don manolito

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5883 upopáneos PON MAHOLITO 15 DICIEMBEE 1916 NÚK. 416 NOVELA DE CARMEN DE BURGOS ^ (COLOMBINE) Ilustraciones de GREGORIO VICENTE EDICIÓN Diputación de Almería — Biblioteca. Don Manolito, p. 1.

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Don Manolito

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Page 1: Don Manolito

5883 upopáneos

PON MAHOLITO 15 DICIEMBEE 1916 NÚK. 416

NOVELA DE

CARMEN DE BURGOS^ (COLOMBINE)

Ilustraciones de GREGORIO VICENTEEDICIÓN

Diputación de Almería — Biblioteca. Don Manolito, p. 1.

Page 2: Don Manolito

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Diputación de Almería — Biblioteca. Don Manolito, p. 2.

Page 3: Don Manolito

15 DE DICIEMBRE. DE 1916 NÜH. 416

5883-A

ZDODST

Carmen de Burgos (ColomMne)

LOS DESTERRADOS

la llave dio vuelta á da cerradura,

C > el corazón de Fernando latió con mayorr£ violencia. Le inspiraba una . curiosidad)f- grande aquel tipo extraordinario que se

le presentaba en don Manolita.Lo había conocido á su llegada á Lisboa; fue

él quien lo esperaba en la estación del Rocío, quienlo condujo al hotel, y quien le sirvió de ciceronepara mostrarle la ciudad, y de padrino para rela-cionarlo con todas aquellas familias portuguesasque de un modo tan amable y tan cordial habíanacogido al forastero.

Fernando no contaba más de veinticinco años;era alto, guapo, lo que se suele llamar un buenmozo, y en su doble carácter de emigrado políti-co y de músico notable no tardó en hacer nume-rosas relaciones. Sin embargo, á pesar de la dife-rencia de edad, eíy amigo más constante era donManolita, qué con su carácter alegre, dulce y ser-

vicial llegaba á establecer una camaradería, fra-ternal con él y con sus otros amigos.

Era don Manolita un hombre de medianí esta-tura, fornido, de rostro rubicundo, nariz oromi-i1ente, los ojos, vivos y' grises, ocultas' entre lospliegues de la piel, y los cabellos' canosos j esca-sos. Llevaba una gran pera blanca^ á lo Zorrilla,esa perilla que fue como un distintivo de 'os1 re-volucionarios del siglo XIX y que daba á su sem-blante ailgo de enérgico y marcial.

—¿Qué años me echa usted?—soüía preguntarinopinadamente á los nuevos conocimientos; y,cuando galantes' ó sinceros le calculaban Je se-senta á sesenta y cinco, él reía gozoso y decía:

—Tengo ochenta cumpliditos, aunque io mefalta un diente ni una muela, y subo .y bajo lascuestas -veinte veces al día sin cansarme

Era en él una vanidad y una coquetería de viejofuerte, que se siente envidiado por los jóvenes,sobrecogidos' de temor al oir la cifra de años quelies parece inverosímil alcanzar.

Había algo de misterioso en don Manolito.. Loveía siempre solo, siempre complaciente, hiblan-do de los otros y sin hablar jamás de sí mismo.Un día que encontraron una familia española enla calle, Fernando oyó que lo llamaban Coronel.

—>¿ H¡a sido usted coronel ?—le preguntó.. .—Lo sigo siendo, atnigo mío—respondié con

cierto orgullo.Fernando no investigó nada más. Aquellí afir-

mación lie daba la clave de muchas cosas que. noacertaba á explicarse. El, antimilitarista fu'ibun-do, creía que el militarismo era un octavo sacra-mento, que, como los otros, imprimía carador en

Diputación de Almería — Biblioteca. Don Manolito, p. 3.

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el sujeto mancándolo conuna h u e 111 imborrable.A. s í comprendía quepatria t u v i e s e para elb u e n anciano la formageométrica ¡encuadrada enlas fronteras.

Deducía Pernando delos datos que el trato dia-rio con don Manolito le"iba proporcionando, quefas recuerdos de Españano debían ser muy agra-dables; per», sin embar-go, el anciano era un pa-triota tan «itusiasta, queá pesar de los cuarentaaños pasados en Lisboa yde su cariño á Portugal,no había querido apren-der eíi d i c m a, y seguíaobstinándose en hablar un•español que se había idoviciando en el acento y la•expresión t.a s t a consti-tuir una jetga, tan aleja-da del lenguaje de Gamoes como del lenguaje deCervantes'.

El joven no comprendía aquella terquedad.'Hombre moderno, con gran amplitud de ideas, sol-tero y de posición independiente, era para él comouna especie de diversión aquel destierro por undelito polít::o cometido en uno de los principalesperiódicos1 españoles;

El se encontraba bien en Portugail. Veía, que

los portugueses formabanun pueblo más entusiastay más joven de espírituque el p u e b l o español.Tenían esa juventud quetuvimos nosotros á raizde la Indepen d e n c i a,c u a n do falsamente noscreímos libertados, y for-maban un pueblo ardien-te, expansivo é ingenuo,á un tiempo mismo.

Todos sus' nuevos ami-' gos' lo obsequiaban á por-

fía; 'querían hacerle very admirar las bellezas desu tierra. Se pasaba losdías en paseos y excursio-

. nes. Primero Lisboa, cons u s panoramas magnífi-cos sobre el Tajo, sus jar-dines y sus museos; des-pués las visitas á los co-lares de su vieja historiaCoimbra, Busaco, B a t a-íha. Don Manolito no ha-

bía querido acompañarlo á esta última excursión.Pretextó que estaba enfermo. Pero cuando Fer-

nando afirmaba riendo que los españoles tuvie-ian un triunfo en Aljubarrota, puesto que logra-ron que la Humanidad tuviese tan soberbio mo-numento, lo vio mirarlo malhumorado y retirarsediciendo:

—Al fin, la Patria es la Patria.Después, las correrías idílicas por- la encantada

Diputación de Almería — Biblioteca. Don Manolito, p. 4.

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sierra de Síntra, la sierra de los bosques y de los'palacios; porSetúbal, la Costa Azul del -Atlántico-y por las1 playas dei Algarbe, admirando su braviabelteza y sus campos 'de higueras y almendras flo-ridos.

¡Mientras Femando se entusiasmaba ingenua-mente, don Manolito solía indignarse con aquel reycié Castilla que desprendió á Portugal de su co-rona.

—«¡Y que puesto á dar dio lo mejor...: todaesta-zona del Atlántico que es la flor de la Penín-sula !—decía.

—'¿Qué sería dé.nosotros si esta fuese tambiénEspaña ?—contestaba alegreinente Fernando.—Nohubiéramos- podido escapar;

Don Manolito se quedaba desconcertado, poreste.'razonamiento, y contestaba invariablemente:

^-Sí...; pero 'la Patria... es í,a Patria.El joven no podía menos de admirar aquel ca-

rácter tan entero y tan recto, que se había af e-rradta á media decena de ideas, que daban vueltasen su cerebro convertidas en principios inmutables.

Don Manolito era siempre el mismo; hombresencillo y decidor en apariencia, pero reservadoen el fondo, hasta el punto de no hacer jamás unaconfidencia.

.Se negaba siempre á admitir toda clase de con-vites y rehuía con habilidad las ocasiones de mos-trar una penuria que Fernando adivinaba. Lasescasas veces en que Fernando1 logró hacerle al-ternar COTÍ alguno de sus amigos, do'veía contentode aprovechar la ocasión de ponerse la antigualevita alcanforadla y el viejo sombrero de copa.Llevaba aquellas prendas con la marcialidad deun uniforme, y s,e ponía ufano y esponjado consus cruces y medallas sobre el pecho; se engreía,se crecía cuando alguien lo llamaba Coronel.

Su gran afición era coleccionar arm¡as antiguasy sellos. Especialmente estos últimos. Pedía á to-dos sus conocimientos que le guardasen sellos detodas clases, y siempre ¡llevaba llenos de sellos losbolsillos'; al sacar algo salían los pedácitos de pa-pel de colores entre BUS dedos y se escapaban deellos como un conffett: precioso, como si fuesenun papel moneda ó unos billetes de Banco hechospedacitos. Don Manuel se envanecía de ellos comode un capital.

—Tengo tantos—decía,—que á veces no puedoentrar en mi casa porque está todo Heno de se-llos... mesas, sillas, sofás1...; pero luego los echoen agua, los lavo, los seco, los limpio con un pin-celito, les quito la goma y los empaqueto por mi-llares, bien amarrados con un coirdoncito. Así ytodo, me ocupan toda la casa.

El joven no comprendía aquélla afición á lossellos.

—Además—seguía don 'Manolita.—yo tengo unáJlbum que es de los más completos de Europa. F.sel álbum el que me interesa. Los otros sellos lostengo como un acompañamiento que los avalora,porque me gustan y los guardo como si fuesenmoneditas de cinco duras. Llevo más de -cuarentaaño¡s coleccionando... desde que vine de España.

Su frente se ensombrecía y guardaba silenciodespués de este recuerdo, en el que Fernando adi-vinaba tal dolor que le hacía callar también.

II

NOSTALGIAS

Coniforme pasaban los días ¡la amistad de Fer-nando hacia don Manolito crecía y se afirmaba.Era para él como un pariente-, eoimo una • personamuy querida, que llevaba á la noWe tierra, que loacogía algo del calor de hogar que comenziba árecordar con tristeza.

Al correr dé los días se había satisfecho' s.i cu-riosidad de viajero que le había ocultado al prin-cipio su condición de desterrado. Ahora, la vida 5>ele hacía monótona, cansada. Empezaba á compren-der todo el alcance de aquella bella palabra por-tuguesa Saudades, que encerraba todas las n»stal-giasy todas las melancolías dulces.

Aquella tarde, asomado al balcón del cuartj queocupaba en su hotel de la Plaza defl Rlocío, d:jabavagar ^mir^da sobre los lujosos escaparates de

.las tiendas que la rodean. A su derecha se alzabael Teatro Nacional, con su frontón griego sobre-montado por la estatua del ¡actor-poeta Gil Vicen-te; enfrente, el clásico café de la Brasilera, elca.fé de los revolucionarios, brillante de luces; ásu izquierda, las soberbias Ru&s Augusta y RúaÁurea, que tal vez por sus' nombres evocaban elprestigio de las calles de 3a Roma Imperial, consus arcos triunfales que conducían al Tajo.

Hacia arriba, sobre los tejados, escalonáidos'eí. lo lejos, se dibujaban los edificios, dejando verlas fachadas como los espectadores de las corridasde toros, agrupados en las gradas, dejan ver susrostros' Divisaba el puente del elevador de SantaJusta, que cruzaba bajo el arbotante de la ijlesiado Carinot la cual ponía en el paisaje todo el pres-tigio de aquellas ruinas góticas que, con. tan buenacuerdo, s'e consrevan sin restaurar, tall cono lasdejó el terremoto que destruyó á Lisboa. Lisboa,como Ñapóles, estaba construida sobre el cráterdé un volcán, y tal vez por eso era, como Nápo-les, tan bella, tan exuberante, como si tuviese ma-yor color, más savia, más relación y más prcximi-dad con el oorazón de la tierra.

