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SELECCIÓN DE CUENTOS - TERCER AÑO – PRÁCTICAS DEL LENGUAJE - CSLP Casa tomada - Julio Cortázar Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia. Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde. Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí,

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SELECCIÓN DE CUENTOS - TERCER AÑO – PRÁCTICAS DEL LENGUAJE - CSLP

Casa tomada - Julio Cortázar

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a

la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el

abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían

vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y

a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina.

Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos

sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos

bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó

casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes

que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que

el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía

asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos

primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los

ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado

tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el

resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres

tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía

cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella.

A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era

gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de

algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se

complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para

dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa.

Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.

Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia.

Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un

pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la

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cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en

una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No

necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero

aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí

se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o

dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y

tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña.

Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había

un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el

pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De

manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las

puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada;

avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y más allá empezaba el otro lado de la

casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más

estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa

era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas

para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de

la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los

muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa.

Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las

consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela

y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.

Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba

tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la

pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al

codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía

impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de

conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que

traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera demasiado

tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y

además corrí el gran cerrojo para más seguridad.

Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:

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-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.

Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.

-¿Estás seguro?

Asentí.

-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.

Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que

me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.

Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas

cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca.

Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente

sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.

-No está aquí.

Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.

Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las

nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se

acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se

decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche.

Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y

ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida

fiambre.

Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa

de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá,

y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre

reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:

-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?

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Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito

de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se

puede vivir sin pensar.

(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz

de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis

sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios

tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos

respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes

insomnios.

Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico

de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo

haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos

poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay

demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces

permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se

ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por

eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)

Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije

a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía)

oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el

sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir

palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la

puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado

nuestro.

No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel,

sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras.

Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.

-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la

cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido

sin mirarlo.

-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.

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-No, nada.

Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era

tarde ahora.

Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura

de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima,

cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le

ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

La gallina degollada – Horacio Quiroga

Todo el día, sentados en el patio, en un banco estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio

Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos, y volvían la cabeza con la boca

abierta.

El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a

cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras

el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio,

poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma

hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.

Otra veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos

fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo,

alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y

pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de

glutinosa saliva el pantalón.

El mayor tenía doce años y el menor, ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta

absoluta de un poco de cuidado maternal.

Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres meses de

casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un

porvenir mucho más vital: un hijo. ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada

consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es

peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?

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Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron

cumplida su felicidad. La criatura creció bella y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el

vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía

más a sus padres. El médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente

buscando las causas del mal en las enfermedades de los padres.

Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la inteligencia, el

alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado profundamente idiota, baboso, colgante,

muerto para siempre sobre las rodillas de su madre.

—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.

El padre, desolado, acompañó al médico afuera.

—A usted se le puede decir: creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo que le

permita su idiotismo, pero no más allá.

—¡Sí!… ¡Sí! —asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia, que…?

—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto a la madre,

hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala

examinar detenidamente.

Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que

pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en

lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.

Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su

salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las

convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente el segundo hijo amanecía idiota.

Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos!

¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba

a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito;

¡pero un hijo, un hijo como todos!

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Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una

vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el

proceso de los dos mayores.

Mas por encima de su inmensa amargura quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro

hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto

mismo, abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar,

pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían

hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u

oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial.

Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más.

Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años

desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera

aplacado a la fatalidad.

No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba en razón de su

infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le

correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias

que habían nacido de ellos echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es

patrimonio específico de los corazones inferiores.

Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la

atmósfera se cargaba.

—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos—que

podrías tener más limpios a los muchachos.

Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.

—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.

Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:

—De nuestros hijos, ¿me parece?

—Bueno, de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.

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Esta vez Mazzini se expresó claramente:

—¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?

—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo!… ¡No faltaba más!… —

murmuró.

—¿Qué no faltaba más?

—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.

Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.

—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.

—Como quieras; pero si quieres decir…

—¡Berta!

—¡Como quieras!

Éste fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus almas

se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.

Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro

desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su complaciencia, que la

pequeña llevaba a los más extremos límites del mimo y la mala crianza.

Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del

todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a

cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo. No por eso la paz había llegado a

sus almas. La menor indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los

rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no

quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto

emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con

cruel fruición es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por

la mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía

mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.

