dinÁmica psicosexual en la obra de velazquez · 2008-12-12 · todo hombre deja anidar su caudal...

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DR. R. J. ALLOZA BERDEJO

DINÁMICA PSICOSEXUALEN LA OBRA DE VELAZQUEZ

PUBLICACIONES MEDICAS BIOHORM. - SECCIÓN: MEDICINA E HISTORIA | N.° R.: B. 1023-63 | D. L : B. 27541-63 | EDITORIAL ROCAS. - DIRECTOR: DR. MANUELCARRERAS ROCA. COLABORAN : DR. AGUSTÍN ALBARRACIN - DR. DELFÍN ABELLA - PROF. P. LAIN ENTRALGO - PROF. J. LÓPEZ IBOR-DR. A. MARTIN DE PRA-DOS-DR. CHRISTIAN DE NOGALES-DR. ESTEBAN PADROS-DR. SILVERIO PALAFOX - PROF. J. ROF CARBALLO - PROF. RAMÓN SARRO-PROF. MANUEL USAN-OIZAGA-PROF. LUIS S. GRANJEL-PROF. JOSÉ M.' LÓPEZ PIÑERO-DR. JUAN RIERA-PROF. DIEGO FERRER-DR. FELIPE CID-DIRECCIÓN GRÁFICA: PLA-NARBONA

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De esta edición se han separado cien ejemplaresnumerados y firmados por el autor.

Ejemplar n.° ^ j | | r » L

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DR. R. J. ALLOZA BERDEJO

DINÁMICA PSICOSEXUALEN LA OBRA DE VELAZQUEZ

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Ün desnudo insólito

En la National Gallery de Londres, un óleo, de 1,23 por 1,75, atrae la mirada de todos los visitantes. Lo co-rrecto del trazo, la idoneidad del color y lo acertado de la luz llaman tanto la atención como la belleza de lamodelo, que, yacente sobre una tela sugestivamente esbozada, de espaldas al que la contempla, ve reflejada suimagen en el espejo que un niño alado sostiene con ambas manos en el ángulo oscuro de la tela. No es otroeste lienzo que la «Venus ante el espejo» del maestro entre los maestros : Diego Rodríguez de Silva y Velázquez.Pintado en los alrededores del año 1657, casi al final de su vida y en el cénit de sus facultades plásticas, esta obraculmina una existencia de trabajo, cuya única meta no fue otra que la de alcanzar la perfección en el difícilarte del pincel.Traspuestos los primeros momentos de embebecimiento ante la belleza que se nos ofrece, y tras el asombro enque nos sumerje lo perfecto y arduo de su ejecución, cuando nos evadimos de la inmersión en lo estético (no sinesfuerzo, tanto es el atractivo del cuadro) y pasamos a reflexionar sobre el tema representado y la forma en queha sido tratado, quedamos sorprendidos, inquietos, heridos en ese profundo repliegue del alma humana que entodo hombre deja anidar su caudal de ideas prefabricadas, y en el que halla cabida la de suponer una ciertaaversión por el desnudo por parte de la pintura renacentista española. «Ave raris» es ciertamente un desnudoen la pintura de nuestros maestros, pero más aún en Velázquez, si de una mujer se trata. ¿ Qué significa este des-nudo dentro de la obra velazqueña ? Queramos o no, nos vemos forzados a buscar una solución intelectual quenos devuelva el reposo.Creo, no obstante, que antes de intentar resolver este intrigante misterio, bueno será que, en rápido vuelo, acla-remos lo que representa el desnudo en la pintura de todos los tiempos ; quizá entonces, y con una visión más am-plia del problema, sea factible desentrañar el significado de esta figura evanescente, aislada, única en su género,como se dirá más adelante.

Creación del desnudo

Deben considerarse las artes plásticas, y en especial la pintura, como epifenómeno expresivo de un modo espe-cial de sentir las cosas, de interpretar el ambiente y, al mismo tiempo, la reacción que frente a él ha adoptado el

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tan estar más en consonancia on la S T J ^ Z A T T A ^ ^ PrÓdÍgas e n «sdiaazaa y resul-el tema y en la forma de tratarlo donck"Z l a L s T a t r í 7 " ^ ^ ^ VÍ8ta arÜ'StÍC0' e s P-cisanfente ense refiere Si a través del examen del e s t tpo l l ; L ^ Z t t S T ^ ** * T ^ " ^ de h ^ C a

gxrnos en la consideración del tema elegido, Leamos más w L d • *" T ^ C U a d r° Í U e p i n t a d o> a l s u m ^que lo ejecutó. g ' D u c e a m o s m a s Profundamente en la esencia del pueblo, o del artista,

La iconografía resulta, pues, un estudio necesario útil ™ + n 1nes humanas, sino incluso para el estetista más e s m m a W P ^ C X P l ° r a tt d t r a s £ ° n d ° d e l a s a c d ° -han rechazado ciertos temas plásticos, al h c lo" p'e r oZZ£?• T T "*"*" ^ ^ qUC

camente profundas o por predicamentos morales o socSes ,,Ío Í V ' C1C-On "" ^ P ° r t a Z O n e S ^ico16^El cuidado con que se ha tratado el desnudo en unas énocas' v T r*" ^ C i r C u n s t a n d a s meramente plásticas,objeto en otras, anda paralelo a la diversa 1 2 Ii I "f^T J ™ e l ¿ ^ c i o de que ha sidosus ideas, de sus sentimientos, de sus obMivos eTuna Z l Z * í f° r Íad° d d °°Sm0S en e l camP° ^En un momento determinado de esa voraTcTrr r'a enie e l t v' **"**?> VÍtal"toria de la Humanidad-, el desnudo ha^constituido e 1 Í " y.+

d a W i m i e ^ ~ ^ otra cosa no es la his-tifica al ejercicio mismo del Arte. La Grecia d á c l i LwTd T ? ' T™ ^ d qBe la Presenta«ón se iden-sentación del cuerpo humano ha constituido la ZííaT7T ^ ^ ^ ' * * * * y COmo rea l idad- ^ repre-men de toda la Naturaleza conocida, t t d l eTuntert ^ S " ? " T ^ ¿ ^ ^ ^ ^ y ^atención artística, sino también como norma a la q u e Z S r Í ^ J d e k f 1 "1 C°m° ^ d Ígn° & SUPrCma

animal. Es así como comprendemos el porqué de no ímitTr£ T A, ' " m t U r a l e S : p i e d r a ' astro« flor-tudes y gestos y, p o r ende, de sus podere's sto ' n ^ t hacerle Í l" ^ ^ T } 0 ** ^ ^ ^ a c t í 'en nada igualada por las que posteriormente'se i J S ^ L * , ^ ^

