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DEL REY Y DE LA INSTITUCIÓN DE LA DIGNIDAD REAL

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DEL REY Y DE LA INSTITUCIÓN DE LA DIGNIDAD REAL

QUEDA HECHO EL DEPOSITO QUE MARCA LA LEY 11.723. - TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS. PROHIBIDO LA REPRODUCCION PARCIAL O TOTAL. COPYRIGHT, 1945 BY EDITORIAL PARTENON

BIBLIOTECA DE EXTENSION CULTURAL VOLUMEN 7

P. JUAN DE MARIANA DE LA COMPAÑIA DE JESÚS

DEL REY y de la Institución de la Dignidad Real

Traducción del Latín por E. BARRIOBERO y HERRÁN

IMPRESO EN LA ARGENTINA

PRINTED IN ARGENTINA

EDITORIAL PARTENON Be Airee - Rep Argentina

PREFACIO DIRIGIDO A FELIPE III REY CATOLICO DE ESPAÑA

INDICE

pág.

Prefacio dirigido a Felipe III, Rey de España 7

El hombre, por su naturaleza, es animal sociable 25

¿Es más conveniente que gobierne la República uno muchos?

que 33

Si la monarquía debe ser hereditaria 47

Del derecho de sucesión entre los descendientes 63

De la diferencia que existe entre el rey y el tirarlo 73 Si es lícito suprimir al tirano 87 Si es lícito matar al tirano con el veneno 107

Si la potestad del Rey es mayor que la de la República 115 El príncipe está sujeto a las leyes 131

El príncipe nada debe determinar acerca de la religión 141

En los confines de los montes Carpetanos, de los Vectonos y de la antigua Lusitania, se halla si-tuada una noble y rica ciudad, cuna de insignes in-genios, conocida por Tolomeo con el nombre de Libora, por Livio con el de Evora, en tiempo de los godos con el de Elbora, y actualmente con el de Talavera. Ocupa una llanura que tiene de ancho cuatro mil pa-sos y mucho más por la parte superior, que se halla re-gada por abundantes aguas, y principalmente por las del Tajo, célebre y famoso por sus brillantes arenas de oro, por su dilatado cauce y por los muchos ríos que lo enriquecen, y le pagan, tributo. Las murallas de esta ciudad están al Mediodía, y son de muy sólida construcción y con muchas y elevadas torres de un aspecto imponente. En alabanza de dicha ciudad, pues en ella nacimos, más conviene guardar silencio que

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decir poco. Añadiremos, sin embargo, que en las in-mediaciones de ella, y por donde se dirige el camina de Avila, se eleva un monte que se separa de otros muy inmediatos, que tienen de circuito mil veinticua-tro pasos, y que es en extremo fragoso y de difícil acceso. Está rodeado de aldeas, regado de frescas y abundantes aguas y cercado de tierras de labor. En su cumbre y por la parte del Mediodía se descubre una cueva, que se visita con veneración religiosa, y en la que se refugiaron Vicente y sus hermanos en el tiempo que abandonaron a Elbora por temor a Daciano. Cerca de esta cueva existían en otro tiempo un fuerte y templo con el nombre de Vicente, como monumento de su fuga, y construido no sólo por es-tímulos de religión, sino también con cómodas ha-bitaciones, presentando por todas partes, tanto por su extensión cuanto por la frondosidad de sus árbo-les seculares, un noble aspecto de amena majestad. Es fama que en otro tiempo correspondieron a los templarios aquellos edificios, cuyo templo hoy es cé-lebre, más que por otra cosa, por pertenecer a una abadía del arzobispado de Toledo. Quedan hoy ves-tigios de la antigua y dilatada fábrica, de' tal ma-nera, que se mantienen en pie las paredes, distin-guiéndose apenas dos sepulcros, notables por la no-vedad y atrevimiento de su forma. Fuera de esto no hay más que una capilla, por cuya razón diría que no se conserva en veneración la memoria de aquella

orden. En la falda de este monte y por el lado del norte se extiende una llanura cercada de colinas y notable por sus viejas encinas, en la que se descubre otra capilla toscamente construida, consagrada a la Virgen Nuestra Señora, nombre que en casi todos los pueblos comarcanos es objeto de especial devoción.. Junto a esta capilla hay una 'huerta con una fuente perenne, y dentro de aquélla, y alrededor, hay cas-taños, nogales, ciruelos y aun moreras. Vestigios son estos de haberse dado culto a Diana, diosa tutelar -de los bosques, según finge la antigüedad, como lo demuestra una lápida en que se lee la siguiente ins-cripción romana:

TOGOTI

L. VIBIUS

PRISCUS

EX VOTO

Yo creería que debería leerse Toxoti por el arco y la saeta, atributos con que frecuentemente se repre-senta a Diana. Es admirable la suave temperatura de este lugar, cuando puede decirse que arden los campos y los pueblos abrasados por el calor ardiente del estío. Se puede pasar muy regaladamente, tanta de día cuanto de noche, sin detrimento de la salud ni molestia, debajo de un árbol o de una barraca. So-plan suavísimos vientos no inficionados por miasmas maléficos; brillan por todas partes fresquísimas aguas;

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corren cristalinas fuentes, por lo que se dió a este lugar el nombre de Piélago. Alegrísimo es el aspecto del cielo, y el que nos ofrece el suelo, que espontánea y copiosamente produce y se engalana con el tomillo, la borraja, la acedera y la peonia, y mucho más con el helecho y el yezgo. Por cuya razón la antigüedad apellidó Elíseos a estos campos, mansión de los bien-aventurados; ¡tan hermosa perspectiva dieran a este monte los cielos en el verano! La ciudad y aldeas in-mediatas abundan de todas las cosas necesarias para la vida; de frutas delicadas, como uvas, higos, peras de las más exquisitas, y de jamones de excelente calidad, de peces, de aves y de abundantes carnes; de vino tan superior, que es capaz de hacer olvidar la patria. Y es de admirar por otra parte que aquel paraje se halla muy poblado, y que en la estación del verano muchas gentes trasladan allí su domicilio, atraídas por la amenidad de los campos, por la sua-vidad del clima y por la abundancia de sus produc-ciones. Pero los más reputan vanas la amenidad y las ventajas de los países, si éstas carecen de utilidad. Calderón, distinguido teólogo y por su erudición, ca-nónigo de Toledo, quebrantada su salud por los tra-bajos y los achaques, vino, acaso aconsejado, a este monte un verano como a lugar a propósito para res-tablecer su salud; desde Toledo le acompañé, pues le trataba con la más íntima amistad, para que en aque-lla soledad tuviese con quién pasar el tiempo, entre-

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tenidos ambos en conversaciones instructivas y amis-tosas, en lo que encontrábamos no poco placer y esparcimiento; lo demás del tiempo lo empleábamos en el oficio divino, en la misa y en la lectura; era tanto el agrado de cuanto nos rodeaba y tan estrecha nuestra unión, que puedo asegurar que en mi vida he gozado de días más agradables. La habitación que ocupábamos era reducida y molesta; pero un buen hombre nada mezquino, que residía en una casa de campo inmediata a la nuestra, se brindó a construir para el verano próximo 'una modesta vivienda, arre-glada a la idea que le dimos,- pero que después de hallarse concluida, sería para nosotros comparable con los palacios de los reyes. Ocupados nos hallábamos en nuestro proyecto, cuando recibimos cartas afec-tuosas de García Loaisa, nuestro paisano y maestro tuyo, ¡oh, príncipe Felipe!, a las que acompañaban las conferencias eruditas y elegantes que habías man-tenido baja la dirección de aquél acerca del arte gra-mática de Lorenzo. Se hallaba presente Suasola, va-rón prudente y docto., que acostumbraba a venir a menudo desde la villa de Navamorcuende a confe-sarnos; su ingenio era claro, y sus costumbres tan sencillas, que desde luego se echaba de ver que era un verdadero cántabro. Acostumbrábamos, cuando el sol estaba próximo al ocaso, subir a la montaña, desde cuya cima nos deleitaba contemplar a tanta distancia ?os edificios de Toledo al través de una atmósfera

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serena, en la que no se divisaba la menor nubecilla. Recreados con tan bello espectáculo, tanto por la com-paración de su tranquilidad con los excesivos calores de las grandes poblaciones, cuanto porque en estos parajes se respiran aires en extremo apacibles, nos dedicábamos por la noche al rezo, pronunciando al-ternativamente los versículos de los salmos. Habien-do concluido nuestra tarea más temprano aquel día, contemplábamos, bajo de una añosa encina hendida en su tronco, de frondoso ramaje y gigantesca, cuya copa nos interceptaba los rayos de la luna, los ár-boles derribados por la fuerza a mano de los vientos, como sucede con muchos en los bosques. Allí, como suele acontecer, y mostrando las cartas que habíamos recibido, hicimos mención de tus dos maestros, el marqués de Velada y García de Loaisa, varones es-clarecidos, y tales y de tal mérito, que pocos ejemplos semejantes nos ofrece la edad presente; varones que pueden ser considerados como dechado de modestia, de prudencia, de apacible trato y de toda la gravedad de nuestros mayores, en cuya elección reconocíamos y tuvimos ocasión de confirmar la suma prudencia del rey, que tan acreditada se hallaba ya con insignes testimonios. Desde aquel monte distinguíamos cómoda-mente, ya los dominios del de Velada, ya los predios patrimoniales de Loaisa. La modestia y el respeto nos impiden repetir cuanto acerca de esto dijimos. Después de guardar silencio por algunos momentos,

no pude menos de observar cuán grande es la carga que llevan sobre sí aquellos varones esclarecidos y nobles; porque ¿puede haberla mayor que cultivar el ingenio y formar las costumbres de aquel cuyo im-perio, después de sometidos los portugueses, como ciertamente sucederá dentro de pocos años, se exten-derá hasta los confines del Océano y de las tierras? ¿Cuánto afán, por adelantar su instrucción con todo género de conocimientos? Pues la natural preocupa-ción del vulgo atribuye generalmente los progresos de la instrucción a los dones de la fortuna, de nobleza y de una índole privilegiada. Si en tanta variedad de cosas y en tanta licencia de la corte fue-sen aquellos progresos objeto de censura, sólo sería por envidia o por odio. Con razón añade Suasola que si en algo necesita de maestros el hijo del príncipe, lo hallará en la sabiduría del rey padre, que preside a la educación de su hijo y a la que contribuye con sus preceptos y sus ejemplos, siendo vana toda otra diligencia, después de encontrarse el príncipe tan adelantado en sus primeros estudios. Y por otra par-te, ¿para qué necesita de las letras un príncipe espa-ñol? ¿Convendrán las vigilias y la vida sedentaria del estudio al que está destinado para la guerra y para las armas? ¿Cuándo en España pueden citarse mu-chos príncipes que, sin haber cultivado las letras, han brillado por sus gloriosos hechos tanto en la paz como en, la guerra? ¿Nos hemos olvidado del Cid y

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de Fernando el Católico', y de otros muchos héroes, que sin haber cultivado su ingenio con las letras ni con las artes, han obtenido celebrados triunfos por su valor y por su esfuerzo? Alabo tu sencillez cuando nos quieres dar un príncipe rudo y sin ninguna ins-trucción, como una piedra o un tronco sin vista, sin oídos y sin sentido. Pues ¿qué otra cosa es el hom-bre sin haber cultivado las letras y las artes libera-les? El ingenio de vuestra gente debe ser varonil y militar. ¿Crees que una guerra puede dirigirse sin el auxilio de la instrucción? No en vano la antigüe-dad representaba armada a Minerva, tanto en los combates, cuanto presidiendo al estudio de la sabi-duría; de esta manera se declaraba que, defendidas por las armas, prosperaban las artes de la paz, y que sin el auxilio de la sabiduría no era posible conducir con prudencia una guerra. Y aunque en nuestras Es-paña han sido pocos los capitanes indoctos, en com-paración de los que han sobresalido, en las letras y en la erudición, sin embargo, los príncipes, cuando a sus excelentes dotes naturales juntaban la cultura y la instrucción, se hacían más dignos de admiración. ¡Oh, divino Platón, cuán sublimes son la mayor par-te de tus sentencias! Tí, solías decir que las repú-blicas serían felices cuando las gobernasen los filó-sofos, o sus gobernantes discurriesen como filósofos. No es lícito ignorar con cuánto encarecimiento reco-miendan las divinas letras a los reyes el estudio fre-cuente y asiduo de la sabiduría.

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A esto dijo Calderón en pocas palabras: "Certísimo es lo que dices, si hay en ello un justo

medio. No conviene que el príncipe emplee toda su vida en las letras, ni que por medio de la erudición busque una gloria vana. La verdadera sabiduría de los príncipes consiste más en el temor de Dios y en, el conocimiento de sus divinas leyes, que en el es-tudio de otras ciencias y artes". El principio de la sabiduría (añado yo) consiste en el amor del Ser Su-premo; mas si añadiesen el conocimiento de otras artes liberales, brillarían de un modo singular. Si-guiendo en los primeros años el camino que la razón aconseja, harán grandes progresos, principalmente en aquellas doctrinas que más necesitan del auxilio de una memoria feliz, como de nuestro príncipe pregona la fama y publican doctos varones: el cultivo multi-plica los productos de un campo que, abandonado, sólo produce, a pesar de su fecundidad, abrojos y espinares. Muchas cosas dije en aquella disputa, que servían como de comentario a lo que antes había dicho acerca de la institución del príncipe. Esta dis-puta os ofrezco ahora para que le apliquéis vuestra lima con el fin de descubrir y castigar sus errores, en la que veréis también muchas cosas relativas al arre-glo de las costumbres, que deben ser nuestro prin-cipal cuidado, con otras que conciernen al estudio de las virtudes, y que habiendo sido objeto de nues-tra disputa, someto a vuestro prudente juicio; aunque

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estoy dispuesto a rectificar mi opinión, en vista de vuestras instructivas razones, sin ningún genero de antipatía ni prevención. Mas, sobre todo, cuando el ocio nos lo permita y se renueve la disputa que aca-báis de mencionar, ya sea leyéndolo antes por escrito, ya repitiéndolo de memoria, oiré con ansia en esta y en las noches siguientes cuanto hayáis meditado acerca de este grave e importante argumento. El tra-bajo de la corrección ni lo tenemos, aunque sea mo-lesto, ni lo rehusamos tampoco, si se nos. advierte a/. guna cosa que parezca mal. Admito esta condición, pues soy amante de la franqueza y no juzgo propio de un ingenio delicado, ni de un verdadero amigo, que-rer más un libro castigado por otro amigo, que ser el autor de él. Mas si os parece, principiaré a explicar, y exponer nuestros comentarios, guardando silencio cuando el tiempo o el cansancio me lo aconsejen.

A esto dice Calderón: "A nosotros nos agradará oíros, y de esta manera

puedo hablar tanto por mí, cuanto por nuestro com-pañero; porque ¿qué cosa más grata, mientras se prepara la cena, que escuchar al que razona sobre cuanto concierne a la institución y coadyuvar a tus generosos esfuerzos, si en alguna cosa lo necesitases?"

Vuestra benevolencia, digo, celebro como debe qui-.siera, sin embargo, que mi discurso fuese, en algún modo, correspondiente a vuestros deseos y a vuestra erudición. Pretendiendo Sócrates vituperar el amor

en presencia de Fedro, no quiso hacerlo sin cubrirse antes la cabeza con el manto; ¿y no debo yo con mu-cha mayor razón avergonzarme de expresar mis po-bres pensamientos en presencia de tan erudito varón, que por largo tiempo explicó Teología en las escuelas públicas de Alcalá? ¿Cómo podría discurrir acerca de la educación del príncipe y de su institución un hombre particular y destituido de modestia? No sería esto osadía, sino temeridad e imprudencia; pues po-dría sucederme lo que al anciano Fornio, que en pre-sencia del ilustre capitán Aníbal explicaba en su es-cuela acerca del arte militar; y con razón debería temer, como a aquél aconteció, ser escarnecido más bien que alabado, mereciendo la nota de necio o de loco.

"No hay razón, dice Calderón, para que temas la censura; ¿qué cosa hay que pueda impedir aprove-char la mucha lectura para escoger preceptos saluda-bles, que han merecido la aprobación de todos los si-glos y naciones, y que han sido comprobados y robustecidos con la autoridad de varones eminentes? Bien puedes también imitar a Platón, Aristóteles y otros filósofos que sin ninguna representación pú-blica han disputado con prudencia y tino, según su ingenio y su instrucción, acerca de la manera de constituir una república".

Conviene, digo, evitar el fastidio y mucho más en verano. Mi trabajo os lo presentaré, como por vía de

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recreo, en los días sucesivos para que forméis juicio de él. Si algo se nota en él digno de censura, o ya de noche conferenciaremos acerca de ello, o después de concluida una lectura general, corregiré sin pesa-dumbre cuanto se me haya anotado; de esta manera no se aumentará el volumen de un libro, como suce-dería si acerca de cada punto controvertible hubié-semos de disputar largamente; pues, como se dice, el papel no se avergüenza. En estas conferencias noc-turnas explicaré los fundamentos de la disputa que hemos entablado, y escogeré los puntos más impor-tantes que merezcan vuestra atención e interés.

"Nos parece bien vuestro propósito —contestan ambos interlocutores—, mucho mes cuando un solo trabajo basta, ya para satisfacer nuestros deseos, ya para evitarte la molestia de disputar, habiéndote pro-puesto, según parece, dejar a un lado toda contro-versia literaria. A la verdad, según la edad, conviene variar los estudios:" a los jóvenes sientan bien las dis-putas acaloradas y las voces, así como estudios más amenos y pacíficos a los que se hallan en edad más avanzada".

Principiaré, pues, a explicar lo que deseáis y yo os he prometido. Habiendo vuelto hace años de mi viaje a Francia e Italia y fijado mi residencia en To-ledo, trabajé algunos años una historia en latín de los sucesos de España, cuya historia carecía de uni-dad y concierto. En ella presenté muchos e insignes

ejemplos de esclarecidos varones, que reuní en un cuerpo, mientras se daba a luz toda mi obra, juz-gando bien empleado mi trabajo, si conseguía inspirar afición a los sucesos de nuestra historia y de esta manera agradar a mis lectores. También me proponía con aquellos ejemplos, y con los preceptos que los acompañan, contribuir a formar el ánimo del prín-cipe Felipe, obedeciendo a las insinuaciones de su maestro, que por medio de cartas me había pedido que por mi parte contribuyese a este objeto en el trabajo en que me ocupaba. Me pidió esto en tales términos y manera, obligándome por todos los medios posibles, que no podría dejár de corresponder a tan-tas consideraciones y tanto afecto, sin incurrir en la nota de ingrato, cosa tan opuesta a nuestro carác-ter. Poco escribí, pues, de las cosas presentes, medi-tando dejar lo demás para la actual disputa.

"Ensayamos a escribir, dice Calderón, en ocasión oportuna, pues ¿quién podrá vituperar que en la em-presa más grande de todas nos ofrezcamos a ayudar-nos voluntariamente? Ahora lo que falta y has pro-metido, desempéñalo antes que llegue la hora de volvernos".

"Me parece, añade Suasola, que he oído a los cria-dos que con importunidad nos dan prisa para que volvamos".

Tenía pensado dividir la disputa en tres libros, y cada uno de ellos en varios capítulos, para no formar

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un discurso eterno, que fastidiase y enojase. Un largo camino se hace menos molesto, cuando se halla divi-dido con piedras y señales, que marquen las leguas o millas. En el primer libro se trata del origen de la potestad real, de su utilidad y del derecho here-ditario, tanto entre los cognados como entre los ag-uados: se compara la crueldad del tirano con la be-nignidad del rey, explicando la condición a que se halla sometida la vida de aquél, el cual puede ser muerto, mereciendo loa el que ejerce este hecho; ¡si-tuación miserable por cierto! Se explican con grandes argumentos presentados por una y otra parte los lí-mites de la potestad real considerados en toda su latitud, y se examina si es mayor la de toda la re-pública. Expuestos los límites de la dignidad real, se ocupa el libro segundo en formar al príncipe desde sus primeros años en las letras y en todo género de virtudes. Y de éstas, las que más adornan al príncipe y le hacen más idóneo para dirigir los negocios del Estado, son el pudor, la clemencia, la generosidad, la grandeza de alma, el amor constante de la gloria y un respeto sincero a la religión divina y al culto: estos son los medios más poderosos para atraer y so-meter a la multitud. Se ocupa el libro último en ex-plicar las diferentes obligaciones del rey, cuyos pre-ceptos, tomados de la más profunda filosofía y de la experiencia de eminentes varones, deben ilustrar al príncipe en su mayor edad, para que no lo arruine

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la ignorancia o una educación abandonada. Todo el cuidado del rey se ha de aplicar a gobernar la repú-blica en la paz, a defenderla en la guerra, y si es necesario o conviene, a extender sus dominios. Se trata de los magistrados que debe haber para juzgar; de los que dirigen la guerra, y con qué fuerzas y con

I qué arte o disciplina deben hacerla, del modo de re-caudar las contribuciones, de la fe, de la justicia y del culto, y de otras cosas sagradas y venerables por su antigüedad, a las cuales no debe aplicarse temera-riamente la mano, por satisfacer a las gentes, pues conviene tener presente que el desprecio de la reli-gión arrastra la república a su ruina. En cuyo lugar se pone fin a una larga disputa. Toda esta la exami-naréis con atención, seguro de que en nuestro con-cepto, mientras más severos sean los censores, mayor es la gratitud que creemos deberles. No estamos de acuerdo con la opinión de los que por no tomarse un pequeño trabajo, nada o muy poco se curan de lo que la fama pregone de un amigo suyo. Más prudentes son los médicos, cuando menos condescendientes se muestran con los enfermos, pues no es posible ser indulgente sin exponerse a algún peligro o riesgo.

Dicho esto, nos levantamos. Nuestros criados, Ferre- ra y Navarro, nos daban prisa para que regresáramos, diciéndonos una vez y otra que la cena estaba pre- parada; no era justo que después se les acusase por lo que era una consecuencia de nuestra tardanza. Así,

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pues, emprendimos nuestro camino a pie, aunque Calderón iba en una mula por la debilidad de sus piernas; de trecho en trecho nos entreteníamos en leer fábulas. Al pasar por delante de la capilla de la Virgen Nuestra Señora, saludamos de rodillas la ima-gen de esta divina madre. A poco nos pusimos a ce-nar, siendo la cena más grata que por cualquier otro motivo, por las controversias instructivas con que la acompañábamos. Y cuando ya la luna y los astros se inclinaban hacia el ocaso, y como que convidaban al sueño, entretuvimos éste bajo la espesa sombra de un castaño inmediato a nuestra habitación, recreán-donos en aspirar un ambiente suavísimo y regalado y entretenidos con modestas y festivas chanzas. A ti, ¡oh, príncipe Felipe, consagramos nuestro trabajo sin ninguna ambición, y sí con el deseo sincero de ser-virte y de cooperar al desarrollo de tu ingenio y de tus virtudes, mereciendo bien de toda la república por nuestro propósito y nuestros esfuerzos! Mas ha-biendo sido educado en escuelas de sabiduría y gra-vedad, tratando con varones prudentísimos, a la som-bra de tan gran padre y rodeado de tan eruditos maestros, no podrás echar de menos los sublimes pre-ceptos de la filosofía. Juzgaba yo que en este mi tra-tado se hallaría ocasión de confirmar estos mismos preceptos, encontrando otros encaminados al arreglo de la vida y al prudente y sabio gobierno de la repú-blica. Las más veces, los pequeños medios conducen

a grandes resultados, y por eso nada se debe despre-ciar que sea ocasión y motivo de cosas de mayor mon-ta. Pero al dar principio a este tratado, no puedo menos de dirigiros, ¡oh, príncipe!, mis más fervientes votos, rogándoos que con benignidad recibas esta obra, que ojalá corresponda a la nobleza de tus ma-yores y a tu privilegiada índole. Ruego a Nuestro Señor que favorezca mis deseos, añadiendo a los do-nes que te ha prodigado que perpetuamente goces los del cuerpo y los del alma. Y para que el fruto corres-ponda a mis deseos, concedednos, Señ or, lo que te pedimos movido por los ruegos de tu divina Madre, la Santísima Virgen.

CAPITULO PRIMERO

EL HOMBRE, POR SU NATURALEZA, ES ANIMAL SOCIABLE

Aislados los hombres en el principio del mundo, vagaban por los campos a manera de fieras; se halla-ban sometidos a los únicos deseos de sustentarse y de procrear y criar a sus hijos. No hallándose su-jetos a ninguna ley ni al mando de ningún gober-nante, sólo por un impulso ciego o por un instinto de la naturaleza se tributaba en cada familia el honor supremo al que parecía distinguirse y aventajarse a todos por las prerrogativas de la edad. Aumentándose el número de individuos y la descendencia, parecían representar todos la forma, aunque ruda y desorde-nada, de un pueblo. Cuando llegó a faltar este jefe, ya fuese padre o abuelo, sus hijos y nietos se dis-tribuyeron en muchas familias, resultando de un pue-

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blo otros muchos. Vivían con tranquilidad, sin que los aquejase más deseos que los naturales. Contentos con poco, las manzanas silvestres, los frutos de los árboles y la leche del ganado bastaban para aplacar su hambre, satisfaciendo la sed, cuando la experimen-taban, con el agua corriente de los arroyos. Con las pieles de los animales se guarecían de la inclemencia del frío y del calor; bajo un árbol frondoso gozaban de un sueño agradable, y se entretenían en juegos, en conversaciones familiares y en instruirse mutuamente.