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Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los

vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban

todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia. De este modo Bertita

cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente

imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota,

tornó a reabrir la eterna llaga.

Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini.

—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces…?

—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.

Ella se sonrió, desdeñosa: —¡No, no te creo tanto!

—Ni yo jamás te hubiera creído tanto a ti… ¡tisiquilla!

—¡Qué! ¿Qué dijiste?…

—¡Nada!

—¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre

como el que has tenido tú!

Mazzini se puso pálido.

—¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías!

—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio!

¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!

Mazzini explotó a su vez.

—¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién

tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!

Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente

sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había desaparecido, y como pasa fatalmente

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con todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la

reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto infames fueran los agravios.

Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala

noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró

desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.

A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a la

sirvienta que matara una gallina.

El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta

degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre

este buen modo de conservar la frescura de la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella.

Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la

operación… Rojo… rojo…

—¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.

Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón, olvido y

felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuando más

intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.

—¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!

Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.

Después de almorzar salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires y el matrimonio a pasear por las

quintas. Al bajar el sol volvieron; pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su

hija escapóse enseguida a casa.

Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya el

cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.

De pronto algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas

paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta.

Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero aun no alcanzaba.

Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble,

con lo cual triunfó.

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Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el

equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos

tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.

Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas.

No apartaban los ojos de su hermana mientras creciente sensación de gula bestial iba cambiando

cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado

calzar el pie iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente sintióse cogida de la

pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.

—¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.

—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero

sintióse arrancada y cayó.

—Mamá, ¡ay! Ma. . . —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles

como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa

mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.

Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.

—Me parece que te llama—le dijo a Berta.

Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se despidieron, y

mientras Berta iba dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio.

—¡Bertita!

Nadie respondió.

—¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.

Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de horrible

presentimiento.

—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el

piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror.

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Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito

y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso,

conteniéndola:

—¡No entres! ¡No entres!

Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y

hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.

Mis vecinos golpean – Abelardo Castillo

Mis amigos, los buenos amigos que ríen conmigo y que acaso me aman, no saben por qué, a

veces, me sobresalto sin motivo aparente e interrumpo de pronto una frase ingeniosa o la narración

de una historia y giro los ojos hacia los rincones, como quien escucha. Ellos ignoran que se trata de

los ruidos, ciertos ruidos (como de alguien que golpea, como de alguien que llama con golpes sor-

dos), cuyo origen está al otro lado de las paredes de mi cuarto.

A veces, el sonido cesa de inmediato, y entonces no es más que un alerta, o una súplica velada

quizá, que puede confundirse con cualquiera de los sonidos que se oyen en las casas muy antiguas.

Yo suspiro aliviado y, después de un momento, reanudo la conversación, puedo bromear o hablar

con inteligencia, hasta con calma, esa especie de calma que son capaces de aparentar las personas

excesivamente nerviosas, aunque sepan que ahí, del otro lado, están los que en cualquier momento

pueden volver a llamar. Pero otras veces los golpes se repiten con insistencia, y me veo obligado a

levantar el tono de la voz, o a reír con fuerza, o a gritar como un loco. Mis amigos, que ignoran por

completo lo que ocurre en la gran casa vecina, aseguran entonces que debo cuidar mis nervios y

optan por no llevarme la contraria; lo hacen con buena intención, lo sé, pero esto da lugar a

situaciones aún más terribles, pues, en mi afán de hacer que no oigan el tumulto, comienzo a

vociferar por cualquier motivo, insensatamente, hasta que ellos menean la cabeza con un gesto que

significa: ya es demasiado tarde. Y me dejan solo.

