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DÍAS DE HÉROES Por: Carlos Macías Vences Novela juvenil basada en acontecimientos reales.

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DÍAS DE HÉROESPor: Carlos Macías Vences

Novela juvenil basada en acontecimientos reales.

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Días de Héroes Carlos Macías Vences

CAPITULO I

UN LUGAR DIFERENTE

Hasta este entonces había sido durante el verano cuando sucedían los acontecimientos más importantes de mi vida. Eran vacaciones del colegio, tiempo para vivir nuevas experiencias y conocer lugares diferentes. Fue un verano cuando mi papá decidió que ya era tiempo y aprendí a andar en bicicleta. Un maestro decía que es bueno porque te da equilibrio y esa es una gran virtud en la vida. También era en verano cuando comenzaban las lluvias, el campo se ponía verde y al anochecer aparecían las luciérnagas. Solía reunirme con mis amigos de la colonia con quienes salíamos a explorar. Podíamos desaparecer por horas descubriendo lugares alejados que lentamente comenzaban a poblarse. Había trazos de calles que aún debían esperar décadas para llenarse de casas. Eran pistas perfectas para nuestras “avalanchas” y patines, que tenían cuatro ruedas de metal y se amarraban a los tenis.

En 1979 salí de la primaria y mis padres decidieron mandarme un año a Estados Unidos a estudiar. Ese fue el último verano igual a tantos otros dedicados simplemente a jugar como niño.

Al regresar ingresé a la escuela secundaría. Aquel fue un año difícil. Había que adaptarse a un entrono nuevo. Por alguna razón los niños de secundaría no eran tan fáciles como lo habían sido en la primaria. En la escuela a que acudía privaba un ambiente sumamente competitivo. Pero al terminar el primer año ya mi nuevo grupo de amigos se había conformado.

Enrique fue al primero que conocí. Compartíamos un gusto por los automóviles, las motocicletas y demás artefactos motorizados.

-¿Eres nuevo? – me preguntó.

Era el primer día de clases y yo buscaba mi nombre en la lista que estaba pegada al respaldo de una silla. Se encontraba junto con muchas otras que indicaban dónde se debía formar cada grupo en aquel patio enorme dotado de tres canchas de Basket ball y lleno de niños y jóvenes que se saludaban efusivamente.

- Si – le respondí. - ¿Y tú? - También – respondió.-¿De qué escuela vienes?- - Estuve un año fuera, en Estados Unidos y acabo de llegar.- De la que yo vengo no tenía secundaria, sólo llegaba hasta la primaria – comenzó a platicarme.- ¿Cómo te llamas?- Enrique, ¿y tu? - Carlos.

De repente dejamos de ser extraños y de estar solos en ese mundo donde todos se conocían menos nosotros. Y desde ese instante surgió una amistad que ha durado toda la vida.

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El segundo integrante del grupo apareció en forma más peculiar. La maestra de Biología me había sentado en la única mesa del salón en la que estaba solo ya que según ella, “no me paraba la boca”. Ya iniciadas las cases, un día apareció José. No había lugar para que se pudiera sentar. Por lo que no quedó más remedio que sentarse a mi lado. La combinación fue catastrófica, por lo menos para la maestra. José y yo nos volvimos grandes amigos que compartimos muchos regaños en la dirección del colegio.

Juan se incorporó más tarde, él no era como muchos otros compañeros que teníamos, era más bien sencillo y buena persona. Fue fácil incluirlo en nuestras actividades, él también era nuevo en la escuela, por lo que no pertenecía a un grupo ya formado. Compartía con nosotros nuestro espíritu aventurero, contaba con bastante libertad en casa y aunque era el menos rebelde de nosotros estaba bastante dispuesto a involucrarse en actividades que muchas veces terminaban en llamadas de atención de nuestros padres o de autoridades de la escuela.

Cuando llegó el verano ya habíamos adquirido libertad para nuevas actividades y aunque seguíamos siendo niños en esencia, los juegos se habían transformado. El deseo de explorar persistía, pero ahora nos enfocábamos al mundo urbano. Mirábamos a las niñas, preferíamos descubrir lugares en donde también ellas acudieran. Comenzábamos a visitar los primeros centros comerciales que surgieron en la ciudad de México en aquel entonces. Nuestras mamás nos dejaban ahí y nos recogían horas más tarde. Podíamos deambular en ellos por horas sin aburrirnos.

El verano de 1982 no sería la excepción. Para mí y mis amigos que habíamos terminado el segundo año de secundaria significó vivir aventuras extraordinarias. Sólo que esta vez algunas de estas modificaron para siempre nuestras vidas.

No sé si en la vida de todo el mundo, pero en la mía han habido años especiales, llenos de sucesos significativos. Años en los que ocurren cosas que nos marcan, que definen aspectos importantes en nuestra existencia. Así fue para mí aquel verano. Esas vacaciones estuvieron plagadas de sucesos novedosos y emocionantes que me fueron mostrando otro mundo distinto al que conocía.

Había concluido el segundo año de secundaria, y estaba por presentar un examen extraordinario gracias a que “La Chencha”, como apodábamos a la maestra de Historia de México, me reprobó por una décima; lo que obviamente me costó un enérgico regaño de mis padres y limitaciones a mis planes de verano. Mi grupo de amigos se había consolidado y ahora comenzábamos a tener más libertad para reunirnos y hacer actividades por nuestra cuenta. También iniciaba mi primer noviazgo con aquella chica que había sido, desde un año atrás, mi amor platónico. Fue en aquellas vacaciones, precisamente, cuando me atreví a llamarle por teléfono. Pensé y pensé en una excusa para marcarle, no encontré ninguna, y simplemente digite su número sin tener un plan preciso, ella contestó.

-Hola- le dije.- Hola - me respondió y se hizo un silencio.-¿Qué haces? - insistí torpemente. - Nada- me respondió, seguramente le extrañaba que yo le marcara, si ni siquiera le hablaba en el colegio.- Oye es que había estado pensando… pues ¿si querías ser mi novia?- le dije sin más preámbulo, arrepentido de lo que se había escapado de mis labios quede congelado esperando la respuesta.

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- Si – dijo al instante. - ¿Si? – volví a preguntar.- Si- volvió a responder rápido y conciso. Nuevamente quede mudo, si no había planeado la pregunta menos había contemplado la posibilidad de esta respuesta. -¿Quieres que te pase a ver en la tarde? - por fin atine a preguntar.- Si, claro, te espero en mi casa – respondió entusiasta.

Esa tarde le llevé un ramo de rosas que oculté de mi familia. No quería preguntas ni comentarios, este era un asunto privado. Y menos aún con lo del extraordinario. No me convenía que supieran que tenía asuntos importantes en mi vida. Corría el riesgo de que intentaran limitarme aún más. Mucho menos quería escuchar sus exclamaciones de sorpresa sobre si ya tenía novia.

Así fue que comenzó mi primer noviazgo que aunado a Jugar futbol, andar en bici, reunirme con mis amigos, hablar horas por teléfono, ver televisión y escuchar mis discos favoritos, eran mis actividades predilectas. Este era yo, Carlos, un adolescente bastante común, justo después de haber cumplido 15 años.

Lo que concierne a este relato comienza una noche al salir del cine. Habíamos visto la película: “Reto al Destino” donde la amistad y el amor triunfan sobre el egoísmo y se exalta el sentido del deber. Los uniformes, el honor y las instituciones al servicio de causas superiores se habían plasmado en nuestras mentes. Al salir del Cine, mi grupo de amigos y yo, caminábamos sin rumbo fijo por las calles de la colonia Polanco, en la Ciudad de México. Aunque había oscurecido todavía era temprano para volver a casa, de modo que vagábamos por la ciudad mientras platicábamos.

-Entonces ¿te le declaraste a Claudia?- preguntó Juan con curiosidad. - Yo sabía que te iba a decir que si, ¿te acuerdas cuando te dio a probar de su helado? Esa es una prueba infalible, no compartes tu saliva con cualquiera – afirmó Enrique.- Era obvio lo que iba a pasar, ella siempre aparecía donde tú estabas – volvió a intervenir Juan. - Pues todos se dieron cuenta menos yo, no tenía idea lo que me iba a contestar. Podría haber jurado que decía que no – replique.-¿Y ya le diste un beso en la boca?- preguntó José. Absortos en la conversación avanzamos sin poner atención en el camino. De pronto, al dar vuelta en una esquina, descubrimos frente a nosotros algo que captó inmediatamente nuestro interés. Movidos por la curiosidad nos acercamos a una rampa por la cual descendimos hasta llegar a un patio donde estaban estacionadas más de veinte ambulancias y otros vehículos de rescate: un bote con motor fuera de borda y varias camionetas doble tracción con llantas altas para todo terreno. En los costados tenían inscritos emblemas de agrupamientos de salvamento: uno para rescate de alta montaña, otro para buceo y otro más de paracaidismo. Estábamos en el patio de ambulancias del edificio de la Cruz Roja Mexicana.

No pudimos contener el deseo de acercarnos. Nos asomamos al interior de los vehículos, mientras Enrique comentó una idea que hizo volar nuestra imaginación: “Supongan lo emocionante que ha de ser ir en una ambulancia a toda velocidad, que todos te abran el paso, enfrentar mil peligros, salvar la vida de alguien, ¡ya vieron! hay paracaidismo y buceo”.

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Como nadie nos lo impedía continuamos indagando al interior de los vehículos tratando de identificar sus características. De pronto se nos acercó un hombre como de treinta años, portaba un uniforme color caqui con emblemas de la Cruz Roja en ambos hombros, y una insignia con alas colocada en el pecho izquierdo. En la insignia se podía leer: “transportes”. Con voz amable nos saludó y nos interrogó sobre los motivos de nuestra visita.

- Sólo pasábamos por aquí… al ver las ambulancias nos acercamos... ¿Usted trabaja aquí? - le preguntó Juan que era el más sociable.

Respondió “sí” y amablemente comenzó una explicación sobre los usos de cada vehículo y de su equipo. Al vernos interesados el hombre continuó con más descripciones sobre los agrupamientos de rescate. Esta información hizo volar aún más nuestra imaginación.

De repente, sonó un ruidoso timbre que puso todo en movimiento. Primero un grupo de personas uniformadas, que intuimos eran paramédicos, se apresuraron a ponerse de pie, tomar unos maletines que estaban a sus costados y colocarse los cascos en la cabeza. Al mismo tiempo se escuchó la puesta en marcha del motor de una de las ambulancias. Esta fue encendiendo una por una las luces rojas y blancas que tenía en el techo. Luego subió despacio por la rampa para detenerse frente al cuarto de radiocomunicación y permitir que el grupo de paramédicos que se alistaba la abordara apresuradamente cargando los maletines de plástico azules y rojos que supusimos eran botiquines y equipo de rescate.

Al estar todos a bordo de la unidad, el conductor desde el interior tomó el micrófono del tablero, dijo algo, lo regresó a su lugar al tiempo que otro hombre desde el cuarto de radiocomunicación le dio instrucciones, y entonces, arrancaron a toda velocidad. Al alejarse unos 100 metros se encendió la sirena que junto con las luces de emergencia se fueron perdiendo en la distancia.

Nuestras mentes volaron. Tal vez influenciadas por lo que habíamos visto tantas veces en el cine y la televisión o simplemente porque intuíamos lo que esta escena representaba: la emoción de ir a bordo de una ambulancia y descubrir acontecimientos que ocurrían en la gran ciudad; de los cuáles probablemente nunca nos percatábamos, ser protagonista de hechos importantes, teniendo que enfrentar peligros reales para ayudar a otros.

¿Cómo sería acudir a un llamado de emergencia y presenciar situaciones de vida o muerte? Suponíamos que se debía tener la sangre fría y ser valiente para hacerlo.

A los 15 años no podíamos sentirnos más atraídos por la aventura y el deseo de descubrir aspectos nuevos y, tal vez, únicos del mundo que nos rodeaba. Así, el observar este simple acontecimiento, como si hubiera tenido una especie de magia, despertó en nosotros una nueva, pero fuerte, inquietud: integrarnos a la Cruz Roja.

-¿Y cuánto ganan los que trabajan aquí? – preguntó Juan.

- Nada - nos respondió Hugo nuestro guía.

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-La mayoría de los que participan aquí son voluntarios. La Cruz Roja funciona con personas que en forma gratuita prestan sus servicios a la sociedad sólo por el gusto de hacerlo. Así es como se integran los cuerpos de socorro de todas las especialidades.

Hugo, al vernos tan interesados prolongó su explicación y nos dio un tour por todo el edificio. Vimos el área de hospitalización, la sala de urgencias y las instalaciones de los agrupamientos de rescate. Que fueron los que llamaron más nuestra atención. En ese momento contemplamos la posibilidad de, en un futuro, pertenecer a alguno de estos grupos y efectuar audaces rescates salvando la vida de personas en peligro.

Cada uno teníamos nuestras propias motivaciones. Juan sentía vocación por la medicina; Pablo, Enrique y José estaban más motivados por vivir experiencias nuevas que pudieran resultar emocionantes. A mí me atraían varios deseos: no sé si era mera curiosidad, la idea de ser héroe como tantas veces de niño lo había soñado o la oportunidad de ayudar a la gente que lo necesitaba. Lo que era indiscutible es que éramos cinco amigos inseparables dispuestos a desafiar cualquier reto que implicara emoción y riesgo. Ahora sólo nos restaba saber cómo y cuándo podíamos integrarnos a estos cuerpos de socorro. Hugo comentó que era requisito indispensable contar con 18 años cumplidos para ser socorrista, condición que ninguno reuníamos.

-Ni modo, habrá que esperar – dijo Juan poniendo en palabras lo que todos habíamos pensado.

En ese instante se desvanecieron las ilusiones que comenzábamos a fabricarnos.

El edificio de la CruzRoja resultaba inmenso y tuvimos la oportunidad de constatar que no era sólo un hospital, sino que a su interior además de las aéreas llenas de médicos y enfermeras se encontraban oficinas destinadas a administrar tareas muy diversas, desde el área de rescate de Alta Montaña llena de cuerdas, ganchos, canastillas, radios, mosquetones, etc. que colgaban desde el techo hasta el piso a lo largo de todas las paredes, haciendo parecer el espacio reducido por la gran cantidad de equipo que albergaba. Esta disposición le daba, más bien, el aspecto de una cueva, a la que se ingresaba por una pequeña puerta que permitía descubrir en su interior todo el equipo de rescate. Y de entre todo este mundo de cosas aparecían en su interior sujetos de apariencia intrépida calzando botas y calcetas altas. Hasta la oficina de Damas voluntarias donde todo era sobriedad y elegancia. Cuadros y placas en las paredes, reconocimientos a benefactores y muebles muy serios denotaban el carácter formal de estas oficinas.

Cuando habíamos recorrido prácticamente todo, faltaba aún un lugar por visitar: el anfiteatro donde se depositaban los cadáveres. Ninguno de nosotros habíamos visto uno. Hugo, nos pregunto si estábamos dispuestos a seguir, nosotros armados de valor, mirándonos los unos a los otros con gran inseguridad que pretendíamos ocultar, respondimos afirmativamente.

Hugo nos indicó el camino y bajamos al sótano, era una escalera larga que se hacía cada vez más obscura hasta que finalmente desembocaba en lo que parecía un cuarto de máquinas. Seguimos caminando hasta llegar al fondo de ese enorme espacio. Al final estaba el depósito de cadáveres. A la entrada del depósito había un ataúd negro que predisponía a algo tenebroso. Entre risas nerviosas, bromas de mal gusto y mucho temor, entramos.

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Había que atravesar un pasillo que desembocaba a una sala, a lo largo del pasillo, a mano izquierda, se encontraban unas puertas de acero inoxidable, cuatro, dos arriba y dos abajo, como si fuera un gran refrigerador. Al interior de la sala; en el centro de esta, encontramos una plancha también de acero inoxidable, sobre la que reposaba un cuerpo totalmente desnudo de un hombre sin vida.

Era joven y delgado, musculoso, a pesar de ser moreno claro, tenía la piel de un color verdoso amarillento, la cabeza estaba rapada y mostraba dos largas suturas diagonales en el cráneo; parecía ser que antes de morir había sido operado de la cabeza, también le faltaba una pierna, por lo que se podía identificar a la altura del muslo, el hueso expuesto rodeado por capas de músculo, grasa y finalmente la piel. Tenía los ojos abiertos que aún expresaban dolor y angustia, tal vez miedo. El gesto del resto de la cara mostraba lo mismo en una expresión que había quedado congelada como si se tratara de una foto que así habría de permanecer. El aspecto en general era de un hombre rudo, no sé porque pero, pensé que tal vez podía haber sido un delincuente.

Al ver ese cuerpo inerte me pregunté sobre lo que podía haber sido que le daba vida, “fuera lo que fuera, ya no se encontraba ahí”.

Juan lo observaba con gran curiosidad e incluso lo tocó como si se tratara de cualquier objeto. Los demás, venciendo la repulsión provocada por el olor, prácticamente insoportable, a sangre, alcohol y formol y el miedo de estar por primera vez frente a un muerto, lo miramos más de lejos. Luego nos acercamos lo necesario sólo para demostrar nuestro valor y evitar burlas posteriores. Todos estábamos impresionados aunque tratábamos de que no se notara. Teníamos ganas de salir corriendo de ese sótano tenebroso que además alojaba máquinas que producían ruidos inesperados que nos provocaban sobresaltos.

Así fue como ese verano, por primera vez en nuestras vidas, vimos a una persona muerta. Y fue este acontecimiento el primero de muchos otros que viviríamos en este lugar y nos impactarían profundamente.

Al salir supimos que habíamos pasado la prueba de fuego. Una especie de novatada que nos había hecho nuestro guía antes de llevarnos a una oficina que en la puerta tenía pegado un emblema con una Cruz Roja que decía en la parte inferior “Juventud”. Al entrar, Hugo le dijo a una joven que estaba tras un escritorio que estábamos interesados en ingresar a la institución. La señorita nos explicó que “Juventud” era una parte de la Cruz Roja para que jóvenes menores de 18 años pudieran participar en ayudar a otros. Nos informó también sobre los diferentes programas que había: Primeros Auxilios, Obras Sociales, Campamentos y otras actividades que sonaban muy constructivas e interesantes, parecía algo similar a los Boy Scouts, pero nuestro interés era uno y no pudimos dejar de preguntar si en algún momento podríamos salir en ambulancias.

-Si, existe un programa en el que después de tomar un curso especial pueden cubrir servicios de emergencia- nos dijo la señorita.

Esta posibilidad nos entusiasmo a todos que rápidamente dimos nuestros nombres y fuimos inscritos para iniciar el primer curso básico de primeros auxilios el sábado siguiente.

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Ese primer sábado nos presentamos los cinco a la hora indicada. Teníamos muchas expectativas sobre cómo podría resultar esta nueva actividad. Al llegar nos fuimos directo al patio central que funcionaba también como helipuerto, ahí nos concentramos todos como nos lo habían indicado. Cuando llegó la hora nos dijeron que pasáramos al interior de un aula igual a la que hubiera sido la de cualquier escuela.

Éramos unos 30 adolescentes de edades entre 12 y 17 años, habíamos mujeres y hombres casi en igual proporción. Todos cruzábamos miradas a través del salón observando y sacando conjeturas de los demás compañeros, nosotros éramos un punto de atracción de muchas de estas, no era frecuente que jóvenes cómo nosotros estuviéramos ahí. Proveníamos de una clase social poco interesada en actividades e instituciones de esta naturaleza. Poco interesada en mezclarse con otros grupos o en salir de sus propios círculos que a veces podían ser bastante cerrados. Los sábados por la mañana era más un día para acudir a las clases de tenis en el club o ir de fin de semana a la casa fuera de la ciudad. La verdad es que proveníamos de una clase social poco interesada en cosas como el voluntariado, tal vez, porque somos parte de una cultura acostumbrada a coexistir con los problemas sociales como parte de nuestra realidad y ya ni siquiera los vemos. O tal vez, solo porque existía demasiada distancia entre los problemas que aquejan a la población en general y nuestras actividades cotidianas. Hoy sé que México es un país con índices bajísimos de participación en trabajo voluntario y/o donaciones a organizaciones no gubernamentales.

Pero esto estaba a punto de cambiar para nosotros aunque en ese momento nos encontrábamos ahí motivados por un deseo de aventuras más que por cualquier otra cosa.

En un principio tuvimos que tolerar apodos como; burguesitos o güeritos y otros que no fue fácil asimilar. Sin embargo, con el tiempo, lejos de ser rechazados, fuimos bien aceptados en el grupo.

Todos guardamos silencio de inmediato y el murmullo en el salón cesó cuando un hombre alto y delgado vistiendo un uniforme de paramédico consistente en un pantalón azul marino y camisa blanca con emblemas de la Cruz Roja a los costados entró en el salón. Comenzó diciendo: “Hoy me toca a mi darles la bienvenida a esta institución, como alguna vez hace muchos años, cuando yo estaba como ustedes sentado en uno de esos pupitres, sin saber a ciencia cierta qué era la Cruz-Roja o porqué estaba yo aquí. Alguien, igual que yo ahora, se acercó al grupo, y nos dijo algunas cosas que nunca olvidaré y que hoy me toca repetírselas a ustedes.

Lo primero que deben saber es que este edificio, este símbolo, y todo lo que implica esta institución a la que ustedes se están integrando el día de hoy, es mucho más que ir a recoger heridos en una ambulancia, mucho más que brindar atención médica gratuita a quien lo necesita y mucho más que repartir víveres y cobijas en casos de desastre. Esta institución, es el sueño hecho realidad de un hombre que deseó y luchó porque nos tratáramos como si fuéramos todos hermanos, de hecho, este es el lema de la Cruz Roja, apréndanselo desde ahora. Henrry Dunant, nuestro fundador, quería que nos preocupáramos los unos por los otros y por que se pusiera remedio al sufrimiento humano. Esta es nuestra misión: que todo el mundo tenga derecho a recibir ayudado sin importar su raza, su nacionalidad, sus creencias o convicciones. Fue durante una guerra en Europa, concretamente, en la batalla de Solferino entre el ejército Austriaco y el de Napoleón III en 1859 que al ver a un gran número de heridos que no recibían atención decidió organizar a la gente para ayudar, de aquí es que se crea una organización que prestaría ayuda a las víctimas de una conflagración con la intención de

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aliviar su sufrimiento sin importar al bando al que pertenecieran, su nacionalidad o sus filiaciones, y así nace el movimiento de la Cruz-Roja.

La acción de Henry Dunant al organizar la atención de los heridos en esta batalla inspiró los principios que hoy rigen a la institución en todo el mundo: Humanidad, Imparcialidad, Neutralidad, Independencia, Carácter Voluntario, Unidad y Universalidad. Y todos los que estamos aquí ahora servimos a estas causas, son estos nuestros valores y nuestras convicciones. Con nuestro trabajo de cada día se construye este sueño que ha hecho al mundo más humano en los últimos 120 años. Somos voluntarios, estamos aquí por estas convicciones y sólo por eso, debemos sentir estos principios como propios, hacerlos nuestros y buscar siempre que se lleven a cabo.

De los que están aquí hoy pocos se quedaran hasta el final y abordaran algún día una ambulancia. Los que lo hagan vivirán a bordo de ella aventuras como ni siquiera se han imaginado, tan intensas que tal vez cambien para siempre su forma de ver la vida. Se necesita de un carácter especial para lograrlo: se necesita dedicación y constancia, pero principalmente, se necesita compartir el sueño de un mundo en el que los hombres se ayuden unos a otros para aliviar el sufrimiento. Insisto, no es fácil hacerlo ni estar ahí, pero lo que si es seguro es que vale la pena lograrlo.”

Aquel hombre nos había conmovido a todos con su forma de hablar y aún ahora a muchos años de haberlo escuchado recuerdo bien sus palabras sobre Henry Dunant y la misión de la Cruz Roja. Después de un discurso así nadie dudó en luchar por llegar a ser parte de ese mundo mágico que nos había descrito. Ese día todos quedamos motivados y decididos a formar parte de esta maravillosa institución. Mejor que perseguir aventuras lo sería abrazar valores de humanidad, buena falta nos hacían. La realidad fue que solo diez de los 30 que ahí estuvimos para escucharlo abordamos alguna vez una ambulancia.

El sábado siguiente a primera hora estábamos los cinco en la Cruz Roja listos para continuar nuestro primer curso de primeros auxilios, mismo que sólo concluimos Juan y yo. El papá de Enrique le ofreció pintar su casa a cambio de comprarle una motocicleta aquel verano. Y a cada sábado que intentó ir le inventó una actividad más redituable. La Cruz Roja parecía representarle una gran amenaza. De José simplemente podemos decir que no era su tipo de actividad. Con Pablo, sus padres, fueron aún más directos, puramente se lo prohibieron. Su papá era abogado y no estaba dispuesto a que su hijo perdiera su tiempo en actividades distintas a su interés. Juan, en cambio, gozaba de mayor libertad, era el último de cinco hermanos y sus padres parecían tener más interés en sus propias vidas que en sobre controlar la de su hijo. Pienso que, el resto, en poco tiempo olvidó lo que habíamos sentido aquel primer día que estuvimos ahí, lo que Hugo nos había transmitido y lo que aquel paramédico nos había hecho sentir el día que ingresamos.

En este primer curso aprendimos a portar el uniforme al que con el paso del tiempo le fuimos tomando cariño. Valoramos su significado y lo importante que era aquel símbolo que llevábamos bordado en el hombro izquierdo. En esos primeros meses además de tomar clases sobre nudos y amarres, vendajes, primeros auxilios, prevención y combate de incendios, resucitación cardiopulmonar, improvisación de camillas y traslado de lesionados, tuvimos la oportunidad de familiarizamos con las actividades en el hospital que nos dejaron enseñanzas importantes. El comité de juventud, al que nosotros pertenecíamos, tenía entre sus funciones ayudar en las distintas tareas que se llevaban a cabo en el Hospital. Participar en esas tareas nos hizo darnos cuenta que había mucha gente necesitada de muchas cosas. En segundo lugar que nuestro esfuerzo siempre era bien

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valorado.

Gracias a nuestra edad contábamos con gran capacidad de asombro, y muy pronto lo que ahí vivimos empezó a influir en nuestra forma de pensar. Esto generó una especie de adicción que nos hizo pasar muchos fines de semana dedicados a la Cruz Roja ya que siempre había algo qué hacer y sobre todo mucho que aprender.

Un día nos ofrecimos para ayudar a pasar la visita de los hospitalizados. Descubrí lo importante que pueden ser unos instantes de compañía para las personas. Había enfermos que no recibían visita de nadie y tenían que resignarse a sufrir en silencio, sin el consuelo de alguien que se preocupara por ellos. ¿Había realmente personas que no tenían a nadie en el mundo? Esto era algo difícil de asimilar para mí. Había también niños abandonados por sus padres tras haber sufrido un accidente. Muchos esperaban con ansiedad que el próximo día de visita alguien viniera, pero; en la mayoría de los casos nada pasó. Personas que iniciaban el día llenas de esperanzas y que lo terminaban, en algunos casos, llenas de decepción. Muchas veces nos preguntaron: "¿No han venido a buscarme?", y nosotros con la difícil tarea de decir: "no" y derrumbar sus esperanzas. Casi no podía creer que esas cosas pasaran en la realidad, y aunque tal vez todos sabemos que ocurren, esperamos que sea en alguna parte lejana y no ante nuestros propios ojos.

Todo lo que pudimos hacer ese día fue dedicar un poco de tiempo a aquellos que en esa ocasión no habían recibido visita. Eso significó mucho para ellos.

Para los que si habían sido visitados, cuando el tiempo terminó, en cada cuarto constituyó una tragedia que salieran los familiares mientras nosotros supervisamos que todos abandonaran las salas a tiempo.

Ese día vimos que había niñas, niños, mujeres y hombres con circunstancias especiales para cada uno, lo que no cambiaba era la alegría que les daba que cualquiera de nosotros dedicáramos aunque fuera sólo un minuto a platicar con ellos. También me asombró ver mucha gente que brindaba su tiempo y esfuerzo a estas personas sólo por el gusto de hacerlo. Damas Voluntarias, religiosos, enfermeras, que iban de cama en cama escuchando y acompañando a cada uno de los hospitalizados. Había un grupo muy entusiasta que se reunía los sábados especialmente para animar a los hospitalizados. Estos "voluntarios" eran personas que pudiendo estar en muchos otros lados, haciendo cualquier otra cosa, preferían dedicar su tiempo a los necesitados. Comprendí que ellos, como yo ese día, sabían la necesidad tan grande que puede ser el contacto, la compañía, el ser escuchado y comprendido en su historia, en lo que les está ocurriendo, la necesidad de ese otro que sabe que existes y te hace sentir persona de nuevo.

De aquel día que “pasamos la visita” se quedó en nosotros la costumbre de ir a hospitalización y caminar por los pasillos buscando a alguien a quien le hiciera falta compañía. Platicamos con cientos de personas que nos fueron mostrando realidades que desconocíamos. Oímos muchas historias sobre injusticia, pobreza, sufrimiento y dolor, que nunca nos hubiéramos imaginado. Parecía ser que en este país la justicia nunca hacia su trabajo. Descubrimos que nuestras vidas habían transcurrido en un mundo aislado que no se ocupaba de escuchar estos relatos que eran importantes para comprender. ¿Cómo íbamos a querer cambiar el mundo si no nos dejaban conocerlo? Los adultos a nuestro alrededor no propiciaban que nos enteráramos de mucho de lo que ocurría en el mundo. Ahora mirábamos de frente a una realidad que en nuestras casas habíamos aprendido a temer y evitar a toda costa.

El común denominador de muchas de estas historias era el abuso que solía quedar impune en casi

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todos los casos.

¿Por qué no salía en todos los periódicos que vivíamos en una sociedad con pocas posibilidades de justicia para la mayoría pobre? Era una pregunta que comenzaba a asaltarme.

Aprendimos a animar a la gente y éramos buenos para conseguir una sonrisa y a veces, hasta una carcajada que alegrara la sala de recuperación.

La búsqueda de aventuras se estaba convirtiendo ahora en un despertar de nuestra conciencia, en un abrir los ojos a una realidad que a veces dolía ver; y por consiguiente en una verdadera vocación por ayudar a los necesitados.

Tan pronto como terminamos el curso inicial, nos fue posible inscribimos al curso de AEPA (Actividades Especiales de Primeros Auxilios) que dentro de "Juventud" constituía el paso siguiente para poder salir en ambulancias a cubrir servicios de emergencia.

Al tiempo que avanzábamos en nuestro curso nos familiarizábamos más con las actividades de la institución. Participamos en la colecta, actividad fundamental para que la Cruz-Roja mantuviera su autonomía y su neutralidad. Se hacía una campaña gigantesca de recolección en la que todos participábamos. Había que pedirle a la gente que ayudara a la Cruz Roja. Para nosotros era fácil hacerlo sabíamos lo mucho que se necesitaba el dinero y las graves necesidades que habían. Algunas veces quien más tenía fue quien menos dio, mientras que las personas humildes no dejaban pasar la oportunidad de depositar unos cuantos pesos en los botes. Pero el esfuerzo nunca era suficiente, la realidad era que la Cruz –Roja vivía principalmente de lo que daban unas pocas empresas, principalmente la Cervecería Modelo y algunas otras. Finalmente el gobierno tenía que terminar poniendo la parte restante en caso de que no alcanzara a cubrirse el presupuesto.

También fuimos a todos los servicios especiales (consistentes en instalar puestos de socorro y prestar primeros auxilios, casi siempre en donde hubiera una gran concentración de gente): el del 15 de septiembre en el zócalo, el del 12 de diciembre en la Basílica y semana santa en Iztapalapa. Conocimos verdaderamente la ciudad en la que vivíamos y las tradiciones de la gente que nos habían sido tan ajenas hasta entonces. Fuimos a donde, de otra manera, jamás hubiéramos estado. Prestamos primeros auxilios a mucha gente y comenzamos a hacer algunos emocionantes rescates.

Nos sentíamos importantes abordando las ambulancias y empezamos a manejar las claves de radio. Nos llenaba de orgullo poder saber de primera mano lo que ocurría en la ciudad escuchando las frecuencias de emergencia en nuestros “scaners”. Y adquirimos algunas otras habilidades en campamentos, que constituyeron un gran entrenamiento para lo que vendría después.

Los cuerpos de socorro de la Cruz Roja tenían algo de disciplina militar por lo que también nos formaban en el aspecto de no rendirnos, de no claudicar, de no permitir que las circunstancias nos derrotaran. En los campamentos nos sacaban a correr en la lluvia, nos metían al lodo o nos hacían cruzar un rio, nos ponían a buscar supuestos lesionados durante la noche, nos hacían sacarlos de barrancos utilizando sólo lo que pudiéramos encontrar o fabricar en el lugar improvisando camillas, torniquetes y férulas que garantizaran la salud de las víctimas ficticias. Nos sometían a grandes fatigas y nos forzaban a alcanzar metas difíciles. Así aprendimos a improvisar con lo que había, algo muy necesario en un país pobre como era el nuestro. Pero sobretodo nos acostumbramos a perseverar.

No sé como será hoy en día un curso de esta naturaleza, lo que sé es que el de aquel entonces fue a mucha conciencia, con absoluta entrega y dedicación de las personas responsables, que sin escatimar

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en nada ponían toda su pasión en su trabajo como instructores voluntarios. Y así fue como poco a poco nos convertimos en socorristas. Inclusive estudiamos duro para aprobar algunos exámenes, hasta que por fin, un día, llegó nuestra graduación y por consiguiente, nuestra tan anhelada primera guardia en ambulancias.