No se conocían el fraude ni la mentira, ni tampoco poderosos a quienes fuese preciso saludar, defiriendo a sus deseos. Ni los límites de las propiedades, ni el estruendo de la guerra alteraban la vida pacífica de estos hombres. Aun todavía la implacable avaricia no . había pretendido usurpar los beneficios que prodigaba la mano de Dios, queriendo ella sola aprovecharlos to-dos, pues como dice un poeta:

Mallebant tenui contenti vivere cultu: Ne signare quidem, aut partiri limite campum Fas erat.

Esta felicidad sólo podría ser comparable con la de los bienaventurados, si no los aquejase la caren-cia de muchas cosas y la debilidad del cuerpo de-masiado sensible a las injurias de la Naturaleza. Mas considerando Dios, criador y padre del género hu-

mano, que para establecer entre los hombres la mu-tua caridad y la amistad, nada era más a propósito ni más capaz de excitar a éstas que el amor, lo esta-bleció mutuamente entre los hombres, congregándo-los al mismo tiempo en un mismo lugar y bajo unas mismas leyes; a los que, para vivir reunidos, había dado la facultad de hablar, la razón y el recíproco consejo, que en gran manera estimulan al amor; para que de esto necesitasen, los crió con muchas necesi-dades y expuestos a muchos males y peligros, de los cuales las primeras sólo pudieran satisfacerse, así como los peligros y los males evitarse con la fuerza y la industria de todos. De este modo el que suminis-tró alimento y vestido a todos los animales, el que armó a unos de astas, de dientes y de uñas, y a otros de pies ligeros para que huyesen éstos de los peligros que aquéllos podían rechazar, sólo al hom-bre le entregó a las miserias de esta vida, desnudo e inerme como el náufrago que todo lo ha perdido; no sabiendo buscar siquiera el pecho materno, ni sufrir los rigores de la intemperie, ni valerse de sus pies, ni hacer otra cosa que llorar, presagio cierto de la in-felicidad que le aguarda. Todo lo demás de esta vida es conforme en muchas cosas a estos principios, pues ni un hombre solo ni algunos pueden proporcionarse para sí muchas cosas. ¿Cuánto artificio y cuánta in-dustria se invierte en cardar, hilar, tejer el lino, la lana y la seda, para formar diferentes clases de ves-

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tidos? ¿De cuántos operarios se necesita para trabajar el hierro, para construir con él todo género de herra-mientas, de armas y cuchillos; para explotar las mi-nas, fundir los metales que producen y convertirlos en vasos y ornamentos? Añádase a todo esto la ex-portación de las mercancías, el cultivo de los campos y árboles, la conducción de las aguas y las sangrías de los ríos; el riego de las campiñas, la construcción de puertos para la navegación, de los productos del arte e industria humana, que en su mayor parte son de necesidad, sirviendo otros para hacer agradable la vida y para contribuir al ornamento de ella. ¿Cuántos medicamentos son necesarios para curar las enfer-medades? ¿Cuántos remedios ha inventado el tiempo, la experiencia y el mayor conocimiento de las cosas, y que son unas veces nuevos y otras antiguos? Y cuando los demás animales se valen de su natural sagacidad para conservar su vida, buscando las cue-vas, los escondrijos y los alimentos de que necesitan, y que un instinto de la Naturaleza los sugiere, cono-ciendo hierbas saludables para curarse sus enferme-dades; el hombre, desde que nace, se ve rodeado de tantas tinieblas y en tal ignorancia, que necesita mu-cho tiempo para adquirir conocimiento de cada una de las artes y de las demás cosas de que necesita para su conservación. Para conocerlas todas, no basta la vida de ninguno, por larga que sea, si la experiencia de muchos no reúne el fruto de sus observaciones.

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Que el dictamo o el poleo tuviese la virtud de hacer arrojar las saetas, ¿no lo enseñó la cabra, que usa de esta hierba cuando se siente atravesada por las saetas de los cazadores? Cuando padecemos de la vista nos valemos de la celidonia, como hace la golondrina, que usa de ella para curar los ojos de sus hijuelos. La cigüeña se cura con el orégano, el jabalí con la yedra, y el dragón aplaca sus náuseas con el zumo de las lechugas silvestres. ¿Para qué he de citar más casos? Bastan los mencionados para demostrar sufi-cientemente que el hombre necesita del auxilio de sus semejantes; y que por sí solo y aisladamnete no puede proporcionarse lo necesario para la vida, ni aun en una mínima parte. A esto se agrega la debilidad de sus miembros para defenderse y rechazar toda fuerza externa. Porque la vida de los hombres aún no se hallaba asegurada de las innumerables fieras, porque la tierra no había sido reducida a cultivo, ni los bosques habían sido desmontados. Miserable as-pecto presentaría la sociedad en su origen, cuando un gran número de hombres con violencia, y amenazan-do la vida de sus semejantes sin que nadie pudiese .esistirios, caían sobre los campos, los rebaños y blaciones. Por todas partes se cometían impunemente robos y muertes; no había lugar seguro para la ino-cencia ni para la debilidad. Luego si la vida entera se hallaba expuesta a todo linaje de peligros, y ni aun los mismos parientes ni amigos dejaban de ma-

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tarse unos a otros, los que se hallaban oprimidos por los más fuertes se unieron con otros bajo un vínculo mutuo de sociedad y principiaron a poner sus ojos en uno que aventajaba a los demás en justicia y fidelidad, bajo cuya protección fuesen reprimidas las injurias domésticas y las extrañas, constituyéndose la equidad general por el derecho igual a que habían de quedar sometidos y que había' de contener a los grandes, a los medianos y a los pequeños. De aquí nacieron la primera ciudad y la majestad real, la que en otro tiempo no se conseguía por la riqueza y por la intriga, sino por la moderación, por la inocencia y por una acrisolada virtud. Así, pues, de la necesidad de muchas cosas, del miedo y de la conciencia de su propia debilidad tuvieron su origen los derechos de la Humanidad, por la cual somos hombres, y la sociedad civil, en la que bien y felizmente se vive. Entre otras especies de animales, los más débiles y de menos instinto se congregan, y como a algunos les faltan las fuerzas, reunidas éstas individualmente, la multitud hace frente a las enfermedades y a la escasez. Las fieras, como el león, la pantera, el oso, andan solas, porque les sobran las fuerzas. Mas el hombre, aunque destituido de todo desde su origen, y careciendo de defensas y de armas naturales, saca grandes bienes de la sociedad y de la industria de los demás, de tal manera, que mayor defensa tiene solo que todos los demás animales. Neciamente acu-

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san algunos a la Naturaleza de madrastra del género humano, que mudamente instruyó a los animales en muchas cosas buenas, abandonando al hombre enfer-mo y miserable a las penalidades de la vida, para que fuese el ludibrio de todos y la víctima de mu-chos males. Más neciamente todavía y sin temor de impiedad acusan otros a la Providencia divina de que abandona todas las casas en la tierra sin que nadie las dirija y gobierne, o proponen el argumento de que un animal nobilísimo arrastra una vida mise-rable en extremo, privado de toda protección y de todo esplendor. Con lo cual calumnian a la Naturaleza e insultan a la Providencia divina en aquello mismo en que más de admirar es su poder y su divinidad. Si el hombre tuviese las fuerzas y los medios nece-sarios para rechazar los peligros que continuamente le amenazan, ¿dónde estaría la sociedad? ¿Qué reve-rencia se observaría entre los hombres? ¿Qué orden, qué fe, qué humanidad? ¿Y qué cosa habría más ama-ble ni superior al hombre sometido al orden, sujeto a las leyes, acostumbrada a la modestia y obedeciendo a un poder supremo? ¿Ni qué cosa sería más horrible y abominable que el hombre que hubiese sacudido el freno de las leyes y perdido el temor del castigo y de los juicios? ¿Qué bestia habría capaz de causar tantos estragos? La violencia es cruelísima cuando empu-ña las armas. Por consiguiente, de la sociedad que se estableció entre los hombres nacieron bienes tan

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preciosos y estimables como la humanidad y las le-yes; con éstas se hace más segura y grata la vida común. El fundamento de la sociabilidad consiste en que el hombre nace desnudo y débil, que necesita de socorro ajeno y de la cooperación y auxilio de los demás.

CAPITULO II

¿ES MAS CONVENIENTE QUE GOBIERNE LA REPUBLICA

UNO QUE MUCHOS?

Razón poderosa tienen los que juzgan mal consti-tuida la sociedad civil. Nacida ésta de la insuficiencia y de las necesidades del hombre, no hay cosa más saludable en la práctica, ni que más goces propor-cione y asegure a aquél. A la sociedad civil se agrega la majestad real como protectora de la multitud, pre-sidida por uno, de quien todos habían formado una grande opinión de probidad y prudencia; que no ate-rraba en su principio ni con la fuerza de las leyes ni con ningún aparato imponente; que por la bene-volencia de los ciudadanos era defendido de todo pe-ligro con igual derecho que los demás; y por cuya vo-luntad y arbitrio se dirigía toda la república, y se

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transigían las diferencias privadas; no habiendo cosa tan grave, que los particulares o la comunidad no esperasen conseguir por la mediación de tal príncipe, con tal de que fuese justa. Hubo dos causas para escribir las leyes: la equidad del príncipe llegó a hacerse sospechosa, porque una sola persona no bas-taba para satisfacer a todos con igual eficacia, exento de todo odio personal. Se promulgaron, pues, las le-yes, que hablasen constantemente a todos con una misma voz. La ley es, pues, una razón permanente y exenta de toda variación, emanada de la mente di-vina, que manda cosas buenas y saludables y que prohibe lo contrario.

Después la exagerada malicia de las gentes re-celosas de las armas y de la majestad se unieron para frustrar la severidad de los juicios y de las leyes, y para que, aun temiendo los individuos los castigos que éstas imponen, pudiesen colectivamente evitarlos. Es verosímil también que estas leyes fuesen al prin-cipio pequeñísimas, y tan claras, breves y concisas, que no necesitasen de explicación ni comentario. El tiempo y la malicia de los hombres introdujo tal cú-mulo de leyes, que ya en el día padecemos tanto con la multitud de ellas cuanto con los vicios. Para expurgar los libros y mamotretos de los leguleyos, no bastan ya todas las fuerzas de Hércules. No es de presumir que al principio fuesen demasiado duros los castigos que al delito impusieron las leyes; pero ates-

tiguando la experiencia que la esperanza de la utili-dad y del placer tenían mayor estímulo para excitar las pasiones que el miedo de las penas para extinguir-las, se aumentó Sucesivamente la severidad de aquéllas hasta llegar a la pena de muerte. Mas habiendo algu-nos hombres de tal manera abominables y malvados que no era ésta capaz de contenerlos, se agregaron a la misma pena, para inspirar terror, mayores y más prolijos tormentos. Después los reyes, más atentos a conservar su territorio que a dilatarlo, adquiriendo algún nuevo pueblo o ciudad, contaban sus propie-dades según el número de ciudades que dominaban. Por eso vemos en las divinas letras y en los escri-tores profanos que muchas veces se han hallado esta-blecidos muchos reyes en comarcas poco dilatadas. Andando el tiempo, ya por el deseo de adquirir más, ya impelidos por la sed de glorias y alabanzas, o al-gunos también ofendidos de injurias, sometieron a gentes libres, haciendo la guerra por la ambición de mandar, arrojando de sus dominios a otros reyes para mandar solos en los Estados de los demás, como hicieron Nino, Ciro, Alejandro y César, que fueron los primeros en constituir y fundar grandes imperios, no siendo reyes legítimos, no habiendo domado los monstruos, ni desterrado los vicios, ni hecho desapa-recer de la tierra la tiranía, como pretendían hacer ver, sino ejerciendo todo género de depredaciones, aunque en la opinión del vulgo sean celebrados con

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grandes alabanzas y ensalzada su gloria. Este fué el principio y éstos los progresos de la potestad real, acerca de la cual se ha suscitado la duda entre doctos varones, de si es más cómodo y ventajoso para el go-bierno de las cosas humanas, y en comparación de los demás géneros de gobierno, que una ciudad o provincia sea regida por uno, o que el poder supremo y el mando se hallen divididos entre muchos, ora sean estos pocos y elegidos entre la multitud, ya todos los que habitan dentro de un mismo recinto y obedecen a unas mismas leyes. Sobran por una y otra parte poderosos argumentos, de los cuales menciona-remos aquí los principales. El primero declara que a todos los demás géneros de gobierno aventaja el de los reyes, pues muy conforme a las leyes de la naturaleza, a las de la comunidad y al régimen del cielo, que el gobierno se refiere a una sola cabeza, como se observa entre otras partes del orden natural, en el corazón del animal, desde donde se comunica la vida y el espíritu a todos los demás miembros del cuerpo. Entre las abejas gobierna un solo rey; en la música, todas las voces se refieren a una sola, que depende de ésta, que en cierto modo parece dominar-las. Esta razón no sólo es conforme al gobierno del mundo, sino que, congruente en todas sus partes, se aplica a una casa, a un pueblo, a una ciudad; las que quieren ser gobernadas por uno, se oponen al gobierno de muchas cabezas; este primer argumento

se confirma con muchos e insignes ejemplos: y con-siderando su fuerza los hombres que menos distaban de los primitivos y más felices tiempos, y que mejor miraban la naturaleza de las cosas, no pudieron me-nos de abrazar el gobierno de uno solo, sucediendo, como refiere Aristóteles, en muchos lugares, que del gobierno de uno se vino a otras formas de gobierno. Y es verosímil, como antes hemos dicho, que la mul-titud, oprimida por aquellos que más riquezas tenían, se ligase con otros y obedéciese a algún otro jefe o caudillo que contuviese y vengase las injurias de los enemigos. El tiempo introdujo otras formas de go-bierno. De aquí tuvieron origen estas sentencias: No es bueno que haya muchos príncipes; haya única-mente un solo rey. Además, para conservar en paz la multitud es más cómodo un rey que muchos, que las más veces están discordes en sus juicios, y que entorpecen los negocios públicos con sus controversias y disensiones, teniendo más trabajo en transigir y arreglar éstas que en fallar los litigios de los parti-culares. Hay menos deseos depravados que ofusquen el entendimiento, corrompan la justicia y perturben los negocios públicos y particulares bajo uno, que bajo muchos príncipes, ya por la saciedad misma que inspira la abundancia de las cosas, ya porque es más fácil hallar uno aventajado que muchos: contenida la codicia, habrá más lugar para la justicia y para la libertad; por último, porque el principado y el poder

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de gobernar serían ilusorios sin la fuerza; y estas fuerzas, reunidas en un solo hombre, se hacen mayo-res y más poderosas que cuando se hallan distribui-das entre muchos, ya consistan estas fuerzas en la riqueza, ya en la autoridad, ya en el amor al pueblo, haciéndole mayores y multiplicándose cuando se reunen en una sola persona, y disminuyéndose cuan-do se dividen entre muchas, como vemos en innumerables cosas, cuyo poder y eficacia es tanto mayor cuanto se hallan reducidas a menor espacio, siendo, por el contrario, menores aquéllos cuando se hallan segregadas las partes y como dilatadas o disueltas en. una gran cantidad de agua. Las cosas públicas se dirigen y gobiernan mejor por uno que por muchos: en igualdad de fuerzas y de riquezas, más ventajas se obtienen de uno que de muchos que concurriesen a un mismo trabajo, como lo declara la guerra, en la que los vínculos que entre muchos se forman no tienen firmeza ni duración. Acerca de éstos, tales argumentos eran de gran peso. Porque, ¿quién lo negará?, ¿quién no lo ve? Mas, por el contrario, hay muchas razones que aconsejan que sea preferido el gobierno de muchos. La prudencia y la probidad son. el fundamento de la salud pública, y las repúblicas se gobiernan felizmente cuando muchos reunen, co-mo en una cena, sus diferentes presentes para hacer aquélla más regalada y espléndida. Lo que a uno falta, los demás lo suplen. Pero respecto de un prín-

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cipe, ¿cuánta es su ceguedad, cuánta su ignorancia de las cosas, principalmente de los que se hallan encerrados en su palacio como en una prisión, no pu-diendo examinar las cosas por sus propios ojos? Grande es cerca de todos los príncipes la escasez de verdad; porque ¿qué lugar habrá para ésta entre las continuas lisonjas de los cortesanos, entre el fraude y mentira de su servidumbre, que todo lo refiere a su propio provecho? Y, dejando a un lado la verdad, ¿quién repara en engañar al príncipe a cada paso? Ni ¿quién querrá colocar en la cumbre del poder a un hombre privado de la vista y del oído? Elegido cónsul T. Manlio Torcuato, se excusó por la enfer-medad de ojos que padecía, juzgando que era indigno de gobernar la república aquel que necesitase valer-se de ojos ajenos. Los que de ajeno ingenio y ajena prudencia necesitan para gobernar, ¿no serán tan idóneos como los ciegos, que a cada paso tropiezan? El emperador Gordiano se queja, en cartas gravísi-mas a su suegro Misitheo, de cuán débil y flaca es la razón de los príncipes. Para remediar en parte estos males se valían los reyes de Persia de ministros de consumada experiencia, y a los que por su oficio se les consideraba como ojos y oídos del rey. Si, co-mo sucede entre las abejas, que son regidas por otra de más aventajada naturaleza, entre los hombres fuesen los gobernantes de una condición superior a los demás, podría designarse para gobernar al pue-

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blo algún héroe, como se cuenta que sucedía en los primitivos tiempos. Mas cuando no acontece así ni hay uno que exceda a los demás en virtud y sabidu-ría, convendrá suplir con el número lo que falta a aquél. Por otra parte, para juzgar es menester ha-llarse exento de odio, de amor, de ira y de todos los demás afectos que perturban el ánimo y que son la causa principal de haber establecido las leyes; pues estos afectos, que por todas partes se insinúan, y que corrompen nuestro juicio, son un mal a que más ex-puesto se halla un hombre que muchos, a quienes difícilmente puede ganarse con dádivas, por medio de intrigas y por exigencias de la amistad: así suce-de con el agua, que más pronto se corrompe la poca cantidad que la mucha. Añádase a esto que cuando muchos deliberan acerca de las cosas públicas, lo que uno yerra otro enmienda, resultando de esto que el fallo sea más acertado y mayor la fuerza y autoridad que se les comunica. Cuando yerra un príncipe, ¿quién se atreve a corregirle, teniendo las armas en la ma-no, y en la punta de la lengua, según expresión de Aristóteles, la vida y la muerte del que se acerca? Osadía no, sino locura, sería oponerse a su voluntad y enojarle con un importuno consejo, principalmente cuando tantos lisonjeros y aduladores, cuyo número es siempre grande, y que se introducen como la pes-te y trabajan por ganar su gracia. Pues el que está en el poder, siempre es adulado y cortejado. No hay

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cosa mejor que el principado limitado por las leyes; cuando rompe el freno de éstas es una verdadera ca-lamidad para los pueblos, y la república puede de-cirse oprimida por la tiranía cuando, despreciadas las leyes, se somete a la obediencia de un gobernante. ¿Quién no conoce y confiesa que el poder y la auto-ridad de uno, en quien esté depositado el mando supremo de la república, y que disponga de los re-cursos y de las fuerzas de ella, difícilmente se con-tiene por las leyes, y más difícilmente se evita que grave a los pueblos con mayores y desacostumbrados tributos, que altere los derechos de la sucesión real y que todo lo arruine? Y cuando se crean otros ma-gistrados, se distribuye la potestad entre muchos, ya se trate de constituir un senado, ya de elegir jueces; porque, ¿quién podrá tolerar que para la suprema magistratura se prefiera una sola persona, siendo tan graves y varias sus diversas atribuciones, y que se extienden a hacer la guerra a los enemigos, a man-tener a los súbditos en paz y a dirigir todos los ne-gocios de la república, tanto interiores como exte-riores? Vencidos en estos argumentos, apelan algunos al ejemplo de insignes varones que han sobresalido por su capacidad, principalmente entre aquellos que han nacido en las ciudades libres. Mas, por un ins-tinto de la naturaleza, prefieren los hombres aquello a que están acostumbrados, a no ser que la expe-riencia aconseje otra cosa. No deja de ser peligroso

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alterar las instituciones de la patria, a pesar de que algunos piensen lo contrario, coma ha sucedido a grandes filósofos, que se han mostrado menos justos con la potestad real. Aristóteles defiende ésta cuando se trata de un varón que se aventaje entre los demás del pueblo por su probidad y prudencia, y en el cual la naturaleza hay-a con larga mano prodigado (cosa que rara vez sucede) todas las dotes del cuerpo y del alma; mas en las ciudades en que hay muchas personas que sobresalen por su ingenio y prudencia juzga como más útil que por muchos sean goberna-das, pues parecería iniquidad que los que no tuviesen grandes dotes de ingenio, de saber y de probidad se aprovechasen de estas circunstancias para obtener el mando supremo, con exclusión de todos los demás. Los libros divinos favorecen poco a la potestad real con el ejemplo de los jueces constituídos para que gobernasen la república de los judíos. Esta forma de república sólo tenía relación con el orden civil, pues para la dignidad de jueces eran elegidos los más idóneos ele todas las tribus, sin tener facultades, por otra parte, para alterar las leyes y costumbres, según aquella expresión de Gedeón: "No dominaré yo, ni rni hijo, sino Dios Nuestro Señor". La potestad real entre aquellas gentes la inventó el tiempo, la mali-cia de los hombres y la inmoralidad. Irritados los pueblos, primero de Helí y después de los hijos de Samuel, pretendieron obtener por fuerza que se les

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diese un rey, a pesar de las reclamaciones de Samuel, que les predecía con voz severa las calamidades que su imprudencia les había de proporcionar, pues po-dría suceder que se abusase de la autoridad real hasta degenerar en tiranía. Resulta de este argumento, o que la potestad real no es ventajosa para el gobierno, como la civil, o que no se acomodaba a las costum-bres de aquel pueblo y a las circunstancias de aque-llos tiempos. Lo mismo sucede en otras cosas, en las que las más distinguidas y aventajadas no con-vienen a todos, como los vestidos, los Zapatos, la habitación. Pues lo mismo juzgo que acontece en el gobierno de la república, en la que aquellas cosas que son más aventajadas no las admiten las institu-ciones y las costumbres de todos los pueblos. Entre argumento de igual peso, y en tal variedad de opi-niones, sentía mi ánimo inclinado a creer y dar por cierto que el gobierno de uno debía ser preferido a todas las demás formas. No negaré, sin embargo, que está expuesto a grandes peligros, y aunque muchas veces degenera en tiranía; pero observo que estos inconvenientes se compensan con los mayores bie-nes: ni habrá quien niegue que las otras formas de gobierno adolecen de vicios peculiares y de peligrol más trascendentales; y siendo las cosas humanas pe-recederas e inconstantes, propio es de un varón pru-dente evitar, no todos los inconvenientes, sino los de más entidad, y abrazar aquellas que parecen traer

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mayores ventajas. Pero, sobre todo, nadie dudará que para mantener la tranquilidad entre los ciudadanos sin la cual ( ¿qué sería la república?) es muy a pro-pósito el gobierno de un hombre solo: para conser-var aquélla opino que es muy oportuno disimular otros males y peligros. ¿Hay, por ventura, alguna cosa mejor que la paz, a cuya sombra se embellecen y civilizan las ciudades y adquieren solidez las for-tunas públicas y privadas? ¿Qué cosa más horrenda que la guerra, que todo lo destruye, todo lo abrasa y con la que todo perece? Con la paz, pequeños im-perios llegan a engrandecerse, y con las turbulencias, los más grandes desaparecen. Por otra parte, en to-dos los pueblos es mayor el número de malos que el de buenos, y, de consiguiente, si la autoridad real residiese en manos de muchos, la parte mala arras-traría en pos de sí a la sana en las deliberaciones aun de mayor importancia, pues que los votos no se pe-san, sino se numeran; y no puede suceder de otro modo: lo que no acontece cuando la autoridad real reside en uno solo, especialmente cuando el príncipe esté adornado de la prudencia y probidad necesarias, lo que sucede no pocas veces; entonces él mismo seguirá a lo mejor y el consejo de los más prudentes, con el que hará frente a la temeridad de los malos y resistirá a las quejas injustas de los pueblos. Las calamidades y revoluciones que agitaron largo tiem-po a la España, cuando el rey Don Sancho el mayor

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y su hijo Fernando dividieron entre sus hijos la mo-narquía, por un espíritu de amor poco meditado, son un testimonio irrefragable de nuestra opinión, pro-bando a la vez que el imperio debe ser indivisible y la naturaleza del poder incomunicable, y que la am-bición de mando es un mal temible, poderoso, impío, sospechoso, falaz, que ni el respeto a la amistad ni los lazos de la sangre pueden contener, porque todo lo invade y todo lo atropella. Además es una verdad constante que el poder dividido se debilita, siendo ésta la sola causa que ocasionó las disensiones y turbulencias intestinas de los moros, cuando dividie-ron entre sí el poder y reconocían multitud de régu-los a un mismo tiempo. De consiguiente, si en nuestro concepto es un mal grave que manden en una repú-blica muchos a la vez, lo será mucho mayor si el poder supremo no reconoce más de uno. Sin embar-go, de tal modo asentamos que el principado de uno solo debe ser preferido, en cuanto que llame a su consejo los ciudadanos de más saber y de virtud conocida, y que administre los negocios públicos si-guiendo el parecer de ellos: de este modo se sobre-pondrá a las afecciones particulares y a la impru-dencia; unirá a la majestad real los grandes del reino, a quienes los antiguos llamaron aristocracia, y por este medio conducirá el Estado a la cumbre del es-plendor y del engrandecimiento. Mas si desgracia-damente el príncipe se deja arrastrar de afecciones

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privadas y descuida la administración del Estado, dejándola recaer en manos de sus parciales, es el mal más terrible que se puede imaginar, como lo prueban tristemente las ruinas de los imperios más florecien-tes, y nuestra Historia lo manifiesta repetidas veces, pues que entonces el príncipe, despreciando el ca-rácter de padre de su pueblo, por una consecuencia necesaria, se convierte en tirano de él, se confunde la administración y precipita sus súbditos, que se confiaron a él, en una serie de calamidades gravísi-mas. Tan cierto es el axioma filosófico de que la corrupción de lo mejor es lo peor; y esto prueba, al mismo tiempo, que si la potestad real es el mejor de todos los poderes de un Estado, si degenera y se co-rrompe, necesariamente se convierte en una tiranía, la más espantosa y la más peligrosa forma de go-bierno, pues es consiguiente que el término opuesto a lo mejor sea lo peor, por lo que necesariamente, siendo el gobierno de uno solo el mejor, la tiranía, su término opuesto, debe ser lo más pestilente y perjudicial.