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de su pensamiento y lo utiliza como canon de medidas perfectas para todo en lo que pueda hallar motivo de satis-facción en su ansia ilimitada de armonía.Roma, heredera de la cultura griega, carente de iniciativa para crear algo nuevo, verdaderamente «parvenue» enlas viejas civilizaciones del Mediterráneo, como hoy lo son los pueblos americanos en la cultura del Atlántico,prosigue con ligeras variantes el canon helénico. Y el desnudo encuentra su expresión monumental, monumenta-lismo claramente evocador de su falta de ideas.

Muerte y resurrección

En este estado de parálisis gigante, ha de llegar el Cristianismo para que, al variar el sentir y aun el sentido delcorazón humano, trascienda en su expresión artística. El Cristianismo no ha concebido el desnudo como realidad,sino como idea. Una idea limitada a la figura de nuestros primeros padres, los que, desnudos tras su pecadooriginal, legan su calamitosa herencia a la Humanidad. No es ya el hombre el que a partir de la instauración delpensamiento cristiano en Occidente va a ser representado, el hombre bajo su doble aspecto heroico y de criaturanatural, en su vertiente de audacia varonil y belleza femenina, sino que va a ser sustituido por la pareja inicialen quien la desnudez no es otra cosa que el estigma de nuestra perpetua y eterna desgracia. Y, así, la imagen tris-te, anquilosada y prevista irá arrastrándose, lienzo tras lienzo, sin variación alguna y, por ello, sin poder espi-ritual alguno con el que engendrar a través de su concepción, si no mejores, al menos nuevos caminos en quepueda saciar el hombre su necesidad de expresión artísticamente.Es a través de otros caminos por los que el genio medieval encontrará el acceso a una realidad más risueña. So-metido, de inicio, todo artista a un espacio de dos dimensiones, donde se mueven en composición litúrgica legiónde figuras divinas, santos, santas, príncipes y pastores arropados en consonancia al estilo de la época, van éstos,poco a poco, perdiendo su anonimato —exigencia inapelable de la idea representativa que rige al artista medie-val— para aparecérsenos, conforme nos acercamos al siglo xm, más familiares. Los temas acabarán en retra-tos y, a través del vestido del personaje, en el que el pintor vierte su melodía plástica, aquél acabará por entraren contacto con el exterior, más allá de la entidad personal : tratará con cariño el contorno de los sujetos, sus

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aderezos, sus muebles y el retazo de paisaje que, allá en el fondo de la tela, o a través del marco de una ventana,irradia un poco de vitalidad, esa vitalidad tan necesario, a mi entender, en todo Arte que quiera merecer esetítulo.Que Eva desaparezca ante una nueva joven Venus, que Adán sea condenado al ostracismo ante la figura del hé-roe juvenil, todo ardor e inflamado por el deseo de posesión de su mundo circundante, no son más que la conse-cuencia de los nuevos vientos que agitan las cabezas europeas. Con el Renacimiento, el canon griego vuelve aadquirir sus derechos y el apetito vital y el ansia de conocimientos rompen las barreras prohibidas de la anatomía.Caen los velos y el hombre vuelve a nacer.A través de su historia, siempre que el hombre abandona su idea trascendente, llámese más allá en unas épocas,o progreso al correr de los tiempos, aparece el desnudo. El canon griego vuelve a imponer su dulce tiranía. Elhombre se hace centro del Universo y con tacto realista no va más allá de lo que de él puede alcanzar, aunqueentonces, y por paradoja —una más entre las tantas del espíritu humano—, su confianza ilimitada nada le vedacomo imposible. Época de fluida fusión con la Naturaleza, el animal místico se torna racional para penetrar conesa razón en el cosmos del que él es el centro indiscutible. El Ente y la Nada se funden en apretado haz que nopermite su mutuo reconocimieto. Despojado de cuanto significa coerción, el desnudo es el claro índice de seme-jante postura.Italia, pletórica y polimorfa en sus talleres, desparrama su generosa luz, el e$tilo punzante de su ingenio, su vi-talidad arrolladora y su energía pagana —explosión esta última del residuo que, aun soterrado, permanecióvivo como en ningún otro país europeo durante toda la Edad Media— en una serie interminable de lienzos dondetriunfa el desnudo, en especial el femenino.Sugestivo contrapunto para la mejor comprensión de la influencia de una raza -.—con su constitución e idiosin-crasia propias— en su creación artística, resulta ser la comparación entre la obra pletórica, carnosa, cálida, palpi-tante, con que nos regala el país meridional y la que, más al Norte, aún apegada al sentir gótico, Alemania entre-ga a la cultura occidental. El arte plástico alemán, amante de las formas angulosas, festoneadas, desgarradas,ásperas, que hacen de la carne piedra, cristaliza en unas figuras, como las de Cranach, cuyas mujeres desnudasmás que despojadas de su ropa por una mano gentil y voluptuosa, parecen víctimas de una orgía soldadesca. Consus miembros descarnados, su mirada de inocencia rígida y convencional, su actitud amanerada, más bien nossugieren seres desprovisto de caparazón que al ser arrancado las dejan con el temblor propio de la desnudez deun gusano de piedra.Y aún resulta más aleccionador el giro especial que en Francia, país donde el humor, la fina reflexión y la pa-sión alcanzan el más justo equilibrio —equilibrio no compartido por ningún otro pueblo de Europa—, toma la in-terpretación plástica del desnudo. Del manierismo que comporta la obra de Erimatice o la de Niccole delPAbate,entresaca uno que pronto alcanza individualidad inconfusa. Cuerpos gráciles, sinuosos, estilizados de la Escuelade Fontainebleau, cuyo encanto suspende nuestro ánimo y seduce nuestros sentidos, sin que podamos, con todo,entregarnos completamente a ellos : el mismo carácter francés, excelente, con su inteligencia peculiar deja enexceso marcada la huella de su impronta intelectual; y, así, resultan $us desnudos algo fríos, amanerados, conun cierto viso humorístico en sus composiciones monumentales y que confiere al tema algo de disfraz a lo griego.El abandono total, pasional, sin reservas a esta gran epopeya de la pintura se cumple tan sólo en Italia. La carnenecesita para hacernos llegar a su contemplación integral de un exceso de savia vivificadora, de ese torrente desangre que desde el cuatrocento viene anegando la vida pública del país hermano y que, como muy bien señalanuestro pensador cumbre, Ortega y Gaset, hace que al considerar aquélla «la atmósfera de criminosidad nativallegue a nosotros en bocanadas, apenas abrimos un libro de historia antigua».El cuerpo femenino alcanza el título de imagen de la belleza. La imagen de la belleza, la idea sensible de labelleza se ha alcanzado al fin ; definida y proclamada porque todos los recursos materiales del arte se entregan eneste lugar privilegiado y en este momento de excepción a su más conspicua consecución.Como una onda vibratoria de gran amplitud, sacude este impulso a todos los talleres, y, cada cual con su genioparticular, rivaliza con los demás en alcanzar la más espléndida, la más seductora, la más perfecta figura de Ve-nus, como en otro terreno libran reñida batalla por conseguir la más tierna y conmovedora imagen del Cristo, ode la Virgen.En esta carrera de emulación, es posible que el pináculo esté tachonado con el virtuosismo de un Correggio,quien con sus ternuras, sus morbideces, el suave juego de sus claroscuros, enriquece el cuerpo dotado de todaslas perfecciones físicas de un tono melancólico y poético a través de esas sombras untuosas en que se hundenpara perfilarse, aún mejor, todos sus personajes.Pero esta pintura, que a fuerza de perfección, blandura y tono melancólico acaba por adquirir, para mí, un tinteen exceso provinciano, rural, ha de ser superada poco después por la escuela veneciana, escuela que ha can-tado como ninguna otra el himno apoteósico en honor de la mujer. Tiziano, Tintoretto, El Veronés, todos, apor-tan su pincel dorado para, con tono suntuoso, darnos un sentido infalible de grandeza. Consiguen lo que hastaentonces no pasó de ser deseo : el acoplamiento casi milagroso entre la facultad de imitación y el poder de repre-sentación —limitados como todo lo humano— y la más ardorosa imaginación que, de un brinco, nos lleva a lasesferas donde moran la voluntad de armonía y la perfección intelectual.La escuela veneciana representa ya, dentro del movimiento espiritual que ha significado el Renacimiento, el pun-to culminante en la trayectoria de toda fuerza viva, aquel a partir del cual se inicia, primero en imperceptible