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Capítulo II

La Primera Guardia

Ahora nos tocaba a nosotros estar en aquel cuarto de socorristas esperando a que algo pasara para tomar apresuradamente los botiquines, ponernos el casco y abordar la ambulancia al tiempo que encendía las luces de emergencia y las torretas, ponía en marcha el motor y avanzaba hacia la calle. Juventud cubría guardias los jueves por la noche de diez p.m. a seis a.m. del día siguiente, quedaba suficiente tiempo para regresar a casa, darse un baño, cambiarse de ropa y llegar a la escuela a tiempo y tomar clases “normalmente”. Por la noche había que estar media hora antes bien uniformado con todo lo necesario para afrontar lo que la noche pudiera requerirnos; chamarra, botiquín, lámpara y cuerda . Yo estaba apuntado en la tercera escuadra; esto quería decir que saldría al tercer servicio que hubiera. Un compañero que tenía unos 25 años de edad y contaba con bastante experiencia era el jefe de servicio y no se podía negar que nos brindaba, al resto de su escuadra, mucha seguridad. El otro integrante era un instructor de prevención y combate de incendios que era además estudiante de medicina. Definitivamente había mucho que aprender de él. Juan estaba en la segunda escuadra, una antes que yo. A él también le había tocado un buen equipo. Ahí estábamos finalmente los dos, nerviosos, pero dispuestos a desafiar los retos que nos impusiera la guardia.

Eran las 10:30 p.m. cuando sonó el timbre para el primer servicio, era un accidente en la vía pública, probablemente un choque. En seguida salió la primera escuadra y abordó la ambulancia que les correspondía. Sólo faltaban dos más para que saliera yo, Juan saldría en la siguiente. No podíamos dejar de estar nerviosos ¿qué servicio nos tocaría? ¿Sería muy grave? ¿Cómo reaccionaríamos al ver a los heridos y su sufrimiento en medio de situaciones imprevistas? No dejamos descansar a nuestra imaginación por largo rato tratando de anticipar lo que viviríamos a continuación.

A las 12:00 p.m. nada había pasado aún, la mayoría estudiaban, otros dormían y unos pocos platicaban, pero todos estaban despreocupados. Estar de guardia ya era una rutina sin mayor relevancia. En cambio Juan y yo aún no podíamos dejar de imaginar lo que sería de nosotros al abordar la ambulancia. Existían historias sobre compañeros que se habían desmayado en sus primeros servicios, otros que no habían resistido las fuertes impresiones que hay que tolerar; en fin, se decían muchas cosas que más valía no recordar. ¿Cómo actuaríamos nosotros? Realmente era una prueba de fuego, habíamos aprobado el curso, pero eso no garantizaba nada en las calles, frente a acontecimientos reales.

Existían servicios a los que la mayoría prefería acudir como los acontecimientos más espectaculares que aparecerían en los periódicos y en los noticieros a la mañana siguiente. Incendios o emergencias de grandes dimensiones figuraban entre algunos de estos. Había a quienes les gustaba alardear de haber realizado grandes hazañas que implicaban habilidades sorprendentes del socorrista para salvar a las víctimas, entre estos figuraban incidentes como choques en carreteras o personas atrapadas. También había quienes preferían los hechos dentro de domicilios particulares porque entraban en contacto más estrecho con las víctimas y sus familiares, que casi siempre terminaban sumamente agradecidos por lo que uno había hecho por ellos en momentos difíciles. En general era deseable tener que aplicar los conocimientos adquiridos ya fueran de primeros auxilios o de rescate. Había quienes

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presumían haber estado en esta o aquella balacera. No eran tan atractivos, en cambio, los meros traslados de un lesionado de un hospital a otro ni todos aquellos donde todo estaba bajo control.

De alguna manera cada quién buscaba su recompensa por estar ahí, que no era otra cosa que: ser valorado o reconocido, saberse valiente o audaz, tener la conciencia de haber ayudado a alguien en una forma destacada.

Los servicios podían ser desde un atropellado, un accidente provocado por alguien alcoholizado en un automóvil, personas golpeadas o apuñalados en riñas, accidentes laborales de obreros, hasta mujeres jóvenes y hermosas en peligro. La realidad es que cada servicio era único, no podía haber dos iguales, eran tan diversos y sorpresivos como pudiéramos imaginar. Una variedad infinita de circunstancias se podían combinar dando resultados inimaginables. En las preferencias tenían mucho que ver las habilidades personales de cada quien, así como lo que cada uno buscaba al ingresar a la Cruz Roja. Desde los amantes de la adrenalina y la acción, hasta el estudiante de medicina deseoso de poner en práctica sus conocimientos, también estaba el amante de ayudar al prójimo y el buscador de retos para superarlos y todos en el fondo necesitábamos sentirnos importante por hacer esto. Lo que era un hecho, es que no podíamos escoger el servicio al que quisiéramos ir, simplemente te tocaba. Se decidía al azar y podía ser cualquier cosa. En ese sentido se parecía a la vida y era esa gran parte de la magia.

Fue a la 01:00 en punto cuando el timbre volvió a sonar indicando que era el turno de Juan y su escuadra. Todos los debutantes sabíamos lo nervioso que debía estar, fuimos a la puerta a verlo salir a su primer servicio, de él y de todos los novatos de esa noche. Cuando la ambulancia en la que iba se alejó hasta no verse más, regresamos al cuarto de radio para obtener más información. A los pocos minutos reportaron haber llegado al lugar indicado. Era una balacera entre ladrones y policías, había varios heridos graves y todos serían trasladados por esa ambulancia al Hospital de la Cruz Roja. El radio volvió a sonar, los lesionados venían en estado crítico, se dieron indicaciones de preparar los cubículos de urgencias para casos graves y alertar al personal médico. Cinco minutos después por la radio reportaron que estaban próximos a llegar. Todos subimos en seguida a la entrada de urgencias para recibirlos y agilizar su entrada al hospital. La ambulancia subió por la rampa y se detuvo frente a nosotros, rápidamente abrimos las puertas traseras, había tres lesionados, uno en el carro camilla, otro en la camilla marina que se podía colgar sobre el carro y otro al lado opuesto.

-Primero el carro camilla- nos indicó el jefe de servicio.

Lo tomé con ambas manos, lo desatoré y lo jale hacia mí, al tiempo que me colocaba a un costado mientras Juan bajando de la ambulancia se colocaba al otro.

-Toma el suero- me dijo dándome la botella en la mano, mientras él descendía de la ambulancia.

Una vez que tocaron el piso las cuatro ruedas corrimos al interior de la sala de urgencias, llevando el carro camilla con el lesionado, fuimos directo al cubículo 15, el más equipado, era un policía herido de bala en el tórax, la bala había entrado, pero no salido, seguramente tenía una hemorragia interna importante, estaba pálido e inconsciente. Los médicos nos aguardaban.

-Una, dos, tres, todos metimos las manos debajo de él y lo levantamos para pasarlo a la cama del cubículo.

Colgué el suero del tripie mientras Juan explicaba rápidamente las lesiones que había observado y los síntomas que presentó durante el trayecto, rápidamente le colocaron el oxigeno, lo desvistieron, lo entubaron de la garganta y comenzaban a tomarle la presión cuando nos retiramos llevándonos el

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carro camilla manchado de sangre.

Así los demás lesionados fueron introducidos a gran velocidad a través de los pasillos de la sala de urgencias, mientras todos los movimientos se realizaron con gran precisión y destreza.

Llevamos a lavar el carro camilla y luego lo regresamos a la unidad. Juan se veía nervioso, pero contento. Todo había resultado bien; aplicó sus conocimientos en ayudar a que alguien conservara la vida y se había iniciado en un proceso de aprendizaje que después le remuneraría muchos éxitos en su carrera de médico. Logró vencer el miedo de intervenir en el bienestar de una persona. Su rostro reflejaba esa satisfacción. El instructor había quedado complacido con su trabajo y Juan, deseoso de seguir aprendiendo. Después de esa noche fue difícil sacarlo de la Cruz Roja, cubrió más servicios de urgencias que ninguno de nosotros y participó en todas las actividades de la institución más de lo que a su familia le hubiera gustado. Desempeñó puestos de cierta importancia y convirtió a la Cruz Roja en su segundo hogar.

Una hora después volvió a sonar el timbre, eran aproximadamente las 2:30 de la madrugada. Yo estaba acostado, pero al escucharlo me levanté de un salto y estuve listo en un instante. Me coloque el casco, metí los brazos a mi chamarra que unos instantes antes me estaba sirviendo como cobija, tome mis cosas y aborde la ambulancia. Una vez en ella me enteré que nos dirigíamos hacia el centro de la ciudad.

-Me confirman un incendio- indicaron por radio.

-Enterado - respondió el operador.

-Indíqueme situación al llegar al lugar - volvió a ordenar la radio.

-¿Habría quemados?, ¿recordaba bien los primeros auxilios para quemaduras?... pero también podría haber personas intoxicadas con humo…y…¿qué se hacía?, ¿traíamos todo lo necesario a bordo?...¡no teníamos extintores!…Las dudas me asaltaban al por mayor. Había que recordar demasiadas cosas, no quería cometer ningún error.

La radio de la ambulancia permanecía en silencio, esperábamos con atención a que nos brindara datos adicionales sobre la emergencia pero era la madrugada y parecía ser que no muchos se habían percatado de lo que ocurría, seríamos de los primeros en llegar y de nuestro reporte dependerían las movilizaciones posteriores de equipos de emergencia.

A unas cuadras pudimos ver el resplandor de las llamas y el humo que se alzaba hacia el cielo. Mi corazón latía tan fuerte que se podía escuchar. Al llegar al lugar vi que ni siquiera había gente en la calle, el fuego no tenía mucho tiempo, pero había crecido rápido. Junto con nosotros venía llegando una patrulla y los bomberos no estaban aún ahí. Éramos, prácticamente, los primeros en llegar. No sabía cuál de las camillas utilizaríamos o si debía bajar o no el botiquín, estaba confundido sobre lo que haríamos primero.

Cuando la ambulancia finalmente se detuvo al otro lado de la calle. Descendí lo más rápido que pude, sentí como si hubiera entrado a un horno. El calor era intenso aun a una distancia bastante considerable del fuego. Se quemaba un edificio pequeño y antiguo de unos tres niveles, era una vivienda humilde. El fuego se veía más vivo en los departamentos del lado derecho, sobre todo en el segundo piso, pero se propagaba rápidamente al tercero. Los del lado izquierdo solo despedían humo.

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Alguien comentó que los tanques se encontraban en la azotea y que el fuego pronto los alcanzaría. Ya que las flamas aumentaban de tamaño a cada instante.

Un grupo de gente se dirigió rápidamente a nosotros para pedirnos ayuda. Nos dijeron que había una señora que no podía caminar en el tercer piso del edificio que se quemaba. Entonces me indicaron bajar la camilla marina (portátil) y seguir al instructor. Este caminó hacia la entrada de la que, por cierto, salía bastante humo. Entró sin titubear. Yo lo dudé mucho, pero no me quedó más remedio que seguirlo mientras él caminaba decidido hacia el interior del edificio.

El fuego se extendía y había pequeños brotes por todos lados. Subimos por la escalera rápidamente revisando los apartamentos y gritando si había alguien ahí hasta que llegamos al tercer y último piso. Era una escalera de caracol muy reducida. Entramos al pequeño apartamento que estaba lleno de humo. En su interior descubrimos a una señora de unos 70 años sentada en una silla de ruedas cubriéndose la nariz y boca con un trapo. No puedo describir como se le ilumino la cara al vemos entrar. En segundos, la acostamos sobre la camilla, nos disponíamos a bajarla, cuando comprobamos que no cabía por las escaleras. Cada vez había más humo y hacía más calor. Yo sólo esperaba el momento en que explotaran los tanques de gas y todo terminara. Mientras yo me preocupaba, mi instructor pensaba rápidamente en cómo bajar tres pisos a una señora de más de 90 kg, por una escalera de caracol, entre humo y un calor sofocante donde a cada instante aumentaba el peligro de no salir nunca.

-No se preocupe en un momentito la sacamos- le dijo el instructor afectuosamente.

En la humilde vivienda sólo había una mesa de madera cuadrada al centro y tres sillas de bejuco de esas que venden en el mercado, un viejo sillón roto, una parilla con cuatro hornillas sobre un viejo mueble de cocina y algunos utensilios para guisar.

En cuestión de segundos, mi instructor, tuvo la solución: sentamos a la señora en una de las sillas de madera que parecía la más resistente, la amarramos con nuestros cinturones, él tomó las patas delanteras y yo el respaldo. Avanzamos hacia la escalera, él iba por delante. Las dimensiones de la silla cupieron por la escalera. Pero el instructor no lograba soportar el peso, tuvo que voltearse para bajar de espaldas mientras yo seguía cargando del respaldo, sólo avanzábamos dos o tres escalones antes de detenernos de nuevo para reiniciar la marcha. Íbamos demasiado lento, pero no había otra forma, ni siquiera de que alguien más nos ayudara, no había espacio para nadie más. El humo hacia difícil respirar, la señora tocía a través de su trapo, el calor aumentaba y podíamos ver el fuego crecer en el lado derecho de la construcción. Muy lentamente, escalón por escalón, fuimos avanzando. Las llamas se veían cada vez más cerca y eran de tamaño imponente. Podíamos intuir que el fuego ya habría llegado a la azotea y los tanques de gas no tardarían en alcanzar suficiente temperatura para explotar. Sin embargo, mantuvimos la calma, y continuamos, hasta que entre el espeso humo se delineó la salida con la luz que provenía del exterior. Eran las luces rojas y blancas producidas por las torretas de la ambulancia.

Increíblemente apenas habíamos alcanzado la calle, el edificio se envolvió en llamas y a los pocos minutos los tanques de gas explotaron estruendosamente. Probablemente, la señora, hubiera muerto de no haber sido rescatada. Ella estaba feliz de estar viva y yo feliz de haber participado. Sentía un orgullo y una satisfacción personal como nunca antes la había sentido. La mujer nos bendijo una y mil veces y prometió recordamos en sus oraciones mientras tuviera vida. Pensé en la tragedia de estar inválida y haber perdido su vivienda. Pero me confortaba saber que al menos había hecho algo por ella. Y aquella noche aprendí que eso definitivamente ayudaba a sentirse mejor.

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Los bomberos aparecieron y controlaron el fuego, más y más patrullas fueron llegando y la gente comenzaba a abarrotarse.

Después de dejar a la señora en un lugar seguro acompañada de sus conocidos, mientras nos disponíamos a retirarnos, la magia volvió a aparecer, la señora levantó la cabeza para agregar: “Muchachos no dejen de hacer esto, no dejen de ayudar, es importante”.

Tal vez fue casualidad o sólo las palabras exactas pronunciadas en el momento preciso, pero esa breve frase, y la gran verdad que albergaba, habría de definir lo que haríamos los siguientes años de muestras vidas.

Esta fue la culminación de un entrenamiento de varios meses en el que habíamos puesto todo nuestro empeño. Practicamos muchas veces antes de enfrentar la responsabilidad por nosotros mismos. Habíamos sido constantes en nuestra instrucción y ahora estábamos más preparados para integrar el mundo de la lucha contra el sufrimiento y la apatía. Adquirimos los elementos para defender la vida, seguramente no todos y siempre ha quedado algo más por aprender, pero sí los que fueron necesarios para que hoy esté viva mucha gente que recibió nuestra ayuda en ese entonces.

A partir de ese momento esto se convirtió en una especie de adicción, no existía ninguna actividad que me produjera tal satisfacción. Descuidé bastante la escuela y Claudia, mi novia, estaba celosa de mis guardias en la Cruz Roja. Era difícil de explicar que había descubierto frente a mí un universo de cosas que no conocía, un mundo de dar y recibir, de preocupación por los otros, de conciencia hacia los más desafortunados; un mundo más crudo, pero también más humano. Durante este tiempo conocí a personas sumamente buenas, que ayudaban de distintas formas y también vi la acción de personas malas, vi de cerca más violencia que nunca antes, pero lo sorprendente fue que también vi más bondad.

Muchas veces experimenté la sensación de querer sacudir a los demás para que salieran de su indiferencia o ceguera frente a los problemas que existían en lo que yo había denominado “el mundo real”.

Durante los siguientes años participamos en cientos de rescates y aprendimos miles de cosas sobre la gente, sobre la ciudad, sobre la noche, sobre el dolor y el sufrimiento, aprendimos las consecuencias de la imprudencia, el dolor de lo irreparable y el valor de una segunda oportunidad. Nos arriesgamos tantas veces como fue necesario y nunca escatimamos recursos para salvar a alguien. Estuvimos ahí muchos días y muchas noches, luchamos contra el cansancio en las madrugadas, soportamos la lluvia y el mal tiempo que nunca impidieron que un rescate se llevara a cabo. Vimos amanecer muchas veces sin haber dormido un instante y resistimos jornadas de escuela sin el merecido descanso, pero la satisfacción siempre hacía que valiera la pena. La Cruz Roja se había convertido, para Juan y para mi, en una fuente interminable de aventuras y enseñanzas. No había nada comparable a ir a bordo de una ambulancia con la sirena encendida, aproximándonos al momento para ayudar.

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Capítulo III

Noche de Navidad

El tiempo había pasado rápido y yo ya me sentía en la Cruz Roja como en mi propia casa, tenía muchos amigos entre todos los que ahí trabajaban, conocía gente de otras especialidades y constantemente formábamos buenos equipos de trabajo para salir en las ambulancias.

Desde nuestro primer servicio adquirimos la costumbre de no conformarnos con transportar al herido y dejarlo a su suerte en la sala de urgencias del hospital. Por lo general, regresábamos a visitarlo y verificar que no necesitara algo más en lo que nosotros pudiéramos ayudarlo. Después de todo, había sido con nosotros con quienes habían tenido su primer contacto al sufrir un percance y eso nos daba un lugar privilegiado en sus corazones. Fue de este modo como poco a poco íbamos conociendo a la mayoría de los pacientes que estaban en hospitalización y en ocasiones nos llegábamos a familiarizar bastante con sus situaciones.

La noche de navidad de ese año, envueltos por el entusiasmo de participar en cuantos servicios fueran posibles, nos encontrábamos aguardando el timbre que constituía la señal para ir en auxilio de quien fuera necesario. Había pasado un año y medio desde que por primera vez visitamos este lugar, ahora conocíamos mejor lo que hacíamos, le habíamos tomando cariño y las guardias eran ya parte de nuestra rutina. Existían días como éste que tenían algo especial en el ambiente que los hacían un tanto diferentes. Los días festivos le daba un toque distintivo a los servicios, tal vez porque al salir todos de la rutina ocurrían cosas diferentes, y más aún en las celebraciones navideñas en las que siempre cambia el espíritu de las personas. Nos volvemos más perceptivos de las necesidades ajenas y aflora entre muchos un sentimiento de compasión por los más necesitados.

Exaltaba nuestro sentido del deber la idea de estar de guardia, mientras casi todo el mundo celebraba en sus hogares. Nosotros preferíamos pasar la noche al servicio de aquellos que pudieran sufrir un percance. Otros estarían cenando con familiares y amigos, y los niños recibiendo regalos de Santa Claus, también nos gustaba pensar que sacrificábamos todo esto para unirnos voluntariamente a todos aquellos que trabajaban en esa noche, perdiendo la oportunidad de saborear una exquisita cena en compañía de seres queridos.

De cualquier manera no resultaba nada mal, todos llevábamos cosas de nuestras casas para comer e incluso algunas mamás de los voluntarios pasaban a llevar exquisitos manjares. Los alimentos se compartían con las personas de otras aéreas que trabajaban esa noche en el hospital. El resultado era una cena deliciosa compartiendo con amigos y en el lugar que más nos gustaba estar. Adicionado de la posibilidad de acudir en ayuda de alguien en esa noche tan especial.

Un “clave tres” es sin duda algo de lo más anhelado entre los socorristas. Quiere decir que una emergencia de grandes dimensiones ha ocurrido y que se pondrá en acción a todas las unidades. Esto siempre implica la oportunidad de mucho trabajo en circunstancias casi siempre difíciles y de poner en práctica mucho del entrenamiento recibido. Aunque es mal visto el desearlo por la tragedia que implica para las víctimas involucradas, es siempre la ambición entre los socorristas que ocurra mientras está uno de guardia. Es la oportunidad de estar involucrado en algo grande, algo importante; donde habrá periódicos, radio, televisión, una historia que todos querrán oír, una oportunidad de demostrar talento y destreza, problemas graves para resolver y tal vez proezas por realizar.

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Las escenas suelen ser sobrecogedoras, en medio de la noche, ruido de muchas sirenas, luces rojas en todas direcciones, policías, bomberos, multitudes corriendo en la dirección opuesta, a veces observando, lamentando los hechos. Y ahí está uno en medio de todo, luchando por recobrar el mayor número de vidas posible, teniendo que dar preferencia a quienes deben ser atendidos o trasladados primero. Siendo parte del gran evento y no un espectador, para, a la mañana siguiente, aparecer retratado en algún periódico o simplemente saber con veracidad los hechos de los que todos hablarán. Haber ayudado a más personas y haber actuado con la suficiente seguridad y determinación en momentos peores que los comunes, contra una mayor presión y haber resistido las circunstancias; estas terminan siendo las verdaderas recompensas de los socorristas, y en muchos casos incluso la respuesta a porqué esta uno ahí.

Hay muchos que no acostumbran salir a servicios normales por considerarlos cotidianos o por que no les despiertan ya interés, pero nadie deja nunca de ir a estas grandes emergencias. Sin embargo, son muy poco frecuentes, para fortuna de todos, y a eso se debe la gran importancia que tienen.

Aquella noche platicábamos sobre dos niños hospitalizados que habían sido rescatados por nuestros compañeros de un accidente en el que los padres habían muerto y la trabajadora social no había logrado encontrar todavía a ninguno de sus familiares. Pensamos que era noche de navidad y que ellos no recibirán ningún regalo, además del amargo sentimiento que podía ser que sus padres ya no estaban ahí. Estaban solos.

En el hospital había otros a los que sus padres sí habían tomado en cuenta para esta fecha y habían dejado algún juguete con la enfermera para que ésta los colocara en sus camas antes de que despertaran.

Había también quienes olvidados por sus familiares tampoco recibirían nada. Pensamos en lo triste que sería ver despertar a algunos niños con juguetes mientras otros habían sido discriminados por Santa Claus. Para algunos sería un terrible descuido que no se lograrían explicar. Para otros, ya acostumbrados a vivir en el olvido y a no tener esos sueños ni ilusiones no les extrañaría despertar olvidados, como siempre lo habían estado.

Los niños involucrados en el accidente del día anterior eran Lupita de cuatro años y Toño de seis. En la misma sala estaba Joaquín, un niño que vivía en la calle, abandonado por sus padres y por la sociedad desde hacía mucho. Había vivido en la calle desde que recordaba, o desde que quería recordar, a veces un pasado muy doloroso más valía olvidarlo, con una noción pobre de la navidad que sólo le servía para recibir un poco más de la gente a la que le pedía, pero que nunca fue suficiente para que alguien lo sorprendiera verdaderamente. Era difícil saber su edad, pero intuíamos que eran aproximadamente ocho años. Llegó al hospital porque le había atropellado un pie un camión. Yo lo había recogido en un servicio y llevado a un hospital del Departamento del Distrito Federal, tenían fama de dar una pésima atención. Escaseaba el material más elemental y algunos médicos eran profundamente indolentes. Toda persona que llegaba ahí con recursos para estar en otro lado inmediatamente hacía lo necesario para abandonar aquellos Hospitales destinados para los más marginados. Solo permanecían los que no tenían posibilidad de escapar: Los que carecían de recursos económicos o membrecía a alguna institución de asistencia social.

En México existían tres sistemas de salud, este inhumano para la población de tercera, las instituciones de seguridad social para las clases medias y la medicina privada para las clases altas. Era de llamar la atención que para muchos permanecer ahí resultaba intolerable sin pensar en que para muchos otros no existía ninguna otra posibilidad. Que lejos estábamos de desear para nuestro prójimo lo que deseábamos para nosotros mismos. Pero parecía ser que la desigualdad social la teníamos metida hasta la médula. Lo que nos hacía imposible ver a todos como iguales, como merecedores de

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los mismos derechos, aunque estos fueran tan sólo los más elementales.

Aquella noche lo dejamos ahí y no fue atendido en horas, posteriormente el hospital solicitó fuera trasladado a otra institución ya que ellos no contaban con el especialista necesario. Por lo que lo recogimos de nueva cuenta sin que ni siquiera le hubieran dado un analgésico; y lo trasladamos a la Cruz Roja. Durante su estancia ahí nunca nadie lo había visitado, sería dado de alta y se iría solo, como había llegado.

-Esa noche de navidad, para esos niños, sería distinta de lo que debía ser- pensábamos.

Para Toño y Lupita sería un amanecer en el que se sentirían más solos que nunca, porque además de haber perdido a sus padres habrían perdido las ilusiones con que habían vivido. Joaquín sólo reiteraría su situación de marginado al ver que otros niños recibían algo y él, como siempre, había sido dejado al olvido.

Resultaba muy triste pensar que cosas así tuvieran que sucederle a niños que sólo podían ser víctimas de las circunstancias. Sin embargo nadie parecía darse cuenta de esta grave injusticia que se llevaría a cabo frente a los ojos de decenas de personas demasiado ocupadas, que no tenían la sensibilidad de contemplar estos "pequeños detalles".

Fue Rubén, un instructor de la escuela de socorristas, que comenzaba a ser amigo mío, el de la idea de organizar una colecta entre la gente del hospital para adquirir juguetes para los niños hospitalizados. La idea pronto fue aprobada y todos sacarnos lo que teníamos en las bolsas para echarlo a un casco que serviría de recipiente para la colecta. Recorrimos todos los departamentos y todos los pisos, había poca gente en el hospital esa noche, era tarde y no quedaban muchos a quienes recurrir. Como solía suceder hubo una gran sensibilidad entre los que menos tenían, buscaban con gran ímpetu monedas en sus bolsillos que se apresuraban a darnos. Recaudamos más entre las enfermeras, choferes y personal de intendencia que entre los médicos. Una vez que parecía que teníamos lo suficiente. Fuimos en mi coche, Ruben dos socorristas y yo, al almacén más cercano para adquirir los juguetes.

Debíamos darnos prisa pues en cualquier momento podría salir un servicio. Al empezar a escoger fue imposible apresurar la búsqueda, había mucho de donde elegir. Queríamos llevar regalos de lo mejor para que los niños nunca olvidaran aquella noche en la Cruz Roja. Cuando finalmente hicimos nuestra elección comprobamos que no nos alcanzaba con el dinero que llevábamos. Buscamos en nuestras carteras, bolsas de las chamarras y pantalones, aparecieron algunas monedas más. Seguía siendo insuficiente.

-¿No traen más dinero?- exclamó Ruben exaltado.-Yo ya no traigo ni un centavo- respondí.-¿Tu, Juan?- volvió a preguntar Ruben.- Nada- respondió Juan.- ¿Alguien trae más?- insistió.

Nadie respondió.

-Bueno, ¿pues qué dejamos?- nos volvió a interrogar.

Era imposible deshacernos de algún juguete.

-¿A quién le quitamos algo?- preguntó Juan poniendo el dedo en la llaga.

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No había remedio, decidimos meter algunos regalos, los de menor costo y volumen, entre las chamarras para no pagarlos. Nunca he pensado que eso haya sido lo correcto, sólo que fue lo que se nos ocurrió en ese momento movidos por nuestro gran entusiasmo y el deseo de hacer el mayor bien posible. El resultado fue que fuimos descubiertos por una señorita empleada de la tienda quien amenazó con denunciarnos, hubiera sido terrible, ¡además íbamos uniformados de la Cruz Roja! Sin embargo, al oír nuestra historia, que fue un relato sincero y lleno de entusiasmo, mirarnos a los ojos y descubrir que no mentíamos, accedió, no sólo a no delatarnos, sino también, a ayudamos a pasar por la caja en la que se encontraba su amiga quien se volvió también nuestra cómplice.

Salimos de la tienda que estaba a pocas cuadras de la Cruz Roja y corrimos al coche, debíamos apurarnos. A nuestro pasó por el estacionamiento escuchamos a lo lejos el sonido inconfundible que producía la alarma de un clave tres y a los pocos segundos vimos a todas las ambulancias pasar de una en una a toda velocidad encendiendo sus sirenas.

Lo habíamos perdido, ocurrió lo más esperado y no habíamos estado ahí para acudir a este llamado. Todos se fueron al clave tres mientras nosotros nos conformamos con verlos pasar frente a nosotros. Aún así, ninguno nos arrepentimos de haber ido por los juguetes esa noche.

A la mañana siguiente todos los niños despertaron con sus camas llenas de regalos, dulces, chocolates, juguetes, ropa, etcétera. Lupita veía con asombro y felicidad una preciosa muñeca envuelta en una caja que se apresuró a abrir. Toño encontró a su lado un estuche con varios coches metálicos de pequeño tamaño. Joaquín se encontró con un pantalón, camisa y zapatos nuevos como los que nunca había tenido, además de dulces y juguetes. Todos los niños estaban sorprendidos. Había en la sala regalos para todos. Santa Clause no se habían olvidado de nadie.

Muchos habían ayudado para hacer esto posible, no tenían menos mérito la señoritas de la tienda o las personas que donaron su dinero para comprar los juguetes, por desgracia, no todos pudieron ver a los niños llenos de felicidad al día siguiente, ese regalo fue únicamente para nosotros, así como la idea de que ellos crecerán y tal vez a veces recuerden aquella noche en la Cruz Roja en la que tanta gente contribuyó para su bienestar. Esa noche ya no estuvieron solos, hubo seres humanos a su alre-dedor que se habían preocupado por ellos y de muchas formas habían participado en mejorar su situación. Si hubieran sido mis hijos, pensaba, no tendría palabras para agradecer que no hayan sido olvidados aquella noche de navidad.

Eso era la Cruz Roja. Un lugar en donde no estábamos completamente olvidados, donde había gente que todavía se preocupaba. Y es que bastaba voltear en cualquier dirección para encontrar una fabulosa oportunidad para ayudar a alguien.

Hubo muchos claves tres a los que acudimos los que fuimos por los juguetes aquella noche. Habíamos ganado por partida doble.

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Capítulo IV

Algo que lamentar

Desde que fui alumno de "Juventud" conocí a Rubén. Él era popular entre los socorristas, se caracterizaba por ser un joven entusiasta que dedicaba mucho tiempo a cubrir servicios de urgencias. Era un buen estudiante de medicina con una voluntad inquebrantable por serle útil a los demás. Tenía la fascinante cualidad de tratar a todas las personas con el mismo respeto y atención. Podía tratarse de importantes personalidades de alta sociedad o el más humilde de los limosneros. No reconocía distinciones, para él todas eran personas dignas del mismo trato.

Durante las guardias siempre estudiaba pesados libros de medicina y recomendaba que los demás hicieran lo mismo. Cuando era oportuno daba explicaciones sobre cómo atender a un lesionado con tal o cual lesión y cuáles podrían ser sus posibles complicaciones o riesgos. Su familia era de pocos recursos, él era el único entre sus hermanos que estudiaba una carrera. Estaba empeñado en ser un gran médico para ayudar a tanta gente que lo necesitaba.

La primera vez que vi a Ruben, fue a bordo de una ambulancia. Íbamos camino a un servicio especial un 11 de diciembre. La noche previa al día de la Virgen de Guadalupe. Nos dirigíamos a La Villa todo un equipo destinado a instalar un puesto de socorros en las inmediaciones de La Basílica. Rubén era el jefe de puesto, debía tener unos cuatro años más que yo. Era notoria su vasta experiencia en toda actividad relacionada con la Cruz Roja. Llevaba ya varios años prestando sus servicios. Desde que salimos del hospital nos empezó a dar indicaciones de lo que debíamos y no de hacer. Como era su costumbre, llevaba a su lado varios libros de medicina que consideraba le pudieran ser útiles, mientras tuve contacto con él, siempre lo vi acompañado de ellos. Esa primera vez me causó muy buena impresión, parecía ser una persona responsable sabedora de lo que hacía. No intentó nunca impresionar o menospreciar a alguien con sus conocimientos, como hacían muchos otros, él por el contrario, en una actitud humilde, se esforzaba por aclarar cualquier duda que pudiera existir entre nosotros.

El servicio se llevó a cabo según lo esperado. Hubo muchos que necesitaron nuestra atención: muchas personas hacían penitencias enormes para llegar a la basílica autoinfringiéndose todo tipo de lesiones; otras llegaban deshidratados o en ayuno; muchas caminaban largas distancias o llegaban de rodillas hasta abrirse la piel; unas más eran aplastadas por las multitudes, hasta casi sofocarse o se desmayaban de cansancio. Realizamos innumerables curaciones y algunos traslados.

Vi trabajar de cerca a Rubén cuando entre los dos sacamos a una señora desmayada justo en medio de una multitud. Constaté sus habilidades y su calidad humana fue cuidadoso y cortés a pesar de tener que luchar entre la muchedumbre para realizar el rescate. El cuidado con el que trató a la lesionada fue impecable así como el respeto hacia las personas a quienes yo no fácilmente les tuve tanta paciencia ya que los empujones dificultaban el trabajo.

La siguiente vez que lo vi yo ya había terminado los cursos de preparación para salir en ambulancias y comenzaba a cubrir mis primeros servicios. Él estaba como jefe de servicio y Juan y yo de guardia. Nos encontrábamos de base en una zona de colonias populares. Serían las 3:00 a.m. aproximadamente cuando nos despertó la radio que nos daba instrucciones de dirigirnos a un barrio sumamente pobre de casa de cartón que se encontraba a unos cuantos kilómetros de donde estábamos.