Poco á poco se habían ido apagando los ons delcrepúsculo y las luces' parpadeaban sobre la; coli-nas como otros tantos faros destacados de azulclaro y acuoso del cielo. La ruina se destacaba ála luz de la luna, con su gran, mole de piedra y susarcos ojivales que parecían llenos de cielo, recor-tados en el azul de un modo- fantástico.

•Su corazón sintió algo como ese dolor, ese va-

Diputación de Almería — Biblioteca. Don Manolito, p. 5.

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cío, esa soledad y ese silencio que deben sentir losmonjes en los grandes conventos antiguos que nopueden abandonar, y que en vez de'serenar su co-razón lo hacen palpitar con más deseos de vida.

Al mirar hacia el porvenir sintió miedo. ¿ Seríasiempre asi, un ser solitario? Aunque tuviese afec-tos no podría jamás olvidar aquella ansiedad, aque-lla nostalgia de los Jugares adonde no podía volver.Se acordó de don Manolita.

—'El lleva cuarenta años sin ir á España—pen-só.—>E>ebe haber algo muy terrible y muy doloro-so en su vida.

Como respondiendo á s ú pensamiento, sonarontres golpes distanciados, acompasados y graves,sobre la puerca del aposento; golpes' como de pén-dulo de reloj; don tManolito llamaba á la puertacon su seña masónica.

Acudió Fernando, presuroso, á abrir.-•:—-^Adelante, adelante—dijo franqueando, la en-trada. ; .;j; ¿ .;—¿Cómo tan solo? • •

—No he tenido ganas de salir, y usted me aban-dona.

El viejo se dejó caer en una silla, se pasó elpañuelo por :a frente, y dijo:

—Yo estoy rendido. Me he dado un paseo enor-me. He ido hasta La Estalla, á ver otro filatélicoque tenía un nqevo sello de error.

— ¿ D e error?.;—'Sí; yo creo que esto es una picardía que nos

hacen. Empkzan á tirar la emisión con un error;una letra al revés, un número cambiado^ y en cuan-ta empieza ácircular se recoge'...; y ¡ya nos.tieneusted' locos1 á todos los filatélicos! Hacen faltaesos ejemplares para esa historia viviente de losSellos que forman nuestras colecciones^

Y el viejo empezó á explicarle Ja suma de tra-bajo y de paciencia necesaria para formar sus ái-bums. Todos los filatélicos se relacionaban; erala suya una especie de masonería qtie amistaba á!*?s más aparcados, los unía en amistades estrechas,les hacía sostener correspondencia escribiéndoselargas cartas con la descripción de los1 ejemplaresque deseaban. Entre ellos efectuaban cambios delos repetidos y se ayudaban á Ja busca y capturade los ejemplares raros. Los sellos habían llega-do á tener vilor en Bolsa.

Tenían sus álbumes, que los tasaban, los enca-sillaban y reglamentaban siu valor. Entre aquelmundo de lcs> coleccionistas había personajes cé-lebres por sus colecciones, cuyos nombres repetíancon admiración.

Don Manrael escribía todos los días diez ó docecartas á sus amigos desconocidos, y había l ibadoá reunir uní maravillosa colección de sellos l isa-do en 20.000 duros.

' —¿Cómo tío la vende usted?—exclamó el joven,sorprendido de aquella riqueza presunta del buenanciano cuya, penuria adivinaba.

—1¿ Para qué?—respondió él.'Había un desgarramiento de desaliento, de tris-teza, mal encubierto con su aparente serenidad ysu sonrisa.

Fernando se conmovió.'.—Hace un momento—dijo,—en medio de esta

serenidad de la noche, me había entristecido; re-

cordaba las'noches de nuestro país... tan semejan-tes á éstas y tan distantes, sin embargo, tan per-didas para nosotros ya. Pensaba con espanto enesos cuarenta años que lleva usted sin pisar Es-paña. ..

Un sollozo respondió á sus • palabras, tan hondoy tan comprimido, que el joven se asustó.

—Perdóneme, amigo mío, si he evocado un do-lor en usted1—dijo apretándole la mano.

Don. Manolito.lo netuvo .cerca de sí sosteniendola presión, que ipar.ecía mezclar sus sangres y con-tundir sus corazones. . - • . .•••

—Usted es joven; Fernando; usted podrá- vol-ver allá. Yo me quedaré para siempre aquí... Aquíme enterrarán... No me espera iradie... Nadie meha de llorar.

—Vaya... vaya... amigo mío, somos demasiadopesimistas. Aquí estamos los dos juntos... y si yome, fuera lo llevaría, conmigo. . . • •

El viejo movió tristemente la cabeza.• — N o . .

^¿•Por qué? •, —Hay. allí • demasiados recuerdos angustiosospara mí...; hace mucho tiempo que yo no hablabade nada de esto con nadie. Tengo miedo de oírmehablar yo mismo, como si mi voz fuese ajena yme pidiera contar algo.que yo no sé... ó que ya nodebo, saber.., que be: olvidado... que quiero olvi-dar... No son sólo los tormentos materiales deldestierro, sino todo el olvido, el desconocimiento,la ingratitud que hay en todo esto...

—Tal vez yo podría consolarlo. ; .iE'l viejo dudó un momento, y después empezó su

relato, confuso, mezclado á saltos, como evocabasus recuerdos la memoria; haciendo vivir todas'las escenas de una época no lejana de su vida,pero de unas costumbres tan distintas, que parecíacomo' un superviviente de muchos siglos, al travésde su narración.

Sus palabras sinceras y solemnes tenían un va-lor de confesión á la luz de aquélla luna brillantede sol, ante aquel templo que parecía sostener elcielo y cobijar bajo sus arcadas á la ciudad toda.

III

LA PRISIÓN

El café de Pombo estaba aquella noche del año1875 Heno de una concurrencia mucho más nume-rosa que la habitual. Era una concurrencia grave,de hombres en su mayoría, todos con grandes peri-llas marciales que, á pesar de la diversidad de tra-jes, les daba algo de apariencia militar..

Diputación de Almería — Biblioteca. Don Manolito, p. 6.

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Aquel antiguo café con su aspecto primitivo,inmutable, parecía prestar una complicidad á losconcurrentes, que no eran las gentes despreocupa-das y alegres que acostumbran á ir por las tardes,ni los buenos burgueses tranquilos que han hechoallí su tertulia habitual por las noches.

Un observador, 'hubiera notado una preocupa-ción muy honda en todos los congregados. Susfragmentos de conversación en voz alta, en tono

afectado, como si temiesen ser oído's, no :eníannada de común con los pequeños diálogos entre-cortados que se sostenían en voz baja.

—Me parece una imprudencia esta reunión—dijo uno de ellos. •. . ••

—Sin duda—contestó el interlocutor en'el mis-mo tono;—pero están tan descuidados, que cuandovengan á saberla será tarde.

—¿Crees?

Diputación de Almería — Biblioteca. Don Manolito, p. 7.

Page 8: Don Manolito

; Pero el otro, en lugar de contestarle, repuso:—Verdaderamente que no hay., quien baile co-

mo ella.—Exageras...—repuso el primero.—Elvira dan-

za mejor.—¿De qué se trata?—.preguntó un recién llega-

do, tomando asiento en el mismo diván; y antesque le contestasen añadió en voz baja:—(Estamosperdidos...; serenidad..., y tratemos de escaparnos.

—¡Cómo!—Han hecho traición los sargentos'—y alzando

la VOZ.—EJI efecto; baila mejor Elvira.El que había hablado él primero-se levantó,

atravesó la estancia encendiendo un cigarro, mo-vimiento cpje debía ser una contraseña; porque ápesar de querer parecer indiferentes, pasó como un •estremecimiento sobre todo?, y por. un instante seinterrumpían las 'conversaciones' y se volvieronlos ojos hacia él á su paso.. Algunos sé pusieronde pie. ' •'!

El entro en el compartimiento de la izquierda yse dirigió al ángulo de enfrente, donde estaba gen-tado en el diván, bajo el espejo de ancho marco de 'madera, ui hombre joven, de cabello rizoso y sem-blante .noble y simpático. Se había instalado allícomo el que forma una presidencia, "frente á todoslos otros.

—'i Qué sucede, Manuel?—preguntó al verlo, sincuidarse ce disimular.

—Mi mujer está enferma.El joven palideció ligeramente.—'¿Quién trajo la noticia?—Acabi de llegar Alberto.

..—Es preciso qiue vayas.—Ven tú. ,—Yo debo ser el último. Márchate. Eres el más

interesada—No importa...—insistió.—Vete—ordenó el joven con imperio.El otre encedió una cerilla y la apagó de un

soplo.Momentos' después como si todos obedecieran á

una consijna, cuatro de los concurrentes se levan-taron y se dirigieron á la puerta de la calle de Ca-rretas, mientras otros dos se dirigían á la puertafalsa del calleión. Se notó un soplo, de ansiedad en'os que quedaban, un deseo de verlos desaparecer;pero cas: instantáneamente volvieron á entrarcomo arrollados desde fuera. Hubo un momentoce pánica general, en el que todos S'e levantarony muchos llevaron la mano á la cintura ó al boi-s:lk> buscando la culata del revólver.

—¡ Que sé cierren las puertas !—1¡ Que no salga nadie!—ordenó una voz seca y

breve.Todas las miradas se volvieron hacia el joven

que había hablado con don Manuel. Es'te estabapálido, pero sereno; • :

—1N0 "tenemos nada que temer—dijo,—y no. hayl-or<fuié oponer resistencia.

Como, si estas palabras- fuesen una orden; todosse serenaron.. — Quecan todos ustedes detenidos, de orden deS. M-'el rey—dijo, adelantándose un capitán.—Pueden salir dos á dos", para ser conducidos alcuartel. •; • ' .

Aquella escena era de las que habían quedadomás grabadas en la mente de d¡on Manolita. Unacompañía entera rodeaba á Pombo1; habían copa-do casi, toda la oficialidad de Madrid.• Veinte" ca-pitanes, ocho brigadieres, cinco.coroneles.-., todoslo'S que conspiraban para destronar al rey que laRestauración acababa de colocar en el Trono, yprecisamente en. el momento en que1 se celebraba!a última reunión, cuando s'e creían, tener seguroel triunfo. . , •' .

IV

REO PE MUERTE

Los días de la cárcel corriejon para don Mano-lito lentos y pesantes.' El era el más comprometidode todos. Habían hedho traición los sargentos desu compañía, cuando ya los creía suyos, cuandoya todos los soldadas estaban dispuestos, y los je-fes creían poder sacar los regimientos á la callepara unirlos al pueblo, mejor dicho, para devol-verlos al pueblo, del que los separaba la severidadde las Qrdenanzas, y juntos todos' imponer la vo-luntad soberana de la nación.