No recuerdo con exactitud cuándo empecé a oír los golpes: sin embargo, tengo razones para creer

que el llamado se repitió durante mucho tiempo antes de que yo llegara a advertirlo. Mi madre, estoy

seguro, también los oía; más de una vez, siendo niño, la he visto mirar furtivamente a su alrededor, o

con el oído atento, pegado a la pared. Por aquel entonces yo no podía relacionar sus actitudes con

ellos, pero, de algún modo, siempre intuí que el misterioso edificio (el blanco y enorme edificio

rodeado de jardines hondos y circundado por un alto paredón) contra cuya medianera está levantada

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nuestra propia casa ocultaba algún grave secreto. Recuerdo que una medianoche mi madre se

despertó dando un grito. Tenía los ojos muy abiertos y se me antojaba imposible que nadie en el

mundo pudiese abrir de tal manera los ojos. Torcía la boca con un gesto extraño, un gesto que, en

cierto modo, se parecía a una sonrisa pero era mucho más amplio que una sonrisa vulgar: se

extendía a ambos lados de la cara como las muecas de esas máscaras que yo había visto en

carnaval. Sonriendo y mirándome así, me dijo, como quien cuenta un secreto:

–¿Has oído?

–No, madre –respondí, y la contemplaba extasiado, pues nunca había visto un gesto tan

extraordinario y divertido como este que ahora tenía su cara.

–Son ellos –murmuró, moviendo rápidamente los ojos hacia todas partes, como si temiera que

alguien que no fuese yo pudiera escuchar nuestra conversación–. Ellos quieren que vaya.

Nos reímos mucho aquella noche, y yo me dormí luego, apaciblemente entre sus brazos. A la

mañana, mi madre no recordaba nada o no quería hacer notar que recordaba, y a partir de entonces

se volvió cada día más reconcentrada y empezó a adelgazar. Usaba, lo recuerdo, un largo camisón

blanco que la hacía parecer mucho más alta de lo que en realidad era, y se deslizaba, lentamente,

junto a las paredes. Estoy seguro, sí, de que ella sabía quiénes viven del otro lado, y hasta es

probable que también lo supieran mis parientes que –muy de tarde en tarde y, a medida que pasaba

el tiempo, cada día con menos frecuencia– solían visitarnos; pues, en más de una ocasión, los he

oído reconvenir a mi madre:

–Pero, Catalina, mujer, no tenías otro sitio donde instalarte que al lado de un...

Y callaban o bajaban el tono. Aunque, alguna vez, yo creí entender la palabra que ellos no se

atrevían a pronunciar en voz alta. Luego agregaban que aquel sitio no era el más indicado para ella,

ni siquiera para el niño, para mí, tan delicados, e indudablemente se referían a nuestro

temperamento y al de toda mi familia, excitable y tan extraño.

Un día por fin se la llevaron. Ella no parecía del todo conforme pues gesticulaba y, según me

parece ahora, hasta gritó. Pero yo era muy pequeño entonces y evoco confusamente aquellos años,

tanto, que no podría asegurar que fueran nuestros familiares quienes la arrastraban aquel día hacia

la calle. De cualquier modo, mi primera comunicación directa con ellos, los que viven del otro lado,

se remonta a una época muy posterior a mi infancia.

Algo, alguna cosa triste u horrible, debió de haberme pasado aquella noche porque al llegar a mi

casa y encerrarme en mi cuarto, apoyé la cabeza contra la pared. Al hacerlo, sentí un ruido atroz, un

crujido, como si en realidad en vez de arrimarme a la pared me hubiera arrojado contra ella. Y, ahora

que lo pienso, eso fue lo que ocurrió, porque un momento después yo estaba tendido en el piso y me

dolía espantosamente el cráneo. Entonces, oí un sonido análogo –o mejor: idéntico– al que había

hecho mi cabeza un segundo antes.

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No sé si debo contar lo que pasó de inmediato. Sin embargo, no es demasiado increíble: a todo el

mundo le ha sucedido que oyendo un golpe a través del tabique de su habitación sienta la

incontrolable necesidad de responder; no debe asombrar entonces que del otro lado llegara una

especie de respuesta, y que, acto seguido, yo mismo repitiera el experimento. Aquella noche me

divertí bastante. Creo que reía a carcajadas y daba toda clase de alaridos al imaginar, pared por

medio, a un hombre acostado en el suelo dando topetazos contra el zócalo.

Como digo, éste fue el origen de mi comunicación con los habitantes de la casa vecina (escribo

"los habitantes" porque con el tiempo he advertido claramente que del otro lado hay, con toda

seguridad, más de una persona, y hasta sospecho que se turnan para golpear), casa que mis

parientes nunca mencionaron en voz alta, porque no se atrevían, pero que mi prima Laura nombró

claramente una tarde, cuando, señalándome con su dedo malvado, dijo:

–Este vive al lado de un matrimonio.