CAPITULO III

SI LA MONARQUIA DEBE SER HEREDITARIA

Dejemos explicado que el gobierno de uno, al que los griegos llamaron monarquía, es el mejor entre todas las formas de gobierno, especialmente si aquel uno excede a todos en justicia, prudencia y probidad, dotes absolutamente necesarias para gobernar con equidad los pueblos, y en quien vean éstos y admiren no a un hombre común, sino a un hombre casi bajada del cielo y superior a la condición humana. Seme-jante forma de gobierno es una imitación de la di-rección universal del mundo, muy conforme con la naturaleza de todas las cosas y con el gobierno de los seres irracionales que constantemente siguen el ins-tinto que les dió el autor de todo lo criado. Además, la forma de un gobierno, en tanto se aproximará a

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su. perfección cuanto más semejanza tuviese con Dios, que es la unidad por excelencia; pues que todos y cada uno de los hombres serán más dichosos cuanto más se asemejen a la divinidad en todo lo que la condición humana permita. La bondad y la unidad, de tal modo se enlazan entre sí en un gobierno, que no es posible considerarlas separadamente, porque la bondad está siempre en relación con la unidad. Cons-ta, pues, y es necesario confesar, que un Estado se une más estrechamente entre sí en todas sus partes, y por lo mismo es mejor y mucho más perfecto, cuan-do el mando lo reune una sola persona que cuando lo reunen muchas. Estas razones, juntas con las que llevamos expuestas, juzgamos con bastante funda-mento que prueban suficientemente que la potestad real en un solo individuo es más excelente que aque-lla forma de gobierno donde imperan muchos a la vez, ya sean próceres, ya del pueblo. Debe, sin em-bargo, el hombre prudente tener en la memoria, ya el tiempo, ya la índole del gobierno bajo el cual vi-ve; no dejarse arrastrar por el espíritu de innova-ción; buscar siempre ocasión oportuna y no olvidar que las naciones rara vez varían las formas de go-bierno sino a costa de grandes trastornos y calami-dades. Mas si llegase un momento oportuno; si tal fuese el estado de la nación y de los pueblos que, si.n. trastorno alguno, sin convulsiones políticas, pudiese sufrir un cambio de gobierno, entonces el hombre

público podrá coadyuvar por su parte a variar la forma de gobierno, siempre que esto suceda, acomo-dándose a los principios de unidad que hemos con-signado. Sentados, pues, estos principios de buen gobierno, se sigue otra cuestión no menos grave ni con menores dificultades, a saber: si será convenien-te que muerto el príncipe se le dé un sucesor elegido entre todos, o se establezca desde luego el principio hereditario. Si consultamos a la antigüedad, adverti-mos desde luego que el derecho de elección preva-leció contra el principio hereditario, ya porque los pueblos temían, y no sin razón, que la potestad real muy fácilmente degenerase en una tiranía, si el prín-cipe llegaba a conseguir una esperanza cierta de rei-nar largo tiempo y asegurar por lo menos la sucesión de sus hijos al trono; ya bien porque no ignoraban que los hijos no siempre heredan las virtudes y los talentos de sus padres, bien sea por la demasiada indulgencia de éstos para con aquéllos, o bien porque la multitud de placeres los corrompa. Lo cierto es que en la ruina de los imperios y naciones más gran-des no han influído otras causas; ha bastado ésta sola. ¿Qué cosa más criminal ni más triste que entre-gar una nación a la temeridad y capricho de la for-tuna? ¿Qué de males y de desastres no han sufrido las naciones por la elevación a la dignidad real de un joven de depravadas costumbres, de un niño aún en la cuna o, lo que es incomparablemente peor, de

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pies particulares habían subido al trono, se llenaban de orgullo, de soberbia y de arrogancia, como se ve en los pobres cuando de repente se hacen ricos o han conseguido honores, que al momento se muestran graves e intolerantes. Apenas aquéllos se hallaban revestidos con la dignidad real, sus costumbres, an-tes pacíficas al parecer, se convertían en una desen-frenada licencia; se veía en ellos toda la malicia e índole de los vicios y la perversidad de una natura-leza corrompida, que antes había pasado inadvertida a la sombra de su humilde fortuna, como acontece a un vaso roto, que no se advierte su defecto hasta que se le echa algún líquido. Era, pues, natural que así sucediese, cuando en la elección que se hacía pa-ra designar el nuevo príncipe que había de ocupar el trono, siempre vencía la mayor parte, que, como he-mos dicho, era la menos sana y más atrevida. Por estas causas desapareció el poder y las riquezas del imperio romano cuando se apoderaron de la elección los Pretores, pues que entonces se vieron colocados a la cabeza del imperio los hombres más viles y des-preciables, con gran detrimento de la majestad real. Iguales sucesos tuvieron lugar en España, aunque en menor escala, por ser más reducidas las provincias o reinos, en el siglo XIII. Había ciertas ciudades o villas en Castilla la Vieja que tenían el derecho o costumbre de designar sus señores, ya escogidos de entre todo el pueblo, ya de una sola familia. Esta

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una mujer sin discreción alguna? ¿Qué de inconve-nientes no ha producido en las mismas el entregar los tesoros, los ejércitos, las provincias, una nación entera a un ser que, por estar aún en el seno de la madre, no ha visto la luz del sol? Y, por otra parte, ¿no ha sucedido muchas veces que el trono, destina-do y debido a la virtud, fuese arrebatado por las malas artes de algunos y entregada la nación a la más espantosa anarquía? Además de esto, los libros sagrados nos dicen que los reyes de Idumea subieron al trono por elección, y jamás los hijos sucedieron a sus padres. En España, mientras duró la dinastía de los godos, no se conoció el principio hereditario; sólo habiendo cambiado de dinastía y de leyes pudo el tiempo introducir la sucesión hereditaria, a causa del demasiado poder de los reyes y la debilidad de los pueblos, que lisonjeaban la voluntad de aquéllos. Y no faltaron entonces hombres prudentes que sen-taban ser muy conformes a la justicia y a la razón semejante principio; bien sea porque recordasen los beneficios que habían recibido de los príncipes an-teriores, o bien sea porque así lo sintiesen. También aseguraban o creían que los hijos de los príncipes, como que descendían de sangre real y debían ser, por lo tanto, educados en los principios de la pru-dencia y de la justicia, no podían menos de ser se-mejantes a sus padres o mayores. Por otra parte, había sucedido varias veces que aquellos que de sim-

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costumbre o libertad se llamó entonces behetría, con cuyo nombre significaban la confusión grande que provenía de semejante abuso de libertad; de tal suer-te, que aun en los siglos siguientes, a pesar de ha-berse abolido totalmente las behetrías, todavía usa-mos de esta palabra cuando vemos que en un negocio de importancia prevalecen la fuerza, la liviandad y la seducción contra la razón. Pesados, pues, todos los inconvenientes que emanan de uno y otro principio, deber es de todo hombre prudente elegir el menos peligroso; y nosotros, en iguales probabilidades, des-de luego estamos por que siempre se siga el procedi-miento hereditario. Siempre debemos esperar más y mucho mejor de los hijos de los príncipes; pero si los sucesos frustrasen la esperanza de los pueblos, como sucede muchas veces, este inconveniente es cons-tante que siempre se compensa con otros mayores beneficios. En primer lugar, los hijos de los reyes inspiran siempre mayor respeto y reverencia, no sólo a los propios, sino a los extraños, y aun hasta a los mismos enemigos. Citaremos en prueba de esto dos hechos señalados' que se refieren del rey de Marrue-cos Jacob Aben-Yuseph. Habiendo tenido precisión el rey don Alonso el Sabio de ir a Sahara, donde se hallaba Aben-Yuseph, a pedir a éste una gracia, el rey de Marruecos no sólo le recibió con muestras inequívocas de respeto, sino que le dió el lugar más superior y más distinguido, en atención a que no sólo

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era rey, sino que descendía de multitud de reyes y había sido educado desde los primeros años como la esperanza del reino; y, de consiguiente, se le consi-deró por aquél como de mayor dignidad, aunque él era también rey. Otra vez tenía sitiada a una ciudad de Andalucía hacía ya seis meses y con gran refuer-zo de tropas africanas, y temiendo sin duda venir a las manos con el rey don Sancho, hijo de Alonso, que estaba muy próximo a él con gran número de tropas, de repente muda de parecer, levanta el sitio y se retira con gran precipitación, sin disimular la causa de su temor; y preguntado por qué había ape-lado a la fuga, respondió las siguientes palabras: "El enemigo desciende de cuarenta reyes, y robuste-cido con tanta fuerza, pelearía a nuestra vista con tanta confianza como nosotros terror y miedo; pues que yo soy el primero de una familia nueva de Ba-rrameda que llevo las insignias de la majestad real."

Tanto importa en el príncipe un esclarecido linaje e ilustre descendencia. La nobleza es como el brillo de una luz que deslumbra los ojos de la multitud, así como los de los navegantes, al mismo tiempo que refrena su temeridad. Además, siendo casi na-tural que todas las cosas comunes se rijan y traten más bien por la opinión pública que por sí mismas, es forzoso que, perdido el prestigio del trono, esté próxima su muerte; y los hombres, no obstante, su-fren de mejor gana a aquel a quien un príncipe en-

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gendró desgraciadamente, que aquel que fué elevado a la majestad real por elección, aunque hubiese sido hecha muy bien. Establecido, pues, el principio here-ditario, se dan a la nación, en cierto modo, príncipes perpetuos, lo que no deja de ser bastante útil y sa-ludable, pues con la continuación de un principado perpetuo se evitan las ambiciones, las grandes con-tiendas que suele haber o suscitarse en medio de las tempestades y turbulentos movimientos de un reino cuando se trata de la sucesión: todo lo que de nece-sidad existiría si faltase el principio hereditario. Finalmente, las cosas comunes son custodiadas con tanta más diligencia y mayor cuidado por aquel que sabe ha de dejar a los suyos la potestad que recibió, cuanto son descuidadas por aquel que recibe dicha potestad o el principado por un corto y definido tiempo. Singularmente, porque éste, como todos los hombres, siendo sus juicios tan varios y de tan poca consistencia, naturalmente teme que el sucesor, o deje sus mejores proyectos y consejos sin llevarlos a la perfección, o que los adopte contrarios, como vemos que acontece donde el príncipe es elegido por los sufragios del pueblo o de los grandes. Sin embar-go, no negaré, siguiendo en esto el parecer del gran filósofo Aristóteles, lib. Po/. III, cap. XI, que no es muy conveniente que los hijos sucedan a sus padres sin discreción alguna y sin un prudente examen. Porque consta, y todas las historias antiguas sagra-

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das y profanas lo testifican, que muchas veces los hijos degeneran de las virtudes paternas; y podría-mos citar innumerables ejemplos de las grandes ca-lamidades que han sufrido los Estados por príncipes degenerados. Ciertamente, así como las semillas y los animales, por la diversidad del temperamento de la tierra y por la desigualdad del clima, vemos que con el tiempo se mudan, así también parece que lo mismo sucede a la mejor índole del hombre; así el ingenio más privilegiado del príncipe llega a extin-guirse por la multitud de placeres, y por una depra-vada educación; y como que todos nacemos para mo-rir, así vemos con asombro y aun nos dolemos todos los días al experimentar constantemente, que, a se-mejanza de todos los seres que guardan ciertos pe-ríodos de incremento y de decadencia, y que, . por último, mueren, sucede lo mismo con la perfección moral de las familias, que llegan a su mayor incre-mento y, por último, caducan y mueren, como suce-dió en los últimos reyes de Castilla. El rey don En-rique de Castilla, el que mató a su hermano don Pedro, fué de un ingenio vivísimo y de un ánimo mayor de lo que se podía esperar de la condición de su cuna. Su hijo don Juan fué menos feliz; ni heredó el mismo valor ni el talento para la administración pública, tanto interior como exterior. Su sobrino don Enrique poseyó una imaginación de fuego, capaz de mandar todo el orbe; pero de una salud tan débil y

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de una edad tan corta, que no pudo llegar a prestar todo lo que sus virtudes y talento prometían. Don Juan II fué de un ingenio más a propósito para las letras que para tratar los negocios públicos, en quien juntamente que con su hijo don Enrique se sepultó la gloria de sus mayores y se convirtió en ludibrio, dejando una senda abierta a la ambición y malas ar-tes de los que querían apoderarse del reino. Todo lo que nos demuestra que no pocas veces han existido hijos muy desemejantes a sus padres en ingenio, na-turaleza y costumbres. Pero tampoco podemos negar que hayan existido príncipes menos ignorantes, de menos depravación de costumbres, y en menor nú-mero bajo el principio de elección que bajo el prin-cipio hereditario. Registremos los anales antiguos y las memorias de la antigüedad, y veremos con es-panto los monstruos del imperio romano; un Claudio, un Othón, un Vitelio, un Heliogábalo y otros mu-chos, ¿por ventura no fueron elevados a 'la dignidad imperial por una insurrección militar? Omitimos hechos semejantes de naciones extrañas. Ciertamen-te, no habrá ninguno tan necio ni tan estúpido e ignorante de nuestra historia que no confiese que bajo la dominación de los godos, en cuyo tiempo se elegían los príncipes, hubo reyes mucho peores que en los siglos posteriores. Nadie habrá que no con-serve en la memoria los últimos reyes godos. Witi-tiza y- don Rodrigo, cuyas maldades y atroces hechos

atrajeron a la España entera un sinnúmero de cala-midades. Pero sin duda alguna se ordenarían y regu-larizarían mejor los negocios públicos y particulares si toda lo que se establece bajo un principio sano y racional perseverase en el mismo, y los efectos co-rrespondiesen a las causas y se ligasen mejor entre sí; pero en la condición actual del hombre es muy difícil, si no imposible. Nosotros, ignorantes y poco apreciadores de las cosas, cuando acusamos los vicios de una parte, no queremos considerar los inconve-nientes en que se incurrió en tiempos remotos por una razón contraria. Los vicios que vemos de pre-sente los aborrecemos; decimos siempre que los tiem-pos pasados fueron mejores que los nuestros, y aun llegamos a juzgarnos tal vez capaces de enmendar de todo punto todos los males del mundo. Sin em-bargo, dado caso que hubiesen sido menores los ma-les en otros tiempos, ¿qué otro principio sino el hereditario puede evitar y cortar de raíz los inconve-nientes, ya de unas Cortes poco prudentes, ya de la ambición desmedida de algunos? Ciertamente, para asegurar la tranquilidad doméstica, no hay otra cosa más oportuna que una ley que designe el sucesor, para quitar la ocasión a las contiendas de los pueblos y a la ambición de príncipe; y he aquí por qué juz-gaba más conveniente establecer el principio heredi-tario de una monarquía. Pues los vicios del príncipe, especialmente en los primeros arios, se pueden co-

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rregir por medio de una educación conveniente e ilustrada, con la que las naturalezas más deprava-das se doman, y aun muchas veces se las conduce al término opuesto; mas si sucediese lo contrario, si los resultados no fuesen proporcionados a los cui-dados y deseos de los pueblos, juzgo que se le debe disimular, en tanto que la salud pública se lo per-mita, y sus costumbres igualmente; y si al contrario, éstas pudiesen comprometer al Estado, si desprecia la religión y a su patria y no quiere sujetarse a su-frir la enmienda, entonces se le debe despojar de la corona y sustituir otro en su lugar, como ha suce-dido otras veces en nuestra España, y perseguirle cual fiera irritada digna de ser herida por los dardos de todo el pueblo. Así fué cómo, arrojado del trono el rey don Pedro, por su excesiva crueldad, su her-mano don Enrique se ciñó la corona, aunque nacido de otra madre. Su sobrino don Enrique también se vió obligado a descender del trono por unánime acla-mación de los próceres, a causa de su ignorancia y costumbres corrompidas, y fué sustituido primero por su hermano don Alonso, aunque de tierna edad, y luego por su hermana Isabel, no obstante que se abstuvo de tomar el nombre de reina mientras aquél vivió. Confesamos, sin embargo, que en este tiempo se cometieron muchos crímenes; pero las grandes acciones de necesidad tienen siempre algo que em-paña su brillo; mas este pequeño mal, por lo mismo

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que casi siempre es privado, se compensa con usura por la salvación pública del Estado que resulta de aquéllas. Además, tampoco considero conveniente que el derecho hereditario se conceda o se limite a una sola familia, sino que cuando existen a la vez muchos hijos del príncipe, se debe designar por una ley quién sea el que ha de suceder a su padre, para no dejar lugar, en lo que sea posible, a las ambiciones de uno, por donde se perturbe la tranquilidad pública, que debe ser el cuidado más atendible de aquélla. Ni tampoco aprobamos lo que Platón dijo respecto de la herencia particular en el Estado; a saber: que debían ser excluídos todos los hijos, menos uno, de la heren-cia del padre, y que aun para esto se necesita la sentencia juiciosa del padre, con el objeto tan sólo de que los hijos sean más obedientes a sus padres, como sucede hoy día en el reino de Aragón. Pero de las herencias particulares, ningún peligro público amenaza, sea lo que quiera de ellas; mas en un Es-tado necesariamente ha de haber graves contiendas si no se designa por una ley la sucesión, como suce-dió en Africa con los príncipes moros y en España, donde hubo lugar a grandes guerras civiles y fueron muertos y arrojados muchos reyes, no sólo por el genio turbulento de los pueblos, entonces muy pro-pensos a mudar de príncipes, sino también por no haber una ley ni una costumbre que determinase quién entre los hijos había de suceder al padre. En

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la actualidad es costumbre recibida por todas las naciones que los primogénitos sean preferidos a los demás y el sexo masculino al femenino; aun cuando vemos que David entregó el reino a Salomón, el me-nor de todos sus hermanos, habiendo desheredado al primogénito, lo mismo que han hecho otros reyes, a ejemplo de David. También consta de los libros sa-grados que en los primeros tiempos el patriarca Ja-cob quitó los derechos de primogenitura a su hijo Rubén y los transfirió a José; pero la perversidad e impiedad de Rubén merecían ser castigadas con su-plicio semejante. Respecto del rey David, no podemos menos de creer que lo hizo por una inspiración di-vina, cuyo ejemplo algunas veces lo han imitado otros príncipes, y los nuestros podrán asimismo imi-tar laudablemente cuando el primogénito se hallase manchado con el crimen y no hubiese esperanza de la enmienda, puestos en acción todos los medios po-sibles. Por el contrario, si el hijo menor se hallase dotado de gran virtud y brillantes cualidades, en este caso obrará el príncipe con toda prudencia y justicia, con tal que no haya pretexto para movimientos y con-tiendas públicas que puedan comprometer la tran-quilidad. Al instituir el príncipe heredero y sucesor al trono, es indispensable que atienda con preferen-cia a la salud pública, dejando a un lado los afectos particulares de padre, como lo hizo don Juan, rey de Aragón. Mas por cuanto no es dable al hombre

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resistir siempre a los afectos privados, y apenas nuestras costumbres permiten virtudes tan heroicas, juzgo oportuno que se debe estar por la costumbre, y jamás dejar al arbitrio de los reyes mudar las leyes de sucesión entre sus hijos. El constituir, así como el derogar las leyes de sucesión, no está en el dere-cho de los reyes, sino el de la república, que es de quien recibieron éstos el imperio, robustecido con aquellas leyes. Respecto de la mujer, se duda por muchos si deberá ascender a la dignidad real, aun cuando no tenga sucesión ni otros hermanos. Las costumbres de muchos reinos establecen que la mu-jer no sea heredera del imperió; y, ciertamente, ¿có-mo habían de investir a una mujer con la majestad real, inepta para administrar los negocios públicos, falta de ánimo y de buen consejo, y que si presidiese en la casa todo sería confusión? ¿Cómo, pues, permi-tirían que presidiese a todo un Estado? Sin embargo, en España no siempre rigió una misma costumbre ni una misma razón. En Aragón, unas veces fueron ad-mitidas a la herencia del reino las mujeres, y otras, excluidas. Mas como veamos que Débora gobernó la república de los judíos, según los libros sagrados, que muchos reinos siguen la misma costumbre de entre-gar a las mujeres el imperio, cuando no hay sucesión de varón, y especialmente en Castilla, la parte noble de España, superior a todas las demás provincias, donde vemos aquélla admitida desde los primeros

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tiempos, y donde no hay diferencia de sexo en la su-cesión a la corona, no podemos pensar que se pueda vituperar con razón semejante costumbre; antes al contrario, han resultado de ella muchos beneficios cuando, por medio de un enlace, han escogido aqué-llas un esposo digno por sus aventajadas cualidades de dividir el trono con ella. Muchas naciones se han engrandecido por medio de los matrimonios de los príncipes; y nosotros no podemos ignorar que si la España ha llegado al estado más rico y floreciente entre todas, no sólo es debido al valor y a las armas, sino que también, y en gran parte, se ha debido a varios enlaces, que han dado por resultado la unidad de la monarquía española.