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LOS BORRACHOS. — VELAZQUEZ

inflexión, bruscamente luego, su propia extinción. En el momento mismo en que el genio de la época se aper-cibe de ese inicial cambio de «gradient», reacciona e intenta rectificar la curva peligrosa. Como en la intimidadde cualquier tejido que, al contacto de un cuerpo extraño, opone elementos para bloquearlo, así la mente hu-mana tiende a acumular en torno de sus elementos de formalización plástica un defensivo caparazón de estruc-turas añadidas, en cuanto nota la amenaza de su destrucción. Cuando el impulso genial se angosta y no le bas-ta, con un simple trazo cargado de universal sugestión, para ponernos en contacto con cuanto forma nuestra inti-midad, se recurre al acumulo de formas que intentan arropar aquel que ya no posee fuerza para conmovernos ; así,una y otra vez, surge lo Barroco en la Historia del Arte.El espíritu barroco, con sus arranques de potencia, sus torsiones patéticas, se expresa ya en el arte de Venecia.Y es con Rubens y Jordaens, de la escuela flamenca, con quienes el desnudo entra en su fase de opulencia.En este momento, Velázquez ejecuta su «Venus ante el espejo». Quizá el tema no era muy apropiado dada lapostura española de gu tiempo, si bien es factible que bajo la influencia de Italia se decidiera por plasmar su fir-ma en la temática del desnudo.

Agonía inacabada

La gélida intelectualidad del siglo xvm acaba con las formas tumultuosas. Desfilan ante nosotros los lienzos deMengs, Watteau, Fragonard y Boucher. El entusiasmo del «quattrocento» se ha extinguido. El amor, despro-visto de su faz heroica, ha pasado a ser un simple roce entre dos intelectos sexualizados y esta postura no puededar lugar más que a un desnudo galante y libertino. A través de él no podemos ver nada que vaya más allá de loque de sí pueda dar el cuerpo de una mujer desnuda ; y aún cabría decir en plan de rigurosa exactitud : de unamujer desnuda. El desnudo de los siglos anteriores nos arrastra más allá de nosotros y en ciclópeo abrazo reúnenuestro espíritu tembloroso con el cosmos palpitante. El desnudo del siglo xvni nos hace rastrear con la mira-da en busca del artista que desnudó a la modelo y que parece va a surgir en cualquier momento del ángulo menosiluminado de la tela. El desnudo de los siglos xvi y xvn emite fragancia de hierba mojada; el del xvni apesta a«boudoir».La perfección técnica, no obstante, persiste ; y así llegamos a un Goya, pintor dotado de todos los recursos téc-