Sólo que ella dijo otra cosa, una palabra que en mis oídos de niño sonaba como matrimonio y que

alcanzó a pronunciar un segundo antes de que alguien le tapara la boca con la mano.

Por eso mis amigos, los buenos amigos que ríen conmigo y que tal vez me aman realmente,

ignoran el motivo de mis repentinos sobresaltos cuando ellos, los que viven pared por medio, me

advierten que no se han olvidado de mí.

A veces, como he dicho, es un llamado sordo, rápido –una especie de tanteo o de insinuación

velada–, que cesa de inmediato y que puede no volver a repetirse en horas, o en días, o aun en se -

manas. Pero en otras ocasiones, en los últimos tiempos sobre todo, se transforma en un tumulto

imperioso, violento, que surge desde el zócalo a unos treinta centímetros del suelo –lo que no deja

lugar a dudas acerca de la posición en que golpean, ya que no ignoro el instrumento que utilizan

para tentarme– y siento que debo contestar, que es inhumano no hacerlo pues entre los que llaman

puede haber algún ser querido, pero no quiero oírlos y hablo en voz alta, y río a todo pulmón, y

vocifero de tal modo que mis buenos amigos menean la cabeza con un gesto triste y acaban por

dejarme solo, sin comprender que no debieran dejarme solo, aquí, en mi cuarto fronterizo al gran

edificio blanco, la gran casona blanca de ellos, oculta entre jardines hondos y custodiada por una alta

pared.

El gato negro – Edgar Allan Poe

No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir.

Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y

sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi

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propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una

serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han

torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles,

para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya

inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y

mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente

describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.

Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi

corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me

gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a

su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los

acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en

una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia

un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la

retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega

directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad

del hombre.

Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto

por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre

ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.

Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad

asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía

con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas

metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo

de recordarla.

Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba

de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de

mí en la calle.

Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi

temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a

día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué,

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incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis

favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que

llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para

abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por

casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba

-pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba

viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.

Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la

ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi

violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya

no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad

más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo

del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y,

deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan

condenable atrocidad.

Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía

nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi

sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los

excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.

El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un

horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa,

aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua

manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me

había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi

caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a

este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es

uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles,

uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí

mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de

que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta

descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo

hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el

insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de

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hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había

infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y

lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más

amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido

y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que,

al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello

fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más

terrible.

La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: “¡Incendio!”

Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad

pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes

terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.

No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi

criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón

incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían

desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro

de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a

salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre

habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran

atención y detalle. Las palabras “¡extraño!, ¡curioso!” y otras similares excitaron mi curiosidad. Al

aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un

gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga

alrededor del pescuezo del animal.

Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el

asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en

un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido

inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la

ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de

las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto

con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.

Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio,

lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del

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fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía,

sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles

antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera

ocupar su lugar.

Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi

atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal

moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no

haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la

mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo

un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta

aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.

Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y

pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente

andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal

no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.

Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a

acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo.

Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi

mujer.

Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario

de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me

disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la

amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi

crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de

hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con

inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la

peste.

Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo

traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la

que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos

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humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples

y más puros.

El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos

con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a

ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a

caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y

afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba

aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre

todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.

Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo

de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me

siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era

intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi

mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y

que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector

recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero

gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla

como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora

algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo

si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra…, ¡la

imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la

muerte!

Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo

semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable

angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya

gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche,

despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en

mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme-

apoyado eternamente sobre mi corazón.

Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo

los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos

pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de

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todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a

ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me

abandonaba.

Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra

pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a

punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando

en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe

que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer

detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me

zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.

Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar

el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo

de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé

en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del

sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como

si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa.

Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano,

tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.

El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban

recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado

endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había

sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil

sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que

ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.

No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego

de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras

aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y

cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo

enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la

menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré

en torno, triunfante, y me dije: “Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano”.

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Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había

decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado

sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera,

se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo,

el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella

noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí,

pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.

Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un

hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a

contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy

poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo

una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me

parecía asegurada.

Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una

nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve

inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón

sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un

solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me

paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba

tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a

marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de

decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.

-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus

sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa

está muy bien construida… (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me

daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes…

¿ya se marchan ustedes, caballeros?… tienen una gran solidez.

Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la

mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi

corazón.

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¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis

golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al

comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un

largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación,

mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los

condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.

Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la

pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror.

Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya

muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los

espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba

agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me

entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!

El extraño - H. P. Lovecraft

Infeliz es aquel a quien sus recuerdos infantiles sólo traen miedo y tristeza. Desgraciado aquel que

vuelve la mirada hacia horas solitarias en bastos y lúgubres recintos de cortinados marrones y

alucinantes hileras de antiguos volúmenes, o hacia pavorosas vigilias a la sombra de árboles

descomunales y grotescos, cargados de enredaderas, que agitan silenciosamente en las alturas sus

ramas retorcidas. Tal es lo que los dioses me destinaron… a mí, el aturdido, el frustrado, el estéril, el

arruinado; sin embargo, me siento extrañamente satisfecho y me aferro con desesperación a esos

recuerdos marchitos cada vez que mi mente amenaza con ir más allá, hacia el otro.

No sé dónde nací, salvo que el castillo era infinitamente horrible, lleno de pasadizos oscuros y con

altos cielos rasos donde la mirada sólo hallaba telarañas y sombras. Las piedras de los agrietados

corredores estaban siempre odiosamente húmedas y por doquier se percibía un olor maldito, como

de pilas de cadáveres de generaciones muertas. Jamás había luz, por lo que solía encender velas y

quedarme mirándolas fijamente en busca de alivio; tampoco afuera brillaba el sol, ya que esas

terribles arboledas se elevaban por encima de la torre más alta. Una sola, una torre negra,

sobrepasaba el ramaje y salía al cielo abierto y desconocido, pero estaba casi en ruinas y sólo se

podía ascender a ella por un escarpado muro poco menos que imposible de escalar.

Debo haber vivido años en ese lugar, pero no puedo medir el tiempo. Seres vivos debieron haber

atendido a mis necesidades; sin embargo, no puedo rememorar a persona alguna excepto yo mismo,

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ni ninguna cosa viviente salvo ratas, murciélagos y arañas, silenciosos todos. Supongo que,

quienquiera que me haya cuidado, debió haber sido asombrosamente viejo, puesto que mi primera

representación mental de una persona viva fue la de algo semejante a mí, pero retorcido, marchito y

deteriorado como el castillo. Para mí no tenían nada de grotescos los huesos y los esqueletos

esparcidos por las criptas de piedra cavadas en las profundidades de los cimientos. En mi fantasía

asociaba estas cosas con los hechos cotidianos y los hallaba más reales que las figuras en colores

de seres vivos que veía en muchos libros mohosos. En esos libros aprendí todo lo que sé. Maestro

alguno me urgió o me guió, y no recuerdo haber escuchado en todos esos años voces humanas…,

ni siquiera la mía; ya que, si bien había leído acerca de la palabra hablada nunca se me ocurrió

hablar en voz alta. Mi aspecto era asimismo una cuestión ajena a mi mente, ya que no había espejos

en el castillo y me limitaba, por instinto, a verme como un semejante de las figuras juveniles que veía

dibujadas o pintadas en los libros. Tenía conciencia de la juventud a causa de lo poco que

recordaba.

Afuera, tendido en el pútrido foso, bajo los árboles tenebrosos y mudos, solía pasarme horas enteras

soñando lo que había leído en los libros; añoraba verme entre gentes alegres, en el mundo soleado

allende de la floresta interminable. Una vez traté de escapar del bosque, pero a medida que me

alejaba del castillo las sombras se hacían más densas y el aire más impregnado de crecientes

temores, de modo que eché a correr frenéticamente por el camino andado, no fuera a extraviarme en

un laberinto de lúgubre silencio.

Y así, a través de crepúsculos sin fin, soñaba y esperaba, aún cuando no supiera qué. Hasta que en

mi negra soledad, el deseo de luz se hizo tan frenético que ya no pude permanecer inactivo y mis

manos suplicantes se elevaron hacia esa única torre en ruinas que por encima de la arboleda se

hundía en el cielo exterior e ignoto. Y por fin resolví escalar la torre, aunque me cayera; ya que mejor

era vislumbrar un instante el cielo y perecer, que vivir sin haber contemplado jamás el día.

