, en ella se desencadena un extraño tipo de presencia: un
modo potencial de la presencia, que sólo puede realizarse o formularse en el aparecer de algo otro,
de algo que es distinto y diferente: alguna respuesta. En este sentido, la pregunta es una suerte de
“enunciado fecundo” que, como diría Lévinas, se hace más allá de sí, y se realiza como distinto de
sí. La respuesta adecuada a una pregunta siempre brinda algo que no se encuentra en ella y que la
convierte también en algo ajeno a ella misma: una experiencia, un conocimiento, un grupo de ideas
o conceptos. Debido a esto, y precisamente porque en la pregunta la ausencia es afirmada y
reconocida, la pregunta es más parecida a una escena (un espacio semántico) que a una
representación o una manifestación.
Si aceptamos que la obra de arte contemporáneo es un cuerpo de preguntas, y aceptamos
aventurar que opera como un “enunciado fecundo”, entonces, podríamos afirmar que la obra de
arte se constituye realmente en el momento en que se vincula y conecta con algo otro que ella
misma: puede ser con sus contextos teóricos, históricos o sensuales, con el espacio físico y cultural
en el que emergen, es decir, en el intervalo o el tránsito gracias al que alguna respuesta aparece
transfigurando la “escena” en un sitio provisionalmente determinado, en una concreción. Si lo que
da lugar a la contemporaneidad de una obra, siguiendo a Agamben, está vinculado a su capacidad
para señalar esa tiniebla que opera en lo actual como porvenir o deseo, entonces, habría que
puntualizar que el modo como la obra “contemporánea” establece un sistema de vínculos con su
contexto o su entorno no es ni reproduciendo sus características, ni oponiéndose a sus rituales, sino
logrando des-armar sus lógicas y sus modelos, y generando una ocurrencia o una oportunidad otra.
En este sentido, podríamos aventurar que la obra de arte es contemporánea cuando interviene en
su mundo –su contexto— como un cuerpo de preguntas que se convierte en la escena de un
discurso material –silente, de algún modo—, de un discurso más testimonial que expresivo, en el
que la “imagen” o el objeto mismo se transforman en resto, vestigio, sedimento.
Quisiera apuntar ahora algunos elementos, referidos específicamente a las obras de arte, que nos
permitan elaborar con mayor precisión esta “rareza” de lo contemporáneo, esta difícil relación. A
continuación trataré de esbozar rápidamente algunos de esos elementos, simplemente con la
intención de trazar una especie de territorio.
El primero de estos elementos tiene que ver con la idea misma de “arte” y de “obra de arte”. Si en el
arte moderno, por establecer un término de comparación, se proponía una idea de arte o de obra
dominada por paradigmas epistemológicos y/o expresivos, una idea según la que en el arte se
concretaba un ejercicio libre de la subjetividad humana, capaz de “abrir el mundo” y de funcionar
como espacio crítico, en este mundo contemporáneo, y probablemente debido a diversos “cambios
culturales”, tales como el avance tecnológico y sus derivas (la fotografía y el cine, las redes de
información), las insuficiencias de la cultura burguesa, el reconocimiento de la diversidad cultural o
la aparición de la pregunta por lo humano del hombre, la delimitación de lo que es el “arte” o lo que
es una “obra de arte” se ha desplazado reconfigurando el lugar que ocupa –al menos
potencialmente— el arte en el entramado cultural, en la sociedad. En este desplazamiento, los dos
elementos que son redefinidos son aquellos que se refieren a algo que podríamos llamar la
“esencialidad” de la obra, y a eso que conocemos como la autonomía del objeto artístico.