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Estábamos de base en una zona céntrica, despertamos inmediatamente al escuchar nuestro número de ambulancia por la bocina, el chofer puso en marcha el motor mientras todos nos terminábamos de despertar. Rubén tomó el micrófono y dijo que estábamos en camino al lugar indicado. En el trayecto arreglamos todo lo que pudiéramos necesitar, el botiquín estaba listo y la camilla portátil a la mano. Se trataba de un incendio así que Juan y yo nos pusimos los cascos y las chamarras a prueba de fuego que nos habíamos comprado para nuestro curso contra incendios. Al llegar al lugar estábamos listos, incluso el plan de acción había sido ya determinado; yo entraría a las casas a buscar lesionados mientras Juan esperaría cerca de la ambulancia con el botiquín para atenderlos. Él se ocupaba de lo médico y yo de los rescates, por lo general así trabajábamos. Rubén como jefe de servicio dirigiría la operación y nos asistiría a ambos en lo que fuese necesario.

La ambulancia de detuvo al llegar al lugar indicado.

Estábamos ubicados sobre una colina por la que pasaba una estrecha carretera. Abajo, a unos 50 metros, había un valle con casas construidas con materiales muy rudimentario: madera, lámina, cartón, pedazos y sobras de esto y aquellos servían para edificar aquellas viviendas que conformaban una colonia de tamaño regular. El fuego se había pasado rápidamente de una casa a la otra hasta alcanzar más de la mitad de la extensión total de la humilde población.

La gente miraba hacia abajo desde la carretera sin poder impedir que las llamas destruyeran su único patrimonio. Los perros ladraban y se refugiaban entre la gente. Las mujeres y algunos niños lloraban, los más chicos no sabían con precisión qué ocurría, pero percibían que era algo malo, se veían asustados, los hombres discutían entre ellos y algunos intentaban regresar a la zona del fuego forcejeando con el resto de sus familias que se los impedían. Algunos intentaban salvar algunas pertenencias, acarreaban cosas que alejaban del fuego, otros desesperados intentaban infructuosamente apagar las llamas lanzándoles tierra con lo que tuvieran a mano. Las madres buscaban y contaban a sus hijos. Muchas al vernos nos suplicaron bajar por algún familiar faltante. Todo parecía indicar que entre las casas que se quemaban todavía había personas. Al deducir esto corrí hacia abajo por la pendiente de arena suelta en la que se me enterraban los pies a cada paso.

Al llegar abajo me dirigí a las casas que estaban entre el fuego, las llamas no eran muy grandes y el calor resistible, así que decidí entrar a una de las viviendas que se quemaba en la que escuche ruidos. Una vez dentro me vi imposibilitado de ver y respirar. El humo era tan denso que me paralizó por completo. Traté con muchos esfuerzos de recuperarme, pero no pude. Me llevé las manos a la cara para cubrir mis ojos que irritados por el humo no distinguían cosa alguna, traté de respirar a través de mi ropa para recuperar la calma, pero fue inútil. Me agache al suelo para tomar aire de la parte baja y así inhalar menos humo, pero no resultó, era demasiado humo. Estaba perdido, totalmente vulnerado, sin poder moverme ya que avanzar sin ver sería un suicidio. La casa se consumía rápidamente, el techo se comenzaba a derrumbar en bolas de fuego que caían a mí alrededor. Sentí cómo cayeron sobre mi casco y se deslizaron sobre la chamarra pedazos de madera incandescentes. Hice un nuevo esfuerzo extraordinario por abrir los ojos y respirar, pero resultó inútil.

Cuando menos lo esperé y más solo me sentía, entre el denso humo y el lagrimeo de mis ojos apareció una silueta humana que me tomó fuertemente del brazo y me arrastró hasta la salida para luego colocarme en un lugar seguro. Me tomó algunos minutos darme cuenta que había sido Rubén el que me había salvado para luego regresar a verificar que no hubiera nadie más adentro. Él continuó buscando entre las casas a alguna víctima, mientras yo me recuperaba.

Volteé a la carretera y vi llegar al camión de bomberos que en unos instantes se distribuyeron en toda la zona en busca de heridos mientras otros comenzaron a combatir el fuego.

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Regresé a la ambulancia donde estaba Juan, ahí había tres personas intoxicadas por humo que habían sido rescatadas de las casas. Esperamos para estar seguros que no hubiera más. Los bomberos en poco tiempo controlaron el fuego y nosotros partimos al hospital donde internamos a nuestros pacientes.

Este acontecimiento marco el inicio de una intensa amistad con Rubén. En ese entonces él formaba parte de la Escuela Nacional de Socorrismo y Juan y yo aún pertenecíamos al comité de Juventud que sólo cubría las guardias de los jueves en la noche y el sábado en la mañana, lo que nos impedía cubrir servicios cualquier día de la semana. Rubén nos invitó a cambiarnos a la Escuela de Socorristas ya que así podríamos participar más libremente en las guardias. "Juventud" constituía una élite dentro de la misma institución. Todo tenía más orden ya que contaba con mejor disciplina. Los dirigentes eran personas comprometidas con la institución y le inyectaban una gran mística a todo lo que ocurría en Juventud. Era muy distinto del resto de los agrupamientos, por lo que se mantenía un poco aislado. Nosotros teníamos inquietudes de descubrir nuevos horizontes y de conocer más de lo que había en la Cruz Roja. Rubén nos auxilió en todos los trámites ya que él conocía bien a las personas indicadas. En cuestión de una o dos semanas ya éramos miembros activos de la Escuela Nacional de Socorristas.

Para Juan y para mi nuestro siguiente trabajo fue dentro de la misma escuela, Rubén nos asigno instructores de la materia de prevención y combate de incendios, por lo que nos enviaron a tomar cursos a otras instituciones especializadas. En ese tiempo la Cruz Roja tenía convenios con la comisión de seguridad e higiene industrial que contaba con todo lo necesario para hacernos bomberos expertos. Tenían un campo de entrenamiento que sería el disneylandia de cualquier piro maniaco. Torres, tanques, cisternas, bodegas, todo para prenderles fuego. Por otro lado extintores de polvo, halon, co2, agua ligera, mangueras, bombas y todo lo necesario para luego extinguirlos.

Convivimos con bomberos de carne y hueso. Personas extraordinarias. Poco reconocidas y poco remuneradas.

Hace unas semanas mi hija de tres años me pidió ir a ver un camión de bomberos. Habían hablado sobre eso en el kinder. Yo accedí y fuimos a la estación más cercana a mi casa. Un joven amable nos mostró todo y nos permitió subirnos al carro bomba. Recordé cuanta admiración sentía yo por este trabajo. No se lo podía comunicar a una niña de tres años que no entendía por qué su papá conocía algunas cosas sobre este camión ni a un joven bombero que compartía sus conocimientos con un desconocido y su hija.

Después de aprobar los cursos necesarios estuvimos listos para enseñar. Trabajamos duro prepa-rando a nuestros alumnos e hicimos prácticas y algunos simulacros que nos valieron la confianza de los aspirantes. Perdón, olvide mencionar que en una ocasión, en una práctica de laboratorio de fuego mal planeada, incendiamos por unos instantes un salón, y le prendimos fuego a una alumna. La apagamos enseguida, antes siquiera que se diera cuenta de lo que había pasado y no hubo consecuencias, y después de eso, entonces sí, nos ganamos la confianza de nuestros alumnos.

Rubén pronto obtuvo un puesto de relativa importancia en el comité de capacitación desde donde nos apoyó siempre. Mientras tanto, Juan y yo nos seguimos capacitando. La escuela de socorristas era el lugar perfecto para hacerlo. Ya que su tarea era precisamente esa. Por lo que tuvimos a nuestro alcance un sinfín de programas. Hicimos cursos de alpinismo, descenso de ríos, espeleología y uno de paracaidismo en el que practicamos y practicamos pero nunca saltamos de un avión.

Nos preparamos siempre tratando de que las cosas se hicieran como se debía, peleamos porque no hubiera personas nocivas que dieran mala imagen a lo que en realidad era la institución. Esto nos causó graves problemas, pero nosotros estábamos decididos a cambiar las cosas.

Fue una época de constantes conflictos sobre cómo conducir la Escuela de Socorristas. Nosotros

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esperábamos que las cosas se hicieran como lo estipulaban los reglamentos, los manuales y en general la normatividad vigente. Pero México se ha caracterizado por ser un lugar donde la gente parecía no entender la razón de las normas y mucho menos la importancia de su aplicación, la Cruz Roja no era la excepción. Éstos y muchos otros conflictos fueron discutidos una y otra vez entre nosotros y los directivos. Descubrí que no todos estaban ahí para ayudar o por tener un espíritu altruista. Logré comprender que muchos de los que prestaban sus servicios lo hacían por ostentar una posición y un mando en una institución reconocida que les ofrecía la forma de "ser alguien”, no importaba salvar vidas, el prójimo, ni el sufrimiento, sólo era importante para ellos el estar ahí y decirse comandantes o jefes de esto o lo otro. Nunca jamás tomaron la responsabilidad que les competía. No condujeron sus decisiones a mejorar el servicio y no utilizaron su autoridad en destruir vicios y faltas que costaron la vida a muchas personas que no debieron haber muerto. Una y otra vez Rubén, Juan y yo denunciamos a socorristas alcoholizados cubriendo servicios de urgencia, ambulancias que salían sin personal por negligencia de los choferes, personas que murieron por ineptitud de otros que no debieron estar ahí. Una y otra vez no obtuvimos ninguna respuesta ni se hizo nada al respecto. Era de vidas de lo que hablábamos. Pero no éramos escuchados. Podía ser cualquiera el que cayera en manos de personas sin escrúpulos. Pero los dirigentes no se veían a si mismos utilizando la Cruz Roja, lo mismo que no utilizaban los servicios de salud públicos, ni las escuelas, ni siquiera la seguridad. Ellos tenían sus servicios privados de características distintas. Mientras que en los que eran para la población en general había gente no autorizada que abordaba las ambulancias por consentimiento de los choferes, o bien, subían cinco heridos en la misma ambulancia aún sin la posibilidad de darles atención, cuando otras unidades regresarían vacías, perdiendo la competencia más absurda que había yo visto.

Los comandantes de ese tiempo siempre tuvieron oídos sordos a estas denuncias. Era la minoría negligente que destruía la imagen de los verdaderos altruistas que día y noche trabajaban incansables al servicio de los demás en las distintas áreas. Era la mayoría quienes tenían amor y respeto por las vidas ajenas, cientos de enfermeras, socorristas, doctores y personal administrativo que realmente daban lo mejor de ellos mismos para que la Cruz Roja pudiera existir.

Para cada guardia se nombraba a un jefe que era el responsable de que todo se hiciera adecuadamente, este a su vez nombraba a los jefes de servicio que encabezaban cada escuadra que se formaba. Juan y yo como instructores nos estrenábamos en esta tarea. Un sábado por la noche estando yo de jefe de guardia se me indicó del cuarto de radio que había habido una urgencia y que debía salir una ambulancia. Nombré a la escuadra que tocaba por turno. Al intentar abordar la unidad se toparon con que ya había personal a bordo, eran dos amigos del chofer. El jefe de servicios me notificó lo que sucedía. Procedí a bajarlos, pero ellos se rehusaron y discutimos unos minutos. El tiempo apremiaba, cada instante contaba en estos casos para salvar una vida. Los intrusos se negaron rotundamente a bajarse. El operador y sus compañeros se negaban a obedecer y me presionaban para permitir esta irregularidad. Me resistí hasta que a mi primer descuido arrancó la ambulancia con sus amigos a bordo y sin ningún socorrista.

Una hora después regresó la ambulancia, en la parte posterior estaba el lesionado que era un señor de unos 40 años acostado sobre la camilla, el piso estaba inundado de sangre, a un costado, su esposa y sus dos hijos que habían presenciado la muerte del jefe de la familia en el trayecto sin que nadie le hubiera prestado la mínima atención. El señor había muerto desangrado por una hemorragia que se podía haber contenido, mientras el chofer y sus amigos viajaban en la parte delantera sin prestar ningún auxilio a quien debieron haber ayudado.

La señora estaba destrozada después de presenciar la muerte de su esposo, estaba incapacitada para hacer algo por él. Los niños impactados a los límites posibles no pronunciaban palabra.

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Las denuncias solo nos trajeron enemistades y amenazas entre personas que perecían no querer corregir lo que estaba mal, ni cabía en su cabeza una idea de mejora. Para muchos la Cruz Roja estaba bien y no necesitaba correcciones.

En octubre de 1984 se acercaba la confraternidad montañista. A la escuela de socorrismo se le había encomendado un cierto número de puestos de socorro en el trayecto del ascenso al cráter del Popocatépetl. Para este fin habíamos entrenado todos. Hicimos prácticas con el equipo, trabajamos en mejorar nuestra condición física, ensayamos el desplazamiento en hielo y practicamos técnicas de rescate en alta montaña. El entusiasmo entre todos era enorme, nadie quería quedar fuera del gran evento. Tanto alumnos como instructores preparaban botas, chamarras, tiendas de campaña, bolsas, de dormir, botiquines y, en fin, todo lo que pudiera ser necesario.

La confraternidad montañista en el Popocatépetl se llevaba a cabo solo una vez al año. La coordinación de las labores de rescate en la montaña se alternaba entre las distintas corporaciones y agrupamientos. Este año le había tocado a la escuela de socorristas esta responsabilidad. Era muchísima la gente que asistía a este evento, venían alpinistas de todas partes del mundo.

También asistían una gran cantidad de organizaciones de rescate entre las que existía rivalidad. Los ojos de muchos estarían sobre nosotros, al igual que la responsabilidad de los heridos. Era un gran reto y una cuestión que encerraba mucho orgullo.

Todo estaba muy bien excepto que el sábado por la noche la escuela debía de cubrir la guardia y todos, incluyendo los otros agrupamientos estarían en el Popocatépetl. Alguien debía quedarse. Todos habían entrenado duro y era difícil hacer esa elección.

-No se preocupen- dijo Rubén con su clásica seriedad. -Yo me quedo, la montaña ahí se va a quedar muchos años y para mí no es tan importante ir ahora, además se necesita quedar uno de nosotros para coordinar la guardia con los alumnos de nuevo ingreso – agregó.

Tenía que ser él, nadie más estaba dispuesto a sacrificarse y no ir al gran evento. Además debía ser un instructor para poder ser jefe de servicio. Ni Juan, ni yo, ni ninguno de los otros estábamos deseosos de hacerlo.

Ese día muchos acusaron a Rubén de cobarde.

-Tú te quedas por no pasar frío, no me salgas con que nos haces un favor- le dijo Omar con afán de molestar. -Además eres una rata de asfalto, en la montaña te mueres seguro- siguió provocando a Rubén.

Omar tenía un apodo, todos lo conocían como “Gochi”. Era el prototipo del individuo que a mi parecer no debía estar ahí. Su poca consideración hacia los otros, su nulo interés por saber nada y su actitud siempre burlona en contra de todo lo que significara orden o superación, lo convertían en nuestro principal enemigo. Para nuestro pesar contaba con el apoyo de muchos. Para quienes no existían las reglas. ¿Qué tenía de malo emborracharse en servicio o en el hospital? O bien, ¿qué más da que las cosas estén mal o que puedan ser mejores si así se han venido haciendo siempre? ¿Por qué no seguir echando carreras en ambulancias para conseguir ganarle los heridos a las demás corporaciones? Y acompañaba su actitud cínica de estruendosas carcajadas. Para él, pese a todo lo que pasaba, las cosas estaban bien y nunca se cuestionó que pudieran ser mejores.

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A Omar no lo volví a ver después de que en una ocasión invitó a su novia a una guardia y la subió en una ambulancia para cubrir un servicio, en contra de las reglas, como era su costumbre. Esa vez reco-gieron a una víctima grave que se había emborrachado en una boda, sacado su pistola, y disparado a la novia, a quien mató de un balazo en el corazón. El resto de los asistentes le habían lanzado toda la cristalería incluyendo las botellas en venganza. Dicen que no había un centímetro de su cuerpo sin cortar. Murió a bordo de la ambulancia como consecuencia de las hemorragias en presencia de la novia de Gochi quien cayó en un shock nervioso tras la fuerte impresión. Como consecuencia de esto estuvo un día y medio sedada en la Cruz Roja y después en un fuerte tratamiento de tranquilizantes. Mientras su novia estaba inconsciente sin reaccionar en el hospital fue la única vez no se carcajeo ni hizo bromas como era su costumbre.

Por otro lado, algunos dudaban de la capacidad física de Rubén. Era delgado y no aparentaba mucha fuerza ni tampoco una gran resistencia, sin embargo yo que lo conocía de tiempo atrás sabía de sus destrezas y que detrás de ese disimulo ocultaba cualidades atléticas. Entre todos los instructores existía una rivalidad que había que desahogar en el campo de acción ocasionalmente. Rubén no solía participar de esta necesidad de demostrar algo frente a los otros.

Soportó la crítica sin oponer resistencia como era su costumbre, siempre amable y educado con todos.

-Las razones por las que me quedo no importan, ustedes vayan al volcán y yo me encargo de la guardia del sábado – agregó Rubén

Cada vez lo admiraba más. Su verdadera vocación era solucionar problemas y no crearlos. Ayudar a los demás sin ayudarse a sí mismo. Por desgracia no siempre lo entendían así. En esa ocasión todos pensaron que Rubén evitaba así pasar frío e incomodidades en la alta montaña.

El sábado en la madrugada partimos rumbo al Popocatépetl. Viajábamos en un convoy numeroso de vehículos de la Cruz Roja que se abrían paso por la ciudad acompañados de sus características luces rojas que emitían las torretas. Tan solo era una hora de trayecto para llegar a donde el paisaje comenzaba a ser majestuoso. Sobre todo al amanecer. La nieve que cubría la mayor parte del volcán, brillaba como con luz propia, llegaba casi hasta donde comenzaban a crecer los pinos. Al llegar instalamos los puestos y preparamos lo necesario. Era mágico estar en este lugar. Los paisajes eran bellísimos. Durante todo el día estuvimos en los puestos disfrutando de la vista, la acción comenzaría hasta la madrugada del domingo que iniciara el ascenso.

Después de un atardecer espectacular nos fuimos a dormir temprano. El día siguiente sería largo. Nuestro puesto de socorros había quedado instalado a pocos kilómetros del albergue de Tlamacas. Sobre la ruta de ascenso. A la madrugada del domingo inició el ascenso de los alpinistas. Mucho antes de amanecer una línea interminable de personas comenzaba a llenar la montaña por las diferentes rutas de acceso, visto a la distancia parecían hormigas saliendo de su hormiguero.

Desde muy temprano tuvimos que trabajar duro vigilando el ascenso de los alpinistas con binoculares. Brigadas de ayuda se habían dispuesto a lo largo de las rutas, al observar alguna anomalía coordinábamos con radios que alguien acudiera al lugar preciso. Bajamos a muchos lesionados, hubo acción para todos. A más de 5000 m. sobre el nivel del mar, sobre terreno peligroso son muchas las cosas que pueden pasar: personas con mal de montaña, caídas, huesos rotos, congelamientos, etc.

Fue emocionante subir y bajar en las camionetas especiales para este terreno, era sorprendente lo que podían hacer. También lo fue vigilar minuciosamente la montaña desde nuestros puestos de socorro

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buscando a quien pudiera necesitar ayuda, hubo que ir por algunos lesionados y caminar largos trayectos en la arena suelta y con poco oxigeno en el aire, por lo que se hacía difícil el andar.

Durante todo el día continuamos con nuestras labores hasta que no quedó nadie en la montaña. Como a las 6:00 p. m. desmontamos los campamentos e iniciamos el regreso. En esta ocasión, no ocurrió nada grave que hubiera que lamentar. Afortunadamente el clima ayudó y todo salió bien.

Al llegar a la Cruz Roja nos sorprendió saber que Rubén había salido a un rescate el sábado por la noche, o más bien, el domingo por la madrugada, y aún no regresaba. Fue hasta el lunes que retornó al hospital con un grupo de excursionistas que se habían extraviado desde el sábado en la cordillera del Ajusco. El sábado por la noche, los familiares, los dieron por perdidos y solicitaron el rescate. Rubén salió junto con tres alumnos totalmente inexpertos a iniciar la búsqueda. Caminaron en el bosque desde la madrugada del domingo. Poco después del amanecer del lunes, gracias a su eficiente distribución en el terreno y una forma ordenada de avanzar en el campo, encontraron a cinco niños de edades entre seis y nueve años acompañados por un adulto de unos 35. Todos presentaban síntomas de exposición prolongada al frío. Su atuendo no era más que de zapatos tenis, pantalones de mezclilla y playeras de algodón con mangas cortas. Fueron encontrados a las 6.00 a. m. acurrucados unos junto a otros imposibilitados de hacer el menor movimiento, incluso de hablar debido a las bajas temperatura de las que eran víctimas. Pasaron la noche inmóviles a temperaturas cercanas a los cero grados centígrados. Cuando los encontraron estaban desesperados y temerosos. Los socorristas, por su parte, no iban mejor preparados que ellos, pero la diferencia radicaba en que no habían dejado de caminar durante la noche, lo que les proporcionó suficiente calor para soportar el intenso frío. Rubén sabía esto, por lo que no dejo descansar a su grupo durante la noche a fin de estar preparados para resistir las bajas temperaturas a más de 3,000 metros sobre el nivel del mar. También sabía que en ese estado no podía mover a los niños, por lo que preparó un fuego al que paulatinamente fue acercando a las víctimas hasta lograr cierta recuperación. El regreso fue sumamente lento pues los niños viéndose perdidos se habían alejado más y más de la carretera, habían caminado durante todo el sábado y el domingo buscando su camino de regreso hasta que cayeron rendidos por el cansancio. Se encontraban muy lejos del camino y muy débiles para caminar de regreso. Habían pasado dos días y dos noches sin probar alimento ni agua tras haber realizado un gran esfuerzo físico. Los socorristas llevaban algunas cantimploras con agua que calentaron al fuego para dárselas a los excursionistas. En un andar lento, pero seguro Rubén finalmente llevó a todos al camino donde llegó una ambulancia a su encuentro.

Durante la búsqueda, cubrieron una extensión enorme de terreno avanzando durante el día y la noche hasta lograr su objetivo, fue una hazaña que todos les reconocieron y que les valió, además, una nota en el periódico elogiando su actuación. Había sido relevante la forma de encontrarlos y la atención que les habían brindado.

Rubén los visitó varias veces durante su recuperación en el sanatorio. Y en la escuela de socorristas había ganado nuevamente la partida, ayudado por el destino que parecía jugar siempre a su favor. Nuevamente no nos quedaba más remedio que reconocer su hazaña. Solo Gochi no oculto su envidia por no ser él el que apareció en algunos diarios.

Para este entonces Juan, Rubén y yo éramos amigos inseparables. Acostumbrábamos cubrir juntos las guardias de los sábados por la noche, era un buen día para vivir aventuras en la ciudad, y desa-yunar en el comedor del hospital a la mañana siguiente. Obteníamos ese derecho por estar anotados en la guardia de ambulancias. Era un momento para platicar lo ocurrido en la noche acompañados de

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café de olla rebajado, una concha, huevos revueltos a la mexicana y frijolitos de olla. Lunes, miércoles, y viernes de 7.00 a 10.00 p.m. impartíamos clases en la escuela de socorrismo. Los sábados por la mañana frecuentemente organizábamos prácticas de rapel en las afueras de la ciudad. Los Dinámos, la Marquesa o el Ajusto tenían todo lo necesario.

Fue una época en la que estuvimos entregados en cuerpo y alma a la Cruz Roja. Rubén más que ninguno.

Pasamos muchas horas de muchos días platicando juntos en un café cercano. Fue más de una vez que llegábamos a comer y salíamos varias horas después de haber cenado. Temas para discutir nunca nos faltaron, hablamos sobre la situación en la Cruz Roja, Gochi y sus amigos, planes para combatirlos. Diseñábamos cursos y campamentos, hablábamos de nuestras novias, y comentábamos anécdotas que íbamos viviendo juntos.

Fue tal la entrega a la institución que los resultados en la escuela fueron catastróficos. A mi me fue muy mal, pero para Juan fue aún peor, a tal grado que tuvo que cambiar de escuela por un año. Esto ocasiono tal enojo de sus padres que terminó yéndose de su casa. La Cruz Roja tenía un dormitorio que había sido construido para los socorristas que estuvieran de guardia. Con el tiempo se había ido ocupando por personal que encontraban ahí un lugar temporal donde vivir. Fue así que Juan se alojó en ese dormitorio haciendo de la Cruz Roja, no su segundo hogar, si no el primero.

En ese entonces uno de los principales problemas que tuvimos que enfrentar fueron las carreras que se jugaban entre ambulancias de distintas corporaciones. En muchas ocasiones nos tocó ver competir por los lesionados, cometiendo atropellos con tal de llegar primero. Más de una vez, con dos o tres heridos a bordo ya en camino al hospital, los choferes al interceptar otras llamadas por la radio, se desviaban de su camino a fin de no permitir a otras ambulancias recoger a algún herido y “ganarle el servicio”. Luego, orgullosos platicaban cuantos lesionados habían trasladado y como los habían tenido que acomodar. Muchas veces viajamos con cuatro o cinco lesionados en posiciones inaceptables mientras otras ambulancias regresaban vacías. Esta conducta irracional siempre resultó inexplicable para mí. Hicimos hasta lo imposible por combatirla sin nunca conseguir otra cosa que enemistades. El estado en el que se encontraban las ambulancias a veces era deplorable y aun así no se resignaban a no llegar primero, haciendo arriesgadas maniobras a altas velocidades con llantas lisas, pésimos frenos, suspensiones defectuosas, direcciones que fallaban, etc. Ocurrieron cientos de accidentes en los que fallecieron algunas personas y otras tantas resultaron gravemente heridas, pero la irresponsabilidad de choferes y dirigentes no logró corregirse.

El lunes 19 de noviembre de 1984 ocurrió en la ciudad de México un siniestro de dimensiones sin precedente. En el barrio de San Juanico, Estado de México, a partir de las 5:45 de la mañana siete explosiones sucesivas con llamas que se elevaron cientos de metros hacia el cielo, arrasaron con casas y enseres, sorprendiendo a familias y personas de la zona, creando un paisaje de cenizas, escombros, lamentos, cuerpos calcinados y fuego. Cifras conservadoras calcularon que hubo más de 400 muertos, alrededor de 5 mil damnificados, 980 heridos, 20 manzanas afectadas, 600 hogares destruidos y doscientas mil personas desalojadas del área por más de 48 horas.

La explosión de la planta de distribución de Pemex puso en movimiento a todas las instituciones de urgencias del D.F. y del Estado de México incluyendo al ejército. La respuesta a la catástrofe fue extraordinaria, destacándose la hazaña profesional y humana de los cuerpos de bomberos que acudieron al llamado.

Las explosiones de San Juanico nos hicieron vivir una experiencia que no conocíamos, vimos de cerca una tragedia de dimensiones que rebasaron lo que muchos pudimos imaginar. Rubén sobre

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todo, realizó un trabajo excepcional siendo de los primeros en llegar a la zona del desastre. Tras las primeras explosiones los cuerpos de emergencia del Estado de México trasmitieron por radio las dimensiones del siniestro, lo que puso en marcha a las unidades de la Cruz Roja Central. Era el mayor clave tres desde el choque del metro en 1975.

Juan y yo nos enteramos de lo sucedido estando en el colegio. Al saberlo nos invadió una urgencia por acudir a ayudar. No hubo forma de abandonar la escuela hasta la hora de la salida. Una vez fuera corrimos a la Cruz Roja para incorporarnos a las tareas de ayuda. Al llegar ahí vimos que el Hospital Central estaba como nunca, cientos de autos rodeaban el edificio, las inmediaciones estaban inundadas por periodistas que cargaban cámaras y grabadoras, en la banqueta funcionarios públicos conversaban y entraban y salían del edificio, también se había congregado gente deseosa de ayudar que preguntaban qué podían hacer. Y un poco más alejados cientos de curiosos contemplaban el movimiento. A pesar del alboroto nos resulto fácil llegar al patio de ambulancias y abordar el primer transporte que salió rumbo al siniestro.

Rubén había estado de guardia la noche previa, por lo que acudió al lugar desde los primeros momentos, nos contó que al llegar, todo era desconcierto y pánico; y aún más cuando los tanques gigantes llenos de combustible siguieron explotando. Presenció muy de cerca las últimas explosiones, arriesgando su vida buscó, en medio de la tragedia, sobrevivientes para desalojarlos de la zona afectada. Auxilió a víctimas desde los primeros momentos después de que se iniciara el primer incendio. Le tocó vivir escenas de dolor indescriptible en medio de la confusión absoluta y el terror que padecieron los que ahí se encontraban. Nos describió lo difícil que fue para él sobreponerse a la impresión de tantas personas quemadas de todo el cuerpo que gritando de dolor suplicaban ser ayudados. El olor era intolerable y el ambiente sobrecogedor, pero no hubo tiempo para contemplaciones ni desmayos. Había muchas personas quemadas que necesitaban atención inmediata y en ningún momento repulsión por parte de aquellos que venían a salvarlos.

-Nunca había visto algo tan terrible como lo que ocurrió en San Juanico. Necesité más determinación de la que pensé que tenía para no desmallarme en ese lugar - nos dijo.

-Cuesta trabajo seguir viendo a la gente como gente, te dan ganas de irte, de salir corriendo, te arrepientes de haberte subido a la ambulancia y haber ido. Y lo más difícil es no ver a las personas como algo repulsivo aún con la deformación física o el mal olor que genera la piel humana cuando se quema- continúo su relato.

-Más de uno vomitó y muchos desearon no haber estado ahí.

Ese día vi llorar a Rubén mientras me contaba lo que había presenciado, en especial le afectó ver a una pequeña niña:

-Sólo tendría unos siete años y estaba totalmente quemada, caminaba desorientada por la calle buscando quién la pudiera ayudar, tenía la carne calcinada en casi todo el cuerpo y no se quejaba, se acercó a mí tambaleándose, de en medio de un rostro obscuro surgieron dos ojos grandes, levantó la mirada para verme, entonces me hinqué para revisarla y vi una expresión llena de dolor y miedo; entonces cayó muerta sin que yo pudiera hacer nada… no es justo, no entiendo porque pasan estas cosas - concluyó su relato entre sollozos.

Juan y yo llegamos a San Juanico después de atravesar toda la ciudad en una unidad de la Cruz Roja,

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al llegar recogimos y trasladamos damnificados a los albergues que se habían instalado en algunas escuelas cercanas al lugar del desastre. Ahí hubo que curar heridas, distribuir alimentos, hacer recuentos, proporcionar información sobre las víctimas, etcétera. Por la tarde y durante toda la noche trabajamos en la organización de los campamentos donde habríamos de alojar a los damnificados. La gente estaba desconsolada, aún no se recuperaban de la impresión, había quienes lloraban al intercambiar sus historias. Otros muchos se consolaban entre sí, también había quienes estaban preocupados por sus pertenencias, necesitaban saber que iba a pasar. Muchos buscaban a familiares o seres queridos desaparecidos. Para los niños, en cambio, era diferente, jugaban como si no hubiera ocurrido nada. La mayoría podían sonreír y divertirse. Había mucha gente ayudando y mucho que hacer para ayudar.

Surgió la necesidad de abastecer de leche y provisiones a los bomberos que trabajaban cerca de los incendios. Así que pronto abordamos una ambulancia que nos trasladaría a la zona del siniestro.

Avanzamos en dirección al fuego que se podía contemplar a kilómetros de distancia. En la zona más cercana a la explosión todo era silencio, como si la vida se hubiera detenido por completo, aún había cuerpos calcinados que inmóviles permitían suponer lo que hacían al ser alcanzados por la explosión, las casas y las calles estaban totalmente desiertas, se veía todo negro, calcinado, cubierto por cenizas. A lo lejos, aún en llamas, se veían las esferas gigantescas que habían explotado, a su alrededor y entre el humo brillaban la luces rojas de los carros de bomberos que les lanzaban chorros de agua. El ejército recogía los cadáveres y patrullaba aquel pueblo fantasma para impedir que se robaran las pertenencias de los que habían sido evacuados.

Fue una noche larga, trasladamos bomberos a hospitales cercanos por intoxicación con humo. En los albergues también fue necesario brindar atención a personas que presentaron crisis nerviosas y lesiones que empeoraron.

A la mañana siguiente fuimos relevados, y nos fuimos a nuestras casas muertos de cansancio pero llenos de historias que contar.

Para enero de 1985, los alumnos que se habían integrado a la escuela de socorrismo meses atrás y por lo tanto habían estado directamente bajo nuestra influencia desde un inicio, estaban por graduarse. Todo este mes se concentraban de lleno en practicar a bordo de las ambulancias acompañados por los instructores. Rubén, Juan y yo nos abocábamos a la tarea de que estos nuevos alumnos no se corrompieran al tener contacto con los vicios institucionales. Era grato cubrir servicios en los que todo se hacía de acuerdo a las normas, acompañados de personas dispuestas a aprender y a ayudar genuinamente, sin duda fueron estos los mejores servicios en los que participé.

Por algún tiempo continuaron las revisiones de signos vitales, los descensos en rapel, la contención de hemorragias, la inmovilizamos de extremidades, el ayudar en incendios, afrontar paros cardiacos y dar respiración artificial. Practicamos muchas veces y finalmente desarrollamos destreza contra la adversidad, en nosotros y en nuestros alumnos.

Acostumbrábamos salir los tres juntos acompañados por alguno de los alumnos. Juan y Rubén se abocaban a atender a las víctimas en todo lo que se refería a cuestiones médicas. Yo me inclinaba más por realizar lo que se relacionaba con el rescate de las víctimas: ponerlas a salvo y sacarlos de lugares difíciles o peligrosos. Juntos reuníamos un equipo bastante completo tanto en lo médico como en lo dinámico. Cada uno conocía bien su papel, sabíamos actuar rápida y eficazmente, nos conocíamos

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bien y eso facilitaba nuestro desempeño. Los alumnos pronto se acoplaban a nuestra forma de trabajo y muchos gustaban de ir con nosotros.