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nicos, todo bravura y fogosidad, que nos regala con ese desnudo inaudito dentro del arte español, uno de losdesnudos más perfectos de la pintura universal: «La Maja Desnuda».En esta postura, i&ezcla de pureza y voluntad de estilo por una parte y de voluptuosidad y sexo por otra, In-gres, en su «Baño turco», nos ofrece una perfecta fusión de un dibujo altamente intelectualizado con un erotis-mo enervante. El «tempo» interior del «ottocento» encuentra en sus desnudos fiel expresión de la forma en quelos hombres de su tiempo pensaron, amaron y sintieron.Por un momento, y tras la Revolución que ha destruido un mundo artificioso, condenado a muerte por su pobrezabiológica, las gentes son dadas a la realidad. Ya no seduce el juego frío y malicioso, esa torsión de la mente enbusca de la pirueta atrevida ; la pequeña burguesía que ahora hace su aparición en el primer plano de la escenaque ante nosotros despliega el siglo xix, impregna el arte de su tiempo de una templanza que me atrevería acalificar de muy digna, muy grave, muy seria. Los nuevos señores quieren hacer honor a su cargo. Courbet,con sus «Baigneuses», no busca otra cosa que la simple representación, sin mixtificaciones, sin vagorosidades poé-ticas, sin superestructuras de lo que ante sus ojos encuentra. Esa pintura no expresa nada, no quiere indicarotra cosa que la que, simplemente, se percibe en el lienzo. Esa pintura no trasciende más allá de la carne es-tructurada en músculo, conjuntivo y piel. Resulta inútil, baldío el esfuerzo de Delacroix ; vano su intento deencontrar respuesta acerca del qué pueden significar, cuál el objeto perseguido, qué intención persiguen esas dosimágenes que Courbet ha masificado en su lienzo, esas dos imágenes, esas dos figuras de mujer que hacen inqui-rir a la Emperatriz, que ante ellas ha posado un instante la mirada, distraída por el numeroso séquito que laabruma, si se trata de dos percherones.Esta decantación por la realidad, tan típica del espíritu nonocentista, que, como se ha indicado, se inicia enlos albores del siglo, alcanza su punto culminante en Manet, artista que deja atónitos y escandalizados a sus con-temporáneos cuando en 1863, en el Salón de los Independientes, expone su lienzo «Dejeneur sur Pherbe».Curioso fenómeno éste, el de la reacción airada de una sociedad ante la obra pictórica de Manet. De no versar es-tas meditaciones sobre el influjo del ambiente •—en su dimensión de ideas, sentimientos y proyectos-— sobre elestilo del desnudo, tentación sería la de adentrarse por el camino inverso y reflexionar sobre la influencia deldesnudo en relación con las reacciones que ante el mismo experimenta la sociedad de su tiempo. Pero largo se-ría el empeño y merecedor de un estudio aparte. Porque no deja de ser chocante que nuestros antepasadosabuelos se sientan heridos en su fibra moral por la escena plasmada en la tela de Manet, «Dejeuner sur l'herbe»,y, paradójicamente, paseen su vista, complacidos, sin el menor gesto de destemplanza, sobre temas análogos decomposición al del citado cuadro tal como figuran en lienzos tan conocidos como el «Concierto campestre», deGiorgine, o en el de Rafael, «El Juicio de París». Pero dejemos esta cuestión y retornemos al sujeto de nuestroensayo.Con Manet se inicia una nueva versión del desnudo. El tema, el sujeto, el desnudo, que en los siglos xvi y xvntiene por objeto entronizar al Hombre —así, con mayúscula— y que en el XVIII le sirve de picaresco jugueteo,en el siglo xix, tras una serie de composiciones en que el desnudo no representa sino la inercia en un tema here-dado de generaciones anteriores, y en el que en sus cincuenta primeros años vemos desfilar pintores de gran vigo-rosidad en la ejecución, como puedan ser un Bócklin, un Delacroix o un Corot, va a alcanzar de nuevo una gran im-portancia ; ya no como elemento específico humano, sino tan sólo como un objeto más inmerso en la luz quebaña todos los otros cuerpos. Es, quizá, este nuevo desnudo, vivo, el que provoca la reacción entre las gentes yde la que líneas atrás se hizo mención al comentar la aparición de Manet en el firmamento de la pintura, reacciónde una sociedad que hasta entonces no había expresado su disgusto porque, ante todo, no tenía por qué hacer-lo : ante los desnudos-momia de sus pintores de la post-revolución sólo un alma enfermiza hubiera podido estre-mecerse.La intención artística de Manet no es otra que la de colocar una mujer desnuda en el campo, tan sólo con objetode observar los efectos de la luz y el aire sobre una piel humana ; verdadero deseo, pues, de realismo y quenos ha de llevar de la mano a lo que poco después se conocerá como escuela impresionista.Revolución gigantesca que en forma ininterrumpida dará lugar a otras muchas y nuevas escuelas. Importará yapoco lo que se «debe» pintar y menos aún el artista se verá impelido por corrientes subterráneas de su espíritu adar salida en juego de color, luz y forma a una idea trascendente. Importará poco ya que se pinte esto o lo otro :desaparecerá la trascendencia del mensaje. El Arte no quiere expresar nada ; el Arte es el «cómo se ve» y su ob-jetivo primordial alcanzar muchas y nuevas maneras de ver. Matisse llega a calificar de coloristas de ilustracio-nes a los maestros clásicos.En este momento, el desnudo es objeto de cultivo a través de todos los «ismos» o espejismos •—como se quiera—de la época. Ni Gauguin, para quien con sus tahitianas el «souci» se nos revela como anhelo de mostrarnos uncuerpo a través de la yuxtaposición de tintas y líneas, que buscan más el concretar una melodía plástica queel definir una forma, ni Cezanne, que nos pinta sus «Baigneuses» con el recuerdo de la impresión de luz y colorque su retina guarda del espectáculo de unos soldados bañándose, guardan el menor respeto por la trascendenciadel desnudo.Y, sin embargo, hasta en estos momentos gloriosos, prometedores, de la pintura moderna, a través de la manchaluminosa de sus telas, aletea ese vernáculo deseo del hombre de infundir su desnudo en la Naturaleza. Después,el tema, nuestro desnudo, acabará por desaparecer a través del pincel de un Doufy, de un Matisse, de un Modi-gliani o de un Picasso.

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LA FRAGUA DE VULCANO. — VELA2QUEZ.

Intencionadamente he dado la primacía a este movimiento que en su última consecuencia acaba con el desnudo,pues no resultaría decente el seguir considerándolo a través de la obra que, en segundo plano, vemos arrastrarsecon el visto bueno de la Academia en ese momento en que un Manet o un Cézanne se exponen en generosointento de vitalizar la pintura, y que convierte al desnudo en ñoña expansión, casi pornográfica, de una bur-guesía satisfecha, carente ya de aquel sutil y displicente ingenio del hombre del siglo xvm que ante el desnudosupo sonreír consciente de su cinismo sexual.

