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El Delfín HISTORIA DE UN SOÑADOR

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El Delfín HISTORIA DE UN SOÑADOR

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Sergio Bambarén

El Delfín HISTORIA DE UN SOÑADOR

Plural

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Al soñador que todos llevamos dentro

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Confío en que tus sueños se hagan

realidad, soñador, y en que te proporcionen siempre felicidad y sabiduría

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Los primeros rayos del sol matutino se filtraron

suavemente a través de las nubes, revelando la primitiva belleza de un remoto atolón que relucía como una joya en medio de un mar profundo y azul.

Una tormenta tropical acababa de estallar en aquella zona, y un impresionante oleaje, generado a lo lejos, se precipitaba sobre el arrecife. El plácido océano se había convertido en un tumultuoso torrente de olas y espuma.

De pronto, justo en el momento en que una gigantesca ola iba a romper contra el arrecife, un joven delfín surgió de las profundidades del mar. Atravesó la ola dibujando una leve estela sobre el muro de agua y esforzándose en mantener el equilibrio entre la base y la cresta, sin atreverse casi a respirar...

La curva descrita por el agua lo envolvió poco a poco hasta alojarlo en la cavidad de la ola: el lugar soñado por todos los surfistas.

Después de realizar una pirueta, el delfín atravesó el muro de agua para salir airoso del rizo de la ola.

Aquélla sería la última ola sobre la que se deslizaría esa mañana, decidió, y comenzó a nadar en dirección a la laguna del atolón; estaba agotado pero

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feliz. Daniel Alejandro Delfín y las olas eran

inseparables. Desde la salida hasta la puesta del sol, Daniel dedicaba todo el día a practicar el dominio de laS olas, llegando incluso a perder la noción del tiempo. En su vida, lo más importante era el tiempo que pasaba deslizándose sobre ellas.

Este ejercicio era su gran pasión. Llevaba esta afición en la sangre y en el alma, le hacía sentirse libre. Le ayudaba a alcanzar una íntima comunicación con el mar, haciéndole comprender que el océano no sólo era una misa de agua en movimiento, sino algo vivo, pletórico de sabiduría y belleza.

Daniel Delfín era un soñador. Estaba convencido de que la vida no sólo consistía en pescar y dormir, de modo que había decidido dedicar todas sus energías a descubrir el auténtico objeto de su existencia a través de su gran afición, dominar el empuje de las olas, y de la sabiduría del mar. Ese era su sueño.

Desde el principio, su forma de pensar le acarreó no pocos problemas con sus compañeros. Muchos de ellos no entendían qué trataba de conseguir.

Todas las mañanas, mientras se preparaban para ir a pescar, los demás delfines observaban a Daniel dirigirse hacia el arrecife, dispuesto para dedicarse a su ejercicio favorito. ¿Cómo podía perder tanto tiempo en algo que no le ayudaba a encontrar comida? A sus amigos les parecía una locura.

Una tarde, cuando Daniel regresaba de sus prácticas, su mejor amigo, Miguel Benjamín Delfín, le preguntó:

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—¿Qué diablos te propones, Daniel? ¿Por qué arriesgas tu vida en el arrecife? ¿Qué es lo que tratas de demostrar?

—No trato de demostrar nada. Sólo quiero descubrir todo lo que pueda a través del mar y del dominio de las olas. Eso es todo.

—Muchos de tus amigos están convencidos de que un día te matarás en el arrecife. Deslizarse sobre las olas pequeñas era divertido cuando éramos jóvenes, pero te estás pasando. ¿Por qué no te dedicas a pescar en lugar de perder el tiempo haciendo ejercicios en el arrecife?

Daniel Delfín miró fijamente a su viejo amigo y, tras reflexionar unos instantes, respondió:

—Echa un vistazo a tu alrededor, Miguel. Nuestro mundo está lleno de delfines que se pasan el día pescando. No tienen tiempo de perseguir sus sueños. En lugar de pescar para vivir, viven para pescar. —Daniel hizo una pausa y prosiguió con nostalgia—: Recuerdo a un Miguel Delfín joven y fuerte, capaz de pasarse horas contemplando las olas, imaginando que se deslizaba sobre uno de esos descomunales muros de agua, soñando. Ahora sólo veo a un delfín asustado que lo único que hace es pescar, a un delfín temeroso de vivir sus sueños.

»¿Hay algo más importante en la vida que perseguir los propios sueños, sean cuales sean? Busca tiempo para soñar, Miguel. No dejes que tus temores te impidan hacerlo.

Miguel se sentía confuso. Sabía que lo que había dicho su amigo era cierto, pero la idea de basar la vida

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en los sueños le parecía absurda. Ya no era un jovencito, y sus sueños habían sido sustituidos por deberes y obligaciones. Por eso se pasaba el día pescan-do. Además, ¿qué pensarían los otros delfines si le vieran deslizarse sobre los rizos del mar?

Miguel recordaba sus tiempos de domador de las olas como algo que formaba parte de su juventud, de su pasado.

A veces acudía a su mente la idea de volver a practicar tales ejercicios, pero estaba tan cansado después de pescar durante todo el día que no se sentía con ánimos.

Miguel miró a su amigo y, tratando de adoptar un tono convincente, contestó:

—Algún día, Daniel, madurarás y verás las cosas como las vemos nosotros. No hay vuelta de hoja.

Tras estas palabras, Miguel se marchó. Daniel se quedó muy triste. Aunque Miguel había cambiado mucho desde los tiempos en que ambos realizaban ejercicios juntos y descubrían lugares nuevos, seguía queriéndolo como antes. Sabía que todavía conservaba en su corazón la alegría que habían compartido de jóvenes, pese a que, por alguna razón, había dejado de soñar.

Daniel sufría por su amigo, pero no podía hacer nada por ayudarlo.

Sabía que los otros no le entenderían si les explicaba lo que sentía, si trataba de compartir con ellos la libertad que experimentaba mientras cultivaba sus habilidades.

Pero también sabía que la magia que había

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descubierto deslizándose sobre la olas, solo en medio del inmenso mar, lo había hechizado para siempre.

Había decidido vivir ateniéndose a sus principios y, aunque a veces se sentía solo, no se arrepentía de su decisión.

Durante las semanas siguientes Daniel aprendió muchas cosas referentes a su ejercicio favorito. Se pasaba todo el día deslizándose sobre las olas del arrecife, hasta el punto de que a veces se olvidaba de hacer una pausa para comer; y aunque estaba satisfecho de la vida que había elegido, deseaba poder compartir con sus compañeros lo que sentía.

«¡Ojalá hallara el medio de mostrarles la libertad que siento cuando avanzo sobre las olas! —pensaba—. Quizás entonces puedan comprender lo importante que es perseguir los sueños.

»Pero no tengo ningún derecho a inmiscuirme en su vida. ¿Quién soy yo para decirles lo que está bien y lo que está mal?

»De ahora en adelante me limitaré a perfeccionar mi técnica. Todavía tengo que aprender muchas cosas, así que me ocuparé de mis asuntos sin molestar a nadie.»