CAPITULO IV

DEL DERECHO DE SUCESION ENTRE LOS DESCENDIENTES

Estando designado por la ley el sucesor al trono, y no dejando al arbitrio de nadie elegir quién ha de ocupar el lugar del rey difunto, ni aun siendo permi-tido al rey padre instituir heredero al que mejor le placiese entre sus hijos, se evitan graves discordias y perjudiciales contiendas para lo sucesivo; en lo que no se hace más que asegurar la tranquilidad y orden público, que es el primer cuidado y el objeto de toda ley. Las leyes en que se determina la sucesión, a ninguno le será lícito variarlas o mudarlas, sin con-sultar la voluntad del pueblo, de quien penden, y en quien radican todos los derechos de reinar. De estas mismas leyes, parte se conservan grabadas en metal o tablas, y parte en los usos y costumbres de cada

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una de las provincias o reinos. Mas, sin embargo, Como después de escritas las leyes se suele dudar de su inteligencia, y, por otra parte, las costumbres se alteran y mudan a cada momento, de aquí nace toda la dificultad de la cuestión, a la que no dejan de os-curecer cada vez más la diversidad de los que las han escrito y sus altercados. En todos los pueblos está recibido el derecho de suceder los hijos primo-génitos y, casi siempre, varones a los padres, como dijimos antes; mas cuando sucede que, permanecien-do vivo el padre, el primogénito ha fallecido y dejado sucesión, se suele dudar si muerto el abuelo deben preferirse los nietos a los tíos, y no deja de haber por una y otra parte ejemplos bastante notables, así en España como en los demás reinos, donde algunas veces han sucedido los tíos y sido pospuestos los so-brinos, y, por el contrario, otras han sido llamados a la corona los nietos. Lo que a algunos pareció muy conforme a la justicia y a las leyes, juzgando que era muy doloroso añadir a los hijos una nueva cala-midad después de la muerte de su padre. Todavía se disputa con mayor variedad de pareceres si muer-tos todos los hijos, o Si el príncipe no tuvo sucesión, quién de entre los agnados deba ser llamado al trono y suceder al rey difunto. Supongamos que éste tuvo antes hermanos y hermanas, y que ya han fallecido todos; entra entonces la cuestión de quiénes han de suceder, si los hijos de las hermanas o de los herma-

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nos; si se ha de mirar la estirpe en los que descien-den en grado remoto de hembras o varones; si se ha de considerar en cabeza cada uno de los agnados, como si fuesen hijos, atendida la diferencia del sexo y de la edad; y además, si se han de preferir los que están en grado más remoto, coma el sobrino del her-mano mayor, al tío o tía, hermanos de su padre. En todos los demás bienes que provienen de derecho hereditario se sucede de uno y otro modo; y la ley imperial que habla de la herencia procedente ab in-

testato determina que los sobrinos del hijo difunto sucedan al abuelo en concurrencia con su tío, aun considerados aquéllos en estirpe; pero de tal modo que no obtengan de la herencia más parte que la que podía tocarle a su padre, si viviese. Lo mismo se determina cuando el hermano sucede al hermano fa-llecido intestado; pues en este caso, los hijos del otro hermano considerados también en estirpe reciben la parte de herencia en concurrencia con su tío, her-mano del difunto; mas si los sobrinos y los hijos de los hermanos no sucediesen en concurrencia con su tío, sino que éstos, comparados entre sí, tienen de-recha a la herencia del abuelo, o el tío o los que están ligados en grado más lejano de parentesco con el di-funto, entonces es necesario que sean considerados en cabezas y reciba cada uno iguales proporciones. En el primer género de herederos es admitido el derecho de representación, y es excluido en el pos-

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terior. No obstante esto, es cuestión bien difícil y muy dudosa entre los jurisconsultos, por la gran di-versidad de opiniones con que la agitan, si tienen lugar algunos de los derechos insinuados en los des-cendientes, cuando no hubiese hijos ni sobrinos y fueren llamados a la corona los parientes laterales. Muchos de aquéllos, en bastante número y erudición, pretenden que es mejor el derecho en cabezas que el de la estirpe, fundados en que el mejor derecho al trono es el de la sangre, y aquellas cosas se dice que se dan a la sangre, que están destinadas a una sola familia por la ley, la costumbre o por la voluntad de algún particular, y no por juicio y voluntad del últi-mo poseedor, como sucede con otras cosas provenien-tes de derecho hereditario, que se mudan a voluntad. Mas en. igual distancia de parentesco, previenen los mismos autores que, no habiendo ley del reino en contrario, sean llamados a la sucesión los que más se aventajen de entre toda la familia y parientes en virtud, prudencia, edad y posean más dotes necesa-rias para gobernar. Respecto de las hermanas, a las que la naturaleza parece que separó de los negocios públicos, y los niños débiles y poco a propósito para sostener peso de importancia, a pesar de que cierta opinión les abre camino al trono, lo que es suma-rnente dañoso y de lamentables consecuencias, juz-gamos que no se debe admitir la representación: como que es una ficción del derecho, y, además, no se debe

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extender a lo que no está expreso en la ley o en las costumbres de los pueblos. Y a la verdad, ¿despoja-remos a la nación de un excelente príncipe tan sólo por ficciones y engaños del derecho, para entregarla a un inepto que necesite de tutor y gobernador? ¿La precipitaremos en -evidentes y palpables peligros, exponiendo la salud pública a vanos argumentos? Pero no: apartemos tanta malicia, tanta maldad. Los padres traspasan a la posteridad, lo mismo que los bienes, todos los derechos; pero sólo según el dere-cho presente: lo que no harían ni podrían hacer si viviesen en otros tiempos. Pero en los pequeños rei-nos, los herederos son llamados de la estirpe, y según la calidad del parentesco de los padres, y lo mismo que si éstos viviesen gozarían del derecho de hijos, por lo mismo son declarados herederos a todos los bienes y acciones del difunto, siendo la mujer pre-ferida al varón cuando éste sólo tiene el derecho a la sucesión por parte de su madre, y aquélla por parte de su padre. Algunos niegan tal derecho; mas un cuando se conceda, no siempre es verdad que se ha de guardar en la sucesión a la corona; donde hay cosas propias separadas de otras muchas herencias, no debe haber lugar a la representación, si se ha de procurar la salvación del reino. En suma, haya hijos justos de legítimos y santos matrimonios entre quie-nes se dispute el honor del principado, y a la santi-dad del trono añádase también la santidad de una

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buena alianza: en igualdad de parentesco de aquellos que ambicionan la corona del difunto, dése ésta tan sólo a aquel que sea superior a los demás en edad, sexo, virtud y demás buenas cualidades, a no ser que se determine otra cosa que las leyes particulares del reino, a las que es necesario conformarse. Nuestra disputa procede de los mismos principios de la na-turaleza y del derecho común, lo que está más en armonía con las costumbres de los españoles. Cons-ta, pues, que muchas veces los hombres ambiciosos y malvados establecen con las armas los derechos de la corona, y que el que menos derecho tiene suele tener más fuerzas materiales:

silent enim inter arma leges; y, por otra parte, no hay nadie a quien, pre-

sentándosele ocasión, cualquiera que ella sea, de ocupar el trono, la deje al juicio de las leyes. Empe-ro no negamos que después de bien dilucidado y controvertido el derecho• de sucesión, puede la nación seguir aquella parte que más se acomode a las cir-cunstancias del tiempo y que más conveniencia ofrez-ca, pues de una y otra cosa tenemos ejemplos lumi-nosos, ya en otras naciones, ya en nuestra España. Muerto sin sucesión don Enrique I de Castilla, de dos hermanas fué preferida doña Berenguela, madre del rey Fernando III, cuyas virtudes y ejemplar vida le han colocado en el número de los santos, y doña Blanca, reina de Francia, madre también de San Luis, rey de Francia, fué postergada, porque era la

menor; aunque en esto tuvieron otro objeto los gran-des, a saber: el impedir que viniesen extranjeros a mandar a España. Elección sin duda muy acertada y justa, como la justificó después el reinado feliz de San Fernando, por la inocencia de su vida y santidad de costumbres. Don Sancho, hijo menor de don Al-fonso el Sabio, fué preferido a los sobrinos, hijos de su hermano mayor, porque era de tal índole, que hubiera sido muy peligroso negarle lo que tanto de-seaba y amenazaba conseguir con las armas. Pero omitiendo hechos remotos, veamos algunos modernos. El rey don Enrique, llamado el Bastardo, porque su hermano don Pedro abusaba del imperio en perjuicio de sus pueblos, le quitó la vida con sus propias ma-nos, despojó a sus hijas de la herencia paterna, y ocu-pó el trono; todo lo que, si no tuvo razón para ha-cerlo, es necesario que confesemos que tampoco la tuvieron los primeros reyes de Castilla. En los años siguientes, don Juan I de Portugal se hizo proclamar rey de esta nación, siendo maestre de Avis; si fué con derecho o sin él, no lo disputamos; lo cierto es que aunque de oscuro nacimiento, las armas de Cas-tilla no pudieron destronar ni a él ni a sus deseen dientes, puesto que aún en nuestros días vemos que su reino, constituido por él mismo, ha llegado al es-tado de grandeza y felicidad que tanto admiramos. Poco tiempo después, dos hijas del rey don Juan de Aragón fueron privadas del reino que ocupaba su

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padre, y muerto éste fué llamado a la corona su her-mano don Martín, que se hallaba entonces en Sicilia, porque así parece que lo pedían razones de Estado. Otro ejemplo memorable nos dejó también la reina doña Petronila, hija de don Ramiro el Monje; estan-do ésta en los momentos críticos del parto, hizo tes-tamento e instituyó heredera a la criatura que lleva-ba en su seno, si era varón, y en caso contrario, le sustituía su marido, don Raimundo de Barcelona; lo que su hijo don Alfonso retractó después respecto a la sucesión a la corona, habiendo restituído a las hembras sus derechos. De este modo fueron alterados y variados los derechos de la sucesión a la corona por la sola voluntad de los príncipes, hasta hallar alguna vez en una nación excluidas de la misma sucesión a las hijas, dejando a la vez la facultad y el derecho de suceder a los hijos habidos de éstas. Omito a don Fernando, rey de Aragón, que vino de

/ Castilla, donde era a la sazón tutor de don Juan II, a ocupar el trono del difunto rey don Martín. La gloria con que administró los negocios públicos, y su virtud esclarecida, le elevaron al trono de Aragón, aun cuando tenía a éste más derechos que sus ému-los. Y a la verdad, lo que una vez se establece por unánime consentimiento de todos en beneficio de la salud pública, ¿quién habrá que dude que, exigién-dolo las circunstancias y mediando el mismo consen-timiento en la multitud, no se puede variar? Y cier-

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tamente, después de bien controvertidos y aclarados todos los derechos, ¿qué obstáculo puede presentarse al pueblo que le impida seguir el consejo más favo-rable? Sin duda que nosotros jamás desearemos te-ner jueces inicuos en una causa la más grave de todas. A nadie debe ocultársele que los derechos he-reditarios a la corona casi todos fueron instituídos más bien disimulándolo el pueblo, que no se atrevía a contradecir la voluntad del príncipe, que por una común libertad y libre consentimiento de todos, co-mo era natural y necesario.

CAPITULO V

DE LA DIFERENCIA QUE EXISTE ENTRE EL REY Y EL TIRANO

Antes que expliquemos la diferencia que hay en-tre la benevolencia de un rey y la perversidad de un tirano, diremos, aunque brevemente, qué clases de Estado y formas de gobierno se conocen. Seis son las especiales, así como las formas de gobierno. Lla-mamos gobierno de uno solo, o monarquía, aquel Estado en que uno solo reasume toda la potestad real, y se halla, por consecuencia, investido de todos los poderes del Estado. La nobleza, que los griegos lla-man aristocracia, se constituye cuando participan unos pocos de éstos de gran virtud, de la potestad real. La república, verdaderamente llamada así, exis-te si todo el pueblo participa del poder supremo; pero de tal modo y con tal templanza, que los ma-

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yores honores, dignidades y magistraturas se enco-mienden a cada uno según su virtud, su dignidad y mérito lo exijan. Mas cuando los honores y cargos de un Estado se reparten a la casualidad, sin discer-nimiento de elección, y entran todos, buenos y malos a participar del poder, entonces se llama democracia, pues no deja de ser una gran confusión y temeridad querer igualar a todos aquellos a quienes la misma naturaleza o una virtud superior han hecho desigua-les. La oligarquía es aquella forma de gobierno en que sólo participan del poder unos pocos; y así como en la aristocracia se busca la virtud y nobleza como cualidad indispensable para participar del poder real, en ésta sólo se consideran las riquezas, de tal ma-nera, que el que excede a los demás en rentas se prefiere a todos. La tiranía, finalmente, es la última y más execrable forma de gobernar, y está en opo-sición con el poder real, de uno solo, porque ejerce en sus súbditos una potestad siempre pesada y las más veces arrebatada por la violencia; y si algunas proceden de un principio sano y justo, degeneran por necesidad en todos los vicios, y con especialidad en la avaricia, la lujuria y la crueldad. Y siendo los oficios de un verdadero rey proteger la inocencia, perseguir el vicio, procurar la paz de .la república y engrandecerla con todos los bienes positivos y mora-les de verdadera felicidad, el tirano, por el contrario, constituye un poder supremo como fruto de una 11-

cencia desenfrenada; no hay maldad que desdiga al decoro de la majestad; no hay crimen, por grande que sea, que no cometa; destruye las fortunas de los ricos; infesta con su liviandad el corazón más casto y puro; quita la vida a los ciudadanos honrados, y, finalmente, no hay género de vicios que no ensaye en toda su vida. El rey, por, otra parte, se muestra a sus súbditos apacible y tratable; a todos oye, y vive en el mismo derecho de todos. El tirano, por el contrario, por lo mismo que desconfía de sus súbdi-tos, a quienes teme, procura siempre inspirarles el terror por medio del aparato de su grande fortuna, por la severidad de las costumbres y por la crueldad de los juicios. Poco más nos resta que decir acerca de la diferencia entre el rey y el tirano; vamos, pues, ahora a considerar los principios, medios y progre-sos de cada uno. La potestad real, que el rey recibe de sus súbditos, la ejerce con singular modestia; a ninguno es gravosa, a nadie molesta sino a la mal-dad y al crimen. Juzga con toda severidad a los que atentan contra la propiedad y vida de sus súbditos; ama a todos con cariño paternal; si alguna vez los hombres malvados le ponen en la necesidad de re-vestirse de todo el carácter de un juez severo, cas-tigado el crimen se despoja de él con muy buena voluntad; en todos los momentos de su vida se mues-tra accesible a todos, y ni la pobreza de alguno de los ciudadanos ni el aislamiento excluye a nadie, no

DEL REY [77 76] JUAN DE MARIANA

sólo del acceso común a todos los del pueblo, mas ni aun le priva de entrar en la cámara real. Oye las quejas de todos, y en todo el Estada nada hay dolo-roso, nada cruel; antes al contrario, muchos ejemplos de clemencia, de mansedumbre, de humanidad. De este modo no domina a sus súbditos coma esclavos, como hacen siempre los tiranos, sino más bien pre-side a una gran familia, como un padre a sus hijos. Por lo mismo, pues que la potestad que ejerce la re-cibió del pueblo, procura siempre mandar a súbditos que le amen; de tal manera, que, haciéndose popular por medios nobles y honrosos, recoja las alabanzas y gratitud de los buenos. Armado además con el amor profundo del pueblo, no tiene gran necesidad de g-uardias que defiendan su persona, ni se ve en la precisión de emplear al soldado mercenario para con-tener la audacia de los enemigos exteriores. El pue-blo siempre está dispuesto, por tanto, a acometer con furia, veloz, valiente y formidable, por entre las llamas y el hierro, a derramar su sangre y perder su vida por la persona del príncipe, lo mismo que por sus hijos, su patria y su familia. Por esto no quitará a los ciudadanos sus armas ni sus caballos, no permitirá que se afemine en el holgorio y la mo-licie, como lo hacen los tiranos, que siempre procuran debilitar al pueblo por medio de oficios y artes se-dentarias, y- a los grandes con la abundancia y los placeres, sino que pondrá todo su cuidado en que se

ejerciten en la lucha y en el salto, ya a caballo, ya a pie, y ora armados, ora desarmados; pues, deberá tener más confianza en la virtud y el valor de su pueblo que en las malas artes y el engaño. ¿Será justo y racional quitar las armas a los hijos, para entregarlas a los siervos? Nosotros, pues, juzgamos que las súbditos serán felices y abundarán en toda clase de bienes bajo un rey justo, pacífico y Mode-rado, porque éste es el mayor motivo de amor y benevolencia para con el príncipe. De esta manera no tendrá necesidad ni de gran aparato de majestad, ni de grandes gastos para sostener una guerra, bri-llando por sus virtudes y estando acompañado del séquito de buenos ciudadanos. Si, por otra parte, necesitase de la forma de las fortunas públicas y par-ticulares para declarar la guerra o para sostenerla, le será sumamente fácil, porque todas las clases de la república se prestarán gustosas a cedérselas. Por cuya causa vemos en nuestra Historia. que algunos rey-es, en España, sostuvieron con gran valor y con cortas sumas muchas y grandes guerras contra los moros, con lo que echaron los cimientos grandiosos a esta nación, cuyos confines abrazan casi todo el orbe. No tendrá, pues, que recurrir a impuestos gran-des ni a desacostumbradas contribuciones, y si algu-na vez la desgracia o una declaración de guerra por los enemigos le precisasen a ello, entonces lo hará con consentimiento de los pueblos, y para conseguirlo

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no recurrirá ni a las amenazas, ni al terror, ni al engaño ( ¿qué consentimiento sería éste?), sino que les persuadirá poniéndoles de manifiesto los peligros de una guerra muy próxima y lo exhausto del erario público. El príncipe, pues, jamás debe creer que es señor de la república y de cada uno de los súbditos, por más que sus aduladores se lo digan, sino que debe juzgarse como un gobernador de la república, que recibe cierta merced de los ciudadanos, la cual no le es permitido aumentar contra la voluntad de ellos. No obstante esto, se le ofrecerán 'medios hon-rosos para acumular tesoros y enriquecer el erario público, sin que los pueblos se muestren sentidos; lo uno, con los despojos de los enemigos, como lo hizo en cierta ocasión Paulo en Roma, que, habiéndose apoderado del tesoro real de los macedonios, tan gran cantidad de dinero atrajo al erario, que con solo la presa que hizo de un solo rey bastó para no tener necesidad de imponer contribuciones a su pueblo, y lo otro, por el grande cuidado que debe tener de los impuestos, evitando que sean presa de los cortesanos y otros ministros; y de este modo, ¿cómo no quitará la ocasión al robo de las rentas reales? ¿A cuántos fraudes y engaños no está expuesto el manejo de los caudales públicos? Además de esto, la modestia, la sencillez del palacio del príncipe, que es el mayor lauro de los reyes, equivale a grandes riquezas para conservar la república en la paz y en la guerra. Estas

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son las verdaderas riquezas que se adquieren sin en-vidia y sin daño. Por cuya causa, don Enrique de Castilla, tercero de este nombre, suplió la penuria del erario exhausto por la injuria de los tiempos, y dejó, a su muerte, a su heredero grandes e inmensos tesoros, que adquirió sin engaño, sin las lágrimas, sin dolor de sus súbditos. Su célebre dicho en esta ocasión era que más temía a las execraciones de su pueblo que a un grande ejército enemigo. Una de las cosas principales que el rey debe cuidar es el conte-ner a cada uno de sus súbditos en sus deberes, más bien que por preceptos fríos, con el ejemplo de una vida modesta y sencilla, pues las palabras son, coma dice un sabio, un largo camino; mucho más breve y eficaz es el ejemplo, y ¡ojalá que muchos obrasen tan bien como elocuentemente hablan! El mismo de-be dar los ejemplos de probidad, de modestia, de castidad y de igualdad, si quiere exigir todas estas virtudes en otros. En ninguno ejercerá el imperio, más severamente que en sí mismo y con su familia, y para conseguir esto con más facilidad debe, prime-ro, quitar toda sospecha de que oculta alguna cosa en sus acciones y deliberaciones, y se persuadirá también que no le es permitido ni lícito hacer alguna cosa con avaricia, con injusticia, ni con destemplan-za; pues debe estar convencido de que, aunque por un momento pudiese engañar a Dios y a los hombres, debe siempre obrar, no como si tuviese en su mano

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el anillo de Gyges, el gigante de la fábula, sino como si los ojos de todo su pueblo le mirasen. La ficción o el engaño no pueden ser de larga duración, y los beneficios, así como el crimen; no pueden esconderse ni ocultarse a los ojos de nadie. Además, si la casa del rey exige palaciegos o aduladores, especie de hom-bres la más pestilente, como que siempre ponen toda su atención en inspeccionar el carácter y gustos del príncipe, y suelen alabar todo lo que se debe vitu-perar, y al contrario, poniéndose siempre de aquella parte que más agrada al príncipe, cuya arte no dejan de explotar con gran beneficio propio, deberá esco-ger, por lo mismo, los mejores varones y más ilustres de todo el reino, de quienes se servirá como de sus propios ojos y oídos, siempre que no estén inficciona-do de algún vicio, sino que sean sinceros. A éstos les dará facultad para que, no solamente le manifiesten la verdad, sino también todos los vanos rumores que el vulgo crea de él y diga, pues el dolor que le pue-dan causar semejantes rumores en su ánimo los com-pensarán con usura la razón de utilidad pública y la salud de todo el reino. Las raíces de la verdad son amargas; pero los frutos, suavísimos. Y, ciertamen-te, todos los conatos, los esfuerzos y los desvelos del rey tendrán siempre por objeto principal infundir en los ánimos de sus súbditos la benevolencia y el amor, de tal suerte, que éstos se creerán felicísimos y lo sean realmente, pues el procurar todos los beneficios

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posibles, todas las ventajas y comodidades a una so-ciedad, no sólo pertenece al que preside a hombres, sino que también lo hace el que conduce animales irracionales. Estas son las virtudes regias, y ésta es la senda que guía a la inmortalidad. Explicadas las cualidades de un rey, aunque brevemente, fácil es conocer cuáles serán las del tirano, el que por di-versa vía y aun por contraria, manchado con toda la fealdad de los vicios, dirige todos sus conatos a la destrucción de la república. En primer lugar ocu-pa la suprema dignidad, o por la fuerza, o sin nin-gunos méritos, o por medio de las riquezas y de las armas; y si recibe dicha potestad por la voluntad del pueblo, la ejerce con violencia y no usa de ella para la utilidad pública, sino para sus comodidades, sus placeres y toda licencia de vicios. Mostrándose al principio apacible y accesible a todos, procura enga-ñar al pueblo bajo la apariencia de la mansedumbre y la clemencia, mientras adquiere bastante fuerza y se robustece con grandes riquezas y plazas fortifi-cadas. Así lo hizo Domicio Nerón por espacio de cinco años, que aparentó todas las cualidades de un exce-lente príncipe, según el testimonio de Trajano; mas, después que fué confirmado en el principado, no pu-diendo ya disimular más tiempo su natural crueldad, como una bestia indómita y carnívora, se arroja so-bre todas las clases del pueblo, y arrebata las rique-zas de los individuos, como un monstruo compuesto

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de los vicios o puestos de la lujuria, de la a-varicia, de la crueldad y del engaño. Semejante en un todo a aquellos monstruos de los tiempos antiguos que cuenta la fábula, los gergiones tricórpores en Espa-ña, Anteo en Libia, Hydria en Beocia, Quimera en Lycia, para arrojar a los cuales y libertar a los pue-blos de una mísera esclavitud, fué preciso todo el valor y la virtud de los héroes. El tirano siempre procura perseguir a todos y humillarlos injustamen-te; pero con especialidad toda su furia la dirige con-tra los hombres poderosos y virtuosos, y éstos siem-pre le son más sospechosos que los malos, porque la virtud ajena en todos tiempos es temible a aquéllos, y así como el médico separa en el cuerpo humano los humores malos de los buenos, del mismo modo el tirano trata de extrañar de la república a los bue-nos ciudadanos. La voz del tirano es: "Todo lo que haya superior en el reino, desaparezca", para lo que emplea la fuerza, la intriga y demás medios crimi-nales. A todos los demás ciudadanos les agobia para impedirles que se conmuevan, con multitud de im-puestos que inventa todos los días, sembrando la dis-cordia entre ellos y abrumándoles con infinidad de pleitos y de guerras intestinas, que se suceden unas a otras. Por otra parte, construyen y edifican gran-des obras a costa del sudor y lágrimas de sus súbdi-tos. Este origen tuvieron las pirámides de Egipto y las obras del Olimpo en Thesalia, como refiere Aris-

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tóteles. En los divinos libros vemos a un Nembrot, el primer tirano que vió la tierra, que para sostenerse y extenuar a sus súbditos concibió el proyecto de edificar una torre altísima y con proporcionados ci-mientos en Babilonia; y la fábula de los griegos nos cuenta también que los gigantes, según refiere Fi-laster, con el objeto de arrojar del cielo a Júpiter, pusieron montes sobre montes en el campo de Ma-cedonia llamado Flegra. Dejamos aparte el engaño que usó Faraón con el pueblo hebreo, que, para que éste no aspirase jamás a la libertad, fué maltratado con grandes calamidades y obligado a edificar con su sudor algunas ciudades en el Egipto. Pero es nece-sario que el tirano tema a quien oprime, y guárdese con cuidado, no sea que reciba la muerte de aquellos que trata como esclavos, después de destruir las for-talezas, quitar las armas y ni aun permitir siquiera ejercer a los oficios ni artes dignas de los hombres libres, ni ejercitar las fuerzas del cuerpo por medio de los estudios militares, que suelen inspirar algunas veces un valor heroico. Teme el tirano y también teme el rey; pero éste teme a los súbditos, y aquél a los súbditos y a sí mismo, no sea que éstos, a quie-nes conduce y trata como enemigos, le arrebaten las riquezas y el principado. Por esta causa impide sus reuniones, ya grandes, ya pequeñas, y les quita, por medio de una policía oculta e inquisitorial, la facultad de hablar, y aun de oír hablar, de la repú-

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blica, que es la mayor esclavitud y humillación po-sible. Ni aun les es permitido quejarse en medio de tantos males. Por esta causa también, porque des-confía de los súbditos, pone toda su confianza en el engaño, procura con ansía la amistad de los reyes extranjeros para prepararse a toda contingencia; lla-ma hacia su persona satélites extraños, de quienes confía como de unos bárbaros, y, por último, forma ejércitos de soldados mercenarios, que es la mayor de las calamidades. En tiempo de Domicio Nerón, emperador, andaban por las casas, por los campos y por los alrededores de las villas y pueblos soldados de a pie y de a caballo, mezclados ,con los germanos, de quienes el príncipe se confiaba como de extraños. (Refiero literalmente las palabras de Tácito). Tar-quino el soberbio, el primero de los reyes de Roma, quitó la costumbre de consultar al Senado en todos los negocios de la república, administrándola por medio de Consejos domésticos; él declaraba la gue-rra, establecía la paz, formaba pactos y alianzas por sí mismo y con quienes quería, sin consultar ni al pueblo, ni al Senado. Procuraba ganarse la gente de los latinos, para estar más seguro entre los ciudada-nos con el auxilio de riquezas lejanas, según refiere Tito Livio en el lib. I. También se dice que, habien-do muerto a los primeros patricios, no sustituyó a nadie en su lugar, para que aquel orden se hiciese despreciable por su corto número; él juzgaba, por sí

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solo y sin consejos, de la importancia de los puntos más capitales; y he aquí todas las señales propias de un tirano. Por último, él invierte todo el orden de la república; ningún cuidado tiene de las leyes que prohiben el robo, que se hace de muchas y mi-serables maneras, de cuyas leyes se cree exceptuado; y si alguna vez aparenta querer mirar por la salud pública, lo hace con el objeto de que todos los ciuda-danos opi-imidos con todo linaje de males, arrastren una vida desgraciada, y arroja con saña e injuria de sus propiedades paternas a todos los súbditos para hacerse él solo dueño de las fortunas de todos. Cuando la plebe pobre y miserable está destituída por toda for-tuna, ningún mal se puede concebir que no sea en daño de los ciudadanos.