Con respecto a eso que llamamos la “esencialidad” se produce un desplazamiento según el cual la
condición de “arte” u “obra de arte”, tanto en términos productivos como de recepción, no está
vinculada únicamente a lo que, en términos sustantivos, el objeto es: a su forma, su capacidad
expresiva, su desciframiento o lectura, sino quizás en mayor medida está ligada a la función que
este objeto ocupa en los discursos o estamentos culturales. La “obra” se convierte, entonces, más
en una “función” que en una cosa; una función que es generalmente crítica en dos sentidos, por
una parte, en el sentido de que, con la aparición de las obras, ocurre una cierta discriminación,
distinción, criba, reacomodo, reconfiguración de lo dado, de lo establecido, que permite la
generación o el engendramiento de algo otro, de algo inédito, de narrativas divergentes o de
mecanismos tangenciales de intervención y reinscripción. Por la otra, en el sentido de un
“comentario”, gracias al que ciertas “tinieblas”, como diría Agamben, se glosan, se valoran o se
examinan o debaten.
Con respecto a la autonomía, que deriva directamente de la esencialidad del arte y la obra (de su
condición de ser lo que es en sí misma), esa idea se ve desinflada y quebrada por el desplazamiento
de la obra hacía convertirse en una función cultural, la obra de arte ya no es un “en sí” sino un “con
otros” o un “para otros”, no es autónoma sino “heterónoma” diríamos, lo que implica que depende
en su constitución artística de diversas estructuras contextuales, discursivas o institucionales, para
poder ser. A este respecto, debemos apuntar que este desfallecimiento de su esencialidad y su
autonomía, implican también una cierta desaparición de la idea de Arte, porque esa idea funciona
como una “esencia” o una “abstracción”, un género capaz de contener o agrupar particulares.
Por otra parte, si no es un “en sí” tampoco es necesariamente un “objeto” sino más bien un
“acontecimiento” o un “dispositivo”. La idea de “acontecimiento” es más o menos complicada
porque implica el suceder de algo que marca, que se inscribe, que “trauma”, es decir que deja una
incisión, una huella y que, por ello mismo, transforma, cambia y constituye con algún grado de
diferencia aquello en lo que ocurre: in-forma (da forma y significación), transforma, afecta y es
afectado. Por su parte la idea de “dispositivo” se refiere a algo que opera como “un mecanismo
dispuesto a producir resultados” o como “conjunto de elementos organizados o encaminados al
logro de un fin” o como “algo que se dispone”. En este sentido, un dispositivo es un elemento que
enciende, que origina o genera una posibilidad de significaciones: es una potencia. En efecto, la
“obra” no es “objeto” –destinada siempre a la comprensión y la lectura desde y en un “sujeto”,
interdependiente de un sujeto— sino que es más bien un sistema de facultades, un conjunto de
disposiciones y su dependencia tiene más bien que ver con las circunstancias y el contexto en el
que surge. Por ello, y fue lo que intenté decir anteriormente, uno podría decir que en términos
ontológicos la obra de arte contemporánea es un “cuerpo” –soma, estructura corporal— de
preguntas, interrogantes, potencialidades.
Un segundo elemento tiene que ver con el hecho de que nuestra cultura contemporánea pareciera
haber descubierto —a partir de aportes de muchas disciplinas distintas en las que podemos contar
la filosofía, la sociología, el psicoanálisis, las teorías antropológicas y políticas, la lingüística—, que la
realidad está hecha de significación y que la significación se estructura en sistemas discursivos, es
decir, en diversos conjuntos de enunciados de verdad que, elaborados a partir de supuestos,
funcionan, a la vez, como origen y finalidad. Esto implica, primero, que la textura del “mundo” es
lingüística y semántica o textual, es decir, que el “mundo” es una entidad fundamentalmente
humana que no está hecha tanto de hechos o cosas sino más bien de experiencias,
acontecimientos, significaciones o interpretaciones, y que en ese sentido, el mismo conjunto de
cosas o de hechos pueden producir diversos mundos. Si es una realidad lingüística y semántica,
textual, el mundo es radicalmente una elaboración, un ejercicio humano (el hombre es el animal que
hace mundo, dirá Heidegger), por tanto, no es algo dado sino algo siempre “en constitución”, y
además es un espacio práctico, es decir, es el producto de una praxis: de un acto mediador, medial,
que hace confluir materialidad e idealidad. Segundo, si en la constitución del mundo el lenguaje es
su praxis, y el mundo se hace de sistemas discursivos, entonces, el mundo es siempre una
estructura “ideológica”, delimitada por operaciones y ejercicios de dominio y poder, por estructuras
significativas que dan lugar, que distribuyen lugares y voces, que delimitan actividades, es decir, por
estructuras políticas en un sentido amplio del término. El mundo de los discursos es un mundo
pensado política y éticamente (totalmente distinto al mundo epistemológico pensado por la
modernidad y, como consecuencia, por el arte moderno). El arte contemporáneo se hace cargo –
desde su desvío y anacronismo— de esa contextura política –o ética— que tiene nuestra realidad,
abandonando la contextura epistemológica del mundo moderno.