Daniel se sintió satisfecho de la decisión que había tomado. Perseguiría sus sueños como siempre había hecho, para bien o para mal.

De repente, cuando se dirigía de nuevo hacia la

laguna, oyó una voz. Alguien le susurraba unas palabras, aunque apenas

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entendía lo que decía. ¿Quién podía ser? El desconcierto le hizo perder el equilibrio, y la

corriente lo arrastró casi hasta la playa. ¿Quién lo llamaba? La voz le resultaba familiar, como si perteneciera a algún conocido. Daniel miró a su alrededor, pero estaba solo. Durante unos momentos temió que la soledad, el precio que debía pagar para vivir sus sueños, hubiera acabado pasándole factura. ¿Acaso se había vuelto loco?

Pero entonces volvió a oír la voz, y con más claridad que antes:

Llega un momento en la vida en que uno no puede sino seguir su propio camino. Es el momento de perseguir los sueños, de defender los principios en los que se cree. Daniel se sintió incómodo. Alguien se introducía

en sus pensamientos y exploraba su alma, tratando de descubrir sus más íntimos secretos.

—¿Quién eres? —preguntó. —Soy la voz del mar. —¿La voz del mar? —Sí, Daniel. Has conseguido algo que otros

delfines ni siquiera imaginan. Todos tus esfuerzos por dominar la técnica de desplazarte sobre las olas, todo el tiempo que has dedicado a practicar tu gran afición, han dado su fruto.

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Entonces Daniel Delfín oyó unas palabras que modificarían para siempre su destino.

—Has aprendido mucho, Daniel. Está a punto de comenzar una nueva etapa de tu vida que encierra las respuestas a tu sueño.

La voz sonaba con claridad y firmeza. El temor inicial de Daniel se disipó, y no sólo oyó las palabras, sino que comprendió su significado.

—Hace tiempo que trato de comunicarme contigo, Daniel, para apoyarte cuando te sientes desalentado. No temas. Mientras persigas tu sueño, estaré a tu lado para ayudarte. Confía en tu intuición, sigue los dictados de la vida que has elegido, y tus sueños se convertirán en realidad.

La voz empezó a disiparse. —¡No, espera, por favor! —exclamó Daniel—.

Necesito saber algunas cosas. ¿Qué debo hacer? ¿Cómo hallaré el auténtico objeto de mi existencia?

Con la voz más amable que Daniel había oído en su vida, el mar respondió:

—Sólo puedo decirte esto, Daniel Alejandro Delfín: hallarás el auténtico objeto de tu existencia el día en que consigas deslizarte sobre la ola perfecta.

—¿La ola perfecta? ¿A qué te refieres? ¿Cómo la encontraré?

El mar habló de nuevo, dirigiéndose al corazón de Daniel:

Caer en la más profunda desesperación nos ofrece la oportunidad de descubrir nuestra verdadera naturaleza.

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Del mismo modo que los sueños se cumplen cuando menos lo esperamos, hallarás inopinadamente las respuestas a las preguntas que te haces. Deja que tu intuición construya un sendero de sabiduría, y que la esperanza borre tus temores. —Lo has hecho muy bien —añadió el mar—.

Ahora debo irme. La voz se desvaneció. Daniel Delfín tardó unos minutos en comprender

la naturaleza del regalo que acababa de recibir. «El mar me ama tanto como yo a él —pensó—, y ha compartido conmigo todos los momentos maravillosos que he dedicado a deslizarme sobre las olas. Ahora me mostrará su sabiduría.»

Ese hecho iba a cambiar por completo su vida. Daniel ignoraba adónde lo llevaría esa revelación,

pero sabía que no volvería a sentirse solo. Al menos mientras persiguiera su sueño...

Aquella tarde, cuando Daniel regresó junto a sus

compañeros, éstos se burlaron de él como de costumbre.

—Mirad —dijeron—, ahí viene el delfín soñador. ¿Cuántos peces has capturado hoy, Daniel?

Pero los pensamientos de Daniel estaban a una eternidad de allí. El mar le había ayudado a esclarecer sus dudas, y ahora estaba más decidido que nunca a perseguir su sueño, el que le mostraría el auténtico

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objeto de su vida. Habían transcurrido varios meses desde que

Daniel Delfín oyera la voz del mar, y había comprendido que antes o después los sueños acaban cumpliéndose.

Su relación con el mar se había hecho más intensa y su técnica había mejorado mucho.

Daniel había descubierto que cada ola sobre la que se deslizaba, grande o pequeña, poseía su propia esencia, su propia finalidad. Ya se enfrentara a una ola de medio metro en un día soleado o a una de tres metros cuando estallaba una tormenta, Daniel mantenía una actitud invariable. Siempre permanecía receptivo a las maniobras que realizaba y, en lugar de desanimarse cuando fracasaba trataba de localizar sus errores y de corregirlos cuando cabalgaba sobre la siguiente ola.

Un día en que el oleaje alcanzaba tres metros de altura y soplaba un terrible viento de la costa, Daniel aprendió una lección del mar después de perder una ola:

La mayoría de nosotros no estamos preparados para superar nuestros fracasos, y por eso no somos capaces de cumplir nuestro destino. Es fácil defender algo que no entraña ningún riesgo. Daniel puso en práctica lo que el mar le había

enseñado, y ello le permitió perfeccionar su técnica y su

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estilo. Daniel Delfín utilizó esos conocimientos para

afrontar las dificultades que se presentan en la vida y comprobó que de ese modo las cosas se solucionan más fácilmente.

En su fuero interno, Daniel sabía que todas las cosas que compartía con el mar constituían el medio de alcanzar algo más importante, espiritualmente más enriquecedor que todo cuanto había experimentado con anterioridad. Buscaba la ola perfecta, aparecería el día menos pensado y le mostraría el auténtico objeto de su vida.

Durante los días siguientes Daniel trató de comprender adónde lo conducía su sueño. En lugar de deslizarse simplemente sobre las olas, intentaba escuchar lo que le decía su corazón cuando lograba dominar una nueva técnica que imprimía más soltura a sus movimientos, prestar atención a todos los detalles.

Había comenzado a practicar en la parte exterior del arrecife, una región del atolón a la que ningún delfín se había aventurado jamás a salir, un lugar prohibido por la Ley de la comunidad.

Cuando sus repetidos fracasos estaban a punto de obligarle a darse por vencido, se acordó de lo que le había dicho el mar:

«Llega un momento en la vida en que uno no puede sino seguir su propio camino... »

Daniel recordó la ocasión en que el mar le había hecho esa revelación; y, de pronto, comprendió exactamente lo que el mar había tratado de decirle.

Comprendió el objeto de sus esfuerzos, de todas

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las horas que había dedicado a mejorar su técnica y a incrementar la confianza en sí mismo.

Debía dar un gran salto hacia lo desconocido, lejos de la seguridad del arrecife, hacia un lugar del mundo donde las leyes que regían a la comunidad carecieran de significado y de valor.