Espíritu y desnudo

A través de este sucinto, de este quintaesenciado vuelo oteando los pináculos, los momentos cumbre de la pintura,he pretendido poner de manifiesto en qué forma la interpretación del desnudo constituía fiel reflejo del espíritu dela época que lo creó. Heroico, centrípeto, trascendente bajo el auspicio de la cultura griega ; arquetipizado ensímbolo del pecado en el medioevo, cuando las gentes dirigen el vértice de su corazón a una existencia ultramon-tana ; gozoso, avasallador, divinizado cuando el hombre entona un canto de optimismo sin límites ante el resurgirde la Naturaleza ; cínico, displicente, sofisticado, al compás de unas cabecitas bajo cuya monumental peluca em-polvorada el frío intelecto marca el ritmo de su corazón, una vez desengañados de la promesa que el Renacimientono ha podido cumplir ; vulgar, ñoño, pornográfico, rutinario, en justo paralelismo al sentir del burgués progre-sista que hace su aparición por primera vez en la historia del mundo al iniciarse el siglo x ix ; mancha de luz ycolor cuando, sin idea trascendente, la retina sólo aspira a captar las mil iridiscencias que el Sol en su carrerahace brotar en generoso efluvio de los objetos que reciben su cálida y punzante caricia.Sea, pues, cualquiera, una u otra la dimensión según la cual se proyecte el espíritu humano en la plasmación desu obra, vemos cumplirse la idea central del creador del Werther : Jo que está dentro está fuera y lo que estáfuera está dentro. A la luz de esta enseñanza forzoso es admitir que cuando en la consideración de la obra de unaépoca pasamos a detenernos en el análisis de la creación de un hombre, al margen de las presiones generales,al margen del influjo de las corrientes universales del momento, ciertas peculiaridades del artista han de dejarsu impronta a través de todo efluvio creador. ¿Podremos, pues, ahora, a través de este hilo de Ariadna captarel sentido profundo del desnudo solitario de Velázquez?

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Detengámonos, pues, en el maestro sevillano y procuremos captar a través de sus lienzos ese «leiv motivB, eseminúsculo dictador que existe en toda mente y que, sin obligar, como diría un escolástico, predispone, matiza,estigmatiza.

Virilidad en Velázqsez

Si se acepta como lícito el sentar una conclusión antes de exponer las razones que a ella conducen, puede afir-marse que Velázquez no es tan sólo —como se le define unánimemente— un pintor viril y realista; es algo más :es el pintor de la virilidad.Resulta arriesgado, por lo que en $í encierra de concepción a base de esquemas —con todas sus facilidades ylimitaciones—, el parangonar su obra, obra con ese matiz de preferencia por lo viril, con la de otros pintores queparecen mostrar predilección por distintos arquetipos humanos en la composición de su cuadros. Y, con todo, re-sulta sugestivo admitir que si Velázquez derivó por el terreno de lo viril, Rubens, su contemporáneo, lo hizo ex-primiendo todas las posibilidades plásticas del tipo hipersómico, y, en una directriz de signo opuesto, El Grecoinmortalizó lo asténico.Pero en Velázquez, no es tan sólo la figura la que se place en mostrarnos esa faceta peculiar y determinante detodas las obras del maestro ; es también el color el que participa en la plasmación del arquetipo elegido. Partiendodel tránsito rápido de tonos, del contraste brusco de los claroscuros, de la luz que se concentra en una pequeñasuperficie del lienzo para dejar sumergido el resto en esa profunda semioscuridad que tan grata era al artis-ta —todo ello huella manifiesta del paso por el firmamento de la pintura del paradójico e inquietante personaje,cuyo nombre es evocador de oscuros sortilegios : Caravaggio —lo que va a ser tónica dominante en el pintor sevi-llano es la predilección por esa tonalidad cromática del ocre, que, al pronto, sirve para evidenciarnos que noshallamos frente a una de sus telas. Color acre que evoca, como ningún otro, la rigidez de la línea en el terruño, lasequedad de lo recio ; color que no permite veleidad alguna, ni en el ambiente ni en los personajes.Velázquez renuncia a crear belleza y se decide a retratar realidad, aunque ésta pueda no ser hermosa. Aban-dona la línea de conducta hasta entonces vigente : el manierismo, el estilismo, la supeditación de lo representadoa la idea de que el conjunto produzca en quien lo contempla esa suave, sonriente y admirativa meditación que lla-mamos deleitación en la belleza.Influido por la revolución temática que ha planteado Caravaggio, Velázquez se inicia en el bodegón. Y en él pode-mos ya comprender lo que va a ser toda su pintura.La figura, que hasta entonces, y siguiendo las directrices que la pintura italiana marcaba en todos los ámbitosculturales, formaba tan sólo como elemento supeditado a la plasticidad del conjunto, pasa a primer plano : lapintura se hace retrato.Pero decir que la pintura de Velázquez es retrato no significa calificar al pintor de Felipe IV de retratista en unaacepción meramente copista. El rasgo genial de su obra radica en la paradoja de que el retrato es impersonal. In-teresa el personaje, pero no como individuo determinado, como elementos civil, sino como arquetipo. Un per-sonaje de bodegón humano, que eso son, bodegones, en Velázquez, los conjuntos de figura. Velázquez traslada ala tela la menor arruga del retrato, pero lo deja sin apellidos. En la indeterminación de lo determinado estriba unade las características que defienen cuanto significa lo velazqueño.Este ser y no ser de lo representado es algo que ya empieza a tomar cuerpo en ese otro gran maestro de lapintura de los tiempos modernos, ese otro gran dominador del ocre, y que había muerto cuando Velázquez na-ció : Tiziano Vezellio. Por algo nuestro pintor, que no se miraba en las figuras del Renacimiento italiano, sesiente atraído por el autor de la «Fiesta de Venus».Poco importa posar la mirada sobre el lienzo de «Los músicos», o admirar el conjunto de «Los convidados» ; entodos sus cuadros vemos lo mismo.Pero hay uno de ellos que merece mención especial, que hace que nos detengamos sobre el mismo. El lienzo en elque el joven Velázquez deja perenne impronta de su personalidad y rubrica en forma indeleble el sentido de suarte : es el que se conoce por «El aguador de Sevilla».Pertenece este cuadro a la colección del Duque de Wellington. Fue pintado cuando su autor, casi tm mozalbete,residía en Sevilla en espera de su traslado a la Corte de Madrid. El impulso juvenil, no adulterado aún por laspresiones externas, vierte en el cuadro la quintaesencia de la virilidad.Ya en su tiempo, como entre los admiradores de las épocas que han seguido, fue obra preferida por los gusta-dores de la realidad. Más que por la técnica de ejecución impresiona por la imponente figura del aguador, per-sonaje familiar en los pueblos de España. El lienzo constituye una verdadera orgía de lo severo. De la negrura delfondo destacan, por un ramalazo de luz, las figuras del primer plano : los cántaros y las manos ; en una postrerconcesión, aparecen las dos cabezas, la del niño y la del que, aun sin el contraste que le confiere la blandura dela infancia, resultaría impresionante : la del aguador.Es aquí donde con mayor nitidez colegimos el espíritu que regirá la composición velazqueña. Vemos cómo, enparte, aparece elegida como fundamental la silueta y figura del cántaro, figura que atrae para sí toda la luz delcuadro; un cántaro que no puede ser otro que el representado: determinación de lo indeterminado. Contraria-mente, la otra figura, la trascendental, la del aguador, que no puede ser más que la imagen de un hombre de-

