dias nieve

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í n d i c e

El parpadeo de los lobos

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El borde de los fantasmas

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Cajita de lluvias

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Cuentos con chimenea

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Cartas desde el mundo

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Ecos de un río

Otra memoria, que no pertenece a nadie, espera el paso de las sombras sobre el agua en la quietud del le-cho de todos los ríos. El fulgor mordiendo los bor-des de las hojas cuando la luz penetra en la espesu-ra cegando el cuerpo de los insectos. Respirar en un aleteo y morir despierto sobre la piel tendida en una roca.

Las algas del río se alejan, quietas...

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Óxido lunar

Estabas muy cerca de alguien, o era tu sombra que se plegaba en figura a la corteza pedregosa de un paisaje milenario, y tu piel reflejaba sin parapadeos polvo de estrellas y misteriosas arenas fugadas en el viento de la cara oculta. El orín permanece entre las rocas aún hoy día, cuando la tierra de este pla-neta ha dejado de ser tu orilla y tus gestos fugaces ya no reflejan luz alguna. La basura espacial de-vora la palidez de los desiertos, absorbiendo todo atisbo de cielo, y más allá de esa oscura bóveda, nebulosas lejanas siguen recorriendo tu espalda.

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El deshielo del silencio

De cada voz, el silencio del mundo no espera ningu-na altura. Paciente aguarda en el rugido mudo de las grutas , en los animales que reptan sin ojos en profun-das gargantas, sobre las nubes, en la trayectoria sorda de las aves y bajo ellas, en los cauces sibilantes de los ríos. La corriente pasa tan cerca de los pies y con tan-ta fuerza que es posible sentir cómo erosiona la roca. El cuerpo se extiende en aullidos, una superficie que crece sin final en los ecos de cada pisada. Como una gi-gantesca bestia de cuatro patas, la voz helada, avanza.

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No hay recuerdo de cómo llegaron allí, de cómo sobrevivieron sin maceta, sin sujetarse a las alturas planas de la terraza. Hoy resisten en su empeño, como un enjambre que crece sin medi-da ni espacio posibles: la costumbre de regar un color cada tarde y vivir en los huecos que toda jungla deja para que pase la luz.

Respiración sin macetas

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A veces llegan desde enormes distancias asustando a los pájaros que esperan en los cables de alta tensión, sólo para mirar cosas sin importancia: pequeños gestos, silencios e incluso sombras de ani-males. En su éxtasis algunos mueren evaporados por el sol sin de-jar rastro. Otros se marchan mas silenciosos aún de lo que llegaron.

Observadores de nadas

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Son esos días en los que el silencio sucede como si alguien desconocido a quien se espera desde hace mucho tiem-po irrumpiese por sorpresa en casa con sus propias lla-ves. Tras la falsa alarma, la lluvia continúa golpeando sua-vemente los cristales y de regreso al baño, las pequeñas humedades que creías haber limpiado la semana pasada parecen haber conquistado, perezosas, otra diminuta porción del techo.

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Hoy el cielo está diferente y la piel respira con la sensación imprecisa de algo enorme que acaba-ra de pasar. El amarillo de los campos permane-ce o, más bien, insiste en su color. También los insectos, todos, están ahí. No hay duda. Todo está en su sitio. No hay ninguna razón para re-gresar.

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UNA CANCIÓN EN LA NOCHE

El grito producía algo aún más extraño que el miedo, esa es la conclusión a la que, sin haberlo escuchado todavía personalmente, las descripciones de los vecinos me conducían. La sensación era unánime y demasiado singular como para tratarse de un fraude. Un contorno de mujer, una diminuta boca abierta monstruosamente recortada contra la luz mortecina que escapaba a la noche de una ventana de posición cambiante situada en el ala oeste de la vieja mansión. Un lamento inhumano apenas audible que penetraba en el cerebro como el viento, cortando nervios desconocidos y coagulándose en una única emoción indescriptible más aterradora que el miedo, y que no daba como resultado grito alguno de espanto humano sino una solitaria lágrima de horror concentrado que rezumaba del ojo, atrapado en aquella figura. La lágrima era extraída lenta y cuidadosamente por el timbre del lamento del fantasma para finalmente ser arrancada con voracidad por la garra de un repentino y absoluto silencio. Cuando el encuentro acababa ge-neralmente la figura desaparecía de pronto y la luz de la ventana se apagaba muy lentamente hasta desparecer como si nunca hubiera existido. La victi-ma extenuada describía entonces su estado con la sensación de la pérdida enorme de algo íntimo que ya no se encontraba ahí.

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Esa misma noche esperé junto a la mansión. Mientras el sol se hundía en su abismo las sombras de la luna comenzaron a devorar el musgo y la hiedra que cubría la antigua piedra. Horas después apareció la ventana en la espesa som-bra de la fachada, sin embargo la silueta surgió más alejada de lo que esperaba, y su canto llegó pronto, pero desde un infinito inesperadamente tímido. Algo penetró en mi cráneo como un hilo infinitesimal y , haciéndose aún más del-gado, invadió regiones ignotas de la vida que me sostenía, buscando alimento, ávido, hambriento, bestial. Cuando aquello sintió que no se encontraba solo en las simas que creía vírgenes, luchó como un animal acorralado y comprobando que ni con toda su fuerza y desesperación sería capaz de hacer brotar ninguna lágrima de mis ojos, agotado por la lucha, se retiró vencido. La noche pareció volverse de un negro incandescente y de la tierra emanó un aliento gélido que anticipaba la lluvia. La luz fantasmal palpitó. Entonces, con un pequeño gesto, la dama de la ventana, exhausta, me invito a subir a su habitación.

214

El Smailes aparece en el lecho y se arrastra sobre el durmiente sujetándolo con firmeza mientras se ríe en su cara durante toda la noche con una risa horri-blemente vacía. Se sabe que de este modo el Smai-les trata de despertar la risa humana para alimen-tarse de ella pero paradójicamente solo consigue de sus víctimas compasión y la mayor de las tristezas.

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Antes de dormir conviene comprobar que una almohada es exactamente eso y no otra cosa. Hay fantasmas tentaculares que a través de sus ventosas dejan a sus victimas vacías de sueños y

sin descanso alguno.

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El resto de una sombra

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