Nuestra labor a veces fue bien recompensada. Como aquel 14 de febrero en el que recibimos un pastel enorme con una tarjeta de agradecimiento.

La sala de socorristas, el cuarto de radio y el patio de ambulancias se convirtieron prácticamente en nuestro hogar. Y la historia que se repetía una y otra vez fue la rutina de muchos días: casi siempre todo comenzaba con una llamada telefónica, seguida por el timbre, que de manera instantánea ponía todo en movimiento, luego le seguía el arrancar de un motor, el encendido de la luces de emergencia, la movilización de las personas para abordar la ambulancia y concluía en el alejarse de la sirena a la distancia, casi siempre observada por los que esperaban su propio turno en aquel curto de socorristas.

Lo que nunca fue rutina era lo que nos encontrábamos en las calles, cada caso fue único.

Un servicio que fue muy especial ocurrió en una ocasión en la que todo inicio como siempre: sonó el teléfono, luego el timbre, tomamos los cascos, las chamarras y los botiquines, abordamos la ambulancia y arrancamos a toda velocidad hacia la terminal de autobuses poniente. Eran los momentos de incertidumbre, mientras la ambulancia avanzaba a través de la noche con la sirena prendida cruzando calles y puentes, en los que todos experimentábamos un cierto nerviosismo. Era el esperar para saber qué ocurría, siempre atentos a la radio y a todo indicio que nos pudiera dar una pista. Ya en el lugar esa emoción se terminaba, había que trabajar en solucionar problemas y eso no dejaba tiempo para otra cosa.

En esta ocasión no hubo forma de recabar más información, el que había solicitado el servicio no había sido claro en lo que ocurría. Por lo que al llegar a la terminal aún no sabíamos de qué se trataba. Nos bajamos presurosos cargando botiquines, camilla y equipo de rescate. Fuimos directo a la comandancia de la Policía Federal de Caminos ya que era desde ahí de donde provenía la llamada. Ahí el comandante, ante nuestra sorpresa, nos explicó lo que pasaba:

-Tenemos aquí a una muchacha que fue encontrada a bordo de un autobús y traída a nosotros. La chica no habla y se comporta en forma extraña. He hablado a otras instituciones, pero todos se negaron a venir (tal vez porque era sábado por la noche) y yo no me puedo hacer cargo - concluyó el jefe policiaco.

Nosotros no podíamos trasladarla, sería en contra de los lineamientos de la Cruz- Roja.

-Comandante, lamento decirle que no la podemos trasladar ya que no está herida y en el hospital no la aceptarían- le dije.

La muchacha estaba encerrada en un cuarto sola, tendría entre 17 ó 19 años, se veía humilde, pero su ropa no estaba ni rota ni sucia. Su aspecto era bastante normal, ella estaba limpia y tenía el cabello bien arreglado. Su rostro era bonito y reflejaba un gesto infantil, como si se tratara de una niña pequeña. No pronunciaba una palabra, tampoco se veía lastimada, era una situación extraña, tampoco había evidencias que nos hicieran suponer que padeciera algún síndrome congénito, o bien, algo que la limitara de sus facultades mentales.

-¿Se la van a llevar ustedes? -insistió el policía.

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-Nosotros no podemos, pero lo que sí puedo hacer por usted es hablarle a quien le competen estos casos – le informó Ruben

Marqué el número de la dependencia estatal que era responsable de atender casos de indigencia, niños abandonados, invidentes, y personas con incapacidades físicas y mentales, que no eran atendidos por la Cruz Roja ya que requerían de un manejo especial. Pero por más que insistí nadie contestó. Rubén deseoso de solucionar el problema solicitó autorización a la Cruz Roja para trasladar a la chica, hablo con el área de trabajo social buscando que alguien se pudiera hacer cargo. Después de mucho insistir lo consiguió.

La muchacha parecía inofensiva. Pensamos que lo único que había que hacer era llevarla del brazo hasta la ambulancia y luego simplemente trasladarla hasta el hospital. Juan al acercarse recibió los primeros rasguños y al insistir se convirtieron en mordidas y patadas. El sólo hecho de estar próximo a ella la convertía en una fiera incontenible. Rubén pensó que todo se arreglaría usando un poco de amabilidad, seguro de sí mismo se aproximó lentamente mientras le decía en tono suave que no tuviera miedo. La reacción fue la misma. La muchacha estaba aterrorizada y actuaba igual que un animal salvaje lo hubiera hecho al verse acorralado.

En otras ocasiones ya había yo visto algo parecido. Personas víctimas de situaciones que rebasaban su propia capacidad de asimilarlas caían en este estado de inconsciencia. En este caso parecía ser una renuncia a ser ella misma, no aceptando al mundo que la rodeaba y refugiándose en su interior. Mostrándose como una niña pequeña que no tenía que explicarse lo que no comprendía. Mis pocos conocimientos de psicología me guiaron a la conclusión de que nos hallábamos frente a un caso de regresión producido, seguramente, por algún hecho demasiado trágico que su consciente no fue capaz de tolerar y recurrió a este mecanismo de defensa para protegerse del dolor que le habían ocasionado.

-¿Qué decían los manuales de primeros auxilios al respecto?- nada que yo recordara en ese momento.

Había que usar el sentido común; el chofer sugirió que entre todos la detuviéramos y la sometiéramos por la fuerza, conteniendo su ira hasta llegar al hospital. Definitivamente no era el tipo de sentido común al que yo me refería. La chica no era débil, por lo que este método implicaría demasiada violencia y una lucha encarnizada para todos. Por otro lado no era lógico que la Cruz Roja, una institución destinada a aliviar el sufrimiento, se llevara a alguien a la fuerza, entre golpes, patadas y rasguños.

Todos intentaron calmarla de muchas maneras, pero la respuesta siempre fue la misma. Sólo conseguimos irritarla más cada vez. Estaba resultando algo completamente nuevo para nosotros, ayudar a alguien que no quería ser ayudado y que no comprendía que esa era nuestra intención.

Mi opinión era que antes que nada debíamos ganarnos su confianza, después de todo era un ser humano que siente, sufre y a su manera estaba pensando. No se trataba de imponerse sobre ella, sino de comprenderla, entender su situación y saber que detrás de la irracionalidad existía un ser capaz de confiar y recibir ayuda. Yo era el único que no había intentado nada, por lo que era mi turno, lo primero que noté fue que la presencia de más gente la perturbaba, les pedí a todos quedarme solo con ella. Lo siguiente que hice fue sentarme a una distancia que no transgrediera su seguridad. Moviéndome lentamente quede sentado en una silla sin hacer nada, solo mirándola de frente.

Esto era todo lo contrario a dar un masaje cardiaco o una respiración artificial a un agonizante, aquí no cabía proceder rápido y agresivamente, en cambio, se requería ser paciente y cauteloso.

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Ella me observó con curiosidad, quería detectar mis intenciones. Sin hacer ningún movimiento brusco, extendí la mano hacía ella al tiempo que la miraba procurando un gesto amable en mi rostro. Me detuve a una distancia considerable, tenía la palma hacia arriba indicándole que estaba vacía y que era inofensiva. Al principio se intentó apartar lo más posible sin despegarse de la silla, luego al ver que yo no hacía otro movimiento, se colocó en su posición inicial. Estaba confundida, no se atrevía a confiar en mí, pero tampoco encontró razón para temerme. Muy lentamente me acerqué a ella un poco más, mantuve extendido mi brazo, pero no hice ningún intento por tocarla. Ella seguía tratando de descifrar mi intención. Me miraba y observaba a su alrededor como buscando una posible trampa. Me puse en cuclillas para ser menos amenazante, ahora ella me miraba hacia abajo, lo que aumentó mucho su confianza. Di otro pequeño paso hacia ella sin experimentar ningún rechazo. Estaba lo suficientemente cerca para tocarla, pero no lo hice. Preferí que ella por su propia voluntad hiciera contacto con mi mano aun extendida.

Finalmente después de mucho observarme extendió su mano hasta mí. Con gran lentitud me acerqué un poco más y tomé su mano con suavidad. Esperé unos instantes a que creciera su confianza para acercarme por completo. A escasos centímetros de la chica no noté más miedo, me puse de pie poco a poco frente a ella al tiempo que le tomaba la mano, luego la jalé despacio, indicándole con esto que se levantara, me miraba a los ojos mientras ella se dejaba llevar por mí.

Cuando Rubén y Juan abrieron la puerta para ver mis resultados la muchacha se aterrorizó de nuevo, me abrazó fuertemente de la cintura y se protegió tras de mí interponiéndome entre ella y los extraños. Había pasado una hora desde que llegamos y no podíamos perder más tiempo pues la ambulancia se podía necesitar para otros servicios. Me hubiera gustado darle tiempo para adquirir más confianza antes de intentar llevarla a la ambulancia, pero no podíamos esperar más y debíamos hacerlo ya. Caminé con ella abrazada a mí sin que hiciera resistencia, pero la sola cercanía de otra persona la inquietaba mucho. Yo me sentía sumamente orgulloso, era grato haber sido elegido como depositario de su confianza. Durante el trayecto la chica se comportó bien, pero no se me despegó un centímetro.

Debe haber sido algo extraño, al llegar al hospital, verme bajar de la ambulancia abrazado de la muchacha. Ella miraba asustada a su alrededor identificando donde se encontraba, pero mientras yo estuviera a su lado avanzaba con cierta seguridad, siempre inclinada hacia mí tomándome con ambas manos. Con mi brazo sobre sus hombros la acompañe hasta una cama desocupada en urgencias e intenté dejarla, pero al instante que me perdió de vista enloqueció agrediendo a las enfermeras y doctores que no lograron contenerla. Ella gritaba desesperada pateando y mordiendo a quien tuviera cerca. Al escuchar el estruendoso desorden, casi instintivamente corrí de regreso adonde la había dejado. Ella al verme corrió hacia mí sin que nadie se lo pudiera impedir, me abrazó con todas sus fuerzas, mientras lloraba y temblaba en mis brazos. Le tomó unos segundos recuperarse por completo mientras poco a poco iban disminuyendo los sollozos. Cuando estuvo serena se dejo revisar pero no permitió por ningún motivo que yo me alejara de nuevo. Los doctores tuvieron que actuar mientras me abrazaba. Solo entonces permitió que la auscultaran, e incluso no opuso resistencia a la inyección de anestesia con la que finalmente se desvaneció en la cama soltándome lentamente hasta quedar completamente dormida.

A la mañana siguiente sería revisada por el especialista y puesta a disposición de trabajo social para descubrir su origen y encontrar a sus familiares, por lo pronto, dormiría en paz.

No todo en la Cruz Roja era acción y sangre, también había servicios como éste llenos de ternura que ponían a prueba nuestro lado más humano.

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Durante algún tiempo las cosas siguieron su marcha, Rubén poco a poco se desinteresó por los servicios de emergencia concentrándose más en cuestiones administrativas del comité de capacitación.

Posteriormente por alguna razón, que aún desconozco, su familia se vio en dificultades económicas. Causa por la que tuvo que buscar trabajo para aportar dinero a su casa. No le costó mucho encontrarlo ya que gozaba de popularidad y confianza entre todos los que lo conocían. Un amigo le ofreció trabajo en la cafetería durante el turno de la noche, por lo que Rubén prácticamente se retiró por completo de las guardias ya que ocupaba el día en estudiar y descansar mientras que trabajaba toda la noche.

Nuevamente me maraville de su forma de ser. Muchas veces lo vi regalando algo de comer, un café caliente o un té a personas muy humildes. Muchos de ellos esperaban noticias de sus familiares durante la madrugada, otros tenían que esperar toda la noche a que sus seres queridos salieran de peligro. A muchos les esperaban elevados gastos imprevistos y literalmente no tenían un peso para gastar. Otros más se aferraban a los pocos pesos que necesitaban para regresar a sus casas, a veces en lugares lejanos.

Ese café o pan que Rubén les conseguía, les hacia tolerable la interminable espera. Lo recibían con la más inmensa gratitud y contentos de haber contado una vez más con un poco de compasión. Con esto les ayudaba a permanecer despiertos cuando era necesario, a soportar el frío y el sueño, la angustia y el miedo. Eran personas que debían resistir con lo mínimo y así estaban acostumbrados. Muchas veces resignados, pero no derrotados, muchas otras, desesperados y desolados.

Rubén ayudaba desde donde estaba, siempre encontró la forma de hacerlo, luchaba incansablemente por ser amable, por tener calidad humana, por no ser indiferente y por darle valor a lo que a otros les sucedía. Combatía el hambre desde una pequeña cafetería, pero más que el hambre lo que realmente combatía era la apatía, la distancia entre las personas, la barrera que nos insensibiliza de las necesidades apremiantes de nuestro prójimo.

Muchas veces suceden cosas que nos resultan difíciles de comprender y nos parecen injustas. Así fue lo que ocurrió un sábado por la mañana. Era un día muy soleado, sin una nube en el cielo, sonó el teléfono de mi casa, hablaban de la Cruz Roja. Había ocurrido un accidente: la ambulancia 31 compitiendo contra una de Rescate por acaparar más lesionados había chocado resultando gravemente heridos los socorristas. Entre ellos se encontraba Rubén quien estaba muy grave en el hospital. Sin perder un minuto fui a la Cruz Roja para saber más sobre su estado. Al llegar me encontré con que estaba en cirugía, había sufrido una fractura de base de cráneo y su estado era crítico. No quedaba nada que yo pudiera hacer, sólo aguardar. Resignado tomé un lugar en la sala de espera. Más y más gente fue llegando al irse enterando de la noticia. Todos, al igual que yo, consternados por lo que había ocurrido.

Ese día a las 7:00 a.m., cuando Rubén salía de trabajar, pasó frente al cuarto de radio donde fue convencido para salir a un servicio urgente ya que no había más personal. Él no hubiera dejado pasar la oportunidad de estar donde se le necesitaba, por lo que se vio obligado junto con otro compañero a abordar la ambulancia. Todo fue rápido, no se uniformaron ni llevaban casco. Primero recogieron a un accidentado con heridas menores a quien trasladaban al hospital, cuando rastrearon por radio una llamada a Rescate indicando de un choque cerca de donde se encontraban, también supieron que la otra ambulancia estaba cerca por lo que el chofer sin medir riesgos intentó hasta lo imposible por llegar primero. A pocas cuadras de su destino, un automóvil no respetó la sirena y la ambulancia cuyos frenos estaban en pésimo estado, chocó contra el vehículo volteándose después. Todos los

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heridos fueron trasladados a la Cruz Roja.

Rubén no salió de cirugía, murió en el quirófano sin que los doctores pudieran hacer nada por salvarle la vida. Era una lesión demasiado fuerte en cráneo. Así lo informó el médico que se presentó a dar la noticia.

Sus padres estaban destrozados, gente sencilla y buena a quienes la noticia partió como un rayo. La sala de espera se llenó de sollozos en instantes.

Yo tenía sentimientos encontrados y la cabeza revuelta. Sentía gran tristeza, pero también coraje. Una de las mejores personas que yo conocía había fallecido por una conducta irresponsable. Finalmente la imprudencia había cobrado sus víctimas como siempre sucede. Pero como muchas, esta era una muerte que se podía haber evitado de haber existido la conciencia, la responsabilidad y la voluntad de hacerlo. Pero las denuncias que habíamos hecho tiempo atrás siempre encontraron oídos sordos y mentalidades mediocres, incapaces de anticiparse a lo que era evidente, incapaces de preocuparse genuinamente por sus semejantes, por sus compañeros y protegerlos adecuadamente, incapaces de resolver lo que estaba mal con la suficiente urgencia. Esta no había sido la primera y no sería tampoco la última vez que se perdieran vidas por omisiones demasiado obvias.

Pero a la tristeza, el coraje y la indignación se sumo otro sentimiento que se fue desdoblando poco a poco hasta convertirse en una gran claridad. Rubén había muerto en servicio y eso no era cualquier cosa. Al hacerlo se convertía en Héroe. Se volvía un ejemplo de sacrificio y de devoción a una causa: ayudar al prójimo. Al morir así dejaba un legado. Había dedicado una parte de su vida a ver por los demás y murió haciéndolo. Tal vez, y a pesar del dolor que implicaba, todo esto tenía sentido. Todos algún día moriríamos, pero no todos seríamos recordados así.

El siguiente sábado por la mañana se llevó a cabo una ceremonia en su honor en el helipuerto del Hospital Central. Había una gran concurrencia. Casi todos los miembros de la Escuela de Socorrismo y de otros agrupamientos estuvieron ahí. Era difícil reunirlos a todos, pero a estos eventos nadie faltaba. Además de ser un homenaje a Rubén también era la forma en la que nos reconocíamos a nosotros mismos la noble labor que desempeñábamos. Tal vez porque había algo de lo que todos estábamos conscientes, pero casi nunca recordábamos: el gran peligro que constantemente corríamos. Era una oportunidad de sentirnos orgullosos de ser parte del grupo al que pertenecíamos. De ser uno de los que pueden morir por salvar a otro. Nos dolía la pérdida. Nos dolía mucho. Pero más allá de ese dolor existía un sentimiento más profundo, un sentimiento de orgullo con nosotros mismos, con cada uno y por Rubén. Por lo que éramos capaces de hacer. Por el peligro que corríamos. Porque eso no nos detenía. Rubén no era ni el primero ni el último de los héroes desconocidos que en su labor discreta y cotidiana habían muerto haciendo algo por la gente.

A la ceremonia también acudieron los comandantes. Ajenos a todo sentimiento real de lo que ocurría, responsables en cierta medida de los hechos, fue muy poco lo significativo que pudieron decir.

Al concluir la ceremonia hicieron sonar las sirenas simultáneamente, era un ruido ensordecedor que no cesaba, que no se alejaba en la distancia, que lo inundaba todo. Igual al sentimiento que nos invadía. No podía haber mejor forma de expresarlo. Nos llenaba de todos los recuerdo y de todo el dolor de un golpe. Ese sonido agudo era nuestro símbolo y en ese momento fue la manera de gritar

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lo que todos sentíamos.

Tanto tiempo de presenciar la lucha entre la vida y la muerte en otras personas no hizo menos duro este golpe para nosotros. Ese día Juan y yo salimos del helipuerto con lágrimas en los ojos, nos dolía la pérdida de un gran amigo que ya no estaría más. Caminamos entre la gente sin pronunciar una sola palabra. Todos nos miraban, sabían que había muerto alguien importante en nuestras vidas. Seguimos caminando hasta alejamos de la Cruz Roja.

No lo supimos en ese momento pero en aquel día muchas cosas habían terminado. Como por arte de magia, tanto a Juan como a mí, se nos acabo el entusiasmo por la institución. Abandonamos las guardias y las demás actividades, y la Cruz Roja quedó relegada en nuestras vidas.

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Capítulo V

Rescate en el Popo

De un día para otro no sentí más ganas de ir a la Cruz Roja. Súbitamente se acabó el entusiasmo por salvar vidas. Lo que antes fueron buenos recuerdos, ahora se sentían más bien confusos. Más valía entonces, cambiar radicalmente. Sin decidirlo conscientemente era querer cerrar ese capítulo de mi vida e iniciar uno nuevo, diferente, otras actividades, otros amigos, otras emociones. Colgué en un gancho mi uniforme y lo guardé como una pieza de museo, solo un símbolo de viejos tiempos que, por lo pronto, habían terminado. Junto a él fueron a parar mi botiquín, con todo lo que contenía dentro como testimonio de lo que alguna vez había sido, y mi equipo de rescate que acompañó a las otras cosas en ese lugar especial en mi ropero.

Los grandes retos y las fuertes emociones debían ser sustituidas solo por algo equivalente. De todo lo que había experimentado hasta entonces, el alpinismo que, por cierto, lo había aprendido y practicado en la Cruz Roja, parecía un buen sustituto. En poco tiempo tuve listo lo necesario para empezar a expedicionar. Incluyendo a mis amigos de la preparatoria que estaban tan dispuestos como yo para iniciar el descubrimiento de la alta montaña. Los primeros ascensos fueron al Popocatépetl utilizando las rutas más sencillas. Conquistamos el cráter en varias ocasiones y fuimos adquiriendo experiencia. Las emociones fueron aumentando conforme aumentábamos el grado de dificultad. El alpinismo contenía lo necesario para atrapar nuestro interés: el reto y la satisfacción de superarlo. Era muy agradable respirar ese aire helado de las montañas, ver los magníficos paisajes, tomar las precauciones para sobrevivir, luchar contra los obstáculos y sobre todo, llegar al final del día satisfecho y cansado por haber conseguido una meta.

Exploramos también ríos subterráneos y grutas, hicimos descensos en ríos y acampamos en diversos climas. Experimentamos sensaciones increíbles en medio de la naturaleza, la aprendimos a respetar y descubrimos algunos de sus secretos.

La Cruz Roja estaba siendo olvidada, el estar ocupado no me dejó tiempo para extrañarla, además que, “era bueno cambiar de ocupación”, me decía a mi mismo.

-Todo tenía una época, un principio y un fin - así lo pensaba. Hasta que un fin de semana comprendí el valor de lo que dejaba.

Estábamos en Tlamacas (el albergue alpino del Popocatépetl), un lugar como pocos había conocido. Era una construcción imponente en medio del bosque. Al frente, ondeaba la bandera de México colocada en lo alto de un asta que se alzaba en el centro de una gran plaza. Se respiraba el aire frío y delgado de las montañas, mientras el cielo lucía de un color azul marino intenso y la nieve brillaba blanquísima al fondo. Por las noches el aire era helado y se podían mirar prácticamente millones de estrellas, mientras la nieve resplandecía como si tuviera luz propia e iluminaba la construcción. La entrada principal tenía una gran puerta de madera que conducía a un espacio que tenía otra puerta de cristal, las dos puertas eran para conservar la temperatura del interior. Por dentro los pisos eran de madera colocada en trozos anchos y bien barnizados, los techos eran altos, de dos aguas, también de madera. Había grandes ventanales desde donde se veía el hermoso paisaje del bosque y aquellas

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majestuosas montañas nevadas. Los vidrios eran dobles para aislar el interior de las bajas temperaturas. Al centro del lugar había una gran chimenea de bronce que en forma de embudo invertido se proyectaba hasta terminar en un tubo que se introducía en el techo a unos cinco metros del piso. En torno a la gran chimenea había diferentes espacios: una sala de lectura, un restaurante y en la parte más baja unos sillones para sentarse frente al fuego.

El restaurante estaba en un entrepiso al que se accedía subiendo por una escalera de madera que partía de la sala frente a la chimenea, y al fondo, una gran ventana que veía al bosque.

Esa tarde mi grupo de amigos y yo comíamos en el restaurente. Nos acompañaban a la mesa los integrantes del grupo de socorro alpino del lugar. En una forma un tanto presuntuosa iniciaron narraciones sobre anécdotas de rescates, hablaron de los riesgos que ofrecían las montañas, la nieve, el hielo y la lata montaña, hablaron de personas en peligro, heridos y lo que habían hecho para salvarlas. Entonces llovieron en mi mente cientos de aventuras de las que yo había experimentado en la Cruz Roja, conocía el sabor que tenían los rescates, sabía lo que era sentirse héroe. Me llené de satisfacción al recordarlo y al saberme capaz de haber hecho lo mismo que estos alpinistas que tanto estaban impresionando a todos con sus historias.

Estábamos sentados siete amigos y cuatro integrantes del socorro alpino alrededor de una mesa grande en forma rectangular. La sala de lectura del albergue, que se encontraba frente a nosotros, estaba llena, en el resto del lugar la mayoría de la gente conversaba entre sí, mientras que otros veían por la ventana los pinos irse cubriendo de blanco con la nieve que caía en enormes cantidades. De vez en cuando se dejaba escuchar un trueno que rompía con la quietud. Todos vestíamos muy abrigados, ya que aun dentro del albergue el frío era considerable. La nevada se había convirtiendo en tormenta. El viento se podía escuchar golpeando las grandes y gruesas ventanas del lugar, los árboles se inclinaban empujados por el viento y la nieve que los embestía. La visibilidad se fue desvaneciendo en la ventana hasta quedar todo oculto por una espesa neblina que convirtió el paisaje en una densa mancha blanca.

Los alpinistas y nosotros platicábamos cómodamente mientras tomábamos bebidas calientes. Era una lástima que el clima nos hubiera impedido salir a escalar, pero realmente habíamos contado con suerte ya que gracias a que se nos había hecho tarde nos pudimos dar cuenta a tiempo del mal clima que se avecinaba por lo que no salimos desde un principio. De otra forma nos hubiéramos alejado y tenido que regresar en medio de la tormenta.

Los truenos y relámpagos se hicieron más frecuentes y estruendosos cada vez. Era agradable estar protegido dentro del albergue, como en un barco en medio del océano que a pesar de la soledad del mar nos ofrecía seguridad y comodidades que nos mantenían a salvo de la tempestuosa naturaleza, que parecía tener un espíritu destructivo esa tarde.

Muchos alpinistas y excursionistas habían salido temprano por la mañana y habían ido regresando uno a uno. La magnitud de la tormenta hacia sumamente peligroso moverse en la montaña. Era recomendable ponerse en algún lugar seguro con suficiente anticipación por lo que la mayoría se habían preocupado por iniciar el regreso a tiempo.

Conforme fueron llegando, fueron registrando su regreso en del libro donde se habían anotado al salir, de esa forma se comprobaba que todos los que habían salido regresaran. Esa era la regla: uno debía anotar ahí lo que planeaba hacer en la montaña, cuándo esperaba regresar, así como la ruta que seguiría.

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A las 4:30 p.m. se abrió la puerta del albergue dejándose escuchar el silbido del viento tempestuoso del exterior. Entró un alpinista del grupo de rescate, estaba vestido con un uniforme rojo y todo lo necesario para desplazarse en la nieve. Se fue quitando el gorro y los guantes al tiempo que caminó apresurado hacia nosotros.

-Oiga -dijo, dirigiéndose a su jefe que nos acompañaba a la mesa.

-Faltan dos grupos por llegar y son de gente no experimentada y probablemente sin buen equipo.

La tormenta era intensa, siendo principiantes sin equipo no podrían regresar a menos que se encontraran en el camino principal al haberse iniciado la nevada. Esto les daba un margen para llegar de una hora y media, dos máximo. La nieve cubriría rápidamente el camino y lo volvería invisible haciendo prácticamente imposible el seguirlo, sobretodo, para quién no estaba familiarizado con el terreno. Si en ese tiempo no regresaban, quería decir una de dos cosas: Estaban atrapados en alguna parte antes del camino principal sin poder avanzar por falta de visibilidad, de ser así esto les costaría congelarse en el transcurso de la noche si no se ponían en movimiento. O, número dos, habían perdido el camino, y avanzado sin rumbo fijo. Por lo que se podían encontrar en cualquier parte de la montaña tratando de encontrar el albergue. De ser así tarde o temprano se agotarían y al dejar de moverse se congelarían o bien podrían caer en alguna de las peligrosas barrancas que forman las aguas de deshielo.

Los siguientes 90 minutos transcurrieron rápidamente mientras seguimos escuchando anécdotas de accidentados y perdidos en el volcán. De los dos grupos, solo uno llegó. Dijeron no haber visto a los otros en lo absoluto. Describieron lo tempestuoso de la nevada y lo difícil que les había resultado el regreso.

El tiempo límite se había agotado, un grupo seguía faltando y no se encontraban ni siquiera cerca del albergue. Sin embargo, los alpinistas no se movieron, siguieron charlando sin darle mucha importancia al asunto, solo se limitaron a comentar lo peligroso que resultaba estar fuera en esos momentos. Por fin alguien preguntó:-¿Qué no los van a ir a buscar?

Era un familiar de los faltantes que estaba más o menos al tanto de lo que sucedía. Después de haber interrogado a cuanta persona encontró empezaba a darse cuenta de lo delicado del asunto.

-Discúlpenos señor, pero salir en estas condiciones es imposible, primero porque no encontraríamos nada, la neblina es demasiado densa, segundo porque podrían estar en cualquier lugar y nosotros nunca los veríamos, y tercero, porque salir ahora es un suicidio aún para nosotros. Los caminos están completamente borrados, no se ve nada adelante de la propia nariz, sería fácil caer a un precipicio o enfrentar una avalancha, y por si eso fuera poco hay una tormenta eléctrica y la posibilidad de ser alcanzado por un rayo es muy alta a esta altitud. En estas condiciones no es prudente que nadie salga, sólo nos queda esperar y rezar porque nada les pase. Lo más que puedo ofrecer es que si en la madrugada o tan pronto como mejore el tiempo no han llegado, mandaremos una expedición a buscarlos - dijo serenamente el jefe de los alpinistas.

En la sección de alta montaña de la Cruz Roja la gran mayoría de los rescates era sólo la recuperación de los cuerpos. Muchas veces sucedía que al encontrar a las víctimas ya eran cadáveres congelados de quienes habían muerto fatigados sin que nadie los hubiera podido auxiliar a tiempo.

“Cuando terminara la tormenta muy probablemente sería demasiado tarde. ¿Para qué esperar a que

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ocurriera algo que no tuviera remedio?” Pensaba en mi interior.

Rete a los del socorro alpino tratando de convencerlos de lo importante que era efectuar un recorrido de búsqueda en ese momento. Pero su postura fue firme, las reglas eran claras y sus razones convincentes: entre menos gente hubiera afuera, menos probable era una desgracia.

Comencé a criticar el proceder de los alpinistas. Yo estaba preocupado por las víctimas, pensaba que se debía hacer algo. Y entonces surgió una respuesta inesperada.

-Si no te parece, ¿por qué no sales tú a buscarlos?- me reto uno de los alpinistas.

Desde mi deseo de ayudar, y debo de reconocer, desde mi profunda ignorancia, esa fue la oportunidad que yo estaba esperando y no iba a desaprovecharla.

- ¡Claro que yo sí voy a salir!- respondí al reto con gran impulsividad.

Tal vez no poseía toda la técnica alpinista, pero me movía la conciencia que había adquirido para ese entonces sobre lo importante de estar a tiempo donde era necesario, donde los minutos de angustia o de agonía también lo eran de posibilidades y hacían la diferencia entre vivir o morir.

Nuestro grupo no era numeroso, éramos siete amigos inseparables y solidarios. No todos estuvieron de acuerdo con mi determinación de demostrar lo contrario a los alpinistas, pero todos fuimos en busca de los perdidos. Recogimos nuestros suéteres y chamarras, amarramos los crampones a las mochilas en las que llevábamos una cuerda, una lámpara pequeña, mosquetones y arneses para escalar y algo de comida. Tomamos en una mano nuestros piolets y en la otra los gorros y guantes que nos fuimos poniendo mientras caminábamos hacia afuera del albergue.

Una vez en el camino nos enfrentamos a la dura realidad. Avanzábamos guiados sólo por mera intuición. A media hora de caminar sobre la nieve y entre las nubes, dos de nuestro grupo decidieron regresar. A pesar de contar con buen equipo, el frío era demasiado intenso. Los truenos y relámpagos se oían muy cerca, tal vez demasiado, por lo que habían considerado inútil el estar torturándose por lo que cada vez más parecía una expedición suicida. El resto seguimos caminando. La deserción de una parte de nuestro grupo no hizo más que acrecentar las dudas y el miedo, crecía la duda de estar haciendo lo correcto. Aunque nadie tocó el tema en la siguiente hora, estaba en el ánimo de todos la posibilidad de abandonar la búsqueda. Cada paso que dábamos desgastaba más nuestro entusiasmo, nos alejábamos de la seguridad en una dirección incierta. Conforme íbamos teniendo tropiezos, víctimas de la nula visibilidad, dudábamos más y más. Los malestares se fueron intensificando. El aire helado se percibía doloroso en la cara a pesar de estar cubiertos con pasamontañas y las manos se les comenzaban a congelar a algunos. A cada paso era necesario ir rectificando la dirección, calculando al azar para no equivocar la ruta. Cada nueva especulación nos hacía pensar más en lo que hacíamos, íbamos sintiéndonos más indefensos contra las imposiciones de la naturaleza. Avanzábamos creyendo que era hacia donde queríamos, pero tal vez hacía mucho que habíamos perdido el camino. No había forma de saberlo, eso nos mantuvo juntos un rato. Nadie se atrevía a querer regresar solo por un camino incierto.

Un grupo de piedras dispuestas en forma peculiar nos confirmó estar sobre la ruta principal. Ante esta realidad surgieron entre nosotros dos sentimientos encontrados. Uno fue el de pensar: "Qué bueno que estamos aquí, donde queríamos, y si estamos bien hasta ahora, ¿para qué seguir arriesgándonos? Lo mejor sería regresar ya que todavía podemos hacerlo; y dejar de sometemos a este tormento

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innecesario. Por otro lado existía la idea opuesta que decía: "El haber llegado a donde queríamos solo demuestra lo correcto de nuestro proceder y lo capaces que somos de seguir adelante".

Seguimos avanzando mientras cada quien meditaba sus conclusiones. El alpinismo era una actividad de decisiones, las correctas te mantendrían vivo. El cansancio comenzó a ser decisivo para la mayo-ría. El momento de decidir llegó cuando tuvimos que abandonar la ruta principal para iniciar el ascenso vertical en un camino más estrecho. Si el grupo perdido se encontraba detenido en algún sitio, lo más probable sería que fuera pasando este punto, ya que si hubieran llegado a él hubiera sido fácil que llegaran también al albergue. De cualquier manera abajo de esta altitud el peligro sería mucho menor. Avanzamos unos cuantos pasos cuesta arriba, era importante mantener una trayectoria ligeramente curva hacia la derecha ya que éste era el trazo del camino que no podíamos ver. Ante la imposibilidad de contar con ningún punto de referencia solo nos quedaba seguir imaginando y calculando como debía ser. Cualquier error nos conduciría a precipicios que debíamos esquivar antes de estar demasiado cerca de ellos, no sabíamos si los veríamos a tiempo para no caer dentro. Alguien menciono el riesgo de ser electrocutado por un rayo, pero la tormenta había amainado por lo que, para mí, era demasiado improbable, pero para los demás era, tal vez, lo que más les preocupaba.