A fin de hallar el auténtico objeto de su vida, Daniel Delfín tenía que desechar todo cuanto le imponía límites.

—¡Ahora lo comprendo! —dijo en tono triunfal—. La ola perfecta no vendrá a mí; soy yo quien debo ir en su busca.

Esta nueva revelación le hizo recordar la ocasión en que, siendo muy joven, había comentado con el delfín más anciano del grupo la posibilidad de abandonar el arrecife. Con voz solemne y ceremoniosa, éste había respondido:

—No debes abandonar el arrecife interior de nuestro mundo. Ha existido desde el principio de los tiempos y nos protege de los peligros que nos acechan más allá del mismo. Es preciso respetar esta decisión divina aceptando la Ley.

«Es curioso», pensó Daniel. Había aprendido a respetar al viejo delfín y sus creencias, y al mismo tiempo a vivir conforme a sus propios principios y las lecciones que el mar le había enseñado. ¿Le respetaría el viejo delfín por tomar una decisión que rompía con todo el sistema en el que se regía la existencia de la comunidad?

Daniel creía que no. De modo que aquella noche decidió no revelar a

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nadie lo que pensaba hacer ni adónde se dirigiría. Abandonaría el grupo de del-fines en silencio, furtivamente, como solía hacer cuando iba por las noches a deslizarse sobre las olas. Pero esta vez no regresaría. Sus compañeros creerían que se había ahogado, tal como venían pronosticando desde hacIa tiempo, que había pagado con su vida el no escuchar sus consejos.

Todos comentarían entristecidos las con-secuencias de no obedecer la Ley, de romper las reglas.

Daniel Delfín jamás olvidaría el día en que

abandono su amado arrecife. Había preparado minuciosamente su partida, y estaba seguro de no haber olvidado ningún detalle. Lo único que le provocaba cierta tristeza era la idea de que entre aquellos extraños que constituían la comunidad de delfines hubiera algún elemento que se apenara al enterarse de la noticia de su supuesta muerte, que creyera que acaso el loco de Daniel tenía razón. Eso le hizo pensar que debía retrasar su marcha, por Si alguno de sus compañeros opinaba corno él y trataba de hallar un objeto más elevado en la vida...

Quizás amar consista a veces en renunciar al otro en saber decir adiós, en no dejar que nuestros sentimientos interfieran en lo que probablemente será el fin,

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en ayudar a quienes amamos. Así pues, aquella noche Daniel se dirigió hacia la

parte exterior del arrecife, observado tan sólo por la luna; el cumplimiento de su sueño era su único destino.

Estaba un poco asustado, pero era hermoso controlar su temor. «En una noche tan maravillosa como ésta, nada puede salir mal», pensó.

Daniel se sentía bien consigo mismo porque pasara lo que pasara, él era el único dueño de su destino.

Aquella noche Daniel tuvo que luchar, además de contra las olas y la corriente, contra sus dudas. «El trabajo duro empieza ahora», pensó. Y comprobó que las sesiones solitarias de ejercicios, así como su mental y física, le habían dado fuerzas no sólo para afrontar la ola más temible, sino también su destino.

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A la mañana siguiente, Daniel Alejandro Delfín se

encontró en medio de un inmenso océano, sin saber hacia donde dirigirse pero dispuesto a dejarse guiar.

Se sentía abrumado por las dimensiones del océano que se extendía más allá de su pequeña isla. No había ningún arrecife ni tierra a la vista. Estaba un poco asustado. Ahora que había conseguido llegar hasta ahí haciendo acopio de todo su valor y sus energías… Daniel no sabía con certeza qué debía hacer.

No obstante, estaba satisfecho de la decisión que había tornado. El temor que había experimentado mientras se alejaba del atolón se había disipado y en estos momentos, en su inmensa soledad, Daniel sabía que su vida había emprendido el rumbo adecuado, que se dirigía hacia el lugar que siempre había sabido que existía, pero que nunca había visto.

De pronto, mientras se hallaba ensimismado en esos pensamientos, Daniel notó una impresionante sacudida y vio emerger a la superficie una figura descomunal, diez veces mayor que él. Enseguida comprendió que al menor contacto físico aquel monstruo lo aplastaría.

Aunque Daniel jamás había contemplado nada

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parecido, no se sintió amenazado ni asustado; en realidad, tenía la sensación de protagonizar un encuentro inesperado pero grato con un viejo amigo.

—¿Quién eres? —preguntó Daniel. —Soy una ballena jorobada —contestó

afablemente la monstruosa figura, sin dejar de nadar. Daniel tuvo que apresurarse para alcanzarla. —¿Qué haces? —preguntó. —Emigro hacia aguas más cálidas antes de que

llegue el invierno —respondió la ballena, volviéndose hacia Daniel—. ¿Y tú qué haces en medio del océano?

—Persigo un sueño —contestó Daniel—. He abandonado mi atolón y a mi comunidad para ir en busca de la ola perfecta, la que me mostrará el auténtico objeto de mi vida.

—Respeto tu decisión —dijo la ballena—. Debe de ser duro abandonar tu mundo para perseguir un sueño. —La ballena observó a Daniel y añadió—: Te has embarcado en un viaje arduo y peligroso. Presta atención a todo lo que hagas y veas, y aprenderás muchas cosas. No se trata sólo de alcanzar tu meta; la odisea que has emprendido te mostrará el significado de la ola perfecta y cómo hallarla.

—Me admira tu sabiduría —contestó Daniel—, y te agradezco tus consejos.

Se disponía a preguntar a la ballena qué dirección debía tomar cuando apareció una silueta negra en el horizonte. Parecía reposar en la superficie del agua, arrojando humo y cenizas al aire.

—¿Qué es eso? —preguntó Daniel. La ballena se echó a temblar. Súbitamente mudó

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de expresión y, sin decir media palabra, dio media vuelta y se alejó nadando a toda velocidad. «¿Cómo es posible que un gigante tan afable se asuste?», pensó Daniel. No podía evitar sentirse bastante abatido y un tanto alarmado.

Al cabo de unos momentos Daniel consiguió alcanzar a la ballena y le preguntó si podía ayudarla, pero el gigante siguió nadando. Antes de alejarse definitivamente, sin embargo, advirtió a Daniel:

—Desconfía de un ser llamado hombre. —¿A qué te refieres? —preguntó Daniel,

perplejo—. No conozco a nadie con ese nombre. En mi isla, aparte de unas gaviotas muy simpáticas, todos somos delfines.

—Desconfía de un ser llamado hombre —repitió la ballena antes de desaparecer. «¿Será el hombre un delfín malo? », se preguntó

Daniel. En aquel momento tuvo la impresión de que el

mar iba a responderle, y escuchó atentamente: El descubrimiento de nuevos mundos no solo te aportará felicidad y sabiduría, sino también tristeza y temor. ¿Cómo podrías valorar la dicha sin haber experimentado nunca la tristeza? En última instancia, el gran reto de la vida consiste en superar nuestros propios límites, ampliándolos hasta lugares a los que jamás habríamos soñado llegar.