Cuando había vislumbrado el triunfo, cuandosu optimismo no dudaba del éxito de la conspira-ción, se veía todo caer desmoronado, deshecho, de-rrumbado de un modo que no podría alzarse ja-más. Más que su propia suerte y la de sus' amigos,ío inquietaba el fracaso de sus ideas'. Había .nacidoen 1836, en una época de luchas, de revoluciones,de perturbación, que habían influido' sobre él.

Hasta el pequeño pueblo de Castilla la Viejallegaban los ecos de la conmoción política que con-vulsionaba toda la nación en la menor edad deIsabel II.

La larga y desastrosa guerra civil partía á Es-paña en dos bandos, ambos igualmente fanáticos,capaces de cometer todos los excesos. No habíaindiferentes; todos discutían, se apasionaban deun modo ardiente. El trono de la joven princesatemblaba mal asentado en sus cimientos; la reinamadre se veía obligada á huir, sustituyéndola Es-partero, que no tardó en tener que escapar i In-glaterra para ponerse en salvo á su vez.

El padre de Manuel había sido una de las- víc-timas de los partidarios de D. Carlos. Su madre,viuda y sola, tuvo que ir á buscar amparo, con ély con otra hija de pocos meses, casa de un herma-no .suyo, boticario en Medina del Campo; pero lainfeliz no tardó en sucumbir al dolor de la muertede su rnarido.

Diputación de Almería — Biblioteca. Don Manolito, p. 8.

Page 9: Don Manolito

El tío utilizó los servicios de los niños'; Manoli-to, inteligente y reflexivo, era un excelente man-cebo en la botica, y Matilde, la hermana, sabíacuidar la casa como utia experta ama de gobierno.

Allí, *en la soledad de su tienda, leyendo las es-casas hojas de periódico que llegaban á sus' manos,Manuel sentía encenderse en él un espíritu liberaly rebelde. Era como una protesta contra los queél creía asesinos de sus' padres; una intención re-belde de aquella esclavitud á la que se veía encade-,nado, en la monotonía de Jas' horas que se sucedíansin traer una emoción mueva. Contribuía quizásaq¡uel espíritu frío, severo y recio de la ciudadcastellana, enclavada en medio de la gran llanuray como dominada por el viejo castillo de la Mota,con sus torreones fatídicos, que se alzaba so-bre ella.

Cuando le tocó la suerte de soldado y sus tíos, quisieron librarle, él se opuso. Quería irse, correr

mundo, ver el ambiente distinto, el horizonte am-plio que había soñado; luchar al lado de los libe-rales y ser soldado de la reina. La reina ejercíasobre él una sugestión de mujer guapa, que hacíaaun más picantes las anécdotas que circulaban envoz baja de su amor al Ejército.

Lloró la hermana mucho ; lo llamaron ingrato losparientes; criticaron y se hicieron lenguas' de lamala cabeza de aquel muchachito tan callado, queparecía tan juicioso. El opuso á todo su resisten-cia pasiva, con una firme decisión de libertarse.

Sin embargo, cuando llegó el momento de mar-char 'sintió que se le oprimía el pecho. El últimodía le pareció amable su trastienda de la botica;advirtió en ella un bienestar en el que no habíareparado antes. Sus tíos le inspiraban mina granternura, y experimentó por su hermana un afectóardoroso, apasionado. Hasta la torre del viejo cas-tillo de la Mota le pareció gallarda y bella, y alborrarse en el horizonte le hizo experimentar unasensación de vacío, de soledad, tan grande que debuena gana se hubiera vuelto atrás.

; Cuánto había de aflorar aquella paz de Medinadel Campo en los días azarosos de la gloriosa gue-rra de África! Su ardor guerrero, desesperado,como si buscase una compensación á su vida soli-taria, le hizo distinguirse en la toma de Tetuán,donde recibió dos balazos que le atravesaron elbrazo y el muslo izquierdo. Cuando terminó la gue-rra, Manolito había ya ascendido á capitán, y alvolver á Medina enseñó con orgullo las medallashonrosas que ornaban su pecho y las cicatrices quehabían dejado en su cuerpo los balazos. El modes-to mancebo de botica se había cambiado en un ga-llardo oficial, que hacía suspirar á las sensiblesniñas casaderas de Medina del Campo.

Pero Manolito estaba enamorado. Durante unade las' estancias de su compañía en Zaragoza, ha-bía conocido á Elvira, una jovencita redonda, fres-ca, con tez de camuesa madura, en cuya casa sehabía alojado. La niña tenía unos ojos muy gran-des, muy claros, que miraban muy parada y muyfijamente y que, por lo mismo que no tenían ex-presión ninguna, le parecieron á Manolito capacesde expresarlo todo. Iba siempre vestida de blan-co; ese color q,ue inspira respeto á los hombres, yexhalaba de toda ella un aroma de inocencia, de

castidad, de doncellez tan verdadera y pocerosa,que la abracaba y la envolvía como un escudo.

No se podía pensar en aquella criatura sensual-mente; sólo una gran tetrnur,a debía obligar á lle-varla al matrimonio. Su mirada casta, fija, algoatónita, inexpresiva, despertó el amor, dormidohasta entonces, de M,anolito. Cuando le hizo sudeclaración, ella lo oyó tranquila, serena, y sin in-mutarse le contestó:

—Yo haré lo que mi madre y mi hermanoquieran.

No le costó poco trabajo al joven capitán ha-cerse aceptar de estos. El hermano era un cura,que veía con recelo á un oficial isabelino: peroque, al fin, dio su consentimiento.

Entonces empezó un noviazgo idílico, bijo la.mirada de la madre, que no les dejaba solosni unmomento ni consentía los apartes en voz baja. E'--vira era siempre la misma criatura sujeta á unritmo fijo, disponiéndose á ser su esposa, sin queun pensamiento ó un deseo empañasen la Síreni-.dad de su pensamiento.

Aquel hombre de treinta años, tan chiquillo ytan inexperto, ardía en deseos de casarse; perocuando ya la boda estaba concertada se vio obli-gado á lanzarse de nuevo á la lucha.

La intolerancia política y la falta de respeto ála constitución del ministerio González Bravo, hizoque todos tos partidos liberales coligados se pusie-ran frente al Trono; al levantamiento de k Ma-rina, en la bahía de Cádiz, á cuyo frente S'e lalla-ba Topete, respondió la insurrección del Ejercito,y la reina tuvo que huir á Francia,.

Manolito fue de los1 revolucionarios más ardien-tes. El veía sufrir al pueblo, sentía el aroma ce susdolores, sie indignaba de la injusticia, y de liberalpasaba á republicano, á revolucionario, á se" unode los librepensadores más furibundos, aunque di-simulaba estos sentimientos en las cartas qte es-cribía á su novia, dirigidas siempre. á la rradre,que era l'a que respondía por la hija. No- puó> re-ducir á su prometida á q,ue participara de sus idea-les, y tuvo que casarse con arreglo al Derechocanónico, cosa deshonrosa para un revolucionariode Su época.

Las horas felices de su matrimonio' lo alejaronun poco de la contienda política, tascando el fre-no del disgusto que le producía ver derrumbarsela obra de la República, el desiacierto de las Jmtasrevolucionarias, hasta expirar la regencia del du-que de la Torre en la elección de Amadeo de Sa-boya, por las Cortes Constituyentes, reflejo delespíritu monárquico arraigado en el país.

Se consolaba pensando que Amadeo1 había jura-do lealmente la Constitución y que era un hijo deVíctor Manuel, el destructor del poder temporalde la Iglesia.

Entretanto, su esposa lo había hecho padie de.una niña que formaban su encanto de buen ibue-io, pues para él, su mujer, qué no había perdido lacandidez y la inocencia á través de su matrimonio,era como una hija más; tal la trataba y la n.ima-ba, aunque toda su ternura no conseguía desirru-gar el ceño de la suegra, que veía en él un impío.

Todavía la guerra cantonal del sur de ii Pe-nínsula le hizo volver á tomar las armas; volvió

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Diputación de Almería — Biblioteca. Don Manolito, p. 9.

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á su casa herido de un balazo en la cabeza que lotuvo próximo á la muerte, y durante su enferme-dad las parientes de su mujer, que lo creían yaperdido, ;io tuvieron consideración ni recato paramolestarla.

—'¡ Castigo de Dios !—-•; Ese es el fruto de Ja impiedad ! '—Si sufre, bien merecido lo tienie; que lo ofrez-

ca á Nuestro Señor Jesucristo. Más pasó El pornosotros.

Su curación coincidió con su ascenso á coronely el tras!ado á Madrid que vino á librarlo de to-das aquellas gentes. Le pareció que su esposa loseguía cerno un deber penoso, y ella, que tan pocohablaba, le dijo:

—Yo espero que sabrás.tener respeto, á mi con-ciencia y educar á tu hija en. el temor de Dios. Delo contrario, me volveré con mi madre.

Manolito, obligado por el cariño á.s'u mujer, ha-bía disimulado aquella indiferencia religiosa queella creía impiedad. La veía sufrir como si temie-se las consecuencias de estar al lado de un repro-bo que na la acompañaba jamás al templo, y cuan-do la niña, de contextura débil y delicada, enfer-maba, la veía mirarlo con algo de miedo' y de ren-cor. Algunas veces le decía:

—Reza, y pídele á Dios que no nos castigue enella de muestras' culpas.

Así, él sólo sin nadie de 'su familia que com-partiese sius sueños y sus ideales, buscaba fuerade casa la compensación, y se reunía con sus ami-gos, que eran los más exaltados. Tomó parte enaquella sublevación indignado contra el espíritu dela Restauración, que le parecía la .anulación de todaaquella obra por la cual había derramado su sangre.

El f racaiso ruidoso comprometía á la vez su por-venir, su vida y sus' más caros afectos.

Cuando se le levantó la incomunicación no es-cuchó uia voz amiga que lo alentase y lo sostu-viese. Nadie que comprendiese su ideal, su abne-gación, su enamoramiento de la libertad, su altruis-mo pars sacrificarse ipor el bien del pueblo y dela patrie. Nadie que pusiera más alto la satisfac-ción de la conciencia que el interés material.

La esposa estaba desolada pensando qué seríade los hijos y de ella; mientras que la madre y elhermano lo llenaban de reconvenciones. Aquellaunión de Elvira era una vergüenzta eterna parala familia.

Sus tíos' abominaban también de él. Al fin res-pondía í lo malo que (esperaban de aquel muchachoretraído y uraño, que no había querido asimilarsesus enseñanzas y sus consejos para ser el dignosucesor de su tío en la botica de Medina del Cam-po. Sók la hermana, que estaba viuda y era madrede una dhicuela feúcha y desmedrada, se limitabaá llorar en silencio, sin atreverse á decirle nada.