El estruendo de uno que cayó cerca de nosotros fue la gota que derramó el vaso. Dos más decidieron regresar, aún estaban a tiempo de hacerlo sin correr mayor peligro. Javier, estimulado por su orgullo implacable no les daría gusto a los del rescate alpino de llegar con las manos vacías, era bastante necio por lo que no claudicaría. Caminaría hasta encontrarlos, o en su defecto, hasta donde terminara la montaña, pero no regresaría dándoles la razón. Enrique estaba visiblemente cansado, el fumar lo ponía en desventaja con respecto a los demás, pero tenía enormes deseos de encontrarse con algo emocionante y sabía que encontrarlo sólo ocurriría caminando hacia adelante. A él no lo movía el orgullo, era más bien la curiosidad y el interés de formar parte de lo que pudiera pasar.

Javier estaba más o menos consciente del peligro, pero dispuesto a desafiarlo. Enrique en cambio no lo consideraba. Los que se regresaban tenían bien grabadas las palabras que nos dijeron en el albergue: "Más valía el menor número de personas expuestas". Sabían que el alpinista no había exagerado cuando se había referido a nuestra acción como un suicidio. Habían experimentado por ellos mismos las dificultades iniciales y no querían caer en el absurdo de hacer algo que los pusiera en mayor riesgo. Ya habían constatado que las palabras de los alpinistas no eran exageraciones. Yo quería presentir que me acercaba cada vez más adonde me necesitaban, no me iba a detener sabiendo que estaba más cerca ahora que antes. También quería ser el protagonista de lo importante y no estaba dispuesto a regresar vencido. Había experimentado cientos de veces esa sensación de ayudar en momentos críticos y buscaba tenerla de nuevo.

Cuatro habían regresado y tres seguimos adelante. Comentamos que esta era el punto en el que se separaban los hombres de los niños, y que eran los hombres los que regresaban y los niños los que continuarían dada la inmadurez que implicaba tal decisión. Así Enrique, Javier y yo fuimos alejándonos del resto del grupo que nos vio desaparecer entre la neblina y la nieve que seguía cayendo abundantemente. Sin darnos cuenta el sol había bajado hasta convertir las nubes blancas que nos rodeaban en oscuridad absoluta. Anocheció mientras seguía nevando y nosotros ascendiendo. La escases de oxígeno comenzó a hacer más difícil el ascenso. Un ligero, pero molesto dolor de cabeza, ocasionado por esta falta, el esfuerzo y el frío intenso, nos comenzó a atacar a los tres. Seguimos avanzando hasta que se volvió necesario detenernos cada 25 ó 30 metros a respirar y a calcular nuestra ubicación en medio de na obscuridad cada vez más absoluta.

Era como estar en otro planeta, todo era negro excepto la nieve que pisábamos que brillaba como si tuviera luz propia, lucía blanca, casi fosforescente. El aire ya no soplaba con energía y se percibía calma y soledad. Diminutas partículas de nieve volaban a nuestro alrededor. Calculando distancias e

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imaginando la ruta seguimos ascendiendo. La poca comida que llevábamos se nos terminó en poco tiempo. Habíamos consumido tan sólo unas galletas de avena, unos cuantos chocolates y una diminuta bolsa de almendras y nueces. Desde el desayuno no habíamos probado otra cosa. El hambre se sumó al frío y al cansancio haciéndonos más pesada la subida.

Después de caminar por bastante tiempo estuvimos seguros de estar más altos que la zona de precipicios que se abrían en la montaña paralelos a nuestra ruta de ascenso. Ya sólo quedaba ascender en línea recta para llegar al cráter. También habíamos pasado la zona donde hubiera sido más probable encontrar al grupo perdido. Era ilógico que se encontraran después de este punto. Aún así optamos por seguir adelante. El ascenso se había convertido en un asunto personal contra la montaña. Hasta ese momento la habíamos superado y no existía ninguna razón para detenemos, por lo que el plan a seguir fue el siguiente: subiríamos por la misma ruta hasta el cráter, lo rodearíamos hasta alcanzar la cima y descenderíamos por la ruta central, una de las más peligrosas, pero más cortas al albergue. Debido a lo largo que se había tornado la travesía era importante regresar pronto. Además de esta manera cubriríamos la búsqueda en la mayor parte de la montaña.

Cada metro hacia arriba era más escaso el oxígeno y más grande el esfuerzo. Enrique comenzó a empeorar rápidamente, caminaba por inercia, no estaba muy consciente de su entorno, arrastraba los pies con gran esfuerzo y caminaba agachado sin levantar nunca la mirada. Encajaba una bota y luego la otra lenta y repetitivamente en el hielo. Javier y yo caminábamos delante de él dejándolo cada vez más retrasado. Estábamos ansiosos de llegar arriba para iniciar el regreso al albergue y terminar con todo esto lo antes posible. Alcanzamos a oír su voz antes que se desplomara rendido sobre la nieve. En un principio no conseguimos verlo, apuntamos con la linterna, pero esta en nada ayudó. Regresamos siguiendo nuestras propias huellas hasta encontrarlo tirado casi inconsciente. Nos apresuramos a ponerlo boca arriba y reanimarlo con palmadas en el rostro.

-Ya no puedo más, ya no puedo... -dijo débilmente.

-Tienes que poder, no podemos quedarnos aquí, debemos seguir para regresar al albergue- le indicó Javier.

Calculamos que nos encontrábamos en un punto en el que, por extraño que pareciera, el camino más corto de regreso era hacia arriba.

-No me puedo mover, me siento muy mal, me duelen mucho las manos y los pies, tengo frío... -volvió a insistir Enrique con un profundo malestar.

Le quitamos los guantes y la chamarra, Javier de un lado y yo del otro comenzamos a frotarle los brazos y las manos a fin de calentárselas un poco. Lo cubrimos con nuestras chamarras y lo recostamos con los pies hacia arriba esperando que más sangre le llegara al cerebro mientras esperamos a que se recuperara. El viento volvió a soplar, la calma de la que habíamos disfrutado se extinguió y los rayos comenzaron a caer de nuevo. A prácticamente 5,400 metros de altura sobre el nivel del mar, en medio de la nube y no debajo de ella, los rayos se percibían muy diferentes. La luz era un destello brillantísimo que comenzaba en un tono rojizo-amarillento que se iba intensificando hasta llegar a un azul deslumbrante. Por instantes lográbamos ver todo aun mejor que si fuera de día para luego quedar cegados por el exceso de iluminación. El estruendo, más que oírse se sentía como la onda explosiva de una bomba que hubiera estallado cerca.

Este espectáculo fue más persuasivo que nosotros para convencer a Enrique de que no podíamos permanecer ahí mucho tiempo. No le quedó más remedio que incorporarse nuevamente. Su rostro denotaba un gran malestar y tenía visibles signos de enfermedad. Para evitar perderlo en lo sucesivo y

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ayudarlo a subir, lo amarramos de la cuerda a su cintura, Javier tomó un extremo y yo el otro permitiéndole así sujetarse de cualquiera de los dos lados.

Así, medio remolcando a Enrique, seguimos avanzando, pero ahora con mucho mayor lentitud ya que ocasionalmente se detenía y decía no poder más. Nosotros lo convencíamos de que el camino sólo era hacia arriba y que en poco tiempo estaríamos en el cráter. El creciente olor a azufre nos lo confirmaba. La iluminación de los rayos nos permitía ver que ya no había mucho más que caminar, parecían ser sólo unos cuantos metros más que se prolongaban y prolongaban, a veces teníamos la sensación de no estar avanzando en absoluto. Cada vez que volvíamos a ver, parecía como si estuviéramos a la misma distancia del cráter que en el vistazo anterior.

Enrique después de haber hecho un esfuerzo exhaustivo y haber perdido las esperanzas de alcanzar en breve la cima se dejo caer nuevamente sobre la nieve sin energía para dar un paso más. Otra vez Javier y yo corrimos a su lado para reanimarlo, se veía peor que antes y tenía dificultad para hablar. Con voz quebradiza y palabras poco hiladas, nos suplicó regresar por donde veníamos. Entendíamos que frente al cansancio y la fatiga descender en vez de ascender parecía más lógico y, ante su turbada razón, como una mejor opción. Javier y yo, aunque deseosos también de complacerlo, nos mantuvi-mos en nuestra postura original resistiéndonos a nuestro propio deseo de poner fin aparente a la fatiga descendiendo. No debíamos hacer caso a lo que nuestro cansancio nos pedía.

Era necesario llegar a la cumbre para luego bajar por el camino más corto. Regresar por donde veníamos significaba duplicar el tiempo en que llegaríamos al albergue.

Cuando todo parecía más callado que antes y la tormenta había cedido un poco, fuimos sorprendidos por un destello de una brillantez indescriptible y a continuación un estruendo inimaginable nos sacudió como si algo nos hubiera explotado encima, aparentemente un rayo había caído a escasos metros de nosotros. Por unos instantes no supimos si vivíamos aún. La luz y el estruendo habían sido de tal magnitud que mientras los percibimos, instintivamente nos tiramos boca abajo contra la nieve cubriéndonos la cabeza con las manos. Tan pronto recobramos el sentido nuestra primera reacción fue levantarnos y ver si aún estábamos los tres completos. Al tiempo que nos mirábamos unos a otros, nos pusimos de pie y sin decir una palabra comenzamos a correr apresuradamente, primero hacia abajo, pienso que porque era más rápido y luego, en un intento de enmendar nuestro error, en una línea horizontal con respecto a la montaña.

Habíamos comprobado que la posibilidad de ser alcanzados por un rayo no era nada lejana y que tal vez en cualquier momento podía uno acabar con nosotros. Uno tras otro cayeron estruendosos relámpagos muy cerca. Al ver los destellos nos tirábamos en la nieve como quien se protege de una bomba. Lo peor era que la protección aquí no era posible y sólo obedecía a un reflejo inútil. Sin querer fuimos desviando nuestra trayectoria hacia la derecha en vez de seguir la vertical hacia arriba, como queriendo alcanzar la ruta central sin llegar antes al cráter. En nuestro sano juicio esto significaba un absurdo, ya que por economizar unos cuantos metros hacia arriba, nos arriesgábamos a perder la ruta y nos obligábamos a atravesar la zona de precipicios que hubiéramos evitado ascendiendo por el cráter. Pero el bombardeo del que éramos objeto, el miedo, el cansancio y la desesperación nos impulsaron a optar por lo menos conveniente. Lo único bueno de todo había sido la pronta recuperación de Enrique gracias a la adrenalina segregada por el susto.

Muy pronto, antes de lo que imaginábamos, estuvimos en graves apuros. No habían quedado abajo los precipicios y frente a nosotros apareció el primer abismo que nos impedía seguir adelante, decidimos bordearlo ya que tarde o temprano habría un lugar para cruzarlo. Sabíamos que el borde del abismo no era un lugar seguro para caminar, era una zona de probables derrumbes y donde el hielo se podía romper. Peor resultaba cruzarlo de noche sin poder ver más allá de un par de metros

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con la pequeña linterna. Ante esto decidimos implementar un plan que constaba de tres puntos:1. Daríamos pasos muy lentos y muy seguros, nunca nos apoyaríamos completamente en el pie

delantero hasta estar seguros de la firmeza del suelo.2. Avanzaríamos en fila india y el segundo y tercero apoyarían sus pies sobre las pisadas del

primero.3. Turnaríamos entre Javier y yo el primer lugar y la linterna. En caso de sentir que se desvanecía

el piso, el primero gritaría inmediatamente y el segundo y el tercero clavarían sus piolets en el hielo tirándose simultáneamente al piso para impedir que el primero cayera al vacío y sujetándolo de esa manera con la cuerda que llevábamos amarrada a la cintura.

La primera media hora corrió a cargo de Javier quien nos guió sin ningún percance a través del borde del enorme desfiladero. Ocasionalmente escuchamos caer piedras al vacío que con nuestro propio peso desprendíamos. Era una situación muy estresante, llevábamos todos los músculos apretados esperando la señal para tiramos al piso, o bien, esperando que el hielo se rompiera debajo de nosotros y cayéramos al vacío. Fue fatigante recorrer ese primer tramo. Demasiadas cosas dependían de la suerte y sólo nos había quedado desear con todas nuestras fuerzas que nada malo sucediera.

Después de la primera media hora decidimos tomar un descanso de diez minutos antes de continuar el recorrido. Era apenas el suficiente tiempo para recuperar parte de las fuerza sin permitir que perdiéramos mucha temperatura o nos relajáramos demasiado. En la alta montaña el clima puede cambiar rápidamente. El cielo comenzaba a despejarse, ya prácticamente no nevaba y ocasionalmente se lograba distinguir un claro en el firmamento con unas cuantas estrellas. El viento soplaba con menos energía y se percibía agradable. Las nubes se movían rápidamente a nuestro alrededor cambiando rápidamente la fisonomía del paisaje. Predominaba una quietud y un silencio que daban paz. Pero al recordar la distancia que aún nos faltaba por recorrer se tornaban un tanto desoladoras. Admirábamos el paisaje de la alta montaña mientras recuperábamos aire y nos preparábamos para continuar.

Muy en contra de nuestra voluntad llegó el momento de seguir adelante, era muy peligroso descansar más de lo estrictamente necesario. Ahora era mi turno guiar. En un principio avanzamos tan lento como nos fue posible para lograr el mayor margen de seguridad. La lentitud era, por mucho, más cansada que la velocidad normal. Tener que detenemos para dar el siguiente paso no era nada cómodo. Conforme avanzamos fuimos perdiendo el miedo y aligerando el paso. Cuanto más pronto saliéramos de ahí sería mejor. Estábamos ansiosos por adelantar distancia lo más rápido posible, era difícil controlarnos para mantener el paso lento y seguro. Las botas con crampones se enterraban sobre la fina capa de hielo y nieve que cubrían las rocas sobre las que íbamos pasando. El hielo a tan bajas temperaturas tenía una dureza impresionante y muchas veces no era penetrado por las cuchillas de las botas, por lo que no nos brindaba un sostén seguro. En cuestión de segundos estuvimos cubiertos de nueva cuenta por nubes y copos de nieve flotando a nuestro alrededor. La visibilidad nuevamente era nula. La única ventaja que obteníamos de esto, si es que había alguna, era que la nieve que caía era más segura para caminar que el hielo tan resbaladizo.

Lo que había que hacer ahora era preocuparse de dónde poner el siguiente pie para no caer al abismo.Faltaba poco para que concluyera mi turno al frente, Enrique otra vez tenía problemas para seguir avanzando. El frío se había intensificado. De cualquier manera no podía faltar mucho para terminar de bordear ese precipicio, pronto podríamos descansar nuevamente y retomar el camino seguro. Di un paso más como el resto de los anteriores, pero cuando pasé mi peso al pie delantero alcance a oír un crujido como de una tabla cuando se rompe, y repentinamente desapareció el suelo debajo de mis pies. No sé si di la señal o no, pero lo siguiente que recuerdo fue haber estado suspendido de la cuerda colgando en el precipicio. Me balanceaba como un péndulo mientras se seguían escuchando piedras y trozos de piso caer a lo lejos. Enrique y Javier se apresuraron a preguntarme si estaba bien. No podían

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hacer ningún movimiento ya que ambos estaban tirados sobre el piso sujetándose de los piolets para evitar ser arrastrados por mi peso. Transcurrieron unos instantes de mucha tensión mientras escuchaba que Javier le daba algunas indicaciones a Enrique para evitar seguir avanzando lentamente hacia la orilla. Ambos, agarrados como gatos de cualquier pequeño relieve del piso, clavando pies y manos a cualquier superficie digna de brindar algún sostén lograron tener apoyo, primero para poder maniobrar y mejorar su posición y segundo para ir recuperando terreno. Conquistaron centímetro por centímetro, de una pequeña grieta a una piedra y así sucesivamente, hasta lograr finalmente sacarme del vacío.

Fue un gran susto, pero había sido detenido en mi caída por la cuerda. El plan había funcionado, pero aún así el stress aumentó para todos, poco faltó para que cayéramos sin remedio, había que tener más cuidado y seguir deseando que la suerte estuviera de nuestro lado. Los siguientes metros los avanzamos bajo una inmensa presión y un gran temor de que volviera a ocurrir lo mismo, mis piernas temblaban a cada paso, Javier y Enrique simplemente no decían una palabra.

Por fin el precipicio terminó, lo habíamos bordeado y ahora todo sería más fácil, sólo quedaba descender una empinada pendiente que no debería significar demasiadas dificultades.

Nuevamente la neblina se disipó y pudimos admirar un cielo esplendoroso lleno de estrellas como pocas veces se logra ver. Nos sentíamos más tranquilos ahora que el mayor de los peligros había ter-minado, pero aún quedaba una inmensa distancia por recorrer y nos encontrábamos bastantes disminuidos físicamente sin mencionar lo psicológico. Nuestra mente nos comenzaba a traicionar y nos trataba de convencer de abandonar todo a la suerte y tirarnos sobre la nieve a descansar. Esto hubiera implicado un suicidio seguro, amaneceríamos congelados después de quedarnos placidamente dormidos. Necesitábamos no escuchar esas voces en nuestra cabeza, necesitábamos no rendirnos y seguir adelante.

El cráter estaba cerca. Se percibía muy fuerte el olor a azufre y podíamos ver, gracias al blanco de la nieve, dónde terminaba la pendiente. Era mucho lo que había que recorrer así que no perdimos más tiempo y avanzamos hacia abajo resignados a caminar la enorme distancia.

A un paso extraordinariamente lento, sin decir palabra, concentrados en el camino, descendíamos por la escabrosa cuesta. Al pasar junto a unas inmensas piedras no pudimos creer lo que vimos. A un costado de la piedra, recargados en ellas, tratando de protegerse, estaban cuatro personas, dos mujeres y dos hombres, acurrucados entre sí. No se movían, los gorros y las chamarras habían atrapado pedacitos de hielo que las cubrían parcialmente, al apuntar la linterna la luz reflejó imágenes como de quienes han permanecido largo tiempo en un congelador.

-¿Están vivos?- preguntó Javier con ingenuidad.

-No lo sé- respondí agachándome para revisar sus signos vitales.

Al estar cerca noté su respiración.

-Sí, ¡están vivos!- exclame.

El hallazgo nos dio nuevas energías, incluso Enrique salió del letargo en el que se encontraba. Las cinco víctimas estaban casi congeladas, temblaban sin poder hacer otro movimiento, con mucho trabajo lograron articular una que otra palabra. Sus ropas estaban todas cubiertas por nieve que al irse

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derritiendo con el calor del cuerpo empapaba las prendas. Las de nosotros se encontraban en el mismo estado. Con un poco de ayuda logramos que se pusieran de pie y poco a poco comenzaran a moverse y finalmente a caminar, era la única forma de que recuperaran calor. A pesar de estar entu-midos y tener una marcha torpe y muy lenta. Di gracias a Dios de que lo pudieron hacer, ya que sino hubiera sido así, no sé cómo hubiéramos hecho para llevarlos de regreso.

Habían quedado atrapados en ese lugar por no contar con equipo para descender la empinada cuesta que teníamos por delante, sin crampones y sin piolets se hacía imposible no resbalar y caer al desfiladero. Una caída desde ahí sería fatal. Para recordarlo existían varias cruces puestas al final de la pendiente indicando lo que les había sucedido a otros en aquel descenso.

Pasaba de la media noche y la temperatura había descendido. El piso sería aún más resbaloso.

Yo iba por delante para ir formando huellas que los demás usaban como escalones. Javier y Enrique iban intercalados entre el grupo para brindarles apoyo.

Los cuatro rescatados caminaban lentamente, el hielo era muy resbaladizo y más de una ocasión alguien patinó quedando sentado. Los sustos eran enormes, pero la premura de bajar también.

De pronto escuche que Javier me gritaba con todas sus fuerzas, levanté la mirada hacia atrás y vi como una de las chicas resbalaba y se escapaba de entre los dedos de Javier que se estiraba para alcanzarla sin conseguirlo y ella comenzaba a caer sin poder detenerse. En cuestión de instantes adquirió una velocidad sorprendente, el cuerpo comenzó a rodar inerte sin oponer ninguna resistencia. No tuve tiempo de pensar nada, un reflejo instintivo me hizo correr para alcanzar su trayectoria. Cuando estuve justo en su camino la vi venir hacia mí demasiado rápido. Era tarde para cualquier cosa. En una fracción de segundo, chocó contra mí mientras yo clavaba mi piolette en el hielo. De nada sirvió, se quedó clavado ahí mientras nosotros comenzamos a caer girando en todas direcciones. A cada vuelta nos golpeábamos mutuamente. Sentí que fue mucho el tiempo que rodamos sin control. Pensé que estaba avanzando a una muerte segura, esperé de un momento a otro los golpes que habían de acabar con mi vida. Pasaron uno, y luego otro segundo y nada sucedió. Descubrí que todavía había tiempo, no sabía cuanto más.

Empecé por diferenciar el cielo del suelo a cada vuelta que dábamos, y por consiguiente el arriba del abajo; como lo indicaban los manuales de alta montaña en estos casos, abrí brazos y piernas tan extenso como pude. Funcionó a la perfección, dejé de rodar al instante y consecuentemente perdí velocidad. La joven seguía rodando y se alejaba de mí hacia una muerte segura. La perdí de vista unos instantes. Mientras tanto yo iba recuperando el control de mi caída. "Aún había tiempo de salvarla" pensé. Giré 90° para quedar con la cabeza por delante y el abdomen sobre el hielo, como una flecha avance en dirección a la chica, estiré el brazo lo más que pude intentando agarrarla, pero ella se me escurría de entre los dedos. No encontraba de donde sujetarla; hasta que por fin, con un zarpazo certero la logré sujetar de sus ropas. Deteniéndome de ella logré sentarme y poner los pies por delante, clavé entonces los crampones de la bota izquierda, pero la correa se rompió y se zafaron de mi pie. Seguimos avanzando directo al precipicio a una velocidad vertiginosa. Sin pensar en nada y esperando que no volviera a ocurrir lo mismo, intenté con el otro pie. Los crampones resistieron el primer contacto y luego el resto de la fuerza. Lentamente fue disminuyendo nuestra velocidad, pero pensé que mi tobillo se rompería antes de detenemos. El precipicio estaba muy cerca y las correas que lo sujetaban a la bota comenzaban a aflojarse, de repente, como por arte de magia, empezamos a frenar rápidamente y logramos detenernos por completo a unos metros de las rocas que eran el inicio del precipicio.

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Por unos segundos no supe con claridad qué había pasado, estaba tirado sobre el hielo boca arriba, había un silencio absoluto, a mi mano izquierda estaba sujeta la chica que yacía inconsciente, tenía una pequeña herida sobre la ceja que comenzaba a sangrar. No sé cuanto tiempo pasó desde que nos detuvimos a cuando estuve completamente consciente de nuevo. Volteé hacia arriba y entre nubes poco espesas y la luz que reflejaba la luna que acababa de salir, logré ver al resto del grupo como un conjunto de puntitos negros sobre una gran superficie blanca.

-¿Estás bien? -gritaban temiendo no tener respuesta.-Sí, estoy bien. Pero ella... no sé - les respondí mientras me ponía de pie dispuesto a revisar a la muchacha. No sin cierto temor a encontrar algo terrible. Esperaba que no estuviera muerta después de todos los golpes que había recibido.

Siguiendo el procedimiento tantas veces repetido en la Cruz Roja, procedí a auscultarla. Sin darme cuenta, emanaron, en forma automática, las acciones a seguir.

“Mantén la calma, revisa primero signos vitales, luego busca hemorragias y por último posibles fracturas”. Me fue diciendo una voz desde mi interior.

Al terminar la revisión, supe que ella estaba bien, sólo se encontraba desmayada con una cortada en la frente más o menos profunda y de unos dos centímetros de longitud. Despertó en seguida al escuchar mi voz. No recordaba lo que había pasado, llevó su mano a la frente y notó que sangraba. Mientras le explicaba lo que le había pasado contuve la hemorragia con un poco de hielo, el sangrado pronto paró y la chica se fue recuperando mientras esperábamos a que llegaran los otros.

Nos encontrábamos golpeados de todo el cuerpo, y aunque no era nada de consideración a mí me dolía el tobillo y la rodilla. Ella no se sentía nada bien y le comenzaban a surgir dolores por todas partes.

Mientras platicábamos en aquella pendiente hubo un silencio largo que los dos aprovechamos para mirar las rocas contra las que no chocamos y el precipicio al que no caímos, luego bajamos la mirada y vimos el piso que aún tocábamos. No nos quedaba muy claro cómo nos habíamos salvado. Recapa-citamos lo bueno que era seguir viviendo y yo pensé que una vez más había hecho y disfrutado del sabor de aquello que tanto me gustaba. El precio podía ser muy alto, pero valía la pena seguirlo pagando, existía un misterio en todo esto que estaba comenzando a comprender. Ahí, sentado a un lado de ella, con una luna que brillaba esplendorosa, viendola viva y sintiendo que parte de eso era obra mía, miré de nuevo la montaña y luego otra vez a la chica. Valía la pena el riesgo. Ella volteó la cabeza y me miró, nos sonreímos mutuamente, no había nada más que decir.

Aquella noche entre el hielo y la satisfacción personal sólo lamenté que Rubén no hubiera podido presenciar esto, porque si algo había aprendido de él, fue hasta esta noche que lo comprendí. La vida no era una posesión para ser preservada a toda costa, si no algo para usarse, para dedicarlo a una causa valiosa y valía la pena arriesgarla si era de este modo.

Así cinco palabras pronunciadas solemnemente, una linda sonrisa, dos ojos que expresaban profunda admiración por mí y una mano que se acercó a la mía para tomarla y decir: "gracias por salvarme la vida". Me pusieron a la semana siguiente de regreso en la Cruz Roja.

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Capitulo VI

María

-¡No me interesa!, estás suspendido el jueves 19 y punto- me dijo la prefecta del colegio. No era posible argumentarle nada ni hacerle cambiar de opinión. Por más que dijera en mi defensa, la decisión ya había sido tomada. Todavía no lo sabía, pero ya la magia estaba haciendo de las suyas.

“Pensándolo bien un día libre no me vendría nada mal.” Mis papas entenderían que el no llevar corbata para la ceremonia del 13 de septiembre, día que conmemora a los niños héroes, no era algo que mereciera una sanción así. Por más ridícula que me pareciera, me vi obligado a aceptar y recibir mi carta de suspensión -misma que aún conservo como recuerdo del principio de lo más significativo que ocurrió en mi vida de adolescente:"Le comunicamos que su hijo Carlos se encuentra suspendido de clases el día 19 de septiembre de 1985, por no portar corbata para la ceremonia cívica del 13 del presente, como se había indicado. Atentamente la prefecta de bachillerato".

No imaginaba lo importante que este insólito castigo resultaría, pero el destino tenía sus propias razones para que así sucediera.

Transcurrieron los siguientes días normalmente. Todo estuvo dentro de la rutina, hasta que por fin, el día 18 en la noche llegó el momento de decidir qué hacer con mi día libre. Como era un día de escuela, como cualquier otro, todo el mundo estaría ocupado. Para no estar solo, decidí ir a la Cruz Roja toda la mañana, ahí siempre había algo interesante qué hacer. Así fue como la noche anterior preparé todo lo que acostumbraba llevar a las guardias; mi cuerda, mi botiquín, el equipo de rescate y mi uniforme quedaron listos para la mañana siguiente. Cuando estuvo todo dispuesto me acosté a dormir, era temprano aún, pero no pensaba levantarme tarde ya que el cambio de guardia se hacía después de las siete de la mañana, además era conveniente un buen descanso. Uno nunca sabia qué podía presentarse.

La mañana del jueves 19, fui levantado de mi cama de una manera muy poco habitual. Sentí como si me estuvieran meciendo de un lado a otro, pensé que el perro se rascaba recargado en la cama como acostumbraba hacerlo. Estaba seguro que esto era lo que ocasionaba el movimiento. Cuando volteé a ver al perro, no se estaba moviendo. Mi duda fue resuelta cuando escuché que en el pasillo, afuera de mi cuarto, mi madre comentaba con mi hermana algo acerca de un temblor. Al oír esto me levante, fue en este momento cuando mi madre entró en mi cuarto para decirme que estaba temblando. Nuestra casa nunca había sufrido ninguna consecuencia por algún sismo, así que no existía razón para alarmarnos, pero este temblor iba más allá de lo que había experimentado antes, se prolongó durante más tiempo del habitual y su intensidad parecía ir en aumento. Decidí echar un vistazo por la ventana. Afuera los postes de luz se movían como si fueran de hule, en ocasiones los cables chocaban entre si sacando chispas, pero desde ahí fue todo lo que pude ver.

Cuando por fin terminó, sentí una ola de relajación recorriendo mi cuerpo. Y pasó la sensación de impotencia. Nuestro hogar no había sufrido ningún daño y pensé que como en otras ocasiones, lo mismo habría ocurrido con el resto de la ciudad. Inmediatamente después de que terminó, mi madre encendió el televisor y fue ahí donde las sorpresas comenzaron al ver que en los canales de la

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principal cadena de televisión no se transmitía nada. Claro que esto podía ser sólo consecuencia de ausencia de energía eléctrica en las transmisoras. Al cambiar a otro canal, las sorpresas continuaron. La población reportaba cientos de víctimas y edificios derrumbados en distintas zonas de la ciudad.

Me puse el uniforme lo más rápido que pude, saqué el resto del equipo y abordé mi auto para dirigirme a toda prisa hacia la Cruz Roja. En el camino encendí la radio para escuchar las noticias. Cada vez sonaban más alarmantes. Reportaban a cientos de personas atrapadas en edificios derrumbados, era urgente que alguien los rescatara. Había un sinfín de edificaciones colapsadas y daban cifras sobre muertos y heridos. Por lo que se oía en la radio parecía ser la peor tragedia de la que yo hubiera escuchado. Durante el trayecto no encontré ningún desperfecto por lo que pensé que se estaba exagerando la noticia. Vivía relativamente cerca, por lo que en tan solo unos minutos llegué al hospital. Ahí me di cuenta que no eran exageraciones. Estaba todo en movimiento, la gente corría en diferentes direcciones. En la jefatura de transportes todo el personal se preparaba para salir, algunos cargaban equipo al interior de las ambulancias mientras otros las abastecían de combustible. El patio de ambulancias se veía impresionante, cientos de luces rojas se dirigían en todas direcciones. El ruido de los motores encendidos, voces dando indicaciones y un movimiento impresionante de vehículos lo hacían lucir como nunca antes. En el cuarto de radio también había mucho movimiento, los radios estaban saturados, se solicitaba ayuda de todas partes. Los radio-operadores estaban atónitos. Era seguro que había sucedido algo realmente grave. Las ambulancias comenzaron a salir de una en una mientras la ciudad se cubría por el ruido de las sirenas.

Saqué mi equipo del coche y corrí hacia allá. Muchos veníamos llegando pero aún había muy pocos socorristas, por lo que en cuestión de segundos abordé una ambulancia. Esperamos a que se reuniera más personal para poder salir y cuando estuvimos completos partimos a toda velocidad en dirección al centro de la ciudad. Como no había forma de saber dónde se nos necesitaba con exactitud y la radio reportaba decenas de lugares a la vez, era difícil saber a donde dirigirse, la zona exacta del desastre aún no había sido delimitada y parecía abarcar gran parte de la ciudad. La mayoría de las llamadas de auxilio provenían de la zona centro. A la distancia se percibían varias columnas de humo que se levantaban hacia el cielo indicando incendios en la misma área. Nos dirigimos en esa dirección a la brevedad posible, pero la circulación era difícil. Al llegar a la calzada México-Tacuba, una de las principales avenidas de la ciudad, encontramos el paso cerrado. La gente corría por las calles tratando de regresar a sus hogares. Salían de las estaciones del metro y caminaban en todas direcciones. A pesar de ir en una ambulancia, fue difícil abrirnos paso entre todas esas personas que invadían las calles. El nerviosismo crecía conforme nos acercábamos a la zona del desastre. Los reportes del radio, el ruido de sirenas por todos lados, la angustia que se veía en la gente y no saber con qué nos íbamos a encontrar al llegar allá, predisponían a algo muy malo. Comenzó a envagrarnos el temor de no saber a lo que nos enfrentaríamos más adelante. En tragedias como la que parecía ser ésta el número de lesionados se multiplicaba, se dificultaba su localización, abundaban los muy graves y los cedesos y se hace necesario afrontar cosas terribles en cuanto a sufrimiento y destrucción, no había manera de acostumbrarse.

Una vez que nos acercamos lo suficiente al centro de la ciudad vimos muchos edificios derrumbados. Era difícil tomar la decisión de detenernos en alguno. No sabíamos cómo estaban las cosas más adelante. Avanzábamos lentamente a bordo de la ambulancia mientras mirábamos por las ventanas sorprendidos al constatar la terrible destrucción. En esos momentos vimos algo que atrapó nuestra atención. Era una construcción que se quemaba, se encontraba a pocas cuadras. Este incendio era lo más relevante que estaba a nuestro alcance. No se veía ningún otro tipo de ayuda además de nosotros. Estábamos localizados a un costado del Monumento a la Revolución en donde había muchos edificios derrumbados. Cuando se detuvo la ambulancia, nos bajamos a toda prisa, la gente acarreaba cubetas de agua que arrojaban al fuego. Este no parecía inmutarse, había solamente un bombero que había escalado al primer piso para atacar el fuego más directamente. Durante unos

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segundos me quede inmóvil al observar tanta destrucción. Acto seguido el bombero dijo que había una persona atrapada dentro del edificio. Rápidamente con ayuda de unas personas escalé la pared y subí al primer piso utilizando un balcón a medio derrumbar. Estando parado ahí, alguien me pasó dos extintores de polvo químico con los que el bombero y yo sofocamos un pequeño fuego a la entrada. A pesar de ser un incendio pequeño, producía una gran cantidad de humo y calor. Una vez que cruzamos al otro lado de la habitación, entre los escombros se veían las piernas medio sepultadas de un hombre que pedía ayuda. El bombero y yo nos le acercamos para revisarlo. Olía a gas, toda la ciudad olía así. Existía el riesgo de una explosión o que el fuego nos cerrara el camino de nueva cuenta, teníamos que actuar rápido.