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El primer encuentro con algo que no pertenecía a

la isla hizo comprender a Daniel que el mundo no era tan pequeño como había imaginado. Asimismo, se dio cuenta de que su ignorancia se debía a haber creído a pie juntillas lo que he habían enseñado, sin cuestionar la procedencia de esa información.

Ese viaje ayudaría a Daniel Delfín a ensanchar los horizontes de su universo, a descubrir cosas que sus compañeros jamás habían imaginado que existían.

Daniel Delfín prosiguió su travesía, que ya duraba

treinta días y treinta noches. Viajaba desde el amanecer hasta el crepúsculo, confiando en su intuición, buscando las señales que el mar le había prometido que le guiarían hacia su destino.

Al cabo de un rato observó de nuevo una humareda negra en el horizonte. Aunque recordaba el pánico de la ballena, decidió ir a investigar.

Al aproximarse a la gigantesca silueta notó que el agua que la rodeaba estaba turbia y sucia. Daniel sintió un ligero escozor producido por una capa de grasa que flotaba en la superficie, junto a unos peces muertos. La escena le horrorizó hasta el punto de provocarle desazón.

Al principio Daniel no dio crédito a lo que veía: el siniestro monstruo estaba arrastrando por medio de una red, un enorme número de peces. Algunos eran de los que capturaban sus compañeros para subsistir, pero otros no eran comestibles.

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Daniel observó también, estupefacto, que arrojaban unos delfines muertos al mar.

No podía creerlo. ¿Quién era el insensato que cometía semejantes barbaridades?

Daniel recordó entonces las palabras de la ballena: «Desconfía de un ser llamado hombre. » ¿Era posible que aquello formase parte de la

maldad que el viejo delfín le había contado que existía más allá del arrecife?

«A partir de ahora —pensó Daniel—, voy a andarme con mucho cuidado. »

A la mañana siguiente, Daniel se detuvo para

descansar un rato. Había estado nadando toda la noche, a fin de alejarse todo lo posible de la gigantesca silueta negra que aniquilaba a todas las criaturas marinas que encontraba a su paso.

Cuando se disponía a reanudar su viaje notó la presencia de un extraño pez, que sacó la cabeza del agua y se volvió hacia el sol.

—¿Quién eres? —preguntó Daniel. —Me llaman pejesol —contestó el pez. «Qué nombre tan raro», pensó Daniel. —¿Y qué haces, pejesol? —preguntó. —Por las noches duermo y durante el día sigo al

sol. Todos los días trato en vano de tocarlo, pero sé que algún día lo conseguiré.

—¿Es ése tu sueño? —preguntó Daniel. —Si —respondió el pejesol—. Siempre he soñado

que el sol debe de ser muy caliente para mantener vivo

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este mundo. —Creo que nunca lograrás tocar el sol —dijo Daniel—. Tu naciste para vivir en el mar, y Si tratas de salir de él morirás. —El sol sale por el horizonte todas las mañanas,

independientemente de lo que yo haga —replicó el pez—. Noto su calor, y éste me recuerda mi sueño. ¿Qué harías tú en mi lugar? ¿Renunciarías a tu sueño por temor a morir, o seguirías tratando de tocar el sol?

Daniel comprendió que no podía mentir a ese magnífico pez.

—Trataría de tocar el sol. —Entonces moriré tratando de hacer realidad mi

sueño —dijo el pez—. En cualquier caso, es mejor que morir sin haberlo intentado. ¿Tú no tienes ningún sueño?

—Si —respondió Daniel, en cuyos ojos brillaba una luz singular—. Mi sueño es hallar la ola perfecta, la que me mostrará el auténtico objeto de mi vida.

—Es un sueño muy ambicioso —dijo el pejesol—, pero creo que puedo ayudarte. Durante mis travesías por el mar he observado que las olas provienen siempre del oeste, empujadas por los fuertes vientos que soplan de los confines del océano. Allí encontrarás la ola que buscas. Espera a que el sol esté a punto de ponerse y síguelo en su recorrido hacia el mar.

Daniel dio las gracias al pejesol. Estaba muy contento de haber aprendido tantas cosas nuevas aquel día.

«Todos tenemos sueños —pensó—. La única diferencia es que algunos se esfuerzan constantemente

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en alcanzar su destino, sin importarles los riesgos, mientras que otros renuncian a sus sueños para no perder lo que poseen. No saben cuál es el auténtico objeto de su vida.

Tal como le había aconsejado el pejesol, Daniel

puso rumbo al oeste, hacia el punto donde el sol alcanza el mar al anochecer, porque en su fuero interno sabía que el pejesol era una de las señales que el mar le habían indicado que siguiera.

Daniel Delfín no tenía problemas para viajar durante el anochecer. Emitía unos sonidos agudos que rebotaban sobre los objetos que tenía frente a si, y descifrando el eco producido por las ondas sonoras podía representarse su imagen. Daniel era capaz de «ver» objetos en la oscuridad de la noche y en el fondo del océano.

De repente, mientras se dirigía hacia el oeste, detectó ante él la presencia de otro ser.

—¿Quién eres? —preguntó, acercándose sigilosamente.

—Soy un tiburón. No deberías hablar conmigo, porque los tiburones devorarnos a los delfines. ¿Acaso no me tienes miedo?

—No temo lo que desconozco —contestó Daniel. El tiburón se quedó perplejo. Ningún delfín le

había contestado de esa forma. —Ten cuidado, el mar es muy peligroso —le

advirtió el tiburón—.¿Dónde están tus compañeros? —Supongo que pescando en la laguna de nuestro

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atolón —respondió Daniel. —¿Y qué haces aquí solo, lejos de tu comunidad? —Persigo mi sueño. Busco la ola perfecta. —¿Y dónde la hallarás? —inquirió el tiburón. —No estoy seguro. sólo sé que he tomado el

rumbo que debía tomar —contestó Daniel, observando al tiburón—. ¿Tú también eres un soñador?

—Lo era de joven —respondió el tiburón con tristeza—. Pero la vida ha sido injusta conmigo, y todo el mundo me teme. Cada vez que aparezco, las otras criaturas se alejan precipitadamente.

—Eso me recuerda a mis compañeros —dijo Daniel—. Cada vez que estalla una tormenta sobre el atolón, corren a refugiarse en la laguna. Es el temor a lo desconocido lo que les hace comportarse de ese modo. No comprenden que las lecciones más hermosas de la vida se aprenden en las situaciones más comprometidas y difíciles.

—Es evidente que tú no me temes —dijo el tiburón.

—No te temo porque si hubieras deseado matarme ya lo habrías hecho. Pero ante todo no te temo porque persigo mi sueño y sé que acabaré alcanzando mi meta.

—Ojala fuera capaz de sonar como tú —dijo el tiburón.

—Sólo es cuestión de empezar de nuevo. Recuerda tu juventud, recuerda la idea que te obsesionaba hasta el punto de sonar con ella por las noches.

—Y si logro recordar ese sueño, ¿qué pasará? —preguntó el tiburón.