CAPITULO VI

SI ES LICITO SUPRIMIR AL TIRANO

Tal es el carácter, índole y costumbres del tirano, odiado por el cielo y por los hombres. En ningún momento de su vida es más feliz que cuando sus mismos vicios se convierten en un eterno suplicio, pues así como los cuerpos son abrumados por medio de los azotes y otros castigos, del mismo modo la conciencia y el ánimo más depravados son despeda-zados por la crueldad, la lujuria y el miedo. A quie-nes la venganza del cielo persigue, no hay delitos en que no incurran, pues les quita el consejo y les turba el juicio. Hechos antiguos y modernos nos presentan una prueba tan constante como desgraciada de cuán grandes y cuántas serán las fuerzas de la multitud irritada en odio de príncipe, y al mismo tiempo nos demuestran que la envidia del pueblo es el castigo y el tormento más horrible que sufrb aquél. Entre

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todos ellos, el más insigne es el acaecido poco tiempo ha en la Francia, por donde se ve cuánto importa que los ánimos del pueblo sean apacibles, a los cua-les, lo mismo que a los cuerpos, se les debe dominar. Enrique III de este nombre yace sepultado, habien-do sido muerto a manos de un fraile que le atravesó las entrañas con el puñal envenenado al intento; ¡espectáculo horrendo, memorable entre los pocos!, pero que enseña a los príncipes que no quedan im-punes sus criminales proyectos. El poder de los prín-cipes se destruy-e y se debilita desde el momento en que les falta el apoyo del respeto y del amor en los súbditos. Careciendo aquel rey de sucesión meditaba dejar por sucesor en el reino al príncipe de Bearné, Enrique de Borbón, y, aunque de tierna edad, es-taba manchado con los errores del calvinismo, por lo que se hallaba excomulgado por los romanos pon-tífices y despojado, por la misma causa, del derecho de sucesión a la corona; sabida esta determinación de una gran parte de la nobleza, la consultaron con otros príncipes y reyes, y al momento se preparan a tomar las armas en defensa de la patria y de la reli-gión, y buscan por todas partes los auxilios oportu-nos y necesarios; entre los que tomaron parte fué el principal el duque de Guisa, en cuyas virtudes y experiencia, lo mismo que las de su familia, estaban fundadas en aquel tiempo todas las esperanzas, toda la fortuna de la Francia. Pero algunas veces la vo-

luntad de los reyes es demasiado obstinada. Que-riendo Enrique impedir los conatos de los grandes, llama a París al duque de Guisa con el propósito de matarle, e impedido de llevar a cabo su criminal proyecto, por haber acudido el pueblo enfurecido a las armas en aquel mismo instante, se marcha sigi-losamente de aquella ciudad y finge que, habiendo, apelado a mejor consejo, quiere deliberar pública-mente de la suerte común del reino. Con este pre-texto consigue reunir en un lugar inmediato a aque-lla capital a toda la nobleza y diferentes clases del Estado, en cuya ocasión quita la vida al duque de Guisa y a su hermano el cardenal, en la regia estan-cia, sin tener en consideración la seguridad que les prestaba aquella reunión; y, después de la muerte dada a éstos, finge crímenes de lesa majestad, con el objeto de que, siendo acusados de semejantes de-litos, sin que nadie les defendiese, pudiese cubrir con alguna sombra de legalidad y justicia aquellos horrorosos asesinatos; y, no contento con esto, ex-tiende un decreto en el que manda sean castigados por igual delito todos los demás, hallándose entre éstos el cardenal de Borbón, el que, aunque de edad avanzada, estaba destinado por derecho de familia a la sucesión de la corona, después de Enrique. Estos acontecimientos pusieron en conmoción los ánimos de la mayor parte de la Francia, y muchas ciudades se apartaron de la obediencia al rey Enrique, en be-

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neficio de la salud pública, hallándose entre aquéllas la misma ciudad de París, superior a todas las demás de Europa en riqueza, en esplendor y en ciencias. Pero los movimientos de un pueblo son como los de un torrente, que en breve se hincha. Aplacado el fu-ror de la multitud y habiendo concebido el proyecto de sitiar a la ciudad el rey don Enrique, para lo que tenía algunas tropas a las inmediaciones de París, la audacia y valor de un joven vino a dar un aspecto más lisonjero a las cosas, que antes le tenían bas-tante deplorable. Un hombre llamado Jacobo Cie-rnen, nacido en Hedvis, aldea mezquina de la Sor-bona, que a la sazón estudiaba Teología en un colegio de la Orden de Dominicos, habiendo aprendido de los teólogos sus maestros que era lícito matar al ti-rano, concibió el pensamiento de quitar la vida al rey don Enrique, con cuyo motivo, fingiendo tener unas cartas que contenían importantes revelaciones de los que tenía a su devoción el rey en París, y con la esperanza cierta de matarle, se marcha al campa-mento el día 31 de julio de 1589. Admitido y recibido en dicho lugar sin retención alguna, como que tenía que revelar al rey grandes secretos de Estado, se le ordenó que al día siguiente se presentase al rey. En efecto, en este día, festividad de San Pedro Advín-cula, después de haber dicho misa, entró en la es-tancia del rey al tiempo que se levantaba de la cama, por lo que no estaba vestido del todo. Después de

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haberle entregado las cartas y mediado algunas pa-labras de cortesía y respeto entre uno y otro, apa-rentando aquél sacar algunas cartas restantes, con la mayor serenidad de ánimo y sin turbación alguna, saca un puñal, que él mismo había envenenado con ciertas hierbas, y se lo clava al rey en la parte infe-rior del vientre. ¡Admirable valor de ánimo, memo-rable hazaña! Luego que el rey se sintió herido, exclamó, en medio de la intensidad de su dolor: "¡Traidor! ¡Parricida!", y, sacando él mismo el pu-ñal con que fué herido, deja casi muerto al asesino. Al mismo tiempo, aterrados los palaciegos con las voces y exclamaciones del rey, corren a su estancia, y vuelven de nuevo, llenos de enojo y soberbia, a herir al fraile, ya exánime y postrado. Este, en medio de los duros tormentos que padecía, nada hablaba, antes bien mostró su cara serena y alegre, como si, satisfecho de su obra, se evadiese, con lo sufrido, de otros mayores tormentos que con razón temía. Pa-recía también que se alegraba, en medio de los golpes y las heridas, de haber con su sangre libertado de la tiranía a su patria y a sus conciudadanos, y al mismo tiempo se complacía de adquirir con esto un nombre famoso en la Historia. Purgada una muerte con otra, vengó la sangre derramada del duque de Guisa, muerto pérfidamente, con la misma sangre real que ofreció en holocausto aquella víctima. De este modo pereció el infeliz Clement a la edad de

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veinticuatro arios, hombre de poco saber y de un temperamento débil y melancólico, pero de gran for-taleza de ánimo. El rey, en la noche siguiente, pare-cía dar grandes esperanzas de vida, y por esto des-cuidó todos los auxilios de la Religión; mas, a las dos y media de la madrugada, diciendo aquellas me-morables palabras del profeta David: "Yo fuí engen-drado en la iniquidad, y mi madre me concibió en el pecado", exhaló el último suspiro. Hubiera sido dichoso si sus últimos hechos hubiesen sido iguales a los primeros, y si hubiese sido tan buen príncipe como se creía cuando conducía los ejércitos en la gue-rra contra los enemigos de la patria, bajo el reinado de su hermano el rey Carlos. Pero los hechos prime-ros cedieron el lugar a los últimos, y los de la última edad oscurecieron los buenos de su juventud. Ha-biendo muerto su hermano el rey Carlos, fué llamado a su patria, y luego que subió al trono de Francia puso en desorden y en confusión los negocios del Estado, de tal manera, que parecía que no había sido elevado a la primera dignidad del Estado sino para dar más estrepitosa caída. De tal modo juega la fortuna con las cosas humanas. Muchas opiniones se formaron del hecho del fraile: unos le juzgaban digno de las mayores alabanzas y de la gloria y de la inmortalidad, y otros, de gran prudencia y eru-dición, por el contrario, negaban que fuese lícito a cualquiera, y por su autoridad privada, matar al rey,

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que lo era por consentimiento del pueblo, y que es-taba además ungido con el óleo santo, aunque aquél fuese de depravadas costumbres y hubiese degene-rado en tirano. Cuya opinión prueban con muchos argumentos y ejemplos. ¿Cuánta, dicen éstos, no fué la perversidad de Saúl, rey de los judíos en los tiem-pos antiguos, y la corrupción de sus costumbres y ele su vida, cuyo ánimo, molestado continuamente por los males causados, se mostraba agitado de tiem-po en tiempo, como si sufriese el castigo de sus mal-dades; por lo que, depuesto del trono por disposición divina, los derechos del reino, así como la mística unción, fueron trasladados a David? Mas, habiendo vuelto una .3T otra vez a ocupar el trono, y aunque reinaba injustamente, llegando hasta la clemencia, su émulo David jamás se atrevió a violar la dignidad real, a pesar de que parecía tener justicia y razón, ya para vindicar el imperio, ya para defender su persona, a quien perseguía aquél sin justo motivo e intentaba de mil modos quitar la vida, siguiendo los pasos del inocente por dondequiera que caminaba y a cualquier parte que se refugiaba. Y no sólo per-donó a un enemigo tan poderoso, sino que a un joven amalecita que le refería cómo Saúl, habiendo sido vencido y estando atravesado con su misma espada, le había ordenado que le acabase de quitar la vida, le mandó matar David como a un temerario e im-pío, porque se atrevió a poner las manos en la per-

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sona sagrada del rey (pues esto significa la ceremo-nia de la unción). Además, ¿quién pensó jamás en vengar con el hierro la crueldad de los emperadores romanos en el tiempo de la infancia de la Iglesia, cuando la ejercían por todas las provincias para mo-lestar a todos los cristianos, agotando en sus cuerpos todo género de tormentos, cual fieros verdugos? Y, por el contrario, ¿no peleaban los cristianos con las armas de la paciencia contra la crueldad, y con los beneficios contra las injurias, siguiendo el consejo de San Pablo, que dice que quien resiste a la potes-tad del magistrado resiste a la voluntad de Dios? Y si no es lícito poner las manos en el juez, aunque persiga a alguno temeraria e injustamente, ¿cuánto menos será permitido matar a los reyes, aunque sean de costumbres corrompidas, a quienes Dios y la re-pública colocó en el supremo poder de un Estado para que fuesen tenidos por los súbditos como dioses, superiores a la condición humana? Por otra parte, los que intentan mudar los reyes, las más de las ve-ces atraen grandes males a la república; ni puede destruirse un reinado sin grandes movimientos y turbulencias, siendo muchas veces autores de ellos los mismos oprimidos. Llenas están las historias y la vida común de ejemplos semejantes. ¿Qué frutos reportaron los Sichmitas de la conjuración formada contra Abimelech con el objeto de vengar, como al parecer querían, la sangre de setenta hermanos, aun- un-

que de diferentes madres, que aquél, impía y cruel-mente, mató, ciego por la ambición de mandar, en comparación de la cual no hay mal más desastroso,. sino el que, destruída la ciudad, todos pereciesen a un golpe? Y dejando aparte ejemplos antiquísimos, los ciudadanos romanos, ¿qué ventajas consiguieron habiendo muerto Dominicio Nerón, sino el que rei-nasen Othón y Vitelio, no menos perjudiciales a la república, pues que la disminución de los estragos de Roma sólo se consiguió con el breve término del imperio? Por este motivo dicen los de esta opinión que se debe tolerar al príncipe, justo o malvado, en obsequio del bien general de la república y para evi-tar mayores males, pues que el que los reyes y los príncipes sean justos y clementes no sólo consiste en ellos, sino también en la índole y genio de los súb-ditos. Los que no pocos juzgan que sucedió con el rey don Pedro de Castilla, que adquirió el renombre de Cruel, no por su culpa, sino por la intemperancia de los nobles, que, ansiosos de vengar sus injurias, justa o injustamente, y de cualquier modo, le pusie-ron en la precisión de refrenar la audacia de ellos. Pero tal es la condición de las cosas humanas. La virtud desgraciada es para nosotros un vicio, y juz-gamos por los acontecimientos las causas y los con-sejos. ¿Qué respeto y sumisión tendrían los pueblos a los príncipes (sin la cual, ¿qué es el imperio?) si tuviesen la convicción de que les era lícito castigar

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los pecados de los reyes? Muchas veces la tranquili-dad de la república se turbaría, con causas verda-deras o fingidas, en comparación de la cual no hay cosa más apreciable. Hecha la sedición, y armada una parte del pueblo contra la otra, vendrían todo género de calamidades sobre la república, cuyos ma-les, quien pensase que no se deben evitar a costa de los mayores esfuerzos y sacrificios posibles, es pre-ciso que tenga corazón de hierro y que esté desti-tuido del común sentido de otros hombres. De este modo arguyen los que toman la defensa del tirano. Los patronos del pueblo también tienen no pocas razones, no de menos fuerza. Ciertamente es una ver-dad que la república, donde tiene su origen la po-testad, puede, explicándolo las circunstancias, empla-zar al rey, y si desprecia la salud y los consejos del pueblo, hasta despojarle de la corona; porque aqué-lla, al transferir sus derechos al príncipe, no se des-pojó del dominio supremo, pues vemos que siempre lo ha conservado para imponer los tributos y cons-tituir leyes generales; de suerte que, sin su consen-timiento, de ningún modo se pueden variar por nadie (qué consentimiento sea éste no lo disputamos); pero queriéndolo y consintiéndolo los pueblos, se im-ponen nuevos tributos, se establecen leyes y, lo que es más, los derechos de reinar, aunque sean heredi-tarios, se confirman al sucesor con el juramento que presta al pueblo. Además de esto, vemos que en to-

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dos tiempos han sido celebrados con grandes alaban-zas aquellos que han tenido valor suficiente para quitar la vida a los tiranos. Y, si no, ¿por qué el nom-bre de Trasíbulo fué elevado, lleno de gloria, hasta el cielo, sino porque libró a su patria de la domina-ción pesada de treinta tiranos? ¿Qué diré de Har-modio y de Aristogitón? ¿Qué de los Brutos, cuya memoria gratísima, transmitida a la posteridad, tes-tifica la opinión pública y el consentimiento de to-dos? Muchos conspiraron contra la vida de Domicio Nerón, con suceso desgraciado, pero fueron mirados siempre como dignos, no de represión, sino de los elogios de todos los siglos. De este modo, Gayo, mons-truo horrendo de la humanidad, pereció a manos de la conjuración de Chereas; Domiciano, a manos de la de Esteban, y Caracalla, al filo de la espada de Marcial. Los pretorianos quitaron la ,vida a Helio-gábalo, monstruo y deshonra del imperio, expiada con su misma sangre. Y ¿quién vituperó jamás la audacia y el valor de aquéllos? ¿No les juzgaron, al contrario, todos dignos de las mayores alabanzas? Hay en nosotros, un sentimiento común, una voz de la naturaleza, que grita en el fondo de nuestra alma, y una ley que habla a nuestros oídos, con la que dis-cernimos siempre lo honesto de lo torpe. Suponga-mos, pues, que exista un tirano, semejante a una bestia feroz y cruel, que por dondequiera que pasa todo lo destruye, todo lo devasta y lo arruina, cau-

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sando toda suerte de estragos con sus uñas, con sus dientes, con todas las armas ofensivas que dió la naturaleza: ¿juzgarás que se debe tolerar? ¿No ala-barás más bien a aquel que, despreciando el peligro de su vida, rescate con valor la libertad común? ¿Y no determinarás que se persiga al tirano como a un monstruo cruel, que sólo habita en la tierra para despedazar ferozmente a los hombres? Si vieres mal-tratar a la vista a una madre cariñosa, a una esposa querida, y no acudieses a su defensa, serías dema-siado cruel, y necesariamente incurrirías en la nota de cobarde y de impío; y ¿dejarás al tirano oprimir a su placer a la patria, a quien debemos más que a los padres? No, no cabe tanta maldad, tanta cobar-día. Si la vida, si la gloria, si las fortunas peligran, libremos a nuestra patria del peligro, libertémosla de la dura esclavitud. Estos son los fundamentos en que se apoyan una y otra opinión; los que, bien me-ditados, no es difícil ni dudoso averiguar cuál es la verdadera y la más racional. Todos los teólogos y filósofos convienen en que al príncipe que por medio de la fuerza y de las armas ocupó la república, sin derecho alguno y sin el consentimiento de los ciu-dadanos, es lícito quitarle la vida y despojarle del trono, pues que siendo un enemigo público y opri-miendo al país con todos los males, se reviste de todo el carácter e índole de tirano, a quien de cualquier modo es necesario que se quite y despoje de la po-

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testad que violentamente se atribuyó. Por lo que justamente, habiendo Ayod procurado ganar la amis-tad de Eglon, rey de los moabitas, por medio de dá-divas y otras gracias, le quitó en una ocasión la vida, clavándole un puñal en el vientre, libertando de este modo a sus conciudadanos de la dura servidumbre que hacía dieciocho años sufrían. Mas si el príncipe ha sido elevado al trono por consentimiento del pue-blo o por derecho hereditario, entonces se deben to-lerar todos sus vicios, mientras que no llegue a despreciar públicamente todas las leyes de la hones-tidad y del pudor, que debe observar. Pues no se deben variar los príncipes con tanta facilidad que haya pretexto para incurrir en mayores males, para graves y trascendentales turbulencias, como ya di-jimos. Pero si el rey atropella la república, entrega al robo las fortunas públicas y privadas, y desprecia y huella las leyes públicas y la sacrosanta Religión; si su soberbia, su arrogancia y su impiedad llegasen hasta insultar a la divinidad misma, entonces no se le debe disimular de ningún modo. Sin embargo, se deben meditar seria y detenidamente la causa y mo-tivo que haya para despojar al rey; no sea que, en vez de enmendar un mal, se incurra en otro mayor y que un crimen se castigue con otro más grave. Para esto, pues, el camino más seguro y expedito será deliberar en grandes reuniones, si son permiti-das, lo que se hubiese de establecer, siguiendo el

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parecer unánime de todos en lo que se determinase, como una cosa fija y legal. Para todo lo cual será necesario proceder por grados y con mesura. En pri-mer lugar se amonestará al príncipe para que corrija sus demasías, y si consintiese en ello y satisface a la república, enmendándole los errores de la vida anterior, juzgo que no se debe ir más adelante ni em-plear otros remedios más graves. Mas si despreciare los consejos de tal modo que no haya esperanza de corrección en su vida, entonces le es permitido a la república, pronunciada la sentencia, recusar primero su imperio, y, por cuanto necesariamente se susci-tará una guerra, la república explicará al pueblo los motivos justos y razones sólidas de su defensa, faci-litará armas e impondrá tributos a los mismos pue-blos para los gastos de ella; y si con esto no se consiguiese el objeto y no hubiese otro remedio más oportuno de defenderse, entonces, por el mismo de-recho de defensa propia, se podrá quitar la vida al príncipe, declarado enemigo público. Dése la misma facultad a cualquier particular que, despreciando el peligro de su vida, quiera emplear todos sus esfuer-zos en obsequio del bien de la república. Pero se me preguntará: ¿qué se deberá hacer cuando no haya facultad para reunirse en un cuerpo la república? Mi opinión y mi juicio es el mismo e igual como cuan-do la república es oprimida por la tiranía del prín-cipe: quitada la facultad de reunirse entre sí los

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ciudadanos, no debe faltar la voluntad de desterrar la tiranía, de vengar los crímenes públicos e into-lerables del príncipe y de contener sus detestables esfuerzos, de tal modo que, si atropella lo más sa-grado de la patria e interna en el reino, para. su auxilio, enemigos públicos, aquel que secundare los votos de la república e intentase quitar la vida del príncipe juzgo que _ de ningún modo obrará injusta-mente. Lo que se confirma con las mismas razones sentadas arriba contra el tirano. Dicho, pues, todo esto, la disputa queda reducida, después de manifes-tado claramente el derecho de quitar la vida al ti-rano, a una cuestión de hecho, a saber: quién será realmente tirano. En nada se debe apreciar el peli-gro de que muchos, con aquel ejemplo, intentaran quitarla a los príncipes como si fueran tiranos, pues tal facultad ni la dejamos al arbitrio de cualquier particular, ni aun al de muchos, a no ser que la voz pública lo declare y además emitan su parecer con este motivo varones graves y de erudición. Sería un bien para cualquiera nación el que se hallasen mu-chos hombres de ánimo esforzado, despreciadores del peligro y de su vida por la libertad de su patria; pero a los más les detiene el deseo de la propia conserva-ción, muchas veces en contradicción con los más grandes conatos. Por lo que, entre tanta multitud de tiranos como hubo en tiempos anteriores, pocos podemos enumerar que hayan sido mpertos con el

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hierro dé sus súbditos: en España apenas se encon-trará alguno, aunque esto debe atribuirse a la fide-lidad constante de los españoles y a la bondad de los príncipes, quienes ejercieron la potestad real que recibieron con el mejor derecho, del modo más hu-mano y modesto. Sin embargo, es un pensamiento saludable el que entiendan los príncipes que, si opri-men la república y se hacen insufribles por sus crí-menes y vicios, viven con tal condición que, no sólo de derecho, sino con gloria y alabanza, pueden ser despojados de su vida. Tal vez este miedo contenga a alguno para no dejarse arrastrar de sus aduladores y corromperse con los vicios, al mismo tiempo que refrene su furor. Sobre todo, debe estar persuadido el príncipe de que la autoridad de la república es mayor que la de él mismo, y rechazar la opinión contraria que hombres malvados le manifiesten con el solo objeto de congraciarse con él, que es la mayor calamidad. En el profeta David (que es una de las objeciones) no había la misma causa para poder ma-tar al rey Saúl, pues que podía con su fuga evadirse de la persecución que se le hacía; por cuya razón, si David hubiese quitado la vida a Saúl, rey puesto por el mismo Dios, por el motivo de defenderse a sí mismo, hubiera sido un crimen, una impiedad, más bien que amor a la república. Es verdad que los derechos del reino fueron trasladados a David; pero fué para suceder al rey difunto, no para quitar el

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imperio y la vida al rey vivo. Ni tampoco Saúl tuvo tan depravadas costumbres que oprimiese cual tira-no, a sus súbditos, invirtiese las leyes divina y hu-manas y entregase al robo las fortunas de sus ciu-dadanos. Por lo que tampoco obsta que San Agustín, lib. Contra Adiman, cap. XVII, haya dicho que David no quiso matar a Saúl, pero que le era lícito. Acerca de los emperadores romanos, no hay necesidad de que nos detengamos mucho. Entonces se echaban los cimientos al grande edificio de la Iglesia cris-tiana por toda la redondez de la tierra, con la pa-ciencia y sangre de los primeros cristianos y con tal prodigio, que tanto más crecía cuanto más era per-seguida, y, aunque pequeña en número, cada día tomaba más incremento. Ni tampoco era conforme a su espíritu en aquel tiempo, ni le era dado hacer todo aquello que podía por derecho, y por las leyes. Y, así, el ilustre historiador Sozomeno, lib. VI, cap II,. dice que si cierto soldado hubiese quitado la vida al emperador Juliano, de que algunos en aquel tiempo le acusaban, lo hubiera hecho con razón y con gloria. Por último, juzgamos que se debe evitar todo movi-miento en la república y prevenirse, con el objeto de que la alegría causada por haber echado al tirano no quede vacía y sin objeto: se deben intentar todos los medios posibles para corregir al príncipe, antes de tocar al último y más grave de todos. Mas si, después de esto, no quedare esperanza alguna de

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enmienda; si la salud pública y la santidad de la Re-ligión se ven amenazadas de un inminente peligro, ¿quién habrá tan falto de juicio que no se convenza de que es lícito sacudir el yugo de la tiranía por me-dio de la justicia de las leyes y aun por el de las armas? Tal vez alguno objetará que en la sesión dé-cimaquinta del Concilio de Constanza fué reprobada por los padres la proposición siguiente: "Que cual-quier súbdito puede y debe matar al tirano, no sólo por medio de la fuerza ostensible, sino por el dolo y el engaño". Pero esta proposición no fué aprobada por el Romano Pontífice Martino V, ni por Eugenio o sus sucesores, de cuya autoridad pende la de todos los Concilios de la Iglesia, y más especialmente por-que consta que aquel Concilio se celebró en medio del gran trastorno que sufría la Iglesia por la disi-dencia de tres pontífices, cada uno de los cuales pre-tendía ser la verdadera cabeza de ella. Además, los padres del Concilio se propusieron refrenar la licen-cia de los Hussitas y reprobar la opinión de los que decían que el príncipe, cometiendo cualquier crimen, caía del principado, y que podía cualquiera, por lo tanto, despojarle impunemente de la potestad real, que ejercía con injuria de sus súbditos. Por otra par-te, el ánimo de los padres era más propiamente re-probar la vanidad de Juan Parvi, teólogo parisiense, que pretendía excusar la muerte cometida por Juan Burgundo en la persona de Luis de Orleáns, fundado

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en aquella proposición de que era lícito oprimir al tirano por autoridad privada; lo que no es permitido, especialmente quebrantando el juramento, como aquél hizo, y sin esperar la sentencia del superior, si es que éste puede tener tal facultad: así hablan los padres del Concilio citado. Esta es nuestra opinión, formada con la más sana intención y ánimo sincero, en la que, habiendo podido engañarme, como hombre, si alguno hallare otra mejor, le daré las gracias. Concluiremos, pues, la cuestión con aquellas palabras del tribuno Flavio, que, convicto de la conspiración contra Do-micio Nerón, y preguntado por qué se había olvidado del juramento: "Yo, dijo, no te aborrecía; ni soldado alguno tuviste más fiel, mientras mereciste ser amado. Comencé a aborrecerte después que fuiste parricida de tu madre y de tu mujer, carretero, cómico e in-cendiario". Respuesta propia de un ánimo militar y esforzado, como dice Tácito, libro XV.