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LA VENUS ANTE EL ESPEJO. — VELAZQUEZ.

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terminado, fielmente trasladada a la tela como lo es el cántaro, queda, sin embargo, despersonalizada, diluida, paraidealizar un arquetipo viril: indeterminación de lo determinado.Y así va a continuar en todas sus obras : personalizando lo intrascendente y hundiendo en un segundo plano,el primordial en la mayoría de sus cuadros, lo verdaderamente trascendente, real, pero despersonalizado.Esta tendencia tan netamente remarcada en su pintura, difícilmente podía permitirle que su pensamiento alam-biquease por el terreno de la fantasía. Por ello no ha de extrañar que apenas cultive lo que constituía recursoy tema para los pintores de su época y especialmente de los que le precedieron, los maestros del Renacimiento, asaber: las composiciones religiosas y los temas mitológicos.Tanto es así, que en las contadas ocasiones en que lo hace, no puede desprenderse de su afición por lo viril, porlos tonos que recuerdan al hombre su origen de la madre tierra.En 1628, cuando no contaba aún los treinta años, poco antes de su primer viaje a Italia, se lanza a la ejecu-ción de uno de sus más conocidos lienzos: «Los Borrachos». Ya en él se aprecia en todo su esplendor la magis-tral seguridad del dibujo y la concepción personalísima de su arte viril y realista. Verdad es que, en cuanto atécnica, no lo ha alcanzado todo. Si bien el trazado es magistral, el conjunto adolece de una cierta rigidez y du-reza. Pero éste es quizá el cuadro en donde mejor podemos estudiar el temperamento del artista. Años más tar-de, como ocurre en todo hombre, verá enriquecida su personalidad al influjo de esa corriente de universalidad enque penetramos todos; las aristas secas de ese carácter serán suavizadas por el soplo de lo humano, y en supintura veremos aparecer ese tenue palpitar que es la plasmación aérea de su obra en los últimos años.Con «Los Borrachos», cuadro que causó sensación en la Corte, obtuvo el anhelado permiso del rey, de Feli-pe IV, para trasladarse a Italia, sueño que acariciara el artista desde hacía varios años.Pero detengámonos en el cuadro. Baco, sentado entre un grupo de aldeanos, centraliza el final de una orgíacampestre. Las caras de los diversos componentes exhiben ese suave abandono en que los efluvios alcohólicossumergen el espíritu. Y, sin embargo, pronto aparece el fuerte contraste. En oposición al contrafuerte de virili-dad de la mitad derecha del cuadro, la figura central, la que atrae todas las miradas sobre sí, la que recabacuanto de mitológico pueda haber en la obra, nos presenta un individuo poco diferenciado: una cara blanda, im-precisa, lo opuesto a las de recios y afilados rasgos de los compañeros de bacanal; unos labios gruesos que nohan tenido tiempo ni ocasión de endurecerse ante las contingencias de la lucha; unos brazos redondeados que re-sultan más llamativos en su morbidez cuando detenemos la mirada en los de la figura de la izquierda, un aldea-