Se veía tan moralmente solo, tan desalentado,tan agobiado que escuchó s!n temblar la sentenciade muerte formulada contra él por el Tribunal mi-Htar que entendía en la causa. Se sentía como des-arraieaío, s:n más lazos que lo ligaran á la vidaque los de su vida misma.

V

EN PRESIDIO

Su pánico fue cuando se le comunicó la conmu-tación de la sentencia por la de cadena perpetua.Era como volver de nuevo á su trastienda de Me-dina. No podría conformarse. Sin embargo, tuvotuerzas para fingir el mismo aspecto de serenidadé indiferencia que había adoptado desde el princi-pio. Sufrió con paciencia las recriminaciones detodos á guisa de despedida.

—Ha esto nos ha conducido tu mata cabeza—dijoel cuñado.—Yo cuidaré, sin embargo, de tu mujery de tu hija. Ve tranquilo.

Hasta su mujer le repitió también lo que tantas•veces habrían oído:

—Ves, Manuel, ahora por culpa tuya ¿qué seráde nosotros?

En el fondo de su alma aquella ingratitud ha-bía roto todos los lazos de afecto que lo ligaban áJU familia.

Se produjo una reacción favorable, y él que ha-bía deseado morir sintió de nuevo el ansia de vivirpara sí, para él solo, para ser libre. Un proyectoloco de escapar, de vivir en otra tierra, de crearseuna existencia nueva, lo invadía.

—Yo trataré de escaparme—se dijo;—-y si no loconsigo, siempre me queda el recurso de estrellaV-me la cabeza contra la pared.

¡ Dios mío, cuánto tienen que sufrir los' presos!Había estado á punto de volverse loco cuando

se llevó á cabo la terrible ceremonia de deshone-rairlo, de despojarlo de su uniforme de militar, dearrebatarle tes cruces, y las insignias ganadas consangre en el servicio de la patria, y que perdíaotra vez en ese mismo servicio.

Tenía miedo de mirar á los soldados, como sitemiese ver la vergüenza de ellos al llevar á caboaquel acto.

—La insignia de las heridas que han marcadoestas cicatrices en mi carne, no me la pueden qui-tar—dijo con arrogancia.

Después se despidió de Su mujer, que lloró mu-cho, y de la pequeñuela, que ponía la mejilla pararecibir sus besos, con aspecto un poco uraño yasustado. No hubo efusión en ninguno, sino unaacusación muda, aquélla que tantas veces habíanrepetido:

—¿Ves' adonde nos ha llevado tu imprudencia?Era urna despedida definitiva, de todo y de to-

dos. El estaba muerto para los suyos y para la

Diputación de Almería — Biblioteca. Don Manolito, p. 10.

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sociedad. No le quedaba más que vivir día tras día,viviendo por vivir, por sentir la vida.

Al llegar al presidió de Granada, los penados,curiosos de conocer los nuevos compañeros, pro-rrumpieron en gritos de burla y chacote á la vistade isu aspecto de señorito, vestido de negro, congabán abrochado y su gran perilla negra. ¡ Un se-ñorito que se venía dando aires de personaje ! ¡ Yale bajarían ellos los humos! Lo habían de pelar yvestir como á los demás.

Aquellos gestos asustaron al prisionero, y soli-citó hablar al director:

—Caballero—k dijo;—Q¡O soy el coronel donManuel Fernández. No sé por qué me han traídoaquí. Es un abuso, porque yo no ¡puedo estar con-fundido con los reas de delitos comunes. Deseoelevar una instancia para que se me siga tratandocon arreglo al fuero del Cuerpo á que pertenezco.Entretanto, yo le ruego que me aparte de mis com-pañeros de prisión y no me obligue á ¡rasurarme elrostro y la cabeza.

Había tanta dignidad, tanta firmeza y tanta arro-gancia en sos palabras, que el director cedió á susruegos. Gracias á la bondad de aquel hombre, donManuel pudo estar solo, usando su traje y sinsacrificar aquélla perilla y aquellos mostachos'quele eran tan queridos. Cada vez que se encontrabacon los otros presos se renovaban lias señas ame»-nazadoras', en los que hacían ademán de afeitarlo.Se indignaban del privilegio del señorito.

Sin embargo, cuando cundió la noticia de queera uno de los famosos revolucionarios, cuya con-dena de muerte se había permutado por cadenaperpetua, los presos cambiaron de conducta.. Losaludaban afables, y un día uno de ellos se le acer-có y le dijo:

—Señor; le traigo un memorial firmado por míy por algunos de mis compañeros; si triunfa !aRepública, tenga piedad de nosotros.

Y él, el pobre preso, tan desvalido como ellos,lo tomó con aire protector ofreciéndoles tenerlospresentes en la hora del triunfo.

Al fin se resolvió su instancia de un modo favo-rable. Su cárcel había de ser en un castillo, y se ledesignaba el de Santa Catalina, en Cádiz, adondelo habían de conducir. ,¡ Ya era hora! Lo% esca-sos recursos con que se había ido sosteniendo es-caseaban, y nadie se cuidaba de él. Su mujer sehabía ido con su hermano y su madre á Zaragoza,y sus raras cartas eran sermones de moral, dic-tados por el cura. Su hermana seguía viviendo mi-serablemente en Madrid, trabajando' para sacar áfu hija, pues los tíos de Medina no querían sabernada de los dos sobrinos1, á los que calificaban deingratos.

Un día se vio sorprendido ipor una visita. Uncaballero desconocido que all estrechar su manohiizo en ella un signo extraño. Manuel lo miró condesconfianza. ¿Se le tendería un lazo? El estabainiciado en la masonería, pero su vida azarosa lohabía mantenido lejos de las logias, en el momen-to de la desgracia su delicadeza le ¡hizo abstenersede pedir protección á una Sociedad á la que nohabía aportado ningún servicio. Vacilante dio unpaso atrás y respondió al saludo del hermano conese otro noble signo:

"Antes me dejaría cortar el cuello que ser infiel."El otro repitió el saludo:"Antes me dejaría partir por medio del cuerpo

que ser infiel"Aqulel signo le revelaba que era un herma.no de

gradación superior. Sin embargo, Manuel duda-ba aún.

—iDame la palabra...—dijo.—Dame tú la primera letra—respondió el se-

gundo.Se inclinó sobre su oído, y articulación á articu-

lación ambos compusieron la palabra sagrada quelos unía en lazos' fraternas.

Dan Manuel estaba trémulo, lleno de alejría.—iNo hay tiempo que iperder—dijo el caballe-

ro.—Nosotros no abandonamos á los nuestros cuan-do merecen tanto como usted.

—¡ÍPetrdón !... yo...—iNo se disculpe—atajó el otroi—¿Está todo jus-

tificado en su caso. Pero oiga, óigame cor aten-ción. Va usted á s'er trasladado á Cádliz. Pila quelo conduzcan en ferrocarril. Alegue su categoría,su estado de salud; el médico es nuestro.

—iPero si yo no tengo dinero y no pueda...—Mande que su administrador don Francisco

Nogales, Carrera del Darro, 82, le facilite losfondos.

—1 Yo no debo.—Es preciso—dijo el otro con energía.—Obe-

dezcame. Es imposible que lo conduzcan á pie...;no podría usted resistir esos días de camino, de-lante de los caballos, ese martirio de la llegada ápueblos donde todo preso es un gran criminal ylos Chicos y las viejas lo insultan, como á un ne-gro y un hereje... Además, cualquier movimientoimprudente, y ya ,sabe usted que la Guarda civilpuede disparar sobre los fugitivas.

—>No tengo idea de huir.—>¿ Quién sabe las ideas que puede suscitar el

aire libre? ,¡ Han muerto tantos presos en ruta!El coronel Fernández tiene fama de audas...

Aquellas palabras le 'habían puesto carne de ga-llina; su emoción de felicidad al verse amparado,protegido con una Iglesia acogedora que velabapor él, le produjeron una fiebre tan alta que el mé-dico pudo certificar de su enfermedad en justicia,y la conducción se hizo por tierra.

Unos días de verse mezclado en medie de lavida, aunque una reja invisible lo separase de ella.Se veía a'l lado de personas libres, confundado conollas en el andén de Ja estación, gozando de la apa-rente 'libertad de un viaje. Se iban á reno-var aúnpara él los paisajes y los horizontes.

Los dos' guardias civiles que habían de a:ompa-ñarlo eran dos hombres jóvenes, de fisonomíasafables y simpáticos.

—Yo no he de tratar de escaparme, amigas míos—les dijo, saludándolos militarmente.—Yo no soyun preso vulgar; soy un coronel..., un republica-no... No quisiera 'llamar la atención del público.Les ruego que disimulen para que no se note quevoy preso... ¿ Quieren hacerme ese favor?

Los dos guardias se miraron sorprendidos é in-decisos.

•—Yo les doy mi palabra de honor—añadió elpreso.

Diputación de Almería — Biblioteca. Don Manolito, p. 11.

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Su acento era tan entero y persuasivo, que losguardias respondieron á la vez:

—Haremos lo que usted desee.Fue un viaje delicioso, con tales apariencias de

libertad, que durante algunos momentos se enga-ñaba á sí mismo.

Al acercarse al término de su viaje, don Manuelquiso hacerles un obsequio á sus conductores, quelo rechazaron afectuosamente.

—Al menos—exclamó —díganme sus nombres,por si las cosas cambian.

Los' dos hombres le dieron sus nombres, espe-ranzados en sus palabras con aquella misma espe-ranza coa que él los anotó cerca del pliego depapel que guardaba los nombres de los presos.

Era un debe que habría contra el haber de lapresunta República.

VI

SANTA CATALINA

Al llegir á Cádiz lo esperaba en el andén unprimo sujo, notable literato, afiliado también á lamasoneru.

—'i Qu¿ puedo hacer por ti ?—Haz ijue me reciba el gobernador. Yo no quie-

ro pasar Ja noche, en la cárcel.Una hcra después, los dos estaban ,en presencia

de, la autoridad militar.—Yo no puedo hacer nada en esto... El capitán

general es. el que puede disponer1....• . • - - . , .—¿ Permite usted que mi primo aguarde aquí

mientras' roy á verlo?—preguntó el literato.—Con mucho gusto, amigo mío; ¿Pero dónde

va á encontrarlo á esta hora ?—^Estaiá en el teatro., ó cenando en el Casino

con la vkdita. . ..©1. gobernador hizo un gesto malicioso termina-

do con una palmadita de inteligencia sobre el hom-bro de su amigo.

Al cabe de una hora, éste volvió satisfecho. Láviudita debió estar tan encantadora esa noche, queel capitán general, que cenaba con ella, había dadola autorización, para abrir e)l castillo de Santa Ca-talina—qte sólo se abría de sol á sol—para recibiral preso. Muestra de distinción que hizo concebiruna a'lta idea de la influencia é importancia de donManolito al comandante del castillo. .