CAPITULO VII

SI ES LICITO MATAR AL TIRANO CON EL VENENO

Tiene el alma malvada no sé qué verdugo interior, o, mejor dicho, la misma conciencia del tirano es su mayor verdugo, pues aun cuando no tenga enemigos exteriores que temer, la misma corrupción de su vida y costumbres es suficiente para convertir toda su ale-gría y toda su licencia en un continuo tormento devorador. ¡Qué condición de vida tan mezquina y tan miserable el verse precisado a quemar sus cabe-llos y su barba con carbones encendidos, por temor a un barbero, como hacía Dionisio el Tirano! ¡Qué placer tendría aquel que, cual serpiente, se encerraba en una arca para conciliar el sueño y dar a sus miembros algún descanso, como solía hacer Clearco, tirano del Ponto! ¡Qué fruto reportaría del mando del

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imperio Argivo Aristodemo, que por una puerta col-gada y por medio de unas escaleras que ponía y quitaba, se escondía en un lugar apartado! ¿Podrá haber mayor infelicidad que desconfiar de todos, has-ta de los mismos amigos y familiares; espantarse de una sombra y de cualquier ruido, como de un tumulto concitado por los ánimos irritados de todos? ¡Mise-rable vida, ciertamente, cuya condición es tal, que cualquiera que atentare contra ella conseguirá un nombre glorioso y gozará como de un triunfo! Esta clase de hombres, la más pestífera y perjudicial, es muy laudable exterminarla de la sociedad. Así co-mo ciertos miembros podridos se cortan para que no inficionen con su corrupción las demás partes del cuerpo, del mismo modo esta especie de bestias fero-ces, en figura humana, se debe ahuyentar de la so-ciedad y herirlas con el hierro. Tema, pues, el que oprime; ni sea mayor la opresión que el temor reci-bido. No es tanta la confianza que dan las armas, las fuerzas y los ejércitos, cuando es grande el peligro a que expone el odio del pueblo, que se amenaza con el castigo. Todas las clases de la república procuran desterrar aquel monstruo hediondo, manchado con toda clase de vicios y crueldades; y, creciendo cada día más y más los odios, o terminan presentando una fuerza respetable y tomando todos las armas pú-blicamente, o con mayor precaución, por medio de las asechanzas y del engaño, concluyen con la muerte

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del tirano, habiéndose conjurado uno o pocos contra su cabeza, despreciando el peligro de sus vidas, por salvar la república de la esclavitud. Quienes, si han tenido la fortuna de escapar sanos y con vida, son recibidos por la república y -Venerados toda su vida como verdaderos héroes, y si, por el contrario, sucum-biesen en el peligro, son mirados como unas víctimas gratas a la divinidad y a los hombres, y su memoria pasa a la posteridad con todo el lustre adquirido por su noble esfuerzo. Por lo que es claro que se puede matar al tirano con la fuerza ostensible y con las armas, bien sea presentando la batalla, o bien en un movimiento hecho contra él; pero no es permitido usando del dolo, de la intriga y asechanzas, como lo hizo Ayod, que, habiendo ganado la confianza de los domésticos por medio de dádivas, sin peligro alguno de su vida, quitó la suya a Englon, rey de los moabitas. Cierta-mente, hay mayor virtud y mayor valor cuando, ma-nifestando el odio abiertamente, se acomete con va-lentía al enemigo de la república; pero _tampoco es menos prudente engañarle con la astucia e intrigas, porque hay la ventaja de que se consigue lo que se desea sin turbulencia y sin movimientos, y con menor peligro público y particular. Por lo que alabo la costumbre de los lacedemonios, que sacrificaban a Marte ( dios que presidía la guerra, como lo creía la antigüedad) un gallo blanco cuando conseguían la victoria, cogiendo los estandartes del enemigo; pe-

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que perecieron con este género de muerte? Es, cierta-mente, difícil propinar un veneno al príncipe, guar-dado por tantos satélites como hay en su palacio, y acostumbrado además a explorar la clase y gusto de las viandas; y muy arduo también romper por medio de la gran mole y fortaleza de su casa. Mas, si se presentase una ocasión oportuna, ¿quién habrá de ingenio tan poco agudo y perspicaz que dure entre uno y otro género de muerte? No negaré, ciertamente, la gran fuerza de estos argumentos, y tal vez habrá quien, convencido de estas razones, apruebe aquel género de muerte como conforme al derecho y a la equidad, y muy en armonía con lo que se ha dicho, y quite la vida justamente al enemigo o tirano público con la daga o con el veneno. Nosotros, sin embargo, no tenemos la costumbre, muy frecuente en Atenas y en noma, en los tiempos antiguos, de quitar la vida a los reos capitales con cualquier composición nociva. Es demasiado cruel y ajeno a las costumbres cris-tianas obligar a un hombre, por criminal y malvado que sea, a que él mismo se esconda el puñal en las entrañas o tome la comida o bebida mezclada con algún veneno mortal, pues es tan contrario a las, leyes de la humanidad y al derecho natural como quitarse uno a' sí mismo la vida, lo que es vedado a todos. Negamos, pues, haya derecho o razón al-guna para quitar la vida con el veneno al enemiga que hemos engañado. Nada importa que aquel a quien

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ro cuando los vencían por la astucia y el engaño, entonces sacrificaban el toro mejor qué hallaban: como si el vencer a los enemigos con aquellas armas o por medio de la razón y de la prudencia, propia de los hombres, y conservar el ejército sano, fuese más ventajoso que emplear la fuerza y el valor, en la que nos superan las bestias, y que derramar torrentes de sangre de los ciudadanos. Sin embargo, la cuestión es: si es lícito matar al tirano o enemigo público con el veneno o hierbas mortíferas, cuya pregunta me hizo hace pocos años cierto príncipe de Sicilia, en ocasión que me hallaba explicando teología en aque-lla isla. Sabemos, pues, que muchos lo han hecho así; ni podemos pensar que haya alguno que, ofreciéndo-sele la ocasión de matar al tirano con aquel medio, la desprecie, dejándole al arbitrio de los teólogos, y quiera mejor arrostrar el peligro de la vida; especial-mente porque, habiendo menor peligro, hay mayor esperanza de impunidad, y la alegría pública recibida por la muerte del enemigo en nada se disminuye por-que se haya conservado el autor y arquitecto de la felicidad pública. No obstante, nosotros atendemos, no a lo que harán los hombres, sino a lo que las leyes naturales nos conceden; y, a la verdad, ¿qué importa que des la muerte al enemigo con hierro, o con veneno, especialmente concedida que sea la facultad de ha-cerlo con el engaño y con la intriga, cuando hay tantos ejemplos antiguos y modernos de enemigos

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se propine el veneno sea sabedor de él, o ignorante, pues no pudiendo el matador ignorar de qué género de muerte usa, contrario a las leyes de la naturaleza, la culpa del delito cometido por ignorancia recae to-da en el autor. ¿Qué ventaja reportó Labán por sus-tituir para Jacob a Lía en lugar de Raquel, con la que se había casado, ignorándolo el mismo Jacob? ,¿Y qué importa tampoco a la inocencia de aquellos que pecaron, engañados por la imprudencia y fraude de otros? Hay en la naturaleza una voz y un común sentir de los hombres que vitupera a todo aquel que asesina a otro con el veneno, por enemigos que sean. Entre el número de aquéllos se halla Carlos, rey de Na varra, llamado el Cruel, a quien se le acusa de haber intentado quitar la vida por medio de hombres que confeccionaban los venenos a muchos príncipes, como el rey de Francia, el duque de Borgoña, el de Aquitania y el conde de Fox, cuyos crímenes, sean verdaderos o falsos (lo que es más seguro), difun-didos entre el vulgo necio, ¿cuántos celos y cuántas infamias no sembraron contra él en España y Fran-cia? En los escritores romanos del tiempo del im-perio de Tiberio hallo que, habiéndose leído unas cartas de Adgadestrio, príncipe germano, al Senado, en las que prometía la muerte del enemigo Arminio, si se le enviaba un veneno para matarle, le fué res-pondido que el pueblo romano acostumbraba a ven-cer a sus enemigos, no con el engaño ni las malas

artes, sino cara a cara y armado; con cuya respuesta, adquirieron la gloria de aquel tiempo, en que también impidieron dar veneno al rey Pirro, y le entregaron. Juzgo, pues, que no se debe dar al enemigo prepara-ción alguna nociva, ni mezclar en la comida o bebida un veneno mortal. No obstante, será lícito con la condición de que el mismo que ha de ser muerto no sea obligado -a tomar el veneno para que, introducido en sus entrañas, perezca, sino que sea dado exterior-mente y de tal modo que nada coadyuve de su parte el que ha de ser muerto, a saber: cuando sea tan activa la fuerza del veneno que, rociada la silla o el vestido con él, tenga- suficiente fuerza para privar a cualquiera de la vida. De cuya arte han usado muchas veces los reyes moros para quitar la vida a otros príncipes, enviándoles algunos dones, como vestidos preciosos, telas, armas y cubiertas de caballos; y es fama en nuestra España que don Enrique, rey de Castilla, llamado el Doliente, fué envenenado por me-dio de unas zapatillas preciosas que le envió como una dádiva cierto capitán moro. Desde el momento que se las calzó, inficionados con el veneno los pies, vivió siempre enfermo y afligido hasta el fin de sus días. Del mismo modo, habiendo el rey Plutense en-viado a Jucefo, rey de Granada, un vestido rico de púrpura y oro, a los treinta días de recibido por éste, murió, conociéndose entonces que el vestido estaba inficionado con veneno mortal, porque corrompidos

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los miembros de su cuerpo, se desprendían de la car-ne a pedazos. Lo mismo sucedió a Mohamed de Gua-dix, rey de Granada, en tiempo de Enrique III, rey de Castilla, que pereció, envenenada la camisa. Fer-nando García, habiendo abjurado la superstición de los moros, escribió todo esto al príncipe don Fernando, que después fué rey de Aragón, y le avisaba en las cartas que en los regalos de gran precio que le en-viaba Jucefo, rey de Granada, se precaviese de las asechanzas y que temiese siempre de la amistad de los moros, las más de las veces falaz. Sin duda obran muy mal aquellos que, bajo la apariencia de amistad y benevolencia, engañan a otros causándoles su rui-na, sin haber sido provocados por un anterior daño, o estando ya reconciliados después de la enemistad y hecho un pacto sincero. Mas, sin embargo, el tirano no debe esperar que los súbditos se reconcilien con él si antes no ha mudado de costumbres y, al con-trario, debe siempre temer de los dones que le pre-sente, y entender que es permitido quitarle la vida de cualquier modo, para que evite el verse obligado por ignorancia o por imprudencia a consentir en su muerte. Por lo que juzgamos que de ningún modo es lícito mezclar en la comida o bebida veneno alguno para que lo tome el que haya de morir, u otra cosa de semejante naturaleza, que es la que disputamos.

CAPITULO VIII

SI LA POTESTAD DEL REY ES MAYOR QUE LA DE LA REPUBLICA

Grave cuestión tomamos a nuestro cargo, y de muchas maneras intrincada; de tanto mayor trabajo y molestia cuanto que no tenemos senda alguna tri-llada por otros que podamos seguir. Tal es si la autoridad del rey es mayor que la de toda la repú-blica, a que preside. Cuestión bien deleznable, a la parte peligrosa, no querer lisonjear a los príncipes, al mismo tiempo que parece que tememos ofender a aquellos en cuya potestad está la vida o la muerte de los ciudadanos. Al emitir nuestra opinión, tene-mos muy pocas esperanzas de un feliz resultado, pues por cualquier lado a que nos dirijamos, halla-remos siempre escollos donde tropezar. Todas las co-sas que el tiempo ha endurecido, más pronto las que-

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se disminuyen mucho cuando se toleran pequeñas cosas y de poca importancia; por lo que crearon un medio magistrado por una potestad tribunicia (en este tiem-po se llamaba Justicia), el que, armado con las leyes, la autoridad y cuidados del pueblo, tenía a la potestad real encerrada en ciertos límites, y era encomendado especialmente a la nobleza el que no se cometiese fraude, si alguna vez, habiéndose comunicado entre sí algún consejo por causa de defender las leyes, tu.- viesen Cortes para defender su libertad sin consen-timiento del rey. Nadie, pues, dudará que en estos pueblos y `otros semejantes la autoridad de la repú. blica es mayor que la de los reyes; y si, por el con-trario, no fuese aquélla mayor, ¿cómo podrían con-tener el poder de aquellos y oponerse a su voluntad? En otros reinos, donde la autoridad del pueblo es menor que la del rey, veremos si tiene lugar la misma opinión y si es conveniente a las cosas comunes. Muchos otros conceden que el rey es la cabeza y jefe de la república, que tienen la suprema y mayor po-testad para tratar los negocios del Estado, ya sea para una declaración de guerra, ya para conservar los derechos de sus súbditos en la paz; y no dudan por lo mismo en afirmar que la potestad del imperio de aquél sólo es mayor que la de todos, ya sea un ciudadano, ya un pueblo. Los mismos, sin embargo, niegan que el rey goza de la omnímoda potestad del mandar si toda la república o sus representantes,

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brantarás que las corrijas; y nosotros amamos siem- pre nuestros lunares y cicatrices, y deseamos que otro los amen también. Lo uno nos hace incurrir en la nota de ánimo ligeros y ambiciosos, y lo otro en la de temerarios y dementes. Sin embargo, no hay cosa más grave y más trascendental en la república que el aumentar o disminuir la autoridad del prín- cipe. La casualidad o la fortuna tienen como por derecho propio una gran parte en la constitución de la república y en las leyes que se promulgan; el pue- blo muchas veces no se guía con bastante discreción ni sabiduría, sino más bien con impetuosidad y cierta temeridad; par lo que los sabios juzgaron que las cosas que el pueblo haga se han de tolerar y no siempre alabar. Pero yo juzgo que cuando la potes- tad real es legítima, tiene su origen en el pueblo, y los primeros reyes en cualquiera república han sido elevados al poder supremo por una concesión de aquél. Deberá circunscribirla con todas las leyes y sanciones necesarias, para que no salga de sus límites ni se haga ilusoria en perjuicio de los súbditos, ni degenere en una tiranía. Lo cual hicieron en otro tiempo los lacedemonios entre los griegos, que sólo daban al rey el cuidado de la guerra y el ministerio de las cosas sagradas, como dice Aristóteles. Lo mis-mo hacían poco tiempo ha los aragoneses en España, tan celosos de su libertad, hasta el extremo que es-taban convencidos de que los derechos de la libertad

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elegidos de entre todas las clases del pueblo, se con-gregan en un solo lugar para deliberar sobre los negocios del Estado; lo que comprueba el ejemplo de nuestra España, donde el rey no puede imponer contribuciones, cuando los pueblos se oponen o di-sienten de algún modo. Use ciertamente aquél de toda maña; conceda premios a los ciudadanos o ins-píreles terror alguna vez, para traerlos a su devo-ción; solicíteles con palabras dulces, con esperanzas y con premios (lo que si le es permitido no lo dis-putamos); si esto no obstante, se resistiesen, se ha de estar más bien al juicio de ellos que a la volun-tad del rey. Lo propio diremos de la sanción de los reyes; pues, como dice San Agustín, entonces se cons-tituyen éstas cuando se promulgan, .y obligan cuan- do son aprobadas por las costumbres del pueblo. Tal vez no podemos menos de decir lo mismo cuando se haya de designar sucesor por el voto de los diputados o representantes del pueblo, especialmente si care-ciendo el príncipe de sucesión y no habiendo parien-tes, se ha de elegir de otra familia; pues entonces la elección pertenecerá a los ciudadanos y no al prín-cipe sólo. Por otra parte, ¿cómo podría la misma república reprimir los excesos de un rey que atropella los súbditos y se convierte en tirano despojarle del principado y, si es necesario, quitarle la vida, si no se reservase mayor potestad y facultades que las que delegó al rey? Ni es tampoco verosímil que hayan

querido despojarse todos los ciudadanos de su autori-dad para transferirla a otro sin excepciones, sin con-sejo y sin prudencia; lo que no era necesario que hi-ciesen para que el príncipe, inclinado a la corrupción y a la maldad, se atribuyese mayor potestad que la de todos; pues entonces el feto sería de mejor con-dición que los padres, y el arroyuelo más excelente que su origen. Y ¿quién dejará de reconocer que la república, que tiene mayores fuerzas, mayor ejército que el príncipe, por más autoridad que tenga, cuando está aquella en desacuerdo con éste, no ha de tener mayor autoridad? No obstante esto, hay algunos va-rones ilustres en opinión y ciencia que dicen lo con-trario: que el rey tiene mayor autoridad que la de todos los ciudadanos, ya separados e individualmen-te, ya juntos o considerados como un cuerpo, fun-dados en las siguientes razones. Supuesta la doctrina anterior, es preciso convenir en que el Estado o prin-cipado popular es mejor que el real, cuando toda la suprema potestad reside en muchos y casi todos los ciudadanos; y, además, admitida aquella opinión, sería lícito apelar de la sentencia del rey a la de la república, cuya libertad, si se admite, causaría la mayor confusión en todos los negocios y perturbaría todos los juicios. Ni tampoco hemos de pensar que el rey tenga menor autoridad en la república que la que tiene un padre de familia en su casa, que preside como. rey a toda una familia, como sienta Aris-

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tóteles. Lo mismo diremos de cada uno de los régulos o potentados, si los comparamos con sus súbditos; y lo propio también de los obispos, que son de mayor poder que cada uno de sus súbditos, y que todos, y que lo son en autoridad, en dominio y majestad; y aun podríamos ilustrar nuestra opinión con otros mu-chos ejemplos de la misma naturaleza. Por otra par-te, no pudiendo nadie dudar que la república puede ceder la suprema potestad de ella al príncipe sin excepción alguna, ¿qué obsta para que de hecho se la conceda, con el objeto de que estando aquél re-vestido del omnímodo poder real, la seguridad del pueblo sea mayor atendida, al paso que haya menos pretextos de rebeliones, en lo que estriba la salud y la tranquilidad públicas? La majestad del imperio, ¿qué otra cosa es que la solicitud constante de la feli-cidad de los pueblos? Así raciocinan los que quieren ampliar la potestad de los reyes de tal modo que no esté circunscrita por límites algunos. Es, pues, claro que semejante poder tiene lugar en algunos pueblos, donde no hay consentimiento público, donde jamás la nobleza y el pueblo se congregan para deliberar acerca del estado de la república, y donde sólo se atiende a la necesidad de mandar, sea justo o injusto el imperio del rey. Potestad demasiado excesiva sin duda, y próxima a la tiranía, según afirma Aristó- teles, que existe en algunos pueblos bárbaros. Ni es extraño, ciertamente, porque algunos parece que han

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nacido con robustez de cuerpo suficiente y sin con-sejo ni prudencia para ser esclavos y sufrir el imperio de los príncipes, por pesado que sea, de buena o maia gana. Nosotros sólo disputamos en este lugar, no de los pueblos bárbaros, sino del principado que domina entre nosotros, y es justo que exista, y de la mejor y más conveniente forma de gobierno. En primer lugar, concederé de buena gana que la potestad real existe en un reino para tratar de aquellos negocios que por la costumbre del pueblo, por instituto y cier-tas leyes, son permitidos al arbitrio del príncipe, ya sea para declarar la guerra, ya para dictar leyes a sus súbditos y ya para crear jueces y magistrados; y que tuviese además mayor autoridad que todos los ciudadanos, ora individualmente, ora juntos; y de consiguiente, que no haya nadie que se le oponga ni le exija responsabilidad alguna, como vemos esta-blecido en las costumbres de casi todos los pueblos, donde a nadie es permitido revocar las determinacio- nes del rey o disputar de ellas. Sin embargo de esto, créese, aunque en distinto concepto, que la autoridad de la república es mayor que la del príncipe cuando toda ella conspira a un mismo objeto y a una misma idea. Ciertamente, para imponer tributos y derogar las leyes, y especialmente para variar aquellas que determinan la sucesión en el reino, resistiéndolo la multitud, la autoridad del príncipe solo es muy dé- bil. Finalmente, nadie dudará que en la república

122 JUAN DE MARIANA

reside la potestad para contener los excesos del prín-cipe, si tal vez inficionado con los vicios y perver-sidad, e ignorando el verdadero camino de la gloria, quiere mejor ser temido de los súbditos que

y acostumbrado a mandar a éstos, espantados amado;y ate-morizados con el miedo camina con injurias de ellos

mismos a la tiranía (y lo mismo decimos si hay al-

pueblo están reservadas al común, las que de ninguna pum

p ). La apelación e nera se sujetan al arbitrio del prínci

a la república se ha abolido por dos causas (cuyo derecho erecho aún sigue en Aragón): la primera, porque

losla litigios de

suprema

del rey es suficiente para juzgar

era necesario determinar alguna razón para castigar los crímenes y para concluir los pleitos, y que no se hiciesen éstos interminables hasta el extremo. Pero

par, preferida la o a la nobleza po-

¿quién dirá que el imperio es poul república, no dejando al puebl

testad alguna para tratar de los negocios de aquélla? Acerca del padre de familia, de los régulos o poten-tados y de los obispos

respecto del , no es necesario detenernos: primero, porque manda a sus súbditos

como esclavos, a saber: con dominio despótico, y el rey preside a los ciudadanos con dominio libre y civil; y respecto de los otros dos, nada importa que sean preferidos a todos los súbditos, estando la suprema potestad en la república, en el rey o en el romano

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pontífice, porque los errores y excesos de aquéllos pontífice, castigados por una autoridad superior y con me-

jor censura. ¿Quién podría sanar al príncipe si la república estuviese reducida de todo punto a una clase? Y por cuanto hemos hecho mención del ro-mano pontífice, su autoridad, aunque próxima a la divina, no puede mover a alguno (como lo hacen muchos) a afirmar que la autoridad suprema y más grande de la república se le debe dar a los reyes sin limitación alguna. Muchos varones ilustrados y pru-dentes, dotados de la mayor erudición, sujetan los romanos pontífices a la Iglesia, reunida en un concilio general, para deliberar acerca de la religión y de las costumbres, y ciertamente, si tienen o no razón no lo disputo, pero le sujetan como a una potestad real. Los que, por el contrario, juzgan que la potestad pontificia debe ser preferida a la del concilio, su jui-cio, siendo impugnado por la misma naturaleza que la de la potestad real, sujeta a la de la república, se evaden haciendo esta diferencia: la potestad real trae su origen de la república, por cuya razón está sujeta aquélla a ésta; mas la potestad pontificia reconoce por origen a Dios, cuyo autor fué Jesucristo mientras vivió en la tierra, dejando después delegada dicha potestad a Pedro y sus sucesores en todo el mundo, ya para corregir las costumbres del pueblo cristiano, ya para determinar todo lo relativo a las cosas reli-giosas y divinas. De cuya respuesta se infiere que