Los extintores ya se habían consumido, por lo que debíamos damos prisa. Trabajando lo más rápido que pudimos, jalándolo y quitando pedazos de escombros hasta que conseguimos liberarlo. Logramos salir con la víctima sin mayores contratiempos. Subimos al lesionado a la ambulancia que se marcho a toda prisa. Yo permanecí en el lugar.

Caminé en dirección al Monumento a la Revolución que yacía erguido de una manera imponente circundado por edificios derrumbados. La gente caminaba en diferentes direcciones. Las ambulancias con sus sirenas encendidas llegaban y se iban a toda prisa. Yo estaba asombrado con el espectáculo al tiempo que contemplaba la orgullosa figura del monumento que entre tanta destrucción no había sufrido el más mínimo daño. Caminé unos cuantos pasos más asimilando lo que veía, cuando mi pensamiento fue interrumpido por un muchacho que llegó corriendo hacia mí gritando que en aquel edificio había unas personas atrapadas. Volteé a donde él me señalaba y vi lo que parecía ser un hotel. Del primero al cuarto piso estaba intacto pero el quinto y sexto habían desaparecido bajo los tres últimos pisos que los habían aplastado quedando éstos considerablemente inclinados hacia atrás. No pude hallar a ninguno de mis compañeros, por lo que acudí solo.

La entrada estaba en perfecto estado, excepto por una fina y abundante capa de polvo que cubría todo: los muebles, las ventanas, el brillo de las superficies de cristal, las cortinas, el piso, el mostrador, etcétera. Parecía como si el edificio hubiera estado abandonado por años. En la banqueta había muchas piedras y pequeños bloques de cemento. Seguí al muchacho que me guiaba hasta la entrada de las escaleras en donde se me indicó el camino a seguir. Él prefirió no entrar y yo seguí por mi propia cuenta.

En un principio las escaleras estaban obscuras y no podía ver dónde pisaba. Había piedras regadas con las que tropecé en varias ocasiones, hasta que paulatinamente mis ojos se acostumbraron a la oscuridad. Una vez que pasé el primer piso logré ver mejor mi camino. Muchas ideas pasaban por mi mente mientras cautelosamente avanzaba a la expectativa de lo que pudiera encontrar. Por un lado sentía la decisión de avanzar al saber que había gente atrapada que necesitaba ayuda. Por otro lado, me detenía la idea de que el edificio se pudiera seguir derrumbando en cualquier momento. La estructura, sin duda, estaba dañada y nadie podía saber qué es lo que iba a suceder.

Estaba completamente solo, si algo me sucedía nadie podría auxiliarme ni saber dónde me encontraba. Sentí miedo, no sabía lo que me esperaba a la vuelta de cada escalón de aquella semiderrumbada escalera. Seguí ascendiendo cautelosamente. Constantemente miraba hacia arriba para cerciorarme que el edificio no se estaba terminando de derrumbar, mantenía todos mis sentidos en máxima alerta en busca de ruidos, olores y cualquier cosa que pudiera significar peligro.

Cuando llegué al cuarto piso la escalera estaba completamente destruida, entonces pude escuchar gritos de mujeres pidiendo auxilio y quejándose. Se escuchaban desesperadas. Esto me dio nuevas energías para decididamente escalar entre los escombros que obstruían el paso. A los pocos metros, de una forma muy inesperada, encontré frente a mí un una mano y un brazo que salía de entre las

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piedras. Estaba fracturado en muchas partes y tenía cortadas de las que ya no salía sangre. Mire entre las rocas y vi el cuerpo al que pertenecía. Estaba oscuro por lo que no podía ver los detalles. Era un hombre adulto sepultado bajo los escombros.

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Parecía haber muerto instantáneamente, la expresión de su cara y los ojos delataban el pánico y la angustia por la que seguramente pasó antes de morir.

Casi sin detenerme continué con mi camino y traté de no pensar en el incidente. A los pocos metros me encontré con que el paso estaba completamente cerrado y resultaba imposible seguir avanzando. Los pedazos de concreto llegaban de piso a techo. Los gritos se escuchaban cerca, pero parecía no haber forma de llegar a ellos. Me regrese por donde venía hasta descender un piso. Abandoné las escaleras. Caminé por uno de los pasillos del hotel tratando de acercarme más a las voces que escuchaba. El yeso del techo se había desprendido y se encontraba sobre la alfombra. Todo había quedado tal y como lo habían dejado al evacuar apresuradamente el hotel. Pronto encontré un hueco en la pared de donde parecían provenir los gritos. Me acerqué a el y constaté que era el conducto por donde asciende y desciende el elevador. Para abajo tenía una caída libre de más de 20 metros, y al mirar hacia arriba encontré lo que buscaba. Había tres personas atrapadas en el conducto y una más a la que escuchaba, pero no podía ver desde donde me encontraba.

Corrí por el pasillo buscando la puerta del elevador para poder aproximarme lo más posible a las víctimas. A la vuelta la encontré y la abrí. Mire hacia arriba. Había una mujer joven que colgaba al vacío, parecía estar atorada de las piernas y de las manos mientras el resto del cuerpo colgaba hacia abajo. A su lado izquierdo estaba un hombre adulto atorado de las manos y colgando del resto del cuerpo. Junto a él se encontraba una mujer de más edad a la que solamente le asomaba la cabeza. Más arriba se encontraba un joven al que aún no podía ver pero escuchaba su voz. Supuse que era extranjero ya que hablaba con un acento extraño.

Busqué la forma de escalar hacia ellos. Dentro del conducto había escombros resultado del derrumbe. Brinqué para agarrarme de los cables de acero por los que corre el ascensor y apoyarme en una saliente. Los lesionados estaban aún a unos tres metros sobre mi cabeza. Valiéndome del cable, de pedazos de varilla y rocas de concreto que se encontraban ahí, subí lo más que puede. Logré alcanzar a los lesionados, no había de donde apoyarme, por lo que seguí hasta llegar a una viga de gran grosor que atravesaba el conducto de lado a lado. Escalé por ésta hasta poder sentarme en ella. De la mochila que llevaba saqué mi cuerda y un arnés, la amarré a la viga y descendí de rapel hasta donde se encontraban las víctimas. La primera era una mujer muy joven; junto a ella un señor que me hablaba con un notable acento argentino que estaba atrapado de una mano mientras sus piernas colgaban al vacío. La señora junto a él se veía en peor estado, todo su cuerpo se encontraba sepultado bajo lo que había sido una pared. Sólo su cabeza se encontraba intacta y asomaba al interior del ducto viendo hacia abajo. El muchacho estaba unos cuantos metros más arriba al otro lado de lo que había sido una pared ahora totalmente derrumbada. Todos gritaban pidiendo ayuda con desesperación. Resultaba imposible ayudarlos a todos al mismo tiempo. Había que tomar una determinación.

El piso en el que ellos se encontraban se había colapsado completamente, el techo había caído hasta topar con el piso, dejando ningún espacio. Ellos habían comenzado a caer al interior del conducto cuando, milagrosamente, lo que parecía una trabe del techo los “atrapó” prensándolos contra él suelo, impidiendo que continuaran con su caída.

Me sentí profundamente solo. “Ten calma” me dije. Primero había que valorar la situación con más detenimiento. Primero me acerqué a donde estaba la joven, con un mosquetón hice un seguro al sistema de rapel para trabarlo, no descender y disponer de ambas manos. La revisé cuidadosamente, era una chica delgada de hermosos ojos verdes, me rogaba que por favor hiciera algo para aliviarle el dolor. Sus dos manos y sus dos pies se encontraban prensados contra una viga de concreto y acero mientras el resto de su cuerpo colgaba al vacío. Uno de sus pies estaba prácticamente desprendido del resto de la pierna y el otro se encontraba bastante dañado. Sus manos también estaban muy lastimadas y su cara tenía golpes por todas partes que la habían bañado en sangre. Me pareció un ser tan delicado

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y con tanto derecho a la vida que hubiera valido la pena cualquier cosa con tal de salvarla. Su tono de voz fue la melodía que me dio fuerza para sobreponerme a lo que estaba presenciando. Inmediatamente me sentí comprometido a luchar para sacarla.

Después me dirigí hacia el joven al que no podía ver. Mientras buscaba el modo de llegar a él, lo interrogué para que su voz me guiara. Tenía 17 años, uno menos que yo. En sus gritos se podía escu-char su deseo de seguir viviendo, como si él mismo intuyera lo improbable de su rescate. No quería morir y sentía que era demasiado pronto en su vida para encontrarse con la muerte tal y como él mismo lo fue relatando. Luego perdió la calma de nuevo y comenzó a gritar otra vez. Por más que busqué, no logré demostrarme a mí mismo lo que anhelaba saber. Pero la realidad era una, no veía manera de hacer nada por él. Estaba rodeado por todos lados de bloques gigantescos de concreto, sepultado por toneladas y toneladas de escombros y además mal herido. Le dije que pronto lo sacaríamos, pero sabía de antemano que tal vez eso era imposible. Dada su situación me armé de valor para ignorar sus peticiones de vida y me decidí a seguir revisando al resto de las víctimas.

El hombre que estaba junto a la mujer joven tenía la mano derecha prácticamente destrozada bajo cientos de kilos de escombros, tenía también lesiones fuertes en la otra mano y una cortada bastante grande y profunda en la frente de la que aún escurría sangre. A su izquierda estaba la señora que tenía una pared aplastándole todo el cuerpo. Ella suplicaba que le quitaran la vida en ese mismo momento, según decía, era tal su sufrimiento y su dolor que con tal de ya no padecerlos prefería renunciar a la vida.

Pensé en la lucha que se establece entre la vida y la muerte, el resultado era el dolor, la angustia y el miedo, no era fácil rendirse ni resignarse, y en este caso, tampoco lo era mantener las esperanzas.

Comencé a trabajar, a buscar la manera de ir removiendo el concreto que los aprisionaba. Nada se movía, no tenía apoyo y la estructura que los aplastaba era demasiado grande y pesada, además no era solo concreto sino una mezcla de varillas, trabes de acero y cemento. Me encontraba colgado de la cuerda a más de 20 metros del piso, cualquier maniobra equivocada también ponían en riesgo mi vida, era una posición bastante incómoda. Pronto descubrí que ninguno de ellos podía ser liberado con facilidad. Me sentí impotente ante la necesidad de salvarlos. Hacer algo por ellos era más difícil de lo que se podía suponer. Sentí que sacarlos de ahí, por duro que me pudiera parecer era, tal vez, imposible.

Subí por la cuerda hasta llegar a la viga grande de la que estaba amarrada la cuerda, me senté en ella. Todos protestaron mi retiro, seguían pidiendo ayuda y prácticamente me suplicaban que no me fuera, pero yo necesitaba un respiro. Era urgente que pusiera mis ideas en claro, necesitaba sangre fría para planear con objetividad lo que iba a hacer. Pronto me quedó claro lo que debía hacer: atender sus heridas para ganar tiempo y conseguir que sus vidas resistieran, debía luchar con lo que hubiera, con lo que estuviera a la mano.

Anhelaba que ayuda con equipo adecuado llegara pronto. Me asomé por uno de los pequeños agujeros que había en la pared por el que se podía ver la calle y vi que tropas de reconocimiento del ejército comenzaban a llegar. Caminaron por los alrededores con sus armas colgadas a la espalda, se dedicaron únicamente a observar los desastres, pero no hicieron nada por nadie en ese momento. Esto me hizo pensar que la ayuda no tardaría mucho, me dio esperanzas y nuevas energías para continuar. Me amarre nuevamente a la cuerda y descendí hasta donde estaban ellos.

Me acerque a la joven para comenzar a atender sus hemorragias. Debido a que sus piernas se encontraban elevadas con respecto al resto de su cuerpo, el sangrado de las profundas heridas no había sido tan abundante. Bajé hasta el hueco por donde había entrado y recordando que me

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encontraba en un hotel, corrí al primer cuarto que encontré, quité las sabanas de las camas y tomé las botellitas de agua, tantas como pude sostener. Regresé al conducto, me amarre a mi cuerda y ascendí hasta ellos nuevamente. Valiéndome de las sábanas que había traído subí el agua y amarré de un lado al otro las sábanas hasta formar una especie de hamaca que sostenía a la joven para que pudiera descansar su peso en ella. Algo parecido hice para el señor de al lado, un apoyo para sus pies y así ya no colgara al vacío. Corté en tiras una sábana más y con ellas protegí las heridas de ambos. Les di de beber agua, necesitaban hidratarse, sabía que de eso iba a depender en gran parte que sobrevivieran.

Al tiempo que hacía esto platicaba con ellos tratando de distraerlos un poco de la gran tensión que vivían. Nos fuimos conociendo y a pesar de lo difícil de la situación fue surgiendo una amistad entre nosotros. Ella se llamaba María tenía veintidós años y estaba casada con el hombre que tenía a su lado. Él se llamaba Julio, habían estado casados poco más de dos años y tenían un bebe de ocho meses que, por suerte, se había quedado al cuidado de su abuela en los Estado Unidos. En poco tiempo generamos un ambiente mucho más familiar.

La otra señora que yacía boca abajo era brasileña y la comunicación no era sencilla, me dijo que su esposo había caído por el conducto en el momento del temblor. Nunca logre escuchar su nombre claramente, pero me conmovía el valor con que ella se resignaba a la muerte.

El muchacho era colombiano y había venido a México de vacaciones, no pude saber mucho de él ya que era demasiado su dolor y me resulto imposible distraerlo más.

El joven matrimonio y la señora brasileña conversaban entre si. Se brindaban apoyo. Pronto dejamos de ser extraños.

Cuando escuche a María decir mi nombre por primera vez con una voz dulce, como de niña, comencé a tenerle cariño al instante. Sus palabras resonaron en lo más hondo de mi corazón y quedaron plasmadas ahí para siempre. Al mismo tiempo mi compromiso de sacarla aumentaba. Yo le trataba de dar esperanzas mientras le decía palabras de aliento al mismo tiempo que trabajaba en liberarla.

Me contó que había nacido en un pueblito cerca de Guadalajara, pero ahora vivía en Los Ángeles, California. Julio, su esposo, era argentino y también vivía en los Estado Unidos, donde se habían conocido y casado.

Después de que ella estuvo bien apoyada, logré que Julio también lo estuviera. Se apoyó en la sábana que puse a la altura de sus pies sobre la que se pudo parar. Con eso había aliviado un poco el malestar de ambos. Lamentablemente por la señora brasileña no se podía hacer mucho. Me acerqué a ella lo más que pude; esto no fue fácil, ya que yo colgaba de una cuerda y ella estaba fuera de mi alcance. Cuando estuve más cerca le pregunté si podía hacer algo para ayudarla, para mejorar en algo su postura o para reconfortarla de cualquier forma. Ella mejor que yo sabía que su situación era delicada y que no había mucho por hacer. En sus ojos solo pude ver resignación. Le dije que pronto la sacaríamos de un modo o de otro, pero ella sabía que eso era algo que nadie podía asegurar.

Trascurrió por lo menos una hora. Mi uniforme estaba rasgado, manchado de grasa, arena, cemento y sangre. La temperatura aumentaba conforme pasaba el tiempo, no contábamos con aire fresco, casi no había ventilación y aunado al esfuerzo físico que yo estaba realizando, empezaba a sofocarme. Por otro lado, los gritos del muchacho colombiano retumbaban en mis oídos como martillazos en mi cerebro. Me tranquilizaba pensando que no se podía hacer nada por él en esos momentos. Que me estaba valiendo de todos mis recursos sin escatimar esfuerzos o riesgos por ayudarlos, pero no había nada más que lo que humanamente se podía hacer.

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Me preguntaba si alguien allá afuera sabía que estábamos ahí. Necesitaba ayuda y equipo para seguir trabajando. No había mucho que pudiera seguir haciendo con las manos. Continué conversando y tratando de hacer lo posible por sacarlos sin que los lesionados se dieran cuenta de lo que en realidad pasaba. Les dije en repetidas ocasiones que la ayuda pronto llegaría, pero el tiempo pasaba y la ayuda de la que yo hablaba no llegaba. Afuera, los soldados ya se habían retirado sin siquiera advertir nuestra existencia. Por la pequeña abertura a través de la que miraba el exterior no se podía contemplar un panorama muy general, pero en lo poco que se veía se podía suponer que nadie sabía que estábamos ahí. Gente y ambulancias iban y venían, pero nadie entraba en este edificio para cerciorarse que no hubiera heridos. Trataba de recordar todo lo que había aprendido, pero nadie me había enseñado nunca cómo levantar una viga de varias toneladas ni cómo levantar muros derrumbados, ni tampoco a desenterrar manos y pies de entre el concreto y el acero.

Contrastaba el panorama ver el cariño que se tenían los dos esposos y como uno al otro se daban fuerzas para seguir luchando y conservar la calma que a esas alturas era difícil de mantener. Entre tantas malas noticias, me animaba ver el cariño de esta pareja.

Conforme pasaba el tiempo sin lograr mayores avances, todos nos íbamos dando cuenta de que no sería seguro el poder salir de ahí con vida. Traté de ocultarles lo grave que yo comenzaba a percibir de la situación, tal vez por no querer reconocerlo yo mismo, pero finalmente me fue imposible. Era tan obvio lo que sucedía que no logré engañar a nadie.

Ascendí unos metros para poder descansar en la viga nuevamente. Mis músculos estaban agotados y era demasiado peligroso permanecer más tiempo colgado. Pude escuchar cómo Julio y María se pedían perdón por lo que alguna vez se habían hecho, también se confesaban su amor y el que le tenían a su hijo, hablaban de despedirse antes de la muerte y sobre lo que haría cada quien sin el otro en caso de que sólo uno sobreviviera. Pensé en interrumpirlos con un comentario optimista, pero como iban las cosas, tal vez lo que ellos hacían era lo más oportuno.

Tan pronto me repuse un poco, nuevamente amarré el arnés a la cuerda para descender por el intrincado conducto. En esta ocasión modifiqué el sistema de rapel para permitirme más movilidad, gracias a esto me pude acercar más a María para revisarle las heridas de la cabeza y las manos, ya que de sus brazos aún goteaba algo de sangre. Con extremo cuidado ausculté sus heridas de la frente y nuca que no consideré fueran de mucha gravedad. Luego seguí tratando de liberarle las manos. Mientras hacía esto vi las terribles heridas que tenía en ambos brazos y piernas, se podían distinguir los huesos fracturados entre sangre y otros tejidos bañados de rojo. Su pierna izquierda estaba totalmente triturada contra el concreto. Debía ser muchísimo su dolor. Sentí dolor en mí mismo por sus lesiones y entonces ella me hizo una pregunta que no pude responder.

-Carlitos, ¿por qué pasan estas cosas?- me dijo con gran candidez.

Lo único que le pude decir con un nudo en la garganta fue:

-No lo sé- solo sabía que ocurrían todo el tiempo y permanecí callado durante un silencio que se prolongó algún rato.

Aun ahora que ya todo acabó sigo escuchando en mi cabeza en un tono ingenuo, esa pregunta que por mucho tiempo no me pude responder ¿Por qué pasaban esas cosas, por qué tenía que sufrir así, por qué tanto dolor en alguien tan frágil?

Escarbando en el concreto valiéndome de cualquier cosa que encontraba, logrando solo romper

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pedacitos minúsculos en cada golpe, finalmente logré liberar su mano izquierda, cuando la puse a la luz vi una cortada profunda. Y la mano en general muy maltrecha.

Ya habían pasado de las diez de la mañana y María ya no soportaba el dolor. Se debilitaba rápidamente al igual que la señora brasileña. Yo hacía lo que podía con tal de no verla sufrir más, pero mi esfuerzo no era suficiente. Pensaba en qué más se podía hacer. Parecía que ahora efectivamente había agotado mis recursos disponibles, no era posible avanzar ni un milímetro más, el concreto ya no se rompía golpeándolo.

Repentinamente crecieron las esperanzas para todos al ver que un grupo de socorristas se asomaban al interior del conducto desde el orificio por el que había entrado. Las mejoras a las condiciones en las que estábamos no se hicieron esperar, además, para mi, era bueno ya no estar solo.

Lo primero que hicimos fue colocar otra cuerda que ellos traían, con lo que aumentó mi apoyo y pude desplazarme con mayor facilidad. También trajeron de los cuartos más botellas con agua. Ya habían transcurrido varias horas y todos estábamos nuevamente deshidratados, pero sobre todo los lesionados por la pérdida de sangre. Además habíamos estado respirando el polvo de concreto durante todo el tiempo. Le di de beber a Julio, a María y a la señora brasileña. Yo también bebí bastante y deposité sobre mi cabeza otra buena cantidad que me dio nuevo vigor para permanecer ahí.

Los demás me miraban desde abajo, pero no veían la forma de poder ayudarme más, el espacio que había era estrecho y no lograría alojar a una persona más.

Necesitaba algo capaz de levantar varias toneladas de peso, algo para cortar metal de algunas pulgadas de espesor y algo más para romper concreto, tal vez algo para hacer palanca. Posiblemente con algunos implementos factibles de conseguir podríamos avanzar más.

-Necesito gatos hidráulicos - les dije a los otros socorristas.

- Y además algo para hacer palanca, de ser posible una segueta y un soplete con boquilla de corte – agregue.

Inmediatamente se pusieron en movimiento para conseguir las herramientas. Las expresiones de dolor se seguían escuchando, pero con menos energía. Hasta que llegara el equipo no había nada por hacer. Fue una espera que casi alcanzó la eternidad. La señora brasileña seguía pidiendo morirse y estaba resignada a ello, María insultaba a todos y exigía desesperada que la sacaran. Julio trataba de tranquilizarla, pero no lograba mucho. El joven al que no podía ver seguía quejándose, pero cada vez con más debilidad.

Por fin llegó algo de lo que solicité. Primero me dieron una barreta que puse en los lugares factibles de hacer palanca, pero sólo conseguí doblarla sin lograr mover nada. Finalmente, esta no había sido de ninguna utilidad.

Sentí que la suerte comenzó a cambiar para nosotros cuando inesperadamente apareció Juan con otro grupo de socorristas. Se abrieron paso hasta la puerta del elevador del piso inmediato inferior al que estábamos. Al verlos llegar sentí como si hubieran acabado mis problemas. Había pasado muchas horas solo con los lesionados, ahora sentía que con ellos ahí encontraríamos la forma de salvados.

Fue sorprendente ver a Juan ahí, donde más lo necesitaba, además de buenos amigos éramos un buen equipo de trabajo y juntos habíamos logrado muchos rescates. Mi humor cambió radicalmente y se vio reflejado en un afectuoso saludo. Prácticamente estaba eufórico de verlos. Comenzamos a platicar

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sobre temas distintos de los que más importaba en esos momentos, hasta que fuimos interrumpidos bruscamente por los gritos de María.

-Oigan ustedes dos, primero sáquenme de aquí y luego platican sus vidas- dijo enojada y a eso agregó- ¡ya no aguanto el pinche dolor!-.

Inmediatamente que terminó de decirlo Julio se apresuró a disculparla diciéndole que no debía de gritarnos así. A mí me causó gracia el modo en el que nos regañó. Tenía razón, nos estábamos distrayendo demasiado, sobre todo porque su estado empeoraba con el tiempo y no parecía haber una solución cercana.

Julio siguió explicándole a María que hacíamos nuestro máximo esfuerzo. Yo agregue:

-Créeme que estoy haciendo lo más que puedo, pero necesito descansar de vez en cuando aunque sea por un instante para tranquilizarme y poder pensar claramente en una forma acertada de ayudarlos.-

María quedó complacida con la explicación y simplemente me respondió en tono solemne:

-Está bien, pero haz algo rápido… que no voy a aguantar mucho tiempo más.-

Esto último revelaba la profunda verdad que no nos atrevíamos a reconocer.

En eso escuché una voz que conocía, era la de un antiguo instructor que platicaba con Juan. No tardó mucho en empezar a dar instrucciones como si lo hubiéramos estado esperándolo a él para hacer algo. A esas alturas ya había tomado muchas decisiones y me parecía justo que alguien más las empezara a tomar por mí. Este instructor debía tener mucho más experiencia y edad que yo, por lo que me resultó bien que él asumiera la responsabilidad.

Una vez que le expliqué la situación de cada uno y los principales obstáculos a vencer, procedió a darme órdenes que no me importó cumplir. Era cómodo tener a alguien que me liberara de la posibilidad de equivocarme. En eso llegaron unos gatos hidráulicos. Descendí unos metros para alcanzarlos. Subí con el artefacto a cuestas pero no encontré suficiente espacio para colocarlo. El instructor sin poder ver desde dónde estaba la posición de las vigas, me dijo que lo colocara entre Julio y María. Me acerqué a ellos lo más que pude para cumplir con las indicaciones. No había forma de hacer algo desde ahí. El gato no cabía. Julio intentó auxiliarme con la mano que tenía libre, pero desde su incómoda posición era imposible colocarlo en donde pudiera servir. Para mi resultaba aún más difícil. Así que le dejé el gato y le indiqué que siguiera tratando mientras yo pensaba en otra cosa.

Entre Julio y la brasileña había un espacio donde se podía escarbar. Lo hice hasta encontrarme con un gran objeto de metal. Era brillante, plateado. Seguí escarbando hasta descubrir que se trataba de una aspiradora grande, industrial, estaba completamente aplastada. Al instructor le pareció buena idea amarrar una cuerda a la aspiradora y entre todos jalarla desde abajo para quitarla de donde estorbaba y colocar un gato es su lugar.

El plan parecía lógico, así que procedí a ejecutarlo. Me estiré hasta la aspiradora, metiendo la cabeza en el hueco que había. Desde ahí vi la piel de la señora aplastada contra el cemento. Era contrastante la suavidad y delicadeza de la piel humana contra el áspero y duro concreto. Después de que tuve amarrada la aspiradora y le pasé la cuerda a los socorristas que estaban abajo, di la indicación para que jalaran. La aspiradora no se movía. Jalaron más fuerte y consiguieron a moverla unos milímetros

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ocasionando la caída de algunos escombros, siguieron jalando luego todo comenzó a derrumbarse. Parecía ser que gracias a la aspiradora había quedado un pequeño espacio virtual entre la viga que había caído del techo y el piso de donde ellos se encontraban. Por esta es que la señora brasileña, Julio y María no habían sido completamente comprimidos.

-¡Alto, alto! - les grité mientras me llovían piedras de todos tamaños.

Detuvieron el movimiento en seguida y los derrumbes cesaron.

De alguna manera aquella aspiradora aplastada mantenía la estabilidad del lugar.

Nuevamente estábamos en donde habíamos comenzado. En varias horas prácticamente no habíamos logrado nada. A cada momento el estado de los lesionados empeoraba y resultaba muy temerario pensar en cuánto tiempo resistirían, Julio aparentaba estar en mejores condiciones que el resto, su razonamiento era claro y aún le quedaban algunas fuerzas para seguir luchando. María había perdido mucha sangre, el dolor y el cansancio estaban acabando con ella. Resultaba impresionante ver cómo una criatura tan delicada se veía obligada a soportar tanto, como si aquel edificio a medio derrumbar, sin piedad y sin conciencia, estuviera empeñado en hacerla sufrir hasta ver cómo lentamente se le escapaba la vida.

La brasileña estaba entrando en una especie de estado de shock, ya no tenía fuerzas ni siquiera para quejarse, sus movimientos eran lentos y semiinconscientes. Su aspecto me hacía dudar mucho de que pudiera salir con vida de ese lugar.

El único sitio desde donde no habíamos intentado colocar el gato hidráulico, era en el extremo opuesto del conducto. Era una gran viga la que los aplastaba por lo que se podría empujar desde cualquier parte. Para llegar ahí era preciso soltarme de la cuerda que me sostenía. Pensé en ésta como mi única alternativa, era necesario intentarlo. Coloqué el pesado gato sobre la viga de la que colgaba la cuerda mientras me liberé del sistema de rapel, lo tomé con una mano y con la otra me sujeté de una pequeña saliente en la pared. Colgado de una sola mano y apoyando los pies en las irregularidades del concreto, desequilibrado por el peso del artefacto, fui avanzando de un punto de apoyo al otro acercándome al otro lado. Llegué hasta donde no hubo de donde más sostenerme, faltaba más de un metro y medio para llegar, pero no existía ningún punto de apoyo que me pudiera permitir alcanzar el otro extremo. Hacia abajo había una caída de más de 20 metros y entre la oscuridad se podía distinguir el cadáver de un hombre que yacía en el fondo del conducto. Lo más probable era que hubiera caído desde donde yo me encontraba. Por otro lado escuchaba los quejidos ya sin energía de María. Una vez tomada la decisión, solté el borde que me detenía y brinqué empujándome con los pies de la pared para alcanzar el lugar donde debía ser colocado el gato. Aprovechando la inercia del impulso logré ponerlo donde pretendía, pero la mano que me debía sostener al alcanzar repentinamente la orilla no logró soportar mi peso y mis dedos fueron resbalando lentamente y al no tener más apoyo empecé a caer. En movimientos rápidos y desesperados mis manos y pies buscaron de donde sujetarse hasta que milagrosamente apareció en mi camino una varilla que colgaba. La sujeté con ambas manos deteniendo mi caída. Mis fuerzas eran escasas y la superficie de la que me sostenía era resbalosa por el polvo que la cubría. Nuevamente mis dedos se resbalaron y pensé que no habría más remedio que caer hasta el fondo del conducto. Mirando rápidamente a mi alrededor encontré mi cuerda que colgaba cerca de donde estaba. Saqué fuerzas de la nada para soltar una mano y tomarla. Luego me columpié hasta el otro extremo donde Juan y el instructor me sujetaron y me ayudaron a descender hasta donde ellos estaban. Al poner los pies en piso firme sentí que me desmayaba y vi todo muy borroso, me senté sobre la alfombra cubierta por yeso. Alguien me dio de beber agua de una botella. Sudaba frío y tenía la idea fija del fondo del conducto con el cadáver.

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Cuando estuve listo de nuevo volví a subir por la cuerda hasta donde estaban los lesionados, desde ahí, valiéndome de un tubo largo, pude accionar el gato que había colocado. La estructura era demasiado pesada, pero pude levantarla tal vez un centimetro que no fue suficiente para liberar a nadie. Lo único que logré fue un poco de espacio para maniobrar con los miembros atrapados y poder seguir escarbando a su alrededor.

De cualquier manera constituía un nuevo intento que fracasaba. Tuve puestas las esperanzas en los gatos hidráulicos que ahora también habían fallado. Ahora debía buscar otra solución de acuerdo a mis propias consideraciones.

Alguien había conseguido una segueta y me la hizo llegar. Intenté cortar con ella el acero de la trabe pero era demasiado gruesa y la segueta no tenía el suficiente filo para causarle tan siquiera algún daño. Por más que traté no pude ni rasguñarla. Al ver que esto no resultaría, retrocedí hasta quedar completamente suspendido por la cuerda. Traté de pensar en otra solución. Julio al ver que todo había fracasado y yo tenía la segueta en mi mano me dijo:

-Carlos, si es necesario que me cortes la mano para sacarme de aquí, no dudes en hacerlo, y lo mismo haz con las piernas de mi mujer, más vale que nos saques de aquí con vida- dijo esto con voz seria y convincente.

María agregó:

-Carlitos... haz lo que sea necesario. Si quieres cortarme las piernas, pero sácame pronto que ya no puedo más.-

Su voz quebradiza casi sin ninguna fuerza nos indicaba el poco tiempo que teníamos.

En medio de un silencio comprometedor todos esperaban mi respuesta. Bien sabíamos que prácticamente ya habíamos intentado todo. Dirigí mi vista a mi mano derecha que sujetaba la segueta. Un escalofrío corrió por todo mi cuerpo mientras me pregunté a mí mismo ¿cuánto más resistirían en ese estado? Sabía que trabajaba contra el tiempo. En cuestión de minutos podría morir alguno sino era trasladado lo antes posible a un hospital. Por otro lado, sería injusto privar a alguien de un miembro por una precipitación y sin antes haber hecho hasta lo imposible por sacarlos de ahí completos. Pero la verdad era que en el fondo sabía que yo no sería capaz de amputar una extremidad en esas condi-ciones, aunque tal vez amputar era lo más indicado, así se asegurarían sus vidas y pronto tendrían la atención médica que necesitaban.

Volteé a ver a Juan esperando encontrar en su rostro la respuesta, pero él contaba con que yo la tuviera. Yo sabía que debíamos tener iniciativa, ser agresivos al actuar en casos difíciles y no tener miedo para hacer lo que fuera necesario.

-¡No!- exclamé.

-No te voy a cortar nada y te voy a sacar completa, te lo juro- dije sabiendo que no tenía otra opción.

Después de decir esto me le acerqué y pensé en otras posibles soluciones.

-Con permiso- dijo una voz a mi espalda.

Volteé la cabeza para mirar quién me hablaba y ante mi asombro, vi a un hombre de unos 45 años que

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había escalado por el conducto hasta donde yo estaba, valiéndose tan sólo de sus manos y pies.

-Oye, muchacho- me dijo.

-Tu bájate y empújala hacia arriba mientras yo intento liberarle la mano- agregó el misterioso hombre con voz imperativa.