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uo sin ropa, sin otro detalle en su figura que la corona de hojas con que se halla tocado, figura que marca elpunto de transición entre lo real y lo imaginario, entre lo mitológico y lo trágicamente mesetario del restode las figuras; un torso fofo, un delantal de grasa, unas caderas que esconden su incipiente femineidad entrelos pliegues de la ropa, completan la silueta del personaje mitológico, central.Parece como si Velázquez, aun en el momento en que deja libre su imaginación y recurre a la, ficción para asuntode su pintura, fuera, en último término, encadenado nuevamente por esa fuerza interior que caracteriza su obra.Poco importa que el pintor suavice sus pinceles en la cuna del Arte. Nada hace que vientos más suaves y climasmás templados y benignos que la sequedad de la meseta actúen sobre su espíritu. El color que va a usar en loscuadros de su segunda época, variará: el tono terroso hará alguna concesión al azul del cielo de Italia, pero lasequedad de su alma seguirá inalterable.La gran obra de su primer viaje a Italia, «El joven Apolo en la fragua de Vulcano», llevará en su intención lamisma meta que vimos en el lienzo de «Los Borrachos». El joven Apolo se presenta en la fragua de Vulcanopara darle cuenta del adulterio de su bella esposa, Venus, con el dios de la guerra, Marte. Asombra esta pin-tura por la extrema maestría del desnudo, y representa un alarde de sus grandes conocimientos anatómicos.Vemos más ligereza, mayor sutileza en el conjunto y un verdadero deleite para los ojos en el juego de las luces :la que penetra por la amplia ventana del fondo, la de las llamas de la fragua y la celestial que irradia el diosApolo. Pero si en la concepción meramente técnica la rigidez ha disminudo, la intención es la misma. La figuracentral, la que lleva en sí lo trascendental del drama mitológico, es representada por una figura tan amorfa en suscaracteres viriles como lo era Baco entre los borrachos. De nuevo Velázquez se complace en el contraste de tipos.En un breve espacio, allí donde acaba la luz celestial, la que irradia el mito, bañados ya en la más real de lafragua, se destacan tipos viriles, recios, musculosos, casi palurdos. En la farsa sólo se salva Vulcano. Estedios, en honor a su recio trabajo, no es estigmatizado por el pincel del artista.Curiosa tema éste el de la fragua. Junto al 3ninque, entre el reverbar de las llamas y el fragor del trabajo rudo,penetra la figura blanda, blanquecina, indolente, portadora del delito de veleidad. No puedo uno por menos derecordar aquella otra escena, ya no mitológica, sino encarnada en hombres que fueron, en que, en iguales cir-cunstancias, la blandura, la falta de reciedumbre, acudían al crisol de la fuerza en ese intento de compensa-ción a que se entrega el alma débil. Y en esa escena, ya más trágica por ser humana, es un desdichado rey,Luis XVI, el que busca la voz consoladora del esfuerzo para acallar el grito de debilidad que continuamentele atormenta.Un tercer cuadro de Velázquez en el que se roza el tema mitológico, y hay que emplear el verbo rozar, y notocar, pues este maestro jamás se entrega a la irrealidad, es el de «Las hilanderas». Aquí ya no queda mar-gen para el contraste, para lo que es viril y no lo es, ya que todas las figuras son femeninas. Por ello, y al nopoder manifestar su tendencia, evita cualquier figura irreal; y así cuantas se mueven en el taller, aun siendode personajes secundarios, se arropan en el estilo de las mujeres de la época. Al no poder identificar lo irrealcon lo no viril, al haber sólo mujeres, evita la imagen mitológica.Y por ese afán de lo real, y también por las circunstancias especiales en que su vida se desenvolvía —no hayque olvidar que es el pintor de la Corte de Felipe IV—, cultiva ante todo el retrato.Pero, aun en esa faceta de su arte, aflora indiscreta la misma tendencia. Resulta sorprendente que en la obra deVelázquez apenas existan retratos femeninos. Cierto es que por esa época, como en las que la precedieron, lasmujeres en cuanto persona pocas veces han sido llevadas a la. tela. Pero en Velázquez la desproporción es lla-mativa. La única obra que nos ha llegado es la de «La señora con un abanico», de la colección Wallace. Quizáesta concesión se deba a que la persona representada carece para el artista de ese sutil resorte que la femineidadencierra: la de ser mujer para un hombre, ya que, con toda seguridad, se trata de su hija. Beruete, en el cuadro«La familia de Martínez Mazo» reconoció a la señora del abanico como la mujer de Mazo, la primera hija deVelázquez.Dentro de los retratos, parecería que podían tener un interés particular aquellos que representan a los bufonesde la Corte. Acondroplásicos en su mayoría, o tortuosos seres afectos de infantilismo, son la triste corte de anor-males con que se deleitó una no menos triste Corte. Y, con todo, pese a su valor como fauna endocrinopática, norepresentan en Velázquez algo que trascienda a su peculiar genio. Son, simplemente, concesiones al momento.Quizá, y esto es importante, valdría la pena de remarcar que, en oposición a la preferencia por el retrato mas-culino —señalada reiteradamente— en esta faceta cultiva igualmente el retrato de mujer. Pero ello es, con todaseguridad, porque ni los unos ni los otros eran exponentes de feminidad o virilidad.

Narciso y Freud

En el «Román de la Rose», la leyenda de Narciso es narrada así: «Narciso era un jovencillo que Amor tenía ensus redes; y tanto le supo atormentar Amor, y tanto le hizo llorar y desesperarse, que hubo de perder su alma.Esto ocurrió por que Eco, una noble muchacha, le amaba más que a cualquier otra cosa ; le dijo que se dejaría mo-rir si no pudiera alcanzar su amor. Pero el otro, que por su gran belleza estaba lleno de desdén y orgullo, noquiso corresponder a su amor, a pesar de los llantos y súplicas de ella. Y cuando la damisela se sintió rechazada,tuvo tanto dolor que murió de pasión de ánimo. Antes de expirar, rogó a Dios que Narciso fuera también algún

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VENUS ACOSTADA. - POUSSIN.

día torturado y abrasado por una pasión semejante, de suerte que también él experimentara el dolor que sufrenlos amantes fieles cuando se ven duramente despreciados; la súplica era justa: los dioses la escucharon; Nar-ciso acudió un día, por casualidad, a una fuente límpida y pura; en el espejo del agua vio su nariz, su pequeñaboca y pensó que había visto la cara de un muchacho de extraordinaria belleza; Amor supo vengarse, entonces,del gran orgullo y del ultraje que Narciso le había inferido, ya que hizo que se enamorara de su propia imagen;cuando comprobó que no podía obtener lo que deseaba, se desesperó y murió, repentinamente, de tristeza».Esta es la historia. En su morbidez, alcanza cierto grado de resonancia poética. Después, y en pleno maqumismo,en el siglo xix, en el siglo del progreso y el vapor, se da cuerpo a una nueva fuerza: la libido; y bajo su férulaqueda encuadrado nuestro personaje.No es mi ánimo, ni éste el lugar, de llevar a cabo una crítica sobre el término libido. Por otra parte, aunque eltono que regía en las palabras anteriores parece encubrir una cierta animosidad contra el concepto freudiano, nohay tal. Después de todo es difícil encontrar en la literatura profesional que a tales temas concierne, y que conposterioridad al profesor de Viena han visto la luz, la cordura, la modestia y el buen propósito que rigen en laobra de este último. Parecerá chocante la calificación de dicha obra que, en general, ha sido tildada de extrava-gante, forzada, fantasiosa y ligeramente denigrante para la especie humana. Pero puede asegurarse —con po-cas probabilidades de errar—- que, en la mayoría de casos, estos calificativos parten de quienes no se han tomadola molestia de leer los textos completos de Freud, y que a partir de la idea general y algunos párrafos sueltos hanentonado su canto vindicativo.No es, pues, el contexto ni el sentido que Freud da a su libido lo que provoca en mí la reacción, sino el aspectode fuerza locomotriz que en todos los escritos de final del pasado siglo y albores del que vivimos se dá a todoimpulso biológico: lo vital adquiere cierto viso de red de ferrocarriles.Havellock-Ellis, y posteriormente Nacke, utilizan el mito de Narciso para bautizar esa tendencia de la mentehumana que lleva a hacer del propio cuerpo el objeto de máxima contemplación amorosa, y a través de cuyaimagen se obtiene el placer.Sin entrar en detalle en la penosa tarea que implica el hacer comentarios sobre esta tendencia humana, que,cuando es exclusiva fuente de placer se etiqueta de perversión, y el considerar los que han vertido sobre talcuestión la infinidad de autores y pensadores que de la misma se han ocupado, sí que hay necesidad de afirmar quecuantas opiniones se han emitido lo han sido bajo el signo de la contradicción. ¡ Cómo no lo han de ser, si en el