124] JUAN DE MARIANA

los que disienten respecto de la autoridad de los pontífices asientan desde luego que la de los reyes es menor que la de la república. Mas se me preguntará tal vez si está en el arbitrio de la república despojar- se asimismo de toda su potestad y entregarla al prín- cipe de lleno y sin restricción alguna. Ciertamente no tendré necesidad de esforzarme mucho ni de apreciar en gran manera cualquiera diferencia que haya en la cuestión con tal que desde luego se me conceda que la república obraría imprudentemente si entre- gase aquélla al príncipe del modo que se ha dicho; y éste la aceptaría temerariam.ente, porque los súb- ditos entonces pasarían de libres a ser esclavos, y el principado otorgado para la protección degeneraría en tiranía y opresión. El cual, entonces, es real, cuan- do no excede los límites de la modestia y la templan- za; pero cuando abusa de su potestad, la que algunos imprudentes están muy cuidadosos de aumentar de día en día, entonces se disminuye y se corrompe de todo punto. Nosotros, necios, engañados por la apa-riencia de la potestad más grande, caemos en el ex-tremo opuesto y no reflexionamos con juicio que aquella potestad que impide el exceso en la adminis-tración pública es la más segura y estable. Pues no sucede en el principado regio como en las riquezas, que cuanto más aumentan, tanto más nos hacemos ricos, sino que es todo lo contrario, debiendo, pues, el príncipe mandar, a los que le quieran, recoger la

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benevolencia de los ciudadanos y proporcionarles to-da clase de beneficios. Si el imperio entonces es ás-pero y severa en demasía, el rey se descuida de su benignidad y convierte la potestad en una impoten-cia. Habiendo Theopompo, rey de los lacedemonios, creado recta y sabiamente cierta clase de magistrados a manera de tribunos para refrenar la licencia de los reyes, volviendo después a su casa entre los aplausos del pueblo, y reconviniéndole su mujer por lo que acababa de hacer, diciendo: "Por lo que has hecho, dejarás un imperio disminuido a tus hijos", le con-testó: "Ciertamente disminuido, pero más estable". Los príncipes, pues, no poniendo trabas a la felicidad pública, gobiernan más fácilmente la república, a los súbditos y a sí mismos; olvidados de la humanidad y de la modestia, cuanto más elevados se hallen, tan-to mayor y más grave es su caída. Previsto por nues-tros mayores, hombres verdaderamente prudentes, se-mejante peligro, sancionaron muchas cosas sabia-mente, para contener a los reyes dentro de los límites de la modestia y templanza, de suerte que no abu-sasen de su potestad, cuyo exceso es la causa de la destrucción de la felicidad pública. Entre aquellas cosas que determinaron con mucha prudencia, una de ellas fué que en ningún negocio de importancia se sancionase sin la voluntad de la nobleza y del pueblo, debiéndose antes de elegir de entre todas las clases del Estado, individuos para reunirse en

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Cortes del reino. Era costumbre en Aragón y en otros reinos (la que aún existe en aquél) convocar a los obispos de todo el reino, la nobleza o próceres, y a los procuradores de las ciudades para aquel ob- jeto, y ¡ojalá que nuestros príncipes volviesen a res- tablecerla! ¿Por qué razón, pues, se ha abolido seme- jante costumbre en su mayor parte, a excepción de los próceres y de los obispos, sino para que, recha- zada la voluntad del pueblo, en cuyo consentimiento estriba la salud pública, los negocios públicos se tra- ten al arbitrio del rey y al capricho y voluntad de unos pocos? El pueblo, a cada paso, se queja de que los hombres particulares, cuales son los procuradores de las ciudades (que es lo que ha quedado en este tiempo), se corrompen fácilmente con la esperanza y con las dádivas, especialmente no siendo aquéllos elegidos con juicio, sino designados por la temeridad de la suerte, que es una nueva corruptela y un indicio claro de la confusión de la república, de que se la-mentan los sensatos, pero que no se atreven a acla-mar. Estando el tiempo sereno se debe prevenir la tempestad, para que no sorprenda a los incautos; de suerte que no cause maravilla el que, arrancadas tantas fortalezas de la república, se resientan las de los pueblos, se experimenten muchas y graves cala-midades y no corrompan a la nobleza del imperio los sucesos en la guerra y en la paz, complicados con una multitud de males. Además, para que el poder.

DEL REY

de la república tenga bastante fuerza y mayor so-lidez, se debe proveer con no menor prudencia que las principales cabezas de ella adquieran grandes ri-quezas y poder, dándoles vastos dominios de sufi-cientes villas y castillos, no sólo a lo principal de la nobleza, sino también a los obispos y sacerdotes, como a centinelas de la salud pública, según lo exige el amor de la república y sagrado sacerdocio, cuya determinación comprobó en muchas ocasiones que fueron siempre amantes de la justicia, de la religión y de la patria y que inspiraron a los enemigos el terror y el miedo, para que nadie se atreviese a con-mover impunemente la república en perjuicio de to-dos. Es un error y muy grave el de los que juzgan que se debe despojar a los sacerdotes de sus do-minios, sus castillos y villas, como un peso inútil y una carga poco conveniente a los cuidados propios del sacerdocio; y no reflexionan que, debilitada y sin prestigio esta clase nobilísima de la república, corre riesgo la paz de ésta; y que los obispos, ade-más, no sólo son igualmente las principales per-sonas y príncipes de la república. De consiguiente, los que pretenden alterar semejante instituto, des-truyen todos los fundamentos de la libertad, de la felicidad y del principado; y yo, por lo tanto, creo más bien que si queremos alguna seguridad, se les debe dar mayor autoridad, aumentar sus dominios y entregarles firmísimas fortalezas. ¿Qué poder será el

JUAN DE MARIANA

de una sola cabeza, cuando peligren la salud pública, la santidad de la religión, las fortunas de todos, entre los aplausos continuos de los palaciegos, entre la turba de esos aduladores, los placeres dos que la ponen fuera de sí, como demente, exdestempla

uesta p peligros y a corrom-

continuamente a multitud de peli perse con todo género de vici y idad? Debilitado el sagrado sacerdocio,

os entrede fiaremos a

pervers ho - hm adores, profanos y aduladores, como son todos los que

viven en el palacio del prínci pe , todos los negocios de la república y de la religión. Nuestra se horroriza al pensar cuántos males amenazarían alma

a la patria por aquella causa. Sabiamente pensaba Aris- tóteles cuando quería que la república no sólo tuviese mayor autoridad, sino también fuerzas más sólidas y firmes, cuyas palabras referiremos en este lugar: "El objeto de la cuestión es si debe el rey tener cerca de sí fuerzas para poder obligar a su obediencia a los malos e inobedientes, o peri de qué modo ejercerá el im- las o. Si tiene, pues, el rey la potestad limitada por

leyes, de tal modo que nada pueda hacer por su voluntad, sino según lo prefijado por la ley, le son

y tal vez convendrá necesarias las fuerzas para poder defender las leyes;

que igualmente tenga tantas cuan-tas necesite para imposibilitar el poder de los

duos y de la multitud enemiga. De este modo indivi- atem- peraban los antiguos las guardias cuando enviaban al-

gún jefe a cualquiera ciudad, el que llamaban Aesym-

DEL REY [129

neta o tirano. Habiendo Dionisio de Siracusa pedido satélites para su guardia, respondió uno "que a los siracusanos se les debía dar multitud de guardas". Hasta aquí Aristóteles. Para concluir, pues citaré un ejemplo notable, para demostrar cuán grande fué la autoridad de la república y de la nobleza en tiempo de nuestros mayores. Alfonso VIII, rey de Castilla, te-nía sitiada a la ciudad de Cuenca, situada en los lu-gares celtíberos más fragosos, por lo que era un ba-luarte fortísimo de los dominios de la gente mora. Habiendo consumido todo el dinero y agotado todas las provisiones, marcha a Burgos el rey, y se pre-senta a las Cortes, pidiendo que estando ya cansado el pueblo por la multitud de impuestos, era preciso que cada uno, bajo una condición libre, depositase en el erario público cinco maravedises de oro para sostener la guerra, y que no debía dejarse escapar la ocasión presente de borrar el nombre moro. El autor de semejante consejo fué don Diego de Haro, señor de Cantabria. Mas don Pedro, conde de Lara, se re-sistió a todos los esfuerzos de aquél, y estrechando la mano de todos los nobles, se salió del congreso, pre-parado para defender con la armas la inmunidad que tanto había costado conseguir a sus mayores, y afirmando que desde entonces no permitiría que la nobleza fuese oprimida y vejada con nuevas contri-buciones; que era menos importante el dejar de re-primir y castigar a los moros, que permitir que la

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JUAN DE MAELANA•

república fuese recargada con una esclavitud más grande aún. El rey, a la vista del peligro, varió

de propósito. Aprobado por los nobles semejante pro- ceder, determinaron Que todos los arios fuese convi- dado a una comida diCho don Pedro y sus descen- dientes, como una merced debida a

la noble acción del conde; y Para

que sirviese de monumento grato a la posteridad y no permitiese ésta en ninguna oca- sión que se

disminuyesen los derechos de la libertad. Es, pues, constante que conviene a la salud de la

república y a la autoridad de los reyes que haya hombres que contengan el poder real circunscrito en ciertos límites; Que una y otra perecen cuando aqué-llos se hacen locuaces, aduladores y falsos,

los que en gran número se encuentran en los palacios de los príncipes, poderosos en riquezas, favor y autoridad. habrá siempre. A semejante peste siempre se le acusará; pero la

CAPITULO IX

EL PRINCIPE ESTA SUJETO A LAS LEYES

Ardua cosa es el que los príncipes contengan den-tro de los límites de la modestia la excelente y gran potestad de que están revestidos; difícil es persuadir-los de que, tal vez corrompidos con la abundancia de bienes, y soberbios con las lisonjas de los cortesanos, no piensan que conviene adquirir riquezas y poder para sostener la dignidad real y el esplendor de la majestad y parecer que deben desear con ansia el imperio de otros. Porque es todo lo contrario: nin-guna cosa asegura mejor la riqueza del príncipe co-mo la modestia, si estuviese fijo en su mente e im-preso en su corazón que los príncipes deben mandar de modo que siempre estén preparados a dar cuenta de sus consejos y de su vida, primeramente a Dios,

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por quien es gobernada toda la tierra, y a cuya vo- luntad los imperios se constituyen y se arruinan; y luego, al pudor y a la honestidad, con cuyas virtudes nos proporcionamos el auxilio divino y conciliamos la benevolencia de los hombres. También es nece- sario sujetarse a la opinión pública de los ciudadanos, y tener siempre presente que la fama podrá hablar de nosotros después de seiscientos arios; y que es de un n ánimo grande y elevado aspirar a la inmortalidad

d su nombre; cuando se desprecia la fama se de& precian también las virtudes, y los ingenios distin-guidos desean la mayor elevación: los hombres de alma Pequeña, desconfiando de todos y contentos con lo presente, nada cuidan para lo futuro. Sabido esto por los primeros hombres, acostumbraban a colocar en el número de los dioses filos príncipes cu y erigían templos a aque-

os méritos y acciones habían sido ilustres en la república. Diráse tal vez que esto era una necedad y estupidez. ¿Quién lo niega? Singular-

ano mente, cuando esta costumbre, nacida de un s principio, había degenerado hasta la demencia de atribuir, ya en vida nidada , ya después de muertos, la divi-

príncipes desmoralizados por el lujo y por los vicios. Sin embargo, en esta superstición vemos claramente algo que nos enseña que las alabanzas y glorias de los muertos sirven mucho para a los vivos a ser virtuosos; con el deseo de laexcitar

fama se alimentan las virtudes y el estudio de la equidad.

DEL REY

Finalmente, tenga entendido el príncipe que las le-yes santas, en las que descansa la salud pública, serán estables y fielmente observadas si él mismo la san-ciona con el ejemplo. Arregle su vida y sus costum-bres de tal manera que casi no permita que otro sea mejor observador de las leyes que él. Estando con-tenido en éstas todo lo lícito y todo lo que no lo es, para conformar todos los actos de lá vida con, ellas, el que las quebranta necesariamente se separa de los límites de la probidad y la justicia; lo que, no siendo permitido a ninguno, mucho menos lo será al príncipe, cuya potestad y cuidados la empleará dignamente en sancionar la justicia y castigar la mal-dad; a este fin, pues, debe dirigir todos sus pensa-mientos y deseos de mando. A los reyes les será lícito dar nuevas leyes exigiéndolo las circunstancias, interpretar las antiguas y suavizarlas; y si algún paso particular no estuviese comprendido en la ley, tam-bién será conveniente que supla esta omisión. Pero invertir a su arbitrio las leyes y referir todo lo que hiciere a su provecho y voluntad, sin respetar las instituciones y costumbres patrias, es propio de todos las tiranos; así como es natural a los príncipes obrar de modo que no parezca que ejercen una potestad absoluta sobre las leyes. Adviertan cuánta diferencia hay entre querer tener súbditos obedientes y pro- bos y sancionar a la vez ellos mismos, con la licencia de su vida, la inmodestia y la maldad; pues los hom-

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bres creen más bien al ejem-plo que a la ley, y pien- 'san hacer un obsequio a los príncipes imitando sus acciones, sean buenas o malas. Es un príncipe inepto aquel que sólo establece los edictos suyos y las leyes de sus mayores con las palabras, y las destruye a un tiempo con sus vicios. Además, ¿qué otro objeto ha- brá para que los príncipes tengan menor potestad que todo el pueblo, si el principado es popular, o que la nobleza, si la forma de gobierno fuera aristo- crática? No piensen, pues, los príncipes que están menos sujetos a sus leyes que lo están la nobleza y el pueblo a aquellas que hubiesen sancionado en vir- tud de su facultad; especialmente cuando hay mu- chas leyes que no han sido dadas por los príncipes, sino instituídas por la voluntad de toda la repúbli- ca, cuya autoridad e imperio es mayor que la del príncipe, si es verdad lo que dejamos dicho en la última cuestión. De consiguiente, el príncipe no só- lo debe obedecer a estas leyes, sino que ni le es aun permitido variarlas sin el asenso y firme voluntad de la multitud, como son las de la sucesión de los príncipes, las de los impuestos y las de la religión. Zalenco Locrense y Charondas, llamado Tyrio, jamás se juzgaron exentos de la obediencia a las leyes, pues el primero, habiendo cometido un hijo suyo adul-terio, a pesar de que los ciudadanos le intentaban librar de la pena de sacarle los ojos, con que eran castigados los adúlteros, el padre, arrancándose a sí

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mismo un ojo, hizo arrancarle otro a su hijo, satis-faciendo así a la nobleza y a la humanidad con un ejemplo, al mismo tiempo que daba mayor autoridad a las leyes. Charondas había prohibido -por una ley que ninguno entrase en el lugar donde se hablaba al pueblo con la espada ceñida; mas como un día, vi-niendo del campo de repente entrase en dicho lugar sin haberse quitado la espada, avisado por uno de su falta, él mismo se atravesó el pecho con ella. Ins-truido, pues, el príncipe con tales preceptos y ejem-plos, debe mostrarse a todos como un espejo de mo-destia y probidad; y la obediencia que él exige de sus súbditos, prestarla debe antes él mismo a las leyes; ame las costumbres e institutos de la patria; deléitese en usar de las mismas voces, del mismo vestido y del mimo culto que los demás ciudadanbs, y jamás los corrompa con exterioridades desacostumbradas. Todo esto es un indicio claro y cierto de gravedad real, de constancia y de amor a la patria. Tampoco debe juzgar que le es lícito todo aquello que, si los pueblos lo hiciesen, necesariamente traería la ruina y las lu-chas del país. Las voces y palabras de los cortesanos repútelas como peste certísima; cuando oiga que le dicen, con el objeto de conseguir su gracia, que tiene mayor autoridad que las leyes y la patria, que es dueño absoluto de todo lo que poseen pública y pri-vadamente los súbditos; que todas las cosas penden de su gusto y que todo el derecho y toda la justicia

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están subyugadas a su voluntad. Así se expresaba Trasímaco Calcedonio, asegurando que el derecho y la equidad consistían sólo en la utilidad y gusto del príncipe. Aborrezca la vanidad deshonesta de aque- llos magos que, preguntándoles Cambyses, rey de los persas, si le sería lícito casarse con su hermana, a la que amaba hasta el extremo, le contestaron primero que no era permitido a nadie por el derecho común de los persas, pero que había una ley permitía a los reyes todo lo que les agradase. De que

consiguiente, le fué concedida al rey una licencia para contraer aquel matrimonio que a los demás era negada. ¡Oh, hombres nacidos para ser esclavos! Ni escuche tam- poco a Anaxarco, cuando dirigía estas palabras a Ale- jandro, estando lleno de pena por la muerte de Clito: "¿Ignoras, ¡oh, rey!, que la diosa Themis se sienta al lado de Júpiter para que todo cuanto le venga a la voluntad al momento lo sancione? Ciertamente él interpretaba por esto que a los reyes les era lícito toda lo que fuese de su voluntad, pues que para ellos no hay lícito ni ilícito. Lo mismo imitó el pueblo y senado romano al declarar que Augusto estaba exen-to de las leyes. Sin -embargo de que, oprimida la re-pública con las armas y poder del César, y no pu- diendo hacer el pueblo más que temer, disimular y adular, ¿qué otra cosa le restaba en medio de su temor, que conceder al César todo lo que quería? Así fué que al mismo tiempo que lo declaraban exento de las

leyes, por el mismo decreto lo declaraban igualmente tirano. Fué aquél naturalmente benigno y clemente, es verdad, pero el que niegue que fué también tirano es preciso que no tenga entendimiento. Tirano es, pues, aquel que manda a súbditos que no le quieren; el que quita la libertad de la república con las armas; el que no mira por la utilidad del pueblo, sino que tiende sólo a su engrandecimiento y a extender el dominio usurpado: toda lo que ¿quién será tan ciego que niegue que lo hicieron César y Augusto? Se me dirá tal vez que es ridículo querer sujetar a las leyes e igualar a los demás en un mismo derecho a aquel que aventaja a todos en riqueza y en poder; porque sancionando la ley la igual ( ¿qué otra cosa es la igual-dad?), no puede tener lugar entre aquellos que por todos conceptos son desiguales. Por cuya causa estaba admitido en Atenas el desterrar a todos aquellos que eran más excelentes que los demás, a lo que llamaron ostracismo. Juzgaban, pues, que era una iniquidad igualarlos ante las leyes a los demás, y al mismo tiempo pensaban que era muy peligroso hubiese en la república quienes pudiesen más como particulares que las leyes públicamente. Además se me dirá igual-mente que es una necedad el querer ligar con las leyes a aquel a quien no se se puede reducir por el miedo del suplicio y de los juicios, pues que las leyes serán enteramente ilusorias para aquel que tiene las armas y la fortaleza, si no están robustecidas

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aquéllas con el temor de un poder mayor. Final- mente, hay muchas leyes que ole tal modo pertenecen a la multitud, que no pueden convenir al príncipe, como son las que prescriben la economía en los gas- tos, la modestia del culto, el género de vestidos y las que quitan las armas al pueblo. Todo esto es una verdad. Mas no somos tan temerarios y locos que que- ramos desagradar la majestad de los reyes y con- fundirlos con la multitud. No es nuestro ánimo su- jetar al príncipe a todas las leyes sin discreción alguna, sino solamente a aquellas que pueden ser observadas sin mancilla de su dignidad, las que no obstan a las funciones de rey, como son las que han sido promulgadas para todos los oficios de la vida que son comunes al príncipe y al pueblo, cuales son las que prohiben el engaño, la violencia, el adulterio, y mandan la modestia en todos los actos. Obrará prudentemente el príncipe si sanciona con el ejemplo de su vida las leyes suntuarias, para no dar ocasión a los ciudadanos para que desprecien las demás le-yes, e impide al mismo tiempo que el vulgo admita aquella opinión de que no conviene a la dignidad obedecer a las leyes. Sin embargo, si alguna vez omi-tiese la observancia de aquéllas, no le culparé tan agriamente, con tal que sea rígido observador de las demás leyes, ya divinas, ya humanas. Por muy su-perior y aventajado que sea cualquiera a todos los demás, debe, sin embargo, reputarse individuo y par-

te de la república. Se vitupera a cada paso el instinto de los atenienses, que expulsaban de la república a los príncipes varones, a quienes convenía por otra parte acostumbrar desde la primera edad a vivir con los demás en igual derecho, para que se acordasen que en la república hay mayores, menores y media-nos, y que todos están ligados con unos mismos vín-culos sociales. Grandes filósofos dicen que el príncipe no puede ser castigado por la ley, sino que solamente está obligado a obedecer lo preceptivo de ella, pues que teniendo las leyes dos partes, una penal y otra preceptiva, sujetan al príncipe a una sola parte de ella, convirtiendo en un principio de religión, si al-guna vez se separa de lo prescrito por aquélla; a to-dos los demás los sujetan a las dos partes de la ley, cuya razón no me desagrada; acaso concediendo tam-bién que el príncipe debe estar sujeto a aquellas leyes que la república sancionó, cuya autoridad, como di-jimos, es mayor que la del príncipe, y si fuere nece-sario también deberá quedar obligado a sufrir el cas-tigo; porque para despojarle del trono y castigarle con la pena de muerte cuando lo exijan las circuns-tancias, qué autoridad se necesite ya lo hemos dicho arriba. De otra manera sucede respecto de las leyes que él diese; pues nadie puede obligarle contra su voluntad a sufrir la pena. Incúlquese, pues, en el ánimo del -príncipe desde la más tierna edad, y há-gase entender que está mucho más ligado por las

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leyes que todos los demás que obedecen a su imperio; que incurrirá en un grave crimen de religión si se aparta de su observancia; que él es el guarda y el defensor de la ley; lo que conseguirá mejor con el ejemplo que con el miedo, porque éste no es el maes-tro más duradero del deber de cada uno. Si se mues-tra estricto y rígido observador de las leyes, gober-nará facilísimamente la república, la hará feliz y di-chosa, y contendrá la insolencia de los nobles; de tal modo que jamás piensen que pertenece a la digni-dad el despreciar las costumbres de la patria y el mostrarse exento de las leyes. Pero dices que la ma-jestad del príncipe se disminuirá con tal modestia; no, antes bien se aumentará la locura, concedida que es la libertad de quebrantar las leyes. También dices que el temer las leyes es de ánimos corrompidos y depravados. No; antes más bien el despreciarlas es de ánimos perdidos y contumaces. Es muy bueno hacer lo que quieres; pero también es miserable ha-cer lo que no es lícito, y más miserable aún el poder hacer lo que es deshonesto. El furor armado con el hierro se atrae a sí mismo y a otros el daño. Quede, pues, fijo que la modestia del príncipe que manifieste que es verdad que conviene el sujetarse a las leyes, hará que ésta sea útil a los ciudadanos y honesta para sí; robustecerá el estado de todo el reino con el más firme y poderoso apoyo, y hará que su imperio sea feliz y dichoso, y prospere.