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—Cuando deseas algo con todo tu corazón —respondió Daniel—, nada puede impedir que lo consigas, salvo tus temores.

—¿De veras crees que yo puedo volver a soñar? —Pues claro, como cualquier otra criatura que

vive en este mundo —contestó Daniel. —Gracias —dijo el tiburón—. Procuraré volver a

sonar. Antes de marcharse, se volvió hacia Daniel y

preguntó: —¿Has dicho que buscabas la ola perfecta? —Sí. —Creo que no tardarás en dar con ella. Vengo del

oeste y he visto que se formaba un gran oleaje. Puede que en él halles la ola que andas buscando.

«Sigue las señales que aparezcan», había dicho el mar.

—¿Cómo puedo llegar allí? —preguntó Daniel al tiburón.

—Sigue avanzando hacia el oeste y confía en tu instinto —contestó éste—. Y escucha a tu corazón, porque él sabe lo que necesitas para que tu sueño se haga realidad.

Daniel empezaba a echar de menos aquellas olas

sobre las que solía deslizarse. Se sentía triste en ese universo colmado de extraños, sin saber si volverla a ver su maravilloso atolón. Suponía que el mundo era un lugar lleno de hermosas sorpresas, y aunque se había topado con algunas muy agradables, otras habían sido

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francamente desagradables. En aquellos momentos se sintió tentado de

regresar a la laguna. Pero, tal como le había prometido, el mar estaba

allí para ayudarlo: Tal vez resulte muy difícil lograr que los sueños se hagan realidad. Tal vez si tratamos de ahorrar esfuerzos, olvidemos la razón por la que comenzamos a sonar y al final descubramos que el sueño ya no nos pertenece. Tal vez si nos limitamos a seguir los dictados de nuestro corazón, alcancemos al cabo de un tiempo nuestra meta. Recuerda mi consejo: cuando estés apunto de rendirte, cuando pienses que la vida ha sido injusta con tigo, recuerda quién eres. Recuerda tu sueño. Daniel se tranquilizó al saber que mientras se

esforzara por hacer su sueño realidad, nunca se sentiría solo. De modo que siguió nadando, en busca de un lugar donde detenerse a descansar.

De pronto, Daniel vio aparecer a un viejo delfín

por el oeste, nadando apaciblemente en el vasto mar

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azul, y se dirigió hacia él. Al advertir la presencia de Daniel, el viejo delfín

le preguntó: —¿Cómo te llamas? —Daniel Alejandro Delfín. —¿Y qué haces aquí, solo en medio del océano,

Daniel Delfín? —Persigo mi sueño. El viejo delfín observó a Daniel con curiosidad y

preguntó con voz firme y clara: —¿Acaso buscas la ola perfecta? Daniel se quedó estupefacto. —¿Cómo lo sabes? —Del mismo modo que ambos sabemos que la

vida no sólo consiste en dormir y pescar —respondió el viejo delfín.

Acto seguido rompió a llorar. —¿Por qué lloras? —preguntó Daniel. —Porque jamás me había sentido tan feliz. Al

cabo de muchos años, he conseguido ver cumplido mi sueño.

—¿A qué te refieres? —preguntó Daniel. —Hubo un tiempo en que era joven y fuerte como

tú —contestó el viejo delfín—. Era un soñador, al igual que tú, y me obsesionaban numerosas preguntas referentes a la vida.

—¿Y qué ocurrió? —Que un día dejé de sonar. Obedecí la Ley de la

comunidad en lugar de los dictados de mi corazón. Y a partir de aquel momento empecé a sentirme viejo.

»A medida que envejecemos nos hacemos más

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sabios —continuó el anciano delfín—. Un día comprendí que debía perseguir mi sueño, aunque no estaba seguro de poder realizarlo. Había perdido mucho tiempo y estaba cansado, pero al mismo tiempo era consciente de que no podía permanecer junto a mis compañeros, de modo que decidí partir.

»Hace muchos años que inicié mi odisea, y aprendí que, cuanto antes empiezas a fiarte de tu instinto y de los dictados de tu corazón, más fácil resulta perseguir tus sueños.

»Mientras recorría los océanos —prosiguió el viejo delfín—, confuso y desalentado, empecé a pensar que la idea de perseguir un sueño a mi edad había sido un error, que habría sido mejor permanecer junto a mis compañeros aguardando la muerte. De repente, cuando me disponía a dar media vuelta y regresar, oí una voz. Sospecho que tú también la has oído —agregó, volviéndose hacia Daniel.

—Si —contestó éste, feliz de compartir su secreto con alguien que no se burlara de él—. La voz del mar...

—En efecto —asintió el anciano delfín, embargado por la emoción—. Me dijo que era preferible perseguir los sueños, por viejo que sea uno, que renunciar a ellos. —Tras una breve pausa, añadió—: Ahora ya puedo morir en paz.

Daniel advirtió que un resplandor mágico rodeaba a su viejo interlocutor mientras pronunciaba estas últimas palabras.

—No me has contado tu sueño —dijo. El anciano delfín se volvió hacia él. —Mi sueño era conocer a un joven delfín que me

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hiciese recordar la época en que yo era un soñador —respondió—, para advertirle que bajo ningún concepto debía desperdiciar la oportunidad de su vida y para ayudarle a hacer realidad su sueño.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Daniel—. ¿Cómo vas a ayudarme?

—Vengo del oeste —contestó el viejo delfín— y he visto formarse una ola perfecta. Te deslizarás sobre ella, y ella te mostrará el auténtico objeto de tu vida. Jamás había presenciado nada como lo que tú estás a punto de conocer

El anciano delfín se volvió y Daniel observó que sus ojos relucían como las estrellas en el firmamento.

—No es una ola gigantesca —añadió el viejo delfín—, pero sí muy especial...

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Al atardecer del cuadragésimo día desde que

había, abandonado la isla, Daniel oyó un sonido familiar. ¿Sería lo que él imaginaba?

Excitado, nadó hacia el lugar de donde provenía aquel mágico estruendo.

Daniel no daba crédito a sus ojos. A doscientos metros de distancia vio Un arrecife contra el que rompían unas olas perfectas y gigantescas.

Daniel no podía apreciar el tamaño de las olas, pero su experiencia le decía que tenían unas dimensiones más que respetables. Sin dudarlo, empezó a nadar hacia el arrecife y atrapó una ola. Antes de que cayera la noche había conseguido deslizarse sobre dos de ellas. Hacía tiempo que no sentía aquella exaltante sensación.

Estaba tan excitado que no se había fijado en cómo era el lugar al que había llegado. El arrecife estaba formado por unas rocas descomunales, la isla más grande que jamás había visto.

Daniel observó también que, a medida que el cielo se iba oscureciendo, centenares de luces comenzaban a iluminar la costa de la isla. Algunas estaban inmóviles, pero otras se movían siguiendo una línea, desaparecían

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y reaparecían al cabo de unos instantes. Eso le sorprendió. Estaba acostumbrado a la oscuridad de la noche, y amaba la luna y las estrellas que brillaban en el cielo. Le disgustaba un poco que el intenso fulgor de aquellas lucecitas empalideciera el resplandor de las constelaciones.