Yo estaba muy confundido, no sabía si hacer caso o ignorar sus órdenes. Era un hombre de aspecto sencillo, tenía el pelo canoso, pero poseía la agilidad de un gato, había escalado el conducto con una facilidad sorprendente y sin valerse de cuerda o algún otro instrumento. ¿Quién era, de dónde venía, quién lo había dejado pasar?

-Señor, bájese de ahí es muy peligroso- le ordenó el instructor.

-Le aseguro que no nací ayer, además aquí necesitan de mi ayuda -respondió muy seguro de sí mismo.

¿Cómo supo que era tan indispensable? Era difícil saber si de verdad sabía lo que hacía o era un fanfarrón como muchos otros con los que me había topado. El problema era que se habían agotado los recursos y las esperanzas. Ese hombre era lo único que había a mi alrededor que no había fallado todavía. No me quedaba otro remedio, así que obedecí. Hice lo que me indicó, mientras pensaba en lo misterioso que me parecía. Y más misterioso aún cuando a los pocos minutos había conseguido liberar la mano de María. Anteriormente yo había tratado por todos los medios posibles, pero sin ningún éxito, según yo no había manera de hacerla sin algo para romper el acero o bien la mano, mientras que él en unos minutos lo había logrado.

-¿Tienes alguna idea para sacarlos de aquí?- me dijo como sugiriendo que yo sabía la respuesta.

En efecto, tenía yo una idea que se me había ocurrido, pero que no puede poner en práctica porque hubiera representado abandonar a los lesionados durante no sabía cuánto tiempo. Ahora él se podría encargar de ellos mientras yo intentaba lo que había pensado.

-Sí señor- le contesté mirando a la pared.-Primero que nada, me llamo Héctor ¿Cuál es tu plan?- me preguntó.

Le expliqué que entre todos los escombros que los tenían atrapados había logrado distinguir pequeños destellos de luz que seguramente provenían del exterior. Lo que indicaba que colgado de una cuerda desde el otro lado podríamos atacar el problema por ambos lados simultáneamente. Tenía pensado ir a la azotea del edificio y descolgarme por fuera hasta este piso. Desde el otro lado tal vez sería posible descubrir algo que ayudara a liberarlos.

-Me parece una excelente idea- me respondió el hombre.

Decidí poner mi plan en práctica. Héctor ya se encontraba sujeto con una de las cuerdas y tratando de liberar las piernas de María. Desamarré mi cuerda y descendí hasta la entrada del conducto. En compañía de Juan bajé por la semiderrumbada escalera, por la que había llegado, hasta la calle.

Era bueno respirar algo de aire fresco y ver la luz del día. Era casi la una. Había estado colgado de la cuerda dentro del conducto por más de cuatro horas. Me dolía todo el cuerpo y estaba considerablemente cansado, pero todavía no era tiempo de quejarse, así que ignoré mi malestar y

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busqué un acceso a la azotea del edificio.

La construcción contigua, del lado izquierdo, era un edificio demasiado pequeño que apenas llegaba al sexto piso. Los de atrás estaban demasiado retirados. El de la derecha superaba al hotel por unos tres o cuatro pisos. Era la mejor opción, subimos por éste y encontramos pequeños derrumbes en nuestro camino hacia arriba. Las escaleras estaban tapizadas por pequeñas rocas y en algunos puntos se encontraban retorcidas en formas caprichosas. Al llegar al último piso nos impidió el paso a la azotea una puerta que se encontraba cerrada. La tratamos de derribar pero fue imposible.

-Tiene que haber alguna forma de subir- le dije a Juan que comenzaba a perder las esperanzas.

-Tal vez si bajamos al último piso y desde ahí escalamos a la azotea por una ventana lo podemos lograr- agruege.

Corrimos escalera abajo y buscamos pronto una ventana adecuada. Era un edificio de oficinas, los muebles estaban tirados por todas partes, los papeles revueltos, el yeso desprendido y todo en el más completo desorden y las paredes tenían grietas que las atravesaban de lado a lado. Imaginamos lo que habían sentido y vivido los que ahí estaban durante el temblor, inspirados en los objetos dejados y en el aspecto general de la oficina, entre vidrios rotos y muebles desacomodados.

Después de buscar cuidadosamente por toda la planta e encontramos que una ventana del baño era la más indicada ya que a un lado de ésta había un tubo ancho del que nos podríamos detener para alcanzar el techo. Tomando las precauciones pertinentes, rompí la ventana y con ayuda de Juan salí al exterior donde cometí el error de ver para abajo. Estaba en el doceavo piso detenido solo de los dedos y tratando de buscar algún apoyo para mis pies. Cuando lo encontré, escalé por el tubo y llegué a la azotea. Juan me pasó las cuerdas y los sistemas de rapel y luego imitó mis movimientos alcanzándome arriba. Amarramos la cuerda y rapeleamos hasta la azotea contigua que era unos tres pisos más baja y la recuperamos.

Parados en la azotea del hotel sentimos como los pisos superiores habían quedado muy ladeados hacia atrás, resultaba muy impresionante estar de pie en una superficie de tanta altura con una pendiente tan considerable. Suponíamos que nuestro peso no contribuiría a que se derrumbara el edificio, pero era todo un reto pararse en él, y lo era aún más acercarse a las orillas.

Buscando puntos de referencia encontramos el lugar en el que debíamos amarrar la cuerda para descender exactamente adonde se encontraban los lesionados. Dada la inclinación que tenían los pisos superiores, la cuerda al caer se alejaba de la pared en su trayectoria vertical hacia el piso. Nos colocamos los sistemas y uno por uno bajamos hasta el piso indicado. Nos mecimos como si estuviéramos en un columpio para alcanzar la pared y detenernos de una varilla que salía de entre ladrillos desacomodados. A este nivel el edificio parecía tener una especie de pliegues sobre los que se había doblado hacia atrás. Detrás de éstos era donde se encontraban los lesionados. Busqué entre los pequeños huecos el punto exacto hasta que escuché la voz de Héctor que me daba indicaciones.

Juan decidió ir a buscar al muchacho colombiano que se encontraba relativamente cerca.

Héctor de un lado y yo del otro comenzamos a tener éxito abriendo pequeños espacios. Tardamos mucho tiempo en ganar cada milímetro, pero era magnífico saber que cada vez faltaba menos.

Juan por su parte encontró una grieta que lo condujo cerca del joven colombiano. Desde ahí podía ver el cuerpo del muchacho aplastado contra el de otro hombre adulto. Solo había espacio para introducir su mano. Al tocarlo se dio cuenta que, aunque inconsciente, el chico aun vivía y pensó en una forma

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de ayudarlo, pero estaban atrapados entre enormes estructuras de muchas toneladas de peso a más de 20 metros del piso y a otros 20 metros del techo. No había forma de levantarlas o romperlas suficientemente rápido, tardaría días hacerlo. Juan sólo pudo estirar su mano y tocarlo, pero fue imposible auxiliado de otra forma. Lo intentó con todo su coraje, pero se tuvo que conformar con sentir en su pulso sus últimos latidos que le indicaron cuándo murió después de ocho horas de la más terrible agonía.

Al salir de la grieta, un par de horas después de haber entrado, se veía consternado por lo que había presenciado.

Había muerto el primero y aunque los otros tres seguían vivos, nadie sabía por cuánto tiempo. Sólo Julio estaba cerca de ser liberado. Trabajé un poco más en su mano hasta que Héctor logró sacarla por el otro lado. Este hombre misterioso que había llegado de algún lugar desconocido, tenía el don de saber qué hacer y cómo hacerlo. Trabajaba con paciencia y constancia, pese a todo seguía escarbando y no se desanimaba por lentos que parecieran los avances. Gracias a eso había logrado resultados importantes.

Desde el otro lado logré sacar un extintor que había quedado aplastado y estorbaba para continuar escarbando. Esto permitió que Hector tuviera más espacio para trabajar.

Cuando no hubo nada más que pudiera hacer desde ahí, bajé por la cuerda hasta la planta baja, de donde pasé a la calle. Pude ver una ambulancia que se iba con uno de los lesionados. Entré nuevamente al edificio y subí la escalera hasta llegar a donde estaban los demás. Julio ya había sido sacado y trasladado al hospital aún con vida.

Héctor seguía trabajando en liberar a María y gracias al espacio libre que había quedado al sacar a Julio, podía trabajar directamente sobre sus piernas. Pronto sacó una. Sólo restaba la otra, la más enterrada. El concreto se incrustaba en su piel y prácticamente partía la pierna en dos a la altura de la pantorrilla. Viendo el estado de María seguramente para entonces lo más recomendable hubiera sido cortar los ligamentos y músculos que todavía la sujetaban al lado sepultado, pero ahora era Héctor quien tomaba las decisiones y parecía estar seguro de que cavar hasta liberar completamente la pierna era lo más indicado.

Asumí nuevamente la posición para auxiliar a Héctor en su tarea de remover el concreto con sumo cuidado para que poco a poco se fuera abriendo un hueco por donde podría salir el resto de la pierna. Mientras tanto Juan y el instructor preparaban la camilla, amarrándola con poleas para ponerla a la altura del cuerpo de ella para que no cayera al ser liberada. Así transcurrieron algunas horas. Todos habíamos perdido ya la noción del tiempo.

El rostro de María estaba pálido y no tenía gesto alguno. Había desaparecido la expresión de dolor y se habían tornado en una expresión fría que veía con curiosidad a su alrededor sin comprender qué era lo que ocurría. Ya no se quejaba, ni gritaba, sólo nos miraba.

La lucha había terminado, El dolor, la angustia, el prolongado tiempo de malestar, habían vencido a una joven a la que no le quedaban más fuerzas para seguir luchando dentro de un cuerpo en el que la mente renunciaba a la esperanza y se entregaba a los brazos de la muerte. Ahora solo era cuestión de tiempo, sabíamos que en pocos minutos moriría de no recibir atención médica especializada. Su pulso cada vez era más débil y comenzaba a ser irregular, síntomas inequívocos de un próximo paro cardiaco.

María estaba agonizando y no había nada que se pudiera hacer para acelerar el trabajo. Nos

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conformamos con hacerlo lo más rápido que nos era posible. Una vida tan joven y prometedora estaba punto de llegar a su final, dejando tanto por delante, entre ello un bebé de ocho meses que no volvería a ver a su madre.

-¡Acerquen la camilla! - gritó Héctor rompiendo el estrujante silencio.

¡Había conseguido liberar la pierna! Todos nos apresuramos a acomodar a María sobre la camilla. La amarramos con cuerdas y utilizando los mosquetones como poleas la descendimos con cuidado hasta la puerta del elevador donde los otros esperaban para recibirla. Bajamos por las escaleras hasta la calle donde nos esperaba una ambulancia con las puertas abiertas. La abordamos Juan y yo y nos pusimos en marcha tan pronto acomodamos a María en el interior. Ella estaba inconsciente, tenía los ojos abiertos y a pesar de las circunstancias éstos no reflejaban temor, dolor o angustia, por el contrario, reflejaban una profunda tranquilidad, como si en ellos faltara la vida misma.

-Juan, ¿qué opinas de su pierna? -le pregunté al ver horrorizado la pantorrilla completamente destrozada.

-La tendrán que amputar seguramente, pero me preocupa más que logren salvarle la vida. - me respondió muy serio bajando la vista.

Tomé su cabeza entre mis manos y con cuidado limpié algunas de sus heridas, le acaricié el pelo y le dije: "vas a vivir, estoy seguro". Ya no quedaba nada que pudiéramos hacer nosotros por ella, sólo nos quedaba aguardar y rezar porque no muriera antes de llegar al hospital. Nuestra labor había terminado, ahora todo quedaría en manos de los médicos. El resto del trayecto me conformé con contemplarla deseando con todas mis fuerzas que todo nuestro trabajo no fuera a resultar en vano.

Pronto llegamos. Los cubículos de urgencias estaban llenos, el hospital estaba saturado. Había mucho movimiento. Entramos por el pasillo a la sala de urgencias y la dejamos en una cama como nos indicaron. Rápidamente la comenzaron atender mientras nos alejábamos.

Nosotros regresamos al hotel a recoger el equipo. Hector y otros seguían trabajando en liberar a la señora brasileña, traté de incorporarme al trabajo, pero mis manos tenían tantos raspones y cortadas que en vez de una ayuda constituía en estorbo. Mis piernas temblorosas ya no respondían con precisión a los impulsos del cerebro. Pensé que era demasiado inseguro permanecer ahí en esas condiciones. Hice un esfuerzo por no hacer caso a esto, pero las heridas se habían enfriado y cada vez eran más las molestias. Héctor se desplazaba con mucha agilidad y prácticamente la había liberado. Mientras él siguió trabajando, yo fui a la calle por una camilla. Cuando regresé únicamente tuvimos que colocar a la señora y bajarla por el conducto hasta la puerta por donde la sacamos y la condujimos a la salida.

Su corazón latía con mucha debilidad, su estado empeoró rápidamente al sacarla de donde estaba, parecía tener hemorragias internas que ahora la desangraban. Estaba completamente inconsciente y en un estado que empeoraba a pasos agigantados cuando la dejamos a bordo de una ambulancia que la trasladó al hospital. Regresé al lugar de los hechos para recoger mi cuerda, el botiquín y el casco que traía. Me tomé un minuto para observar aquella cámara de tortura que ahora yacía silenciosa, obscura, despidiendo olores intensos difíciles de identificar y que alojaba los cadáveres de quienes jamás fueron rescatados. Ahora la batalla había terminado, los resultados finales los conoceríamos después. Conté cuatro personas fallecidas luego de un sufrimiento espantoso y tres habían sido rescatadas, pero sus vidas aún corrían peligro.

Entre orgulloso y decepcionado, como quien hace un trato justo con alguien más poderoso, donde no

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es posible ganar todo, abandoné aquel lugar que encerraría para siempre el eco de las más terrible tragedia que había vivido ese puñado de personas inocentes.

Camine lentamente y me di tiempo de examinar aquel edificio con cuidado Al entrar al comedor vi que estaba como si hubiera sido detenido en el tiempo: todo intacto, había platos servidos sobre las mesas, algunos sin haber sido tocados y otros a medio comer. Todo estaba cubierto por una fina capa de polvo que opacaba los reflejos y daba la impresión de que el lugar estuviera dentro de un sueño, inmóvil, silencioso y el polvo flotando en el aire.

Detrás de nosotros entraron los que habían participado en el rescate. Pasamos a la cocina bebimos agua y comimos algo, luego nos sentamos en el comedor y comentamos las anécdotas del rescate.

En la calle continuaba mucho movimiento. Para esta hora había en el centro de la ciudad soldados, bomberos, policías y socorristas de otros estados de la república prestando sus servicios. Había también brigadas de voluntarios que se comenzaban a organizar en medio de una gran anarquía en la que las acciones eran más impulsivas que organizadas. Hacía falta que alguien coordinara las acciones, pero no sucedía así. Caminé por la calle entre el ir y venir de personas muchos tratando de servir de cualquier forma posible. Estaba muy cansado y adolorido, pero sobre todo preocupado por saber si María viviría. Mire a mi alrededor. Ya no pertenecía a este lugar, el ímpetu se me había acabado lo mismo que mis energías. Caminaba alejándome de la zona del desastre. No tenía caso quedarme. Mi mente se encontraba en otro lugar. Caminé hacía la Cruz Roja contemplando la terrible destrucción que se había generado en esta zona de la ciudad. Una ambulancia que pasaba, al verme uniformado de la misma institución me ofreció llevarme y acepté.

Me invadía una preocupación que no podía contener. Debía saber sobre ella. Tan pronto llegamos a la Cruz Roja tomé mi auto y me dirigí hacia el hospital al que la habíamos trasladado. En el camino sólo pensé en que no quería que muriera, recordé lo mal que estaba cuando la vi por última vez y recé con todas mis fuerzas suplicando porque pudiera vivir. Era lo único que podía hacer. Conforme me acerqué al hospital mi temor aumentó más y más, y aunque María sólo era otro lesionado más que experimentaba el peligro de morir. Para mí ya era diferente. Habían sido muchas horas juntos, muchas promesas, honestamente me había comprometido con ella, y había luchado duro por sacarla, pero más que eso... me sentía frustrado por no poder asegurar que ella viviría, en ese momento hubiera cambiado cualquier cosa por impedir su muerte.

Cuando llegué al hospital esperé unos minutos en el auto antes de bajarme, tenía que armarme de valor y prepararme para recibir cualquier noticia. Luego bajé y caminé con pasos firmes y decididos que ocultaban mi deseo de no acercarme más a lo que podía ser una triste realidad. A la entrada había cientos de personas desesperadas que trataban de averiguar el estado de sus seres queridos. Por contradictorio que pueda sonar, el ver esto me reconfortó un poco. Comparativamente mi situación no era tan mala, de cualquier forma no había perdido un familiar, ni a un hijo, ni a nadie que me resultara tan doloroso. El problema de todas esas personas era de mucha más consideración, estaban formados en una línea de más de 100 metros de longitud. No sé si eran cientos o miles de personas resignadas a esperar lo que fuera necesario para obtener alguna información sobre sus familiares, dispuestos a aguardar por tiempo ilimitado.

Yo sentí que si me formaba en esa fila me moriría de desesperación antes de avanzar un metro. No parecía moverse en absoluto tomaría el resto del día y parte de la noche llegar a la ventanilla, así que fui directamente a la oficina de trabajo social en la sala de urgencias. La situación era aún peor, había cientos de personas esperando a ser atendidas y las dos trabajadoras sociales que la atendían no se daban abasto. Entre gritos y empujones la gente peleaba por un lugar frente al mostrador.

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Conocía bien el hospital, en otras ocasiones había tenido que hacer trámites aquí. Recordé que dentro existía otra oficina en la que llevaban los registros de los ingresados. La puerta que conducía al interior estaba cerrada y era custodiada por dos guardias de seguridad que impedían el acceso. Pensé que el uniforme de la Cruz Roja me podía ayudar y decidí caminar a través de ellos como si nada. El plan dio resultado, al verme caminar decidido me cedieron el paso cortésmente sin preguntar una palabra. Una vez dentro fui directo a la oficina que ya conocía. Ahí todos se veían muy ocupados. Trabajaban arduamente copiando nombres y comparando listas. Sin dudarlo entré como si supiera a quién me tenía que dirigir hasta que encontré en mi camino a una joven de aspecto amable. Le indiqué lo que buscaba. Inmediatamente dejó lo que hacía para buscar los datos de María en los registros. Sorprendentemente su nombre no estaba en la lista de hospitalizados.

-¿Estás seguro que la trajeron aquí?- me preguntó mientras su mirada aún recorría las listas de nombres.-Tan seguro como que yo mismo la traje y la dejé sobre una de estas camas- le respondí.

Continuamos buscando en todas las listas disponibles, pero no encontramos su nombre en ninguna. Esto sólo podía significar una de dos cosas: o había muerto al llegar, y por eso no había sido registrada en hospitalización, o bien, había sido trasladada a otro hospital. Yo me resistía a creer la primera aunque era bastante probable. Los registros nos mostraron que a la hora a la que ingresó María, el hospital aún contaba con capacidad por lo que, no se había hecho ningún traslado. Después de comprobar esto en los libros, sólo quedó buscar en los registros de personas fallecidas. Un escalofrío corrió por mi cuerpo. Me abstuve de mirar en el libro y permanecí pensativo mientras la señorita buscaba el nombre.-¡No está!- dijo finalmente.-¡¿Qué?! - pregunté dudando de lo que acababa de oír.-Que no está su nombre en la lista - me respondió la trabajadora social reclinándose en la silla al tiempo que levantaba la mirada para brindarme una sonrisa.-Entonces, ¿no está muerta?- volví a preguntar para asegurarme de estar entendiendo todo bien.-No- dijo de nuevo compartiendo la alegría.Dónde estaba, fue una interrogante que pasó a segundo término. Lo importante era que en algún lugar se encontraba viva.Si yo la había introducido personalmente al hospital y no había sido trasladada a ningún otro y tampoco había muerto, era evidente que se encontraba dentro de él en alguna parte. No estaba en la sala de urgencias, había buscado en todos los cubículos, no se encontraba en la lista de hospitalizados ni en terapia intensiva.-¿Dónde está hospitalización?- pregunté, con una nueva idea en mente.-Al fondo subiendo por la escalera.

Sin decir otra palabra corrí hacia donde me habían indicado, subí por la escalera y encontré la sección de mujeres, recorrí todas las camas sin excepción. No se encontraba en ninguna. Pregunté por terapia intensiva y apresuradamente caminé hasta la sala. Ahí tampoco estaba. Pensé en ir al anfiteatro y buscarla entre los cadáveres, pero prefería agotar todo antes de enfrentarme a esa horrorizante experiencia. Regresé con la joven de trabajo social y le comuniqué lo acontecido. Nos quedamos pensativos unos minutos hasta que ella repentinamente rompió el silencio. .-¿A qué hora la trajiste?-Como a las cuatro-le respondí. -No creo que esté todavía en quirófano...- dijo insinuando que aún quedaba ese lugar. -¿Cómo podemos saber?- le pregunté. Ella sin responder tomó el teléfono y marcó un número, mi corazón comenzó a latir cada vez más fuerte.

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-Hablo de trabajo social para saber los nombres de las personas que se encuentran aún en cirugía- esperó unos segundos y continuó. -Sí... sí... ¿y cómo se encuentra?Mi corazón latía tan fuerte que parecía que se iba a salir. Por fin la señorita colgó el teléfono y me dijo: - aún la están operando tiene un traumatismo craneoencefálico, le amputaron una pierna, esta politraumatizada y su estado general es muy delicado.Era difícil saber si esto era una buena noticia. Aunque la habíamos encontrado, su estado era peor de lo que esperaba escuchar. Tantas horas en el quirófano, la pérdida de sangre, el agotamiento físico, la amputación de la pierna y las lesiones que tenía en todo el cuerpo, era por sí solo un cuadro muy alar-mante. Pero un traumatismo craneoencefálico era algo sumamente peligroso que había que sumar a todo lo demás. Durante el rescate noté algunas lesiones en su cabeza, pero no les di mucha importancia, nunca creí que pudieran ser de tanta gravedad. Nunca pensé que aquellos golpes pudieran haber afectado al cerebro.

La incertidumbre sobres su estado se prolongaba más y más, sin poder terminar de una vez por todas con la irresolución. Las lesiones en el cráneo además de ser muy peligrosas eran prácticamente impredecibles en sus efectos posteriores, sobre todo en las siguientes cuarenta y ocho horas. Podían desde causar la muerte en forma repentina e insospechada o dejar lesiones con infinidad de consecuencias. No quedaba más remedio que seguir esperando que nada peor de lo que ya le había sucedido le ocurriera.

Ante la imposibilidad de saber nada aún, la trabajadora social me sugirió que me fuera a descansar unas horas y que ella me tendría al tanto de todo. Pensé que tenía razón y que esto sería lo más indicado, por lo que salí del hospital y regresé a mi casa.

Conduje hasta mi casa pensativo y temeroso de lo que pudiera suceder.

Al entrar sentí cómo se posaron en mí muchas miradas, al tiempo que el silencio llenó la habitación. Estaban ahí reunidos algunos amigos de mi hermana que platicaban entre ellos sus anécdotas del terremoto. Cuando me miraron nadie tuvo nada más que decir. Era bien sabido por todos que yo prestaba servicio en la Cruz Roja y que había pasado el día entre rescates y verdaderas complicaciones. Mi apariencia era bastante ilustrativa a este respecto, se podía adivinar claramente en mi uniforme manchado y roto y en mi rostro sucio y fatigado por lo que había pasado. Caminé hacia la sala y me senté en un sillón. Como otras veces, todos esperaban oír mi historia, que al juzgar por mi aspecto debía ser muy interesante. Ahí sentado frente a estas miradas que guardaban silencio para oír mi relato fui descubriendo en mí un sentimiento de orgullo por mis logros de aquel día. Conté brevemente lo que había sucedido. Pero la preocupación por María no me permitió entusiasmarme lo suficiente. Sabía que ellos no comprenderían esa parte, por lo que la guarde solo para mí. Les pude haber dicho muchas cosas, pero lo más seguro era que no me comprendieran bien. Por lo que al terminar mi breve relato preferí estar solo y me subí a mi recamara.

Necesitaba urgentemente un baño que tuvo que durar mucho tiempo para poder quedar limpio de nuevo. Para entonces eran ya como las diez p.m. y contra lo que se pudiera pensar no sentía ganas de descansar. Saber cómo estaba María tenía prioridad sobre cualquier otra cosa en ese momento. Pensé regresar al hospital para saber cómo había salido de la operación, pero quería darme tiempo para estar seguro de obtener noticias al llegar. Le hable por teléfono a Claudia, mi novia, que ofreció acompañarme. Estaba ansiosa de saber todo lo que había pasado. Claudia era, sin duda, una gran compañía para ese momento. En poco tiempo estuvo en mi casa y salimos para el hospital. Me sentía más tranquilo y esto aumentó mi optimismo.

En el camino le relaté todo lo que había pasado, y le repetí la pregunta que me había hecho María:

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“¿Porqué pasaban estas cosas?¿ Porqué gente inocente tenía que sufrir así?” y su repuesta fue lo más revelador que pude haber escuchado.

-¿No te acuerdas de lo que decía Nacho (el profesor de filosofía) cuando alguien decía porqué yo? – me interrogó.No, no me acuerdo - respondí.- Decía: “Y porqué a ti no”. Y luego citaba a Nietzsche: “lo que no te mata te hace más fuerte”- dijimos a coro.-Si ya recuerdo “venimos al mundo a crecer y eso exige dificultades”- volvimos a decir a coro.

Como no recordar aquellas magnificas clases de filosofía, que en aquel momento no atinábamos a valorar en su justa medida. Me quedé reflexionando sobre todo lo que aquel maestro enseñaba cuando súbitamente habíamos llegado al hospital.

En el hospital multitudes formadas en interminables colas seguían esperando obtener información sobre sus seres queridos. Algunos resignados y otros no, todos esperaban algo que los sacara de su incertidumbre. Para entrar al hospital nos valimos del mismo método que antes había utilizado, Previniendo esta situación nos habíamos uniformado ambos para así caminar decididamente a través de la puerta, surtió el mismo efecto que antes y como si fuera mi casa entramos los dos. Nos dirigimos inmediatamente a la ventanilla de trabajo social donde la señorita que antes me había atendido me recibió con una gran sonrisa que anticipaba las buenas noticias.

-¿Cómo está?- me apresuré a preguntarle.

Salió de la operación y se encuentra en recuperación, hoy no la podrás ver porque está aún delicada en la sala de terapia intensiva y bajo el efecto de la anestesia.

A pesar de mi ímpetu por verla lo antes posible me resigné a que sería hasta el día siguiente. El hecho de que estuviera aún con vida y fuera del quirófano era lo suficientemente reconfortante.

Claudia simplemente observaba brindando compañía pero sin involucrarse demasiado.

Salimos del hospital y nos dirigimos a mi casa. Me sentía bien de haber compartido la historia con Claudia. Uno de los grandes dones de la adolescencia es lo fácil que puede resultar no estar solo en algo. Al llegar, ella me dejo a la entrada, me dio un beso especialmente emotivo y nos despedimos. Me dirigí directo a mi cuarto para tomar, por fin, el merecido descanso. Una vez en la cama y con la luz apagada vinieron a mi cabeza miles de imágenes de lo acontecido en el día. Había sido uno de intensas emociones. La voz de María hacía eco en mi memoria donde se repetían algunas de las frases que más me habían impactado. "Carlitos ¿por qué pasan estas cosas…?" Las palabras y las imágenes poco a poco se fueron convirtiendo en sueño hasta que quedé profundamente dormido.

A la mañana siguiente me levanté muy temprano. Tenía que ir a ver a María, además quería seguir trabajando en las labores de rescate. Pensaba que con haber dormido toda la noche se habrían repuesto mis músculos y sanado mis heridas, pero no fue así. Cuando me puse de pie y caminé hacia el baño, comprobé que lejos de haber mejorado, todo mi cuerpo estaba aun más adolorido y se me dificultaba prácticamente cualquier movimiento. Las heridas se habían enfriado y me hacían ver lo lastimado que estaba. Así que tuve que cambiar mis planes y hacerme a la idea de permanecer en reposo durante ese día. Claro que esto no me impedía de ninguna manera ir a ver a María. Lo antes posible me di un baño, tomé el desayuno y me dirigí al hospital en el que se encontraba.

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En el recorrido al hospital me percaté de la anarquía que prevalecía en toda la zona del desastre. No existía una coordinación por parte de nadie, más bien todos hacían lo que a su propio juicio o gusto era lo más indicado, que no siempre resultaba en lo más necesario o útil.

En el hospital las cosas estaban igual que la noche anterior, cientos de personas seguían esperando noticias de sus seres queridos. La sala de urgencias y el resto del hospital trabajaban a su máxima capacidad, había mucho movimiento en los pasillos y se escuchaban constantemente lamentos y quejidos. En el mostrador de trabajo social me esperaba sonriente y ojerosa la señorita que me había atendido la noche anterior. Al verla al fondo del pasillo aceleré el paso. Cuando llegué hasta ella antes de que yo pudiera decir algo me dijo:

-Cama 16, sección de ginecoobstetricia, subiendo las escaleras, segundo piso a mano derecha.

No me quedó más que darle las gracias y caminar en la dirección indicada. Al terminar de subir la escalera y dar vuelta me encontré con la primera habitación. Había cuatro camas, cada una con un número en la cabecera que iba del 19 al 22. Por lógica supe que ella estaba en el siguiente cuarto. Antes de continuar con mi impetuosa prisa, me detuve un instante a pensar: "¿Se acordará de mí? ¿Cómo la iba a encontrar? ¿Qué le iba a decir?" Me acerqué con pasos lentos a la habitación siguiente y me detuve en el umbral. Desde ahí busqué el número sobre las cabeceras, mis ojos se detuvieron repentinamente al encontrarlo, bajé la mirada hacia la cama y ahí estaba ella. A su lado derecho se encontraba una enfermera que la miraba compasivamente, a su lado izquierdo estaba un doctor alto y delgado que se interponía entre nuestras caras. Seguramente el médico le explicaba lo que le había ocurrido y los cuidados que debería tener para su recuperación. María yacía boca arriba con los brazos estirados paralelos al cuerpo, los tenía vendados desde los codos hasta las manos donde se insertaba el suero que colgaba de un tripié. Las manos estaban también cubiertas por vendas y completamente inmóviles. La silueta del resto de su cuerpo se apreciaba claramente a pesar de estar cubierta por las sábanas. Recorrí mi mirada hacia abajo y me resultó imposible no darme cuenta de la incontinuidad de la pierna izquierda. De la rodilla para abajo sólo se distinguía una pierna y un pie. Y aunque yo sabía que esto sucedería, no pude evitar lamentarlo como si se tratara de mi ser más querido.

Me acerqué lentamente hacia la cama hasta alcanzar una posición en la que se encontraron nuestras miradas. Su expresión era impactante. Alguna vez alguien me había dicho que los ojos eran la ventana del alma. En su caso, a través de ellos se podía adivinar perfectamente todo el dolor, la angustia y el sufrimiento que había padecido. En su mirada se podía leer claramente cada segundo de las más de ocho horas que permaneció atrapada. Tenía el rostro lleno de golpes y raspaduras que prácticamente la deformaban por completo. Moretones e inflamaciones la hacían lucir muy lastimada. Pero lo más impresionante de todo era una mirada fija y ausente que salía de un par de ojos verdes muy abiertos rodeados por derrames de un rojo brillante. Miraba a un punto fijo en el espacio y no parecía estar haciendo mucho caso de las palabras del médico. Al percatarse de mi presencia en la habitación movió lentamente la cabeza hasta poder verme de frente. Su expresión cambió y tuvo un brevísimo destello de alegría. Muy lentamente sus labios se movieron para esbozar una sonrisa y luego con una voz muy tenue me dijo:

-Carlitos, sabía que no te olvidarías de mí… doctor, él es el que me salvó – dijo.El médico levantó la cabeza para mirarme y sólo agregó:

-Ustedes dos deben tener mucho que platicar - y se retiró de la habitación con la enfermera.

Ahí estaba yo frente a María otra vez, con un nudo en la garganta que me impedía decir cualquier

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cosa. El día anterior la había encontrado destrozada físicamente, atrapada entre fierros y escombros, ahora reposaba sobre una cama. Sin embargo se sentía como si necesitara más ayuda que antes. Tuve claro que mi labor aún no había terminado y que quedaba, tal vez, lo más importante por hacer.

Ahora me tocaba ayudarla desde un costado de su cama usando solamente palabras, probablemente no era yo el más indicado para esto, no tenía idea de qué decirle. Me sentí como si otra vez fuéramos extraños. En esta nueva situación ya no sentía conocerla, no sabía que esperar. Lo que sí era seguro es que yo era todo lo que ella tenía en un país extranjero donde sus seres queridos se encontraban a miles de kilómetros. El destino de su esposo era tan incierto que no se atrevía a preguntarlo. No conocía a nadie y ni siquiera sabía con exactitud qué había pasado con la ciudad, dónde se encontraba y qué sería de ella en lo sucesivo. Me convertí, por definición, en el único conocido del que se podía valer para resistir.

Después de que el doctor se retiró, luego de mirarla unos segundos comprendí cual era mi papel ahora. Sonreí y me acerqué a ella, levanté mi ánimo lo más que pude, acerqué una silla y la coloqué a un costado de la cama.

-¿Cómo te sientes?- le pregunte.

Con una actitud valerosa sobreponiéndose a su dolor, me contestó:

-Aún me duele todo y no puedo moverme... ¡Me da mucho gusto verte! Sabía que no te olvidarías de mi y que no me dejarías sola. Sabes Carlitos, luego de que desperté primero tuve mucho miedo, no sabía dónde estaba ni qué había pasado, luego cuando empecé a recordar, me acordé de ti y supe que regresarías, como mi ángel de la guarda...- concluyó.