A la húmeda luz crepuscular subí los vetustos peldaños de piedra hasta llegar al nivel donde se

interrumpían, y de allí en adelante, trepando por pequeñas entrantes donde apenas cabía un pie,

seguí mi peligrosa ascensión. Horrendo y pavoroso era aquel cilindro rocoso, inerte y sin peldaños;

negro, ruinoso y solitario, siniestro con su mudo aleteo de espantados murciélagos. Pero más

horrenda aún era la lentitud de mi avance, ya que por más que trepase, las tinieblas que me

envolvían no se disipaban y un frío nuevo, como de moho venerable y embrujado, me invadió.

Tiritando de frío me preguntaba por qué no llegaba a la claridad, y, de haberme atrevido, habría

mirado hacia abajo. Se me antojó que la noche había caído de pronto sobre mí y en vano tanteé con

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la mano libre en busca del antepecho de alguna ventana por la cual espiar hacia afuera y arriba y

calcular a qué altura me encontraba.

De pronto, al cabo de una interminable y espantosa ascensión a ciegas por aquel precipicio cóncavo

y desesperado, sentí que la cabeza tocaba algo sólido; supe entonces que debía haber ganado la

terraza o, cuando menos, alguna clase de piso. Alcé la mano libre y, en la oscuridad, palpé un

obstáculo, descubriendo que era de piedra e inamovible. Luego vino un mortal rodeo a la torre,

aferrándome de cualquier soporte que su viscosa pared pudiera ofrecer; hasta que finalmente mi

mano, tanteando siempre, halló un punto donde la valla cedía y reanudé la marcha hacia arriba,

empujando la losa o puerta con la cabeza, ya que utilizaba ambas manos en mi cauteloso avance.

Arriba no apareció luz alguna y, a medida que mis manos iban más y más alto, supe que por el

momento mi ascensión había terminado, ya que la puerta daba a una abertura que conducía a una

superficie plana de piedra, de mayor circunferencia que la torre inferior, sin duda el piso de alguna

elevada y espaciosa cámara de observación. Me deslicé sigilosamente por el recinto tratando que la

pesada losa no volviera a su lugar, pero fracasé en mi intento. Mientras yacía exhausto sobre el piso

de piedra, oí el alucinante eco de su caída, pero con todo tuve la esperanza de volver a levantarla

cuando fuese necesario.

Creyéndome ya a una altura prodigiosa, muy por encima de las odiadas ramas del bosque, me

incorporé fatigosamente y tanteé la pared en busca de alguna ventana que me permitiese mirar por

vez primera el cielo y esa luna y esas estrellas sobre las que había leído. Pero ambas manos me

decepcionaron, ya que todo cuanto hallé fueron amplias estanterías de mármol cubiertas de

aborrecibles cajas oblongas de inquietante dimensión. Más reflexionaba y más me preguntaba qué

extraños secretos podía albergar aquel alto recinto construido a tan inmensa distancia del castillo

subyacente. De pronto mis manos tropezaron inesperadamente con el marco de una puerta, del cual

colgaba una plancha de piedra de superficie rugosa a causa de las extrañas incisiones que la

cubrían. La puerta estaba cerrada, pero haciendo un supremo esfuerzo superé todos los obstáculos

y la abrí hacia adentro. Hecho esto, me invadió el éxtasis más puro jamás conocido; a través de una

ornamentada verja de hierro, y en el extremo de una corta escalinata de piedra que ascendía desde

la puerta recién descubierta, brillando plácidamente en todo su esplendor estaba la luna llena, a la

que nunca había visto antes, salvo en sueños y en vagas visiones que no me atrevía a llamar

recuerdos.

Seguro ahora de que había alcanzado la cima del castillo, subí rápidamente los pocos peldaños que

me separaban de la verja; pero en eso una nube tapó la luna haciéndome tropezar, y en la oscuridad

tuve que avanzar con mayor lentitud. Estaba todavía muy oscuro cuando llegué a la verja, que hallé

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abierta tras un cuidadoso examen pero que no quise trasponer por temor a precipitarme desde la

increíble altura que había alcanzado. Luego volvió a salir la luna.