Había sido una jornada muy larga y Daniel estaba cansado, así que decidió no investigar hasta el día siguiente qué eran aquellas misteriosas lucecitas; ahora lo importante era dormir para poder disfrutar de sus ejercicios a primera hora de la mañana.

«La perspectiva de realizar mis ejercicios mañana me produce la misma emoción que cuando me deslicé sobre una ola por primera vez, hace mucho tiempo —pensó, sonriendo—. Lo he hecho diez mil veces y probablemente lo haré otras diez mil. Sin embargo, sé que jamás me cansaré de ello, ¿por qué?»

Existen cosas que no puedes ver con los ojos. Debes verlas con el corazón, y eso es muy difícil. Por ejemplo, si descubres que en tu interior anida un espíritu joven, avanzaréis los dos juntos, con tus recuerdos y sus sueños, tratando de hallar un camino a través de esta aventura llamada vida, procurando sacar siempre el máximo provecho de ella. Así tu corazón jamás se sentirá

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cansado, ni viejo... «Si todos considerásemos de este modo las cosas

que hacemos, nuestra vida tendría más sentido», pensó Daniel.

Aquella noche Daniel se durmió como lo hacen los soñadores, contemplando el futuro con alegría y esperanza.

Sabía que el día siguiente sería magnífico para cabalgar sobre las olas, pero no sabía nada más.

Al cabo de unos instantes se quedó dormido. Se despertó con las primeras luces del alba. A

primera vista, el lugar que había descubierto la noche anterior parecía muy distinto del que contemplaba en aquellos momentos. Aunque las lucecitas se habían apagado, al pie de las rocas se alzaban unas gigantescas construcciones. Daniel creyó detectar cierto mo-vimiento, lo que le hizo pensar que las había erigido un ser vivo.

Daniel decidió averiguar de qué se trataba, pero no tardó en cambiar de opinión. Había llegado hasta allí con un fin muy concreto:

descubrir quién era y hacia dónde se dirigía, hallar el objeto de su vida a través de la ola perfecta. Ese era su sueño. Así pues, tal como había planeado la noche anterior, se dirigió hacia el arrecife para disfrutar del empuje de las olas en aquel mágico lugar.

Aunque probablemente el oleaje había alcanzado su punto máximo la noche anterior, todavía había muchas olas sobre las que deslizarse. Soplaba una leve brisa de la costa, el agua estaba templada y el aire era

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cálido. Con aquel oleaje de dos metros de altura, las condiciones eran perfectas.

Al atrapar la primera ola, Daniel comprobó que alcanzaba gran velocidad antes de romper contra la costa, por lo que debía procurar no chocar contra las afiladas rocas y lastimarse. Daniel decidió atrapar la siguiente ola cuando empezara a formarse y salir de ella de lado. La primera sección de la ola era muy rápida, y Daniel tuvo que hacer grandes esfuerzos para alcanzarla. Luego, la ola se convirtió en un muro sólido pero de lento avance que le permitía retroceder y volver a entrar. La última sección de la ola lo envolvió es-trechamente, haciéndole sentir que formaba parte del mar...

Fue una experiencia mágica que, como de costumbre, le hizo perder la noción del tiempo. Decidió regresar al punto de partida y seguir montándose en las olas hasta acabar rendido.

Hacía mucho tiempo que Daniel Delfín no se había sentido tan dichoso. Al fin había hallado una recompensa a sus esfuerzos, y ahora estaba más seguro que nunca de haber tomado la decisión acertada al abandonar a sus compañeros y el atolón a fin de ampliar sus horizontes.

Las decisiones constituyen una forma de definirnos. Son una forma de dar vida y significado a las palabras, a tos sueños. Son la forma de permitir que seamos lo que queremos ser.

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Las horas transcurrían volando. Aunque Daniel no tenía conciencia del tiempo que llevaba practicando, empezaba a sentirse cansado, de modo que decidió atrapar una última ola y luego reposar.

Daniel se montó sobre la última ola, pero de repente perdió la concentración y cayó dentro del muro de la ola. En aquel momento comprendió lo que se le venía encima.

La cresta de la ola lo atrapó y lo arrojó contra el arrecife. Daniel sintió que su cola y sus aletas chocaban contra las rocas, pero finalmente la ola lo soltó, y por suerte no sufrió heridas serias.

Pero ¿qué le había hecho perder la concentración? ¿Había visto realmente lo que había creído ver? No, eso era imposible. Daniel no daba crédito a sus ojos. A cincuenta

metros de donde se hallaba, en el mismo arrecife, Daniel Alejandro Delfín vio a una extraña criatura deslizándose sobre las olas como llevaba haciendo él toda su vida.

El extraño atrapó una ola y realizó las mismas maniobras que había ideado Daniel en el atolón. Aunque aquel ser era diferente, la belleza de sus movimientos era idéntica...

Daniel se percató entonces de que no había sólo una criatura, sino dos, que compartían juntas aquellos momentos de dicha y compenetración con el mar. Por la forma en que se deslizaban sobre las olas, se diría que llevaban mucho tiempo practicando aquella actividad.

Las extrañas criaturas eran unos surfistas tan

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expertos como Daniel. Tras atrapar una ola, llevaban a cabo una serie de maniobras que lo dejaban pasmado Sin duda sabían bien lo que hacían

Daniel Delfín decidió poner a prueba a aquellos extraños surfistas. Cuando se acercaron las siguientes olas, Daniel atrapó la primera, dejándose caer sobre ella en posición vertical y ejecutando un giro radical antes de saltar. Inmediatamente, el otro surfista atrapó la siguiente ola y realizó una serie de piruetas y cabriolas, manteniendo un equilibrio perfecto hasta salir de ella.

Daniel no tuvo más remedio que preguntar a las extrañas criaturas:

—¿Quiénes sois y de dónde venís? Pero en lugar de responder a su pregunta los

surfistas comentaron, asombrados: —¿Has visto a ese delfín? —Desde luego. Juraría que estaba tratando de

imitar nuestras maniobras. —Es imposible que un delfín aprenda a hacer eso. Al oír esas palabras Daniel se enojó. «¿Quiénes se

creen que son? Soy capaz de hacer lo que hacen ellos y más.»

Entonces Daniel Delfín comprendió que aquellas extrañas criaturas no conocían el lenguaje sónico que utilizan los delfines. Daniel entendía lo que ellos decían, pero los surfistas no podían descifrar las señales que él les enviaba.

Cuando las extrañas criaturas comenzaron a hablar de nuevo, Daniel escuchó atentamente.

—Ese delfín debe de pasarse el día practicando el

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surf. —Hombre, si nosotros pudiéramos respirar como

él, también nos pasaríamos el día haciendo surf. Daniel recordó las palabras de la ballena: «Desconfía de un’ ser llamado hombre.» De pronto sintió pánico. Aquellos surfistas debían

de ser los extraños seres de los que había oído hablar, los responsables de todos los desastres que había contemplado durante su periplo. Daniel relacionó las lucecitas de la isla con las luces que había visto iluminar la negra silueta que parecía posarse sobre la superficie del agua, y que se dedicaba a matar a los delfines y a destruir el mar.