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juicio de lo sexual resulta imposible la ecuanimidad, desde el momento en que cualquier conclusión no pasa deser una resultante entre los impulsos personales, las tendencias morales y el deseo —nunca confesado— de loque uno desearían que fuesen para así encontrarse más de acuerdo con el modelo ideal que cada cual se forjade sí mismo! Por todo ello, y sin preocupación alguna, vemos como se pierden en la lejanía del olvido y la indi-ferencia opiniones como la de Ovidio y Calderón de la Barca que lo ven bajo el prisma de lo patético y sentimental,o la de Kratino que lo juzga acerbamente, ridiculizándolo. Lo que sí puede decirse, no obstante, es que el narci-sismo constituye un estado de infantilismo psicosexual y que, a mi juicio, traduce la existencia de una negaciónfrente al compañero sexual, en la mayoría de los casos por miedo al mismo.La Venus ante el espejo, tema del lienzo de Velázquez, inmortaliza un caso evidente de narcisismo especular. Heinsistido líneas atrás sobre la predilección del maestro sevillano por todo cuanto signifique virilidad : sus tipos re-cios, térreos, duros ; la tendencia a privar a la farsa del atributo de la virilidad en el personaje que lleva el pesode aquélla, tal cual ocurre con Baco o Apolo ; su falta de afición por la representación de la mujer en retrato.¿ Cómo podía este pintor, dominado por esa fuerza invisible y permanente que matiza su pincel siempre bajo elmismo signo, enfrentarse con el cuerpo desnudo de una mujer? Pues tan sólo de una forma: retirándole enparte sus atributos de feminidad, j Y qué atributo más femenino que el de la postura de entrega, de expectación,de esa actitud prometedora con que los demás maestros de la pintura han plasmado en sus telas la imagen de lamujer desnuda! Velázquez la vuelve de espaldas a esta realidad tan femenina y la sumerge en una actitud deentrega a sí misma, actitud mucho más viril que femenina. Velázquez, al proyectar el cuerpo y la mente de sumodelo ante el espejo en que se refleja la curva elástica de su silueta, sustrae lo más femenino de la mujer :la invitación al que la contempla.Si la postura y la actitud de la Venus velazqueña bastan ya para aclararnos el interrogante que al iniciar esteensayo se nos había planteado, no lo es menos que otros detalles formalísticos de la composición contribuyen aacentuar nuestra posición.Cuando Velázquez pintaba su Venus, Rubens daba la pauta de la mujer femenina por excelencia : pletórica, car-nosa, expectante. Nuestro maestro de un pincelazo barre el modelo prevalente y nos lanza en una dimensióndesconocida. Cierto que Rubens, en pleno barroquismo de expresión plástica, ha rellenado las paredes de nues-tros museos de una pléyade de figuras exuberantes, de un torrente abrumador de carne rubia, tan poco habi-tual, que no sería justo el enjuiciar la línea de conducta de nuestro pintor a través de la obra de aquél. Mejorserá que posemos nuestra mirada sobre otro contemporáneo de Velázquez, Poussin, y que establezcamos unacomparación entre las Venus que el genio particular de cada uno ha legado para recreo de nuestro espíritu con-templativo.La «Venus acostada», de Poussin, despliega ante nuestros ojos la estampa de una joven reclinada, suavementetendida, en una postura de reposo vigilante. El perfil de su rostro, del rostro de una muchacha que acaba de do-blar el cabo tormentoso de su pubertad, no nos permite afirmar si está durmiendo o sueña tan sólo. La posiciónde la pierna derecha en flexión, el escorzo del brazo del mismo lado que parece impedirnos el acceso a sus pensa-mientos, nos invitan a considerar que esta doncella de facciones voluptuosamente redondeadas hace desfilar porsu mente un ensueño amoroso. A sus pies, y en confirmación de esta sugerencia, un ángel regordete, un amorci-llo, entresaca una flecha de un carcaj en cuya oquedad resuena aún el eco tembloroso de la anterior pasión quedespertó, dudando entre herir a la doncella o dejarla sumisa en su intacta virginidad.Frente a esta imagen en la que la inocencia sueña con dejar de serlo, Velázquez en su Venus perfila la silueta deuna mujer cuya carne elástica, tensa, guarda junto a la pureza de la línea la frialdad de una doncellez apretadasobre sí misma. Frente a la carnosidad cálida, generosa, infantil, de la Venus de Poussin, la estilización co-rrecta, eurítmica, tensa, de la Venus velazqueña nos hace olvidar que estamos frente a una mujer, para mi gustola más bellamente interpretada por pintor alguno.Y así, ese desnudo, en principio insólito en la pintura española del siglo xvn, deja de serlo al desentrañarnos suesencial interrogante: La Venus de Velázquez no es una mujer, es tan sólo, simplemente, un intento de mujerante el espejo.

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