De todos los impactos imaginables, ninguno tan demoníaco como el de lo insondable y

grotescamente inconcebible. Nada de lo soportado antes podía compararse al terror de lo que ahora

estaba viendo; de las extraordinarias maravillas que el espectáculo implicaba. El panorama en sí era

tan simple como asombroso, ya que consistía meramente en esto: en lugar de una impresionante

perspectiva de copas de árboles vistas desde una altura imponente, se extendía a mi alrededor, al

mismo nivel de la verja, nada menos que la tierra firme, separada en compartimentos diversos por

medio de lajas de mármol y columnas, y sombreada por una antigua iglesia de piedra cuyo

devastado capitel brillaba fantasmagóricamente a la luz de la luna.

Medio inconsciente, abrí la verja y avancé bamboleándome por la senda de grava blanca que se

extendía en dos direcciones. Por aturdida y caótica que estuviera mi mente, persistía en ella ese

frenético anhelo de luz; ni siquiera el pasmoso descubrimiento de momentos antes podía detenerme.

No sabía, ni me importaba, si mi experiencia era locura, enajenación o magia, pero estaba resuelto a

ir en pos de luminosidad y alegría a toda costa. No sabía quién o qué era yo, ni cuáles podían ser mi

ámbito y mis circunstancias; sin embargo, a medida que proseguía mi tambaleante marcha, se

insinuaba en mí una especie de tímido recuerdo latente que hacía mi avance no del todo fortuito, sin

rumbo fijo por campo abierto; unas veces sin perder de vista el camino, otras abandonándolo para

internarme, lleno de curiosidad, por praderas en las que sólo alguna ruina ocasional revelaba la

presencia, en tiempos remotos, de una senda olvidada. En un momento dado tuve que cruzar a nado

un rápido río cuyos restos de mampostería agrietada y mohosa hablaban de un puente mucho

tiempo atrás desaparecido.

Habían transcurrido más de dos horas cuando llegué a lo que aparentemente era mi meta: un

venerable castillo cubierto de hiedras, enclavado en un gran parque de espesa arboleda, de

alucinante familiaridad para mí, y sin embargo lleno de intrigantes novedades. Vi que el foso había

sido rellenado y que varias de las torres que yo bien conocía estaban demolidas, al mismo tiempo

que se erguían nuevas alas que confundían al espectador. Pero lo que observé con el máximo

interés y deleite fueron las ventanas abiertas, inundadas de esplendorosa claridad y que enviaban al

exterior ecos de la más alegre de las francachelas. Adelantándome hacia una de ellas, miré al

interior y vi un grupo de personas extrañamente vestidas, que departían entre sí con gran jarana.

Como jamás había oído la voz humana, apenas sí podía adivinar vagamente lo que decían. Algunas

caras tenían expresiones que despertaban en mí remotísimos recuerdos; otras me eran

absolutamente ajenas.

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Salté por la ventana y me introduje en la habitación, brillantemente iluminada, a la vez que mi mente

saltaba del único instante de esperanza al más negro de los desalientos. La pesadilla no tardó en

venir, ya que, no bien entré, se produjo una de las más aterradoras reacciones que hubiera podido

concebir. No había terminado de cruzar el umbral cuando cundió entre todos los presentes un

inesperado y súbito pavor, de horrible intensidad, que distorsionaba los rostros y arrancaba de todas

las gargantas los chillidos más espantosos. El desbande fue general, y en medio del griterío y del

pánico varios sufrieron desmayos, siendo arrastrados por los que huían enloquecidos. Muchos se

taparon los ojos con las manos y corrían a ciegas llevándose todo por delante, derribando los

muebles y dándose contra las paredes en su desesperado intento de ganar alguna de las numerosas

puertas.

Solo y aturdido en el brillante recinto, escuchando los ecos cada vez más apagados de aquellos

espeluznantes gritos, comencé a temblar pensando qué podía ser aquello que me acechaba sin que

yo lo viera. A primera vista el lugar parecía vacío, pero cuando me dirigí a una de las alcobas creí

detectar una presencia… un amago de movimiento del otro lado del arco dorado que conducía a otra

habitación, similar a la primera. A medida que me aproximaba a la arcada comencé a percibir la

presencia con más nitidez; y luego, con el primero y último sonido que jamás emití -un aullido

horrendo que me repugnó casi tanto como su morbosa causa-, contemplé en toda su horrible

intensidad el inconcebible, indescriptible, inenarrable monstruo que, por obra de su mera aparición,

había convertido una alegre reunión en una horda de delirantes fugitivos.