«¿Habré llegado al fin de mi viaje? —se preguntó—. ¿Acaso voy morir?»

En ese momento el mar habló de nuevo: En el lugar hacia el que te diriges no hay senderos ni caminos. Debes guiarte por tu intuición para alcanzarlo. Has seguido las señales y al fin has llegado a tu destino Ahora debes dar un gran salto hacia lo desconocido y descubrir por ti mismo quién tiene razón, quién está equivocado, quién eres tú. Daniel tenía la sensación de que, aunque había

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visto muchos desastres provocados por ese ser llamado hombre, podía fiarse de aquellos dos surfistas, no por lo que representaban, sino porque intuía que para ellos el hecho de deslizarse sobre las olas significaba también el medio de abandonar su mundo para perseguir sus sueños.

Daniel Delfín había llegado hasta allí porque creía en sí mismo, Ahora debía confiar una vez más en su intuición. De modo que se quedó un rato, pues presentía que iba a ocurrir algo especial...

De pronto la vio, avanzando desde el oeste. Era la ola más perfecta que había visto aparecer

jamás en el horizonte. La ola adquirió velocidad al tocar las formaciones inferiores de coral, dibujando un muro largo y hueco de agua.

Daniel Delfín comprendió que era la ola con la que había soñado y se dispuso a atraparla. Los otros surfistas también la vieron y se prepararon para actuar.

Todos se precipitaron hacia la ola ejecutando espectaculares maniobras. A continuación, Daniel se situó en la postura que le permitiría realizar el ejercicio, lo mismo hicieron los otros surfistas. De pronto, justo cuando la ola perfecta empezaba a ganar velocidad, la sección posterior comenzó a separarse, dejando un amplio espacio a los surfistas para realizar su sueño.

Tras colocarse en posición, se esforzaron en mantener el equilibrio entre la base y la cresta de la ola, sin atreverse apenas a respirar...

La ola los envolvió poco a poco hasta alojarlos en su cavidad.

Daba la impresión de que por una vez había

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prevalecido el lenguaje universal de los sueños. Tanto Daniel Alejando Delfín como los otros dos surfistas habían comprendido el sentido de lo que habían estado haciendo, independientemente del camino que los había llevado hasta allí.

En aquel momento el mar alzó su voz y dijo: Algunas cosas siempre serán más fuertes que el tiempo y la distancia, más profundas que las lenguas y las costumbres, como el hecho de perseguir los sueños y aprender a ser uno mismo. Compartid con otros la magia que habéis descubierto. Daniel Alejandro Delfín había creído en sí mismo

y seguido las señales que habían ido apareciendo a lo largo de su travesía. Se había deslizado sobre la ola perfecta y al hacerlo había descubierto el auténtico objeto de su vida:

vivir una existencia plena y dichosa persiguiendo sus sueños. Había atravesado la línea que separa los sueños de la realidad, una línea que permite a quienes siguen los dictados de su corazón contemplar el verdadero sentido de las cosas. Bajo esa nueva luz, Daniel Delfín vio cómo debía vivir, y lo que vio le llenó de gozo...

Daniel dedicó los días siguientes a practicar sus ejercicios con los dos surfistas. Lo hacían porque les encantaba deslizarse sobre las olas, aprender a

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conocerse, compartir sus vivencias. Hasta que un día Daniel creyó que había llegado

el momerito de regresar a su amado atolón, a su hogar. Había descubierto lo que se había propuesto descubrir y su búsqueda había concluido. Ahora debla regresar junto a sus compañeros y compartir con ellos la verdad que había descubierto.

Pero ¿qué pensarían los otros delfines al verle regresar después de su supuesta muerte? Probablemente creerían que era un fantasma, un ser que había regresado de ia tumba.

Daniel Alejandro Delfín pensó que sería una anécdota divertida. Sabía que era un delfín como los demás, pero con una importante diferencia: había decidido perseguir su sueño sin dejar de creer en si mismo.

Aquella tarde, antes de despedirse del arrecife, Daniel disfrutó de los momentos más mágicos que puedan imaginarse. Se deslizó sobre las olas junto con unos seres totalmente distintos de él y compartió con ellos los mismos instantes de felicidad, las mismas convicciones, consciente de que, pese a sus diferencias, habían logrado compenetrarse.

Daniel intercambió una última mirada con sus amigos los surfistas, en cuyos ojos vio reflejada la imagen de su propia alma; y lo que vio le llenó de satisfacción.

Había descubierto el auténtico objeto de su vida siguiendo sus propias normas, pese a que sus compañeros le habían dicho mil veces que no funcionarían.

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Había descubierto que sus logros, sus aspiraciones y sus sueños formaban parte de su propia esencia, y ello le producía una sensación fantástica...

Daniel Delfín no olvidaría jamás el día en que entró de nuevo en la laguna de su hermosa isla.

Era el mediodía de un día cálido y soleado, y al regresar a su amado hogar después de una larga ausencia no pudo evitar derramar unas lágrimas.

Los primeros delfines que le vieron llegar por poco se desmayan.

De repente, la rutina cotidiana de la comunidad se vino abajo.

¿Era posible que fuese Daniel, el que había abandonado el arrecife? Pero ¿no había muerto ahogado?

Antes de darles tiempo a reaccionar, Daniel dijo a sus compañeros:

—Os he echado mucho de menos, amigos míos... —¡Pero si tú estabas muerto! —exclamó alguien. —No. Sólo estaba muerto ante vuestros ojos.

Atravesé una línea trazada por vuestra ceguera, y eso me mató en nombre de vuestra Ley.

—Pensábamos que habías muerto —terció su amigo Miguel—. Ningún delfín ha conseguido abandonar el arrecife y regresar sano y salvo.

—¿Estás seguro, Miguel? ¿Acaso no ves que estoy vivo? Abandoné el arrecife y he regresado sano y salvo. Afirmas que eso es imposible; sin embargo, yo lo he conseguido.

—Debe de ser porque eres especial. Si uno de nosotros lo hubiera probado, sin duda habría muerto en

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el intento. Daniel Delfín comprendió que, para convencerlos

de que eran capaces de hacer lo que él había hecho, tenía que demostrarles que soñar era algo que habían experimentado en su juventud y sepultado en el fondo de su corazón.

—¿No opináis que un delfín que no persigue sus sueños es un delfín prisionero de sus temores? —preguntó Daniel.

Un murmullo se elevó entre los delfines de! grupo. El ambiente empezaba a cambiar y la sorpresa inicial de los delfines se estaba disipando.

—Pero la vida ya es lo suficientemente complicada —declaró uno de ellos.

—¿Quién te ha dicho que hemos venido a este mundo para sufrir? No dejes nunca de soñar y desecha tus temores.