A esto se añade también que la obra –el dispositivo— se comprende como un enunciado y su
acontecimiento como una enunciación. Las ideas de enunciado y enunciación designan los actos de
lenguaje, es decir, son ideas que nos permiten comprender el lenguaje en sus actos, entenderlo
como concreciones reales, como algo dicho en un contexto particular, como actos o acciones.
Llamamos enunciado a cualquier decir, acto, producto o acción que es pensada en relación a algún
discurso, es decir, cuando se lo piensa en su conexión con uno o varios sistemas de significación y
operaciones de sentido, sea que los afirma y se incluye en ellos, o sea que los ponga en duda o
pretenda transformarlos o cambiarlos. En la idea de enunciado hay una preminencia de lo
semántico por sobre lo formal, entendiendo que el ámbito semántico tienen que ver con la
adquisición o la producción de sentidos específicos, es decir, se da una preminencia de la
significación contextual, por sobre los aspectos formales o normativos. Este privilegio de lo
semántico, del sentido y la significación efectiva de algo, hace que los enunciados sean siempre
disposiciones, aptitudes culturales y/o políticas, y no expresiones (no hablan tanto de un sujeto o
interioridad, como de una estructura cultural o contextual en las que se producen). En este sentido,
en la idea de enunciado el sujeto (la persona) es una función, un lugar: el del decir, el lugar en el
que se produce la enunciación, es decir, ese lugar en el que el contexto se dice y se instala. (Imagino
que esto les resuena con el tema de la disolución o el menoscabo de la noción de “autor”, de
“artista” y al mismo tiempo apuntala la noción de “productor”). De alguna manera, gracias a la idea
de enunciación podemos pensar los actos humanos como inscripciones significativas o significantes
en las que el mundo y los discursos que lo constituyen, se ven afectados (reforzados o criticados).
Esta es una comprensión performativa del lenguaje, en la que el lenguaje hace cosas: no sólo
refiere cosas o se refiere a cosas, sino que las constituye y las provoca. En este sentido, Austin decía
que había tres dimensiones en los actos de habla: una dimensión denotativa o locucionaria (que era
la del significado, de la definición de la palabra o de la representación), una dimensión performativa
o ilocucionaria (que era la significación pragmática, es decir, el significado particular que una
palabra adquiere al ser pronunciada en una situación o contexto específico) y una dimensión
perlocucionaria que se refería a los efectos, a la recepción particular de esa significación, a lo que el
acto de habla producía en lo otro. Uno podría decir, entonces, que el arte contemporáneo intenta
privilegiar las dimensiones ilocucionaria y perlocucionaria por sobre la dimensión denotativa, para
con ello desarmar la condición representativa.
Un tercer elemento es el de la relación entre teoría y arte. Tradicionalmente esta relación estaba
más o menos delimitada, o era prescriptiva o era descriptiva, es decir, o decía qué era el arte y cómo
debía ser, o describía las diversas fórmulas en las que el arte se realizaba. Esto funcionaba de esta
manera porque la “obra de arte” era pensada fundamentalmente como un “objeto” específico, un
“en sí”, un algo que tenía su definición en una instancia material, formal o imaginal. Sin embargo, en
la medida en que el arte se propone como un enunciado, un acontecimiento de lenguaje, esta
relación se ha hecho muy complicada porque la obra no es sólo un objeto o una imagen, sino un
dispositivo enunciativo, y en esa misma medida, es siempre también un aparato o un discurso
teórico. La obra de arte misma es un acontecimiento teórico porque es una praxis, un acto de
lenguaje y su constitución tiene que ver con esa dimensión performativa, en la que el decir hace
mundo y realidad. En este sentido, las relaciones entre obra y teoría se han modificado
sustancialmente, perdiéndose las fronteras entre ambas, de modo que quizás la mejor teoría del
arte contemporáneo sean sus propias obras y cómo ellas discurren acerca de lo que son, cómo
proponen topologías y estructuras, modos de existencia para el ejercicio artístico.