No había.á la sazón ningún otro prisionero, yesto hacia que pudiese ser más dulce para Manuelel régimen, que no tenía que someterse á las or-denanzas comunes. El castillo, construido sobre

una roca cuyos cimientos ba&aba el mar, que enla marea alta subía hasta sus1 muros, era inacce-sible por tierra, á no ser que se tendiese el puentelevadizo, bien vigilado por sus centinelas. Ño! eraallí posible una evasión; ,y el comandante, bien se-guro de ello, ,1o dejaba moverse á sus anchas1, sintomarse el trabajo de encerrarlo en la habitaciónque le servía de calabozo.

Don Manuel iba y venía por todas partes, pasea-ba en la plataforma, como uno de los moradoresde la guarnición del castillo. Todos lo conocían,sabían su graduación; el delito por el cual se ha-llaba preso y aquel héroe de la guerra de Áfricadespertaba simpatía y admiración, acrecentadaspor el relato de la.traición de que lo hicieron víc-tima. Todos los soldados lo saludaban militarmen-te y le llamaban Coronel. El mismo comandantesentía un respeto de subordinado hacia él. DonManuel se ganaba, además, la simpatía con sucarácter afable, circunspecto y su aire digno.

Jamás molestaba á nadie; correcto, silencioso,siempre pasaba el día encerrado en su habitación,entregado á la lectura de la provisión de libros quele enviaba de Cádiz su pariente; al caer la tardesalía á pasear por la plataforma, frente al mar,con la mirada perdida en aquella doble profundi-dad azul del Océano y del cielo. Sus ojos se com-placían en seguir las estelas de humo blanco querayaban el1 horizonte, y el corazón, le latía con vio-lencia en el pecho al perderlas' de vista. ¡ Barcos !ÍSTO había nada que le diera la sensación de la ideade libertad como los barcos. Lo invitaban á echar-se, á nado, gritarles, hacerles señales como un po-bre náufrago para que vinieran á sacarlo de aque-lla isla desierta.

Las novelas lo distraían al principio; pero pocoá poco habían ido perdiendo el poder evocador con

• que .Jas seguía en su mente para libertarse con ellas,y las horas s'e hacían .más-largas, ..más cansadas,más pesantes, de una monotonía que hacía pensaren el suicidio para librarse de ellas. . . .

Apenas /le escribía su familia; nadie lo visitaba,sino un hermano que vivía en Jos arrabales de laciudad y que tenía el encargo de comunicar á losdemás su estado>. *• —Yo no puedo resignarme á vivir así—pensó.—Esta contemplación incesante de las mismas cosas,sin esperanza de variar, acabaría por volvermeloco.. Se roe está haciendo hostil todo con su inmo-vilidad. Es mejor morir que seguir de este modo...Pero ya que el morir no me arredra, bien puedojugarme la vida contra la libertad.. Formado su propósito loco de liberación, aque-lla noche subió á la plataforma á l¡a hora en queel comandante se dedicaba á su operación favoritade pescar con. volantín desde la muralla. El centi-nela paseaba por él lado de tierra, Los hombres dela guarnición dormían, y un silencio solemne rei-naba en- torno suyo. . . .

—-¿Se pesca, mi comandante?Este se volvió un poco, sorprendido.—Voy-á enseñar á usted á pescar, amigo mío—

siguió,el preso.—Me he.mandado tra¡er un volan7tín, anzuelos, macizo y carnada...; si usted me lo.permite. - • .- • ,,. • .-•

—'Sí, hombre; venga usted. No hay, mal en dio.

Diputación de Almería — Biblioteca. Don Manolito, p. 12.

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Don Manuel tocó el volantín del comandante.—¿ Pero cómo quiere usted pescar con esto ? Los

peces que usted coge es que se suicidan de purohambrientos. ¡ Pues así que no son ladinos paraver esa cuerda entre las aguas'! Y que uno queescape, se lo charla á los otros y rio queda un pezen toda la orilla. Mire usted mi volantín. Crin decaballo blanco, que yo mismo he torcido... Vea elaparejo. Un pelo de gusano, maravilloso...; an-zuelos finos de palangre... Ya verá usted ló quees pescar.

El comandante admiró aquellos pertrechos, perono quiso dejarse vencer.

—¡Balh! Cuando hay peces se agarran á cual-quier cosa. El caso es saber esperar y saber tenerel volíantín, que no dé en las piedras y se en-roque.

—(Eso debe ser difícil aquí.—Sí; por eso yo no pesco con la marea baja.

En la alta marea, ©1 agua sube más de tres metros.Es preciso poner plomos para llegar al fondo.

¡ Tres metros! Se apuntó anhelante aquel datoen la memoria, y se dispuso. 4 la pes'ca arrojando,grandes puñados'de e n g u a o alagua.

— i Qué h a c eusted?—preguntóel comandante.

—¿ Pero ustedno maciza ? —re-puso don Manuelá su vez.

—No.— Pues entoti-

•c e s poco cogerá.Hay que haceru n epiguao, c o nsardinas ranciasó buches' de mel-va; se machacancon arena, y suolor atrae los pes-c a d o s . ¡Uno!...¡uno!... tenemosya aquí.

Recogió rá p i-damente el volan-tín, y e, n t r e las o m b r a que losrodeaba relució laf o r m a fosfores-cente de un her-moso sargo queempezó á dar co-letazos sobre losladrillos.

'—¿Con qué en-oarna usted?

—Un ped a z ode arenque.

—No... Sardi-na fresca^ y me-jor lombrices detierra, é s a s quehay bajo las pie-

dras en los lugares húmedas. Tome, tome ustedmis arreos1.

Como si la suerte hubiera querido protegerlos.la pesca fue abundante y el comandante del Cas-tillo pudo gozar sacando nueve herírnosos sargos.

Desde entonces se reunían todas las noches' yde las diez hasta las doce ó la una lo pasaban en-tregados á la pesca. Así el Comandante había ad-quirido confianza y los centinelas se habían acos-tumbrado á ver al prisionero andar de noche porel castillo. La evasión era más1 imposible de nocheque de día, puesto que desde que se ponía «1 sol nose bajaba para nadie el puente levadizo.

—Si voy á llamar un día á la puerta de tu casai me ayudarás ?—preguntó don Manuel á su amigoun día que fue á visitarle.

El otro estuvo tentado de reír, pero al ver lamirada de don Manuel se puso serio y repuso congravedad:

—Eso ni que decir tiene. Dispon de mi casacomo gustes.

Al separarse se apretaron la mano con másfuerza que nunca.

Diputación de Almería — Biblioteca. Don Manolito, p. 13.

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VII

I.A EVASIÓN

Aquella noche, como sucedía otras muchas enlas que e comandante estaba ocupado, don Ma-nuel estaba soto en la terraza, entretenido enechar su rolatín.

Eira una de esas noches' oscuras favorablespara la pesca. El mar en el fondo parecía unagran mancha de tinta y el cielo negro, cubiertode nubes imprecisas, se extendía envolviéndolotodo en h sombra.

Sólo de vez en cuando cruzaba á lo Jejos algúnvapor cujas luces verdes' y rojas no tardaban endesvanecerse, como si las apagara la sombra. Elcastillo era también como un barco andado cercade aquella orilla, cuya proximidad delataban lasluces de tierra y los faros que parpadeaban entrela oseuricad de la noche.

Al dar las once Manuel recogió nerviosamentesu volatk, lo metió dentro del cesto, sacó de suseno un papel en el que había escrito esas líneasvulgares del suicida. "Cansado de la vida me arro-jo al mar, que no se culpe á nadie de mi muerte."

En esta ocasión él tenía la esperanza de que esepapel fuese un engaño; pero deseaba librar de Suresponsabilidad al comandante, y librarse á sí mis-mo de la burla que provocase hallar su cadáversi adivinaban su propósito de evasión.

Se quitó la chaqueta, se desembarazó del capo-te, siguiendo arrebujado bajo él, y ya disipuestopara arrojarse al agua oyó cerca de sí los pasosdel centinela. El corazón le latía c^n tal violencia,que se apretó el pecho con las manos.

—Si m« descubre... tanto peor para él.'El anhelo de libertad se sobreponía á todo en su

alma... matar... morir... todo ¡pero ser libre!En cuanto dejó dte oír los pasos se subió ras-

treando sobre el muro, casi tendido en él, con mie-do de que su silueta sobresaliera... y se dejó caeral mar.

iHatnamuerto? El creía que sí, que había muer-to y que había resucitado después en virtud de suansia de libertad. Fueron momentos de estar muer-to, de inconsciencia, de no respirar, de no latir elcorazón aquellos momentos en que sintió la impre-sión de laizar.se al aire y de caer en el mar.

Resucita después, con una idea aferrada, cris-talizada ei el cerebro: escapar. Nadó, nadó en di-rección á Ja costa, á favor de la. calma y de lamarea que lo libraba de los escollos. El había cal-

culado el punto á que quería llegar y nadaba conenergía, tan temeroso de que i>e faltara la fuerza co-mo de poner el pie en la tierra. Sentía que el mar loprotegía más que la tierra y tenía miedo de queel centinela hubiese oído el golpe y lo persiguiesenal llegar. <En ninguna batalla había experimentadojamás aquella sensación de angustia tan intensay tan honda. En cuanto ganó la orilla miró recelo-so frente á sí, pero no se atrevió á volver la ca-beza ni á mirar Ihacia atrás ó hacia el castillo. Eracomo un niño medroso que no mira jamás en possuyo en la sombra. Corrió tierra adentro encorva-do, sin atreverse á ponerse derecho para no pre-sentar demasiado blanco, como si se acogiera á latierra para ocultarse en ©lia.

No podría explicar cómo sorteó los peligros ycómo llegó á casa de su amigo.

Dio sobre la puerta tos tres golpes de llamadaen el templo y la puerta se abrió. No produjo lasorpresa que él esperaba su aparición chorreandode ag>ua, desgarrado y jadeante.

—Te esperaba—^di jo lacónicamente su amigo.Las tres mujeres' que componían la familia tem-

blaban de emoción, y la madre lo abrazó llorandoy llamándole hijo. Aquello era la libertad que em-pezaba.

No había tiempo que perder. Cogió unas tijerasy se cortó los bigotes y la perilla.

—Afeítame toien-*-dijo á su amigo.Este quiso obedecer, pero sus manos temblaban.—Deja y lo haré yo—dijo con serenidad don

Manuel.Se afeitó, tomó un vaso de leche que le ofre-.

cía la anciana, se vistió un traje completo de suamigo mientras las mujeres le pegaban fuego al¿uyo.

—Las cenizas no delatan á nadie—dijo.¡La más joven había ido á buscar uw coche que

debía parar en otra calle distante. Allí llegó él ytomó asiento á su lado. Era preciso pasar ante loscentinelas que vigilaban la entrada del puerto. ¿Sesabría ya su evasión?