CAPITULO X

EL PRINCIPE NADA DEBE DETERMI- NAR ACERCA DE LA RELIGION

Si es una cosa cierta que los príncipes no están exentos de la observancia de las leyes de la república ni de las suyas, ¿quién podrá concederles facultad para variar los ritos y ceremonias de los sacramentos, alterar la disciplina eclesiástica e invadir las cosas divinas?, o ¿cómo podrá haber concordia y armonía entre las naciones si son diversos los pareceres del español, del alemán, acerca de la divinidad e inmor-talidad del alma? Una, pues, debe ser la idea; un mismo sentimiento debe tener de las cosas divinas el francés, el italiano, el inglés y el siciliano; si un príncipe cualquiera abocase así los negocios eclesiás-ticos y los encomendase a su arbitrio o al de los suyos, ¿no podríamos creer que en breve sucedería el que hubiese tantas opiniones y tan diversas por todo el orbe, tan varios y distintos los ritos de la Iglesia

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y el calor del sacerdocio, como varios y distintos son todos los juicios de los hombres? Por esto, pues, fué necesario constituir una sola persona para el cuida-do de la religión y para guarda de las ceremonias y leyes eclesiásticas, a la cual obedeciesen todos los príncipes del mundo, cuyo imperio respetasen todos, y es pecialmente los ministros de la religión, a quie-nes por esta causa se les eximió de la jurisdicción de los demás -personajes por un decreto de nuestros mayores, muy conforme a las leyes divinas. Es cons-tante que en los tiempos primitivos las cosas sagra-das fueron tratadas por los príncipes seculares, que reunían en una sola persona el cuidado de la repú-blica y el de la religión; pues vemos en los libros sagrados que Noé, Melchiseder y Job ofrecieron sa-crificios a Dios con sus propias manos; y, por otra parte, con el nombre de sacerdotes se significaban los personajes principales de una sociedad. Xenofonte nos dice también que Cyro, persa, hizo sacrificios a a los dioses. En Atenas y entre los romanos, los reyes ejercían las funciones sacerdotales, por lo que, ha-biendo muerto en Atenas Codro, rey, se creó otro rey o príncipe para el cuidado de las cosas sagradas. Concluidos en Roma los reyes, crearon un sacerdote para renovar los sacrificios que acostumbraban a ha-cer aquéllos, para que no se echasen de menos los sacrificios; pero sujeto al mismo tiempo al pontífice, con el objeto de que tan grande honor no perjudicase

a la libertad, cuyo primer cuidado era éste. Esta cos-tumbre existió también en tiempo de los emperado-res romanos, y se concedió a los Augustos que fuesen ellos mismos pontífices; de modo que igualmente hu-bo ocasiones en que el pontífice enviaba a los nueva-- mente creados la estola sacerdotal, como si los adop-tase en un mismo cuerpo. Pero Honorio Augusto fué el primero de los emperadores cristianos que repudió por motivos religiosos semejante costumbre, conio dice Zósimo. Otras muchas cosas pudiéramos decir; pero no las creemos necesarias. Sin embargo, todo esto tenía por objeto que el culto de la religión y de la administración de la república estuviesen bajo la protección de los príncipes; y para que los ministros del culto viviesen en estrecha amistad con los ma-gistrados de la república, bajo una misma cabeza. Moisés fué el primero que, habiendo mudado aquella institución, delegó a su hermano Aarón por disposi-ción divina el ejercicio de las funciones sagradas, reservándose sólo el cuidado del pueblo, y no sin motivo, pues había conocido que no era suficiente una sola persona para atender a tantos cuidados en medio de aquel aparato inmenso de ritos y ceremo-nias religiosas. Con mayor motivo, después que Jesu-cristo se apareció a nosotros en carne mortal, sepa-rando una y otra potestad, encomendó a Pedro y a sus sucesores el cuidado de la religión santa, dejando a los reyes y príncipes la potestad que habían reci-

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bido de sus mayores; pero de tal modo, que no privó a los obispos y sacerdotes de tener tropas y princi-pados; si algunos príncipes piadosos, llenos del es-píritu de Dios, quisiesen alguna vez aumentar con tal esplendor la majestad de la religión, como algu-nos malévolos han dicho, acusándoles de ineptos para aquel objeto; y si esto mismo vemos que lo han he-cho otros muchos entre los gentiles, ¿quién lo vitu-perará entre los cristianos? Reconocidos los límites de una y otra potestad, se cuidará diligentemente que una y otra orden se estrechen con los lazos de la benevolencia, prestándose oficios mutuos de armo-nía. Lo que será fácil conseguir si se da a unos y a otros entrada a todos los honores y oficios de una y otra potestad; de esta suerte, unidos por unos mis-mos vínculos, los sacerdotes procurarán la felicidad de la república, y los príncipes y personas principa-les de la nobleza tendrán más cuidado en defender la religión que han abrazado, puesto que los anima la esperanza cierta de enriquecer a los suyos con los honores y la abundancia. Por cuya causa el primer cuidado del príncipe deberá ser el de conciliar uno y otro orden, prepararlos en la paz para que no di-sientan en perjuicio público; y con este cuidado ad-mitirá en los negocios de la república á los ministros de la religión, como lo hacían nuestros antepasados llamando a los obispos a las Cortes del reino; dándo-les tanta autoridad, que querían que nada se san-

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cionase que no fuese antes aprobado por la voluntad y consentimiento de ellos; lo que no sé por qué se ha omitido en nuestros tiempos. ¿Será, por ventura, justo dejar que peligre la salud de la república y el estado de la religión en manos de una sola persona, cual es un príncipe rodeado por todas partes de hom-bres malvados y corrompidos? ¿Será prudente dejar al arbitrio de los magistrados profanos y de los cor-tesanos las determinaciones acerca de las ceremo-nias, ritos y leyes eclesiásticas? Rechacemos peligro tan grande, que el que no le viere es preciso que sea ciego, y el que no deseare poner remedio oportuno mirará con desprecio la felicidad pública y particu-lar. ¿De quién debe prometerse la república remedios más oportunos a las costumbres viciadas: de los sa-cerdotes, o de los hombres particulares, como de los procuradores de las ciudades? ¿Quiénes sino éstos podrán cicatrizar las profundas llagas de la corrup-ción? Además, deberá el príncipe cuidar de que los derechos e inmunidades del sacerdocio sean inviola-bles. A ningún sacerdote castigará con el suplicio, aunque haya justa causa. A los que se acogen al asilo de los templos no los despoje de la libertad conce-dida por los mayores: conviene, tal vez mejor, dejar impunes los delitos que infringir las leyes sacrosan-tas, respetables por su misma antigüedad. Y advier-ta que jamás quedan sin castigo tan temerarios atre-vimientos. Siendo Arcadio emperador, sabemos que

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Eutropio le persuadió que existía una ley contraria a la inmunidad de los templos, el cual consejo fué sin duda alguna bien triste para el autor, pues que habiendo sido extraído del templo, adonde se acogió como a un asilo, escapando de la ira del emperador, sufrió la pena de muerte el que poco antes vivía fe-liz y dichoso, porque era prefecto y cónsul de la co-marca del emperador, cuyo honor obtuvieron primero los eunucos. No obstante, si entre los sacerdotes hu-biese hombres perversos y malvados, y en el pueblo criminales que abusasen de la inmunidad y asilo de los templos, emplee el príncipe los medios oportunos para que los obispos pongan el suficiente remedio, de tal suerte, que nunca les sea permitido en virtud de su autoridad quebrantar los derechos sacrosantos establecidos por nuestros mayores para aumentar el culto y ensalzar la majestad de la religión. Cuanto más proteja la religión, recibirá del cielo mayores honores, riquezas y potestad. Por lo tanto, jamás permitirá que se quiten a los templos y a los obispos las villas y fortalezas que se le hubieran concedido, pues debilitado el poder y el prestigia del sacerdo-cio, ¿quién podrá contener los conatos de los hom-bres malvados para trastornar la república y escar-necer la religión santa, como sucede muchas veces? Por lo mismo, pues, obran con mucha prudencia aquellos que en la calma de la república previenen el remedio para los tiempos borrascosos. Suponga-

mos un príncipe que ha quedado huérfano en la me-nor y más tierna edad, de cuya ocasión han acostum-brado muchos hombres malos y turbulentos a ser-virse para destruir la república; supongamos, además, que aquél sea de tan depravadas costumbres y tan contaminado con nuevas y erróneas opiniones acerca-de religión, que altere las ceremonias y ritos reli-giosos y destruya las instituciones del país, como puede suceder; y supongamos, por último, que la no-bleza, por medio de una conjuración, envuelve la república en una guerra civil. ¿Convendrá que el sa-cerdocio carezca de poder? ¿Por ventura no será más racional que tenga fuerzas, prestigio y autoridad para resistir a la maldad y defender la religión? Yo, sin embargo, pienso que estos males son muy pequeños en comparación de los que concibo que pueden ame-nazar a una república, y así quisiera más bien que no sólo no se quitase a los obispos lo que tienen por nuestros mayores, sino que se les debe confiar fir-mísimas fortalezas para sujetar como con grillos la maldad, la impiedad y el deseo pernicioso de inno-varlo todo que por todas partes se manifiesta. Cier-tamente pueden los sacerdotes corromperse; pero esto sucede raras veces; y sabemos que si alguna cosa se salvó en Francia y Alemania en medio de tanta licencia de innovarlo todo y en tan atroces tiempos, fué debido todo a los esfuerzos y poder de los obis-pos. En España, igualmente, habiendo muerto Al-

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fonso, rey de León, su hijo Fernando, cuyas virtudes le dieron el nombre de Santo, en medio de las disen-siones de la nobleza, preparada con las armas, no necesitó de otro apoyo más que el de los obispos, a quienes pareció una iniquidad excluir a aquel hijo de la herencia paterna. Los oficios, pues, de los obispos, como dice el arzobispo don Rodrigo, son no solamen-te el tratar las cosas sagradas, sino también defender la república; ya porque por razón de la dignidad de su persona y ministerio defenderán con mayor soli-citud la justicia, o ya porque siendo de una edad respetable, están sus pasiones mortificadas y, de con-siguiente, menos expuestos a perturbarse, y ya por-que, separados del matrimonio, y sin cuidado alguno por los hijos y familia, deben emplear todos sus es-fuerzos y toda su solicitud en beneficio de la salud pública; lo que muchos hombres, por grandes que sean, no pueden hacer, por impedírselo el cuidado de los hijos. Por cuya causa vemos que los reyes de Persia y otros príncipes llamaron al servicio de su casa a hombres castrados, porque pensaban que és-tos, careciendo de sucesión y familia, tendrían mayor cariño y más solicitud para con sus señores; por lo que algunos han dicho que la palabra eunuco pro-cede de aquella benevolencia. Finalmente, es necesa-rio estar persuadidos de que las riquezas de la Igle-sia, los vasos de oro y plata, los réditos anuales, los diezmos y las propiedades eclesiásticas, son muy útiles

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a la república. Sin embargo, debe haber un justo medio en todas estas riquezas, y cierta templanza, como debe haber en todo género de cosas; mas estas mismas riquezas no sólo no obstan, sino que son muy necesarias para realzar la majestad de la religión, en la que estriba la salud pública, y para contener en sus deberes a los sacerdotes. Por esta causa vemos que en muchas partes se desprecia el culto de las iglesias por su pobreza, y que en dondequiera que los sacerdotes se ven reducidos a la más estrecha mise-ria, la religión se envilece y las costumbres de los ministros del culto se corrompen en toda clase de vi-cios, pues que, siendo guiados los hombres por los sentidos exteriores, se pagan mucho del esplendor y aparato externo; y la gravedad de la persona impor-ta bastante para que, aun cuando las costumbres no sean del todo buenas, se peque con más pudor y cautela. Ni tampoco podemos decir sin temeridad que Dios hiciese mal cuando permitió a los judíos que sus tabernáculos y templos rebosasen en púrpura y en oro, dándoles también los diezmos de los campos: ni Jesucristo ni los apóstoles vituperaron tales costum-bres como indignas de la religión, en cuanto no las prohibieron. No obstante esto, sería mucho mejor si la santidad de nuestras costumbres fuese tal que bas-tase a conciliar el respeto y la autoridad a la religión y a nosotros mismos, que no necesitásemos del apa- rato exterior; pero cuando esto no es fácil en los

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tiempos que atravesamos, el que intente despojar a las iglesias de sus bienes y a los ministros del culto de sus riquezas, sin duda alguna tiene por objeto que el desprecio de la religión sea mayor, y menor el prestigio de ella, sin peligro alguno, sin daño grave y sin ningún pudor. Además, las riquezas de los sa-cerdotes mantienen una gran porción de pobres, para cuyo objeto les fueron dadas por nuestros padres; y, ciertamente, desearía que lo distribuyesen con mayor fruto y mejor modo, pues no podemos negar que no pocos se sirven de ellas para emplearlas en usos de-pravados; y lo mismo podemos afirmar respecto de las riquezas de los profanos, que sin duda podrían emplear también con más utilidad pública. Y si no, tiende la vista sobre las inmensas rentas de la no-bleza, y no negarás que la mayor parte de ellas las gasta en el adorno superfluo de su cuerpo, en perros de caza, en sostener una turba ociosa de criados y, de consiguiente, con poco fruto; lo cual no sucede con las riquezas de las iglesias, que, cuando más ma-lamente se consumen, es en beneficio de una multi-tud de pobres, de donde vienen a resultar una porción de beneficios a la república, sea en la paz o en la guerra. Considera también las rentas escasas de los monasterios, con las que se sustentan un gran núme-ro de individuos, cuya mayor parte ha salido de entre lo más noble y honesto de la república, y verás que, contentos, con un poco alimento y un vil vestido tie-

nen lo suficiente para vivir y socorrer además con aquéllas un gran número de pobres. Estas mismas rentas, si se diesen a un hombre del siglo, las con-sumiría fácilmente y con pequeña utilidad en pro-porcionarse placeres de toda especie, gastando muy poco, ciertamente, en los hijos y en los criados. Los que disputan que las riquezas y rentas de las iglesias son de tal modo inútiles, y que deberían, por consi-guiente, emplearse en mejores usos, ciertamente en-gañados en su opinión, prepararían grandes males a la república, si por casualidad se les creyese; y aun, dado caso que fuese una verdad la inutilidad de aquéllas, creo más bien que no se debería buscar su utilidad arrancándoselas, sino que debería ponerse toda la solicitud posible para que fuesen empleadas en alimentar los pobres y otros usos antiguos, que es el objeto que se propusieron los que las han ce-dido, lo que nadie que tenga un exacto conocimiento de la Historia podrá negar. Por lo tanto, los orna- mentos de las iglesias, los censos, el oro y la plata, se guardan como un tesoro sagrado para las necesi- dades y peligros de la república, y juzgo que es muy conveniente y justo que la república use de aquellas riquezas en beneficio de la salud, cuando un enemigo feroz y formidable, ensoberbecido con la victoria, provocase una guerra política o religiosa, pues lee- mos que muchas veces algunos santos, como San Ambrosio, San Cirilo Hierosolimitano y otros, toma-

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ron los vasos de oro y plata de las iglesias para redi-mir los cautivos. Y más recientemente, en Medina del Campo, el año de 1477, se concedió, por unánime consentimiento de todos, a Fernando el Católico que tomase prestado la mitad del oro de las iglesias para rechazar las armas y conatos de Alonso de Portugal, con la obligación de que, luego que estuviesen las cosas tranquilas, volvería religiosamente lo que ha-bía tomado. La majestad de la religión no se oscu-rece porque no tenga oro, sino antes bien se aumenta cuando es empleado en usos útiles. No por otra causa los sacerdotes y las rentas de la Iglesia de Toledo llegaron al aumento que hoy admiramos, tal, que no se puede comparar con ninguna en todo el orbe, sino por el buen uso que hacían de las riquezas. Y más particularmente vemos que, habiendo en una ocasión llegado el pan a una carestía tal que, despreciando el cultivo de los campos, a cada paso se veían las villas desiertas, don Rodrigo Jimeno, arzobispo de Toledo, contribuyó mucho, ya con sus rentas, ya exhortando a otros, para aliviar las necesidades de aquel tiempo, juntando bastantes riquezas. Por cuyo mérito, don Alonso, rey de Castilla, aumentó las ren-tas de la Iglesia de Toledo con un nuevo dominio de villas, porque creía que las riquezas se conserva-ban allí como en un tesoro público, y al arzobispo de Toledo le concedió por una ley el derecho perpe-tuo de canciller del reino, en cuya magistratura es-

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taba contenida en otro tiempo la suprema y mayor autoridad después de la real. De consiguiente, ni la majestad ni las riquezas se disminuyen, sino que se aumentan más bien, haciendo un buen uso de ellas. Sin embargo, debe el príncipe cauto, en graves cir-cunstancias, antes de recurrir a los tesoros de la Igle-sia, buscar por todos los medios posibles los subsi-dios por cualquiera otra parte, sin olvidar los que pueda proporcionarse del pueblo y de la nobleza, pues lo contrario sería una maldad, porque aquellos bienes están consagrados a Dios y dados por nuestros mayores con este fin, cuyas disposiciones nadie debe alterar. ¿Será justo, por ventura, echar mano de ellos primero, habiendo sido respetada en todos tiempos su inmunidad? Si sus primeros dueños los conser-vasen aún, el príncipe no los tocaría de ningún modo. ¿Cuánta maldad, pues, sería quitar a las iglesias los mismos, consagrados para los usos de ellas? Además, ¿quién osará quitar los socorros de la viudas y pu-pilos, que no incurra en los castigos que sufrió He-liodoro por la misma causa? ¿Y habrá alguien tan audaz que intente quitar los tesoros sagrados, que son a la vez de las viudas, de los pupilos y de los pobres, enteramente dedicados a su alivio, y no ad-vierta que los templos y los sacerdotes se consideran en el número de los pupilos, y que por lo mismo deben estar bajo la protección de otros, y necesitan especialmente de la del príncipe? El pueblo mira

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como impío a aquel que toca todo lo consagrado a Dios, y piensa que este mismo, y la república tam-bién, quedan sujetos a todos los castigos de un gran crimen religioso: por lo que, si les sucede alguna desgracia, interpretan que es el castigo de aquella maldad cometida. Por cuya causa, el rey San Fer-nando, teniendo sitiada a Sevilla y llegado un tiem-po en que se hizo sentir la más espantosa miseria en todo el ejército, fué aconsejado de algunos que to-mase los bienes de las iglesias para socorrer aqué-lla, no sucediese que por esta causa tuviese que le-vantar el sitio con mengua suya; mas él se negó a esto, precisamente porque decía que tenía más con-fianza en las oraciones de los sacerdotes que en todas las riquezas y el oro de ellos, siendo el premio de tal modestia y piedad la entrega de la ciudad al día si-guiente. Al contrario, la derrota que sufrió don Juan I de Castilla en Aljubarrota, por un número de ene-migos inferior al suyo, lo atribuye la opinión del pueblo a que quitó los bienes de la iglesia de Gua-dalupe para los gastos de la guerra, que de ningún modo era lícito tomar, y que, por lo mismo, la Virgen vengó tal crimen. Por otra parte, es necesario el con-sentimiento del sacerdocio y del romano pontífice para que el príncipe pueda aliviar su escasez; e ignoro por qué se desprecia esto ahora, tan respetado en los primeros tiempos. Pero los obispos no deben ja-más mostrarse excesivamente difíciles, sino que de-

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ben poner cuanto esté de su parte por ayudar a la república, ya con sus bienes, ya con los de las igle-sias, pues no pueden emplearse mejor aquéllos que en estos usos; y ¿cuán peligroso no es querer emplear tan solamente las riquezas de otros y no poner nada de las suyas? Además de que en tiempo de San Am-brosio consta que las fincas de las iglesias pagaban tributo a los emperadores cristianos. También debe evitarse recurrir al extremo de no necesitar el con-sentimiento de los obispos si ellos rehusasen seme-jante carga, y quitarlos contra su voluntad, que es aún peor, y con mayor diligencia deberá cuidarse que el subsidio, una vez concedido, no sea perpetuo, sino que tan luego como se haya pasado el peligro y so-corrido la necesidad dada, debe restituirse íntegra la libertad y los derechos a las iglesias para que em-pleen sus bienes en otros usos. Por lo tanto, será más cómodo y más conveniente que aquéllas man-tengan a su costa algunos soldados y les den los auxilios necesarios que obligarlas a que paguen di-nero; no suceda que el príncipe lo gaste en la paz y se vea precisado luego, por nuevos peligros y difi-cultades, a pedir más, y entonces no consiga el fin de la exacción. Esto debe tener presente el príncipe, y lo mismo me parece que deben hacer los sacerdo-tes, cuyo consejo, si lo desprecian, el sacerdocio cier-tamente lamentará su perdida libertad y escasez de bienes, y el príncipe en vano intentará remediar el

peligro y la estrechez del erario. Muchos casos, y verdaderamente graves, se podrían presentar de to-do esto, pues la Historia está llena de ejemplos de príncipes, quienes fueron reducidos a la indigencia por haber echado mano de los tesoros de la Iglesia. Dejo a un lado aquellos que lo hicieron por su propia autoridad, bien sean gentiles, como M. Crasso, Gne. Pompeyo, Antiocho, Heliodoro, Nabucodonosor, o bien cristianos, como Urraca, hija de Alfonso VI, que, ro-tas las entrañas, cayó muerta en el umbral de la iglesia que acababa de robar; Carlos Martelo; Astiol-fo, rey de los longobardos; Federico, emperador, y otros, que tuvieron un fin desgraciado por haber ocu-pado los bienes de las iglesias. La fama nos cuenta que una virgen llamada Tecla dió al rey don Pedro IV, de Aragón, una bofetada tan grave, que murió al sexto día, por haber quebrantado los derechos de la iglesia de Tarragona. Sancho, rey de Aragón, ha-bía invadido los bienes de las iglesias, y aunque la escasez del erario parecía que se lo permitía para los grandes gastos de la guerra, habiéndole, además, el pontífice Gregorio VII dado facultad para permutar, gastar o dar a quien él gustase los diezmos y tributos de las iglesias que nuevamente se construyesen o fuesen tomadas a los moros, él mismo procuró lim-piar el crimen que había cometido, habiendo ido a Roda a pedir públicamente perdón en una actitud humilde y con lágrimas, ante los altares de San Vic-

toriano y San Vicente. En esta ocasión se presenta Raimundo Dalmacio, obispo de aquella ciudad, y manda devolverle religiosamente todo lo que le ha-bía sido quitado. Y es de admirar en nuestra edad que haya príncipes que, habiendo ocupado los bienes de los templos, no se muevan con lágrimas de aquél ni teman su fin desgraciado. En efecto, estando aquél en el sitio de Huesca, próximo a sus muros, una sae-ta que le dirigieron le quitó la vida; hombre, por otra parte, de grandes dotes de alma y de cuerpo, pero que oscureció su fama un solo crimen de ava-ricia. El pueblo, pues, atribuyó la causa de su muer-te desgraciada al haber ocupado los bienes de la Iglesia. Sin embargo, Urbano II, pontífice romano, concedió a su hijo, el rey don Pedro, y sus sucesores que recibiesen los diezmos y réditos de las iglesias que nuevamente se erigiesen y se tomasen de los mo-ros, excepto las iglesias donde hubiese silla episcopal. Tan grande era 'el deseo de extirpar el nombre de aque-lla gente impía, que no se meditaron los inconvenientes que produciría semejante concesión. Apoyado en esta facultad pontificia, Alonso, hermano de don Pedro y marido de doña Urraca, con el parecer del rey de Portu-gal, ocupó los tesoros de la Iglesia para los gastos de la guerra, los que no le era lícito usurpar. San Isidoro y otros santos vengaron aquella injuria impidiéndo-les poner secretos, siendo despojado del reino de Castilla don Alonso, y privado después de la vida,

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y de su mujer, en Fraga, dando a conocer los pueblos el odio a tan grave crimen, que decían que iguales castigos sufrían los violadores de los bienes sagra-dos. Y Gregorio X dió a don Alfonso el Sabio los diezmos de las iglesias, como una compensación de su elevación al imperio romano, leve, sin embargo, y perjudicial, como lo atestiguaron los sucesos pos-teriores; pues, perdido el reino por las armas de su hijo, murió pobre y desamparado el príncipe, poco antes comparable a los grandes reyes. Esto mismo parece que nos demuestra, y los mismos hechos lo significan, cuánto. cuidado se debe tener en abusar de los bienes de la Iglesia para socorrer la pobreza del regio patrimonio, no suceda que con el contacto de aquéllos se consuman más breve los impuestos reales, pudiéndose aplicar lo. que dice Plinio de las alas del águila, que mezcladas con otras son devora-das por éstas. No podemos menos de admirar y ver con dolor que, habiéndose aumentado considerable-mente las rentas reales con las grandes riquezas de la India, con el comercio, las navegaciones anuales, y además ocupados gran cantidad de diezmos, gi-miendo aún todas las clases del Estado bajo la pesa-da carga de las contribuciones, todavía sufra escase-ces la república, ya en la paz, ya en la guerra, y que sean menores ahora las victorias conseguidas que an-tes, en la mar y en la tierra. Por lo que no extrañamos que, no el vulgo solamente, sino la nobleza misma,

interprete la debilidad de fuerzas, la disminución de las riquezas y de los impuestos como un castigo de la ocupación de los bienes de la Iglesia. Ciertamente, los vasos sagrados del templo de Jerusalén tomados por Tito Vespasiano y llevados por Genserico, rey de los vándalos, entre otros despojos, desde Roma a Africa, vagando por infinidad de familias de los prín-cipes romanos y vándalos, y habiendo sido castiga-dos todos los que los poseyeron, y muertos, no descansaron hasta que, destruído el imperio de los vándalos por Belisario y hecho prisionero Glimere, último rey de aquella gente, fueron conducidos, por orden de Justiniano Augusto, a Jerusalén: triunfo nobilísimo conseguido después de tanto tiempo con-tra los enemigos de la religión. Basta ya respecto de la regia potestad. Debemos, pues, educar al príncipe con estos preceptos para que contenga la fogosidad de la edad juvenil, para que no se deje arrastrar de los placeres y evite degenerar en tirano con las ri-quezas, y que más bien deberá mostrar aquella be-nevolencia a los súbditos, aquella mode' stia en todas sus acciones y aquel respeto a las leyes que sea gra-to a Dios, honesto a él mismo y saludable a la repú-blica. A quien todos amen, todos admiren y reveren-cien, no como a un hombre del mismo origen y condición que los demás, sino como a un lucero cla-rísimo descendido de lo alto del cielo para iluminar con luz divina toda la tierra.

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