No puedo siquiera decir aproximadamente a qué se parecía, pues era un compuesto de todo lo que

es impuro, pavoroso, indeseado, anormal y detestable. Era una fantasmagórica sombra de

podredumbre, decrepitud y desolación; la pútrida y viscosa imagen de lo dañino; la atroz desnudez

de algo que la tierra misericordiosa debería ocultar por siempre jamás. Dios sabe que no era de este

mundo -o al menos había dejado de serlo-, y, sin embargo, con enorme horror de mi parte, pude ver

en sus rasgos carcomidos, con huesos que se entreveían, una repulsiva y lejana reminiscencia de

formas humanas; y en sus enmohecidas y destrozadas ropas, una indecible cualidad que me

estremecía más aún.

Estaba casi paralizado, pero no tanto como para no hacer un débil esfuerzo hacia la salvación: un

tropezón hacia atrás que no pudo romper el hechizo en que me tenía apresado el monstruo sin voz y

sin nombre. Mis ojos, embrujados por aquellos asqueantes ojos vítreos que los miraba fijamente, se

negaban a cerrarse, si bien el terrible objeto, tras el primer impacto, se veía ahora más confuso.

Traté de levantar la mano y disipar la visión, pero estaba tan anonadado que el brazo no respondió

por entero a mi voluntad. Sin embargo, el intento fue suficiente como para alterar mi equilibrio y,

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bamboleándome, di unos pasos hacia adelante para no caer. Al hacerlo adquirí de pronto la

angustiosa noción de la proximidad de la cosa, cuya inmunda respiración tenía casi la impresión de

oír. Poco menos que enloquecido, pude no obstante adelantar una mano para detener a la fétida

imagen, que se acercaba más y más, cuando de pronto mis dedos tocaron la extremidad putrefacta

que el monstruo extendía por debajo del arco dorado.

No chillé, pero todos los satánicos vampiros que cabalgan en el viento de la noche lo hicieron por mí,

a la vez que dejaron caer en mi mente una avalancha de anonadantes recuerdos.

Supe en ese mismo instante todo lo ocurrido; recordé hasta más allá del terrorífico castillo y sus

árboles; reconocí el edificio en el cual me hallaba; reconocí, lo más terrible, la impía abominación

que se erguía ante mí, mirándome de soslayo mientras apartaba de los suyos mis dedos

manchados.

Pero en el cosmos existe el bálsamo además de la amargura, y ese bálsamo es el olvido. En el

supremo horror de ese instante olvidé lo que me había espantado y el estallido del recuerdo se

desvaneció en un caos de reiteradas imágenes. Como entre sueños, salí de aquel edificio fantasmal

y execrado y eché a correr rauda y silenciosamente a la luz de la luna. Cuando retorné al mausoleo

de mármol y descendí los peldaños, encontré que no podía mover la trampa de piedra; pero no lo

lamenté, ya que había llegado a odiar el viejo castillo y sus árboles. Ahora cabalgo junto a los

fantasmas, burlones y cordiales, al viento de la noche, y durante el día juego entre las catacumbas

de Nefre-Ka, en el recóndito y desconocido valle de Hadoth, a orillas del Nilo. Sé que la luz no es

para mí, salvo la luz de la luna sobre las tumbas de roca de Neb, como tampoco es para mí la

alegría, salvo las innominadas fiestas de Nitokris bajo la Gran Pirámide; y, sin embargo, en mi nueva

y salvaje libertad agradezco casi la amargura de la alienación.

Pues aunque el olvido me ha dado la calma, no por eso ignoro que soy un extranjero; un extraño a

este siglo y a todos los que aún son hombres. Esto es lo que supe desde que extendí mis dedos

hacia esa cosa abominable surgida en aquel gran marco dorado; desde que extendí mis dedos y

toqué la fría e inexorable superficie del pulido espejo.