Cuando les dieron el alto él sacó su cara afei-tada por la ventanilla con toda serenidad. Se ledejó el paso franco.

Los hermanos le habían preparado alojamientoen la Isla de San Fernando. Allí estuvo durantequince días oculto, leyendo todas las conjeturasque se hacían de su fuga. Se lo comparaba á Ed-mundo Dantes, el "Conde de Monte Cristo" y lacreencia general era que se había acogido á bor-do de algún buque, y hasta algunos creían que sehabría ahogado y que no se trataba de una eva-sión, sino de un suicidio. Una mañana al levan-tarse don Manuel encontró á su huésped con elsemblante lloroso.

•—'¿Qué le sucede?—preguntó.—Nada.La mujer se adelantó.Ella también tenía los ojos enrojecidos.—''Señor... por caridad-., no se ofenda... pero

us'ted va á ser nuestra perdición... lo andan bus-cando... Si lo hallan «n casa, ¿qué va á ser denosotros ?

El marido callaba.

Diputación de Almería — Biblioteca. Don Manolito, p. 14.

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Don Manuel se inmutó. Comprendió el pánicode aquellos pobres y se asustó de las consecuen-cias que podía tener.

—¡Ño temed—les dijo,—yo me iré hoy mismo.Aquella noche fue á llamar á la puerta de otro

hermano, y pocos días después embarcaba como"fogonero en un barco que hacía escala en Por-tugal.

Aún le estaba reservada otfa emoción, en el mo-mento de la ipartida, cuando entraran dos solda-dos y un sargento á revisar el barco. Sintió unpánico tan grande, que por un momento pensó enir á ocultarse en la máquina. Después, pensandoque el miedo podía denunciarlo, subió sobre cu-bierta para afrontar el peligro. Guando se vio anteel sargento su rostro palideció rnortalmente. Eraun sargento del regimiento en que hizo la campa-ña de África; lo reconoció y tuvo la seguridad deque él también lo había conocido. Era mejor en-tregarse que sufrir la vergüenza de verse delatado.

'El sargento debió conocer lo q,ue pensaba, por-que rápidamente hizo un signo masónico y alar-gó la mano para tomar los papeles que él teníapreparados.

—Están en regla—dijo.—-Salud y buena suerte.Y le volvió la espalda.Ni en alta mar, ni en las aguas del T¡ajo consi-

guió considerarsie libre. No respiró á gusto hastaque desembarcó y pisó la tierra portuguesa. Eracomo si volviese á la vida, como si naciera denuevo.

VIII

LA NUEVA VIDA

Así es que á pesar de la amnistía dada por elgobierno español, no había querido ya abandonaraquella tierra. A su llegada, el gobierno portuguéslo acogió como refugiado político, pasándole unamodesta suma para evitar la mendicidad. El llamóá su esposa dispuesto á trabajar para sostenerla áella y á su hija; pero ella no quiso ir. No queríaperder su alma ya que su hija había muerto. Aque-iio fue un dolor inmenso para don Manuel. Hu-biera querido morir antes que saber tan tristenoticia, y tuvo que resignarse á su abandono. Sumujer le siguió escribiendo de tarde en tarde, has-ta que un correo recibió un carta de luto que leparticipaba siu viudez.

El lloró á su esposa con la misma sinceridadque si no hubieran estado separados. Todos los

defectos de su compañera los hacía suyos paraidealizarla en su corazón.

No tenía más afecto- que el de su hermana y susobrina que eran ya lo único que le queiaba en elmundo, y las llamó cerca de él.

—iVivid á mi lado con entera libertad—les ha-í)ía dicho—podéis rezar y creer todo lo que os dégana; lo único que no quiero es' que habléis jamáscon un cura. Os cerraría las puertas de mi cas'a.

Y cerca de él vivieron las dos pobres mujeresinsta que un día la hermana no se levantó deliecho.

Aquel golpe trastornó á don Manuel. Todavíaestaba el cadáver de cuerpo presente cuando lasobrina se acercó y le dijo:

—Tío... has sido muy bueno para nosotras y noquisiera causarte un disgusto, pero ahoia, al morirmi madire, yo no quiero quedarme aquí... Mi re-putación podía padecer.

—¿ Pero qué dices ?—repuso él atónito.—¿ Tu re-putación? Yo soy un viejo... tú tienes ya cuaren-ta años... eres como mi propia hija.

Ella lo dejó .acabar y repuso con cama.—Yo quiero irme al convento de las Repara-

doras.—!¿Es posible?—Sí, mi madre y yo íbamos alK tcdos los do-

mingos... perdona que te lo ocultásemos... Erapreciso confesar... cada uno tiene sus creencias...Ya ves... Yo podía irme sin decirte nada... perono quiero... te quiero mucho... te estoy muy agra-decida!. ..

El no la oía. Otra vez se estrellaba contra aquelmuro que intentaba demoler. Se dejó caer anona-dadlo sobre Su sillón y permaneció en silencio ve-lado el cadáver. Al volver del cementerio la so-brina no estaba ya en la casa.

—¡ Solo! ¡ Solo!—se repitió y se de ó caer sobreel lecho.

No podría precisar si fueron dos c tres1 días loque duró su fiebre y su inconsciencia. Débil, exte-nuado, sin tomar apenas alimento pifió una largatemporada. Aquella soledad lo vencía, lo anonada-ba. Al fin el tiempo y su fortaleza de espíritu sesobrepusieron.

Ahora vivía solo, tranquilo, con la nezquina pagaque recibía de España, después de la amnistía. Suúnica distracción era visitar á sus amigos; gozabaen ser amigo de todos los españoles cue llegaban áLisboa ejerciendo una especie de protectorado so-bre ellos para guiarlos y ayudarles.

Había guardado un gran amor á la masoneríaque lo salvó, y era el más asiduo concurrente delas logias cuando había trabajos. Había llegado átener el grado 33 y á ocupar uno óe los puestosimportantes. Pagaba á la masonería la protecciónque le había dispensado con una fe, vn amor y unadedicación admirables.

—Yo, ya puedo comparar lo que valen unascosas y otras—solía decir.

Aquella noche sin saber cómo, lle/ado de la su-gestión del ambiente, de la melancolía de Fernan-do, evocó todos aquellos recuerdos algunos per-

1 ' —-'dos v otros dolorosos y sangran-tes "ne no había podido estirpar.

Diputación de Almería — Biblioteca. Don Manolito, p. 15.

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IX

LA CASA

Desde cue conocía aquella historia,, Fernandotenía.una especie.de.:veneración por.don. Manoli-to; se le representaba de un modo extraño. Aquel ,hombre .superviviente de una época tan rápida-mente lejaia.le parecía.un milagro, un s'er semi-íantástico.

Así es que veía con emoción la. confianza conque el anciano le franqueaba su morada, era comosi él rompiese su1 soledad, aquella especie de en-cantamiento de que se rodeaba. Desde el portalmismo, arrancaba la escalera, una escalera estre-cha que obligaba andar de medio lado, pina y alta,hasta llegar á la meseta en donde estaba la puer-ta del piso. Era una de esas viejas puertas de mard.era, en ÍES que hay. una cadena dé 'hierro y unaargolla para sonar la campanilla; puertas grandes,presadas, macizas, en las que-la mugre de los añosy la polilla han marcado sus. huellas. . . . - - . -

Al abrir aquella segunda-puerta la casa los aco-gió con «se aroma de soledad de las casas muydeshabitadas. Un pasadizo estrecho los condujo ítla pieza principal. Allí don Manolito apagó lacerilla'quelos había.guiado y frotó otra para encen-der el quinqué de petróleo, con recipiente de me-tal, y pantalla de cristal en forma de bola.

Estaban en una sala cuadrada, bastante amplia,con.dos.ventanas-altas,- cubiertas' por visillos blan-cos. Fernando se asombró de un orden tan per-fecto que no había creído encontrar. El viejo pa-reció ádiviiar su pensamiento.

—Yo lo limpio,y lo arreglo todo—-dijo,—en cuan-to me levaito hago el oficio de la mujer; encien-do, lumbre, preparo la comida, limpio la casa ylavo y arreglo mi ropa. -. . .

—Usted solo.-—Sí, yo, y por cierto que con tres horas .tengo

bastante para.lo que ellas gastan el día.Abrió ut cajón del. aparador y sacó, una.caja. .—Mire, aquí tengo hilos de todos colores... de-

dales. ... hasta cinco. Este alfiletero me lo . regalómi "nodriza cuando caí soldado, en Medina... Lapobre fue ¿ despedirme'y me lo dio... Me lo trajomi hermana.... ve. ..alfileres... agujas de todas' cla-ves... mi bola de coser calcetines....

Entusiasmado de. su habilidad mostró al jovensu alcoba,-su cuartito.de limpieza,; su. cocina éontodos sus menesteres; Iba guiando, con "el quinqué

en lamano, enumerando los objetos y describien-do su vidía.

—Después, cuando acabo de esto, hago el oficiodel hombre — continuaba—: Mi correspondencia,mis asuntos, mis colecciones.

Se detuvo, guiñó maliciosamente el ojo izquier-do y añadió:

—Luego me divierto.Y sin dar lugar á que le preguntase «n qué,

dejó el quinqué de nuevo sobre el aparador de lasala, y le mostró la multitud de cajas de madera yde, saqjuitos que ocupahan el sofá, las sillas y lasmesas. Era su tesoro de Sellos. Luego le mostrólas paredes; estaban cubiertas de panoplias llenasde armas de todas clases.

Durante un largo rato se deleitó enseñándoletodas aquellas armas antiguas y raras que,había.amontonado. Había muchas de esas armas en for-ma de ídolos, de madera, propios de tos países afri-canos y, que tanto abundan en Portugal en la feriade L,adra, esa especie de Rastro de Lisboa dondevan á parar fatalmente algúft día todos los objetosde la población y de donde vuelven á salir, comopor efecto de un flujo y reflujo de la miseria. Ha-bía esas' porras claveteadas de las cabidas moras deMarruecos, los toscos' machetes, las espingardas,lanzas, mandobles, los finos puñales florentinos, losadamaSquinados de Toledo. Un verdadero caudal.

—¡Pero tiene usted aquí un tesoro!—-exclamóel joven.

—Ya lo creo.' Ahora va usted á ver una piezapor la que me han ofrecido bastantes miles deduros... Este mandoble es el del rey Don Rodrigo.

Y le mostraba un mandoble corto, de hierro,pesado,- rudo, en cuya hoja estaba grabado, casiborrado por el moho del tiempo, Rodrigo Rey.

—Es. él, «1 auténtico—decía con entusiasmo.—Ya sabe usted que la crítica histórica modernaque ha deshecho toda la fábula de Florinda, D. Ju-lián y el Guadalete, dice que D. Rodrigo se re-fugió, y murió en esta parte de la Península. Estaarma fue sin duda suya...