Aquella mañana Daniel relató a sus compañeros las aventuras que había vivido fuera de la isla. Les contó que había aprendido a seguir las señales escuchando a su corazón y que había conocido a un ser llamado hombre, quien le había mostrado la bondad y la maldad que anida en todos los seres. Pero lo más importante, según les dijo, era que su sueño de hallar un propósito más elevado en la vida se había cumplido. Y añadió que él era un delfín como los demás, con los mismos temores y las mismas esperanzas, pero con una diferencia: que no había renunciado a su sueño.

—Sabes de sobra que necesitamos pescar para subsistir —dijo alguien.

—Todos queremos conservar la vida—contestó

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Daniel—. No hay nada de malo en ello, siempre y cuando no olvidemos que la razón de pescar es vivir una existencia plena y realizar nuestros sueños y aspiraciones.

—¿Pretendes decirnos que podemos ser tan felices como tú?

—Os aseguro que podéis ser tan’ felices como deseéis. Lo único que debéis hacer es soñar para recordar quiénes sois. Nunca es demasiado tarde para comenzar de nuevo.

—Explícanos qué debemos hacer para soñar, Daniel.

—El secreto de una vida plena y feliz —dijo Daniel lenta y pausadamente— reside en aprender a distinguir entre los tesoros auténticos y los falsos. El mar que nos rodea, el sol que nos da vida, la luna y las estrellas que brillan en el cielo son tesoros auténticos. Son intemporales, y sirven para recordarnos que estamos rodeados de magia, que en nuestro mundo se producen infinidad de milagros, que debemos admirar el universo en el que vivimos y procurar que nuestros sueños se conviertan en realidad.

—En cambio, nosotros empezamos a construir un mundo de tesoros falsos. Renunciamos a nuestros sueños y aceptamos que la razón de vivir consistía en pescar tantos peces como pudiéramos.

—Fue entonces cuando dejasteis de soñar —prosiguió Daniel con tristeza—. Rechazasteis los auténticos tesoros que nos ofrece la vida del mismo modo que me rechazasteis a mí cuando abandoné el arrecife. El sueño que anidaba en vuestros corazones

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murió, y con él vuestras ilusiones y esperanzas. Os olvidasteis de sonar, que es el único vinculo que os liga a vuestro yo verdadero, y éste desapareció.

Tras una pausa, Daniel preguntó a sus compañeros:

—¿Habéis visto alguna vez a un joven delfín contemplando el sol, la luna y las estrellas? El cree que son mágicos. ¿Sabéis por qué? Porque en cierto sentido lo son. El joven delfín todavía sueña, y por eso ve cosas mágicas, unas cosas que vosotros ya no conseguís ver.

»Por eso es preciso soñar... Aquella noche, los compañeros de Daniel

recordaron al fin cómo soñar. Y al soñar de nuevo, empezaron a maravillarse del mundo que les rodeaba, un mundo que siempre había estado allí. De este modo, hallaron de nuevo una base sobre la que construir una vida plena y feliz.

A la mañana siguiente, algo había cambiado en el atolón.

Parecía un día normal en la vida de los delfines, pero en su corazón se había producido una revolución. Sus ojos relucían como las estrellas y su vida era mucho más satisfactoria.

Había comenzado una nueva era de esperanza. Aquella tarde el arrecife se llenó de principiantes

que trataban de aprender a deslizar-se sobre las olas; y los que no practicaban tal actividad, contemplaban los últimos destellos de un maravilloso crepúsculo.

Al fin habían hallado tiempo para gozar de la

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vida. Habían recordado cómo soñar. Daniel Alejandro Delfín vivió una vida larga y

fructífera. Viajaba con frecuencia para descubrir nuevos mundos, nuevos arrecifes donde cabalgar sobre las olas, enamorarse, contemplar el crepúsculo, vivir intensamente sin dejar de soñar...

Hasta que un día desapareció en la vastedad de su amado mar.

Según algunos rumores, había sido devorado por una gigantesca ola, pero lo único cierto es que no volvieron a verlo jamás.

Esta vez, sin embargo, los mismo delfines que años antes lo rechazaran por haber violado la Ley, aceptaron la suerte de Daniel. Éste había depositado en ellos la semilla de los sueños, y sabían que algún día hallarían el medio de convertir esos sueños en realidad.

Sabían, al igual que lo había sabido Daniel, que habían iniciado su viaje al reino de los sueños.

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Miguel Benjamín Delfín decidió deslizar-se sobre

una última ola antes de regresar a la laguna y eligió la primera que apareció. Al salir de la base de la ola, atravesó la sección crítica. La ola disminuyó de velocidad, de modo que Miguel no tuvo más remedio que retroceder y esperar el desarrollo de otra onda.

Miguel aguardó hasta que la cresta se alzó sobre él. La ola lo envolvió suavemente, y durante unos instantes Miguel desapareció en la cavidad. Luego remontó apresuradamente el borde de la ola y salió de ella.

Había sido un día magnífico. Miguel se sentía mucho mejor tras haber decidido tomarse el tiempo necesario para disfrutar de las cosas que le gustaban y con las que soñaba.

Miguel empezó a nadar hacia la orilla, pero se detuvo para contemplar el hermoso crepúsculo.

De pronto recordó los momentos que había, compartido hacía años con Daniel, cuando los unía la misma afición. Recordó también que solía pasar horas admirando el impetuoso oleaje, imaginando que se deslizaba sobre uno de aquellos gigantescos muros de agua, soñando.

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Al fin había descubierto quién era, había descubierto al autentico Miguel Delfín. y ello le produjo una sensación muy agradable.

«En el mundo de los sueños —le había dicho Daniel en cierta ocasión—, todo es posible.»

Miguel contempló el horizonte pensando en su amigo.

«Un día daré contigo, Daniel —se dijo--—, y te enseñaré un par de cosas sobre como dominar las olas. »

Miguel se puso a nadar de nuevo. La luna resplandecía el cielo, que aparecía tachonado de estrellas.

Y allí, en la inmensidad del océano. Miguel Benjamín Delfín oyó la voz, por primera vez:

Llega un momento en la vida, en que uno no puede sino seguir su propio camino...

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Sergio Bambarén El Delfín

Daniel no es un delfín cualquiera: su amor por el

mar y la pasión que lo arrastra hacia las olas lo han convertido en un soñador que a menudo se olvida de pescar y de seguir la rutina impuesta por los compañeros. En su soledad, sólo cuenta con el apoyo de una voz misteriosa que lo incita a perseguir sus ideales, y la búsqueda lo llevará al otro lado del arrecife por senderos desconocidos y peligrosos. El riesgo es mucho pero la recompensa es grande, y Daniel no duda en arriesgar su vida para seguir el camino de la verdad.

El Delfín revela el misterio oculto en el corazón de quienes aman el mar, y sus palabras sencillas y sinceras nos entregan un mensaje que tiene valor universal: todo ser que busque su propio bien espiritual tiene un camino que deberá recorrer olvidando el miedo y desoyendo las críticas. Sólo así se abrirán horizontes que pueden ser la salvación de toda una especie.

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