Si desde la segunda mitad del Siglo XIX hasta la primera del XX la concepción del hombre, de su
hacer y del mundo, estuvo dominada por la idea de temporalidad —por ello las ideas de devenir,
cambio, transformación, progreso, desarrollo, historia, existencia, memoria, etc., se hicieron
dominios fundamentales desde los que comprender (y elaborar) la cultura—, en el mundo
contemporáneo pareciera estar dominado por la idea de espacialidad. Por ello las ideas de discurso,
sistemas, estructuras, desplazamientos, territorios y territorialidades, agenciamientos, coexistencia,
etc., parecieran ser las fundamentales para comprendernos. En efecto, pareciera que estamos en
una cultura que se ha “espacializado” tanto en sus producciones como en sus interpretaciones. En
el arte contemporáneo esta condición espacial aparece como un elemento fundamental, es decir, el
arte contemporáneo es fundamentalmente una “practica” —praxis— del espacio. Qué significa eso:
que se hace —se produce— para tener lugar o para dar lugar a, se hace en y entre espacios
convertidos en discursos, se instituye e instaura como una escena. Esto hace que las obras tengan
una vocación de realidad gracias a la cual las ideas se hacen imaginales (imaginario, imagen)
acercándose o bien a una “materialidad excesiva” o a una “significación imprevisible” —
indominable— que sería entonces lo que las distingue. Esta vocación de realidad se realiza en
ocasión de que son obras del tránsito y del cuerpo, ejercicios para una experiencia que no
puramente visual o intelectual, una experiencia en la que la significación se produce desde y en un
entramado de discursos, por pura contigüidad, por cercanía, por aproximación. Están hechas de
elementos cotidianos, elementos a la mano (esos que pueblan en mundo ordinario), de fragmentos
y señas, de trozos de otros discursos y texto (a la manera del collage o de la fotografía, como
documentos que se encuentran con el mundo para constituirlo). Están hechos además para
interpelar al espectador de un modo “integral”, no sólo a su vista o su pensamiento, sino a su
cuerpo, a sus tránsitos, a sus discursos, a sus conocimientos, a sus formas de vida. Y para
encontrarse —acercarse, hacerse contiguas— al mundo en distintos niveles, territorializando o
desterritorializando diversos discursos a la vez, agenciando distintas operaciones. Lo más
interesante de este desplazamiento a lo espacial, es que me parece que el mundo espacializado es
siempre la enunciación de un sujeto político, de un sujeto que no es personal, subjetivo e
inmanente, sino que por el contrario es un “entre-todos”, es una cultura y un lenguaje, unas formas
de vida y unas circunstancias.
Recogiendo un poco algo dicho al inicio, quiero reiterar que lo contemporáneo escapa —o huye— a la
posibilidad de constituirse como categoría porque involucra, constantemente, un esfuerzo renovado
—y también siempre superado y superable— de no ser totalmente de su tiempo, de entrever en las
tinieblas esa “luz”, y también esa “sombra”, que acontece como mera potencia.
* Esta conferencia fue leída por su autora en el marco de la exposición “Panorámica. Arte Emergente en Venezuela. 2000-
2012”. Curaduría: Félix Suazo. Sala Trasnocho Arte Contacto, Caracas, Venezuela. Octubre 2014.
Edición (versión en texto): Carmen Alicia Di Pasquale
Publicado en www.traficovisual.com el 11/02/2015