Al decir esto la miraba y la esgrimía con amory orgullo, como si la lejanía aproximase más áDon Rodrigo y le diera á aquel pedazo de hierroviejo toda la importancia de la monarquía visi-goda.

Se gozaba como un niño que enseña sus jugue-tes, contemplando la admiración del joven.

(Como el que gradúa los efectos empezó á mos-trarle todos s'us sellos. Sacos llenos1 de aquellospaquetes, en tal cantidad que parecía tener ya 'osnecesarios para redimir á ese cautivo imaginariocen quien sueñan los coleccionistas.

' Era un álbum magnífico, grande, lujosamenteencuadernado; en sus hojas estaban dibujados to-dos' loS sellos, por el orden ¡en que aparecieron enios diversos países, y debajo su descripción, pin-toresca, y lacónica. Se empezaba por los sellos deEspaña. Toda la colección antigua. Isabel II apa-recía en aquellos pequeños marquitos' azules' y ro-stidos; con su rostro fresco, su cabellera de trenzas

.abundantes, y su aspecto fuerte y agradable demujer del pueblo español, matronil, maciza, exu-berante como una nodriza. Tenía toda la colee-

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cion cuatro cuartos", "seis cuar-tos", "doce cuartos"... Seguían es-tampillas de los otros reyes, y comoá rey daba entrada la afición delfilatélico á la imagen de D. Carlos,y los sellos del Papa-Rey con su tia-ra y sus armas de la iglesia; y hastacuidaba con a m o r el semblante degrandes patillas de aquel rey quequiso destronar. El sello del Oso yel Madroño, de dos reales, ese ejem-plar tan escaso y tan raro figurabaen su casilla, como si fuese un cua-drito precioso.

La historia contemporánea de Eu-ropa figuraba en sus sellos. Abun-dan águilas estilizadas en los esta-dos de Europa central; sellos impe-rialistas de- la Rusia, la Francia yla Alemania, capaz de hacer aborre-cibles todo el álbum. Los sellos ita-lianos, desde Víctor Manuel al reyactual, con esa bella alegoría del solque brilla en el horizonte italiano,según la inspiración profética de lasodas de D'Anuncio.

Todos los pintorescos sellos ame-ricanos, con los' volcanes, los pája-ros verdes de larga cola, las estre-llas de los Estados Unidos y todaesa serie de alegorías tan graciosasy tan chispeantes. Para Fernando elálbum magnífico tenía el valor de unlibro de estampas. No comprendía eltrabajo, el esfuerzo y la pacienciaque todo aquello representaba. Veíacon cierta sorpresa la satisfacciónde don Manuel, cómo aquel triunfode reunir pedacitos de papel anti-guos raros ó vulgares se apoderabadé su corazón y U'e hacia olvidar las'amarguras' de su vida, sus tristezasy su soledad. Aquella afición era algocfeado por el anciano para conden-sar Sus ideales, su vida, sus anhelosde triunfo, su deseo de lucha; la en-carnación de aspiraciones realiza-das, que venían á consolarlo de siisdolores hondos y de su fracaso en laexistencia.

—Esta es la alhaja, la joya rara'—dijo «1' anciano señalándole una'de 1aS~ estampillas. Es el célebre se-llo de San Mauricio. Sólo hay tresejemplares '¡en Europa y ha habidofilatélico que ha hecho un largo via-j:e sólo por contemplarlo.

Ló miraba con amor,'acariciante,trémulo, sin atreverse á tocarlo, conla emoción que puede experimentar-se ante una obra de arte.

Fernando no pudo reprimir unapequeña burla.

—¿Aítgún inglés?Don Manuel asintió.—Sí.

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Fue tan sencilla, tan convencida, tan de buenafe su respuesta, que el joven se ¡avergonzó deaquella broma. Sin duda el anciano no conocía elcaso que citaba, pero el héroe díe una de estas' his-torias había de ser «n inglés' necesariamente.

—Y no crea usted que yo reúno esto para ven-derlos. Es por el gusto de tenerlos yo. Más de vein-te mil duros me darían por esté álbum...

—•!_ Y no le tienta á usted" la idea de hacerse deesa suma, y volver á España?.

—Lo 'be pensado á veces;—respondió el anciano.—¿Pero qué haría yo .allí?... evocar recuerdosdolorosos. Si yo tuviese esa cantidad compraríaun pedazo de tierra en Torre Yedras... Ese.deli-cioso lugar de clima de primavera. Allí haría micasita y plantaría muchos frutales y muchas flo-res... 'Manzanos, naranjos... los cuidaría yo mis-ino... Bkntaxía una madreselva y un jazminero pa-ra que se enredasen tín mi ventana.

Fernando oía conmovido aquellos.sueños de vida,aquellas esperanzas, admirando el espíritu del oc-togenario tan lleno de fuerza, de ilusiones y devida, que. aún pensaba en el lejano fruto dé losárboles plantados por su mano.

Pareció que el anciano1 adivinó su, pensamiento.—Mi abuelo murió.de ciento veinte añcrs—dijo,

—y mi bisabuelo de ciento dos. Somos' una raza dehierro, dé castellanos- viejos, de lo que.no existe va.

Castañeteaba los dientes y hacía valer las bolasde músculos de los brazos, puestos en tensión, comopara atestiguar su juventud.

Después volviendo á su idea fija, añadió:—'No es el temor de no disfrutar mi dinero el

que me liace guardar estos1 sellos; es' que les tengocariño. ¡Me ha costado tanto trabajo reunirlos.'.¡Si ustei viera! Cada'uno tiene su historia. Algunos han Jlegado á mis manos dé un modo raro,inopinado, verdaderos milagros. Esta ocupación meha distraído, me ha consolado... Mi San Mauriciome lo legó un hermano que había hecho un viaje

'.tl\í y lí había comprado en tres mil duros' á unviejo cura protestante. Es un,a joya; un diamanteraro; como el Montaña dé Luz de la corona de In-glaterra. Yo no sabría vivir sin él.

Como si temiera «star hablando demasiado desu tesoro, cerró cuidadosamente el libro y lo guar-dó en el cajón de su mesa.

—nAhíra—terminó—vamos á tomar •unos bocadilles y unas cepitas de Oporto, amigo mío. ElOpóTtb 1ien<e todo -el aroma y toda la riqueza ju-gosa déla tierra de Portugal. Es un vino religio-so. Mientras, le leeré cartas de mis amigos fílate-litos. Verá. Mé escriben de toda* partes del mun-cte>. Crisiianía, Moscou, Colonia, Liverpool... Lofidrés. Mi Sello dt San Mauricio es' codiciado, admi-rado... tamtó, que les. he dicho á. todos que lo tengodtftósitado en la caja tjle caudales del Banco. Us-ted *s ut profano y no 'Sabe el valor de joya queesto tieni. Es un diamante. Un diamante.

ASECHANZA

Aquella revelación de su vida intima hizo másamigos'aún á Fernando y Don Manolito, que pa-gaban largas'horas juntos en los cafés, ó paseando¡n los jardines, departiendo siempre sobre las e?-peranzas de volver á Madrid, que abrigaba el pri-r-.ero, ó sobre las ilusiones de conseguir un nuevosello, que llenaban la vida del segundo.

El joven tenía la paciencia de escuchar la lec-iura dle¡ todas' las cartas que recibía el viejo desus amigos filatélicos, amigos desconocidos conles que había intimado, por la afición común. Uno<.jj« se hallaban en el Brasil, y con el que se car-teaba hacía dos años1 casi continuamente, le había¿.visado su venida. Era el único filatélico que po-¿eía los.sellos de un rey negro, de una región afri-cana, el cual sólo había reinado un año. Un sellofamosísimo.

—No: me atrevo á pedirle ningún ejemplar—decía,—pero me consideraré feliz sólo con con-templar; esa maravilla.

Cuando llegó el filatélico, el alborozo de donManolita no tuvo límites. Herr Hanse era un ale-mán* alto, pelirrojo, estrafalario, que había reco-rrido medio mundo en bus'ca de sellos raros y pa-recía no vivir más que para ellos. Tenía un ha-blar pausado, dulzón, que rimaba con la expresiónde los ojos claros é inmóviles. Llevaba debajo delbrazo una cartera grande, como un maletín, sujetacen correas1 que le cruzaban la espalda y el pecho.En aquel maletín guardaba sus sellos predilectosy.lo llevaba siempre consigo, como -esas mujeresque viajan con su< maletín de joyas en la mano,convertidas en esclavas de sus' joyas. Al segundoc'ía de estar juntos los dos amigos casi &e tuteaban.

, —Noi's conocíamos de hace mucho tiempo poras cartais—decía don Manuel.—Tenemos los mis-

mos, gustos', las mismas aficiones'. Herr Hanse y yovemos Trias que hermanos. • .-: •

•Sonreía Fernando del entusiasmó de los doshombres', pero procuraba huir de ellos aburrido«leí continuo tema de su conversación. Don ManO-lito, entusiasmado con sú nuevo amigo, había he-cho fiesta desde su llegada, y había abandonadotodos sus amigos y todas sus diversiones.;;,

—ífíerr Hanse no ha traído su gran áíbutn—Jfedijo un-fría á Fernando,—debe ser una maravilla.Tiene toda la colección de San Mauricio; una co-'ección (asiática de cuya existencia se dudaba, y

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el famoso Rey Negro repetido. Me ha enseñadoun ejemplar divino...

Después de esta conversación pasaron ocho díassin ver de nuevo al viejo. Fue á buscarlo y lohalló sonriente, satisfecho, con su amigo HerrHanse, en aquel salón de la casita, que tantas añoshabía permanecido cerrada á todos-.

Sobre la mesa humeaban dos tazáis de café yel famoso álbum de don Manolito estaba abiertocerca de ellos,

—Vamos á colocar en mi álbum—dijo,—el fa-moso sello del Rey Negro que este hombre admi-rable y desinteresado me ha regalado... es un re-galo de príncipe.

Quería que Fernando participara de su agrade-cimiento y levantaba el sello entre sus manos, comoel sacerdote que oficia, con la misma delicadezaque si aquel pedacito de papel azulado se fuera ádeshacer en su mano en polvillo de mariposa.

El alemán quiso parecer modesto.—•¡Oh! Don Manuel, me Iha salvado la vida—

dijo.—Yo estaba muy enfermo y me ha curado.—'Eso no.vale nada—dijo modesto don Manuel.

—Y© tengo un elixir de salud y es justo que lode á mis amigos.

—1¿Acaso el bálsamo de Fierabrás?—preguntóFernando con aquella tendencia burlona que nopodía dominar.

—'Es una tintura de árnica admirable que yopreparó con flores1 de árnica, romero, y tomillo, yque tiene propiedades maravillosas. Yo estoy vivogracias á. ella, sirve para el reúma, los dolores, lasheridas, los granos'.