Yo no pretendía ser algo tan elevado. Lo que comprendí fue que cualquiera lo es cuando alguien te necesita. Sólo es estar. Como cuando Rubén había organizado los regalos en aquella noche de navidad. Lo habíamos sido porque nos había importado. Y ahora, otra vez, me importaba.

-¿Te duele mucho?- atiné a preguntar.- No es tanto el dolor, siento como si me hubiera atropellado un tren- logró decir con cierta dificultad.- Lo que realmente es extraño es lo del miembro fantasma, veo que no tengo pierna, pero la siento, entonces dudo de lo que veo y ya no sé que es real y que no- agregó y al concluir se quebró su voz y comenzó a llorar.

Finalmente se durmió placida durante algún tiempo.

Al despertar logré entablar una conversación más o menos pueril con ella, pero al poco tiempo surgió en la plática lo ocurrido con su pierna. No logramos disimular por más que intentamos, era evidente lo que sucedía y no tenía mucho caso seguir esquivando lo inevitable. Inició el tema como si no le afectara mucho. Valiente, trató de seguir hablando como si nada ocurriera, pero no tardaron en escurrir lágrimas por sus mejillas que rodaron hasta caer en las sábanas blancas. Conforme seguía la conversación se fue quebrando su voz nuevamente hasta que el llanto le hizo imposible seguir hablando y comenzó a llorar incontenible. Sentí una gran impotencia y no me quedó más que hacer mi mejor intento por consolarla. Consideré prudente tratar el tema con naturalidad, dejar que se desahogara, escuchar lo que tenía que decir sin convencerla de algo diferente. Le expliqué lo que era el miembro fantasma y como los nervios que habían sido cortadas aún podían mandar mensajes al cerebro que se percibían como provenientes de zonas del cuerpo que ya no existían. Posteriormente

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lleve la conversación hacia lo importante que era estar viva. Le dije que en poco tiempo estaría de nuevo junta la familia y volvería a tener entre sus brazos a su hijo. La traté de convencer de que después de todo tener o dejar de tener una pierna no tenía mucho que ver con lo que realmente vale la pena de vivir y que le esperaba una vida bastante normal.

Estaba yo dándole esperanza. Diciéndole que al final todo iba a estar bien.

-Pero ¿porqué pasan estas cosas, por qué a mí? - me interrumpió súbitamente.

-María, ayer me hiciste esa misma pregunta y muchas veces me la he hecho a mi mismo al ver lo que le ocurre a la gente. La he pensado muchas veces y no tenía ninguna respuesta, pero anoche recordé una. Sólo sé que cosas así suceden todos los días, me toca verlas en cada guardia de la Cruz Roja: gente que repentinamente ven alterada su vida y en muchas ocasiones frustradas sus más grandes ilusiones. Personas que en un instante están viviendo lo que menos hubieran querido, a veces es producto de la imprudencia pero otras ni siquiera podríamos decir que había algo que pudieran hacer para prevenirlo o evitarlo, a veces hay a quien culpar, a veces no. De repente se encuentran en medio de lo que menos pudieran desear, con sus planes rotos, con su creencia de la vida fracturada. Con aquello que consideran indispensable ausente. Y entonces se hace difícil la vida. A algunos les resulta peor que a otros. Pero invariablemente aparece la pregunta que tú me haces: ¿Por qué a mí? ¿Por qué de entre todos yo? Y al igual que tú sienten que no es justo, que no se lo merecen.

Pero anoche alguien me recordó que tenía un profesor en la escuela que decía: ¿Y porqué a ti no? Y entonces nos recordaba que lo que parecía la excepción era más bien la regla, sólo era cuestión de esperar. La existencia tiene más que ver con adaptarnos a cambios, crisis, pérdidas y sufrimiento que con aferrarnos inútilmente a una vida tranquila. “Eso no existe”, decía. “No hemos venido a la vida a eso”. Y entonces citaba a Nietzsche: “lo que no te mata te hace más fuerte”. Y ese peculiar maestro terminaba su cátedra sobre la vida diciéndonos que no nos preguntáramos ¿Porqué?, si no ¿Para qué? “Solo así le puedes dar sentido a lo que te ocurre”- y eso fue lo más sabio que atine a decir.

María escucho con atención y pareció encontrar algunas respuestas en esta nueva forma de ver las cosas.

Sin embargo el dolor prolongado y la agonía de la que había sido víctima también hacían estragos emocionales en ella y la tenían experimentando una gran depresión. Después de todo todas esas emociones del día anterior no podían desaparecer de la noche a la mañana. Después de sentir mucho dolor y pensar que nunca terminara, y luego despertar para darse cuenta de que su vida será diferente desde ese momento. Que desde este día en adelante habrá cosas que ya no podrá hacer. Era lógico que expresara que no deseaba vivir más, que la vida ya no valía la pena para ella. Intenté recordarle nuevamente a su hijo y al resto de su familia y eso pareció ayudar. Al pensar en volver a estar con él María se fue animando.

-Tienes razón Carlitos, mi hijo me espera y debo ser fuerte para estar lista lo antes posible y poder cuidar de él, -me respondió con nuevo ánimo.

Ella me sonrió agradeciendo mis palabras y luego por un largo rato ninguno de los dos tuvimos más que decir.

Ya había pasado medio día y María no resistió más y venció el miedo que le impedía preguntar por Julio.

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-¿Cómo está Julio? ¿Está vivo? Dime, cómo está.-

María no había preguntado antes no por no acordarse, seguramente el estado de su esposo le preocupaba más que el de ella misma, pero temía hacerlo por miedo a escuchar algo que la lastimara más de lo que estaba. Yo por mi parte estaba consciente de esto, pero no había querido decirle lo que no sabía.

-Él está bien no te preocupes- finalmente dije.-Por favor dime la verdad ¿está vivo?- insistió aún más angustiada, como si presintiera algo.

Desde el día anterior no había sabido absolutamente nada de él. Sólo vi que se lo llevó una ambulancia pero ni siquiera supe a donde. A mi parecer su vida no peligraba como la de ella. Por lo que juré repetidamente que Julio se encontraba perfectamente bien y que sólo era cuestión de tiempo para que se volvieran a encontrar.-Saber que Julio está bien me tranquiliza mucho- me dijo con voz un poco más calmada. Desconocía por completo el estado de Julio y sólo esperaba que realmente se encontrara bien, ver su cara de satisfacción al escucharme seguro e insistente decir que él estaba en perfecto estado no tenía ningún precio y bien valía la pena seguir mintiendo con tal de reconfortarla un poco.

En eso estábamos cuando llegó a nosotros una trabajadora social y dirigiéndose a María le preguntó:

-¿Su esposo se llamaba... perdón, se llama Julio?- El nerviosismo, la expresión de su cara y la forma de preguntar constituía suficiente prueba para adivinar de lo que se trataba.

-Sí... - contestó María con voz muy baja que pretendía contener la terrible angustia que sintió en esos momentos.

Antes de que otra cosa pasara me puse de pie inmediatamente e interrumpí el diálogo. Ya había adivinado de qué se trataba y no iba a permitir que hicieran pedazos una de las motivaciones por las que María deseaba seguir viviendo.

Clavé mi vista sobre la señorita de tal manera que comprendió a lo que me refería, ella se quedó callada y puso cara de haber entendido. Se alejo unos pasos de la cama mientras yo me le acercaba. María con gran incertidumbre nos miraba a ambos hasta que la trabajadora social en un nuevo intento de corregir su error me dijo:

-Discúlpeme, ¿podría hablar unos minutos con usted?- Caminamos alejándonos de la cama, María no nos quitaba la vista de encima, trataba, angustiada, de adivinar lo que decíamos. La muchacha traía en sus manos una carpeta con nombres y datos de personas lesionadas durante el temblor, leyéndola me preguntó si Julio M…era su esposo. Le respondí que sí, que yo mismo había rescatado a ambos.

-Julio M… falleció anoche -me dijo.

-¿Está segura? - le pregunté alarmado.-Sí- dijo nuevamente revisando la carpeta.

Los datos anotados coincidían con los del esposo de María por lo que no había mucho que dudar. Regresé mi mirada a la cama desde donde María leía en mi rostro lo que estaba ocurriendo. De cualquier manera se enteraría, pero más valía que fuera lo más tarde posible. De preferencia después

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de unos días, cuando estuviera más repuesta y se hubieran esfumado sus ideas suicidas sería menos impactante la noticia.

-¿En qué hospital estuvo?- le pregunté.-En la Cruz Roja-Hagamos un trato- le sugerí -no le diga nada todavía mientras yo voy a ver por mí mismo porque aún no puedo creer que haya muerto.

Ella estuvo de acuerdo y quedamos en guardar el secreto hasta confirmar la noticia. Nos acercamos de nuevo a la cama, la señorita se despidió agradeciendo nuestra colaboración y se retiró.

Parecían ser demasiadas tragedias al mismo tiempo sobre la misma persona. Yo no podía creerlo, Julio parecía ser el menos lastimado y no existía ninguna causa muy notoria para que muriera. Claro que en este tipo de incidentes cualquier cosa imprevisible puede suceder. Una y otra vez tuve que jurar a María que Julio se encontraba bien. Seguí adelante con la plática tratando de distraerla lo más posible, pero a cada instante surgían las lágrimas en sus ojos. Yo las secaba con un pañuelo ya que ella no podía mover los brazos. Me resultaba agradable secar sus mejillas con cuidado y creo que a ella también le agradaba que lo hiciera. Permanecí ahí un rato más haciendo lo que podía para consolarla hasta que comprendí que el mejor consuelo sería traerle noticias frescas sobre Julio. Así que me retiré dejándola en manos de una enfermera que rápidamente se acomidió a cuidarla en mi ausencia.

En el camino hacia la Cruz Roja pensaba en qué le diría a María si Julio en realidad había muerto. Era seguro que ella no resistiría muchas tragedias más en su vida, así que meditaba sobre si lo más pru-dente sería ocultarle la verdad por un tiempo aunque fuera poco ético hacerlo.

En la Cruz Roja me conducía como un pez en el agua, sabía bien con quién dirigirme y a donde para cualquier asunto. Aquí, al igual que en los demás hospitales había colas interminables en las ventanillas de información. Yo ya tenía experiencia en estos asuntos por lo que me resultó fácil acceder a la parte posterior de la ventanilla donde encontré la información que buscaba. En la lista de fallecimientos se encontraba el nombre de Julio M...

-¿Lo conoces? -Me preguntó la trabajadora social.-Sí, yo lo rescaté ayer.-Es que tenemos un problema, ¿te importaría reconocer el cadáver? – volvió a preguntarme.

Caminé tras ella en dirección al anfiteatro mientras lamentaba esta posibilidad. También pensaba en la pobre María mientras me resignaba a pasar lo desagradable del momento. En el trayecto me explicó que había una confusión con algunos nombres. Cuando llegamos a donde estaban los cadáveres me indicó de cuál se trataba.

-No, él no es el que sacamos - le dije seguro de no equivocarme.

Subimos por el elevador a hospitalización de hombres donde encontramos a Julio sano y salvo. Al verme se alegró muchísimo y al instante me preguntó por María. Mi gusto de verlo ahí vivo era tan grande que no me costó ningún trabajo convencerlo de que ella se encontraba bien. La trabajadora social corrigió sus listas me dio las gracias y se retiró.

Antes de que yo se lo tuviera que decir Julio me preguntó por las piernas de María, le indiqué que

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habían amputado una de la rodilla para abajo y le describí a grandes rasgos su estado general. También le dije que ella era fuerte y había tomado todo con resignación y sobre todo con la alegría de saberse viva después de haber estado tan cerca de la muerte. Julio al oír mi narración apretaba los ojos imaginándose lo doloroso que todo esto resultaba para María, pero de cualquier manera gustoso de saber que su joven esposa se encontraba viva y que sólo sería cuestión de tiempo para que terminara la espantosa pesadilla. De cualquier manera la incertidumbre de no saber de ella había terminado.

Dentro de lo posible Julio estaba bastante bien, sólo tenía lesiones en ambas manos y había perdido u dos dedos de la mano derecha. De lo demás estaba bien exceptuando algunos raspones y golpes distribuidos en todo el cuerpo.

En el cuarto con Julio estaba un joven predicador de no sé qué religión, les hablaba de Dios y de cosas espirituales para reconfortarlos. Pude darme cuenta que su labor era bastante buena ya que todos los lesionados le estaban muy agradecidos por la tranquilidad y fe que les trasmitía. Se puede decir que era un predicador con cara de predicador. Con esto quiero decir que se percibía congruente. Vestía con sencillez y portaba su Biblia en la mano derecha, tal vez por ser éste el lugar más “a la mano” que podía haber. Se mostraba sonriente y alejado de preocupaciones. Julio me lo presentó al tiempo que me contaba todas las cosas maravillosas que le había hecho ver este hombre. Parecía tener un don especial de convencer a las personas de lo que les decía, probablemente esto se debía a su fe y a la seguridad con que lo hacía.

-Julio me ha hablado de ti -me dijo- has hecho una gran labor, te felicito. Cuando suceden tragedias como ésta en las que aparentemente todo lo que sucede es malo, se nos olvida darnos cuenta que en realidad están sucediendo muchas cosas bellas a nuestro alrededor que nos olvidamos de contemplar, por ejemplo tú, que has hecho tanto por esta pareja, y allá afuera miles de personas auxiliando a gente por la que nunca se habían preocupado antes, y en este hospital cientos de voluntarios al servicio de quienes los puedan necesitar. Lo que realmente está ocurriendo es que nos estamos sensibilizando con respecto a que nos necesitamos los unos a los otros. Hay personas que descubren lo bueno de ayudar y otras que descubren lo bueno de ser ayudados. Me da mucho gusto conocerte en persona y espero continúes por mucho tiempo haciendo cosas como ésta - concluyó.

Sus palabras no contestaban a todas mis preguntas, pero seguro me hizo ver algo que no había contemplado. Además nadie podía negar lo que este hombre en forma tan singular me había dicho: "en medio de todo lo malo en realidad están sucediendo muchas cosas bellas". Desde entonces he tratado de fijarme en el otro lado de todo aquello que "parece ser malo" y he descubierto que en todas las tragedias humanas, florece un sentimiento de preocupación por aquellos más desvalidos, que muchas veces no se da en situaciones cotidianas.

Era obvio que yo ahí no era tan necesario, mientras que María debía estar muerta de angustia en espera de noticias. Al bajar por la rampa, pasé por donde almacenaban todo lo que la gente donaba para los damnificados. Entre los juguetes vi un perrito de peluche que me pareció un buen compañero para María, ella era de tipo tierno y seguramente le alegraría su estancia en el hospital. Me acerqué al almacén, tomé al perrito y dirigiéndome a la encargada le expliqué para quién era y sin decir más, amablemente me lo cedió. Después de todo María era una damnificada del terremoto.

En el camino iba ansioso por llegar y darle las buenas noticias. En el Hospital Rubén Leñero me comenzaba a hacer conocido y transitaba por él como por mi propia casa. Cuando llegué con María noté que se veía muy cansada y con ojos de haber llorado por largo rato, me rompía el corazón verla así y me imaginaba todo lo que debía estar sufriendo y en las largas horas que debía haber pasado a solas lamentando su estado. Al verme intentó fingir que nada ocurría, pero sus ojos verdes llenos de lágrimas y su voz quebradiza la delataron.

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-Alégrate porque te tengo buenas noticias, Julio está bien, casi no le pasó nada y tal vez mañana o pasado pueda salir y venir a verte.

María se puso feliz instantáneamente y las lágrimas ahora eran de alegría. No cabía duda de que más que su propio estado le preocupaba el de su esposo. Volvió a sonreír cuando le entregué al perrito de peluche.

Cuando llegó la hora de la comida entró al cuarto una señorita con una charola, me pidió que se la diera a María. Con el hospital lleno como estaba yo podía ser de gran ayuda. La puse sobre la mesa a un costado de su cama y sentado junto a ella le empecé a dar de comer en la boca. Me sentía extraño haciendo esto, pero a María le agradaba. Creo que la hacía sentirse cuidada. Le causaba gracia ver mi inexperiencia. Entre cucharada y cucharada intercambiamos miradas y una que otra sonrisa, limpiaba su boca con la servilleta cada dos o tres bocados.-Ya no quiero- exclamó.-Te lo tienes que comer todo si te quieres mejorar- le respondí paternalmente.-Es que ya no tengo hambre.-Bueno, hagamos un trato, tú cómete hasta la mitad y yo te ayudo con el resto.-No, ya no quiero -me respondió, más que por no querer, por jugar conmigo; sabía que yo insistiría.-Abre la boca -le dije mientras sostenía la cuchara con sopa en la mano.-No. -Me respondió juntando los labios para no abrir la boca.Tapé con mi otra mano su nariz y esperé a que abriera la boca para respirar, cuando lo hizo introduje la cuchara en su boca, ella tosió y la sopa se cayó sobre la cama. Los dos nos reímos y luego me dediqué a limpiar el desperfecto. Una vez terminada la comida sintió sueño y poco a poco se fue quedando dormida. Pero la tranquilidad duró poco ya que fue interrumpida a los pocos minutos que María se despertó llorando y gritando. Estaba muy asustada, volteaba en todas direcciones como tratando de averiguar dónde estaba. Al verme se tranquilizó nuevamente.

-Cada vez que cierro los ojos vienen a mi mente las imágenes del terremoto: corríamos por el pasillo del hotel, pero este comenzó a derrumbarse, tratábamos de llegar a las escaleras para ponemos a salvo pero había una aspiradora grande y un carrito que nos cerraron el paso. Los que venían delante de mostros los tiraron y ya no pudimos pasar, tropezamos con la aspiradora y… - me dijo entre sollozos. -Por favor no te vayas cuando me quede dormida porque tengo miedo de despertar y no verte.-No te preocupes, aquí me voy a quedar todo el tiempo que tú quieras – le rospondí.

El resto de las mujeres hospitalizadas en ese cuarto debían sentir gran envidia ya que María era la única que podía tener compañía todo el tiempo, además las jóvenes enfermeras permanecían todo el tiempo a su alrededor participando de nuestra conversación. A pesar de esto, me fui ganando la confianza y la estima de las demás hospitalizadas. Platiqué con ellas también y me encargué de que tomaran sus medicinas a tiempo, de que estuvieran bien los sueros, de acomodar sus almohadas y ayudarlas a cambiar de posición para comer o dormir; en fin, de servirles de cualquier forma posible.

Conforme pasaba el tiempo María y yo nos conocimos más y más mientras aumentaba el aprecio que nos teníamos. Cada vez me encariñaba más con ella y pienso que lo mismo le ocurría. Comenzábamos a ser algo más que sólo buenos amigos, el tema de la plática ya no importaba, sólo interesaba el seguir conversando el mayor tiempo posible.

Cuándo mejor iban las cosas, después de habernos reído juntos en repetidas ocasiones y cuando los

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problemas parecían haber quedado olvidados, aunque fuera tan sólo por poco tiempo, se presentó una señora de aspecto elegante de unos 45 años. Dijo ser psicóloga y seguramente pertenecía a algún vountariado. Se paró al otro lado de la cama y me pidió que la dejara platicar a solas con María.

-Ella necesita procesar lo que ha vivido, para irlo asimilando- me dijo.

Así que sin otra alternativa tuve que acceder. María dejó de sonreír y me miró como pidiéndome que no la dejara, en su mirada se reflejaba el miedo a que ese “procesar” fuera regresar a la realidad que habíamos logrado olvidar por un rato. Con ningunas ganas de hacerlo tuve que dejarla con la señora que con cara impaciente aguardaba a que me retirara. Sin dejar de mirarnos caminé hacia la puerta y salí del cuarto.

Después de dar una vuelta por el piso, impaciente, regrese al cuarto esperando que la señora hubiera terminado, su “terapia” pero no fue así y lejos de terminar seguía confrontando a María con su realidad. Desde mi ignorancia sentía que mi trabajo de varias horas calmándola y poniéndola de buen humor se echaba a perder en unos minutos. María lloraba y lloraba mientras la mujer escuchaba inexpresiva. Cuando María se percató que yo había regresado, en seguida pidió que me acercara. La señora al ver que María había llorado lo suficiente consideró prudente terminar con su labor y retirarse.

Ni modo, ahora era necesario empezar de nuevo a cambiar su estado de ánimo. Para entonces ya tenía una mejor idea de cómo hacerlo. Conversamos hasta que ella estuvo lo suficientemente tranquila para quedarse dormida. El descanso le hacía mucha falta. Al principio parecía dormir tranquila, lucía tierna con el perrito de peluche en su cama, pero luego empezaron los gritos y movimientos bruscos hasta que nuevamente despertó sentándose en la cama de un sobresalto, otra vez sus ojos eran el espejo de la tragedia vivida. Su rostro tenía esa expresión de terror que describía cada cosa que le había ocurrido. Rápidamente acudí al costado de su cama, me abrazó por unos segundos y luego me soltó. Cuando tomó conciencia de donde estaba se fue dejando caer otra vez sobre la cama al tiempo que la detenía de los hombros para apoyarla finalmente sobre la almohada.

Siempre reinó en mi mente la duda de por que tenía ella que estar pasando todo esto, una joven que un día antes vivía la vida feliz y despreocupadamente, ahora se veía inmersa en tantas desventuras. Ella se había criado dentro de una familia mexicana radicada en Los Ángeles, era la mayor de cuatro hermanas y dos hermanos. Siempre había tenido la preferencia de su madre, en parte por ser la mayor y en parte por su carácter que la hacía merecedora de todas las consideraciones. Hasta ese momento siempre le había resultado fácil conseguir todo lo que se proponía. Aunque su familia no era rica, vivían con lo suficiente en un agradable ambiente familiar característico de una familia latina. Desde pequeña nunca tuvo que enfrentarse a estar sola, ya que siempre contó con el apoyo de sus padres y sus hermanos con quienes convivía intensamente. A Julio lo había conocido en el lugar en donde trabajaban. Él era muy bien parecido y bastante popular entre las chicas, pero para María había sido fácil conquistarlo con su singular simpatía. En un principio no simpatizaron mucho. Aunque en el fondo habían sentido una atracción que finalmente triunfó sobre el orgullo de los dos. Al poco tiempo se casaron. Hacían una atractiva pareja que podía haber sido la envidia de muchos. El primer hijo no se hizo esperar. Y con las altas y las bajas que son regulares en un matrimonio todo marchaba bien para la pareja.

Habían decidido hacer un viaje a México para conmemorar su aniversario de bodas. María, aunque había nacido aquí, no conocía y siempre había tenido el deseo de venir a su país al encuentro de su identidad. El viaje era realmente importante, representaba muchas ilusiones de encontrar algo que desde hacía mucho tiempo había querido buscar. Llegaron a México el miércoles por la mañana y algún conocido les había recomendado el hotel en el que se hospedaron. Comieron ahí mismo y por la

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tarde salieron a caminar por la ciudad. Todo parecía maravilloso hasta la hora en la que se acostaron a dormir. El jueves por la mañana el terremoto los despertó bruscamente. Sólo tuvieron tiempo de vestirse con lo indispensable y salir corriendo por el pasillo al tiempo que el edificio se derrumbaba sobre ellos. Corrieron tratando de alcanzar la escalera detrás de otras personas, pero en el corredor estaban atravesados una aspiradora grande y un carrito para dar servicio a los cuartos que obstruyeron su paso impidiéndoles alcanzar la salida. Eran varios los que trataban de escapar utilizando ese pasillo. De repente, una de las paredes se derrumbó cayendo al interior de un profundo agujero que se habría a su paso, el piso se fue desintegrando hasta dejarlos sin superficie de apoyo. Comenzaron a caer al vacío al tiempo que se derrumbó otra pared sobre ellos aplastándolos entre lo que quedaba de piso y las vigas y trozos de concreto que caían, impidiendo con esto que siguieran cayendo. Las personas que llegaron a la escalera murieron todas instantáneamente al colapsarse esta sin esperanzas para nadie. La situación de ellos había sido milagrosa habían coincidido muchos factores para que no murieran, habían sobrevivido de donde nadie más se salvo.

Serían aproximadamente las 7:30 p.m. cuando otro suceso repentino cambió el curso de las cosas. Estaba colocándole el suero a una señora a unas dos camas de la de María mientras ella dormía tranquilamente. El cuarto era grande y estaba lleno a su máxima capacidad. Repentinamente sentí algo parecido a un temblor, en un principio todos quisimos pensar que era nuestra imaginación, pero el movimiento continuó y se hizo más estrepitoso. La luz se apagó y quedamos en penumbras. Todas las pacientes gritaban incontenibles, muchas se levantaban de sus camas intentando correr para salvarse, algunas caían al pie de ellas por no poder caminar, mientras otras se arrancaban sueros y tubos para huir a un lugar seguro. Las enfermeras se hincaron rezando sin que el pánico las dejara hacer algo por las internas. Al voltear a mi alrededor vi que yo era el único de pie con algo de cordura para actuar. Corrí a detener a las que se levantaban regresándolas a sus camas o recostándolas en el piso a la vez que trataba de llegar a la cama de María. Ella estaba sentada gritando aterrorizada, con los ojos grandes como platos y la mirada perdida. Mientras iba hacia ella algunas enfermeras y pacientes se abalanzaron sobre mí impidiéndome seguir avanzado. Yo enérgicamente les decía que tuvieran calma que nada ocurría, pero mientras, el temblor continuaba y el yeso del techo comenzaba a caer sobre nosotros en forma de polvo y pequeños pedazos. Finalmente llegué hasta ella, María gritaba desesperadamente mi nombre, la abracé con todas mis fuerzas y le prometí que nada le pasaría. El yeso seguía cayendo y las columnas se movían más. En esos instantes pensé que tal vez el edificio se derrumbaría sobre nosotros, pero nada en el mundo podría lograr que yo la soltara de entre mis brazos. Nos miramos fijamente a los ojos, nuestras caras prácticamente se tocaban. Pronto, nada más importó, el miedo que sentíamos desapareció mágicamente en un sentimiento confuso que nos envolvió a los dos. El temblor terminó y María y yo seguíamos abrazados. Lentamente la fui soltando y colocándola de nuevo sobre su cama. Estábamos los dos confundidos, ¿Qué es lo que había pasado? Algo muy diferente a cualquier otra cosa que hubiera experimentado antes. Quede sorprendido de cómo el pánico y la angustia del momento desaparecieron repentinamente. Ninguno dijimos nada al respecto, tal vez por haber considerado que sentimos algo que no debimos.

La sala había quedado en un terrible desorden. Una vez que regresó la luz logré organizar a las enfermeras para reinstalar los sueros que las pacientes se habían arrancado. Regresamos a todas a su cama y las tranquilizamos lo más que pudimos. Cuando todo estuvo listo entraron los doctores a revisar la sala y a informarnos que no había ningún peligro.

Esa noche me quedé junto a María viéndola dormir con el perro entre sus brazos. Yo finalmente también me quedé dormido en la silla. Desperté con los primeros rayos de luz de la mañana. María despertó al poco tiempo, tal vez al sentir que la observaba. Nos dimos los buenos días. La luz de la mañana hacía lucir todo un poco mejor así que decidí ir a casa, tomar un baño y desayunar.

Entré a mi casa muy de prisa, procurando tardar lo menos posible. Mientras me bañé y me vestí con

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otro uniforme, estuvo listo el desayuno que comí apresuradamente. Sin hacer más volví a abordar mi coche para regresar con María. De regreso en el hospital la vi mejor que antes, sobre todo la expresión de su cara se notaba mucho más tranquila. Las enfermeras se habían dedicado a peinarla y a embellecerla, le habían puesto un poco de maquillaje y le habían pintado los labios. Lucía muy bonita, incluso los moretones de alrededor de sus ojos, de colores lila que iban de tonos claros a obscuros, le daban un toque gracioso a su rostro. Ella ya no me necesitaba tanto como antes, se recuperaba rápidamente y lucía mejor a cada instante. Ahora parecía ser yo el que la necesitaba a ella. Me agradaba mucho su compañía, juntos pasamos momentos agradables a pesar de todo lo malo que había ocurrido.

-Hola Carlitos, ¿Qué te parece lo que han hecho estas chicas conmigo, te gusta?- me preguntó tan pronto me vio.-Te ves muy bien, realmente han hecho un buen trabajo -le respondí asombrado de su gran optimismo y buen ánimo.

Luego continué felicitando y agradeciendo a las jóvenes enfermeras por lo que habían hecho. Era sorprendente que en medio de todo lo que estaba pasando estas jóvenes de una nobleza singular tuvieran la calidez para reconfortar así a las pacientes.

La hora del desayuno llegó y como ya era costumbre, me dispuse a dárselo en la boca, ya que aún no podía mover los brazos. Era uno de nuestros momentos favoritos del día. Siempre encontrábamos algo gracioso que nos hacía reír entre cada bocado.

Después del desayuno la conversación se prolongó por algunas horas. Platicamos de temas sin mucha importancia, sólo nos conocíamos mejor a través de nuestros relatos. Finalmente acabamos hablando de Julio.

-Carlitos, necesito verlo, ¿no sabes cuándo podrá salir para poder verme? Creo en lo que tú me dijiste, pero es que lo necesito ver con mis propios ojos. Tú has sido muy bueno conmigo y agradezco todo, no te imaginas cuanto. Julio es mi esposo y lo quiero muchísimo, además lo extraño y me siento muy sola sin él.

Cuando ella concluyó, comprendí a lo que se refería. Pensé en lo que debía hacer y decidí no des-cansar hasta verla feliz.

-No te preocupes, iré a la Cruz Roja para ver que se puede hacer.

Lo primero que supe fue que Julio no sería dado de alta hasta dentro de unos días. Las ilusiones de María se desmoronarían con esta noticia y no había nada que pudiera hacer para modificar esto. Y María no estaría feliz hasta ver a Julio con sus propios ojos. Pero yo no estaba dispuesto a regresar con las manos vacías, así que hablé con cuantas personas fue necesario, me valí de todas mis amistades y conocidos en la Cruz Roja hasta conseguirlo, trabajé todo el día en lograrlo y finalmente pude trasladar a María a la Cruz Roja.

Esa misma noche se encontró de nuevo la joven pareja. Las enfermeras habían pasado varias horas embelleciendo a María para el gran encuentro. Julio estaba ansioso, toda la tarde esperando el momento en el que volvería a ver a su esposa. La reunión fue conmovedora, un beso que no necesitó de más palabras fue suficiente para decirse lo que sentían. María yacía sobre su cama con ambos brazos enyesados, una botella de suero a su lado y una cruz prendida en su bata blanca que el predicador le había regalado. Julio caminando se acercó a su lado y le dio un beso lleno de la emoción que ambos sentían. Todos nos retiramos y dejamos sola a la pareja.

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Los demás días transcurrieron rápidamente, María pronto conoció a mis amigos y no estuvo sola ni un minuto. Era sorprendente ver su cama siempre rodeada de personas que alegres pasaban horas enteras a su lado. Claudia, mi novia, y mis amigos no desaprovechaban la oportunidad de ir a visitarla. Su cuarto se convirtió en un lugar de reunión en el que siempre hubo alguien que le alegrara los días. Muchas pasamos momentos muy especiales en aquella sala de hospital. Se convirtió en una rutina visitarla y estar a su cuidado, constituía parte de mis actividades de cada día. Julio regresó a los Estados Unidos un lunes. El resto del tiempo transcurrió sin más sobresaltos, María mejoro física y moralmente antes de lo que todos esperábamos, hasta que el jueves fue dada de alta y el cuarto más alegre de la Cruz Roja quedó vacío.

Todos la queríamos mucho y le habíamos tomado un gran cariño. Acostada sobre el carro-camilla en que era trasladada a lo largo del pasillo, se fue despidiendo de cada uno de sus nuevos amigos que allí estuvieron para decirle adiós antes de que partiera. Lentamente las enfermeras avanzaban con ella deteniéndose unos instantes frente a cada persona para que María intercambiara una sonrisa, una mirada y a veces una que otra palabra de gratitud, y aunque eran incontenibles sus deseos de salir de esta pesadilla y regresar al hogar lo antes posible, no podía negar la tristeza que le daba dejar a quienes en medio de todo lo malo la habían ayudado tanto.

Poco a poco fue avanzando hasta llegar al último. Sólo faltaba yo, que permanecía paciente al final de la fila.

-Nunca te olvidaré Carlitos- dijo solemne mientras una lágrima rodaba por mi mejilla y sus ojos se humedecían.

No pude ocultar la gran tristeza que me dio que se fuera, todavía no transcurrían ni cinco minutos de su partida y ya la comenzaba a extrañar. Caminaba Cabizbajo y pensativo frente al cuarto de radio cuando escuché mi nombre.

-¡Carlos! vámonos, hubo un accidente en la carretera a Toluca - me dijo Juan desde el interior de una ambulancia que con el motor encendido aguardaba frente a mí a que yo la abordara.

Volví a ver a María dos años después en el aeropuerto de Los Ángeles. Buscaba a una muchacha con muletas o bien que cojeara notablemente, por lo que ahí sentado, miraba las pantorrillas de las mujeres que pasaban. Era tarde y ya prácticamente no quedaba nadie en la sala cuando apareció una chica bien parecida vistiendo una falda corta, medias negras y anteojos obscuros. Caminaba perfectamente normal. No, no podía ser ella. Se me acercó hasta que no me quedó duda de que se dirigía a mí.-Nos vamos Carlitos o te quedas aquí sentado todo el día...

María tuvo dos hijos más y lleva una vida perfectamente normal en los Estados Unidos.

Hoy, años más tarde, contemplo desde mi ventana a través de la lluvia, ese gran edificio que alberga tantas cosas interesantes ¿qué añoro? No sé, solo sé que oigo pasar las ambulancias con su ruidosa sirena y me pregunto: ¿cuántas historias más como éstas estarán viviendo los héroes anónimos en esta noche lluviosa?

Verano de 1991

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Días de Héroes Carlos Macías Vences

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