—-¿ Lo cura todo ?—'Sí, todo; no se ría.Y el viejo se levantó para traer el frasco gran-

de de cristal, donde nadaban las flores del árni-ca y las ramitas del romero en el alcohol, de unlindo color dorado.

—iFjs inefable—comentó Fernando durante suausencia.

—Adorable, adorable—.repitió el alemán, y em-pezó á ponderar su cariño.

Don Manuel sirvió al joven una taza de caféy mientras lo tomaba volvieron á repasar elálbum.

El alemán era un hombre versado en la filate-lia. Llegó hasta á cautivar á Fernando, profanoen aquella ciencia, y que se interesaba de oirlohablar y referir anécdotas y particularidades decada, sello y de cada país.

—Yo me creía un maestro—decía don Manoli-to,—pero Hanse me ha tenido que corregir másde un error en mi álbum. El lo sabe todo, conocetodos los sellos nada ma9 que al verlos, no se leescapa una diferencia de matiz. Es asombroso.

Al finalizar la velada, Fernando se puso de piepara marcharse y Hanse se levantó también.

—Es temprano—dijo don Manuel.—No—respondió Fernando,—«1 tiempo se pasa

agradablemente, pero son ya cerca de,las doce..—Voy á acompañarlos.Tomó el álbum y abrió un cajón de la mesa, lo

colocó dentro de un gran estuche de metal, quecerró cuidadosamente, y levantando la tapa del

fondo, disimulado como uno de esos secretos átios muebles antiguos1, dijo:

—Aquí está esto bien guardado y libre de unincendio. Es mi tesoro.

Después, encendió su vela, apagó el gran quin-qué de petróleo y se dirigió á la puerta.

—Aquí tengo—dijo,—un sencillo apsrato por elcual sé si ha venido alguien durante mi ausencia.Pero ahora no es preciso... me vuelvo en seguida.

Cerró y alumbrando con la bujía bajaron unoá umo la 'estrecha escalera, y una vez en la calle,se dirigieron lentamente hacia la Avenida da Li-berdade. Una vez .allí los tres se separaron efusi-vamente.

—Mañana á las tres en la Brasilera—.repitie-ron los' dos filatélicos; pues Fernando se habíadisculpado de asistir.

XI

DESESPERACIÓN

Don Manolito regresó despacio á su casa. En-tró 'en ella contento, satisfecho, feliz. Parecía quela felicidad había esperado su ancianidad paraa-cariciarlo, con aquella paz, que habíi hecho sus1

gustos tan sencillos y isu vidia tan dulce.Por un momento pensó en volver á sacar sus

sellos para contemplar el Oso y el Madroño, elSan Mauricio y el nuevo sello africéno que porun decreto de la providencia acababa ie adquirir;pero se sentía tan cansado que se dirigió á sucama y se acostó.

Jamás su sueno duró tanto. Era ya ]a una cuan-do abrió los ojos. Su primer recuerdo fue para sunuevo amigo.

—1¡ Y Hanse que me espera !Se levantó apresuradamente; por primera vez

se le hizo pesado el arreglo de su es-sita, lo queél llamaba risueñamente el1 Oficio de le mujer.

La lechera, que había llamado, inútilmente, le ha-bía dejado colgada la leche en el aldabón. Encen-dió su hornilla, bajó á buscar su pan 7 preparó suulmuer-zo con apresuramiento, mientras se hacía lacama y arreglaba lo más imprescindible de la casa,

—>Hoy cenaré fiambre—se dijo,—Me esperaHanse á las tres... ni de ver mi álbum he tenidotiempo.

Cuando llegó á la Brasileira la concurrencia eranumerosa. Miró' con cuidado todas las mesas y novio á su amigo.

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también ha hecho tarde. Lo esperaré—pensó.

Un poco más lejos, en la misma acera, «sitabaMonaco, fue hasta allí y compró periódicos espa-ñoles; volvió á Ja Brasileira, pidió su taza de. caféy se puso á leer .noticias de la patria. .':

Pero Jas inras pasaban y Hánsenp parecía. DonMonolito .empezó á inquietarse ..¿-Qué'.le .sucederíaá su amigo? A las cinco, sin. poder, esperar másse dirigió al Largo do Corpa Santo, donde vivíaHanse.

—Salió es:a mañana y no ha vuelto — le di-jeron. " \ . ,, .,

Don Manolito volvió al café. Tampoco había pa-recido.

Disgustado é inquieto por Ib que pudiera haberocurrido á sm amigo volvió á su casa y empezósus preparativos para la cena.

Por primera vez se le hacía triste, monótona ypesada la existencia solitaria y se cansaba de lasocupaciones repetidas.

Cenó frugalmente y se sentó ante la mesa á es-escribir ^u correspondencia. Tenía muchas cartasque contestar y además' ,iba á dar á sus amigosla noticia sensacional de poseer el sello del ReyNegro, y de Jiaber visto la fabulosa colección, tandiscutida, de sellos del Asia.

Conforme escribía, él deseo de contemplar sutesoro iba creciendo en él. Se detuivo, abrió el ca-jón y sacó la cajita de hierro, Ja colocó sobre lamesa y 'levantó la tapa... Miró un momento... sellevó las manos á los ojos y se 'los restregó contuerza... vohió á mirar... Palpó con la mano...; Estaba vacía!...

Se había quedado inmóvil, pálido... luego enro-jeció, se hincharon las venas de su rastro... quisohablar y no pudo... se dejó caer al suelo presa dedesesperación golpeándose contra los muebles yllorando como un muchacho.

—1¡ Me han robado !'Guando pudo recobrarse se levantó. ¡Estaba

desconcertado, anonadado. Salió á la puerta co-rriendo, gritaido; llamó á los vecinos, hizo dete-ner á los transeúntes'. Quería que todos supieransu desdicha. No había duda de que el alemánque .se había introducido tan arteramente en sucasa le había robado los sellos.

Los1 consejos de los que le rodeaban, compadeci-dos de su desdicha, le advirtieron que debía darparte á las autoridades, que tal vez podrían dete-n'er al 'ladrón. Le pareció poco recurrir á la poli-cía y desde una tienda inmediata telefoneó al Pre-sidente de la República.

Trémulo, rejo, con una actividad nerviosa mul-tiplicada, se vistió su vieja levita, colgó en su pechotodas las condecoraciones, se oaló el alto y solemnesombrero de copa, que tenía ya un cuarto de siglo,y se fue á v-er á todos sus amigos, á la policía, álos altos empleados, al Presidente; quería energía,interés, violencia; creía que se le debía todo por-que aquella pérdida significaba perder el fruto desu vida. 'Era ailí un extranjero, viejo, solo: Portu-gal lo tenía qu; proteger.

Se quedaba desconcertado de la frialdad quelos demás oponían á su vehemencia. Parecía que

rio se daban cuenta de la importancia de sussellos...;Kernandp logró calmarle, infundirle alguna es-peranza. Lo acompañaba al puerto, á las estaciones,al continuo recorrer Lisboa en busca del hombrerojo. Don Manolit© visitaba todos los barcos que-sa-¡ían del Tajo; le parecía que aquel hombre debíahuir mejor. en un, barco.

El tan altivo, que nunca había molestado á na-óie en sus más grandes apuros, acudía todos losdías á cuantas personas podían ayudarle á vencerlo que creía indiferencia en las autoridades. Queríadar la sensación de la importancia de sus sellosy les repetía la cifra de su valor material ¡ 20 cori-tos de reís ! i¡ 20.000 duros! y le parecía que la gen-te no se conmovía lo bastante, que no compren-dían e'l valor de los sellos, que no lo podían con-cebir.

.'Guando estaba solo en su casa, la desesperaciónera inmensa, miraba el cajón como la cuna vacíade un niño muy amado; y lloraba sobre él con des-consuelo. Todas las noches' las pasaba escribiendocartas. El hubiera querido poder escribir á todoslos coleccionistas, telegrafiarles á todos "Conocedpni sello de San, Mauricio" "Conoced ese álbummío único en e¡l mundo" y lo desesperada y !oanonadaba su impotencia.

Todos aquellos grandes sacos de sellos, todasaquellas armas originales de las que tanto se enor-gullecía; aquel mandoble de D. Rodrigo que erauna de sus glorias, no le interesaban ya; habíanperdido su encanto.

Conforme pasaban los días su desaliento e/amayor, no lograba mover á la policía, no encon-traba aquel hombre rojo tan ardientemente bus-cado.

Fernando veía que todo lo que se hiciera paraconsolarle era inútil. Oía sus quej.as y piadosamen-te le hablaba de una nueva colección; pero el viejocasi se enfurecía.

¿A qu'é decirle tonterías? ¿Lo 'iban á engañarcomo á un niño? La pérdida no tenía remedio. Sussellos eran amigos .insustituibles, sólo él conocía sumérito grande; calmaban1 todas sus esperanzas; ledaban la sensación de ser 'rico, de tener á su alcan-ce todas las posibilidades. En aquella pérdida él noveía únicamente la privación de un, objeto que leera grato; representaba una ruina, Ja ruina de lafortuna que no llegó á poseer y que su imaginaciónhacia suya. La pérdida del bienestar imaginado, dela casita, de lo® árboles frutales: El reposo de suvejez y su vida toda.

Después de los días de excitación se apoderó deél la desesperanza, fría, sombría, callada. Fernan-do se asustaba de los estragos que la pérdida desus ideales causaba en aquel hombre. Era enton-ces cuando llegaba su vejez.

En ocasiones pasaban días sin verlo y luegovolvía á aparecer triste, callado, sombrío, fatiga-do. Aquella herida de su espíritu no 'habría árnicaque la curase.

A veces callaba, como si tuviese conciencia deque su dolor parecía pueril y provocaba la burla;otras se-quejaba, hablaba con locuacidad; relata-

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ba UQO por uno los sellos'de su álbum con tantalucidez como si ilo estuviese 'hojeando presa de esedelirio profesional y per-n i c i oso que produce lafiebre.

C u a n do tardaba mu-cho tiempo Fernando ibaá llamar á s'u puerta. Elv i e j o contestaba des'dedentro, pero se excusabade abrir. Tenía la supers-tición de que al recibir á

"alguien en su casa le oca-sionaba la desgracia, y eljoven no se ofendía y setranquilizaba de oírlo.

•Un día, después.de cuatro de ausencia, Fernan-do fue á buscar á D. Manolita... Esta vez ni siquie-

na respondió. La vecina ledijo que hacía varios díasque no se abría Ja puertay la lechera, llévate dosmañanas sin que tomas'enla leche. El jovien alar-mado acudió á la policía.

Sus temores no eranvanos-. Don Manolito sehiabía metido en la camay no se había querido le-vantar. Se había ¿costa-do con la voluntad demorir. Estaba muerto.

IMPRENTA DE "ALREDEDOR DEL

:- : MARTÍN DÉ LOS HEROS,

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N- ,

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